Es verdad que en la guerra la gente pasó muchas penalidades, hambre y todo lo peor. Yo no. No quiero decir que estuviera bien, pero estaba acostumbrada a cosas que los otros ni se imaginaban. Por ejemplo, dormir al raso, por ejemplo, comer lo que viniera bien y no probar nada caliente en muchos días. Además, no fui al frente por ser mujer y, aparte de que me mataran a mi hermano, no tuve ningún muerto más. Seguí con las ovejas en la montaña, trabajando en una u otra masía, que cambiar de amo tampoco me importaba porque me conocía todo el territorio y a la gente también. Ya era dura como una piedra, para qué lo voy a negar, y nunca tuve ninguna enfermedad ni me subió la fiebre ni me dolió la espalda ni las rodillas, y eso que por las noches había mucha humedad.
Todos sabíamos que la guerra se acabaría un día u otro, y cuando se acabó a unos les vino bien que ganara Franco y a otros no, pero todos estaban aliviados de que hubiera paz por fin. Ya les dije que vi cosas malas, todos las vimos, pero donde estaba, de la mayor parte de las burradas que se hicieron me traían noticias los demás. Donde más se veía que estábamos en guerra era en lo mucho que lloraban las mujeres. Lloraban y contaban las penas que tenían, las animaladas que le habían hecho a un hijo o a un sobrino. Muchas lloraban por la muerte del marido, de algún conocido. A mí de oírlas se me encogía el corazón.
Hacía otros trabajos además de pastora. Hilaba lana y todos decían que lo hacía muy bien, así que me llamaban, y me sacaba unas pesetas más. Después de la guerra me llamaban también para acopiar leña, para buscarla por la montaña. La gente no tenía para pagar carbón y aquello de la leña estaba a la orden del día. Para mí todos esos trabajos no eran nada pesados porque con las ovejas tenía mucho tiempo para descansar. Además los hacía con ilusión porque quería conseguir algo muy importante y para eso tenía que ahorrar. Y ahorré; al cabo de unos años, en el 44, cuando ya tenía veintisiete y la guerra quedaba un poco atrás, había amontonado una buena cantidad de dinero. Gastaba muy poco, casi no gastaba nada, llevaba poca ropa nueva porque no era coqueta y en las ferias sólo tomaba una copita, de comprar golosinas o caprichos, ni hablar. Mucha gente guardaba el dinero debajo del colchón porque era lo que les parecía más seguro. A mí me parecía más seguro debajo de una piedra, en el campo de La Pobla de Benifassá. Ahí no lo hubiera encontrado nadie ni aunque hubieran buscado cien hombres con picos y palas, todos a la vez.
Les voy a decir por qué ahorraba tanto. ¿Ven esta señal que tengo en el labio? Pues es la marca de una operación. Para eso quería las pesetas, para pagar al médico que me operó. Yo había nacido con el labio partido que los médicos llaman «labio leporino». Lo tenía así como arremangado y me hacía la cara muy rara. Siempre me dio complejo. Si yo ya no era muy guapa como mujer sólo faltaba aquel defecto que además no me dejaba hablar bien. Emilia, mi amiga viuda que trabajaba de pescadera, me contó que el médico de Rossell operaba muy bien el labio leporino. Había operado a muchos chavales y no les quedaba ni siquiera la cicatriz. Cuando reuní el dinero para la operación me fui a verle. Se llamaba Juan Sáiz Muñoz y era valenciano, muy buena persona, muy cariñoso, a veces bromista. Me dijo que sí que me podía operar, que me haría un raspado y luego me lo cosería para que se soldara bien. Me gastó la broma de que quedaría tan guapa que tendrían que buscarme un novio. Estaba en el dispensario Faustino el de l'Hostalás. Y va el doctor, se vuelve hacia él y suelta: «Mira, este mismo te irá muy bien de novio». Y Faustino venga a decir: «¡No, que yo no quiero novia ni nada!». El pobre, ¡si era más bajito que yo!, estaba espantado de imaginarse de novio mío. Nos reímos mucho. Al cabo de unos días me operó y quedé bien, ¡vaya si quedé bien! No como para echarme novio, porque a mí nunca se me acercó nadie en todos los años de mi vida, ni nadie quiso cogerme de novia ni por asomo, pero bien como para que la gente ni siquiera se diera cuenta de lo que había tenido, ni de que me habían hecho una operación.
Estaba más contenta que unas pascuas, feliz. Nunca me miraba en el espejo pero esos días hasta me compré uno en la feria y no paraba de verme el labio en él. Entonces me cogieron unas ganas muy grandes de que me viera mi hermano Juan que estaba en Francia. Quería que estuviera orgulloso de mí, que se diera cuenta de que había cambiado y ya no era la cría mierdosa que había dejado en Els Ports. Lo que hice fue irme en uno de mis días libres a Rossell. Un mes antes me habían entregado un vestido que me quedaba muy bien: negro, entallado, con unos cierres en la parte delantera que brillaban mucho y lo hacían más elegante aún. Me había acompañado Emilia para escoger cómo iba a ser y desde luego que acertó. Pues bueno, estreno el vestido para ir a Rossell y le digo a Emilia que quiero ir a la peluquería a que me hagan la permanente. Emilia me dijo que tenía que ir donde la Aguideta. Y allí que me presenté. Mi amiga me había dicho lo que tenía que cobrarme por si acaso me estafaban, porque yo a la peluquería nunca había ido antes. La Aguideta era bajita y casi no me habló. Me miraba con una cara como si no se atreviera a tocarme ni a hacer su trabajo. Creo que tenía miedo de mí. ¡Vaya con el miedo!, a veces me vino bien que me lo tuvieran, pero otras me dejaba parada delante de la gente y sin saber qué hacer. De buena gana les hubiera dicho: «No os haré nada, soy como todo el mundo».
El caso es que salí de allí con la permanente muy bien hecha, el vestido nuevo y el labio operado. ¡Nunca me había sentido tan guapa! Me largué a la feria y me hice retratar, un retrato de medio cuerpo donde el vestido lucía muy bien. Cuando fui a recoger la foto a la semana siguiente el resultado me dejó muy satisfecha. Le pedí a Pepita la d'en Fornell que me escribiera una carta para mi hermano, que ella sabía leer. Le decía que me encontraba bien de salud, que estaba contenta, que tenía ganas de verlo y me acordaba de él. Le contaba lo de la operación para que se fijara en el labio nuevo de la foto. Le comentaba que en el pueblo todo iba bien y que hacía buen tiempo. Luego metí la foto en el sobre, le hice poner a Pepita la dirección y se lo envié a Francia. Nunca había hecho una cosa así. Lo hice porque era joven, supongo.
La verdad es que le quedé muy agradecida al médico don Juan, nadie me había tratado tan bien como él. Nadie me había hecho nunca algo tan bueno como aquella operación. Muchas veces cuando iba a Rossell pasaba a saludarlo. Le pedía a Emilia que me acompañara porque me daba vergüenza ir sola. En alguna ocasión hasta le llevé un regalo: lana hilada por mí para que le hicieran una chaqueta, la más fina, la mejor. Como quería que pensara que había valido la pena operarme, siempre cuidaba de estar presentable cuando lo visitaba. Me salían pelos negros en el bigote y en la barbilla y me los arrancaba con la navaja y el dedo dando un tirón. Emilia se portaba conmigo como una amiga del alma. Para que no tuviera que marcharme andando por la noche me dejaba dormir en su pajar, que allí estaba calentita y a gusto. Una mañana que se iba muy temprano a vender el pescado a la plaza entró sin avisar en el pajar y estoy segura de que me vio arrancándome los pelos. Hizo como si no se hubiera dado cuenta y lo mismo hice yo. No hablamos nunca de ese día. Ella debía de pensar que yo era como era y que no valía la pena avergonzarme. También se lo he agradecido siempre, también le llevaba lana preparada para tejer. Es una pena que una mujer tan buena llevara la vida que llevó, viuda de joven, con los hijos… Cuando me fui con los maquis ni se me ocurrió nunca pedirle que me escondiera para no comprometerla. Y si lo pienso con atención me doy cuenta de que ayuda, lo que se dice ayuda, eso es algo que nunca reclamé de nadie. Has de saber apañártelas solo cuando tomas una decisión. Y yo sabía estar sola muy bien, quizá porque me acostumbré. Claro que por entonces ya tenía a mis perros. Eran dos: grandes, fuertes, oscuros de pelaje, fieles y listos como el que más. Me acompañaban a todas partes. Los cogí de cachorros, sobraban de la carnada y los iban a sacrificar porque nadie los quería. Nunca me arrepentí. Y a veces me quité el pan de la boca para dárselo a ellos. Un perro te ve como eres y no le importa nada que seas hombre o mujer.
A Nourissier le impresionó Morella: la fastuosidad de su enclave elevado, el paisaje que la rodeaba, las antiguas murallas de piedra gris. Era como una visita al corazón de algo misterioso y recóndito. Sin embargo, esa misma inaccesibilidad del lugar le hacía temer que también la información estuviera vallada, fuera difícil de abordar. El paralelismo entre la forma cerrada de la ciudad y la posible reserva de sus habitantes no era descabellada, pero cuando Nourissier se la planteó, Infante no estuvo dispuesto a admitirla como premisa.
– Bobadas -dijo-. Pura subjetividad.
Conocía peor aquella zona que la que acababan de abandonar, pero no se le había pasado por la cabeza reconocerlo. Además, se encontraba con buen ánimo para enfrentar la nueva etapa. De hecho, había empezado a hartarse de estar tantos días en La Sénia. Le gustaba variar, cambiar el decorado, la ubicación. No tenía paciencia para quedarse quieto demasiado tiempo, quizá por eso había fracasado como escritor. Para profundizar en un tema hay que permanecer sedentario, perseverar, no desmoronarse nunca frente a los propios errores o la falta de inspiración. Todas las novelas que había comenzado lograban entusiasmarlo al principio. Las acometía con optimismo, con la sensación de que ningún desafío literario sería excesivo para él. Se veía capaz de inventar, de matizar, de jugar con las palabras, de construir artefactos narrativos de apasionante interés. Sin embargo, superado el umbral de las cien páginas, su ímpetu creador decaía y empezaba a aburrirse de trabajar siempre con los mismos personajes. Lo escrito hasta el momento le parecía superficial, reiterativo, prosaico y previsible. Entonces sufría una inevitable paralización y se veía imposibilitado para continuar escribiendo. Era como si de pronto la imaginación se le hubiera secado, como si no encontrara nada más que decir. Las primeras veces que había pasado por ese agónico proceso, atribuyó sus dificultades a los temas escogidos. Quizá no tenían suficiente entidad, quizá eran demasiado manidos para excitar su mente de manera adecuada. Luego pensó que sólo una cosa le faltaba para ser novelista: la fe en sí mismo; y eso podía llegar a superarse. Más tarde sus conclusiones derivaron hacia terrenos mucho más pesimistas: no era una sola cosa la que le faltaba, eran muchas. Carecía de agudeza, de espíritu poético, de profundidad, de capacidad de observación; en una palabra: de talento. Aquel análisis demoledor de lo que había sido su idealizada vocación literaria lo llenó en su día de desprecio hacia sí mismo. No volvería a entusiasmarse por ninguna otra alternativa: si no era escritor no sería un buen profesor ni un buen periodista; trabajaría para subsistir, únicamente. Había algo que le permitía disminuir el rigor del autojuicio: al menos se había dado cuenta de que no servía para la pluma y tuvo el valor de confesárselo, puchos imbéciles cargaban sobre los demás o sobre las circunstancias la responsabilidad de sus propias carencias. Otros escribían libros que fluctuaban entre la estupidez y el plagio y andaban por el mundo jactándose de lo que denominaban «su obra» ante la mirada conmiserativa de los demás. Ninguno de esos casos sería el suyo, jamás. Viviría más a gusto con sus certezas, aunque fueran amargas, que con vanas ilusiones. Aquélla era una filosofía que servía, por extensión, para todos los órdenes de la vida: si nada esperas nunca te decepcionas. Además, iba endureciendo paulatinamente el carácter de modo que podías alcanzar un grado de indiferencia que te ponía a cubierto del dolor. En el fondo, estaba orgulloso de su manera de obrar.
Miró a Nourissier y advirtió que estaba preocupado.
– ¡Deja de martirizarte! Que la ciudad tenga una apariencia hermética no significa que vaya a serlo para nosotros. Tu actitud es muy poco científica.
– Temo que esos muros oculten muchas cosas.
– Yo abriré boquetes en ellos para que podamos penetrar. Y si no confías en mí, hazlo por lo menos en la Providencia.
– ¡Eso sí sería poco científico!
La pensión era mayor y más confortable que la anterior. Todas las habitaciones contaban con una mesa para escribir, estufa eléctrica, robustos muebles de madera y abrigada ropa de cama. Las ventanas daban a los campos sin cultivar que se extendían por detrás de la casa. Nourissier sintió un ramalazo de melancolía recordando su hogar, pero enseguida logró sobreponerse pensando en la gran calma con la que allí contaría para trabajar.
Pasearon por la calle mayor, porticada en piedra, donde se enfrentaron a las primeras miradas de curiosidad. A Morella llegaba mucha gente de paso: excursionistas, viajantes, comerciantes… Pronto, la expectación remitiría ante la costumbre de ver extraños.
– ¿Qué te ha parecido la patrona de la pensión? -preguntó Infante intentando borrar el gesto adusto del rostro del francés.
– Bien -respondió desvaídamente.
– Me ha prometido que nos cocinará platos ligeros para la cena. Nada de morcillas ni tocino. También nos dará zumo de naranja en el desayuno. ¡Todas las cosas que te gustan, Lucien!
– No me hagas representar el papel de niño caprichoso; la dieta es importante.
– Y la dieta española te parece una barbaridad.
– La de estos pueblos, sí.
– Pero en España no guisamos con mantequilla sino con aceite de oliva, que es más sano.
– Llevas razón.
– ¿Nunca pensaste en venir a vivir a España, siendo tu madre de aquí?
– Fue ella quien me lo desaconsejó, aunque amaba a su país con toda el alma.
– ¿Te decía que los españoles somos crueles?
– No, me decía que sois trascendentes, que pensáis siempre en el pecado, en la culpa, en el más allá, en el destino, en la muerte, en el honor. Sois trágicos, ella creía que es bueno ser más frívolo, vivir más en lo cotidiano, disfrutar de los placeres de beber y comer
, festejar el amor.
– Tu madre estaba en lo cierto.
– Junto a eso también pensaba que España es el gran país del arte, de la ironía, de la pasión, de la finura de espíritu.
– ¡Qué suerte tener una madre como la tuya! A mí la mía nunca me hacía tantas reflexiones sobre nada. Hablaba poco, y cuando lo hacía siempre venía a decir lo mismo: «Nunca llegarás a nada, Carlos, ya lo verás».
Nourissier se sintió violento, se vio en la obligación de comentar:
– Es obvio que se equivocó.
– Es obvio que era muy inteligente porque acertó. Y no me contradigas en eso, quedaría muy descortés.
Después de la guerra seguí trabajando con las ovejas, como siempre. Como siempre no, todo estaba más apagado, resultaba más difícil ganarse el pan porque a muchos hombres de las masías los metieron en la cárcel. A veces las mujeres estaban obligadas a trabajar como burras en labores que no tenían ni fuerza para hacerlas. Yo me movía de aquí para allá siempre por los alrededores de Vallibona. Como no me importaba cambiar de lugar, nunca me faltaba trabajo. También me contrataban porque tenía la misma fuerza que un hombre. Por otro lado, se corrió la voz de que era muy trabajadora. Entre que faltaban hombres y yo podía hacer lo mismo que ellos, que tenía buena fama y que conocía bien mi faena, los masoveros me daban trabajo, todo el que podía hacer. Eso sí, ¡lo que yo trabajé en aquellos años no hay muchos que lo hayan trabajado! Aparte de estar con el rebaño, recogía leña del monte y la llevaba hasta las masías para que pudieran hacer la comida y calentarse. Labraba los campos cuando era el tiempo, acarreaba el grano y lo llevaba en mulo al molino de Boixar o al molino l'Abat, recogía las patatas y las cargaba… Ni siquiera un animal era capaz de trabajar tantas horas como yo sin cansarse. El ir de un lado a otro se acabó cuando me cogieron
en la masía El Cabanil, en la Pobla de Benifassá. Los amos eran los hermanos José y María Abellá. Tenían mucha tierra para arar: viñas y tierra de pan. Yo echaba una mano en eso pero, sobre todo, cuidaba las ovejas. Se daba la circunstancia de que todos los hombres de la familia estaban en la cárcel por rojos. Me contrataron en 1944, que yo ya tenía veintisiete años. Les pedí la soldada y doce días al año libres para mí, como siempre solía hacer. Había ido ahorrando dinerillo y me compré quince ovejas. El ama me dejaba que las apacentara junto a las suyas. Los hermanos eran muy buena gente y se portaban muy bien. Estaban muy contentos conmigo porque cargaba sola los sacos para los que normalmente hacía falta dos hombres. Yo me los echaba al hombro de una tacada y los subía al mulo de una vez. Además, como era una mujer, sabían que no tenían problemas conmigo, porque a veces en las masías donde sólo había mujeres y cogían a un hombre de peón, habían pasado cosas raras. Me dejaban también plantar lo que quería. A mí me gustaba sembrar y recoger cosas muy grandes: coles forrajeras para darles a los corderos, calabazas, que ponía pocas en el sembrado para que se hicieran gigantes… Una vez tuvimos que llevar una de esas calabazas en un carro para venderla, de tan gorda que era. No sé por qué hacía eso de sacar de la tierra esos bicharracos, a lo mejor para demostrarles a los otros de lo que era capaz.
Los días de descanso que tenía, algún rato jugaba con el crío de la casa. Me lo subía a hombros y trotaba por el campo. Aún me acuerdo de los gritos que pegaba, de lo contento que se ponía al poder estar conmigo.
Todos esos años no gastaba nada y ahorré un buen montoncito de dinero. Algunos del pueblo necesitaban pagar cosas y venían a mí. Yo les prestaba con pagarés. De cien duros, de doscientos duros… Nunca tuve con eso ningún problema, y todo se me dio muy bien. La verdad es que viví bastante contenta.
En esos años vi a maquis de vez en cuando. Cuando estaba sola en el monte venían a verme y a hacerme compañía. No me daban miedo, tampoco la primera vez que se me pusieron delante me asusté. Sabía quiénes eran y por qué hacían lo que hacían, lo había oído en el pueblo. A mí no me interesaba la política, de manera que allá ellos con lo que quisieran sacar viviendo a salto de mata por las montañas. Tampoco se me ocurrió nunca ir a denunciarlos: a mí no me habían hecho nada malo. Llegué a conocer a unos cuantos en aquel tiempo. Tenían ganas de charla porque andaban solos por el monte y lo mismo me pasaba a mí, que me venía bien un poco de compañía. Así que charlábamos y nos reíamos y más de una vez me invitaron a vino de la bota que llevaban. Poco a poco entablamos bastante amistad y me pedían que les comprara cosas en La Pobla. Yo los complacía, porque como hacer recados para ellos siempre tenía un riesgo, pues me pagaban alguna que otra pequeña cantidad por hacerlos yo. Me contaban que ellos eran guerrilleros que luchaban contra la dictadura, que cuando el mundo se diera cuenta de lo que pasaba en España, ayudarían a que Franco cayera, y entonces estarían ellos allí, en primera fila. Me decían que la vida de la gente como yo sería mejor, que no habría pobres ni ricos. Según ellos, cuando Franco cayera tendríamos cultura para todos y todos sabríamos leer. Yo les dejaba hablar, pero lo que decían me parecía muy difícil, casi imposible. Era difícil, de acuerdo; pero si ponías atención y lo pensabas te dabas cuenta de que estaba muy bien lo que querían. Me sonaba muy raro pensar que yo podía aprender a leer y escribir, pero tampoco era una barbaridad. Si me hubieran mandado a la escuela de cría, hubiera aprendido.
No fue hasta el año 48, cuando yo creo que los guerrilleros estaban ya más organizados, que se me presentaron una noche en mi caseta. Venían varios que yo no había visto antes: Valencia, Tío Pito, Andaluz, Ventura, Rubén… Fue la primera vez que me pidieron algo que no fuera hacerles recados en el pueblo. «Danos de cenar, Pastora, que venimos con hambre atrasada y ganas de algo caliente.» Con sopa, huevos y un poco de tocino les apañé una cena que bien que les gustó. Luego me amenazaron con que me quedara callada y no diera parte a los civiles. No me hizo gracia, ¿para qué me amenazaban si otras veces yo no los había denunciado? Estaba muy claro que no pensaba ir corriendo con el cuento a la Guardia Civil. A la semana siguiente se presentan otra vez los mismos maquis y me vuelven a pedir de cenar. Yo no rechisto, claro, porque eran muchos, aunque entonces no me amenazaron. Cuando acaban de cenar me largan una nota para Francisco Gisbert, el marido del ama del Cabanil, que ya había vuelto a casa. Le pedían que les comprara fideos, arroz, harina y doce litros de vino. Eran muchas cosas, él tenía que comprárselas todas. Le daban el dinero para pagarlas. A mí me dijeron que le avisara de que si se iba de la lengua volverían a por él y sería hombre muerto. Hice lo que me mandaron, le di la nota y el marido del ama les compró todo lo que pedían y no los denunció. Regresaron más veces y era siempre Gisbert quien les compraba lo que necesitaban. Ya estaban de acuerdo, habían hecho un trato. De qué manera acabó todo aquello ya se lo contaré.
Mientras sucedían todas esas cosas yo hacía mi vida normal. No tenía miedo, nunca lo tuve. Seguía yendo en mis días de fiesta al Sindicato, que desde Franco se llamaba «La Sociedad». Allí me reunía con otros pastores como yo, con labradores… Jugábamos a las cartas y bebíamos alguna copita de coñac. Me dejaban entrar aunque fuera una mujer.
En las fiestas de La Pobla de Benifassá monté algunos jolgorios que aún deben de recordarse ahora. Un día para la piñata me ofrecí a hacer de burra y que Nelo de Setrels se me subiera encima para intentar romper la olla. El Nelo era un hombre que se dedicaba a arrastrar troncos con caballerías en el monte. Era muy gracioso, de la broma como yo. Así que nos tapan la cara y me lo subo a caballito, haciendo yo de burra de carga. Y allá vamos. A la primera no rompe la olla, así que lo intentamos otra vez. La gente se caía de risa de verme a mí con las faldas largas y negras y aquel tío subido al lomo. La rompimos a la segunda y todo eran aplausos, todo eran risas. A mí me gustaba de esa manera, que se rieran cuando quería yo, no cuando ellos querían. Igualmente me gustaba que me miraran cuando yo quería. Un día en las fiestas de Boixar me presenté vestida toda de rojo. Antes les dije que siempre iba de negro o de azul marino porque no quería destacar. Pues ese día que les comento iba de rojo de arriba abajo, menos las alpargatas, que de ese color no las pude encontrar en el mercado. Me dio por ahí, me apeteció armar un poco de lío y a ver quién era el guapo que se atrevía a decirme algo o hacerme una broma que a mí no me pareciera bien. En esos tiempos, tengo que reconocerlo, me gustaba provocar un poco, sólo de tanto en tanto para darme cuenta de que nadie tenía pelotas para meterse conmigo. Ese día del Boixar se armó un buen revuelo, ¡vaya si se armó!, que la gente corría para verme de colorado y tan templada como iba. Se acercaban a mí y venga a fijarse en la falda, en la blusa y todo lo demás. Les solté: «¿Tengo monos en la cara o qué?, ¿es que nunca habíais visto a una mujer vestida de rojo?». Y la gente enseguida: «No, Tereseta, no. No te lo tomes a mal, que sólo miramos lo guapetona que vas y lo bien que te sienta el color». Ni una palabra más, ni una mala mirada, ni una risita de esas que te dejan con mal cuerpo. A aquellas alturas ya sabían todos que conmigo no valían juegos ni gracias. ¡Y tampoco di tantos mamporros!, pero es mejor lanzar la fama que el puño.
Me acuerdo de otra cosa que les hará reír. Otro año, por las fiestas de San Bertomeu, también en Boixar, venía siempre el cura de La Pobla de Benifassá para hacer misa y todo lo demás, ya que en Boixar no había parroquia. Venía montado en una caballería, con la sotana arremangada para no ensuciársela. Después de estar en la iglesia y hacer los rezos y todo lo que tuviera que hacer, se quedaba al baile. Estábamos en la plaza, todos bailando menos el cura y yo, claro. Yo ya llevaba encima un par de copitas de coñac y no iba borracha, pero sí animada. Entonces me da la locura, me voy para él y le digo: «Mosén Vicent, ¿quiere que salgamos a bailar usted y yo?». El cura, que era buena persona y ya un poco mayor, no se enfadó para nada sino que se echó a reír.
Entonces me contestó: «Tú y yo no podemos bailar juntos, Tereseta, que los dos llevamos faldas». No me quedé callada. Con una buena risotada le suelto: «Yo llevo pantalones también», y sin darme ninguna vergüenza me levanto el vestido y le enseño que, debajo, llevaba unos pantalones cortos como esos que llevan los chiquillos. ¡Ni les cuento la que se lió! Los que estaban cerca y se enteraron de la conversación, que fueron muchos, empezaron a carcajadas y las mujeres a gritos, y todos dando palmadas y arreándose golpes en las piernas. Hubo mucha diversión, y el pobre cura, que se quedó parado, sólo iba repitiendo: «¡Ay, Tereseta, eres de lo que no hay, eres de matar!».
Así iba pasando mi vida. ¿Se puede decir que era feliz? Me imagino que no. No tenía lo que todas las mujeres querían tener: un marido, hijos, una casa… A aquellas alturas ya sabía que nunca los tendría. Estaba muy sola. Mi familia no había querido saber más de mí. Pero cuando me paraba a pensar me daba cuenta de que también tenía cosas buenas: fuerza, salud, trabajo, unos pocos ahorros y el respeto de la gente, que ya no se reía de mí. En el fondo estaba bien. Ya se sabe que la gente pobre no podemos pedir más, y yo no pedía más. Si acaso aprender a leer, y eso porque me lo habían metido los maquis en la cabeza, que si no…
En Morella no había un solo bar sino dos, y por las mañanas se veía en la calle una gran animación. A Nourissier el cambio de lugar no parecía haberle afectado demasiado; se recluía como de costumbre a trabajar en su habitación. Era Infante quien preparaba el terreno para conseguir informaciones. No sólo debía jugar sus cartas habituales, sino dejar correr la voz de que iban tras la estela de bandoleros célebres en la zona. Los estudios generales del psiquiatra eran la coartada. Suponía que algún pez caería en la red con esas premisas. Frecuentó los bares, las tiendas de comestibles, el mercado… y habló cuanto pudo con la gente.
El primer resultado de su siembra no fue el que esperaba. Dos días después de sus incursiones se presentó en la pensión un teniente de la Guardia Civil. Quería hablar con él, también con Nourissier. Era alto, delgado, de unos cuarenta años, y representaba la máxima autoridad en plaza. Quiso saber qué hacían en el pueblo, cuánto tiempo se quedarían…, nada que a Infante le pareciera inusual. Sin embargo, el teniente no pareció muy satisfecho cuando recibió la explicación sobre los motivos por los que estaban allí.
Que los estudios de Nourissier se centraran en el tema de los bandoleros debió de hacerlo sospechar. Les pidió sus documentos de identidad, los observó. Al devolvérselos, les espetó:
– Me gustaría tener una pequeña conversación con ustedes en el cuartelillo.
– ¡Adelante, no tenemos prisa! -intentó Infante aparentar normalidad.
– ¿Hay algo en contra nuestra? -preguntó Nourissier en un tono severo y glacial.
– ¡En absoluto, señores, en absoluto!
– Puede llamar a la embajada de Francia en Madrid si le queda alguna duda sobre mi identidad.
– No me interpreten mal. He dicho conversación, no interrogatorio, y he dicho en el cuartelillo porque es mi sitio de trabajo. Además, ¿por qué iba a querer interrogarles a ustedes? Lo único que tengo es curiosidad por saber de esos bandoleros históricos tan interesantes; tranquilamente hubiera podido proponer una charla en el bar.
– ¡Ésa es una idea excelente!, y si nos lo permite le invitamos nosotros. ¿Qué le parece si nos encontramos en el bar dentro de una hora? Mejor en el de la entrada del pueblo, tengo idea de que sirven la cerveza más fría.
En cuanto se quedaron solos, Nourissier miró a su compañero:
– No te entiendo.
– ¿Qué querías, hablar en el cuartelillo donde manda él?, ¿declinar la invitación? Por lo menos hemos ganado una hora para ponernos de acuerdo sobre qué demonio le vamos a contar.
Subieron a la habitación de Infante, se sentaron sobre la cama. El periodista se sirvió una copa, que Nourissier no quiso compartir.
– ¿Qué sabes sobre bandoleros españoles?
– Nada.
– ¿Tu madre no te habló de Luis Candelas, de Panchampla?
– Jamás.
– Que no cunda el pánico. Si te hace preguntas háblale sobre la psicología de los delincuentes. Yo procuraré intervenir.
– Creo que me tomaré una copa yo también.
Acudieron a la cita y pronto comprendieron ambos que no tenían nada que temer. El psiquiatra hilvanaba explicaciones sobre la mente criminal con toda coherencia, pero el teniente no le escuchaba; evidentemente no estaba allí el centro de su interés. Nourissier lo observaba al mismo tiempo que hablaba: no habían topado con un hombre deseoso de un pasatiempo cultural; el teniente Álvarez sospechaba de ellos. En algún momento creyó entrever que estaba disfrutando al hacerles pasar un mal rato. Incluso llegó a tener la extraña sensación de que los consideraba culpables de algo que prefería callar. Pasada casi una hora, el guardia lo interrumpió:
– Ya veo, doctor, que sabe usted mucho sobre el tema y me parece todo muy interesante. Sólo le pediría que, cuando escriba usted ese libro, no deje en mal lugar a España.
– Nada más lejos de mi intención.
– Lo sé, pero a veces en el extranjero no se nos trata bien. Se dicen cosas negativas, dobles sentidos, falsedades…, que si somos un pueblo bárbaro, que si aquí no hay libertad… Pero lo cierto es que, después de la guerra, se ha iniciado en España una época de cambio y prosperidad. Gracias al Generalísimo gozamos de paz y convivimos sin problemas todos los españoles. Por eso fastidia mucho que circulen tantas insidias por ahí.
Nourissier se impacientó levemente, tomó la palabra con seguridad y elevó la voz para no parecer en ningún caso intimidado.
– No comprendo qué le ha hecho pensar que yo, con mis investigaciones, puedo contribuir a algún tipo de descrédito para su país.
– Ya sabe a lo que me refiero, todo ese asunto de los bandoleros se presta a hacerse ideas equivocadas: que si robaban a los ricos para darlo a los pobres, que si fueron reprimidos salvajemente por la Guardia Civil…
Infante intervino antes de que el psiquiatra pudiera contestar:
– Los estudios del doctor sólo se ocupan del tema médico y tratan a los bandoleros como casos clínicos, por completo separados de su entorno o su nacionalidad.
– Está bien. Tómense lo que he dicho como una simple advertencia general. Usted me comprende porque es español. ¿Dónde nació?
– En Barcelona.
– ¡Ah, una bella provincia! En ese caso no hace falta insistir más, usted sabe bien lo que pasa aquí.
– No habrá ningún problema, puede quedarse tranquilo.
Álvarez se puso en pie, hizo el saludo militar y salió con una sonrisilla superior pintada en la boca. Infante se dio cuenta de que su compañero estaba nervioso.
– No hagas ningún comentario ni te muevas -le dijo-. Vamos a pedir otra cerveza con tranquilidad y luego regresaremos a la pensión.
– Preferiría dar un paseo por el campo, tengo una horrible sensación de claustrofobia.
– Pues contrólala, Lucien.
Bebieron en silencio. La dueña del bar, una chica joven y atractiva, limpiaba los suelos con ojos somnolientos y movimientos mecánicos. Sólo tras haber apurado bien los vasos se marcharon. Caminaron buscando la salida del pueblo. La gente los miraba, pero eso era algo a lo que ya se habían acostumbrado. Una vez en campo abierto, Nourissier dirigió la cara hacia el sol. Hacía frío, y aquel calorcillo lo reanimó. Necesitaba borrar de su mente los últimos momentos opresivos que acababa de padecer. Dejó el camino y se echó al suelo, en una zona de hierba seca.
– Hubiera querido matarlo -dijo-. Nunca en mi vida había sentido el instinto de matar a alguien, hasta hoy. Afortunadamente estabas tú para halagar a ese cerdo y humillarte ante él.
– Si esperas que ese comentario me moleste y podamos discutir para librarte de tu mal humor, estás equivocado.
– Lo siento, discúlpame.
– Ya sabes que el heroísmo no se hizo para mí. Dejemos a Franco, el gran hijo de puta, que muera en la cama.
– Me rebela oír eso. Estoy dejando atrás mi equilibrio habitual, reacciono con una violencia que no estaba antes en mí. ¿Crees que me habré vuelto apasionado en España?
– A lo mejor siempre lo habías sido pero no tenías ocasión de exteriorizarlo.
– También hubo problemas en Francia durante la guerra: traidores a la patria, colaboracionistas… Sólo que allí todo estaba bien definido: el enemigo era extranjero y representaba todo lo malo. Además, allí ganó mi bando.
– Y de repente, te topas con La Pastora y todo se derrumba a tu alrededor.
– Yo mismo empiezo a preguntarme si es así.
– Eso demuestra que siempre has sido un alma impoluta, preservada de la triste y mediocre realidad, que es justo el caldo de cultivo donde yo me he criado. ¡Muy injusto! En el fondo, el teniente lleva mucha razón, eres un maldito extranjero que viene aquí a vivir explosiones personales y a poner patas arriba este bendito país donde todos vivimos felices.
– Pero ¿qué dices?
Salaud! Nourissier se abrazó a las piernas de Infante, que aún permanecía en pie y lo hizo caer. Ambos rodaron por el suelo, riendo y propinándose falsos puñetazos que resonaban contra su ropa de abrigo. Siguieron así un buen rato, peleándose y jugando como niños hasta que todo el sentimiento de cólera y frustración que habían acumulado en las últimas horas se evaporó en el aire gélido y luminoso.
Por la noche, mientras cenaban una sopa caliente en la pensión oyendo sólo el tictac del antiguo reloj de pared, Infante levantó la vista del plato y la clavó en su compañero:
– Puedes comprobar por ti mismo cómo la idea de encontrarnos con La Pastora se hace cada vez más inverosímil. Ese guardia va a complicarnos la vida tanto como le sea posible. ¿Quieres que lo dejemos? Te libero de nuestro trato. Quizá lo más prudente sería que regresaras a Francia con tu familia.
– Ya me ofreciste eso en otra ocasión, pero he aprendido de ti que cuando se vive sin esperanza no hay que perder la esperanza.
– Es lógico que sea una contradicción lo que has aprendido de mí.
– Empiezan a gustarme las contradicciones.
– En ese caso, sea lo que sea lo que te impulsa a seguir, seguiremos; aunque creo que resultaría muy aconsejable salir de Morella. Con ese teniente pisándonos los talones no es seguro quedarse. Si estás de acuerdo conmigo, permaneceremos dos días más aquí para que no parezca que huimos. Después nos largamos. Ya estudiaré adonde.
– Lo que tú digas.
Pero no se marcharon. Un día más tarde tomó contacto con ellos don Eusebio Santillana, juez de instrucción jubilado, y lo que tenía que ofrecerles bien valía el riesgo de quedarse donde estaban.
Lo que voy a contarles ahora es posible que ya lo hayan oído por ahí. También habrán oído que nadie sabe, ni sabía entonces, si yo soy un hombre o una mujer. Nací con mis partes mal formadas, ya se lo he contado antes. No se lo voy a enseñar porque tengo mi dignidad. Como les dije, cuando mi madre me vio por primera vez pensó que sería mejor para mí figurar como mujer. Y mujer fui por mucho tiempo, aunque yo me sentía hombre. Ya saben que la gente siempre quería mirarme ahí abajo, pero nunca lo consiguieron porque yo me sabía defender. «¿Qué tienes entre las piernas, Pastora, qué tienes ahí?» Nunca me vio nadie, nunca. Desde que tuve uso de razón nadie se atrevió a mirar donde no debía. Me volvía una fiera, hubiera sido capaz de machacar cabezas, de morder hasta perder los dientes, de matar. Pero no fui capaz de morir. Me gustaba demasiado la vida y viva estaba hasta aquella tarde. Me hice la pregunta a mí misma, no crean, en aquellos momentos en que los tenía a todos a mi alrededor, me dije: «¿Vale la pena morir, Teresa?». Pensé que no, que quería seguir viva, subir al monte con los corderos, ver amanecer, tomarme copitas de coñac, bromear en las fiestas. No, morir no. Y no quise dejarme matar.
Fue una tarde muy fría. Había nevado y la nieve se había quedado en la hierba y en las matas, blanca, bonita con la poca luz que quedaba ya. Yo bajaba del monte, había dejado a las ovejas arregladas, metidas en el cobertizo, asegurándome de que la helada no pudiera hacerles daño. Como me había entretenido más tiempo del normal iba deprisa por temor de que me cogiera la noche. Entonces los vi, esperándome en el camino, abrigados con capotes los guardias y con zamarras los del pueblo. Daban patadas al suelo para no congelarse. De la boca les salía el vapor de la respiración. Me fijé en que sonreían y enseguida supe lo que iba a pasar, pero seguí andando en dirección a ellos, no podía hacer nada más.
Los conocía a todos: el teniente Mangas iba al frente. Estaba destinado en Morella, pero lo veíamos bastante porque muchas noches se quedaba a dormir en la casa del pueblo de Vallibona. La gente decía que era un cobarde porque cuando tenía que enfrentarse a los maquis llevaba encima más miedo que vergüenza. Yo no sé si era verdad, porque todos los guardias civiles estaban
cagaos cuando tenían que vérselas con los rebeldes, y ustedes perdonarán la expresión. Habría que ver si él tenía más miedo que los otros o sólo igual. Pero a lo que voy, aquel día venía gallito, con la fusta en la mano: era alto, de buena planta, del tipo que les gusta a las mujeres. Traía cinco guardias acompañándolo, a unos los tenía yo vistos y a otros no, pero todos estaban por la zona de Morella. Y luego estaban los dos de paisano, que a ésos sí los conocía muy bien, todo el mundo los conocía. Eran somatenes, dos hijos de puta, siempre armados, siempre con palizas a la gente por cualquier cosa, con amenazas y chulerías. Todos los somatenes eran así, por llevar un fusil en la mano se creían más hombres, y como nadie les pedía cuentas…
Ustedes pensarán que es raro que yo ya supiera a qué venían y qué querían de mí. Hubiera sido más normal que, habiendo ayudado a unos maquis como lo había hecho yo, creyera que venían a ajustarme las cuentas por eso, o hasta a detenerme. Pero no, llevaban la sonrisa en las bocas y toda la malicia del mundo en los ojos y no se va a detener a un sospechoso con esa sorna en la cara. Yo no era una enemiga para ellos, era mierda, no era nada.
El primero en hablar fue el teniente Mangas. Me saludó:
– ¡Vaya, Tereseta, buenas tardes! ¿De dónde vienes a estas horas y con tanto frío?
– De guardar el ganado, como siempre.
– ¿Vas para casa?
– Sí.
– Pues nosotros estamos dando un paseo, pero ha sido una suerte encontrarte, mira, porque así nos podrás hacer un favor.
– Ustedes dirán.
– Es que estamos curiosos por saber una cosa: si eres hombre o mujer.
– Soy mujer y me llamo Teresa, usted me acaba de llamar por mi nombre.
Uno de los somatenes amartilló el arma haciendo mucho ruido, me puso la culata en la barbilla.
– ¡Háblale con respeto al teniente!
– Déjala, no te preocupes, que violencias no tiene por qué haber. ¿A que no, Tereseta? -dijo Mangas.
No contesté. Entonces a Mangas se le borró la sonrisa de la cara, subió la voz y me dijo:
– Oye, tonterías, ni una. Ahora mismo te vas a quitar el vestido y te bajas las bragas que todos queremos ver lo que llevas ahí.
– Eso no lo voy a hacer -dije.
Los dos somatenes se pusieron como fieras, empezaron a darme empellones, me tiraban de la falda.
– ¡Venga, mala puta, enséñanos el coño o te pegamos un tiro aquí mismo! -gritó uno.
El otro soltó:
– El coño o lo que tenga, que a lo mejor le sale una polla como la de un cabrón.
Se rieron todos. Luego Mangas levantó la mano:
– Ya está bien. Venga, chica, que lo del tiro va de verdad. Si te pegamos un tiro, te llevamos en un camión y te tiramos por un barranco nadie te va a reclamar. Con un perro sería más difícil, que suelen tener dueño, pero tú… Empieza ya a quitarte la ropa que sólo será un ratito y daño no te vamos a hacer. Luego te vas a tu casa y aquí no ha pasado nada.
No tenía miedo, pero ése fue el momento en que pensé si valía la pena morir y creí que no, quería seguir viva y la muerte estaba allí, a un paso, en mi cara, preparada para llevarme por siempre jamás. Me solté la cinturilla de la falda, que cayó al suelo. Debajo llevaba las sayas de lana para no pasar frío. Todos se habían quedado callados como en la iglesia. Me quité las sayas y entonces salió el pantalón corto que siempre me ponía debajo. Oí que soltaban algunas risitas, pero no dije nada. No tenía que decir nada, ni rogarles, ni llorar, ni mirarlos a la cara. Paré un momento y entonces la voz de Mangas, tranquila, me mandó:
– Quítate eso también.
Y me lo quité. Noté el frío que me traspasaba la carne que había estado tapada. Se acercaron todos. Hubo alguna exclamación, siempre malas palabras, ¡hostias!, ¡joder!… Alguien dijo: «¿Habíais visto alguna vez algo así?», pero no puedo decir quién habló porque no les miraba. Eso fue lo peor, escoger hacia dónde mirar. Al suelo, no. Miré hacia arriba, al cielo. El tiempo se me hizo largo, pero no quería pensar en nada. Entonces tuve que mirar por necesidad. Noté que algo frío me tocaba las partes. Era el teniente Mangas que con la fusta me levantaba lo que colgaba para verlo mejor. Entonces sí que tuve que apretar los dientes porque empecé a notar una rabia que me llenaba por dentro y que casi no podía aguantar. Me eché a temblar muy fuerte y ellos creyeron que era de frío. Ya no se reían.
– Bueno, venga, ya está visto. Ponte la ropa que te vas a helar. Y ya sabes, a portarse bien. Ni una palabra a nadie. A la mínima que te vayas de la lengua, volvemos a buscarte y te enteras de lo que vale un peine -dijo el teniente Mangas.
Me vestí, di media vuelta y eché a caminar. Ellos se quedaron detrás, hablando y dando risotadas. Al llegar a la masía me metí en el cobertizo donde vivía. Casi no podía respirar. Me encerré por dentro con la tranca. Empecé a darle patadas a la pared, patadas fuertes. Luego también le di puñetazos hasta que se me desollaron las manos. Me estiré de los pelos como para arrancármelos. Al final me tumbé en la paja y me eché a llorar. Lloraba tan hondo que me ahogaba. Después ya me ahogaba menos y lloraba más calmada. No sé cuánto tiempo pasó porque me dormí.
Cuando me desperté tenía los ojos tan hinchados que no podía abrirlos. Me los lavé con agua helada y me encontré mejor. No cogí tocino ni pan para llevarme. Si me daba prisa en salir del
mas no vería a nadie, además no tenía hambre. Sólo tenía ganas de llegar a la montaña y estar con los corderos, sola y en paz.
Se presentó una mañana mientras estaban desayunando en el comedor. Era sábado, y un grupo de feriantes que se había alojado en la pensión, ocupaba una larga mesa en la que reinaba gran animación. Casi sin pedir permiso, se sentó junto a ellos y empezó a hablar:
– Soy Eusebio Santillana, juez de instrucción en Tortosa durante los últimos años. Ahora estoy jubilado y vivo en Morella. Me gustaría hablar con ustedes.
Nourissier se quedó estupefacto ante semejante abordaje, pero Infante enseguida comprendió. Le sonrió con jovialidad:
– ¿Quiere tomar un café?
– No, mejor vengan a mi casa. Los invito a comer hoy. Vivo en la que llaman «la casa del milagro», ¿saben dónde está? Hay una placa en la pared. Se supone que allí obró un milagro san Vicente Ferrer. Un día se presentó el santo en la casa de los campesinos justo a la hora del almuerzo. Como eran muy pobres y no tenían nada que ofrecerle, sacrificaron al hijo pequeño y la madre lo metió en el cocido para que éste resultara sustancioso. Mientras estaban comiendo, la familia lloraba y lloraba hasta que san Vicente, sorprendido, les preguntó la razón. Entonces le contaron lo del filicidio y el santo se apiadó, decidiendo recomponer al muchacho troceado, devolverle la vida y entregarlo sano y salvo a sus padres. Todo un milagro, como pueden comprobar.
– Mon Dieu! -exclamó el psiquiatra por lo bajo.
– Son historias irracionales propias de gente sin cultura. Les espero a las nueve.
– Iremos con mucho gusto -dijo Infante y, con una sonrisa, añadió-: Y no se preocupe si su cocido no tiene carne, somos de poco comer.
Santillana soltó un extraño sonido gutural a modo de carcajada y se levantó para marcharse. Cuando casi había alcanzado la puerta, volvió sobre sus pasos, se inclinó sobre ellos y murmuró:
– No confíen en el teniente Álvarez; es un hijo de la gran puta.
Se alejó con un andar brioso, aunque su figura se inclinaba ligeramente hacia delante. Nourissier parecía haber visto un trasgo; incluso su boca estaba un poco abierta por el asombro.
– ¿Y ese tipo?
– Un espontáneo, el tam tam de la selva nunca suele fallar. Debería sentirme feliz por esa invitación, pero mucho me temo que sólo vamos a obtener una larga perorata típica de un jubilado sobre bandoleros de otros tiempos. Ésa es la especie que he difundido y los frutos vendrán por ahí.
– ¡Lástima!, porque un juez debe de tener excelente información.
– Quizá podamos preguntarle sobre lo que nos interesa, pero me da un poco de miedo sin saber cómo respira. Habrá que sondearlo. Ya decidiremos sobre la marcha.
– Da la impresión de estar bastante loco, ¿no?
– Dicen que los fuertes vientos de este lugar trastornan a la gente.
– Debe de ser cierto, porque lo he notado en mí.
– ¡ Ah,
cher docteur! ¡Ojalá hubiera escogido usted el tema del trastorno eólico para investigar, nos hubiéramos ahorrado muchos problemas!
– Lo hubiera hecho si tú hubieras escrito sobre eso en los periódicos.
Abandonaron el comedor riendo. En la calle lucía un sol de otoño, transparente y delicado. Cerca de la esquina vieron a un joven guardia civil, que desvió la mirada cuando aparecieron.
– Parece que Álvarez ha ordenado que nos vigilen.
– ¿Eso impide que vayamos a casa del juez?
– No. Puede que parezca loco pero sabe bien por dónde pisa.
– Al menos deberíamos avisarle de que llevamos a alguien pegado a los talones.
– Descuida, Lucien, ya debe de estar al quite. Si ese juez ha dicho que vayamos a su casa, a su casa iremos.
Tardaron un buen rato en distinguir los detalles en la placa del milagro porque la iluminación de la calle era pobre. Consistía en una baldosa de cerámica donde, con toscos dibujos coloreados, se representaba la comida en cuestión. De una gran olla emergía hasta la cintura un muchacho. A la mesa se sentaban varios comensales que mostraban su asombro llevándose las manos a la cabeza. En el centro estaba el que debía ser san Vicente, con barba, pelo largo y la vara de obrar milagros.
– ¡Vaya historia macabra! -cuchicheó Nourissier en el oído de Infante.
– Si alguna vez te quedas sin asunto para tus investigaciones no tienes más que analizar psicológicamente las vidas de los santos españoles. Ahí encontrarás todas las aberraciones de las que es capaz un ser humano.
Se abrió la puerta de la casa, sobresaltándolos. El juez Santillana los miró gravemente con sus acuosos ojos de besugo.
– Pasen, les he visto por la ventana.
– Estábamos contemplando la placa del milagro -se excusó Infante mientras entraban.
– ¡Supersticiones abominables, cuentos de miedo que los curas inventan para mantener aterrorizadas a las gentes sencillas! -tronó Santillana precediéndolos hasta el salón. Una vez allí elevó un dedo y añadió en tono apocalíptico-: ¡Este país nunca será moderno hasta que no demuelan todas las iglesias, hasta que el último monje no sea exclaustrado, hasta que no se fundan todos los cálices y las patenas para regalar el oro a los desheredados!
Los dos invitados se miraron sin saber cómo reaccionar. Nourissier se atrevió a afirmar tímidamente:
– Eso será difícil, España siempre ha sido profundamente católica.
El viejo juez lo fulminó con la mirada.
– No es necesario que me lo diga, lo he comprobado personalmente. ¡Cuarenta y cinco años he estado casado con una mujer católica, apostólica y romana, aunque era gallega! Durante cuarenta y cinco años he observado todas las reglas del catolicismo sin saltarme ni una: he desfilado en las procesiones de Semana Santa, no he comido carne durante la Cuaresma, he asistido a misa los domingos y fiestas de guardar, he venerado al niño Jesús en Navidad y ensalzado a la Virgen en las fiestas patronales. Excepto profesar como sacerdote me he chupado todos los sacramentos y liturgias sin excepción. Hace dos años murió mi esposa, que debe de estar en el cielo por fuerza mayor, y desde entonces no he vuelto a pisar una iglesia. ¡Se acabó, hasta ahí llegó la fe de Eusebio Santillana! Presenté una petición al ayuntamiento para que quitaran de mi puerta la infame plaquita de san Vicente y los antropófagos, pero nada, por razones que fácilmente pueden colegir no me hicieron ni caso y, encima, desde entonces he sido mal visto por la autoridad.
– ¿Por qué aceptó esas imposiciones religiosas durante tanto tiempo? -preguntó Infante mientras aceptaba la copa de albariño que le ofreció el juez.
– He sido un hombre profundamente enamorado, amigo mío; ése es el quid de la cuestión. No había bendición papal que me resultara gravosa ni hostia que me supiera amarga con tal de ver a mi esposa contenta. Aunque lo religioso no deja de ser anecdótico, por ella hice otras cosas por las que nunca la perdonaré, ésa es la triste realidad.
Su voz había adquirido un tono trágico y el gesto se le volvió sombrío. Entonces agitó la cabeza con fuerza como un perro que sale del agua y retomó la normalidad para decir:
– Vamos a cenar, señores. He cocinado yo como siempre hago cuando tengo invitados. Mi doméstica se marca unas comidas que parecen los brebajes de una bruja; así que he preparado macarrones con queso, es lo que me sale mejor. A veces también soy capaz de atacar un buen caldo gallego, pero hoy me faltaban ingredientes; aquí no se encuentran grelos con facilidad.
– Los macarrones con queso están muy bien -afirmó Infante, y le pasó el testigo de la cortesía con una mirada a Nourissier.
– ¡Me encantan los macarrones con queso! -dijo éste con precipitación.
Santillana desapareció rumbo a la cocina y los dejó sentados a una sencilla mesa, puesta ya. La casa estaba llena de estanterías con libros y transmitía la impresión de un cierto desaliño. Olía a humo de tabaco depositado durante años en la pared, en las cortinas.
Regresó con una fuente repleta de macarrones y una botella de vino precariamente transportada bajo el brazo. Nourissier se levantó como un autómata y le ayudó a dejar la carga sobre la mesa. Sin más preámbulos, el juez se sentó, sirvió y empezó a comer con la ferocidad del que no ha probado bocado en días.
– ¡Deliciosos! -intentó lisonjearlo Infante, pero el anfitrión no le hizo el menor caso; seguía devorando con total concentración.
Los invitados intentaban seguirlo, pero les resultaba imposible comer con tanta rapidez. Cuando ellos andaban por la mitad del plato, el juez ya había terminado. Adoptando una postura de Buda feliz, se puso a contemplarlos tranquilamente. Nourissier, violento, se vio obligado a conversar.
– ¿Es usted de esta tierra, juez?
– Sí, nací aquí, en una familia de labradores ricos. Cuando quise estudiar Derecho tuve que ir a Valencia y sólo volvía con mis padres por Navidad. Al morir ellos recibí esta casa en herencia, y aquí he venido a jubilarme. Mal hecho, por cierto, hubiera debido emigrar a su país, doctor. Al oír que estaban por Morella pensé que era la confirmación de esa duda que tuve: ir a jubilarme a un pequeño y coqueto pueblo francés.
– ¿El teniente Álvarez le habló de nosotros?
– No, la noticia no ha venido de esa acémila. -Los miró despaciosamente como sintiéndose protagonista y, parándose en Carlos Infante, recitó-: «La aurora extendía sus trémulos dedos llenándolo todo de luz cenital. Aquel hombre valiente y generoso se estremeció de emoción». ¿Le suena de algo?
– ¡Rogelio Sánchez! Nadie en el mundo puede haber escrito algo tan cursi.
Santillana estalló en carcajadas:
– ¡Acertó! ¡Ah, el jodido guardia novelista! Le conocí en la instrucción de un par de casos y un buen día se presentó en el juzgado con un mamotreto infumable para que lo leyera y le diera mi opinión. Se la di, por supuesto, le dije que me parecía un bodrio pestilente y que era obvio que Dios no lo había llamado por los caminos de la literatura. Se largó muy mosqueado, pero a partir de aquel día me dejó en paz. Hace poco vino a mi casa justo para decirme muy orgulloso y desafiante que un periodista de Barcelona iba a interceder por la publicación de su novela frente a una editorial importante. ¿Es eso cierto, usted le prometió algo así?
– Supongo que sí -respondió Infante con cautela.
– ¿Tanto disfrutó de esa bazofia seudoliteraria?
– No, no disfruté en absoluto.
– ¿Y entonces?
Infante atajó aquella situación violenta en la que parecía que Santillana estaba jugando con ellos.
– Disculpe, juez, nos ha invitado a cenar porque quería hablar con nosotros. Si no le importa deberíamos empezar esa conversación antes de que se haga más tarde y tengamos que marcharnos.
– La Pastora -soltó el juez de repente, y el silencio los envolvió a los tres. Se podían oír sus respiraciones. Nadie parecía dispuesto en ser el primero en abrir la boca. El viejo sonrió mostrando unos dientes renegridos. Se levantó y, llegando hasta el aparador, tomó un frutero y lo puso sobre la mesa. Sacó un extraño puro retorcido y lo encendió con chupadas parsimoniosas. Luego, entre fétidas vaharadas de humo, añadió-: Veo que el tema les interesa.
– Y yo veo que el tal Rogelio no es sólo un pésimo escritor, sino también un hombre poco discreto.
– Es inofensivo. Quien resulta peligroso es el teniente Álvarez, y Rogelio no le ha ido a él con el cuento, sino a mí. Han tenido doble fortuna: yo no los voy a denunciar y, además, puedo darles valiosas informaciones sobre esa mujer. Estuve instruyendo el caso que la decidió a entrar en el maquis. Naturalmente todo esto tiene que permanecer en el más absoluto secreto.
– Supongo que ese guardia también le contaría que sólo queremos esos datos para investigaciones médicas.
– Lo que hagan con los datos me da igual.
Infante se quedó mirándolo fijamente a los ojos.
– Rogelio, a cambio de su información, quería que me hiciera cargo de su novela. Otros nos han pedido dinero. ¿Qué quiere usted?
– Absolutamente nada.
– Eso es muy inusual.
– ¿No se fían de mí?
– Nos gusta saber qué razones tienen las personas para obrar como lo hacen.
– Digamos que me he visto obligado a colaborar profesionalmente con un régimen político que nada tiene que ver con la justicia, de lo cual no me siento orgulloso precisamente.
– ¿Busca redención?
– Llámelo como quiera, aunque yo preferiría un vocabulario menos religioso.
– Rehabilitación moral.
– Ese término me cuadra mejor. Vengan mañana a las ocho de la mañana a una casa abandonada que hay en la carretera que va hacia Vallibona. La reconocerán porque tiene un gran reloj de sol sobre la puerta. Y procuren que el teniente Álvarez no les siga. ¿Les viene bien esa cita?
– Allí estaremos.
Al salir de la casa del milagro, Nourissier empezó a toser con estrépito.
– ¡ Ah, creí que no soportaría ni un minuto más el olor de ese puro asqueroso!
– Pero eres tan educado que has esperado a estar fuera para toser.
– Al principio ni me enteraba del humo, estaba completamente absorto en sus palabras. ¿Qué impresión te ha causado?
– Ya veremos; que este tipo necesite el perdón de sus pecados no significa que tenga nada que nos interese.
– Sí, ya veremos.
El psiquiatra se encogió de hombros y empezó a caminar con brío, esperando que el aire de la noche acabara de disipar de su nariz los efluvios de aquel condenado tabaco. De pronto, dio un brusco respingo:
– ¡Dios! -murmuró-. Olvidé advertirle a mi esposa que hemos cambiado de alojamiento. Habrá estado llamando a la pensión de La Sénia, enferma de preocupación. ¡Me adelanto corriendo! Quizá aún esté a tiempo de ponerle una conferencia.
Infante vio alejarse su figura gallarda avanzando a grandes zancadas. Se quedó solo en la noche, deambulando como una sombra por las calles en penumbra. De pronto, tuvo la sensación de que alguien lo seguía, se volvió y descubrió que un joven echaba a correr a toda prisa. Quiso llamarlo, pero advirtió que, en la siguiente esquina, había un guardia civil que lo observaba. Siguió su camino en silencio, con la cabeza baja.
A la mañana siguiente, Infante se sintió asaltado por un súbito presentimiento: ¿y si la cita con el juez no era más que una trampa? Al fin y al cabo contaban como sospechosos y el lugar, una casa vacía en medio del campo; no podía ser más indicado para cazarlos in fraganti con absoluta discreción. Además, era absurdo que Santillana buscara un sitio recóndito para encontrarse cuando habían estado en su casa el día anterior. Si la premonición se cumplía, el teniente Álvarez tendría la excusa perfecta para expulsarlos de Morella y verse al fin libre de su presencia. Incluso podría acusarlos de reunión subversiva o de cualquier otro concepto de los que el régimen franquista se servía con facilidad. Tomó un whisky para serenarse, estaba poniéndose histérico. Se preguntó cómo era posible que hubiera llegado a implicarse tanto en aquel asunto. No supo responder, ni tampoco juzgar si aquel empeño era bueno o malo para él.
Se pusieron en marcha muy temprano, a pie, rodeados de la niebla con la que el día había amanecido. A Infante en ningún momento se le ocurrió comentarle a su compañero el mal augurio que había creído entrever. Encontraron la casa del reloj solar con facilidad y ambos parecían seguros de que nadie los había seguido. Aun estando abandonada, la vivienda se mantenía por dentro en un estado de conservación aceptable. Se sentaron en el suelo de madera desgastada y esperaron a que llegara el juez. Infante se incorporaba con frecuencia y miraba, inquieto, por la ventana. El francés se arrebujaba en su pelliza, muerto de frío. Con diez minutos de retraso, el juez Santillana, renqueante y con la nariz colorada, entró en la sala frotándose las manos.
– ¡Diablo, estoy helado! ¡Mataría por tomar un café!
Infante no le dio tregua, se puso frente a él y le descerrajó la pregunta que le martilleaba en la cabeza:
– ¿Por qué nos ha hecho venir hasta aquí? La Guardia Civil nos ha visto con usted. Si existe un riesgo, ya lo hemos corrido. ¿Por qué entonces esta casa?
– ¡No tenga tanta prisa, ya lo verá! Siéntese. Voy a contarles todo sin pausa para que acabemos pronto y podamos volver a Morella y tomar algo caliente.
Acto seguido, acercó una caja de madera que yacía en el suelo y se acomodó sobre ella. Empezó a hablar.
– Yo instruí los hechos que sucedieron en la masía El Cabanil. Fue un asedio de tres jornadas que la Guardia Civil llevó a efecto sobre un grupo de tres maquis escondidos allí. Buscaban a Cedacero, otro guerrillero fugado de la cárcel y que, en efecto, se había refugiado en la casa con dos compañeros. La columna perseguidora la mandaba el teniente José Mangas. Con anterioridad habían detenido al dueño de la masía por colaborador con el maquis. Creo que les vendía comida. Me consta que lo torturaron y luego lo asesinaron. Oficialmente, yo mismo certifiqué que había muerto accidentalmente al disparársele el arma, pero el cadáver llevaba varios tiros de metralleta en la espalda. El teniente y sus hombres se acercaron a El Cabanil pensando que el
mas estaba vacío, pero vieron elevarse humo por la chimenea. Iban acompañados de Manolete, un maquis capturado tiempo atrás y que les hacía de delator. Era febrero del 49, y ese año fue el más gélido que se puede recordar en los últimos tiempos: nieve, viento, un auténtico temporal. Cuando están a una distancia prudente de la casa, el teniente Mangas le hace ponerse a Manolete un gorro y un capote de la Guardia Civil. Le dice: «Tú conoces a Cedacero, te acercas y le dices que se entregue». El pobre desgraciado llega hasta la puerta muerto de miedo porque piensa que, si es verdad que sus antiguos camaradas están allí, su vida no vale nada: ellos saben que ha estado pasando informes a los civiles. Se planta frente a la entrada, se aclara la voz, que le tiembla, y chilla: «Cedacero, sal, que soy tu amigo. Entrégate en caliente, será mejor para ti». Entonces, por una ventanita que se abre sobre la puerta, aparece un fusil, se oye gritar el nombre del delator y un tiro en la cabeza lo mata limpiamente. Queda tendido en el suelo. Acto seguido, el teniente Mangas da orden de rodear la casa y se inicia un intenso intercambio de disparos y explosión de granadas. Los maquis intentan escapar por la parte trasera, pero el fuego de los guardias se lo impide. Mangas pide refuerzos que le llegan a última hora de la tarde. Son muchos los guardias que acuden. A las once hay un ataque muy fuerte de los guerrilleros que intentan de nuevo huir sin conseguirlo. Pasa la noche. Al día siguiente, la Guardia Civil pone dos petardos en los cimientos. Se prende fuego en la casa y cae la techumbre. Se entrega por fin uno de ellos, que iba malherido. Entran en la casa y descubren a otro maquis tendido en el suelo. Se había suicidado con el mosquetón: puso el disparador atado con una cuerda y la accionó con el pie; tenía un tiro que le entraba por la mandíbula inferior. Del tercer guerrillero no había ni rastro. Pero la Guardia Civil no ceja en el empeño; al tercer día y con el incendio ya extinguido, registran la casa. Cuando se acercan a la cisterna son tiroteados desde el fondo. Allí está el tercer hombre, que se rinde al fin. Izan sus armas desde el pozo con una cuerda, y luego lo sacan a él. Está malherido y, al cabo de cinco minutos, fallece.
Después de haber hablado de un tirón, el juez se quedó mudo, como si buscara fuerza para seguir, como si realmente estuviera exhausto. Luego se restregó la cara con ambas manos con una especie de frenesí y prosiguió, en tono más bajo:
– A los tres muertos los subieron a un mulo y los llevaron al cementerio. Yo estaba presente. Cavaron una fosa. Al primero lo echaron dentro de mala manera, como si fuera un pelele. Entonces, el guardia que estaba al mando les llamó la atención, dijo que tuvieran respeto porque, al fin y al cabo, también eran seres humanos. Ni siquiera eso fui capaz de decirlo yo. A los otros dos ya los bajaron con más comedimiento. A Manolete, el delator, le dieron un entierro digno porque había colaborado con ellos y vestido las ropas de la Guardia Civil. Un absurdo, ya ven. Nadie salió vivo de allí. -Se abismó en sus pensamientos con el ceño fruncido. De pronto, miró el reloj con sobresalto y se levantó-: Disculpen un momento, vuelvo enseguida. Ese chico ya debe de llevar un buen rato esperando.
Regresó inmediatamente acompañado de un joven, que los miró sin indicios de sorpresa.
– Buenos días -saludó.
Santillana le puso paternalmente la mano en un hombro:
– Siéntate donde puedas, Andrés, y diles a estos señores lo que sabes de La Pastora.
Permaneció de pie y con el tono de voz de quien ha preparado bien su discurso, anunció:
– Yo estaba delante cuando La Pastora se echó al monte. Vi cómo le cortaban el pelo y que se vestía de hombre.
Como si hasta aquel momento hubiera estado dormido, Nourissier despertó, se enderezó y aguzó los sentidos como un zorro que sale a cazar.
– Yo tenía entonces unos quince años y estaba en casa de una mujer que no les puedo decir quién es, pero que les juro que no es pariente mía. Esa mujer le cortó el pelo a Teresot, y luego se lo peinó para atrás como lo llevan los chicos. Había ropa de hombre preparada para ella en la casa: un pantalón, una camisa y una chaqueta, todo de hombre. Cuando ya tenía el pelo cortado se metió en una habitación y se puso toda la ropa y cuando salió era como si ya hubiera sido un hombre desde que nació. Nadie hubiera dicho que era una mujer.
Infante se incorporó, fue directo hacia él:
– ¿Quién más había en la casa?
– Un hombre que iba con La Pastora; me parece que era del maquis.
– ¿Dijo ella algo?
– Dijo que se echaba al monte por lo que había pasado en El Cabanil, por las muertes que hubo y porque mataron al dueño, que era su amigo. Dijo que los guardias civiles lo habían tratado peor que a una alimaña. Estuvieron hablando de eso. Al final, también le dieron un macuto y un cinturón para los pantalones.
Nourissier estaba reconcentrado, nervioso, dubitativo, como si comprendiera que en el testimonio de aquel chico había datos importantes que sólo aflorarían si su modo de preguntar era correcto.
– ¿Qué hacía mientras le cortaban el pelo?
– Llorar.
– ¿Cómo lloraba, de qué manera? -intentó.
El joven se quedó sorprendido por la pregunta, como si no entendiera qué era lo que el médico deseaba saber. Aun así, permaneció pensando en silencio y al cabo de un momento dijo:
– Lloraba despacio, no hacía ruido. Yo ni siquiera me di cuenta de que lloraba hasta que le oí decir a la mujer que le cortaba el pelo: «No llores más, que ya pasó todo». Entonces me fijé y sí, le caían lágrimas por la cara y tenía los ojos muy encarnados. Al cabo le dieron un pañuelo y se limpiaba una vez y otra, pero no podía parar de llorar.
– ¿Y la mujer que le cortaba el pelo?…
El chico miró angustiado en dirección a Santillana y éste intervino con gravedad:
– Lo siento, doctor, pero este chaval protege una identidad y le he prometido que no le harían preguntas en ese sentido.
– Está bien. ¿Hay algo más que recuerdes?
– La ropa que le dieron era de pana negra; y también recuerdo que le dieron una boina. Luego se fueron ella y aquel hombre y no volví a verlos nunca más.
– El hombre que la acompañaba, ¿se dirigía a ella, le decía algo?
– Se quedó fuera, en la habitación no entró.
Una ráfaga de viento lanzó lluvia sobre el único cristal de ventana que estaba entero. El juez se levantó y empezó a lanzar exclamaciones histriónicas:
– ¡Santo Cielo!, ahora se pone a llover y yo no llevo paraguas. ¡Lo que me faltaba! Estaré hecho una sopa cuando llegue al pueblo.
– ¿Puedo marcharme ya, don Eusebio? -aprovechó el chico para preguntar.
– Vete, hijo, no me acompañes; que yo ando despacio y tú en cuatro zancadas ya habrás llegado.
Saludó con la cabeza y salió. Nourissier sintió una gran ansiedad al verlo desaparecer. Hubiera querido retenerlo, pedirle precisiones, aunque no sabía cuáles, sacar de su cabeza las imágenes para contemplarlas él. Era como estar ante un perro testigo de un crimen al que nada puedes preguntar. El juez le sacó de su abstracción:
– Márchense ustedes primero. Yo esperaré a que escampe. No quisiera coger una pulmonía.
– Le doy las gracias, juez, lo que nos ha contado este chico ha sido de una importancia crucial. Sin usted…
– Váyanse y dejen los agradecimientos para otra ocasión. Si las cosas van como creo, aún podré proporcionarles alguna información más. Pero no intenten ponerse en contacto conmigo, ya lo haré yo.
Caminaron por el campo bajo la lluvia fría que el viento les metía en los ojos. Infante se dirigió a su compañero:
– ¿Qué te ha parecido?
Se dio cuenta de que Nourissier no le oía, de que su mente estaba en otro lugar; tampoco notaba la lluvia, ni el frío, y, si él no le hubiera guiado, probablemente no hubiera encontrado el camino de vuelta con facilidad.
Al llegar no le dijo ni adiós. Subió a su habitación y se puso a escribir:
«Importantísimo descubrimiento: la sujeto cambió de apariencia al entrar en el maquis. Realizó todo un rito para convertirse de mujer en hombre. Le cortaron el pelo, como a una monja. Dejó atrás las ropas femeninas y las cambió por las masculinas en ese mismo momento. Daba un vuelco total a su vida: no sólo abandonaba una identidad sexual bajo la que había vivido siempre, sino que entraba en la clandestinidad política. Todo al mismo tiempo. ¿Era una consecuencia? ¿Entró en el maquis para, de una vez por todas, salir de un cuerpo que la aprisionaba? Quizá es lógico pensar que hubiera más razones: entró en el maquis porque vivió en primera línea la brutalidad del régimen franquista. Entró en el maquis porque le brindaba la oportunidad de pertenecer a un grupo social que la acogía. Y, desde luego, entró porque se sentía hombre y no mujer. Dentro de la organización guerrillera nadie iba a juzgarla, nadie le haría preguntas. Incluso su cambio de nombre quedaría englobado en un colectivo, ya que todos los pertenecientes a la guerrilla cambiaban el suyo propio por un alias. Su pasado quedaba atrás. Puede que llegara a creer que había un futuro para ella.
»Durante el rito del corte de pelo lloraba sin parar. Sin duda estaba pasando por un grandísimo trauma. Podía sentirse varón, pero había vivido siempre como mujer. Decía adiós a muchas cosas, a sí misma en primer lugar. Recordaba humillaciones, dolor, soledad, al tiempo que era consciente de todos esos recuerdos negativos junto a los positivos; es decir, todo lo que la configuraba como ser humano, desaparecería por completo».
Dejó la pluma y respiró hondo. Bien, por el momento era suficiente, más tarde haría las valoraciones psiquiátricas a que hubiera lugar. Valioso testimonio, valioso. No debía perder la esperanzar de completar un retrato de aquella mujer, hombre o lo que quiera que fuese. De hecho, estaba empezando a penetrar en su interior, a dibujar los contornos de sus sentimientos, si bien la gran pregunta permanecía en pie: ¿era una asesina?, ¿de verdad padecía una patología que la impulsaba a la crueldad?, ¿estaba estructurada su cabeza en torno a la muerte? Se percataba de que quedaban muchos interrogantes aún por aclarar, pero ¿acaso no persistían las dudas cuando diagnosticaba a alguno de sus pacientes? Siempre, siempre en psiquiatría permanecía un espacio en blanco que resultaba casi imposible rellenar con certezas científicas. La mente del hombre continuaba resistiéndose a ser abarcada, desmenuzada, sacada a la luz y a la transparencia. Quizá porque la llamada enfermedad mental no era sino la reacción lógica a un mundo absurdo, despiadado, caótico y brutal.
De repente se dio cuenta de que estaba en su habitación, de que no sabía qué había pasado con Infante, que hacía sólo un rato estaba junto a él. Alarmado, miró su reloj pero era temprano todavía, podía seguir trabajando hasta la hora de comer.
Aquello de ser enlace de los maquis me gustaba. No sólo por el dinero que me daban, sino porque además me trataban bien, como a una persona, con respeto. Fui conociendo al grupo que venía por allí y vi que era buena gente. Hablábamos y nos reíamos. Me decían que confiaban en mí, y era verdad. Me daban la lista de lo que necesitaban para que se la llevara a El Cabanil y se la pasara a Francisco Gisbert. Luego iban ellos y le pagaban. Eso era al principio, luego yo también iba con ellos y me daban el dinero a mí para que yo mismo le pagara. Las risas más grandes las teníamos cuando Gisbert les vendía latas de las que les daban de ración a la Guardia Civil. La primera vez los del maquis se meaban de risa cuando las vieron. Solían ser chorizos y latas de carne de vaca. Parecía de risa pero la cosa estaba clara: Gisbert vivía delante de la casa cuartel, tenía buena relación con los guardias, que nunca sospecharon nada hasta que lo trincaron. Los guardias le cambiaban las latas por harina, por naranjas, por arroz. Luego él se las vendía a los maquis. Gisbert era el primero que se partía cuando pasaba eso. Les decía: «Venga, que os aprovechen las latas, aunque yo creo que a lo mejor os sentarán mal». ¡Pobre Gisbert, eran tan buen hombre, tan trabajador! No se merecía lo que le hicieron esos hijos de puta. Todos dicen que cuando lo detuvieron después del asalto que los civiles hicieron a El Cabanil delató a mucha gente y por eso hubo tantos arrestos de masoveros que vivían cerca. Pero con todo lo que le hicieron yo también hubiera cantado seguramente. Hay un punto que el ser humano ya no puede soportar más lo que le hacen. Aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando lo pienso, un hombre que no había hecho daño a nadie, ni matado, ni robado. ¿Cómo se puede ser tan malo, tener tan poca humanidad? Lo peor fue el final que tuvo. Lo tenían retenido en Morella y un buen día, seguramente cuando ya le habían sacado todos los nombres que le podían sacar, lo bajaron a la prisión de Pobla de Benifassá. Lo visitó su madre y la pobre mujer, antes de entrar, les preguntó a los civiles que lo custodiaban si sabían qué sería de él. La engañaron, le dijeron que lo dejarían en libertad. La madre entró a verlo muy contenta y, como lo vio hecho un guiñapo, sólo quería decirle algo que pudiera hacerle bien. Como le gustaban mucho las judías le dijo que le prepararía una olla para cuando volviera a casa. Ya ven, ¡pobre mujer!, no podía hacer mucho más para alegrarlo. Entonces lo llevaron un montón de guardias a El Cabanil para que les enseñara algo, a lo mejor algún rincón que la casa tenía para esconderse y que no habían encontrado aún. Pues bueno, llegan allí y les enseña lo que tuviera que enseñarles y luego salen y le dicen: «Ya es suficiente, hemos terminado contigo. Ahora te puedes marchar». Cuando había caminado diez o doce pasos le arrearon una ráfaga de metralleta por la espalda, y adiós Francisco Gisbert. Se quedó allí muerto, después de haber padecido tanto, de haberle hecho creer que lo soltaban. Allí en el suelo se quedó.
Se lo llevaron subido en un mulo, tapado con una manta. Iban dos guardias civiles delante y uno detrás. Le colgaban las piernas y los pies, aún metidos en alpargatas blancas. Eso me dijeron los que pudieron verlo. Les dieron el cadáver a los familiares para que lo enterraran y cuando lo desvistieron para asearlo se dieron cuenta de que le habían arrancado los testículos. Tal y como yo se lo cuento así fue. Yo puedo haber sido maquis y bandolera y haber hecho cosas que no estaban bien, pero díganme cómo hay que ser y qué entraña hay que tener para arrancarle a un hombre los cojones. Ni las alimañas del monte, ni los buitres harían una cosa así con un hombre vivo.
Como ya se pueden imaginar, yo ya tenía la cruz puesta al lado de mi nombre y sabía que vendrían a por mí. También había sido enlace de los maquis tanto o más que Gisbert, y a esas alturas los civiles ya debían de saberlo.
Carlos el Catalán era el jefe maquis de toda la zona y había seguido el asalto de los guardias a El Cabanil desde unos montes cercanos. Se había enterado de que de sus hombres no quedaba ninguno, los mataron a todos. Vino a buscarme.
– Pastora, ¿qué vas a hacer?
Yo, en alguna noche de vino, le había contado que me sentía más hombre que mujer. No se había reído, no había soltado ninguna exclamación. Recuerdo que me dijo:
– Esas cosan pasan. Pastora, pero en el extranjero no tiene importancia, uno es lo que quiere ser.
– Pero yo vivo aquí y se me ríen, y quieren verme por debajo y sólo metiéndoles miedo he conseguido que me dejen en paz. Lo he pasado muy mal con eso, Catalán, toda la vida -le contesté.
– Pero ¿tú eres maricón?
– No. No me gustan los hombres y a las mujeres nunca me he acercado en ese plan. Y ahora ya me da igual, no sé cómo explicarte, es como si me lo hubiera sacado tanto de la cabeza que ya no lo quisiera meter más. Nunca he hablado de esto con nadie. Mi madre me dijo que era una mujer y mujer fui, pero todo lo tengo de hombre: la fuerza, la barba, las maneras, la mala leche. Pero a la gente qué le vas a contar, sólo ven la malicia.
– Porque no tienen cultura, Pastora, porque ya se encargan los fachas que han ganado la guerra de que no lean un libro y sigan tan burros como su madre los trajo al mundo. Los franquistas lo que quieren es que todo siga igual, la gente partiéndose el espinazo trabajando para el amo y sin instrucción, no vaya a ser que aprendan algo y se revolucionen.
– ¿Y qué tiene que ver la instrucción con que se me burlen por si soy hombre o mujer?
– Todo, Pastora, todo. En el partido comunista te enseñan que las personas, sean como sean, tienen una dignidad y se merecen un respeto, y eso se aprende leyendo lo que hay que leer y teniendo libertad. Además te voy a decir algo, en Francia tu caso no tendría ninguna importancia. Allí no tiene importancia ni siquiera que seas maricón, que ya es decir.
Nunca me habían hablado de esa manera, nunca. Tampoco estaba acostumbrada a que la gente charlara tanto rato por charlar. Me pasaba la vida trabajando y cuando eran las fiestas tampoco hablábamos mucho, entre las copas y el baile, los juegos de cartas y demás… Así que me hacía gracia que los maquis a las palabras les tuvieran tanta querencia y tanta fe. Por eso cuando después de todas las desgracias de El Cabanil se presentó Carlos el Catalán y me dijo: «Pastora, ¿qué vas a hacer?», yo le contesté con el corazón un poco encogido, pensando que lo que allí dijéramos iba a ser muy importante para mí:
– ¿Tú qué crees que debo hacer?
– Venirte con nosotros, echarte al monte.
– Eso es muy grave, ya lo sabes tú.
– ¿Y aquí qué harás, esconderte por los rincones como un animal o dejar que te revienten los civiles como a Gisbert?
– Pero yo no tengo ideas como vosotros tenéis, ni ésas ni otras.
– En el maquis te daremos instrucción política y, por supuesto, aprenderás a leer.
Cuando oí eso se me subió la sangre a la cara. ¿De verdad me enseñarían a leer?
– ¿Qué me dices, Pastora?
– ¿Y de qué os sirvo yo?
– Tú eres un tesoro más grande que las piedras preciosas. Te he visto andar por ahí cuando te encargábamos las mercancías y te mueves muy bien, vas rápido como el viento entre la maleza. Además me han dicho que te conoces estos montes como la palma de tu mano, como nadie.
– Eso es verdad.
– Pues eso nos hace falta.
– Te diría que sí, pero con estas faldas…
Entonces el Catalán se me puso delante y me miró a los ojos, serio como una estatua.
– Yo te dije una vez que en la guerrilla cada uno es lo que quiere ser. ¿Tú te sientes un hombre, Pastora?
– Sí -le dije, y bajé la vista para decirlo.
– Pues un hombre serás. Esta noche te vienes conmigo a casa de mi hermana que es mujer y del maquis, y ella te cortará los pelos y te buscará ropa de hombre. Y Teresa a la mierda, ¿comprendes? ¡A la mierda con ella!
Y se echó a reír a carcajada limpia. Yo también quise reír y reía, no crean, pero al mismo tiempo me puse a llorar. Entonces él me dio unos golpes fuertes en la espalda para consolarme y me dijo:
– Tranquilo, hombre, tranquilo, que ya dicen que los hombres no deben llorar. Mira tú qué pronto te manda y te jode la gente con lo que puedes y no puedes hacer.
Nos fuimos a La Sénia, con muchas precauciones. Por la noche ya estábamos allí y era verdad que la hermana del Catalán nos esperaba. Cinta estuvo muy amable conmigo. Dormí con ella esa noche, como aún era una mujer… Al día siguiente me dijo: «Vente para acá». Me senté en la cocina, en una silla baja. Cinta cogió un peine y unas tijeras. Me cortó el pelo mechón a mechón. Yo los veía caer al suelo y otra vez me dio por llorar. Ella iba diciéndome que no me preocupara porque iba a quedar muy bien. Lo que me pasaba por la cabeza no lo sé, pero me acuerdo de que tenía miedo, un miedo que no sabía de dónde me venía. Yo, que había dormido en el monte sola desde chica, que me hubiera enfrentado a cualquiera sin que me temblara la mano jamás, aquel día tenía un miedo que me dejaba quieta como un pájaro caído de un nido.
Al cabo de un rato Cinta dijo que ya estaba y me peinó y me repeinó para atrás. No me dejó que me mirara en ningún espejo porque aún no estaba vestida como debía. Me trajo la ropa de hombre y salió para no avergonzarme mientras me cambiaba. A medida que me iba quitando la ropa de mujer el miedo era más fuerte aún. Cuando ya estuve preparado entraron todos y se echaron a reír. Me sentó mal:
– ¿De qué os reís?
– De que parece que siempre hayas sido un tío desde que tu madre te parió. Mírate en este espejo -me dijo Carlos.
Y me miré. No sabía si reír o llorar, porque era verdad que de Teresa no quedaba nada. Era un hombre, un hombre de verdad, un hombre de arriba abajo. Me entró una risa tonta y no podía parar, y todos se reían también.
– Ahora verás lo que vamos a hacer con Teresot -dijo Cinta, y cogió toda la ropa que me había quitado y la echó al fuego, la muy loca. Salieron unas llamaradas que parecía que hasta la casa se iba a quemar. Nos reímos tanto que nos dolía la cara. Cinta trajo coñac y unas copas y, aunque era por la mañana y no eran horas de ponerse a beber, echamos unos tragos para celebrarlo.
Pedí otra vez el espejo y me miré bien la cara. Me pasé la mano por la cicatriz de la operación.
– Me voy a dejar bigote -solté-. Siempre me había gustado tener bigote. Además, así me vengaré de todas las veces que me tenía que afeitar pelo a pelo con la navaja y el dedo gordo sin que nadie me viera.
– ¡Anda que no es presumido ni nada!
– Es que hasta hace poco era una mujer -dije, y les hizo mucha gracia y se rieron un poco más.
– ¿Y cómo vas a llamarte?-preguntó el Catalán-. Porque Tereso no puede ser.
– Me llamaré Florencio. Lo había pensado muchas veces. Florencio Pla Meseguer suena bien.
– Pues con Florencio te quedas. Y de nombre de guerra Durruti, ¿qué te parece?
– Me gusta.
– No se hable más. Ahora perteneces al sector 23 de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón y yo soy tu jefe. Bienvenido, compañero.
Me dio un abrazo de hombre a hombre y, en ese momento, me sentí más contento de lo que había estado nunca.
Nos quedamos dos días en la casa sin salir a la calle, claro. Yo tenía miedo de que se presentara la Guardia Civil, pero el Catalán me dijo que en aquel momento tenían mucho trabajo y pocos efectivos. Los que se presentaron fueron dos maquis que les llamaban Valencia y Rubén. Hubo mucha alegría porque desde hacía tres meses los habían dado por perdidos. Venían de una misión por Benifallet y Xerta, también de Rasquera y Mora la Nueva. Carlos y Valencia se largaron por su parte y yo me fui con el que llamaban Rubén. Fuimos a Mosqueruela y Fontanete, donde había un campamento con muchísimos compañeros, que luego a algunos los han ido matando. Me los presentaron a todos. Yo me iba fijando a ver si me notaban algo raro de que había sido una mujer, pero no, no parecía. De todas maneras no se me pasó la manía de eso hasta tiempo después, cuando un día fuimos a la masía de Eloy a por comida. Ramón del Mas, el dueño, me conocía de sobra de cuando era Teresa. Así que, mientras esperábamos que su mujer nos pusiera la comida, que la pagamos, me acerco al Ramón y le digo:
– Ramón, ¿me conoces?
Se quedó parado. Me miraba y remiraba. Al final, nada seguro, me dice:
– ¿Eres Teresa?
Y entonces me levanto el bigote, que ya lo llevaba, y le enseño la cicatriz de la operación en el labio y dice:
– Pero ¿tú eres Teresa?
Parecía que hubiera visto a un muerto escapado del cementerio. Entonces entendí que ya nadie me iba a tomar nunca por la mujer que había sido.
En el campamento que les digo estuvimos pocos días. Luego pasé a Fontanete, a otro campamento que le llamaban el de Viejo de Gúdar y ahí sucedió algo muy importante: me armaron, me dieron un fusil ruso que es este que ustedes ven. Siempre me ha acompañado como si fuera mi hermano. Ahora a lo mejor lo dejo aquí, ya veré.
Leyó aquella letra que tan bien conocía con la mayor parsimonia, frente a una taza de café que bebía a sorbos despaciosos. Haber ido solo al bar era una decisión inusual en él, que siempre prefería hacerlo en compañía de Infante. La razón auténtica de estar allí era que no quería leer la carta en su habitación. Los remordimientos que sabía iba a sentir solían amortiguarse rodeado de más gente, gente que no conocía pero que le recordaba que en el fondo no era sino un hombre común. Se sentía culpable frente a su mujer, y si analizaba esta sensación se daba cuenta de que gravitaba sobre ella la profunda desafección que había demostrado en los últimos tiempos. Evelyne pensaba que la distancia había hecho mella en su relación, pero no era eso; lo que realmente le había absorbido por completo era el ambiente en el que ahora vivía, la tierra en la que estaba, las circunstancias en las que se hallaba inmerso. Aquellas truculentas historias llenas de virulencia, pasión, odio y muerte habían conseguido desubicarlo, trasladándolo a un estado de conciencia distinto del que tenía en su mundo habitual. Llegó a considerar su vida anterior como algo superficial e inútil. Ciertamente en el ejercicio de su profesión había logrado paliar el dolor de muchos enfermos. Sin embargo, el sufrimiento con el que se enfrentaba ahora era de otra índole, mucho más ominosa y trágica, estaba infligido por el hombre y en el hombre desembocaba. La injusticia, la opresión, la pobreza, la incultura, la enorme desigualdad, todo ello junto a una extraña persistencia del destino, hacían que se sintiera más afectado como ser humano que como médico.
Las cartas de Evelyne se le antojaban frívolas. La pobre había mutado las recriminaciones de sus primeras comunicaciones en noticias desenfadadas escritas con el tono juguetón de una jovencita. La intención evidente de aquel cambio era reequilibrar a su marido, remitirle retazos de un paisaje familiar pacífico, dulce, confortablemente acolchado que le provocara la nostalgia propia del ausente. Lo informaba de cómo las niñas progresaban en el colegio, de lo hermosas que estaban un domingo en que estrenaban vestidos nuevos, de hasta qué punto se acordaban de él. Le detallaba las últimas mejoras del hogar: la compra de unas cortinas, la visita de un pulidor de suelos que había dejado precioso el parqué del salón. También le contaba anécdotas divertidas de sus amigos comunes: el despistado Charles había perdido las llaves de su coche tres veces en un mes; o cotilleos chispeantes: la muy coqueta Anne seguía despilfarrando dinero en joyas y trajes demasiado atrevidos para su edad.
Todos aquellos pormenores nimios, lejos de devolver a Nourissier a la normalidad de su medio originario, lo que hacían era impacientarlo. Las cartas de respuesta que escribía a su mujer iban semejándose paulatinamente a sermones religiosos o panfletos políticos. En ellas la adoctrinaba sobre las insalvables barreras que aislaban a personas condenadas a la miseria intelectual, sobre los niños que crecían marcados por los resentimientos de sus mayores, sobre el yugo dictatorial bajo el que vivía España.
Con toda probabilidad, cuando Evelyne recibiera esas noticias se sentiría tan irritada como él se sentía con las suyas. Se encontraban viviendo en planetas diferentes y ni siquiera el aire que respiraban parecía tener la misma composición. Aun siendo consciente de todas aquellas cosas, Nourissier se dispuso a contestar a su esposa; hilvanaría unos cuantos conceptos difusos y le contaría triviales novedades sobre la comida y el clima. Cuando había empezado a escribir, una sombra se proyectó sobre el papel. Levantó la cabeza y vio a un Infante sonriente:
– ¿Empiezas a tener la abominable costumbre española de hacerlo todo en el bar?
– Siéntate, le estaba escribiendo a mi mujer.
– En ese caso me voy; no quiero interferir en los asuntos familiares.
Nourissier, con cara de mal humor, pidió al camarero dos cafés.
– No te vayas. En el fondo me alegro de que me hayas interrumpido; no sé qué poner en esta maldita carta. Evelyne me cuenta cosas encantadoras sobre el hogar y los hijos, sobre decoración y vestuario. Me siento tentado de contestarle que no puedo ocuparme de tonterías mientras me encuentro metido hasta el cuello en las tragedias de este país.
– Espero que no se te ocurra hacer una cosa semejante. Ésta no es tu guerra, doctor; tú perteneces a un mundo más agradable. Haz lo que has venido a hacer y olvídate de lo que estás viendo y oyendo.
– Tú no te dejas impresionar por nada, ¿no es eso, Carlos?
– Ser español te proporciona mucha resistencia frente a las tragedias.
– No me gusta el cinismo; acaba por resultar fastidioso. Te veré después.
Se levantó, dejando su café intacto, puso varias monedas en la mesa y abandonó el bar. Infante lo siguió pero tuvo que correr hasta alcanzarlo porque caminaba a grandes pasos. Por fin se colocó a su altura:
– Lamento mucho volver a molestarte, pero hemos quedado con el juez Santillana a las cuatro de la tarde.
– Muy bien, allí estaré.
– ¡ ¿Puedes caminar más despacio, por favor?!
Nourissier se paró con gesto adusto:
– ¿Qué quieres, Carlos? Ya ves que no estoy de humor.
– ¡El hecho de que me pagues no te da derecho al insulto!
– ¿Decir que eres un cínico te parece un insulto? ¡Pero si es una palabra que se hizo para ti!
Infante tomó a su compañero por el brazo, le hizo entrar en una calleja lateral, al abrigo de las miradas de la gente que transitaba por la calle mayor.
– Si te parece puedes dedicarte a redimir tus pecados, como hace el juez.
– ¿Eso es todo lo que tenías que decirme?
– No, quería hablar contigo, pero eso no implica aguantar tus groserías. -De pronto Infante advirtió que un guardia los observaba desde la esquina-. ¿Y ese imbécil no puede dejar de seguirnos? ¡Ahora se va a enterar!
Caminó con zancadas decididas hacia él. Cuando el guardia comprobó que iba en su dirección, se marchó enseguida.
– ¡Eh, espera! -gritó Infante.
Nourissier ya estaba a su lado y lo sujetó.
– ¿Estás loco? Venga, volvamos al bar.
De mala gana se dejó conducir. Entraron en el local, pidieron dos nuevos cafés, que el dueño les sirvió con gesto adusto.
– ¿Qué pensabas hacer, matarlo?
– ¡Eres tú el que se toma todo esto a la tremenda! Lo único que pretendía demostrarte es que no podemos hacer nada en contra de todo este sistema, ¿comprendes? ¡Nada!
– Perdóname. Has llegado en un mal momento y lo has pagado tú. No tenía ningún derecho a hablarte de esa manera.
– Está bien.
– Lo digo en serio.
– Está bien, psiquiatra, está bien. Ahora ocupémonos del trabajo.
– ¿Ha ocurrido algo?
– Tengo la sensación de que estamos en peligro. Ya ves que la Guardia Civil nos acecha y el juez, dispuesto a lavar su conciencia, cada vez se arriesga más.
– Eso es algo que le concierne a él.
– Y a nosotros también. Si lo detienen por sacar datos de los juzgados querrán saber para qué los necesita, ¿no? Esta mañana le he preguntado por qué va dosificando la información en encuentros diferentes y me ha soltado que acude a los juzgados a refrescarse la memoria. Como los funcionarios lo conocen, le dejan acceder a los archivos aunque esté jubilado. Luego va y nos convoca en su casa a ojos de todo el mundo. No parece muy difícil atar cabos, hasta el guardia civil más zoquete puede hacerlo. La historia es calibrar si la información que nos está pasando vale correr tantos riesgos. Él puede que limpie su conciencia contándonos sus terribles pecados, pero ¿aporta algo nuevo sobre La Pastora?
– La narración sobre su enrolamiento en el maquis fue básica para mí.
– De acuerdo, veremos por dónde sale hoy, pero si lo que ofrece no es nada sustancial, habrá llegado el momento de marcharnos.
– Haremos lo que tú digas. ¿Me has disculpado ya por lo de antes?
– No sé a qué te refieres. Vamos, es hora de comer.
Por la tarde, el juez Santillana los recibió con toda cordialidad. Había preparado una mesa con un primoroso servicio de té en el que no faltaban pastas. Les pidió que tomaran asiento y fue en busca de la tetera. Infante se revolvió en su silla con nerviosismo. Cuchicheó al oído de su compañero:
– Cada vez que nos reunimos con él tengo la impresión de que puede aguardarnos una sorpresa desagradable.
– Tranquilízate; te estás comportando como un paranoico.
La presencia de Santillana, hecho un auténtico amo de su casa, les obligó a guardar silencio.
– Desde que me he hecho viejo prefiero el té al café. El café me despeja demasiado. Luego me acuesto y paso toda la noche sin pegar ojo. Voy oyendo hora a hora el reloj de esa iglesia endemoniada. -Vertió el té en las tacitas y les preguntó en tono coloquial-: ¿Qué tal van ustedes con sus investigaciones, tienen alguna novedad?
– Ninguna -respondió el periodista secamente, y añadió-: Lo que ocurre, juez, es que el tiempo que pensábamos permanecer en Morella se nos acaba. De modo que si tiene algo que contarnos sobre La Pastora…
– Lo comprendo; para ustedes esto es un trabajo y no pueden dormirse en los laureles. Enseguida les cuento… Veamos, ¿qué era? ¡Ah, sí! ¿Saben que la Guardia Civil intentó organizar un servicio de espionaje? La idea consistía en que los guardias se disfrazaban de maquis e iban perpetrando fechorías en su nombre para minar la buena reputación que tenían entre la gente. El sistema era, como ven, muy poco original, pero luego fue sofisticándose y disfrazarse de maquis servía en realidad para averiguar si los campesinos simpatizaban con la guerrilla. Los incitaban a hacer comentarios negativos sobre Franco y el Régimen y si caían en la trampa los molían a palos. En una ocasión se presentaron en una masía haciéndose pasar por rebeldes tal y como les digo. Pidieron al masovero que les diera de comer y el pobre hombre mató un conejo inmediatamente. Cuando estaba despellejándolo para guisarlo, le preguntaron: «¿Tú qué le harías a Franco si lo tuvieras ahora delante?». Y él, con el fin de congraciarse, respondió: «Le arrancaría la piel a tiras como estoy haciendo con este animal». En ese momento…
Infante lo interrumpió con voz y gesto gélidos:
– ¿Figura La Pastora en esa historia, juez?
Lejos de molestarse, el interpelado reaccionó como un niño al que cogen en falta y dijo a toda prisa y como disculpándose:
– No, no figura, pero esperen un momento, voy a traer unos documentos que encontré ayer en el juzgado. Los guardo en mi habitación.
En cuanto se ausentó, Nourissier susurró al oído de Infante:
– ¿Es imprescindible que seas tan rudo con él?
– No hemos viajado hasta aquí para confraternizar con los habitantes.
– Pero estamos en su casa, somos sus invitados…
– No te engañes, este tío es un maldito cabrón.
Santillana regresó hojeando unas cuartillas, las gafas caladas, el ceño fruncido. Volvió a sentarse sin dirigirles ni una mirada, abstraído en los documentos.
– Veamos…, sí, aquí está. Les he localizado noticias sobre las represalias que se tomaron contra los familiares de La Pastora cuando ésta se echó al monte. ¿Les interesa?
– Nos interesa muchísimo -dijo el psiquiatra, y sacó su bloc de notas al instante. El juez sonrió con satisfacción.
261
– Bien. Al poco de verificar que La Pastora se había unido al maquis, sus tíos fueron detenidos por la Guardia Civil como posibles encubridores. Primero detuvieron al tío. Lo prendieron en su propia casa, la registraron y encontraron una escopeta de caza, pero como tenía los papeles en regla, no pudieron presentar cargos en ese sentido. Su esposa estaba bastante enferma y un médico desaconsejó su traslado a la cárcel, pero dos días después de haberse llevado al marido, volvieron a buscarla y la transportaron acostada en un colchón de lana. Los trajeron aquí, a Morella, y aquí fueron interrogados. También, para ejercer presión, detuvieron al mayor de sus hijos. Como nadie decía dónde podía estar La Pastora, intentaron sacarle datos a la pequeña de la familia, una niña de diez años, sin ningún resultado. Se presentaron cargos sobre el matrimonio y ambos fueron conducidos a la prisión de Tarragona. No he podido hallar el dato de cuánto tiempo estuvieron allí retenidos. El único fruto que sacaron de aquellas represalias fue la información que proporcionó un cuñado de La Pastora sobre un episodio bien nimio: una vez fueron los maquis a buscarla para que fuera a recogerles los trajes que habían encargado a un sastre de Vinaroz. Eso fue todo, una delación inútil. Nada más.
– ¿Los maltrataron? -preguntó Nourissier.
– A la niña, no. Sé que la forzaron diciéndole que no volvería a ver a sus padres, pero, al no obtener nada de ella, fue depositada en casa de una tía. A los adultos…, no consta en el sumario, pero supongo que sí.
– Es repugnante -masculló el francés-. ¿Cree que La Pastora llegó a enterarse de lo ocurrido a su familia?
– Sin duda. Los maquis solían ser informados por sus contactos. En especial durante los primeros tiempos.
Infante interrumpió abruptamente la conversación.
– Le agradecemos mucho lo que ha hecho por nosotros, juez, pero ahora tenemos que despedirnos.
– Muy bien, entonces nos veremos pasado mañana.
– ¿Pasado mañana, para qué?
– Les daré los últimos datos que tengo sobre La Pastora, los más importantes.
– ¿Por qué no nos los da ahora?
– Ahora no es el momento.
– Juez, es peligroso para usted y para nosotros que el teniente Álvarez nos vea entrevistarnos tantas veces. Además, nosotros deberíamos marcharnos de Morella cuanto antes, estamos vigilados.
– Entonces reunámonos mañana para cenar.
– Será un placer -intervino, tajante, Nourissier-. ¿Le parece bien en nuestra pensión? Le invitamos nosotros; no se come del todo mal.
– Estaré allí a la nueve.
El francés sabía que, en cuanto pisaran la calle, tendría que oír las objeciones de su compañero, como así fue:
– Esto es absurdo, y a mí lo absurdo me parece sospechoso. ¿Por qué quería vernos pasado mañana?
– Va a decirnos algo que pesa sobre su conciencia de una manera especial. Desea hacerlo pero teme el momento y lo pospone. He visto ese tipo de conducta en muchos pacientes.
– ¡No me vengas con monsergas, Lucien, este tío trama algo!
– ¿Qué puede tramar? Está aportándonos revelaciones valiosísimas; si quisiera entregarnos lo hubiera hecho antes.
– ¿Tanto te han servido esas confesiones?
– Mucho, de verdad. Las represalias de las que ha hablado hoy completan el cuadro que estoy haciendo, aclaran los motivos de esa mujer.
– ¿Llevas mucho trabajo adelantado?
– Cuando lleguemos a la pensión te lo enseñaré.
– Baja la voz. Ahí tenemos otra vez a ese guardia que nos sigue.
Pasaron muy cerca de él en silencio, sin mirarlo. El guardia no intentó disimular su presencia. Al llegar, Nourissier llevó a Infante a su cuarto. Le mostró la gran cantidad de folios que tenía escritos, subrayados, garabateados.
– Has debido de especular una barbaridad -le dijo-, porque las noticias que nos han proporcionado no dan para demasiadas certezas.
– Mi trabajo siempre es especulativo; la mente humana no se puede radiografiar.
– ¡ Afortunadamente, la mía tendría un aspecto siniestro! Creo que voy a ir a emborracharme un rato. Mañana nos veremos.
Hice un poco de instrucción en el campamento, me enseñaron a tirar con el fusil y las cosas más importantes que debía saber. Me enseñaron también que a los masoveros les podías pedir que fueran a comprarte lo más necesario: arroz, lentejas, garbanzos, cerillas, una manta…, así no te delatabas. Nunca tenías que encargarles papel de escribir, lápices, turrón por Navidad o caprichos, porque como los masoveros no usaban nada de eso, el tendero enseguida se daba cuenta de que estaban comprando por cuenta del maquis y tú solo te delatabas. También aprendí lo que había que hacer cuando te mandaban a una misión. Lo primero era que un compañero te cortara bien el pelo haciendo de barbero. Luego el jefe te revisaba la ropa para que fueras bien vestido. Nada de alpargatas viejas y camisa sucia. Nos decían que un guerrillero de la República debía ir bien aseado y sin rotos. Si encargábamos comida a alguien había que pagarla, siempre que tuviésemos dinero y no estuviéramos en un apuro. Además, cuando salías para la misión siempre te daban un saquito con azúcar y un pedazo de cecina. Con eso podías tirar unos días si algo se ponía torcido.
No me pareció que todo aquello fuera muy difícil, lo era mucho más encontrar un cordero que se ha salido de su rebaño y está en otro. En aquel primer campamento nadie me dijo nada aún de enseñarme a leer, ¡eso sí que sería más complicado!, pero aunque no me lo dijeran yo ya me daba cuenta de que era demasiado pronto para reclamarlo. Antes tenía que demostrarles que valía para aquello y que no era un cobarde que echaría a correr al primer guardia que viera.
Estuvimos varios días de aquí para allá los diferentes grupos, nos encontrábamos entre nosotros en lugares distintos, cambiábamos de compañero… Por fin Carlos decidió que yo estuviera en el grupo que iba a dar un «golpe económico», él lo llamó así.
Sólo íbamos tres: Juan, Valencia y yo. Nos mandaron al
mas del Fondo, en el término de Morella. Yo recordaba esa zona piedra por piedra. Acampamos no muy lejos y por sitios que yo me sabía vigilábamos la masía a ver las costumbres de los masoveros. Yo los conocía, pues claro que los conocía. También dejábamos así un tiempo para que la tierra se secara, porque hubo muchas tormentas en la montaña y se caminaba muy mal por el barro.
Un buen día ya vimos la oportunidad para presentarnos. Esperábamos a que el hijo, Jaime, fuera al campo con el criado como hacía cada mañana. Les salimos en el camino, llevábamos las armas y les apuntamos. Entonces Valencia mandó al criado, Tomás se llamaba, a que le pidiera al padre de Jaime doce mil pesetas y le dijo justo por dónde tenía que pasar cuando volviera hacia la masía con el dinero. No tenía que preocuparse por encontrarnos, que nosotros ya le saldríamos al paso. Al chico nos lo quedamos como rehén, y yo creo que se dio cuenta de quién era yo porque me miró muchas veces y al Valencia también me pareció que lo reconocía.
Total, que nos escondimos con el hijo de la familia y el criado se fue a cumplir lo que le habíamos mandado. Pasaron horas y horas y allí no venía nadie. El Valencia se puso nervioso y le dijo al chico que lo íbamos a matar porque su padre no enviaba el dinero. Él lloraba como un cobarde y pedía clemencia. El Valencia le dijo entonces: «Pues nos vas a dar los nombres de gente que conozcas de por aquí que sea del somatén. Así más adelante ya les ajustaremos las cuentas». No se lo pensó ni un momento. Nos cantó un montón de nombres el tío, si eran parientes o amigos suyos le daba igual, por la boca le salían los nombres, que Juan iba apuntando en un papel. Me dio un coraje muy grande porque un hombre no puede llorar, pero digamos que si llora no pasa nada, porque todos somos humanos y tenemos un mal momento. Lo que no puede hacer es delatar a nadie. Lo que toca es ponerse firme y decir: «Yo no suelto ningún nombre ni que sea por la fuerza». Y fuerza no hubo porque ni siquiera lo tocamos.
Cuando ya habían pasado muchas horas yo estaba vigilando el camino y vi que venía el criado, pero que detrás de él iban cuatro que estaba claro que eran guardias civiles disfrazados de masoveros. Enseguida los calé porque dos iban vestidos de mujeres como si fueran las hermanas del chico, que se les notaba una barbaridad. ¡Me iban a decir a mí quién era una mujer y quién iba disfrazado! A otro a lo mejor se le hubiera escapado, pero a mí no. Así que doy parte corriendo al Valencia y Juan mira por el lado contrario y venían otros que iban disfrazados también. Rápido supimos que el padre de Jaime había avisado a la Guardia Civil. El Valencia me dijo:
– ¿Qué piensas, Pastora, crees que hay un atajo por el que podamos salir?
– Sí, seguidme, que yo os llevo. ¿Vais a llevar a éste?
El gallina chivato temblaba de miedo al lado de unas rocas. Yo le tenía el fusil tocándole la cabeza por si se le ocurría gritar. Estaba tan asustado que creo que hasta se meó. Entonces el Valencia dijo:
– No vale la pena arrastrarlo con nosotros. No van a pagarnos ni un duro por él. Déjalo.
Yo tenía una furia dentro de mí que me quemaba la cara como si me hubieran acercado una tea encendida. Hubiera pateado a aquel cabrón, lo hubiera matado y hubiera echado su carne a los perros. Los miedicas me dan asco, los chivatos aún más. Entonces cogí una piedra bastante gorda y le dije:
– Venga, pues por las molestias y el tiempo que hemos perdido y por haber estado con un
acojonao, aquí tienes lo tuyo.
Le di con la piedra en la nuca, con toda mi fuerza. Se cayó al suelo como cuando a alguien lo alcanza un rayo. El Valencia soltó:
– ¡Eso es lo que hay que hacer! -Se vino para donde estábamos y con otra piedra empezó a arrearle en la cabeza unos golpes más-. Que se quede inconsciente -dijo-, así no podrá señalarles por dónde nos hemos largado.
Juan ya estaba nervioso:
– ¡Dejadlo ya, que al final nos cazan! ¡Salgamos de aquí cuanto antes!
– Tranquilo, no hay que temer -le contesto yo.
El Valencia arranca unas cuantas ramas y tapa a Jaime para que no lo encuentren. Estaba vivo, pero todos pensamos viéndolo así que se moriría de frío o desangrado si no daban con él. Se lo merecía. Salimos a toda prisa por el sitio que yo les indiqué. Al cabo de un rato estábamos en terreno seguro.
Comimos cecina y un poco de pan algo reseco que le quedaba a Juan. El «golpe económico» había salido mal, pero tampoco importaba mucho. Yo me encontraba bien, mejor que nunca, animado como si me hubiera tomado dos copas de coñac. Si hubiéramos tenido música hubiera bailado como cuando iba de mujer a las fiestas del pueblo. Me había gustado cómo el corazón me había ido muy deprisa al ver a las mujeres y reconocer que eran civiles disfrazados. Me había gustado hacer algo junto con dos hombres más de compañeros. Me había gustado darle una pedrada en la cabeza a aquel malnacido. Era todo muy diferente a cuando pasaba el tiempo en la montaña con las ovejas. Entonces todo iba despacio, pero sobre todo era siempre igual. Cada día pasaba siempre lo mismo y tú lo sabías, ya esperabas la mañana, la hora de comer, la tarde para retirarte…, la primavera, el verano… Ahora no, ahora estaba muy seguro de que cada día sería cada día y de que nadie iba a poder jurar dónde estarían mis huesos al día siguiente, ni siquiera yo. Me daban ganas de reírme de tan contento como estaba. Me gustaba ser un maquis, pero claro, no dije nada, porque no tenía motivos de risa habiendo salido mal la misión.
Estábamos bebiendo un poco del vino que llevábamos y entonces el Valencia me mira a la cara muy serio y me dice:
– Muy bien, camarada Durruti, muy bien. Puede que hayamos fracasado pero desde luego no ha sido por tu culpa. Tú te conoces los montes como la palma de la mano y el miedo no sabes lo que es. Lo has hecho muy bien.
Era la primera vez que alguien me decía que había hecho una cosa bien. Me había dado un poco de risa aquello de «compañero Durruti», pero no me reí. Me puse muy orgulloso de haberlo hecho tan bien. ¡Quién me iba a decir que lo poco que sabía hacer iba a dar tan buen servicio! Ir por la montaña, meterse por torrenteras y bancales, reconocer a hombres que van vestidos de mujer.
Nos quedamos por la zona quince días por lo menos. De vez en cuando entrábamos en un
mas y pedíamos que nos dieran de comer. Luego nos encontrábamos con compañeros en La Sénia, que allí La Nena, una mujer maquis más valiente que veinte hombres, siempre nos tenía el plato preparado.
El 16 de julio hicimos una cosa que nunca olvidaré y que les voy a contar porque es casi de risa. Íbamos cinco compañeros, que así nos llamábamos entre nosotros, compañeros, y dejamos el monte para salir a la carretera de Tortosa a La Aldea. Me dijeron que haríamos una «acción revolucionaria», y como no quería quedar mal preguntando lo que era eso, me callé y esperé a ver. Pues bueno, al rato de estar allí pasó un carro con un payés de Tortosa y le dimos el alto. Lo hicimos bajar y desenganchar el mulo. Entonces pusimos el carro en medio de la carretera para que no pudiera pasar nadie más. Disfrutaba a lo grande cada vez que llegaba un coche y se quedaba tieso el conductor viendo el carro y luego a nosotros con los fusiles y todas las armas. Llegaron tres coches y unas cuantas bicicletas. A medida que se paraban los íbamos limpiando de dinero. Uno llevaba un reloj de oro y también se lo hicimos dejar. Los colocábamos a todos en grupo en un lado y yo les apuntaba con el fusil para que no tuvieran la mala idea de intentar escaparse. Al final, había cuarenta tíos con los ojos como platos pensando a ver qué iba a pasar. A uno que llevaba un coche bueno le encontraron los compañeros una escopeta de caza de dos cañones, nuevecita, y también se la pispamos para la revolución. Me partía viendo la cara que ponían. Cuando al jefe de la misión le pareció que ya era peligroso quedarse más tiempo allí, hizo una cosa que yo no me esperaba: le dijo a Francisco, que era el que sabía más de ideas políticas, que les diera un mitin, que yo tampoco sabía lo que era y entonces me enteré. Francisco, hablando fuerte y claro, se puso a decirles a aquella gente que los días de Franco estaban contados y que lo que tenían que hacer era organizarse políticamente y afiliarse al partido comunista, tal cual. Luego gritó: «¡Viva la República! ¡Viva España libre! ¡Muera Franco, muera el fascismo internacional!». Nosotros contestábamos «Viva» o «Muera», según lo que era menester. Luego Francisco sacó del macuto hojas de propaganda política y se puso a repartirlas entre los que yo tenía encañonados.
Al final, el jefe mandó mojar dos coches con gasolina y prenderles fuego. Cuando el humo se puso ya muy negro, dio la orden de retirada y allí se quedaron aquellos, acojonados como conejos, si ustedes me permiten la expresión.
Hasta aquel día Francisco me parecía un hombre valiente y me entendía con él, pero a partir de entonces me gustó mucho más por la sangre fría que había tenido y lo serio que había dicho todo lo que tenía que decir. A la mañana siguiente se lo dije, le dije:
– Si no te hubiera visto con mis propios ojos hablar a esos de ayer tan bien y tan tranquilo no me lo hubiera podido creer.
Me miró sonriendo y me contestó: -Tú y yo tenemos que hacer algunos apartes, Durruti, que me parece que estás más verde que las hojas de un peral.
Y así fue. De vez en cuando me enseñaba ideas comunistas que siempre trataban sobre la justicia y la igualdad de los trabajadores y la explotación que les hacen los amos. Me decía:
– Pero a ti todo esto que te digo ¿te parece bien o mal? Porque me escuchas y escuchas sin decir esta boca es mía.
A mí me parecía bien, claro. Que los hombres seamos todos iguales y que el que tenga la tierra no explote al otro y lo haga trabajar como una mula por cuatro cuartos es algo que está muy bien y es lo justo. Lo que ocurría es que no sabía de dónde me hablaba Francisco, porque en los sitios en los que yo había vivido hasta el momento nunca pasaba de esa manera.
Un día que me había hablado mucho sobre ideas comunistas me suelta:
– Ahora creo que ya puedo empezar a pasarte algún librito de los que tenemos aquí para que lo leas y estudies un poco.
Me puse colorado hasta la raíz del pelo porque yo creía que el Catalán ya lo había avisado de que yo no sabía leer. Entonces le digo:
– No sé leer, Francisco, nunca he ido a la escuela.
Se me quedó mirando con cara de disgusto y preguntó:
– ¿Nunca, ni un día cuando eras un crío?
– Siempre he trabajado cuidando el ganado.
– ¿Ves, Pastora? Tú eres un ejemplo de lo que decimos siempre: un hombre explotado, eso eres tú.
Al final, que ya me estaba cabreando con tanto lo que yo era o dejaba de ser y tanta pregunta, le digo:
– ¡Venga, Francisco, déjate de romances! No sé leer, así que esos libros que quieres darme, mejor guárdatelos.
Enseguida me puso la mano en el hombro y me lo apretó:
– Tranquilo, camarada, que no pasa nada. Rubén te va a enseñar a leer y a escribir. Vas a salir más sabio que si fueras un mismísimo maestro de último grado. Él tiene mucha paciencia y ya lo ha hecho con otros. Verás como es muy fácil.
El Catalán se había olvidado de avisar que yo no sabía leer, lo que es normal siendo el jefe de toda la sección guerrillera, otros problemas tenía. Francisco habló con Rubén y dábamos clases cuando no había trabajo ni misiones. Fui aprendiendo, sí, el día que me aprendí todas las letras tenía ganas de llorar de tanta alegría, cosa del pasado, eso de llorar por todo, de cuando era una mujer. Enseguida me acordé de que ya no me tocaba llorar y me guardé de hacerlo. Pensando en eso me viene a la cabeza que Rubén me preguntó un día:
– ¿Nunca te acuerdas de cuando eras mujer, Pastora? No quiero ofenderte por ser curioso, pero ¿cómo era aquello?
– A ratos me parecía normal y a ratos no. Como casi siempre estaba solo daba igual si era hombre o mujer, era yo y ya está.
Era buen chico, Rubén, más manso que Francisco. Francisco era más duro que el pedernal. Por aquellos días, el uno de agosto, se presentaron él y el que llamaban el Abuelo de nombre de guerra, en la masía de Val de Fortún. El dueño, José García, y Francisco eran enemigos políticos de antes de echarse él al monte. Así que fue a vengarse y lo mató a él y a su hijo.
Rubén también era echado
p'alante. En una misión para matar al guardia civil que había asesinado al dueño de El Cabanil, se puso nervioso y le disparó a otro guardia que no tenía nada que ver en el asunto. Se arriesgaron muchísimo yendo hasta Rossell y metiéndose en la misma plaza del pueblo. Luego Rubén andaba un poco como arrepentido por haberse equivocado de hombre, pero los compañeros le dijeron que un guardia era un guardia y no había guardia bueno si no estaba muerto. Esas cosas pasaban, una equivocación la tiene cualquiera. Lo malo fue lo que nos sucedió a nosotros en Benifallet.
Nos habían mandado a Valencia y a mí con un compañero al que llamaban Barbero porque era el que nos cortaba el pelo y nos afeitaba, sobre todo cuando salíamos a una misión. Teníamos que vigilar primero y entrar después en la masía Xalamera, donde nos habían dicho que había dinero y víveres. Llegamos cerca y vigilábamos todo el tiempo, pero nos daba la impresión de que la masía estaba deshabitada. Por fin nos decidimos a acercarnos y en eso que nos empiezan a llover balas del cielo que parecía una lluvia de fuego. Nos echamos al suelo, empezamos a disparar nosotros también hacia la casa, que era de donde salían los tiros. Yo, como pude, me fui escapando hasta el punto de encuentro que habíamos convenido. Al minuto llega Valencia. Los dos empezamos a maldecir a la Guardia Civil porque parecía que nos estuviera esperando. Pasa el rato y Barbero que no aparece. Tanto tiempo pasó que, al final, Valencia dice:
– Vámonos para La Sénia, tú, que a éste la puta Guardia Civil se lo ha cargado y no podemos volver a recoger el cadáver.
En La Sénia nos encontramos con Carlos, Rubén, Lucas y Nano. Le contamos a Carlos lo que había pasado y cómo Barbero había caído en un ataque imprevisto de la Guardia Civil, que nos esperaba en la masía Xalamera. Carlos se puso muy serio, miró a Rubén y a Nano y les dijo:
– Ahí tenéis al guardia civil que os habéis cargado.
Yo no entendía nada, pero vi que enseguida se organizaba un jaleo y una discusión. Rubén decía:
– La habéis cagado, cabrones, intentabais entrar en la masía que es el punto de apoyo donde nosotros estábamos. Hemos matado a Barbero por vuestra culpa.
Entonces sí lo entendí todo. Valencia, que tenía muy mala hostia, se puso como una fiera y empezó a chillar:
– ¿Y vosotros por qué no dabais el alto, por qué no sacabais ni la cabeza para comprobar con quién os las teníais que ver?
– ¡Tenemos órdenes de disparar, hostias! ¿O es que todavía no te has enterado de eso?
Carlos el Catalán puso orden con un grito:
– ¡Callad de una puta vez! Esto no es un patio de vecinos. Estamos en una guerra y esas cosas pueden pasar. Pero os lo voy a decir muy clarito: al que vuelva a cometer otro fallo como ése le monto una y doy parte de él a los superiores. ¿Me he explicado bien?
Todos nos quedamos con la boca cerrada. Carlos nos miró con aquella mirada que tenía seria y dura. Luego habló otra vez:
– Lo más jodido es que el cadáver del camarada lo recogerá la Guardia Civil y lo tratarán sin el respeto que se merece. Así que vamos a guardar por lo menos un minuto de silencio por él, porque era un luchador bravo y un compañero servicial que siempre cumplía con disposición todas las tareas asignadas. Que la tierra te sea leve, compañero Eufemio Bolós,
Barbero. Entonces todos se pusieron con la cabeza baja. En eso que Catalán me mira y dice:
– ¿Y tú, Durruti, por qué coño no te quitas la boina, es que no hablo para ti?
Yo no me había fijado en que los demás se habían descubierto. No sabía qué se hacía en eso del minuto de silencio, nunca lo había visto hacer antes, así que me quité la boina y me quedé callado como si el que se hubiera muerto hubiera sido yo.
Pero antes de que eso pasara he de decir que todo iba bien. Yo cada vez aprendía más de cómo iban las cosas en el maquis, les enseñaba a los compañeros atajos y caminos que ellos no sabían y, sobre todo, Rubén seguía enseñándome a leer. ¡Era tan buen chaval Rubén, tan joven, tan valiente!
Desayunaron casi sin dirigirse la palabra. En ambos persistía la sensación de que no estaban de acuerdo sobre lo que debían hacer, y tal discrepancia enseguida afloró. Tras apurar el último café, Infante dijo con cierta solemnidad:
– Hoy es nuestro último día en Morella. Ve despidiéndote de esta villa tan ilustre.
– Depende de lo que nos cuente el juez.
– Si de mí dependiera, haríamos la maleta ahora mismo y no volveríamos a verlo más.
– Ve tú hacia nuestro próximo alojamiento y yo iré cuando haya acabado aquí.
– Es una posibilidad; ya la estudiaré. ¿Qué piensas hacer hasta la noche?
– Trabajar.
– Está bien. Yo creo que iré a pasear mis tristes huesos por el campo.
Salió a la calle y empezó a caminar hasta la salida de la ciudad. Necesitaba estar solo, pensar. Aún se encontraba a tiempo de marcharse a su casa, de huir. Miró el panorama campestre, que no tenía más barrera que las montañas. Era hermoso, ¿quién podía negarlo? Pero él no estaba en situación de contemplar la belleza con espíritu místico. A partir de aquel momento se encontraba en peligro y lo sabía. Su vida podía cambiar. Su vida miserable, su vida llena de losas que pesaban como el madero que Cristo tuvo que cargar. Los olivos centenarios le devolvieron, como si conversaran con él, la imagen religiosa: en un olivar sudó sangre la noche antes de que lo crucificaran. Se metía con decisión en su destino, pero sufría. La valentía no es dejar de sentir el miedo, sino sentirlo y seguir adelante igual. Su padre le decía que las religiones son una patraña. Cierto, pero constituyen un punto de arranque para hacer comparaciones, para representarse imágenes, para crear metáforas que nunca vienen mal. Cristo estaba allí, junto a los olivos, enfermo de preocupación ante la perspectiva del dolor físico, de la muerte. Judas le había traicionado. Siempre hay un traidor, y éste siempre se arrepiente, se autoflagela, se suicida al final. Ninguna historia acaba bien para los traidores. No son un buen ejemplo, ni son decorativos, ni mueven a perdón. Son la hez. ¿Dejar solo a Nourissier, abandonarlo? El francés le caía bien. Al principio le había parecido un tipo estirado que llega desde un lugar civilizado, seguro de hallarse en posesión de la verdad. El tiempo había cambiado esa valoración. Nourissier era un buen hombre, un ser extrañamente inocente, incontaminado por la realidad. Le gustaba su sentido del humor, la ligera melancolía que rodeaba su figura, su capacidad para ponerse en la piel del otro, su amabilidad, su cortesía. Quizá la vida no lo había puesto a prueba como lo había puesto a él, pero eso daba igual. Sólo cuentan los hechos y los de Nourissier destellaban como joyas valiosas. Los suyos no, los suyos manchaban las manos como carbones.
Olisqueó las matas, que empezaban a secarse por el otoño. Aquella tierra salvaje y verdadera, desconocida y amenazante como el futuro, le gustaba cada vez más; cuando todo hubiera pasado quizá tomara una decisión parecida a la del juez: retirarse a vivir allí. Alquilaría una casa pequeña y estaría solo, por fin en paz.
Se sentó en el suelo, aspiró el aire. ¿Dónde irían ahora, cuál sería la próxima etapa? Debían alejarse de las montañas, bajar al llano. Estar cerca de Vallibona era demasiado peligroso. Podían instalarse en Santa Bárbara, donde los dejarían tranquilos. Había confiado en que Nourissier se echara pronto atrás de sus propósitos, pero por el momento no había sido así. De modo que irían adelante, él también. Jugaría el juego de verdad, arrostrando las posibles consecuencias. El calorcillo del sol lo reconfortó. Se tumbó de costado y al poco se quedó dormido.
Al despertar se sentía entumecido, calado por el frío. Le sobresaltó un ruido entre los matorrales. Distinguió un bulto que se movía:
– ¿Quién anda ahí? -gritó.
Un muchacho se escabulló y echó a correr. Los chicos del pueblo sienten curiosidad, pensó. Sin embargo, aquella curiosidad que en circunstancias normales carecía de importancia, tomaba trascendencia en su situación. El estado de angustiosa alerta que había sentido antes de iniciar el paseo lo embargó de nuevo. Tenían que salir inmediatamente de allí.
Igual que ellos se habían percatado de que los guardias civiles los seguían, la gente de Morella debía haberlo advertido también. Se habían convertido en sospechosos. Aquellos jóvenes que parecían acecharlos podían tomar de pronto una decisión imprevista y brutal. El mismo, mientras dormía, podía haber sido agredido con total impunidad. En aquellos lugares, la distancia entre la vida y la muerte era pequeña. Si alguien los mataba, sus cuerpos serían precipitados por uno de aquellos barrancos intransitables. Simplemente, desaparecerían. Se estremeció y decidió volver.
A las ocho y media bajó Nourissier al comedor. Pidió una cerveza como aperitivo y se sentó. Habían advertido a la patrona de que esperaban a un comensal, de modo que la mesa había sido preparada para tres. Miró a la gente que iba entrando. Le sorprendió que aquella noche hubiera tanta animación, le preguntó a la dueña. Eran cazadores de la zona que habían llegado en busca de jabalíes. Mejor, aprovechando su algarabía podrían hablar con más libertad. Tras veinte minutos apareció Infante. Tuvo la sospecha de que había bebido.
– ¿Te encuentras mal? -le preguntó.
– No, sólo he estado pensando un rato.
– ¿Pensando únicamente?
– Sin un par de copas no suelo pensar bien.
– ¿Y has llegado a alguna conclusión?
– Sí, tenemos que salir de Morella cuanto antes.
– Para eso no necesitabas emborracharte; llevas una eternidad repitiéndolo.
– ¿Y quién te ha dicho que estoy borracho?
– Dejémoslo, Carlos; simplemente no comprendo que cuando de verdad alguien me cuenta algo importante, lo único que te plantees sea huir.
– He olvidado el tabaco en la habitación, ahora vuelvo.
Era un modo poco corriente de decir que prefería no pelearse, pero al francés no le pareció mal. Cinco minutos más tarde compareció el juez. Venía vestido con elegancia y formalidad, como si se dispusiera a ejercer su profesión. Los cazadores se quedaron mirándolo, pero él no se dignó siquiera a volver la cara en su dirección. Cuando se acercó lo suficiente, Nourissier, que se había puesto en pie para recibirlo, comprobó con sorpresa que olía intensamente a alcohol. Al parecer había sido para todos una tarde de fuertes tentaciones etílicas, ampliamente satisfechas.
– ¿Por qué está solo, doctor?
– Mi compañero vendrá enseguida.
Como si lo hubiera oído, Carlos Infante saludó desde atrás:
– Es un placer verle de nuevo, juez.
El psiquiatra se dio cuenta de que se había lavado la cara, peinado y rociado con colonia, por lo que su aspecto era mucho mejor que minutos antes.
La cena empezó con una deliciosa sopa de
farigola a la que le siguió cordero con patatas. El vino tinto que acompañaba el menú era áspero y fuerte, por lo que Nourissier apenas lo probó. Por el contrario, sus dos contertulios parecían no haber completado su nivel alcohólico ideal y sus copas se vaciaban y se llenaban de nuevo sin parar.
Como postre se deleitaron con una finísima crema catalana. El juez daba la impresión de estar bastante ebrio. La patrona se acercó y les dijo con media sonrisa irónica:
– Si quieren pueden tomar el café en la salita de atrás. Así el juez puede sentarse en una mecedora muy cómoda que hay allí. Lo digo por si está cansado.
La salita ofrecida no se abría casi nunca y el aire que se estancaba entre sus paredes estaba helado. Nourissier se alegró; quizá eso devolvería un poco de claridad a las mentes de los bebedores. Así debió ser, porque Infante conminó al juez tan sólo un segundo después de haberse sentado en la prometida mecedora.
– Juez Santillana, debería empezar a contarnos cosas. No queremos que se haga muy tarde.
Entró la patrona y puso una bandeja con café y coñac sobre una mesita central. Se fue al instante y cerró la puerta tras de sí. Infante miraba al juez con una fijeza que no podía ser sino insistencia. El hombre, que prolongaba sus comentarios banales mientras se preparaba para seguir bebiendo, se quedó hablando solo en medio de un denso silencio. Entonces supo que no podía demorar más su relato, aunque intentó un último subterfugio:
– Quizá no es ahora el momento, después de esta cena tan copiosa. ¿No deberíamos encontrarnos mañana?
Infante dio un golpe seco sobre la mesa que hizo tintinear tazas y copas.
– ¡Basta de tonterías, Santillana! ¡Diga lo que tenga que decir y acabemos con esta farsa de una maldita vez!
Nourissier, abochornado por ver cómo trataba Infante a un hombre de edad avanzada, estuvo a punto de intervenir a su favor. Sin embargo, decidió quedarse callado. Santillana, mirando al suelo, balbucía frases inconexas. De pronto, se echó las manos a la cara y empezó a llorar. Infante, inflexible, crispó el gesto y abrió la boca sin duda para increparlo. Entonces su compañero le hizo una señal enérgica para que guardara silencio y se dirigió al juez con voz suave:
– ¿Qué es lo que ocurre, Eusebio, se siente atormentado por los recuerdos?
El viejo, sin levantar la cara por la que resbalaban los lagrimones, afirmó:
– Sí, me atormentan cada día, cada noche, cada minuto de vida. Soy un miserable, soy una escoria y no merezco el título de juez. -Tras un compungido silencio se recompuso y habló con la claridad de quien no ha probado ni una gota de alcohol-. Olivier Herrera era un hombre joven de origen español, que vino desde Francia para enrolarse en las tropas republicanas. Aquí se casó con una chica de Alcalá de Xivert. Cuando acabó la guerra le cayeron veinte años; pero no los cumplió porque no se le encontraron delitos de sangre. Sin embargo, tiempo después la Guardia Civil, gracias a las delaciones de unos detenidos, supo que en la masía de Olivier se prestaba ayuda al maquis. Vigilaron la casa y cuando vieron que había tres maquis en el interior, montaron un operativo formado por varios guardias, dos comisarios de policía y algunos somatenes voluntarios. Al mando estaba el comandante Hernández de los Ríos, de Morella. Ésa es la razón por la que me tocó instruir el caso a mí.
Se quedó callado, miró al suelo. La voz mansa de Nourissier se dejó oír:
– ¿Pasó algo horrible que usted tuvo que presenciar, algo que le horrorizó? Dígame qué fue. El tiempo ha transcurrido, las circunstancias eran extremas; no hay nada que no pueda ser dicho. Hablar le hará bien.
– Los tres maquis estaban en la casa, pero Olivier había ido al pueblo en su bicicleta para comprarles víveres que pudieran llevarse. Los guardias, apostados frente a la masía, mandaron por delante a una mujer que tenían presa, una de las delatoras. Ella les gritó a los maquis que se entregaran, que estaban rodeados y no tenían posibilidad de huir. Ellos reaccionaron lanzando una bomba e intentaron escapar aprovechando la confusión del estallido. Fueron ametrallados allí mismo. Eran dos.
Infante estaba tan prendido de las palabras del juez que, cuando éste hacía una pausa, debía morderse la lengua para no instarle a continuar.
– Quedaba el tercero, «Deseado» como nombre de guerra. Sólo tenía dieciocho años. Hizo una tentativa de salir por la puerta trasera, pero comprobó que realmente se trataba de una emboscada: le dispararon desde todas partes. Entonces anunció a través de una ventana su intención de entregarse y tiró abajo todas las armas que llevaba consigo. Apareció por la puerta y el comandante, que lo quería con vida, fue él mismo a prenderlo. Cuando ya estaba encima, el joven hizo explotar una bomba de mano que se había guardado. Tanto Hernández de los Ríos como Deseado volaron por los aires, hechos pedazos.
– Es terrible -comentó Nourissier para darle ánimos.
– Faltaba el propio Olivier. Lo esperaron en el camino de acceso a la finca. Regresaba cargado con una garrafilla de aceite, varios panes. Su esposa me contó días después lo que había sucedido. Le hicieron bajar de la bicicleta y lo subieron a un camión para volver a la casa. Allí, en presencia de su mujer, que estaba embarazada, casi a punto de dar a luz y con un crío pequeño en los brazos, le preguntaron a gritos por los nombres de maquis a los que hubiera ayudado. Sólo abrió la boca en un torpe intento de ayudar a su esposa: dijo que ella no sabía nada, que era una inútil y en sus contactos con el maquis no hacía sino molestar. Los guardias, viendo que no daba ningún nombre, empezaron a pegarle culatazos. Primero, en los pies, luego, en las piernas. Y como seguía callando, los terribles golpes iban subiendo. Le pegaron por todas partes, le rompieron varios huesos. Finalmente, ya convencidos de que nada sacarían de él, lo arrimaron a una pared. La mujer se alejó, llevándose al niño consigo. Oyó las ráfagas de metralleta, un disparo después: el tiro de gracia. Hacía tres años que se habían casado. Vio cómo se llevaban al marido muerto junto a los tres maquis. Al comandante lo envolvieron en una colcha y lo subieron a una ambulancia especialmente llegada al lugar. Cuando todos se hubieron marchado, la mujer encontró los zapatos de Olivier encima de una jaula de gallinas vacía. Creyó que los guardias le habían obligado a quitárselos. Sólo semanas más tarde se enteró de que uno de los civiles iba contando que…
Al juez se le quebró la voz. Intentó retomar el relato sin conseguirlo. Hundió la cara en el pecho. Nourissier le puso la mano en el hombro, le susurró:
– Tranquilícese, Eusebio, por favor.
Empezó a sollozar abiertamente, sin cubrirse los ojos. Su rostro estaba encarnado, surcado por lágrimas y mocos. La barbilla le temblaba. Recobró una voz que era ahora aguda e insegura:
– Iba contando que había sido su marido quien pidió quitarse los zapatos. «No están viejos -dijo-. A lo mejor a mi hijo le irán bien cuando tenga la edad.» Eso fue todo, ya ven qué prosaico, eso fue todo. -Entonces la mirada del juez se vio iluminada por un relámpago de furia y las palabras surgieron con energía-: ¿Saben qué escribí yo en mi informe judicial? ¿Quieren saberlo? Pues escribí: «Olivier Herrera, enlace y cómplice de los bandoleros, intentó darse a la fuga cuando iba a ser apresado por la fuerza pública. Como iba armado, tuvo que ser abatido de un tiro». Punto final. Ésa es la versión que avalé. Ésos son los hechos que quedarán registrados debido sólo a mi cobardía. Pero yo vi el cadáver destrozado a culatazos, acribillado después. Y sigo viéndolo día tras día, noche tras noche.
Nourissier le asió el antebrazo. Dijo muy despacio:
– Cálmese, juez, se lo ruego.
El viejo sacó de su bolsillo un pañuelo de algodón impecablemente planchado y se sonó con estrépito. Entonces Infante se le acercó de modo amenazante y dijo casi chillando:
– ¿Y La Pastora, qué pito toca La Pastora en toda esta triste historia?
El interpelado frunció el ceño, se levantó de pronto lleno de súbita ira y, mirando a la cara del periodista, le espetó con odio infinito:
– ¡Déjame en paz con tu jodida Pastora, hijo de puta!
Con una fuerza que no hubieran sospechado viniendo de él, salió de la salita derribando su asiento por el suelo. Nourissier e Infante lo siguieron y pudieron ver cómo traspasaba la puerta de la pensión a cómicos pasos, decididos y tambaleantes al mismo tiempo. La patrona se les unió y comentó sacudiendo la cabeza:
– ¡Vaya, hoy la ha cogido buena el juez! De pronto, Santillana se paró en medio de la calle y tronó al aire:
– ¡Asesinos, muera Franco y sus secuaces, muera la Guardia Civil!
Nourissier, alarmado, hizo ademán de salir tras él, pero la patrona se lo impidió con suavidad:
– Déjelo, no pasa nada. No es la primera vez que monta una así. Todo el mundo hace como que no se entera, incluidos los guardias.
Entonces fue Infante quien empezó a caminar hacia el exterior. El psiquiatra se lo impidió:
– ¿Adonde demonio vas?
– ¡Suéltame!
– Pero, Carlos, ¿qué pretendes?
Infante lo miró con rabia, le apartó la mano que le impedía el paso:
– ¡Estoy harto de toda esta mierda!, ¿comprendes?, ¡harto! Lo único que voy a hacer es tomar un poco de aire fresco, nada más.
Se precipitó hacia la noche. La patrona le sonrió a Nourissier y dijo sabiamente:
– Vaya a acostarse, doctor; no vale la pena salir con este frío. Es normal lo de su amigo. El juez pone nervioso a cualquiera cuando coge una melopea. El pobre, desde que su mujer falleció, parece que ha perdido un poco la cabeza. Ya se sabe, fueron muchos años de matrimonio.
El francés asintió con tristeza, hizo caso del consejo que acababa de recibir, y subió a su habitación.
Infante se percató de que, en su precipitada salida, no había cogido ninguna prenda de abrigo. Daba igual, un poco de frío quizá lograra anular la indignación que aún sentía. Aquel maldito viejo decrépito les había hecho arriesgarse y perder estúpidamente el tiempo. Lo que más lo enfurecía era el hecho de haber previsto lo que sucedería: Santillana los había utilizado para aligerar su conciencia de culpa. Para colmo, la actuación paternalista de Nourissier sólo consiguió darle alas hasta hacerle vomitar sus pecados como si se tratara de una confesión ritual. Si seguían por aquel camino nunca llegarían a ninguna parte. ¿Qué sentido tenía prestar oídos a todas aquellas historias mezcla de sentimentalismo y crueldad? Él se había esforzado lo indecible para dejar atrás toda aquella basura de la posguerra; pero, como en una pesadilla, las desventuras de su odioso país parecían darle alcance inexorablemente. Estaba convencido de que la responsabilidad principal de aquella revisitación del dolor provenía de Nourissier. Se comportaba como una especie de entomólogo de la miseria humana y estaba encantado de poder acercar la lupa a los maravillosos ejemplares de desgracia que aquella tierra le brindaba.
Se encaminó al bar que le quedaba más cerca, pero ya estaba cerrado a aquellas horas. Como había empezado a llover decidió volver a la pensión y beber de sus reservas. Aquel paseo, aunque breve, le había servido al menos como tranquilizante. Al dar la vuelta para retroceder, una sombra le salió al paso.
– Buenas noches -dijo un hombre haciendo el saludo militar. Enseguida reconoció al teniente Álvarez-. ¿Todo en orden?
El periodista lo miró con expresión crispada. La visión del guardia le hizo revivir enseguida su mal humor.
– Todo bien, teniente -masculló. Entrevió la sonrisa irónica de aquel individuo, que le pareció una especie de escupitajo proyectado directamente sobre su cara-. Por cierto… -añadió-. No hace falta que nos haga seguir. El médico es inofensivo y no estamos metidos en nada feo. A no ser que la Guardia Civil de Morella no tenga nada mejor en lo que ocuparse.
Sin mediar palabra, sin que se adivinara su objetivo, Álvarez dio un par de pasos hacia él, estiró el brazo como un autómata y le propinó un preciso y brutal puñetazo en la nariz. Infante se replegó, protegiéndose la cara. Luego, una reacción de rabia galvanizó su cuerpo, lo tensó. Pero el teniente estaba en guardia.
– Si me tocas te mato, Infante. Lo que oyes, te meto una bala en la frente y aquí paz y después gloria.
Se había llevado la mano al cinto, lo observaba con frialdad. Infante escupió sangre en el suelo. El teniente prosiguió:
– Quiero que el doctorcito y tú salgáis de Morella cuanto antes. Mejor mañana que pasado.
– ¿Se nos acusa de algo en concreto?
– Podría acusaros de maricones, que ya me han dicho de vuestras risitas, miraditas y batallas cuerpo a cuerpo por el campo; pero tú ya sabes por dónde podrían ir los tiros verdaderos de la acusación. De manera que… ¡aire! Vuelve a Barcelona y me envías al loquero a su país. No tientes a la suerte, Infante, que ya está bien. ¡Ah, se me olvidaba!, al juez dejadlo en paz de una vez, que ya tiene bastante con lo suyo. Buenas noches, caballero, que usted lo pase bien.
Le dio la espalda definitivamente. Sus pasos resonaban en la calle vacía, mojada. Se tocó la nariz, que le dolía con intensidad.
– Hijo de la gran puta -susurró.
En el fondo se sentía aliviado. Aparte de la frustración de no poder enzarzarse en una pelea con él, devolviendo golpe por golpe, era una especie de privilegio recibir un puñetazo de aquel representante del orden. Sintió deseos de reír. Notó que la sangre le goteaba hasta la camisa. Debía regresar a la pensión.
Le pareció que todos se habían acostado. Caminó con sigilo por el corredor. En la habitación de Nourissier había luz. Entró en la suya y se miró en el espejo: tenía la cara tumefacta y sucia de sangre. Se lavó con agua fría. Tomó un whisky de un solo trago. Llenó el vaso de nuevo y se sentó en la cama. No tientes a la suerte, Infante, que ya está bien. Bebió despacio, con calma. Necesitaba pensar.
A la mañana siguiente, nada más abrir los ojos, notó un dolor difuso al intentar respirar. Fue inmediatamente a mirarse en el espejo. La nariz estaba hinchada y el hematoma se había desplazado hacia el pómulo derecho haciéndolo aparecer amoratado. Dudaba de bajar al comedor en semejante estado. ¿Cómo lo explicaría ante Nourissier? Si le decía la verdad, el francés era capaz de organizar la revolución por su cuenta: llamaría a su embajada, o se presentaría directamente en el cuartelillo para protestar. Sin embargo, no veía modo de ocultárselo; nunca se tragaría que había sufrido un accidente o mantenido una pelea a puñetazos con un lugareño. Decidió entonces contarle sólo una parte de la verdad, aquella que no lo comprometía y cuya idea le había dado el propio Álvarez en sus amenazas. En cualquier caso, lo importante era largarse pronto de allí.
Llegó el primero al comedor. La patrona apenas se detuvo a mirar su aspecto. Se limitó a servirle el café, a dejar las tostadas sobre la mesa. Cuando bajó su compañero, recién duchado y con su habitual apariencia pulcra, dio los buenos días de manera maquinal, luego se sentó y al posar la mirada en Infante, los ojos se le agrandaron, quedándose fijos en su nariz.
– ¿Y eso? -preguntó otorgando a su voz un tono histérico.
– No tiene importancia.
Nourissier se levantó en un impulso. Lo miró con furia:
– ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Siéntate.
– Ni hablar. Antes tendrás que decirme quién te ha puesto así.
– O te sientas o me voy, y no estoy bromeando.
Obedeció. La patrona se acercó y le sirvió su café. Miraba de soslayo a Infante con gesto preocupado. Cuando se hubo marchado, Nourissier volvió a instarlo a hablar:
– ¿Ha sido uno de los guardias que nos seguía?
– He tenido un honor mayor: Álvarez en persona.
– ¿Por qué, te enfrentaste a él?
– Si te lo cuento te reirás.
– Lo dudo mucho.
– No tienes por qué preocuparte, Lucien, no sospecha nada de lo que estamos haciendo aquí. El muy imbécil cree que somos… ¡homosexuales!, aunque él no empleó esa palabra. El guardia que llevábamos en los talones nos vio jugar aquella mañana en el campo y sacó esa absurda conclusión. Álvarez sólo quiere que nos marchemos.
– Voy a hacerle una visita; hay unas cuantas cosas que quiero decirle.
– ¡Ni hablar! Lo que vamos a hacer es salir de este maldito pueblo ahora mismo.
– Me niego rotundamente. Ningún ciudadano francés sale huyendo ante la barbarie.
– Tú tienes tu orgullo de ciudadano francés, pero yo soy el ciudadano español que recibe los palos. Vámonos, Lucien, estamos poniendo en peligro todo lo que hemos obtenido hasta el momento. Seamos razonables por una vez.
La patrona volvió a aproximarse con la gran cafetera metálica en la mano. Les sirvió más café, bajó la voz para decir:
– Al juez Santillana se lo han llevado de madrugada en una ambulancia.
– ¿Cómo?
– Está en el hospital de Tortosa.
– ¿Qué le ha pasado?
– Dicen que anoche tuvo un accidente de moto.
– ¡Pero eso es ridículo! -soltó, consternado, Nourissier.
– Es verdad que el juez tiene una moto antigua guardada en la cochera de su casa, pero…
– Pero ¿qué?
– No puedo asegurar nada; sólo sé que el juez sacaba a veces esa moto para dar una vuelta, y el motor hacía tanto ruido que todo el pueblo se enteraba. Anoche me quedé despierta hasta tarde fregando los platos y desde luego la moto no la oí. Además, ahora hacía mucho tiempo que no la utilizaba.
El psiquiatra se pasó las manos por la cara en un ademán desesperado.
– ¿Sabe cómo se encuentra?
– No sé nada más. Deberían marcharse de Morella, señores, el teniente Álvarez es muy mal enemigo.
Se retiró con la misma serenidad con la que había llegado. Nourissier miró a Infante con gravedad:
– Me siento culpable.
– Voy a hacer la maleta. Prepara las tuyas también y págale a la patrona, le debemos la última semana.
No hubo objeción esta vez. Una hora más tarde ambos habían subido a la furgoneta, sus bultos convenientemente colocados en el portaequipajes.
– Vamos a Tortosa, naturalmente.
– Es mejor que sigamos nuestro camino, Lucien.
– Haremos una visita al hospital, nos enteraremos de cómo se encuentra ese hombre y después iremos a donde tú digas. No podría soportar no hacerlo de esa manera, ¿me comprendes?
Infante asintió, no hizo el más mínimo comentario; puso el motor en marcha y arrancaron.
Aprendía rápido a leer. Eso me dijo Rubén. Yo no sé si aprendía más lento o más rápido que otros, pero el caso es que me gustaba. Era muy bonito darse cuenta de lo que ponía en los letreros y pensar que, tiempo atrás, no hubiera sabido adivinar nada del sentido que tenían. Me enseñaba con letras de palo. Un día dijo que también me enseñaría las letras de la escritura a mano, pero más adelante, que ahora no teníamos tiempo. Pero ese tiempo no lo tuvimos y yo, de momento, no he aprendido a leer esa escritura y seguramente nunca aprenderé, aunque ¡vaya usted a saber! Lo más complicado era escribir. Me ponía muy nervioso, se me agarrotaba la mano y hasta me subía un calambre por el brazo. Rubén me decía: «¡Tranquilo, hombre, tranquilo!». Pero no, yo no me quedaba tranquilo. Y menos cuando luego veía en el papel la birria que me había salido. Rubén me decía: «¡Pues no está tan mal!». Me lo decía para animarme, porque era tan buen chico que no podía serlo más. ¡Y encima valiente!, que se arriesgaba un montón. Yo lo había visto en acción y mató al guardia Vinuesa aquel, ¡con una sangre fría!, pero me contaron muchas cosas más de cuando yo aún no había entrado en el maquis. Me contaron que participó en la muerte de dos cabos, ayudó a quemar el tren de Valdetorno haciendo sabotaje como ellos decían, asaltó el coche correo de Alcorisa-Cantavieja y estuvo en un montón de acciones más que ahora no me acuerdo. Sólo hay que decir que con dieciocho años ya era jefe de batallón. Manejaba las armas como si le hubieran parido con una en las manos. Era listo y noble y tenía mucha cultura. ¡Siempre leía libros y hasta escribía cada día un diario con todo lo que hacíamos y las cosas importantes que pasaban! A mí me dejaba con la boca abierta verlo dale que te pego en el cuadernillo escribiendo y escribiendo ¡y tan fresco!, como si no hiciera nada. Pero todo lo que sabía lo había aprendido por él mismo, que me había dicho que a la escuela tampoco fue.
Un día me contó la vida que había llevado de pequeño y me dio mucha compasión. Teníamos prohibido en el maquis decir dónde habíamos nacido. Los del terreno todo el mundo lo sabía, pero los castellanos, no. Él se saltó las órdenes y me dijo que era de Burgos. Su padre era hojalatero y habían venido a parar a esta tierra no sé por qué razón. La madre se había muerto de enfermedad. El padre iba de pueblo en pueblo con una caja de herramientas colgada al hombro y hacía apaños para vivir. A Rubén, que tenía seis o siete años, se lo llevaba con él. Parece que le daba más palos que a una estera. Le llamaban el Cuenquero, por el trabajo de arreglar cuencos y cosas de metal. Un día que Rubén tenía unos ocho años estaba en la masía Torre el Catre y el Cuenquero venga a darle palos delante de la masovera, que se compadeció. Le dijo que parara de pegarle y que ella se lo quedaría allí para siempre y le daría de comer. El padre se lo dejó encantado de la vida, que así se libraba del crío y se ahorraba la comida y los cuatro harapos que debía comprarle. Rubén estuvo una temporada en la masía, donde lo iban criando. Luego, otras masoveras se lo llevaban a sus casas para que a la mujer de Torre el Catre no le cayera tanto peso. De manera que fue pasando temporadas aquí y otras allá, siempre durmiendo en los pajares, siempre comiendo por caridad, siempre haciendo trabajillos que le mandaban. El padre nunca lo reclamó. Hasta que tuvo dieciséis o diecisiete años. Entonces conoció a unos compañeros del maquis y con ellos se largó. Me dijo que no se había despedido de nadie porque a aquellas alturas ya no paraba en una casa un tiempo seguido, así que nadie iba a echarlo en falta. ¡El pobre, debía de estar más solo!… Yo de eso sé algo también, pero yo por lo menos tenía las ovejas, mi trabajo… No sé, yo tenía algo más, pero este muchacho… Yo le tenía mucha afición, me hacía gracia. Creo que él también me apreciaba a mí. Nunca me llamaba Pastora, siempre Durruti, porque el maquis era como su familia, y le gustaba hacerlo todo muy legal.
Rubén. El día que le leí un trozo seguido de un libro sin equivocarme se puso a dar saltos como si se hubiera vuelto medio loco. Claro, siendo sólo un chaval a veces era muy serio, pero otras tenía ganas de juerga. «¡Esto lo vamos a celebrar, Durruti!» Fue a buscar vino y nos echamos unos tragos. Estuvo brindando por mí: «Por todos los libros que leerá el compañero Durruti, que ya se ha convertido en un hombre con instrucción». Bueno, yo le daba golpes de broma y le decía que se callara de una vez, pero me gustaba que dijera aquellas cosas. Estaba contento además, me dio por pensar que si se enteraban todas las personas que me conocían no se lo podrían ni creer: «¿Teresot sabe leer? ¿Y quién le ha enseñado?». Pero no se enterarían, porque nadie ¡ría a decírselo. Daba igual, el que había sido mi maestro estaba orgulloso, y yo también. Rubén saltaba con el vino en la mano: «¡Viva la cultura democrática y basta ya de opresión!». Como un crío de feliz, parece mentira que cuatro días después estuviera con la responsabilidad encima de matar a un guardia civil. Por mucho que se equivocara de hombre, la responsabilidad la tuvo y la muerte la cumplió. Era un guardia menos como dijo el Catalán, y en paz. Lo malo fue que unos días más tarde el que estaba muerto era él. No me entraba en la cabeza.
A Rubén lo mataron en Ejulve, cerca de la masía donde se había criado cuando su padre lo abandonó. Iban él y el Nano. Llevaban la misión de contactar con el sector XVII. Pararon justamente en la masía para que les dieran de comer, cuando volvió el Nano solo nos lo contó. A Rubén los dueños lo reconocieron, claro, y se saludaron. Le decían: «¡Hombre!, cómo se te ocurre venir a comprometernos después de que te has criado aquí». Les dieron panes y jamón, que lo único que querían ese día los compañeros era comer. Al marcharse, Rubén les advirtió: «No deis parte de que hemos estado aquí». Entonces un chaval que sería de su edad venga a echarle cosas en cara: «¡Pero vaya idea comprometernos a nosotros! Ya sabes que tenemos que dar parte si viene gente del maquis por aquí. Pero si ésta ha sido tu casa y hemos crecido juntos». Rubén no se acobardó, ni «hemos crecido juntos» ni leches, que él ya había vivido mucho aunque fuera joven. Así que el Nano dijo que les soltó: «Si nos denunciáis, volveré; y entonces tened por seguro que os mato». Él era así, sabía lo que tenía que hacer, como un hombre de verdad. Pero los denunciaron, claro, porque a ellos tres cuernos les importaba en el fondo si se había criado allí o en una cueva en la otra punta del mundo. Fueron los guardias a la casa, pero como ya habían volado, pues nada pudieron hacerles. Lo malo es que una pequeña dotación se quedó por los alrededores, no para buscarlos a ellos, sino para descansar. Se alojaron en una masía de Ejulve. De madrugada, el cabo sale a hacer sus necesidades al campo y entre la bruma ve a un hombre que está cogiendo almendras. Como iba sin armas, fue a buscar a los otros guardias, lo rodearon y lo mataron sin mediar palabra. Eso es lo que cree el Nano que pasó. Rubén se dio cuenta, el pobrecillo, de que iban a matarlo, y pidió auxilio al Nano porque se había dejado su arma un poco lejos, pero el Nano estaba encima de una colina y no pudo ni llegar. Vio desde arriba cómo se lo cargaban y cogían su metralleta, que la había dejado encima de una roca y ahí estuvo su error. Todos los errores se pagan, como decía el Catalán, y las instrucciones están para cumplirlas a rajatabla. Llevaba razón.
Seis días más tarde llegó el Nano al campamento. No había podido contactar con el otro sector porque el que se conocía dónde estaban las estafetas era Rubén. Venía destrozado por la muerte del compañero y cuando lo contó se puso a llorar. Todos los que estábamos allí nos quedamos con el corazón en un puño. Yo sentí mucha pena y coraje, le di puñetazos a la corteza de un árbol hasta que me hice sangre. Entonces el jefe Carlos el Catalán se puso tan enfadado que parecía que iba a estallar:
– ¡Sois unos aficionados! -decía-. ¡Cuando se está fuera del campamento no hay que apartarse nunca del arma, nunca!
– El chaval tenía hambre y fue a recoger almendras. Iba a estar en el árbol sólo cinco minutos -protestaba el Nano.
– ¡Ni hambre ni hostias! Mira ahora, ya se le ha acabado el comer para siempre, que los muertos no comen.
Yo creo que estaba furioso también porque no quería llorar, porque era el jefe, pero ganas sí debía de tener, porque le miré los ojos y los tenía mojados. ¡Quién no iba a sentir que hubiésemos perdido a Rubén! Luego se volvió al Nano:
– Y tú, ¿por qué coño no te sabías tú las estafetas?
– ¡Joder, porque se las sabía él!
– ¡Cojonudo! Pues ahora hemos perdido a un hombre y seis días. Así que mañana mismo vuelves para ver si podéis contactar con el otro sector de una puta vez. Que te acompañe Lucas.
– Rubén debía de llevar encima el diario que escribía -dije yo.
Carlos el Catalán se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Es verdad! Ahí apuntaba nombres de gente que colaboraba con nosotros. Ahora por su imprudencia caerán unos cuantos más. ¡Hay que joderse, Rubén, hay que joderse cómo la has cagado, compañero! ¡Largaos, largaos todos, que aquí ya no hay nada que hacer!
Nunca lo había visto tan fuera de sus casillas. Me fui a un rincón, me tapé con una manta, pero en toda la noche no pude dormir. Pensé que ya nunca aprendería a escribir. También me di cuenta de que de allí íbamos a salir pocos con vida. Seguramente un buen día me tocaría morir a mí. Ojalá que por lo menos, hasta que ese día llegara, pudiera llevarme por delante a unos cuantos: al teniente Mangas, al hijoputa que mató al dueño de El Cabanil y le reventó los cojones, al que se había cargado a Rubén. Y si no era a ellos, pues a otros, que al fin y al cabo daba igual.
Oportunidades no me iban a faltar, porque en una salida que hicimos poco después nos rodeó la Guardia Civil y nos pegaron tiros y tiros, sin darle a nadie. Tuvimos que dispersarnos y volver cada uno por su lado. Todos comentábamos que parecía que los guardias civiles estaban creciendo como malas hierbas, cada vez había más.
Al cabo de un tiempo a Carlos el Catalán lo llamaron los del partido desde Francia. La última orden que nos dio antes de irse fue la de trasladar el campamento a las Salinas, que estaba entre Canet lo Roig y el barranco de Vallibona. Entre tres hicimos cinco viajes y transportamos cien kilos de arroz, cincuenta de fideos, jabón, embutido, chocolate, ropa, alpargatas… ¡Mira que he trabajado en mi vida, pero como en aquellos días!…
En aquel campamento estábamos varios, algunos venían de Francia. El jefe, que se llamaba José María, era el secretario del comité de grupo. Resulta que para formar el sector XXIII ya no éramos bastantes. No lo sé, a mí todo aquello de los sectores y los jefes y las idas y las venidas que hacían me daba lo mismo y no lo entendía bien. Yo cumplía lo que me mandaban. El nuevo jefe José María nos reunió una noche y dijo que los del partido, en Francia, le habían dicho que repartiéramos más propaganda y que no hiciéramos tantas acciones guerrilleras y de sabotaje porque las órdenes generales estaban cambiando. Bueno, pues la gente pensaba que eso estaba bien, pero que repartir octavillas en el monte no iba a ser cosa muy fácil.
Hasta finales de enero nos quedamos cinco en el campamento. Como se iban llevando mucha comida y material para los grupos, el almacén de víveres iba vaciándose. Por eso a Valencia y a mí nos mandaron a buscar suministros a la masía de Pla En Jover, en Canet lo Roig. Allí habían estado yendo siempre a comprar comida desde antes de que estuviera el campamento. Y allí sí que me pasó la animalada más gorda que me ha pasado en toda la vida. Puede parecer hasta gracioso lo que pasó, pero luego resulta que no tuvo ninguna gracia, porque las consecuencias fueron sonadas.
A la masía de Pla En Jover hacía mucho tiempo que iban los hombres del maquis. Se puede decir que desde que se formó la organización. Estaba en muy buen sitio, muy junto a Canet lo Roig. Tenían de todo en cantidad: arroz, trigo, tocino, aceite, jamones… Los compañeros iban allí y compraban de todo a precio especial. Las dueñas eran dos hermanas casadas que vivían en dos viviendas dentro de la misma masía. Vivían con los maridos y con los hijos pequeños. Pero la cosa es que, antes de salir del campamento, ya me explicaron que estas mujeres se acostaban con quien quisiera de los que iban a comprar. Yo les dije: «¡Anda ya, que me queréis tomar el pelo! ¿Cómo va a ser posible que se vayan a la cama con los hombres estando los maridos allí?». Entonces me contaron que era así de verdad, que los maridos consentían. Había que pagar un poco porque muy ricos no eran, pero si pagabas y demostrabas que eras un buen hombre sin más, entonces no había problema y podías escoger entre las dos. Tan verdad era que una de las hermanas tenía tres o cuatro hijos de otros tantos compañeros del maquis: de Miguel Serrano, del Cinctorrá, de Cano y de Conill de Ares. Yo me reía porque en el fondo no acababa de creérmelo. Pero bueno, el día de la salida nos encaminamos el Valencia y yo tan contentos con dinero y la lista de todo lo necesario. Llegamos sin retraso y nos recibieron muy bien. Nos hicieron pasar a donde tenían los almacenes de la masía y empezamos a mirar y a contar todos los víveres, que de todo parecía haber en abundancia.
Después nos invitaron a cenar una olleta muy rica que una de las mujeres había preparado. Es verdad que me fijé en que por la casa y los patios corrían unos cuantos críos, pero eso no aclaraba nada porque igual podían ser de los compañeros que de los maridos. Ellas me parecían mujeres corrientes, de las que hay en cada casa sin que tuvieran nada de particular. Cenamos tranquilos, charlando de cosas del campo y de los guardias civiles, que cada día había más en Canet lo Roig. En eso que, para postre, sacan unos
pastissets y un poco de vino dulce. Estábamos comiéndolos y, delante de los maridos, dice una:
– Bueno, y ahora ya nos decís con cuál de las dos queréis subir a la habitación, o si cada uno con una de nosotras, o cómo queréis arreglarlo.
Nos hicimos de nuevas y como si no entendiéramos lo que querían decir, pero la más descarada se planta delante de mí y me suelta:
– A ti, ¿es que no te gusta hacerlo con mujeres? Yo miré a Valencia, que se encogía de hombros como si con él no fuera la cosa. Me reía, pero enseguida vi que se ponían así como enfadadas y no me dio la gana de callarme y hacerme el tonto más tiempo, de modo que le contesté:
– Yo no quiero irme a la cama con nadie y ahora no estoy por la labor, y si me gusta hacerlo con mujeres o no, es algo que a nadie le importa.
– ¡Vaya, pues a ver si te has creído que eres más guapo que los demás!
El marido, no sé si era el suyo o era el cuñado, también se puso cabreado y me miró con mala cara:
– Sí, debe de creerse que es un señorito o que las mujeres le van a ir detrás.
– ¿Y tú, tampoco necesitas lo que los hombres necesitan? -le dice la hermana a mi compañero.
Yo no tenía ni idea de por dónde iba a salir y en un momento pensé que a lo mejor él salvaba la situación, pero parecía que Valencia tampoco estaba para fiestas, porque le respondió:
– Oye, a ver si nos dejáis en paz, que aquí hemos venido a comprar y no a joder con nadie. ¿O es que es obligatorio joder?
Se armó una buena. Los cuatro masoveros casi nos insultaban, hablaban todos a la vez, furiosos, creían que los hacíamos de menos y que aquello era un desprecio de verdad. Yo me callé como un muerto, pero Valencia cada vez estaba más seguro de sí mismo y más encabritado. Como la cosa tenía pinta de acabar mal, me levanté y le hice una seña al compañero. Nos íbamos a quedar a dormir en el pajar pero, viendo el color que tomaba la historia, era mejor que saliéramos por piernas y adiós.
– Pues sí, ya os podéis largar, y por aquí no volváis. Si no somos suficientemente buenas para vosotros, en esta casa no se os puede ofrecer nada. Decidle a vuestro jefe que a vosotros dos no os vuelva a enviar, que mande a otros que sean más hombres.
Nos largamos en mitad de la oscuridad. Dormimos en el campo, que cualquier sitio era mejor que en casa de aquellas dos locas. Valencia estaba que no se lo creía, como a él la ideología era una cosa que le iba mucho, no paraba de decirme:
– ¿Has visto, Pastora? ¿Has visto lo que se ha hecho con el pueblo? Son gente sin moral, sin dignidad, que por un poco de dinero te venden a la mujer y a la madre también. Delante de los maridos, de los hijos que han tenido con hombres diferentes. Para eso luchamos, ¿comprendes?, para que los humanos no vivamos como animales que igual les da una cosa que la otra.
– Vale, vale, Valencia; déjalo de una vez. Les ha sabido mal que no les salieran dos novios y en paz. Tampoco hay para tanto. Lo malo es el frío que vamos a pasar y con el que no contábamos.
Un frío del demonio, que sólo llevábamos una manta y a mí en aquellas condiciones me importaba un bledo el pueblo y su dignidad, y al fin y al cabo otros compañeros maquis sí se habían acostado con aquellas mujeres. Menos mal que llevábamos vino en el material que habíamos comprado, y abrimos una botella para capear el relente. Nos la bebimos entera y luego nos dio por reír de lo que nos había pasado y comentábamos si se lo diríamos en el campamento a los compañeros o no. Nos tomarían a broma y nos llamarían maricones y de todo. Nos dirían que nos habíamos dejado avasallar por dos putas y tendríamos burla para rato.
Pero la cosa, como antes les dije, no iba de broma ni una broma resultó al final, y sí lo era, fue muy pesada. Aquellas locas se habían ofendido tanto con nosotros que avisaron a la Guardia Civil de que habíamos estado allí, diciendo mentiras de que les habíamos robado a traición y con amenaza de violencia. Empezó entonces una persecución muy grande de la Guardia Civil, tanta que tuvimos que desmantelar el campamento de las Salinas. Montamos otro campamento pequeño en el nacimiento del río Servol y allí llegó la orden de que los restos que quedábamos del sector XXIII teníamos que incorporarnos al sector XVII. Se fueron por delante todos con Valencia, menos Saturnino y yo, que nos quedamos por La Sénia y por Santa Bárbara. Nuestro deber era pasar de vez en cuando por las estafetas que montó Fabregat. Se nos acabaron los víveres. Comíamos lo que encontrábamos por el campo y llegamos a pensar que nos habían dejado tirados, pero al final vinieron a buscarnos Francisco y Tomás.
No trajeron buenas noticias. Habían muerto muchos guerrilleros y todo el maquis estaba desmoralizado. La Guardia Civil había asaltado el propio Estado Mayor de la guerrilla y se habían llevado armas, dinero, documentos importantes. Contaron que la vida en el monte cada vez se hacía más difícil y más peligrosa. Contaron que habían matado a Valencia y a Lucas. Me quedé sin sangre en las venas. Me acordé de la noche en que habíamos dormido al raso Valencia y yo, de lo mucho que habíamos reído después del vino. Me volvieron los mismos pensamientos que cuando mataron a Rubén: no quedará nadie de nosotros, pensé. Ésta es una vida que acaba siempre antes de cuando toca. Ninguno llegará a viejo. A lo mejor el proletariado sí que encuentra la dignidad y la libertad. A lo mejor en unos años todos tenemos los mismos derechos y no hay amos explotadores, pero desde luego, de los que estamos en el monte nadie lo verá. Todos muertos, todos con un tiro en la espalda o en la cabeza, todos enterrados en fosas comunes o despeñados por un barranco. No sirve de nada acordarse de los compañeros y de lo valientes que eran porque un tiempo más tarde el que se acuerda estará muerto también. Al final no habrá nadie que recuerde a los que nos jugábamos la vida, a los que saltábamos como cabras de piedra en piedra, a los que dormíamos al raso y pasábamos tantos peligros. Esas cosas pensé y a nadie se las dije, yo mismo me asustaba de pensarlas y me daba congoja.
Pararon en una aldea próxima a Tortosa y dejaron que transcurriera el día. Era preferible llegar al anochecer, cuando su presencia en el hospital no resultara tan llamativa. Ambos se encontraban decaídos y evitaban conversar. Con sus pertenencias cargadas en el coche y la sensación de no tener dónde ir parecían un par de bohemios que deambularan sin destino.
Las seis de la tarde era una buena hora para ponerse en marcha. Al entrar en Tortosa preguntaron la dirección del hospital y hacia allí se encaminaron, guardando un silencio expectante que el periodista rompió al fin:
– Todo lo que ocurra a partir de ahora te corresponde a ti dirigirlo.
Era una especie de recordatorio de su desacuerdo con lo que estaban haciendo. Nourissier no respondió, pero fue él quien, una vez dentro del hospital, se dirigió a la recepcionista preguntando por el juez.
– ¿Son ustedes familiares?-fue la más que esperable contestación.
– Somos amigos.
– Esperen aquí.
La recepcionista, alta y fornida como un húsar, se alejó por el pasillo con paso cuasi militar.
– Ahora volverá con la Guardia Civil -cuchicheó Infante.
– En ese caso, prepárate para correr.
– Estás loco, doctor.
Regresó acompañada, pero de una hermosa mujer de apenas cuarenta años.
– Aquí tienen a la sobrina del señor Santillana. Ella es quien puede darles autorización para verlo.
La sorpresa fue total. Nourissier se preguntó qué demonio iban a hacer. Con cierto atropello se presentó y presentó a Infante, subrayando que eran amigos del paciente. Como la recepcionista escuchaba descaradamente desde su cubil, la sobrina del juez les hizo un gesto para que salieran a la calle. Nourissier advirtió que no iba preparada para el frío exterior.
– ¿No debería coger algo de abrigo? -preguntó.
– Será sólo un minuto. Mi tío no tiene amigos, por lo que debe tratarse de una confusión.
Nourissier no hizo caso del tono poco amistoso y encadenó una batería de preguntas sin más explicación.
– ¿Cómo se encuentra el juez? ¿Se sabe qué le ha sucedido?
La desconfianza se marcaba en la cara de la chica como un rasgo más de su fisonomía. Nourissier prosiguió, intentando tranquilizarla.
– Hemos pasado unos días en Morella e hicimos amistad con su tío. Nos enteramos de que había sufrido un accidente y queremos saber cómo está; eso es todo.
– Ya -dijo ella secamente-. Está mejor, pero tiene tres costillas rotas y eso es complicado en un hombre de su edad.
– ¿Cómo fue el accidente?
Ella se quedó mirándolos y sonrió con desprecio. Dio media vuelta y se dispuso a entrar en el hospital:
– Adiós, señores, buenas noches. Ya le diré a mi tío que se han interesado por él.
Nourissier la tomó de un brazo.
– Espere, por favor.
– ¡Suélteme! ¿Quiénes son ustedes en realidad?
– Todo lo que le he dicho es cierto. Soy psiquiatra y hago un estudio sobre la salud mental de los habitantes de la zona. Su tío me ayudó.
– ¿Cómo le ayudó?
– Nos contó cosas sobre la guerra civil.
La mujer asintió varias veces, suspiró:
– Ahora lo entiendo todo. Les diré lo que ha pasado: a mi tío lo han agredido brutalmente, le han roto las costillas a palos. No ha habido ningún accidente de moto, aunque eso figure en su ficha del hospital. Me acaba usted de dar la clave de quién le ha pegado, y el porqué.
– Venga con nosotros. Ahí delante hemos visto un bar. Tomemos un café, charlemos. Se lo ruego, será un momento nada más.
Pensó, dejó vagar sus ojos bellos y tristes por el aire húmedo. Miró hacia el interior del hospital.
– Voy a buscar mi abrigo -dijo por fin-. Espérenme en el bar.
Hasta que no vieron entrar su esbelta figura en aquel local cochambroso, ambos pensaron que no comparecería; pero en aquel breve lapso de tiempo parecía haber acopiado fuerza y decisión. Se sentó junto a ellos, pidió una copa de vino y tomó la palabra en primer lugar.
– De modo que mi tío estuvo contándoles cosas sobre la guerra civil.
– Algo así.
Se tensó de pronto, una inesperada furia animó sus ojos, su tono de voz. Dio un pequeño pero contundente golpe sobre la mesa:
– No; «algo así», no. Le han roto tres costillas; de modo que quiero saber exactamente qué les contó.
– Habló sobre algunas actuaciones profesionales suyas en el entorno del maquis.
– ¿Sobre cuáles?
Nourissier pronunció algunas frases que no eran sino subterfugios, hasta que Infante lo interrumpió, hablando por primera vez.
– La Pastora. Buscábamos información sobre La Pastora y el juez nos la brindó. Mi amigo quiere incluir a ese maquis en su estudio.
– Ahora entiendo por qué le han pegado. Deben de estar locos ustedes dos.
– No esté tan segura, la información que nos dio sobre esa bandolera fue irrelevante. No ha sido culpa nuestra que lo hayan agredido. Su tío se emborrachó y salió a la calle soltando gritos en contra de Franco.
– Lo sé. Hace tiempo que andaba buscándose una buena paliza. -Se bebió el vino de un trago. Cambió de actitud-. Me llamo María José. Soy maestra pero no ejerzo ya. Ahora tengo una pequeña papelería que me da para vivir.
Nourissier, más tranquilo, se apresuró a enumerar los buenos deseos que los habían conducido hasta el hospital:
– Cuando se encuentre mejor dígale a su tío que hemos estado aquí. Dígale también que lamentamos todo esto, que a nosotros la Guardia Civil nos ha expulsado de Morella, que nunca pensamos que las cosas terminarían así. Asegúrele que lo recordaremos siempre, que tenemos en gran estima su amistad.
Ella asentía, distraída y mecánicamente; su rostro había adquirido la indiferencia de un sonámbulo, su mente parecía perdida en otro lugar.
– De modo que La Pastora -bajó el tono-. ¿Saben que esa bandolera se ha convertido en un mito? La gente dice que es la única maquis que logró sobrevivir, que está viva aún, y escondida en el monte.
– Sí, lo sabemos.
– ¿Mi tío les contó algo interesante sobre ella?
– Nada definitivo.
– Lógico, él no sabe gran cosa sobre esa mujer. Yo sé bastante más.
Una inmediata conmoción dejó momentáneamente inmóviles a los dos hombres. No supieron qué contestar. Ella continuó como si no hubiera dicho nada inhabitual.
– ¿Piensan quedarse en Tortosa?
– Depende de lo que pueda ofrecernos la ciudad -dijo Infante con malicia.
María José sonrió. Era rubia, de grandes ojos y cuerpo armónico. Sin embargo, presentaba un aspecto un tanto desaliñado: ropa demasiado grande, zapatos llenos de polvo.
– Es mejor que no se queden aquí. Vayan a Santa Bárbara. Hay un hotel pequeño en la carretera, el único del pueblo. Me conocen. Llamaré para que les den habitación aunque sea tarde ya. Yo me quedaré un día más cuidando de mi tío y luego iré a reunirme con ustedes. Podemos hablar. Si es que les interesa, naturalmente.
– ¡Nos interesa!-exclamó inmediatamente Nourissier-. Su tío debe de estar feliz por tener una sobrina como usted.
Soltó una carcajada:
– Mi tío siempre ha sido un poco egoísta, y el egoísmo se acrecienta con la edad. Pero no puedo quejarme: me ha nombrado su única heredera.
Se levantó, caminó hacia la salida. Nourissier la siguió. Sólo Infante se había quedado quieto en su silla.
– ¿No vienes, Carlos?
Negó con la cabeza. El francés, sorprendido, volvió hasta él.
– Dile a esa chica que venga también. No hemos acabado de hablar.
Ella lo hizo sin necesidad de indicaciones, con cara de fastidio. Se dejó caer sobre el asiento como un pesado fardo.
– Lo siento, María José, pero la seguridad del doctor Nourissier en España es un tema que me compete. No desconfío de usted, pero para mí siempre es muy importante comprender los motivos por los que la gente hace las cosas.
– ¿Y?
– Quiero saber cuáles son los suyos. ¿Por qué va a darnos información?
– Me parece evidente. Quiero vengarme de la Guardia Civil por lo que le han hecho a mi tío.
– ¿Puedo decirle que no me lo creo?
Se echó a reír y su risa encerraba un punto amargo.
– Usted es un tipo muy listo.
– Lo justo para sobrevivir.
– ¿Y si no me da la gana de contarle mis motivos?
– Entonces será mejor que no hablemos. Cuento con otras fuentes de las que obtener información.
– Muy bien, en ese caso pídame un coñac; y dos más para ustedes, no pienso beber sola.
Cuando tuvo la copa frente a sí empezó a mover el licor, formando remolinos en los que se enfrascó. Una gran dureza subrayó sus rasgos. Bebió el coñac de un solo trago, se estremeció.
– Mis motivos son muy simples, muy personales también. Por eso tenía la sensación de que no era necesario exponerlos. Pero no pasa nada; de cualquier modo no son un secreto para nadie en esta ciudad. Mi marido formó parte del somatén durante varios años; eso me ha permitido estar al tanto de muchas cosas que desconocen los demás.
– Lo que yo quiero saber es por qué está dispuesta a compartir con nosotros esas cosas.
– No me avasalle, aún no he terminado y estoy harta de que me avasallen. Mi marido era del somatén y eso le ha reportado algunos beneficios: ahora es gobernador civil de Castellón. Además, ya no es mi marido.
– ¿Se separaron?
– Me abandonó.
– Lo siento.
– No lo sienta; a lo mejor usted hubiera hecho lo mismo: ahora está con una chica de apenas treinta años y parece irles muy bien.
– ¡Vaya, creí que dentro del Régimen todo el mundo tenía una moralidad intachable!
Soltó una carcajada sarcástica, buscó inútilmente en la copa vacía un poco más de coñac.
– ¿Hay alguna intimidad más que deseen saber?
– Lo siento, no pretendía… -se disculpó Infante con torpeza.
– Me da igual lo que haya pretendido, de la misma manera que me da igual su investigación. Me apetecía una pequeña venganza personal y ustedes me la brindan, eso es todo.
– Ahora las cosas están más claras.
– Pues entonces me voy. ¡No se levanten, por favor! Acaben su copa y hagan sus comentarios. Nos veremos mañana.
– ¿Se acordará de darle a su tío nuestros recuerdos? -preguntó Nourissier.
– Descuide, seguro que al enterarse de sus recuerdos, mejorará.
Salió exhibiendo una sonrisa irónica. Los dos compañeros se miraron. Infante resopló:
– Destila cierta amargura, ¿no te parece?
– Una amargura feroz.
– Pero bendigo mil veces haberla encontrado.
Realmente es como si Dios estuviera de nuestra parte, cuando parece que habíamos llegado al final del camino hay un recodo y detrás…
– Mi querido amigo, es más que eso, es como si nosotros fuéramos la propia mano de Dios. Gracias a nuestra intervención el pobre juez Santillana ha encontrado el castigo que buscaba y esta mujer quizá pueda sacarse una espinita del corazón.
– ¡Cierto, por no hablar de los que han encontrado entretenimiento en nuestra visita y los que se han hecho con un poco de dinero! El único que se quedará con las ganas será Rogelio el literato. ¡Ni el propio Dios en persona sería capaz de encontrarle un editor!
Nourissier reía; ni siquiera la humedad y el frío que hacía en la calle consiguieron disipar su buen humor.
– Te agradezco que me hagas reír; es la única manera de sobrevivir a esta experiencia.
– Los españoles sabemos mucho de risas y chirigotas paliativas, nos transmitimos las claves de generación en generación.
Se pararon frente a la furgoneta, bajo una lluvia fina que empezaba a caer. Infante se quedó mirando el maletero con sus equipajes. Se volvió a su compañero:
– ¿Te das cuenta? Somos como vagabundos: aún no tenemos una cama asegurada para esta noche y todos nuestros pertrechos están en ese costroso vehículo.
– Alguna vez añoraré esta situación cuando vuelva a Francia.
– Me extrañaría, señor burgués.
– Tú no has cenado en Navidad con mis tíos y los tíos de mi esposa, ni has asistido a los interminables claustros de la universidad, ni…
Infante lo interrumpió, serio:
– ¿Te gustaría cambiar de vida?
Nourissier se quedó parado, bajó la vista, sonrió con cierta tristeza:
– A veces tengo la sensación de que no hay nada en mi vida que yo haya escogido realmente. Nunca me he rebelado frente a la realidad, es un hecho.
– ¿Y por qué ibas a rebelarte si todo lo que tienes te parece bien?
– El caso es que no lo sé, no me he puesto a pensarlo realmente, no he cuestionado lo que está bien y lo que está mal. Hay conceptos como la familia, el trabajo, el amor, la honradez, la respetabilidad, los hijos…, todo lo que conforma la vida en realidad, que me han venido impuestas por el medio. «Impuestas» quizá no sea la palabra; quizá «dadas» sería mejor.
– Esas dádivas no parecen nada desdeñables.
– ¡No lo son!, pero jamás he dado un paso en una dirección que no estuviera marcada de antemano, y eso a veces resulta incómodo cuando lo piensas a cierta edad.
– Todos estamos limitados por nuestras circunstancias.
– Tú has sido más libre que yo.
– No lo creas -dijo el periodista, y su semblante se ensombreció. Salió rápidamente del
impasse para afirmar-: Además, hay que atenerse a los resultados. Tú tienes a un montón de gente que te quiere.
En cuanto a mí… sólo podría mitigar el desastre comprándome un perro.
– La auténtica verdad, la auténtica verdad demoledora es cuando te das cuenta de que quizá no necesitas el amor de nadie, y de que en eso radica tu libertad, y de que si continúas formando parte de un entramado afectivo, es sólo porque piensas que los demás necesitan de ti.
Infante sintió que un peligro indefinible sobrevolaba la conversación. Soltó una risotada extemporánea:
– Debemos de estar locos, esa mujer ya lo descubrió antes. Es de noche, llueve, no tenemos dónde caernos muertos y lo único que se nos ocurre es ponernos a elucubrar. ¡Vámonos!
Pusieron rumbo hacia Santa Bárbara. La calefacción, el silencio y el ronroneo del motor llenaban de sopor el aire. El psiquiatra quiso saber de pronto:
– ¿Nos quedaremos varios días en ese pueblo?
– Al menos tres o cuatro.
– Lo digo por advertir a mi esposa. Se inquieta mucho si llama a una pensión y no me encuentra. Lo cual es comprensible, ¿no es cierto?
– Por supuesto, por supuesto que sí.
A su llegada, los dueños del pequeño hotel estaban esperándolos. Se trataba de un matrimonio de mediana edad.
– María José nos ha dicho que les reserváramos dos habitaciones que no den a la carretera, para que puedan descansar bien.
– ¿Hay algún teléfono que pueda utilizar? Tengo que poner una conferencia a París -preguntó el psiquiatra.
– Está al final del pasillo. Venga, se lo mostraré.
En su cuarto, el periodista abrió el equipaje, sacó su alijo de alcohol y escogió una botella de ginebra que estaba sin empezar. Se sirvió un trago cumplido. Miró el líquido al trasluz de una raquítica lamparilla. «¡Ah, el querido doctor; no necesita amor pero corre a llamar a su esposa antes de que pueda inquietarse!» Ojalá él hubiera sido tan sensible al dictado del deber, porque era inútil pretextar ignorancia, siempre había sabido cuál era su deber. Sonrió con cansancio. Pensar, analizar, cuestionarse los imperativos del destino, aceptar las circunstancias de la existencia, sopesar, rechazar, atreverse…, el miedo, la soledad… Suspiró filosóficamente. Su vida había sido un desastre, y él era un miserable. Sin embargo, había ido aprendiendo a tolerarse, a vivir como si el protagonista de su biografía fuera otro, aunque era consciente de que aquel precario equilibrio podía venirse abajo en cualquier momento. Entonces ni una pequeña partícula de su armazón quedaría indemne, el desmoronamiento sería total. «¡Salud, Carlos Infante!», murmuró para sí, y acabó de un tirón el contenido del vaso.
Después de tantas muertes, Francisco se quedó como el amigo en quien yo podía confiar más. Habíamos hablado mucho, sobre todo él. Yo también le había contado cosas de mi vida, por ejemplo lo mal que llegué a pasarlo cuando iba vestido de mujer, también cómo me había conformado y cómo a fuerza de estar solo había sido por fin bastante feliz. Él de su vida me contaba pocas cosas, pero de ideas del proletariado y el comunismo me enseñó todo lo que sé. Es verdad que en los últimos tiempos que les digo, cuando todos andábamos desmoralizados por cómo iban las cosas, cada vez hablábamos menos de política. Francisco no se quejaba de nada, eso es verdad, pero igual que antes le faltaba ocasión para dar un mitin de ideas rojas cada dos por tres, ahora se quedaba más y más callado. Yo suponía que se imaginaba un poco la que se nos venía encima.
En marzo de 1950 llegó un grupo de siete maquis desde Francia con las últimas órdenes de los jefes del partido. Llegó con ellos José Gros, que le pusieron para la guerrilla «Antonio el Catalán» aunque nadie se lo llamaba. Era un pez gordo y venía a sustituir a unos jefes de sector por otros distintos. A Francisco, que era secretario de organización del grupo, también lo sustituyó.
Decía que teníamos que empezar a hacer las cosas de otra manera y con más seguridad, que ya no debían morir más hombres. También quería poner un poco de orden porque decía que estábamos desmandados y que cada uno hacía de su capa un sayo. Iba por las montañas con su grupo y de repente llamaba a algún jefe de algún sector para darle órdenes o hablar con él, pero no se presentaba y lo dejaba plantado.
Por fin convocó una reunión general en un sitio que le pareció seguro y que tenía un torrente cerca para que el agua no faltara. Allí dio la sorpresa a todos diciendo que el tiempo de la guerrilla ya había pasado. El partido mandaba la retirada y a todos los que estábamos en el monte nos irían pasando a Francia poco a poco. Mientras tanto, nada de grandes acciones porque ya habían muerto demasiados compañeros. Me contaron que la gente se quedó de una pieza, porque decir que nos retirábamos y que se acababa el maquis era como decir que nos habían vencido la Guardia Civil y los franquistas. Muchos hombres no durmieron y otros lloraban, pero como la cosa no era de hoy para mañana, se pensaba que ya veríamos lo que sucedería con el tiempo.
En junio el tal Gros y los que venían de Francia se presentaron en nuestro sector. Nuestro jefe entonces era Militar Rubio y él mismo nos dijo que estos de Francia venían a organizar las cosas pero también a ajustar cuentas con los que se habían saltado alguna línea del reglamento. Los hombres estaban nerviosos y no era para menos porque, nada más llegar, ya hubo la primera pelotera entre Militar Rubio y Gros. Le dijo éste que Santiago Carrillo le había dado la orden de tomar la dirección del AGLA porque los hombres que el partido había mandado al maquis estaban todos muertos. Militar Rubio le contestó que allí estamos todos vivos y que no pensaba dejar el mando porque allí los hombres le apoyábamos, y era verdad. El de Francia replegó velas porque se dio cuenta de que podía meterse en un lío del que no había salida, porque una cosa es dar las órdenes en un despacho y otra distinta meterse en el monte con unos tíos muy baqueteados y decirles que hagan algo que no quieren hacer.
Bueno, pues el jetazo y sus hombres se quedan en nuestro campamento algunos días. En eso que una madrugada estoy durmiendo y me llega Francisco sin hacer ruido y me dice:
– Despierta, Pastora, pero no hables fuerte ni metas bulla.
Me senté y me restregué los ojos que tenía llenos de telarañas. Francisco estaba muy nervioso, a cada tanto se hacía crujir los dedos de la mano derecha con la otra mano. Se sentó a mi lado y me miraba con los ojos salidos como si se hubiera vuelto loco.
– Escúchame bien lo que te voy a decir porque a ti también te interesa. Hace un rato me han despertado porque Militar Rubio y el jefe de Francia querían hablar conmigo. Estaban sentados muy serios el uno al lado del otro y enseguida he entendido que iban a hacerme como una especie de juicio. El tío ése, el tal Gros que no conocemos de nada, va y me dice que creen que, a lo mejor sin quererlo, yo he pasado información a la Guardia Civil por medio de las masoveras del
mas de las Morenas. Han dicho que la Guardia Civil siempre sabía cuántos hombres íbamos a salir en un batallón y que eso no es normal si no ha habido indiscreciones.
– Pero tu…
– Escúchame, Pastora, y calla, que lo que te estoy contando es muy gordo. Después va y dice Gros que él no se acaba de creer que yo haya pasado información al enemigo y que confía mucho en mí. Luego coge unos papeles y me dice que, para demostrarme esa confianza que me tiene, tú y yo tenemos que llevar unos documentos al sector XXIII, dárselos a Eduardo y volver después. Yo le digo que no hay problema, pero entonces el tío dice que para cuando volvamos de esa misión nos tendrá que interrogar sobre las circunstancias de la muerte del compañero Ricardo en aquella acción. Te acuerdas, ¿no?
Claro que me acordaba, al compañero Ricardo lo mató la Guardia Civil en una misión en la que nosotros tuvimos algo que ver. Corrieron rumores de que lo habíamos dejado a él y a los que iban en la misión solos por el monte sin hacerles de guía hasta el sector que buscaban, con tan mala fortuna que cuando iban a su aire él y sus compañeros buscando el camino, la guardia civil asaltó por sorpresa la expedición. Le dieron, iba herido y los compañeros hicieron un sálvese quien pueda y quedó abandonado. Así que parecía que había varias cosas que habíamos hecho mal. Militar Rubio, nuestro jefe, no quiso entrar al trapo enseguida, pero desde el principio nos dijo que más adelante se vería de quién había sido, parte por parte, toda la responsabilidad. Francisco siempre tuvo miedo de que le cargaran el muerto a él y aquella noche con más motivo. A mí también hubiera podido caerme un poco de culpa porque como siempre hacía de guía y señalaba los caminos que me parecían mejor… Aunque bien les aseguro que nosotros no tuvimos culpa ninguna porque… Pero ahora no estoy en eso, sino sólo contando lo que pasó aquella madrugada tan importante en que Francisco me despertó.
– ¿Tú qué dices, Pastora?
– ¿Yo?, ¿y qué quieres que diga yo?
– He oído muchas cosas desde que llegaron de Francia esos tíos, y tú también las has oído: compañeros a los que mandan a misiones y no vuelven más… Ya viste cómo a Gros intentaron matarlo metiéndole una bomba en la tienda de campaña, ¡y eso han sido los propios compañeros! Es un bicho y nadie lo quiere bien.
– Sí, pero ¿qué podemos hacer? Si nos manda que llevemos esos papeles habrá que llevarlos, ¿no? Y si al volver nos preguntan por lo del compañero Ricardo pues habrá que contestar.
– Yo me largo, muchacho, porque me huele que me preparan algo y de esa misión no regresaré.
– ¡Pero eso es desertar! Y tú mismo me has dicho mil veces que la deserción es lo peor del mundo.
– ¡Y qué más da! ¡Ya ves que están desmantelando todo el movimiento guerrillero, que quieren mandarlo todo a paseo! ¿Y qué nos espera aquí en caso de que volvamos vivos de esta misión de mierda? Un juicio de una cosa que pasó hace un montón de tiempo y en la que no tuvimos nada que ver pero de la que nos acusarán porque necesitan culpables. ¡Vaya final después de tanto luchar! Larguémonos y que les den morcilla.
– ¿Y adónde vamos a ir?
– Iremos como maquis independientes, solos tú y yo. Conozco dónde hay varios depósitos de víveres y comida no nos faltará. Después ya nos ¡remos apañando.
Me quedé quieto un momento. Quería pensar pero los pensamientos se me iban cada uno por su lado y no veía nada con claridad. Desertar era algo que me daba muy mala impresión porque siempre había oído que quienes lo hacían eran cobardes, y yo cobarde nunca lo he sido. Pero en lo que decía Francisco también llevaba razón: ¿un juicio como si fuéramos gente de mala vida? ¿Por qué? Yo no había traicionado a nadie y al compañero Ricardo ése casi no lo conocía. Además, si no pasaba nada y nos iban mandando a Francia, yo no tenía papeles ni los podría tener porque ahora era un hombre. ¿Qué iba a pasar conmigo, tendría que volver a ser mujer? ¿Y qué haría yo fuera de esta tierra?, sólo sabía cuidar de los rebaños. Quizá era una buena idea marcharme con él. Luego, veríamos. Pero sobre todo y lo más importante es que Francisco era mi único amigo entonces, ya no tenía ninguno más. A los que había ido teniendo, a los compañeros que me querían de verdad, los habían matado. Le dije que sí, que contara conmigo, que me iría con él. Si hice bien o no ni siquiera ahora lo sé. Las personas como yo nunca tenemos muchos sitios adonde ir, ni muchos planes para la vida. Yo nunca había tenido ninguno, la verdad, vivía cada día que empezaba por la mañana y lo acababa por la noche.
Al día siguiente por la tarde nos preparamos para marchar a la misión a la que nos mandaban. Era 7 de octubre de 1950. Francisco me dijo que me acordara de la fecha porque era muy importante en la historia de nuestra vida. Llevábamos como enlace a Tomás, que se quedó en un punto de encuentro. «Hasta dentro de un rato, espéranos aquí», se despidió Francisco de él, yo no abrí la boca. Le dimos la espalda y empezamos a caminar. Pasamos de largo la torrentera que nos hubiera llevado al sector XXIII. Francisco andaba tan deprisa que me costaba seguirlo, y eso que yo iba siempre más rápido que él. Le pegué un grito: «¡Pero hombre, para ya, que no nos persiguen!». Y él me contestó: «¡Camina, Pastora, que ahora ya no podremos parar nunca!». No entendí bien qué quería decir con aquello, pero me pareció que estaba como furioso, y preferí quedarme callado. Después de aquel día muchas veces caminamos así, los dos callados, solos en el monte, dándonos prisa como si huyéramos todo el tiempo y detrás vinieran perros con los dientes afilados.
Santa Bárbara no tenía el valor histórico de Morella ni el encanto agreste de la Sénia; era simplemente un pequeño pueblo que se extendía a lo largo de una calle central. Sin embargo, como sucedía en todos aquellos lugares, estaba muy cerca de las montañas, que impregnaban el paisaje con su grandeza. Un par de pasos fuera de la población era suficiente para respirar en pleno campo. Infante y Nourissier bajaron a desayunar, encontrándose con la sorpresa de que el hotel no tenía cocina. El dueño les indicó un bar donde podían hacer sus comidas y les comunicó que María José había llamado diciendo que llegaría sobre las doce.
Caminaron por la interminable calle solitaria, donde lo único que había eran casas bajas con las puertas cerradas. El mes de noviembre acababa de empezar y había traído consigo un frío intenso que se dejaba sentir especialmente a aquellas horas de la mañana.
– En Francia, los pueblos huelen a pan recién hecho desde el amanecer -dijo de pronto el psiquiatra.
Infante lo miró de través. Tenía resaca y muy pocas ganas de hablar, por lo que contestó con una especie de mugido. Había estado bebiendo durante más de tres horas la noche anterior. No haber podido tomar café intensificaba en su mente la sensación de extrañeza que experimentaba cada mañana al despertarse desde que la aventura comenzó: ¿dónde estoy?, ¿qué hago aquí?, ¿por qué demonio he venido? Miró las fachadas mudas frente a las que iban pasando y se preguntó dónde se metía la gente: ¿en el campo, en sus casas? No le parecía normal que no se viera un alma a las nueve de la mañana, ni un niño, ni una mujer que fuera al mercado, ni viejos que tomaran el sol. Igual que su compañero había tenido un rapto de añoranza por su país; él lo sintió por Barcelona. Cierto que se trataba de una ciudad agotada y triste tras una posguerra demasiado larga; pero, pese a ello, las calles siempre bullían de actividad: obreros, amas de casa, estudiantes, espectadores que salían del cine o del teatro… En cualquier caso, aquel recuerdo nostálgico era absurdo; finalmente su vida en Barcelona era parangonable a la de un fantasma. No tenía familia ni amigos, sólo se relacionaba con el mundo a través de los artículos puntuales de los periódicos. Sus contactos con mujeres eran esporádicos, y recurría con frecuencia al sexo pagado. Nada en aquella ciudad le pertenecía, nada había dejado atrás, nadie le esperaba ni estaba pensando en él en aquellos momentos. La evocación de Nourissier a propósito del pan caliente tenía sentido; la suya, no. Algo lógico si se comparaban dos vidas que no presentaban ningún flanco común. Los acontecimientos que estaban viviendo juntos eran aparentemente los mismos, pero nunca significarían para uno lo mismo que para el otro. Por mucho que hubieran oído idénticas palabras y presenciado imágenes iguales, nadie podría afirmar que sus mentes se habían rozado siquiera un segundo. Para él la violencia, el horror, la enemistad y la muerte nunca producirían un efecto equivalente al que podían haber generado en el francés. Estaban separados por demasiadas cosas. Al menos eso le pareció aquella mañana, ambos transitando por una calle inhóspita y kilométrica, fría y solitaria, una auténtica alegoría de la vida.
El bar era grande, destartalado, amueblado con mesas de mármol, sillas de madera y calendarios que anunciaban productos agrícolas en las paredes: «Abonad con Nitrato de Chile». En los rincones se apilaban cajas de sifón, y una gran salamandra de serrín caldeaba el ambiente. Como llegada de un mundo más feliz, una chica joven y bonita los recibió sonriendo.
– Por fin alguien parece alegre -comentó Nourissier cuando se hubo ausentado.
– Entonces será mejor que nos alejemos de ella; pueden hacerle daño.
– No digas eso, me siento muy culpable.
– Se te pasará.
Infante vio cómo su compañero torcía el gesto, aunque no le hizo caso. Nourissier se sentía culpable pero seguía en línea recta hacia sus objetivos, pasara lo que pasara. Quizá su determinación era la de un científico, pero también podía ser la de un hijo de papá, obcecado en conseguir a toda costa su capricho. Se fijó en la joven que los había atendido y se preguntó qué posibilidades tenía de prosperar, de conocer algo diferente, de cultivarse, de vivir. Muy pocas, ninguna probablemente. Permanecería varada en aquel lugar, sirviendo café a los viejos del pueblo, pelando patatas, fregando las baldosas del suelo una y otra vez. Para mucha gente, la felicidad debía consistir sin embargo en eso: ocultarse en una rutina que preserva del dolor. En la vida, el riesgo estribaba en aspirar a otras cosas, en hacerse ilusiones, en creer que mereces algo por el simple hecho de estar vivo.
A las doce en punto llegó María José. Una radio anunciaba la hora del ángelus cuando la vieron aparecer vestida con más elegancia que el día anterior. Se había pintado los labios de rojo intenso, lo cual intensificaba la dureza de sus facciones. Los saludó sin un amago de sonrisa.
– ¿Dónde quiere que hablemos? -le preguntó Infante.
– He traído un poco de comida. Podemos salir al campo.
– ¡Perfecto, un picnic es lo que nos apetece más!
Nourissier sintió la ironía de sus dos acompañantes rozándose en el aire, como un cruce de espadas. Empezaron a caminar. En principio, la situación podía parecer idílica: dos hombres y una mujer salen de excursión en un día soleado, buscando un claro donde comer. Sin embargo, en aquellas circunstancias resultaba un poco absurda; ni siquiera sabían si María José era fiable, de modo que un almuerzo placentero se le antojaba fuera de lugar. Anduvieron durante más de una hora. El sol caldeaba el ambiente como si fuera primavera en vez de otoño. Llegaron a un campo de almendros, descuidados y resecos. En medio había una caseta de labranza, que la mujer abrió con su propia llave.
– Este terreno es mío -afirmó-. En tiempos, los árboles daban unas almendras grandes y jugosas; ahora está echado a perder.
Sacó hasta el exterior unas tronadas sillas de enea, una mesita a punto de romperse. Luego extendió sobre la superficie de ésta papeles de periódico y extrajo el contenido de su cesta: pollo frío, tortilla de patatas y tomates maduros que partió por la mitad.
– Tengo hambre -se limitó a decir mordiendo un muslo con brío canino. Luego añadió-: ¡Coman! No he estado cocinando para nada.
La obedecieron y a cada bocado su apetito se acrecentaba en vez de menguar. Cuando casi habían acabado con las provisiones, María José anunció de improviso:
– La Pastora está viva. No se trata de ninguna leyenda. Puedo garantizarles que es verdad.
Nourissier dejó de masticar. Sus ojos brillaron con expectación.
– ¿Dónde se encuentra? -preguntó con la precipitación de un niño que no intenta controlar su impaciencia.
María José se echó a reír de modo burlón.
– ¿Cree que yo lo sé? ¡Nadie lo sabe! Pero puedo decirle que mi marido ha estado formando parte de muchas partidas que la buscaban durante los dos últimos años. Eran batidas que se mantenían en secreto, porque ya estaban hartos de hacer el ridículo. No lograron dar con ella, jamás lo consiguieron y, a cada nuevo fracaso, la gente de los pueblos, que acababa por enterarse, iba haciendo de ella un mito mayor. Unos piensan que es un monstruo, otros que es una especie de heroína, pero todos están de acuerdo en que nadie conseguirá nunca matarla o atraparla mientras se encuentre en el monte. Muy mala prensa para la Benemérita y el régimen de Franco, ya ven.
– ¿Y eso qué prueba? -preguntó Infante.
– Eso no prueba nada; pero yo sé que la conclusión que han sacado es que se esconde en las montañas.
– ¿De cuándo data su información?
– La última es muy reciente.
– ¿Puedo preguntar cómo la ha obtenido? Creí entender que ya no vivía con su esposo.
– Entendió bien, y ahora entienda otra cosa: no pienso contarle de dónde saco mis datos.
– En cualquier caso, esa información no nos sirve de mucho.
– Si quieren puedo precisarla más.
– ¿De qué manera?
– Diciéndoles en qué zona cree la Guardia Civil que está escondida.
– Adelante, la escuchamos.
– Lo siento, pero esa información tiene un precio.
Tomó la palabra Nourissier; Infante parecía demasiado asombrado al ver el cariz que la conversación iba adquiriendo.
– Podemos llegar a un acuerdo; diga una cantidad.
– No quiero dinero, sólo necesito que me hagan un favor.
– ¿De qué se trata?
La mujer sacó un sobre cerrado del bolsillo, lo mostró con una sonrisa.
– Quiero que el doctor le entregue esta carta a mi marido y que, con su actitud, le haga creer que es mi amante.
– ¿Yo? -preguntó Nourissier con una voz tan alterada que resultó cómica.
Ella abrió el sobre, les mostró una hoja manuscrita:
– Pueden leerla si quieren. No tiene nada de comprometedor ni nada que pueda representar un peligro para ustedes. Se trata de una carta de perdón. De falso perdón, por supuesto. Quiero que ese pavo presuntuoso vea que tengo otro hombre, que he rehecho mi vida sin él. Quiero que deje de enviarme dinero como si fuera una limosna. Quiero que no me compadezca más, eso es lo que quiero.
– Pero ¿por qué yo?
– Usted es el hombre ideal; no es español, no es conocido en la zona y… es apuesto.
Infante dejó escapar una risita burlona. El francés estaba sonrojado, titubeó y se lanzó por fin a desgranar una serie de razonamientos que intentaban demostrar lo absurda que era su candidatura al plan. Sin embargo, sus habitualmente magníficas dotes de persuasión no sirvieron de nada frente a la correosa María José.
– Lo siento, no voy a transigir. Usted verá lo que hace. Si quieren tener la más mínima posibilidad de encontrar a La Pastora, deberán saber al menos en qué zona cree la Guardia Civil que se esconde, y si usted, doctor, no hace lo que le digo no pienso abrir la boca.
Intervino Infante con voz decidida:
– Trato hecho; el doctor llevará esa carta y creo que representará muy bien su papel de amante.
– ¡Pero Carlos!
– Yo le facilitaré la cita. No se preocupe, todo será muy sencillo. No le pido que sea mi amante de verdad; tan sólo que lo finja.
Nourissier dejó de protestar, si bien de vez en cuando lanzaba miradas de reproche sobre su compañero. María José se relajó a partir de aquel momento. Estiró las piernas y se sacudió las migajas que habían caído sobre su regazo. Encendió un cigarrillo, cerró los ojos y aspiró el humo con intensidad:
– ¡Qué bien se está aquí! Antes de que los hombres envenenaran el aire con sus guerras, estas tierras eran las más hermosas del mundo. Ya nunca volverán a ser como antes. Ahora me parecen picos pelados, montes sin alma. Demasiada sangre. No sé qué idea romántica debe de haberse formado sobre La Pastora, doctor, pero le aseguro que era una fiera que sólo buscaba hacer daño. Yo estuve presente en el escenario de una de sus fechorías, acompañando a mi marido. ¿Quiere que se lo cuente o prefiere seguir con sus sueños?
– Me temo que es usted quien está formándose una idea equivocada. Yo sólo busco la verdad. Diga lo que tenga que decir.
– Sucedió en una masía de Vallibona. La Pastora y su compinche la habían atacado. ¿Sabe con qué botín? Ropa vieja, un par de jamones y veinticinco pesetas. Nada más, aunque, según contaron las víctimas, lo único que buscaban era vengarse. Parece que el dueño de la finca era su primo y que cuando ella era una cría le hizo chanzas por su aspecto masculino. No se olvidó. Ataron a la mujer y al hijo a la pata de una cama. Luego, La Pastora personalmente, armada con un palo, le pegó una paliza a su primo. Una paliza inhumana, descomunal, yo vi cómo quedó el tipo. Lo golpeó hasta que se le cansaron los brazos. Sólo le diré que, a raíz del asalto, quedó impedido para trabajar. Una hazaña gloriosa, la de su guerrillera. ¿Qué le parece?
– ¿Qué cree usted que puede parecerme?
Infante interrumpió aquella conversación que empezaba a inquietarle:
– Sería mejor entrar en materia. ¿Cómo quiere que pongamos en práctica nuestro plan?
– Será mañana mismo. Usted irá a Castellón en su coche. El señor Infante le esperará en mi casa de Tortosa. Cuando usted haya acabado vendrá y nos contará cómo se ha desarrollado todo. Después seré yo quien les informe sobre el escondrijo de esa mujer. ¿Están de acuerdo?
– Sí -se apresuró a responder el periodista, temeroso del silencio reticente que guardaba Nourissier.
Regresaron caminando deprisa y sin hablar. Al llegar a Santa Bárbara, María José apenas musitó un «adiós» antes de desaparecer. Ellos decidieron quedarse en sus habitaciones toda la tarde y reencontrarse a la hora de cenar. Subyacía una buena dosis de prudencia en semejante decisión: Infante temía las recriminaciones del francés por haber aceptado el plan y éste desconfiaba de sus propias reacciones, enfadado y confuso como estaba por lo que se había comprometido a hacer.
Durante la cena, sentados frente a frente en el bar, se dieron cuenta de que el tiempo transcurrido desde el mediodía había difuminado la situación sin resolverla. Infante aún estaba temeroso; Nourissier se encontraba todavía de mal humor. A pesar de ello, ambos podían tratar el futuro inmediato sin llegar a ninguna confrontación.
– ¿Qué has estado haciendo esta tarde? -preguntó el catalán por entablar un diálogo neutral.
– He apuntado y comentado en mis notas el episodio de la venganza que esa mujer nos contó.
– Parece que La Pastora presenta ciertos claroscuros en su personalidad.
– Si no fuera así no andaríamos en esto.
– Diría que no estás de muy buen humor.
– Dirías bien. Me disgusta tener que participar en esta mascarada. Soy médico, no bufón.
– Yo no he escogido que las cosas salieran así.
– ¡Tampoco te he oído negarte a las pretensiones de esa mujer, ni siquiera has intentado negociar con ella otras soluciones!
– ¿Sabes cuál es la verdadera razón de tu enfado, Lucien? Si hubiera sido yo el elegido para llevar la carta te hubiera parecido bien, pero claro, que el eminentísimo doctor haga algo tan absurdo resulta humillante para su vanidad.
– ¿De verdad piensas eso? -Nourissier le miraba con los ojos encendidos y la mandíbula adelantada en señal de desafío. Infante dio marcha atrás.
– No; sólo pienso que eres un maldito francés tan arrogante como todos lo sois.
Nourissier sonrió y masculló varias frases en su lengua que Infante no pudo oír.
– ¿Qué has dicho?
– Que eres un maldito español, orgulloso y desconfiado como todos lo sois.
También sonrió Infante. Habían sorteado la posibilidad de un temporal. El periodista, como siempre provocador, fue un poco más allá en la broma:
– Lo malo del plan es si se trata de un marido celoso. Ya sabes que después de la guerra siguió siendo somatén, lo que viene a significar un individuo sanguinario.
– ¿Crees que me veré obligado a huir por los tejados como los amantes de opereta? No tengo noticia de que Sigmund Freud tuviera que hacer algo semejante.
– Freud no poseía tu espíritu aventurero.
– En eso llevas razón.
Tras la cena salieron del bar con la intención de dar un paseo. Sin embargo, la noche era fría, húmedo el aire y la imagen de la calle iluminada por una hilera de bombillas mortecinas les hizo desistir del proyecto. Regresaron al interior donde podrían charlar tomando un café caliente, también una copa de coñac.
Éramos libres, es verdad. No teníamos que rendir cuentas a nadie y nadie nos mandaba lo que teníamos que hacer, pero a mí ni se me ocurría dónde ir, ni qué cosas eran mejores para nosotros. ¿Qué hacer cuando nadie te manda y no tienes trabajo? Pero no había que preocuparse, porque Francisco era muy listo y ya vi que, estando con él, no iba a faltarnos de nada. Lo que hicimos primero fue subirnos a las lomas de Ejulve y sacar los depósitos de víveres que tenía allí la Agrupación. Los cambiamos de sitio por si volvían en busca de comida. Ahora ya eran nuestros. Al principio se me hacía raro, para qué lo voy a negar, que todo lo hiciéramos por nuestro lado y para nuestro beneficio. Tanto nos habían dicho y repetido que todo lo del maquis era por los campesinos, el comunismo y la vuelta de la libertad a España que eso de ir a nuestro aire me parecía como que estaba mal. Pero claro, luego pensé que la vida iba a seguir como antes de haber entrado en el maquis, así que tenía que olvidarme de los últimos tiempos y volver a pensar como cuando era una mujer. Pero no era tan fácil, no sé si me hago entender, yo ya no era una mujer sino un hombre y además me perseguía la Guardia Civil, era un bandolero. Ya no podía pasarme la vida tranquila con las ovejas, ni bajar a bailar a los pueblos cuando eran fiestas, ni hacer faenas aquí y allá para tener un poco más de dinerito escondido. Nada de eso. «El pasado ya pasó -me dijo un día Francisco-. Métetelo en la cabeza. Nunca vamos a volver a vivir como vivíamos. No sé si hay futuro para nosotros, supongo que no. Así que lo que tenemos a mano es el presente y eso quiere decir que hay que luchar por estar vivo, por comer, por no pasar frío y sobre todo, sobre todo, por que no nos echen el guante, que si nos echan el guante ni pasado ni futuro ni hostias.» Sí, siempre había hablado muy bien Francisco, tenía mucha labia como se dice, pero como les comentaba no era tan fácil porque él estaba peor que yo. Yo, el pasado, pasado está, y lo único que había dejado atrás eran las ovejas, pero a él del pasado le quedaba la familia y cada vez se veía más claro que no volvería a verla nunca más. Ni a la mujer ni a la hija ni a la madre, nada, como si se hubieran muerto o, mejor dicho, como si se hubiera muerto él.
Al principio de estar solos, Francisco aún hacía las cosas acordándose del maquis. Por ejemplo, se acordaba de que le habían encomendado tiempo atrás la misión de ir a cobrar una multa a los masoveros de la masía La Moreta, en Villaroya de los Pinares, y que cuando estuvo allí, aquella gente sólo había podido pagarle dieciocho mil pesetas. Entonces prometió que volvería otro día a buscar el resto hasta cuarenta mil, que era el total. Pensó que era el momento y allá que fuimos. Ya era «otro día», aunque hubieran pasado años. Yo no sabía de qué manera sucedería el cobro, y si Francisco lo haría de manera distinta a como solíamos hacerlo. Pero no, fue como siempre. Nos presentamos en la casa al atardecer y él dijo que en nombre de la guerrilla venía a cobrar lo que era nuestro y hasta habló de la revolución y de todo lo demás. No nos salió bien, porque el hombre juraba que andaban muy apurados de dinero y que estaban pasando por un momento en el que les costaba hasta tener la comida suficiente para mantenerse toda la familia. Dimos una ojeada por la casa y pensamos que no nos estaban engañando porque aquello se veía más esquilmado que un prado después de pasar el rebaño. Entonces Francisco dijo que lo entendía, que él tenía mucha humanidad y que les perdonaba la deuda, pero que como compensación nos llevábamos arroz, tocino, unos panes y varias botellas de vino. Por lo menos sacamos para comer unos días. No estábamos contentos, pero hambre no íbamos a pasar. Volvimos a las lomas de Ejulve. Francisco no me dijo por qué, pero después de un par de días empezó a hablar de bajar a Castellote para ver a su familia. Ya les digo que no era tan fácil no acordarse del pasado. Él andaba triste, nervioso, como si se diera cuenta entonces de que haber desertado del maquis iba a traer sus consecuencias, que serían peores de lo que él había pensado. Porque dentro del maquis igual nos hubieran evacuado a Francia y de su familia no habría vuelto a saber más, pero yendo por nuestra cuenta ¿qué iba a ser de nosotros? Encima, no pudimos de ninguna manera acercarnos a Castellote, y mucho menos encontrarnos con su gente. Aquello estaba lleno de guardias y era muy peligroso. Dimos vueltas por el Val de la Bona, dormimos al aire libre… Hasta que yo le digo: -Francisco, creo que tenemos que olvidarnos de ver a los tuyos porque no puede ser con tantos civiles como hay. Piensa sobre todo que, si nos cazan, nosotros vamos directos al hoyo, pero a tu familia le harán daño también. Déjalo como está de momento, ya vendremos más adelante.
Miraba al suelo, como si reconociera que aquello era verdad pero no quisiera decírmelo, como si esperara que, de repente, pasara algo que le abriera las puertas de su casa de nuevo. Por fin, con la cara muy colorada, dio una patada a una piedra y contestó:
– Sí, ya vendremos más adelante.
Yo tenía compasión de él, porque estaba claro que se conformaba como podía, pero que en el fondo sabía que «más adelante», para nosotros, no quería decir nada. Nos fuimos de allí y yo me fijé en que Francisco nunca volvió la vista atrás.
Decidimos encaminarnos a la masía de La Caseta deis Bous, en Castell de Cabres, una zona muy empinada en el monte, porque Francisco también sabía de antes que el dueño era de los que ayudaban a la Guardia Civil y denunciaba a los que podía. Yo cavilaba si volvería a decir que éramos del maquis y vi que sí, que ya había tomado la costumbre. Llegó y le soltó al dueño: «Venimos enviados por el jefe de la agrupación de Levante. Sabemos de buena tinta que usted no es más que un fascista que ayuda a la Guardia Civil y a las fuerzas represoras». Aquel hombre, que ya era bastante mayor, no nos tenía nada de miedo, porque va y le contesta: «Pues oiga, ¿qué quiere que haga?, ayudo a los guardias justo lo que me mandan en el pueblo, ¿o es que quiere que me pelen? ¡Y poca gracia que me hace, no vaya a pensar! Cada tres semanas me hacen llevar al cuartel una carga de leña y una oveja. Pero no se crea que es a mí solo, eso obligan a hacerlo a todos los masoveros. Y de vez en cuando vienen por aquí y registran por si hay maquis; y, de paso, queso o pan que encuentran, queso o pan que se llevan. Así que no me venga con que soy un fascista, que entre los unos y los otros lo que están haciendo es amargarnos la vida a la gente de campo que sólo queremos trabajar».
Francisco se quedó de una pieza porque no se esperaba una contestación así. «¡Quédese con todo lo que tenga para usted, que nosotros no hemos venido a pedir limosna sino justicia! Y ya nos veremos en otra ocasión.» De verdad que yo no entendía lo que iba a pasar, y por qué nos largábamos tan de vacío. Lo entendí después, cuando nos quedamos por los montes de alrededor y Francisco desató un paquete de los de la Agrupación que llevábamos en el macuto. Eran panfletos del Partido que él había cogido. Esperamos a que se hiciera de noche, volvimos a la casa y los echamos por todas partes, por todas, hasta que no quedó ni uno en el paquete. «A ver cómo le explica esto a la Guardia Civil ese cabrón.»
Francisco estaba un poco más amargado cada día que pasaba. Se le había ido la alegría de los primeros tiempos en los que nos largamos del maquis, cuando decía que entonces sí teníamos libertad. Cuando pasábamos muchos días viviendo en paz y descansando en el campo se ponía muy nervioso. Enseguida pensaba que debíamos dar un golpe económico o conseguir más víveres, aunque tuviéramos todavía reservas de comida y algunas pesetas en el zurrón. Yo pensé siempre que si no había acción no estaba contento, primero porque era lo que había estado haciendo desde muchísimo tiempo atrás, y luego porque si nos quedábamos de brazos cruzados tenía más tiempo de darle vueltas a la cabeza sobre su familia y sobre lo que nos iba a pasar.
Así que hizo un plan para asaltar la masía de Torre el Catre, que está por la Ginebrosa. Estábamos en el 1950, en noviembre. Entonces va y me dice:
– ¿Sabes por qué tenemos que hacerlo ahora y no en otras fechas?
– No sé.
– Porque ahora hace un año justo que los fascistas mataron al compañero Rubén.
– ¡Pues claro que me acuerdo de eso! ¡Cómo no me voy a acordar! Pero como dijiste que era un golpe económico y no una venganza…
– Puede ser las dos cosas, ¿o no?
– Ya, sí, pero como ahora ya no somos de la Agrupación, vengarse por lo que pasó cuando estábamos con ellos…
– ¡Un momento, un momento, no te equivoques ni te hagas líos en la cabeza! Nosotros dos formamos la Partida Independiente del maquis, ¿comprendes?, no somos bandoleros ni asaltadores de caminos, ni ladrones, ni desgraciados que van dando tumbos por ahí. ¿Lo has entendido bien?
– Sí -dije, pero lo dije bajito porque eso de la Partida Independiente era la primera vez que lo oía y no tenía muy claro en qué se notaba. ¿Cómo íbamos a seguir siendo del maquis si ya no teníamos compañeros, ni recibíamos órdenes, ni sabíamos lo que les pasaba a los demás?
– Y, por cierto, Florencio, que no estaría mal que te cortaras el pelo y te pusieras ropa más nueva, que ya sabes que siempre se tiene que estar presentable para las misiones, y desde hace un tiempo vas hecho un desastre.
– ¡Bah, me da pereza, ya sabes que yo soy más dejado que tú!
Yo no me arreglé y él no insistió. Sí que es verdad que cuando estábamos listos para bajar a Torre el Catre, me pegó una mirada de arriba abajo con mala cara. Pero él no era mi jefe, que en la Partida Independiente no había jefes, así que si no le gustaba mi pinta se tenía que aguantar. Él iba mucho mejor que yo, desde luego, con un traje de pana que se reservaba y que era de buena calidad.
Llegamos a la masía sobre las seis y media. Íbamos armados como siempre: Francisco con la metralleta y yo con el fusil, que estaba viejo pero lo había engrasado a conciencia. Ya se hacía de noche y de la gente del
mas unos estaban dentro y otros fuera pero por cerca de la puerta. «¡Quietos!», chilló Francisco, y a todos los hicimos entrar. Estaba el padre, ya mayor, la hija, su marido y los dos hijos que tenían. De catorce años y de diez.
– ¿Falta alguien de la familia o algún pastor o criado? -preguntó Francisco.
– Mi hijo mayor está fuera, en el campo. Mi hija, en el pueblo, y hoy no vendrá -respondió el yerno.
Salí a buscar al que faltaba mientras Francisco se quedaba apuntándoles a todos. Lo encontré enseguida, atando un mulo a un árbol; era un chaval de poco más de quince años.
– ¡Eh, tú, ven para acá! -le di una voz, y vino. Pero cuando ya estaba a dos pasos de la entrada me doy cuenta de que, como de tapadillo, echa mano a un cuchillo grande que había encima de un montón de remolachas. Me acerqué y se lo hice tirar de un sopapo en el brazo. Le di un pescozón.
– ¡Pasa adentro de una vez!, ¿quién te has creído que eres, tontaina?
Francisco preguntó qué pasaba y yo se lo conté. Se enfadó como un mono:
– Sí, ahora resulta que hasta los mocosos quieren jugar a héroes. ¡¿Es que no veis que vamos armados, imbéciles, es que no lo veis?! ¡Un poco más de respeto es lo que tenéis que tener!
Encima, en ese momento, el abuelo, que no se enteraba de nada, va y suelta:
– Pero si nosotros siempre hemos estado a buenas con el somatén y la Guardia Civil, ¿por qué ahora ustedes nos tratan de esta manera?
El crío más pequeño de todos lo coge del brazo y se lo sacude:
– ¡Calle, abuelo! ¿No ve que son maquis?
A mí casi me entró risa, pero Francisco se puso fuera de sí, empezó a dar unos gritos que de buena gana me hubiera tapado las orejas, porque me hacían daño.
– ¡Callados, todos calladitos de una puta vez! ¿Pensáis que vamos de broma? Pues ya veréis qué mal acaba esta broma, ya lo veréis. Ahora mismo quiero que nos entreguéis cuarenta mil pesetas.
El padre de familia se adelantó un paso:
– No las tenemos aquí, lo juro por mis hijos. En la casa del pueblo algo habrá, aunque no llegue a tanto.
– Muy bien, pues que vaya tu mujer a buscarlas. Ahora veremos a qué sitio nos las va a traer mañana a las tres. Te llevaremos a ti y a ése como rehenes -señaló al chico mediano, que no había abierto boca-. Y si no viene mañana a la hora en punto con el dinero… ya sabéis, habrá dos bajas en esta familia.
La mujer, que estaba muerta de miedo, se puso a llorar. Francisco le dijo que se callara y le mandó que trajera unas cuerdas para poder atar a su marido y su hijo cuando nos los hubiéramos llevado, pero antes de que pudiéramos decir ni amén, el chico mayor, el que había querido coger el cuchillo, se ofrece muy dispuesto: -Ya las traigo yo, que sé dónde están. Salió corriendo y nos quedamos todos quietos donde estábamos, pero entonces me dio un ramalazo y me acerqué a la ventana. Desde allí lo vi cómo huía corriendo como una cabra a la que persiguieran y salí tras él. Oía los chillidos de Francisco diciendo:
– ¡Atrápalo y tráelo, atrápalo, Pastora!
Empecé a correr como nunca he corrido en mi vida, a zancadas grandes, con fuerza, imaginándome que era un perro para correr más, para estirar y encoger las piernas como ellos hacen. Estuve muy cerca de alcanzarlo. Lo oía respirar por la boca que parecía que allí mismo se iba a morir, pero no se moría, el cabrón, porque era más joven que yo y había aprendido a correr a campo traviesa como yo aprendí de chico. Ni las piedras, ni las matas, ni los agujeros donde otro se hubiera partido la crisma lo hacían frenar. Hasta que me di cuenta de que ya se alejaba demasiado y de que no lo atraparía nunca. Me paré. El corazón me hacía daño en el pecho de tan deprisa como iba. Me eché al suelo de rodillas y allí me quedé un rato porque no podía más. ¡El jodido crío!, hubiera tenido que imaginármelo cuando lo descubrí intentando coger aquel cuchillo, el jodido crío era duro de pelar. Y ahora ya sabíamos lo que haría: avisar a la Guardia Civil, y como no sabíamos dónde podía encontrarse con una guarnición, no teníamos tiempo que perder. Volví a la masía a toda prisa.
Allí estaba Francisco con toda la familia, encañonándolos aún. Cuando me vio entrar solo se le puso la cara de vinagre:
– ¿Y el chico?
– Se me escapó. Ya podemos largarnos antes de que los civiles se nos echen encima.
– ¡Hostia! -dijo-. ¡La madre que me parió, que hasta un niño de teta se nos suba a las barbas ya es demasiado! ¡Poneos allí! -les gritó a los masoveros.
Me acerqué un poco a él, le toqué el brazo:
– ¿Qué vas a hacer?
Pero estaba como ido, como si no fuera él, como si la furia se lo estuviera comiendo por dentro.
– Los chiquillos también, contra aquella pared.
La madre empezó a llorar, a llamar a Dios y a la Virgen Santísima. Entonces Francisco puso una voz seca, ronca, seria como pone un general cuando habla a los soldados y dijo:
– A día de hoy, noviembre del 1950, vengamos la muerte de nuestro compañero José González López,
Rubén, asesinado por los fascistas hace un año justo.
No dijo nada más, empezó a disparar ráfagas de metralleta encima de aquella familia. El ruido era muy fuerte porque no estábamos al aire libre. Saltaban trozos de pared, pedazos de silla y de mesa. Cayeron todos al suelo, todos, como muñecos, los críos también. Después hubo un momento de calma total. Nos quedamos mirando a los muertos entre el humo y el olor fuerte de los tiros. Creí que Francisco iría hacia ellos para ver si había que rematar a alguno, pero no. Desde lejos les pegó una última mirada y dijo muy bajo:
– Ya está hecho. Ahora larguémonos de aquí.
Salimos de la casa con cuidado, pero era muy pronto para que el chico hubiera avisado y se presentaran a perseguirnos. Empezamos a caminar, deprisa pero sin correr. Yo iba detrás, le veía el cogote a Francisco. No se volvió ni una vez. Lo que pasaba en aquel momento por su cabeza yo no lo sabía, ni ahora lo sé tampoco. No le pregunté. No tenía ganas de saberlo en aquellos momentos. Pensé: si esto es la venganza por la muerte de Rubén, bien está como está. Al cabo de muchos kilómetros nos paramos a comer. Sólo hablábamos lo justo: «Pásame la navaja, dame un trozo de pan». Masticábamos y tragábamos. De pronto Francisco dice:
– Yo tampoco tengo familia, ¿te enteras?, que es como si también se hubieran muerto todos porque no puedo verlos. ¿Lo sabes o no?
– Sí, lo sé.
– Pues eso.
Quería que yo le dijera la más mínima para ponerse a discutir conmigo, pero no dije nada. ¡Y bien que hubiera podido decirle!, nunca había visto a nadie matar críos y no me gustó. Además, después de lo que había pasado en Torre el Catre iban a ir a por nosotros. Yo lo sabía y él también. Guardia Civil hasta debajo de las piedras. Aunque soltárselo y pelearnos no nos serviría de mucho. Al contrario, si empezábamos como el perro y el gato todo podía irse a la mierda. Y eso no era lo que nos interesaba, lo que nos interesaba era sobrevivir.
Sacó una botella de aguardiente que llevábamos y me la pasó. Antes de echar un trago la levanté un poco, brindé:
– ¡Por el compañero Rubén!
Entonces la cara se le puso más tranquila y hasta sonrió.
– ¡Por él, que su muerte ya ha sido vengada!
Le pareció más atractiva aquella mañana. Se había arreglado a conciencia, como si fuera a ocupar un puesto de honor en el espectáculo de su venganza. Llevaba un vestido de punto azul que se le ceñía al moverse, los ojos pintados con una línea de
khôl. Infante sintió de pronto una gran curiosidad por ella, una mujer sibilina y conspiradora como una emperatriz romana. ¿Qué hacía allí, en aquella pequeña ciudad de provincias, resignada a su triste suerte? ¿Tan profunda había sido su pasión por aquel marido? Grandes pasiones en lugares pequeños, grandes tragedias en minúsculos escenarios. El ser humano guarda en su interior inmensidades que transporta consigo, es incapaz de minimizarlas y hacerlas desaparecer a su conveniencia. Las arrastra toda la vida con su mastodóntico volumen y se deja la piel en ello. María José a lo mejor conseguía aligerar su humillación gracias a un juego inocuo; pero el resentimiento moraría siempre en ella y le impediría huir hacia algún tipo de libertad. Apretó los puños, él conocía muy bien ese proceso paralizante.
Eran las once de la mañana y Nourissier acababa de marcharse a cumplir su rocambolesca promesa. Infante no se había atrevido a bromear con él siquiera un poco porque su humor de aquella mañana bordeaba la cólera. Era ciertamente un papel un tanto desairado el que le tocaba representar, tanto más cuanto era un hombre de origen patricio y costumbres moderadas. Sin embargo, Infante se negaba a compadecerlo: quien se compromete en empresas inciertas sabe que pueden aguardarle situaciones poco habituales. En el fondo, al periodista le divertía aquella complicación; pensaba que le vendría bien al estirado doctor; un gramo de locura siempre ayuda a respirar. Cuando lo vio tomando la carta de manos de María José con el gesto de quien está dispuesto a sacrificarse por la patria, tuvo que hacer esfuerzos por no reír. Al quedarse solos, la mujer le dijo:
– No se preocupe por su amigo, no hay nada que temer. Mi marido es el tipo de hombre que carga su ira sobre el más débil. Su reacción será quedarse callado frente al doctor y llamarme luego por teléfono, quizá incluso venir a verme. Me dirá si he perdido el juicio, si es que ya no me preocupa mi reputación… Creo que voy a pasarlo muy bien cuando le conteste.
– Su marido es…
– Mi marido es un fascista y no quiero hablar más de él.
– ¿Sus ideas son opuestas a las de su esposo?
– No tengo ideas políticas. Éste es un país de mierda donde te matan o te mueres de asco.
– Eso es exactamente lo que pienso yo.
– ¿Usted tampoco es de ninguno de los dos bandos?
– Ni siquiera soy de mi propio bando.
Ella sonrió. Infante pensó que cuando las sombras desaparecían de su cara, era de verdad bonita.
– Salgamos de aquí. Pasearemos por la ciudad, luego le enseñaré mi librería.
– Es muy impresionante que sea la dueña de una librería.
– No piense que es ninguna maravilla. Me gano la vida vendiendo sobre todo libros de texto a los colegios, material de oficina… En la trastienda hay un sofá, una mesa camilla, un fogón en el que puedo hacer café… Me gusta estar allí, es como un refugio.
Caminaron por la ciudad, fueron al mercado, recorrieron las orillas del río, visitaron la oscura catedral. Ella parecía distendida, casi feliz. El rictus amargo de su boca se había borrado. Infante pensó que estaba claramente a tiempo de rehacer su vida, olvidar el abandono, desligarse de las miserias y venganzas que había urdido durante los momentos de dolor. Quizá debía dejar atrás aquella ciudad, que era como una charca paralizante en la que se veía obligada a vivir con un corsé imposible de aflojar. Pero no sería él quien se lo dijera, era el menos indicado para aconsejarla.
Subieron andando al castillo árabe de la Zuda. Estaba devastado, sembrado de botellas rotas y excrementos de animales. El panorama de la ciudad y los montes era sin embargo impresionante. Ambos guardaron silencio mientras lo contemplaban. Por fin ella exclamó:
– En algún lugar de esas montañas azules está su Pastora. ¿Por qué le interesa tanto al francés?
– Quiere estudiar su mente criminal.
– ¡Puaf!, no encontrará nada interesante en esa cabeza; si acaso hambre y miseria.
– Tendrá sentimientos y emociones como todo el mundo.
– Instintos y poco más. ¿Y usted qué pinta en todo esto, también le interesa la mente de los asesinos?
– El doctor me paga por acompañarle. Y un poco de dinero me interesa más que cualquier mente.
Ella rio por lo bajo, lo miró directo a los ojos:
– Usted y yo nos entendemos bien porque los dos somos perros apaleados. ¿Me equivoco?
– Yo soy un perro que tiene hambre. ¿Cuándo vamos a comer?
Regresaron callejeando hasta la librería. Entonces María José abrió con su llave y encendió la luz. Ante ellos apareció un pequeño local lleno de estanterías repletas de libros y material de papelería. Infante los observó, ella llevaba razón: había muchos manuales escolares, algunos libros de cocina, colecciones de clásicos y libros infantiles. La mujer detectó la decepción en los ojos de él.
– Muy poca literatura, ¿verdad? No le he engañado, tampoco en lo de la trastienda, venga.
Descorrió una gruesa cortina tras la cual se extendía una sala de estar pequeña pero confortable. Alguien había preparado la mesa para comer y encendido una estufa.
– ¡Sorpresa! Ahí encontrará un lavabo donde puede asearse. Yo calentaré el bacalao. ¿Le gusta el bacalao?
– Claro.
– Me alegro porque no hay nada más.
También había previsto una botella de vino tinto que Infante descorchó. Empezaron a comer con el apetito acuciante que les había despertado el largo paseo.
– Mi tío me ha dicho que se dedica al periodismo, ¿por qué?
– Me gustaría escribir novelas, pero no tengo suficiente talento.
– ¡Hay muchos escritores sin talento! Yo vendo libros muy malos.
– No me gusta engañarme a mí mismo. De todas las estupideces que un hombre puede cometer, engañarse a sí mismo es la peor.
– A mí se me ocurren otras estupideces más graves.
– ¿Como por ejemplo?
– Enamorarse.
– Sí, ésa tampoco está mal.
– ¿Está casado?
– No puedo permitírmelo económicamente.
– ¿Y si pudiera?
– Demasiado trabajo: enamorarse, casarse, hacer feliz al ser amado, que él te corresponda… Es más simple estar solo.
– Más simple y mejor. Yo nunca me había sentido tan tranquila como ahora. Cuando estaba con él sólo pensaba en hacerle la vida más fácil. Ahora pienso exclusivamente en mí.
– Y si es tan feliz, ¿por qué quiere vengarse?
– A todo principio le corresponde un final. Mi marido puso fin a nuestro matrimonio largándose con otra. Yo no he trazado una raya aún. La cosa está pendiente por mi parte. Sólo las buenas chicas se conforman, y yo no lo soy.
– A mí la gente buena no me gusta demasiado, a lo mejor por eso me gustas tú.
Se miraron a los ojos sin miedo. La había tuteado por primera vez. Ella hizo ademán de levantarse.
– Voy a buscar una botella de coñac y nos tomamos dos copas.
– A mí no me hace falta animarme para hacer lo que estoy deseando hacer.
– ¡Juegas fuerte!
– Eso depende de mi compañera de juegos.
– Pues has encontrado la ideal para esta partida.
Infante se levantó, rodeó la mesa, llegó donde ella estaba y la besó intensamente en la boca. Se demoraron, empezaron a respirar con dificultad, a emitir jadeos entrecortados. Fueron trabados hasta el sofá. Allí cada uno se desembarazó de sus propias prendas. Luego hicieron el amor con una precipitación y un ansia que nadie hubiera presagiado momentos atrás. No se quedaron dormidos y cuando su abrazo acabó, separaron por completo sus cuerpos para que ni se rozaran. Infante dijo entonces:
– Nunca creí que hubieras ideado una venganza tan completa.
– Puedes pensar lo que quieras, pero te aseguro que esto no lo tenía previsto. ¿Sabes cuánto tiempo llevaba sin acostarme con un hombre?
– Quizá tanto como yo con una mujer.
Los dos se echaron a reír con algo cercano al compañerismo. Entonces él la asió por un brazo, le habló directamente a la cara:
– ¿Por qué no te marchas de esta ciudad? ¡Vete, sal de aquí, date una oportunidad, empieza otra vida!
– Es inútil, cada uno lleva su cruz como en una procesión y al final, si no notas su peso en la espalda, parece que te falte algo. -Miró el reloj y dio un alegre grito-: ¡Las cinco menos cuarto, mi dependienta debe de estar a punto de llegar!
– ¡Y Lucien debe de estar esperándonos!
Saltaron sobre sus ropas desordenadas y en la precipitación de ponérselas, se intercambiaron prendas accidentalmente, se trabaron con los botones y cierres. Ella reía como una niña. El periodista se preguntó si quizá llevaba más tiempo sin reír que sin acostarse con un hombre. Finalmente salieron a la calle y emprendieron una carrera alocada.
Nourissier los esperaba sentado frente a la casa de María José. Bajó de la furgoneta y los saludó con gesto fúnebre, observando cómo ellos recuperaban el resuello y la compostura.
– Lo siento. Insistí en enseñarle a Carlos la librería y se nos ha hecho tarde.
– No tiene importancia -dijo él, y miró al suelo.
– Subamos a casa.
Abrió la puerta del piso y los acomodó en el salón.
– Vuelvo enseguida. Voy a preparar un café.
Los dos hombres se quedaron solos. Infante sonrió, pero Nourissier esquivó su mirada.
– ¿Todo correcto, Lucien?
– Según lo previsto.
Se hizo entre ellos un silencio incómodo. Nourissier tomó una revista que había sobre un sillón y empezó a hojearla con aire ausente. Ella regresó tras un instante, aún con las mejillas arreboladas y de espléndido humor.
– ¡Venga, doctor!, cuéntenos todo desde el principio.
– ¿Su tío se encuentra mejor?
– Sí, le dieron el alta en el hospital y ha regresado a su casa.
– Lo celebro.
– Olvidemos los formalismos, háblame de tú. ¿Puedes iniciar ya la crónica?
Nourissier estaba serio, no hacía nada por ocultar su mala disposición. Tensó el rostro y habló con voz monótona:
– Tu esposo me recibió tras media hora de espera. Le dije que era amigo tuyo y le entregué la carta.
– ¿Cómo reaccionó?
– La leyó en mi presencia, luego la tiró sobre su mesa de trabajo y me hizo varias preguntas.
– ¿Qué preguntas?
– Quién era yo, a qué me dedicaba y cómo nos habíamos conocido. Naturalmente tuve que mentir. Le conté que estaba de vacaciones por la zona y que nos encontramos al entrar yo en la librería para hacer una compra.
– ¿Te creyó?
– Supongo que sí. Después quiso saber cuándo regresaría a mi país y si contemplaba la posibilidad de venir a vivir a España.
– ¡Fantástico! -exclamó ella con expresión regocijada-. ¿Qué respondiste?
– Dije que pasaría en España un tiempo más y que no había hecho aún planes para el futuro. No le debió de gustar mucho mi respuesta porque me pidió que me marchara, la entrevista había terminado.
– ¿Estaba enfadado?
– Estaba molesto, sí.
– ¿No podrías ser un poco más explícito? Se supone que un psiquiatra sabe mucho sobre los estados de ánimo de la gente.
– Ya te he contado lo principal: al principio se sorprendió, luego sintió curiosidad y al final se le veía bastante enojado. Eso es todo.
– ¿Y no hay algún detalle que…?
– Basta, es suficiente. He hecho lo que me pediste, pero no voy a darte detalles morbosos. Ahora te toca cumplir a ti tu parte del trato.
Ella sonrió, asintió varias veces y salió de la habitación. Al cabo volvió con un mapa y lo desplegó frente a ellos:
– Acercaos. Éste es un mapa topográfico de la región de Els Ports. Lo compré ayer para que pudierais ver la zona con todo detalle. -Cogió un lápiz de punta gruesa y marcó un triángulo ante los ojos expectantes de los dos hombres-. Aquí, en algún lugar entre Morella, San Pedro y San Mateo, se esconde La Pastora.
– ¿Es fiable ese dato?
– Absolutamente.
– ¿Es actual?
– De hace tres meses. Yo estaba delante cuando se lo pasaron a mi marido. Al ausentarse un minuto de su despacho aproveché para mirar el informe. Fuentes directas de la Guardia Civil.
– Es como si la Providencia te hubiera puesto en las manos todos los elementos para vengarte -dijo Infante.
Ella se echó a reír.
– Si os pescan y dais mi nombre lo negaré todo. Os aconsejo instalaros en Chert y hacer incursiones desde allí, por lo menos hay una pensión decente. El resto es puro desierto. Dudo de que encontréis a esa mujer, pero ha sido divertido conoceros.
Nourissier se puso inmediatamente en pie. Extendió una mano rígida hacia la chica.
– Es hora de marcharnos. Gracias por el café.
Infante se limitó a sonreírle. Ella se acercó y le dio un beso fugaz en los labios. Subieron en el ascensor sin mirarse el uno al otro. La mujer los observaba desde el quicio de la puerta. En el coche guardaron silencio. Solo después de haber recorrido varios kilómetros Infante dijo a Nourissier:
– ¿Te encuentras mal? Estás muy callado.
– Sólo un poco cansado.
– ¿Tan terrible ha sido?
– No tan fácil como a ella le he contado.
– Me lo imaginaba.
– El tipo era zafio, mal encarado. Cuando le di la carta estuvo a punto de echarme a patadas. Ni siquiera la leyó, pasó directamente al cesto de los papeles. «Lo que haga o deje de hacer María José me trae sin cuidado.» Ésas fueron sus palabras.
– Me lo imaginaba también.
– Fue muy desagradable para mí.
– Lo comprendo.
– Lo comprendes pero no hiciste nada por evitar esta mascarada.
– Esta no es mi guerra sino la tuya.
– Pero cobras por que yo la gane.
– ¿Y en qué parte del contrato dice que no has de sufrir ninguna incomodidad?
– No se trata de incomodidad, sino de un mínimo sentido moral.
– Tampoco es tan inmoral representar una pequeña comedia.
– Una comedia ridícula en la que he tenido un papel grotesco. Pero es lógico que no me entiendas tratándose de moral. Te has acostado con esa mujer, ¿verdad?
– Pues sí, ¿y qué? Pagarme no te da derecho a controlar mi vida privada.
– No, no puedo controlarla pero puedo dar mi opinión sobre lo que veo. ¿Y sabes lo que veo? Desde que llegué a este país no he encontrado en nadie ni un amago de sentido moral. Sois capaces de cualquier cosa: de venganzas, rencor, engaños, delaciones, crueldad… No me extraña lo que aquí ha pasado.
Infante paró el coche, miró a su compañero. Descendió. También Nourissier.
– Muy bien, señor predicador, si tienes más sermones que soltar te aconsejo que te subas a un púlpito. Me acosté con esa chica porque me apeteció, ¿comprendes?, porque llevaba tiempo sin follar.
Nourissier enrojeció, apretó los dientes y descargó un puñetazo directo a la cara del español. Éste retrocedió dos pasos, se llevó la mano a la boca para limpiarse el hilillo de sangre que había empezado a manar de ella, y dijo entre dientes:
– Volvamos al coche, ya no queda mucho para llegar.
– Iré a pie.
Se perdió en la oscuridad de la primera curva. Infante no hizo nada por detenerle. Abrió el coche, arrancó y puso rumbo a Santa Bárbara. En cuanto llegó al hotel tomó una ducha larga y cálida. Cerró los ojos bajo el chorro. Luego se vistió, sirvió un poco de ginebra en un vaso y lo bebió a pequeños sorbos. Lo invadió un cansancio profundo. Dejó de tener fuerza en los brazos, en las piernas. Se sentó en la cama y se quedó dormido. Lo despertaron unos golpes imperiosos en la puerta. Maldijo por lo bajo.
– ¡Abre, Carlos, por favor!
Se levantó de mala gana. Nourissier estaba mirándolo desde el exterior de la habitación con aire compungido.
– Carlos, por Dios, perdóname. Lo siento en el alma. No sé qué me ocurrió, verdaderamente no consigo entenderlo.
– Olvídalo, no tiene mayor importancia.
– ¿Cómo voy a olvidarlo? Lo que te dije, el golpe… ¿Te hice daño?
– Mucho menos del que me hizo el teniente Álvarez.
– Estoy horrorizado. Es como si un impulso ajeno a mí me hubiera hecho reaccionar de esa manera tan primaria.
– Debe de ser la influencia de este país.
– No me digas eso, te lo ruego. Yo nunca he pensado de esa manera.
– Tranquilízate; en el fondo me encanta comprobar que no eres tan perfecto.
– Me siento avergonzado. Salgamos, vamos a cenar al bar.
– Esta noche no, estoy muy cansado.
– No puedes dejarme solo con semejante cargo de conciencia.
– De acuerdo, pasa, coge ese vaso vacío y sírvete.
Nourissier obedeció, Infante volvió a sentarse en la cama. Desde allí oyó de nuevo al francés expresarle su pesar, contarle el extrañamiento progresivo que sentía hacia sí mismo, pedirle disculpas una vez más. Escuchando en silencio cerró los ojos y se quedó dormido. El psiquiatra interrumpió su parlamento y estuvo un rato contemplándolo. Luego abandonó la habitación cerrando con cuidado para no despertarlo. No había terminado su copa, sabía que la congoja que lo atormentaba no se disiparía con la bebida, tampoco llamando por teléfono a su esposa como sucedía otras veces.
Desde el escondrijo de unas lomas los veíamos pasar: guardias civiles. Cuántos había no era posible decirlo, pero eran muchos. Iban de un pueblo a otro, se paraban en las masías y preguntaban… Yo sabía que vendrían a por nosotros con saña, pero no me imaginé que la cosa sería tan gorda. Francisco no decía nada, hasta parecía que le gustara que hubiéramos organizado tanto jaleo. Hacíamos como si no nos diéramos cuenta. Llevábamos comida suficiente y lo importante era ir alejándonos de allí, poco a poco, sin prisas y con cuidado. Caminábamos por la noche, que yo bien que me conocía las sendas y los atajos. De día nos escondíamos, comíamos, descansábamos. No hablábamos mucho, nunca hablábamos mucho con Francisco, pero yo le notaba que de la cabeza no se le iba la familia, los críos, su madre. A pesar de todo, como estábamos tan pendientes de lo que hacíamos por miedo a los guardias, no se acordaba tanto de los suyos y a primera vista parecía más tranquilo. Yo, viendo tantas partidas de civiles buscándonos, no las tenía todas conmigo, la verdad, pero tampoco decía ni pío porque de nada iba a servir hablar. A lo hecho, pecho, y en paz; claro que para lo que habíamos hecho esta vez hacía falta pechar mucho. La procesión me iba por dentro, sabía que si nos alcanzaban, esta vez sería a vida o muerte: o nosotros o ellos.
No pasó mucho tiempo hasta que se vio que llevaba razón. Una noche, en la Sierra de Monegrell, cerca de Torre de Arcas, nos habíamos parado a descansar. Justo íbamos a deshacer los petates para armar el campamento, cuando oímos voces en la espesura. Nos miramos y Francisco me hizo una seña para que cogiera el arma. Ni siquiera hacía falta, porque yo ya tenía amartillado el fusil y me había tirado al suelo detrás de una roca. Él hizo lo mismo con su metralleta. Se veían las sombras de varios hombres, pero no los distinguíamos bien porque no había ni un rayo de luna. Lo malo era que habíamos empezado a encender un fuego y del todo no lo pudimos apagar. Vieron los rescoldos y venían recto en nuestra dirección. Cuando estuvieron más cerca, Francisco empezó a disparar y yo le seguí. No podíamos esperar a que se nos echaran encima porque no sabíamos ni cuántos eran. No los cogimos por sorpresa, ellos también nos disparaban a todo meter. El monte se hizo de repente un polvorín y, aunque estábamos en campo abierto, el olor de la pólvora lo llenaba todo. De pronto, oí un quejido corto y bajo, como el de un animal cuando está herido.
– ¿Te han dado?
Francisco me dijo que sí, pero no paraba de arrearle a la metralleta. Pensé muy rápido por dónde podíamos salir y enseguida se me ocurrió un sitio por el que no iban a seguirnos.
– ¡Larguémonos de aquí! -le grité.
– ¡No quiero dejar mis cosas!
– ¡Olvídate de las cosas, ya nos agenciaremos otras! ¿Puedes andar?
– Me han herido en un hombro.
– Entonces tira para la izquierda, pasa delante de mí, yo te cubriré.
Cogí mi mochila y me puse a su espalda. Me dejó más tranquilo ver que corría como siempre. Yo iba tras él y de vez en cuando me volvía y soltaba unos disparos y no debían ir muy errados de dirección porque los tíos no nos seguían. Cuando ya me di cuenta de que era mejor no tirar para que no supieran por dónde nos escapábamos, apretamos el paso. No paramos de caminar hasta que casi había amanecido. Nos habíamos librado por esta vez.
Con un poco de luz ya fuimos capaces de ver bien la herida del hombro. No era grave porque no tenía la bala dentro, pero se tenía que curar. Yo llevaba alcohol, pero las medicinas se habían quedado en la mochila de Francisco. Cada vez que le echaba un chorro de alcohol en la carne abierta el pobre veía las estrellas. Pero no se quejaba, eso no. Cuando se hizo otra vez de noche encendí un fuego y allí nos arrimamos. Entonces Francisco se puso a hablar:
– Pastora, ya ves cómo están las cosas, vamos a ir apurados porque la herida no se me va a curar por las buenas. No llevamos vendas ni ninguna medicina. Yo creo que tendríamos que irnos para Castellote, que allí alguien de la familia me cuidará.
– ¡Pero, hombre, Francisco! ¿Otra vez estás con eso? Si vamos les buscarás el mal a ellos y a nosotros.
– No seas burro, Pastora, a mi misma casa no digo que vayamos, pero por cerca de la finca de Val de la Bona hay casetas vacías donde podemos meternos. Luego vas tú a avisar a mi familia. Por allí los civiles no vendrán a buscarnos, que pensarán que estamos en la otra punta. Pero si tienes miedo…
– ¡Y dale con el miedo! Miedo no tengo, ¡a mí qué más me da! Si eso quieres, eso hacemos.
Y eso hicimos. Por cerca de Val de la Bona nos metimos en un corral que tenía techado, más arriba de la finca de Francisco. Nadie nos vio y de civiles no había ni rastro. Allí dormimos o mejor dicho durmió él, que yo me pasé la noche dando cabezadas y con el fusil bien amarrado con las dos manos. De madrugada lo dejé solo y bajé hasta su finca con los ojos muy abiertos y corriendo de matorral en matorral, por si acaso. En la casa sólo estaba su madre, que cuando me vio por poco se muere allí mismo del susto. Yo le expliqué. Me dijo que guardias no había visto desde hacía tiempo. Eso me hizo quedarme más tranquilo. Cogimos comida, alcohol y vendas y todo lo que ella tenía en un botiquín y fuimos para arriba otra vez.
Al llegar dejé que entrara sola en el corral para no estar yo delante cuando se encontraran, para que no tuvieran vergüenza de abrazarse y todo lo demás. Me puse de guardia en la puerta. Los oía llorar y llorar, a los dos. Era lo normal con todo lo que había pasado y tanto tiempo como no se habían visto. La buena mujer no sabía ni que su hijo seguía vivo. Entonces pensé que desde que yo era hombre no había vuelto a llorar, con tanto que había llorado cuando era mujer. Había pasado un milagro o a lo mejor es que no me daba la gana de llorar.
Estuvimos allí unos días hasta que la herida de Francisco se cerró. Luego nos fuimos porque más tiempo no podíamos quedarnos. Si su madre iba al pueblo a buscar más medicinas o más comida podían sospechar. A la hora de marchar, la pobre mujer volvió a soltar lágrimas hasta que se le quedaron los ojos secos, pero Francisco ya no. Creo que se hacía fuerte para que su madre no sufriera aún más. Le dijo:
– No se preocupe, madre, que ya verá como pronto estamos juntos otra vez.
Pero por la manera que se miraban, el uno sabía que no era verdad y la otra también.
Nos pusimos en camino.
– Tiraremos para Beceite, ¿qué te parece, Pastora?
– Bien, esa parte me la conozco.
– ¿Y qué parte hay que no te conozcas si eres como una cabra de estos montes?
Se reía a carcajadas fuertes, y yo creo que se reía por no llorar. Luego volvió a ser como era siempre y renegaba al acordarse de todas las cosas que habíamos tenido que dejar atrás por culpa del tiroteo con la Guardia Civil. No se olvidaba de lo que llevaba en el zurrón. Iba repitiéndolo como los curas cuando rezan los rosarios: unos anteojos, munición, medicinas, un par de alpargatas, jabón, medio cabrito abierto en canal, una piel de cordero, una talego de sal, un litro de aceite, unos calcetines nuevos, cuchillas de afeitar, un kilo de judías, una maleta vacía, un paquete de propaganda, un kilo de chocolate y una lata con dos kilos de chorizo.
– ¿Todo eso llevabas?
– ¡Y lo que me dejo porque no me acuerdo!
– ¿Y a tu abuela dentro del ataúd no la llevabas al hombro, Francisco?
Se rio muy a gusto, que era lo que yo quería, verlo reír de una vez.
– ¡Pero qué bruto eres, Pastora! La madre que te parió se quedó descansada. ¡Anda, tira para adelante! Vamos a ver si nos recuperamos dando algún golpe económico por ahí.
Lo intentamos una vez, en las Parras de Castellote, en una masía que la llamaban La Terraza. Francisco los conocía y decía que eran unos chivatos, pero no tenían dinero y ni Francisco ni yo andábamos con ganas de matar, así que les llamamos de todos los nombres y pudimos coger una manta, un puchero de aluminio, seis kilos de harina, uno de tocino y un pan, y con eso quedamos conformes. Luego miramos a ver si había más suerte en otra masía que estaba cerca del pantano de Santolea. Me acerco yo y me encuentro con un hombre que estaba dando de beber a las caballerías en la fuente, pero antes de que pudiera decirle ni dos palabras, resulta que su mujer que venía con una criatura pequeña me vio desde lejos y se largó chillando como si se le hubiera presentado el demonio con cuernos. Fíjense ustedes si estaba asustada que se dejó a la niña sola. A Francisco, que estaba allí subido a un ribazo controlándolo todo desde arriba, le dio por reír y no paraba. Me pegó un silbido para que los dejara en paz y nos fuimos sin nada, claro está. Luego se me burlaba:
– Ya ves, Pastora, la gente te tiene miedo porque eres más malo que un dolor y más feo que un perro.
Reíamos, reíamos, pero como los golpes no salían bien se nos iban vaciando las bolsas. Pasamos por Zorita y por Castell de Cabres sin sacar nada. Menos mal que pudimos dar un golpe en La Caseta deis Bous, que ya nos conocían, y nos llevamos esta vez doce mil pesetas, un jamón, pan y un queso. Algo es algo. Salimos hincando por Peñaroya de Tastavins que yo le dije a Francisco que era el camino más seguro.
Por fin llegamos a los puertos de Beceite y sólo llegar nos cayó una nevada de las que lo tapan todo. Francisco se quedó mirando los árboles y dijo:
– Mira qué bonito, parece la ilustración de un libro. Sólo faltan diez días para Navidad, Pastora.
Después de pasar dos días en Chert, Infante acabó por pensar que todos los pueblos de la zona eran idénticos entre sí y, por regla general, poco estimulantes. Por el contrario, Nourissier encontraba en ellos cada vez más detalles singulares. Consciente de que se había enamorado de aquella tierra, sentía por ella atracción y cierto miedo reverencial. Se daba cuenta de que se encontraba en un lugar misterioso, y de que su exploración era un mero acercamiento que dejaba intactas raíces en las que no era capaz de penetrar.
La pensión les pareció a ambos acogedora. Situada en los aledaños del pueblo, tenía un gran jardín que la rodeaba en el que picaban gallinas y un perro perezoso los saludaba moviendo un poco la cola al entrar y al salir.
Los días anteriores, llenos de tensión y acontecimientos imprevistos, habían dejado en ellos, quizá como reacción, una marcada lasitud. Vegetaron en calma, y ni el francés se preocupó de preguntar a su compañero qué planes tenía, ni éste se puso a pensar qué pasos eran los próximos que debían dar. Se hubiera dicho que ambos habían adoptado la actitud de quien espera que Dios ponga en su camino las soluciones, igual que pone en el campo alimento para las avecillas. Sin embargo, mientras los pájaros no parecían pasar hambre, Dios no se ocupaba en absoluto de que se cumplieran los objetivos de su expedición. Una rutina agradable se había instalado en sus vidas al final de la primera semana: paseaban después del desayuno, comían un guiso local en la propia pensión y después cada uno se retiraba a su cuarto. Nourissier trabajaba mientras Infante leía, bebía e intentaba encontrar alguna vía que lo introdujera entre los lugareños con el propósito de lograr alguna información. Ese objetivo no parecía nada fácil, el bar estaba siempre poblado de los mismos viejos que no daban señales de estar vivos ni muertos, y la patrona tenía varios hijos y muchos nietos, lo cual la convertía en alguien con poco tiempo para desperdiciar en confidencias o noticias.
El primer domingo que pasaron allí, séptimo día de su estancia, Dios se ocupó por fin de su caso. Llovía desde la madrugada con tal intensidad que la tierra se convirtió en un magma fangoso y los regueros de agua corrían por las calles haciendo casi imposible transitarlas. A las diez de la noche, cuando se disponían a cenar, apareció otro huésped, el primero que veían en la pensión, ocupada hasta el momento sólo por ellos. Era un muchacho joven, veinticinco años a lo sumo, de maneras agradables y aspecto angelical. Venía mojado, cargado con un enorme petate, y tuvo al encontrarse con ellos una reacción que no era usual entre la gente de campo: sonrió. La patrona apareció armando ruido y lo conminó a sentarse en la misma mesa en la que ellos estaban.
– Si a ustedes les parece bien, claro -añadió quizá un poco tarde.
El muchacho se secó como pudo y, en cuanto los platos estuvieron servidos, se lanzó sobre el suyo sin soltar una sola palabra. Habló un poco más tarde, frente a las sardinas asadas que había como segundo.
– Perdonen que no haya dicho nada, pero tenía tanta hambre que creí que iba a desmayarme. Me llamo Joaquín Cuevas y soy el maestro del pueblo. Éste es mi primer año de ejercicio.
Infante hizo las presentaciones correspondientes y se sorprendió viendo el alborozo del maestro al enterarse de que su compañero era francés.
– Comment allez vous, monsieur Nourissier? Enchanté de faire votre connaissance. Su pronunciación era tan deficiente y tantos sus titubeos para escoger las palabras, que Nourissier se apresuró a aclarar que hablaba perfectamente español.
– ¡Me encanta el francés, aunque no lo domino! En España los estudios siempre dejan de lado las lenguas extranjeras, parece que lo único importante fueras las matemáticas o las ciencias naturales. Pero díganme: ¿qué están haciendo en Chert?
Verse interpelados de modo tan directo y agradable hizo que no se sintieran en absoluto cohibidos. Como siempre que entablaban conversación con una persona desconocida, fue Infante quien llevó las riendas.
– Mi amigo es psiquiatra y está escribiendo un libro. Yo le sirvo de guía local.
– ¿Qué tipo de libro?
– Algo relacionado con la psicología de la gente del campo -respondió Nourissier, tan violento como siempre que se veía obligado a mentir.
– ¡Qué interesante, y yo que hasta hace un momento creía que había tenido muy mala suerte!
Infante levantó las cejas a modo de interrogante. El otro se apresuró a puntualizar:
– Bueno, desde que llegué a Chert ocupo una habitación alquilada en casa de una familia del pueblo. Es justo la buhardilla, y hoy con las lluvias se ha abierto un agujero en el techo y he tenido que mudarme temporalmente aquí.
– Es un inconveniente.
– Eso pensaba, pero estando ustedes en la pensión la cosa cambia. Si no les importa me sentaré a su mesa alguna vez más. A lo mejor puedo ayudar al doctor con su libro. Mis alumnos vienen de todos los alrededores y son una constante fuente de información.
– Me parece una idea excelente -dijo Infante.
– ¿Cuántos alumnos hay en su clase? -preguntó Nourissier.
– Veinticinco.
– ¿De qué edad?
– Todas las edades están mezcladas, aquí no hay más maestro que yo. Piense que la mía es una escuela rural, doctor, pero me las apaño. Lo importante es que los chicos puedan tener instrucción.
Siguió charlando con entusiasmo sobre sus circunstancias personales: que era de León, que pasaría otro año allí antes de que lo trasladaran a su pueblo, que tenía cinco hermanos y una novia con la que a la vuelta pensaba casarse… Al final de la cena, Nourissier, un poco exhausto por tanta cháchara, se levantó, anunciando su intención de irse a la cama. Los otros lo siguieron, dando por terminada la tertulia. Cuando estaban frente a sus habitaciones, Infante invitó al psiquiatra a tomar una copa en la suya.
– ¡Sí, encantado!, pero asegúrate de que ese chico no nos ha seguido hasta aquí para apuntarse a nuestra conversación.
– Es un poco pesado, pero creo que va a venirnos muy bien. El ofrecimiento que hizo sobre sus alumnos como fuente de información es algo que quizá debamos aceptar.
– ¿Te fías de él?
– ¿Tú no?
– Podría ser un espía franquista.
– Podría, pero dudo que los sistemas de inteligencia hayan llegado a tal perfección.
– Esperemos que así sea.
– En cualquier caso, falta sólo un mes para que regreses a París. Si no queremos conformarnos con los resultados que hemos obtenido hasta ahora, hay que arriesgar un poco más.
– Si a ti no te importa…
– ¿Tienes miedo?
– A veces pienso que mi único temor es justamente regresar a París.
– Todos tememos volver a nuestra realidad cuando la hemos perdido de vista durante un tiempo. La rutina nos sostiene día a día, pero nos repele cuando la contemplamos desde fuera.
– Me temo que es algo más que eso. Lo que he oído y visto en España me ha marcado de alguna manera.
– No lo creas. Cuando lleves un tiempo en tu casa todo esto te sonará como algo lejano. Al pasar un año, tendrás la impresión de haberlo soñado; y después de cinco, conservarás un recuerdo impreciso, como si nada de lo ocurrido te hubiera sucedido a ti realmente.
– Es posible, pero de momento me he acostumbrado a vivir al día. Nuestro futuro se reduce a la jornada siguiente. No sabemos a ciencia cierta dónde dormiremos mañana, con quién nos encontraremos, qué estaremos haciendo. Nunca había estado en unas circunstancias semejantes, y debo reconocer que me gusta.
– Pues enunciado del modo en que lo has hecho suena terrible.
– ¿Terrible? ¡Es maravilloso! Toda mi vida ha sido un esfuerzo por acoplarme a lo que se esperaba de mí. Siempre he hecho lo más racional, lo más conveniente. Ahora nos movemos por una especie de instinto animal que me mantiene vivo, alerta, casi feliz.
– Quédate en España.
– Lo he pensado.
– ¿Puedo preguntarte si tienes algún problema con tu mujer?
– Mi mujer está harta de todo este asunto. En sus cartas siempre me pide que vuelva, que abandone de una vez esta investigación. Ahora más que nunca está convencida de que toda esta locura, como ella dice, obedece a mi deseo de aventuras mucho más que a mis ansias científicas.
– Ten cuidado, Lucien, el matrimonio es un artefacto muy delicado que debe manejarse siempre con mimo y dedicación.
– Es curioso que un soltero recalcitrante piense eso.
– Justamente porque lo pienso soy un soltero recalcitrante.
Nourissier soltó una carcajada seca y agitó la cabeza como no dando crédito.
– ¿Quién me mandaría a mí correr por el mundo con un maldito cínico? Dame otra copa, anda.
– Si te emborrachas será bajo tu responsabilidad.
– Esta noche me siento como un irresponsable, Carlos.
– Entonces has llegado al estado ideal. Bebamos.
Infante encendió un cigarrillo y le sirvió otro whisky a su amigo. Siguieron bebiendo y divagando hasta la madrugada. Así, el español pudo comprobar cómo a aquellas alturas el francés era capaz de aguantar el alcohol tan bien como él.
Yo nunca había celebrado la Navidad. Mi madre siempre decía que ésas eran cosas de ricos y de curas. Pero cuando éramos pequeños el día de Nochebuena nos hacía una cosa muy buena de comer, que era lo único fuera de lo corriente que teníamos. Cogía higos secos, les ponía por dentro una nuez y luego le echaba miel por encima. ¡Estaba tan dulce y tan bueno que nos los comíamos de dos en dos! Cuando yo vivía solo me preparaba eso mismo para la Nochebuena, y también me bebía un vaso de moscatel. Era mi celebración. Al día siguiente igual subía al monte a cuidar el rebaño como siempre, así que esas fechas eran como otras cualquiera y lo único diferente estaba en los higos con nueces y miel.
Cuando nos vimos allí, en los puertos de Beceite, con toda aquella nieve que se amontonaba y las ventiscas que se liaban por las noches, ya nos dimos cuenta de que aquel invierno iba a ser muy duro. A mí no me importaba demasiado porque habíamos encontrado una casa abandonada en medio del campo que se conservaba bastante bien. El techo estaba entero, el fogón de la cocina tiraba como un rayo y en la parte de arriba había paja seca que nos servía para dormir. No pasábamos frío, ¿qué más podíamos pedir? Pero a medida que se iba acercando el día veinticinco, Francisco se ponía mohíno poco a poco. Se quejaba de todo: que si la nieve, que si el viento, que si siempre comíamos lo mismo… Una tarde va y me dice que añoraba la Navidad de su casa. Yo le contesté que no lo entendía porque él no era de religión.
– Bueno -me contestó él-, pero nos reuníamos con la familia, los críos cantaban villancicos, comíamos magdalenas que hacía mi madre, bailábamos… No éramos de religión pero sí de familia, de alegría y de cachondeo, y ahora mira bien el panorama: mi familia destrozada, y tú y yo aquí como dos animales salvajes metidos en una madriguera. ¡Ay, la vida, Pastora, la vida qué perra es! ¡Y todo por el cabronazo de Franco y los hijoputas de los fachas!
Se le saltaban las lágrimas. Se desesperaba, el pobre. Y eso era malo porque la vida es como es y nadie lo puede arreglar de ninguna manera. Pero no sé qué esperaba, yo ya sabía esas cosas casi desde que nací.
Para que se pusiera un poco contento me fui por los bancales a campo través y cacé un conejo. El día de Navidad lo puse en la olla con aceite, sal, tomillo y romero y se coció despacio. ¡Nos chupábamos los dedos! Además, Francisco, que se las sabía todas, se había guardado en la mochila una botella de anís, que si mucho era lo que había abandonado en el camino, mucho era también lo que seguía llevando encima. Le pegamos unos buenos tientos. Él tenía ganas de emborracharse y yo también, pero no podía porque si nos daba un sueño de esos que no te despiertan ni las bombas, podían venir los civiles y cazarnos como al conejo que habíamos comido. Francisco me decía:
– Bebe, Pastora, bebe, que hoy no van a venir a buscarnos.
Pero no me fiaba y bebí sólo lo justo y disfruté igual. Además, a mí el anís siempre me ha parado en dulce y prefiero mil veces el coñac.
Aquel día los civiles no vinieron, Francisco llevaba razón, pero a principios de enero estábamos calentándonos antes de irnos a la cama y oímos voces fuera. No tardamos ni un minuto en coger las armas y en disparar. Era la Guardia Civil. Algún hijo de mala madre les había dado el soplo de que de la chimenea de la casa salía humo. Yo ya sabía que corríamos ese riesgo al encender fuego, pero ¿qué íbamos a hacer, morirnos de frío? Los tíos disparaban también y nos decían que nos rindiéramos. Pero nosotros éramos más rápidos de lo que ellos podían pensar, y enseguida Francisco ya había echado mano al saco de las municiones y les mandó por los aires una granada que les explotó en las narices. Dejaron de disparar y yo le dije que aprovecháramos para marcharnos, pero no me hizo caso, era como si le hubiera tomado el gusto a la batalla.
– Otra, vamos a mandarles otra más, que no se crean que estamos tan apurados.
Volvió a lanzarles otra bomba de mano y volvió a explotar. Entonces ya sí que no estuve para bromas y le estiré del brazo para que saliéramos de allí de una maldita vez. Cogimos los víveres que pudimos y nos encaramamos por el monte que había en la parte trasera de la casa. Yo sabía subir por una cañada por la que seguro que no nos veían. Oíamos los tiros detrás, cada vez más lejos, mucho daño no debían de haberles hecho las bombas, pero por lo menos pudimos huir. Nos habíamos librado, por esta vez. Caminamos y caminamos hasta que estuvimos reventados. Entonces yo me paré y le dije a Francisco que así no podíamos seguir: hacía frío, nos faltaba comida y la Guardia Civil nos la encontrábamos por todas partes. No pasaríamos el invierno de esa manera, imposible: moriríamos o nos matarían como a dos perros. Entonces él se puso a pensar y me preguntó si me parecía bien que fuéramos a la masía Llobrec, en Pauls. Era una masía que ya había ayudado al maquis años atrás. Él pensaba que si les pagábamos nos darían refugio y nos harían la comida. Le contesté que sí porque yo tampoco veía ninguna solución.
El camino fue largo, muy pesado, y siempre con miedo de toparnos con los civiles. Como ya casi no teníamos comida dimos unos cuantos golpes en algunas masías que encontrábamos al paso. Francisco les decía a veces que les ponía una multa en nombre del maquis, otras que íbamos a secuestrar y a matar a alguno de la familia porque era un fascista…, pero todo nos iba muy mal porque ya nadie guardaba dinero y quedaban pocos masoveros, que muchos se volvieron a los pueblos cansados de recibir tanto palo de unos y otros. Tampoco nosotros teníamos la fuerza ni el tiempo de antes ni la ayuda de los compañeros, y nos movíamos a la desesperada. Por lo menos sacábamos para comer: aquí pan y unos kilos de tocino, allá cecina y aceite…, ya digo, sólo para comer.
Por fin llegamos a la masía Llobrec. Por allí habían pasado el Valencia, Carlos el Catalán… Había sido un buen punto de apoyo, pero no sabíamos cómo estarían ahora las cosas.
Vivían allí el padre y el hijo, que los dos se llamaban José Salvador, y sus mujeres. Francisco les pidió que nos dieran de cenar y también si podían ser nuestro punto de apoyo.
– ¡Hombre!-contestó el hijo-. Aquí un poco de comida a nadie se lo negamos, pero todo está muy difícil y muchos maquis ya no se ven por aquí, en cambio guardias civiles… El pueblo está lleno, aparte de los que viajan de un pueblo a otro, que ésos ya ni se pueden contar. Todo muy difícil, os lo digo yo.
Entonces Francisco se sacó quinientas pesetas del bolsillo, que eran las últimas que debían de quedarnos, y le suelta:
– Te pagamos la cena y, con lo que sobre, vas a comprarnos mañana comida. Y dinos esta noche dónde podemos dormir que no sea en la casa.
Le cambió la cara al otro cuando vio el dinero, se puso a hablar de otra manera.
– Mi madre os hará una tortilla de patata grande y tocino frito con buen aceite. Más arriba del
mas hay una caseta que está muy resguardada del viento y tiene leña apilada en un lado. Si luego me dices todo lo que necesitáis o me haces una lista, mañana mismo voy al pueblo y te lo traeré.
Yo me acordaba de cosas malas que había oído decir del José Salvador hijo, pero no era el momento para andarle con mandangas a Francisco, así que me callé. Comimos bien y dormimos como reyes. Al día siguiente el hijo volvió del pueblo y trajo todo lo que le habíamos pedido, pero lo mejor de todo es que allí no pasábamos miedo de ver aparecer en cualquier momento a la Guardia Civil. Luego estaba la parte mala, claro, y ésa era que no teníamos ni un duro más, y aquella gente no iba a dejar que nos quedáramos al abrigo y a llenarnos la barriga por nada. Francisco les dijo que queríamos hablar con el padre y el hijo para llegar a un acuerdo.
Cuando nos juntamos en el comedor, los Salvador tenían el acuerdo muy claro, como si se hubieran pasado toda la noche pensándolo. El hijo, que siempre llevaba la voz cantante y eso ya me lo maliciaba yo, dijo que él nos pasaría muy buena información de las masías donde hubiera dinero que robar, eso fue lo que dijo: robar. También nos diría los momentos que eran buenos para presentarse y dar un golpe. Él se quedaría con el veinte por ciento de lo que sacáramos. A Francisco el veinte le pareció demasiado pero se tuvo que aguantar.
Por la noche estábamos fumando un pitillo en el jergón y yo le dije:
– Francisco, a mí todo esto no me huele nada bien. No me fío ni poco ni mucho de estos tíos. Pensaba y pensaba en el hijo hasta que me he acordado de lo que me contaron de él. ¿Tú tienes en la cabeza al criado que nos llevamos secuestrado en la masía Almeleral y que luego tuvimos que dejarlo marchar? Pues yo estuve hablando por la noche con él mientras dormías y me contó que el padre de su novia conocía a este José Salvador, el hijo, y que sabía de buena tinta que había entrado a robar en un comercio de Pauls y que llevaba pistola cuando lo hizo.
– Bueno, ¿y eso a nosotros qué más nos da?
– ¡Hombre, Francisco, pues nos da que es un ladrón! ¿Has oído lo que ha dicho con lo del veinte por ciento? Ha dicho: robar. Yo no he robado en mi vida. Porque una cosa es ir de parte del maquis y de la revolución, y otra entrar a saco y llevarse dinero para repartirlo con un ladrón como si fuéramos compinches.
Francisco, que estaba tumbado, se sentó, tiró la colilla y me miró muy fijo:
– Oye, Pastora, tú no te das cuenta de cómo estamos, ¿verdad? Estamos jodidos, ¿sabes?, pero jodidos de verdad: solos, con la Guardia Civil pisándonos los talones, sin un duro, sin saber adónde ir. Ahora somos enemigos de todos: del maquis y de los civiles. No podemos escoger, no podemos. Y si esperamos que la guerrilla le gane al franquismo estamos apañados. Ya has visto las últimas noticias que los Salvador nos han dado: los están matando a todos. Tú siempre me hablas de sobrevivir, pues bueno, yo te digo que si no nos espabilamos, moriremos como animales perdidos en el monte, así moriremos o nos matarán.
– Ya. Sí sé cómo estamos, sí que lo sé; pero en la montaña hay muchas maneras de sobrevivir.
– ¡Como alimañas!, y yo soy un hombre civilizado. Pero no te preocupes, Pastora, que si lo que te da apuro son las palabras, cuando demos un golpe ya diré ¡viva la revolución proletaria! Si así te quedas más tranquilo…
No me convenció mucho, pero me callé. Francisco tenía ahora por dentro siempre como una rabia que hasta se le escapaba por los ojos, así que era mejor callar.
Nos quedamos allí y hacíamos salidas a Horta de Sant Joan, a Bot, a Gandesa. Al final, tanto hablar, y golpes grandes no dimos ninguno. Yo pensé que lo que le había dicho a Francisco sobre Salvador hijo, al final le había calado y no se fiaba de él. Un día nos propuso secuestrar a la hermana de un masovero de cerca de Pauls porque, según él, íbamos a sacar más de cien mil pesetas; pero Francisco dijo que lo veía demasiado peligroso y que si quería que lo hiciera él.
El 8 de septiembre cruzamos el río Ebro en una barca abandonada que encontramos. Por la parte de Tortosa comíamos lo que cogíamos de las huertas, sobre todo tomates porque se comen crudos. De vez en cuando íbamos a masías, pero sólo para pedir comida. Francisco, a lo mejor lo hacía por mí o a lo mejor porque le daba vergüenza, siempre les soltaba a los masoveros que éramos del maquis y que «debían organizarse para luchar contra el Régimen», así mismo lo decía.
Cuando ya estábamos cansados decidimos volver a la masía Llobrec y cruzamos otra vez el río por Miravet. Nos paramos en Corbera, que a la ida ya habíamos estado en casa de unos chatarreros que Francisco conocía. Cenamos con ellos y, en medio de la mesa, Antonio el Chatarrero va y le propone a Francisco que demos un golpe en un almacén de uva que había cerca de allí y que el día de pago los trabajadores tenían mucho dinero.
– ¿Y tú qué sacas de eso, Antonio? -le preguntó.
– Pues una parte que me dais a mí.
– ¡Joder con la gente del pueblo trabajador, pero cómo habéis aprendido a aprovecharos del maquis!
– ¡Venga, Francisco, que vosotros del maquis ya no tenéis ni el nombre! A mí qué me vas a contar.
– Dejemos este asunto como está, Antonio, que no vamos a dar ningún golpe para que nos pelen. Más vale que todos sigamos de pobres pero seamos amigos, ¿no?
– Bien está como está, llevas razón -contestó
el Chatarrero, pero yo me maliciaba
que se había
quedado enfadado.
Por eso, cuando fuimos al pajar a dormir, yo no solté el fusil de la mano y, como muchas veces había hecho ya, dormía con un ojo abierto. Francisco no, Francisco se quedó despatarrado y más feliz que unas pascuas. Pues bueno, a eso de las cinco de la mañana una buena patada le pegué en una de las piernas para que se despertara porque había oído ruidos fuera. Enseguida nos llegó la voz:
– ¡Somos la Guardia Civil, entregaos!
Más deprisa que el viento, Francisco pega una ráfaga de metralleta desde la puerta y salimos corriendo. Los civiles también disparaban, pero se tuvieron que poner a cubierto. De vez en cuando nos volvíamos y ráfaga él, cuatro tiros yo, los manteníamos a distancia. Al cabo de un rato y gracias al camino por el que yo me metí, ya no nos seguían. Daba igual, no paramos de caminar a buen paso hasta que el sol nos calentó. Francisco se daba a todos los demonios por no haber tenido tiempo de matar al Chatarrero:
– ¡Me cago en Dios, Pastora, el hijoputa nos ha vendido! Pero te juro por mi madre que volveré para meterle plomo en el cuerpo, volveré aunque me tenga que hacer matar.
No estaban las cosas como para pensar en venganzas, pero decir esas maldiciones le sentaba bien. Nos íbamos librando por los pelos de los civiles y eso era porque ellos estaban más acojonados que nosotros y no atacaban a fondo que si no… Yo sabía que mientras tuviéramos las armas y nos moviéramos por los sitios que conociera, siempre llevaríamos las de ganar, a no ser que nos traicionaran otra vez y nos pescaran de manera que no se pudiera huir.
Como siempre hacíamos, echamos a andar. Fuimos por Tortosa, por La Sénia, por la Pobla de Benifassá. Era noviembre y hacía frío, pero Francisco estaba muy nervioso y no quería parar en ningún sitio. Decía que con tanta Guardia Civil era peligroso quedarse quietos en un escondite. Yo veía que se nos acababan las provisiones y las fuerzas también.
– Vamos a alguno de los puntos de apoyo, que a lo mejor aún hay cosas que se puedan aprovechar -le decía yo, que no veía nada claro eso de caminar y caminar sin ir a ninguna parte.
– ¿Qué quieres, que nos trinquen? A los compañeros que no hayan matado los habrán interrogado hasta dejarlos medio muertos y los civiles ya se conocerán todos los puntos de apoyo de la zona. No, ni hablar.
– Pero es que si seguimos así los que acabaremos el invierno medio muertos seremos tú y yo, Francisco. Vienen los meses duros y hay que parar y descansar, ponerse a cubierto de las heladas. ¿Por qué no nos vamos a una sierra, que yo sé dónde hay una cueva en la que estaremos bien?
Ustedes me perdonarán, pero de esta cueva el nombre no se lo voy a dar y no es porque no me fíe sino por seguridad de todos, porque acabo de salir ahora de allí.
– ¿Y qué comeremos, sopa de tomillo todos los días? -me contestaba.
– Antes de meternos en la cueva y de arreglarla bien, damos un par de golpes en el término de Morella y cogemos lo que necesitemos.
Al final estuvo de acuerdo, me imagino que lo que
dije sobre dar un par de golpes le gustó. Cuando
estaba nervioso aún tenía más ganas
de que nos
metiéramos en faena. El primer golpe lo dimos en la masía Estret de Portes, de la Pobleta de Alcolea. Sólo había dentro dos mujeres, así que fue fácil. Lo que sacamos no nos pareció ninguna suerte, pero tampoco estaba mal: tres kilos de fideos, diez panes y nueve kilos de tocino en cuanto a la comida. Luego registramos la casa y nos llevamos cinco camisas, un pantalón de pana, una chaqueta y un jersey de lana, una cadena de reloj, una alianza de plata y una manta casi nueva. Cuando ya nos marchábamos Francisco se acordó de que no había mirado en un dormitorio que no era el de matrimonio y se fue. Volvió con once mil pesetas que había en la mesilla de noche. «¡Eres el más grande!», le dije. Entonces me fijé en que las dos mujeres nos estaban mirando y me arrepentí de haberme alegrado en sus narices. Al fin y al cabo eran mujeres, y no muy jóvenes ya, y cuando nos fuimos las oí que se echaban a llorar.
Nos metimos en la cueva y empezamos a mejorarla para que se estuviera bien. Allí, encontrarnos no nos iban a encontrar, como ustedes han podido darse cuenta. Aunque, desde luego, lo que es guardias habían mandado unos cuantos a buscarnos. Vimos dos patrullas por la carretera. Nosotros caminábamos por un camino y no nos veían, pero nosotros sí lo veíamos todo.
Francisco estaba ahora más contento pero no lo estaba del todo. Decía que con la comida que teníamos no pasábamos el invierno ni de broma y que, aunque hubiera dinero, ir a comprar era mucho riesgo. Así que me hizo contarle dónde había algún
mas que pudiéramos ir a hacerle una visita, así lo dijo él. Se me ocurrió el
mas Candeales. Llegamos el 27 de noviembre a las ocho de la noche. Estaba el matrimonio solo, que eran mayores. Dinero enseguida nos dijeron que no tenían y parecía la pura verdad porque la masía se veía pobre y con muchas reparaciones que hacer. Bueno, pues nos llevaríamos comida, y de eso no salimos mal parados porque pudimos acarrear en un fardo catorce panes, dos kilos de tocino y uno de cecina, harina y… tres litros de coñac para darnos una alegría de vez en cuando. Ya nos marchábamos tan felices y en eso que oigo que alguien se mueve por el patio. Le doy el alto y era un joven que debía de ser el hijo y se puso a chillar como una gallina con unos gritos que no se aguantaban. Francisco se echó el hatillo al hombro y riendo me dijo: «¡Prepárate a correr!». Yo también me cargué la comida a la espalda y corrimos como dos cabras subiendo por el monte. Cuando ya estábamos lejos nos reíamos tanto que no podíamos ni andar.
Nos quedamos todo el mes de diciembre en la cueva, muy tranquilos y calentitos porque allí se podía hacer fuego sin temer. Yo estaba contento, porque, al final, toda mi vida la he pasado en el monte y, aunque no tenga ovejas que cuidar, no me aburro ni me molesta estar solo. Francisco lo llevaba peor. A veces daba vueltas por alrededor de la cueva como si estuviera dentro de una jaula. Otras, se pasaba horas y horas quieto como un muerto. Un día lo vi tirar piedras contra una roca como si quisiera hacerle daño. Yo no, yo caminaba, buscaba leña, cuando hacía sol me sentaba a tomarlo tranquilamente y preparaba todas las cosas que necesitábamos: prendía el fuego, hervía el tocino, cogía hierbas para darle gusto a la sopa, sacaba las mantas a orear, lavaba la ropa, calentaba agua para lavarnos y afeitarnos. ¡Me faltaba tiempo de luz de día para poder hacerlo todo! Por las noches dormía como un lirón. ¡Y encima lo tenía a él para poder hablar algunos ratos, o tomar una copita de coñac, o jugar a las cartas con una baraja vieja que teníamos! Yo estaba bien, mejor de lo que había estado muchas veces.
Pero llegó el mes de enero de 1952 y la comida se nos estaba acabando. Francisco parecía hasta que se alegraba. Decía que necesitaba «un poco de actividad», y yo ya sabía lo que eso quería decir. El día 9 bajamos a Castell de Cabres, a una masía que se llamaba Gabino y que yo la conocía y a Francisco le pareció bien, porque de aquellos pueblos y montañas no tenía tanta idea como yo.
Lo hicimos como siempre. A las siete de la tarde entramos en la casa con las armas. Yo me quedé vigilando la puerta, aunque todo estaba muy en paz. Dentro estaban los masoveros, que yo no me acordaba de quiénes eran, pero debía de tenerlos vistos de cuando campaba por allí. Al cabo de un rato empiezo a oír unos gritos que daba Francisco que ponían los pelos de punta. Entré, y me encuentro al masovero enfrente de él y Francisco me dice:
– Este cabrón no quiere colaborar. Vigílalo a él también, que le voy a arreglar la casa.
El masovero no me reconoció, pero yo enseguida me acordé de él. Se llamaba Juan. Había venido a comprarme leña más de una vez cuando yo era Teresa. Era un hijo de puta. Le dejaba la leña en el corral y siempre me miraba con una risita en la boca, como burlándose de mí. Siempre lo hacía, siempre, ni una vez se le pasó mirarme como diciendo que yo era menos que una mierda.
Me quedé apuntándole con el fusil y sin decirle ni una palabra, pero lo miraba todo el rato a la cara. Se puso nervioso:
– Dile a tu amigo que deje mis cosas, que en la casa no hay nada.
No le contesté. Mientras tanto oía cómo Francisco tiraba platos al suelo y corría muebles de sitio. Debía de estar haciendo un buen destrozo.
Al cabo de un rato apareció arrastrando un fardo donde se veía comida y en la mano llevaba una escopeta.
– Así que no había nada, ¿eh, cabronazo? -Se volvió para donde yo estaba y me dijo-: Date una vuelta por fuera a ver si todo sigue sin novedad.
Todo estaba tranquilo y volví a entrar. Entonces veo que la masovera estaba haciendo un tortillón así de grande con huevos frescos y Francisco, riendo, dice:
– Los huevos nos los vamos a llevar hechos, que hoy no nos apetece trabajar.
Nos puso la tortilla en una fiambrera de lata de esas de llevar la comida al campo y Francisco me hizo una seña con la cabeza como que ya nos podíamos marchar. Entonces yo le dije:
– Aún no, falta una cosa.
Tenía echado el ojo a unas trancas muy buenas que había en la chimenea para avivar el fuego, que debían de ser de olivo por la forma que tenían. Cogí una, la más grande, y me fui para el tío. Le puse mi cara justo delante de los ojos para ver si me reconocía por fin, pero no. Mi nombre no podía decírselo porque avisarían a la Guardia Civil y era peligroso. Entonces le dije:
– Ríete un poco, pero no con toda la boca entera.
Se creía que me había vuelto loco. La mujer se puso a llorar y yo la hice callar enseguida.
– Ríete un poco como si te estuvieras riendo por dentro o te pego un tiro.
Puso unas carotas que me daban risa a mí, pero era tan bravucón que al final sí se quedó como riéndose por dentro de verdad y entonces me acordé de toda la chulería y de cómo se burlaba siempre de mí sin decir nada. Me puse detrás de él y le pegué un golpe en la espalda con la tranca, un golpe fuerte de hombro a hombro que le hizo caerse de morros al suelo. Cuando ya estaba tirado con la cara en tierra me agaché y le pegué otro golpe a lo largo en la espalda también, como si le hubiese hecho la cruz. Francisco estaba en la puerta, mirando sin abrir la boca y entonces dijo:
– ¿Vamos?
Cogí mi fardo y lo seguí. No hablábamos, estábamos atentos a los ladridos de los perros que nos llegaban junto con los lloros de la masovera. Seguimos oyéndolos por más de media hora. Le dije a Francisco:
– Vamos a buen paso a ver si nos plantamos esta misma noche en la cueva, es lo más seguro.
Él me dijo que sí con la cabeza y, al cabo de un rato, me preguntó:
– ¿Qué te ha dado para arrearle con tanta saña al tío ese?
– Cosas que me he acordado de cuando era joven.
No dijo nada más. Seguro que tenía curiosidad, pero se la tragó. Desde que yo había entrado en el maquis siempre fue siempre igual: preguntas sobre mi vida, ni una. Yo creo que por eso les tomé a todos tanta ley y me sentía a gusto. Para ellos, yo nunca había sido una mujer. Nadie me gastó bromas, nadie me amargó la vida con tonterías ni quiso hacerse el gracioso a mi costa. Me habían tratado siempre con tan poco respeto en la vida, que no me acostumbraba a la buena educación que tenían después conmigo los compañeros.
Llegamos a la cueva que no había amanecido aún, con los pies reventados. Yo estaba mejor, pero Francisco no tenía tanta costumbre de andar por el monte cuando era de noche y le había dado alguna que otra retorcida al tobillo. Se echó en su jergón y no lo oí más. Se había dormido hasta con las alpargatas puestas. Yo no. Me desnudé y me puse una camisa larga de felpa que daba muy buen calor. Pero la sorpresa fue que no me podía dormir. Tenía la cabeza viva y clara y me venían muchos pensamientos. Acordarme de quién era Juan el de la masía Gabino, que me había olvidado de él no sé por qué, me había puesto otra vez en medio de las cosas de antes. No me arrepentía de haberle pegado con el palo, no. Al contrario, me puse a pensar en por qué me había dado tanta rabia verlo. Sabía que me pagaba una miseria por la leña, que siempre se quería aprovechar, pero eso me habría dado igual. Lo que me dio un coraje que no pude aguantar fue acordarme de la sonrisita de chulo que ponía mientras me compraba la leña. Era una sonrisita que no podías acusarlo de hacerte nada malo, pero que quería decir lo peor que se puede decir de una persona. Algo como: una oveja es más que tú y una gallina y hasta los gusanos valen más. Se burlaba. Di vueltas y vueltas en el jergón. Empecé a pensar que había otros que me habían hecho burlas aún peores y que a lo mejor era el momento de vengarme de ellos. Empecé a pensar que a lo mejor hubiera tenido que matar al tío aquel. Francisco seguro que lo hubiera matado. Al final, cuando el sol ya casi calentaba, me dormí. Bien está como está, pensé, para otra vez ya lo sé, pero ahora tampoco es cuestión de hacerme mala sangre.
Pasamos todo el invierno y toda la primavera en la cueva. Comida íbamos teniendo, que yo la administraba bien y Francisco se acostumbró a estar allí bastante tranquilo. Dormía mucho y pensaba poco y ésa es una buena manera de resistir. No salimos hasta el verano, que la fecha era el 7 de julio del 52 en el calendario de Francisco. Le di una sorpresa cuando le dije:
– ¿Qué te parece si damos un golpe, que los víveres empiezan a flaquear?
– Ya casi no me acuerdo de cómo se hace, de estar aquí escondido tanto tiempo me he vuelto como un animal salvaje.
– Yo te lo doy todo hecho. Vamos a ir a mi pueblo, y como tú dices «a visitar» a mi primo.
– ¿A tu primo de verdad? ¡Joder, Pastora, ahora sí que no te entiendo!
– Ya me entenderás.
Habían pasado muchos meses pero a mí aún me bailaba en la cabeza la misma idea: se me había olvidado todo y no me había vengado de quien debía. Pero ahora ya no dábamos golpes en nombre del maquis sino de nosotros mismos, y era el momento de saldar cuentas. O ahora o nunca, y de paso aprovechábamos para llenar el almacén.
– ¿Qué te hizo tu primo?
– Reírse de mí.
– Pero de eso ya hace mucho, ¿no?
– Ya sabes lo que dicen: «Ríe mejor el que ríe el último» y, de momento, el último aún es él.
Se reía, mirándome despacio, y movía la cabeza arriba y abajo:
– ¡Pero qué jodido eres, Pastora! Parece que vayas a la tuya y que no te enteres, pero vaya si te enteras, vaya que sí.
– La cabeza es redonda y caben muchas cosas que no se pierden por las esquinas. A veces parece que se hubieran perdido, pero no, siguen ahí.
– Te advierto que necesitamos víveres y algo de dinero por si más adelante hay que comprar; no vaya a irse toda la fuerza en venganzas.
– Por eso no te preocupes que la masía de José es de las buenas.
– ¿José se llama tu primo?
– José.
– Pues ojalá José tenga llenas las arcas, porque, si no, una buena sí le va a caer.
– Las tenga llenas o vacías una buena le caerá.
Hacía calor y el día duraba mucho, pero daba lo mismo, no queríamos llegar de noche, con llegar a las ocho ya era bastante. Si lo hubiéramos preparado no sale tan bien, porque estaban todos en la casa menos la nuera, que era la única que se podía salvar, que siempre se había comportado bien conmigo, ella estaba pastoreando las ovejas y no había llegado aún.
Entramos apuntando con las armas, bien directos. Francisco les dice que somos del maquis y que venimos a cobrar una multa en nombre de la revolución… Yo lo interrumpo, me planto delante de José y le digo:
– ¿Me conoces o qué?
No me conoció de momento; luego se quedó como alelado, mirándome cada trozo de cara como si nunca hubiera visto nada igual. Al final me dice con la boca caída:
– Teresa, ¿eres tú? ¡Me lo habían dicho, me habían dicho que te habías echado al monte vestida de hombre!, pero ¿quién iba a saber si era verdad?
– No hables más que me mareo, luego ya hablaremos tú y yo.
Llamé a Francisco, sin decir nunca su nombre delante de ellos, claro, y le dije que trajera cuerdas para atar a la mujer de mi primo y a su hijo, que se llamaba Conrado. Él lo hizo. Los atamos a los barrotes de la cama principal. Casi no se podían mover. A José no, a José lo queríamos allí mismo, con nosotros, para que viera lo que nos íbamos a llevar y para que nos ayudara a saber qué era mejor para echarnos al saco. Nos ayudaba por obligación, no por gusto. Nos dijo dónde había jamones, ropa, aceite, vino del bueno y coñac. Íbamos preparados para llevárnoslo todo, todo. También arramblamos con harina y con sal y con fideos, que las alegrías no han de hacer que se olvide lo principal.
Luego llegó la parte del dinero, que era la más difícil siempre. Francisco le preguntó a mi primo dónde tenía las pesetas. Y él se puso a decir que ni hablar, que ya nos llevábamos todo y que dinero no íbamos a encontrar en su casa porque corrían malos tiempos. Aparté a mi amigo y me puse delante de José. Lo hice sentarse y me senté yo. Se le veía de mal talante. Me suelta:
– Oye, Tereseta, o como coño te llames ahora: me habéis limpiado la casa de arriba abajo que no sé qué vamos a comer en los meses que vienen, me habéis dado un susto de morirse. Me habéis atado al hijo y a la mujer como si fueran perros, ¿es que no somos familia tú y yo?, ¿por qué no te conformas ya con lo que tienes?
No le contesté enseguida. El tiempo es largo e igual nos hemos de morir. Pasó un rato y lo miré recto al centro de los ojos. Entonces sí que estaba un poco nervioso. Le hablé despacio:
– ¿A ti te hago gracia, José?
– No sé qué me dices.
– Te digo que ahora que me llamo Florencio a lo mejor te hago gracia y tienes ganas de reírte de mí.
– Oye, Teresa, o Florencio, o quien tú quieras, yo no me meto contigo y ahora que os lleváis tantas cosas te prometo que no voy a dar parte a los civiles. Te lo juro, así que tengamos la fiesta en paz.
– A mí lo que me jures o me dejes de jurar no me importa nada. Lo que quiero saber es si te hago gracia o no.
Ahora sí que estaba nervioso, le temblaban las manos y la cara se le había puesto blanca porque veía que la cosa no se había acabado.
– No, no me haces gracia.
– Pues cuando era Tereseta bien que te hacía. ¿O era Teresot como me llamabas? ¿Qué tienes entre las piernas, Teresot? Me acuerdo de eso, fíjate tú.
Francisco se reía como un loco, pero mi primo, mi primo, señores, se había puesto a temblar de verdad que la boca se le desencajaba y los ojos se le salían para afuera. Le puse el fusil en el cuello y le apretaba con
él. Entonces ya no pudo más y soltó:
– En el lavadero, primo, en el lavadero debajo de una teja roja que hay, encontrarás veinticinco mil pesetas, te lo juro por Dios, por quien tú quieras te lo juro.
Francisco salló escapado para afuera. Yo no me moví. Al primo José le caían lagrimones como puños por la cara, pero a mí eso no me daba ni frío ni calor. Al cabo volvió Francisco más contento que unas pascuas:
– ¡Que es verdad, compañero, que es verdad! Aquí tu primo nos va a hacer un obsequio para que nos vayamos apañando con nuestros gastos.
Le daba golpes contra su rodilla al fajo de las veinticinco mil pesetas. Pero yo tampoco me moví entonces. Le había cogido el gusto a clavarle el fusil a mi primo en la garganta. Se puso desesperado cuando me oyó decir:
– ¿Por qué te hacía tanta gracia cuando era una chica? ¡Anda, primo, dímelo!
Gritaba como uno a quien le hubieran cogido los espíritus:
– ¡Déjame, déjame! ¡No tengo nada más, nada! ¿Qué más quieres de mí, qué?
Aquella vez llevaba mi propio palo preparado. Empecé a darle con él, a darle, a darle: en las piernas, en los riñones, en los brazos, en la barriga. Se cayó al suelo y yo seguía dándole: en los píes, en las manos, en el culo… Vino Francisco y me paró:
– Oye, compañero, o le pegas un tiro o nos largamos, que llevamos mucho tiempo aquí y la nuera no ha aparecido, no vayamos a cagarla al final.
Pegarle un tiro no quería. Me gustaba más que se acordara siempre de lo que había pasado para que le sirviera de lección. Bueno, eso es mentira y a ustedes no quiero mentirles: que le sirviera de lección me daba igual, lo que de verdad quería era que comprendiera que si te burlas de alguien que no puede hacer nada para remediarlo, llega un día en que esa persona te puede hacer daño: todo el mundo te puede hacer daño, hasta un pobre pastor que no sabe si es hombre o mujer.
Habían pensado que el clima invernal haría aquella tierra menos hermosa, pero al comenzar diciembre se dieron cuenta de que estaban equivocados. Los árboles no necesitaban hojas ni verdor para elevarse y retorcerse creando un gran dramatismo visual. Sólo los olivos permanecían intactos, como si las estaciones no pasaran por ellos. Nourissier se extasiaba frente a su inmovilidad centenaria, pero también le gustaban los algarrobos de aspecto oriental y los pinos mediterráneos, agrestes y perfumados. Infante reconocía preferir los troncos de los chopos, pelados en invierno. El primero se escondía tras un ánimo melancólico, que lo llevaba a una inactividad hasta entonces impensable en él. Parecía haberse desinteresado de su trabajo en general, de la búsqueda de La Pastora en particular. Paseaba, leía y pensaba, casi siempre en soledad. Infante se movía en las antípodas, no paraba un instante: salía a la calle, frecuentaba el bar, hablaba con todo el mundo haciendo preguntas discretas pero, sobre todo, se reunía continuamente con el maestro a quien habían conocido. Su intuición, que él consideraba una de sus mayores virtudes, le dictaba que seguir la estela de aquel joven les llevaría hasta algún pequeño tesoro informativo. A menudo ambos quedaban citados cuando había acabado el horario escolar y daban un paseo por el campo. Algunas tardes se encontraban en el bar y bebían cerveza mientras charlaban animadamente. Joaquín Cuevas quería saberlo todo sobre Barcelona: cómo era el ambiente de una gran ciudad, los nombres de los teatros y los cines, qué hacía la gente que poblaba las calles a cualquier hora. Entre él e Infante se había creado un lazo amistoso de urgencia. La hipótesis de que Cuevas fuera un espía franquista había perdido toda fuerza para ellos. Sin embargo, el periodista se mostraba prudente y procuraba no dar pasos en falso. Fue el propio maestro quien un día introdujo una alusión en el diálogo que Infante enseguida aprovechó.
– Hay algunos poetas que, por desafortunadas razones, no puedo mencionar a mis alumnos. Por ejemplo, García Lorca o Antonio Machado -dijo, y después guardó un significativo silencio.
Lo imprevisto del comentario no permitió una reacción inmediata del español, pero éste guardó cuidadosamente el dato y, en cuanto tuvo ocasión, invitó al maestro por primera vez a entrar en la habitación y tomar una copa con él. Joaquín se mostró encantado. Infante no informó de esta visita a Nourissier por si quería asistir también. Pensaba que su presencia estropearía el aire de confidencialidad que quería imprimir al encuentro.
Llegado el momento, una noche muy fría, el maestro llegó puntualmente, y lo primero que hizo fue quedar asombrado ante el alijo de alcohol que su anfitrión le enseñó.
– ¡Qué barbaridad!-exclamó con la ingenuidad de la que siempre hacía gala-. ¿Todo esto es para bebértelo tú solo?
– Ya ves que no -respondió Carlos-. A veces lo comparto con mis amigos.
Con sus vasos bien llenos se sentaron frente a frente. Infante pensó que debía abandonar ya toda prudencia y no esperar a que el otro estuviera borracho para atacar.
– Te preguntarás si, viajando con tantas botellas, debo de ser un alcohólico o algo por el estilo.
– No se me ocurriría pensar nada malo de ti.
– Haces bien. No soy ningún alcohólico. Lo que sucede es que el trabajo que hago para el doctor está resultando muy duro para mí y de vez en cuando necesito un buen trago para seguir adelante.
– ¿No te llevas bien con él?
– No es ése el problema, el doctor es bueno y amable, pero por desgracia se ocupa de un tema terrible: la enfermedad mental.
– Sí, te comprendo, a mí los locos también me deprimen mucho. Muchos no tienen cura.
– Así es, y otros tantos que pasan por cuerdos pero no lo son sufren sin que nadie lo sepa.
El maestro asentía juiciosamente como si no le interesara demasiado la conversación. Infante continuó:
– El doctor Nourissier opina que muchos criminales son locos que no han sido detectados como enfermos, pero que si fueran diagnosticados y se les diera tratamiento, dejarían de cometer sus fechorías.
– Nunca lo había pensado, pero parece lógico, sí.
Infante lo miró a los ojos, no dejó su arriesgada pregunta para más tarde:
– ¿Qué ideas políticas tuvo tu familia durante la guerra?
El maestro desvió la mirada hacia el suelo. Se había puesto colorado hasta la raíz de los cabellos. Carraspeó.
– Doy por sentado que estamos entre amigos y que lo hablado aquí quedará -respondió al fin.
– ¿Te molesta contestar a mi pregunta?
– No, pero ya sabes cómo están las cosas en España. Lo mejor es ser prudente.
– Yo lo soy.
– Mi caso es un poco especial, aunque tampoco tanto. Esta guerra ha separado a las familias de manera brutal.
– Lo sé.
– Mi madre era hija de militares y estaba educada en una manera de pensar muy ordenada. No era muy de derechas, pero creía en Dios, iba a misa…, ya te imaginas lo que quiero decir. Se enamoró de mi padre, que era profesor de latín en un instituto, y se casaron sin gran oposición de las familias. Todo les fue muy bien hasta que llegó la guerra. Entonces las cosas se liaron. Mi padre dijo que defendería la República hasta el fin y…
– ¿Se separaron?
– Sí -balbució como si se enfrentara a algo indecoroso-. No se separaron legalmente, pero mi padre se fue de casa, o mi madre lo echó, eso no he conseguido averiguarlo. Mis hermanos y yo nos quedamos con ella y a él no volvimos a verlo más. Al final de la guerra nos enteramos de que lo habían matado en el frente del Ebro.
– Terrible.
– Terrible, sí.
– Pero esas historias pertenecen al pasado y debemos desear que no se repitan más.
– Eso mismo pienso yo.
Le sirvió más bebida y el joven la apuró. También bebió Infante, con cierta ansiedad, porque se encontraba nervioso después de lo que había oído. Era el momento de jugársela.
– ¿Has oído hablar alguna vez de La Pastora, Joaquín?
Para su sorpresa el maestro asintió sin hacer el menor aspaviento.
– Sí, algo me han contado mis alumnos. Hay muchos rumores, dicen que es una maquis que está aún viva y que se esconde cerca de aquí.
– Nosotros la buscamos -declaró de sopetón.
El chico levantó su cabeza rubia y dijo en tono de pánico:
– Yo no sé dónde está.
– Claro, claro que no lo sabes; pero quiero que me escuches y valores lo que voy a proponerte. Eres un hombre culto y creo que me entenderás muy bien. El doctor Nourissier quiere encontrarse con esa mujer, hablar con ella un rato, hacerse una idea de cómo es su psicología.
– Es una asesina a la que busca la Guardia Civil.
– Nourissier no es un juez, es médico. Si consigue entrevistarse con ella, después no piensa entregarla a las autoridades. Hablarán y luego dejará que el destino siga su curso. Nadie se enteraría de ese encuentro.
– ¿Y qué puedo hacer yo?
– Indagar entre tus alumnos o sus padres, los mismos que han hecho llegar los rumores hasta ti. Siempre con discreción, naturalmente.
– Dudo que ellos sepan dónde se encuentra La Pastora.
– Tu dijiste que esas gentes eran una buena fuente de información. Cualquier detalle o historia sobre la vida de esa bandolera también servirá.
– Eso es más fácil de conseguir.
– Ayúdanos, Joaquín; es importante para nosotros y tú eres nuestro amigo, un hombre instruido, capaz de comprender lo que es una investigación científica. ¿Lo harás?
Tomó varios sorbitos de whisky con la mirada perdida en el vacío. Transcurrió un largo minuto durante el que Infante no quiso insistir.
– Está bien -dijo al cabo-. Lo intentaré.
El periodista se quedó mirándolo fijamente, absorbiendo su expresión, su talante, el más mínimo gesto que le permitiera saber cuáles eran sus últimas intenciones. ¿Los ayudaría, los traicionaría? ¿Era lo suficientemente hábil como para recabar información sin levantar sospechas? Esta última duda fue mucho más intensa y recalcitrante en Nourissier cuando éste supo lo sucedido.
– No estoy seguro de que hayas hecho bien implicando a ese chico, Carlos.
– No había alternativa. Creo firmemente que puede hacernos llegar información. Está en un lugar privilegiado.
– Pero sincerarse con él…
– ¿Qué es lo que temes?
– Lo que ha contado sobre su familia, eso puede determinar un comportamiento especial.
– No veo por qué.
– Es un trauma psicológico importante que ese chico debe de seguir arrastrando. El conflicto entre padre y madre, la influencia de ésta, la culpabilidad por la muerte del padre… Todo está imbricado con la guerra en este país, Carlos, todo: el amor, la familia, la amistad, la conciencia… Quizá el maestro no es fiable.
Infante dio un respingo que no pudo contener. Su cara se cubrió de una sombra encarnada. Con una repentina voz colérica respondió:
– No comparto tu docta opinión, lo siento. Para mí un hombre no queda invalidado por lo que pudiera ocurrir en esa maldita guerra. ¿No será que tienes miedo?
– Pero, Carlos, ¿a qué viene eso?
– No soy un imbécil. Por alguna razón que desconozco has dejado de tener interés en La Pastora. Muy bien, lo asumo. A partir de este momento no cobraré ni una sola peseta que venga de ti. Encontraré a esa mujer yo solo, y si corro el riesgo de que me cacen, me da exactamente igual, lo asumo también. Al fin y al cabo a ti poco puede pasarte, como mucho te expulsarán del país. Así volverás a tu tierra y podrás seguir sentando cátedra sobre lo miserables que somos los españoles, afectados por la guerra de por vida.
Dio media vuelta y se alejó con paso ligero. Nourissier oyó cerrarse con estrépito la puerta de su habitación. No lo llamó ni intentó hablar con él. Salió de la pensión, se alejó caminando por el campo. Soplaba el viento de la montaña característico de aquel lugar, y hacía sol. Se sentó sobre una piedra y dejó que hasta su nariz llegara el olor del tomillo y el romero. No sabía la razón, pero aquellas fragancias lo tranquilizaban. Pensó en su compañero. Nunca se conoce a alguien por completo, siempre se está en continua evolución. Aunque Infante no estaba cambiando poco a poco, sino que había sufrido una drástica metamorfosis desde que se encontraron en Barcelona, dos meses atrás. Todo lo que antes había sido indiferencia y cinismo, parecía haberse convertido ahora en pasión. ¿O era simple testarudez? A veces existe un corto trecho entre una cosa y la otra. Cierto que Infante había mutado en poco tiempo, pero debía reconocer que a él le había sucedido otro tanto. ¿Dónde quedaba el hombre metódico, sereno y ponderado que llegó a España? Si ahora se exploraba a sí mismo sólo veía a un ser disperso, contradictorio y lleno de confusión. Sin duda hubiera debido sentirse preocupado por tal decadencia, pero no era así, le daba igual. Se negaba a intentar regenerar en su ánimo los atributos perdidos. Su autocontrol, del que siempre se había sentido orgulloso, le provocaba ahora un cansancio infinito. Si la vida se analizaba en profundidad, nada tenía sentido. Paradójicamente, el ambiente de miedo, crudeza y convulsión que había observado en aquel país, lo tranquilizaba. Quizá se debía a que allí el dolor parecía ser general, compartido, y por lo tanto más llevadero. Era una consecuencia monstruosa, pero real. En su consulta de París asistía a sus pacientes uno a uno, y ellos desgranaban ante sus ojos las terribles obsesiones, las experiencias traumáticas, el devenir funesto del sufrimiento psíquico. En ocasiones había tenido la sensación de que la miseria humana era pequeña, intrascendente, purulenta y personal como un grano en la piel. Sin embargo, en España aquella guerra convertía en tragedia los dolores del alma. Allí el padecimiento era específico, general, lógico: muertes, pérdidas familiares, hambre, humillación, miedo y pobreza. Nada podía hacer un hombre frente a aquella situación. Su ciencia resultaba inútil allí. Daba igual, todo le importaba mucho menos ahora: seguir luchando contra la enfermedad mental, seguir siendo el que había sido hasta el presente. Estaba centrado en apurar aquel exiguo plazo de libertad total que nunca volvería a disfrutar, apenas un mes.
Estaba claro que en la cueva nadie iba a descubrirnos. Aquélla era nuestra casa, por más que a Francisco le reconcomiera pensar que nunca saldríamos de allí para vivir en otra parte y como vive toda la gente normal. De vez en cuando había que ir a dar algún golpe porque se nos acababan los víveres, pero yo pensaba que, en el fondo, salíamos porque Francisco necesitaba un poco de movimiento. En cuanto había pasado un tiempo sin acciones ya le picaba todo como si tuviera hormigas en el cuerpo. Empezaba a darme la lata con aquello de que éramos como animales, escondidos en una gruta y sin ver a ningún ser humano. De la familia parecía que no se acordaba tanto, aunque a lo mejor la procesión iba por dentro y cerraba la boca para no marearme a mí. Yo iba tirando y como en el campo hay tantas cosas que hacer, no me aburría. Lo único que añoraba era tener unas cuantas ovejas para cuidarlas, y un perro o dos, claro. No me olvidaba de las ovejas porque a lo mejor eran lo único que yo tenía para añorar. Ahora, como por las noches había mucho tiempo para pensar, me venían a la cabeza muchas cosas de mi vida que no me había parado a mirar despacio. Pensaba que me había faltado lo que los demás tenían, como hijos y mujer. Pensaba que había trabajado siempre como una bestia. Pensaba que haber entrado en el maquis había sido bueno por muchos motivos, y malo por otros. Bueno, porque había tenido compañeros de verdad, porque había podido ser un hombre por fin, porque había aprendido a leer. Malo, porque toda la historia de la revolución no había salido bien y porque cosas de las que aprendí me hacían daño en el corazón. Ahora sabía todo aquello de la dignidad de la persona, de los derechos que tenemos, de la explotación que el amo le hace al trabajador. Era todo eso lo que me hacía pensar que mi vida había sido una mierda, dura como una piedra, sin nada de lo que un hombre tiene derecho a tener. No me quitaba el sueño, eso no, pero me hacía imaginar cómo hubiera podido ser de otra manera. Si mi madre no hubiera tenido vergüenza de mí y no me hubiera obligado a ser mujer. Si en vez de trabajar desde pequeño hubiera podido ir a la escuela. Si hubiera tenido una masía sólo de mi propiedad. Me hacía daño cuando lo pensaba, por la noche en el jergón, y para que se me pasara el disgusto cogía la manta y me salía al aire libre, hiciera frío o calor. Me tumbaba allí y miraba el cielo, como cuando era pequeño. Cuando estaba claro y se veían las estrellas ya me encontraba mejor. Me decía a mí mismo que aquello que para mí era fácil no todos lo habían tenido: poder dormir al raso, solo, más libre que un pájaro. El pobre compañero Raúl me solía contar que en las ciudades como Barcelona los obreros trabajaban en fábricas, que son como almacenes muy grandes en los que nunca entra el sol. Allí se pasan los hombres horas y horas encerrados. Luego les toca vivir en pisos pequeños como cajas de cerillas que no tienen ni patio. Eso sí que es una desgracia de verdad, eres como un preso en una cárcel y yo no lo hubiera soportado de ninguna manera. Hubiera querido morirme, seguro. Mientras que aquí, en el campo, tienes todo para ti y nadie te lo quita, sólo hay que quedarse quieto, mirarlo y ya está. No estás como un borrego en un corral. A veces me da por pensar que sería mejor que me matara la Guardia Civil, mucho mejor eso que cogerme vivo y meterme entre rejas. No aguantaría la prisión, no la aguantaría.
Para Francisco, el estar como estábamos ya le parecía la cárcel. Él no estaba para historias de campo ni de estrellas. A veces parecía un lobo que lo hubieran enjaulado. Cuando la Guardia Civil rondaba los caminos se ponía nervioso, creía que se acercarían hasta donde nos escondíamos y nos atraparían sin remedio. Una noche ninguno de los dos podía dormir. Yo me fui para afuera y al cabo de un minuto llegó él.
– ¿Y si nos largamos a Francia, Pastora?
– ¿Cómo vamos a irnos, andando?
– No tenemos prisa y andando llegaremos. Yo me ahogo aquí, no puedo estar más tiempo en esta madriguera. Cogemos dos petates y marchando, marchando, llegamos hasta Francia. En esta tierra ya no tenemos nada que hacer. A mi familia no voy a verla más, de eso estoy bien seguro, así que no pinto nada en estas montañas. En Francia seremos libres, los compañeros nos ayudarán, a lo mejor pueden buscarnos trabajo.
– Tienes que estar loco, Francisco. Los compañeros ya no lo son. Primero encuéntralos, que vete a saber tú dónde paran en Francia. Pero si los encontráramos, ¿crees que nos recibirían con los brazos abiertos? Para ellos somos desertores. Capaces son de montarnos un juicio, o de pegarnos un tiro entre los ojos. Ganas no deben faltarles. ¿Y tú sabes lo peligroso que es cruzar la frontera? Nos cazan seguro.
– Pues entonces nos vamos a Andorra.
– ¿A Andorra, para qué?
– ¡Joder, Pastora, que pareces tonto! ¿A qué va a ser?, ¡a trabajar! Hay mucha gente de los pueblos que se va para Andorra a buscar trabajo. Allí necesitan muchas manos para los campos de tabaco, y yo oí decir que pagan bien y no como en esta mierda de país.
– ¿Y los civiles? Ya has visto que cada vez hay más. Ponen cuarteles hasta en los pueblos pequeños, y no paran de moverse de un lado a otro por los caminos. ¿Tú sabes cuánto tardaríamos en llegar a Andorra a pie?
– ¿Lo sabes tú?
– No estoy muy seguro de saber dónde está Andorra.
Cogió un mapa que teníamos y me lo enseñó. Me dijo que aunque era un país no más grande que un poblacho, era un país de verdad. Entonces me di cuenta de que hablaba en serio y me puse a calcular por dónde se podía llegar y cuánto tardaríamos.
– Por lo menos dos meses y medio -le dije. Él me miró y se diría que le parecía muy poco tiempo, porque se puso contento y soltó casi riéndose:
– ¡Justamente! Estamos en abril, así que para el verano nos plantamos en Andorra, que es cuando necesitan más trabajadores. ¿Qué te parece, eh, qué te parece mi plan?
– Me parece peligroso.
– Antes no eras tan gallina.
– No soy gallina, lo que pasa es que no quiero morir.
– Bueno, pues me iré yo solo. Tú quédate aquí asustado como un conejo. No creas que me haces ninguna falta. Ya sé apañármelas solo.
Pero no era verdad, no sabía, se hubiera perdido a la primera de cambio por los montes. Se metió en la cueva, enfadado. Yo me quedé fuera un rato más, pensando. Me había cogido por sorpresa con aquella idea que no me esperaba. Tenía que decidir si quería irme con él. Por mí me hubiera quedado donde estaba, pero ¿qué iba a hacer sin Francisco? Me había acostumbrado a su compañía y sin él tampoco tenía adonde ir. Así que entré en la cueva y le dije que adelante, que cuando quisiera nos largábamos a Andorra.
Salimos a finales del mes de abril, les hablo del año 1952. Habíamos dejado bastantes armas escondidas cerca de la cueva y nos llevamos con nosotros yo una pistola y Francisco la metralleta Stern, que no quería separarse de ella por nada del mundo. No tuvimos problemas para llegar, los dos sabíamos muy bien qué es eso de caminar a campo través. Hacíamos jornadas hasta el anochecer, nos parábamos, comíamos de los víveres que llevábamos y buscábamos refugio en algún sitio para dormir. Tuvimos suerte porque no llovió casi ningún día y pudimos avanzar más de lo que habíamos pensado. Yo había calculado dos meses y medio, pero no llegó a los dos meses. El día 18 de junio llegamos a Andorra y, durante todo el camino, ni rastro de guardias. Francisco estaba feliz y me daba golpes en la espalda diciendo que era el mejor guía del mundo, y que si no hubiera sido porque estábamos como estábamos, me haría famoso en toda España por lo bien que lo hacía en cuestión de orientarme y andar. Yo le contesté que había cumplido mi parte, y que ahora le tocaba a él cumplir la suya, porque toda aquella historia del trabajo y lo bien que nos iban a pagar no la veía muy clara. Pero tampoco él falló, y todo lo que había contado de que se necesitaba mucha mano de obra para preparar el tabaco y almacenarlo resultó ser la pura verdad. Nos contrataron a los dos como temporeros. A mí me pagaban seiscientas pesetas al mes y a Francisco algo más, porque como sabía bastante de números, apuntaba las cantidades de bultos de tabaco que todos trajinábamos. Además, nos daban la comida y ropa limpia. Dormíamos en barracones y eso para mí era lo peor porque, como ustedes ya saben, notarme encerrado no me gustaba. Aunque daba igual, por la noche llegaba tan cansado que dormía de un tirón.
La cosa más estupenda de todas era saber que no nos perseguía la Guardia Civil. Nos habíamos acostumbrado a ser como zorros en un bosque, siempre alerta, siempre con un ojo abierto y una mano cerca del arma por lo que pudiera pasar. Así que vivir tranquilos nos cogía de nuevas y casi nos hacía reír. No teníamos documentación, pero nadie nos la pidió. Lo que querían eran hombres fuertes en edad de trabajar y nosotros éramos fuertes como rocas. A veces veíamos pasar gendarmes franceses y también policía andorrana, pero ni se fijaban en nosotros. Ya debían de saber que a los temporeros era mejor no preguntarles.
Volver a vivir como un hombre normal, con un trabajo, una mesa y una silla para comer y una litera con colchón para acostarte me parecía bien. Me acordaba con pena de cuando yo era pastor y cobraba dinero por guardar el rebaño y hasta tenía mis ahorros. Pero, en fin, tampoco merecía la pena ponerse triste porque la vida de cada uno es como es. Además, tampoco tuvimos tiempo de acostumbramos a otra manera de vivir. A principios de octubre nos echaron a la calle a nosotros y a casi todos los demás. El trabajo se había terminado y ya no necesitaban gente.
Francisco y yo nos fuimos a un bar a tomar café y pastas. Yo no sabía muy bien qué íbamos a hacer, pero él no parecía muy disgustado por haber perdido el empleo. Dijo que ya se lo imaginaba, que cuando se acercaba el invierno siempre era así y que en todas partes corrían malos tiempos, no sólo en España. Luego dijo también:
– Te aseguro que ya estaba un poco harto. No creas que me gusta demasiado que me den órdenes y tener que apechugar con todo. Además no estamos en nuestro país, y el país tira mucho.
– Pero en nuestro país no nos quieren, Francisco, justo lo que quieren es pelarnos y quitarnos de en medio.
– ¡Eso ni hablar! No nos quieren los franquistas, los somatenes, los fascistas, los falangistas y la puta Guardia Civil, pero ésos no son el país, ésos son los ladrones que se lo han quedado como si fuera suyo de buena ley.
– Bueno, pero son los que mandan.
– Manden o no manden me da igual, mi país es España y yo soy tan español como el que más.
Pues bien, no iba a ser yo quien le llevara la contraria, pero eso de que tira mucho el país sólo podía querer decir una cosa: que estaba pensando en volver. Yo no estaba tan seguro de querer volver. ¿Para qué, para escondernos otra vez y estar perseguidos y asaltar masías?
– ¿Por qué no pasamos a Francia? Ya que estamos aquí… -le dije-. A lo mejor puedo encontrar a mi hermano y nos busca trabajo y…
– Pero, Pastora, si ya no fuimos a Francia por lo difícil que es.
– ¡Hombre, no hay nada que no se pueda hacer!
– Estás muy equivocado. En la frontera francesa hay más vigilancia que en la de Andorra, ¡dónde vas a parar! Y además, los franceses no aceptan gente sin papeles.
– ¡Somos del maquis! A otros han dado cobijo.
– Eso era antes, ahora ya no. Si nos cogen nos devolverán a las autoridades de Franco y ahí sí que no tienes por dónde salir. Además, ¿tú hablas francés, Pastora, hablas francés? Porque a lo mejor es que lo hablas y yo no me he enterado todavía.
– Ya sabes que no.
– Pues entonces no sé qué cojones vamos a hacer en Francia. Y dime una cosa: ¿hay algún sitio en el mundo, Francia o no Francia, donde tú sepas moverte como te mueves en la sierra de Benifassá?
– Podría aprender.
– Bueno, pues te vas a Francia tú solo.
– No, si yo no lo decía por que piense que en Francia podamos tener mejor fortuna, pero ¿tú sabes lo que es volver? Otra vez a salto de mata, y huyendo de los guardias, metidos en cualquier parte para dormir, comiendo lo que caiga… No sé yo si ésa es una vida para personas.
– Yo lo que no sé es si una persona es una persona de verdad sin poder encontrarse con su familia.
Se le había roto la voz al decir aquello y se echó la mano a los ojos para tapárselos porque se había echado a llorar. Enseguida se le cortaron las lágrimas, se las tragó, pero miraba al suelo con mucha tristeza.
– ¿Es que quieres que vayamos a ver a tu familia, Francisco?
Dijo que sí con la cabeza y no quería hablar por si se echaba a llorar otra vez, pero al final se puso sereno y dijo en voz baja:
– Quiero verlos aunque sea una vez más, Pastora, sólo una vez. A mis hijas, a la mujer. Yo creo que ya no deben ni acordarse de mí, mira lo que te digo. No deben de saber ni quién soy.
– No digas tonterías, hombre.
Bueno, siempre había tenido miedo de lo que acababa de pasar y había pasado. Francisco no se iba a olvidar de los suyos. Supongo que nadie que tiene una familia de verdad la olvida así por las buenas. Sobre todo si ha tenido que dejarlos por obligación y sin querer, si se ha visto con ellos alguna que otra vez a escondidas y sin poder vivir juntos como viven las familias. Otra cosa hubiera sido si Francisco se hubiera enamorado de otra mujer, como aquellos indianos que contaban en Vallibona que se iban a América y se volvían a casar y a tener hijos allí. Pero no era el caso. Lo consolé como pude, ¡qué iba a hacer!
– ¿Por qué no me decías que querías verlos, eh? Te has pasado todo el verano trabajando aquí y sin soltar prenda. ¿Cómo puedo saber yo lo que llevas en la cabeza?
– ¿Te irás a Francia, Pastora?
– Pues claro que no. ¿Adónde voy a ir? Empezamos juntos en esto y juntos seguiremos. Total, a mí no me espera nadie ni en Francia ni en España. Soy como una mala hierba que igual crece aquí que allá. Volveremos. Iremos a Castellote y ya nos las apañaremos para que veas a tu gente.
– Eres un buen compañero, Pastora, eres el mejor.
– Soy el mejor porque no tienes más.
– ¡Aunque tuviera cien, aunque tuviera mil, fíjate! Tú siempre seguirías siendo el mejor.
– A cien o mil tíos corriendo por el monte seguro que los cogía la Guardia Civil.
Se rio y yo me reí también. Mientras nos acabábamos las pastas pensé que más me valía tomarles bien el sabor, porque pronto desaparecerían los platos finos y las galletas hechas con azúcar blanco, con leche y con miel fresca.
Infante estaba nervioso; desde su pacto con Joaquín Cuevas tenía la sensación de que el tiempo se arrastraba con una lentitud exasperante. La inactividad a la que se veía condenado repercutía en su manera de ser, casi siempre tranquila, sumiéndolo en frecuentes momentos de ansiedad. A menudo rondaba la escuela como un perro merodeador, haciendo lo posible para que el maestro lo viera. Incluso un par de veces esperó a que saliera de clase para abordarlo y preguntarle por los avances que hubiera podido hacer. Cuevas se mostraba cauteloso, pero en ningún momento pareció contrariado por verlo o por tener que hablar con él. Le contaba cómo estaba sembrando entre sus alumnos y sus familias para poder recoger información y le instaba a tener paciencia, a confiar en sus buenos oficios.
Tras una semana de espera fue el propio maestro quien acudió a buscarlo a la pensión.
– Creo que he encontrado datos interesantes. Una señora viuda que tiene un par de chicos en la escuela dice que vio a La Pastora y a su compinche cuando asaltaron una masía en Herbés.
– ¿Cuándo fue eso?
– Un día del invierno de 1953.
– Ha llovido mucho desde esa fecha.
– Pues eso es lo que he averiguado. Por el momento no hay más.
– ¿No sabe ella dónde se encuentra ahora la maquis?
– No, nada en absoluto; estoy seguro de que si hubiera oído algún rumor me lo hubiera dicho, quería colaborar.
Infante se quedó pensativo, cabeceó, su desilusión era tan evidente que el joven remachó:
– Tienes que tener un poco de calma y fe en mí. Algún soplo me llegará.
– ¿Cómo puedes estar tan convencido?
– Carlos, convencido no puedo estar. Lo que pretendéis saber es algo secreto y muy peligroso, ¿comprendes?, peligroso de verdad. Así que la gente, de entrada, prefiere no abrir la boca. Pero he pensado mil veces que si la bandolera se esconde por esta zona es imposible que nadie haya tenido ni la más mínima noticia de ella. ¿Ningún masovero se la ha encontrado robándole en la cosecha algo para comer? ¿Ningún pastor la ha avistado siquiera en la lejanía? Me extrañaría mucho que no fuera así. Y si así ha sido, ese encuentro se habrá contado entre amigos y vecinos y luego se habrá extendido como la pólvora por todas las poblaciones vecinas. Ten confianza, te lo ruego. Tirando del hilo toda la madeja se puede desenrollar.
– ¡Tengo confianza en ti, pero estoy cansado, no me gusta la inactividad!
– ¿Queréis hablar con esa mujer o no le digo nada?
– Hablaremos con ella; al menos así hacemos algo.
Nourissier estuvo de acuerdo, si bien desde hacía un tiempo todo parecía resbalarle cada vez más. Se dedicaba a pasear beatíficamente por el campo, a leer. Incluso las continuas anotaciones en sus cuadernos habían perdido interés para él. Infante había creído que, cuando se aproximara el final del plazo, el psiquiatra lo acosaría pidiendo resultados, pero nada de eso se había cumplido. Muy al contrario, era como si su compañero ya hubiera llegado al último día.
– No sé si tiene sentido entrevistarnos con esa señora -confesó Infante sus resquemores-. Más o menos ya sabemos lo que nos dirá: entraron en la masía al atardecer, uno se quedó en la puerta con su fusil vigilando para que nadie pudiera sorprenderlos, y el otro obligó a los masoveros a darles dinero, comida y ropa. Según el humor que tuvieran en aquella ocasión o cómo se desarrollaran las circunstancias del atraco, los apalearon. La Pastora iba vestida de hombre, parecía tranquila y casi no habló. ¡Me lo sé de memoria!, dudo de que otro testimonio vaya a aportarnos ninguna novedad!
– ¡Quién sabe! -exclamó el francés lánguidamente.
– Iremos a la cita por no desairar a Joaquín; el pobre se ha tomado esto como una cosa personal y está dedicándole mucho esfuerzo. Además, demuestra tal seguridad en que encontraremos el paradero de La Pastora que cuesta no tomarlo en serio.
– Me parece muy bien.
– Sí, y si hubiera decidido lo contrario también te parecería estupendo. Tengo la sensación de que todo esto empieza a importante un pimiento.
– No hables así.
– Es como si hubieras olvidado para qué viniste a España. Me pregunto qué le dirías a La Pastora si pudiéramos hablar con ella mañana mismo.
– ¡Ah!, pues llegaría hasta ella y luego le diría: «La Pastora,
I presume». – ¡Vete al infierno! -exclamó Infante, y se alejó entre carcajadas.
Nourissier quedó solo y sonrió con tristeza. Aquel cínico que dos meses atrás se deslizaba con lentitud por los acontecimientos como si no fueran con su persona, había devenido ahora en una especie de hombre de acción. Bien podía decirse que formaban un tándem perfecto que variaba según las necesidades, porque él mismo no se sentía en absoluto propenso a actuar. Estaba apagado y melancólico pero, al mismo tiempo, inmerso en una gran paz. Lo veía todo con lejanía, con la extraña ponderación de quien ha hecho el trayecto de ida y vuelta tantas veces que ya puede caminar sin fijarse en los detalles. La vida consiste en muchas cosas, pensó, pero un solo hombre no consigue abarcarlas todas, no debe intentarlo siquiera. Él había vivido muchos años con la impresión de encontrarse en el centro del mundo, y ahora por fin comprendía que había ocupado un pequeño lugar, un círculo cerrado, la cima de una loma poco elevada desde donde sólo se distinguía un horizonte parcial. ¿Y qué hace uno cuando toma conciencia de que el reino que domina es un grano de arena, seguir igual? Parecía evidente que no, pero la cantidad de vías abiertas por las que se podía continuar era inmensa. ¿Qué le garantizaría haber escogido la acertada esta vez? Nada. Ninguna solución existencial era global y poderosa, ninguna aseguraba un mínimo de plenitud, todas tendían a demostrar que la inutilidad era en el hombre casi un fin del que huir resultaba casi imposible. Suspiró; al menos había sido capaz de darse cuenta. En ese momento le avisaron de que tenía una llamada desde París. Por fortuna el teléfono ocupaba un lugar discreto en la pensión desde donde no se oían las conversaciones. Distinguió la voz de su mujer.
– Lucien, ¿sabes quién soy?
– Por supuesto, querida. ¿Cómo estás?
– No te he llamado para contarte cómo estoy, sino para preguntarte si sabes la fecha de hoy.
El tono seco y cortante lo sorprendió. Buscó en su mente con urgencia alguna efeméride familiar de la que hubiera podido olvidarse, pero no la halló. Decidió no perder la calma.
– Hoy es doce de diciembre.
– Cierto. Dentro de unos días será Navidad y supongo que estás preparándote para volver a casa.
– El plazo no vence hasta…
– El plazo, ¿qué plazo, puedo saber de qué me estás hablando? Te fuiste a realizar un presunto trabajo con un objetivo concreto. A día de hoy creo entender que ese objetivo no se ha cumplido. ¿Qué piensas hacer, seguir ahí agotando los días, y para qué? Ésa es mi pregunta, ¿para qué?
– Estamos en un momento en el que pienso que un acercamiento al objetivo es más que probable. Verás…
– No quiero oír nada de eso, Lucien, nada. Llevas más de dos meses fuera de casa y es hora de que regreses y vuelvas a asumir todas tus responsabilidades de una vez.
– Evelyne, estás muy nerviosa. No creo que sea el momento ideal para hablar.
– ¿Y cuándo lo es? Ya nunca llamas, ni escribes, es como si hubiéramos dejado de importarte, como si no fueras el mismo y otra persona ocupara tu lugar. Tus hijas me preguntan por ti cada vez con menos frecuencia y llegará un momento en que te olvidarán.
– ¿Me olvidarán por quince días más de ausencia? ¡Por Dios, querida, eso es una tontería! Se trata de esperar sólo un poco.
– ¡No, basta, no pienso representar el papel de la estúpida que espera hasta que a su marido se le ha terminado la diversión! Has colmado mi paciencia.
– No hay nada de divertido en lo que hago aquí, te lo aseguro. Es más, estoy pasando por unos momentos psíquicos muy duros.
– Me importa poco. Quiero que me contestes: ¿vas a venir inmediatamente? Porque de lo contrario…
Nourissier la interrumpió, alterado al fin:
– ¡Es inadmisible que entre nosotros exista algún tipo de chantaje! ¿Comprendes?
– En ese caso, adiós.
Oyó el ruido que hacía el auricular cuando se cuelga abruptamente. Tragó saliva. Se dirigió a su cuarto con paso cansino. Se encerró. ¿Y bien? Pocas veces había visto enfadada a su esposa. Evelyne era normalmente tranquila, comprensiva, y nunca se permitía expansionar sus sentimientos negativos. Con las niñas era paciente, firme pero nunca impositiva. Y con él…, a veces había pensado que de no haber sido por su comprensión infinita, no hubiera avanzado como lo había hecho en su carrera profesional. Pero en esta ocasión no había soportado el alejamiento, lo había vivido como un abandono, una falta de interés por su parte. Analizaba esa reacción desde dos puntos de vista. Por un lado, Evelyne había notado que él estaba en cuerpo y alma en otro lugar. Lo cual era cierto, no dudaba de que se trataba de un estado transitorio, pero su vida anterior a aquel viaje se le antojaba lejana, casi ajena, y su mujer pertenecía a ella. Por otro, en cuanto echaba la vista atrás, se daba cuenta de hasta qué punto había sido un hombre dócil; tanto, que sólo al despertarse en él una pequeña rebelión, su esposa la juzgaba intolerable. Dócil y continuista, ésos eran los calificativos que expresaban bien su comportamiento hasta aquel día. Había sido un chico estudioso y formal, un hijo respetuoso y atento, un marido impecable, un padre amante. Había seguido los pasos de la profesión paterna y su ejercicio de la medicina siempre se había distinguido por su honradez y abnegación. Todo eso estaba muy bien, pero podía enunciarse de otra manera: siempre, absolutamente siempre sin excepción, había hecho lo que los demás esperaban de él. Ni una sola de las reglas sociales que imperaban en su ambiente había sido transgredida, orillada, ni siquiera cuestionada. Se había convertido en el producto perfecto de su clase, de su pequeño mundo burgués. Aquel pensamiento no lo tranquilizó; lejos de eso, le hizo experimentar una incomodidad enorme. ¿Era justo que, ni siquiera una vez en la vida, pudiera tomarse un tiempo para profundizar, para conocer otras realidades, para reflexionar sobre el sentido de su existencia? ¿No parecía excesivo que, habiendo dado todo su corazón a una mujer, ésta careciera de la generosidad necesaria para permitirle un alto en el camino? Quizá la elección existencial que había hecho Carlos Infante no fuera tan cínica ni tan egoísta. Dejar pasar los acontecimientos sin compromiso ni implicación era más una consecuencia que un punto de partida. Nadie tiene derecho a poseer la voluntad de un hombre: ni padres, ni esposos, ni profesiones, ni sociedad alguna. ¿Quién podía saber en qué individuo se hubiera convertido de no haber sido fiel a todos los convencionalismos? ¿Sería como uno de aquellos pobres campesinos españoles que habían dejado la vida defendiendo sus convicciones? Imposible saberlo ya; su destino lo había arrastrado sin que él opusiera la menor resistencia. Decidió que volvería a llamar a su mujer al día siguiente, o al otro, cuando su mente se encontrara un poco más sosegada.
Joaquín Cuevas los había citado en la carretera a las siete de la tarde. Él serviría de guía hasta la casa cercana a Vallibona donde los padres de su alumno vivían. Se le veía contento y nervioso, como si aquel corto viaje fuera en realidad una excursión campestre. Durante el trayecto no paró de charlar, dándoles detalles sobre lo muy buena gente que eran los miembros de aquella familia y aventurando cuáles serían los resultados de la entrevista con ellos.
El cuadro que vieron al llegar no les resultó novedoso. Una mujer de mediana edad con tres chavales, todos ellos mirándolos con los ojos fijos. Cuevas, voluntarioso, representó su papel de enlace a la perfección. Los presentó, intentó tranquilizar a todo el mundo y fue él mismo quien comenzó a preguntar.
– Venga, Mercedes, cuénteles a estos señores lo que pasó cuando estaba usted visitando el
mas de Herbés.
La mujer no se veía asustada porque debía de haber sido convenientemente instruida por Cuevas. Asintió, despachó a los niños en un gesto de prudencia, y los invitó a pasar a la estancia principal de la masía. Allí había preparado unos vasos, vino dulce y una bandeja de
pastissets. El marido la siguió sin abrir boca. Tanto Infante como Nourissier se fijaron en la deferencia que los dos masoveros mostraban de cara al maestro. Cuando habían cumplido con todos los pasos previos que dictaba la hospitalidad, el marido comenzó a relatar lo que había visto en el
mas de Herbés un día de noviembre.
– Entraron cuando ya se estaba haciendo de noche. Yo había ido a pasar el día con mi amigo Manuel. Le había llevado unas semillas de tomate muy buenas que él me pidió. Su mujer preparaba la cena cuando oímos voces fuera de la casa. Eran los dos maquis de los que ustedes quieren saber.
– Quieren saber sobre todo de La Pastora, espero que lo recuerdes, La Pastora es lo más importante para estos señores -le interrumpió Joaquín. El hombre cabeceó afirmativamente y prosiguió.
– Fue la Guardia Civil quien nos dijo después que era la Pastora, pero allí fue vestida de hombre y con el pelo cortado como un hombre. Iba muy desastrada, con una americana a rayas blancas y negras que le caía demasiado grande. Llevaba unos pantalones del color de los que llevan los soldados, calcetines blancos, sandalias y boina. El otro se había vestido con un traje de pana todo negro y alpargatas. La ropa de los dos se veía vieja pero no sucia. Nos llevamos un susto muy grande porque tenían armas.
– ¿Diría usted que estaban muy cansados, hambrientos? -preguntó Nourissier.
– Sí, y para el frío que hacía iban muy desabrigados. Hubiera dado pena verlos si no hubiera sido porque eran mala gente. Muy delgados también estaban, y lo primero que pidieron fue comida. A la mujer de Manuel le dijeron que les preparara dos tortillas de patata. Mientras ella las hacía, el que no era La Pastora se fue con mi amigo Manuel a dar una vuelta por la casa. La Pastora nos apuntaba todo el rato con un rifle. Daba miedo porque no hablaba, sólo nos miraba de vez en cuando con unos ojos que eran como si te dejara en cueros.
– ¿Le pareció que estaba asustada o a lo mejor incluso un poco desesperada? -intervino de nuevo el psiquiatra.
El masovero se encogió de hombros, hizo ademán de no saber. El maestro quiso ayudarle.
– El señor quiere decir si la vio usted como si ya no pudiera más, como si ya no tuviera ninguna esperanza en la vida.
– No le sé decir; tenía una escopeta y estaba alerta de dos cosas a la vez: vigilaba que nosotros no nos moviéramos y que no llegara nadie a la masía. Nerviosa no estaba, eso no. Al cabo de una hora más o menos ya tenían en medio de la cocina lo que se querían llevar. Me acuerdo de que habían cogido ropa: un mono de trabajo, un traje de pana… También comida: panes, jamón, una bota de vino… ¡Ah!, y todas las cajas de cerillas que había en la casa.
– ¿No querían dinero? -preguntó Infante.
– No, del dinero ni hablaron. A Manuel le extrañó mucho; pero a lo mejor ellos ya se dieron cuenta de que la masía era pobre. Lo que sí pidieron fue una escopeta, y no se creían que mi amigo no la tuviera. Allí sí que hubo un momento que yo pensé que se iba a liar, pero no pasó nada. Para mí que si ya llevaban tantos años en el monte como dijeron los guardias, no estaban para muchas historias y lo que querían era comer y largarse.
– Cuéntales más cosas de La Pastora -intentó el joven hacerle hablar.
– Ya les he dicho todo lo que sé, señor maestro; si supiera más cosas, más le diría, que nosotros tenemos mucha confianza en usted.
– Pero piensa bien, a lo mejor algún detalle se te ha pasado.
Infante se levantó en un impulso y, enfilando la salida de la casa, dijo:
– No creo que sepa nada más. Os espero fuera.
Nourissier y Joaquín, sorprendidos, acabaron de completar el ritual de cortesía. Cuando subieron al coche, no les fue difícil percibir el enfado del periodista.
– ¿Te ha parecido poco interesante, Carlos? -preguntó el maestro, apurado.
– Todo lo que ha contado ya me lo sé: uno se queda en la puerta vigilando, La Pastora iba vestida de hombre y casi no abrió la boca, Francisco exigió registrar la casa. La única diferencia entre una historia y otra está en el botín: unas veces roban panes y otras harina. Por lo demás, sin novedad en el frente.
– Lo siento, Carlos; de verdad. Yo hago mis averiguaciones y los convenzo para que os cuenten su experiencia, pero no puedo saber si es valiosa o no.
– Pues si eso es todo lo que puedes conseguir, dudo mucho que debamos seguir adelante. Te estás significando para nada.
– Ten un poco de paciencia. Estoy convencido de que alguno de esos padres de alumnos nos dará una pista definitiva, ya verás.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– Lo noto en sus caras, en el sigilo que guardan al principio de hablar con ellos, en las miradas que se lanzan unos a otros.
– Ya no estamos para intuiciones, ¿comprendes?, perder el tiempo es lo peor que podemos hacer.
Nourissier le puso una mano en el brazo que agarraba el volante:
– Carlos, por favor -musitó para tranquilizarlo.
El silencio dominó el resto del trayecto. Compungido en el caso de Cuevas, mohíno en Infante, preocupado en Nourissier. Lo depositaron frente a su alojamiento. El maestro dio las gracias y sonrió como despedida.
– Has sido muy injusto con él -le afeó el psiquiatra a su compañero.
– Me da igual, no deja de darse importancia y marear la perdiz para nada.
– Creo que deberías tranquilizarte un poco.
– Yo creo que no. Teníamos un ovillo e íbamos tirando de un hilo que nos conducía hacia delante, pero de repente todo se para y estamos en el centro del ovillo otra vez.
Nourissier no respondió; suponía que Infante llevaba razón, pero no sentía el menor deseo de soliviantarse. Aunque todo parecía estar en contra, él se encontraba en un estado anímico ideal para pensar, y era lo único que le apetecía hacer: reflexionar sobre su vida, sobre él mismo.
Llegaron a la pensión. Era demasiado tarde para cenar, así que cada uno se encaminó hacia su dormitorio tras una mínima despedida. Dos minutos después de que el francés hubiera cerrado la puerta, Infante lo llamó.
– Me voy a dar una vuelta por el campo, ¿te apetece venir?
– ¿A estas horas?
– Llevo una linterna y hay una luna llena espectacular.
– ¿No tendremos mucho frío?
– También llevo calefacción -se abrió la pelliza y mostró una botella de coñac.
– Espera, voy a abrigarme.
Abandonaron el pueblo caminando a paso ligero, sin hablar. El aire era frío, pero seco. Nourissier empezó a respirarlo con placer.
– Ha sido una gran idea este paseo nocturno. ¿Sigues de mal humor?
– Con un par de copas se me pasará.
Llegaron a una era abandonada que absorbía la luz intensa de la luna, como un lago.
– ¡Es precioso!-exclamó el psiquiatra-. ¿Me has traído a propósito hasta aquí?
– Vengo a veces, mientras tú te dedicas al trabajo científico en tu cuarto.
Se sentaron sobre el círculo plateado. Infante sacó la botella, bebió a gollete, se la pasó a su compañero.
– Hace días que no trabajo -dijo éste, y bebió también.
– ¿No trabajas? ¿Y qué haces tanto tiempo encerrado en esa maldita pensión?
– Pienso.
– ¡Vaya por Dios!, pasarás de psiquiatra a filósofo.
– Ojalá.
– ¿Y has llegado a alguna conclusión?
– Para pensar se necesita serenidad, para sacar conclusiones, paciencia, y para ponerlas en práctica, valor.
– Pues yo no tengo ninguna de las tres cosas. Por eso prefiero no pensar.
Se echaron a reír y le dieron un nuevo y largo tiento a la botella. Nourissier notó cómo el alcohol empezaba a calentarle las venas y se sintió bien.
– Tienes suerte, Carlos -dijo.
– ¿Se puede saber por qué?
– Porque eres libre, haces siempre lo que te da la gana.
Infante se puso serio, miró a la luna, después a su compañero:
– A veces pienso que ser libre es hacer lo que debes y no lo que te da la gana.
Nourissier dio un grito burlón, se puso a aplaudir:
– ¡No puedo creerlo, te has convertido en un moralista!
– He aprendido de ti.
Se había creado ya una inercia con la bebida y se pasaban la botella el uno al otro cada pocos minutos. Nourissier rompió de nuevo el silencio.
– ¿Por qué te acostaste con aquella mujer?
– No sé, me apetecía. Llevaba mucho tiempo sin hacer el amor. ¿A qué viene eso ahora, te apetecía a ti también y no te atreviste?
– Ni siquiera me lo planteé. Ese es el problema conmigo; hay cosas que nunca me he planteado. Pienso que no me corresponde hacerlo y punto.
– ¿Cómo sabes lo que te corresponde y lo que no?
– Ese es otro problema: no lo sé. Supongo que lo aprendí de pequeñito, me lo dijeron, lo vi… Mediocridad, mi querido amigo, mediocridad.
– No te pongas solemne. Bebe un poco más.
– He oído cosas terribles en este país, las he palpado, las he sentido. No creo poder seguir viviendo como hasta ahora lo he hecho. Me parece que soy como un niño mimado y no quiero serlo más.
– Me alegro mucho de que te hayas dado cuenta; en efecto, la vida es una mierda, pero no me des la lata, por favor. Bebe de una vez.
– La botella está casi vacía.
– Perfecto. Acabémosla y servirá de diana. La pondré allí y haremos un campeonato de tiro de piedra. ¿Aceptas el reto?
– Lo acepto.
Dieron los últimos sorbos. Infante se levantó, algo tambaleante, y se acercó a los matorrales buscando un sitio donde colocar la botella. De pronto vio cómo una sombra se movía en la oscuridad, muy próxima a él. En vez de gritar o pararse, siguió avanzando y, cuando se encontraba muy cerca, apartó los matorrales y pudo distinguir con claridad la cara del joven que otras veces lo había seguido. Se abalanzó en su dirección con intención de agarrarlo pero tropezó y cayó sobre unas zarzas. El chico saltó por encima de él para huir, pero Infante, a pesar de estar algo borracho, pudo ponerse en pie casi inmediatamente y empezó a perseguirlo. Ambos pasaron a toda velocidad junto a la era en la que estaba tumbado Nourissier, que no entendía qué estaba pasando.
– ¿Adónde vas, Carlos? -preguntó con voz lastrada por el alcohol.
Infante estaba casi alcanzando a su presa, pero no conseguía aproximarse lo suficiente como para lanzarse sobre sus piernas. En un momento de desesperación empezó a chillar:
– ¡Párate, cabrón, párate! ¿Por qué me sigues, di, por qué?
En el esfuerzo de hablar, la pequeña ventaja que le llevaba el muchacho se hizo mayor y, tras un instante, se incrementó lo suficiente como para que el perseguidor comprendiera que había perdido la carrera. Sin respiración y con un fuerte dolor en el pecho, Infante se dejó caer de rodillas sobre la hierba. Allí, poco a poco, fue recuperando el resuello hasta que pudo levantarse y regresar hasta la era, aún jadeando. Nourissier, completamente derrotado por la bebida, estaba a punto de dormirse cuando llegó pero, al verlo, se reanimó y dijo en tono ebrio:
– ¡Carlos!, ¿adónde habías ido?
Su compañero estaba furioso, enloquecido de frustración. Descubrió que aún llevaba la botella de coñac en la mano y, en un arrebato, la estampó contra el suelo haciendo que los cristales saltaran en todas direcciones. El francés no se inmutó demasiado.
– Pero, Carlos, ¿qué haces? ¿Y ahora qué vamos a beber?
– Beberemos la sangre de los inocentes.
– Entonces vamos a pasar mucha sed, porque inocente, lo que se dice inocente, no existe casi nadie.
Infante se dejó caer junto a él y comenzó a reírse a carcajadas. Era una risa metálica, crispada, histérica, que se extendió en la noche como un eco fantasmal.
– No te rías tan fuerte, que no puedo dormir.
– Duerme, francés, duerme, tú que tienes conciencia de ángel.
El aire, claro y transparente, empezó a moverse en imperceptibles ráfagas de viento que fueron incrementándose cada vez más. De madrugada, un enorme vendaval estremecía las copas de los árboles, arrastraba hierbas secas y movía los cabellos de los dos hombres dormidos sobre la era.
Volvimos a lo nuestro, que era caminar y caminar por el monte. Dimos rodeos hasta enfilar hacia Castellote porque seguía la alerta de la Guardia Civil, que veíamos guardias pasar en camión de un lado a otro como si no tuvieran nada mejor que hacer. ¿Hasta cuándo iban a estar buscándonos?, le daba yo a la cabeza, ¿no se iban a quedar conformes hasta que nos mataran? Seguro que estaban muy furiosos porque ya no quedaban otros maquis a los que cazar. Iban a por nosotros, porque además debían de pensar que ya estábamos en las últimas. Pero no, podíamos escondernos y vivir. Claro que ya no era como antes cuando estaban los compañeros y teníamos puntos de apoyo. No, ahora había que ir apañándose día a día. Volvimos a robar. ¡Hasta un par de corderos robamos!, por la noche, cuando no estaba el pastor. Nada de presentarse y llevarse las provisiones en nombre del pueblo y la libertad. Pero ¿ustedes saben lo que es robar un cordero? Hay que matarlo, desollarlo con la navaja, esperar que se seque la sangre y luego cargarlo monte arriba hasta donde hagas vida. Una faena muy grande. Acabamos los dos molidos, sin fuerza ni para hacer fuego y asar algo de carne. Nos echamos a dormir en cuanto llegamos. Yo llevaba sangre del cordero por el cuello que se me había mezclado con el sudor y parecía que me hubieran pegado un tiro. Pero el peor era Francisco que, aunque cargaba con el cordero más pequeño, al no tener tanta fuerza como yo arrastraba los pies y más de una costalada se dio. Yo, por mí, hubiera dejado los corderos vivos y los hubiera criado para verlos crecer y que nos hicieran compañía, pero Francisco me dijo que si estaba loco, y llevaba razón; hay que estar muy loco para decir eso. Pero es que sin querer me salían esas cosas porque lo que quería era quedarme quieto en algún sitio, hacer como que teníamos una vida normal.
Nada, miserias, que nos habíamos vuelto unos miserables sin nada en el mundo. Francisco ahora sólo miraba por encontrarse con su familia, pero no pensaba qué pasaría al día siguiente de verlos. Yo sí, y me daba cuenta de que no pasaría nada, de que seguiríamos igual por el monte, sacando un poco de comida de aquí y otro de allá, unos cuantos duros quitados a algún masovero de vez en cuando. Aquello era una batalla perdida, pero daba igual; yo haría lo que quisiera Francisco porque era mi amigo y si quería ir a Castellote pues iríamos. Él me dijo un día en el camino:
– Oye, Pastora, que si quieres voy solo y tú me esperas en un sitio seguro, que esto es peligroso y tú no tienes por qué pasarlo.
Le contesté que me dejara en paz y que yo iba donde me daba la gana y que todo era peligroso ahora para nosotros: irse o quedarse, tirar para arriba o para abajo. En cualquier parte nos podían matar, a cualquier hora. Así que más valía no tener conversaciones sobre los peligros, no fueran a traernos mal fario.
Llegamos por fin a los alrededores de Castellote a últimos del mes de mayo. Ustedes ya me conocen un poco como para saber que no me gusta darme importancia y decir cosas buenas de mí mismo; por eso lo que voy a decir ahora tómenselo para bien: yo soy un hombre valiente y también era valiente cuando era mujer. Habrá sido a lo mejor por pasarme la vida tan solo y haberme criado casi como un animalico, con los corderos en el monte; pero el caso es que miedo, lo que se dice miedo no he tenido jamás. Pues bueno, aquel día de Castellote sí tuve un poco. Era como ir a meterse en la boca del lobo, y la boca se podía cerrar de un momento a otro. Guardias había a mansalva. Claro que ya hacía tiempo que habían pasado las cosas y no tenían la casa de Francisco vigilada; pero aun así, a ver cómo nos acercábamos para darles noticia de que estábamos allí al lado. Francisco me dijo:
– Podías vestirte de mujer otra vez y llegarte hasta casa de mi madre, que por lo menos está más apartada de la plaza.
– Quítate eso de la cabeza porque yo de mujer no me voy a vestir nunca más, y menos ahora que pueden pegarme un tiro y ¿qué quieres, que me muera disfrazada? Pues no, yo moriré como hombre que soy -le contesté.
Al final hicimos lo más fácil y lo único que se podía: me acerqué yo por la noche y quedamos que la familia iría a una masía abandonada donde ya se habían visto otras veces. La madre avisaría a su nuera, que acudiría con las hijas. Y así fue.
Yo, como siempre, me escondí lejos para que no se quedaran cortados por mi culpa ni les diera vergüenza. Pasó por allí toda la familia y en el último momento estuvieron solos marido y mujer, me imagino que haciendo sus cosas de matrimonio. Nos trajeron bastante comida que habían comprado con el poco dinero que tenían. Cuando se acabó la visita me creí que iba a ver a Francisco como ya lo había visto otras veces que tenía que dejar a los suyos, con los ojos encarnados de tanto llorar, pero no, estaba seco como un palo cortado, más seco que nunca y con la vista perdida en el aire. Para mí que sabía que era la última vez que iba a verlos, que les decía adiós para siempre sin decírselo a las claras, y que ya sabía que las lágrimas no iban a cambiarle la suerte. Y de eso estuve ya seguro cuando quiso que, al salir de Castellote, fuéramos a Villarluengo para visitar a un matrimonio anciano con una hija loca que eran tíos de su mujer y él los quería mucho. Allí cenamos con ellos y también nos dieron comida para llevarnos. Pasó lo mismo: besos y abrazos y todo el mundo muy triste, pero a Francisco se le veía duro como una piedra. Se despedía y no quería llorar más. Seguro que íbamos a marcharnos lejos y por mucho tiempo, me imaginé.
Aquella mañana, Infante había salido a dar una larga caminata por el monte. Lo hacía a menudo en los últimos días porque sólo así lograba apaciguar su ansiedad. Había abandonado la esperanza de que alguien en el bar o en algún lugar del pueblo, mediante una conversación casual, le facilitara datos sobre el escondrijo de La Pastora. Y sin embargo, a pesar de aquel desierto total de pruebas, tenía siempre la impresión de que la teoría del maestro era correcta. No resultaba creíble que los habitantes de la zona no hubieran visto nunca, ni siquiera en un vislumbre, a una mujer que se encontraba escondida en los alrededores. La conclusión era que, simplemente, guardaban silencio para evitarse cualquier complicación. En tal caso, tarde o temprano Joaquín Cuevas daría en el blanco. La seguridad que éste tenía en el éxito también lo indicaba así. La única duda estribaba en saber con qué celo estaba cumpliendo el cometido que prometió llevar a cabo. A veces tenía la sensación de que el maestro le daba largas a propósito, como si ya conociera el paradero de la mujer y estuviera reteniendo la información por algún motivo que no conseguía imaginar.
Andando por aquellos caminos, subiendo laderas y bajando barrancos, se preguntaba dónde podía ocultarse la bandida. Cuando se acercaba a alguna cueva natural se le aceleraba el corazón. Caminaba hasta la boca y miraba dentro. El aire fresco de las sombras le daba en la nariz. ¿Quién podía ser capaz de vivir allí durante dos años en completa soledad? ¿Cómo sobrellevar las largas noches, el frío en invierno, la incomodidad? ¿De qué manera se aprovisionaría de comida, de agua? ¿Qué haría cuando le doliera una muela o creyera necesitar a un médico? Y sobre todo, ¿qué temple era necesario en una persona para mantenerse tanto tiempo sin ver a un semejante, sin hablar, sin la más mínima comunicación humana? Todas aquellas dificultades, sin embargo, no eran nada comparadas con la ausencia de futuro. Todo el mundo se mostraba consciente de que el régimen franquista no era una situación política que fuera a desaparecer en un plazo breve. Entonces, ¿qué planes podía hacer una fugitiva atrapada en el monte? Si lo único que buscaba era sobrevivir, acabaría convertida en una alimaña. Eso le hacía pensar en las historias inventadas o ciertas de niños salvajes amamantados por los lobos en el bosque, criados a su propio albur en un medio hostil. En algunas ocasiones tenía aún la impresión de que todo aquello era una locura imposible, algo que había leído en un libro, una leyenda sin fundamento real.
Cuando llegó a la pensión, sumido en sus cavilaciones, se llevó una sorpresa mayúscula al ver un taxi de Barcelona aparcado en la calle. Dejándose arrastrar por un extraño impulso, estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse de nuevo. Luego, avergonzado por su absurda reacción, entró en la casa y se dio de bruces con la patrona.
– ¿El taxi…? -Antes de que hubiera terminado de formular la pregunta, la mujer le informó, emocionada por lo inusual del hecho:
– Es un taxi de Barcelona que ha traído a una señora francesa. Yo diría que es la mujer del doctor porque está en la habitación con él. El taxista me preguntó dónde estaba el bar del pueblo y se ha ido para allá.
Infante subió a su habitación con un verdadero ataque de curiosidad; deseaba enormemente saber cómo era la esposa de Nourissier, pero tuvo que aguantarse. Al pasar por delante del cuarto de su amigo, oyó voces en el interior y no le pareció adecuado llamar, así que entró en el suyo dispuesto a dejar la prudencia de lado. En cuanto percibiera que salían, iría a su encuentro.
Nourissier, a pesar de estar hablando con su mujer, se dio cuenta de que los pasos de Infante habían sonado en el pasillo. Estuvo seguro de que para su compañero sería tan sorpresivo ver a su esposa como lo había sido para él un par de horas antes. Al abrir la puerta había permanecido quieto y sin reaccionar; únicamente su voz le hizo salir del pasmo y tomarla entre sus brazos para apretarla contra sí. Besos, caricias, nuevos abrazos… Ambos cayeron sobre la cama y, antes de intercambiar una palabra, hicieron el amor con deseo, pero también con un cariño desbordado y gozoso. Después rieron, sorprendidos y felices por haber antepuesto el sexo a alguna otra consideración. Se vistieron y empezaron a charlar. El psiquiatra estaba exultante y se preguntó a sí mismo cómo había sido capaz de vivir sin su mujer todo aquel tiempo.
– ¿Qué te ha hecho venir faltando tan poco para mi regreso? -le preguntó, sonriente.
– Quería darte una sorpresa.
– ¡Pues me la has dado, vaya que sí! ¿Cómo están las niñas?
– ¡Te echan tanto de menos!
– Yo también a ellas. Había días en que temía que cambiaran tanto en tres meses que no pudiera reconocerlas.
– ¿Y de mí no te acordabas? -dijo ella, mimosa.
– Cada hora, a cada instante. Pero no me había dado cuenta de hasta qué punto te añoraba. Ahora sí, ahora sé lo mucho que te necesitaba.
– Bueno, ya pasó todo. Ahora volveremos juntos y no nos separaremos nunca más.
– ¿Piensas quedarte hasta que acabe el plazo?
Ella se tensó de repente, no contestó enseguida, se quedó mirándolo con dureza.
– Ese plazo lo has puesto tú, ¿no es cierto, Lucien? En ningún caso se trata de que tu jefe en el departamento, o un juez, una autoridad máxima, una obligación ineludible te.obligue a quedarte aquí quince días más.
El rostro de Nourissier se había ensombrecido. Miró a su esposa tristemente.
– Sí, es cierto. Ese plazo lo he puesto yo y creo que debo cumplirlo hasta el final.
– ¿Por qué, de verdad piensas que en quince días vas a conseguir lo que no has conseguido en dos meses y medio?
– No, es muy posible que lleves razón y no vaya a conseguir nada, pero se trata de una especie de…, no sé cómo llamarlo, una especie de acuerdo conmigo mismo, algo así como un símbolo.
Ella elevó la voz, nerviosa, alterada:
– ¿Un símbolo, un símbolo de qué, Lucien?
– Un símbolo de mi libertad.
Toda la contención de la que ella había hecho gala hasta el momento desapareció y su emotividad se vio desbordada. Los labios empezaron a temblarle y su mirada se volvió fiera.
– Exacto, tú lo has dicho: de pronto descubres tu auténtica cara. Has vivido todo nuestro matrimonio sólo pensando en tu profesión, en tus pacientes, en tu sagrado deber, en tus estudios, en ti mismo. Yo y las niñas somos sólo un adorno, la familia que parece necesaria como marca de respetabilidad, pero en el fondo no te importamos nada.
– ¿Cómo puedes decir eso, Evelyne? Tú sabes que no es cierto, sabes que no hay nada más importante para mí que vosotras, sabes que os adoro.
– Entonces vuelve conmigo a París hoy mismo. Tengo un taxi que nos llevará a Barcelona, tengo dos billetes de avión para mañana por la mañana.
– Por lo que veo, esto se ha convertido en una especie de reto. Lo crucial no es estar conmigo, sino hacerme volver. ¿Puedo preguntar por qué?
– Porque en estos meses he tenido tiempo para pensar y necesito una prueba de que no antepones tu mundo a tu familia.
– Lo siento, no voy a jugar a ese juego. Volveré dentro de quince días como estaba planeado y si fueras una mujer realmente madura lo comprenderías y no forzarías esta absurda situación.
– Tú sí puedes jugar, ¿verdad? Juegas a erigirte en héroe de los pobres y desesperados de este maldito país, representas el papel del científico que sólo busca el bien de la humanidad, pero en el fondo sólo eres un niño mimado, ególatra hasta la saciedad. Me voy, Lucien, vuelve cuando quieras, pero aunque sigamos juntos debes saber que nada será igual entre nosotros, nunca más.
Salió precipitadamente y dio un portazo. Sólo unos segundos después se percató de que había olvidado su bolso, entró de nuevo en la habitación y volvió a salir. Nourissier fue tras ella. En ese momento, Infante abandonaba su cuarto porque el golpe en la puerta le había dado la señal que esperaba para conocer a la mujer de su amigo. Se aproximó hacia ella con una sonrisa en la cara y la mano extendida. Nourissier aventuró una presentación:
– Evelyne, él es Carlos Infante, mi compañero de viaje.
Lo miró de arriba abajo con un rictus de desprecio infinito en los finos labios y les dio a ambos la espalda sin decir una sola palabra. Luego caminó deprisa pasillo adelante hasta que la perdieron de vista en la escalera. Le pareció una mujer bellísima: morena, alta, con la piel muy blanca y aspecto espiritual. Comprendió que algo no iba bien. Mirando la desencajada mueca de Nourissier, dijo discretamente:
– Perdona, luego nos encontramos.
El francés atajó el movimiento que hizo Infante para encaminarse a su habitación y le pidió en voz baja:
– Pasa.
Obedeció. Ocupó el asiento en el que sólo un momento antes estaba la esposa del psiquiatra. Guardó silencio.
– ¿Sabes qué dice mi mujer? Dice que ha tenido tiempo para pensar y darse cuenta de que soy un ser egoísta que sólo vive para sí mismo. ¿Y sabes qué pienso yo? Pienso que lleva razón.
– No decías eso el otro día.
– Te equivocas; que haya estado siempre en el lugar destinado para mí no alteraba el orden de mis prioridades, y es cierto que mi familia no ocupó nunca el primer lugar. A la cabeza siempre he estado yo: mi trabajo, mi carrera, mi mundo.
– ¿Y ha venido desde París para decirte eso?
– Ha venido porque está harta y quería una demostración de amor por mi parte: que regresara hoy con ella a nuestra casa.
– ¿Eso tiene arreglo?
– No. Si vuelvo con ella, me pliego una vez más a lo que es mi papel. Si me quedo, algo muy importante se romperá. Siempre es así, la vida se vuelve tan compleja, se intenta compaginar tantas cosas, que al final todo se tambalea bajo tus pies y te conviertes en un ser indefenso que no sabe adónde agarrarse.
– Los campesinos que viven en estas tierras no tienen ninguna elección, ni los tipos que han matado en la guerra, ni esa condenada Pastora a la que buscamos. Pero tú sí la tienes.
– Eso no hace sino aumentar mi conciencia de ser un estúpido.
– Oye, te estás atormentando inútilmente. Siempre se paga un precio por todo, ¿no sabías eso? Poder escoger se paga también.
– Tú has tenido la inteligencia de saber renunciar a muchas cosas.
– No hablemos de mí. ¿Qué sabes tú de mí?
– Lo que me has dejado saber.
– Demasiado, quizá. Dejemos esta conversación, me pone nervioso y además es inútil. ¿Te sientes bien?
– No lo sé.
– ¿Quieres salir a dar un paseo?
– No, me quedaré un rato aquí.
– ¿Quieres que tomemos una copa?
– No, mejor no.
– Entonces me voy. Nos veremos después.
– Gracias, Carlos.
Infante no respondió al agradecimiento. Abandonó la habitación, se puso su zamarra y salió a comer en el bar.
Yo ya me imaginaba que las cosas no iban a ser lo mismo después de la última visita a Castellote, pero no sabía por dónde iba a salir Francisco, si le daría por volver a nuestra cueva y quedarnos allí tranquilamente o si querría seguir corriendo de un lado a otro. Tuve que esperar para enterarme. Primero sí que fuimos a la cueva, parando algún día por el camino para comprar víveres. Llegamos que sería el día 8 o 10 de noviembre. Hacía frío y yo estaba cansado, así que la cueva me pareció como mi casa. Hice un fuego fuerte y nos calentamos. Todo estaba como lo habíamos dejado porque era muy claro que aquel sitio no lo podía encontrar nadie. Las pieles de poner en la cama, los candiles, la leña apilada, un par de garrafas de vino, una cántara de miel pequeña, las armas de repuesto…, todo estaba igual. La verdad es que yo no había tenido una casa tan apañada y tan segura en toda mi vida. A Francisco le gustaba menos, seguramente porque había vivido en sitios mejores. Renegaba de vez en cuando diciendo que parecíamos lobos en su gruta o conejos en su madriguera. Yo no me hacía mala sangre y todo me parecía bien. De todas maneras, no creo que fuera por culpa del sitio por lo que enseguida quiso salir a hacer correrías. Por las provisiones tampoco, que teníamos aún algunas cosas guardadas. Más bien quería salir porque no estaba tranquilo y en paz y allí, quieto y un día igual que el otro, se condenaba. También supongo que pensaba como siempre en su familia y se ponía malo imaginándose que no los vería más. Y ya se sabe que se piensa menos moviéndose que parado.
El día 26 de noviembre ya quiso ir a dar un golpe a un
mas. Dijo que le apetecía comerse una buena tortilla y no todos los días pan y jamón. Nos plantamos en la masía Arnau y es verdad que le dijo a la masovera si tenía huevos para cocinarlos. No pidió dinero. Nos llevamos unas cuantas cosas: cerillas, panes, un poco de ropa vieja…, luego volvimos a la cueva. Ese día yo sí que me enfadé. Mirando lo que habíamos sacado me planto delante de él y le digo:
– Oye, Francisco, ¿tú crees que vale la pena arriesgarse por esta miseria?, ¿te parecería bien que nos cogieran los civiles por habernos comido una tortilla, por más buena que esté?
No nos peleamos porque él enseguida me reconoció que llevaba razón.
– Tranquilo, Pastora, que ahora nos quedamos aquí refugiados todo el invierno. Y si nos falta algo iré yo a robarlo. Nada de asalto, un robo cuando nadie me vea y en paz.
Así fue, nos quedamos todo el invierno en la cueva y él se llegó a Vallibona varias veces por la noche para robar harina. Sí es verdad que se hacía muy pesado comer cada día lo mismo, pero yo enseguida me acostumbré. Y hasta hacía sopas con pan y la grasa del jamón. Francisco no lo decía, pero le gustaban.
Todo lo bueno se acaba, dice la gente, y se acabó el invierno bueno que habíamos pasado y llegó la primavera. Francisco había estado todos los meses de frío bastante tranquilo. Apagado, sin ganas de nada y sin humor alegre, todo el día rumiando y metido en sus pensamientos. Pero en cuanto llegó marzo y luego abril, ya quería meneo. Empezamos otra vez con los asaltos. Hicimos muchos. Lo malo era que nos dábamos cuenta de que los masoveros ya nos miraban mal. Como los compañeros maquis estaban en Francia y no se les había visto más el pelo, no era como antes. Antes algunos, muchos masoveros, estaban a favor del maquis y contra Franco. A nadie le hacía gracia soltar cosas o dinero por las buenas, pero había gente que la comida te la regalaba con gusto. Ahora no, ahora el tiempo iba pasando y todo aquello se olvidaba. Así que había que amenazar con las armas y todos parecía que te querían ver muerto. Y amenazábamos, yo el primero, porque como además no te recibían bien, te daban más ganas de ponerte en plan hijoputa, con perdón.
En aquellos asaltos Francisco cada vez se iba atreviendo más, pero no para sacar mejor provecho, que poco había al final, sino como si tuviera muchas ganas de arriesgarse. Y yo iba detrás de él, y delante si hacía falta. Hasta que pasó lo que tenía que pasar. En la masía Blasco pasó. Había allí dos matrimonios viejos y otro más joven con sus cinco hijos. Llegamos a las diez de la noche cuando ya se iban a dormir. Francisco había dicho que ya estaba harto de que sacáramos miserias de los asaltos y que esta vez iba a pedir dinero. Pidió diez mil pesetas y los amenazó con matarlos a todos. Les advirtió que aquello era una venganza por cómo lo habían tratado a él seis años antes; así que al dueño lo mataríamos de todas maneras y que, con el dinero en mano, se salvarían todos los demás. Les llamó de todo, insultos y reniegos, y les dio golpes con la mano, con la culata de la metralleta también. Chillaban y lloraban, pedían que los dejara vivos, pero él no se apiadó. El yerno del dueño salió a decir que no tenían tantas pesetas en casa, pero que iría al pueblo a buscarlas y que vendría con ellas. Francisco lo dejó ir y le dio un plazo de tres horas, ni una más. Si no se presentaba o si avisaba a los civiles nos cargábamos a toda la familia, a todos, a los niños también. Yo me lo creí porque hacía mucho tiempo que no lo veía tan furioso y era como si a cada momento que pasaba se fuera poniendo más.
No habían pasado las tres horas cuando yo, que vigilaba sin parar en la parte de fuera, me di cuenta de que a no más de cien metros se movía gente y nos estaban rodeando. Me fui despacio y sin hacer ruido para la puerta y di unos golpecitos que teníamos convenidos si había peligro. Luego me escapé un buen trecho hasta que los vi por la espalda, eran guardias y estaban escondidos entre la maleza. Me puse a dispararles, pero en ese momento salía Francisco de la casa y ellos empezaron a dispararle a él, así que tuve que cubrirlo y tirar más tiros aún. Mi compañero no se acobardó, oí que les pegaba varias ráfagas de metralleta. Después se subió a un tejado y les lanzó dos granadas de mano. Salió al patio de atrás y oí gritos y más ráfagas. En la oscuridad pude ver que saltaba al campo de centeno junto a la casa y empezaba a correr hasta donde había calculado por los tiros que yo estaba. Los civiles se volvieron locos a disparar, pero no le dieron porque, como les digo, estaba muy oscuro. Le hice una señal y le di un pitido y enseguida me encontró.
– ¡Vámonos, Pastora! -me gritó, y salimos corriendo por el monte. No nos seguían, pero daba igual, seguimos corriendo y luego andando cuatro o cinco horas más sin pararnos un momento y sin hablar. Cuando ya nos pareció que estábamos bastante lejos, nos echamos al suelo para descansar.
– ¡Me cago en Dios!-soltó Francisco-. ¡Tener que dejar los macutos con todo lo que llevábamos! Ese hijo de puta del yerno tiene que pagármelas alguna vez. Volveremos.
– Déjalo en paz y olvídate de él. ¿Qué fueron esos gritos en la casa y las ráfagas que pegaste al final?
– Tuve que cargarme a un tío que no me dejaba salir.
– ¿Pues no decías que en la masía sólo estaba la familia?
– Ése venía de la montaña por la parte de atrás.
– Entonces debía ser el pastor que tenían.
– Pues ya hay un pastor menos en el mundo, mira tú.
– Has estado a punto de que te mataran.
– Me da igual.
– Es que eso de los secuestros es muy mala historia, Francisco, porque nadie tiene dinero en su casa y si han de ir a buscarlo al pueblo, siempre la vamos a liar. Ya no es como antes y la gente avisará a la Guardia Civil seguro. Si dejas marchar a alguien de la casa, estamos vendidos.
– ¿Tienes miedo, Pastora?
– No.
– Entonces no me marees.
No lo mareé y seguimos haciendo secuestros. En cuanto llevábamos un tiempo tranquilos en la cueva, se ponía nervioso y, aunque no necesitáramos dinero ni comida ni ropa, salíamos «de ronda» y cada vez era todo más peligroso. Pero eso era normal, porque los peligros los buscaba él. Por lo menos así debía de parecerle que estaba menos amargado y el tiempo le pasaba más deprisa avistando las masías, vigilando las entradas y salidas de los dueños… y si estaba mejor así, así lo haríamos.
Asaltamos masías en la provincia de Teruel, también la masía Colela, cerca de Morella. Secuestramos a las nietas del tío Valero, como venganza por lo que había hecho cuando ayudaba a la AGLA, la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón. En todas partes repartíamos bastantes palos y nos íbamos con diez mil pesetas, que era lo máximo que pedíamos porque todo el mundo estaba pobre y no se podía sacar más. En todas partes avisaban al final a la Guardia Civil y siempre salíamos con ellos pisándonos los talones, pero ni por casualidad nos alcanzaron jamás. Lo hacíamos bien y nos lo conocíamos todo al dedillo, así que los civiles debían de estar rabiosos como fieras de no poder nunca tocarnos ni un pelo.
Yo amenazaba y pegaba como el que más porque nadie me daba lástima. ¿Quién había tenido alguna vez lástima de mí? Pero no me ponía tan fiero como Francisco, que parecía que todo el mundo tenía la culpa de sus males. En fin, íbamos escapando con bien y mi compañero estaba bastante en paz, que eso ya era mucho. Sólo una vez, en una masía cerca de Fortanete, creí que las cosas se iban a torcer. Llegamos al atardecer y la mujer estaba en la cocina preparando la cena. El marido y los hijos estaban fuera, en el campo aún. Los esperamos y, según iban entrando, los íbamos cazando. Francisco los mandó a todos sentarse en el suelo de la cocina. Empezó la historia de siempre: «Queremos diez mil pesetas», «No las tenemos» y así mucho tiempo. En un momento del tira y afloja, de repente Francisco se queda mirando a una de las crías, la más pequeña, como si estuviera loco. La miraba fijo, fijo como si fuera a comérsela con los ojos. De repente va y dice:
– ¡Qué lástima me da! Yo tengo una hija de la edad de ésa y no volveré a verla nunca.
La madre estaba temblando de miedo, temblando. Le pasó la mano a la niña por encima del hombro y dijo:
– No le haga nada, por Dios se lo pido.
Le caían lagrimones por la cara y la barbilla le temblaba como si tuviera mucho frío.
– Yo no mato niños; cállate ya.
Pero no era verdad, yo le había visto matar críos; por eso yo estaba tan nervioso como la mujer. Menos mal que se le pasó enseguida.
Al final se fue el padre a buscar el dinero y quedamos con él en un punto del monte adonde tenía que venir a dárnoslo. Nos trajo siete mil pesetas y las otras tres mil se las perdonamos. También avisó después a los guardias, pero nosotros ya estábamos lejos.
De vuelta, andando, andando, Francisco volvió a acordarse de la cría que habíamos visto y le volvió a dar la pena que siempre le entraba cuando pensaba en su familia, pero esta vez aún más fuerte y con más tristeza. Le dije que nos sentáramos a comer un rato debajo de un pino muy hermoso. Sacamos pan y tocino. Nos pasamos la bota. A pesar de los tragos no se le iba la niña de la cabeza. Dijo:
– Bueno, Pastora, las cosas de la vida son así, y anda que nuestra vida no ha sido mala, mala malísima. Todo por lo que he luchado se ha ido al traste y las pocas personas a las que quiero en el mundo no puedo verlas nunca más.
Yo, cuando se ponía de esa manera, siempre hacía como que no veía la verdad y lo consolaba con que no se preocupara, con que no era así, con que un día todo esto pasaría y volvería con los suyos, sus niñas y su mujer… pero esta vez me callé. Me callé porque él hablaba muy en serio, como si ya supiera que no había nada que hacer y se conformara. ¿Qué iba a contarle yo que él se creyera?
– Pero ahora, Pastora, ya me he hecho a la idea y lo mismo me da ocho que ochenta. Estamos más perdidos que las ratas, pero no pienso acoquinarme ni arrastrarme como un gusano. A lo hecho, pecho. Que corra como un conejo el que sea cobarde. Yo haré lo que tenga que hacer, pero no me voy a decir mentiras a mí mismo: a mis niñas no las veré ni crecer ni ya crecidas, a mis niñas no volveré a verlas más. Así es.
Yo me acordaba de cosas que había oído cuando crío: hombres que se colgaban de una viga porque no podían aguantar la tristeza, otros que se ponían la escopeta de caza en la boca y se pegaban un tiro porque sabían que iban a pasarlo muy mal y preferían morir. En aquel momento tuve miedo de que a Francisco le diera un viento de ésos y se saltara allí mismo la tapa de los sesos. Pero luego, por otra parte, ¡lo veía tan sereno y tan en su sitio! No sabía por dónde cogerlo y me callé. Estuve callado todo el rato mientras hablaba.
– Pero ya verás, Pastora, haremos grandes cosas a partir de hoy. Se acabó la miseria en la casa del pobre.
Vamos a hacer que todos esos cabrones de guardias y capitalistas bailen al son que nosotros toquemos. Se van a enterar. Pero hagamos lo que hagamos hay una cosa que tengo segura, y es que a mis niñas no volveré a verlas más.
Todo lo que dijo resultó ser verdad: tenía planes para hacer grandes cosas y a sus hijas no volvió a verlas más, nunca más.
Los días sucesivos a la intempestiva visita de Evelyne, Nourissier tuvieron un sabor amargo que ninguno de los dos compañeros quiso reconocer. El psiquiatra pasó del ritmo lento que había impuesto a sus acciones a la completa inactividad. Se recluía en su habitación de modo sistemático y sólo se reunía con Infante para las diferentes comidas del día. Durante ese tiempo, no se mostraba deprimido sino ausente. Participaba en la conversación con una triste sonrisa y no parecía preocuparse por nada de lo que le rodeaba, como si se hallara flotando en un estado de conciencia superior. Infante le seguía aquel juego de apariencia civilizada, pero cada vez se sentía peor. Era como si estuvieran dejando pasar el tiempo pausadamente, sabiendo que pronto llegarían a lo que sería un desenlace incompleto y frustrante. De cualquier modo, no se atrevía a sincerarse con el francés, atento siempre a su estado de ánimo frente a lo que a todas luces parecía una ruptura sentimental. Anclado en aquel lugar de manera absurda, tenía la sensación de haber pasado toda la vida así: callado, inactivo, reconcomido por sus problemas internos sin atreverse nunca a dar un paso en algún sentido que supusiera una liberación.Los contactos con Joaquín Cuevas seguían siendo tan continuos como improductivos; aunque quizá era injusto decir eso, pensó Infante, porque en realidad el maestro no paraba de ir a verlo con nuevas posibilidades de testimonios. Era como si todos los padres de sus alumnos hubieran sido atracados alguna vez por aquella mujer, o estuvieran cerca cuando ella actuó o alguien les hubiera contado algún caso en el que La Pastora se erigía en personaje central. El propio periodista declinaba la ayuda. Nada nuevo podía aportar la narración de unos asaltos que estaban siempre cortados por el mismo patrón. Además, había decidido no contarle nada a Nourissier de aquellos ofrecimientos. Por mucho que afirmara estar interesado en las narraciones de los testigos, lo cierto es que después demostraba prestarles poca atención.
Todas aquellas circunstancias no pasaban en balde para Infante. Poco a poco, su sensación de parálisis e inutilidad se iba acentuando. En vano se decía a sí mismo que era mejor para sus intereses permanecer tal y como estaban. Pronto se cumpliría el plazo final y Nourissier le pagaría una cantidad que era más que suficiente. Lo único que tenía que hacer era aceptar el dinero y volver a su vida habitual. Sin embargo, era en ese punto, teóricamente la meta deseada, donde su sensación de malestar se acentuaba. El mero hecho de pensar en lo que hasta entonces había sido su vida diaria le hacía sentir un leve mareo. Estaba en un callejón sin salida y le horrorizó representarse qué encontraría en aquel
cul de sac: su casa destartalada, la soledad, el trabajo mercenario y mentiroso, pero sobre todo su propia personalidad, una mente obsesiva, el desprecio de sí mismo, las ideas dolorosas que martilleaban continuamente contra sus sienes. En nada influiría tener un poco más de dinero. Había llegado al final de algo, pero aún era incapaz de saber en qué consistiría ese desenlace.
Una tarde oscura y fría, con el cielo amenazando lluvia, su aburrimiento empezó a devenir en desesperación. Encerrado en su cuarto, harto de buscar un poco de paz en la bebida, sintió el impulso de largarse de allí. La aventura había tocado a su fin, era tiempo de hacer algo, de enfrentarse a su propia vida de un modo diferente. No lo impulsaba ninguna esperanza, sino sólo el deseo de huir del mundo que se había construido alrededor. Aunque quizá sí existieran soluciones: salir de España, intentar trabajar en otra parte, olvidar. Otros horizontes le ayudarían a enterrar el pasado. Abandonó su habitación dando un golpe al cerrar, y llamó a la puerta de Nourissier.
El francés lo recibió con la sonrisa melancólica que había en sus labios últimamente. Le hizo pasar. Infante comprobó que no estaba trabajando. Todos sus cuadernos, libros y papeles se encontraban arrumbados en un rincón de la mesa. El hueco de su cuerpo sobre la cama indicaba que no había hecho más que tumbarse durante horas en silencio.
– Tenemos que marcharnos, Lucien; aquí no hacemos nada.
– ¿Qué mosca te ha picado?
– No es un picotazo lo que he sufrido, es más bien un hormigueo general. Despídete de La Pastora, no vamos a encontrarla en el tiempo que nos queda. Esto se acabó.
– ¿Te das por vencido?
– Sí.
– Vete tú, te pagaré esta misma noche. Yo me quedo hasta que el plazo haya expirado.
– No necesito más dinero; con lo que me has pagado hasta ahora es suficiente. Pero ¿puedo preguntarte por qué quieres quedarte aquí, en este pueblo maldito, sin hacer otra cosa más que dejar pasar el tiempo?
– No estoy muy seguro, quiero pensar. Me gusta esta tierra, aquí se está bien.
– ¡Déjate de historias!, te esperan en tu casa, en tu consulta. En esta tierra no hay nada para ti. Éstos no son tus problemas, éste no es tu mundo. Haz el equipaje y mañana saldremos.
– No. Vete tú, Carlos, yo estaré bien.
Infante dio un puñetazo sobre la pared, se volvió hacia un sorprendido Nourissier:
– De acuerdo, si tú te quedas me quedo yo también. En realidad sólo se trata de coger unas cuantas borracheras más.
Salió hecho una furia, dejando abierta la puerta de su amigo. Éste se precipitó hacia el pasillo, llamándolo un par de veces; pero sólo consiguió verlo desaparecer casi corriendo.
Se dirigió con pasos acelerados hacia la escuela, renegando entre dientes. Al llegar vio por la ventana que el maestro se encontraba en plena clase. Le daba igual, abrió la puerta sin llamar y un olor a lapiceros y modorra le llenó la nariz. Joaquín Cuevas se puso en pie como un autómata. Estaba pálido, sonrió desvaídamente con su aspecto angelical:
– Enseguida acabamos la clase, ¿puedes esperarme fuera?
El periodista no pensó que fuera necesario ningún disimulo. Pasó la vista por encima del grupo de atónitos críos y respondió con enfado:
– No. Tengo que hablar contigo ahora.
El maestro puso cara de apuro y volviéndose hacia sus alumnos dijo:
– Copiad toda la página veintidós del libro de historia de España. Yo tengo que hablar un momento con este señor.
Salió y cerró tras de sí. Miró luego a Infante con una sonrisa inocente.
– ¿Sucede algo, Carlos? -preguntó.
– Nos vamos a ir antes de lo que pensábamos, Joaquín. He venido a decirte que no es necesario que busques más testimonios. El doctor da por cerrada la investigación.
El rostro del maestro se contrajo por la sorpresa.
– ¿Justamente ahora?, ¡imposible! Tengo una información que no podéis perderos, algo que nos llevará seguro hasta La Pastora.
Infante saltó sobre él, lo cogió por la pechera de la camisa, puso su cara muy cerca y masculló:
– Estás guardándote información, ¿no es eso, cabronazo?
– Suéltame, Carlos, por favor; los niños están mirando.
En efecto, arracimados en las ventanas de la escuela con aspecto de barracón, los críos observaban perplejos la escena de violencia. Infante se apartó y le hizo a Cuevas una seña con la cabeza para que fuera con él a la parte trasera de la casa. Éste obedeció y juntos se encaminaron a un pequeño claro sin ninguna vegetación. En cuanto llegaron, y sin dejarle que empezara a hablar, Infante le propinó al maestro un fuerte puñetazo en la boca.
– ¡Dime todo lo que sabes de una puta vez y no me hagas perder más tiempo!
– No, espera, ten un poco de calma.
El puño del periodista volvió a estrellarse contra el frágil mentón.
– Dime lo que sabes o vas a volver a esa clase con la cara como un mapa.
– Lo sé, sé dónde está esa mujer, no me pegues más.
– ¿Cómo, qué has dicho, quieres repetirlo, por favor?
– La madre de uno de mis chicos es medio parienta suya. Se vieron un día y sabe dónde está No ha dicho ni una palabra por miedo, pero confía en mí, nos enseñará el lugar. No quiere que sepáis ni siquiera su nombre.
– ¿Desde cuándo sabes eso?
– Un par de días, tan sólo un par de días, te doy mi palabra de honor.
– ¿Y por qué te has callado?
– Tengo miedo, ¿comprendes?, miedo de verdad. Es un asunto muy peligroso. Si nos ve, La Pastora puede pegarnos un tiro antes de preguntar quiénes somos. Si nos ve y escapa se quedará con nuestras caras y volverá para matarnos. La mujer que me dio el dato dice que siempre lo hace así. No le asusta nada, sabe que es invencible, que la Guardia Civil no ha podido atraparla ni nunca podrá. Pero si no está donde ella indica, pueden enterarse los guardias de que hemos ido a buscarla y entonces…
– Bueno, basta ya. Es suficiente. Ve a lavarte la cara y vuelve a clase. Esta noche ven a buscarnos a la pensión e iremos a dar una vuelta, haremos un plan.
– ¡Dios, has sido muy injusto conmigo, me has tratado como a un perro! Creí que eras mi amigo.
– Lo siento.
– ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
– ¡Te he dicho que lo siento!, ¿qué más puedo hacer? Estoy nervioso y harto, llevo casi tres meses con esta maldita historia y quiero acabar cuanto antes. Lamento haberte pegado, si no hubieras abusado de mi paciencia esto no hubiera pasado.
– Está bien. Iré esta noche a buscaros.
Se alejó con aire rencoroso, frotándose la barbilla herida. Infante lo observó sin un atisbo de piedad. ¡Un par de días!, falso, estaba seguro de que conocía el paradero de La Pastora desde hacía bastante más tiempo. Era muy probable que, de no haberlo presionado, jamás lo hubiera confesado. No, para hacerse el interesante le bastaban aquellos relatos de asaltos. Con seguridad, cuando aquella mujer le dio el dato crucial que no esperaba, se sintió aterrorizado y decidió callar. ¡Pobre diablo!, pensó, loco por trascender, por sentirse esencial, por ser alguien o aparentarlo. Detestaba a ese tipo de gente. Ahora su propia estupidez lo había metido en el ojo del huracán; aunque cumpliría lo acordado, ¡vaya si cumpliría!; de eso se encargaría él personalmente.
Caminó deprisa hacia la pensión y, cuando se dio cuenta, iba corriendo. Subió a grandes trancos y abrió la puerta de la habitación de Nourissier sin llamar siquiera.
– ¡Hemos localizado a La Pastora!
Nourissier estaba en la misma postura indolente en la que lo había dejado y pareció tardar unos segundos en comprender de qué hablaba su compañero. Por fin la cara se le iluminó y se sentó en la cama de un brinco.
– ¿Qué?
– Lo que oyes. La madre de un alumno de Joaquín dice saber dónde se esconde. Son parientes lejanas.
– ¿Crees que es cierto?
– No lo sé, pero me extrañaría que alguien mintiera en un asunto como éste. Tampoco es seguro que siga en el mismo lugar; pero resulta poco lógico que, habiendo desaparecido por completo, cambie a menudo de escondite. En resumidas cuentas: existe una probabilidad alta de encontrarla.
Nourissier bajó la cabeza, se cubrió la cara con las manos.
– ¡Dios, me noto el corazón desbocado!
– Pues embrídatelo inmediatamente. Tenemos que hacer un plan y te necesito tranquilo y con la cabeza clara.
– Lo estaré.
– Me alegro, últimamente parecías un alma en pena. ¿Vamos a tomar un vino?
– Sí, necesito salir de esta habitación.
Excitados por la noticia, ganaron el bar y bebieron cerveza. Empezaron sus comentarios, que exploraban todas las opciones con las que podían encontrarse. Nourissier había abandonado su melancolía e Infante su mal humor. Les parecía mentira estar hablando de lo que hablaban.
– ¿Cuevas confía en esa mujer?
– Dudo de que quisiera hacer planes con nosotros si no fuera así, porque está aterrorizado.
– No es para menos. Habrá que darle la posibilidad de no acompañarnos hasta el final.
– Por supuesto, le diremos que, una vez localizado el lugar, podrá marcharse. Temo además que pueda meter la pata.
– ¿Y tú, confías enteramente en él?
– Querido Lucien: ha tenido tiempo más que suficiente para entregarnos y no lo ha hecho. Encima es nuestro cómplice. Mantendrá la boca cerrada. De todos modos, como es un hombre débil, será mejor hacerlo cuanto antes.
– ¿Has decidido cuándo?
– Sí, mañana mismo.
– ¡Dios! -musitó Nourissier.
– ¿Tienes otra vez el corazón desbocado?
– No, esta vez creo que se me ha parado por completo.
Se echaron a reír y luego intercambiaron una mirada llena de incógnitas.
Joaquín Cuevas estaba profundamente nervioso cuando habló con ellos. Era evidente hasta qué punto se encontraba arrepentido de haberse brindado a hacerles aquel favor. Infante temió que llegara incluso a desdecirse.
– ¿Tú ya sabes dónde está ese lugar?
– Sí, lo sé; pero no puedo decirlo. Se lo he jurado a esa mujer. Además, no os serviría de mucho sin saber cómo llegar.
– ¿Vendrá la mujer con nosotros?
– Ni mucho menos. Sólo se fía de mí, pero me ha explicado muy bien el camino.
Hablaba casi en un susurro y desencajaba los ojos a cada palabra. Nourissier intentó tranquilizarlo:
– Serénate, Joaquín. Del mismo modo en que la madre de tu alumno confía en ti, tú debes confiar en nosotros. En ningún caso delataremos a esa bandida ni a su pariente. ¿Ha avisado esa señora a La Pastora de que iremos a verla?
– No, doctor, que sepa dónde está y se comunicara una vez con ella no significa que pueda ir a visitarla como si fueran una familia normal.
– Por supuesto. No hay problema ninguno, yo le daré voces amistosas cuando nos acerquemos y llevaré una bandera blanca si es necesario.
– ¿Y si los coge la Guardia Civil?
– Te prometo que no diremos nada sobre quién nos informó del paradero.
– Sí, todo eso está muy bien, pero a lo mejor con sólo aproximarnos ya recibimos un tiro.
– No tienes por qué acompañarnos hasta el final. El último tramo podemos hacerlo solos.
– Está bien. Me parece más justo.
– ¿A qué hora saldremos?
– En la madrugada del domingo, antes de que nadie en el pueblo esté despierto.
Intervino Carlos Infante, que había estado pacientemente callado hasta el momento.
– Hay que hacer algunas puntualizaciones. Por ejemplo, ¿qué demonio de voces amistosas piensas dar: «No dispare, por favor, sólo venimos a charlar»? Absurdo, Lucien, las cosas no funcionan así. Necesitamos el nombre de su pariente, es la única manera de poder acercarse hasta ella, gritando que venimos de su parte.
– Pero yo no puedo decírselo, he prometido guardar el secreto.
– ¡No seas estúpido, Joaquín, qué más nos da a nosotros saber si se llama Pepa o Lola!
– Pero…
– ¡Basta, te dije basta una vez y te lo repito ahora! No voy a soportar ni una tontería más.
Levantó la mano sobre el rostro del maestro, que se replegó sobre sí mismo. Nourissier, horrorizado, obstaculizó el posible golpe y susurró:
– Carlos, por favor…
– Déjelo, doctor, no sería la primera vez que me pega. Además lleva razón; la mujer se llama Juanita la deis Cavalls, La Pastora sabrá perfectamente de quién se trata si le dan ese nombre. Es prima suya, originaria de la Pobla de Benifassá.
– De acuerdo. Te esperamos pasado mañana al alba. Y deja de preocuparte, todo lo que has pactado con el doctor se respetará.
– Del doctor sí me fío.
Se alejó, dolido y triste. En cuanto hubo desaparecido de su vista, Nourissier se volvió hacia Infante.
– Creí que erais amigos, que no habías ejercido la más mínima presión sobre él.
– Sólo ha sido al final, cuando empezó a poner excusas. Nada de importancia.
– Te pedí que cuidaras tus métodos, que dejaras de lado cualquier violencia.
– No habríamos llegado hasta aquí sin mis métodos. Y ya te he dicho que no fue nada, un par de sopapos para que se le quitara el miedo.
– A lo mejor han conseguido justamente lo contrario y llegado el momento no se presentará.
– Lo dudo, ahora está tan pringado como nosotros.
– Carlos, créeme, nunca hubiera pensado que…
– No sigas, ya conozco el discurso: detestas la violencia y la fuerza bruta, y todos los españoles no somos más que bárbaros acostumbrados a ejercer ambas cosas hasta llegar incluso a matar. Somos un país de mierda, ¿no es eso? No intentes convencerme, yo pienso lo mismo; pero esto es lo que hay. Dices que te has enamorado de esta tierra, ¿verdad?, pues esta tierra es así y no como todos quisiéramos que fuera.
Dio media vuelta y se alejó, dejando al psiquiatra en medio de una confusión profunda, cercana al dolor.
No quiso que volviéramos a la cueva, así que me temí lo peor. Él ya sabía que no merecía la pena volver porque no iba a aguantar ni una semana. No se estaba quieto un momento y por las noches dormía mal; yo lo veía dar vueltas y más vueltas en el jergón, levantarse y fumarse un cigarro, acostarse otra vez. La cabeza la tenía siempre en otra parte, estaba de mal humor, casi no hablaba. Le pegaba patadas a las piedras al andar. Renegaba por lo bajo de los mosquitos y las moscas, del calor. Desde Fontanete fuimos a Chert y desde allí a los alrededores de Rossell. Nos quedamos cuatro días debajo de los algarrobos porque dijo que quería pensar. Al cuarto día salió con que quería que habláramos un rato; había tenido una idea.
– Esto es una mierda, Pastora, así no podemos seguir, dando golpes de cuatro duros y dos trozos de tocino, escondiéndonos como bichos en la tierra y luego vuelta a empezar. Hay que hacer un asalto serio, de mucho dinero, de un montón de dinero.
– ¿Para qué?
– Nos iremos a Francia y en paz; ¿no es eso lo que siempre has querido? Allí empezaremos una vida nueva. Sin familia ni nada, ¡qué más da! A lo mejor con el tiempo puedo mandar a buscarlos y que vengan a Francia conmigo.
– Lo de Francia no está nada fácil, los papeles…, tú mismo me lo dijiste cuando yo quería ir.
– Con dinero se compra todo, Pastora: papeles, un nombre nuevo, lo que sea. Y yo sé dónde hay mucho dinero.
– ¿Dónde?
– En la finca de los Nomen, en Els Reguers. ¿Sabes quiénes son los Nomen?
– Sé que venden arroz.
– ¡Venden arroz!, no tienes ni idea de lo que dices, muchacho. Los Nomen lo cultivan, lo empaquetan, lo mandan a todo el país. Son los industriales más ricos de España, al menos de los más ricos. Y pasan el verano en su finca del Regués, una masía preciosa. Me lo dijo el Catalán, que sabes que tenía la zona muy trillada, aunque a meterles mano a los Nomen nunca se atrevieron los compañeros del maquis.
– ¿Y nosotros nos atreveremos?
– Nosotros sí. Nosotros tenemos mucha práctica y sólo somos dos.
– Pues entonces, peor.
– No, no, Pastora. Tú no tuviste formación estratégica para entrar en el maquis, pero yo sí. Meses estuve aprendiendo la guerra de guerrillas con los del partido. Y una de las cosas más importantes que me dijeron fue que un comando muy pequeño que tenga la técnica bien engrasada puede poner en jaque a todo un ejército. Con estas mismas palabras me lo dijeron. Y nosotros la técnica nos la conocemos al dedillo. No hace falta ni que hablemos, cada uno ya sabe lo que tiene que hacer y se entiende con el otro sólo con la mirada.
– Eso es verdad, pero no estaremos en contra de un ejército, sino de una casa cerrada en la que no sabemos qué nos vamos a encontrar.
– ¿Es que te crees que vamos a llegar allí por las buenas? Nada de eso. Mira, hoy mismo tiramos para Tortosa y paramos cerca de Reguers. Allí montamos un campamento en un sitio tranquilo y cada día hacemos una vigilancia a la masía. Las horas que hagan falta, los días que sean necesarios. Nos enteraremos de todo: cuánta gente de la familia hay, si tienen sirvientes, si tienen guardianes, en qué momento del día o de la noche entran y salen, comen y cenan, se van a dormir. Tú no tienes que preocuparte porque lo vamos a preparar bien.
– Nunca habíamos intentado una cosa tan gorda.
– ¿Tienes miedo? Esta vez sí tienes miedo, di la verdad.
– El miedo se tiene o no se tiene, según sea.
– No entiendo qué quieres decir.
– Pues que si no hay más remedio que hacer algo se hace y santas pascuas, no hay miedo que valga. Pero si es algo que puedes dejar pasar…
Francisco se levantó de la roca donde estaba sentado y se vino hacia mí. No estaba violento, pero tenía los ojos abiertos de par en par y una mirada de loco que daba impresión. Se me acercó mucho a la cara y me puso una mano en la rodilla:
– ¿Tú has visto cómo vivimos, Pastora? ¿Crees que esto que llevamos es una vida digna para un par de hombres como nosotros? ¿Qué haremos el día de mañana, lo has pensado?
– Desde que nací nunca he pensado qué haré el día de mañana. Estamos vivos, ¿no?
– Y para qué quieres vivir si no tienes casa, ni amigos, ni familiares. No puedes acercarte al bar y tomar un vino mientras te ríes un rato. No puedes ir a comprar tabaco, ni salir a dar un paseo con tu familia. Somos como endemoniados; nadie quiere nada con nosotros, sólo matarnos. Estar vivo por estar vivo es cosa de animales. Yo prefiero morir si sigo así. Me entiendes, ¿verdad?
– Sí, claro que te entiendo.
– De todas maneras, yo también entiendo lo tuyo, así que lo mejor será que me ayudes en la vigilancia y luego el golpe lo doy yo solo. Tú te vas y me esperas.
– ¿Te ha entrado en la cabeza el aire de la montaña o te ha dado demasiado el sol? Yo no me voy a ninguna parte. Lo haré contigo, como siempre.
– Entonces no hablemos más de muerte. Hablemos del dinero que sacaremos, que será mucho.
Y así fue, de muerte no se habló más. Lo que hicimos fue tirar para Tortosa con un calor que partía las piedras. El día 26 de julio, siempre le hablo de hace dos años, ya llegábamos a Reguers. Allí se estaba bien porque hay mucha agua y como es la montaña corría una brisa que refrescaba. Hicimos un buen campamento escondido entre los pinos de una loma. No había miedo de que nos encontraran. Teníamos jergones, agua cerca para beber y para lavarnos, comida en abundancia que habíamos traído, tabaco… No nos faltaba nada, que a mí eso de montar campamentos no me costaba ni un minuto.
Busqué un sitio desde donde podíamos hacer la vigilancia de la masía. Sólo mirando alrededor ya vi uno que me gustó. Como toda esta zona tiene lomas y cerros donde subirse, vigilar se hace fácil. También así te das cuenta de si te puedes acercar y por dónde.
Pasamos allí ratos y ratos. Francisco era el que más largos hacía los turnos, como si nunca se cansara. Teníamos a mano los anteojos que él llevaba siempre, nuevos, que se los quitamos a un masovero después de haber perdido los nuestros. Veíamos entrar a la familia: dos más viejos, dos más jóvenes, los hijos pequeños… Había también criados, unos cuantos. Los dos hombres Nomen se movían en un coche cada uno. Les llevaban los víveres en una camioneta. A mediodía comían dentro, pero por la noche, a la fresca, en el jardín. Se sentaba la familia en una mesa de piedra, redonda y grande. Les servía una chica.
La finca tenía también las casas de los trabajadores, y la del capataz, que estaba en la entrada; pero desde donde mirábamos se veían alejadas de la masía principal. Nunca había visto una masía tan buena.
Al cabo de una semana lo teníamos todo listo. Nos sabíamos de memoria cómo y cuándo se movían los de la casa. Francisco dijo que no íbamos a esperar ni un momento más. ¿Para qué? No había que hacer ni siquiera planes porque el plan ya sabíamos cuál era, el de siempre: en medio de la cena, sin ponernos nerviosos, él con la metralleta y yo con mi fusil. Llevaríamos también bombas de mano por si acaso. Pensaba pedirles doscientas cincuenta mil pesetas. Si no tenían el dinero en la casa, escoger un rehén y hacer el secuestro mientras fueran a buscarlo. Si algo se ponía de culo, tirar a matar. Pero Francisco estaba muy seguro de que no habría sangre, era gente rica que pagaría por su vida sin rechistar.
La tarde del 2 de agosto nos lavamos a conciencia con mucho jabón. Yo le corté el pelo a Francisco, que siempre le gustaba llevarlo muy corto. Nos afeitamos los dos hasta que nos quedó la cara como a la salida del barbero. Él se puso un pantalón de pana y una camisa de la milicia que tenía. Yo, un traje de pana negra. Nos habíamos traído desde el campamento alpargatas nuevas. En vez de a un asalto, más bien parecía que íbamos al baile.
Esperamos a que se hiciera más oscuro y tiramos para nuestro punto de observación. Allí nos pusimos a esperar tranquilamente. Sólo habíamos llevado agua para beber. A los golpes hay que ir muy sereno. Se hizo de noche por fin. Cenaban siempre a las diez, pero aquella noche empezaron un poco más tarde, no sé por qué. Cuando Francisco vio que sacaban de la casa los primeros platos dijo: «Vamos allá», y bajamos la loma para coger el sendero de entrada. Habíamos quedado en que estaríamos tranquilos, como si fuera un atraco corriente, como tantos habíamos hecho; pero algo nos pasaba por la cabeza porque ninguno de los dos había dicho ni media palabra desde hacía mucho rato.
Al entrar en la finca ladraron los perros, pero debían de estar apartados en un cercado porque no nos salieron al paso. Íbamos con las armas en la mano. El primero con el que topamos fue el capataz, que supimos que era él porque siempre llevaba una camisa blanca muy grande con las haldas por fuera. Francisco le puso la metralleta delante de la cara y le dijo: «Llévanos hasta tu amo y dile que queremos hablarle».
Entramos en el jardín detrás de él, que iba siempre encañonado y no había abierto la boca. La abrió en cuanto fuimos a dar a la gran mesa de piedra donde cenaba la familia. La criada les estaba sirviendo el segundo plato. El capataz habló entonces y dijo lo que Francisco le había mandado. Lo oí: «Señor Nomen, estos señores quieren hablar con usted». Pero, claro, ya vieron que los señores éramos nosotros y que entrábamos con fusil y metralleta, con un cinturón de bombas Francisco.
El hijo mayor del dueño de la masía se puso de pie. Era joven, veintipocos debía de tener. Francisco lo hizo sentarse.
– Todos quietos y callados. No quiero que haya heridos ni muertos.
Estaban comiendo pescado y bebían vino en unas copas tan bonitas como yo no había visto jamás. La cría pequeña se puso a temblar toda ella, como una hoja, como si le fuera a dar un ataque o algo así. Su madre le colocó la mano en el hombro y la tranquilizó.
Lo primero que hizo Francisco fue atarle las manos al hombre, por detrás y bien prietas. Me mandó cachearlos a todos, a las mujeres también. Ponían más cara de asco que de miedo cuando las tocaba, aunque miedo también se veía que estaban pasando. No llevaban nada encima. Entonces Francisco dijo que se iba con Nomen a dar una vuelta por la casa para ver si tenía armas escondidas. Yo me quedé de guardia, apuntándoles a toda la familia y con un oído en la entrada por si alguien se acercaba desde fuera del jardín. La mujer vieja dijo suspirando: «¡Ay, Dios mío!», y yo le dije que se callara.
La casa era muy grande, así que enseguida me di cuenta de que Francisco no iba a poder registrarlo todo, aunque si había escopetas de caza o armas grandes sí podría encontrarlas. Volvieron al cabo de media hora con una pistola.
Nomen no estaba nervioso. Le dijo a Francisco que nos sentáramos como personas civilizadas para hablar y llegar a un trato porque hablando se entiende la gente y todo se puede arreglar. Francisco tampoco estaba nervioso, y le contestó que justamente era lo que queríamos nosotros, hablar y hacer un acuerdo, porque a lo mejor habían oído por ahí que éramos unos asesinos y gente sin entrañas, pero que no era verdad, que hacíamos lo que hacíamos obligados por las circunstancias y por el franquismo, así lo dijo él. Pero luego siguió hablando y les explicó que habíamos estado vigilando la casa, así que teníamos toda la información de lo que pasaba y de toda la gente que allí vivía. «¡Ni un solo intento de engañarnos o correrá la sangre!», soltó, que hasta a mí se me erizaron los pelos de los brazos por la forma en que lo dijo.
El padre Nomen le pidió que se calmara, que nos sentáramos todos a la mesa, también el capataz, porque él era un hombre de palabra y teníamos que fiarnos de él. Nos sentamos. Era verdad que aquel hombre daba confianza. Entonces Francisco dijo que queríamos doscientas cincuenta mil pesetas.
– Pero ¿tú sabes lo que estás pidiendo? Eso es una barbaridad. ¿Cómo quieres que tenga ese dinero en una casa que es la de veraneo y no en la que vivimos siempre? Ni siquiera en la que vivimos siempre tengo tanto guardado. Hombre, sé razonable, por favor.
Empezó el tira y afloja que yo ya había oído tantas veces. Pero Nomen hablaba despacio, muy tranquilo y como si en el fondo te estuviera diciendo las cosas por tu propio bien. Claro que Francisco no se dejaba ablandar con buenas palabras y seguía en sus trece. «Pero usted es rico.» «Que sea rico no quiere decir que disponga del dinero aquí mismo. Además, soy rico porque he trabajado mucho en la vida.» «A mí eso me da igual -contestaba Francisco-, que yo también he trabajado siempre como una mula y no tengo dónde caerme muerto.» Pasaron así casi dos horas, pero a mí eso no me sorprendía porque yo ya sabía que sería una noche muy larga.
Nomen le dice por fin a Francisco: «Mira, muchacho, en esto todos tenemos que perder, vosotros también, porque si mañana hago sacar doscientas cincuenta mil pesetas del banco y me las llevo debajo del brazo sin dar explicaciones al director, pues van a sospechar que pasa algo extraño y entonces se puede organizar algo que no queremos ni tú ni yo. Te propongo una cosa práctica y sencilla: busco todo el dinero que haya en la casa y el que podamos llevar en los bolsillos, que ya serán tres o cuatro mil pesetas, y os vais tranquilamente sin que yo dé parte a la Guardia Civil». Pero Francisco no estaba para oír coplas de tres o cuatro mil pesetas, porque debía de pensar que con eso no se huye a Francia, ni se compran papeles, ni se empieza una nueva vida ni nada de nada. «No, seguro que en esta casa tiene más. Con tres o cuatro mil pesetas no hacemos nada.» «Se me ocurre una idea -dice Nomen-, os doy también, aparte de las pesetas, un caballo joven que acabo de comprar, precioso, que me ha costado mucho. No tiene precio, es lo más valioso que tengo hoy aquí. ¿Qué me dices?» «Le digo que no; yo con un caballo no sé qué hacer y venderlo es una complicación. Pero para que vea que tengo buena voluntad le bajo la cantidad. Si me da ahora mismo ciento cincuenta mil pesetas nos vamos y no sabe más de nosotros. Palabra de honor.» «Pero ¡hombre de Dios!, ¿por qué no me crees? No tengo cantidades grandes de dinero guardadas en la casa. Ni doscientas cincuenta mil, ni ciento cincuenta mil, ni veinticinco mil tampoco.» «Pues entonces hay que pasar a la acción. No me deja otra salida.»
Francisco se levantó y dio vueltas alrededor de la mesa. De repente se paró detrás de la silla donde estaba sentada la niña que antes había temblado de miedo.
– ¿Quién es esta chiquilla?
– Mi hija pequeña -contestó Nomen.
– Pues la tomaremos de rehén mientras usted va a buscar el dinero. Las doscientas cincuenta mil pesetas, ni un céntimo menos, que ahora ya no estoy para acuerdos. ¿Me ha comprendido?
– Bueno, hijo, no te pongas nervioso.
– No estoy nervioso, pero una cosa tiene que tenerla muy clara: estamos dispuestos a matar, a matarlos a todos. Si intentan dar parte a los civiles o avisar a alguien o… cualquier maniobra, la primera que pagará será la chiquilla. Luego a lo mejor tenemos que salir corriendo, pero volveremos. Hemos vuelto muchas veces para hacer venganzas, que se lo diga aquí mi compañero. Nunca se ha quedado nadie sin su merecido: desde el que nos ha denunciado a quien nos ha dicho una mala palabra. Todos han pagado. Y ustedes también pagarán, y si tiene una fábrica se la quemaremos, y si tiene dos casas, arderán también. Siempre volvemos, a nosotros la Guardia Civil nunca ha podido tocarnos ni un hilo de la ropa. Así que póngase a pensar qué es lo que más le conviene. Usted verá.
– Hijo, estamos llevando esta historia por donde no tiene que ir. ¿Por qué no nos sentamos todos y hablamos de la cantidad que quieres que vaya a buscaros? Pero con calma, con serenidad. Mira, hijo, tú ya has visto que no te voy a hacer nada. Soy un hombre mayor y desarmado. ¿Por qué no me desatas las manos? Me hace daño la cuerda, así no puedo pensar. Llevamos aquí mucho rato hablando y hablando. Yo creo que lo mejor sería que nos sentemos todos, tu compañero también, y que mandemos traer unos
pastissets y los comemos en paz, yo con las manos libres. Y volvemos a hablar ya más tranquilos.
Francisco aceptó. Desató al hombre, que estuvo un buen rato frotándose las muñecas. Me hizo una señal para que me sentara a su lado. La señora había pedido a la criada que trajera una fuente de
pastissets, y los trajo. Empezamos a comer. Estaban tan buenos que no podíamos parar, ¡tanto tiempo sin comer dulce llevábamos! En eso que el hijo mayor se levanta de la mesa.
– Voy a por vino dulce -dijo, y se metió en la casa. El padre habló otra vez:
– Bueno, y ahora volvamos a empezar. Hay que llegar a un acuerdo; cuanto antes, mejor. Un acuerdo de los buenos, que es aquel del que nadie sale demasiado perjudicado.
Entonces se encendió la luz de la casa, que estaba a nuestra espalda, y yo me volví. Lo que vi me dejó sin poder respirar. El hijo tenía una pistola en la mano y le decía a la criada: «¡Apaga, imbécil, apaga la luz!». La criada estaba de pie dentro de la casa, quieta como una muerta al lado de la llave de la luz, con cara de miedo. Me eché al suelo y le di un empujón a Francisco para que lo hiciera también. En ese momento empezaron a llover balas sobre nosotros. Tiros y tiros que hacían saltar las copas por los aires, los platos. Gritos de la familia, un gran jaleo. Pero aquel cabrito del hijo no dejaba de disparar aunque pudiera herir a uno de los suyos. «¡Al suelo, meteos debajo de la mesa!», les chillaba a todos el padre, a grandes voces. Nosotros también empezamos a disparar. Se rompieron lámparas y bombillas, no se veía nada, pero los tiros continuaban, los suyos y los nuestros. Había tanto ruido que creí que me quedaba sordo. Me arrastré hacia la salida sin dejar de disparar. Vi que Francisco venía detrás, soltando ráfagas de metralleta. Pasó rato, mucho rato, sin que dejáramos el fuego cruzado, aunque disparábamos sin ver el objetivo, a tientas, a lo loco. Yo ya casi estaba en la puerta del jardín. Era el momento de salir chutando, de poner tierra de por medio, de desaparecer en la montaña.
– ¿Vamos ya? -le dije bajito a Francisco. Pero no me contestó. Volví la cabeza y vi que se había quedado muy atrás y que venía arrastrándose de mala manera. Había dejado de disparar y yo paré también. De pronto se hizo un silencio total, ni los perros ladraban ni los grillos cantaban en la noche. Aquel hijoputa tampoco usaba su pistola ya; a lo mejor se había quedado sin munición, pero no era cuestión de volver a entrar. Cuando Francisco llegó a mi altura, le dije-: Larguémonos, ya está todo perdido.
Y en ese momento me quedé de una pieza porque Francisco hace un gesto de dolor y me dice:
– Me ha dado, Pastora, me ha dado.
– Pero ¿qué dices, dónde te ha dado?
– En los riñones -le oí decir en la oscuridad, al mismo tiempo que oía un crujido en las matas del jardín. No esperé ni un momento más. Lo ayudé a levantarse y, llevándolo agarrado por un brazo, echamos a andar como buenamente pudimos. Yo lo arrastraba a ratos, otros el brazo se me dormía y le hacía caminar a él. Cuando ya estábamos un poco lejos, paré y lo miré a la cara. La tenía amarilla como la cera de una vela.
– ¿Estás bien, Francisco, cómo estás?
– No puedo caminar más, Pastora. Aquí me quedo, vete tú.
– Calla. Siéntate un momento.
– Nos cogerán.
– Nadie nos sigue y no ha dado tiempo a que llamen a los civiles. Siéntate.
– Estoy perdiendo mucha sangre. Me la noto bajar por las piernas.
– Ya lo veo. Ahora lo arreglaremos.
Me quité la camisa y la hice trozos. Entonces le vendé las heridas de la espalda. Le salía la sangre a mares, tanto que me llenó las manos, los brazos. Íbamos dejando un reguero de su sangre por allí por donde pasábamos y aquello no podía ser, porque así nos encontrarían enseguida. Los tiros de los riñones ya los llevaba más o menos atajados, pero algo de sangre aún se escapaba. Cogí dos trozos más de camisa y se los até fuerte a los camales de los pantalones por la parte del tobillo para que la sangre no pasara de ahí. Me pareció que, más o menos, funcionaba el apaño. Entonces con la navaja corté la rama de un árbol y la pelé, para que le sirviera de bastón.
– Bueno, compañero… -le dije-. Y ahora ¡a caminar!, ¿es que hemos hecho tú y yo otra cosa en la vida, más que caminar?
Me miró con los ojos turbios como el agua de un charco y decía que no con la cabeza, sin ánimos para hablar. Yo no le hice caso y lo levanté tirando de él.
– No puedo -dijo entre dientes. Yo le chillé:
– ¡Puedes, vaya si puedes!
– Vete, Pastora, déjame aquí.
– ¡Ya te he dicho que no me voy, hostia, y no me lo repitas más! Si no puedes andar te cargaré como cargaba a los corderos.
Sacando fuerza de donde no la tenía se puso de pie, pero en cuanto estuvo derecho apartó la cabeza y empezó a vomitar. Luego acabó y escupía bilis.
– Me encuentro muy mal -dijo.
– Ya te encontrarás mejor. En cuanto lleguemos a la cueva te haré una sopa caliente. Y dentro de un rato, que estemos más retirados de Regués, paramos y descansamos todo lo que quieras. Venga, adelante, aguanta un poco más.
Sí que aguantó casi una media hora, pero después, de pronto, se dejó caer, se tumbó en el suelo con la cara mirando para el cielo. Me agaché a su lado. Tenía una bolsa negra debajo de cada ojo y se puso a tiritar muy fuerte, con todo el cuerpo.
– Tengo frío, Pastora.
Le cogí las manos y las tenía como hielo.
– Enseguida enciendo una hoguera, una hoguera de las grandes.
La tiritera le pasó a una especie de saltos que le daba el pecho, como si alguien lo estuviera empujando por detrás. Después respiraba como con un ronquido. Luego, ya no respiró.
No dije nada, ni le llamé por su nombre, ni le grité porque sabía que estaba muerto, muerto para siempre, tal y como la muerte es. Miré alrededor. No sabía qué hacer con él: enterrarlo, Imposible; tenía que seguir huyendo. Pensé en ponerle unas ramas encima que lo taparan un poco, pero ¿para qué? Entonces vi que sus armas se habían quedado tiradas por allí. Recogí la metralleta Stern y se la puse justo al lado. Le quedaban un montón de cartuchos sin disparar. También le dejé las bombas, todas sin usar. Y seguí caminando, sin mirar atrás ni un momento.
Salí del barranco de Vallcervera y continué, siempre a campo través, hacia nuestra cueva escondida. Empezaba a clarear. Cuando alcancé una loma me paré y miré al cielo. El sol salía por un lado y la luna aún estaba allí. Míralos bien, me dije para mí, mira bien el sol y la luna porque ésos son los únicos compañeros que a partir de ahora vas a tener. ¡Qué sola te has quedado, Tereseta, qué sola vas a estar! Entonces me dejé caer de rodillas, me tapé la cara con las manos y me eché a llorar. Era la primera vez que lloraba desde que dejé de ser mujer.
Se levantaron a la seis de la mañana y salieron sin desayunar. Infante, previsor sin embargo, había hecho que les prepararan unos bocadillos en la pensión. Ironizó frente a Nourissier:
– Propongo que nos los comamos antes de llegar, quizá sea nuestro último bocado.
– No acabo de creer que vayamos a encontrarnos con ella.
– ¿Entonces piensas que moriremos?
– Simplemente algo saldrá mal.
– Es más que probable. Todo ha sido demasiado lento en el prólogo y demasiado precipitado al final. Demasiado difícil y demasiado fácil al mismo tiempo. Este tipo quiere marcarse un tanto pero no tiene en el fondo nada sustancial que ofrecer.
– ¿Miente?
– No lo creo, pero da por seguro lo que no es sino una posibilidad. De cualquier manera, no podemos dejar de ir.
– Cierto, y sí deberíamos dejar de hablar de ello.
Infante sonrió; Nourissier llevaba razón. Ninguno de los dos era un hombre de acción auténtico. Consecuentemente, la especulación siempre precedía a cualquier movimiento. Sin embargo, había llegado la hora definitiva: cualquiera que fueran los resultados, aquella aventura tocaba a su fin. Se abrochó los últimos botones de la pelliza antes de salir, hacía frío aquel día, el sol no tenía fuerza para disipar los nubarrones que cubrían el cielo desde el amanecer. También Nourissier se había abrigado y en la mano derecha llevaba su cuaderno de apuntes. En esa misma mano cargaba Infante con la bolsa de los bocadillos. Intercambiaron una mirada en el momento de salir y, al comprobar mutuamente su aspecto de niños que salen de excursión, se echaron a reír con nerviosismo. Luego empezaron a caminar con ímpetu.
A dos kilómetros del pueblo, en un recodo de la carretera, les esperaba Cuevas tal y como habían convenido. Llevaba un abrigo bastante raído y su cara expresaba el frío y el miedo a partes iguales. Infante casi se apiadó de él; si la mujer que le había dado el soplo cometía alguna indiscreción o decidía entregarlos, el joven maestro sería quien saldría peor parado. La primera represalia consistiría en apartarlo de su trabajo, y después vendría todo lo demás. Les sonrió como sonreiría el ratón más miserable que habita una casa.
– Buenos días -dijo desmayadamente, y luego intentó aparecer un poco más animoso añadiendo-: Hace frío a estas horas, ¿verdad?
Nourissier respondió con cortesía, pero Infante no tenía ganas de hablar.
– Pongámonos en marcha, se hace tarde.
Caminaron en silencio, sólo se oían sus pasos en la tierra. Anduvieron por espacio de cuatro horas, pasando por pequeñas sendas abiertas entre los matojos. No había ninguna finca arada o parcelada, ninguna cabaña de pastor; era una zona completamente agreste y solitaria. Al llegar a una vaguada llena de cantos rodados, el maestro se detuvo.
– Ya estamos muy cerca; yo me quedo aquí. Sigan recto hasta el final de este valle y suban por la colina. Desde allí verán a una mujer que los espera. Vayan con ella. Lo demás queda bajo su responsabilidad.
– Se supone que La Pastora no va a recibirnos con una ráfaga de metralleta, ¿no es eso, Joaquín?
– La madre de mi alumno me ha jurado que La Pastora es buena persona, que si está aún en el mismo sitio, seguro que hablará con ustedes; pero yo prefiero no verla. Me siento más tranquilo así.
– Ya ha hecho bastante -dijo Nourissier-. Le agradecemos mucho toda su ayuda. Buscaremos la manera de compensarle, se lo prometo.
– No necesito ninguna compensación. Ojalá tengan suerte.
– Te veremos después -se despidió Infante.
Les dijo adiós desvaídamente antes de dar la vuelta. Ellos dos siguieron adelante. Tras un cuarto de hora, Nourissier pidió agua. Infante le pasó la cantimplora que llevaban. Miró alrededor mientras su compañero bebía; estaban en tierra de nadie, un lugar salvaje donde sólo las águilas parecían encontrarse en su medio natural. ¿Cerca de allí llevaba dos años escondida aquella mujer? ¿Cómo había sido capaz de sobrevivir, de seguir comportándose como un ser humano?
Nourissier se había entretenido mirando unas minúsculas flores silvestres.
– ¿Has visto estas flores? -le dijo a su compañero-. Si te fijas detenidamente puedes admirar lo complejas que son; como orquídeas liliputienses.
– Déjate de botánica y vámonos.
Giró sobre sí mismo y entonces lo descubrió, oculto entre arbustos. Estaba inmóvil, como un animal mimetizado en el entorno. En ese momento cayó en la cuenta de quién era y fue directo hacia él, ante el asombro del francés, que no sabía qué ocurría.
– Hoy sí que no te me escapas. ¡Quédate donde estás!
Se le echó encima y le inmovilizó los brazos con sus manos, pero advirtió que el joven permanecía estático sin hacer nada por zafarse de su acometida. Le miraba con calma.
– ¿Qué buscas, qué quieres de mí, por qué me has seguido tantas veces? -le chilló.
El chico, que en efecto tantas veces le había seguido y había huido al verse descubierto, no tenía en la cara ninguna expresión. Sólo dijo:
– Al otro lado del cerro os espera la Guardia Civil.
Infante reaccionó antes de comprender, antes siquiera de escuchar. Lo tomó por la camisa y se lo acercó a la cara de manera compulsiva:
– ¿Qué dices, de qué hablas, quién eres tú?
Nourissier se había acercado, corriendo, y apartó a su amigo, se interpuso entre él y el joven, que continuaba tranquilo e inactivo.
– Suéltalo, Carlos, por favor. Déjalo hablar. Dinos quién eres y por qué has venido.
– Me llamo Diego. Soy amigo de La Pastora. Ella me conoce desde que nací. El maestro os ha engañado. La Guardia Civil os espera allá donde vais.
– ¿Es eso verdad?
– Ahora os lo enseñaré. Venid conmigo.
– ¿Cómo sabemos que no eres tú el que miente? ¿Por qué nos has seguido durante tanto tiempo, eh? -rugió Infante.
– Os he seguido porque quería saber por qué buscabais a La Pastora, si teníais intención de hacerle daño. Ahora ya sé que no. Venid conmigo hasta la parte alta de esa loma.
Infante, nervioso, no sabía qué hacer, y fue Nourissier, sereno, quien tomó la determinación de acompañarle. El chico pasó al frente y empezó a trepar. Cuando casi habían coronado el montículo les hizo una señal para que se agacharan y llegaron arriba escondiéndose tras las matas. Una vez allí se tumbaron en el suelo.
– Mirad -les dijo-. Eso es lo que os espera. Esa persona vestida de negro que parece una mujer es un guardia disfrazado. Los demás están allí, al lado del camión.
A hurtadillas comprobaron que no les había mentido. Una mujer de negro se paseaba sola de derecha a izquierda. Detrás de unos arbustos frondosos se escondía un camión y varios guardias civiles de uniforme, armados, se movían alrededor, fumando o charlando entre ellos.
– ¡Joder!-musitó Infante-. Alguien ha traicionado al maestro.
– No -respondió el joven-. Desde el principio el maestro ha estado al servicio de la Guardia Civil. Ellos lo pusieron para pescaros con las manos en la masa. A él también he estado siguiéndolo, desde el día que llegasteis lo sigo. En cuanto se separaba de vosotros se pasaba por el cuartelillo. Ha esperado a que tuvierais confianza en él para que os pudieran detener y acusaros de ir a encontraros con La Pastora.
Siguieron observando en silencio, como hipnotizados por el peligro del que acababan de librarse.
– ¡Dios mío! -susurró Nourissier.
– Es mejor que nos marchemos. Cuando vean que tardáis demasiado se pondrán en acción, buscarán por los alrededores. ¿Aún queréis ver a La Pastora?
– Sí, pero…
– Ella también quiere veros, que la gente sepa su historia de verdad. Os espera en un sitio que hemos convenido. Venid, no tengáis miedo, yo no os traicionaré.
Fue Nourissier el primero en seguirlo. Infante, algo remiso, se encaminó finalmente tras ellos, no sin antes lanzar una última mirada sobre aquel ya inútil grupo de la Guardia Civil.
Caminaron sin hablar durante más de tres horas. Se preguntaron a sí mismos dónde estaban, cómo era posible encontrar un lugar tan vacío de gente en el mundo.
– Estamos llegando -dijo su guía al fin. Infante se volvió hacia Nourissier y le preguntó casi al oído:
– ¿Estás dispuesto a morir tiroteado por una bandolera?
– Estoy dispuesto a continuar hasta el final. Quédate tú. Regresa.
– Debes de estar loco si crees que haré eso. No, la curiosidad es una buena razón para morir.
Después de haber culminado la última colina, una extensión de tierra amarillenta se abrió ante ellos. En ella se veía una cabaña de piedra derruida, apenas tres paredes levantadas a medias sobre la hierba seca. Sentado sobre una roca había un hombre. Se aproximaron a él. El chico elevó el brazo haciéndole una seña. El hombre se puso en pie. En los últimos pasos pudieron verlo bien. Era alto, muy delgado, con el pelo bastante largo, moreno, la tez blanca. Llevaba un traje de pana muy usado y ninguna prenda de abrigo. Tenía los ojos más tristes que Nourissier había visto jamás. No sonrió, no hizo ningún gesto, simplemente esperó a que llegaran. En la mano llevaba una escopeta casi destrozada, con la culata formada por cuatro barras de metal que malamente lograban darle forma.
– Siéntense -dijo con un hilo de voz, y les mostró dos rocas planas como el anfitrión que muestra a sus invitados los mejores sillones que posee. Luego se volvió hacia el joven-: Vigila por si alguien se acerca, hijo.
Fue inmediatamente obedecido. El joven se alejó y dejaron de verlo. Tanto Nourissier como Infante estaban mudos, paralizados, expectantes, casi mareados por la emoción que sentían y que se mezclaba con otras muchas sensaciones: duda, curiosidad, repulsión y atracción al mismo tiempo, incredulidad y fascinación.
– Ese chico siempre fue como un hijo para mí -dijo el hombre-. Nos hemos encontrado muy pocas veces desde que estoy escondido en un sitio que no puedo decirles y casi nunca hemos hablado. Demasiado peligroso. Pero él ha venido de vez en cuando y, desde lejos, ha visto que seguía vivo.
Infante carraspeó, logrando salir de una especie de ensoñación para preguntar:
– ¿Usted es Teresa Pla Meseguer?
– Sí, me llamaba Teresa cuando era una mujer. Ahora soy un hombre y mi nombre es Florencio. Florencio Pla Meseguer. En el maquis me pusieron «Durruti», pero la mayor parte de los compañeros me llamaban Pastora. Como La Pastora me conoce la gente de los pueblos y como La Pastora me busca la Guardia Civil. Ellos creen que aún soy mujer y que voy disfrazada de hombre sólo para despistar.
– Mucho gusto -respondió incongruentemente Nourissier. Después se presentó a sí mismo y presentó a Infante.
– Diego los ha seguido por todas partes. Dice que sólo quieren hablar conmigo y que no me buscarán ningún mal.
– Es exactamente así; sólo queremos hablar con usted.
– ¿Le dirán a la gente la verdad sobre mí? Tienen que contar a todo el mundo que yo no he matado a nadie.
– Diremos lo que usted quiera contarnos.
– Se lo contaré todo, la historia de mi vida, desde el principio hasta hoy. ¿Llevan comida en esas bolsas?
– Bocadillos y un poco de vino.
– ¿Bocadillos de qué?
– De chorizo, de queso, no lo sé muy bien. Nos los han preparado en la pensión.
– ¿Puedo pedirles que me den un poco? Diego no puede traerme comida por el peligro que eso tiene, y hace mucho tiempo que no pruebo el embutido.
– ¡Claro, por supuesto que sí!
– Yo tengo higos secos; podemos intercambiarlos, si a ustedes les parece bien.
– Tenga, coma, nosotros no tenemos mucha hambre.
Comió y ellos comieron los higos para no despreciarlos. Nourissier miraba sus manos delgadas y nervudas. Observaba cada detalle, cada gesto. Cuando hubo terminado el primer bocadillo bebió un trago de vino, luego agua y finalmente pareció preparado para llevar a cabo lo que le había traído hasta allí. Suspiró profundamente y dijo:
– No puedo hablar bien, pero ya se me pasará cuando haya hablado más tiempo. Llevo dos años solo y no sé cantar, así que no me he oído la voz en dos años. Cantar era también peligroso porque podían oírme. Los lobos no hablan ni cantan, por eso siguen vivos en el monte…
Acabó su prolongado relato cuando caían las primeras sombras de la tarde. Estaba afónico, cansado y triste. Nourissier no había parado de tomar notas, apuntar sus palabras, escribir claves que lo ayudaran más tarde a recordarlo todo. También estaba exhausto. Infante miraba al suelo, al aire y de vez en cuando sus ojos se habían llenado de lágrimas. Se vio un relámpago en el cielo.
– Huele a tormenta. Es mejor que se marchen. Ahora ya lo saben todo sobre mí. Diego les acompañará hasta un camino que ya puedan reconocer. Yo me vuelvo a mi cueva.
Nourissier le asió un brazo, lo miró intensamente a la cara.
– Florencio, ¿hasta cuándo va a seguir viviendo solo en la montaña? Quizá nosotros podamos ayudarle, darle dinero, echarle una mano para pasar a Francia.
– No voy a quedarme ahí escondido mucho tiempo más. Ahora que he hablado con ustedes creo que es el momento de marcharme. Pero no pueden ayudarme. Lo haré solo, como casi siempre lo he hecho todo. Sólo denme un poco de dinero para poder salir de España.
– Puede confiar en nosotros.
– No puedo confiar en nadie. Si alguna vez confío en alguien, me traicionará.
– Nosotros…
Se puso en pie y cogió su arma, que había mantenido siempre junto a él.
– Hay demasiada gente que me odia. Demasiadas cuentas pendientes -dijo, y echó a andar sin pronunciar ni una última palabra de despedida.
Vieron cómo se alejaba con un paso ligero y contundente, como el de un alce. Al cabo de un instante se había internado en la espesura y no volvieron a verlo más. De otro lugar de esa misma espesura surgió Diego como por encantamiento y, poniéndose delante de ellos, dibujó un gesto con la cabeza para que lo siguieran. Lo hicieron en silencio. Durante casi una hora caminaron bajo los signos cada vez más cercanos de una tormenta. Llegados al lugar donde habían visto el operativo oculto de la Guardia Civil, el joven les preguntó:
– ¿Saben volver al pueblo desde aquí? Es muy fácil, siempre en línea recta hacia el sur.
Luego desapareció como había desaparecido La Pastora, mimetizado por la tierra y las matas, por el campo salvaje y solitario. Continuaron caminando solos y hablaron por fin. Infante fue el primero:
– Misión cumplida -susurró.
Nourissier tenía los ojos vidriosos, tal era la magnitud de su ensimismamiento.
– ¿De verdad crees que nunca ha matado a nadie?
Infante se encogió de hombros.
– ¡Quién sabe! No tiene mucha lógica pensar que en semejante contexto de violencia nunca haya matado, pero ¿hay alguna parte de esa vida que acaba de contarnos que parezca mínimamente lógica?
– Es verdad.
Un trueno poderoso retumbó en las montañas y el cielo se puso oscuro como la noche. Empezó a llover con furia. Infante arrancó a correr hacia un saliente que había en las rocas. Nourissier le siguió. Se guarecieron y permanecieron viendo cómo el agua fluía junto a sus pies.
– Tengo hambre -dijo Infante.
Nourissier echó mano al bolsillo y sacó el saquito de higos secos que había recibido de Florencio. Los comieron con auténtico apetito.
– Ahora ya casi somos como La Pastora -bromeó el periodista.
– Como Florencio, querrás decir.
– Sólo él mismo sabe quién es en realidad.
– ¿Qué pasará ahora cuando volvamos?, ¿nos detendrá la Guardia Civil?
– A ti no. No tienen nada en tu contra. Simplemente hemos pasado un día de excursión.
– ¿Y en tu contra tienen algo?
– Lo tendrán.
– No te entiendo.
Infante sonrió con tristeza, como tantas otras veces le había visto su compañero sonreír.
– Yo no voy a volver contigo a la pensión, Lucien. Iré a entregarme directamente al cuartelillo de la Guardia Civil.
– Pero ¿qué dices?
– Lo que has oído, me entregaré y contaré que he ido en busca de La Pastora, que la he encontrado y que la he ayudado a huir. Diré que tú quedaste perdido en el monte, que te dejé atrás. De todas maneras, al no haber podido pescarte in fraganti, lo máximo que harán será expulsarte. Te recomiendo que antes te largues tú.
– Como broma no consigo apreciarla, perdóname.
Infante sacó del interior de su pelliza una botella de whisky de medio litro.
– ¡Ah, no esperabas este detalle de prudencia! ¡Suerte que he logrado salvarla de ese depredador de Florencio!
Echó un trago largo y profundo. Nourissier le observaba sin entender. Infante le pasó la botella y lo miró seriamente.
– Soy un traidor, querido amigo, soy un traidor. ¿Te suena lo que es un traidor? Apuesto a que no estás muy seguro, pero yo sí, yo lo sé muy bien. Cuando me escribiste al periódico en Barcelona, me puse en contacto inmediatamente con la Policía. Ellos me dijeron que te dejara hacer. Luego, cuando nos encontramos y me propusiste tu plan, fue la propia Policía quien me pidió que te tutelara, que te despistara para que no obtuvieras ningún resultado en tus pesquisas. Era la mejor manera de no organizar escándalos internacionales. Engañarte como a un pardillo y que te fueras de vuelta a Francia contento y sin enterarte de nada. ¿Sabes cuál fue la única condición que les puse? Que me dejaran cobrarte y el dinero fuera para mí, lo único que me importaba.
Nourissier escuchaba en silencio. Notaba en la nuca la presión de una garra que lo atenazaba, en la garganta un nudo grueso y doloroso que le impedía tragar. Tomó la botella y echó un trago. Se oía la lluvia golpeando las piedras, los regueros de agua bajaban haciendo surcos en la tierra.
– ¿Y eso ha durado todo este tiempo? -preguntó el francés haciendo un esfuerzo por hablar.
– ¡No!-casi chilló Infante-. No, Lucien, te lo juro. Me rebelé desde el principio, y tomé la determinación de cambiar mis planes cuando aquel guardia hijo de puta me pegó. Ahí acabó mi connivencia con la Guardia Civil. Puedes no creerme, pero te equivocarás. A partir de ese momento fui a lo mío y lo mío era encontrar a La Pastora y servirte de verdad. Por eso sufrimos algún acoso, por eso prepararon la trampa del maestro que les permitiría atraparnos con alguna acusación firme. ¡Tienes que creerme! Todo lo anterior era mentira, mentira, ¿comprendes? Mira, te lo contaré: ¿recuerdas al tío Tomás d'en Baix? Se trataba de un montaje. La paliza que le di era falsa, fingida. ¿El joven guardia civil que escribía? Te iba dando carnaza. Lo que nos contó era cierto, pero intrascendente en sí mismo. El…
– Basta, Carlos, no te esfuerces. No me cuentes más mentiras ni más verdades. Limítate a decirme cuál debía ser el final que me teníais reservado.
– Muy sencillo: tú te conformabas con cuatro datos que íbamos dejándote saber, al mismo tiempo que impedíamos una auténtica investigación. Regresabas a Francia y seguías feliz en tu mundo.
– Hábil. ¿También cobrabas de la policía?
– No.
– Un auténtico detalle por tu parte.
– Puedes ser todo lo cínico que quieras, lo tengo merecido; pero aunque no me creas dejé de estar conchabado con la policía por amistad, por tu amistad. Cada vez era más consciente del horror que íbamos descubriendo, de lo terrible que era todo. Tú me hiciste ver con tu manera de ser que no se puede seguir metido hasta los ojos en el barro toda la vida.
– Mi bondad ha acabado siendo simple estupidez. Te recomiendo que no te entregues por haberme traicionado; a mí me da igual cualquier cosa que puedas hacer, me es indiferente tu vida. No volveremos a vernos más; sigue con tus traiciones, debe de ser ése tu auténtico papel. Te pagaré todo el dinero que acordamos.
Hubo un momento de silencio. Luego, Infante respondió, pero su voz ya no contenía ninguna vehemencia, sino más bien una espesa resignación.
– Sí, has dado en el clavo, soy un traidor, siempre lo he sido. ¿Quieres saber una historia maravillosa? Te da igual, ya lo sé; pero quiero contarla. Yo entregué a mis padres a la Policía franquista. Ambos estaban condenados a muerte tras la guerra por sus actividades en el Partido Comunista. Se escondían en casa de un amigo esperando poder pasar a Francia. La policía me presionó y yo los delaté sin oponer resistencia. ¿A cambio de qué? No fui a la cárcel ni tomaron represalias contra mí por ser hijo suyo. Me permitieron trabajar como periodista.
Nourissier lo miraba fijamente, con cara de horror.
– ¿Qué sucedió con ellos?
– Los mataron, Lucien, los mataron, y te aseguro que desde entonces no ha habido un solo día en el que no me haya despreciado a mí mismo. Me he ahogado en alcohol cada noche, pero eso no se me irá de la mente mientras viva, lo sé. Por eso me entrego, quizá en la cárcel consiga dormir sin fantasmas.
El psiquiatra se tapó la cara con las manos, las puntas de sus dedos se volvieron blancas al presionar sobre la frente.
– Éste es un país terrible, Dios mío, terrible -susurró.
La lluvia había amainado, pero seguía lloviendo aún. Infante se puso de pie.
– Tenemos que ponernos en marcha, se está haciendo de noche.
Nourissier le siguió. Caminaron esquivando piedras y barro, sin dirigirse la palabra ni una sola vez. Dos horas más tarde, ya en plena oscuridad, arribaron a las estribaciones del pueblo. Infante debía encaminarse hacia la salida sur, donde estaba el cuartel de la Guardia Civil. Nourissier seguiría hasta el centro, donde se encontraba la pensión. El primero no paró siquiera un instante, tomó su rumbo y dijo en voz baja:
– Adiós, Lucien.
El francés, quieto bajo la lluvia, lo dejó avanzar varios pasos, luego lo llamó:
– ¡Carlos!
Fue hacia él. Cuando estuvieron frente a frente, ambos se paralizaron por un brevísimo lapso de tiempo; después se abrazaron agarrándose los gruesos chaquetones empapados, con auténtica fuerza, con desesperación. Infante se echó a llorar a pequeños espasmos liberadores; a Nourissier le corrían silenciosas lágrimas por la cara.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Carlos.
– No sé, quizá regrese pronto a esta tierra; quizá me convierta en un médico rural, trabaje para quien lo necesita…, es una idea hermosa, pero no sé. Lo que sí veo claro es que no puedo seguir viviendo como hasta ahora porque ya no soy el mismo.
– Vuelve a tu casa, Lucien, olvídate de todo lo que has visto y oído, intenta ser feliz.
– Imposible, sería como suplantar a otra persona.
Infante asentía. Se sonrieron forzadamente entre los rastros del llanto en sus caras. Deshicieron el nudo de su abrazo.
– Seguro que volveremos a encontrarnos, ¿verdad? -preguntó Lucien.
– Claro, claro que sí -respondió Carlos, y echó a andar en su dirección. El otro fue en la suya y los pasos de ambos, que al principio los hicieron avanzar de modo titubeante, cobraron fuerza y decisión a medida que los alejaban. Ninguno de los dos intentó aconsejar al otro de nuevo sobre lo que debía hacer. Quizá ambos eran conscientes de que el destino de todas las personas acaba por cumplirse inexorablemente, aunque nunca sepamos en qué consiste ni dónde nos aguarda.
El 19 de septiembre de 1956, La Pastora abandona su refugio del Forat de l'Áliga, en la sierra de l'Espadella, que se encuentra junto al camino que une las poblaciones de Chert y Vallibona. Su destino es de nuevo Andorra. Para llegar allí utilizará la misma ruta que ella y Francisco recorrieron cuatro años antes. Su equipaje es un macuto, y sus ahorros ascienden a doce mil pesetas, que también lleva consigo. Tardará apenas diez días en alcanzar el Principado.
Una vez allí, encuentra trabajo en una masía de Sant Julia de Loria. Se ocupa de las labores del campo y durante el verano recupera su querido trabajo de pastoreo, subiendo a la montaña con las ovejas. Ganaba dos mil quinientas pesetas al mes, más alojamiento, comida y ropa limpia. Aumentaba sus ingresos ayudando temporalmente en el acarreo de hojas de tabaco. Sin embargo, es sabido que también se dedicó al contrabando mercadeando con nailon y cigarrillos. No sólo eso, sino que trabajó como hombre de confianza de contrabandistas a mayor escala, sirviendo de guarda en un almacén de mercancías donde acudían los porteadores a llevarse las cargas.
Con todas estas ganancias, más su talante ahorrador, tras cuatro años acaba acumulando una pequeña fortuna. Conoce a un tal Maño y le entrega, para que se las guarde, ochenta mil pesetas, pero el Maño huye con el dinero. Entonces recuerda que le ha prestado una cantidad mucho menor a Francisco el de Personada, uno de los contrabandistas con los que trata, y decide reclamársela para hacer frente al apuro. El 19 de abril de 1960, La Pastora se presenta en casa de su deudor y le pide que le devuelva el dinero. Éste se niega. La Pastora lo amenaza con denunciarlo a la policía andorrana. El contrabandista se burla diciéndole que, sin documento de identidad, difícilmente podrá denunciarle ante las autoridades. Entonces La Pastora recobra su aire justiciero y le jura que volverá para cortarle el cuello. Esto atemoriza de tal modo a Francisco el de Personada que opta por denunciarlo a la policía.
El 5 de mayo de 1960 a las ocho y media de la mañana, se presentan tres guardias uniformados en la masía donde La Pastora trabaja. Le exigen que los acompañe por ser persona reclamada por la justicia española. La conducen a Andorra la Vella y la meten en la cárcel. A las seis de la tarde del mismo día, los tres policías la llevan a la frontera con España. Le devuelven su cartera con el dinero que llevaba, tras haber descontado ciento cincuenta pesetas por los gastos que les ha ocasionado su detención. Luego es expulsado oficialmente de Andorra.
En territorio español pasa a manos de dos guardias civiles pertenecientes a la 224 Comandancia de Fronteras, por quienes es detenido. Se le transporta al acuartelamiento de la Seu d'Urgell. Ese mismo día, a las nueve de la noche, un capitán y un sargento lo interrogan por primera vez. Dice llamarse Florencio.
La identificación de La Pastora es el primer problema con el que se enfrenta la Guardia Civil. Todos piensan, según los testimonios que se tienen, que se trata de una mujer de aspecto hombruno que en los últimos tiempos ha ido disfrazada de hombre. La única fotografía con la que cuentan muestra, en efecto, a una mujer peinada con permanente y elegantemente vestida. Sin embargo, el detenido que tienen frente a sí es un hombre de complexión fuerte. Un teniente coronel de Castellón oye decir que uno de los guardias de su plaza ha conocido a La Pastora. Lo manda llamar y le pide que la describa para enviar su retrato verbal a La Seu d'Urgell. Los rasgos que éste aporta dibujan los de una mujer de aspecto masculino, pero una mujer. Sin embargo, el guardia recuerda súbitamente que La Pastora tenía una cicatriz en la boca (su operación de labio leporino), y ese dato resulta crucial para determinar su identidad.
Permanece tres días en La Seu, sin que le quiten ni un momento las esposas. Después la mandan a la prisión provincial de Lleida, donde estuvo veinte días. De allí pasa temporalmente a la cárcel de Tarragona y por fin es enviada el 30 de mayo a la prisión de mujeres de Valencia en calidad de «presa ratificada». Tenía barba crecida en aquel momento, pero aun así le dieron para vestirse una falda corta y una blusa tan apretada que casi le impedía respirar. Lo aíslan durante ocho días en una celda. Recibe la comida por la ventanilla de la puerta.
El 9 de junio hubo de salir de la prisión para ir a la comisaría de Valencia, donde médicos militares debían reconocerlo. Como su aspecto con aquella ropa es ridículo, se le facilita ropa masculina. Cuando acaba el reconocimiento y vuelve a la prisión le obligan a lucir de nuevo el atuendo de mujer hasta que los médicos «resuelvan» su caso.
Llega por fin el largo informe de los forenses, un urólogo y un ginecólogo. Éste viene resumido en tres puntos:
1 El individuo reconocido pertenece al sexo masculino.
2 La constitución de sus órganos genitales es defectuosa, presentando un hipospadias perineal y un escroto bífido que, junto a las reducidas dimensiones del pene, hacen que sea clasificable entre los casos de seudohermafroditismo masculino.
3 Dado su sexo gonadal, no debe ser recluido en la cárcel de mujeres por ser peligrosa su convivencia con individuos de sexo contrario al suyo.
Después de esta contundente conclusión, La Pastora es recluida como hombre y nunca más volverá a vestirse de mujer.
Se le acusa de bandidaje y terrorismo, de modo que el 12 de diciembre de 1960 debe sufrir un primer consejo de guerra en Tarragona por los delitos cometidos en toda la demarcación. Su defensor de oficio es Manuel López González.
Cuando La Pastora se presenta ante el tribunal militar tiene un aspecto serio y abatido, porte digno.
Va vestido con un traje marrón oscuro de buen corte y lleva corbata. El pelo, bien arreglado y peinado hacia atrás. La impresión que produce en los presentes es que se encuentra como ausente de lo que sucede a su alrededor.
El fiscal militar lo acusa de veintinueve crímenes, subversión política y bandidaje y solicita para él la pena de muerte. Su principal testigo es Enrique Nomen, quien mató a su compañero Francisco, el cual ratifica con voz segura todos los acontecimientos ocurridos en el asalto a la casa de campo de su padre.
El defensor utiliza como argumentos exculpatorios la escasa preparación cultural del detenido, su defecto físico, que siempre ha condicionado su carácter, la dureza de su infancia. Añade que nunca ha tomado parte directamente en ningún delito de sangre y pide para él prisión mayor.
El presidente del tribunal, coronel Menchén Pérez, dice al final del juicio con gran energía: «¡Teresa Pla Meseguer, póngase en pie!». La Pastora obedece y, cuando se le concede la palabra, balbuce que nunca ha matado a nadie y que su misión en los diversos asaltos en los que reconoce haber tomado parte se limitaba a vigilar la puerta del lugar. El procedimiento queda visto para sentencia.
El segundo juicio militar contra La Pastora se lleva a efecto en Valencia, el 21 de febrero de 1961. Las acusaciones que pesan sobre el reo son «bandidaje y subversión social en las provincias de Castellón y Teruel». Las muertes acaecidas en algunos asaltos también le son imputadas.
La acusación pide la pena de muerte; la defensa, prisión menor, aportando los mismos argumentos exculpatorios del anterior juicio en Tarragona.
Aguardará la sentencia en la sección de presos políticos de la cárcel de Valencia. Ésta será de pena de muerte, pero se le conmutará por treinta años de prisión mayor de acuerdo con un decreto del 2 de mayo de 1961.
En esta cárcel permanecerá ocho años. Los partes internos indican que su comportamiento fue bueno. Al principio, sus compañeros políticos lo rechazan, pero después es aceptado plenamente. Los testigos que quedan de esa época lo han recordado como un hombre un poco ausente y poco sociable, a quien se le notaba que había pasado su vida en soledad. Se le llamará escuetamente por su apellido: Pla.
Un funcionario de prisiones, Marino Vinuesa Hoyos, se interesa por su caso y habla frecuentemente con él. Brindándole poco a poco su confianza, La Pastora acaba contándole toda su historia, por la que el funcionario queda conmovido. A partir de entonces procurará asesorarlo en sus derechos carcelarios y protegerlo hasta extremos que veremos más adelante.
En 1968, el preso es trasladado a El Dueso, el penal de Santoña (Santander), que ya no es tan duro como en la primera época franquista. Tiene entonces cincuenta y un años. Antes del traslado, el médico de la prisión provincial de Valencia debe efectuarle un segundo reconocimiento tendente a reafirmar su condición sexual de hombre. El informe ratifica el diagnóstico anterior y describe minuciosamente los genitales de La Pastora: «Se aprecia escroto hundido en dos mitades y en el interior de éstas se albergan sendas gónadas que por su tamaño, movilidad, forma y consistencia hacen pensar en testículos normales… El pene es de tamaño reducido y se halla medio oculto sobre las dos mitades del escroto. Tiene un glande de un tamaño proporcional al del pene, siendo su tamaño mucho mayor que el de un clítoris… Por referencias propias el individuo dice tener apetencias por el sexo femenino y haber tenido eyaculaciones». La Pastora afirmó en algún momento haber estado masturbándose durante un tiempo con periodicidad casi diaria.
La estancia de La Pastora en El Dueso viene consignada en los certificados como la de un preso ejemplar. Redime tiempo de condena con trabajo carcelario realizando labores de limpieza, y más tarde de forjado en el taller de metalistería. En conjunto reducirá pena por un total de seis años, ocho meses y once días. El funcionario Marino Vinuesa viajará desde Valencia en varias ocasiones para visitarlo.
Su expediente médico sólo recoge dos incidencias: en una ocasión el preso solicita atención oftalmológica por pérdida de visión, que le es concedida. En otra debe ser trasladado de urgencia al centro médico de Valdecilla por presentar un cuadro de colapso circulatorio, del que no se conocen consecuencias.
En toda su estancia en prisión no recibe más visitas que las de Vinuesa, su protector; y como correspondencia, únicamente un giro postal proveniente de su hermana Vicenta. Ésta le comunica que ha vendido las cinco últimas ovejas propiedad de La Pastora y le manda el dinero obtenido en la transacción. Sin embargo, el preso cuenta aún con una pequeña cantidad en efectivo y, pensando que Vicenta pueda necesitarlo más que él, le devuelve lo girado.
Vinuesa nunca lo ha dejado de la mano, y es él quien inicia la documentación necesaria para su cambio oficial de sexo, que sigue siendo femenino. Del mismo modo, con fecha del 31 de marzo de 1977 eleva un escrito en nombre del preso a la autoridad militar de Cataluña pidiendo su excarcelación definitiva. Lo firma Teresa Pla y en él hace constar que su pena era de treinta años, de los que lleva ya diecisiete cumplidos, lo cual, sumado a su tiempo de reducción de pena por trabajo, suma veintitrés años y veintitrés días de prisión ininterrumpida. Paralelamente, y por si esta petición fracasa, Vinuesa eleva una instancia al Rey pidiendo el indulto para La Pastora. Justifica su protagonismo en esta petición por «la ausencia de familiares que se interesen en la suerte de este ser tan necesitado de perdón y comprensión», y la argumenta a favor del preso citando los años de largo cautiverio, su buena conducta y su especialísimo caso. Incluso se ofrece a brindarle su hogar para vivir, en el supuesto de que ningún patrono se avenga a contratarlo dada su edad.
Tres meses más tarde, La Pastora es puesta en libertad. Su petición ha sido atendida por los Juzgados Militares de Valencia y de Cataluña, si bien Vinuesa siempre estará convencido de que el Rey influyó en estas decisiones positivas.
La Pastora tiene sesenta años. El funcionario le ha ofrecido su casa en caso de que no tenga adonde ir. Una noche, cuando el hombre sale de servicio, se encuentra en la puerta a La Pastora, con una maleta en la mano. Sólo le dice: -Don Marino, aquí estoy. Él le responde:
– Pues no se hable más. -Y se lo lleva a su casa en Olocau, Valencia.
El 25 de marzo de 1980 se resuelve el expediente gubernativo del cambio de sexo oficial de La Pastora. A partir de ese momento dejará de ser Teresa Pla Meseguer y pasará a llamarse para siempre Florencio Pla Meseguer.
Florencio vive vinculado a la familia Vinuesa hasta su muerte. Los Vinuesa tienen un jardín donde hay una caseta en la que se instala. Allí duerme, aunque realiza las comidas con la familia en la casa principal. Cobra una pequeña paga del Estado. Allí transcurren sus días plácidamente. Habla a menudo con los vecinos del pueblo, aunque nunca visita sus viviendas. No le gusta la televisión. Se acuesta y se levanta muy temprano. Tiene dos perras a las que adora: Betty y Tuna. En su última conversación con José Calvo (autor de la mayor documentación que sobre este maquis existe), le cuenta:
– Las perras me siguen a todas partes. Tuna se me ha quedado ciega y es, además, diabética. Tendría que llevarla al veterinario para que le pusiera una inyección. Estos días estaba arreglando una jaula y ella estaba siempre con la cabeza pegada a mí. Si yo me iba a buscar una madera, ella me seguía. Siempre detrás de mí. Me doy la vuelta y, sin darme cuenta, chocamos; porque yo también estoy perdiendo la visión de un ojo.
En la misma conversación, Calvo le pregunta:
– ¿Ha vuelto a encontrarse usted con alguno de sus compañeros del maquis?
Y él responde:
– No, nunca, en ninguna prisión, en ningún sitio.
– ¿Cree que los mataron?
– La mayor parte marcharon a Francia.
Esta idea de La Pastora no es cierta. Sólo Carlos el Catalán alcanzó tierra francesa en el año 49. El resto de los integrantes de su grupo fueron todos muertos en los años cincuenta. Sólo él sobrevivió.
Murió el 1 de enero del año 2004. Estaba acabando de cenar y comía una pera como postre. La mujer que lo atendía habitualmente se volvió y lo encontró muerto.
Llevaron su cuerpo al cementerio de Valencia, un día de mucho frío. Un empleado de la funeraria recuerda que el cadáver llevaba varias prendas de abrigo superpuestas. Es incinerado el día 4. Sus cenizas son depositadas en la Pirámide del Jardín de los Recuerdos, en el mismo cementerio de Valencia, donde se coloca un rótulo con su nombre unos días después.
La gente de Olocau que lo conoció lo recuerda como un hombre encorvado por el peso de los años, buena persona, muy amante de sus perros, a quienes sacaba a pasear por el barranco del Carraixet. Llevaba una vida sencilla, madrugaba.
A su muerte, la imaginación popular, que siempre había rodeado su figura de leyendas, se disparó en la zona, pensando que había dejado algún tesoro enterrado, perteneciente a los muchos botines de sus atracos; pero, por supuesto, nada de eso pudo comprobarse.
En los consejos de guerra nunca pudo demostrarse de modo fehaciente que hubiera cometido alguno de los veintinueve asesinatos que se le imputaban. La gente que lo conoció afirma que era incapaz de matar, lo cual tampoco puede ser probado. Vivió solo, murió solo; ésa es la única realidad que resulta evidente.
Vinarós, septiembre de 2010.