La rosa de York Juliette
Benzoni Las joyas del templo II
Dedicado A la memoria de Jean-François, mi hijo desaparecido. A él le debo la documentación
de este libro... y muchos años
felices.
Resumen Poco
antes del otoño de 1922, el príncipe veneciano Aldo Morosini —anticuario y
experto en joyas antiguas— es abordado por Simon Aronov, apodado el Cojo de
Varsovia, quien le encomienda la misión de recobrar cuatro piedras preciosas
robadas durante el saqueo del Templo de Jerusalén. Según la tradición, su
recuperación permitirá a los hijos de Israel regresar a su tierra.
PRIMERA PARTE La
niebla de Londres
1. Los herederos Era el extremo del mundo o casi...
Las Tierras Altas de Escocia terminaban allí, en
las aguas cambiantes, agitadas, peligrosas, turbulentas, atravesadas por
pérfidas corrientes del estuario de Pentland. Más allá, como último baluarte
frente a los mares árticos que llegaban hasta el Polo, únicamente existían los
torbellinos de bruma que envolvían las islas Orcadas y las todavía más lejanas
islas Shetland, pobladas de ovejas de negras cabezas. Sin embargo, los dos
archipiélagos cuyos habitantes conservaban la sangre y las tradiciones vikingas
pertenecían a Gran Bretaña y la servían con fidelidad, pese a que sus raíces
los atraían hacia Noruega, país al que habían pertenecido durante siglos.
Apoyado en la muralla medio derruida de una torre
de vigía, Aldo Morosini contemplaba el salvaje y grandioso paisaje marino
esforzándose por contener su emoción: anclado en medio de una pequeña rada, el
Robert-Bruce
se estaba separando para siempre de su viejo patrón, lord Killrenan,
asesinado en Egipto unos meses antes y que el barco acababa de traer de vuelta
a su tierra ancestral. El silbato del contramaestre despedía con su agudo
sonido al capitán mientras los marineros bajaban el pesado féretro hasta el
bote que aguardaba junto al casco largo y negro.
Cuando el bote se apartó, la sirena del barco
relevó al silbato del contramaestre. Los marineros metieron al unísono los
remos en el agua y pusieron rumbo a la orilla, donde una pequeña muchedumbre
aguardaba junto a un pastor anglicano y a varios miembros de la familia. Ésta
era muy reducida: en total se componía de seis personas, inmóviles y enlutadas,
en cuya cara de circunstancias no se advertía ni rastro de aflicción. El hecho
de que fueran hijos de la única hermana del difunto —por lo menos tres de
ellos, ya que las otras tres eran sus esposas— no era óbice para su ausencia de
pesar: eran los herederos, y con eso estaba todo dicho. Por eso Morosini
prefería mantenerse apartado. Tenía intención de no acercarse a ellos hasta el
último momento, pues su dolor era real. Quería mucho al viejo marino, pues
aunque no estaban unidos por ningún lazo de sangre, durante muchos años sir
Andrew había consagrado un amor discreto y ferviente a la princesa Isabelle, la
madre de Aldo, asimismo fallecida.
Cuando Isabelle había enviudado, sir Andrew había
reunido el valor suficiente para proponerle convertirse en la princesa de
Killrenan, pero Isabelle de Montlaure, princesa Morosini, era mujer de un solo
amor. También Killrenan era de corazón fiel, de modo que decidió ser el eterno
viajero de todos los mares del mundo. Sin embargo, de cuando en cuando su yate
echaba el ancla en el veneciano fondeadero de San Marco, a fin de que sir
Andrew pudiera depositar, junto con el homenaje de su fidelidad, un enorme ramo
de flores, especias raras y delicadas golosinas que había recogido durante sus
viajes. Le hacía siempre la misma pregunta, recibía la misma respuesta y se
marchaba sin desanimarse. Pasados dos o tres años volvía a aparecer con algo
menos de cabello, unas cuantas arrugas más y todavía el mismo amor en el
corazón.
Una sola vez, la última, el enamorado de Isabelle
trató de hacerle aceptar un regalo excepcional, un objeto extraordinario y
cargado de historia: una pulsera de esmeraldas y zafiros, obsequio del
emperador mongol Shah Jahan a su adorada esposa Mumtaz Majal, en memoria de la
cual haría construir más tarde el Taj Majal, acaso el sepulcro más bello del
mundo.
Sin duda sir Andrew pecó de ingenuidad al confiar
en que haría olvidar a Isabelle el valor del presente, que él solamente
consideraba un homenaje y un símbolo de eterna fidelidad, porque la viuda de
Enrico Morosini lo rechazó. De resultas de eso, tres años después Killrenan
encargó a Aldo —que en el ínterin se había convertido en un anticuario experto
en joyas antiguas— que vendiera la pulsera, pero con una condición categórica:
en ningún caso la alhaja debía pasar a manos de una persona de nacionalidad
británica, ya fuera hombre o mujer. Dicho esto, sir Andrew volvió a hacerse a
la mar.
De momento, Morosini creyó que esa prohibición era
un simple capricho y no la entendió. Pero poco después, cuando conoció a una de
las sobrinas políticas del anciano, lo vio claro. Elegante, encantadora pero un
poco inquietante, Mary Saint Albans albergaba en su cabecita rapaz una pasión
insaciable y casi patológica por las piedras preciosas. Durante una prestigiosa
subasta en el hotel Drouot de París, Morosini la había visto perder por completo
el dominio de sí misma porque en la puja no había podido superar a un miembro
de la familia Rothschild. Y cuando Mary Saint Albans había ido a visitar a Aldo
en Venecia, casi se había arrojado a sus pies suplicándole que le vendiera la
famosa pulsera, pues estaba convencida —con toda la razón— de que su tío
Killrenan se la había confiado. Desde luego, su petición no tuvo ningún éxito.
Para desembarazarse de la joven, el príncipe
anticuario trató de persuadirla de que lord Killrenan no le había entregado
nada, y añadió que sin duda había preferido conservar su prenda de amor
llevándosela consigo a aquel viaje alrededor del mundo que emprendía sin
verdadera intención de regresar. Quizás incluso pensaba dejar la alhaja en la
India, donde la habían tallado.
Por desgracia, sir Andrew no llegó más allá de
Port Said, donde un ladrón, que además era un asesino estúpido, había asaltado
su camarote. ¡Qué final tan siniestro, incluso sórdido, para un hombre que
amaba hasta tal punto la inmensidad y la magnificencia!
En eso pensaba Aldo mientras allá abajo, en la
ribera, los cuatro marineros más fornidos del
Robert-Bruce, ayudados por
cuatro vigorosos lugareños cuyas nudosas rodillas asomaban por debajo del kilt
verde, rojo y negro, izaban el pesado ataúd de cedro sobre sus hombros para
transportarlo a la cripta de su antigua y señorial morada. En ese preciso
momento, dos gaiteros ataviados con el traje tradicional se llevaron a la boca
el tubo de su cornamusa y un sonido estridente sustituyó al de la sirena del barco.
Los gaiteros encabezaron el cortejo, seguidos de los demás. El observador
solitario se limitó a verlos acercarse y a observar cómo los miembros de la
comitiva hacían rodar bajo sus pies las piedrecitas del camino. La cuesta que
conducía al castillo era empinada pero estaba en consonancia con él: también
era de piedra y los bastos escalones que la jalonaban parecían la continuación
de los muros adustos del castillo. Killrenan Castle era un alto e impresionante
edificio cuadrado del siglo XII, un torreón que parecía lanzarse
al asalto del cielo de las Tierras Altas y que tenía a sus pies, como una
jauría de perros tendidos en el suelo, las dependencias formadas por las
cuadras, las cocinas y otros servicios, junto con una capilla. Todo ese
complejo seguía en parte encerrado dentro de la muralla que antaño lo protegía.
En la actualidad, el castillo esperaba al último de sus descendientes por línea
directa. Y en cuanto a los sobrinos, que a la sazón caminaban en pos del
difunto, Morosini estaba convencido de que jamás llegarían a estar a la altura
de sir Andrew.
El tiempo era benigno en ese mes de septiembre.
Cohortes de nubes desfilaban hacia el este, dejando entre ellas grandes
desgarrones azules atravesados por flechas de luz. En honor del último viaje
terrestre de Andrew Killrenan, las Tierras Altas se habían adornado con sus
mejores galas, que resultaban más valiosas por ser las más efímeras, pues
pronto iban a quedar borradas por las brumas y las nieves del precoz invierno.
Constituían una sorprendente sinfonía de tonos malva, índigo, violeta y grises
tornasolados entre los que de vez en cuando estallaba, como una flor preciosa,
el oro de un ramaje cuya gama de colores iba desde el amarillo pajizo hasta el
bermejo oscuro.
Cuando el cortejo alcanzó el destartalado puente
levadizo y el enorme portalón tachonado de clavos de acero, Aldo se dijo que
tenía que unirse a él a fin de asistir a la última ceremonia. Se agachó para
recoger del suelo el gran ramo de cardos azules ceñido por un lazo cuyos
colores eran los del clan del anciano lord, pero en ese momento una mano
arrugada se adelantó a él y una voz algo cascada comentó:
—¡Cardos, qué buena idea! El emblema del país,
¿verdad? Y además cuadran perfectamente con el viejo Andrew. Quizá le sirvan de
consuelo por haber tenido que dejar su título y su mansión a esta gente.
Aldo volvió la cabeza y vio a su lado a un
hombrecillo de tez apergaminada y morena, al que de entrada tomó por un duende
de las landas debido a su baja estatura. Vestía una falda escocesa con escarcela,
una banda a cuadros y un gorro cuyas plumas mostraban los colores del clan.
Todo su atavío emanaba un fuerte olor de pimienta de Jamaica, cosa que
atestiguaba que era el traje de ceremonia que sólo se sacaba del arcón para las
ocasiones solemnes. Después de estornudar tres veces, el recién llegado se
apartó procurando no ponerse de espaldas al viento.
—¿Cree usted que necesita consuelo? —le preguntó
Aldo.
—¡No me cabe duda! Claro que también podría
haberse fabricado él mismo sus herederos, en lugar de dedicarse a recorrer los
mares durante tres cuartas partes de su vida. Si se hubiera casado con Flora
Mac Neil, su situación sería otra muy distinta.
—¿Quién es Flora Mac Neil?
—La joven con quien su padre, el viejo Angus,
quería casarlo. Me consta que la chica no era muy bonita, pero tenía buena
salud y una dote respetable, y habría parido hijos fuertes. Pero, bueno, sir
Andrew no la quiso. Aunque no me diga que durante sus periplos alrededor del
mundo no podría haber encontrado una mujer de su gusto...
—De hecho, encontró una, pero no era soltera y,
por desgracia, él nunca amó a otra más que a ella.
Con una expresión desolada, el duende se echó
hacia atrás el gorro para rascarse los grises e hirsutos mechones que crecían
debajo.
—¡Qué mala suerte! De todos modos, tendría que
haber pensado en su descendencia. Desde donde está ahora, debe de ser un
castigo muy cruel contemplar cómo los hijos de la difunta Margaret, su pobre
hermana loca, van trotando detrás de su ataúd para apoderarse de todos sus bienes.
—¿Su hermana estaba loca? —preguntó Morosini, que
ni siquiera sabía que sir Andrew tuviera un pariente tan cercano.
—No tanto como para encerrarla, pero poco le
faltaba. Había que estar bastante chiflada para encapricharse de un inglés, que
encima era magistrado, cuando hubiera podido elegir un marido entre media
docena de muchachotes de nuestra tierra. Fíjese usted en el resultado. Ese
Desmond Saint Albans, que será a partir de ahora el décimo conde de Killrenan,
parece un bote de mantequilla. En su favor sólo puede decirse que tiene un buen
sastre. Sus hermanos se le parecen... en una versión más blanda. Su mujer,
bueno, es más bien guapa, sólo que no es de aquí y eso se nota. ¡Mire cómo se
tuerce los tobillos al andar con esos tacones tan altos sobre las piedras del
camino! Es una flor de ciudad. Nunca ha vivido en el campo. ¡Ah, todo esto es
muy triste!
El veneciano contuvo una sonrisa: ¡el viejo tenía
buena vista! Los bonitos tobillos de lady Mary, que las medias de seda negra
afinaban aún más, corrían en efecto grandes peligros mientras su dueña se veía
obligada a realizar milagros de equilibrio a cada paso que daba. Se aferraba al
brazo del «bote de mantequilla», que no disimulaba su fastidio por tener que
sostenerla, cuando él habría preferido caminar solo detrás del cadáver, como
correspondía a su nuevo rango.
Para Aldo había sido una sorpresa descubrir que
esta pareja eran los herederos. Desde luego, sabía por la propia lady Mary que
estaba casada con uno de los sobrinos de sir Andrew, pero ella jamás le había
insinuado siquiera que su marido era uno de los que más derecho tenía al
legado. Entonces, ¿era a ellos dos a quienes tenía que dar el pésame? Resultaba
una perspectiva muy poco agradable, pero no podía soslayarla.
—¡Tenga! —dijo el duende, suspirando, mientras le
devolvía el ramo—. Ha llegado el momento de reunirse con ellos, ¿no? Están
entrando en la capilla.
—Pero ¿acaso no piensa acompañarme?
—No. Sólo he venido para saludar a Andrew a su
regreso a nuestra tierra natal, pero no tengo nada que hacer en el castillo de
Killrenan. Si le digo que mi nombre es Malcom Mac Neil, sin duda lo
comprenderá: soy hermano de la chica que él rechazó... Por cierto, ¿quién es
usted?
—Un extranjero, un amigo leal... y el hijo de la
que lo rechazó.
—¡Ah! En tal caso será mejor que de momento no se
acerque y aguarde a que todos se hayan ido para poder rezar en paz. Estos
extranjeros no se quedarán mucho rato. Seguro que no han previsto dar una
draigie.
No saben ni jota de nuestras costumbres.
—¿Una
draigie? ¿Qué es eso? Nunca había
oído esa palabra.
—La fiesta de los funerales. Es una costumbre
gaélica. A los vivos les reconforta comer y sobre todo beber buen whisky
brindando por el que se ha ido. Que pase un buen día, señor.
El hombrecillo se alejó a paso vivo por la landa,
mientras que, haciendo caso omiso de su consejo, Aldo se dirigió al castillo.
La ceremonia que se celebró en la cripta de la
capilla fue sencilla y breve: un corto sermón del pastor, unas cuantas
oraciones y, al tiempo que las gaitas entonaban
Amazing Grace, el
féretro fue colocado en un nicho todavía vacío. Hecho lo cual, los asistentes
salieron en silencio. Únicamente Aldo se demoró un momento para depositar los
cardos azules sobre el ataúd murmurando un último adiós.
Aunque le tentaba la idea de quedarse allí un buen
rato a fin de que los amigos y la familia tuvieran tiempo de dispersarse, Aldo
supo resistirse a ella. Sería descortés no expresar su condolencia y, aunque
sus relaciones con la reciente condesa no eran muy buenas, esquivarla sería un
acto de cobardía.
Al llegar al patio de armas, comprobó que las
predicciones del duende se realizaban. Era evidente que el nuevo lord no tenía
la menor intención de recibir a nadie en el castillo: él y los suyos, alineados
delante de la capilla, iban estrechando manos y contestando a los pésames con
unas pocas palabras y una expresión compungida. Aldo se dirigió hacia ellos.
Cuando se presentó a sir Desmond y le dio la mano,
vio que en los ojos de éste, bastante apagados hasta entonces, se encendía una chispa
de interés. En el mundo de los coleccionistas de toda clase de cosas, pero
sobre todo de joyas, el príncipe veneciano, convertido en anticuario por
necesidad y en experto en alhajas antiguas por afición, era muy conocido. El
nuevo lord Killrenan pertenecía a ese mundo, de modo que cogió la ocasión por
los pelos.
—¿Piensa quedarse un tiempo en Escocia? —preguntó.
—No. Hoy mismo me esperan en Inverness y mañana
estaré en Londres.
—Supongo que permanecerá allí unos días para
asistir a la famosa subasta, ¿no? Para mí sería un placer entrevistarme con
usted, si pudiera dedicarme unos momentos.
—¿Por qué no? —contestó con amabilidad Morosini,
pensando para sus adentros que para él no sería ningún placer, pues el nuevo
lord no le gustaba nada. Como había dicho el duende, su rostro producía la
impresión de haber sido modelado en mantequilla, pero tenía la particularidad
de parecer al mismo tiempo duro. Sin duda eso se debía a sus rasgos inmóviles y
a su mirada gris y apagada como una piedra.
Aldo se inclinó brevemente ante los dos hermanos
siguientes para llegar por fin ante la esposa de Desmond. Se preguntó cómo esa
mujer tan preciosa había podido unir su destino al de un personaje tan poco
atractivo. Claro que, como el hombre tenía fama de ser un ferviente coleccionista
de jades antiguos, debía de poseer una cuantiosa fortuna, y además cabía la
posibilidad de que se hubiera contagiado de la pasión de Mary por las alhajas.
Pero Morosini se equivocó al creer que ésta se contentaría con que la saludara
y le dirigiera unas pocas palabras atinadas. Sin siquiera tenderle la mano, la
condesa le espetó:
—Confiaba en que vendría. Usted y yo tenemos que
hablar.
—¿Hablar de qué, por Dios?
—Lo sabe muy bien, del brazalete de Mumtaz Majal.
—Ni la hora ni el lugar me parecen convenientes
—dijo él con severidad—. Sobre todo porque no tengo nada que decir sobre el
tema.
—No estoy de acuerdo. ¿Se atreve a negarme que me
mintió cuando fui a verle y me aseguró que mi tío no se lo había dado? Entregó
a nuestro notario una suma importante, producto de la venta de un objeto que le
había confiado el difunto lord Killrenan.
—Es cierto. Mi viejo amigo me había dado en
depósito un objeto, pero acompañado de una condición sine qua non: que no lo
vendiera a ningún ciudadano británico, de cualquier sexo o características.
El rosado semblante, iluminado por unos ojos de un
gris claro, se puso como la grana.
—¿Eso dijo mi tío? Y, por descontado, ese objeto
era la pulsera, ¿no? ¿A quién se la vendió?
—La discreción es una de las principales reglas de
mi profesión.
—Pero quiero saberlo...
—Querida, no deberías retener de este modo al
príncipe Morosini —intervino la voz neutra de lord Desmond—. Lo están
esperando, y nosotros debemos celebrar un consejo de familia. Nos veremos más
adelante, ¿verdad? —añadió, dirigiéndole a Aldo una mueca que podía pasar por
una sonrisa—. Por lo menos el día de la subasta, cuando todos estaremos allí.
El veneciano se inclinó sin decir palabra y
abandonó el recinto
del castillo para dirigirse al carruaje de alquiler
que lo aguardaba en la landa. No le había gustado la última frase de sir
Edmond: pese a su aparente amabilidad, le había parecido notar en ella una vaga
amenaza. Pero de inmediato rechazó este pensamiento. Si empezaba a ver por
todas partes enemigos y malas intenciones, no sólo no podría cumplir su misión,
sino que acabaría por ver hombres negros y siniestros y elefantes rosas. El
hecho de que la pasión por las piedras preciosas hubiera trastornado un poco a
lady Mary y la circunstancia de que el fallecido sir Andrew detestara a su
familia no significaban que el clan familiar estuviera compuesto de
malhechores.
Había sido una suerte que por fin hubieran
detenido al asesino del anciano lord —un hindú fanático que en la cárcel se
había ahorcado con su propio turbante—, porque de otro modo Aldo habría
achacado el crimen a los herederos. Para ser sincero, esta idea se le había ya
ocurrido, a pesar de que el asesinato había tenido lugar lejos de los
descendientes del duque.
Antes de subir al coche, dirigió una última mirada
al viejo torreón feudal en cuya cima ondeaba el pabellón con los colores de los
Killrenan, agitado por un viento súbito cargado de humedad. Lo más probable, se
dijo con un matiz de desprecio, era que el anciano lord no gozara allí de otra
compañía que la de sus antepasados.
El tiempo estaba empeorando. El cielo se cubrió de
masas negras y las islas Orcadas se envolvieron en su manto de volutas
brumosas. Abajo, en la pequeña rada, la tripulación del
Robert-Bruce ya
había subido a bordo y, después de izar el ancla, se despidió con un silbido de
la sirena. Sin duda iba a estallar una tormenta y por consiguiente el barco
tenía que encontrar un refugio más seguro. El carruaje también se puso en
marcha para llevar de nuevo a Morosini a la capital de las Tierras Altas,
Inverness, que se hallaba a unos doscientos kilómetros de distancia.
Si el tiempo no se hubiera estropeado, el viaje
habría sido agradable, pues la carretera se dirigía hacia el sur bordeando el
mar. Aldo se esforzó en no pensar en el amigo al que no volvería a ver más,
para concentrarse en la subasta que sir Desmond acababa de mencionar, la de una
alhaja histórica de gran valor llamada la Rosa de York. Se trataba de un
diamante cabujón de buen tamaño, que en otros tiempos constituía el centro de
un aderezo cuyos otros elementos habían desaparecido sin dejar rastro y que
representaba las armas de la familia de York. En aquel entonces la joya se
llamaba la Rosa Blanca, y había sido regalada al duque de Borgoña, Carlos el
Temerario, por su tercera esposa, la princesa inglesa Margarita, con ocasión de
sus esponsales, celebrados en Damme el 3 de julio de 1468. Después de la
desastrosa batalla de Grandson, la alhaja se había esfumado junto con la mayor
parte de los tesoros de Carlos el Temerario.
Pero la historia del diamante no comenzaba con la
dinastía inglesa, sino que se remontaba a una época casi inmemorial. El cabujón
había sido traído de la India por las caravanas de la reina de Saba, y ésta se
lo había regalado al rey Salomón. Entonces fue engastado junto con otras once
piedras preciosas en una gran placa de oro llamada pectoral del Sumo Sacerdote
y elaborada por orden del Rey Sabio para el Templo de Jerusalén.
Después de haber padecido muchos avatares, el
pectoral seguía existiendo, si bien le faltaban algunas piedras. A la sazón
pertenecía a un hombre extraordinario, fuera de lo común: un judío cojo y
tuerto, muy rico pero sobre todo muy culto y misterioso, conocido como Simon
Aronov. Una noche de la última primavera, Aldo Morosini había sido invitado a
reunirse con él en una vivienda secreta, a la que llegó después de un largo
recorrido por las bodegas y los sótanos existentes bajo el gueto de Varsovia.
Lo que Simon Aronov quería era muy sencillo: que
ese europeo experto en joyas antiguas le ayudara a recuperar las cuatro piedras
que faltaban en el pectoral. Le movía una ambición muy noble, ya que una
tradición judía auguraba que Israel recobraría su patria y su soberanía cuando
se le devolviera, completamente restaurado, ese símbolo de las Doce Tribus.
Aronov no había escogido al azar al príncipe
anticuario. La familia materna de Morosini poseía desde hacía siglos una de las
cuatro piedras arrancadas al pectoral, un zafiro llamado el zafiro visigótico o
la Estrella Azul, y el judío esperaba conseguir que su huésped se lo vendiera,
pues ignoraba que su última propietaria, Isabelle Morosini, había sido
asesinada por el delincuente que lo robó. Esa noche, el judío y el príncipe
cristiano sellaron un pacto que resultó fructífero, porque dos meses más tarde,
en la isla-cementerio de San Michele, en Venecia, Simon Aronov recibía de manos
de su emisario el zafiro rescatado gracias a una loca aventura[1]
que había costado varios muertos, ya que desafortunadamente las gemas
arrancadas al pectoral atraían la desgracia.
La Rosa de York era, pues, la segunda pieza que
faltaba, y la prensa británica, imitada por los principales diarios europeos,
proclamaba a bombo y platillo que la subasta tendría lugar el 5 de octubre en
la sala Sotheby's, aunque nadie sospechaba en absoluto que la joya que se iba a
licitar no era la auténtica, sino una copia admirable fabricada en sus menores
detalles mediante un procedimiento que sólo el propio Simon Aronov conocía.
El razonamiento de éste era muy sencillo. Como
tenía la certeza de que el diamante sólo podía estar en Inglaterra, oculto en
el fondo de la caja fuerte de algún coleccionista especialmente discreto, esta
maniobra constituía un farol de póquer basado en su profundo conocimiento del
alma humana, y sobre todo del alma tan compleja de todos los coleccionistas,
cualquiera que fuera su afición. Aronov había previsto que el poseedor del
diamante auténtico no podría soportar el revuelo levantado por la piedra falsa
a causa de uno de estos dos motivos: o bien el bullicio provocado por la
noticia de la venta le inspiraría una duda insidiosa acerca de la autenticidad
de su propia gema, o bien su orgullo no toleraría que una imitación levantara
tanta admiración, codicia y hasta devoción. En cualquier caso, el propietario
se manifestaría de uno u otro modo, y entonces Simon Aronov actuaría por la
persona interpuesta de Aldo Morosini. Este se proponía, nada más regresar a
Londres, ir a visitar al joyero que por lo visto había descubierto la alhaja y
la había lanzado a la hoguera de las subastas con la esperanza —secreta según
la prensa— de incitar al gobierno de Su Majestad a adquirirla, a fin de que
fuera a engrosar el Tesoro de la Corona, impidiendo con ello que un objeto
perteneciente a la historia de Inglaterra abandonara la madre patria. Además,
los periódicos relataban que míster Harrison había recibido varias cartas
anónimas en las que se le hacía saber que el diamante era falso y que, si no
cancelaba la subasta, sería desenmascarado públicamente. Toda una retahíla de
razones para hacer una visita al lujoso establecimiento de Bond Street.
Era ya muy tarde y violentas ráfagas de lluvia
empapaban las calles de Inverness cuando el coche dejó a su pasajero delante
del hotel Caledonian.
Transido de frío, pues la temperatura había bajado
de golpe, Aldo se precipitó al interior, anhelando sumergirse en una bañera
llena de agua caliente —el Caledonian era el mejor hotel de la ciudad y poseía
toda clase de comodidades— y animarse con una copa de la bebida nacional,
cuando, al atravesar el vestíbulo, descubrió a su amigo Adalbert instalado en
el bar, con un diario sobre las rodillas, un vaso de whisky en la mano y toda
la apariencia de hallarse sumido en una honda meditación.
Como este último pormenor no era nada habitual en
él, Aldo decidió abordarle para conocer la razón de una expresión tan sombría.
—¡Vaya, vaya! —exclamó mientras se sentaba en el
taburete contiguo al de su amigo e indicaba con un gesto al barman que le
sirviera lo mismo—. ¿A qué viene esa cara tan seria?
Adalbert Vidal-Pellicorne se sobresaltó, pero
enseguida desplegó aquella sonrisa que raramente abandonaba sus labios. Él era
el compañero más agradable del mundo: siempre optimista y sin cambios bruscos
de humor, desde hacía unos meses él y Aldo habían trabado una amistad que,
originada al principio por pura necesidad, se iba afianzando de continuo, con
gran satisfacción por ambas partes, aunque su primer encuentro, propiciado por
Simon Aronov, había tenido lugar en unas circunstancias bastante pintorescas. Vidal-Pellicorne
era uno de los escasos hombres en quien el Cojo confiaba ciegamente, a pesar de
que tanto el aspecto como la conducta del primero eran muy originales, por no
decir extravagantes.
Físicamente, a sus cuarenta años aparentaba tener
treinta. Alto y tan esbelto que producía la impresión de carecer de esqueleto,
bajo su espeso y rizado cabello rubio, siempre despeinado, mostraba una faz de
querubín, unos ojos azules y cándidos y una sonrisa angelical, cosa que no le
impedía ser sagaz como un lince, fuerte como una roca y estar dotado de una
habilidad manual realmente notable. Arqueólogo de profesión, sentía preferencia
por la egiptología y conocía a fondo el mundo de las piedras preciosas.
Escribía muy bien, se vestía con elegancia y poseía todas las cualidades de un
epicúreo, de un perfecto hombre de mundo, de un hábil prestidigitador y de un
cerrajero tan competente que habría suscitado la envidia del mismísimo Luis XVI. Gracias
sobre todo a esas variadas aptitudes, Morosini había podido recuperar el zafiro
y devolvérselo a Simon Aronov. Morosini quería mucho a su amigo, con todas sus
virtudes y todos sus defectos, y valoraba el hecho de tenerlo como compañero en
la peligrosa búsqueda del pectoral.
Adalbert no respondió a la pregunta de Aldo y se
limitó a ampliar su sonrisa.
—Bueno, ¿qué me dices del entierro? —inquirió,
apartándose con un gesto maquinal el mechón que continuamente le caía sobre una
ceja—. ¿Qué tal ha ido?
—Lo sabrías si me hubieras acompañado.
—¡Habría sido pedirme demasiado, muchacho! Sólo he
venido a este país medio salvaje para hacerte compañía. Además, me horrorizan
los entierros.
—Para ver éste, valía la pena desplazarse. Ha sido
de una sencillez llena de grandiosidad y de color local, y además me ha
deparado una sorpresa.
—¿Buena o mala?
—No muy terrible. Aunque ya sabía que los Saint
Albans pertenecían a la familia de sir Andrew, ignoraba que eran sus herederos
directos. Ahora son el conde y la condesa de Killrenan. Esa descendencia no
debe de gustarle mucho a mi viejo amigo. Los encuentro muy antipáticos a los
dos, pese a que ella es muy bonita.
—Sir Andrew tenía que haber pensado antes en su
descendencia y haber tenido hijos —dijo Adal, repitiendo sin saberlo el
comentario del duende de la landa.
—Alguien me ha dicho lo mismo esta mañana. Verás
qué aspecto tienen los condes el día de la subasta en Sotheby's. Quizás incluso
los veas antes, porque lady Mary todavía no ha digerido el asunto del
brazalete.
—¿Crees que pujarán por la Rosa?
—Ella seguro que sí; se pone en trance en cuanto
ve una joya. En cuanto a él, no tengo ni idea: colecciona jades raros, pero tal
vez esté enamorado, y como parece un abogado bastante rico...
—¿Ejerce la abogacía?
—Eso parece.
Mientras Morosini se llevaba a los labios el vaso
que acababan de servirle, Adalbert vació el suyo con la misma expresión
pensativa de antes. Sin embargo, su amigo no tuvo tiempo de hacerle preguntas,
porque, después de rascarse la punta de la nariz y exhalar un suspiro, dijo:
—Hablando de abogados, alguien que tú aprecias va
a necesitar uno en seguida.
—¿De quién se trata?
—De Anielka Ferrals. La acusan de haber asesinado
a su marido.
El vaso de Morosini estuvo a punto de escapársele
de las manos, pero lo retuvo con un gesto nervioso. Su segundo reflejo fue el
de beberse el whisky de un trago.
—¿Cómo te has enterado?
El arqueólogo levantó el periódico que seguía
desplegado sobre sus rodillas, le dio la vuelta y se lo tendió.
—Lo pone aquí. No quería decírtelo por temor a
descorazonarte aún más después del entierro de tu amigo, pero es inútil
aplazarlo, más vale que lo sepas todo.
—Desde luego, lo prefiero.
Morosini leyó la noticia en un santiamén. Era una
nota informativa breve, casi lacónica. Resultaba evidente que Scotland Yard
guardaba un silencio prudente frente a los periodistas, con objeto de que no
pudieran inmiscuirse en sus pesquisas y tal vez dificultarlas. Como existían
serios indicios de que lady Ferrals había envenenado a su marido, la joven
había sido conducida a la comisaría central de Canon Row y después presentada
ante el juez, que le había denegado la libertad provisional. Acababa de ser
encerrada en la cárcel de Brixton. La nota no decía nada más.
Mientras Aldo leía, Vidal-Pellicorne observaba a
su amigo, que parecía anonadado. La indolente ironía que hacía tan atractivo
aquel rostro fino y atezado, con perfil de
condottiere, había
desaparecido. Y cuando los acerados ojos azules se posaron en los suyos,
Adalbert vio en ellos una sombra de dolor que confirmó sus inquietudes: a pesar
de la terrible decepción que le había causado la joven polaca con la que por un
instante había pensado casarse, Morosini seguía queriéndola. Guardándose mucho
de hacer ningún comentario sobre el tema, Vidal-Pellicorne dijo:
—Lo que no puedo comprender es cómo las cosas han
llegado tan lejos. —Suspiró—. Es imposible que sea culpable.
—¿Tú crees? ¡Sus reacciones son tan imprevisibles!
A veces he tenido la impresión de que para ella la muerte, ya fuera la suya o
la de los demás, carecía de importancia. Tal vez sepa amar, pero lo que es
seguro es que sabe odiar. ¡Acuérdate de su boda y de los días que siguieron!
—¡Pero tienes que concederle unas circunstancias
atenuantes! Su marido se había portado como un bruto con ella sin esperar
siquiera a estar casados por la Iglesia. En cuanto a ti, estaba convencida de
que la estabas engañando con la sublime Dianora Kledermann, tu antigua amante.
—Es posible. No obstante, de ahí a llegar a matar
va un trecho muy largo. De todos modos, no sirve de nada darle vueltas. Cuando
mañana lleguemos a Londres, quizá nos enteremos de algo más... A propósito, tú
que conoces a todo el mundo, ¿tienes algún conocido en Scotland Yard?
—Ninguno. Inglaterra no es un lugar de vacaciones
que me guste mucho. Aprecio sus sastres, sus camiseros, sus jardines, su
tabaco, su whisky y su código de cortesía pueril y recto, pero detesto su
clima, su olor a carbón, su aceitoso Támesis, su Servicio de Inteligencia, con
el que he tenido algunas diferencias, y sobre todo su cocina. De este último
apartado, lo peor es el
haggis, ese cocido de menudillos de oveja que es
el comistrajo más repugnante que he probado en mi vida.
Desde luego, ese plato no formó parte de la cena,
durante la cual Aldo apenas comió. A pesar de la severidad que había mostrado
con respecto a Anielka, no podía quitarse a la joven de la cabeza. La idea de
que esa exquisita mujer-niña de diecinueve años estuviera pudriéndose en la
penumbra maléfica de una prisión le resultaba insoportable, sobre todo porque
Aldo llevaba cuatro meses intentando relegar su imagen al rincón más profundo
de su memoria, rayano en el olvido. Naturalmente, no lo había conseguido, pues
estas cosas requieren mucho tiempo.
Anielka... Desde su primer encuentro con ella en
el parque de Wilanow, en Varsovia, la joven le obsesionaba. Tal vez porque
había entrado en su vida al mismo tiempo que Simon Aronov y porque no había
sido del todo casual el hecho de que la joven luciera la Estrella Azul cuando
se apeó del Nord-Express junto con su padre y su hermano aquella tarde de abril.
En aquel momento, Morosini ya le había impedido por dos veces suicidarse. La
primera vez, Anielka había querido quitarse la vida porque tenía que renunciar
a Ladislas, el estudiante al que amaba, y la segunda porque se negaba a casarse
con Eric Ferrals, el comerciante de armas. Y más adelante, ella y Morosini se
habían encontrado en el Parque Zoológico (a la joven le encantaban los
parques), donde, después de confesar a Aldo que lo amaba, le había suplicado
que la librara de aquel matrimonio odioso que se veía obligada a contraer para
poner a flote la fortuna familiar. Luego, tras una serie de acontecimientos,
ella le había enviado aquella nota de despedida diciendo que a pesar de que
había aceptado, por una lógica realista, la vida conyugal, continuaba sintiendo
por su príncipe veneciano un amor eterno. Aquella misma noche, Aldo hacía
trizas la nota y la tiraba por la ventanilla del tren que lo conducía a
Venecia.
Se preguntaba si sería ese amor el que la había
inducido a matar. Creerlo así resultaba muy tentador, y Morosini rechazaba cada
vez más débilmente esta explicación romántica que halagaba su vanidad. En
cualquier caso, sabía que lo primero que haría nada más llegar a Londres sería
correr a su lado, si fuera posible, tratar de verla y hacer lo que estuviera en
su mano para ayudarla.
Esta idea fija ocupó su mente durante la mayor
parte de la noche y todo el interminable trayecto a bordo del tren de la Great
Northern Railway, que al día siguiente los depósito, a Adalbert y a él,
rendidos de cansancio y cubiertos de carbonillas del glorioso carbón británico,
en un andén de la estación de King's Cross. Desde allí, un valeroso taxista los
transportó al hotel Ritz a través de una niebla tan espesa que se hubiera
podido cortar con un cuchillo.
Hacía ya tiempo que el príncipe Morosini tenía por
costumbre alojarse en ese gran hotel de Picadilly, así como en su homónimo de
la place Vendôme, en París. Acaso se debiera a que le agradaba su arquitectura,
inspirada en los hermosos edificios parisienses y en las arcadas de la Rue de
Rivoli. Pero también le gustaban su elegante decoración interior, la perfección
que caracterizaba los menores detalles, la esmerada atención del servicio y por
encima de todo su estilo incomparable. Adalbert, en cambio, sentía predilección
por el hotel Savoy, frecuentado por la clientela americana y las estrellas de
cine de Hollywood, a quienes el Ritz se negaba a aceptar desde que Charlie
Chaplin se había comportado de una manera indecorosa. Sin embargo, para no
separarse de su amigo, Adalbert se plegó a las preferencias de éste y no tuvo
que arrepentirse.
Llegaron al hotel a la hora del té. Un desfile de
señoras elegantes y caballeros bien vestidos se dirigía hacia el gran salón
donde tenía lugar esta importante ceremonia. Deseoso de librarse de las
carbonillas y de descansar un poco, Adalbert se precipitaba ya hacia los
ascensores sin mirar ni a derecha ni a izquierda cuando Aldo lo retuvo
cogiéndolo de la manga.
—¡Fíjate quién está ahí!
Dos damas cruzaban el vestíbulo en dirección al
salón de té, escoltadas por un criado de librea. La de más edad, que caminaba
apoyada en el brazo de su acompañante, era la que había llamado la atención de
Morosini. Alta y con mucha prestancia, se cubría la cabeza con una toca de
terciopelo violeta como las que solía llevar la reina Mary, que enmarcaba un
rostro que, pese a estar surcado de arrugas, gracias a su osamenta perfecta
conservaba una belleza un poco fósil pero muy real.
—¿La duquesa de Danvers? —susurró Vidal-Pellicorne—.
¡Qué curioso!
—Sí, ¿verdad? Si alguien está al tanto de lo que ha
ocurrido en casa de Ferrals, ha de ser ella. Recuerda que, cuando la boda, sir
Eric la trataba como a un familiar cercano.
—¡Oh, no he olvidado nada! Ya sabemos lo que
tenemos que hacer: subir a cambiarnos a toda velocidad y bajar a tomar el té.
Un cuarto de hora después, Aldo y su amigo se
presentaban a la joven vestida de negro y blanco que, a esa hora del día
dedicada sobre todo a las mujeres, hacía las funciones de
maître. Ambos
sabían que había que obtener su aprobación antes de poder gozar de las delicias
del
tea time. —Si no tienen mesa reservada desde hace al menos
tres semanas, no podré acomodarles —dijo ella con una pizca de severidad.
—Somos clientes del hotel —contestó Morosini con
su sonrisa más encantadora— y nuestras habitaciones están reservadas desde hace
un mes. ¿No basta con eso?
—Es muy posible. ¿Serían tan amables de darme sus
nombres?
El título principesco hizo su efecto y la damisela
se dignó sonreír, pero las exigencias de Aldo iban más allá.
—Señorita, sería el colmo de la gentileza que
aceptase colocarnos... cerca de una señora que tenemos el honor de conocer y
que hemos visto entrar hace un rato.
La camarera frunció sus rubias cejas.
—¿Una... señora? —dijo con un deje de desprecio
que indicaba que para ella se trataba de una especie desconocida—. No tenemos
por costumbre...
—No se equivoque, señorita —la interrumpió
secamente Morosini—. Creo que las usanzas del Ritz no tendrán inconveniente en
que presentemos nuestros respetos a su excelencia la duquesa de Danvers. Le
aseguro que no albergamos malas intenciones hacia su persona.
Colorada como un tomate, la joven murmuró unas
vagas excusas y añadió:
—Tenga la bondad de seguirme, alteza.
La suerte estaba de parte de los dos amigos.
Después de hacerles atravesar la sala llena de flores y de resplandeciente
vajilla de plata, donde flotaba el sutil perfume del té lapsang-souchong y de
los pasteles, la
maître, tal vez para asegurarse de que no le habían
mentido, los condujo a una mesa contigua a la de la duquesa. Aunque en los ojos
de la joven brillaba una llamita de desafío que divertía mucho a Morosini, ésta
tuvo que aceptar lo incontestable: antes de tomar asiento, los dos extranjeros
saludaron con respeto a su excelencia, que, después de haberlos observado a
través de sus impertinentes, lanzó una exclamación de sorpresa:
—¡Qué casualidad encontrarlos aquí, caballeros! No
hace ni dos minutos que le hablaba de ustedes a mi prima, lady Winfield, al
contarle el extraño matrimonio de ese pobre Eric Ferrals.
—Muy extraño, en efecto, y que acaba de terminar
de un modo todavía más extraño, por lo que dice el periódico. Parece que han
detenido a lady Ferrals, ¿no?
—¡Qué acción tan estúpida! ¡Una mujer tan joven,
casi una niña! Pero vengan a tomar el té con nosotras, será más fácil
conversar.
Al oír esta proposición, ninguno de los dos
hombres contuvo una amplia sonrisa. Era evidente que el Cielo les favorecía.
Mientras la
maître llamaba a un camarero para que hiciera los cambios
necesarios en la mesa, entre los cuatro hubo un intercambio de saludos y
presentaciones, y por fin los dos amigos ocuparon sus asientos.
—Si he captado bien su idea, señora duquesa —dijo
Aldo, escogiendo la fórmula francesa—, usted no cree en la culpabilidad de
Anielka, ¿o me equivoco?
—Siempre tiendo a desconfiar cuando es un
sirviente, o al menos un subordinado, el que acusa a una lady.
—¿De modo que existe un acusador?
—Sí, el secretario de sir Eric, John Sutton. Y su
testimonio es rotundo, lo mismo que el de uno de los criados. Lady Ferrals
había ofrecido una aspirina o Dios sabe qué a su esposo, que se quejaba de
migraña. Este echó la pastilla en un vaso de whisky con soda... y se desplomó
en el suelo. La autopsia ha revelado la presencia de estricnina, de ahí que el
efecto haya sido fulminante.
—Desde luego —comentó Aldo, que recordaba lo que
había leído—, pero ni la botella de whisky ni la de soda contenían veneno
alguno. En cambio, el vaso...
—¡No es ningún problema! Alguien echaría
discretamente el veneno en el vaso. Tal vez un criado —sugirió Vidal-Pellicorne—.
¿O por qué no ese tal John Sutton? Los acusadores siempre me resultan
sospechosos.
—Es imposible —declaró en tono perentorio la
duquesa—. En ningún momento el secretario se acercó a sir Eric ni a la bandeja
donde todo estaba dispuesto. Así lo he testificado.
—Entonces, ¿estaba presente?
—Pues sí. Estábamos tomando una copa en el
despacho de ese querido amigo antes de ir a cenar al Trocadero. Si no, ¿cómo
podría ser tan categórica? Por descontado, la prensa no ha podido publicarlo;
el superintendente Warren, que dirige la investigación, es más reservado que
una ostra y obliga a todo el mundo a callar.
—Por eso es un detalle por tu parte que les
cuentes todo eso a estos caballeros, querida prima —terció con voz aflautada
lady Winfield, observando a ambos extraños con cierto recelo.
—¡No digas tonterías, Penélope! Todos nosotros
pertenecemos al mismo círculo. Verá, querido príncipe, lo que incrimina a la
joven Anielka... demasiado joven, por desgracia..., es que ya hacía semanas que
el matrimonio se tambaleaba. Discutían con frecuencia y, al final de aquel
terrible día, antes de que yo llegara, había estallado una nueva disputa.
Sutton oyó exclamar a lady Ferrals: «¡Esto tiene que acabar algún día! ¡Ya no
te aguanto!» Y después Eric salió dando un portazo. Cuando nos reunimos todos
en su despacho, se quejó de un fuerte dolor de cabeza. Entonces, su joven
esposa, que parecía de humor normal y tal vez un poco arrepentida, le entregó
un papelillo contra la migraña que ella misma fue a buscar a su habitación.
¿Sería un gesto de buena voluntad? ¿Una insinuación de que deseaba hacer las
paces?
—¿Y sir Eric cayó fulminado inmediatamente después
de haber bebido el remedio? En fin, yo creo que si lady Ferrals hubiera querido
desembarazarse de su esposo, lo habría hecho de una forma más hábil y sobre
todo más reservada —comentó Adalbert, que escuchaba con enorme interés.
—Yo opino lo mismo, al igual que su excelencia
—intervino de nuevo lady Winfield—. Me inclino a sospechar de un sirviente.
¿Quién sirvió el famoso whisky? ¿El mayordomo? ¿Un criado?
—Un criado que llevaba poco tiempo trabajando en
casa de los Ferrals. Es un compatriota de Anielka, un polaco llamado Stanislas
que había servido a su padre y con quien ella se había topado por azar. Con
ánimo de ayudarle, Anielka lo había hecho contratar como miembro del servicio
doméstico en la mansión de Grosvenor Square. Un muchacho desde luego bien
educado y que realizaba sus tareas con la discreción adecuada. Por desgracia,
desapareció poco antes de que llegara la policía.
Tal fue la indignación de Morosini que se
atragantó.
—¿Dice que desapareció? ¿Y es a Anielka a quien detienen?
¡Pero si lo lógico hubiera sido correr para atraparlo!
—Puede estar seguro que es justamente lo que hace
Scotland Yard. Lo malo es que al parecer Anielka le tiene a ese tal Stanislas
más cariño del que corresponde. Cuando un inspector de policía anunció que no
lo encontraban en ningún sitio, ella estalló en sollozos y balbució que
seguramente se habría asustado, pero que sin duda iba a regresar y que le costaba
creer que tuviera parte alguna en el asunto..., o algo por el estilo. No lo
recuerdo muy bien, aunque lo que nunca olvidaré es la furia repentina que
embargó al secretario. Sin la menor vacilación, cubrió de insultos a la pobre
criatura y afirmó que no era de extrañar que intentase proteger a su amante.
Fue un verdadero horror, se lo aseguro, pero no podría decirles nada más. Una
vez que hube hecho mi declaración ante el superintendente... un hombre, por
cierto, extremadamente cortés..., me acompañaron a casa y no he tenido más
contacto con la policía —concluyó la duquesa, satisfecha de haber desempeñado
un papel importante en una tragedia y de haberlo hecho con sumo placer—. Pero
veo que se ha quedado muy pálido, querido príncipe —añadió—. Se diría que esta
penosa historia significa mucho para usted.
Significaba mucho más de lo que ella podía
suponer. Lo que Aldo acababa de escuchar le trastornaba hasta el punto de
hacerle olvidar por un instante dónde se hallaba. Adalbert se dispuso a
socorrerle. Sabía, desde su primer encuentro con lady Danvers, que ésta no era
demasiado inteligente, pero temía que el temperamento italiano de su amigo le
empujara a armar un escándalo. De modo que se apresuró a hacer un comentario
que relajara un poco el ambiente.
—Aunque los periódicos no lo mencionan, espero que
el conde Solmanski haya acudido al lado de su hija para apoyarla. Una noticia
así no puede dejar de desquiciar a un padre —agregó con hipocresía.
—No, de momento no está aquí, pero seguramente no
tardará en llegar. Cuando sucedió el drama se encontraba en Nueva York, adonde
había ido para asistir a la boda de su hijo con no sé qué heredera de no sé qué
magnate, pero ya se ha puesto en camino. En la actualidad debe de estar a bordo
del
Mauritania, que navega rumbo a Liverpool. Pero se lo ruego, queridos
amigos, hablemos de otra cosa. Este terrible suceso me resulta dolorosísimo
porque quería mucho a Eric Ferrals, con un sentimiento un poco... maternal.
¡Era tan joven cuando lo conocí! Pero volvamos a usted, príncipe. Supongo que
ha venido a Londres para la subasta del diamante, que tanta tinta ha hecho
correr, ¿no?
Ya repuesto de su emoción, Aldo ahogó un suspiro.
Más valía reanudar la conversación mundana y rechazar la imagen de Anielka
defendiendo la causa de un criado que Sutton, pocos minutos después de la
muerte de su esposo, no había dudado en afirmar que era su amante. Se imaginaba
a Anielka vestida de luto, sentada en el camastro de una cárcel y pensando
quizás en ese Stanislas salido de quién sabía dónde, pero que ella había
conseguido imponer a Ferrals por una razón conocida sólo por ella. Aldo, por su
parte, no creía en la versión de un gesto de caridad hacia un compatriota en
una situación difícil. Y de súbito, una idea le atravesó la mente, una idea tal
vez absurda, pero lo bastante insistente como para que Morosini interrumpiera a
la duquesa, que mantenía con Adalbert una apasionante conversación sobre las
alhajas egipcias.
—Perdone, excelencia, pero ¿está segura de que ese
criado se llama Stanislas?
Los impertinentes apuntaron a Morosini con la
rapidez de un fusil.
—Naturalmente. ¡Qué pregunta tan rara!
—Puede tener importancia. ¿No se llamaría más bien
Ladislas?
—¡Oh, no! ¿Sabe?, estos nombres polacos se parecen
todos mucho, incluso los que se pueden pronunciar, pero juraría que su nombre
era Stanislas. Bueno, ¿va a decirme ahora qué importancia tiene eso?
Una pregunta difícil de esquivar sin mostrarse
descortés con la duquesa. Aldo decidió contestarla en un tono despreocupado.
—En realidad, no tiene ninguna, he hablado sin
pensar. Es que he recordado que en Varsovia, cuando la conocí, la joven condesa
Solmanski se veía a menudo con un tal Ladislas, por el que mostraba mucho
interés..., pero cuyo apellido impronunciable no he grabado en la memoria
—añadió con su sonrisa más seductora.
—Querido amigo —dijo lady Danvers dándole con los
impertinentes unos golpecitos en la mano—, hace mal en preocuparse por un
detalle tan nimio. Estos polacos son una gente insoportable y mi pobre Eric
habría salido ganando si hubiera conservado un celibato que le resultaba muy
conveniente desde cualquier punto de vista. Ahora, me gustaría que dejara usted
esa taza cuyo contenido lleva un cuarto de hora revolviendo con la cuchara.
Debe de estar imbebible.
Lo estaba. Aldo se hizo servir otro té,
excusándose con buen humor por su distracción, y la conversación se centró de
nuevo en los aderezos egipcios. Antes de separarse, la anciana dama otorgó a
los dos amigos un pasaporte verbal que les permitía entrar a lo grande en su
residencia de Portland Place.
—No es algo que podamos despreciar—comentó Adalbert
cuando hubieron acompañado a las señoras hasta su carruaje—. Seguro que en su
casa uno conoce a mucha gente. Y eso puede resultar interesante. Mientras
tanto, ¿qué vamos a hacer esta noche?
—Tú haz lo que quieras. En cuanto a mí, lo que me
apetece es acostarme pronto. El viaje me ha dejado exhausto.
—Y además no tienes ganas de charlar sino de
reflexionar, ¿verdad?
—Algo de eso hay. Lo que he oído hace un rato no
tenía nada de agradable.
—¡Como si no conocieras a las mujeres! Dicho esto,
¿te importaría que te dejara solo?
—En absoluto. Me haré subir un tentempié cuando
haya digerido la merienda. ¿Vas a buscar plan? —preguntó con una sonrisa
impertinente.
—No, voy a ir a los pubs de Fleet Street.[2]
Los indígenas que los frecuentan siempre están sedientos de noticias, y se me
ha ocurrido que no tenemos ningún conocido que trabaje de periodista. Quizá
consiga hacerme con un amigo de la niñez que no pueda negarme nada en lo que a
información se refiere. Últimamente los periódicos se muestran demasiado
discretos. Están los famosos anónimos relativos a la venta de la Rosa de York,
de los que tal vez se pueda sacar algo.
—Si pudieras enterarte de más detalles acerca de
la muerte de Eric Ferrals tampoco estaría mal.
—Aunque no me creas, es justamente lo que pensaba
hacer.
2.
Un tipo raro Adalbert Vidal-Pellicorne se ciñó el cinturón del
Burberry como si quisiera partirse por la mitad, se subió el cuello, bajó la
cabeza y refunfuñó:
—Nunca pensé que saldría tan caro convertirse en
el amigo de infancia de un periodista, que encima no es una figura. Hemos
recorrido una docena de pubs, sin contar el Grenadier, donde se ha empeñado en
obsequiarme, a expensas de mi bolsillo, claro, con el menú que el duque de
Wellington encargaba para sus oficiales: buey a la cerveza, patatas hervidas
con mantequilla y rábanos blancos, y, de postre, tarta de manzanas y moras
cubierta de crema. Sin contar los innumerables litros de cerveza. ¡Hay que ver
lo que es capaz de despachar, el muy bruto!
—Si es un individuo interesante, puedo sufragar
parte de los gastos. Sería lo justo.
—Oh, es apasionante, con la condición de que te
guste Shakespeare. Cada treinta segundos te suelta una cita, pero acabas por
acostumbrarte. Es un tipo tan curioso como aficionado a empinar el codo.
Los dos amigos bajaban por Picadilly hacia Old
Bond Street, donde estaba la joyería de George Harrison. Sólo disponían de dos
horas para conseguir que les enseñaran el diamante que hacía correr ríos de
tinta, pues a primera hora de la tarde un camión blindado escoltado por la
policía debía trasladarlo a Sotheby's, en New Bond Street, es decir, a unos
cientos de metros de distancia, donde permanecería hasta la subasta. El acontecimiento
tendría lugar dos días después.
El tiempo no era muy agradable para pasear, pero
las calles estaban muy animadas, pues la habitual llovizna londinense no
lograba desanimar a unas gentes habituadas a ella desde hacía siglos. Todos los
transeúntes llevaban paraguas y las cúpulas de seda negra ondulaban en la
distancia como un rebaño de corderos caracul. Desdeñando empuñar ese accesorio
molesto, Aldo y su amigo se protegían con un impermeable y una gorra de buena
calidad.
—¿Y qué es lo que sabe tu nuevo amigo de la
infancia? —preguntó Morosini—. Por cierto, ¿cómo se llama?
—Bertram Cootes, y trabaja de reportero en el
Evening
Mail. En realidad, está relegado a la sección de perros atropellados, y se
comprende, porque se parece bastante a un podenco. Pero, al igual que su
modelo, tiene las orejas muy largas, de modo que no se le escapa nada. A decir
verdad, ha sido una suerte que me topara con él.
—¿Y cómo os habéis encontrado?
—Por casualidad. Yo estaba tomando una copa en una
taberna de Fleet Street cuando estalló una discusión entre el dueño y un
cliente. Éste se quejaba, claro está, de que la cuenta era muy abultada, y como
ya estaba un poco achispado la conversación iba subiendo de tono. Entonces
llegó un tercer individuo, un tal Peter, que en seguida comprendí que también
trabajaba en el
Evening Mail, aunque en una sección importante. Bertram,
que todavía estaba sediento, le pidió que le prestara unas libras. El otro se
negó en un tono despreciativo y lo llamó pelagatos. Entonces Bertram le dijo que
se arrepentiría de no haberle ayudado, porque él iba a ganarle por la mano en
el asunto Ferrals. El tal Peter se rió en sus narices y se tomó su bebida. En
cuanto él se marchó, entré yo en escena. Me presenté como un colega francés
enviado a Londres para cubrir la subasta de Sotheby's e hice ver que ya nos
habíamos conocido en Westminster unos meses atrás, con ocasión de la boda de la
princesa Mary con el vizconde Lascelles. Como podrás imaginar, ese Bertram
nunca ha cubierto, ni siquiera de lejos, un acontecimiento de tal importancia,
pero se sintió halagado. De inmediato pagué su cuenta y le propuse que fuéramos
a cenar. Eso trajo consigo el menú de Wellington y todo lo que ya sabes.
—¡No sé nada en absoluto! ¿Ese periodista está
realmente enterado de algo referente a la muerte de Ferrals?
—Puedes estar seguro, pero me ha costado mucho que
soltara prenda. Aunque estaba como una cuba, se aferraba a su secreto como un
perro a un hueso. Para hacerle hablar, le he prometido que le contaría todo lo
que lograra averiguar sobre el diamante, que, como es natural, es un tema que
le interesa. Porque su periódico, al igual que los demás, continúa recibiendo
montones de cartas anónimas, ahora llenas de amenazas: si no retiran la joya de
la subasta, correrá la sangre.
—Eso también resulta interesante, pero...
Se interrumpió. La elegante vía pública que hacía
un momento estaba simplemente animada, se estaba convirtiendo en una especie de
maremágnum. El centro del alboroto era un establecimiento cuya discreción y
severa decoración a la antigua, muy británicas, no lograban ocultar su
opulencia. Se trataba de una de las joyerías más prestigiosas de Londres.
Se oyeron unos gritos, seguidos casi al instante
de los pitidos de los silbatos de la policía. Por supuesto, todo el mundo se
precipitó en aquella dirección.
—Es en la tienda de Harrison, no cabe duda
—declaró Morosini, que conocía bien el local por haberlo visitado varias
veces—. Algo grave habrá pasado.
Los dos amigos se lanzaron hacia allí abriéndose
paso entre la multitud sin preocuparse de si pisaban un pie, rozaban un costado
o levantaban protestas, pero consiguieron su objetivo. Sin embargo, un fornido
policía plantado ante la puerta del establecimiento les cerró el paso.
—Soy periodista —proclamó Adalbert blandiendo un
pase de prensa cuya aparición sorprendió bastante a su compañero, que le
murmuró al oído:
—Recuérdame que te pregunte de dónde has sacado
esto.
No obstante, el pase, ya fuera auténtico o falso,
no produjo el efecto deseado, porque el policía declaró:
—Lo siento, señor, no se puede entrar. Las
autoridades llegarán de un momento a otro.
—Puedo comprender que no deje pasar a la prensa
—dijo Aldo con una sonrisa cautivadora—, pero yo soy amigo de George Harrison y
estoy citado con él. Somos colegas y...
—Lo siento de veras, señor. Es imposible.
—Por lo menos permítame hablar con su secretaria,
la señorita Price.
—No, señor, no verá a nadie mientras Scotland Yard
no esté aquí.
—Díganos al menos qué ha ocurrido.
La expresión del agente se ensombreció como si le
hubieran hecho una proposición indecente. Desde debajo del casco, levantó la
mirada por encima de aquel caballero tan insistente y la posó con aire
abstraído en el mar de cabezas que se agitaban en el otro extremo de la calle.
En ese momento, Morosini oyó que alguien susurraba
a su espalda:
—Yo sí que he visto algo, y como usted me ha dado
un valioso consejo al decirme que me acercara por la tienda de Harrison
alrededor de las once, se lo voy a contar.
Aldo se volvió y descubrió a Vidal-Pellicorne hablando
confidencialmente con un hombrecillo tocado con un sombrero de fieltro
empapado, al que identificó en seguida como el reportero del
Evening Mail. Este personaje conseguía la hazaña de combinar un
cuerpo regordete con una cara alargada de podenco melancólico, y los cabellos,
que llevaba bastante largos, «a lo artista», todavía acentuaban más su parecido
con el can. Lo único que Adalbert no había mencionado era su juventud, mientras
que Aldo siempre había pensado en él como en un veterano enganchado a la barra
de los pubs.
—¿Y qué es lo que has visto, Bertram, amigo mío?
—le preguntó el arqueólogo—. Tranquilo, éste es el príncipe Morosini, del que
ya te he hablado.
Los ojos castaños y vivos del periodista
aquilataron brevemente la noble figura del veneciano al tiempo que declamaba:
—«Piensa antes de hablar y sopesa antes de
actuar.» —Levantó un dedo con ademán sentencioso antes de precisar—: Polonio,
en
Hamlet, acto I, escena III. Pero creo que
puedo arriesgarme.
—Ya te había advertido que la tercera parte de sus
discursos son citas del insigne Will —comentó Adal por lo bajo, y dirigiéndose
al reportero, añadió—: Repito la pregunta, ¿qué es lo que has visto?
—Vengan por aquí—dijo Bertram apartándolos hacia
un lado, con gran satisfacción de los demás curiosos—. Cuando he llegado, había
dos coches negros; uno era un digno Rolls-Royce, algo anticuado pero bien
conservado, y el otro un gran Daimler, mucho más moderno y conducido por un
chófer casi invisible. De pronto, he visto salir de la tienda a una anciana lady
vestida de luto riguroso y sostenida por una enfermera. La dama corría todo lo
deprisa que le permitían sus frágiles piernas mientras profería unos grititos
sin sentido. Se la veía aterrada. La enfermera tenía la misma expresión, aunque
conservaba el dominio de sí misma. Esta mujer ha empujado prácticamente a su
patrona al interior del Rolls sin siquiera dar tiempo al chófer de salir a
abrirle la portezuela, y le ha gritado a éste que arrancara en seguida. El
coche se ha alejado como si huyera de un incendio. Aguarden, que todavía hay
más —dijo al ver que los dos amigos intercambiaban una mirada de sorpresa—.
Unos segundos después, dos hombres han salido de la casa a la carrera. Eran
unos orientales muy bien vestidos. Se han metido en el Daimler, que ha arrancado
con un chirrido de neumáticos mientras en el interior de la tienda se oían unos
gritos terribles. Naturalmente, esto ha llamado la atención de los dos policías
que recorren día y noche la acera, y se han precipitado hacia la tienda. He
querido seguirles, pero me lo han impedido a pesar de que «nada se persigue con
un afán más ardiente que...»La llegada de dos coches policiales que venían a
toda marcha interrumpió la cita de
El mercader de Venecia. Sin embargo,
Bertram Cootes prosiguió:
—¡Mírenlos ¡Ahí están! Las autoridades, y no las
de menor rango. El superintendente Warren y su burro de carga habitual, el
inspector Pointer, los ases de la brigada criminal. Me imaginaba que se trataba
de un robo, pero debe de haber corrido la sangre. ¿Me permiten? Tengo que
volver al trabajo. Nos veremos más tarde, en el Black Friars, por ejemplo. Está
en...
Se deslizó entre la muchedumbre, aún más densa que
antes.
—No importa —le dijo Adalbert—. Sé dónde está.
Anoche me arrastró hasta allí, aunque no lo recuerde. En cualquier caso, con
todo lo que nos ha contado va a adelantarse a sus colegas.
Morosini no respondió. Observaba a los dos
inspectores entrando en la joyería. No debía de ser agradable caer en sus
manos, y por desgracia eso era lo que le había ocurrido a Anielka.
Por su físico, Gordon Warren se asemejaba a un ave
prehistórica. Alto, flaco y calvo, tenía los ojos redondos y amarillos y la
mirada fija y suspicaz de un pájaro. El viejo
macfarlane, de un gris
deslucido, le colgaba de los huesudos hombros como las alas membranosas del
pterodáctilo. Su rostro bien afeitado, de labios finos y duros, no denotaba la
menor benevolencia. Por lo demás, el superintendente pretendía ser la imagen
misma de la Ley, clarividente e inflexible.
A la zaga de esta impresionante silueta, el
inspector Jim Pointer pasaba casi desapercibido pese a ser más cuadrado. Su
cara de mentón encogido y largos incisivos superiores le daba cierto parecido
con un conejo, de modo que cuando deambulaba en pos de su jefe, como en aquel
momento, este último siempre daba la impresión de regresar de una cacería.
Cuando Warren salió solo de la joyería, los
curiosos habían sido apartados para dejar sitio a un grupo de periodistas que
habían aparecido detrás de los inspectores, pero Bertram Cootes defendía
valerosamente su posición en primera fila. La jauría de sabuesos se abalanzó
sobre el superintendente, al que asediaron a preguntas cuya vehemencia éste
aplacó con un gesto autoritario.
—Poco puedo decirles a los señores de la prensa.
Únicamente que no deseo que se inmiscuyan en una investigación que puede ser
muy delicada.
—¡No exagere, súper! —exclamó uno de ellos—. Ya ha
utilizado el mismo truco con el asesinato de sir Eric Ferrals. Para usted todas
las investigaciones son delicadas.
—No me queda otro remedio, señor Larke. Las
circunstancias son las que mandan. Sólo les diré una cosa: el señor Harrison
acaba de recibir una puñalada mortal y el diamante que esta tarde debía ser
depositado en Sotheby's ha desaparecido. En cuanto sea posible, les daremos más
información. Pero ¿qué es lo que quiere usted? —agregó dirigiéndose a Bertram,
que, haciendo gala de una gran valentía, lo había agarrado de la manga.
—Es que he visto al..., mejor dicho..., a los
asesinos —farfulló éste muy excitado.
—¡No me diga! ¿Y qué hacía usted allí?
—Nada..., estaba de paso.
—Entonces venga conmigo. Y trate de explicarse con
claridad.
Sustrayendo a Cootes al asedio de sus colegas, que
sin duda querían acribillarlo a preguntas, lo empujó al interior de su
vehículo, que arrancó al instante ante la mirada estupefacta de Peter Larke, el
periodista que la víspera se había mostrado tan poco caritativo.
—¡Vaya! —comentó Vidal-Pellicorne—, si Bertram es
capaz de moderar su afición a la botella, su carrera podría dar un giro
inesperado. Por cierto, no me habías dicho que conocieras a Harrison.
—Conocerlo es mucho decir. He tratado dos veces
con él por asuntos de negocios, aunque en ninguna de las dos ocasiones lo vi en
persona, lo que no impide que recuerde el nombre de su secretaria. Te confieso
que me gustaría mucho hablar un momento con ella. Por desgracia, no sé qué
aspecto tiene.
—No es oportuno ponerse en contacto con ella
ahora. Además, no podremos quedarnos aquí mucho rato más.
En efecto, dos agentes de policía despejaban de
curiosos el lugar, mientras dos empleados cerraban la tienda como si la jornada
laboral hubiera llegado a su fin.
—Simon Aronov no había previsto este drama ni la
entrada en escena de esos orientales. Había preparado con mucha astucia la
trampa en la que debía caer el verdadero propietario del diamante, pero, a
partir de ahora, no sé cómo lo vamos a descubrir. La subasta no se celebrará y
volverá a caer una cortina de silencio —suspiró Vidal-Pellicorne con una
melancolía poco habitual en él.
—A menos que dicho propietario sea el instigador
del asesinato y haya pagado a esos sicarios para que eliminen a un rival que le
resultaba molesto, según podrían indicar las cartas anónimas enviadas a la
prensa. Si quieres saber mi opinión, tal vez siguiendo la pista de la joya falsa
podamos encontrar la auténtica.
—Es posible que tengas razón, pero en este crimen
abyecto hay algo que me inquieta. No resulta coherente con las notas anónimas.
—Sin embargo, decían claramente que si no se
cancelaba la subasta en Sotheby's correría la sangre. Y el derramamiento de
sangre acaba de tener lugar —repuso Aldo.
—Sí, pero demasiado pronto. Estas amenazas
seguramente apuntaban al eventual comprador. Era a él a quien querían asustar.
Me pregunto si no nos hallaremos ante alguien que cree que la joya que iba a
subastarse es auténtica y que se ha valido de este medio radical para
apoderarse de ella sin desembolsar un céntimo.
Esta vez, Morosini no replicó. Era posible que
Adalbert tuviera razón, aunque también podía tenerla él. De todos modos, ambos
se hallaban ante un callejón sin salida que dificultaba mucho la realización de
su misión común. Si no se encontraba de inmediato al asesino y la piedra
preciosa, acaso tuvieran que ponerse de nuevo en contacto con el Cojo, incluso
marcharse, como harían los ricos
amateurs que habían llegado a Londres
atraídos por esa venta. Pero Aldo sabía que no era capaz de resignarse, porque
sería como declararse vencido, y esta mera idea le resultaba insoportable.
Aunque quizá fuera todavía más insoportable la perspectiva de regresar a
Venecia abandonando a Anielka a un destino terrible. Si no conseguía liberarla,
la joven corría peligro de ser ahorcada. Y Aldo la había amado demasiado —quizá
la amara todavía— para soportar la estremecedora imagen de su preciosa cabeza
rubia siendo tapada por una capucha antes de que la trampilla se abriera bajo
sus pies.
—No hace falta que te pregunte si estás pensando
en cosas tristes. Lo llevas escrito en la cara.
—No puedo negarlo. Pero con todo este jaleo no me
has dicho lo que «tu amigo Bertram» te ha contado sobre el asunto Ferrals.
—Hablaremos de ello mientras comemos y aguardamos
a que llegue. Si no tienes nada en contra de los mejores
welsh rarebits de
Inglaterra, acompáñame al Black Friars. Es un sitio agradable y así mataremos
dos pájaros de un tiro.
Mientras decía esto, hizo señas a un taxi que los
condujo al barrio del Temple donde, entre Fleet Street y el puente siempre
atestado de Black Friars, se encontraba el establecimiento. Bertram había
demostrado tener sentido común al citarlos allí, pues los clientes habituales
del bar pertenecían tanto al ambiente judicial como al de la prensa. Además,
con sus paredes de madera pulida por los años y sus utensilios de cobre
brillante, el Black Friars resultaba bastante simpático.
Aldo tuvo tiempo de apreciar su confort, pues
hasta que no estuvieron instalados en una especie de compartimiento con
asientos tapizados de cuero negro no se decidió su amigo a comunicarle por fin
sus informaciones.
—Como no vas a encontrarlas agradables, prefiero
que estés bien sentado antes de oírlas.
Aunque el joven Cootes no se daba cuenta de ello y
se empeñaba en beber como una esponja para olvidar sus sinsabores, la suerte le
favorecía más de lo que imaginaba. Cuando, el día después del crimen, había ido
a husmear por los alrededores de la residencia de los Ferrals, se había topado
con la también joven Sally Penkowski, una amiga de la niñez que servía de
doncella en la casa. Ambos habían nacido en la misma calle de Cardiff y eran
hijos de minero. El padre de Sally, un inmigrante polaco, se había casado con
una mujer del lugar y se había quedado allí. Trabajaba en la mina, al igual que
el padre de Bertram, y los dos perecieron víctimas de la misma catástrofe. De
resultas de ello, Bertram acabó por aborrecer un oficio que de todos modos no
pensaba ejercer. Se fue a Londres con la intención de convertirse en
periodista, cosa que logró después de muchas vicisitudes. Llevaba años sin
saber nada de Sally, hasta que esa mañana el azar se la puso delante. Y con toda
naturalidad, la criada se había desahogado con su amigo contándole sus penas
más íntimas.
No lloraba la muerte de Ferrals, sino la
desaparición del criado polaco que dos meses atrás había entrado a servir en la
mansión, recomendado por la dueña de la casa. La desdichada joven se había
enamorado a primera vista de aquel Stanislas Rasocki, si bien era consciente de
que no tenía ninguna posibilidad de ser correspondida: hasta un ciego habría
visto que estaba loco por su encantadora señora.
—Él y la señora se conocieron allá, en Polonia,
antes de la boda de milady —le contó la joven a Bertram—. Tal vez incluso se
amaron y todavía se amaban. En varias ocasiones les oí susurrar juntos cuando
creían estar solos, y aunque hablaban en polaco yo lo entendía todo. Ella le
suplicaba que tuviera paciencia, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su
causa y hacerle correr a ella unos riesgos inútiles; Oh, no hablaban nunca
mucho rato y yo no pillaba todo lo que decían porque hablaban en voz baja, pero
lo que me sorprendía era que la señora lo llamaba Ladislas.
El cuchillo que Aldo sostenía se le escapó de la
mano y cayó al suelo con un sonido metálico. Pero éste no pareció darse cuenta,
de modo que fue Adalbert quien llamó a un camarero para que trajera otro.
Morosini se había quedado inmóvil como una estatua. Para hacerle volver a la
realidad, el arqueólogo le dio unos golpecitos en el brazo.
—¡Ya sabía yo que mi pequeña revelación te
impresionaría! —exclamó muy satisfecho—. Tenías toda la razón cuando le
preguntaste a lady Danvers si estaba segura del nombre de pila.
—Puedes llamarlo un presentimiento, pero algo me
decía que tenía que tratarse de aquel muchacho. Lo que me gustaría saber es
cómo volvió a encontrarlo Anielka y por qué se atrevió a meterlo en casa de su
marido. Empiezo a creer que es aún más falsa de lo que imaginaba.
Como había perdido el apetito, apartó su plato,
sacó un cigarrillo y lo prendió con una mano ligeramente temblorosa.
—¡Vamos, vamos! No hagas juicios temerarios que
más adelante podrías lamentar —dijo Adalbert—. Mientras tanto, debes refrescarme
la memoria. Me parece que ya me habías hablado de un personaje que llevaba este
nombre, pero te confieso, que he olvidado un poco los pormenores. ¿Quién es
realmente?
—Es aquel por quien ella trató de suicidarse en
dos ocasiones y yo se lo impedí. En el Nord-Express y en los jardines de
Wilanow. Allí es donde la vi por primera vez.[3]
—¡Ah! Ahora lo recuerdo. El estudiante pobre y
desde luego nihilista, con el que ella deseaba escapar para compartir su miseria...,
hasta que se enamoró de un príncipe cuarentón, veneciano y de sienes
plateadas...
—Es un comentario de muy mal gusto —gruñó Aldo.
—Es posible, pero me limito a decir la verdad. Las
últimas noticias eran que la joven te quería a ti. Incluso te lo escribió en
una nota que tuvo el atrevimiento de darte delante de las narices de su marido.
Entonces, si partimos de la premisa de que era sincera, lo lógico sería que la
presencia de un antiguo amor la incomodara. Sobre todo porque estamos en
Londres y no en Varsovia. Seguro que no fue ella quien lo hizo venir.
En medio de su arrebato teorizador, Adalbert se
interrumpió para beberse de un trago la mitad de la cerveza.
—¡Continúa! —lo apremió Aldo—. ¿Crees que ese
polaco acudió a ella por iniciativa propia?
—Por descontado. Acuérdate de los retazos de
conversación que sorprendió Sally. Anielka le suplicaba que
no pusiera
en peligro su causa ni tampoco a ella misma. Sin duda él acudió a su
compatriota para que lo ayudara. Quizá pretendía obligarla haciéndole chantaje.
Tú no estás al tanto de cuáles eran sus relaciones.
—No lo niego, pero a él no le cuadra nada
endosarse la librea de criado. Tiene un orgullo infernal.
—Todos los revolucionarios son así. Desde las
alturas de su ideología intransigente, desprecian al burgués. Pero cuando se
trata de servir a la Causa, están dispuestos a hacer cualquier cosa. Incluso a
lustrar los zapatos de un capitalista que encima era comerciante de armas, como
el pobre sir Eric.
—¿Sospechas que ese tipo forzó a Anielka a admitirlo
en su casa?
—No pudo ser de otro modo. Me imagino que él le
contó una historia enternecedora, le hizo recordar el pasado, etcétera. Y
después va y mata al marido, emprende la huida y la abandona en medio del
embrollo.
A medida que Adalbert desarrollaba su teoría, Morosini
se sentía revivir. En esos momentos todo le parecía muy claro..., excepto por
un detalle.
—Entonces, dime por qué Anielka se limitó a llorar
al enterarse de que el polaco había huido y, lo que es peor, rogó a los
policías que lo dejasen en paz alegando que no tenía nada que ver con el
asunto, y luego se dejó encarcelar en su lugar. Eso no tiene ni pies ni cabeza.
—Salvo si... Veo dos soluciones: o bien la ha
amenazado con algo terrible si lo inculpa, algo que hace que ella prefiera ir a
la cárcel, o bien la ha conquistado de nuevo. Y como ella está enamorada otra
vez de él, espera librarse del apuro al tiempo que su galán queda a salvo. Cosa
que implicaría, evidentemente, y espero que me perdones, que en el corazoncito
veleidoso de lady Ferrals se ha producido el proceso inverso y ya no te quiere
a ti. A menos que..., ¡ah, eso también sería posible!, que os ame a los dos.
Creo haberte dicho ya que las mujeres eslavas son impredecibles.
—Lo dijiste, en efecto, pero no es necesario que
lo repitas.
Morosini pidió un café y consultó su reloj.
—Tu amigo Bertram no aparece a menudo por aquí. Si
no te importa, dejaré que lo esperes tú solo. No hace falta ser dos para
escuchar sus confidencias..., si es que tiene algo que decir.
—¿Y tú adónde vas? Porque seguro que albergas
algún propósito.
—Claro. Pienso ir a Scotland Yard y pedir que me
reciba míster Warren.
—¿Crees que te comunicará los últimos hallazgos de
su investigación? Ése no es amigo de hacer confidencias.
—Tampoco se lo pediré. Lo que quiero es que me
autorice a visitar a Anielka en la cárcel.
Vidal-Pellicorne reflexionó un instante y meneó la
cabeza.
—No es mala idea. Sólo te arriesgas a que no te lo
conceda, pero, si me permites un consejo, no le hables del asunto Harrison.
—No soy idiota. Ese asunto te lo dejo a ti... de
momento. Nos veremos en el hotel.
Al salir del Black Friars, Aldo vio que hacía un
tiempo todavía peor que antes, pero aun así decidió ir caminando a su destino.
La primera mitad del día había estado llena de emociones y sentía necesidad de
hacer un poco de ejercicio. Después de encasquetarse la gorra y meter las manos
en los bolsillos, echó a andar dando largas y rápidas zancadas en dirección al
severo edificio bautizado como New Scotland Yard.[4]
Construida hacia 1890 con el oscuro granito extraído de las landas de Dartmoor
por los penados de la penitenciaría cercana, la sede de la famosa policía
británica, diseñada según el estilo señorial escocés, tenía la forma de un
torreón dotado de múltiples ventanas, de modo que se asemejaba a un vigía cuyos
cien ojos estuvieran clavados día y noche sobre la ciudad, el puerto, el país,
el imperio... El conjunto producía escalofríos, sobre todo si uno sabía que
Scotland Yard albergaba un museo de los horrores, el Black Museum, que exhibía
una nutrida colección de reliquias criminales.
El sargento que montaba guardia en la puerta
acogió al visitante y su petición con bastante cortesía, hizo uso de un
teléfono interior para saber si uno y otra eran aceptados, y finalmente
encomendó al primero a uno de sus subordinados, encargándole que lo condujera a
su destino. El aristócrata extranjero tenía mucha suerte: no solamente el
superintendente estaba en su despacho sino que consentía en recibirlo.
Sin su
macfarlane a lo Sherlock Holmes, Gordon
Warren no presentaba tanto parecido con un pterodáctilo. Vestido con un traje
gris oscuro de corte impecable, su aspecto coincidía más con lo que era en
realidad: un alto ' funcionario consciente de sus responsabilidades, aunque
también capaz de recordar los modales de un
gentleman. Señaló un asiento
a su visitante con una mano que tal vez careciera de finura, pero que se veía
fuerte y bien cuidada. Con la otra, depositó sobre la mesa la tarjeta de visita
que Aldo había entregado al policía que lo había acompañado.
—¿El príncipe Morosini, de Venecia? Le ruego que
me perdone, pero no estoy muy al corriente de las costumbres europeas. ¿Cómo
debo llamarlo, alteza, excelencia o...?
—Nada de eso, simplemente príncipe, señor o sir
—le dijo Aldo sonriendo un poco—. Le aseguro, superintendente, que no he venido
aquí para comentar con usted las características del protocolo europeo.
—Se lo agradezco. Me han dicho que desea hablarme
del caso Ferrals. ¿Era usted amigo de sir Eric?
—Como tuve el privilegio de haber sido invitado a
su boda, podría decirse que sí. Pero, en realidad, de quien soy amigo es de la
señora Ferrals, a la que conocí en Polonia cuando era todavía la hija soltera
del conde Solmanski.
La pregunta brutal lo alcanzó de improviso, aunque
fue lanzada en un tono apacible.
—Y naturalmente, está enamorado de ella, ¿no?
Morosini la oyó sin pestañear, y se permitió el
lujo de sonreír mientras sostenía la mirada del policía.
—Es muy posible —contestó—. Pero reconozca que es
difícil no sucumbir ante tanta gracia y belleza. Sobre todo cuando uno es
italiano y medio francés.
—También un británico puede sentir esas emociones,
a menos que tenga que enfrentarse muy a menudo con los innumerables rostros del
crimen... Me imagino que ha venido a verme para decirme que ella no es
culpable, que corro el riesgo de ser responsable de un error judicial...
—Supongo que un hombre de su experiencia no
mandaría a la cárcel a una mujer de su edad..., tiene veinte años..., y de su
alcurnia por puro capricho.
—Gracias por tener tan buena opinión de mí —dijo
Warren con un ademán irónico—. En tal caso, ¿qué puedo hacer por usted?
—Concederme el favor de poder visitarla en la
cárcel.
Creo conocer bastante bien a su prisionera y es
muy posible que acceda a aclararme lo que ocurrió cuando murió su esposo.
—Oh, eso ya lo sabemos. Ella le entregó a sir Eric
un papelillo contra la migraña, él echó su contenido en el vaso de whisky, lo
bebió y se murió. Si a eso añadimos que un momento antes habían tenido una
violenta disputa, y que hacía ya varias semanas que el matrimonio no se llevaba
bien...
—Lo que me habría extrañado sería lo contrario,
dada la manera en que el matrimonio había empezado. Pero ¿no le parece una
insensatez envenenar a alguien delante de tantos testigos? Y le aseguro que lady
Ferrals no es ni estúpida ni insensata. Creo que, antes de detenerla, habría
sido prudente encontrar a ese criado polaco que, si no me han informado mal,
sirvió el whisky con soda antes de desaparecer de un modo tan oportuno.
—Tengo intención de atraparlo, se lo aseguro,
aunque no hemos encontrado restos de estricnina ni en la botella ni en el agua.
—Si el muchacho es un poco hábil, pudo habérselas
arreglado para echar el veneno en el vaso mientras escanciaba el whisky. No es
posible que sea inocente. Además, habría que saber de qué modo presionó a lady
Ferrals para introducirse en su casa. No olvide que Ladislas es un nihilista.
Bajo las tupidas cejas, los ojos amarillos del
pterodáctilo se hicieron todavía más redondos.
—¿Ladislas? Pero ¿no se llama Stanislas Rasocki?
—Ignoro su apellido, pero su nombre de pila es
Ladislas.
—Está empezando a interesarme, príncipe. Cuénteme
algo más y quizá le conceda la entrevista.
Morosini le relató lo que sabía de las pasadas
relaciones entre Anielka y su antiguo pretendiente. Warren, que había vuelto a
sentarse a su mesa de despacho, lo escuchó dando golpecitos con la pluma
estilográfica sobre un expediente.
—Eso explica por qué ella lloraba tanto y se
negaba a inculparle —comentó—. En tal caso, se la podría acusar de ser cómplice
o incluso instigadora, lo que seguiría siendo muy grave. Y de todas formas ha
sido detenida por «haber envenenado o hecho envenenar» a su marido.
—Espero que sus siguientes investigaciones le
demuestren que lady Ferrals es inocente. Pero ¿por qué motivo su abogado,
durante la vista preliminar, no obtuvo para ella la libertad condicional?
—En eso confieso que no tuvo suerte. La defendió
un novato presumido que sólo se preocupaba de su peluca y de los pliegues de su
toga. El mismo cerró tras ella las puertas de Brixton.
—Sin embargo, un hombre de la importancia de sir
Eric sin duda dispondría de los servicios de un primer espada del Derecho, ¿no?
—En efecto, pero sir Geoffrey Harden, que es el
primer espada en cuestión, está cazando tigres con el marajá de Patiala, de
modo que echaron mano de su pasante, que en mi opinión tiene más relaciones
influyentes que talento. Cuando vea a lady Ferrals, aconséjele que tome a otro
abogado defensor. Con el que tiene, a la pobre la aguarda la horca.
—¿Cuando vea a lady Ferrals? ¿Eso significa que me
permite...?
—Sí, mañana mismo podrá ir a visitarla a la
cárcel. Esta nota es un salvoconducto —añadió Warren al tiempo que le tendía un
papel en el que había escrito unas palabras—. Espero que si averigua algo importante,
o incluso aunque sea de poca monta, tenga la amabilidad de venir a decírmelo
—Se lo prometo. Lo único que deseo es sacarla de
ahí porque estoy convencido de su inocencia. Y hablando de eso, ¿puedo pedirle
un consejo?
—Adelante.
—En ausencia de sir Geoffrey Harden, ¿a quién
confiaría usted la defensa de un ser... querido?
Por primera vez, Morosini oyó reír al
pterodáctilo. Fue una risa franca y sonora que lo hacía casi simpático.
—No estoy seguro —dijo éste— de que se ajuste a mi
papel facilitarle un adversario duro de pelar frente al fiscal de la Corona,
pero creo que me dirigiría a sir Desmond Saint Albans. Es astuto como un zorro
y avieso como una víbora, pero conoce al dedillo las leyes y la jurisprudencia,
y sus aceradas diatribas suelen hacer más mella en el jurado que las más
hermosas parrafadas de lirismo. Nadie como él para aterrorizar a los jurados.
Le advierto que es muy caro, sin duda porque es muy rico, pero supongo que la
viuda de sir Eric tiene medios más que suficientes para satisfacer sus
honorarios. Justamente el novato presumido consiguió la hazaña de enviarla a
prisión al declarar en su alegato que su clienta estaba dispuesta a abonar
cualquier fianza, por alto que fuera su importe. De ese modo el juez quedó
convencido de que huiría en el primer barco.
—Conozco un poco a sir Desmond —suspiró Morosini,
que al oír ese nombre había sentido un pequeño y desagradable sobresalto—. Hace
poco asistí al entierro de su tío, el conde de Killrenan. Sir Desmond heredará
el título...
—Y la fortuna, cosa que debe colmarle de alegría.
Como todos los coleccionistas, necesita mucho
dinero... Por cierto, hablando de colecciones, a usted yo lo había visto antes.
¿No estaba hace un rato delante de la joyería de ese desdichado Harrison?
Aldo se dijo que desde luego ese hombre poseía una
vista de lince, pero que en el fondo no sería peligroso contestar a su
pregunta, pues, aunque en ella se traslucía un deje de sospecha, sin duda era
debido a la deformación profesional.
—Jamás hubiera creído que fuera tan conspicuo —le
comentó con una sonrisa—. Efectivamente, me dirigía al establecimiento de míster
Harrison junto con un amigo, un arqueólogo francés que se interesa casi tanto
como yo por las piedras antiguas. Y como da la casualidad de que soy un experto
en este tema, queríamos examinar el famoso diamante antes de que fuera expuesto
en la sala de subastas. Por desgracia, cuando llegamos allí el crimen ya había
tenido lugar, y no se nos ocurrió nada mejor que unirnos a los mirones para
tratar de enterarnos de más detalles. No le negaré que ardo en deseos de
hacerle, a mi vez, una o dos preguntas.
—¿Tiene intención de asistir a la subasta?
—Por descontado..., y quizá me decida a pujar.
—¡Demonios! —exclamó el otro con una risa algo
sarcástica—. Debe de ser usted muy rico.
—Digamos que lo soy en un grado razonable. Pero
tengo varios clientes adinerados que pagarían sumas considerables a cambio de
una pieza de tanta importancia.
—Puesto que está usted en el ajo, no ignorará que
algunos sostienen que se trata de una copia. La avalancha de cartas que han
recibido los periódicos...
—Precisamente por eso quería examinarla con mis
propios ojos —dijo Morosini—. Por pura curiosidad, claro, porque ya tenía
formada mi opinión basándome en la reputación de míster Harrison. Un joyero de
su talla no se dejaría engañar por una burda falsificación —añadió con aire
virtuoso.
Le producía un placer perverso proclamar la
autenticidad de una piedra preciosa cuando sabía perfectamente que era falsa.
Por su parte, el superintendente pareció descubrir los encantos de un gran
clasificador verde oscuro, que empezó a acariciar mientras le dirigía a Aldo
una sonrisa afectuosa.
—No lo dudo ni por un momento —manifestó con una
voz repentinamente llena de dulzura—. Los asesinos tampoco lo dudaban. En lo
que a mí se refiere, tengo la esperanza de ponerles la mano encima en un plazo
lo bastante corto para que la subasta pueda realizarse. Son orientales y
conocemos a un gran número de ellos. Ya he dado instrucciones: ninguna persona
de raza amarilla podrá salir del país hasta nueva orden.
—¡Es usted muy expeditivo!
—¿Por qué no, si dispongo de los medios necesarios
para serlo? El propio soberano desea que el asunto se resuelva pronto, ya que
se trata de una alhaja que en el siglo XV pertenecía a
la Corona.
—Le deseo que tenga éxito, pero ¿no querrá usted
decirme cómo ocurrió el crimen? ¿Esos hombres emplearon la violencia para
entrar?
Gordon Warren se decidió por fin a abandonar el
clasificador después de darle unos estimulantes golpecitos.
—Ha sido un desdichado cúmulo de circunstancias
—dijo con un suspiro—. Harrison debía recibir la visita de la anciana lady
Buckingham, que le había pedido ver a solas esa gema que antaño había
pertenecido a su antepasado, el célebre y fastuoso duque de Buckingham cuyo amor
por una reina de Francia nos habría costado una guerra adicional de no haber
sido por la puñalada que le asestó Felton. Es una dama de edad provecta que
vive recluida en su residencia, sin recibir jamás a nadie y cuidada por unos
criados casi tan viejos como ella. A Harrison le resultaba imposible no acceder
a su petición, de modo que le dijo que la recibiría con mucho gusto. Pero,
mientras ella estaba admirando el diamante, han irrumpido en el despacho del
joyero dos individuos armados y enmascarados que, después de echar fuera a la
señora, han asesinado a Harrison y escapado con el botín.
—¿Cree de veras que eso ha sucedido debido a un
cúmulo de circunstancias?
Esta vez los ojos del superintendente se abrieron
como platos.
—¿No irá usted a sospechar que lady Buckingham es
cómplice de esa gente? Naturalmente, he mandado a Pointer a su casa para que le
tomara declaración, pero la dama había tenido que acostarse y se encontraba en
tal estado que habría sido cruel arrancarle una sola palabra. En su lugar ha hablado
su doncella, que además estaba con ella en la joyería de Harrison. Ahora,
príncipe, me temo que no puedo dedicarle más tiempo. Ya se imaginará que la
investigación de dos casos tan importantes me exige mucho trabajo. Pero me
agradaría volver a verlo... siempre que tenga alguna información que darme.
—Lo espero de todo corazón. Muchas gracias por
haberme recibido.
Al abandonar Scotland Yard, Morosini no tenía muy
claro lo que iba a hacer a continuación. No le apetecía mucho volver al hotel,
pues seguramente Adalbert todavía no habría regresado. De pronto, le entraron
ganas de ir a curiosear el ambiente que se respiraba en las proximidades de la
mansión del crimen. Paró un taxi y se hizo conducir a Grosvenor Square.
—¿A qué número? —inquirió el chófer.
—No lo sé, pero tal vez usted conozca la
residencia de sir Eric Ferrals.
—Desde luego. En cuanto se comete un crimen, la
casa más anónima se vuelve famosa.
Situada en el centro del muy distinguido barrio de
Mayfair, Grosvenor Square estaba rodeada de varias embajadas y residencias
aristocráticas construidas casi todas en estilo georgiano. Habían sido
edificadas durante el siglo XIX en ese lugar cercano al palacio
de Buckingham por los nobles que estaban al servicio del rey.
—Ahí está —dijo el chófer señalando uno de los
caserones más imponentes, delante del cual otro taxi acababa de detenerse—.
¿Quiere usted apearse o prefiere esperar a que ése vaya?
—Prefiero esperar.
En efecto, un hombre con atuendo de viaje salió
del vehículo con tanto ímpetu que fue a aterrizar casi sobre los pies de uno de
los dos policías encargados de vigilar la mansión y que, con las manos a la
espalda, recorría la acera con paso firme y lento. Aldo reconoció de inmediato
al conde Solmanski, recién llegado de Estados Unidos. Lo vio parlamentar un
momento con los agentes, mostrarles algo que debía de ser un pasaporte y subir
por fin los escalones que llevaban al porche sostenido por columnas. Poco
después le abrieron la puerta de la casa, pero, como su taxi permanecía junto
al bordillo, Morosini dedujo que el padre de Anielka sólo había ido de visita y
no pensaba quedarse. Dadas las circunstancias, hubiera sido poco delicado por
parte de un pariente de la supuesta asesina instalarse en casa del asesinado.
Adelantándose a la pregunta del taxista, Morosini
declaró que aguardaría pacientemente. Al cabo de unos buenos diez minutos,
Solmanski salió de estampía. Su observador notó que estaba muy colorado y hacía
grandes esfuerzos por recuperar la calma. Sin duda, allí dentro acababa de
montar en cólera. Se quedó un momento plantado en lo alto de los escalones
hasta que su respiración hubo recobrado el ritmo normal, y entonces se colocó
el monóculo en la órbita del ojo, se afianzó el sombrero en la cabeza y se
metió en el taxi. Este arrancó en seguida.
—¡Siga a ese coche! —ordenó Morosini.
La persecución fue muy corta. Justo el tiempo de
rodear Grosvenor Square y de enfilar Brook Street, donde por fin el taxi de
Solmanski se detuvo ante el hotel Claridge.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el chófer de
Morosini.
Aldo vaciló. Tenía ganas de apearse, de seguir al
conde para cerciorarse de que iba a alojarse en ese palacio, pero no fue
necesario, pues unos mozos transportaban ya al hotel el equipaje del padre de
Anielka. Era evidente que ese peligroso personaje no se movería hasta que su
hija dejara de estar encausada o hubiera sido juzgada.
Era realmente peligroso ese ruso ataviado con los
despojos de un noble polaco que él se había encargado de enviar al extremo de
Siberia. Simon Aronov se lo había advertido muy francamente a Morosini cuando,
en el cementerio de San Michele de Venecia, le había revelado la verdad sobre
su mortal adversario. Enemigo declarado de los hijos de Israel, Fiodor
Ortchakov, el sádico verdugo del pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882, trataba
por todos los medios de recuperar las piedras del pectoral y el propio aderezo,
movido tanto por su amor al dinero como por su odio hacia Simon Aronov, el
hombre que osaba encabezar la lucha contra el ruso y sus inquietantes amigos, a
los que el Cojo se refería con el nombre de la Orden negra.
Hasta el momento, el falso Solmanski ignoraba el
papel que había desempeñado Morosini en la búsqueda de las joyas desaparecidas.
Lo veía simplemente como el último propietario del zafiro, que corría en pos
del tesoro familiar que había perdido. Un especialista en alhajas antiguas,
desde luego, pero que no era de temer, sobre todo porque el amor que sentía por
su preciosa hija lo tenía paralizado. Sin embargo, Aronov había hablado muy en
serio: si Aldo siguiera interponiéndose entre Solmanski y las gemas que
faltaban, éste no vacilaría en rodear su nombre con un círculo rojo en la lista
de los que convenía eliminar.
Esta perspectiva no preocupaba en absoluto al
príncipe anticuario. El peligro nunca le había hecho retroceder, y además tenía
la certeza de que aquel aventurero había propiciado, o quizás ejecutado, el
asesinato de su madre, la princesa Isabelle. Y como no le gustaban las
maniobras bajo cuerda, opinaba que cuanto antes se rompieran las hostilidades
mejor.
En el ínterin, la situación del conde Solmanski
permitía a Morosini actuar como simple observador, y eso no estaba mal. Hubiera
sido inútil ir a pavonearse ante un enemigo más o menos aturdido por el
asesinato de su yerno.
Por consiguiente, mientras el conde procedía a
instalarse en el Claridge, Aldo encendió un cigarrillo y se hizo llevar al
Ritz.
3. La verdad de cada
cual Construida en 1820, la cárcel de Brixton no era en
verdad una penitenciaría. Se utilizaba sobre todo para los presos preventivos
que aguardaban a ser juzgados, pero no por eso resultaba un lugar agradable.
Sus piedras seculares rezumaban tristeza y humedad. Cuando hubo llevado a cabo
los trámites necesarios para entrar en el establecimiento, Morosini se encontró
sumergido en una atmósfera opresiva hasta que le hicieron pasar a una especie
de armario acristalado que era la sala de visitas, donde se limitó a esperar.
Cuando apareció lady Ferrals, escoltada por una
mujer que sólo se diferenciaba de un gendarme porque vestía falda y no llevaba
bigote, al príncipe le dio un vuelco el corazón. Anielka, rodeada de ese
ambiente grisáceo y vestida de un luto riguroso que hacía resaltar aún más sus
rubios cabellos, estaba más hermosa que nunca..., pero no era la Anielka de
antes.
Eso era debido a que no parecía estar viva. La
palidez de su cara y el tono dorado de sus ojos y su pelo la asemejaban a una
de esas estatuillas de oro y marfil a las que el escultor Chiparus debía su
fama. Se la veía tan hierática y fría como ellas.
Al reconocer a su visitante, su mirada no se
iluminó.
Fue a sentarse al otro lado de la mesa, mientras
que su guardiana se quedaba detrás de la cristalera. Aldo la saludó con una
inclinación, pero ella permaneció impasible.
—¿Eres tú? —dijo solamente—. ¿Qué has venido a
hacer aquí? —añadió en un tono que indicaba que Aldo no era bien recibido.
—He venido para saber si puedo serte útil.
—No me has entendido bien. Lo que quería decir es
a qué se debe que estés en Londres.
—Aunque antes de salir de Venecia me enteré de la
trágica muerte de tu esposo, no es ésta la razón de mi viaje. He ido a Escocia
para asistir al funeral de un viejo amigo, y estando en Inverness leí en un
periódico que...
—Que he matado a Eric. ¡No tengas miedo de las
palabras! A mí me dejan indiferente.
Anielka le señaló la silla colocada frente a ella
y Aldo se sentó.
—No les tengo miedo a las palabras, sino a su
significado, que no puedo creer. ¿Tú, una asesina? Eso no hay quien se lo crea.
—¿Por qué no? —repuso ella con una sonrisita
desdeñosa—. Ya sabes que no lo quería, que incluso lo detestaba. A su lado los
días estaban llenos de lujos, pero las noches estaban formadas por repugnantes
tinieblas.
—Pero no tanto como para llegar a matarlo. Sobre
todo de ese modo tan estúpido y evidente. Con un papelillo de polvos
antimigraña que le diste delante de testigos para que lo disolviera en un vaso
de whisky, ¡y encima después de una pelea! Eres demasiado inteligente para
hacer eso. Como te conozco, no me resulta difícil imaginarte disparando a Eric
Ferrals con un revólver, pero nunca entregándole un medicamento que le
provocara una muerte fulminante. Realmente, eso no cuadra contigo.
—¿Por qué no? En Italia, tu país, no es raro que
un invitado sea asesinado mediante una bebida que alguien le ofrece con una
sonrisa.
—Esa costumbre se perdió hace mucho tiempo, y tú
no eres una Borgia. Desde que te detuvieron, no has cesado de proclamar tu
inocencia.
—Inútilmente, querido príncipe. Hasta el punto de
que empiezo a cansarme de repetirlo. Me replican, no sin razón, que la
estricnina no llegó por arte de magia al vaso, ya que no estaba ni en el whisky
ni en el agua. No obstante, aunque analizaron los demás papelillos que yo tenía
en mi habitación...
—Solamente el de sir Eric contenía estricnina, ¿no
es así? En tal caso, ¿por qué no analizaron también el papel que contenía los
polvos?
—Eso me pregunté yo también. Pero como Eric arrugó
el papel y lo dejó en la bandeja, alguien debió de tirarlo al fuego que ardía
en la chimenea.
—¿Tienes alguna idea de quién pudo ser ese
alguien?
Anielka emitió el sonido que menos esperaba su
visitante: una carcajada brusca y llena de amargura.
—Es posible. John Sutton, el inteligente y
abnegado secretario de Eric, que me acusó del crimen nada más ver cómo su amo
se desplomaba. Sutton me odia.
—¿Por qué? ¿Qué le has hecho?
—Le di una bofetada. Me parece que es la reacción
normal de una mujer honesta cuando un individuo la acorrala en un rincón y le
toca los pechos mientras la besa en el cuello.
Hacía tiempo que Aldo sabía que la joven polaca no
se mordía la lengua y tenía el don de describir los sucesos con gran realismo.
No obstante, esta descripción le arrancó una mueca de asco. Recordaba al
secretario como un hombre sumamente correcto, lo que no se correspondía con esa
imagen de sátiro, aunque no ignoraba que bajo la impasibilidad británica se
ocultaban en ocasiones extraños y ardientes impulsos eróticos.
—¿Está enamorado de ti?
—Si se puede llamar así... Llevo tiempo sabiendo
que desea acostarse conmigo.
—¿Se lo dijiste a tu marido?
—Me respondió que estaba loca y se echó a reír. Su
afecto por ese... empleado sobrepasaba los límites permitidos. Creo que antes
que separarse de él hubiera preferido cortarse un brazo. Seguramente los unía
tener un cadáver bien oculto en un armario.
—Querida, sir Eric, como buen vendedor de armas,
tenía demasiados cadáveres sobre su conciencia para preocuparse de uno en
particular. Y ahora, ¿querrás hablarme de ese criado polaco que quisiste tomar
a tu servicio?
La joven, que hasta entonces había estado muy
pálida, se puso roja como un tomate.
—¿Cómo lo sabes?
Aldo le dirigió una sonrisa muy afable.
—Ya veo que no has perdido esa sana costumbre de
contestar a una pregunta con otra pregunta. Simplemente, lo sé.
En vista de que ella no decía nada, tal vez porque
estaba buscando otra manera de atacarlo, el príncipe prosiguió:
—Cuéntame algo sobre ese Stanislas..., ¿o más bien
debería decir Ladislas?
Los ojos de la joven se abrieron de par en par,
expresando algo parecido al espanto.
—Eres un demonio —susurró.
—No del todo..., o bien un demonio bueno dedicado
a serte útil. Vamos, Anielka, deja ya de desconfiar de mí y explícame por qué
decidiste meter a tu antiguo enamorado en la mansión de tu esposo.
Ella volvió la cabeza, pero en la lúgubre penumbra
del lugar Aldo vio que una lágrima quedaba prendida en sus pestañas.
—¿Enamorado? ¿Acaso lo estuvo alguna vez? Lo dudo
mucho, como dudo asimismo de ese gran amor que pretendías sentir por mí.
—Dejemos esto aparte de momento, ¿quieres? —repuso
con dulzura Morosini—. No fui yo quien se echó en brazos de sir Eric en la casa
de Vésinet.
—Él acababa de salvarme y yo no podía hacer otra
cosa. Como tampoco pude hacer otra cosa cuando encontré a Ladislas en Hyde
Park, donde sin duda estaba esperándome.
—¿Cómo podía saber que estarías allí? Ahora todo
el mundo sabe lo mucho que te gustan los parques, pero ¿por qué precisamente
aquél? Londres está lleno de jardines públicos.
—Ya, pero yo solía cabalgar por allí un rato cada
mañana.
—¿Sola?
—¡Claro, sola! Me desagrada que me acompañen,
porque tengo la impresión de que me vigilan. Desde luego, siempre encontraba a
algún conocido, pero me las arreglaba para desembarazarme de él.
—Por lo visto no lo conseguiste con Ladislas. Es
evidente que el efecto sorpresa le favoreció.
—En efecto. Salió de detrás de un arbusto y casi
fue a caer entre las patas de mi yegua, de modo que estuve a punto de salir
despedida de la silla.
—¿Te alegraste de volver a verlo?
—En un primer momento, sí. Me traía la atmósfera
de mi amado país y también el recuerdo de mi primer amor. Para una mujer eso es
algo importante.
—Para un hombre también. Pero acabas de decir «en
un primer momento». ¿Acaso no duró tu alegría?
—No. En seguida comprendí que me encontraba frente
a un adversario, por no decir un enemigo. Oh, por supuesto al principio se
mostró muy amable..., a su manera. Decía que había venido a Inglaterra
solamente para estar a mi lado y que había sido una estupidez separarnos como
lo hicimos.
—¿Quería que reanudarais vuestra relación?
—No exactamente. Lo que exigía (porque en seguida
exigió) era que lo introdujera en el entorno de mi esposo. Se mostró indignado
de que me hubiera casado con un traficante de armas, pero tenía intención de
utilizarlo para «su causa». De hecho, fueron sus compañeros marxistas los que
lo enviaron aquí con papeles de identidad falsos y un objetivo muy preciso:
conseguir dinero para su revolución. Les había parecido una idea enormemente
jocosa sacarle esa contribución a un vendedor de cañones. También querían obtener
armas.
Aldo se sacó la pitillera del bolsillo, extrajo un
cigarrillo y le ofreció otro a la joven antes de encenderlos.
—¡Pero eso es cosa de locos! ¿Pretendía que tú
robaras y le dieras...?
—No, ya te lo he dicho. Lo que quería era entrar
al servicio de Eric. Me aseguró que, una vez en la casa, ya se las compondría
para obtener lo que esperaba.
—¿Y por qué aceptaste? En mi opinión, lo correcto
habría sido volver a montar a caballo..., porque habías descabalgado, ¿no?...,
y despedirte a la francesa alejándote al galope.
—Ya me habría gustado, pero era imposible. ¡No
creerás que Ladislas me asaltó con esa proposición sin tener un buen respaldo!
—¿Te hizo chantaje?
—Naturalmente. Cuando una es joven y está
enamorada por primera vez, no es raro que se muestre imprudente. Y eso es lo
que hice: le escribí unas cartas.
—Es una manía deplorable que con frecuencia os
cuesta muy cara a las mujeres. ¿Y qué quería hacer él con esas cartas?
¿Enseñárselas a Ferrals? Tu marido no era tonto y ya supondría que de jovencita
habrías tenido algún entusiasmo amoroso. Además, esas cartas que escriben las
chiquillas no suelen ser muy atrevidas.
—Las mías sí. Confiaba tanto en Ladislas que le
conté paso a paso los planes de mi padre para obligar a sir Eric a casarse
conmigo.
—¡Oh, qué poco me gusta eso! —exclamó Aldo
haciendo una mueca.
—Pues todavía hay más. Por aquella época yo era
partidaria de las ideas de Ladislas y su grupo, porque quería que al menos
siguiera siendo mi amante.
—Entonces, ¿era tu amante? —soltó Aldo estupefacto.
Anielka levantó hacia él unos ojos llenos de
candor.
—Más o menos..., sí. Y como quería conservarlo...,
creo que ya te di muestras de ello en dos ocasiones..., le dije lo que quería
oír, le prometí que lo ayudaría a... ¿cómo lo expresaban Ladislas y sus
amigos?..., ¡ah, sí!, a desplumar al gran pichón capitalista. ¿Te imaginas qué
efecto le habría causado esa correspondencia a mi marido?
—Me lo imagino muy bien. Y también lo que ocurrió
a continuación: enterneciste a Ferrals contándole la triste historia de un
primo tuyo hundido en la miseria al que habías encontrado por un milagroso
azar...
—Algo por el estilo. Le dije que era hijo de mi
ama de cría, y en seguida le proporcionó un empleo como criado.
—Parece una novela. Las amas siempre están provistas
de unos retoños tan molestos y descarriados como pintorescos. Y, desde luego,
el asesino fue él, ¿verdad?
—Desde luego. Sin duda era el objetivo que
perseguía, pero se había guardado muy mucho de decírmelo.
—Pero ¡demonios! ¿Por qué no se lo contaste todo a
la policía en lugar de dejar que te detuvieran y te metieran en la cárcel? Si
lo hubieras hecho, las acusaciones del secretario habrían tenido muy poca
fuerza.
—¡Era imposible! No podía hacer eso sin poner en
peligro mi vida. ¡Compréndelo! Ladislas no había venido solo a Inglaterra.
Tenía unos camaradas..., una célula, decía él, encargada de protegerlo, de
guardar lo que él obtuviera y de ayudarle a huir en caso de peligro. Y a mí ya
me había advertido de que en tal caso no debía decir nada que pudiera dar una
pista a la policía, o de lo contrario...
—De lo contrario, no debías esperar perdón ni
compasión —dijo lentamente Aldo—. Estarías condenada a muerte.
—Eso es. Y además me dije que en prisión no
tendría nada que temer, porque estaría protegida.
—De todo menos de la horca. Pero, desdichada, ¿no
comprendes que si no descubren al verdadero asesino te expones a que te
ahorquen?
—No, no lo creo. Mi padre se apresurará a regresar
de América; él sabrá defenderme. Mejor que ese joven imbécil que sustituyó a
sir Geoffrey Harden. Mi padre contratará a un buen abogado.
—Hablando de eso —dijo Aldo, sacando un papel del
bolsillo—, me han recomendado a un abogado muy hábil y combativo. Llevo
escritos aquí su nombre y dirección.
—¿Quién te lo ha recomendado?
—Por extraño que parezca, ha sido un alto
funcionario de la policía. Pero yo también conozco un poco a sir Desmond Saint
Albans, y aunque no me inspira una gran simpatía, al parecer cuando se pone la
peluca se convierte en un luchador que defiende su causa como un perro su
hueso. Para no omitir detalle, añadiré que cobra muy caros sus servicios, pero
quizá valga la pena.
Ella cogió el papel, lo leyó y lo retuvo en la
mano.
—Gracias —dijo—. Pediré que me defienda. El dinero
no tiene importancia.
En ese momento entró la carcelera.
—Sir, el tiempo que se le ha concedido ha
terminado.
—Sólo unas palabras más —le dijo Morosini,
levantándose, y añadió dirigiéndose a Anielka—: Cuando veas a tu nuevo
defensor, te suplico que le digas la verdad, toda la verdad. Por cierto, ¿cuál
es el apellido de tu Ladislas?
—Wosinski. ¿Por qué me lo preguntas?
—¿No crees que lo más conveniente para ti sería
que los encontraran a él y a su banda? Entonces ya no tendrías nada que temer.
Trata de no perder la esperanza, Anielka. Confío en poder volver aquí. ¿No
necesitas nada?
—Wanda vendrá a traerme unas pocas cosillas.
Sin añadir nada más, ni dar la mínima señal de
satisfacción por la visita, la joven fue a reunirse con su guardiana, que
corría y descorría ruidosamente el cerrojo de la puerta. Aldo no pudo soportar
separarse de ella de este modo, así que la llamó.
—¡Anielka! ¿Estás segura de que no sigues
enamorada de ese hombre al que te esfuerzas en proteger?
—Eres el último que debería hacerme esa pregunta, Aldo.
Ya te la contesté hace unos meses en una nota, y mis sentimientos no han
cambiado desde entonces.[5]
Por uno de esos pequeños milagros que sólo el amor
puede realizar, Aldo tuvo la sensación de que un rayo de sol había venido a
iluminar y prestar calidez a los grises y siniestros muros, por lo que salió de
la cárcel caminando con paso alegre.
Justo cuando alcanzaba el coche que lo estaba
aguardando, otro taxi se detuvo detrás del suyo. Una mujer corpulenta y de edad
mediana se apeó de él y procedió a extraer del vehículo una maleta que parecía
bastante pesada. Como hombre galante que era, Aldo se precipitó a ayudarla.
—Permita que lo haga yo, señora. Esto es demasiado
para sus fuerzas.
—¡Oh, gracias, caballero! —dijo ella con acento
extranjero, y acto seguido se echó a llorar.
Aldo reconoció entonces a Wanda, la fiel doncella
de Anielka, que sin duda le traía aquellas «pocas cosillas» que la joven
necesitaba.
—¡El señor Morosini! —exclamó ella entre dos
sollozos—. ¿Está usted aquí? ¡Qué alegría, Dios mío, qué gran alegría!—Y se
puso a llorar todavía con más fuerza.
—Si está tan contenta, debería calmarse —le
aconsejó él. De súbito, se le ocurrió preguntar—: ¿A qué es debido que haya
venido en taxi? ¿Acaso no quedan vehículos propios en casa de sir Eric?
—No quedan para mi pobre pequeña lady —contestó
con indignación la doncella, que a la sazón parecía dominar el francés—. Ese
horrible míster Sutton lo ha prohibido con el pretexto de que nadie debe hacer
nada para ayudar a una..., a una asesina. ¡Oh, es... es espantoso!
—Para ser inglés, este hombre conoce muy poco las
leyes de su país, que dicen que todo detenido es inocente hasta que se
demuestre su culpabilidad.
—Si es así, ¿por qué mi pobre pequeña está en la
cárcel?
—Es lo que llaman prisión preventiva. ¿Va usted a
llevarle esta maleta?
—Sí, me ha pedido varias cosas. Pobre ángel mío,
ella que es tan…
Interrumpiendo el panegírico de Anielka, que a
buen seguro iba a ser muy largo, Aldo condujo a Wanda hasta la puerta de
Brixton y le dijo que la esperaría para acompañarla a casa.
—Un solo coche bastará para los dos. Voy a
despedir su taxi.
—¿De verdad quiere esperarme?
—Claro. Así podremos hablar un rato. ¡Pero no se
entretenga demasiado!
—¡Oh, no! Si no me permitirán verla. Dejo la
maleta al portero y vuelvo en seguida.
Unos minutos después estaba de regreso. Se sentó
en el taxi junto a Aldo y éste se apresuró a abordar el tema.
—Acabo de darle a su señora el nombre y la
dirección de un abogado de valía. Parece ser que hasta ahora la han defendido
muy mal.
—¡Ah, eso sí que es verdad! Jamás debería haber
acabado en la cárcel. Y si no fuera por ese mentiroso de secretario...
—Ya estoy al corriente de eso —la cortó Morosini—.
Me gustaría que me hablara del que ha desaparecido, un tal Ladislas Wosinski,
que entró a servir en la casa con un nombre falso. Aunque no me explico por qué
se tomó la molestia de cambiarse el nombre, puesto que sir Eric nunca había
oído hablar de él.
—Sir Eric no, pero el señor conde se habría puesto
furioso si se hubiera enterado de que estaba en la casa. Mi tesoro se habría
visto en un buen aprieto.
—Supongo que a estas alturas el conde ya lo sabe.
Ayer le vi llegar a la mansión de Grosvenor Square. No se quedó allí mucho rato
y al salir parecía furioso, aunque hacía esfuerzos por contenerse.
Wanda alzó los ojos al cielo y juntó las manos al
rememorar lo ocurrido.
—¡Oh! El señor conde tuvo una tremenda discusión
con Sutton a causa de lo que éste había hecho y también a causa del criado
polaco, pero gracias a Dios el secretario sólo conoce a un tal Stanislas
Razocki y el señor conde no sabe más que él.
—¿Qué es eso de «gracias a Dios»? Resulta que un
hombre ha obligado a su señora a acogerlo en su casa, ha asesinado a su marido
y luego ha huido cargándole el muerto, y a usted le parece que todo va
perfectamente.
—Pues claro que sí. Ladislas Wosinski es un
patriota de corazón noble, y si ha matado ha sido para proteger a la mujer de
la que está enamorado..., porque todavía la quiere con toda su alma.
Seguramente oyó cómo su marido la insultaba a gritos un poco antes.
—Ya sé que tuvieron una fuerte discusión, pero sin
duda no era la primera vez.
—Sí, era la primera vez que reñían con tanta
violencia. Desde hacía un tiempo, mi pequeña se negaba a acostarse con él.
Tenía unas dolorosas migrañas que trataba de aliviar con un medicamento.
Pese a la gravedad del asunto, a Morosini se le
escapó una sonrisa. La migraña, sustituida a veces por dolencias más íntimas,
siempre había sido la defensa preferida de las mujeres contra el débito
conyugal.
—¿Y aquel día le dolía la cabeza? Pero era un poco
pronto para irse a la cama, ¿no?
—Desde luego. Pero la joven lady estaba sentada
ante su tocador acicalándose para la velada. Debo añadir que llevaba un vestido
muy escotado y que estaba particularmente hermosa y deseable. Su marido había
bebido y la pasión lo cegó. Me echó fuera de la habitación y no pude ver nada
más,
pero lo que oí era horrible. Cuando poco después sir Eric salió, tenía la
cara de un rojo subido, casi morado, y se estaba arrancando el cuello postizo
para poder respirar. En cuanto a mi tesoro, lloraba a lágrima viva sentada en
la cama y casi desnuda, pues el marido le había destrozado el vestido. Al cabo
de un momento, sir Eric volvió para pedirle perdón, pero ella no le abrió la
puerta.
Sin duda alguna, el relato que Aldo estaba oyendo
era la pura verdad. Lo que él había sabido sobre las primeras relaciones de
Anielka con Ferrals, y sobre todo lo que había sucedido una vez firmado el
contrato matrimonial confirmaban que Wanda no mentía. Morosini imaginaba
claramente la escena cuya continuación había tenido lugar en el despacho de sir
Eric y en presencia de la duquesa de Danvers: sir Eric se quejó de un fuerte
dolor de cabeza y Anielka le propuso con fría ironía que le trajeran un
papelillo de los polvos que ella solía tomar en tales ocasiones.
—¿Fue ella misma a buscarlo o envió a otra
persona? —preguntó Aldo.
—Milady le sugirió a Ladislas que fuera a
pedírmelo y yo se lo di.
—Pero entonces, ¡maldita sea!, ¿por qué la
detuvieron? ¿Qué demonios pudo decir Sutton para incriminarla? El papelillo
pasó por dos pares de manos, y supongo que, cuando Ladislas se lo pidió, usted
escogió al azar uno de los que contenía la caja.
—Naturalmente, y eso fue lo que le dije al señor
de la policía. Pero Sutton dijo que deseaba hablar confidencialmente con ese
señor y no pude oír ni una sola de sus palabras. Lo único que sé es que mi
tesoro está en la cárcel.
—¡Menos mal que me lo recuerda! —exclamó Morosini
en tono sarcástico—. Por cierto, creo que ha llegado el momento de que me
explique por qué se alegra tanto de que Ladislas ande suelto por ahí mientras
que su tesoro pasa los días sobre la paja húmeda de un calabozo.
—Puede estar seguro de que él la sacará de allí.
La quiere demasiado para dejarla en la cárcel.
—¿Lo dice en serio? —repuso Morosini, a quien esos
ditirambos de Wanda empezaban a fastidiar considerablemente—. ¿No cree que
habría sido más sencillo no huir como alma que lleva el diablo y hacer frente a
sus responsabilidades protegiendo a Anielka cuanto le fuera posible?
—No, porque sólo habría conseguido que los
encarcelaran a los dos. Mientras él esté fuera, hay esperanza para mi pequeña
lady. Estoy convencida de que él tiene amigos en Inglaterra y está planeando
liberarla... o facilitarle la evasión, a fin de que ambos puedan disfrutar de
su amor en el viejo terruño que jamás debimos abandonar.
Aldo desistió. Aquel diálogo era auténtica ciencia
ficción y resultaba evidente que no lograría sacar a la buena mujer de su sueño
de un príncipe azul. Una cosa era segura: entre la versión de Anielka y la de
su leal doncella existía un abismo demasiado profundo y enmarañado para
atreverse a transitar por él.
—Ahora que lo pienso —dijo Morosini—, ¿por casualidad
no sabrá usted dónde podría encontrar a Ladislas Wosinski?
Arrancada con brutalidad de las celestes regiones
en las que se mecía, Wanda dirigió a su vecino una mirada severa.
—¿Por qué me lo pregunta? ¿Acaso tiene la
intención de entregarlo a la policía?
—En absoluto —replicó Aldo, guardándose mucho de
añadir que ya le había hablado de él al superintendente Warren—. Es que, mire
usted, pensándolo bien me gustaría saber dónde está. Imagínese por un instante
que, olvidando el gran amor que siente por Anielka, elija su propia seguridad y
la abandone en manos de la justicia inglesa.
—Si usted lo conociera, no se le ocurriría algo
tan abominable. Es el hombre más altruista del mundo, un verdadero paladín que
ha consagrado su vida a la libertad de su país, la auténtica libertad, y a
aliviar los sufrimientos del pueblo polaco. Créame, hará lo que debe hacer
cuando llegue el momento. Sólo hay que tener un poco de paciencia...
Morosini hizo una mueca dubitativa. Era preciso
tener una fe ciega para estar persuadida hasta ese punto de la pureza de
intenciones de un hombre que Anielka describía como un chantajista. No
obstante, renunció a discutir.
El resto del trayecto transcurrió en silencio.
Sólo se oía el bisbiseo de Wanda recitando sus oraciones. Pero en cuanto
divisaron la residencia Ferrals, Aldo declaró:
—Antes de que nos separemos, quiero que sepa una
cosa: yo sí que deseo salvar a su señora. En primer lugar porque creo que es
inocente, y en segundo lugar porque la amo. Si más adelante necesito la ayuda
de usted, ¿podré contar con ella?
De inmediato, la doncella se mostró llena de
arrepentimiento.
—¡Oh, perdóneme! Había olvidado que usted también
la ama y sin duda le he herido con mis palabras. Pero estoy dispuesta a
ayudarle. Si alguna vez desea hablar conmigo, todas las mañanas voy a oír misa
de nueve a la iglesia del Oratorio, cerca del Victoria and Albert Museum. No
queda lejos de casa, mientras que la iglesia polaca está en un suburbio. Le
gustará, ya lo verá, es una iglesia italiana, según creo. Nunca hay mucha gente
y podremos hablar tranquilamente. Además, durante la misa uno está bajo la mirada
de Dios —añadió Wanda con aire sentencioso, alzando un dedo hacia el techo del
vehículo.
—Me parece perfecto. Y si usted desea comunicarme
algo, puede dejarme un mensaje en el hotel Ritz. Le voy a anotar el número de
teléfono —dijo Aldo mientras arrancaba una hoja de su agenda para escribir las
cifras.
Cuando el taxi paró, Wanda se dispuso a apearse,
pero Morosini la detuvo.
—Otra cosa más. No se extrañe si dentro de un
cuarto de hora vengo a llamar a esta puerta. No será para verla a usted, sino a
míster Sutton.
—¿Quiere hablar con él? —gimió la mujer con súbita
inquietud—. ¿De qué?
—Eso es asunto mío. Deseo hacerle un par de
preguntas.
—No querrá recibirle.
—Sería una verdadera torpeza. De todos modos, no
pierdo nada con intentarlo. Entre usted en la casa, que yo volveré después de
dar una vuelta.
Un cuarto de hora más tarde, un mayordomo de
expresión gélida le hizo pasar a la residencia del finado Eric Ferrals y lo
dejó de momento al pie de una escalinata artísticamente curvada, por la que
subió diciendo que iba a cerciorarse de que míster Sutton estaba en disposición
de recibir una visita. Morosini no tuvo más remedio que aguardar en compañía de
una colección de bustos romanos de ojos ciegos, de un sarcófago bizantino y de
un lavamanos de bronce que debía de proceder de algún lejano lugar próximo a
Pekín. La vivienda londinense del comerciante de armas se parecía mucho a la
del parque Monceau, pero todavía resultaba más siniestra, si es que ello era
posible, debido en parte al pesado mobiliario de estilo georgiano. Las espesas
pasamanerías y los cortinajes de terciopelo color chocolate contribuían a hacer
la atmósfera sofocante.
El despachito al que Aldo fue conducido al cabo de
unos instantes no era mucho más alegre, aunque le daban cierta vida los innumerables
papeles que cubrían la mesa de trabajo y la potente lámpara que los iluminaba.
Un batallón de archivadores verde oscuro ocultaba las paredes. Plantado en
medio de la habitación como si fuera el guardián de un templo, y vestido de
negro de la cabeza a los pies, John Sutton esperaba a su visitante.
El silencio que reinaba en la casa era
impresionante. No se oía ningún ruido, ni siquiera un roce o un murmullo.
Incluso el fuego de carbón que ardía en la chimenea lo hacía quedamente, como
si un crujido o un chisporroteo hubieran constituido un sacrilegio.
El secretario saludó a Morosini con una
inclinación, afirmó que estaba encantado de volver a verlo en plena forma —no
había tenido ese placer desde la famosa noche en que Aldo había ido a la calle
Alfred-de-Vigny para recoger el rescate de Anielka y el Rolls-Royce—, y
señalándole una butaca añadió que consideraría un honor poder serle de alguna
utilidad.
Morosini se sentó cuidando de no arrugar la raya
de su pantalón y contempló un instante al joven, al tiempo que sacaba un
cigarrillo con el que dio unos golpecitos sobre la brillante superficie de su
pitillera de oro.
—He venido a hacerle una pregunta —dijo por fin.
—Ya me han hecho muchas durante los últimos días.
—Me sorprendería que le hubieran hecho ésta: ¿por
qué tiene tanto empeño en que lady Ferrals sea condenada a la horca?
Antes de hablar, Aldo se había preparado para
cualquier clase de reacción por parte del secretario menos la que siguió. John
Sutton sostuvo su mirada sin mostrar la menor emoción y después respondió en
tono suave:
—Pues porque ella no merece otra cosa. Es una
asesina redomada que preparó su crimen con premeditación. —Acompañó estas
palabras con una sonrisa, y Morosini tuvo que hacer un esfuerzo por dominar la
reacción que en su temperamento latino había provocado tamaña insidia.
Para conseguirlo, prendió el cigarrillo y exhaló
una bocanada de humo hacia el techo adornado con molduras.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —dijo con voz
serena—. ¿Acaso posee pruebas?
—Pruebas materiales, no. La única que habría sido
decisiva (el papelillo que había contenido el veneno) desapareció como por arte
de magia; sin duda una mano diligente lo echó al fuego. Sin embargo, yo había
visto y oído muchas cosas, y por esa razón no vacilé ni un instante en acusar a
lady Ferrals. Es posible que usted lo sienta en el alma, pero créame, príncipe,
no cabe la menor duda: ¡ella es culpable!
—No tendré motivos para invalidar sus convicciones
en cuanto me haga usted el favor de contarme lo que había visto y oído. Imagino
que sentía mucho afecto por sir Eric, ¿o me equivoco?
—No se equivoca, le respetaba mucho. En cuanto
hube terminado mis estudios en Oxford, entré a su servicio, y desde entonces no
me había separado de él.
—Es usted joven, de modo que no puede haber estado
mucho tiempo con sir Eric.
—Tres años, pero, tratándose de un hombre de sus
cualidades, unas pocas semanas habrían bastado para despertar mi admiración.
—Es posible. No tuve el privilegio de tratarlo
mucho, dejando aparte que fuimos adversarios en un asunto del que usted está al
corriente. Sin embargo, debo repetirle mi pregunta: ¿qué es lo que había visto
y oído?
—¿Quiere saberlo? En tal caso, antes de nada debo
informarle de que dos meses atrás habíamos contratado a un criado polaco...
—Pasemos por alto ese detalle. Cuando la duquesa
de Danvers me relató aquella velada trágica, me habló de ese sirviente que se
esfumó sin dejar rastro.
—Ese detalle, como usted dice, no carece de
importancia. Lo comprenderá cuando le diga que sorprendí a lady Ferrals en sus
brazos.
—¿En sus brazos? ¿No estará usted... dramatizando
la situación?
—Juzgue usted mismo. Ocurrió hace unas tres
semanas. Sir Eric cenaba aquella noche en casa del alcalde, y yo había ido a un
espectáculo de ballet en Covent Garden. Dado que tengo mi propia llave, entré
en la casa sin hacer ruido e incluso sin encender la luz. Siempre suelo hacerlo
así porque conozco el lugar como la palma de mi mano, y además sir Eric
detestaba que mis salidas nocturnas no fueran discretas.
»De modo que ya subía la escalera cuando oí una
risa y unos susurros. Venían de las habitaciones de lady Ferrals y me di cuenta
de que la puerta de su vestidor estaba entreabierta. El débil rayo de luz que
salía de su interior me permitió distinguir al tal Stanislas que salía a
hurtadillas. En el momento en que iba a cruzar el umbral, lady Ferrals se
acercó a él y ambos se abrazaron... apasionadamente, antes de que él la
apartara suavemente hacia el vestidor. —Sutton se interrumpió y, después de
hacer dos o tres profundas inspiraciones, espetó en tono colérico—: Ella estaba
casi desnuda, pues apenas puede llamarse vestimenta a aquel fino camisón de
batista blanca... Eso fue lo que vi, pero confieso que a partir de entonces me
dediqué a espiarlos.
—¿Y qué fue lo que oyó? —preguntó con esfuerzo
Aldo, que tenía un nudo en la garganta.
—Oí muchas frases incomprensibles para mí, porque
hablaban en su idioma y yo lo desconozco. Excepto una vez, una única vez, en
que la oí decirle a él: «Si quieres que te ayude, primero tengo que ser libre,
así que antes has de ayudarme tú.» Eso fue cuatro días antes de que muriera sir
Eric.
—¿Y todo eso se lo contó usted a la policía?
—Naturalmente. Aunque me había resultado difícil
soportar que ella introdujera a su amante en la mansión, no había querido decir
nada, pues confiaba en que sir Eric descubriera por sí mismo la verdad, cosa
que no podía dejar de ocurrir. Pero cuando lo vi morir allí, casi a mis pies,
fui incapaz de callarme. ¡Me habría gustado matarla con mis propias manos!
Se hizo un silencio. Morosini estaba intrigado:
por una parte, aquella versión se parecía bastante a la de Wanda, cuya devoción
por Anielka no la hacía sospechosa de mentir; por otra parte, ¡era tan distinta
a la de la joven! Aldo sabía por experiencia que Anielka poseía cierto talento
para urdir mentiras, pero le costaba mucho admitir que su habilidad llegara
hasta tal punto. De modo que decidió acorralar a Sutton para obligarlo a
defenderse.
—El hecho de que usted exprese tanta... rabia sin
duda significa que quería mucho a sir Eric..., o bien que el odio que siente
hacia su esposa..., porque usted la odia, ¿verdad?..., se debe a la
circunstancia de que usted estaba enamorado de ella y ella lo rechazó.
El joven secretario soltó una risita mientras un
relámpago iluminaba sus ojos, profundamente hundidos en sus órbitas.
—¿Que yo la amaba? No, no me inspiraba ninguna
ternura, pero sí la deseaba —declaró con una brusquedad muy británica—.
Confieso que la deseaba y todavía la deseo. Únicamente confío en que mi deseo
muera al mismo tiempo que ella.
Nada había que añadir. Morosini acababa de
enterarse de todo lo que le interesaba saber e incluso de algo más. Se levantó.
—Le agradezco que me haya hablado con tanta
franqueza —dijo—. Aunque no estoy tan convencido como usted de la culpabilidad
de lady Ferrals. En lo que se refiere a usted, creo comprender mejor sus
motivaciones, si bien me parece que la principal han sido los celos.
—¿Los celos? Oh, no lo niego, pero no son del tipo
que se imagina. No tenía celos de ella porque me negara su cuerpo y en cambio
se lo ofreciera a un sirviente, sino por una razón muy diferente que no estoy
dispuesto a revelarle. Le deseo que pase muy buenas tardes, príncipe Morosini.
—Lo mismo digo, pero además me gustaría desearle la
paz del alma, a pesar de que no da la impresión de haber tomado un buen camino
para lograrla.
Sin preocuparse de la llovizna, que no daba
muestras de querer detenerse, Aldo decidió regresar a pie. Tenía necesidad de
poner en orden sus ideas, y caminar siempre le había parecido estimulante para
dicha actividad. Por añadidura, la distancia que debía recorrer no era muy
grande. Con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos, se puso a andar
a paso rápido a través de la luz incierta —el día declinaba—, en la que a veces
surgía la silueta piramidal de un policía tocado con su casco y envuelto en su
oscura capa. También se topó con algunos peatones, pese a que en ese barrio
aristocrático la gente se desplazaba sobre todo en coche.
La entrevista con Sutton le había dejado un regusto
amargo. Lo que le habían contado en el transcurso de aquel día lo había dejado
indeciso, desanimado, con la impresión de que una red de mentiras se había
precipitado sobre él impidiéndole cualquier movimiento. Las imágenes demasiado
nítidas que había evocado el secretario lo trastornaban, sobre todo porque
Sutton no negaba que había intentado seducir a Anielka. ¿Qué clase de mujer era
ella en realidad? Y en la pareja formada por ella y Ladislas, ¿cuál de los dos
manipulaba al otro? En cuanto a sí mismo, ¿debía creer en el amor que la joven
afirmaba sentir por él? ¿Qué esperaba Anielka de su persona y hasta qué punto
trataba de manipularlo? Todas estas preguntas se agolpaban en su mente, y lo
que más le irritaba era no encontrar para ellas una sola respuesta. ¡Y pensar
que hacía unas horas, al salir de Brixton Jail, estaba feliz y deseoso de
defender a su amada de ojos dorados, de hacer lo imposible por salvarla!
Mientras que ahora no sabía qué curso de acción seguir.
Le vino a la memoria una frase de Châteaubriand
que su preceptor, Guy Buteau, le había repetido cuando, siendo adolescente, no
tenía claro lo que quería hacer: «Ve hacia delante, a no ser que tengas miedo y
prefieras cerrar los ojos.»¿Cerrar los ojos? La idea era tanto más inconcebible
cuanto que se sentía casi ciego. Entonces, ¿seguir hacia delante? Pero ¿en qué
dirección?
De pronto lo invadió una oleada de dolor, el dolor
que siente todo hombre que teme haber entregado su amor a una mujer que no lo
merece, y se hizo tan intenso que a punto estuvo de gritar y se vio obligado a
apoyarse en una farola. Nunca había experimentado ese sentimiento de
desesperación e impotencia, ni siquiera cuando, años atrás, tuvo que decir
adiós a Dianora.[6]
Quitándose el sombrero con un ademán brusco, cerró los ojos y dejó que la fría
lluvia le empapara la cabeza. Sus lágrimas, que fluían a su pesar, se mezclaron
con las gotas de agua.
Una voz femenina le hizo abrir los ojos.
—¿Necesita ayuda, señor? Parece usted indispuesto.
La desconocida, que se guarecía bajo un gran
paraguas, era joven, bastante bonita y llevaba un tocado de terciopelo que
resaltaba su tez luminosa. Morosini consiguió sonreírle.
—Gracias, señora. Ya se me está pasando. Es una
antigua herida de guerra que a veces vuelve a atormentarme.
Ninguno de los dos pudo decir nada más, porque de
una limusina verde que se paró junto a ellos surgió un chófer vestido con
uniforme negro, el cual, acercándose a Morosini, lo tomó del brazo con tal
autoridad que éste, pillado por sorpresa y con la guardia baja, no fue capaz de
protestar.
—Su excelencia no debería salir con un tiempo así.
Ya se lo he dicho a su excelencia, pero se niega a hacerme caso. Menos mal que
lo he visto —dijo el chófer, cuyo aspecto mongol de pronto le resultó familiar
a Morosini.
Mientras el conductor lo arrastraba hacia el
vehículo, Aldo apenas tuvo tiempo de dirigir una última palabra de
agradecimiento a la caritativa londinense, pues una mano lo atrajo al interior
del potente automóvil y lo obligó a sentarse sobre los cojines de terciopelo.
Se encontró junto a un hombre con el rostro parcialmente oculto por el ala de
un elegante sombrero, unas gafas de sol y el cuello subido de una pelliza
forrada de astracán. Pero lo que primero llamó la atención de Aldo fue el
bastón de ébano y empuñadura de oro con el que jugueteaba una mano enguantada.
Su sorpresa fue tan grande que de momento se le olvidaron sus pesares.
—¿Usted aquí? —dijo sin aliento—. ¡Qué inesperado!
—En efecto. Debe saber que sólo he venido para
verlo, y que le hemos estado siguiendo desde que salió del hotel.
—Pero... ¿por qué?
—Porque al enterarme de la muerte de Ferrals me
temí que ocurriría lo que está ocurriendo: el amor que siente por la hija de
Solmanski ya ha empezado a destruirlo y lo conseguirá si no ponemos remedio.
—¿No exagera usted un poco? —protestó Morosini—.
¿Quedar destruido yo?
—Todavía no, pero ya lo verá. Piense que en unas
pocas horas ha pasado de la felicidad a la duda y al sufrimiento. Porque usted
está sufriendo, lo lleva escrito en la cara.
Morosini se encogió de hombros y se dedicó a
secarse lenta y ostentosamente los cabellos con el pañuelo.
—¡Son cosas que pasan! —dijo, suspirando—. De
momento tengo lá impresión de haberme vuelto idiota, ya no sé qué creer ni qué
pensar.
—¿Y si pensase en otra cosa?
La voz profunda y con sonoridades de violonchelo
de Simon Aronov tenía una entonación amable, pero Aldo percibió un velado
reproche que le hizo sonrojar.
—Usted insinúa que no he venido aquí para ocuparme
de los asuntos de lady Ferrals y confieso que tiene toda la razón —declaró—,
pero se han producido nuevos acontecimientos. Seguro que ya lo sabe... y debe
admitir que la muerte de Harrison ha cambiado muchas cosas. En la situación en
que estamos Vidal-Pellicorne y yo, he creído que mientras Adalbert hacía averiguaciones
yo podría dedicarme a la que...
—La que lo ha embrujado y por la que ya arriesgó
usted la vida. Está dispuesto a volver a hacerlo y no puedo reprochárselo, es
una reacción humana, muy propia, además, de su manera de ser. Pero yo le pido
que evite mezclarse en este asunto..., por lo menos durante un tiempo. ¡Es
demasiado peligroso!
—¿Peligroso? ¡Qué va! Hasta ahora he actuado de
acuerdo con el superintendente Warren, a quien debo informar de lo que haya
podido descubrir. ¿Dónde está el peligro?
—En el Claridge. Solmanski acaba de llegar de
América.
—Lo sé. Ayer lo vi entrar en casa de su yerno y
salir de allí furioso.
—Reconozca que tenía por qué estarlo. Volvía
tranquilamente con objeto de asistir a la venta del diamante, encantado sin
duda de haberse enterado de la muerte de su yerno, cosa que le iba a permitir
recobrar a la vez el zafiro, o lo que creía ser la piedra original, y una
cuantiosa fortuna. En cambio, arrestan a su hija y la Rosa de York ha
desaparecido. Y se trata de un hombre que detesta las contrariedades.
——No me cabe duda, pero eso no me aclara por qué
corro peligro al tratar de encontrar al verdadero asesino.
—Recuerde lo que le dije en Venecia: si se cruza
en el camino de Solmanski, de inmediato estará en peligro. Ha de comprender que
su hija es su mejor instrumento y que no permitirá que nadie se interponga
entre ellos dos.
—Sólo quiero interponerme entre ella y la horca.
¿Por ventura no sabe que está perdida si nadie acude en su ayuda, y que se
enfrenta a un fiscal empeñado en hundirla? Ningún abogado defensor conseguirá
que su acusador cambie una coma de la inculpación.
—Estoy de acuerdo con usted, pero ¿por qué no deja
que Scotland Yard haga su trabajo? Esos policías son muy hábiles y capaces de
atrapar a ese polaco que ha huido. Además, Solmanski nunca permitirá que su
preciosa hija sea ejecutada, ni siquiera condenada. No quiera usted inmiscuirse
en este lío. De hecho, ¿no acaba de decirme que ya no sabe qué pensar?
—Es verdad, lo he dicho, pero es que usted no lo
puede comprender.
—Entonces, explíquemelo —suspiró Simon Aronov—. No
tengo ninguna prisa y Wong puede dar otras dos o tres vueltas a Hyde Park.
Usted ha hablado hoy con tres personas. Tal vez yo podría ayudarlo a ver las
cosas más claras si quisiera contarme lo que le han dicho.
—Pensándolo bien, ¿por qué no?
Aldo sabía exponer los hechos sin entrar en
detalles, de modo que consiguió relatar sus tres entrevistas sin volver a
sentir la angustia que antes lo había atormentado.
—¡Bueno! —exclamó cuando hubo terminado—. ¿Qué le
parece? ¿Cuál de las versiones es la auténtica? ¿Quién dice la verdad?
—Ninguno de ellos y todos. Cada uno se aferra a
«su» verdad y la disfraza según su propio temperamento. El secretario se
regodea en su papel de vengador hasta el punto de no negar su frustración
sexual, pero es difícil creer que un patrón pueda inspirar una devoción tan
honda como para justificar ese encarnizamiento con Anielka. La fiel criada vive
con la nostalgia del enamoramiento adolescente de su señora. En cuanto a lady
Ferrals, la inesperada visita de usted le hizo el efecto de la aparición
milagrosa del Caballero del Cisne. Ha comprendido que usted sigue amándola y
seguramente eso ha influido en su relato, quizá de una forma inconsciente,
porque es todavía muy joven.
—¿No quiere usted creer que ella me ama?
—Sí, ¿por qué no? Supongo que lo quiere...
también. Pero no se aferré a esta única idea. Perderá la razón... y quizá la
vida, ¡créame! Termine lo que ha empezado yendo a contarle al superintendente
su visita a la cárcel. Luego retírese del asunto, al menos durante un tiempo.
Lo que hay que hacer es seguir la pista del diamante antes de que se borre.
—¿La pista? Pero
si no tenemos ninguna, ya
que la piedra que ha causado los asesinatos es falsa.
—Tal vez si buscan ustedes la falsa tendrán más
probabilidades de encontrar la auténtica. ¿Qué está haciendo Adalbert en estos
momentos?
—No se separa de un periodista bajito y astroso
que ha tenido la suerte de ver salir a los asesinos. Por lo visto eran chinos
—añadió Aldo, mirando de reojo al chófer.
—Todos los orientales no son chinos, pero ese
periodista sin duda no conoce lo que los diferencia unos de otros. Por ejemplo,
Wong ha nacido en el país de la Mañana apacible, es coreano. Dicho esto, creo
que Adalbert hace muy bien al dar importancia a las informaciones más nimias.
—Y yo debería hacer lo mismo —dijo Morosini,
esbozando por primera vez una leve sonrisa—. Pero, en resumidas cuentas, ¿por
qué piensa que buscando la gema falsa encontraremos la verdadera? No hay
ninguna razón que apoye esta idea. Han matado a Harrison únicamente para
apropiarse de lo que creían ser la joya del Temerario y no hay más.
—A menos que, al ver que la campaña de cartas
anónimas no daba resultado, la persona que buscamos haya encontrado ese medio
simple y práctico de retirar de la circulación un objeto molesto sin darse a
conocer.
—En cuyo caso lo habrá destruido y no
encontraremos nada.
El Cojo emitió una risita afable e indulgente.
—¿Es posible que conozca tan poco a sus clientes y
colegas, los que sienten pasión por las joyas antiguas? La que ha sido robada
es una copia, ¡pero es tan perfecta y tan bella! Si el propietario del diamante
auténtico es el inductor del asesinato, no querrá separarse de ella, sino que
la conservará, en calidad de curiosidad, con el mismo celo que la piedra
original.
—A estas alturas yo ya debería saber que usted
tiene salida para todo —dijo Aldo sin conseguir ocultar su malhumor—. Sin
embargo, nada indica que la pieza en cuestión siga en Inglaterra, ni siquiera
que su hermanastra esté en el país. El hecho de emplear a orientales...
—Es algo facilísimo en Londres para quien puede
pagar. Los barrios bajos junto al Támesis están llenos de chinos y de
individuos de toda ralea que son la escoria del imperio. De todos modos, el
recorrido del diamante hasta nuestros días demuestra que Inglaterra siempre ha
tenido sus preferencias.
—¿Conoce usted ese recorrido? Por mi parte, sólo
sé que era el motivo central de una alhaja de buen tamaño que representaba las
armas de la casa de York y que recibía el nombre de la Rosa Blanca, y que ésta
desapareció junto con otras joyas a raíz del saqueo del campamento del
Temerario después de la batalla de Grandson, en 1476. Dicen que la ciudad de
Basilea adquirió en secreto algunas de esas alhajas, a pesar del acuerdo
suscrito con otros cantones que deseaban reunir el tesoro entero. Más adelante,
Basilea las vendió a los Fugger de Augsburgo.
—No a «los» Fugger, sino a Jacob Fugger, el hombre
más rico de Europa en aquella época. El de la rama de la flor de lis, que se
distinguía de los de la rama de la ardilla, de menor rango. Aunque por entonces
el diamante que constituía la flor en sí ya había sido extraído del conjunto.
Pero la piedra era tan hermosa que Jacob se negó a venderla y fue su sobrino
Mathias el que, después de la muerte de su tío, se la cedió a Enrique VIII de
Inglaterra junto con un rubí que también había pertenecido al duque de Borgoña.
»E1 diamante formó parte del tesoro de la Corona
inglesa hasta que Carlos I se lo regaló a su favorito, George Villiers, duque
de Buckingham, para agradecerle el haber llevado a buen término las
negociaciones de su matrimonio con Enriqueta de Francia. La Rosa de York..., ya
no se llamaría de otro modo..., fue heredada por el segundo duque, y a partir
de ahí su pista desaparece. Según habladurías de la corte, parece ser que éste
la perdió en una partida de naipes contra la actriz Nell Gwyn, a la sazón amante
del rey Carlos II
y
encinta del hijo que iba a darle en aquel año de 1670. El niño sería uno de los
numerosos bastardos de ese soberano demasiado adicto a los placeres y que nunca
logró tener un heredero con su esposa, Catalina de Braganza.
—Eso bien podría ser la verdad, a mí me parece muy
plausible. Y a partir de entonces, ¿ya no se sabe nada más?
—Poca cosa. Se rumorea que la piedra fue a parar
dos o tres veces a manos de usureros que, por ser judíos, no ignoraban la
tradición del pectoral. Pero una cosa es segura: desde el siglo XVII la
Rosa de York no ha salido nunca de esta isla.
—Quizá tenga usted razón. Sin duda ya sabe de qué
modo se realizó el robo en la joyería de Harrison, ¿no?
—Confieso que desconozco los detalles. Este crimen
me ha cogido por sorpresa.
—Pues bien, los asesinos debieron de enterarse,
por alguna indiscreción, de que una dama muy anciana y muy noble deseaba ver el
diamante en privado antes de que fuera depositado en la sala Sotheby's.
Entraron en la joyería casi pisándole los talones, pero ella tuvo tiempo de
huir con ayuda de su doncella y de regresar a su casa, donde se acostó. Sin
embargo, lo que resulta chocante, a tenor del relato que usted acaba de
hacerme, es que la dama en cuestión es lady Buckingham.
Aronov profirió una exclamación.
—¿Lady Buckingham? ¿Está seguro?
—Sin duda alguna. Harrison no habría aceptado su
visita si se hubiera tratado de una persona corriente.
—Me ha dejado estupefacto, querido amigo. Resulta
que conozco a esa señora. Creo recordar que no sólo tiene muchos años sino que
tiene paralizadas las piernas.
—Según lo que me han dicho, su doncella casi la
llevaba en volandas, y además no es raro que bajo el influjo de una fuerte
emoción el cuerpo sea capaz de un esfuerzo especial. Y desde luego ella
anhelaba admirar esa piedra que había pertenecido a su antepasado.
—Mmm..., sí. A pesar de todo, me parece muy extraño.
Ya sé que la marquesa lleva una vida muy retirada desde que se considera una
ruina..., en otros tiempos fue una belleza..., que jamás recibe a nadie y que,
por así decirlo, incluso la sociedad la ha olvidado, pero se me antoja que,
dado su título, su posición y su estado de salud, habría conseguido fácilmente
que Harrison se desplazara a su casa para satisfacer su deseo.
—Tal vez habría sido una imprudencia, sobre todo
si
ella reside muy lejos. Y además, Harrison habría necesitado una escolta de
policía y todo ese jaleo hubiera podido atraer a la prensa a la puerta de lady
Buckingham. Y como ella lo que quiere es recogimiento y silencio...
—Probablemente tiene usted razón —dijo el Cojo—,
pero de todos modos debo tratar de averiguar más cosas.
—¿Está pensando en una impostora? Es imposible: la
dama fue hasta allí en su propio coche, con sus propios criados.
—No lo dudo, no lo dudo. Sin embargo, quiero estar
bien seguro. Bueno, hablemos de usted. ¿Puedo confiar en que ahora se dedicará
a la búsqueda de la Rosa?
—Por supuesto, pero si por eso debo abandonar a
lady Ferrals...
—Pues es justamente lo que va a hacer, príncipe Morosini.
La voz de terciopelo oscuro había adquirido de
repente un tono imperioso.
—En la isla de San Michele y en el mausoleo de sus
padres le ofrecí devolverle su palabra. Lo rechazó muy noblemente sin que eso
me sorprendiera. Pero ahora es demasiado tarde para echarse atrás.
—¡Si no es
eso lo que quiero! —exclamó
Aldo, mortificado—. Quizá me sea posible dedicarme a las dos cosas a la vez.
—No, se lo acabo de decir, no conviene que entre
en el campo de visión de Solmanski. De momento, y aunque a usted le parezca de
mal gusto, debemos aprovecharnos de que tiene otras tareas más urgentes que la
de correr tras el diamante con el peligro de toparse con la policía. ¿Me
comprende?
—Sí, está muy claro y no se preocupe, no le
fallaré. Sin embargo, si tengo la suerte de descubrir un hecho que pudiera
ayudar a lady Ferrals, ni usted ni nadie me impedirá utilizarlo —afirmó
Morosini con tozudez.
De nuevo, el rostro impasible del Cojo se iluminó
con una sonrisa teñida de ironía.
—Nunca le he pedido que se arrancara el corazón.
Pero, como siento por usted aprecio y amistad, temo que eso suceda muy pronto y
trato de defenderlo contra usted mismo. Ahora debo marcharme. ¿Quiere que lo
acompañe de vuelta al hotel?
El coche acababa de doblar la esquina de Hyde Park
y avanzaba por Picadilly.
—No, déjeme aquí. Ya casi hemos llegado y no es
prudente que este coche se detenga ante las luces del Ritz. ¿Va a quedarse
mucho tiempo en Londres?
—Nunca permanezco varios días en Londres. —De
pronto, Simon Aronov se echó a reír—. ¡No puede ocultar su deseo de deshacerse
de mí, querido príncipe! Pero va a quedar satisfecho. Hasta la vista.
Los dos hombres se dieron en silencio un apretón
de manos. Un instante después, cuando su pasajero se hubo apeado, el Daimler
efectuó una impecable media vuelta y se alejó sobre el asfalto mojado con un
ruido de seda rasgada. Plantado sobre la arenosa acera que bordeaba Green Park,
Morosini contempló cómo se perdía en la oscuridad de la noche.
En el vestíbulo del hotel reinaba una agitación
desacostumbrada. La subasta en Sotheby's ya había tenido lugar, pero, aunque la
sala había puesto a la venta algunas piezas de valor, en conjunto había resultado
bastante decepcionante debido a la dramática desaparición de la joya principal.
Un buen número de aficionados al arte y la orfebrería que se alojaban en el
Ritz intercambiaban impresiones mientras se disponían a partir. La opinión
general era la siguiente: como nadie sabía cuándo aparecería el diamante y ni
siquiera si sería posible encontrarlo algún día, lo mejor era que cada uno
regresara a su casa para esperar las eventuales noticias. Todo el mundo hablaba
a la vez, de manera que la gran sala deslumbrante de luces y armoniosamente
decorada con plantas verdes y flores parecía un jardín poblado de aves parlanchinas.
En medio de esa muchedumbre, Adalbert Vidal-Pellicorne
daba la impresión de ejercer de director de orquesta. Trataba de persuadir a aquellos
señores de que confiaran en la inigualable pericia de Scotland Yard, que, según
los más recientes rumores, esperaba recuperar muy pronto la joya robada. Sus
palabras iban dirigidas sobre todo a los que habían acudido desde muy lejos:
desde la otra orilla del Atlántico, Sudáfrica o la India.
De pie en el centro de un grupo de cuatro
personas, peroraba con un aplomo que hizo sonreír a Aldo, pero éste,
considerando que su amigo estaba perdiendo el tiempo, se acercó a él y lo
apartó a un lado,
no sin antes haber distribuido con desenvoltura
disculpas y saludos.
—¿A qué viene tanto empeño en que esta gente se
quede en Londres? ¿Acaso defiendes ahora los intereses de la sala Sotheby's?
—En absoluto, defiendo los nuestros, pues mientras
el propietario de la joya auténtica crea que hay un nutrido grupo dispuesto a
apoderarse de la falsa no estará tranquilo. Imaginará que la prensa oculta
información y entonces tal vez cometa una imprudencia. Has hecho mal al no
dejarme continuar.
—¡No digas tonterías! Todas esas personas carecen
de interés a pesar de que son muy ricas.
—¡Ah! ¿Es eso lo que piensas? Fíjate en ese que se
dirige ahora hacia el ascensor, ese tipo alto vestido de gris que parecería un
clérigo si no fuera tan elegante. ¿Sabes quiénes?
—¿Cómo voy a saberlo? No soy adivino.
Después de dirigirle una gran sonrisa, Adalbert
pasó a explicarle con fruición:
—¡Es un banquero suizo, hombre! Uno de Zúrich a
cuya esposa conozco muy bien, incluso podría decirse que demasiado bien.
—¡No me digas que se trata de Moritz Kledermann!
—El mismo. Ha venido hasta aquí impulsado por lo
que considera un deber sagrado: devolver a su país la piedra del Temerario que
fue ilegalmente arrebatada a los cantones por la codiciosa Basilea. Lo que
significa que estaba dispuesto a pagar el precio más alto.
—Morosini no contestó, pues estaba examinando
atentamente a aquel personaje que, a pocos pasos de él, aguardaba con calma el
ascensor. Se dijo que no se lo había imaginado como un cincuentón de rasgos
finos e inteligentes bajo una frente amplia, cuyos cabellos de un rubio
entrecano formaban dos profundas entradas que dejaban al descubierto un cráneo
de poderosas proporciones. Aunque jamás había pensado en el aspecto que podía
tener el marido de su antigua amante, lo creía más grueso, más mazacote, más...
suizo. En realidad, al casarse con él, Dianora no había demostrado tener mal
gusto. Ese hombre tenía mejor presencia que la mayoría de los caballeros allí
presentes.
«¡Y pensar que podría ser mi suegro! —pensó,
divertido, al recordar la propuesta que le había hecho su notario veneciano el
mismo día en que regresó a Venecia después de la guerra—. Si su hija se le
parece, quizás hice mal en no proponerme siquiera verla.»—¿Quieres que te lo
presente? —preguntó Vidal-Pellicorne, que disfrutaba al ver la sorpresa de su
amigo.
—¡Ni se te ocurra! ¿Ha venido solo? —inquirió Morosini,
presa de una súbita inquietud.
—¡Claro! Reflexiona un poco. Si la bella Dianora
estuviera en el Ritz, o simplemente en Londres, ya se sabría. No es una mujer
muy dada a ocultar su resplandor bajo una tapadera. Pero ahora cuéntame qué tal
te ha ido la visita a la cárcel.
—Bien..., bueno, más o menos bien, pero he visto a
mucha más gente de la que te imaginas. Después de Anielka, me he encontrado con
Wanda, su doncella, y he ido a visitar a John Sutton. Y los tres me han dado
una versión tan distinta de lo sucedido que ya no sé qué pensar. Finalmente he
dado una vuelta en coche con Simon Aronov.
—¿Está aquí?
—Eso parece. Me ha raptado en un coche verde
conducido por un chófer coreano. Según él, lo ha hecho por mi bien y me ha
obsequiado con un auténtico lavado de cerebro. Lo que pretende es que deje de
ocuparme del asunto Ferrals.
—No anda errado. Nunca es bueno perseguir dos
liebres a la vez. Pero más vale que me cuentes todo eso en el bar mientras
bebemos algo reconfortante. Estás empapado y no tienes aspecto de encontrarte
bien.
Con un cuidado casi paternal, Adalbert ayudó a su
amigo a quitarse la gabardina mojada y se la entregó a un criado antes de
conducirlo a un rincón tranquilo.
—¡Cuéntame! —dijo, después de haber hecho el
pedido al barman.
Cuando Morosini hubo terminado su relato, Vidal-Pellicorne
lo contempló con aire perplejo y, echando hacia atrás el rubio mechón que
continuamente le caía sobre la nariz, inquirió:
—¿Qué es lo que sientes?
Aldo, que bebía absorto su whisky, se encogió de
hombros con la mirada perdida.
—No lo sé muy bien..., aparte de un gran
cansancio.
—En ese caso, si quieres creerme, sigue el consejo
de Simon. Debe de estar muy preocupado por ti cuando ha salido de las sombras.
Y confieso que comparto su inquietud. No dispones de ningún medio para socorrer
a la bella cautiva. En cambio, Warren tiene muchos. Cuéntale tu entrevista y
después déjale que busque al polaco. Si te inmiscuyes, corres el riesgo de
intervenir a destiempo en su investigación.
Estas reflexiones eran del todo razonables y
Morosini lo reconoció de buen grado, por lo cual prometió que se abstendría de
intervenir en el desarrollo de las investigaciones policiales.
—¡Bravo! —exclamó Adalbert, recuperando su amplia
sonrisa y haciendo chocar su vaso con el de su amigo—. Para recompensarte, voy
a procurarte una distracción. Esta noche vamos a hacer de Shakespeare en el
barrio chino.
—¿En el barrio chino? ¿Quién te ha metido en la cabeza
esa idea? Seguro que ese tal Bertram.
—Exacto. Cree tener una pista, pero le gustaría
que fuésemos a explorarla con él.
—¿Por qué? ¿Tiene miedo?
—Mmm..., me parece que sí. Trata de comprenderlo:
Cootes es un joven valeroso en casi todas las circunstancias, pero a los chinos
les tiene terror. La sola posibilidad de caer en sus manos le produce náuseas.
Se imagina sometido a uno de esos miles de suplicios chinos tan ingeniosos:
encerrado en un cuarto con cientos de ratas, por ejemplo, o cortado en minúsculos
trocitos mediante un cuchillo manejado por un experto. Así que no le apetece en
absoluto ir a merodear por Limehouse, su barrio, a solas y de noche.
Aldo se echó a reír.
—De hecho —comentó—, la cosa no parece muy
divertida. ¿Dónde nos encontraremos con él?
—En una taberna del Strand que suele frecuentar.
Mientras tanto te propongo una cena suculenta para emprender esta aventura en
buena forma. Mejor aquí, donde no hay peligro de que la comida nos haga daño.
—¡Excelente idea! Vamos a cambiarnos de ropa.
—Hablando de comida, acabo de recordar que estamos
invitados a cenar pasado mañana en casa de la duquesa de Danvers. Bueno, tú
estás invitado, porque desea presentarte a una amiga norteamericana que quiere
conocerte, pero como la duquesa es una señora muy bien educada, me ha invitado
a mí también. Seré tu carabina —concluyó Adalbert con su buen humor habitual.
Morosini, que estaba terminando su whisky, hizo
una mueca.
—¿Una norteamericana? La idea no me seduce. La mayoría
de los norteamericanos tienen mucho dinero pero bastante mal gusto. Y cuando se
trata de antigüedades, lo confunden todo.
—¡Bah! No será muy complicado. Siendo mujer,
seguramente querrá hablarte de joyas. Me sorprendería que te pidiera una cómoda
Luis XV.
Y
además, me encantará pasar una velada entre la alta aristocracia inglesa. Es un
ambiente que conozco muy poco, por no decir nada.
—¡No me digas! ¿Ahora resulta que eres un esnob?
—Hombre, no, pero reconozco que me hace gracia ver
de cerca un palacio real, una corte, todo un boato que ya no es cosa corriente.
Resulta un cambio agradable comparado con nuestros ministros, que siempre
parecen llevar luto. Por no hablar de las recepciones en el Elíseo, que son
pesadísimas.
—No voy a negarte ese placer. ¡Iremos a la cena!
4.
Chinatown —Entonces el chiquillo me dijo: «Si me da diez
libras le diré dónde podrá encontrar a los asesinos del joyero.» ¡Diez libras!
¿De dónde creía que iba a sacarlas? Entonces pensé en sir Vidal y vine a
buscarlo al hotel. —El resto del apellido debía de parecerle un trabalenguas,
porque lo suprimió—. Por fortuna estaba allí, ya que esa gente de la recepción
tiene la costumbre de mirarte como si fueras un desperdicio que se dejó
olvidado la mujer de la limpieza. Pero el chiquillo ha obtenido sus diez libras
y yo mis informaciones.
Apretujado en el asiento trasero del coche entre
Adalbert y Aldo, Bertram Cootes les hacía partícipes de sus fuentes.
—Diez libras es una buena suma —observó Morosini—.
¿Qué le ha hecho creer que el chico no le estaba engañando?
El periodista alzó sus hombros rollizos.
—¡Qué sé yo! Sus ojos, me parece, al decirme que
podía confiar en él. De hecho, me lo ha soltado todo en seguida: los asesinos
son los hermanos Wu, Han y Yen. Trabajan de vez en cuando en los muelles de las
Indias Occidentales y son asiduos clientes del Crisantemo Rojo, una casa de té
mugrienta situada en el extremo de Limehouse Causeway.
—Resulta difícil de creer. Según lo que usted
mismo nos ha contado, los hombres que entraron en la joyería de Harrison iban
elegantemente vestidos y llegaron en un Daimler conducido por un chófer.
—¡No se imaginará que trabajan por su cuenta y
riesgo! —se indignó Bertram, que acto seguido se puso a declamar en tono
teatral—: «El ornamento es la apariencia de verdad con que se arropa un siglo
perverso a fin de engañar a los más sensatos...»
—¿Qué está diciendo?
—Ejem... Son palabras de Bassanio en
El
mercader de Venecia, escena... Me refiero con esto a que la apariencia es
lo único que importa. Si el que los envió lo hubiera deseado, habrían parecido
príncipes a pesar de ser simples estibadores. Se trata de un hombre rico que
rige las casas de juego y los fumaderos de opio clandestinos, es decir, que
domina a todos los habitantes del East End de raza amarilla. Incluso se han
forjado algunas leyendas acerca de él.
—¿Otro hombre invisible? —dijo Aldo, que pensaba
en Simon Aronov con cierto rencor.
—En absoluto. Se llama Yuan Chang y dirige una
casa de empeños y de compraventa de objetos usados en Pennyfields. Por lo que
sé, es un anciano sabio, prudente y tranquilo que no suele hablar mucho. Se
rumorea que es poderoso, que su fortuna es inmensa y que la policía lo trata
con miramientos porque a veces él les hace algún favor.
—Si ha sido él quien ha ordenado la muerte de
Harrison y el robo de la joya, la policía haría muy mal en seguir
protegiéndolo.
—He dicho la policía, no Scotland Yard. En
realidad, creo saber que Warren daría lo que fuera por pillarlo con las manos
en la masa, pero no es más que un sueño, porque es difícil que eso ocurra.
—¿Y si consiguiésemos atrapar a los hermanos Wu?
—No hablarán. Encontrarán preferible acabar en la
horca a denunciar a su patrón, porque saben que esa muerte sería el paraíso
comparada con la que los secuaces de Yuan Chang les podrían proporcionar si se
fueran de la lengua.
Aldo sacó un cigarrillo, lo encendió y dijo en
tono gruñón:
—En estas condiciones, ¿qué vamos a hacer en Limehouse?
—Pues está clarísimo —masculló Adalbert—. Tratar
de averiguar algo sobre la Rosa de York.
—A eso me refiero: es una pérdida de tiempo. Si,
como suponemos, está en poder de ese chino, sin duda la habrá hecho desaparecer
de un modo definitivo.
—¡No tiene por qué ser así! —exclamó Bertram—. A
Yuan Chang no le interesa el famoso diamante. Dicen que posee tesoros ocultos,
pero que consisten exclusivamente en piezas chinas, mongoles, manchúes y demás.
Para él, el Temerario e incluso los reyes de Inglaterra no son sino unos
extranjeros poco recomendables. No le importa nada la Rosa de York. Y en lo
referente a trabajar por cuenta de otro, ya sea europeo o americano, habría de
tener una razón excepcional, pues ni siquiera las joyas de la Corona lo
impulsarían a hacerlo. Claro que es posible que los hermanos Wu hayan decidido
ganarse unas perras extra.
—Y ése es el motivo por el que la chica no quiere
hablar —dedujo Adalbert entre dientes, antes de agregar—: De todos modos, será
una velada pintoresca. Mañana nos dedicaremos a otra clase de ejercicio.
Mientras cenaban, los dos amigos se habían trazado
una nueva línea de actuación: repartirse la engorrosa tarea de indagar en los
archivos, en particular en los de Somerset House, donde la administración
británica del Registro Civil conserva los testamentos dedicando un cuidado
especial a los de Nelson, Newton y William Shakespeare. Y también ir al Archivo
Nacional, con la insensata esperanza de hallar la pista de la piedra auténtica,
aunque sin hacerse ilusiones, porque era tan difícil como buscar una aguja en
un pajar.
Al llegar a la altura de Stepney, el taxi abandonó
Commercial Road para dirigirse hacia el sur. Avanzó dando tumbos sobre los
irregulares adoquines de una calle estrecha y sombría que desembocaba en otra
llamada Narrow Street. En ese momento el chófer tomó el tubo acústico que le
permitía comunicarse con la parte posterior del vehículo y declaró:
—Señores, este barrio me da mala espina. No es un
sitio seguro. ¿Piensan estar mucho rato aquí?
—No lo sabemos —respondió Bertram, que, gracias a
su vigorosa escolta, se sentía tan valiente como un paladín—. ¿Acaso tiene
usted miedo?
Su tonillo de desdén no produjo otro efecto que el
de incrementar el acento cockney del taxista, que no debía de ser muy
susceptible.
—No me apetece quedarme solo en este cochino
andurrial—declaró el hombre—. Esto ya no es Inglaterra, es China, y no me haría
gracia que me clavasen un puñal en la espalda. Además, ya casi han llegado a su
destino.
—Le pagaremos el triple si es necesario, pero nos
esperará —dijo secamente Morosini—. Cuando estemos cerca de la casa de té,
aparcará el coche en un lugar donde no llame la atención y se armará de
paciencia. No estará solo mucho rato —añadió mirando de reojo a Bertram, que se
soplaba las manos y se arrebujaba en su abrigo como si estuvieran en pleno
invierno. Era evidente que tampoco el periodista las tenía todas consigo.
—Bueno, como usted diga —contestó el taxista—.
Pero ustedes son tres y me gustaría que uno se quedara en el taxi.
—¿Será posible?—rezongó Adalbert—. Oiga, si todos
los ingleses fueran como usted, no habrían ganado la guerra.
Después de haber cruzado el puente que pasaba
sobre Regent's Canal, el taxi se detuvo un momento junto al Támesis mientras
Bertram se apeaba para inspeccionar los alrededores. La lluvia había cesado,
pero sobre el río se estaba formando una bruma que amenazaba convertirse en una
niebla espesa. Debido a la penetrante humedad, el ambiente era casi frío. Había
un olor a carbón, a turba, y sobre todo a cieno, cuyo intenso hedor lo invadía
todo. La marea estaba casi estacionaria y el río era como una ancha extensión
de agua lisa, en la que apenas se reflejaban los fanales de las barcas en los
amarres. Entre los jirones de bruma de un gris blanquecino aparecían las
siluetas macizas de una fila de gabarras inmóviles, de algunos buques mercantes
y de lanchones más o menos cargados. La sirena de un remolcador rasgó la noche
cuando el periodista regresaba para anunciar que había un callejón un poco
antes del Crisantemo Rojo. Se ofreció a dirigir hasta allí al taxista, y sus
compañeros bajaron del coche y se metieron en una callecita que no tenía el
suelo de adoquines sino de barro. Estaba flanqueada por unas casuchas bajas y
desconchadas, una de las cuales ostentaba un esbozo de tejado con el alero
hacia arriba, al estilo asiático, y otras tenían paneles decorados con
inscripciones chinas cuya elegancia no lograba ennoblecer aquel pasadizo
miserable.
Muy de vez en cuando pasaban, caminando a pasitos
cortos, unas sombras furtivas y encorvadas envueltas en ropajes informes que
parecían una prolongación del suelo encharcado, y enseguida desaparecían
engullidas por la niebla.
De cuando en cuando el resplandor difuminado de un
quinqué hacía relucir un semblante amarillo, y pronto se hizo patente que el
único centro de actividad nocturna de la calle era la taberna con las ventanas
iluminadas, pese a que la suciedad de los cristales apenas permitía el paso de
la claridad interior. Unas siluetas de hombres o mujeres —¿cómo distinguirlos
en esa oscuridad?— entraban o salían del local, pero, como era ya tarde, cada
vez se hacían más escasas.
Una vez que el taxi estuvo prudentemente
estacionado con las luces apagadas, dos de sus ocupantes, Aldo y Bertram, se
apearon, pues de momento Adalbert había aceptado hacer compañía al pusilánime
taxista. Los dos primeros se encaminaron hacia la puerta achaparrada sobre la
que se balanceaba rechinando un farolillo rojo. A la sazón ya no se veía a
nadie en la calle. Antes de entrar, Morosini fue a echar un vistazo a través
del cristal que le pareció menos sucio. Descubrió con enorme sorpresa que la
sala de techo bajo, amueblada con una barra y varias mesas de madera e
iluminada por lámparas de petróleo, estaba casi vacía. En un rincón, dos
hombres estaban instalados ante una mesa que sostenía una tetera y dos tazones.
Detrás de la barra otro chino dormitaba con las manos metidas en las mangas de
algodón azul.
Aldo se apartó de la ventana para que Bertram
pudiera mirar a su vez y susurró:
—Hemos visto entrar a seis personas por lo menos.
¿Dónde se habrán metido?
—Debe de haber otra sala detrás de la cortina que se
ve al fondo, o bien en el sótano. Quizá sea un fumadero o una sala de juego, o
quizás ambas cosas.
—Es lo que imaginaba. Si no, todo esto sería
inexplicable, porque el Crisantemo Rojo resulta casi tan atractivo como la sala
de espera de una estación.
—En cualquier caso, una cosa está clara: los dos
bebedores de té no son los hermanos Wu. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Nada, esperaremos. ¿Está seguro de que no existe
otra salida?
—¿Cómo voy a saberlo? No suelo venir a pasear por
aquí. Pero si quiere que esperemos, más vale que nos apartemos, no sea que
llegue alguien y nos descubra espiando.
—Regrese al taxi —dijo Morosini, irritado—. Voy a
ver si puedo dar la vuelta alrededor de este tugurio.
Sin aguardar la respuesta del otro, se internó en
la callejuela escrutando las sombras con la esperanza de descubrir un pasadizo.
De pronto contuvo una exclamación de contento: a pocos metros de la puerta, un
angosto pasillo conducía hasta el río, cuya presencia se adivinaba gracias a un
vago reflejo luminoso. Aquella especie de grieta estaba oscura cual boca de
lobo, pero los ojos de Aldo no tardaron en adaptarse a las tinieblas. Palpando
el muro con la mano, caminó con precaución hacia el reflejo.
Todo estaba en silencio. Sólo se oía el leve
chapoteo del agua y el apagado y lejano rumor de Londres. Cuando el explorador
llegó al final del pasadizo, se dio cuenta de que éste estaba cerrado por una
valla desvencijada. La sacudió y, al constatar que se abría, se encontró en un muelle
de no más de un metro de anchura del que partía una escalera que bajaba hasta
el Támesis. Como ya veía mejor, decidió descender por los resbaladizos
peldaños.
Su intención era la de llegar lo más abajo posible
a fin de obtener una visión de conjunto de la fachada de la casa que daba al
río. Pero a medio camino se detuvo, se volvió y descubrió que los dos pisos
estaban a oscuras, a excepción de una ventana cuadrada cuyo marco aún sostenía
unos trozos de vidrio, y de dos tragaluces bastante grandes situados a la
altura del sótano y cerrados por unas rejas, entre los que se abría una suerte
de túnel pequeño y redondo por el que el agua debía de penetrar cuando la marea
subía mucho. Sin embargo, la superficie del río quedaba a casi medio metro de
distancia. Visto por la noche, el edificio producía una impresión lúgubre. El
aspecto más bien anodino de la fachada principal daba paso, en la parte
trasera, a algo vagamente parecido a una fortaleza bastante siniestra.
«¡Cómo me gustaría dar una vuelta por ahí dentro!
—se dijo Aldo—. Estoy seguro de que resultaría una visita muy instructiva. Pero
«¿cómo hacerlo?»
Se le ocurrió que el único modo de entrar en las
entrañas del Crisantemo Rojo era a través del agujero redondo. No obstante,
para eso necesitaba una embarcación.
Se disponía a volver a subir para estudiar la
cuestión cuando, de repente, por el tragaluz más cercano le llegó un débil
sonido de voces. Varias personas estaban hablando a la vez, como si, después de
un momento de espera, se hubieran lanzado a comentar lo que acababa de suceder,
unas con satisfacción y otras decepcionadas. Morosini tuvo de inmediato la
certeza de que allí existía un garito de juego clandestino. Faltaba saber si
estaba reservado a los orientales o si sería posible que lo admitieran a él.
Mientras volvía pensativo sobre sus pasos, el
ronquido de un motor le causó una súbita inquietud. ¿Significaría eso que el
taxista había decidido marcharse abandonándolos a su suerte? Con semejante
miedoso uno podía esperar cualquier cosa. Sin embargo, Aldo se equivocaba, pues
nada más salir del pasadizo se tropezó con Adalbert, que venía a buscarlo y que
lo arrastró hacia el coche limitándose a decir: «¡Ven por aquí!» Sólo cuando
estuvieron en la calleja empezaron las explicaciones.
—Ha ocurrido una cosa —susurró el arqueólogo—. ¿No
has oído el motor de un coche?
—Sí, pero...
—Hay uno al final de la calle, aparcado en un
rincón y con las luces apagadas. En él venía una mujer que ha entrado en la
taberna.
—Bueno, ¿y qué? No será la primera.
—Una con tanto estilo, sí. Sólo he visto un abrigo
de pieles negro, unas piernas esbeltas y una cabeza envuelta en un velo tupido,
pero juraría que es joven y quizá muy guapa.
—¿Qué vendrá a hacer aquí esa clase de criatura?
—Eso es lo que me gustaría saber. Advierto un
perfume de misterio que me enardece, así que te propongo que aguardemos a que
salga.
—A condición de que no se quede mucho tiempo. He
descubierto un modo de entrar en la casa, pero se necesita una barca. Los
hermanos Wu deben de estar ahí. Apostaría algo a que hay una sala de juego.
—No nos dará tiempo a hacerlo todo esta noche, y
además, si quieres mi opinión, preferiría un taxista que no fuera tan miedica.
Un cobarde siempre resulta peligroso, y en nuestro caso tenemos dos.
—Sí, pero no podemos prescindir de tu amigo Bertram.
Él sabe qué aspecto tienen los hermanos Wu, y nosotros no.
Los dos fueron a apoyarse contra el capó del taxi,
que les prestaba un poco de calor, y dejaron que transcurrieran los minutos.
Aldo, nervioso, encendía un cigarrillo con la colilla del otro sin conseguir
calmar su impaciencia e incluso un amago de irritación. ¿Por qué estaban
esperando a una desconocida en esa calleja sórdida cuando tenían otras cosas
más importantes que hacer? Se consolaba pensando que, una vez terminada la
partida, los jugadores saldrían del Crisantemo Rojo y quizás aquellos a quienes
buscaban estarían entre ellos. En tal caso, sólo tendrían que seguirlos. Pero
mientras tanto empezaba a sentir cierta rigidez en las piernas. En el interior
del coche, Bertram y el taxista no rebullían. ¿Se habrían dormido?
—¡Ahí está! —susurró de pronto Vidal-Pellicorne.
En efecto, la puerta de la taberna acababa de
entreabrirse para dejar paso a una silueta femenina, la que antes había
descrito el arqueólogo con sorprendente exactitud, pues se trataba de una joven
perteneciente a la alta sociedad. Eso se veía en su porte. Los dos amigos se
dispusieron a seguirla lo más silenciosamente posible.
La desconocida caminaba despacio, alejándose de la
tenue claridad que emitía el farolillo rojo y poniendo gran cuidado en no meter
sus tacones altos en las rodadas ni en los intersticios entre los adoquines, a
fin de no torcerse los tobillos. De súbito se desplomó en el suelo: dos sombras
surgidas de la nada la habían atacado.
Con idéntico impulso, Aldo y Adalbert se
precipitaron a socorrerla, y en cuestión de segundos se echaron juntos sobre
los agresores, a los que apartaron de su víctima. Sorprendidos por este auxilio
inesperado y nada deseosos de entablar un combate de boxeo con esos inesperados
desfacedores de entuertos —el puño de Morosini había golpeado con fuerza una
mandíbula que debía de resentirse—, los atacantes se les escurrieron entre las
manos y salieron huyendo como alma que lleva el diablo. En un abrir y cerrar de
ojos habían desaparecido. De rodillas junto a la mujer que yacía inerte en el
suelo, sin duda desmayada, Aldo trataba de quitarle el velo que le cubría la
cabeza sin atreverse a tirar demasiado del tejido enrollado alrededor de un
cuello que le parecía frágil.
—¡Demonios! —gruñó—. No se ve nada en este agujero.
¿No llevarás tu linterna, Adal?
Éste, que había empezado a perseguir a los
malhechores, estaba ya de vuelta. Se acuclilló al lado de su amigo y dirigió el
delgado haz de su inseparable linterna hacia la cabeza de la joven inanimada.
—El coche que la ha traído sigue ahí —dijo—.
También es un taxi y su conductor debe de ser tan valiente como el nuestro.
¡Vaya, vaya! —añadió—. Resulta que no me había equivocado: es una mujer joven y
muy bonita.
No obtuvo ningún comentario. Morosini había
conseguido quitar el velo y estaba contemplando estupefacto el atractivo rostro
de Mary Saint Albans, que continuaba con los ojos cerrados.
—¿Qué hace aquí? —dijo por fin.
—¿La conoces?
—¡Ya lo creo! Es la nueva condesa de Killrenan.
Ayúdame a levantarla, la llevaremos a su coche.
—¿Por qué no al nuestro?
—Porque de este modo sabremos dónde lo tomó y si
es la primera vez que viene aquí. Además, reconozco que no me atrae la idea de
compartir con Bertram lo de la joven condesa. No olvidemos que es periodista y
que el hecho de haber encontrado a una paresa del reino en Limehouse, en mitad
de la noche, podría dar alas a su imaginación.
—Pues te confieso que la mía está en plena
ebullición. ¡Vamos! ¡A la una, a las dos y a las tres!
Entre los dos alzaron a la joven inconsciente, que
por fortuna no había caído en un charco lodoso, y después Aldo la llevó en
brazos hasta el taxi.
—Por cierto —preguntó Vidal-Pellicorne—, ¿conoces
su dirección?
—No, pero espero que ella me la indique en cuanto
vuelva en sí. Me extrañaría que el taxista la supiese, pues en esta clase de
aventuras la discreción es primordial.
—¿Quieres que vaya contigo?
—Reúnete con Bertram y marchaos. Esta noche ya no
podremos averiguar nada más, y si me quedo a solas con ella tal vez logre
sacarle alguna información.
Al llegar al taxi Aldo estaba acalorado, pues Mary
Saint Albans pesaba más de lo que aparentaba. El chófer se apresuró a bajar del
vehículo para ayudar a Morosini a tender a la joven en el asiento posterior.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó con inquietud—.
No he oído nada.
—Ha sufrido un accidente muy tonto. Por culpa de
ese pavimento desastroso se habrá torcido un tobillo y le ha dado un patatús,
como suelen decir por aquí. ¿Es la primera vez que la trae a este barrio?
—Pues sí. La verdad es que no me gustaba mucho
conducir a una dama a este lugar, pero me ha pagado muy bien, de modo que...
—¿Dónde la ha recogido?
—En Picadilly Circus. Aunque ya he traído a gente
de categoría a Chinatown, siempre se trataba de hombres en busca de placeres
exóticos, y fíjese que...
Aldo, que estaba dando cachetitos en las mejillas
a Mary, prefirió cortar en seco el torrente verbal que se anunciaba.
—¿No tendrá algo un poco fuerte para darle de
beber? —preguntó.
—... un día me encontré... ¡Ah, sí! Una ginebra
muy buena. Siempre la tengo a mano para las noches desapacibles.
—Gracias. Y ahora alejémonos de aquí. De este modo
podré encender la luz del techo sin que nadie venga a fisgonear.
En efecto, dos siluetas se acercaban furtivamente.
Serían unos curiosos atraídos por ese coche estacionado, o quizás algo peor.
Sentándose de un salto tras el volante, el taxista puso en marcha el motor y
encendió los faros; éstos iluminaron a dos hombres de mala pinta, uno de los
cuales empuñaba un cuchillo. El vehículo arrancó a toda velocidad, efectuó un
viraje impecable derrapando sin descontrolarse y se dirigió como una bala hacia
Limehouse Causeway. En su interior, Morosini trataba de recuperar el equilibrio
perdido durante la audaz maniobra. Muy admirado ante los reflejos de aquel
maestro del volante, resolvió pedirle sus datos para las siguientes
expediciones que planeaba.
Un poco inquieto por aquel desfallecimiento tan
prolongado, encendió la luz interior y trató de hacer beber a Mary, cuyas
mejillas continuaban muy pálidas. Si la joven no se restablecía, quizá tendría
que llevarla a un hospital, una eventualidad que no le gustaba mucho. Pero, a
Dios gracias, el remedio tuvo un efecto milagroso: Mary se sobresaltó, se
atragantó y se puso a toser mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Cuando
Aldo la incorporó para darle unos golpes en la espalda, su rostro quedó casi al
mismo nivel que el de la condesa. Ésta había vuelto en sí y lo contemplaba con
un asombro mezclado con una cólera que tardó unos instantes en expresar.
—¿Cómo... cómo es que está aquí y qué hace a mi
lado?
—Si es su forma de dar las gracias, es bastante
extraña. He evitado que cayera en manos de dos malhechores y por un momento he
creído que estaba gravemente herida. Me alegra saber que no es así.
—En efecto, solamente me duele mucho la cabeza.
¡Ay, Dios mío, esos bestias me han dado un porrazo que me ha dejado atontada! Deme
otro sorbo de ginebra.
Mientras ella bebía con precaución, Aldo se
arriesgó a preguntarle qué estaba haciendo en un lugar tan peligroso.
—Podría haberle sucedido algo peor. ¿Qué puede
buscar una dama de su alcurnia en este miserable barrio chino?
—Eso a usted no le importa —declaró Mary sin
molestarse en guardar una cortesía superflua. Sin embargo, Morosini no tuvo
tiempo de reprochárselo, porque la joven, después de rebuscar febrilmente a su
alrededor, profirió un grito—: ¡Mi bolso!... ¿Dónde está mi bolso?
—Pues yo no lo sé, pero lo más probable es que se
lo hayan robado.
Sin hacerle caso, ella se apresuró a descorrer el
vidrio que los separaba del chófer para ordenarle que regresara al punto de
partida. Esta vez, Aldo se interpuso.
—¡Es una idiotez! ¿Qué espera encontrar allí? A
menos que tenga enemigos personales, no hay duda de que la han asaltado
únicamente para robarle el bolso.
—¡Quiero estar del todo segura! Pero no se sienta
obligado a acompañarme. Puede bajar del taxi si lo prefiere.
—¡Ni hablar! —rezongó su compañero—. Me he
impuesto el deber de salvarla y lo haré hasta el final. Vuelva a Limehouse
—añadió dirigiéndose al taxista—, ya que la señora tiene tanto interés.
Como era de esperar, el intento de lady Mary
fracasó y, después de una búsqueda interminable, la condesa se desplomó en el
asiento del coche sollozando con tal desesperación que el buen corazón de Aldo
se conmovió.
—No se desespere de ese modo —se esforzó en
consolarla—. ¿Qué es eso tan valioso que llevaba en el bolso? ¿Quiere que
vayamos a la policía? Aunque me temo que no servirá de mucho—Tuvo la impresión
de que acababa de administrarle un revulsivo. De inmediato, Mary cesó de llorar
y se incorporó al tiempo que soltaba una risita nerviosa.
—¿La policía? ¿Qué quiere que haga la policía? He
sido desvalijada por unos ladrones, eso es todo. Esta noche había... había
ganado al fan-tan.
—¿Viene aquí para jugar? —preguntó Aldo en voz baja,
sin disimular su estupefacción—. ¡Pero es una locura!
La joven condesa clavó en él sus ojos grises, en
los que asomaban relámpagos de ira.
—Tal vez esté loca, en efecto, pero me gusta jugar
y sobre todo me encanta el fan-tan. Por si no lo sabe, pasé la mayor parte de
mi adolescencia en Hong Kong, donde mi padre estaba destinado. Allí aprendí ese
juego.
—Creía que su única pasión eran las joyas. El
coleccionismo y el juego no parecen compatibles, porque pueden constituir un
peligro mutuo.
—¡Pero si no es una pasión! Es solamente un...
placer. Además, no vengo todas las noches. De hecho, hoy ha sido la tercera
vez.
—Si quiere oír mi opinión, tres veces ya son
demasiadas. ¿Su marido está al corriente?
—No, claro que no. No se interesa mucho por mi
manera de vivir, pero no quiero que lo sepa. Le parecería un baldón para su
respetabilidad, y no lo podría soportar. Sobre todo ahora.
—Ya lo supongo. Pero ¿cómo ha descubierto este
tugurio? Por casualidad no creo, ¿verdad?
—No, fue en compañía de un grupo de amigos al
final de una velada muy alegre. Uno de ellos conocía El Crisantemo Rojo y nos
condujo hasta allí. Los clientes de calidad son menos escasos de lo que cree,
porque circula mucho dinero, pero hoy era yo la única.
—¿Y ha ganado... quizás una suma...?
Aldo se interrumpió, porque el taxista acababa de
descorrer la mampara para preguntar adónde iban por fin. Antes de que Morosini
pudiera responder, Mary indicó Picadilly Circus.
—¿Es ahí donde vive? —inquirió Morosini medio en
broma.
—¡No sea tonto! —dijo ella alzando los hombros—.
No deseo que se sepa mi dirección.
Aldo no insistió y el resto del trayecto
transcurrió en silencio.
Cuando llegaron a Picadilly, Aldo le pidió al
taxista que le esperara, ayudó a apearse a su compañera y, después de meterla
en otro taxi al que detuvo, le besó la mano, cerró la portezuela y se dirigió a
su propio vehículo.
—¿Otro paseo por los bajos fondos, señor?
—preguntó el conductor con una pizca de malicia.
—Por ahora, no. Regreso al Ritz, pero me gustaría
saber cómo ponerme en contacto con usted en el caso de que haga otras
expediciones análogas. El taxista que antes me ha llevado a Limehouse no me ha
parecido muy valiente.
—Eso será fácil —dijo el taxista, halagado y
también estimulado por un billete de banco que su pasajero agitaba con las
puntas de los dedos—. Telefonee al White Horse, en el Strand, y pregunte por
Harry Finch. Paso por allí tres veces al día: por la mañana, por la tarde y por
la noche. Tenga, éste es el número. Verá usted, después de haber pasado diez
años en la Armada, parte de ellos los de la guerra, hay pocas cosas que me den
miedo. Dígame solamente su nombre... o el que le parezca.
Cuando Harry Finch dejó a su pasajero, eran poco
más de las dos de la madrugada. Vidal-Pellicorne todavía no había vuelto, y Morosini
se dijo que tal vez estaba en una taberna intentando levantarle el ánimo a
Bertram, de modo que decidió no esperarle e irse a dormir. El día había sido
largo y duro, y notaba que necesitaba descansar. La aventura que acababa de
vivir le tenía más preocupado de lo que hubiese querido, tal vez porque en la
historia que le había contado Mary había algo raro. Ciertamente, esa hermosa
mujer le inspiraba más desconfianza que simpatía. También sentía hacia ella un
vago rencor que no habría existido si continuara llamándose Mary Saint Albans,
pero ahora llevaba el apellido de un hombre al que él siempre había querido y
respetado. Le resultaba desagradable que ese apellido se encontrara a merced de
una redada de la policía en un tugurio sospechoso. El anciano lord Killrenan,
aquel enamorado del mar y de los viajes, siempre se había sentido atraído por
la magia de las tierras orientales, pero su atracción no tenía nada que ver con
la afición de su heredera por un pintoresquismo que rozaba la depravación.
—El pobre sir Andrew no quería a su familia
—declaró Aldo hablando con su cepillo de dientes—, y aún la habría querido
menos si hubiese sabido la verdad. Debe de estar revolviéndose en la tumba.
Una vez acostado, Aldo descubrió que la fatiga no
siempre aporta el sueño. En su interior se habían agitado tantas emociones
contradictorias que no podía eliminarlas y, cuando por fin consiguió dormirse,
tuvo una pesadilla en la que Anielka, lady Mary, Aronov, los chinos y un
estudiante polaco no cesaban de dar vueltas bailando una zarabanda agotadora.
Por consiguiente, acogió la luz del día y la mesita de ruedas del desayuno con
un alivio enorme y una súbita decisión. ¡El Cojo tenía razón! Quien toca
demasiadas teclas pierde el sentido común. Lo que tenía que hacer era alejarse
temporalmente de Anielka y de Mary y consagrarse a la búsqueda del diamante.
Respecto a lo último, algo le decía que una expedición fluvial al Crisantemo
Rojo sería quizá más provechosa que el fastidioso examen de archivos. Dentro de
un rato, Adalbert y él prepararían su plan de batalla y discurrirían un medio
de hacerse con una embarcación. Y además, ¿por qué no visitar en Pennyfields la
casa de empeños y compraventa de ese tal Yuan Chang que le habían descrito como
un hombre tan peligroso y con tanto poder? Al fin y al cabo, dejando aparte la
usura, era en cierta manera un colega y podría resultar interesante charlar con
él. Sobre todo si, como Aldo no lograba dejar de imaginar, la Rosa de York
había caído en sus manos. ¡Por fuerza alguien tenía que haber enviado a los
asesinos!
Una vez consultado, Adalbert no demostró ningún
entusiasmo por esta nueva excursión a territorio chino.
Era posible que Yuan Chang poseyera la piedra
preciosa, pero, de ser así, no iba a revelárselo a un completo desconocido.
—Y además, de todos modos la piedra es falsa, y si
el tal Chang ha hecho robarla para alguien, que es la hipótesis más verosímil,
no tiene nada que ganar en esa aventura. Especialmente si ese alguien llega a
descubrir que se trata de un magnífico culo de botella. Prefiero ir a
sumergirme en el polvo de Somerset House, a fin de ver si allí se encuentra el
testamento de Nell Gwyn.
—Vas a perder el tiempo. Simon Aronov habrá tenido
esa idea antes que tú.
—No me lo imagino pasando días y más días
revolviendo los archivos oficiales. Y además, los golpes de suerte llegan en
esta vida.
—
¡Sancta simplicitas! Entonces tendré que
ir solo.
Hacia las tres, el taxi de Harry Finch, a quien
Aldo había avisado al mediodía, lo dejaba ante la casa más grande de
Pennyfields, un edificio achaparrado de dos pisos cuyos ladrillos habían
adquirido un color gris rosado. Una tienda ocupaba la planta baja, pero los
vidrios de las ventanas estaban tan sucios que era imposible ver el interior.
En ese barrio, tan desierto y lúgubre hacía unas horas, reinaba una gran
actividad. Todo un pueblo se ajetreaba allí: mercaderes ambulantes, vendedores
de sopa y otros alimentos sentados en el suelo, bazares al aire libre como los
de los zocos árabes, cuyas mercancías a veces rodaban hasta el arroyo pero en
cuya entrada se erguía una estatua de ojos oblicuos vestida de algodón azul o
negro, con las manos metidas en las mangas. Todo esto formaba un conjunto que
olía a Extremo Oriente y que resultaba muy pintoresco. Uno se creía trasladado
a una calle de Pekín o de Cantón.
El coche se vio rodeado en seguida por una bandada
de chiquillos que lo miraban sin atreverse a tocarlo. Como por allí raramente
pasaba un taxi, éste constituía un espectáculo como cualquier otro. El olor a
comida y a incienso que impregnaba el aire prevalecía con bastante eficacia
sobre el eterno hedor a lodo y a carbón.
En la tienda del prestamista, el espacio reservado
a los clientes quedaba limitado por unos mostradores cubiertos por una rejilla
a través de la cual se veía toda una colección de objetos heterogéneos. El
lugar era tan sombrío que en pleno día ardía una lámpara de gas, y todo aquello
estaba presidido por un chino de edad mediana y expresión desabrida que no se
inmutó al oír el tintineo de las campanillas de la puerta. Sin embargo, la
entrada de aquel caballero elegante lo animó a ponerse en movimiento. Se acercó
a él y, después de hacer una serie de reverencias, preguntó en un inglés
sibilante en qué podía servir un establecimiento tan modesto al honorable
visitante. Perplejo, Morosini recorrió con la mirada aquel decorado
polvoriento.
—Me dijeron que aquí podría encontrar antigüedades
interesantes, pero no veo más que una casa de empeños.
—Para admirar los objetos, tenga la amabilidad de
pasar por aquí —dijo el empleado, levantando un tablero que unía dos
expositores y alzando con la otra mano una cortina que colgaba en una esquina.
Lo que el visitante descubrió más allá del ajado
terciopelo fue toda una sorpresa: desde luego se trataba de un verdadero
almacén de antigüedades, que aunque no podía compararse con el suyo propio ni
con el que tenía su amigo Gilles Vauxbrun en París, era bastante respetable.
Albergaba todo el fantástico panteón de la India y del Extremo Oriente:
múltiples estatuas, artísticos Budas procedentes de China o de Japón junto a
porcelanas translúcidas, quemadores de esencias que conservaban olor a
incienso, candelabros de bronce, un gong de gran tamaño, monstruos de rostros
contorsionados, guardianes de puertas de los templos, tejidos de seda, abanicos
y multitud de pequeños objetos de marfil o piedras duras. Como descubrió la
mirada experta del príncipe anticuario, todo aquello no era muy antiguo, y en
ello seguramente tenía que ver la proximidad de los muelles de las Indias
Oriental y Occidental, pero el conjunto estaba bien escogido y los
procedimientos de envejecimiento destinados a darle una pátina de siglos no
eran demasiado aparentes. Además, algunas piezas parecían auténticas.
En ese momento se oyó una voz de timbre algo
cascado, pero agradable y culta.
—No resulta fácil encontrar esta tienda. Hay que
saber... y nunca he tenido el honor de serle presentado, señor. ¿Quién le ha
enviado aquí?
Aldo no dudó ni un momento de que se encontraba en
presencia de Yuan Chang. Como bien había dicho Bertram, era un anciano bajo y
delgado, casi endeble, pero su figura, vestida con una larga túnica de satén
negro sin más adorno que un fino ribete de oro, producía una sorprendente
impresión de vigor. Algo así como si hubieran hincado en el suelo la hoja de una
espada y no un hombre de edad con el rostro surcado de multitud de arrugas. Eso
provenía tal vez de la expresión imperiosa de sus ojos negros y brillantes, que
no parpadeaban. En el gorro de seda negra que cubría sus blancos cabellos,
ningún distintivo anunciaba que tuviera un rango. Sin embargo, Morosini habría
jurado que en su país Yuan Chang no era un simple tendero. Por lo menos era un
letrado, y quizás un mandarín.
—Me ha hecho venir la curiosidad y el amor por los
objetos antiguos. Soy anticuario y procedo de Venecia. Soy el príncipe Morosini
—añadió con una leve inclinación de cabeza que el anciano le devolvió.
—El honor que me hace con su presencia es todavía
mayor, pero con su permiso le repetiré la pregunta. ¿A quién debo agradecer su
visita?
—A nadie y a todo el mundo. Un simple comentario
de salón que oí por casualidad durante una conversación mundana, y otro que
escuché en el vestíbulo de un hotel de lujo. Me imagino que es usted el señor
Yuan Chang, ¿me equivoco?
—Debería haberme presentado en cuanto usted ha
dicho su nombre, excelencia. Le ruego me perdone esta transgresión de las
buenas maneras. ¿Puedo preguntarle ahora qué busca usted en este almacén
indigno de su interés?
—Todo y nada. ¡Vamos, señor Chang, no sea tan
modesto! Tiene fama de ser un experto en antigüedades asiáticas, y aquí, entre
objetos de un valor ciertamente mediano, veo algunas piezas dignas de otro
decorado. Este broche de bronce incrustado de oro debió de fabricarse en algún
lugar de su país entre los siglos X y XII —agregó,
inclinándose sobre la figurita de un león alado colocada sobre una peana de
terciopelo.
Yuan Chang no trató de ocultar su sorpresa.
—¡Mi más sincera enhorabuena! ¿Está usted
especializado en el arte de mi país?
—La verdad es que no, pero me intereso por las
joyas antiguas de cualquier procedencia. Por eso me extraña que tenga aquí este
broche sin protección alguna. Cualquiera podría robarlo.
Bajo las cejas entrecanas del chino brilló un
destello.
—Nadie se atrevería a robar nada en mi morada. Y
respecto a este león, suponiendo que tuviera ganas de comprarlo, lamento
decirle que ya lo he vendido. ¿Desea usted ver alguna otra cosa?
—Me atraen sobre todo las piedras preciosas. De
hecho, me he especializado en alhajas antiguas, preferentemente históricas. ¿No
tendrá usted alguna... de jade, por ejemplo?
—No, ya se lo he advertido. A pesar de lo que le
hayan dicho, mi negocio es modesto y yo...
No pudo terminar la frase. Unos chillidos agudos
se elevaron detrás de la cortina, que una mano enérgica alzó con brusquedad
para dar paso al superintendente Warren en persona, envuelto en su
macfarlane
y más parecido que nunca a un ave prehistórica.
—Lamento entrar en su casa sin haberme anunciado y
sin guardar las formas, Yuan Chang, pero he de hablar con usted.
Si el chino estaba encolerizado, lo disimuló
doblando la espalda en una profunda reverencia. En cambio, era evidente que la
entrada violenta del policía no le producía ningún temor. El tonillo que Aldo
captó en su voz sin inflexiones se asemejaba mucho más a la ironía.
—¿Quién soy yo para que el célebre superintendente
Warren se digne ensuciar sus zapatos en el polvo de mi miserable
establecimiento?
—No es un buen momento para intercambiar
elaborados cumplidos, Yuan Chang. Tiene razón al pensar que necesitaba un motivo
muy serio para venir aquí. Caballero —añadió Warren volviéndose hacia Morosini
sin demostrar que lo había reconocido—, supongo que el taxi aparcado ante la
puerta es suyo. ¿Puedo pedirle que me espere allí?
—¿Acaso tenemos que hablar usted y yo? —replicó
Aldo con una altivez muy propia del personaje que representaba—. No soy más que
un simple cliente... eventual.
—No lo pongo en duda, pero soy tremendamente
curioso y todos los clientes del honorable Yuan Chang merecen mi atención. ¡Por
favor!
Al tiempo que decía esto, abrió la cortina del
pasadizo y Morosini se vio obligado a recorrerlo a pesar de que se moría de
curiosidad. En la calle descubrió un potente automóvil negro y otro más
pequeño, así como nuevos corros de chiquillos, esta vez mantenidos a distancia
por dos policías de paisano, uno de ellos el inevitable inspector Pointer.
—¿Adónde vamos?—preguntó Harry Finch.
—A ninguna parte, amigo mío. Nos quedamos aquí. El
funcionario de policía que acaba de entrar en la tienda me ha solicitado una
breve entrevista.
—El superintendente Warren no es un tipo
cualquiera. Es el mejor sabueso de Scotland Yard. ¡Un tipo duro como hay pocos!
—No sabía ese detalle. Al parecer el tal Yuan
Chang es alguien importante.
—Nada menos que el rey de Chinatown. Debe de tener
el alma más negra que su túnica, pero nadie ha logrado pillarlo con las manos
en la masa. ¡Es más listo que una carnada de monos!
—Quizás han venido a detenerlo. Este despliegue de
policías...
—No hay que exagerar, sólo son media docena. Y
además, cuando el súper se desplaza a algún sitio, nunca va solo ni en
bicicleta. Es cuestión de prestigio. Y en Limehouse el prestigio es primordial.
La espera se prolongó un buen cuarto de hora,
pasado el cual Warren reapareció, le dijo unas palabras al oído a su fiel
ayudante, se metió en el taxi y ordenó a Finch que lo llevara de vuelta a
Scotland Yard. Hecho esto, cerró la mampara que los separaba del chófer y por
fin se arrellanó cómodamente en su parte del asiento.
—Ahora vamos a charlar —anunció con un suspiro—.
Confío en que usted sea más hablador que esa rata de Pekín de ojos rasgados.
—¿De veras esperaba hacerle hablar? ¿Y de qué?
—Podría contestarle que soy yo quien hace las
preguntas, pero como no veo ningún inconveniente en informarle, le diré que no
esperaba gran cosa. Quería ver su reacción cuando le comunicara las últimas
noticias: esta madrugada la brigada fluvial de Wapping, que buscaba el barco de
un traficante de opio, ha encontrado flotando en el río, cerca de la isla de
los Perros, los cadáveres de dos orientales atados con cuerdas y estrangulados.
Han sido identificados como los hermanos Wu, sin duda alguna los asesinos del
joyero Harrison.
La noticia era de aúpa y Morosini tardó unos
segundos en asimilarla del todo, el tiempo de que su compañero sacara una pipa
y una tabaquera, y después de cargar con esmero la cazoleta la encendiera
lanzando una espesa vaharada de humo acre. Aldo empezó a toser.
—¡Por todos los santos del paraíso! ¿Qué mete ahí
dentro? ¿Excrementos de vaca?
El pterodáctilo se echó a reír.
—¡Qué delicado es usted! Es tabaco francés, ese
que en las trincheras los soldados llamaban «culo gordo». Me aficioné a él en
el Somme. Despeja la mente de un hombre casi tan bien como un buen whisky.
—Bueno, digamos que exagero. Pero, si lo he entendido
bien, su investigación ha terminado puesto que los asesinos han muerto, ¿no?
—No ha hecho más que empezar. Su muerte corrobora
algo de lo que nunca habíamos dudado, y es que trabajaban simplemente por
encargo.
—Y usted cree que Yuan Chang podría ser...
—¡Yo ya no creo nada de nada! —gritó de repente
Warren—. No estoy aquí para rendirle cuentas. En cambio, tengo bastantes
preguntas que hacerle a usted. La primera de todas: ¿qué hacía usted en la
tienda de Yuan Chang?
—Es muy sencillo. Además de usurero, es
anticuario, como yo. Y en esta profesión uno siempre está de caza —dijo
Morosini con desparpajo.
—¿En serio? ¿No esperaría por casualidad averiguar
algo sobre cierto diamante desaparecido? Vamos, príncipe, no me tome el pelo. Y
dígame, ¿cómo ha descubierto a Yuan Chang?
Morosini vaciló un instante, justo el tiempo de
idear una mentira convincente.
—La muerte de Harrison ha dado pie a muchos
rumores. El hotel Ritz está lleno de gente que ha venido a Londres para la
subasta. También hay periodistas, y han hablado de los asesinos diciendo que
por lo visto eran orientales. Alguien mencionó el nombre de Yuan Chang y, como
es natural, me entraron ganas de ir a conocerlo.
—Mmm... Tendré que contentarme con esta respuesta,
aunque no me convence. Pero le diré una cosa: ignoro a qué está jugando, pero
me huelo que no le disgustaría encontrar la Rosa de York. Por consiguiente, y
le ruego tome buena nota de ello, no quiero por nada del mundo que se inmiscuya
en una investigación en la que nosotros trabajamos. ¿Entendido?
—¡Me guardaré muy mucho! —repuso Morosini, que
empezaba a sentirse irritado.
Entre Aronov, que quería impedirle que se ocupara
de Anielka, y este polizonte desabrido que le prohibía buscar el diamante, la
vida se le iba a poner difícil. Tendría que actuar con mucho tino.
—De todos modos —dijo—, debería tener en cuenta mi
posición. He venido a Londres con el encargo de comprar la Rosa de York para un
cliente muy noble cuyo nombre no puedo revelar.
—Ni yo se lo pregunto.
—¡Pues es una suerte que respete mi secreto
profesional! No obstante, comprenda que me resulte desagradable quedarme de
brazos cruzados sin hacer nada por encontrar esa piedra cargada de historia.
—Si se empeña en buscarla, puede acabar en el Támesis
con una cuerda alrededor del cuello, como los hermanos Wu, o con un cuchillo
clavado en la espalda. Aunque si eso le divierte... Pero cambiemos de tema.
Ayer noche esperaba su visita después de la que usted realizó en Brixton. ¿No
tiene nada que contarme?
—Sí, y desde luego pensaba informarle de ello hoy
mismo.
—¿Después de su paseo por Chinatown? —inquirió
Warren con sorna—. Bueno, ¿qué dice nuestra preciosa viuda?
Morosini repitió a grandes rasgos el relato de
Anielka, lo que le produjo la satisfacción de ver cómo los ojos del
pterodáctilo se volvían, en la medida de lo posible, aún más redondos. El
superintendente emitió un ligero silbido.
—¿De modo que ella considera la cárcel un refugio
contra una especie de terroristas decididos a proteger a uno de los suyos contra
viento y marea? Es un argumento nuevo y no del todo idiota. Siempre y cuando
sea verdad, claro.
Respecto a lo último, el príncipe anticuario no
estaba muy seguro. Incluso constituía su peor tormento, pero, como no quería
bajo ningún concepto hablar de sus conversaciones con Wanda y con John Sutton,
se abstuvo de mencionarlas y dejó que transcurrieran los segundos. Warren, que
chupaba con furia su pipa, parecía inmerso en un cúmulo de reflexiones del que
salió para refunfuñar:
—Si quiere saber mi opinión, es posible que esta
historia rocambolesca esté destinada exclusivamente a usted. La verdad es quizá
más simple y más femenina: lady Ferrals se encontró con su antiguo enamorado y
el fuego oculto bajo las cenizas comenzó a arder otra vez. Ignoro lo que
ocurrió entre ellos en Grosvenor Square, pero me inclino a pensar que tuvieron
una aventura, y ahora la hermosa Anielka querría salvarse a sí misma y salvar a
su amante.
—Sin embargo, no duda en incriminarlo y acusarlo
del asesinato —dijo Aldo con sequedad.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dice a nosotros?
¿Por temor a unos dudosos anarquistas polacos? Primero: no tengo conocimiento
de ninguna célula polaca; si se tratara de rusos, la cosa sería distinta.
Segundo: disponemos de todos los medios para proteger eficazmente a lady
Ferrals hasta que ese Ladislas y su banda estén a buen recaudo. Y tercero: ella
se equivoca al creer que su padre, el conde Solmanski, es capaz de sacarla, sin
una ayuda solvente, del atolladero en el que se ha metido.
—Esa ayuda solvente no le va a faltar. Le he aconsejado
que acuda a sir Desmond Saint Albans.
—Esperemos, por su bien, que lady Ferrals le haga caso.
Aunque lo dudo mucho, porque si llega a enterarse de las cualidades de sir
Desmond se dará cuenta de que no podrá ocultarle la verdad. El hecho de que este
abogado sea tan hábil a la hora de apretar las clavijas a los testigos se debe,
sobre todo, a que antes ha interrogado a fondo a su cliente poniéndole toda
clase de trampas. Aunque ella no lo quiera, tendrá que confesar. ¡Bueno, ya he
llegado! —añadió Warren cuando el taxi se detuvo ante el centinela de Scotland
Yard—. Gracias por sus informaciones. ¿Va a quedarse algún tiempo en Londres?
Si piensa esperar a que se celebre el juicio de lady Ferrals, sus negocios
pueden resentirse.
—De momento, de mis negocios sólo me preocupa la
desaparición de la Rosa de York. Por lo tanto, comprenderá mi deseo de quedarme
aquí un poco más. Con la esperanza —agregó con una sonrisa impertinente— de
verlo triunfar cuando haya recuperado el diamante, cosa de la que estoy absolutamente
seguro.
—¡Yo también! —replicó el otro devolviéndole la
estocada—. Así tendremos ocasión de volver a vernos.
La mueca con la que el superintendente acompañó
este comentario podía pasar por una sonrisa, pero Aldo tenía sus dudas. Más
bien parecía una amenaza.
En el hotel lo esperaba una carta, mejor dicho,
una nota, pues contenía un mensaje muy breve que, no obstante, hizo aparecer en
su mente una retahíla de interrogantes.
«Lady B. fue trasladada hace quince días a una
casa de reposo de una forma muy discreta. La familia no quería dar publicidad a
su estado mental, que es deplorable. S. A.»
En ese caso ¿quién era la anciana que el
infortunado Harrison había aceptado recibir en su joyería para que pudiera
contemplar una gema ancestral?
5. Los invitados de la
duquesa Cuando, después de ser anunciados por un criado,
Aldo y Adalbert penetraron en el salón donde la duquesa de Danvers reunía a sus
invitados antes de la cena, al primero le vinieron ganas de dar media vuelta y
huir a toda prisa. Ya mientras se dirigían allí no sentía mucho entusiasmo,
pues la perspectiva de conocer a una americana tan rica como insoportable no le
apetecía nada. Pero cuando desde el umbral reconoció a la dama que conversaba
con la anfitriona y lady Winfield en un canapé de estilo Regencia, casi le
invadió el pánico. Se detuvo en seco e hizo ademán de volverse. Al darse cuenta
de ello, Vidal-Pellicorne se inquietó.
—¿Te pasa algo? ¿Qué es lo que ocurre? —le susurró
manteniéndose de perfil.
—No debería haber venido. Es muy probable que esta
velada sea una de las más desagradables de mi vida de anticuario.
—Lo siento, pero es demasiado tarde para irse.
En efecto, sus nombres, pronunciados por la voz
potente del criado, habían resonado en la estancia y la anciana duquesa les
dirigía, a través de sus impertinentes y del vasto espacio del salón, una
sonrisa extasiada. No quedaba más remedio que cumplir con las normas de la
etiqueta. Al cabo de un momento que le pareció demasiado corto, Aldo se inclinó
sobre la mano de su anfitriona, que ya estaba diciendo:
—He aquí al caballero del que le había hablado,
querida Ava. En cuanto a usted, querido príncipe, sé por lady Ribblesdale que
ustedes dos se conocieron en América antes de la guerra.
—
¿Lady Ribblesdale? —repitió Aldo con una
mirada de interrogación mientras saludaba a la dama—. Creía recordar otro
nombre, por otro lado inolvidable..., como la propia milady.
En efecto, unos diez años atrás, durante una
estancia veraniega en Newport, la ciudad balneario de los millonarios
neoyorquinos, Morosini había tenido el honor de ser presentado a la que era
considerada la mujer más guapa de Estados Unidos, pese a haber cumplido los
cuarenta: Ava Lowle Willing. Aunque dos años antes se había divorciado de John
Astor IV,
dicha
señora seguía haciéndose llamar Mrs. Astor. A decir verdad, su ex marido ya no
tenía modo de impedírselo, a despecho de que se había vuelto a casar enseguida,
porque al regresar de su viaje de novios en Europa se le ocurrió la lamentable
idea de embarcarse en el
Titanic, donde murió como un gran señor después
de haber obligado a su joven esposa a embarcarse en una chalupa de salvamento.
Ava, que por cierto era madre de dos hijos, pasó por alto a la joven viuda y
siguió siendo Mrs. Astor.
Esa beldad, dotada de un enorme poder de
seducción, no dejaba de ser una arpía sin corazón que nunca había querido ni a
su marido ni a sus hijos, y ni siquiera a sus amantes. Solamente le interesaba
su propia persona. Por añadidura, y a pesar de que pertenecía a una de las mejores
y más acaudaladas familias de Filadelfia (los Lowle Willing afirmaban ser
descendientes de varios monarcas ingleses y de un soberano francés), de niña la
habían mimado terriblemente sin enseñarle ni pizca de educación, y por
desgracia conservaba algunos rasgos de su infancia. Aldo recordaba con horror
una cena en casa de los Vanderbilt en la que Ava, sentada al lado de una noble
dama inglesa —cosa que detestaba porque prefería la compañía masculina—, había
exclamado al levantarse de la mesa: «¡Me pregunto dónde habré oído decir que
lady X...
es
divertida y ocurrente!» Naturalmente, había provocado un silencio glacial. En
lo que se refería al propio Aldo, Ava se obstinaba en creer que se pasaba el
día haciendo equilibrios sobre una góndola, mientras cantaba
O sole mio acompañándose
con la guitarra. Y se lo repetía como si fuera una broma estupenda, lo que
tenía el don de ponerlo fuera de sí.
Si Aldo confiaba en que la decena de años
transcurridos la habrían calmado, se equivocaba por completo. Ava lo acogió
proclamando en voz muy alta:
—¡Pero si es mi pequeño príncipe gondolero! ¡Estoy
encantada de volver a verlo, querido!
—Yo también, lady... Ribblesdale. ¿Lo he dicho
bien? —contestó, decidido a hacerle frente y a responder a una insolencia con
otra, aunque eso desluciera su reputación de caballero galante.
—¡Sí, señor! —admitió ella con una sonrisa
radiante—. Es un marido muy decorativo y muy rico, pero que no tendré el placer
de presentarle. Antes de que nos casáramos, era un compañero la mar de alegre y
daba unas fiestas impresionantes, pero ahora no hay manera de sacarlo de esa
horrorosa mansión solariega de estilo Tudor que posee en el condado de Sussex y
donde ha sustituido la música de los violines del baile por la lectura en voz
alta de los clásicos. Lo que resulta una lata, incluso con una voz tan bonita
como la suya. Así pues, de cuando en cuando vengo a distraerme a Londres. Me
gustaría hacerlo mucho más a menudo, pero él no puede vivir sin mí.
—¡Cómo le comprendo! Ni siquiera debería permitir
que se alejara de él un instante. ¿Me permite presentarle a mi amigo Adalbert Vidal-Pellicorne?
Es un egiptólogo francés muy reputado.
—¿Qué tal, caballero? Un egiptólogo resulta
siempre divertido, aunque los ingleses aventajan bastante a los franceses en
ese arte.
—Digamos que disponen de más medios, lady Ribblesdale
—repuso Adalbert—. Por lo demás, creo recordar que Champollion, el hombre que
descifró los jeroglíficos, era francés.
—Sí, ¡pero hace ya tanto tiempo de eso! Además, la
piedra Rosetta está aquí, en el Museo Británico. Pero, si es ésa su profesión,
¿qué hace usted aquí, en este salón? Mi hija Alice se encuentra en Egipto con
nuestro queridísimo amigo lord Carnavon, y sigue con interés sus excavaciones
en el Valle de los Reyes.
—¿Su hija es arqueóloga?
—¡Dios santo, no, qué horror! ¿Se la imagina
cavando en la arena? Lo que ocurre es que siente pasión por ese país porqué
está convencida de haber vivido en él durante una vida anterior, en la que a
pesar de ser hija de un sumo sacerdote de Amón seguía la doctrina solar de Akenatón.
Hasta tiene sobre esa cuestión unas pesadillas muy divertidas.
Aquella verborrea habría podido proseguir durante
mucho tiempo si la duquesa no llega a intervenir, con una dulzura llena de
firmeza, levantándose y expresando su deseo de presentar a los recién llegados
a los demás invitados.
—Serán vecinos de mesa —dijo a lady Ribblesdale a
guisa de consuelo—, de modo que tendrán tiempo de conversar.
Antes de recorrer el salón, tomó el brazo de Aldo,
que se sentía abrumado al pensar en el calvario que iba a ser para él la cena.
Esa idea le hizo saludar sin darse cuenta a una docena de personas, y no
recobró plena conciencia de sus actos hasta que se encontró estrechando la mano
de Moritz Kledermann.
—Encantado de conocerlo —declaró el banquero suizo
sin el menor entusiasmo—. Es una sorpresa inesperada que aprecio en lo que
vale. Al parecer tenemos amigos comunes.
—Así es —contestó Morosini, recordando a tiempo
que en la boda de Anielka con Eric Ferrals la duquesa de Danvers y Dianora
Kledermann ocupaban posiciones privilegiadas—. Supongo que, al
igual que
yo, lamenta usted el trágico destino de sir Eric... y de su joven esposa.
Un brillo de curiosidad teñida de asombro apareció
en los grises ojos del zuriqués.
—¿Acaso la cree usted inocente?
—Estoy convencido de ello —dijo Aldo con firmeza—.
Piense que aún no tiene veinte años, y creo que en este asunto es sobre todo
una víctima.
El brillo persistió en la mirada del banquero, y
fue acompañado de una lenta sonrisa que puso un toque de buen humor en aquel
rostro algo severo.
—¡Vaya!, en eso no está usted de acuerdo con mi
esposa. Ella no se cansa de repetir que la mujer de su viejo amigo merece la
horca. Pero tengo entendido que usted la conoce, ¿no?
—Tengo ese honor, que es también un placer. ¿Puedo
preguntarle por su salud, puesto que al parecer no lo ha acompañado? —preguntó
Aldo con una serena suavidad.
—Se encuentra muy bien, al menos eso creo. Deseaba
venir conmigo, pero cuando tengo entre manos un asunto importante prefiero
estar solo. Y en este caso he tenido razón. Se sentiría desplazada en esta
atmósfera de crimen canallesco que rodea la muerte del pobre Harrison.
—¿Ha venido por el diamante del Temerario?
—Naturalmente, como muchos otros y como usted
mismo, supongo. Tengo intención de quedarme unos días con la esperanza de que
aparezca.
—Lo mismo voy a hacer yo. Confío enormemente en la
eficiencia de Scotland Yard.
El anuncio de que iban a servir la cena puso fin a
la conversación. De todos modos, la duquesa y Morosini habían acabado de dar la
vuelta al salón, y éste, resignado, fue a ofrecer el brazo a la temible lady
Ribblesdale para acompañarla a la mesa.
La cosa fue peor de lo que Aldo había imaginado.
Apenas se hubo sentado ante el largo tablero de caoba cuya superficie
esmeradamente reluciente sostenía una multitud de exquisitas porcelanas
inglesas y de centelleantes cristales, además de un enorme centro de mesa de
esmalte del que surgían unas flores, su compañera, con una notable
desenvoltura, lo abrumó con un sinfín de preguntas relativas a su «pequeño
comercio» e incluso a su vida íntima. Por si fuera poco, encajonado como estaba
entre ella y su anfitriona, se vio obligado a hacer honor a los platos que le
sirvieron: una sopa clara y poco abundante en la que flotaban unos trozos de
algo indefinible, un asado de cordero demasiado hecho flanqueado de patatas
poco hechas y de la horrible salsa de menta que él odiaba, un excelente y
minúsculo pedazo de queso Stilton, del que se habría comido una porción enorme,
y, después de un surtido de temblorosas gelatinas adornadas con flores de
azúcar, las elegantes
savouries, un refinamiento destinado a eliminar el
dulzor del postre y que esa noche consistía en tostadas con tuétano aderezadas
con tanta pimienta que, con el paladar ardiendo, a punto estuvo de echarse a
llorar. Pero, antes de llegar a ese extremo, la ex lady Astor le había
explicado el motivo de que se hubiera requerido su presencia y que estaba
relacionado con la Rosa de York. Lady Ribblesdale quería comprarla y se había
tomado como una ofensa personal la falta de consideración demostrada por el
pobre Harrison al permitir que lo asesinaran y se la robaran.
—No es nada seguro que hubiera podido adquirirla,
lady Ava —hizo constar Morosini—. Tenía fuertes competidores. Entre ellos los
Rothschild, ingleses o franceses, y frente a usted se halla sentado uno de los
mayores coleccionistas europeos, o en todo caso el mayor de Suiza.
—¡Bah! ¿Qué importancia tienen? —dijo la dama,
barriendo con un gesto de su manita cargada de sortijas a esos seres
despreciables—. El diamante habría sido mío porque siempre obtengo lo que
deseo, y esta noche lo vería brillar sobre mi persona.
La voz lenta pero precisa de Moritz Kledermann se
hizo oír desde el otro lado de la mesa.
—No es una joya que pueda llevarse. Sin duda es
muy hermosa, pero menos brillante de lo que se imagina. ¿No ha logrado verla?
—No, pero eso no importa.
—¿Usted cree? Quizá la hubiera decepcionado. En
primer lugar se trata de un cabujón, lo que significa que su superficie es
redondeada, que está desprovista de aristas y simplemente pulida, porque es un
diamante muy antiguo y por entonces no se conocía el arte de tallar las piedras
preciosas.
—Eso es cierto —aprobó Aldo—. La Rosa de York no
refleja tanto la luz como el aderezo que usted luce esta noche —añadió,
dirigiéndose a lady Ribblesdale.
En efecto, engalanada con un collar de brillantes,
unos pendientes, una diadema y algunos brazaletes, la americana emitía mil
destellos, dignos de un árbol de Navidad. La mayoría de esas joyas eran
realmente bonitas, pero al ser tan numerosas se desvalorizaban mutuamente. La
dama rechazó la objeción con un nuevo gesto.
—¡Y eso qué más da! La habría hecho tallar, y
punto —exclamó con despreocupación.
Por encima del oscuro espejo de caoba, el experto
y el coleccionista intercambiaron una mirada de horror que Morosini se apresuró
a traducir.
—Una joya histórica no se manda tallar, señora
mía, especialmente si posee tanta importancia.
—¿Y por qué no, si he pagado por ella?
—Porque la Corona británica, a la que el diamante
ha pertenecido durante mucho tiempo, le pediría cuentas. Cuando se trata de una
pieza tan sobresaliente, las leyes del mercado son muy distintas. Sobre todo en
este país y estando en juego un monumento histórico —dijo Aldo con severidad—.
De cualquier modo, una vez tallado, el diamante del Temerario no sólo perdería
su imagen en la memoria de los hombres sino buena parte de su valor de mercado.
En realidad, no entiendo por qué tiene tanto empeño en adquirirlo.
El cutis perfecto de lady Ribblesdale enrojeció
bruscamente mientras sus magníficos y negros ojos brillaban con una cólera que
no se molestó en reprimir.
—¿No lo entiende? Pues voy a explicárselo —gritó,
sin que le preocupara el hecho de interrumpir todas las conversaciones—. Ya no
soporto ver, en la Corte o en las grandes recepciones, a mi prima lady Astor,[7]
esa marisabidilla de Nancy que ha considerado oportuno hacerse elegir miembro
de la Cámara de los Comunes, lucir una diadema en medio de la cual resplandece
el Sancy, uno de los diamantes más bellos de la corona de Francia. Por eso
quiero ser la dueña de la Rosa de York.
—Incluso si la llevara usted, señora, no
produciría tanto efecto como el diamante Sancy, que es una de las mejores gemas
que conozco —dijo Moritz Kledermann.
—Pues entonces quiero tener al menos su
equivalente, pero más gordo, claro. Ésta es la razón de nuestro encuentro,
querido príncipe —agregó con insolencia—. Ya que vende joyas históricas, busque
una para mí.
Era tal disparate que, en lugar de enfadarse,
Morosini soltó una carcajada.
—En ese caso, lady Ava, habrá que convencer a Su
Majestad para que le venda una de las piedras preciosas guardadas en la Torre
de Londres, uno de los Cullinan, por ejemplo, o bien persuadir al duque de
Westminster para que se desprenda del diamante Nassak, cuyo peso es de ochenta
quilates, mientras que el Sancy sólo pesa cincuenta y tres.
—¡Esos no me interesan! —exclamó la dama en tono impaciente—.
Deseo una joya de renombre que haya sido lucida por una o varias reinas, como
el Sancy. Mi prima Nancy no para de contarle su historia a todo el mundo. La
célebre María Antonieta, por ejemplo, la lucía a menudo.
—Siendo así—terció de nuevo Kledermann medio en
serio medio en broma—, habrá que pedir el diamante Régent al museo del Louvre.
Sus ciento cuarenta quilates ya centelleaban en la corona de Francia cuando
Luis XV
fue
coronado rey. Después lo llevó María Antonieta y también Napoleón.
—¡No sea ridículo! —soltó ella, pasando por alto
toda cortesía—. Sin duda será posible encontrar lo que yo quiero. Y puesto que
ése es su oficio, Morosini, arrégleselas para satisfacer mi deseo.
En esa fase del debate, la duquesa se decidió a
intervenir. Aunque nunca había sido muy perspicaz, ni siquiera inteligente,
notó que el ambiente se cargaba de electricidad y le preocupó el extraño
resplandor verde que había aparecido en los ojos de un gris azulado de
Morosini.
—¡Querida amiga, debería usted calmarse! Lo que
pide no es fácil, pero estoy segura de que el príncipe hará lo imposible por
satisfacerla. Sólo hace falta un poco de paciencia.
Se levantó mientras hablaba, lo que obligó a las
otras damas a hacer lo mismo. Los caballeros se quedaron en la mesa para la
ceremonia ritual del oporto.
—¡Qué costumbre tan interesante! —susurró Aldo con
un suspiro de alivio al oído de su amigo Adalbert—. Nunca la había apreciado
tanto.
—Sólo es una tregua. No te librarás de ella tan
fácilmente. Es una mujer que sabe lo que quiere. Aunque es cierto que en este
caso te está pidiendo la luna o algo parecido.
—¡No estés tan seguro! Se me ha ocurrido una idea
que arreglaría las finanzas de una vieja amiga de mi madre. Posee un diamante,
engarzado en una diadema, algo mayor que el Sancy. Siempre me he preguntado si
no sería el Espejo de Portugal, desaparecido a raíz del robo de las joyas de la
Corona francesa en el guardamuebles de la plaza de la Concordia en el año 1792.
A partir de entonces la pista del diamante se perdió por completo.
Hablaba en voz baja para que no lo oyera Kledermann,
aunque éste estaba charlando con su vecino de mesa, un coronel del ejército
destinado en la India.
—Tu idea no vale nada. Esa señora no debe de tener
ningunas ganas de venderlo.
—¡Ya lo creo que tiene ganas! Te lo explico en dos
palabras. Unos días antes de mi viaje a Escocia, vino a verme para preguntarme
si no habría un medio de deshacerse con discreción de un «objeto»..., eso es lo
que dijo..., que nunca le había gustado porque lo creía responsable de todas
las desgracias que la han afligido desde el día de su boda, cuando lo lució por
primera vez en su tocado. Al salir de la iglesia se fracturó una rodilla y de
resultas de ello se quedó coja. Pero eso no es todo:" después perdió
sucesivamente a su muy amado marido y a dos hijos en unas circunstancias
dramáticas que esta noche no te contaré por falta de tiempo. Le quedaba una
hija, que se casó por amor con otro veneciano de la nobleza, muy apuesto pero
sin fortuna, santurrón y avaro hasta la exageración. La hija no es guapa, pero
estaba locamente enamorada de ese personaje muy dispuesto a sacar partido de su
palmito. A fin de que pudiera celebrarse el matrimonio, mi vieja amiga se
deshizo de todas sus joyas excepto del malhadado tocado, porque no quería que
los maleficios en los que ella cree recayeran sobre la inocente cabeza de su
hija. Sin embargo, actualmente su estado de salud es muy malo y desearía poder
cuidarse y al mismo tiempo perder de vista el diamante.
—¡Estupendo! Pues no tiene más que venderlo.
—No resulta tan fácil. Su yerno no cesa de
camelarla para que se lo regale a la hija. Y, como es lógico, vigila a su
suegra. Si pusiera en venta la alhaja, estallaría un drama.
—¿Crees que sería capaz de...?
—¿Matarla? No, es demasiado buen cristiano, pero
sería capaz de secuestrarla. De ahí la visita tan discreta que ella me hizo a
primera hora de la mañana, mientras su yerno estaba en misa. Le prometí que
haría lo posible por encontrar un comprador interesante, quizás aprovechando la
cantidad de entendidos que se han reunido aquí para la venta de la Rosa. Pero
me avergüenza un poco confesar que hasta esta noche no me había acordado del
asunto.
—Bueno, pues aquí tienes la ocasión. Aprovéchala.
—Hay un pequeño problema. Estoy casi seguro que se
trata del Espejo de Portugal, pero no tengo ninguna prueba..., dejando aparte,
claro, el hecho de que es gafe.
—¡Ah, ése también!
—Es bastante corriente con esas piedras casi
legendarias. El diamante Sancy, por ejemplo, no es una excepción, de modo que
lady Ribblesdale no debería envidiar tanto a su prima. En cuanto al Espejo,
pasó a manos de Felipe II
de
España a raíz de su enlace con María de Portugal, que murió dos años después de
la boda. Seguidamente, formó parte del tesoro inglés hasta el reinado de Carlos
I, que fue decapitado. Su esposa, hija de Enrique IV de
Francia, después de huir a su patria con todas sus alhajas y verse reducida a
la miseria, tuvo que ceder el diamante al cardenal Mazarino. Y por fin, María
Antonieta lo incluyó entre sus muchos aderezos. Reconozco que esta trayectoria
es como para que la americana dé brincos de alegría, aunque como es suspicaz,
igual que todas las de su clase, no querrá tener el diamante si no puede
proclamar toda su historia. Y ocurre que, a partir de 1792, esa historia es una
incógnita incluso para mi vieja amiga. Su marido nunca quiso decirle de qué
manera obtuvo la joya. La verdad es que preferiría que se dirigiera a un
coleccionista acostumbrado a callar, como Kledermann. Además, él posee uno de
los dieciocho Mazarinos, entre los que en una época figuraron el Espejo y el
Sancy.
Se interrumpió. Por lo visto, lady Danvers opinaba
que el oporto ya había circulado bastante entre sus invitados varones, y había
enviado al mayordomo para reclamar su presencia junto a las señoras.
—El recreo ha terminado —susurró Vidal-Pellicorne—.
Pero, si yo estuviera en tu lugar, estudiaría cuidadosamente el asunto, porque
esa chiflada es capaz de pagar una fortuna.
—Estoy tentado de hablarle
del asunto a
Kledermann. Al fin y al cabo, la competencia no puede perjudicarme, y si él se
interesa por el diamante, es posible que ella aumente la puja.
Na obstante, Aldo tuvo que aplazar la conversación
con Kledermann, ya que durante la cena, que había reunido sólo a unos pocos
comensales, se habían dispuesto varias mesas de bridge en uno de los salones, y
nuevos invitados habían hecho su aparición. Las partidas se estaban organizando
y Aldo vio, un tanto contrariado, que el zuriqués estaba ya instalado. Por su
parte, Morosini no era aficionado a este juego, que encontraba demasiado lento
y absorbente; él tenía preferencia por las emociones más fuertes y trepidantes
del póquer. Claro que cuando era necesario hacía el cuarto en una mesa de
bridge, pero esta vez, al constatar con alivio que su perseguidora se disponía
a jugar, pasó al otro salón, donde los convidados se limitaban a conversar de
mil naderías mientras tomaban café y licores, reunidos en torno a la dueña de
la casa.
Con una taza en la mano y un poco aburrido —Adalbert
era un entusiasta del bridge—, Morosini empezó a recorrer el salón, bastante
sobrecargado de molduras doradas del período Victoriano, pero cuyas paredes
exhibían varios artísticos óleos, entre los que había paisajes y retratos. Uno
de estos últimos atrajo su atención por su factura y el tipo de personaje que
representaba. A juzgar por la riqueza del cuadro, se trataba de un hombre de
alto rango o incluso de sangre real. El modelo tenía los rasgos de la familia
Borbón y se parecía bastante al rey Carlos II,[8]
aunque
la espesa cabellera pelirroja y rizada que enmarcaba su rostro y cierto matiz
de vulgaridad en la sonrisa y la expresión resultaban desconcertantes al no
casar con su supuesto linaje. Cuando Aldo se inclinó para tratar de descifrar
la firma del artista, a su espalda una voz se lo aclaró.
—Kellner
pinxit. Como sin duda sabe, era el
pintor favorito del rey Jorge I, pues ambos eran alemanes.[9]
La figura resulta pintoresca en todos los sentidos, ¿no cree?, aunque su
ascendencia también lo era.
Al volverse a mirarlo, Morosini reconoció al nuevo
lord Killrenan. Este sostenía como él una taza de café, y una sonrisa esquinada
animaba su semblante macizo y poco expresivo.
—Es un encuentro inesperado, lord Desmond. ¿Cómo
es que no le he visto en la cena?
—Sencillamente porque no estaba. No he podido
asistir porque un asunto importante me ha retenido en Old Bailey. ¿Le interesa
este retrato?
—Hay que distraerse con algo en un salón, pero
reconozco que me intriga un poco. Ha mencionado usted que los orígenes del
modelo eran... pintorescos, ¿verdad?
—Por decirlo suavemente. Su madre había sido
vendedora de naranjas y después actriz antes de convertirse en la favorita del
rey Carlos II,
de
modo que es hijo de la famosa Nell Gwyn, pero su padre lo nombró duque de Saint
Albans.
Morosini levantó una ceja con aire irónico.
—¡Igual que usted! ¿Será uno de sus antepasados?
—¡No lo quiera Dios! No desearía ser descendiente
de la excesivamente famosa Nellie ni a cambio de un título ducal. Provengo de
otro Saint Albans, que en el siglo XII fue médico de
un rey de Francia antes de afincarse en Inglaterra. ¿Y si nos sentáramos
? Estaríamos
más cómodos para charlar, y además este café ya está frío.
Mientras se dirigían a un par de sillones, Aldo
echó una última ojeada al bastardo real. Recordó lo que le había dicho Aronov
en el coche cuando hablaban de la Rosa de York. «Un rumor cortesano insinúa que
Buckingham perdió la joya jugando a las cartas contra Nell Gwyn, que a la sazón
era la favorita del rey Carlos y esperaba un hijo de él.» Ese personaje de
aspecto algo chulesco, cuyo nombre el Cojo no había mencionado, sin duda había
poseído el diamante. De improviso, Aldo se dijo que acaso las investigaciones
de Adalbert en Somerset House proporcionarían información.
En el ínterin, podía resultar útil hacer hablar al
Saint Albans que tenía a mano, fuera o no descendiente del hijo de Carlos II.
—Como lady Mary no lo acompaña, ¿me permite
preguntar por ella? Espero que no esté indispuesta.
—No, pero esta clase de reuniones no le gustan
mucho y no le tiene simpatía a lady Danvers, con la que yo mantengo una
excelente relación, casi de parentesco. Es la primera vez que me alegro de que
mi esposa no esté conmigo, pues me temo que no siente demasiado aprecio por
usted..., creo que a causa de una pulsera que se negó a venderle.
—Lo lamento de veras, pero no pude hacer otra
cosa. Las órdenes del vendedor eran muy estrictas: bajo ningún concepto debía
vender el brazalete a un inglés, ya fuera hombre o mujer.
—Nunca he comprendido el motivo de esa
prohibición.
Morosini se echó a reír.
—Entre mis atribuciones no consta la de descubrir
los secretos de mis clientes. Lo mismo que un médico o un abogado, estoy
obligado por el secreto profesional.
—No me cabe duda. Pero es cierto que Mary no tiene
suerte. Empezaba a olvidar a Mumtaz Majal para poner sus esperanzas en la Rosa
de York, cuando de pronto ésta desaparece. Pero usted acaba de mencionar mi
profesión y me parece que debo darle las gracias, pues lady Ferrals me ha dado
a entender que le había recomendado que me confiara su defensa. ¡Ignoraba que
mi nombre fuera conocido en Venecia!
—Y no lo es. Me he limitado a transmitirle a lady
Ferrals el consejo de un amigo cuya identidad no voy a revelar pero que admira
su gran talento. Aunque, como no tiene el honor de conocer a la inculpada, me
encargó que le aconsejara que cambiase de abogado defensor. Y eso es todo. Por
consiguiente, no me debe usted ningún agradecimiento.
Con los codos apoyados en los brazos del sillón,
Saint Albans juntó la punta de los dedos de ambas manos y apoyó en ellas la
boca con gesto meditabundo.
—Quizá no, en efecto. Se trata de un caso
interesante y halagador, pero que posiblemente no hará que aumente mi
reputación. Esa joven es desconcertante, y reconozco que, después de haber
hablado con ella, todavía no he decidido la estrategia que utilizaré ante el
tribunal. Cuando uno la ve, juraría que es inocente, pero al escucharla es
difícil formarse una opinión.
—¿Ya ha interrogado usted a Wanda, su doncella?
—No, tengo intención de hacerlo mañana.
—Pues después de hacerlo todavía le costará más
sacar el agua clara. A mi juicio hay que confiar en Ani... en lady Ferrals y
tratar por todos los medios de encontrar al polaco.
—¡Por descontado! Pero dígame, príncipe, ¿usted
conoce bien a lady Ferrals?
—¿Quién puede jactarse de conocer bien a una
mujer? Empezamos a tratarnos unas semanas antes de su boda.
—Una boda en la que el amor no tenía mucho que
ver. Le confieso que ésta es una de las circunstancias que me estorbarán ante
el tribunal si no consigo que mi clienta modifique su actitud, pues no es capaz
de disimular la aversión que le inspiraba su marido. Al fiscal de la Corona no
le costará nada convertir esa aversión en odio, reforzado por las relaciones
adúlteras con ese polaco fantasma.
—El padre de lady Ferrals acaba de llegar a
Londres. ¿Lo ha visto usted?
—Todavía no. Estamos citados para mañana.
—Es posible que ese encuentro le anime a usted
—dijo Aldo con una sonrisa irónica—. Es un hombre que sabe lo que quiere y que
siempre ha impuesto su voluntad a su hija.
—¿Es eso cierto?
—¡Ya lo creo! Unos pocos segundos de conversación
con él le permitirán calibrar al personaje.
Un caballero de pelo y bigote entrecanos, cuyo
nombre Morosini había olvidado pero que era primo de la duquesa, se aproximó a
ellos para rogar a sir Desmond que se uniera a los «bridgistas». Además de que
un jugador de su categoría no podía sino ser solicitado, en su mesa hacía falta
un cuarto. El letrado se levantó y pidió excusas diciendo:
—Me habría gustado charlar más rato con usted,
príncipe, pero espero que tengamos otra ocasión de hacerlo, y en caso contrario
la buscaré. Debemos volver a vernos.
—No creo que esa perspectiva le guste a lady Mary.
—Su antipatía no durará, pues como muchas mujeres
es bastante versátil. Y además, olvidará la historia del brazalete en cuanto lo
vea a usted como un cazador de piedras preciosas. Quedará fascinada.
—Imaginaba que lady Mary sería más tenaz en su
rencor.
—¡En absoluto! Ya me ocuparé yo de que eso no
ocurra. ¿Por qué no viene con su amigo, el del nombre impronunciable, a pasar
un fin de semana campestre en nuestra casa de Kent? Me agradaría mostrarle mi
colección de jades.
El motivo de la repentina cordialidad de su tono,
de ese deseo de estrechar lazos, tan inesperado en un hombre más bien
antipático y distante, se hizo evidente en cuanto hubo pronunciado la palabra
«jade». Por lo visto, sir Desmond pertenecía a esa clase de coleccionistas cuyo
anhelo consiste en hacer admirar sus tesoros. Y dado que el destino de Anielka
iba a depender en gran parte del talento de su abogado defensor, Aldo pensó que
no debía desdeñar aquella invitación.
—¿Por qué no, si la señora de la casa no va a
considerarnos unos intrusos insoportables? De hecho, habíamos decidido
quedarnos un tiempo más en Londres.
—¡Estupendo! Naturalmente, no va usted a librarse
de una andanada de preguntas referentes a la Rosa de York, pero, si me permite
un consejo, saldrá bien de la situación si le da a entender que siempre ha
tenido la certeza de que se trata de una imitación. Cosa que por mi parte
también me inclino a creer. Ya voy, amigo, ya voy.
Las últimas palabras iban dirigidas al hombre del
bigote, que, al hallar sin duda demasiado prolongada la espera, volvía a la
carga. El abogado fue a su encuentro y ambos se dirigieron al primer salón,
dejando a Morosini bastante sorprendido por la afirmación final de sir Desmond.
¿De dónde había sacado éste la convicción de que la piedra era falsa? ¿Sería
únicamente el deseo muy natural de tener paz en el hogar? ¿O sería acaso...?
«¿Sería acaso qué? —masculló Aldo entre dientes—.
Ya es hora de que pongas freno a tu imaginación, muchacho, y de que no te dejes
influir por esta atmósfera turbia en la que vives desde hace unos días —se
dijo—. El hecho de que ese desgraciado esté unido a una mujer medio loca que
prefiere el fan-tan al bridge y que frecuenta de noche los barrios de mala
reputación no justifica que le adjudiques pensamientos inconfesables. En
realidad, su peor defecto es el de tener cara de pocos amigos, pero tampoco eso
es culpa suya.»
Sin embargo, abandonando su taza fría y su sillón,
Aldo fue a plantarse de nuevo ante el retrato del hijo de Nell Gwyn. Ese cuadro
le atraía de un modo irracional. Tal vez se debiera a aquella mirada burlona, a
aquella sonrisa insolente, como si ese Saint Albans lo desafiara a descubrir un
secreto que él poseía desde hacía tiempo. Al fin y al cabo, si alguien podía
haber sabido qué derrotero había tomado el diamante era él, pues sin duda
alguna lo había poseído.
En esa ocasión, la voz que fue a sacarlo de su
abstracción fue una voz femenina, amable y regocijada: la de lady Winfield.
—Se diría que este cuadro le apasiona, querido
príncipe. No resulta muy halagador para nosotras, pues nuestra única compañía
masculina es la del general Elmsworth, que duerme ya como un tronco.
En efecto, un pequeño círculo de señoras se había
formado alrededor de la duquesa y del general en cuestión, beatíficamente
adormilado en una poltrona. Aldo rió.
—De acuerdo, lady Winfield, es una situación muy
triste y estaré encantado de intentar ponerle remedio. Pero ¡qué ocurrencia la
de instalar mesas de bridge! Eso acaba con cualquier velada.
—Pues resulta indispensable si uno quiere que la
gente acuda a su casa. Este juego lo ha invadido todo.
Cuando su anfitriona lo invitó a sentarse junto a
ella en el sofá y le pidió afablemente que «le diera un poco de conversación»,
Morosini no tardó en echar de menos la compañía del duque retratado al óleo en
el cuadro. Hasta comenzó a sentir envidia del general, pues las damas no hacían
más que intercambiar chismes londinenses relacionados con el palacio de
Buckingham. El de esa noche concernía al duque de York, segundo hijo de Jorge V y
la reina Mary, y podía resumirse en esta frase: «¿Se casará ella con él o no?»
«Ella» era Elizabeth Bowes-Lyon, una encantadora joven de la alta nobleza de
Escocia, hija del conde de Strathmore, de la que Bertie[10]
estaba enamorado desde hacía dos años, aunque ella no parecía apreciar en lo
que valía el gran honor que eso constituía. Su actitud no facilitaba la tarea a
ese príncipe bastante seductor pero afligido de una timidez tan grande que le
hacía tartamudear. Además, era un zurdo contrariado y padecía del estómago
desde la infancia. Estas dolencias no le permitían mostrarse alegre con
frecuencia, mientras que su amada era toda encanto, simpatía y alegría de vivir.
—No le gusta —sentenció lady Danvers—. Todo el
mundo pudo darse cuenta el pasado febrero en la boda de la princesa Mary, en la
que ella era dama de honor. Yo nunca la había visto tan triste.
—Pues no podrá escapar —aseguró lady Airlie, que
era amiga íntima de la Reina—. Su Majestad la ha escogido para su hijo, y
cuando ella quiere algo...
—¿De verdad cree que sería deseable obligarla a
dar su consentimiento? Ya sé que, aunque parezca encerrado en sí mismo, el
príncipe es un joven encantador y haría cualquier cosa para que su mujer sea
feliz, pero una muchacha es un ser frágil...
—¡Elizabeth no! —protestó lady Airlie—. Al
contrario, es muy fuerte. Su salud moral está a la altura de su salud física y
sería una compañía perfecta para Alberto.
—Eso no lo discuto, y estaría totalmente de
acuerdo con usted si se tratara del heredero del trono, pero es muy poco
probable que el príncipe de Gales no reine, y sin embargo aún no se ha casado.
En tales condiciones, no hay ninguna razón para casar al pequeño de forma precipitada.
Créanme, acabo de tener delante de los ojos la
prueba del desastre que puede provocar un matrimonio en el que se ha obligado a
una criatura de diecinueve años a casarse con un hombre que no era de su
agrado. ¡Aunque Dios sabe que el pobre Eric Ferrals estaba profundamente
enamorado!
Un concierto de protestas saludó la declaración de
lady Clementine. ¿Cómo se le ocurría establecer una comparación entre la unión
de un hombre ya maduro con una joven extranjera que no lo conocía, y un
proyecto de matrimonio concerniente a la familia real inglesa? ¿En qué estaba
pensando la duquesa al establecer semejante paralelismo? ¡Era en verdad
inconcebible! Además, la mayoría de aquellas damas estaban convencidas de la
culpabilidad de Anielka y así lo manifestaban, cosa que consiguió despertar al
general y resultó al punto insoportable a Morosini, que logró controlar el
tumulto.
—¡Señoras, señoras, por favor! Intenten ver las
cosas desde un punto de vista menos apasionado. Es cierto que Su Gracia acaba
de hacer alusión a un caso extremo que sería chocante si lady Ferrals hubiera
matado a su esposo, pero en lo que a mí respecta estoy convencido de lo
contrario.
—¡Vamos, príncipe! —exclamó lady Winfield—. ¡Eso
es negar la evidencia! Nuestra querida duquesa vio a esa desgraciada tender a
su esposo un papelillo contra la migraña, que éste vertió en su vaso y que lo
mató en el acto. ¿Qué más necesita?
—Un verdadero culpable, lady Winfield. Estoy
convencido de que en ese papelillo no había ninguna sustancia nociva. Yo sospecharía
más del criado que sirvió el vaso. Nadie lo vigilaba, así que muy bien pudo
echar lo que se le antojara. Con un poco de habilidad, no es una cosa difícil.
—Yo soy bastante de su parecer, querido príncipe
—intervino de nuevo la duquesa—, y me pregunto si esa manía que tenía el pobre
Eric de añadir su preciado hielo a las bebidas que tomaba en su despacho no le
resultó fatal. Personalmente, no le tengo ninguna confianza a esa máquina que
había hecho traer de Estados Unidos e instalar detrás de la biblioteca, y que
trataba con tanta reverencia como si hubiera sido una caja fuerte.
—No digas tonterías, Clementine —le dijo lady Airlie—.
Un trozo de hielo nunca ha matado a nadie, y lo que encontraron en el vaso era
estricnina.
—¿De qué máquina habla, duquesa? —preguntó Morosini,
intrigado.
—De su pequeño armario para enfriar y hacer hielo.
Es un invento reciente, incluso en Estados Unidos, y el de Eric es sin duda el
único que existe en Inglaterra. Él estaba muy orgulloso de tenerlo y afirmaba
que su hielo era mejor que cualquier otro y que le daba al whisky un sabor
especial, pero, además de que a nosotros, los ingleses, no nos gusta mucho
tomar las bebidas muy frías, a mí ese artilugio me parecía un juguete un poco
infantil. Eric tenía unos gustos bastante estrafalarios.
—¿Le ha hablado de él a la policía?
—¡Dios santo, no! A nadie se le ha ocurrido
hacerlo, dado que Eric no permitía a nadie manipular ese objeto cuya llave
guardaba personalmente y que él mismo echaba el hielo en el vaso que le
presentaba el sirviente antes de servir el alcohol. En aquel momento,
conmocionados como estábamos, no nos acordamos de ese detalle, pero después me
ha entrado la duda: quizás ese hielo fabricado artificialmente sea nocivo.
—No puede serlo hasta ese punto —dijo lady Winfield—,
y ha hecho muy bien en no contarle todo esto a la policía. Esos caballeros de
Scotland Yard ya tienen de por sí bastante tendencia a tomar a las mujeres por
locas.
La discusión prosiguió un rato más, pero Aldo se
abstuvo de volver a intervenir. Aunque no sabía muy bien por qué, no paraba de
darle vueltas a lo que había contado lady Danvers; quizá porque ni Anielka, ni
la propia duquesa, ni el secretario de Eric Ferrals habían considerado oportuno
mencionarlo ante la policía. Claro que ¿por qué iban a hacerlo? Sir Eric, poco
amante de la costumbre inglesa de tomar las bebidas templadas, sobre todo la
cerveza, se había buscado un juguete original, un curioso artilugio del que se
ocupaba personalmente. No parecía nada grave. Faltaba saber si la máquina en
cuestión era fiable y no presentaba algún defecto, como sucede a veces con los
inventos cuando los sacan al mercado. Después de todo, quizá la duquesa, aunque
no estuviera dotada de una inteligencia fuera de serie, tenía razón... ¡Claro
que la estricnina era excesivo!
En
vista de que las damas seguían dándole vueltas al posible matrimonio del duque
de York y hasta empezaron a cruzar apuestas,[11]
Morosini presentó una vaga excusa que ellas, enfrascadas en su discusión,
apenas oyeron y se puso a buscar a Adalbert.
Lo encontró de pie detrás de la silla de su
compañera de juego, que era lady Ribblesdale, metido en su papel de «muerto»
vigilando su juego. Lo llevó a un lado.
—Acabo de enterarme de una cosa que me tiene
preocupado —dijo.
Y sin más preámbulos contó la historia del armario
frigorífico.
—¿No te parece raro que nadie lo haya mencionado
después de la muerte de Ferrals?
—Pues no. El hecho de que prefiriera fabricar él
mismo su hielo en vez de utilizar las barras que los repartidores llevan a
diario a todas las grandes casas no tiene nada de extraordinario. Se preocupaba
mucho por su salud y quizá temía que esas barras no estuvieran lo bastante
limpias... No entiendo por qué te causa inquietud.
—No sé..., es una impresión. Si quieres que te sea
sincero, me encantaría ver qué aspecto tiene ese trasto.
—Pues es muy sencillo: ve a ver a Sutton y pídele
que te lo enseñe.
—¡Eso es lo último que haría! Supón..., y no
pongas el grito en el cielo, es una simple hipótesis..., supón que el veneno
hubiera sido vertido en el agua para el hielo.
Adalbert levantó las cejas hasta la mitad de la
frente, lo que las hizo desaparecer bajo su mechón rebelde.
—¿Arriesgándose a matar a cualquiera? ¿Pero tú
sabes lo que estás diciendo? Supon que la duquesa, por ejemplo, hubiera
aceptado que Ferrals echase un cubito en su vaso. Es poco probable, lo
reconozco, pero así y todo...
—¿Y qué? Alguien decidido a matar no se anda con
tantos remilgos. Y si no quiero dirigirme al secretario es por si yo tengo
razón y él es el asesino.
—¡Tú desvarías! No tenía ningún motivo para
asesinar a un hombre al que apreciaba y al que debía un puesto sumamente
lucrativo. Aun admitiendo que hubiera sido él, habría hecho limpieza, digo yo.
Habría cambiado el agua, por ejemplo... Tu elucubración sólo se sostiene, y no
mucho, con el polaco como culpable, porque, como huyó nada más desplomarse
Ferrals, evidentemente no se habrá limpiado nada. De todas formas, es una idea
descabellada, ya que Ferrals era el único que tenía llave.
—¡No tanto! Y tengo intención de comprobarlo. Con
tu ayuda o sin ella. Con llave o sin llave. Pero seguiremos hablando de esto
más tarde. Tu compañera te reclama y no parece que esté de muy buen humor.
—¡Demontre, hemos perdido! Se pone a declarar a
diestro y siniestro y después se extraña de que no le vaya bien.
—Oye, si no te importa, me voy a ir. Nos veremos
en el hotel. Esta reunión se me está haciendo interminable y...
No pudo acabar la frase. Algo sucedía alrededor de
la mesa hacia la que Adalbert se precipitaba. La voz furiosa de Ava Ribblesdale
había roto el silencio que es de rigor en un salón donde se está jugando al
bridge. A todas luces, discutía su derrota. Enseguida se hizo manifiesto que la
emprendía tanto contra sus adversarios —Moritz Kledermann y un joven diputado conservador—
como contra su compañero, al que acusaba de «haberle dejado un juego imposible
de defender» y de «haber hecho sus declaraciones en contra del sentido común».
—¡Me niego a continuar jugando en estas
condiciones! —exclamó, levantándose—. Mi juego quizás acostumbre a ser audaz,
pero por lo menos es inteligente. Dejémoslo estar, caballeros.
Aldo, que había seguido a su amigo, se percató
demasiado tarde de que había ido directo hacia el peligro, pues lady
Ribblesdale, alejándose de sus compañeros con un gran revuelo de satén blanco y
encaje negro, se dirigía hacia él. La temible señora lo asió del brazo con
ademán perentorio y, obligándolo a girar sobre sus talones, le hizo volver por
donde había venido.
—No debería haberme dejado llevar por mi pasión
por este juego cuando todavía tenemos tantas cosas de que hablar —dijo,
suspirando y dedicándole una sonrisa radiante—. Debe perdonarme por haberlo
tratado antes con tanta dureza. Tenemos que ser amigos, y vamos a serlo, ¿no?
Yo lo deseo de todo corazón.
De pronto se había puesto a hablar en un tono
confidencial, dulce y persuasivo, como si esa amistad que reclamaba fuese para
ella de una importancia vital. Y entonces Morosini comprobó el gran poder de
seducción que esa mujer imprevisible era capaz de desplegar cuando quería
molestarse en hacerlo.
—¿Quién podría declinar tan encantadora
invitación? No tenemos ninguna razón para no ser amigos.
—¿Verdad que no? ¿Y me buscará lo que tanto deseo?
Verá, príncipe, al pedirle que haga para mí un pequeño milagro..., porque sé
muy bien que no debe de ser fácil..., al pedírselo, digo, obedezco a un impulso
profundo, casi vital. Por supuesto, tengo diamantes de sobra—añadió, levantando
como por descuido la deslumbrante cascada que iluminaba su escote—, pero son
piedras modernas, y quiero al menos uno que tenga alma..., una auténtica
historia.
—No estoy seguro de que haga bien. Las piedras que
proceden de tiempos inmemoriales suelen llevar el reflejo de la sangre, de las
lágrimas, de las catástrofes que han causado, y si...
Ella lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Hay quien cree que tengo muchos defectos, pero
nadie ha puesto nunca en duda mi valor. No me da miedo nada, y menos aún esa
presunta maldición que tienen las joyas famosas y que sólo existe en la
imaginación popular. Desde que su suegro le regaló el Sancy, a mi prima no le
ha pasado nada malo, sino todo lo contrario. Bien, ¿qué me dice?
—¿Qué quiere que le diga? Conozco un diamante
tabla antiguo y un poco más importante que ese que no la deja dormir. Al parecer
perteneció a la Corona inglesa antes de pasar a manos del cardenal Mazarino.
Digo «al parecer» porque no puedo ofrecerle ninguna garantía de que sea lo que
yo creo. Si es ése, no se sabe qué fue de él desde 1792.
—¿Lo llevó María Antonieta?
—Así lo creo, en efecto, pero siempre y cuando...
—Deje de repetir todo el rato lo mismo. ¿Dónde
está?
—En Venecia, en casa de una amiga.
—Entonces salgo mañana para Venecia con usted.
Aldo sonrió contemplando el rostro de su compañera
transfigurado por la pasión: sus ojos negros centelleaban, las aletas de su
nariz se estremecían, y se humedeció dos o tres
veces los labios con la
punta de la lengua.
—No, imposible. Su propietaria sólo está dispuesta
a venderlo en el más absoluto secreto y la presencia de usted sería demasiado
reveladora.
—En tal caso, vaya a buscarlo, haga que lo
traigan, qué se yo..., pero arrégleselas para que lo vea. Por cierto, ¿cómo se
llama?... Sí, ya sé, si es el que usted cree.
—El Espejo de Portugal. Mire, lady Ava, voy a
intentar que mi apoderado lo traiga, pero debo pedirle que tenga un poco de
paciencia. No se pasea una pieza de ese valor a través de Europa sin tomar
algunas precauciones. Y sobre todo le pido que no hable de esto con nadie, de
lo contrario no habrá trato posible entre nosotros. No quiero que mi emisario
corra ningún riesgo. ¿Me ha entendido bien?
Lady Ribblesdale clavó la mirada en los ojos
claros de Morosini, al tiempo que le apretaba una mano con una fuerza que le
sorprendió.
—Tiene usted mi palabra. Haré que le lleven una
nota al Ritz diciéndole dónde y cómo puede reunirse conmigo. En cualquier caso,
gracias por anticipado por tratar de complacerme. Ahora vayamos a beber algo
fuerte. Estas emociones hacen que el cuerpo me lo pida.
Mientras mantenían esta conversación habían
llegado a un invernadero que prolongaba el salón donde estaba la duquesa.
Dieron media vuelta y salieron de él charlando de futilidades, y hasta que no
los vio lejos, Moritz Kledermann no salió de detrás de las altas plantas donde
se había escondido. Entonces fue a sentarse en un sillón de rota forrado de
chintz con estampado de flores, sacó un puro de un bolsillo interior de su
esmoquin, lo encendió y, recostándose en el sillón, se puso a fumar con
voluptuosidad. Sonreía.
Entre tanto, en el coche que los llevaba al hotel,
Adalbert y Aldo reanudaban la conversación en el punto donde la habían dejado.
—A ver, tú que no te andas con rodeos, ¿a qué te
referías antes cuando me has dicho que ibas a entrar en casa de Ferrals con o
sin mi ayuda?
—No veo que la frase requiera ninguna explicación.
Me parece que es clarísima —masculló Morosini—. De todas formas, añado que
preferiría contar con tu ayuda. Desgraciadamente no poseo tus dotes de
cerrajero.
—Justo lo que me imaginaba. No te falta osadía,
¿sabes? ¿Por qué no recurres a tu amiga Wanda?
—Sentiría causarle algún problema. Además, su
abnegación ciega me inspira una confianza limitada. Con esa clase de mujeres
nunca se sabe qué puede pasar. Si encontramos algo, es capaz de arrodillarse
para dar gracias al Cielo y despertar a toda la casa. También he pensado en
Sally, la camarera amiga de Bertram Cootes, pero eso nos obligaría a ponerla al
corriente de la historia y no quiero hacerlo. Así que, como ves, sólo quedas tú
—concluyó Aldo con serenidad.
—Es delirante. ¿Pero tú me ves yendo a forzar una
puerta provista de sólidas cerraduras en pleno Grosvenor Square?
—Como si no supieras que las puertas de las
cocinas están mucho menos protegidas y se encuentran en el sótano.
Por toda respuesta, Vidal-Pellicorne masculló algo
ininteligible y poco amable, y volviendo la cabeza hacia el otro lado se quedó
absorto en la contemplación de las calles de Londres, sumidas a la vez en la
oscuridad y en la niebla. Morosini no insistió e hizo lo mismo; le pareció
preferible dejar que la idea fuera abriéndose camino en la cabeza de su amigo,
pero estaba casi seguro de que había ganado la partida, pues Adal difícilmente
se resistía al atractivo de una aventura un poco arriesgada.
Cuando estaban a punto de llegar, el arqueólogo
salió de su meditación para sugerir, con la esperanza de hacer pensar en otra
cosa a Aldo:
—Yo creía que teníamos que ir a dar una vuelta por
el Támesis, a fin de penetrar por el río los secretos del Crisantemo Rojo.
—Lo uno no quita lo otro, o sea que cada cosa a su
tiempo. No vamos a atacar sin preparación la mansión Ferrals; hay que ir por lo
menos a reconocer los alrededores. Mientras tanto, nos agenciaremos una barca
para mañana por la noche. ¿Satisfecho?
—¡No doy crédito a mis oídos! Ahora resulta que,
en lugar de una, tendremos dos fantásticas ocasiones de que la policía nos eche
el guante. ¡Estoy entusiasmado! ¡Doy saltos de contento!
Antes de acostarse, Morosini escribió una larga
carta a su antiguo preceptor y siempre amigo Guy Buteau, que lo ayudaba en Venecia
a administrar su tienda de antigüedades. Gran experto en piedras antiguas y de
una fidelidad a toda prueba, Guy era el hombre ideal para ir a tratar
discretamente con la anciana marquesa Soranzo y llevar después sin
contratiempos hasta Inglaterra la joya que ésta deseaba vender. Además, le
encantaba viajar.
6. Preparados para la
guerra La noche, liberada de la niebla por un viento que
debía de venir del polo, era glacial pero de una pureza desacostumbrada, y si
algunos jirones brumosos se deslizaban a ras del agua era a causa del ambiente
húmedo, como si el Támesis expulsara humo. Por una vez, levantando la cabeza se
podían ver las estrellas extendiendo sobre Londres su titilar, tan raro en esa
época del año, pero ninguno de los tres hombres de la barca pensaba en
contemplarlas. Morosini y Vidal-Pellicorne remaban con la energía de quien
siente la necesidad de entrar en calor. En cuanto a Bertram Cootes, sentado en
la proa de la embarcación, escrutaba las orillas negras, salpicadas de vez en
cuando por la llamita mortecina de una farola.
La presencia del periodista había resultado ser
indispensable. Ir a un sitio en taxi es una cosa, pero ir al mismo sitio por el
río y a oscuras era otra muy distinta. Sobre todo para unos extranjeros.
—A partir de Tower Bridge, en especial desde que
se llega a los muelles, todas las orillas se parecen. Aunque hayas localizado
perfectamente la casa, jamás llegaremos sin ayuda de un nativo. De día no sería
fácil, pero alrededor de medianoche...
Como Aldo había admitido que era lo más sensato,
se disponían a telefonear al cuartel general del periodista cuando éste se
había presentado por iniciativa propia para ponerse a disposición de aquellos
recién conocidos tan generosos como eficientes. Había pensado que, si deseaba
proseguir su investigación sobre el diamante robado en los barrios bajos, valía
más aprovechar la presencia providencial de esos dos hombres que parecían no
tener miedo de nada. Así pues, con las orejas un poco gachas pero rebosante de
buena voluntad, había ido a ofrecer su profundo conocimiento de la ciudad,
jurando por lo más sagrado que nunca más tendrían que «tener miedo de su
miedo».
Una vez perdonado, había demostrado una buena
voluntad conmovedora encontrando un pequeño lanchón de fondo plano que fueron a
buscar al muelle de Santa Catalina, justo al lado de la Torre de Londres, donde
acostaban los grandes navíos cargados de té, de añil, de perfumes, de maderas
preciosas, de lúpulo, de carey, de nácar y de mármol. Sin duda alguna era el
muelle más atractivo del Támesis y en él era posible alquilar una barca sin
exponerse a que lo desvalijaran a uno. Se remaba, además, sin demasiada
dificultad: la marea, a la sazón estacionaria, no tardaría en bajar y los
ayudaría.
—¿Qué vamos a buscar? —refunfuñó Adalbert, tirando
de los remos—. ¿De lo que tienes ganas es de visitar un garito clandestino o de
comprobar que allí hay un fumadero de opio?
—No lo sé, pero algo me dice que explorar la
guarida subterránea de Yuan Chang no será una pérdida de tiempo. ¿Está muy
lejos aún? —añadió, dirigiéndose a Bertram.
—No mucho. Ésa es la gran escalera de Wapping. ¡Un
pequeño esfuerzo más!
Unos minutos más tarde, la barca era amarrada
silenciosamente a una anilla colocada a este efecto junto a la entrada redonda
del túnel que tanto intrigaba a Morosini. El agua llegaba casi a la altura del
umbral. Aldo y Adalbert pusieron pie a tierra y, dejando a Bertram a cargo de
su esquife, se adentraron bajo la casa. La oscuridad era profunda, pero,
gracias a la linterna que de vez en cuando el arqueólogo encendía durante
breves instantes, pudieron avanzar sin peligro de caer sobre el suelo viscoso.
Debían de estar a la altura de la sala de fan-tan, pues se oía el parloteo
excitado de los jugadores.
El túnel, en suave pendiente, no era largo.
Desembocaba en unos escalones que conducían a una puerta de madera tosca, por
debajo de la cual se filtraba una luz amarillenta y que estaba cerrada con
llave. Sin decir nada, Adalbert sacó algo de un bolsillo, se agachó delante de
la cerradura y se puso a hurgar dentro con toda la delicadeza deseable para
evitar hacer ruido. Fue rápido. Al cabo de unos segundos, el batiente se abrió
para dejar paso a un corredor débilmente iluminado por un farol chino colgado
del techo.
Morosini emitió un ligero silbido de admiración.
——¡Qué habilidad! ¡Qué maestría! —susurró.
—Ha sido un juego de niños —repuso su compañero
con desenvoltura—. Esta cerradura no tiene ningún misterio.
—¿Y una caja fuerte? ¿Sabrías abrirla?
—Depende... Pero, chisss... No estarlos aquí para
charlar.
Al pasillo sólo daba una puerta, enfrente de la
pared mugrienta, tras la que se encontraba la sala de juego. Alguien hablaba al
otro lado, y, aunque sin entender muy bien lo que decía, Aldo creyó reconocer a
Yuan Chang.
De pronto se oyó otra voz. Una voz de mujer,
deformada y amplificada por la cólera.
—¡No se burle de mí, viejo! Yo he pagado por el
trabajo y en estos momentos no tengo nada. Quiero lo que habíamos acordado.
—Fue demasiado impaciente, milady. Y ese impulso que
la hizo venir sin esperar a que yo la llamara es muy peligroso.
—¿Acaso no comprende mi impaciencia?
—Siempre es mala consejera. Y ahora no se le
ocurra quejarse de haber sido atacada al salir de aquí.
—¿Está totalmente seguro de que no tuvo usted nada
que ver?
Se produjo un silencio que a Morosini le pareció
más inquietante que los gritos. No había duda posible: la mujer era Mary Saint
Albans. Aldo se sentía confundido por su audacia. El asunto del que trataba
debía de ser muy importante para que se atreviera a plantarle cara a ese chino,
más peligroso que una serpiente de cascabel. Maquinalmente, tocó dentro de su
bolsillo el arma que había tenido la precaución de llevar y que no vacilaría en
utilizar si era preciso acudir en auxilio de aquella loca.
De pronto se oyó arrastrar una silla y después
crujir el entarimado. Seguramente Yuan Chang estaba acercándose a su visitante,
pues su voz llegó más clara.
—¿Puedo preguntar qué insinúa? —dijo.
—Está muy claro, y debería haber sospechado que me
jugaría una mala pasada. No pagué suficiente, ¿verdad?
—Fui yo quien estableció el precio que me pareció
razonable.
—¡Vamos! Sólo era razonable porque usted pensaba
ganar algo más. ¡Era tan fácil!, ¿verdad? Yo vine a traerle el dinero, usted me
dio lo que yo venía a buscar y despues envió a sus hombres tras de mí para
recuperar el diamante.
Los dos hombres que escuchaban tuvieron que hacer
un esfuerzo para reprimir una exclamación de estupor, pero no era ni el lugar
ni el momento de cambiar impresiones. Yuan Chang se había echado a reír.
—Es muy inteligente para ser una mujer, sobre todo
una mujer tan codiciosa —dijo con un desdén divertido—. Pero no presuma tanto
de ello, porque en realidad ha hecho exactamente lo que yo esperaba que
hiciera.
—¿Lo admite, entonces?
—¿Por qué iba a molestarme en negarlo? ¿Cómo no se
dio cuenta antes de que la suma que pedí era a todas luces insuficiente para
pagar la vida de un hombre?
—En ningún momento se habló de matar. Yo
pensaba...
—Usted deja de pensar con claridad en cuanto hay
joyas de por medio. Usted no tenía que preocuparse de los medios, pero ahora
son tres hombres los que han caído, no sólo el joyero. He tenido que hacer
ejecutar a los hermanos Wu, mis fieles servidores, porque, después de haberle
quitado la piedra, olvidaron traérmela. Ya ve a lo que lleva el afán de lucro.
Afortunadamente, mi gente los seguía y les echaron el guante en el momento en
que iban a embarcar en un navío para ir al continente. Una idea estúpida que
les ha costado la vida. La policía fluvial los ha encontrado en el Támesis.
—He leído los periódicos, y debería haber
sospechado que era cosa suya, pero su organización no me interesa. Yo quiero el
diamante.
—¿Tiene ganas de sufrir otra agresión nocturna? Mi
intención es quedarme esa piedra algún tiempo más e incluso estoy dispuesto a
devolverle su dinero.
—¿Significa eso que quiere otra cosa? ¿Qué?
—Ah, veo que está volviéndose comprensiva. En
realidad, me conoce lo suficiente para saber que no tengo ningún interés en
conservar indefinidamente ese diamante que usted tanto ansía. Esos...
perendengues occidentales no representan gran cosa para mí.
—¡Demontre! —susurró Adalbert—. ¡Va a por todas!
—En cambio —proseguía el chino—, recuperar los
tesoros de nuestros grandes antepasados imperiales es el objetivo de mi
miserable vida. Una parte se encuentra en su país, y usted tendrá su bagatela
cuando yo tenga la colección de jades de su venerado esposo.
El golpe debió de ser tan duro como inesperado. Un
silencio lo acentuó. Luego, con una voz que por primera vez expresaba temor,
lady Mary balbució:
—¿Quiere que le robe a mi marido? ¡Pero eso es
imposible!
—Llevarse el diamante delante de las narices de
Scotland Yard también lo era.
—Lo reconozco. Sin embargo, jamás lo habría
conseguido sin mi ayuda.
—Nadie dice lo contrario. Representó muy bien su
papel, de modo que no es mi intención pedirle que actúe por su cuenta. No
tendrá más que facilitarnos la tarea diciéndome, para empezar, dónde está la
colección.
—En nuestro castillo de Kent. En Exton Manor.
—Bien, pero eso no es suficiente. Debe darme todas
las indicaciones, todos los planos que necesito para llevar a cabo el plan
de... recuperación de tesoros robados en nuestro país. Cuando yo tenga los
jades imperiales, usted tendrá su piedra.
—¿Por qué no lo dijo antes?
—Soy aficionado a la pesca y sé que, para atrapar
ciertos peces, hace falta un cebo de calidad y que después, antes de sacarlos
del agua, hay que trabajar mucho, cansarlos. Eso es lo que he hecho con usted,
lady Mary, porque la conozco bien desde hace años y de buenas a primeras tal
vez no habría aceptado el trato. Incluso habría sido peligroso para mí. Debía
usted madurar, como el fruto que se resiste a la mano cuando todavía está
verde, pero cae con toda naturalidad en la palma cuando está en su punto. Así
que tendrá que facilitarnos el acceso a su morada... ¡Vaya!, la veo muy
pensativa. ¿Acaso mi idea empieza a seducirla?
—¿Seducirme? Pero si lo que está pidiéndome es que
desvalije al hombre al que...
—Al que nunca ha querido. ¿El único que logró
meterse en su duro corazón no fue aquel joven oficial de marina que conoció en
un baile en casa del gobernador en Hong Kong? Estaba loca por él, pero su padre
no quería oír hablar de esa relación y en el último momento le impidió
marcharse con él. Su carrera se habría visto truncada, pero quizás hubiera sido
usted feliz. Sobre todo porque seguramente no lo habrían matado durante la
guerra...
—¿Cómo se ha enterado de todo eso? —murmuró la
joven, aterrada.
—No hace falta ser brujo. Hong Kong es una isla
pequeña donde uno se entera de todo lo relacionado con las personas importantes
con sólo poner algo de interés. Usted ya se había aficionado al juego y me
interesaba. Más tarde aceptó a Saint Albans por su fortuna; gracias a ella, al
menos podría saciar su pasión por las piedras. Ahora es usted paresa de
Inglaterra y esposa de uno de los hombres más ricos del país. Puede conseguir
todo lo que quiera.
—No lo crea. Ni siquiera estoy segura de que Desmond
me quiera. Está orgulloso de mí porque soy guapa. En cuanto a mi pasión, como
usted dice, le parece bastante divertida, pero gasta mucho más en su colección.
Creo que sus jades son lo que más le interesa del mundo.
—¡Allá él! ¿Está decidida a ayudarme?
Esta vez no hubo ni un instante de reflexión y la
voz de Mary había recobrado su firmeza cuando dijo:
—Sí. Siempre que pueda.
—Cuando uno quiere, es capaz de realizar proezas.
¿No dicen los cristianos que la fe mueve montañas si se la sabe utilizar? Haré
la pregunta de otro modo: ¿sigue queriendo el diamante?
La respuesta fue inmediata, precisa, tajante:
—Sí. Lo quiero por encima de todo y usted lo sabe
perfectamente. Pero deme un poco de tiempo para poner en orden mis ideas,
pensar en todo esto y prepararme para satisfacer sus deseos. ¿Qué quiere
exactamente?
—Un plano detallado de la casa, el número de
criados y sus atribuciones. Sus costumbres y las de sus invitados cuando los
tiene. Una descripción de los alrededores y todo lo concerniente a la
vigilancia de la propiedad. Este tipo de empresa exige una precisión extrema. Cuento
con usted para obtenerla.
—Sabe que haré cuanto pueda. Desgraciadamente, no
podré decirle nada más, pues desconozco la combinación que abre la cámara
acorazada.
—¿Una cámara acorazada?
—Es el término más adecuado. Mi esposo ha
acondicionado para este fin una bodega cuyos muros, que datan del siglo XIII, tienen
varios pies de grosor. Una auténtica puerta de caja de caudales fabricada por
un especialista la cierra. Sin la combinación, no se puede abrir.
—Es un inconveniente, pero no insuperable. Si no
puedo conseguirla, intentaré arreglármelas... de una u otra forma. El hombre
más discreto puede volverse parlanchín cuando te diriges a él en el tono
adecuado.
Lady Mary profirió una exclamación que dejaba
traslucir una angustia real.
—No estará pensando en... agredirlo personalmente.
—Todos los medios son buenos para alcanzar el
objetivo deseado, aunque... es cierto que preferiría no llegar a esos
extremos.»Milady, una mujer tan inteligente como usted debería ser capaz de
descubrir ese secreto. Ah, por cierto, no crea que puede tenderme una trampa
avisando a la policía. Por ese lado, también tomaré mis precauciones, y usted
no volvería a ver jamás la Rosa de York.
—Después de lo que he hecho, no tengo ningún
interés en poner a Scotland Yard al corriente de nuestros asuntos, ni siquiera
para salvar a mi esposo. ¿Cómo debo hacerle llegar la información?
—¡No corra tanto! Dentro de algún tiempo irá a su
casa una mujer para ofrecerle ropa interior parisina. Tranquilícese, es una
occidental. No tendrá más que entregarle un sobre cerrado. Después le haré
saber cuándo tengo previsto actuar, pues es preciso que usted esté en el
castillo para introducirnos. Ahora márchese y no se le ocurra volver por aquí.
No me gustan los riesgos inútiles.
—De acuerdo. Pero, antes de irme, ¿no me lo
enseñaría otra vez?
—¿El diamante?
—Creo que eso estimularía mi valor.
—¿Por qué no? Nunca está lejos de mí.
En el pasillo, Aldo volvió la cabeza. Su mirada se
encontró con la de su amigo. El mismo pensamiento acababa de atravesarles la
mente: ¿por qué no aprovechar la ocasión? Irrumpir en la habitación y
apoderarse de la piedra después de haber neutralizado al chino y a su visitante
parecía increíblemente fácil. Y tendría la ventaja de poner a todo el mundo de
acuerdo.
Aldo ya estaba sacando el arma y se disponía a
cerrar la mano sobre la culata de cobre cuando Adalbert lo retuvo, dijo que no
con la cabeza e indicó que debían marcharse. Se oían pasos acercándose,
efectivamente. Se fueron discretamente, sin olvidar cerrar tras de sí la gran hoja
de madera. Unos instantes más tarde se reunían con Bertram, tumbado en el fondo
de la barca para evitar ser visto si por ventura un barco pasaba cerca de él.
Los recibió con un enorme suspiro de alivio, pero se abstuvo de hacer
comentario alguno. Embarcaron sin decir palabra y, tirando con fuerza de los
remos para luchar contra la marea, que estaba bajando, se apresuraron a poner
la mayor distancia posible entre la barca y el Crisantemo Rojo. El periodista,
aunque continuaba en silencio, ardía de curiosidad.
—¡Cuánto han tardado! —dijo por fin, frotándose
las manos para calentárselas—. Empezaba a preocuparme. Espero que por lo menos
hayan descubierto algo.
—Digamos que la visita ha merecido la pena
—contestó Morosini—. Hemos sorprendido una conversación entre Yuan Chang y un
personaje desconocido que nos ha confirmado con toda seguridad que el diamante
se encuentra en posesión del chino. Hasta se lo ha enseñado a su visitante...
—Y nos ha costado Dios y ayuda no irrumpir en el
establecimiento del chino para llevarnos la piedra —añadió Vidal-Pellicorne.
—¡Señor! Han hecho bien en contenerse, porque no
se habrían llevado nada de nada y a estas horas quizás estarían flotando en el
Támesis. Si es verdad lo que se cuenta sobre los establecimientos del chino,
están provistos de trampillas que les permiten desembarazarse de un modo fácil
y cómodo de los visitantes indiscretos o indeseables.
—¡No exageremos! —repuso Morosini—. Seguro que hay
una parte de leyenda en todo eso.
—Con los orientales, muchas veces las peores
leyendas se quedan cortas en relación con la verdad —dijo Bertram con voz
insegura—. Y yo he oído muchas sobre Yuan Chang. Quizá por eso me da tanto
miedo él y lo que lo rodea. —Luego, cambiando súbitamente de tono, añadió—:
¿Qué tienen previsto hacer ahora? ¿Ir a contárselo al superintendente Warren?
—Vamos a pensarlo.
—Más vale ir, si no, se me va a echar encima como
haga simplemente una alusión al asunto en el periódico.
—Usted no va a hacer ninguna alusión a nada, amigo
mío, al menos por el momento —protestó Adalbert—. Creía que habíamos llegado a
un acuerdo. Usted se está quieto y se limita a echarnos una mano, y a cambio
tendrá la exclusiva de la historia. ¿Ya no le interesa?
—¡Sí, sí, por supuesto! Lo que ocurre es que la
paciencia no es mi virtud predominante.
—Ése es un grave defecto en un periodista. La
paciencia, querido amigo, es el arte de esperar. Eso no lo escribió Shakespeare
sino un francés llamado Vauvenargues, lo que no le resta calidad, y le aconsejo
que medite sobre ello.
El toque de sirena de un paquebote que navegaba
río abajo, iluminando las aguas con sus focos, obligó a interrumpir la
conversación para dar prioridad al mantenimiento de la estabilidad del esquife,
zarandeado por la potente estela. Aldo, por su parte, se había desinteresado de
la charla de sus compañeros. Como buen italiano, fuertemente tentado de poner
en un pedestal a toda mujer bonita, le costaba un poco recuperarse de los
efectos de su reciente descubrimiento. A saber, que lady Mary se hallaba
implicada en un crimen horrible, en el que sin duda había participado
activamente. Le obsesionaba sobre todo una de las frases que acababa de oír:
«Después de lo que he hecho, no tengo ningún interés en poner a Scotland Yard
al corriente de nuestros asuntos.» ¿Qué papel había desempeñado en el asesinato
de Harrison esa encantadora criatura cuyo rostro de ángel ocultaba un alma tan
negra?
De repente, lo vio con una claridad meridiana.
¿Por qué no el de la anciana lady Buckingham, que él sabía con toda certeza que
no había podido ir a la joyería de Old Bond Street? Evidentemente, estaba el
coche y la mujer que supuestamente la sostenía, tal vez la enfermera de la
anciana, la que había impedido a Warren entrar en su habitación afirmando que
estaba demasiado alterada para responder a ninguna pregunta. ¿Había que suponer
que lady Mary había contado con su complicidad? Esa versión explicaría tantas
cosas...
En cuanto Adalbert y él se libraran de los oídos
curiosos del periodista, podrían debatir tranquilamente la cuestión que se les
planteaba: poner o no poner al corriente a la policía. La primera solución
sería la más sensata, además de la mejor manera de proteger a lord Desmond,
cuya vida tenía ahora en mucho aprecio, pues, tal como estaban las cosas en
esos momentos, únicamente su talento iba a alzarse entre Anielka y la horca.
Aunque, por otra parte, si se encontraba atrapado en el torbellino de un
terrible escándalo, quizás el abogado no pudiera seguir defendiendo a su joven
cliente. En el fondo, lo mejor sería esperar un poco, puesto que el robo
previsto de los jades de Exton Manor no iba a llevarse a cabo de inmediato.
Sin embargo, estaba escrito que esa noche Aldo iba
a verse privado de la capacidad de decisión.
En el momento en que la barca ocupaba de nuevo su
lugar en el muelle de Santa Catalina, una silueta perfectamente reconocible se
alzó en lo alto de la escalera junto a la que estaban amarrándola.
—¿Qué tal el paseo, señores? ¿Bien? Hace una noche
un poco fresca, pero hay tantas estrellas que seguramente han salido para contemplarlas.
La voz burlona del pterodáctilo estaba cargada de
amenazas, pero éstas no lograron acabar con el indestructible buen humor de
Vidal-Pellicorne.
—¡Fantástico! Es tan raro verlas aquí que no hemos
podido resistir la tentación. Ustedes, los ingleses, sólo conocen el sol por
los escritos de sus antepasados, ¡y las estrellas no digamos!
—¡Los franceses y su eterna mala fe! ¿Y, por
curiosidad, adonde han ido?
—A ningún sitio en concreto. Nos hemos dejado
guiar por nuestra fantasía.
—¿Hasta las irresistibles orillas de Limehouse? Lo
comprendo: ¡es tan exaltante para el espíritu ese rincón infecto! En fin,
señores, basta de bromas. Creo que ustedes y yo vamos a tener una conversación
sin ambages de lo más apasionante. Si tienen la bondad de acompañarme...
—¿Nos detiene? —protestó Morosini—. No hay ninguna
razón para hacer tal cosa.
—Ninguna, en efecto. Los invito a venir a tomar un
café o un grog en mi despacho de Scotland Yard. Deben de necesitar cuanto antes
algo caliente.
—Es posible, pero la idea de molestarlo nos parece
detestable.
—¡No es ninguna molestia, no se preocupen! Tengo
mucho interés en charlar con ustedes dos —dijo Warren, señalando con un dedo
autoritario a Aldo y su amigo—. No me obliguen a pedir una escolta. Hagamos las
cosas cordialmente.
—¿Yo no estoy invitado? —preguntó Bertram,
dividido entre el alivio y la vejación.
—No. Puede irse, pero no demasiado lejos. Lo
convocaré más tarde.
—Pero... no irá a arrestarlos, ¿verdad?
El ave prehistórica batía con tanta furia las alas
de su
macfarlane que Aldo creyó que iba a echar a volar.
—¿Y si se inmiscuyera en lo que le concierne?
—ladró, realizando así una curiosa proeza zoológica—. ¡Desaparezca de mi vista
o le pongo las esposas! ¡E intente venir cuando lo llamemos!
Tras esta andanada, Bertram Cootes desapareció en
la noche con la celeridad de un genio de cuento oriental y dejó a sus
compañeros conversando con el gran jefe. Estos tres se marcharon
inmediatamente.
De día, las oficinas de Scotland Yard no eran
acogedoras, pero de noche eran francamente siniestras, pues los grandes
archivadores de un marrón casi negro y las lámparas con pantalla de opalina
verde manzana no contribuían mucho a crear una atmósfera distendida. Los
visitantes forzosos recibieron la acogida de sendas sillas, mientras que el
superintendente se instaló en un sillón de piel después de haber hecho que el
policía de guardia sirviera, tal como había prometido, unos grogs humeantes.
Afortunadamente, el olor del ron y del limón invadió la estancia.
—¡Bien! —suspiró Warren, después de haberse bebido
la mitad de su vaso—. ¿Cuál de los dos va a hablar? Pero, antes de nada, una
pregunta: ¿ha participado Cootes en su discreta visita a las entrañas del
Crisantemo Rojo?
—No —dijo Aldo, que acababa de decidir, tras haber
intercambiado una mirada con Adalbert, ser lo más franco posible—. Los chinos
le dan pánico, así que lo hemos dejado en la barca vigilando.
—¿Por qué lo han llevado con ustedes, entonces?
—Para que nos ayudara a orientarnos en el río.
Antes de continuar, me gustaría saber cómo es que está tan al corriente de
nuestros pasos. No hemos visto a nadie.
—La cosa no tiene ningún misterio. Como estaba
casi seguro de que no haría ningún caso de mi advertencia del otro día, le he
hecho seguir. Cuando los han visto tomar un barco en los muelles, su destino
estaba claro. Y ahora, cuéntemelo todo. A juzgar por la cara de preocupación
que tiene desde que me ha visto, ha debido de pasar algo que no estaba muy
dispuesto a contarme.
Como no les había sido posible ponerse de acuerdo,
a Vidal-Pellicorne le pareció conveniente intervenir.
—No crea. Todavía nos encontramos bajo el impacto
de lo que hemos descubierto, lo confieso, e informar o no informar a la policía
merecía reflexión, dadas las consecuencias de esa decisión para otras personas.
—Mmm..., no queda muy claro su discurso, señor... Vidal-Pellicorne.
Es ése su nombre, ¿no?
La pronunciación era abominable, pero, de todas
formas, fuera en francés o en inglés, el interesado ya estaba acostumbrado a
eso.
—Más o menos. Que se acuerde de mi apellido ya es
toda una hazaña.
—Le escucho, príncipe.
Alentado así a hablar, Aldo comenzó a reproducir
la conversación entre Yuan Chang y una dama cuyo rostro les había sido
imposible ver. En cuanto a su voz, joven y agradable, era la de una persona manifiestamente
culta. Pero, al llegar a ese punto del relato, Warren lo interrumpió.
—No haga trampas conmigo. Estoy seguro de que la
ha reconocido. ¿O bien me equivoco al sugerir que podría tratarse de lady
Killrenan?
La sorpresa de Morosini, que aún no había
conseguido dar ese nombre que tan querido era a su nueva propietaria, fue
mayúscula. En cuanto a Adalbert, abrió los ojos sin tratar de ocultar su
asombro.
—¿Lo sabía?
—¿Que va a veces a Narrow Street? Naturalmente.
Verá, es bastante corriente que personas de la buena sociedad frecuenten el
garito de Yuan Chang, pero suelen ser hombres. Cuando va una mujer sola,
establecemos cierta vigilancia.
—No muy eficaz, porque hace unas noches la
agredieron.
—En efecto —dijo Warren sin alterarse—, pero fue
socorrida tan raudamente por dos caballeros que toda intervención era
superflua. Ahora, reanude la narración sobre unas nuevas bases; ganará en
claridad.
—De todas formas —dijo Adalbert—, habría sido
preciso acabar haciéndolo.
Esta vez, el relato fue completo y llegó sin más
interrupciones hasta el final. Mientras hablaba, Aldo se esforzaba en
interpretar las impresiones en el semblante de su interlocutor, pero era
imposible, pues el rostro del superintendente se movía menos que si estuviera
tallado en granito.
—¡Bien! —exclamó éste, dejando escapar un suspiro—.
No sé a quién debo dar más las gracias, si a ustedes o a la suerte, pero es
evidente que acaban de aportar a la investigación unos elementos esenciales.
Pero dígame por qué no estaba decidido a informarme de todo esto.
—Por miedo a que lady Ferrals pierda un defensor
que tanto necesita, cosa que ocurrirá fatalmente si éste se ve involucrado en
un escándalo por culpa de las maniobras de Mary Saint Albans.
—Habría escándalo si yo detuviera sin dilación a
nuestra emprendedora condesa, pero no tengo intención de hacerlo, ni tampoco
derecho.
—¿Cómo que no tiene derecho? ¿Acabo de decirle que
es cómplice de un crimen y que posiblemente se dispone a cometer otro, y eso no
le basta? —repuso Morosini, indignado.
—No, no me basta. De momento sólo puedo basarme en
su palabra, la de los dos: han oído una conversación y punto, no hay nada más.
Ante cualquier tribunal, sería insuficiente, máxime siendo ustedes extranjeros.
Necesito algo sólido, y ese algo sólido sólo lo obtendré dejando que lady
Killrenan continúe adelante con su empresa. Si debe ser arrestada, lo será en
Exton y con las manos en la masa.
—¿Si debe ser arrestada? —replicó Morosini, a
quien no había hecho gracia la alusión al peso de los extranjeros ante un tribunal
británico—. Se diría que no está seguro. No estará pensando por casualidad en
protegerla, cuando no vaciló en mandar a lady Ferrals a la cárcel por una
simple denuncia..., de un inglés, eso sí.
La mano de Warren se abatió sobre la mesa con
tanta energía que los expedientes que había encima saltaron.
—Nadie me ha dicho nunca cuál es mi deber, señor Morosini.
Un culpable es un culpable, sea cual sea su rango, pero, mientras no esté
seguro de lo que se afirma y no tenga las espaldas cubiertas, no haré nada que
vaya en contra de la esposa de un par de Inglaterra y actuaré con la prudencia
que se impone cuando se trata del entorno real. No olvide que los Saint Albans
son amigos del príncipe de Gales.
—¡Ah, la gran palabra ya ha sido pronunciada! ¡Los
inquilinos de Buckingham Palace! ¡Pues escúcheme bien, superintendente Warren!
Nosotros se lo hemos contado todo, y yo estoy harto de servirle de cobaya..., y
por si fuera poco de cobaya maltratado. Así que, con su permiso, voy a
acostarme. ¡Apáñeselas con sus Saint Albans, sus chinos, sus diamantes y su
familia real! Gracias por el grog. ¿Vienes, Adal?
Y, sin dar a su adversario tiempo de respirar,
Morosini salió del despacho, cuya puerta Vidal-Pellicorne sujetó justo antes de
que le diera en las narices. Este último, prudente, pronunció unas vagas
palabras de disculpa dirigidas al pterodáctilo, que parecía haber recibido los
cuidados de un taxidermista. Acto seguido se lanzó tras los pasos de Aldo, pero
la indignación hacía caminar a éste a tal velocidad que no lo alcanzó hasta
después de cruzar el puesto de guardia.
Morosini estaba tan furioso que su amigo consideró
más prudente llamar un taxi antes de intentar calmarlo. Lo que no fue fácil,
pues Aldo, siguiendo la gran tradición italiana, expresaba su indignación con
frases gráficas y coloristas sobre los dudosos orígenes de los ingleses en
general y del superintendente Warren en particular.
Cuando por fin hizo una pausa para recobrar el
aliento, Adalbert, que había esperado pacientemente el final de la tormenta,
preguntó sin levantar la voz:
—¿Has terminado?
—¡Ni hablar! ¡Podría continuar echando pestes toda
la noche! ¡Es indigno, es escandaloso, es...!
Iba a empezar de nuevo, pero Vidal-Pellicorne le
hizo callar interrumpiéndolo con firmeza.
—¡Es normal, condenada muía italiana! Ese hombre
es policía, y por añadidura de alto rango. Está al servicio de su país y debe
respetar sus leyes.
—¿A eso lo llamas tú respetar las leyes, a dejar
las manos libres a una criminal británica y encerrar a una desdichada inocente
cuyo único error es ser polaca, igual que tú eres francés y yo italiano?
¡Aunque nos desgañotemos proclamando la verdad, no nos escucharán! ¡Así son los
ingleses!
—Cuando se trata de una investigación policial,
sucede lo mismo en París, en Roma y en Venecia, y tú deberías saberlo. Así que
no te soliviantes.
—No me solivianto, pero me exaspera ver el poco
caso que hacen a lo que decimos. ¿Y tú querías que le hablara del armario
frigorífico de Ferrals? Me habría tomado por loco.
—Yo nunca he querido que le hablaras de eso. Ya
sabes lo que pienso de esa historia abracadabrante.
—¡No tanto como parece! ¡Y lo demostraré!
—¡Señor, ten piedad!
Esa noche fue imposible sacarle una palabra más.
Quizá por primera vez en su vida, Aldo Morosini estaba enfurruñado, pero, como
eran cerca de las tres de la madrugada, Adalbert no se molestó más de la
cuenta; tenía demasiado sueño para dar importancia a un arrebato de mal humor.
Lo que le sorprendía —y lamentaba— era que Aldo se hubiera echado atrás tan
deprisa en las decisiones que había tomado en relación con lady Ferrals.
Decididamente, cuando se dejaban llevar por el
corazón, estos italianos se volvían imprevisibles.
A la mañana siguiente, eran un poco más de las
nueve cuando un taxi dejó a Morosini ante la entrada principal del Victoria and
Albert Museum, que no abría hasta las diez. El príncipe consideraba que ese
museo constituía una excelente coartada en caso de que un esbirro de Scotland
Yard todavía le siguiera los pasos. ¿Había algo más normal para un veneciano
culto que ir a admirar el importante fondo de escultura italiana que se
encontraba allí? Naturalmente, no pudo entrar, se hizo el sorprendido, miró su
reloj y luego, como caminando sin un rumbo fijo, dio unos pasos por la acera
para acercarse a la iglesia vecina, de estilo renacentista italiano, donde
esperaba encontrar a Wanda.
Como no había entrado nunca en el Oratorio, le
sorprendió su fasto; el interior era todo de mármol de diferentes colores. Sus
dimensiones, así como la poco numerosa asistencia, le permitieron localizar
enseguida a la persona que buscaba: arrodillada ante el comulgatorio, Wanda
estaba recibiendo la hostia. Aldo rezó una breve oración, después fue a
sentarse junto a una estatua de mármol que representaba a un apóstol y esperó a
que terminara la misa. Acabó casi enseguida, pues en esa iglesia se celebraba
una cada media hora.
Sin embargo, tuvo que armarse de paciencia, ya que
Wanda, inclinada sobre el reclinatorio, se eternizaba rezando, y cuando por fin
se levantó, fue para ir a buscar un cirio y encenderlo delante de la
Piedad de
la capilla de los Siete Dolores, cerca del lugar desde donde Aldo la acechaba.
Al verla acercarse, advirtió que estaba llorando, pero, como nadie más iba a
rezar ante la honorable copia de una obra de Francesco Francia, salió a su
encuentro.
Estaba empezando otra misa en el extremo opuesto
de la iglesia y era realmente el sitio ideal para hablar.
Al descubrirlo de pie detrás de ella, Wanda
profirió un grito de ratón asustado y alzó hacia él un rostro abotargado por las
lágrimas y tan doliente que Morosini sintió que lo invadía la inquietud.
—¿Qué le ocurre, Wanda? —preguntó con solicitud—.
¿Acaso tiene malas noticias de lady Ferrals? Venga a sentarse aquí—añadió,
señalando un banco encajado entre la pared y un confesionario—. Estaremos
tranquilos.
Ella se dejó llevar, quizá feliz en el fondo de su
dolor de encontrar una mano amiga. La vida no debía de ser de color rosa en la
casa del difunto sir Eric, habitada por el odio vigilante de su secretario. Una
vez que estuvo instalada, él le asió una mano, cuya frialdad notó a través del
guante de filadiz.
—Cuéntemelo todo. Sabe que puede confiar en mí y
que deseo ayudarla.
—Lo sé, lo sé, príncipe, y me alegro mucho de
verlo. ¡Mi pobre ángel! ¡Es tan desdichada! Cada vez soporta peor esa espantosa
prisión, y cuando fui a verla ayer, la encontré tan pálida, con sus hermosos
ojos enrojecidos y su pobre cuerpecito sacudido por escalofríos... Está
enfermando, seguro. Y no es de extrañar, encerrada entre cuatro paredes y
horribles barrotes que apenas le dejan ver un trozo de cielo gris, ella que no
puede vivir sin estar al aire libre y sin jardines... Está debilitándose,
príncipe, debilitándose, y tal vez muera antes incluso de que la juzguen.
Wanda rompió a llorar desconsoladamente, y de vez
en cuando interrumpía los sollozos para invocar a la Virgen y a algunos santos
polacos. Intuyendo que ese torrente de palabras y de lágrimas aliviaba a la pobre
mujer,Aldo dejó que pasara la tormenta. Sabía muy bien que Anielka se había
equivocado al suponer que la prisión podía ser un refugio. Era demasiado joven
para saber que, una vez cerrada, ese tipo de trampa no se abre fácilmente.
—¿No cree —dijo finalmente— que sería hora de que
ese tal Ladislas Wosinski diera señales de vida? ¿A qué espera para venir a
representar el papel de valiente caballero? ¿A que los jueces se pongan la
peluca y la toga roja para decidir si su señora debe ser colgada o no? Si la
quiere y tiene alguna idea del lugar donde se encuentra ese joven, debe
decírmelo inmediatamente. Dentro de muy poco será demasiado tarde.
—Pero es que no lo sé. Se lo juro delante de la
Santísima Virgen, que está escuchándome. Si me ve en este estado es porque
tengo mucho miedo. Si supiera dónde está, iría a verlo ahora mismo para
contarle lo que mi pobre niña está padeciendo, porque seguro que ni se lo
imagina. Los periódicos ya no hablan del asunto y Ladislas debe de pensar que
la policía sigue investigando. Y por lo tanto que es mejor continuar
escondido...
—¡Pero eso es una tontería! Debería darse cuenta
de que, cuando la policía ha entregado a un supuesto culpable, se esfuerza
mucho menos en buscar otro. Por cierto, supongo que lady Ferrals ha visto a su
nuevo abogado. ¿Está satisfecha?
—Dice que parece muy hábil, pero que es muy duro,
que la acosa a preguntas.
—¿Y qué hace el conde Solmanski? ¿El también
espera la ayuda celeste? Rezaba mucho, según me dijeron, después del secuestro
de su hija el día de su boda.
—Está muy enfadado, mucho. No ha aportado ninguna
ayuda a mi pobre ángel. Sólo ha ido a verla una vez a Brixton y fue cruel.
Llamó a su hija de todo, le reprochóhaberse comportado como una desgraciada
criatura sin voluntad, una tonta... y le hizo preguntas. Quería saber dónde
estaba el joven enamorado.
Conociendo al falso conde polaco y los fines que
perseguía casando a su hija con Ferrals, Morosini no ponía en duda el
comentario de Wanda. Solmanski debía de estar furioso por que el regreso del
estudiante nihilista hubiera venido a obstaculizar el mecanismo tortuoso pero
delicado de sus maniobras. En Venecia, Simon Aronov había predicho la muerte de
Ferrals porque era necesaria para que Solmanski pudiera disponer de la fortuna
de su yerno, pero no entraba en sus planes que Anielka se viera implicada en
ella de una u otra forma.
—No puedo censurárselo. Es natural que piense ante
todo en salvar a su hija. Dejémosle, pues, actuar a su manera y veamos lo que
podemos hacer nosotros.
Wanda alzó hacia la
Piedad unos ojos
anegados en lágrimas y unas manos implorantes.
—¡Eso es lo terrible! ¡Que no podemos hacer nada,
Santa Madre de Dios!
—¡Pues claro que sí! Ésa es la razón por la que he
venido esta mañana: tiene que introducirme en su casa para que pueda
inspeccionar el gabinete de trabajo de sir Eric.
—¿Entrar en la casa? —susurró Wanda, aterrorizada;—.
¡Eso es imposible! Míster Sutton no lo permitirá.
—No hay que pedirle permiso. Vamos, no es tan
difícil... Lo único que le pido es que se las arregle para que esta noche la
puerta de las cocinas no esté cerrada. También tiene que explicarme dónde se
encuentra esa habitación y el dormitorio de Sutton. Necesito conocer las
costumbres de los criados y sus horarios para estar seguro de no encontrarme
con nadie. La vida de Anielka quizá dependa de lo que encuentre.
Ella no contestó, muda por el espanto que Morosini
pudo leer en sus ojos de un azul de azulejo.
—Créame, Wanda —insistió—, ya es hora de que deje
a un lado sus sueños de amores románticos y mire de frente la realidad. Lo que
le pido no le hará correr un riesgo muy grande. No tendrá más que bajar a las
cocinas cuando todo el mundo esté acostado y abrir la puerta. Después volverá a
su cuarto. Yo me encargo del resto. ¿A qué hora cierran las puertas en su casa?
—A las once, salvo cuando míster Sutton dice que
volverá tarde. Entonces lo espera el mayordomo.
—¿No se ausenta nunca?
—Casi nunca. Es el guardián de la mansión hasta
que se celebre el juicio y se toma muy en serio su papel.
—De todas formas, no estaré mucho tiempo: un
cuarto de hora..., o media hora quizá. ¿Me ayudará? Estaré en su casa...
pongamos a las doce y media.
—¿Y si míster Sutton sale?
—En ese caso, telefonee al Ritz. Si no estoy, deje
su nombre. Yo entenderé lo que pasa y pospondremos la operación hasta mañana a
la misma hora. ¡Un poco de valor, Wanda! Espero sinceramente poder serle útil a
su «ángel». Pregúntele si no a la Madona qué piensa ella.
En esta materia, Wanda no necesitaba que nadie la
alentara, y cuando Morosini se alejó de ella estaba casi prosternada delante de
la
Piedad y abismada en una plegaria cuyo fervor debía de ser comparable
a su miedo. Con todo, le había hecho una buena descripción del interior de la
casa.
Para descargar su conciencia, Aldo entró en el
museo y se detuvo unos instantes delante de la
Lamentación sobre Cristo
muerto, de Donatello, como si hubiera ido exclusivamente a eso; luego dio
media vuelta y se marchó.
En vista de que el tiempo se mantenía claro,
aunque frío, decidió volver a pie. Tal vez un poco de ejercicio calmaría ese
deseo lancinante que tenía de ir a la prisión de Brixton con la esperanza de
ver a Anielka. Una idea tan estúpida como descabellada, puesto que no tenía
permiso de visita, pero saberla enferma y sin duda atemorizada le hacía
recuperar, intacto, su primer impulso amoroso hacia ella, y quería olvidar las
mentiras y las contradicciones que le había dicho desde su primer encuentro.
Así pues, cuando llegó al final del camino acariciaba la idea de acercarse a
Scotland Yard a fin de pedirle a Warren otro pase. No era muy buena idea,
teniendo en cuenta cómo se habían despedido la noche anterior, ¡pero tenía
tantas ganas de verla!
Un acceso de amor propio lo salvó del ridículo
cuando pensó que esa noche trabajaría para ella y que eso debería bastar por el
momento. Si las cosas salían como él esperaba, quizá fuera como triunfador a
ver al superintendente. El permiso deseado le sería concedido entonces
automáticamente, a fin de que pudiera llevar la buena noticia a la querida
prisionera.
Los escasos transeúntes que quedaban en Grosvenor
Square no prestaron mucha atención a ese hombre con traje de etiqueta, sombrero
de copa, capa negra y bufanda blanca sobre los hombros y bastón en la mano, que
daba un apacible paseo respirando el aire vivificador de la noche. Ese tipo de
noctámbulo no era excepcional en aquel barrio elegante, al que los caballeros
regresaban con frecuencia a pie de su club cuando el tiempo lo permitía. Pero
nadie, ni siquiera el policía que se cruzó con él acercando un dedo al casco a
modo de saludo, habría imaginado que éste se disponía a penetrar indebidamente
en una morada ajena. El boato era, en el fondo, una excelente coartada, y para
justificarlo Morosini había ido a pasar la velada al Covent Garden, donde había
matado el tiempo en compañía del ballet
Giselle. Vidal-Pellicorne, que
estaba pasando el día con un colega del Museo Británico, no había aparecido y
Aldo había cenado solo en el hotel.
Eran algo más de las doce y media cuando, tras
comprobar que no había nadie a la vista, empujó la verja y se dirigió a la
pequeña escalera que conducía a la puerta de servicio. Aparentemente, Wanda
había llevado a cabo muy concienzudamente su misión.
En el momento de entrar en la casa, Aldo respiró
hondo. Todavía estaba en el lado de la legalidad, pero en cuánto traspasara esa
puerta saltaría la barrera que separa a las personas honradas de los
delincuentes. Podían detenerlo, encarcelarlo, destruir el universo
tremendamente agradable y sobre todo apasionante que se había construido...,
pero pensar en la cárcel le recordó a la que tal vez estaba muriendo allí.
«¡No es momento de echarse atrás, muchacho!», se
dijo, y empujó la hoja esperando que chirriara. Tal como le habían dicho, se
encontró en el pasillo al que daban, por un lado, las cocinas, y por el otro,
los dormitorios de los sirvientes. Al fondo, la escalera de servicio que unía
el sótano con la planta baja. Para estar totalmente seguro de no hacer ruido,
se quitó los zapatos de charol, se los metió en los bolsillos, buscó los
peldaños casi a tientas y esperó a haber pasado un recodo para encender la
linterna que se había llevado por precaución. Al cabo de un momento estaba en
el gran vestíbulo y guardó la linterna, pues los faroles de gas de la calle
iluminaban lo suficiente para que pudiera orientarse. Encontró la noble y bella
elipse que conducía al piso superior, luego los bustos de los emperadores
romanos, el sarcófago y el resto de los objetos que recordaba.
Localizar el gabinete de trabajo de Ferrals fue
fácil, pues estaba justo al lado de la pequeña estancia donde Sutton lo había
recibido unos días antes. Una vez dentro, tuvo que encender de nuevo la
linterna, ya que gruesas cortinas cuidadosamente corridas ocultaban las
ventanas. En cierto sentido, era una ventaja, pues no corría el riesgo de ser
visto desde el exterior. Faltaba ahora encontrar el famoso armario frigorífico,
que la duquesa creía recordar que estaba cerca de la mesa de trabajo y «oculto
por la biblioteca». Pero la estancia, donde los ruidos quedaban amortiguados
por alfombras persas, era de considerables dimensiones y, con excepción de la
chimenea, donde acababan de morir unas brasas, estaba tapizada de libros.
«Pensemos un poco. Las paredes no son tan
gruesas... Debe de haber en algún sitio un trampantojo decorado con estantes
llenos de libros.»
Después de quitarse la capa y el sombrero y de
dejarlos sobre uno de los sillones, comenzó a inspeccionar la vasta biblioteca
empezando por la parte más cercana a la mesa de trabajo. Sus largos dedos
enguantados recorrían los lomos de los libros y de vez en cuando medio sacaban
uno de ellos. Este ejercicio le llevó algún tiempo, hasta que por fin uno de
los libros se negó a moverse porque estaba unido a los que tenía al lado. Tiró
un poco más fuerte y un panel de falsos libros y falsos estantes se desprendió,
girando sobre unas bisagras invisibles. Debajo había una puerta de acero
pintada en color madera. Ninguna manivela para abrirla, tan sólo el agujero de
una cerradura. Faltaba saber dónde estaba la llave.
Dejando las cosas tal cual, empezó a buscar en los
cajones de la mesa cuando la habitación se iluminó al tiempo que una voz fría
decía:
—¡Arriba las manos y no haga un solo movimiento!
Aldo dejó escapar un suspiro de contrariedad y
pensó que ese tipo debía de tener un oído de perro guardián, pues él estaba
seguro de no haber hecho ningún ruido. Fuera como fuese, John Sutton, con una
bata de seda color vino y el cabello revuelto, lo amenazaba con un revólver.
—Puede bajar eso, no voy armado —dijo Morosini con
calma.
—No tengo por qué creerle, así que seguiremos como
estamos. Vaya, vaya, príncipe —añadió, pronunciando el título con un desdén
insultante—, así que hemos llegado al extremo de registrar los armarios... ¿Qué
esperaba encontrar ahí dentro? Si cree que es una caja fuerte...
—Sé que no es una caja fuerte, sino una nevera
eléctrica. En Estados Unidos creo que lo llaman frigorífico por el nombre del
inventor. Es la única razón de mi presencia aquí.
Mostraba una desenvoltura que distaba mucho de
sentir por la razón más tonta del mundo: resulta difícil darse aires de
grandeza cuando uno está en calcetines, aunque sean de seda, delante de un
hombre cuyos ojos están clavados en ese detalle.
—¿En serio? ¿Y cree que me lo voy a tragar? —dijo Sutton.
—Debería hacerlo. Y añado que, si tuviera usted la
llave para abrir este mueble, me iría estupendamente. También me gustaría
comprender por qué a nadie, ni siquiera a usted, se le ha ocurrido
mencionárselo a la policía.
—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? Era el juguete
de sir Eric. Sólo él ponía agua y sólo él se la servía. No creerá que el veneno
estaba ahí y que mi
jefe se envenenó, ¿verdad? Invéntese otra cosa si
quiere que le deje irse.
—¡Pero si yo no tengo ningunas ganas de irme!
Incluso me alegraría mucho sí cogiera ese teléfono para rogarle al
superintendente Warren que se sumara a nuestra animada reunión. Claro que
habría que encontrar la llave...
—¿Qué cree? ¿Que voy a bajar la guardia para
manejar el teléfono? Tenga la seguridad de que lo haré en cuanto me haya dicho
la verdadera razón de su presencia aquí.
—¿Qué es usted, escocés o irlandés, para ser tan
terco? Si le parece bien, puedo llamar yo. Estoy seguro de que el ptero... el
superintendente va a encontrar apasionante este armario. Entre tanto, si me lo
permite, voy a bajar los brazos y a ponerme los zapatos. Dispare si se le
antoja, pero yo tengo frío en los pies.
Uniendo el gesto a la palabra, Morosini se calzó.
El otro parecía perplejo y masculló, expresando su pensamiento en voz alta:
—Esta historia es demencial. Me siento más
inclinado a pensar que continúa usted buscando su famoso zafiro.
—¿En una nevera? Porque reconoce que ese mueble es
una nevera, ¿no?
—Lo reconozco, pero ¿quién demonios le ha hablado
de ella?
—Va a sorprenderle: ha sido la duquesa de Danvers.
Ella cree que el hielo que fabrica esa máquina puede ser nocivo. La idea de un
veneno ni siquiera le pasa por la mente; ella piensa únicamente en el
procedimiento de fabricación, pero yo he sacado otras conclusiones.
—¿Cuáles?
—Muy sencillo. Ese mueble no está protegido por una
cerradura con secreto, supongo, sino que para abrirlo basta una simple llave...
que hay que encontrar. A no ser que se consiga abrir con una herramienta. Una
vez hecho, nada más fácil que vaciar la bandeja del hielo y volver a llenarla
de agua mezclada con estricnina.
—¡Eso es ridículo! Sir Eric llevaba siempre la
llave encima.
—¿Y se la ha llevado a la tumba? Supongo que,
antes de proceder a la autopsia, le quitarían la ropa para entregársela a la
familia, en este caso, usted, puesto que su mujer ya había sido arrestada.
—No. Confieso que no me preocupé de eso. Debieron
de entregar esas cosas a su ayuda de cámara.
—Podemos preguntárselo. Mientras tanto...
Sin apartar los ojos de Sutton, que parecía
desorientado, Aldo descolgó el teléfono y llamó a Scotland Yard. Tal como
temía, Warren no estaba allí. En cambio, el inspector Pointer anunció que iría
inmediatamente.
—Dentro de cinco minutos —dijo Morosini—, sabremos
qué opina la policía de nuestra pequeña discrepancia. Aunque a lo mejor no
tiene usted mucho interés en que venga...
—¿Qué quiere decir?
—Me parece que está claro. No lo tendrá, si fue
usted quien puso el veneno.
Los ojos de Sutton se agrandaron, mientras que su
rostro se puso rojo como consecuencia de un violento acceso de cólera.
—¿Yo?... ¿Matar yo a un hombre al que veneraba?
¡Voy a partirle la cara, príncipe!
Adelantando los puños, se abalanzó sobre Aldo,
pero, cegado por su furor, calculó mal el impulso. Su adversario lo esquivó
apartándose a la manera de un torero frente al toro, y el secretario se
estrelló contra la puerta del armario frigorífico. Tuvo que hacerse daño, pues
el choque lo calmó y, volviéndose hacia Morosini, le lanzó una mirada cargada
de odio.
—Su inverosímil historia se derrumbará como un
castillo de naipes y a usted lo detendrán por haber entrado en esta casa por la
fuerza. Mientras tanto, yo le mostraré si ese hielo está envenenado.
Apresuradamente, con gestos torpes, registró los
cajones del escritorio y luego dos o tres bandejas para el correo que había
encima antes de extraer, finalmente, de una especie de plumier, el pequeño
objeto que buscaba.
—¡Aquí está! —exclamó.
—¿Qué va a hacer?
—Ahora lo verá.
Sacó, de un mueble bajo, una botella de whisky y
un vaso, lo llenó hasta la mitad, se dirigió a la nevera y la abrió sin
dificultad, dejando a la vista dos o tres botellas de cerveza y una bandeja de
hielo medio llena. Unos cubitos estaban fundiéndose en un bol de cristal. Iba a
coger uno cuando Morosini se interpuso, lo obligó a retroceder y cerró la
puerta empujándola con la espalda.
—¡No haga el idiota o por lo menos espere hasta
que llegue Pointer! No tengo ningunas ganas de que me encuentre en compañía de
su cadáver.
En ese momento se oyó una sirena de la policía.
Encogiéndose de hombros, Sutton fue a sentarse y vació de un trago la copa que
se había servido, mientras Aldo buscaba un cigarrillo, lo encendía y daba una
larga bocanada con voluptuosidad.
—¿De verdad cree que ahí hay veneno? —preguntó el
secretario con voz vacilante.
—No puedo decir que esté seguro, pero reconozca que
la hipótesis merece ser tomada en consideración. La historia esa del papelillo
contra la migraña es un poco burda, ¿no?
—Haría cualquier cosa para ayudar a esa zorrita,
¿verdad?
—Yo busco la verdad. Si tengo razón, ya no habrá
ningún motivo para que continúe detenida.
—No lo crea. Sigue estando el hecho de que introdujo
a su amante en esta casa y de que entre los dos tramaron matar a sir Eric.
Usted mismo lo ha dicho: seguramente se puede prescindir de la llave, y también
existe la posibilidad de que la robaran o hicieran una copia. No olvide lo que
yo oí y la huida del cómplice. Por último, la han arrestado bajo la acusación
de asesinato o incitación al asesinato. No la soltarán.
—Y eso le complace —dijo Aldo, que empezaba a
temer que Sutton tuviera razón.
—Por supuesto. Es usted libre de pensar lo que
quiera; yo nunca he ocultado que la odio. Ha matado o hecho matar a un hombre
admirable, todo generosidad, bondad...
—El origen de su fortuna lo demuestra, ¿no?
—Piense lo que quiera. Me tiene completamente sin
cuidado. Ah, ya oigo a nuestros visitantes.
—Va a tener la satisfacción de hacer que me
detengan.
—No, qué va. Usted no me interesa. Me limitaré a
exponer las inquietudes de la duquesa de Danvers y las de... una visita un poco
tardía para hacerme partícipe de su hipótesis.
—¡Qué grandeza de espíritu! Sin embargo, me siento
poco inclinado a darle las gracias.
El inspector Pointer, puesto al corriente de la
situación, deploró que en el momento de la muerte no hubieran pensado en
mencionar el curioso artilugio de la víctima, pero elogió mucho a los dos
hombres por su gran preocupación por la verdad. Acto seguido se puso a trabajar
con ayuda del sargento que lo acompañaba.
La bandeja y el bol con los cubitos fueron
retirados con mucho cuidado y depositados en una cubeta que envolvieron con dos
o tres toallas, tras lo cual todo ello fue llevado al laboratorio de Scotland
Yard.
Hecho esto, el ayudante preferido de Warren
declaró con una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes de conejo e
hizo desaparecer su barbilla, que no creía en la presencia de veneno de ninguna
clase en lo que él llamaba el «armario del hielo», ya que sir Eric era el único
que podía abrirlo.
—No sé qué pensará el superintendente —concluyó en
el momento de retirarse—, pero estoy casi seguro de que le parecerá muy
divertido.
Morosini no veía el lado divertido del asunto. No
obstante, recobró cierta esperanza cuando, al día siguiente, recibió una
llamada telefónica para convocarlo en la sede de la policía metropolitana en
general y en el despacho de Warren en particular. Acudió de inmediato.
—Qué idea tan curiosa tuvo —declaró éste,
estrechándole la mano—. ¿Cómo se le ocurrió?
—No se me habría ocurrido nunca si la duquesa de
Danvers no la hubiera tenido antes qué yo. Es cierto que ella no pensaba en el
veneno, pero, de todas formas, esa especie de conspiración del silencio es
increíble. Lo normal era que hubiese salido a relucir todo lo que había entrado
en ese maldito vaso. Lo peor es que ayer me pregunté si Pointer me tomaba por
loco.
—¿Qué quiere?
¿Que le pida disculpas?
—repuso Warren—. Es indudable que hubo negligencia. Deliberada tal vez por
parte de los testigos...
—Permítame que abogue por lady Danvers. No ha
hecho nada con premeditación.
—No creo que su inteligencia le permita premeditar
nada, pero, volviendo a la negligencia, apenas tiene disculpa por parte de mis
hombres. Me siento bastante humillado por tener que decírselo, pero usted tiene
razón: en ese cacharro había la suficiente estricnina para matar a un caballo.
O a todos los de la casa, si se les hubiera ocurrido tocar el sacrosanto hielo
de sir Eric.
Si se hubiera dejado llevar por su temperamento
italiano, Aldo se habría puesto de buena gana a gritar dé contento. Hacía mucho
tiempo que no experimentaba semejante alegría.
—¡Es maravilloso! —exclamó—. Ahora podrá soltar a
lady Ferrals. Se lo ruego, déjeme ir a llevarle la buena noticia.
—Tengo que informar antes al abogado de la Corona
y a sir Desmond, y le pido por favor que se calme. Es posible que no quede
libre; los cargos que pesan sobre ella siguen siendo muy graves.
—Pero ahora tiene la prueba de que no fue el
maldito papelillo de polvos analgésicos lo que provocó la muerte.
—Sin duda, pero eso no quiere decir que no sea
ella la asesina o la cómplice. Por lo demás, míster Sutton mantiene su
acusación basándose en la conversación que sorprendió.
—Yo creía que, según sus leyes —dijo Aldo con
amargura—, todo procesado era inocente mientras no se demostrara su
culpabilidad.
—Y lo es, pero mientras no encontremos al polaco
ella permanecerá en Brixton. Le autorizo encantado a que vaya a verla. Intente
que diga algo más sobre él. Estoy convencido —añadió Warren en un tono más amable—
de que es él el asesino, pero hasta que no le echemos el guante...
—Eso es injusto, inhumano. Me he enterado de que
está enferma, de que lleva cada vez peor estar en la cárcel... ¡Y no tiene
veinte años! ¿No puede conseguir que la dejen en libertad bajo fianza?
—Eso no me compete a mí. Hable con su abogado... y
hágale una visita.
Pero cuando Aldo se presentó en Brixton, le fue
imposible ver a Anielka: estaba enferma y la habían ingresado en la enfermería
de la prisión.
Se marchó con el corazón en un puño.
7.
Lisa Aldo Morosini vivió los tres días siguientes,
sumido en un marasmo deprimente. Teniendo en cuenta que había hecho todo cuanto
estaba en su mano para ayudar a Anielka, debería haberse encomendado, tal como
le había aconsejado Simon Aronov, a Scotland Yard, a la conciencia de las
autoridades judiciales e incluso a Dios, pero le resultaba imposible. Temía por
la joven, y ese temor le permitía calibrar el poder que continuaba teniendo
sobre él. Ya no creía en el amor que afirmaba profesarle, puesto que había
vuelto a ser amante de Wosinski, pero él era lo bastante noble para
considerarse satisfecho si podía devolverle la libertad. Su espíritu se vería
liberado de un gran peso, lo que le permitiría secundar mejor a Vidal-Pellicorne
en su tarea común de búsqueda de la Rosa. Pero tal como estaba el asunto en
esos momentos era imposible: Anielka lo obsesionaba y la situación de ésta le
hacía sentirse desdichado.
Las dos entrevistas que tuvo con sir Desmond no
solucionaron nada; sólo le proporcionaron la amarga satisfacción de hablar de
ella, aunque el abogado se mostraba mucho más preocupado del estado de ánimo de
su cliente que de su salud. Según él, se encontraría mucho mejor si hubiera
comido más.
—No estará haciendo huelga de hambre, ¿verdad?
—preguntó, inquieto, Morosini.
—No exactamente, pero se trata de una actitud
deliberada. Intenta debilitarse para estar tranquila. Mientras permanezca en la
enfermería, no le está permitido a nadie visitarla, salvo a mí para las
necesidades de su defensa. Respecto a eso, le diré que se cierra como una ostra
en cuanto oye el nombre de Ladislas.
—¿Tanto lo quiere?
—Yo creo más bien que tiene miedo. Su guardiana
encontró en su cama una nota redactada en polaco amenazándola de muerte si
hablaba.
—¿Y su padre? ¿Qué hace? ¿Qué dice?
—Sigue hecho una furia. Yo creo que ha sido
fundamentalmente a causa de él por lo que ha decidido estar enferma y tener así
prohibidas las visitas. En cuanto la tenía delante, empezaba a reprenderla.
Está convencido de que sabe dónde se esconde Wosinski y la hostiga.
—¿Y usted qué cree?
—Que Solmanski no se equivoca y que lady Ferrals
oculta algo.
Adalbert opinaba lo mismo, con la diferencia de
que a él le parecía inútil mortificar a la joven. Se podía confiar en Scotland
Yard y en Warren, completamente decidido a apresar al polaco.
—Si pudiera atrapar a todo el grupo que aterroriza
a tu amiguita, sería mucho mejor; al menos la pobre podría respirar. Pero no te
aconsejo que te lances a perseguirlos en solitario.
El arqueólogo había pedido perdón por la historia
del armario frigorífico y desde entonces miraba a su amigo con un respeto
nuevo, lo que ciertamente no desagradaba a Morosini. Éste, haciendo un ademán
arrogante y mirando a Adalbert con sus brillantes ojos azules, susurró:
—No tendrás el valor de abandonarme, ¿verdad?
Siempre he creído que éramos más o menos socios.
—En el asunto del diamante, sí, pero yo nunca me
he enrolado en el cuerpo de caballeros al servicio de la encantadora Anielka.
—Reconozco que te he tenido un poco abandonado
estos últimos días, pero, no sé por qué, me da la impresión de que esos dos
asuntos están relacionados. Por cierto, ¿cómo lo llevas?
—Voy avanzando, voy avanzando. Creo que Simon
tiene razón al afirmar que la Rosa nunca ha salido de Inglaterra. El duque de
Saint Albans la heredó de su madre, pero no la transmitió a su descendiente.
Por una especie de milagro que debo agradecer a mi amigo Barclay, el
arqueólogo, he encontrado su pista a principios del siglo XIX. Parece
ser que el príncipe regente se la regaló a su amante favorita, Mrs.
Fitzherbert. Después se hace de nuevo la oscuridad más absoluta. Pero ese
resultado me ha animado y no pierdo la esperanza de desentrañar este nuevo
misterio. Es curiosa la tendencia de esa joya real a ir a parar a manos de las
«reinas de la mano izquierda»... Cambiando de tema, ¿qué te parece si nos
mudamos? Estoy un poco harto de la vida de hotel. Por no hablar de que, dadas
nuestras actividades más o menos... regulares, tendríamos el campo más libre.
La proposición no entusiasmó a Morosini. Además de
que siempre le había gustado la atmósfera impecable de los hoteles de Cesar
Ritz, no veía ninguna razón convincente para trasladarse a una vivienda
desconocida y poco de su gusto, con la obligación de buscar personal y todos
los pequeños inconvenientes que ello presentaba.
—Tendría sentido si tuviéramos que quedarnos meses
en Inglaterra, pero, en lo que a mí respecta, voy a tener que resignarme a
volver a Venecia. Tengo un comercio del que debo ocuparme. En cuanto al asunto
del diamante, Warren se lo toma como un asunto personal y es normal. Nosotros
lo hemos avisado, pero le corresponde a él proteger a lord Desmond e impedir
que la bonita Mary y Yuan Chang perjudiquen a nadie. Al fin y al cabo, nosotros
buscamos el diamante auténtico, no el falso.
—No tendrás intención de marcharte antes del
juicio... Quizá seas testigo, supongo que ya lo sabes.
—No tengo ganas de irme. ¿Tú cuándo crees que se
celebrará el juicio?
—Antes de enero no creo. Me he informado. Y
todavía hay que darse por satisfechos: si se tratara de una paresa de
Inglaterra, exigiría más tiempo, pues habría que reunir al Parlamento, pero
siendo la esposa de un simple baronet, aunque famoso, el procedimiento es un
poco más rápido. En cuanto a las investigaciones para recuperar la Rosa, me
temo que tengamos para una buena temporada, puesto que la bomba preparada por
Simon nos ha explotado en la cara. Así que yo busco una casa, hago venir a mi
fiel Théobald, acompañado si es necesario de su gemelo, y estaré a las mil
maravillas. Sin contar con que ellos dos representan una fuerza nada desdeñable
en caso de que surja algún problema.
Aldo rumió la idea durante unos instantes. No era
tan mala, puesto que presentaba la ventaja de disminuir sus gastos al tiempo
que protegía más su libertad.
—De acuerdo —dijo—. Pero yo me quedo aquí unos
días más porque espero a Guy Buteau con la alhaja de la que he hablado a lady
Ribblesdale. Además, te confieso que Kledermann me intriga. Un banquero de
clase internacional, metido en grandes negocios, y se queda en Londres donde no
parece divertirse mucho. ¿Por qué?
—Ya te lo ha dicho: espera que la Rosa reaparezca
porque está interesado en comprarla. Tú conoces mejor que yo la pasión de los
grandes coleccionistas.
—Es posible. Pero, aunque sea así, tengo la
extraña sensación de que me observa.
Vidal-Pellicorne soltó una carcajada.
—Tiene algunas buenas razones para hacerlo: podrías
haberte casado con su hija y fuiste el amante de su mujer. Falta saber cuál de
las dos suscita su interés.
—Espero que ninguna, y sobre todo no la segunda.
No, yo me inclinaría más por el experto en joyas antiguas. Cuando estamos
juntos, no hablamos de otra cosa.
—Pues ya está, eso lo explica todo. Voy a escribir
a Théobald y después empezaré a buscar una vivienda adecuada.
Mientras su amigo salía del hotel con paso alegre
silbando una canción de
Phi-Phi, una opereta que causaba furor en París
desde el final de la guerra, Aldo decidió subir a su habitación. La sacrosanta
hora del té se acercaba y los habituales empezaban a llegar. Como había visto
desde detrás de la planta que lo protegía de las miradas a la duquesa de
Danvers y a lady Ribblesdale —tocado de violetas de Parma y sombrero de
terciopelo negro guarnecido con trencilla dorada—, permaneció escondido hasta
que se hubieron encontrado con la joven
maître y se dirigió hacia el
ascensor. No tenía ningunas ganas de chismorrear. Además, la ex Mrs. Astor
empezaba a ponerse pesada llamándolo por teléfono con los pretextos más
diversos, pero en realidad para saber si lo que estaba esperando llegaba. De
modo que Aldo se hallaba dividido entre la impaciencia por ver llegar a Buteau
y el arrepentimiento de haber hablado de la diadema de su vieja amiga Soranzo.
Sin embargo, si pensaba disfrutar tranquilamente
del saloncito que compartía con Adalbert, se equivocaba de medio a medio. Antes
de que hubiera tenido tiempo de instalarse junto a una ventana que daba a la
frondosa vegetación de Green Park, el teléfono sonó. En el otro extremo del
hilo, la voz untuosa, casi episcopal, del encargado de la recepción le informó
de que una joven dama que acababa de llegar preguntaba por él. Se trataba de la
señorita Van Zelden y...
—Ya bajo —dijo, antes de colgar el aparato para
salir precipitadamente, espoleado por una súbita inquietud que podía resumirse
en una sola pregunta: ¿qué había venido a hacer Mina, su secretaria, a Londres,
cuando él esperaba a Guy Buteau? ¡Ojalá no le hubiera pasado nada a éste! Desde
que lo había encontrado en París en una situación cercana a la miseria, Aldo
velaba por su antiguo preceptor con un afecto casi filial.
Pero era Mina. Cuando Aldo llegó al vestíbulo,
enseguida la vio con esa vestimenta a la que su jefe aún no había logrado hacer
que renunciara: traje sastre grisáceo en forma de saco, apenas iluminado por
una blusa blanca de piqué, zapatos planos y sombrero de fieltro encasquetado
hasta las grandes gafas de cristales brillantes, bajo el que apenas sobresalía
un severo moño destinado a disciplinar una cabellera roja que, mejor tratada,
indudablemente no habría carecido de belleza. Un amplio guardapolvo cubría
vagamente la larga figura informe.
El suspiro resignado de Morosini se transformó
súbitamente en un resoplido de cólera ante la visión del espectáculo que estaba
presenciando: plantado delante de Mina, pero medio doblado por la cintura,
Moritz Kledermann se desternillaba de risa. Mina, consternada, se esforzaba en
calmarlo sin lograr su propósito. ¡Aquello era intolerable! Aldo salió
disparado hacia el banquero y lo agarró de un brazo.
—¿No le da vergüenza burlarse así de esta pobre
chica? Lo tenía por un hombre de mundo, pero la verdad es que se comporta de un
modo indigno. Y usted, Mina, ¿por qué se queda ahí? Venga conmigo y dígame qué
es lo que ocurre. Esperaba al señor Buteau.
—Hubo que llevarlo al hospital de San Zanipolo
porque sufrió un ataque de apendicitis. No se preocupe, todo ha ido bien, pero
alguien tenía que venir.
Al borde de las lágrimas, Mina se dejaba conducir
por su jefe hacia un sillón, pero Kledermann, a quien el breve diálogo entre
ambos parecía haber calmado, los siguió de inmediato e incluso se interpuso
entre ellos.
—¡Un momento! Quiero una explicación —dijo.
—¿Ya se ha reído bastante? —repuso Aldo con
desprecio—. Si alguien tiene que pedir cuentas, soy más bien yo por haberlo
encontrado burlándose de mi secretaria. Debería considerarse afortunado de que
no le haya partido la cara, aunque voy a hacerlo de un momento a otro si no nos
deja tranquilos. Mina acaba de llegar de un largo viaje y necesita descansar.
—¿Mina? ¿Mina qué, por favor? —preguntó el
banquero en tono de guasa.
—No sé qué le puede importar, pero en fin... Mina
van Zelden. La señorita es holandesa. ¿Ya está satisfecho?
Aquello era a todas luces surrealismo puro, pues
de pronto Kledermann se mostró profundamente apenado.
—Que te hayas cambiado el nombre puedo
comprenderlo, pero que te atrevas a renegar de tu país es imperdonable. ¿Te da
vergüenza ser suiza? Y quítate ahora mismo esas ridículas gafas, quiero verte
los ojos.
La joven obedeció, pero mantuvo la mirada gacha;
ya no sabía qué hacer y se sentía terriblemente incómoda.
—Así está mejor, pero quiero que me mires para
explicarme cómo es que estás con este hombre al que un día hicimos el honor de
ofrecerle tu mano y que ni siquiera quiso verte.
De pronto, Mina se rebeló.
—Precisamente por eso he querido conocerlo y me
las he arreglado para que no pueda establecer ninguna relación con lo que soy
en realidad. Además, nunca te oculté que me encantaba Venecia y que quería
vivir allí. Así que me las ingenié para conocer al príncipe, sobre todo cuando
me enteré del apasionante oficio que ejercía.
—¿Y qué esperabas? ¿Seducirlo? ¿Disfrazada de esta
guisa? ¡Es grotesco!
—Escogí este aspecto porque la seducción no
entraba en mis planes, y menos aún cuando me di cuenta de que las mujeres iban
tras él.
—Entonces, ¿por qué no te fuiste?
—No lo sé... Bueno, sí. Quise ver cómo era y fui
castigada por mi curiosidad porque me enamoré. No de él, no, sino de su casa,
de las personas que viven en ella y que son adorables... Padre, ¿por qué has
tenido que estar hoy aquí?
—¿No creen que ahora me toca hablar a mí?
—intervino Morosini, al que el éstupor había
reducido al silencio hasta ese momento—. Están aquí los dos lanzándose a la
cara no sé qué reproches incomprensibles y yo me quedo alelado escuchándolos.
Tengo derecho a una explicación, así que, si no les importa, vayamos a
sentarnos allí, junto a aquellas aspidistras, y hablemos. Tengo la impresión de
estar en un manicomio. Y si no aclaramos esto, el que va a volverse loco soy
yo.
Los otros dos lo siguieron y se instalaron
alrededor de una mesa, a la que se acercó un camarero para preguntar si
deseaban tomar algo.
—Buena idea —aprobó Morosini—. Tráigame un
aguardiente..., pero sin agua. ¿Y usted, Mina? ¿Un chocolate?
—Me llamo Lisa.
—No quiero saberlo. Un chocolate, amigo. Aquí lo
hacen excelente y a la señorita le encanta.
—Por lo menos en ese aspecto no ha dejado de ser
suiza —suspiró Kledermann—. ¡Siempre es un consuelo! Yo tomaré lo mismo que el
príncipe.
—Perfecto. Y ahora, a ver, ¿dónde nos habíamos
quedado? Si he interpretado bien su intercambio de palabras, usted, querida
Mina, es...
—Ya le he dicho que me llamo Lisa.
—Y yo no quiero conocerla con ese nombre. La
señorita Kledermann es una completa extraña para mí. En cambio, sentía mucho
aprecio y amistad por Mina van Zelden, y mis allegados también. De modo que
aguante un poco más que sigamos siendo el uno para el otro lo que éramos hace
sólo diez minutos. Es decir, un jefe y su... secretaria perfecta. Debería
utilizarla, Kledermann. Supera cualquier elogio. A veces es un poco arisca,
pero de una eficiencia impecable.
Los ojos de la joven se llenaron de nuevo de
lágrimas y, aunque se esforzó en volver la cabeza, Morosini no pudo evitar
admirarlos. ¡Señor! Tenían exactamente el mismo color que las violetas. Dos
lagos oscuros y aterciopelados, bordeados de espesas pestañas. Desde el fondo
de su memoria se elevó de pronto la voz de la señora de Sommières, su sensata y
perspicaz tía abuela, diciéndole: «Por más que te empeñes en no verla como una mujer,
lo es. ¡A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar!» Tía Amélie
había sugerido que quizá Mina estuviese enamorada de él, pero en eso se
equivocaba, porque acababan de dejarle claro lo que retenía en su casa a la
hija del riquísimo banquero zuriqués: el encanto de su morada y de sus
sirvientes unido a otro poderosísimo, el de Venecia.
—Vamos, no llore —dijo—. Adoptar una identidad
falsa no es un crimen tan grave..., aunque yo me sienta ofendido.
—Acaba de decir que sentía aprecio y amistad por
mí —susurró Mina—. ¿Significa eso que, ahora que sabe la verdad, ya no siente
lo mismo?
—¿Qué verdad? Usted ha querido ver qué clase de
hombre era y ha llegado a la satisfactoria conclusión de que se hallaba ante un
mujeriego que no le inspiraba desconsuelo alguno, pero cuyo ajetreo le divertía
observar. Una especie de insecto curioso. Mientras tanto, yo le otorgaba mi
confianza. Lo que queda de eso, soy incapaz de decírselo. Necesito como mínimo
una noche para saber exactamente cuál es mi situación. Pero, antes de
separarnos, tenemos un asunto entre manos que debemos dejar resuelto. ¿Ha
traído lo que le pedí al señor Buteau?
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se
inclinó para coger el neceser de piel que había dejado a sus
pies.
—No lo abra aquí. Le agradezco que haya realizado
este viaje en tan peligrosa compañía. Como sin duda imagina, si se me hubiera
puesto al corriente del contratiempo sufrido por mi amigo Guy, no le habría
permitido ocupar su lugar. Este tipo de transporte es demasiado peligroso para
una muchacha.
—¡No sé por qué no habría de hacerlo! —repuso Mina,
recuperando de pronto su aplomo y sus reacciones habituales—. No hace mucho
llevé de París a Venecia una joya igual de importante, si no más.
—¿Cuál? —no pudo evitar preguntar Kledermann, cada
vez más interesado en esa parte de la conversación—. ¿Otra joya real?
—Uno, eso a usted no le importa —gruñó Morosini—,
y dos, nadie ha hablado aquí de joyas reales.
—¡Vamos, hombre! ¿Cree que no sé lo que hay ahí
dentro? —dijo el banquero señalando el bolso de su hija—. Se dispone a vender
una pieza cargada de historia a una criatura medio loca en cuyas manos será
imposible que se sienta bien. ¿Lo ha pensado detenidamente? ¿El Espejo de
Portugal sobre la cabeza de una hija del
corned-beef, de los cacahuetes
o de yo qué sé qué delirante producto americano?
—¡Es increíble! —exclamó Morosini—. ¿De dónde
demonios ha sacado eso?
Kledermann frunció los ojos.
—Del invernadero de la duquesa, amigo mío.
Escondido detrás de unas gardenias, en un rincón al que me había retirado para
fumar un puro, tuve el privilegio de escuchar su conversación con la temible
Ava. Juro que no lo hice expresamente.
—¿Igual que su hija tampoco ha venido expresamente
a espiarme a mi casa? ¿Es una manía de familia o qué?
—Digamos que ha sido un cúmulo de circunstancias.
Vamos, Morosini, demuestre que es un buen jugador, enséñeme el Espejo.
—No lo llame así. No estoy seguro de que lo sea.
—Yo lo estaré. No olvide que poseo dos de sus
hermanos Mazarinos. Por éste estoy dispuesto a hacer locuras, y sin saber el
precio que va a pedir por él, lo doblo.
—¿Está loco?
—Cuando se trata de piedras, siempre lo estoy. Por
otro lado, si me la vende a mí, se ahorrará pasar por una situación incómoda.
Esas norteamericanas tienen la fea costumbre de regatear como usureros. Ésta le
hará bajar el precio, délo por seguro. Piense en su vieja amiga.
—Usted no me conoce.
—Tal vez, pero sé que es un caballero. Y ella no.
Además, le aseguro que guardaré el secreto, cosa bastante dudosa en el caso de
esa mujer, y que el diamante encontrará en mi casa un marco digno de él. Entonces,
¿qué? ¿Me lo enseña?
—Aquí no, desde luego. Mina...
No pudo continuar. Súbitamente roja de ira, ésta,
después de levantarse bruscamente, apartó la bandeja sin preocuparse de los
desperfectos que causaba, puso el neceser sobre la mesa, lo abrió, sacó un
paquete envuelto en papel corriente y cuidadosamente atado y lo arrojó sobre
las rodillas de Morosini.
—¡Vuestras joyas! ¡Vuestras malditas joyas!... Es
lo único que cuenta para los dos, ¿verdad? Pues os dejo en su compañía. ¡Y que
lo paséis bien!
Antes de que los dos hombres hubieran podido
reaccionar, había cerrado el neceser y se había alejado de la mesa a toda
prisa, haciendo ondear tras de sí su amplio guardapolvo. Aldo se dispuso a ir
tras ella, pero Kledermann lo retuvo.
—No vale la pena. Suponiendo que la alcanzara,
cosa que me extrañaría porque corre más que Atalanta y ya debe de haberse
metido en un taxi, no la haría cambiar de opinión. Sé de lo que hablo: es mi
hija y es tan terca como yo.
—Pero bueno, ¿deja que se vaya así, sin saber adónde
va y en una ciudad que no conoce?
—Lisa conoce Londres como la palma de su mano y
tiene amigos aquí. En cuanto a saber adónde va, muy listo tendría que ser el
que consiguiera averiguarlo. Lo único seguro es que usted y yo tardaremos en
volver a verla —concluyó el banquero con una flema absolutamente helvética que
a Morosini le pareció insoportable.
—¿Y se queda tan tranquilo? ¡Es monstruoso! Esa
pobre criatura puede quedarse sin dinero y yo me siento responsable. Además, le
debo algo..., me refiero al dinero, claro.
Kledermann dio unas palmaditas en la mano de su
compañero para serenarlo.
—No se preocupe por eso. Mi hija posee una fortuna
personal de la que dispone desde que es mayor de edad. La recibió de su madre,
una condesa austríaca que era una mujer adorable pero de salud frágil.
—¿Una condesa austríaca rica? Cuesta creerlo
teniendo en cuenta que el país está arruinado desde la guerra, al igual que
Alemania.
—Tal vez el país esté arruinado, pero siguen
existiendo particulares acaudalados y los Adlerstein son unos de ellos, así que
no se angustie por Lisa.
—Es usted un padre muy raro. Hace aproximadamente
un año y medio que su hija trabaja para mí y no creo que haya salido de Venecia
en todo ese tiempo. ¿No la ve nunca?
Una o dos pequeñas arrugas que se formaron en la
frente de Kledermann indicaron a su interlocutor que acaso se preocupaba más de
lo que quería reconocer. Sin embargo, su voz sonó igual de firme que siempre
cuando respondió:
—No. No ha vuelto a venir a casa desde que,
después de su negativa..., que comprendo y que, en definitiva, le hace
honor..., le presenté a otro candidato. Veneciano también, puesto que esa
ciudad le chifla, y éste estaba conforme. Lisa se rió en sus narices y después
hizo las maletas. Ese incidente coincidió, además, con una agarrada con mi
segunda esposa. Nunca se han llevado bien y yo creo que se detestan.
Eso, Aldo lo creía a pie juntillas. Conocía lo
suficiente a Dianora para imaginarla en su papel de madrastra; seguro que no
había hecho ningún esfuerzo para granjearse la simpatía de una hija cuya
presencia en el hogar paterno la envejecía.
—Por cierto —prosiguió Kledermann—, me gustaría
que me contara cómo se las compuso Lisa para conseguir trabajar para usted.
Morosini contó entonces que se habían conocido en
el Rio dei Mendicanti, adonde la joven había caído al retroceder para admirar
mejor la estatua del Colleone en el momento en que él salía de la misa de boda
de un amigo en San Giovanni e San Paolo.
—Fue un simple accidente —dijo para acabar.
—No lo crea —repuso el banquero riendo—. Cuando
Lisa quiere algo, se las ingenia para conseguirlo. Y ya la ha oído, quería
conocer al hombre que no había querido saber nada de ella, así que seguro que
llevó a cabo una minuciosa investigación. No le quepa duda de que ese accidente
no tuvo nada de fortuito. Estaba programado, como dicen los norteamericanos.
—¡Qué va, no exagere! No sabiendo nadar, se
arriesgaba a ahogarse.
—¡Pero si nada mejor que una trucha! A los quince
años ya atravesaba el lago de Zúrich de una orilla a otra. Le digo que lo tenía
todo planeado. La identidad falsa y los documentos falsos también, por
descontado. Y estoy convencido de que ha perdido usted a una valiosa ayudante.
Pero a lo mejor ahora vuelve a su casa...
—Me extrañaría. Y de todas formas, en estas condiciones
ya no quiero que continúe trabajando conmigo. Como todo buen veneciano, me
gustan las mascaradas, pero no en mi casa. Necesito tener una confianza
absoluta en mis colaboradores. Aunque eso no quiere decir que no la echaré de
menos, claro. ¿Quiere que acabemos ahora con esto? —añadió, cogiendo el paquete
que había dejado la joven.
—Con mucho gusto.
En los minutos que siguieron, Aldo olvidó un poco
sus quebraderos de cabeza, como siempre que tenía la oportunidad de contemplar
piedras perfectas. La diadema de la condesa Soranzo era una pieza deliciosa,
compuesta de lazos de diamantes que sujetaban ramitas floridas armoniosamente
dispuestas en torno de una soberbia piedra tabla que constituía el corazón de
una margarita de perlas y diamantes. En cuanto a Kledermann, estaba al borde
del delirio.
—¡Es magnífica! ¡Espléndida! ¡La alhaja de una
reina! Quiero decir de una reina de verdad, y ha debido de brillar en frentes
ilustres. ¡Me juego la cabeza a que es el Espejo de Portugal! Tiene que
vendérmela.
—¿Y qué voy a decirle a lady Ribblesdale?
—Pues... que su amiga ya ha encontrado un
comprador, o que se ha arrepentido y no quiere venderla..., qué sé yo. La
americana nunca se enterará de que lo tengo yo. No se lo diré ni a mi esposa.
Será la manera más segura de que reine la paz —añadió con una sonrisa—. De lo
contrario, no pararía de acosarme para que la dejase llevarlo, y tengo la
desgracia de ser demasiado débil con ella. ¿Qué le parece si me da un precio?
Desde que habían subido a sus habitaciones, Aldo
no paraba de pensar. Su brutal separación de Mina —¿llegaría algún día a
llamarla Lisa?— lo ponía en una situación difícil, ya que Guy Buteau se
encontraba todavía en el hospital. Iba a tener que regresar a Venecia para
velar él mismo por su tienda de antigüedades, hacerse cargo de los asuntos
corrientes —gracias a Dios, su secretaria huida no era mujer de las que dejan
desorden a su paso— y asistir a dos ventas anunciadas para final de mes, una en
Milán y la otra en Florencia. Todo eso le dejaba poco tiempo para un tira y
afloja con lady Ribblesdale. Además, la idea de que la diadema pasara a formar
parte de una de las principales colecciones europeas le hacía bastante gracia.
Sería más reconfortante que verla navegar por los salones sobre la cabellera ondulada
de una beldad ya un poco pasada... En realidad, hacía rato que ya había tomado
una decisión.
El trato quedó cerrado en un santiamén. No sólo
Kledermann no discutió el precio pedido, sino que, tal como había anunciado, lo
aumentó. En honor a la verdad, había que reconocer que Dianora no exageraba al
afirmar que Moritz era un señor. Éste acababa de demostrarlo y Morosini,
imaginando la alegría que muy pronto invadiría a María Soranzo, se sentía un
poco menos triste de verse obligado a partir.
Porque, por primera vez en su vida, Aldo no estaba
encantado de tener que volver a Venecia. Hasta entonces, cada regreso a casa le
causaba una profunda alegría. Le encantaba su ciudad, su palacio y los que lo
habitaban, la atmósfera de Venecia, su población animada, vistosa y, al mismo
tiempo, muy digna. Nada que ver con Londres, que a él no le gustaba mucho. Y
sin embargo...
Kledermann también iba a marcharse, pero con una
disposición de ánimo distinta; él tenía lo que quería y la brevedad de su
entrevista con una hija a la que llevaba dos años sin ver no parecía
traumatizarlo en exceso. Resumía el suceso en dos escuetas frases: «Lisa es
así. Es inútil interponerse en el camino que ella ha escogido.» Para ese suizo
tranquilo y ponderado, lo importante debía de ser que gozara de buena salud y
estuviera satisfecha de su suerte.
Los dos hombres se despidieron amigablemente. Aldo
fue invitado con una apacible cordialidad a visitar la gran morada de los
Kledermann en Zúrich.
—Mi mujer, a la que debió de conocer cuando vivía
en Venecia, estará encantada de recibirlo y de hablar de otros tiempos con
usted —aseguró el banquero con la santa inocencia de un marido que no conoce a
fondo a su esposa.
Aldo, por supuesto, prometió ir, pero jurándose no
hacerlo por nada del mundo. No dudaba ni por un instante de la buena
disposición de Dianora hacia él, pero lo que quería por encima de todo era
estar lo más lejos posible de ella.
Una vez liberado de su visitante y de la diadema
Soranzo, Aldo escribió a lady Ribblesdale una de esas mentiras que constituyen
la base de toda sociedad llamada civilizada: la informaba de unas dificultades
inesperadas que habían surgido con el propietario de la diadema y que lo
obligaban a volver a Venecia de inmediato para tratar de resolver el conflicto.
Tras añadir a esto algunos cumplidos tan discretos como bien escogidos, el
escritor consideró, no sin satisfacción, que acababa de poner fin a un asunto
bastante mal iniciado y que, con un poco de habilidad, no volvería a oír hablar
de la ex Mrs. Astor.
Acababa de terminar esta pequeña obra maestra cuando
Adalbert, con las mejillas sonrosadas y los ojos animados, hizo su entrada
trayendo consigo los húmedos olores de la calle. El arqueólogo estaba de un
humor excelente; acababa de encontrar en Chelsea, en Cheyne Walk, una
encantadora casa antigua con un estudio que había albergado hasta su muerte al
pintor Dante Gabriel Rossetti.
—He pensado que te encontrarías a gusto
entre las paredes de un artista de origen italiano, y ya verás, estaremos como
reyes en cuanto Théobald haya tomado posesión del lugar.
—No lo dudo ni por un momento, pero
desgraciadamente lo disfrutarás solo porque yo tengo que volver a casa.
Acto seguido, le contó el suceso que había
cambiado sus planes de arriba abajo para imponerle la prosaica tarea de
ocuparse de su negocio.
—Sin contar con que vas a tener que buscar otra
secretaria —suspiró Vidal-Pellicorne—. ¿Es fácil allí?
—¡Qué va! Y en cuanto a encontrar otra Mina, es
pedir un imposible. Piensa que hablaba cuatro idiomas, conocía la historia del
arte tan bien como yo y distinguía una turmalina de una amatista. Además de ser
ordenada, alegre y tener sentido del humor bajo su apariencia arisca. Oírla
reír era un auténtico placer, quizá porque era bastante raro. ¿Dónde quieres
que encuentre una joya así?
Mientras Aldo hablaba, Adalbert lo observaba con
una vaga sonrisa y los ojos muy abiertos.
—Parece difícil, pero ¿por qué no intentas
recuperarla? A lo mejor vuelve a Venecia, puesto que,' al parecer, fue su amor
por la Serenísima lo que la llevó a tu casa. Supongo que tendrá allí cosas por
las que siente apego y que querrá recuperar. Ya que tienes que ir, prueba
fortuna.
—No creo que funcionara. Ahora que me he enterado
de quién es, nuestras relaciones ya no serían las mismas. En fin, más vale que
me resigne. Lo que me fastidia es que no tengo ni idea de cuándo podré volver.
—Pues cuando Buteau se haya recuperado. Con o sin
secretaria, conseguirá salir adelante; al fin y al cabo, no diriges una
fábrica. Dentro de unas semanas como máximo estarás aquí. De momento puedo
proseguir solo nuestras indagaciones.
—Ya sé que puedo contar contigo, pero me molesta
faltar a mi palabra con Simon Aronov.
—Mientras no hayamos descubierto la verdadera Rosa
de York, no tienes nada que reprocharte. A decir verdad, yo creo más bien que
lo que te fastidia es alejarte de Brixtonjail.
—Sí. He acabado por comprender que no puedo
esperar gran cosa de Anielka, puesto que nunca llegaré a saber a quién ama de
verdad, pero me habría gustado tanto ayudarla a salir de este mal paso...
—En eso también trataré de reemplazarte. Me las
arreglaré para entablar buenas relaciones con su abogado y te mantendré al
corriente.
—Te lo agradezco, pero si ese condenado Ladislas
se cruzara en tu camino no lo reconocerías, ya que no lo has visto nunca. A mí
no se me escaparía. Además, está también el caso Yuan Chang-lady Mary, que me
habría gustado seguir de cerca...
—¡Sí, hombre!, ¿y por qué no todo el trabajo de
Scotland Yard? Esa historia ya no es cosa nuestra, así que olvídate. Y en lo que
se refiere a Anielka, no será juzgada ni mañana ni pasado. Vamos, ve a hacer
las maletas. Mientras tanto, yo llamaré a recepción para que te hagan las
reservas de trenes y barco. ¡Cuanto antes estés en casa, mejor!
Adalbert impartía órdenes con tanto brío que Morosini,
ofendido, no pudo evitar comentar:
—¡Caramba, voy a acabar por creer que te alegras
de librarte de mí!
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, me
alegraré de no seguir oyéndote lamentarte sin una razón de peso. Además..., no
he perdido la esperanza de que la suerte, si te das un poco de prisa, te dé un
empujoncito haciendo que te encuentres con Mina en el tren o en el barco.
Porque, si quieres saber mi opinión, lo que más te fastidia es haberla perdido.
—¡Tú estás loco!
—De eso nada. Lo quieras o no, y aunque sólo sea
por comodidad, le tienes apego. De modo que, si llegas a encontrártela, trágate
el orgullo e intenta entenderte con ella. Porque yo creo que es la mejor manera
que tienes de volver pronto.
Al día siguiente, Aldo tomaba asiento en el
boat-train
que le permitiría ir, vía Dover, a Calais y París, donde sólo haría una
breve escala antes de montar en el Simplon-Orient-Express. Ni siquiera tendría
el consuelo de ir a comer a casa de tía Amélie. En esa época del año, debía de
estar viajando por alguna parte de Europa.
Se había negado a que Adalbert lo acompañara.
Detestaba las despedidas en un andén, donde los minutos se hacen, según los
casos, demasiado cortos o interminables. Además, entre hombres era bastante
ridículo, y la visión de Vidal-Pellicorne agitando un pañuelo mientras el
convoy se ponía en marcha no tendría efecto alguno en su humor taciturno, que
la perspectiva de un viaje empeoraba. Por si fuera poco, hacía un tiempo
espantoso; la combinación de lluvia y viento iba a hacer que el canal de la
Mancha estuviera en su mejor forma para zarandear los estómagos de los
pasajeros.
Aldo salió bastante bien parado. Una vez en París,
facturó el equipaje en la estación de Lyon y, con las manos libres y tiempo
disponible, fue en taxi a la calle Alfred-de-Vigny, donde, como suponía, sólo
encontró a Cyprien, el viejo mayordomo. La señora marquesa y la señorita Plan-Crépin
estaban en Italia.
—Con un poco de suerte, las encontraré en mi casa
—dijo Morosini, reconfortado por esa idea.
Después de asearse un poco, telefoneó a su amigo
Gilíes Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, y quedó con él para comer.
Se encontrarían a las doce y media en el restaurante Albert, uno de los mejores
de París, que se hallaba situado en los Campos Elíseos, enfrente del Claridge.
Dado que el otoño parisino estaba siendo más
clemente que el de Londres, el viajero hizo que lo dejaran en la plaza de la
Concordia con la intención de recorrer a pie la avenida más bonita del mundo.
Pensaba saborear en paz los juegos de un sol suavizado por las frondosas ramas
de los árboles. Le gustaba detenerse junto a los tiovivos, donde los niños,
montados en caballos de madera, intentaban atrapar unos aros de hierro con una
varilla bastante parecida a una lezna de zapatero; el que ensartaba más al cabo
de unas vueltas ganaba el reconocimiento general y un pirulí. Sin embargo, esa
mañana no había casi nadie; la grisura inglesa debía de haber viajado en el
mismo barco que Morosini, pues de pronto el cielo se encapotó, se levantó viento
y empezó a llover. En vista de lo cual, echó a correr en dirección al
restaurante, adonde llegó con antelación.
La sala estaba todavía vacía, pero un deferente
maître
condujo al recién llegado a la mesa reservada por el señor Vauxbrun y le
informó de que «el señor Albert» estaría encantado de ir a saludarlo un poco
más tarde. Morosini no era un desconocido en aquella casa, a la que había ido en
varias ocasiones durante sus estancias en París. En cuanto al «señor Albert»,
que sería un día el célebre
maître de Maxim's, era un suizo de Thun que
había pasado por diferentes hoteles y restaurantes de lujo antes de abrir su
propio establecimiento y de convertirse en el mejor anfitrión de París.
Acababa de hacer su aparición y se disponía a
acercarse a la mesa donde Morosini leía un periódico para matar el tiempo
cuando la puerta giratoria se abrió, dejando paso a una joven alta y delgada,
muy elegante, que vestía un conjunto de terciopelo verde oscuro con
aplicaciones de piel de zorro tan roja, aunque menos dorada, que la masa
brillante de sus cabellos, sobre los que llevaba un sombrerito también de
terciopelo.
—¡Albert, espero que no me niegue su hospitalidad!
—exclamó la recién llegada—. Es horriblemente vulgar llegar con antelación,
pero se ha puesto a llover cuando he salido de Guerlain y he pensado que aquí
es donde mejor estaría para esperar a mi primo Gaspard.
—Señorita Lisa, ¿es usted? —dijo Albert Blazer,
precipitándose hacia la joven para liberarla de los paquetes atados con cintas
que llevaba en las manos—. ¡Qué placer tan insospechado! Se hace usted muy cara
de ver. Han pasado por lo menos..., sí, por lo menos dos años desde la última
vez que vino. ¿Me permite preguntarle dónde se había metido?
—Bueno, he ido un poco de aquí para allá... Y
ahora estoy en París de paso, para hacer unas compras.
—¿Todavía no se ha casado?
—¡Oh, no, líbreme Dios! Espero que me ponga en un
rincón tranquilo. Hay siempre tanta gente en su restaurante...
—Por supuesto que sí. Acompáñeme, por favor. La
pondré en la rotonda. Es el lugar donde instalo a mis clientes preferidos.
Albert fue directo a una mesa cercana a la que
ocupaba Morosini, quien, sin saber muy bien qué actitud adoptar, dudaba entre
esconderse detrás del periódico o acercarse a ella. Si Albert no la hubiera llamado
Lisa, habría tenido dificultades para reconocer a la ex Mina en aquella bonita
mujer que llevaba con tanta gracia una creación a todas luces de alta costura.
El rostro era el mismo y a la vez muy diferente. Las pecas continuaban
presentes en la naricilla recta, pero ningún cristal demasiado brillante
ocultaba la luminosidad de los ojos violeta, bajo las espesas pestañas
oscurecidas por un maquillaje tan ligero como el que acentuaba los contornos de
la risueña boca. El escote del vestido mostraba un cuello largo y delgado,
hasta entonces acortado por unas blusas y unas chaquetas cerradísimas. La
verdad es que era increíble. ¿Qué demonios había podido empujar a esa
encantadora criatura a disfrazarse de ese modo durante casi dos años?
Aldo decidió levantarse e ir a saludarla. Al
reconocerlo, ella palideció y retrocedió instintivamente.
—Póngame en otro sitio, Albert. Más cerca de la
entrada.
Ya estaba dando media vuelta cuando Aldo llegó a
su altura.
—Por favor, no se vaya. Me marcharé yo, pero
concédame unos instantes. Me parece... que es necesario. Que nos lo debemos los
dos... ¿Le importa dejarnos solos un momento, Albert? Yo acompañaré a la
señorita Kledermann a su mesa —añadió dirigiéndose al suizo, desconcertado por
lo imprevisto de lo sucedido.
—Por supuesto, príncipe..., si la señorita
Kledermann está de acuerdo, claro.
La joven sólo vaciló dos o tres segundos.
—¿Por qué no? Acabemos con esto, ya que todavía no
ha llegado nadie. Pero no hay ninguna razón para que se prive de comer aquí.
Bastará con que Albert nos aleje.
Se sentó abriendo más ampliamente el cuello de
piel del abrigo y de su piel se desprendió un perfume fresco y ligero, un
verdadero perfume de muchacha que el sensible olfato de Aldo identificó. Era
Después del Aguacero, o sea, el más indicado para la ocasión. Durante un
momento, Morosini se quedó contemplando a su compañera en silencio.
—Bueno —se impacientó ella—, ¿qué tiene que
decirme?
—En este momento, no gran cosa. La miro e intento
comprender.
—¿Comprender qué?
—Cómo ha podido tener valor para enterrarse viva
bajo los increíbles atuendos que nos obligaba a soportar.
—Era imprescindible para lograr el objetivo que me
había propuesto; es decir, conocerlo desde dentro y, sobre todo, introducirme
en el magnífico palacio Morosini, uno de los más hermosos de Venecia y el que
más me atraía. Quería entrar, vivir allí... y también ver de cerca a un hombre
que, estando arruinado, había preferido trabajar a pactar un matrimonio
ventajoso. Una
rara avis. —Eso lo entiendo, pero ¿por qué el disfraz? ¿Por
qué no preparó un encuentro con un nombre falso? Lo tenía todo para seducirme
—añadió con mucha dulzura. Una dulzura que ella rechazó.
—¿Para conseguir qué? ¿Convertirme en una de sus
amantes?
—¿Me ha conocido muchas?
—No, pero he tenido conocimiento de una o dos
aventuras: una aquí y la otra en Milán. No han durado mucho y ninguna ha ido a
vivir al palacio. Y eso es justo lo que yo quería: integrarme en sus paredes
antiguas, impregnarme de su atmósfera cargada de historia, permanecer a la
escucha de lo que cuentan. Eso sólo era posible convirtiéndome en lo que elegí
ser: una secretaria cualquiera, insignificante pero inteligente y capaz. El
tipo de personaje del que cuesta trabajo separarse. Y me he visto recompensada
por los pequeños inconvenientes que he tenido que sufrir. Para empezar, estaba
Celina, cálida, generosa, a la vez volcán y cuerno de la abundancia.
Irresistible. Y luego el majestuoso Zaccaria, y Zian, el gondolero, y las
camareras gemelas... Su prima también, con su pasión por la música y los
objetos bellos... En el fondo tengo que darle las gracias. En su casa he sido
feliz.
—Entonces, vuelva. ¿Por qué hay que destruirlo
todo? Reincorpórese a su puesto. Usted será diferente, claro, pero...
Morosini acababa de aprisionar con un gesto vivo
la mano de su compañera, pero ella la retiró inmediatamente y lo interrumpió:
—No. Ya no es posible. La gente se burlaría y yo
no podría soportarlo. De todas formas, seguramente no me habría quedado mucho
tiempo más.
—¿Por qué? ¿Estaba harta de ese disfraz?
—No, pero trabajar con un soltero es una cosa que
cambia cuando éste se convierte en un hombre casado.
—¿De dónde ha sacado que iba a casarme?
—¿Acaso no estaba pensando en ello la primavera
pasada, cuando fui a casa de la señora de Sommières? Estaba muy enamorado de
esa condesa polaca.
—¿Y no asistí a su boda?
—Sí, pero con una segunda intención. Además, ahora
no queda gran cosa de esa unión.
—No queda absolutamente nada. Lady Ferrals está en
la cárcel, expuesta a ser...
—Ejecutada por asesinato. Lo sé. Desde que se fue,
he seguido la prensa inglesa. Debe de sentirse muy desdichado. Eso explica por
qué intenta convencerme de que vuelva: mi marcha le ha obligado a irse de
Inglaterra, cuando usted no tenía ningunas ganas de hacerlo, reconózcalo.
—Es verdad, no lo niego. Aparte de la situación de
lady Ferrals, me retenían otros intereses.
Lisa le dirigió por primera vez una sonrisa, pero
cargada de ironía.
—¿El famoso diamante del Temerario, que robaron
delante de sus narices y desgraciadamente al precio de una vida humana? No me
diga que espera que aparezca.
—¿Por qué no? Los de Scotland Yard no han perdido
la esperanza. Incluso tienen una buena pista, así que no es tan descabellado.
De todas formas, mi amigo Vidal-Pellicorne sigue allí y me mantendrá informado.
—Entonces, todos contentos... Creo que ha llegado
el momento de despedirnos. Supongo que espera al señor Vauxbrun, ¿no?
—Así es. ¿Y usted?
—A mi primo Gaspard Grindel. Dirige la sucursal
francesa del banco Kledermann y es un buen amigo.
Lisa se volvió, dando a entender que la
conversación había terminado. Sin embargo, Morosini experimentaba una curiosa
dificultad para alejarse. No resulta fácil borrar dos años de vida en común y
de fiel colaboración. Quiso ganar unos minutos más.
—¿Es una indiscreción preguntarle cuáles son sus
planes?
—No tengo ni idea.
—¿Podrá... olvidar Venecia?
Ella respondió con una risa ligera, chispeante de
alegría y terriblemente burlona.
—¿Es una manera indirecta de preguntarme si podré
olvidarle a usted?... ¡Yo creo que sí! En el caso de Venecia será más difícil,
claro. De momento, iré a pensar en ello en Viena, a casa de mi abuela. ¡Ah!,
ahí está Gaspard.
La puerta giratoria acababa de dejar paso a una
especie de dios nórdico, rubio y gris, exhibiendo una sonrisa radiante que a
Aldo le pareció antipática. Al ver a su prima conversando con un desconocido,
se detuvo frunciendo el entrecejo, pero Lisa hizo un ademán indicándole que se
acercara. La joven presentó a los dos hombres, anunciando a Morosini como un
amigo al que había conocido en Venecia durante su última estancia, tras lo cual
tendió la mano a este último, que se inclinó y no tuvo más remedio que volver a
su mesa.
En ese momento, Gilíes Vauxbrun (Napoleón en la
madurez vestido en Savile Row) se dirigía hacia él después de haber estrechado
la mano a Albert Blazer. Pero, mientras se acercaba, su mirada no se apartaba
de Lisa, cuya mesa se hallaba separada de la de Aldo por unas plantas con
flores.
—¿Hay una parisina a la que todavía no conozco?
—susurró con expresión golosa—. Es encantadora, deberías presentármela.
—Para empezar, es suiza, y para acabar, la
conoces.
—¿Yo? La recordaría.
—Quiero decir que la conociste —masculló Morosini—
cuando se llamaba Mina van Zelden y era mi secretaria.
—¿Cómo?
—Has oído bien. Esa que ves ahí vestida por Madeleine
Vionnet o Jean Patou y que está besando a ese armario rubio es Mina. Debo
decirte que su verdadero nombre es Lisa Kledermann, que es hija...
—¿Del banquero coleccionista?
—¡Premio! Ahora, si quieres que te cuente la
historia, apresúrate a ofrecerme algo de beber. Lo necesito urgentemente.
Mientras Aldo relataba a su amigo los sucesos de
las últimas cuarenta y ocho horas, la sala iba llenándose de gente: políticos
que saludaban al presidente del Consejo, Raymond Poincaré, que acababa que
sentarse a una mesa con dos secretarios de Estado, algunos acompañados de
mujeres destacadas, en especial la cantante Marthe Chenal y la poetisa Anna de
Noailles, que iba con una corte de admiradores, el escritor Henry Bordeaux, el
poeta Paul Géraldy... Otros más anónimos, pero con esa alegría en el semblante
de quien se dispone a comer bien. El murmullo de las conversaciones no tardó en
aislar a Gilíes y Aldo, impidiendo a este último oír lo que Mina y su primo se
decían.
Éstos no se entretuvieron. Se marcharon los
primeros, saludados por Albert y seguidos con la mirada por Aldo, que no pudo
evitar que se le encogiera un poco el corazón cuando los cristales giratorios
de la puerta engulleron a la bonita muchacha vestida de terciopelo verde a la que
quizá no volvería a ver jamás. Tras dejar el cubierto en el plato, todavía
medio lleno, encendió un cigarrillo, absorto en la contemplación de aquella
puerta por la que ya no pasaba nadie. Vauxbrun también dejó de trocear su
perdiz con coles.
—¿Sigues enamorado de tu polaca? —preguntó.
—Creo... que sí —dijo distraídamente.
El anticuario hizo una seña al camarero para que
llenase las copas.
—Después de todo, es cosa tuya —dijo, antes de
introducir otro tema de conversación.
Pero cuando, llegada la noche y un poco antes de
las ocho y media, Aldo montó, en el andén 7, en el Orient-Express que iba a
llevarlo a Venecia, aún no había conseguido apartar de su mente a la que nunca
más volvería a ser Mina. Tenía la desagradable impresión de que acababan de
robarle algo.
SEGUNDA PARTE La
sangre de la Rosa
Otoño
de 1922
8. Una petición de socorro El suave aroma del café de Celina llenaba el salón
de las Lacas, donde Aldo acababa de comer en compañía de su prima Adriana. La
comida había sido, como siempre, un éxito. Feliz de volver a ver a un señor al
que seguía llamando su «niño», la cocinera de los Morosini daba libre curso a
su talento y su inspiración, y tanto sus platos como su café habían alcanzado
el grado de sublime. Sin embargo, Morosini no llegaba a experimentar la euforia
que habitualmente le producía la buena mesa. Mientras removía en una minúscula
taza de porcelana francesa el untuoso brebaje, mantenía clavada en su prima una
mirada cargada de furia que la hacía pasar del gris azulado al verde: por
primera vez, Adriana se negaba a ayudarlo.
El día anterior había ido al hospital San Zanipolo
con la esperanza de traerse a Guy Buteau, operado hacía diez días, pero el
cirujano había manifestado su deseo de que el paciente se quedara cuarenta y
ocho horas más para efectuar ciertas comprobaciones; después, todo iría bien si
el antiguo preceptor era razonable y respetaba una convalecencia de tres semanas
como mínimo antes de reanudar sus actividades normales.
Aquello suponía una contrariedad para Morosini,
pues tendría que cerrar la tienda para acudir a dos importantes ventas
anunciadas en Milán y en Florencia respectivamente con unos días de intervalo.
No obstante, se había guardado de manifestar su preocupación a su amigo Guy, ya
suficientemente apenado. La marcha de Mina le había afectado mucho, y como
sabía por experiencia el minucioso trabajo que exigía una de las tiendas de
antigüedades más famosas de Europa, se había mostrado inquieto.
—¿Cómo se las va a arreglar, Aldo? Están las dos
subastas a las que tenía que asistir, y el señor Montaldo llega de Cartagena
para recoger el aderezo mongol que compramos hace tres meses...
—No se atormente. Le pediré ayuda a mi prima
Adriana. No será la primera vez que se queda a cargo de la tienda, y además se
entenderá muy bien con el señor Montaldo. Lo seducirá y quizás hasta consiga
venderle otras piezas.
Ese optimismo no duró mucho; justo el tiempo de
sentarse a la mesa con Adriana. Nada más empezar a hablar, ésta lo interrumpió.
—Lo siento, Aldo, pero me voy a Roma pasado
mañana.
—¿A Roma? No me dirás que vas a unirte a la tropa
de aduladores de Mussolini...
En los últimos días de octubre de 1922, Italia
vivía una profunda transformación que el estado de anarquía reinante en el país
desde la guerra, un estado ante el que el rey Víctor Manuel III se
mostraba impotente, había hecho necesaria. Unos ex combatientes reducidos a la
miseria y al paro, una pequeña burguesía arruinada por la caída de la moneda y
una creciente agitación obrera hacían alzarse en el horizonte el espectro del
bolchevismo. Entonces había aparecido un hombre, un maestro hijo de campesinos
romañeses que se había hecho periodista, un ex combatiente en el que había
arraigado la idea de que una nación armada y movilizada representaría el mejor
ejemplo para una comunidad democrática. Así, el 23 de marzo de 1919 Benito
Mussolini había fundado en Milán los primeros «fascios» de combate, compuestos de
antiguos soldados con aspiraciones más bien antinómicas en las que trataban de
concurrir el nacionalismo puro y duro y un vago socialismo republicano. El
uniforme de estos «fascistas» era una camisa y un gorro negros, su arma
preferida la violencia, y sin embargo, ante ellos las multitudes se alzaban en
masa, ávidas de un orden olvidado hacía tiempo y animadas por un ardiente deseo
de ver a la debilitada Italia levantarse de nuevo para recuperar el esplendor
perdido y el poder de la Roma antigua.
En el congreso de Nápoles, el que se hacía llamar
el Duce se sintió suficientemente fuerte para exigir la disolución de la Cámara
y su propia participación en el poder. A continuación, organizó la marcha sobre
Roma (27-29 de octubre de 1922). Tal vez el rey habría podido detener el avance
de aquellos locos demasiado populares, pero hubiera sido necesario hacer
intervenir al ejército, proclamar el estado de sitio, y Víctor Manuel no quiso.
El 30 de octubre, pidió a Mussolini que formara el nuevo gobierno y el romanes
cambió la camisa negra por el chaqué, el pantalón de rayas y el sombrero de
copa.
Naturalmente, los intelectuales, de izquierdas y
no tan de izquierdas, los librepensadores, la Iglesia y las clases elevadas de
la sociedad no veían sin cierta inquietud que el poder hubiera caído en manos
de gente de la que no resultaba difícil imaginar que planeaba instaurar una
dictadura tan rígida quizá como la de los soviets. Sin embargo, eran bastantes
los que, por patriotismo y por añoranza de la grandeza pasada, concedían el
beneficio de la duda a ese Mussolini que se creía una encarnación de una
leyenda cesariana. Con todo, Mussolini respetaba el juego de la legalidad. Se
pudo ver a sus milicias desfilar hasta el Quirinal para rendir homenaje al rey,
depositar una corona en el monumento al soldado desconocido y por último
asistir en la iglesia de Santa María degli Angeli, con el nuevo gobierno, a una
misa de réquiem presidida por los reyes. Sí, todo eso era bello, noble,
pomposo, grandilocuente incluso, y al príncipe Morosini no le gustaba la
grandilocuencia. Tan poco como el aspecto brutal, vulgar y arrogante del nuevo
dirigente. Ya se hablaba de disturbios sofocados de forma sangrienta, de
estudiantes encarcelados, maltratados, de intervenciones de una policía paralela
que, demasiado segura de un poder que deseaba que fuera total, elaboraba listas
y hacía fichas para vigilar mejor a los que parecieran respirar a otro ritmo.
Además, a Aldo le parecía oír aún, en el fondo de
su memoria, la voz grave de Simon Aronov en los sótanos de Varsovia: «Sepa que
una orden negra va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería,
la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es,
enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no
ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo...» ¿Cómo era posible no
ver una similitud, una extraña premonición por parte del custodio del pectoral?
Así pues, sin siquiera conocerlo, detestaba a Mussolini porque instintivamente
desconfiaba de él.
El sarcasmo contenido en su última frase hizo
abrir los ojos con asombro a la condesa Orseolo.
—No me dirás tú, Aldo, que ya le eres hostil
cuando lo que está haciendo es poner orden en el país. Que no tengáis ninguna
afinidad, no lo pongo en duda, pero lo que hay que mirar es el objetivo
perseguido. Ese hombre sólo desea la grandeza de Italia. Es un patriota, como
tú. Ha combatido, como tú.
—Yo combatí contra el aburrimiento en el nido de
águilas austríaco donde estaba prisionero. Mira, reconozco que Italia está
disgregándose, derrumbándose bajo el peso de la corrupción y de las ansias
comunistas, que ya era hora de que un hombre se decidiese a intentar poner un
poco de orden en este caos. Pero no tengo la impresión de que éste sea el
apropiado. Lo que sé acerca de sus métodos no me inspira confianza.
—Llegarás a confiar en él, créeme. Tengo amigos
que lo conocen y aseguran que es un genio. De todas formas, no voy a Roma para
verlo o para intentar conocerlo. Voy por Spiridion.
—¿Tu lacayo?
—Yo lo llamaría más bien mi mayordomo. Posee, no
sé si te lo había dicho, una voz admirable, pero necesita trabajarla,
amplificarla, perfeccionarla. Tiene un gran futuro ante sí y quiero ayudarlo a
triunfar. Le he conseguido una audición con el maestro Scarpini y, naturalmente,
voy a llevarlo. Si Scarpini muestra interés por él, Spiridion puede confiar en
que llegará a cantar en los mejores escenarios líricos y yo tendré la
satisfacción de haber descubierto a una nueva estrella.
El entusiasmo un poco delirante que manifestaba
desagradó a Morosini, que no pudo renunciar al malévolo placer de arrojar un
jarro de agua fría sobre esa hoguera demasiado ardiente para su gusto:
—¿Y quién va a pagar las clases? No creo que
Scarpini las regale.
—Claro que no. Me encargaré yo de eso.
—¿Puedes permitírtelo?
—No te preocupes. Gracias a ti y a... ciertas
inversiones prudentes, ya no tengo problemas de dinero. Puedo preparar el
porvenir de Spiridion sin pasar apuros económicos. Además, él me resarcirá con
creces.
—Siempre y cuando las cosas salgan bien. Las voces
excepcionales escasean, incluso aquí. Te expones a que tu presupuesto mengüe
considerablemente, y quizá por eso harías bien en reconsiderar mi propuesta. Tu
viaje a Roma no me parece que sea un obstáculo infranqueable: llevas a tu
griego, lo presentas; si se interesan por él, lo dejas, si fracasa, vuelves con
él en espera de otra oportunidad y santas pascuas. Te pagaré, ¿sabes?
Adriana se arregló el velo que envolvía su
minúsculo sombrero, se estiró los guantes, cruzó y descruzó las piernas, que
seguían siendo muy bonitas, y finalmente sonrió con cierta incomodidad.
—Te conozco demasiado para ponerlo en duda y me
gustaría poder ayudarte, pero por el momento es imposible. No puedo dejar a
Spiridion solo en Roma. No conoce a nadie, estaría perdido...
—No es un niño, y no tiene aspecto de perderse
fácilmente —protestó Morosini, recordando las facciones puras, el aire
arrogante y la figura musculosa del griego—. ¿No crees que exageras un poco?
—No. Además de que no lo conoces, siempre has
tenido prejuicios contra él. En realidad, cuando me alejo de él sólo hace
tonterías, como si fuera un niño. Y como estoy segura del juicio de Scarpini,
calculo que me quedaré uno o dos meses.
Morosini montó en cólera.
—¡No me dirás que vas a vivir con él! Y si es ésa tu
intención es que has perdido la cabeza —le espetó con brutalidad—. Eres mi
prima, llevamos la misma sangre, ¿y vas a amancebarte con un criado? ¡No creas
ni por un momento que voy a permitírtelo!
Si pensaba herirla, se equivocaba. Ella se limitó
a echarse a reír, aunque, a decir verdad, de un modo un tanto forzado.
—No seas tonto, Aldo. No viviré con él, aunque no
sé qué tendría de raro; hace años que vive bajo mi techo sin que a nadie le
parezca mal. ¿Adónde iríamos a parar si tuviésemos que alojar a los sirvientes
a dos o tres kilómetros de nuestra casa? Pero admito que, si deja de pertenecer
a mi casa, es preciso marcar ciertas distancias. Si Scarpini no puede alojarlo,
le buscaré una pensión; en cuanto a mí, cuento con la hospitalidad de mis
primos Torlonia. Son unos apasionados de la música, sobre todo del
bel
canto, y...
Continuó hablando, un poco en el tono de quien
recita una lección, ensartando palabras, frases, razones que Aldo apenas
escuchaba, sensible únicamente a la especie de júbilo que ese flujo verbal
delataba: a todas luces, la sensata condesa Orseolo estaba exultante pensando
en los días felices que iba a pasar en Roma con ese muchacho, apuesto y
jovencísimo, al que Morosini habría jurado que la unía un sentimiento distinto
del amor a la música.
Un tanto irritado, puso fin a la conversación con
la excusa de que tenía una cita con su notario. Se levantó, acompañó a su prima
hasta la góndola que la esperaba y la besó deseándole un buen viaje.
—Da señales de vida de vez en cuando —dijo.
Entró en casa mucho más descontento de lo que
quería confesarse a sí mismo. «¿De qué mujer fiarse, Dios mío, si el parangón
de las viudas de Venecia, la ejemplar Adriana, con su belleza un poco severa de
madona contemplativa, se ponía al borde de la cincuentena a andar de picos
pardos como una criatura cualquiera?»Como quería mucho a su prima, se reprochó
ese juicio temerario, y al encontrarse en el vestíbulo con la persona olímpica
y, sobre todo, la mirada interrogadora de su fiel Zaccaria, se encogió de
hombros, esbozó una sonrisa y declaró, suspirando:
—En fin, tendré que ingeniármelas para encontrar
un ayudante para el señor Buteau cuando pueda reincorporarse al trabajo. La
condesa se marcha a Roma y estará más de un mes allí.
No tuvo tiempo de decir nada más, y el mayordomo
tampoco, pues una voz furiosa se alzó en la vasta sala:
—¡Jamás hubiera creído que viviría lo bastante
para ver con mis propios ojos un escándalo como ése! ¡Doña Adriana tiene que
haberse vuelto loca!
Madonna Santissima! ¿Quién habría imaginado
semejante conducta por parte de tan gran dama?
Cual una fragata arribando a puerto con empavesada
de gala, Celina, apenas contenidos los oropeles multicolores que le gustaba
vestir por el delantal blanco almidonado y estirado sobre su vasta persona, las
cintas de la cofia revoloteando movidas por el viento de su cólera, acababa de
salir del
cortile que llevaba directamente a la cocina. Zaccaria, su
esposo, intentó atraparla al vuelo, pero ella lo rechazó enérgicamente y se
plantó delante de Aldo clamando:
—Y tú, príncipe Morosini, tú, su primo, ¿vas a
dejarla hacer eso?
Era inútil preguntar qué entendía por «eso».
Celina, reconocida como la mejor cocinera de Venecia, era una potencia dotada
de un servicio de información que le permitía saber todo lo que pasaba en la
ciudad sin moverse del palacio Morosini.
—Deberías calmarte, Celina —dijo Aldo,
esforzándose en mostrarse despreocupado—. Y sobre todo no prestar tantos oídos
a tus chismosas favoritas. Lo interpretan todo al revés y creo que eso es lo
que han hecho en este caso. Doña Adriana va a pasar unos días en Roma para
confiar a su lacayo a un famoso maestro de canto.
—¿Su lacayo? —repuso en tono irónico la voluminosa
napolitana—. ¡Querrás decir su amante!
—¡Celina! —dijo Morosini con severidad—. Sabía que
eras charlatana, pero no que tuvieras la lengua afilada. ¿De dónde has sacado
eso?
—No he tenido necesidad de sacarlo de ningún
sitio. Toda Venecia lo comenta. Si te digo que se acuesta con Spiridion es
porque la pobre Ginevra ha venido esta mañana a llorar en mi hombro. Como sabía
que doña Adriana comía hoy aquí, confiaba en que al menos tú conseguirías
impedir que hiciese esa... esa... indecencia. Pero lo único que a ti se te ha
ocurrido decirle es «buen viaje», sin intentar siquiera por un instante
retenerla.
—Yo no puedo retenerla. Es viuda, libre, mayor...
—Eso sí, y desde hace bastante. Te aseguro que tu
pobre madre, nuestra santa princesa Isabelle, habría sabido decir lo que
corresponde, y lo que corresponde es esto: una mujer de cincuenta años y un
petimetre de treinta casan mal..., por muy bien que se entiendan en la cama.
—¡Pero bueno! —replicó Morosini, enfadado—. ¡No
puedes creer una cosa así! No te ciegues: Ginevra es vieja, está celosa de la
influencia que ha adquirido ese muchacho, al fin y al cabo antipático, pero de
ahí a afirmar que es su amante hay un buen trecho. ¡No habrá hecho de carabina,
digo yo!
—Ella no ha hecho nada, pero ha visto —le declaró
Celina en un tono dramático, acompañado de un gesto acusador hecho con el
brazo—. Ha visto a la que ella llamaba su pequeña madona entre los brazos del
amalecita, como ella dice. Fue una noche en que el reuma le impedía dormir,
¡pobre anciana! Bajó a la cocina para calentarse un vaso de leche. Era muy
tarde y Ginevra pensaba que todo el mundo dormía. Pero, al pasar por delante de
la puerta de doña Adriana, seguramente mal cerrada, vio un poco de luz y, sobre
todo, oyó ruidos... extraños. Suspiros, gemidos... Un poco preocupada por si la
condesa estaba enferma, empujó la puerta...
—Y echó un vistazo, ¿no? —dijo Aldo con ánimo
burlón—. Y por pura curiosidad, porque no creo ni por un instante que estuviera
preocupada. Si los ruidos que oía eran los que imagino, no tienen nada que ver
con el dolor, y tú lo sabes perfectamente.
—¡Pues claro que lo sé! Sea como sea, no tuvo
necesidad de mirar dos veces para comprender lo que hacían. Y fue un golpe tan
fuerte que salió corriendo.
—¿A pesar del reuma? Debió de ser una especie de
curación milagrosa —ironizó Morosini reprimiendo con dificultad su cólera, pues
no ponía en duda ni por un momento el informe de la vieja Ginevra, una de esas
fieles sirvientas a la antigua usanza que se entregan en cuerpo y alma a los
que sirven y que conocía a Adriana desde la cuna.
—¡No está bien reírse de eso! —protestó Celina—.
La pobre no se atrevió a subir a su habitación. Se quedó en la cocina hasta la
hora de la primera misa en Santa María Formosa, adonde fue a derramar todas las
lágrimas de su cuerpo. Y ahora la abandonan en esa gran barraca, donde a buen
seguro se morirá de miedo pensando que su querida señora esta condenándose en
Roma.
—¿No se queda nadie más? La pobre Ginevra ya no
debe de poder hacer gran cosa en la casa.
—Iba una mujer todas las mañanas para hacer las
tareas domésticas, pero doña Adriana la ha despedido. Lo han tapado todo con
sábanas y han cerrado las salas de recibir, Ginevra tendrá bastante con la
cocina y su dormitorio...
Aldo ya no escuchaba. Dio media vuelta para
dirigirse a su gabinete de trabajo, descolgó el teléfono y pidió el número de
su prima esperando que no se pusiera el amalecita. Por suerte, fue Adriana
quien respondió. Un poco jadeante, seguramente por haber subido de cuatro en
cuatro los peldaños de su magnífica escalera gótica.
—Dime, Adriana, ¿cuándo te vas?
—Creía que te lo había dicho. Pasado mañana.
—¿Y dejas tu palacio sin otra vigilancia que la de
esa desdichada Ginevra, que apenas se sostiene sobre las piernas? Es muy vieja
para una tarea tan ruda; todavía hay muchas cosas bonitas en tu casa.
Se produjo un silencio, inmediatamente animado por
la respiración un poco agitada de la condesa.
—No dispongo de medios para tomar personal
suplementario. Así que vamos a limitarnos a cerrarlo todo lo mejor posible y
encomendarnos a la gracia de Dios.
—No parece una medida muy efectiva. Harías mejor
en decirme la verdad, o sea, que Spiridion te cuesta una fortuna. Y a mí no me
hace gracia eso...
—Porque no lo conoces. Tiene un corazón de oro y
te aseguro que me lo devolverá todo...
—Con creces, ya me lo has dicho. Y si no te devuelve
nada, te encontrarás arruinada, así que intenta al menos proteger lo que te
queda. Los ladrones existen, incluso en Venecia.
Adriana, en el otro extremo del hilo, empezaba a
ponerse nerviosa.
—Pero bueno, ¿qué quieres que haga? Me marcho dentro
de unas horas y no tengo tiempo de tomar otras disposiciones. Le diré a Ginevra
que intente hacer venir a uno de sus sobrinos de Mestre, pero si no se le
paga...
—No pagarás nada. Dile a Ginevra que enviaré a
Zian a dormir a tu casa mientras tú estés fuera. Zaccaria intentará encontrar
una compañera para la pobre anciana. En cuanto al dinero, no te preocupes. Me
lo devolverás cuando Spiridion el Magnífico haya hecho correr sobre ti un río
de oro. Y no me des las gracias si no quieres .oír cosas desagradables.
Celina lo había seguido y escuchaba desde el
umbral de la habitación. El le dirigió una mirada sombría.
—¿Estás satisfecha?
—Sí. Así está mucho mejor y dejaré de preocuparme
por Ginevra. Pero ¿has dicho la verdad?
—¿Sobre qué?
—¿Tienes realmente intención de ir a buscarla si
se queda demasiado tiempo allí?
—Por supuesto. No me apetece que el honor de la
familia sirva para desempolvar las tablas sobre las que se supone que el griego
va a triunfar, ni, sobre todo, que esa loca se arruine por él.
—Ya lo está en gran parte. Mañana, cuando Zian
vaya a instalarse, ve a echar un vistazo a Cà Orseolo. Según Ginevra, tendrás
sorpresas.
—No tengo la costumbre de ir a husmear a casa de
la gente en su ausencia... ¡Ah, no! ¡Basta de protestas! Ahora me voy al despacho
del señor Massaria a ver si él puede conseguirme una buena secretaria.
—¿Por qué no un secretario? Los hombres trabajan
en general mejor que las mujeres y no intentan seducir a su jefe.
—Mina nunca ha intentado seducirme.
—No, y ha hecho mal, porque era una persona como
Dios manda. Deberías haberte casado con ella.
Por toda respuesta, Morosini se limitó a encogerse
de hombros, prefiriendo guardar sus pensamientos para sí. ¿Casarse con Mina,
con sus trajes sastre en forma de cucurucho de patatas fritas, su aspecto a
medio camino entre cuáquera y maestra, sus cabellos tan estirados que parecían
pintados sobre el cráneo y sus enormes gafas? ¡Ridículo! Es verdad que, si
hubiera sido diferente, no la habría contratado, y habría sido una lástima.
Había sido una colaboradora inigualable. La echaría mucho de menos.
Casi inmediatamente, la imagen fachosa de la falsa
holandesa desapareció empujada por otra: una deslumbrante muchacha vestida de
terciopelo verde, cuyos ojos parecían grandes violetas surgiendo de un joven y
tierno musgo. A ésa sí que quizás hubiera pensado en hacerla su mujer. El
problema es que no quería saber nada de él. El juicio severo que había
pronunciado en Londres no dejaba duda alguna a ese respecto: para ella era un
mujeriego incorregible y nada la haría cambiar de opinión. Suponiendo que él
quisiera...
—Lo cual no es el caso —dijo en voz alta mientras
se ponía un impermeable y una gorra. Ya era hora de zanjar ese asunto y pasar a
otra cosa.
Tras estas tajantes palabras, salió al viento y la
lluvia que desde hacía días azotaban Venecia, anegando sus tejados rosa y sus
campanarios con una obstinación digna de un otoño londinense. Descartando
utilizar el
motoscaffo o la góndola, cubiertos con lonas, fue por las
calles hasta el Rialto, junto al cual se encontraba el despacho de su notario,
el señor Massaria. El mismo que, el día de su regreso de la guerra, había ido a
proponerle, para salvarlo de la ruina, que contrajera matrimonio con una
desconocida, una joven suiza, hija de un banquero coleccionista, a la que se le
había metido en la cabeza integrarse en Venecia como una piedra en un muro por
la sencilla razón de que le gustaba Venecia.
Envuelto en su orgullo, aferrado a su honor, que
rechazaba un matrimonio por dinero, Morosini se había negado en redondo. Y
seguía sin lamentarlo, ya que esa postura había incitado a Lisa a convertirse
en Mina para ver de cerca cómo era un personaje tan curioso. Tal como la
conocía ahora, sin duda lo habría despreciado si hubiese aceptado. ¿Qué pareja
habrían formado?
Eso fue lo que, al cabo de un momento, le contó a
su viejo amigo, que lo escuchaba tranquilamente con los codos apoyados en su
viejo sillón de piel negra y las manos unidas por la yema de los dedos, el
semblante grave pero con un brillo de diversión en el fondo de los ojos y un
ligero temblor de barbilla que muy bien podían ocultar el deseo de reír.
—Así que he venido por dos cosas —concluyó con un
suspiro—. La primera es preguntarle si estaba usted al corriente del montaje de
la señorita Kledermann.
La gravedad desapareció mientras el notario
replicaba:
—¿Yo? ¿Al corriente? ¡De ninguna manera! Conozco
bastante bien, creo, a Moritz Kledermann, y teniendo en cuenta a la vez sus
cualidades y sus dificultades de entonces, forjamos aquel plan sin entrar demasiado
en detalles.
Él se tomó su rechazo como debía ser tomado, con
respeto y comprensión, y ahí acabó todo.
—¿Y a ella no la había visto nunca?
—No tuve ocasión. Si no, ya supondrá que la habría
reconocido a pesar de su disfraz. ¿Qué otra cosa quería preguntarme?
—No se trata de una pregunta, sino de un favor que
quiero pedirle. Necesito a alguien para reemplazar a... Mina, y he pensado que
usted es el más calificado para ayudarme a encontrarlo. Tiene que ser alguien
de confianza, por descontado.
—Su profesión hace que no sea tarea fácil. Claro
que, una vez el señor Buteau restablecido, podrá encargarse de formar a esta
nueva colaboradora.
—No me parecería mal que fuese un hombre. E
incluso me pregunto si, después de todo, no sería preferible.
—¿Por qué no? En tal caso, tengo un joven pasante
más aficionado a la historia y al arte que al derecho, y quizá podría ser la
solución. Lo que ocurre es que ahora se encuentra ausente; ha tenido que ir a
Sicilia por un asunto familiar.
—¿Un siciliano? ¡Qué horror! ¿Me ve a mí con un
mafioso? —dijo Morosini, riendo.
—No tema. Se trata de la herencia de una tía que
vivía en Palermo, pero es un veneciano de pura cepa. Tal vez resulte difícil
convencer a su padre, un colega mío que desea que el muchacho lo suceda. Pero,
después de todo, quizá sólo sería para una temporada, y su reputación
profesional será una garantía para él. ¿Quiere que lo intentemos? Creo que
estará de vuelta dentro de unos diez días.
Aldo reprimió una mueca. Diez días eran una
eternidad teniendo en cuenta que él tenía que ir a Milán dos días más tarde,
pero, puesto que no había alternativa, cerraría la tienda hasta su regreso y
santas pascuas.
—Ya veremos cuando vuelva. Perdone por haberle
robado parte de su tiempo —añadió, constatando que el teléfono había sonado en
el despacho por lo menos tres veces sin que el señor Massaria respondiera.
—¡Faltaría más! Ya sabe lo mucho que me gusta
charlar con usted. Me recuerda la época en que nuestra querida princesa
Isabelle recurría a mí. Una época realmente feliz —añadió con un suspiro que
traducía toda la nostalgia, toda la melancolía de un amor que jamás se había
atrevido a decir su nombre.
—Para ella también —aseguró Aldo amablemente—. Sé
que apreciaba mucho los ratos que usted pasaba con ella.
Fue mágico. El afable rostro, sobre cuya nariz
redondeada cabalgaban unos lentes, se iluminó como si una súbita luz acabara de
alumbrarlo desde el interior. El viejo y fiel enamorado de Isabelle Morosini
iba a vivir durante semanas, meses quizá, con esa alegría que acababa de darle.
Contento de sí mismo, Aldo se despidió, pero, en el momento en que se disponía
a salir del despacho, el señor Massaria lo retuvo poniéndole una mano sobre el
brazo.
—Perdone mi curiosidad, pero me gustaría saber una
cosa. Conocía bastante bien a su secretaria y me pregunto cuál es su verdadero
aspecto. ¿Hay... una gran diferencia?
Bajo sus tupidas cejas, los ojos del notario
chispeaban de curiosidad amistosa, a la que Aldo respondió con una sonrisa
impertinente.
—Una gran diferencia. La suficiente para sentir
cierto pesar, si he de ser sincero. Pero ya es demasiado tarde para los dos.
Hasta pronto.
A pesar de lo que le había dicho a Celina, al día
siguiente Aldo acompañó a Zian cuando éste fue a montar guardia a casa de la
condesa Orseolo. Aunque su misión fuera transitoria y sólo tuviera que pasar
allí las noches, el gondolero de los Morosini no quería instalarse sin que su
señor y la vieja Ginevra hubieran efectuado una especie de inventario.
No fue en balde. El salón de música donde Adriana
estaba habitualmente, tan agradable con sus sedas de color hoja seca y sus
faldas de terciopelo turquesa sobre las mesas redondas, no había cambiado desde
la última visita de Aldo. En cambio, nada más entraron en el saloncito
contiguo, Ginevra señaló con un brazo vengador, en el mejor estilo Celina, un
gran espejo oval con un marco dorado un poco deslucido, sin duda bonito pero
del siglo XIX
y
bastante vulgar, colgado en el lugar de un soberbio espejo veneciano del siglo XVI. Faltaba
asimismo un antiguo fanal de galera, bajo el que el padre de Adriana se
instalaba para escribir cuando estaba en esa estancia, que servía a la vez de
despacho y de biblioteca.
Al constatar aquello, Aldo notó que estaba
poniéndose de mal humor.
—¿Hace mucho que no están esos objetos?
—Dos meses —respondió la anciana sirvienta—. Hacía
falta dinero para el viaje a Roma y las clases del miserable. Está
arruinándola, excelencia, y cuando lo haya hecho del todo, la tirará como se
tira un par de calcetines rotos —añadió, bufando como una gata furiosa.
—Si yo puedo impedirlo, esté segura de que no lo
conseguirá. ¿Quién vino a buscar estas cosas, su anticuario milanés, ese tal...
Sylvio Brusconi?
—Sí, y se las llevó de noche.
Morosini empezaba a estar preocupado. Adriana tenía
que sentirse culpable para actuar de ese modo. Hasta entonces, como sabía que
de vez en cuando hacía una incursión en la compraventa de objetos antiguos, la
había ayudado, en caso necesario prestándole dinero, pero tratándose de piezas
de esa importancia no habría dejado de dirigirse a él. El hecho de que hubiera
acudido a Brusconi, gracias al cual había conseguido dinero durante la guerra
para sobrevivir, era más que significativo: Spiridion la tenía agarrada, y muy
bien agarrada. Debía de estar loca por él. Y a su edad, eso era más que
peligroso.
Como Ginevra se había puesto a llorar, sentada en
el borde de una silla, posó sobre su hombro una mano firme y tranquilizadora.
—Lamento no haberme enterado antes de esto, pero
no esté triste. Esta noche me voy a Milán; mañana veré a Brusconi, y quizá
pueda recuperar el espejo y el fanal.
—Oh, no se tome esa molestia, don Aldo. Si se los
devuelve, volverá a venderlos al cabo de una semana.
—Entonces no se los devolveré. Por lo menos hasta
que haya recobrado el juicio. No desespere, Ginevra. Y trate de llevarse bien
con Zian, es un agradable muchacho.
Tres días más tarde, Morosini regresó de Milán
bastante satisfecho: no sólo se había llevado algunas importantes piezas de la
subasta, sino que había conseguido arrebatarle los despojos de Adriana a su
colega Brusconi, un hombre que no le era simpático, aunque no tuvo más remedio
que reconocerle cierta honradez: era un pillo que sabía manejar de maravilla a
las personas con dificultades económicas, pero no las estafaba. Con un hombre de
la fuerza de Morosini, no se le ocurría pasarse de listo, pues éste conocía el
valor de las cosas. Además, el veneciano disponía de bazas importantes: su gran
prestancia, su encanto personal y su título de príncipe. Brusconi supo
conformarse con un beneficio ínfimo, en espera de una posible vuelta de
tortilla en un futuro incierto.
Aldo estaba, pues, muy contento, pero todavía lo
estuvo más al ver la sorpresa que lo esperaba: su tía abuela, la marquesa de Sommières,
había llegado el día anterior acompañada de su inseparable Marie-Angéline du
Plan-Crépin, y se podía oír a Celina bramar la gran aria de
Norma desde
el Gran Canal.
Encontró a la anciana y a su satélite en el salón
de las Lacas, donde Zaccaria les servía devotamente champán pese a no ser mucho
más de las cinco de la tarde. Pero el vino de los reyes era la única bebida que
soportaba la marquesa aparte del café con leche de la mañana y estaba
totalmente descartado servirle otra cosa en las comidas o a la hora del té,
«esa insoportable infusión de la que los ingleses te vierten cubos enteros a
cualquier hora del día».
—¡Por fin estás aquí! —exclamó la marquesa
atrayéndolo hacia su vasto regazo, en el que brillaban largos collares de oro,
perlas y piedras finas—. ¡Empezábamos a perder la esperanza de volver a verte
algún día!
—No invierta los papeles, tía Amélie. Cuando pasé
por su casa a mi vuelta de Inglaterra, Cyprien me dijo que «viajaban por
Italia» sin precisar dónde...
—Le habría sido imposible, porque hemos hecho
mucho camino. Acuérdate de que debías ir en septiembre a Inglaterra. Así que Plan-Crépin
y yo fuimos a aburrirnos a base de bien a casa de lady Winchester, pero como tú
no estabas en ninguna parte, ni en el Ritz ni fuera de él, nos vinimos a
Venecia..., donde nos enteramos de que acababas de partir para Inglaterra.
Como, según Mina y el señor Buteau, no ibas a quedarte más de quince días o,
como mucho, tres semanas, pasamos veinticuatro horas en el Danieli antes de ir
a hacer nuestro pequeño recorrido por la península. Hemos estado en Florencia,
en Siena, en Perugia y, por último, en Roma, que hemos tenido la desdicha de
ver invadida por una horda de hormigas negras que nos han parecido
tremendamente antipáticas. ¡Hasta querían comprobar nuestra identidad con el
pretexto de que éramos extranjeras! ¿Se puede concebir algo semejante? Los
clientes del hotel Quirinal... y los demás estaban escandalizados, e incluso se
preguntaban en qué estaba pensando el rey para encomendarse a ese Mussolini.
—Creo que no tenía elección —dijo Aldo, suspirando—.
Italia vivía en un gran desorden desde la guerra y la amenaza bolchevique, pero
dudo que este orden le convenga durante mucho tiempo.
—Convendrá a los que se enriquezcan. Y, créeme,
habrá bastantes. Volviendo a Marie-Angéline y a mí, en vista del panorama nos
apresuramos a tomar el primer tren para Venecia, de donde tú habías vuelto a
marcharte.
—Menos mal que esta vez han tenido la buena idea
de esperarme. No se imaginan el placer que me produce su presencia. Espero que
se queden algún tiempo, aunque noviembre no es el mes más agradable, con las
grandes mareas que a menudo nos traen
l'acqua alta[12] Marie-Angéline, a la que aún no se la había oído,
dejó escapar un suspiro de entusiasmo.
—Reconozco que me encantaría. Cruzar la Piazza San
Marco sobre pequeños puentes de tablas que hacen de aceras debe de ser una
experiencia muy divertida.
—Siempre he pensado, Plan-Crépin, que alimenta
secretamente un gusto perverso por la aventura —dijo la marquesa—. Por cierto,
Aldo, tu amigo Buteau ha vuelto, esta mañana del hospital. No tiene muy buena
cara, pero yo creo que dentro de unos días estará totalmente recuperado: Celina
está ocupándose de él.
—Voy a subir a cambiarme, pero antes pasaré por su
habitación.
Estaba escrito, sin embargo, que Morosini no
llegaría tan pronto a sus aposentos. Estaba atravesando el vestíbulo en
dirección a la escalera cuando Zian saltó de la góndola que apenas se había
ocupado de amarrar. Parecía muy alterado, y las noticias que llevaba
justificaban su estado.
—¡Han entrado a robar en el palacio Orseolo!
—espetó sin más preámbulos—. Cuando he llegado para pasar allí la noche, he
encontrado a Ginevra llorando, rodeada de tres o cuatro mujeres del barrio que
se lamentaban. Había también dos policías que intentaban averiguar algo en ese
concierto de clamores, pero yo he comprendido enseguida lo que ha pasado: han
roto las vitrinas donde estaba la plata en un lado y pequeñas joyas preciosas
en el otro. ¡Se lo ruego, excelencia, venga! Esos policías son capaces de
detenerme.
—Vamos. ¿Cuándo crees tú que ha pasado?
—De día, desde luego, durante una de las
interminables visitas que la vieja Ginevra hace a la iglesia. Va por lo menos
tres veces al día.
—¿Y nadie ha visto nada?
—Ya sabe que hay un muro de jardín delante del
palacio. En cualquier caso, una cosa es segura: no ha sido forzada ninguna
cerradura aparte de la de los muebles. Se diría que los ladrones tenían las
llaves.
Zian no exageraba. En casa de Adriana reinaba una
atmósfera de fin del mundo, en medio de la cual se movía el comisario Salviati
intentando imponer un poco de calma. Éste acogió la llegada de Morosini con un
visible alivio, en gran parte porque esa aparición atrajo la atención de las
plañideras: Ginevra, transformada en fuente, se arrastró de rodillas para
asirle la mano y suplicarle que pusiera fin a las fechorías del amalecita,
súplica repetida a coro por sus compañeras.
—Me alegro de verle, príncipe —dijo Salviati—.
Quizás usted consiga sacar algo en claro de estas locas. Y explicarme quién es
ese amalecita.
—He venido para eso, pero, si quiere un buen
consejo, mande a Ginevra y a sus amigas a prepararse un café a la cocina y, de
paso, a prepararnos uno para nosotros.
Dicho y hecho. Una vez que se hubieron deshecho de
la horda, los dos hombres recorrieron las diferentes habitaciones del palacio
ante el cual había ahora dos policías apostados. En unas palabras, Aldo había
resumido la situación, identificado al misterioso amalecita, y hablado de la
ausencia de su prima y de las razones altruistas que la motivaban. La pasión de
la condesa Orseolo por la música era conocida en toda Venecia y permitía
arrojar un velo púdico sobre la realidad de sus relaciones con su excesivamente
seductor lacayo.
Aldo explicó también que había encargado a Zian
que velara por la tranquilidad nocturna de la anciana y de la casa, sin
imaginar ni por un instante que el pillaje podría producirse en pleno día.
—¿Quién hubiera podido sospecharlo? Ginevra sale
varias veces al día, sobre todo para ir a la iglesia...
—¿A horas fijas?
—Más o menos, sí. Su horario está marcado por los
diferentes oficios: misa matinal, vísperas, completas y no sé qué más. Nunca he
sido muy ducho en la cuestión —añadió con una sonrisa de disculpa.
—Yo tampoco —dijo el comisario—, pero unos hábitos
tan regulares han podido ser observados fácilmente. Supongo que ella llevaba
llaves, ¿no?
—Sí. Zian esperaba que volviera de misa y luego se
dedicaba a sus propias ocupaciones. Como no trabaja para mí a jornada completa
y tiene su propia góndola, ofrece sus servicios a los clientes del Danieli.
—¿Vive en su casa?
—Sí, desde hace años. No está casado y respondo de
él como de mí mismo. De lo contrario, no se lo habría propuesto a doña Adriana.
—Estoy seguro de ello. Lo más sorprendente es que
hayan entrado sin dificultad: ni han escalado el muro, cosa que habría llamado
demasiado la atención de día, ni han forzado ninguna cerradura. Cualquiera
diría que esa gente tenía las llaves...
—¿Y nadie ha visto nada?
—Sí. Hacia las cuatro, una vecina que estaba
tendiendo en una ventana ha visto un pequeño pontón de carbonero parado delante
del palacio. Ya había terminado cuando ha visto a dos hombres volver al pontón
llevando al hombro un montón de sacos de madera y de carbón que debían de haber
vaciado.
—O más bien llenado. Supongo que a la ida cada uno
llevaba dos sacos, uno que contenía madera y otro vacío; habrá que mirar en la
cocina. Después se han puesto manos a la obra, y es bastante infantil hacer
creer que se llevan sacos de yute vacíos si están amontonados de cualquier
manera y no muy bien doblados. Esos dos son los culpables.
—Investigaremos por ese lado, por supuesto. Sin
embargo, me extrañaría que encontrásemos algo. Conozco a los que se dedican a
ese negocio y son buena gente.
—Pero el mejor empresario del mundo está expuesto
a contratar a un elemento dudoso. Sobre todo teniendo en cuenta que esa gente
podría ser de Mestre... Por lo demás, si me permite que le dé un consejo, señor
comisario, sería conveniente tratar de averiguar algo más sobre el que Ginevra
llama el amalecita, ese tal Spiridion Melas, de Corfú, evadido de las prisiones
turcas y recogido «en la playa del Lido muerto de hambre». Cito a mis autores,
pues es todo lo que sé de él.
—¿Cree que la condesa Orseolo, llevada por su bien
conocida caridad y por su amor por la música, podría haber metido en su casa a
un lobo de una especie particular?
—¡Exactamente! —dijo Aldo poniendo cara de
asombro—. Es una verdadera maravilla que a uno lo entiendan tan bien.
Salviati sacó pecho, contento de ser apreciado en
su justo valor por un hombre de la importancia del príncipe Morosini.
—Gracias. Por su parte, príncipe, esté seguro de
que mi investigación llegará hasta el fondo de las cosas. ¿Quiere que vayamos
al primer piso?
—Encantado. Dudo de que mi prima haya cometido la
locura de no llevar consigo las joyas, por supuesto, aunque también cabe la
posibilidad de que las haya depositado en una caja de seguridad de un banco,
pero arriba hay muchos objetos bonitos y valiosos.
El dormitorio de Adriana, tan femenino y casi
virginal con sus cortinas blancas y azules, había recibido la visita de los
ladrones. El tocador estaba vacío: no quedaban ni cepillos, ni palmatorias de
esmalte, ni paños de encaje antiguos, ni ninguna de esas mil y una fruslerías
frágiles y queridísimas que adornan de un modo tan encantador el dormitorio de
una gran dama que es, además, una mujer bonita. Los pequeños cajones de
marquetería yacían sobre la alfombra y las dos cabezas de ángel de Tiziano que
hasta entonces velaban a ambos lados de la cama brillaban por su ausencia: esos
dos cuadros, de formato reducido, eran los más fáciles de llevar.
Sin embargo, algo intrigó a Morosini: el mueble
más bonito de la habitación era un bargueño florentino del siglo XVI, construido
en ébano, marfil, nácar y carey embellecido con oro. Aldo estaba familiarizado
con él, pues procedía del palacio Morosini; Adriana lo había recibido como
regalo de boda del príncipe Enrico, el padre de Aldo. No se cerraba con llave,
sino mediante un secreto que el príncipe-anticuario conocía. Pues bien, ese
magnífico objeto estaba intacto: no mostraba huellas de que hubieran intentado
abrirlo y menos aún de que lo hubieran golpeado. Como si alguien hubiera dado
instrucciones: sobre todo, no tocarlo ni hacer nada que pueda restarle valor.
Lo cual resultaba creíble, pues con lo que se habían llevado los malandrines
tenían suficiente para conseguir una buena suma de dinero.
Aprovechando que Salviati estaba efectuando, en el
otro extremo de la habitación, un minucioso examen del tocador —colocado entre
dos ventanas—, y de una cómoda, se puso los guantes y presionó una hoja de
marfil: los dos batientes se abrieron, dejando al descubierto una multitud de
cajoncitos y una hornacina dorada que servía de marco a una estatuilla de
Minerva, de marfil con casco de oro, que Adriana había convertido en su emblema
y que arrancó una mueca irónica a su primo. La insensata condesa, dominada por
la pasión en la madurez, no debía de haber contemplado esa bella imagen desde
hacía mucho y, sobre todo, debía de cerrar las puertas del bargueño cuando
recibía a su amante en la cama... ¡Qué embrollo, caramba! ¡Y qué estupidez!...
El amor, lo sabía por experiencia, podía hacer cometer tonterías, pero hasta
ese punto era excesivo.
Dejando a un lado su habitual discreción, abrió
los cajones uno tras otro. Contenían recuerdos: rosario de primera comunión,
medallas, sellos de escudo de armas, cartas antiguas, cuyas cintas descoloridas
por el tiempo se guardó de desatar. En algunas reconoció su propia letra.
Algunos documentos familiares también. Todo sin gran interés.
Iba a cerrar cuando su mirada viva descubrió,
prácticamente bajo el pedestal de la estatuilla, una punta de papel un poco
amarillento que sobresalía y recordó que la hornacina tenía también un secreto.
Una mirada de reojo hacia donde estaba el
comisario le indicó que no disponía de mucho tiempo. Otro policía acababa de
llegar, provisto del material necesario para buscar huellas digitales. Aldo,
movido por una irresistible curiosidad, retiró a Minerva, empujó la plataforma
en la que se apoyaba y que, al estar mal cerrada, dejaba pasar el trocito de
papel, introdujo la mano en la abertura, sacó un paquete de cartas y se lo
guardó en el bolsillo del impermeable antes de volver a ponerlo todo en su
lugar, aunque se abstuvo de cerrar el bargueño, pues Salviati querría abrirlo y
ya se acercaba a él.
—Un mueble espléndido —comentó el comisario—.
¿Cómo se las ha ingeniado para abrirlo?
—Es mi oficio —respondió Morosini, sonriendo—.
Como anticuario, he estudiado a fondo este tipo de muebles que en épocas
pasadas hacían famosos a nuestros ebanistas en toda Europa. Además, resulta que
éste procede de mi casa: el regalo de boda de mis padres a la condesa.
Dejó a Salviati examinar atentamente los cajones,
incluso llevó su deferencia al extremo de abrir el escondrijo defendido por
Minerva con una especie de placer perverso. Tal vez a causa de ese puñado de
papeles que, desde dentro del bolsillo, le quemaban los dedos. No se encontró
nada importante y el policía respetó escrupulosamente los fajos atados con satén
azul.
De vuelta en casa, Morosini dejó para la cena el
relato de lo que acababa de ocurrir y se fue a su habitación para tomar el baño
que el atento Zaccaria le había preparado. Contrariamente a su costumbre, no se
entretuvo mucho. Se puso un grueso albornoz y regresó al dormitorio, donde
Zaccaria había dejado sobre la cama la camisa y el esmoquin que su señor, como
la mayoría de las noches, y en especial cuando había invitados en el palacio,
se pondría. Las demás noches solía ir a sentarse a la gran mesa de la cocina
para charlar con Celina. Desde que Guy Buteau estaba en la clínica y Mina se
había marchado, los diversos salones en los que, según el estado de ánimo,
ponían la mesa, preferentemente en la inmensa
sala da pranzo concebida
para banquetes, le parecían demasiado vastos. Al igual que en su infancia, Aldo
sentía a menudo una súbita necesidad de cariño, y ese cariño nadie sabía
dárselo mejor que Celina.
Un vistazo al reloj de pared le indicó que aún
disponía de tres cuartos de hora largos antes de bajar a reunirse con sus
invitados.
—Puedes irte —le dijo a Zaccaria—. Me vestiré
después. Necesito descansar un poco.
—¿Es que no va a ir a ver al señor Buteau?
Esperaba su regreso con mucha impaciencia.
—¡Señor!
Con todo el ajetreo, se había olvidado de su
amigo.
—Ve a decirle que estoy aseándome y que pasaré por
su habitación antes de bajar. ¿Cuánto tiempo más debe hacer reposo?
—El doctor Licci cree que a finales de semana
podrá aventurarse por la escalera con su flamante cicatriz sin sentir demasiado
dolor.
—Lo ayudaremos y, en caso necesario, lo
transportaremos. Debe de aburrirse mortalmente... Corre, ve a decirle que
enseguida voy a verlo.
Nada más desaparecer Zaccaria, Aldo fue a buscar
el paquete que había guardado al entrar en el cajón de su antiguo escritorio de
estudiante, se sentó en un sillón y empezó a leer. Estuvo a punto de dejarlo
después de leer unas pocas líneas: eran cartas de amor que databan de los dos
últimos años de la guerra. No se creía con derecho a violar de ese modo la
intimidad de su prima. No obstante, impelido por algo más fuerte que una banal
curiosidad, incluso por una especie de fascinación, continuó.
Se debía al tono de las cartas. Escritas con una
letra grande y autoritaria, emanaban sin duda de un amante apasionado, pero
también de un superior. A medida que leía, en Aldo iba tomando cuerpo la
curiosa impresión de estar asistiendo al afianzamiento de un dominio cada vez
mayor. El misterioso R. —no había ninguna otra firma— aludía con la pasión que
le inspiraba su amante a cierta causa a la que estaba consagrado.
Las cartas, ninguno de cuyos sobres había sido
conservado, indicaban diferentes ciudades de Suiza: Ginebra, Lausana,
Interlaken y, sobre todo, Locarno, donde al parecer el amor de Adriana y de R.
había surgido. La última, fechada en agosto de 1918, venía de esa ciudad. Era
más sibilina todavía, y más autoritaria también: «Ha llegado el momento; la
guerra va a acabar y él regresará.
Debes hacer lo que la causa espera de ti todavía
más que aquel para quien eres toda la vida. Spiridion te ayudará. Está a tu
lado sólo para eso. R.»Con la impresión de que el techo artesonado de la
habitación acababa de caerle encima de la cabeza, Aldo permaneció largos
minutos inmóvil, sin soltar la carta. Tenía la horrible sensación de que uno de
los círculos infernales de Dante acababa de abrirse ante él. Estaba
descubriendo en la Adriana a quien quería como a una hermana mayor, hasta el
punto de haber acariciado por un momento la idea de un delicioso incesto, una
vida oculta, secreta, carnal y que rozaba la perversidad. ¿Qué era esa causa a
la que le pedían que se consagrara dejándola esperar una ardiente compensación?
¿Y cuál era esa tarea que había llegado el momento de realizar? ¿Quién era R.?
¿De dónde había salido exactamente el atractivo Spiridion, que no había sido
encontrado casualmente en la playa del Lido? El amante secreto lo había enviado
y al parecer ahora había ocupado el lugar de aquél en la cama de Adriana. ¿Por
qué no cumpliendo órdenes? ¿Por qué R. no podía haberlo utilizado tanto para
llevar a la condesa al terreno que él deseaba como para librarse de una amante
que quizá se había convertido en un estorbo? Resultaba sorprendente, en efecto,
que la última carta estuviera escrita hacía cuatro años.
Las preguntas se agolpaban, todas sin respuesta. O
casi. A Morosini no le gustaba la coincidencia entre las clases en Roma de
Spiridion, ahora muy sospechoso, y la expansión del «fascio» mussoliniano, al
que Adriana no parecía hostil. ¿Cabía dentro de lo posible que la gran «causa»
fuera ésa y, en tal caso, en qué consistía el servicio que se esperaba de la
condesa Orseolo? Lo primero era tratar de averiguar quién era R., el hombre al
que Adriana parecía haber jurado pertenecer en cuerpo y alma.
Con una inicial no se iba muy lejos, pero un
personaje tan apegado a Suiza debía de pertenecer a una u otra de esas células
revolucionarias que los disturbios en sus respectivos países obligaban a buscar
refugio allí.
El tintineo de una campana anunciando la cena
arrancó a Morosini de sus amargos pensamientos y le hizo precipitarse hacia la
camisa y el traje. Se anudó la corbata de cualquier manera. No se había dado
cuenta de que el tiempo pasaba y apenas le quedaba un minuto para estar con Guy
Buteau.
Calzándose los zapatos de charol mientras
caminaba, lo que constituía un difícil ejercicio, salió a toda prisa de su
habitación para ir a la de su antiguo preceptor, pero lo encontró en la puerta,
apoyado en un bastón y un poco pálido, aunque, eso sí, de punta en blanco.
—¡Guy! —exclamó—. ¿Se ha vuelto loco? Debería
estar en la cama.
—Estoy harto de cama, querido Aldo. Además —añadió
con la sonrisa cálida y un poco tímida que recordaba muchísimo al joven
educador francés recién salido de su Borgoña natal al que habían encomendado la
instrucción de un niño—, algo me decía que me necesitaba.
—Lo que necesito sobre todo es que disfrute de
buena salud,
i Cómo se las ha arreglado para levantarse y vestirse?
—Zaccaria me ha echado una mano. Y he aprovechado
para pedir que pongan mi cubierto en la mesa. La presencia de la marquesa de Sommières,
de la señorita Marie-Angéline y la suya propia va a hacer maravillas para que
me recupere del todo. Sobre todo si se añade una vieja botella de mis queridos
Hospices de Beaune.
—Tendrá la bodega entera si quiere. Estoy loco de
contento de tenerlo de nuevo aquí —exclamó Morosini—. Pero cójase de mi brazo.
Así, apoyados el uno en el otro, los dos hombres
se reunieron en el salón de las Lacas con los moarés casi episcopales de la
señora de Sommières, el crespón de China gris nube de Marie-Angéline y la
explosión alegre de un tapón de champán.
Pese a sus preocupaciones, que se guardó mucho de
exponer, Aldo disfrutó mucho de esa cena familiar animada por el verbo cáustico
de tía Amélie. Sobre todo porque había muchas cosas que comentar. Hablaron, por
descontado, del asesinato de Eric Ferrals, de la acusación que pesaba sobre su
mujer y quizá todavía más de la sorprendente transformación de Mina van Zelden,
austera holandesa, en hija de multimillonario suizo.
—Reconocerás que tengo olfato —dijo la marquesa—.
¿No te dije que, si estuviera en tu lugar, intentaría rascar ese caparazón
demasiado severo para ver qué había debajo?
—¡Ojalá hubiera sido más explícita! —repuso Aldo,
suspirando—. Me habría evitado muchos tormentos y sobre todo encontrarme en una
situación difícil.
—No sé qué hubiera podido añadir. Eras tú el que
debía haberse mostrado más perspicaz, una vez que yo te había hecho partícipe
de mis impresiones.
—Yo admito la parte de reproches que me
corresponde —dijo el señor Buteau—. Confieso que me intrigaba, pues, a fuerza
de mirarla, había llegado a la conclusión de que bajo ese increíble atuendo se
escondía una chica bonita y no lograba comprender por qué se disfrazaba así.
Mientras que muchas feas sueñan con volverse guapas, Mina..., permítanme que
siga llamándola así..., hacía todo lo posible por ser gris, insignificante,
casi invisible.
—Conmigo lo había conseguido totalmente. Desde el
momento que comprendí que, pese a mis consejos, no cambiaría, dejé de verla. En
cambio, estaba tremendamente presente y tenía en ella una confianza absoluta.
Por no hablar de sus profundísimos conocimientos en materia de arte y de
antigüedades. Jamás encontraré a alguien semejante. Sabía datar una joya y no
confundía una porcelana de Ruán decorada con pagodas con una auténtica
porcelana china.
La señorita Plan-Crépin dejó de revolver por unos
instantes con la cuchara su ración de huevos revueltos con trufas blancas y,
levantando su larga nariz, esbozó una sonrisita maliciosa.
—Eso es cosa de niños —afirmó con una autoridad
inesperada—. Basta conocer las firmas, las formas, los colores y los
materiales. Cuando era pequeña, mi querido padre, que era un apasionado de las
antigüedades, me llevaba a menudo a las subastas. También me instruyó mucho y
me hizo leer numerosas obras. Ahora puedo confesar que, si no hubiera sido
inconcebible para una muchacha de nuestro mundo montar una tienda..., y
también, por supuesto, si hubiera poseído los fondos necesarios, me habría
gustado ser anticuaría.
El ruido de un cubierto al ser apoyado en un plato
hizo que las cabezas se volvieran hacia la marquesa, que miraba a su lectora
con estupor.
—Me había ocultado eso, Plan-Crépin. ¿Por qué?
—No pensaba que ese detalle pudiera ser de algún
interés para nosotras —respondió la solterona, que siempre se dirigía a su
prima y jefa en la primera persona del plural—. Se trata simplemente de un
pasatiempo, pero visitar un museo me causa un vivo placer.
—¡Más que a mí! Esos vertederos de arte siempre me
han parecido aburridos.
—Es una pena que sólo vaya a pasar unos! días
aquí, Marie-Angéline —dijo Aldo, sonriendo—. Si no, quizá le pediría ayuda.
Claro que usted no es secretaria...
—Es mi secretaria y con eso tiene más que
suficiente —masculló la señora de Sommières—. Me horroriza escribir y ella me
quita todo el papeleo de en medio. En el convento de Oiseaux hacían un buen
trabajo. Hasta le enseñaron inglés e italiano.
—Si a eso añadimos su aptitud para las proezas
aéreas, se puede decir que recibió una educación muy completa—dijo Aldo,
riendo—. Casi me entran ganas de pedirle que me eche una mano —añadió más
seriamente echando la silla hacia atrás para mirar a la señorita—. El señor
Massaria tal vez pueda ofrecerme a alguien, pero no antes de tres semanas.
¿Tiene mucha prisa por irse, tía Amélie?
—En absoluto. Ya sabes que me encanta Venecia,
esta casa y los que la habitan. Así que mira a ver qué puedes hacer con este
fenómeno. Eso permitirá a nuestro amigo Buteau hacer un poco más de reposo.
—¡No demasiado! —protestó éste—. Mientras no me
mueva, puedo recibir clientes, y si la señorita Marie-Angéline accede a hacerse
cargo, bajo la dirección de Aldo, de las tareas administrativas, conseguiremos
un resultado bastante bueno.
—Sobre todo teniendo en cuenta que, aparte de ir a
esa venta de Florencia, no tengo intención de ausentarme. Voy a escribir a mi
prima para informarla de lo que ha pasado en su casa. Ella verá si quiere
regresar o no.
—¿No deberías volver a Londres? —le preguntó tía
Amélie.
Con la mirada súbitamente ensombrecida, Aldo pidió
a Zaccaria que llenara las copas.
—Tendré que volver, pero creo que no hay prisa.
Allí no me necesitan —añadió con una pizca de amargura.
Pero al día siguiente llegó una carta.
Venía de Londres. En el sobre, escrito con letra
torpe, sólo ponía: «Príncipe Aldo Morosini. Venecia. Italia.»
En el interior, unas frases firmadas por Anielka:
«Le entrego esta nota a Wanda para que te la envíe siguiendo mis instrucciones.
¡Tienes que venir, Aldo! Tienes que venir en mi ayuda porque ahora tengo miedo,
mucho miedo. Y quizá sea mi padre quien más me asusta, porque creo que se está
volviendo loco. Y yo me siento abandonada, sobre todo por Ladislas, al que no
consiguen encontrar. El señor Saint Albans me ha dicho lo que has hecho por mí
y que, desgraciadamente, no ha servido de nada. Y que después te has ido. Sólo
tú puedes salvarme de esta horrible alternativa: la horca o la venganza de los
camaradas de Ladislas. No hace mucho me dijiste que me amabas...»Sin pronunciar
una palabra, Aldo le tendió la nota a tía Amélie. Esta se la devolvió con una
sonrisa y un encogimiento de hombros.
—Bueno —dijo, suspirando—, creo que Plan-Crépin y
yo podemos prepararnos para pasar aquí el invierno, porque no veo la manera de
que puedas evitar montar en tu fogoso corcel para ir volando a socorrer a la
belleza en peligro. Lo que veo todavía menos es cómo vas a arreglártelas para
hacerlo.
—No tengo ni idea, pero quizás ella me lo diga. Su
abogado y yo estamos convencidos de que no ha dicho toda la verdad.
—¡Y es tan agradable poder pedir la ayuda de un
paladín como tú! Mira muy bien dónde pones los pies, muchacho. No me gustaba
ese desdichado Ferrals y te confieso que no me gusta mucho más su encantadora y
jovencísima esposa, pero si le ocurre una desgracia sin que tú hayas hecho
cuanto está en tu mano para salvarla, te lo reprocharías durante toda la vida y
ya no habría felicidad posible para ti. Así que ve. Plan-Crépin, que estará
encantada, y yo haremos de divinidades domésticas mientras esperamos tu
regreso. Después de todo, esto de las antigüedades puede ser divertido.
Por toda respuesta, Aldo la estrechó entre sus
brazos y la besó con toda la ternura que ella había sabido transmitirle. Esa
especie de bendición que le daba era en cierto modo como si su propia madre acabara
de trazarla sobre él.
Gracias a Dios, era jueves, uno de los tres días
en que el Orient-Express pasaba por Venecia en dirección a París y Calais. Aldo
tenía el tiempo justo de enviar a Zaccaria a reservarle un
sleeping, solventar
unos asuntos con Guy y preparar las maletas. En cuanto a las misteriosas cartas
de Adriana, pospuso su estudio para más adelante y las guardó en su caja fuerte
con excepción de la última, que era también la más intrigante y que metió en su
cartera.
A las tres en punto de la tarde, el gran expreso
transeuropeo salía de la estación de Santa Lucia.
9. Claroscuro Cuando desembarcó en la estación Victoria de
Londres, Morosini lamentó no poder ir a su querido hotel Ritz, cuyo ambiente y
delicado confort tanto apreciaba. Aunque como digno descendiente de muchos
señores del mar pudiera presumir de no marearse nunca cuando viajaba en barco,
la Mancha lo había maltratado, sacudido, zarandeado, triturado y machacado de
tal modo que por primera vez en su vida se había visto obligado a pagarle un
tributo humillante. Una vez en tierra firme, seguía dándole vueltas la cabeza y
sintiendo las piernas flojas. La visión de Théobald en el andén de la estación
le arrancó, pues, un suspiro de pesar. El fiel sirviente de Adalbert había ido
a buscarlo para llevarlo al nuevo apartamento de Chelsea. Imposible librarse.
Pero Aldo no podía sino culparse a sí mismo, puesto que había mandado un
telegrama anunciando su llegada. Por otra parte, a Vidal-Pellicorne le habría
disgustado que no lo avisara.
—El señor no tiene muy buen aspecto —observó
Théobald, haciéndose cargo de las maletas—. El mar, supongo... Y también este
clima debilitante. ¿Cómo puede alguien ser inglés?
—¡Ah!, ¿pero usted llama a esto clima? —refunfuñó
Morosini subiéndose el cuello del abrigo.
Londres se hallaba sumergida en una de esas brumas
heladas cuyo secreto guarda celosamente, en las que se disuelven formas y
edificios y en las que las más potentes farolas quedan reducidas a lucecitas
amarillas y difusas que recuerdan la débil claridad de las velas.
—El señor se encontrará mejor cuando estemos en
casa. Hemos conseguido convertirla en algo bastante coqueto, cosa de la que
nunca me felicitaré bastante, dado el humor del señor Adalbert estos días.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó Morosini mientras
metía sus largas piernas en el coche de alquiler, cuya portezuela Théobald le
había abierto.
—¿Es que el señor no lee los periódicos?
—Desde que salí de Venecia, no. He matado el
tiempo durmiendo lo máximo posible y luchando contra el mareo. ¿Qué cuentan los
periódicos?
—¡Pues el descubrimiento! El increíble
descubrimiento que acaba de hacer en Egipto, en el valle de los Reyes, míster
Howard Carter: la tumba de un faraón de la decimoctava dinastía con todo su
tesoro intacto. ¡Es inaudito! ¡Prodigioso! ¡El descubrimiento del siglo!
—¿Y eso le molesta a su señor? Como buen
egiptólogo, debería estar contento. Esa dinastía es su tema favorito, si no me
equivoco.
—Sí, pero míster Carter es británico.
En vista de las dificultades circulatorias
causadas por la niebla, Morosini dejó de hacer preguntas y el trayecto fue
efectuado sin tropiezos hasta que Théobald detuvo el vehículo ante una vieja —y
encantadora— casa de ladrillo rojo, que todavía conservaba su antigua verja de
hierro forjado.
—Si el cielo nos concediera un día digno de tal
nombre, cosa de la que empiezo a perder la esperanza, el señor podría ver que
Chelsea es un barrio pintoresco y bastante agradable, un bonito y antiguo
barrio aristocrático que con el tiempo se ha convertido en una especie de
Montparnasse. Está lleno de estudios donde viven pintores, escultores y
estudiantes de bellas artes, que crean a su alrededor una atmósfera
despreocupada y bohemia y que...
—Su presentación es impecable —gruñó Morosini,
interrumpiendo el arrebato lírico de Théobald—, pero ya lo conozco.
Precisamente por eso estoy preocupado.
Sin ningún motivo. La antigua morada de Dante
Gabriel Rossetti, llamada en otros tiempos casa de la Reina en recuerdo de
Catalina de Braganza, no sólo era muy bonita sino agradabilísima. El viajero
encontró a su amigo instalado ante un fuego chisporroteante, en medio de un
auténtico mar de periódicos que escudriñaba con entusiasmo. Morosini encontró
muy acogedor el salón donde se desarrollaba esa escena, no sólo por la
presencia de grandes cortinas de terciopelo amarillo claro y de un archipiélago
de alfombras de diferentes colores, sino porque una mesa puesta esperaba no
lejos de la chimenea de mármol blanco.
—¡A la hora en punto! —exclamó Adalbert, estirándose
la raya de los pantalones mientras se levantaba—. Con esta niebla es todo un
récord. ¿Has hecho un buen viaje?... No, no has hecho un buen viaje —rectificó
inmediatamente—. Y además, las preocupaciones te desbordan. Tienes un aspecto
espantoso. Ven, te enseñaré tu habitación.
Théobald también había obrado maravillas allí: el
fuego ardía junto a un buen sillón, y un ramo de margaritas otoñales corregía
la severidad del mobiliario y de las cortinas de terciopelo verde.
—Me he enterado de que tú también tienes
preocupaciones —dijo Aldo con una media sonrisa—. La tumba descubierta por ese
tal Carter en los alrededores de Luxor.
—¡Una suerte increíble! —suspiró Vidal-Pellicorne,
alzando los ojos hacia el techo—. Una tumba intacta, la de Tutankamon, un
faraón sin demasiada importancia que sólo reinó ocho años, pero que durante ese
tiempo amasó un impresionante tesoro funerario. Cuando pienso en Loret, mi
querido maestro, que está allí trabajando con tesón sin obtener grandes
resultados, es para echarse a llorar. Claro que nosotros, pobres franceses, no
nos beneficiamos de la generosidad de un mecenas como lord Carnavon... Me
gustaría mucho ir a ver todo eso de cerca.
—¿Y qué te lo impide? ¿Has avanzado algo en el
asunto de la Rosa?
—La verdad es que no. He explorado dos caminos que
han resultado ser callejones sin salida y le he escrito a Simon para
preguntarle si tiene otros indicios. Te confieso que empiezo a desanimarme.
—¿Y el asunto de Exton Manor? ¿No hay ninguna
novedad?
—Ninguna. El matrimonio Killrenan parece vivir en
una armonía perfecta. Yuan Chang ha tenido algunos problemas que han debido de
retrasar sus planes, eso es cierto, pero te lo contará el pterodáctilo, lo he
invitado a cenar. A todo esto, ¿qué te trae por aquí?
Por toda respuesta, Aldo le tendió la carta de
Anielka.
—Sí —dijo Adalbert, devolviéndosela—. A ella
tampoco se le arreglan las cosas. El juicio se celebrará dentro de diez días.
Al verte la cara, he lamentado un poco haber invitado a Warren, pero ahora
empiezo a pensar que he hecho bien.
—Ha sido una idea excelente. Necesito urgentemente
un permiso de visita para Brixton.
—Ya lo supongo. En fin, instálate y descansa un
poco. Cenaremos a las ocho.
Ser policía no impide ser un hombre de mundo, y el
esmoquin del superintendente no tenía nada que envidiar a los de sus
anfitriones.
—Me alegro de verlo —dijo, estrechando la mano a
Morosini—. He aceptado venir esta noche porque llegaba usted. Lady Ferrals nos
está causando grandes problemas.
—Yo creía haber aportado una prueba de su no
culpabilidad demostrando cómo había sido envenenado su esposo.
—Sabe muy bien que es insuficiente. Sigue
existiendo una certeza casi total de su complicidad con otro criminal,
suponiendo que lo haya. Además, un criado jura haber visto varias veces a lady
Ferrals sola en el despacho de su esposo.
—Supongo que, estando en su propia casa, tenía
todo el derecho a ir a las habitaciones que quisiera.
—Entonces, ¿por qué sigue negándonos, a su padre,
a su abogado y a mí, su ayuda para encontrar a ese condenado polaco?
—Tal vez hable conmigo. He venido porque he
recibido esta carta.
Warren la leyó rápidamente y se la devolvió a su
propietario.
—Mañana tendrá un permiso de visita. Me encargaré
de que un ordenanza se lo traiga. Más vale que lo sepa: sufrió una verdadera
crisis de desesperación cuando se enteró de que usted se había marchado a
Venecia.
—¿De desesperación?
—Pregunte al señor Saint Albans, él se lo
confirmará. No, gracias —añadió dirigiéndose a Vidal-Pellicorne, que le tendía
una copa de champán—. Sólo bebo vino en la mesa, y no siempre.
De hecho, bebía mucho más de lo que comía sin que
su comportamiento se viera afectado por ello. No sin cierta sorpresa, Aldo, que
optó por guardar silencio durante la mayor parte de la cena, se percató de que
en su ausencia el arqueólogo y el policía habían trabado vínculos de amistad.
Quizá resultaba difícil de entender, pero era un hecho que podía tener su
utilidad. Los dos hombres hablaron del asunto de la tumba egipcia, que, a
juzgar por lo que decían, apasionaba a toda Inglaterra. Delante de su invitado,
Adalbert se guardaba de manifestar su frustración. El diálogo era cortés,
amable, incluso erudito cuando Adalbert llevaba la batuta, pero al cabo de un
rato Morosini se hartó. Aprovechando que el superintendente atacaba el rosbif,
sin el cual no hay comida digna para ningún buen inglés, dijo:
—Por cierto, ¿ha conseguido recuperar el diamante
del Temerario?
—No, a pesar del registro minucioso que mis
hombres efectuaron en el Crisantemo Rojo y en su tienda. Pero hemos logrado meter
a Yuan Chang entre rejas. Gracias a la traición de una mujer, la amiga de uno
de los hermanos Wu, pudimos tenderle una trampa. Lo pillamos en un barco
recibiendo una considerable cantidad de opio y de cocaína. Perdió la sangre
fría y dos policías resultaron heridos, pero acabó siendo detenido junto con
varios de sus hombres.
—¿Y lady Mary?
—Parece una santa. He interrogado personalmente al
chino y, sin entrar en detalles, le he dicho que sabía que el diamante obraba
en su poder, pero no he conseguido hacer que «salpique» a su cómplice. Es un
hombre de una gran paciencia y no quiere perder esa baza que tiene guardada en
la manga.
—¿Hasta qué punto participó ella en el asesinato
de George Harrison?
—Yo creo que interpretó el papel de la anciana
lady de la que es prima y a la que veía a menudo, quizá lo suficiente para
conseguir la adhesión de personas al servicio de una señora conocida por su
tacañería; de ahí la mujer que la acompañaba y el coche..., a no ser que éste
fuera alquilado. Pointer ha investigado por ahí, pero no ha averiguado nada.
Todavía tenemos trabajo para rato. En cuanto a nuestra encantadora lady, lleva
una agradable vida mundana y aprovecha la publicidad que el proceso Ferrals
está dando a su esposo. Casi todos los fines de semana recibe en Exton
Manor..., que continúa sometido a estrecha vigilancia.
—¿Sir Desmond sigue sin saber nada?
—¿De las actividades de su mujer? No, no sabe
nada. Ya se lo dije, quiero pillarla con las manos en la masa. Pero del peligro
que lo amenaza, sí. Después de la detención de Yuan Chang, le «revelé» en el
transcurso de una conversación que, según ciertas informaciones sobre las que
no me extendí, el chino andaba detrás de su colección de joyas imperiales. De
modo que
está sobre aviso; ahora es cosa suya tomar las precauciones
necesarias.
—No servirán de gran cosa si no sospecha de su
mujer, puesto que es con ella con quien cuenta Yuan Chang.
—Tampoco sospecha que vigilamos su castillo. En
realidad, el hecho de que el jefe de la banda esté en prisión no me basta. En
primer lugar, porque un día u otro conseguirá salir; y en segundo lugar, porque
ignoramos muchas cosas acerca de la gente que trabaja para él. Y me temo que
son muchas, así que...
—Es evidente que, en esas condiciones, sólo se
puede esperar.
—Sobre todo —apostilló Vidal-Pellicorne cuando el
superintendente se hubo marchado— porque a nosotros nos importa un comino que
aparezca o no el dichoso diamante. El que nos interesa es el auténtico, y a
veces me pregunto si algún día encontraremos su rastro.
—Ya que has puesto al corriente a Aronov, espera a
que te conteste. Él, que siempre lo sabe todo, quizá tenga alguna idea —repuso
Morosini con un vago resentimiento, recordando el paseo por Hyde Park durante
el cual el Cojo le había hecho prometer que dejaría que Solmanski y los
abogados se ocuparan solos de la suerte de Anielka—. Si me disculpas, me voy a
dormir. Una travesía difícil y un policía inquieto es excesivo para un hombre
viejo y cansado como yo.
Arrellanándose en el sillón, Adalbert acercó las
plantas de los pies al fuego de la chimenea y empezó a apartarse el rebelde
mechón que, una vez más, le caía sobre la nariz.
—Sólo una pregunta más que no te agotará: ¿cuáles
son tus sentimientos por la adorable lady Ferrals? ¿Todavía la quieres, o bien
has acudido volando en su auxilio obedeciendo a tu famoso instinto
caballeresco?
—Ésa, amigo mío, es una pregunta a la que
responderé cuando la haya visto.
De nuevo la pequeña habitación gris, estrecha, mal
iluminada por una ventana alta, de nuevo la mesa de madera, las dos sillas y
después la puerta que una mujer de uniforme abrió para dejar paso a la joven
viuda. Aldo se inclinó conteniendo un suspiro de alivio.
Durante todo el camino había temido esa entrevista
tan deseada. Como sabía que había estado enferma, temía ver aparecer una
sombra, la forma casi descarnada de la deslumbrante muchacha de la que tan
fácilmente se había enamorado. Temía ver un semblante pálido, hundido por la
angustia y el sufrimiento, unos ojos enrojecidos, hinchados, llenos de un infinito
cansancio, pero Anielka estaba igual que como la recordaba en su última
entrevista: el mismo vestido negro enfundaba su cuerpo delgado y gracioso, los
cabellos rodeaban como una aureola su fino rostro de tez purísima y, sobre
todo, en sus grandes ojos dorados brillaba una chispa de alegría. Al verlo,
desplegó una sonrisa, un poco temblorosa quizá, pero sonrisa al fin y al cabo.
—¿Has vuelto? —susurró, como si no se lo creyera.
—¿Acaso no me has llamado?
—Sí..., pero sin mucha fe. Wanda podría haberse
equivocado al escribir la dirección y, por lo tanto, la carta podría no haberte
llegado, o podrías haber estado ausente. ¿Por qué te fuiste?
—Por una razón muy sencilla: mi presencia era
necesaria en casa. Pero ya ves que no he dudado ni un instante en volver. ¿Cómo
estás? La última vez que quise visitarte estabas enferma, hospitalizada.
—Lo sé. Por un momento creí que iba a morir y casi
me alegraba, pero ya estoy mejor... Porque vienes a ayudarme, ¿verdad?
—Desde que me ofrecí a hacerlo —le reprochó con
dulzura—, reconocerás que no es mía la culpa si me he hallado tanto tiempo en
la imposibilidad de prestarte ayuda.
Un impulso súbito la empujó hacia él con los
brazos extendidos. Él le asió las manos y las estrechó contra sí, apesadumbrado
al notarlas tan frías.
—¡Dios mío! ¡Estás helada!
Iba a abrazarla cuando la voz de la funcionaría
llegó hasta ellos:
—Tienen que sentarse uno a cada lado de la mesa.
Es el reglamento.
—¡Vaya reglamento tan ridículo! —masculló Morosini,
quien, sin soltar a Anielka, hizo que se sentara y se instaló frente a ella—.
Bien, intentemos ahora ponernos a trabajar —dijo con una sonrisa tan abierta
que ella no pudo por menos de devolvérsela.
No obstante, la inquietud no lo abandonaba. La
sentía frágil, nerviosa. Su mirada inestable era la de un ser acosado. ¿Podría,
en tales condiciones, obtener una confesión de ella?
—Supongo —prosiguió en voz más baja— que deseas
decirme algo.
—Sí. Sin duda tú eres la única persona del mundo
con quien puedo ser sincera sin correr peligro, y es así por una sola razón:
Ladislas no te ha visto nunca, no te conoce, y sus amigos tampoco.
—Yo sí que lo conozco a él —dijo Aldo, que no
tenía ninguna dificultad en ver en la pantalla fiel de su memoria al joven
vestido de negro de los jardines de Wilanow—. Y cuando me interesa, no olvido
una cara. ¿Sabes por casualidad dónde hay alguna posibilidad de encontrarlo?
—Quizás. Es una posibilidad bastante pequeña, pero
es la única que me queda si no quiero que me condenen.
—¿Por qué no has hablado antes? Si no con la policía,
puesto que temes las represalias, al menos con tu padre.
—¿Mi padre? Él sólo sabe actuar de una forma: empleando
la fuerza. Si encuentra a Ladislas, lo matará sin darle tiempo de exhalar un
suspiro. ¡Sólo presta oídos a su odio!
—Quizá se los preste de vez en cuando a su amor.
Al fin y al cabo, eres su hija, y la única forma de salvarte es conducir al
polaco vivito y coleando ante los jueces.
—Tal vez tengas razón. Sea como sea, no quiero
correr ese riesgo. Ya he aceptado más de la cuenta hasta ahora.
—Eso es lo que no consigo entender. Cuando murió
tu esposo, podías haber acusado a Ladislas y pedido la protección de la
policía. En cambio, dejaste que te detuvieran y te encerraran, limitándote a
proclamar tu inocencia. Es incomprensible.
—Quizá confiaba demasiado en la gran reputación de
Scotland Yard. Esperaba que lo encontraran sin mi ayuda. Y además también creía
en él. «No te preocupes —me decía—, si las cosas no salieran bien, mis amigos y
yo te sacaríamos del apuro.»
—¿Y tú lo creíste? Vamos, Anielka, ¿no te parece
que ya va siendo hora de que me digas la verdad?
—¿Qué verdad?
—La única que cuenta: ¿qué hay exactamente entre
ese hombre y tú? Fue tu amante, tú me lo dijiste, pero Wanda parece convencida
de que todavía os une un amor de esos que sólo existen en las leyendas y de que
tú lo amas tanto como él te adora.
La risa de Anielka habría sido encantadora si no
hubiera sido tan triste.
—Juzga tú mismo ese amor por el abandono en que me
deja. ¡Pobre Wanda! Nunca dejará de ser una niña alimentada de cuentos de hadas
y relatos heroicos de esos que tanto gustan en nuestra querida Polonia.
—Ella piensa una cosa y tú piensas otra. Yo quiero
saber si continúas amando a ese muchacho, y te confieso que me siento tentado
de creerlo.
Ella abrió con sorpresa sus ojos empañados de
lágrimas, semejantes a dos lagos de oro líquido, y contempló con una especie de
desesperación el semblante orgulloso del hombre que tenía enfrente, aferrándose
a su mirada de acero azul como si quisiera ahogarse en ella.
—Me parecía haberte dicho en repetidas ocasiones
que te amaba, que quería ser tuya. ¿Has olvidado nuestro encuentro en el Parque
Zoológico? Te ofrecí ser tu amante cuando tenía que casarme con Eric. Incluso
te lo dije por escrito...
—Resulta difícil creerte, Anielka. John Sutton
afirma que Ladislas era tu amante, que lo vio salir de tu habitación.
Dejándose caer sobre el respaldo de la silla con
un suspiro de lasitud, ella retiró las manos de entre las de Aldo y cerró los
ojos.
—Si prefieres creer a ese abominable mentiroso,
eres libre de hacerlo. En tal caso, creo que ya no tenemos mucho más que
decirnos. Abandóname a mi destino, sea el que sea, y no hablemos de nada más.
Se disponía ya a levantarse, pero él, echándose
hacia delante, la retuvo con mano firme.
—Claro que vamos a hablar. ¿Crees que he recorrido
todo este camino para nada? Aunque sólo hubiera una posibilidad de salvarte, lo
intentaría. Después, cuando hayas recuperado la libertad, harás lo que mejor te
parezca. ¿Hay un lugar donde crees que sería posible encontrar a Ladislas,
aunque haya regresado a Polonia?
—Estoy segura de que sigue en Inglaterra, porque
la muerte de mi esposo no era el final previsto de su misión. Pero, si te doy
una dirección, ¿me juras que no se lo dirás ni a mi padre, ni a ningún miembro de
la policía, ni a mi abogado?
—No diré nada. Te doy mi palabra.
—¿Actuarás solo?
—No forzosamente. ¿Tienes algo contra Adalbert
Vidal-Pellicorne? Ya se desvivió en otra ocasión por ti.
Durante un breve instante, Anielka recuperó una
sonrisa de niña traviesa que iluminó por completo la atmósfera del locutorio.
—¿El egiptólogo un poco chiflado? ¿Está también
aquí?... Si quiere ayudarte, será una gran suerte para mí. Demostró ser un buen
amigo en el momento de aquella horrible boda, y Ladislas tampoco lo conoce.
Verás, lo que tendríais que hacer es conseguir atrapar a Ladislas, secuestrarlo
si fuese necesario, como si tuvieras que ajustar cuentas con él por motivos
personales. Quizás eso me evite la venganza de sus amigos.
—Cosa que no sucedería si lo pillara la policía,
aunque fuese por mediación de sir Desmond. Lo he entendido, no te preocupes.
Actuaré de manera que no te ponga en peligro. ¿Adónde tengo que ir?
—A Shadwell. Es un suburbio de Londres. En Mercer
Street está la iglesia polaca, la Polish Román Catholic Church, cuyo sacristán
es amigo de Ladislas. El único del que me ha hablado, seguramente porque es el
único del que Scotland Yard no sospecharía, pues tiene fama de santo. Ladislas
me había indicado que acudiera a él si tenía que localizarlo urgentemente uno
de sus días de descanso o si necesitaba un refugio frente a un peligro
inminente.
—Ah, ¿había pensado ponerte a salvo? —dijo Aldo
con un desdén no disimulado.
—Incluso cuando me ha hecho chantaje, en ningún
momento ha dejado de repetirme que me amaba y que quería vivir conmigo.
—Pero no morir por ti... ¡Magnífico! ¡Qué gran
corazón! Y en tu opinión, ¿a qué espera para intentar ayudarte? ¿A que se
celebre el juicio? Me cuesta creer que vaya a dar un golpe de efecto. No se le
ha ocurrido mandar cartas a la policía, aunque fueran anónimas, para decir y
repetir que eres inocente. Tiene demasiado miedo de que encuentren al
remitente. No sólo es un asesino, sino un cobarde.
El ruido de la puerta al abrirse, seguido de un
carraspeo, marcó el regreso de la funcionaria. El tiempo concedido había pasado
y Morosini debía marcharse. Él no intentó obtener una prórroga. Se levantó y
besó la mano que seguía estrechando entre las suyas.
—Removeré cielo y tierra por ti. Puedes estar
tranquila.
—Dime solamente que me quieres.
—Como si no lo supieras... Te quiero, Anielka, y
te salvaré. Por cierto, ¿cómo se llama el sacristán?
—Dabrovski, Stephan Dabrovski.
Shadwell era algo así como la memoria del imperio
marítimo inglés. Ofrecía amplias vistas del tráfico fluvial, además de que unos
meses antes habían inaugurado el King Edward Memorial Park, donde se encontraba
un monumento dedicado a los grandes marinos que en el siglo XVI recorrían
los mares para mayor gloria de su país: sir Martin Frobisher, sir Hugh
Willoughby y algunos más. Todo ello confería cierta nobleza a ese barrio
bastante apacible. En cuanto a Mercer Street, era una pequeña calle donde la
iglesia polaca no ocupaba un lugar destacado.
Tratándose de un santuario católico, Morosini no
vio ningún inconveniente, sino todo lo contrario, en recitar una corta plegaria
que le permitió inspeccionar el lugar. Por suerte, en la iglesia no había nadie
salvo un hombre de unos treinta años, rubio y de aspecto vigoroso bajo la ajada
vestimenta de color negro, que estaba retirando los cabos de vela y las gotas
de cera de una de las dos bandejas dispuestas ante una gran imagen de la
Virgen.
Pensando que se trataba de la persona que buscaba,
Aldo cogió el cirio más grande que encontró y se acercó al altar. Encendió la
mecha de algodón blanco, colocó la larga vela en el centro del portacirios
limpio y guardó unos instantes de silencio. El sacristán, que le daba la
espalda, no le prestaba ninguna atención y proseguía su tarea. Finalmente,
Morosini se volvió hacia él.
—¿Es usted Stephan Dabrovski? —preguntó en
francés.
El sacristán se volvió y Aldo observó a aquel
hombre de tan buen porte, vestido con ropas bastante modestas. Sus ojos
castaños, hundidos bajo las cejas, se clavaron en las facciones orgullosas y la
mirada directa y serena de Morosini antes de admitir en el mismo idioma:
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Me temo que mi nombre no le dirá gran cosa. Me
llamo Aldo Morosini, soy veneciano y me dedico al comercio de antigüedades. Me
gustaría hablar con usted sin temor a ser oídos. ¿Adónde podríamos ir?
—¿Por qué no aquí? No hay nadie, excepto la que
puede escucharlo todo y no repite nada —contestó, dirigiendo un breve saludo a
la imagen.
—Tiene razón, tanto más cuanto que en semejante
presencia sólo es admisible la franqueza. Iré, pues, al grano: quiero ver al
que se hacía llamar aquí Stanislas Razocki, pero cuyo verdadero nombre es
Ladislas Wosinski.
Me han dicho que usted lo conoce, y no diga lo
contrario porque sería mentira.
—Lo conozco, en efecto. ¿Qué quiere de él?
—Hablar.
—¿De qué?
—Es un asunto entre él y yo, si no le importa.
—¿Quién le ha dado mi nombre?
Preguntas y respuestas eran hechas a un ritmo
rápido, como un intercambio de disparos. Aldo pensó que aquel joven de aspecto
tan apacible debía de ser más duro de lo que imaginaba.
Dirigiendo una breve mirada a la Madona para
disculparse anticipadamente por las mentiras que iba a tener que proferir,
obsequió a Dabrovski con una sonrisa de niño bueno.
—Un polaco que trabaja en las oficinas de la
Legación en Portland Place, pero habría podido dirigirme a cualquiera de este
barrio. Todos sus compatriotas afincados en Londres, que no son muy numerosos,
conocen este santuario, a sus curas y a su sacristán, puesto que es la única
iglesia católica y polaca. Si se está buscando a alguien, sin duda es el mejor
lugar al que se puede acudir. ¿Va a decirme, entonces, dónde puedo encontrar a
Ladislas?
—¿Es amigo suyo?
—Digamos que tenemos amigos comunes y que lo vi la
primavera pasada en Wilanow. ¿Quiere que se lo describa?
—No vale la pena. Si quiere verlo, no tiene más
que ir a Varsovia. Ha vuelto allí. Buenas tardes, señor.
Morosini levantó una ceja para mostrar su
sorpresa, aunque en cierto modo esperaba una respuesta de ese tipo.
—¿Ya?
—Sí. Con su permiso, debo preparar el próximo
servicio religioso.
—No es eso lo que quería decir, sino si Ladislas
ya se ha marchado. ¿Y cuándo vuelve?
—Con todos los respetos, señor, es una pregunta
tonta. ¿Por qué iba a volver?
Se volvió para dirigirse a la sacristía, pero Aldo
lo retuvo con mano de hierro; se habían acabado las contemplaciones. Empezaban
ahora las frases contundentes, destinadas a suscitar temor.
—Por ejemplo, para salvar la vida de una joven que
creyó en él, que lo albergó bajo su techo y a la que ha abandonado
cobardemente.
Dabrovski se quedó pálido y se mordió los labios,
y sus pupilas encogieron hasta convertirse en puntitos oscuros.
—¿Es usted policía? Debería habérmelo imaginado,
aunque su aspecto es distinto de los que he visto hasta ahora.
—Por la sencilla razón de que no lo soy. Lo juro
por la Madona. ¿Quiere ver mi pasaporte? —añadió, extrayendo el documento de un
bolsillo interior. Dabrovski lo cogió y le echó un vistazo mientras Aldo
decía—: ¿Lo ve? Soy un príncipe cristiano y juro por mi honor que no me envía
ni Scotland Yard, ni el conde Solmanski, ni el abogado de la presa, sino ella
misma. Ha sido ella quien me ha dado su nombre porque Ladislas se lo dio a ella
para que, en caso de peligro inminente, pudiera ser avisado. Y el peligro es
inminente. Cuando se ama a una mujer...
—¡Demasiado la ha amado! Y ella se ha burlado de
él, igual que de algunos más, de los que me parece que usted forma parte.
Ayudarla es ponerse la soga al cuello y nosotros, sus hermanos, jamás lo
permitiremos. ¡Que salga ella misma de la trampa a la que lo ha arrastrado!
Además, ya le he dicho que se ha ido. Puede usted ir a Varsovia si quiere
intentar convencerlo, pero me extrañaría que lo consiguiese.
—Lo que me extrañaría a mí es que hubiese salido
del país. Hace semanas que la policía lo busca y permanece alerta. Así que no
me creo que se haya ido.
—Nadie le obliga a hacerlo. Ahora tengo que
atender a mis obligaciones; están llegando los primeros fieles para el oficio.
—En cualquier caso, esté donde esté, lo
encontraré, pero si por casualidad lo ve, dígale esto: estoy dispuesto a
pagarle una elevada suma de dinero a cambio de la confesión escrita que salve a
lady Ferrals. Incluso lo ayudaré a salir de Inglaterra haciéndolo pasar por mi
sirviente, le doy mi palabra. Pero, si no hace nada por ella, si deja que la
condenen, le juro que me encargaré de vengarla.
—Haga lo que le parezca. Yo no tengo nada más que
decirle.
Aldo no insistió. La pequeña iglesia empezaba a
llenarse. Se santiguó al tiempo que hacía una genuflexión de cara al altar y,
cuando se dirigía hacia la salida, pasó junto a Théobald casi rozándolo. Éste,
que había entrado hacía un momento, estaba arrodillado en un reclinatorio
rezando.
—¡Le toca a usted! —susurró Aldo.
Morosini sabía que se podía confiar en él y que se
pegaría al sacristán como un perro a su hueso favorito para no perderlo de
vista ni un momento.
Sin embargo, no se fue.
Acababa de salir de la iglesia, con las manos en
el fondo de los bolsillos del impermeable y la gorra calada hasta los ojos,
cuando un taxi se detuvo ante la puerta. La curiosidad le hizo volver la cabeza
y reconoció al conde Solmanski, quien, tras pedir al chófer que lo esperara,
entró en la capilla. Aldo, siguiendo un impulso, volvió sobre sus pasos.
¿Habría informado Anielka también a su padre, pese a los temores que
manifestaba? En tal caso, no tenía ningún sentido que le hubiera pedido ayuda a
él.
El oficio había empezado. En el altar, un
sacerdote que vestía una casulla blanca con un sol dorado bordado oficiaba
asistido por el sacristán, que llevaba un alba blanca. Como Solmanski había ido
a arrodillarse en las primeras filas, Aldo decidió instalarse al lado de
Théobald, que le dirigió una mirada de sorpresa.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Morosini señaló con la cabeza al hombre vestido
con un elegante abrigo negro.
—Solmanski —dijo—. Me pregunto qué ha venido a
hacer aquí. —Luego, aprovechando que el
Tantum ergo entonado por una
treintena de potentes gargantas llenaba el espacio, añadió ya sin temor de ser
oído—: No se entretendrá mucho, porque un taxi lo espera en la puerta. Si se
acerca al sacristán, no se mueva o sígalo discretamente. Si no, yo me encargo
de él.
Dicho esto, dejó un espacio de varias sillas entre
el sirviente de Adalbert y él. No tenía otra cosa que hacer que seguir el
oficio hasta el final.
Cuando éste hubo terminado, el sacerdote y su
acólito regresaron a la sacristía. Algunas personas continuaron donde estaban
mientras que otras se fueron. Solmanski permaneció sentado un momento; luego se
levantó y se dirigió hacia la sacristía. Aldo no se movió, pero Théobald cambió
de sitio para acercarse.
El conde apareció de nuevo en compañía del que
había celebrado el oficio, que ahora llevaba un abrigo acolchado sobre la
sotana y un gorro redondo. Hablando en voz baja, los dos hombres salieron de la
iglesia seguidos por Morosini. Este, escondido bajo el porche, los vio subir al
taxi, que arrancó de inmediato. Dado que no había ningún otro vehículo público
a la vista, tuvo que renunciar a seguirlos y entró otra vez en la capilla,
donde Dabrovski estaba apagando las luces.
En cuanto a Théobald, se había esfumado.
Seguramente estaba comprobando si en la sacristía había otra salida. Al cabo de
unos segundos apareció y, al ver a Morosini, se acercó a él.
—No hay ninguna otra salida aparte de la principal
y la pequeña puerta de al lado —susurró—. Ahora salgamos. Lo esperaré fuera; no
quiero exponerme a quedarme encerrado aquí dentro.
—¿Quiere que me quede cerca?
—No merece la pena. Yo voy a seguir a nuestro
hombre y esperaré por si vuelve a salir. Vuelva a casa, príncipe. Si necesito
ayuda, telefonearé. En la esquina hay una especie de pastelería donde también
sirven café.
—En Polonia lo llaman una
cukierna, y allí
los pasteles suelen ser muy buenos.
—Perfecto. Ahora váyase, rápido. Vale más que no
nos vean juntos.
Morosini asintió con la cabeza y se fundió en la
bruma de la noche. Paró un taxi que pasaba para que lo llevara a Chelsea y al
llegar a casa la encontró vacía. Adalbert había dejado una nota informándole de
que iba a hacer una incursión en Whitechapel, «donde quizá pueda encontrar
algo»..
¡Whitechapel! ¡El barrio judío de pésima
reputación desde las sangrientas hazañas de Jack el Destripador! ¿Qué demonios
podría encontrar Vidal-Pellicorne allí? A Aldo no le hacía mucha gracia la idea
de que su amigo vagara por un sitio como ése después de anochecer. No obstante,
sabía que era prudente y que estaba acostumbrado a las expediciones insólitas
(¿acaso no pertenecía más o menos al servicio de inteligencia francés?), que
nunca emprendía sin llevar un arma. Después de todo, ¿por qué la desaparecida
Rosa de York no podía haber florecido, en uno u otro momento de su existencia,
en los establecimientos de esos maestros de la usura que son los hijos de
Israel? Por otra parte, si era así, ¿cómo es que Simon Aronov no se había
enterado?
—¡Seré idiota! —exclamó al cabo de un momento de
reflexión—. ¿Acaso no me dijo que le había escrito? Debe de haber recibido su
respuesta.
Tranquilizado, se fue a tomar un baño caliente y
luego, en vista de que no llegaba nadie, exploró la despensa, se sirvió un
muslo de pollo frío, una porción de queso Cheddar y una copa de Burdeos y se lo
llevó al salón para esperar más cómodamente el desarrollo de los
acontecimientos. Estaba terminando de cenar cuando sonó el teléfono. En el otro
extremo del hilo, la voz un poco jadeante de Théobald dijo:
—Estoy en la estación de London Bridge. Nuestro
hombre se dispone a salir para Eastbourne y voy a seguirlo.
—¿Eastbourne? ¿Qué diantre va a hacer allí?
—Eso es lo que voy a tratar de averiguar.
—Yo también. Voy a reunirme con usted.
—No hay tiempo, el tren sale dentro de siete
minutos.
—Entonces tomaré el tren siguiente. ¿Conoce
Eastbourne?
—No he estado en mi vida.
—Yo tampoco, pero supongo que cerca de la estación
habrá uno o dos hoteles. Es una estación balnearia de renombre. Nos
encontraremos en el que esté enfrente de la salida.
—¿Y si hay dos?
—En el que esté más a la derecha. Tomaré dos
habitaciones a mi nombre. Haga lo mismo si llega antes que yo. ¿A qué hora sale
el próximo tren?
—A las ocho y doce. Debe de llegar hacia las diez.
—Perfecto. Buena suerte, Théobald, pero no haga
nada antes de que yo llegue. Descubra lo que descubra, venga a verme primero y
juntos decidiremos cómo actuar. Si es lo que yo creo, esa gente es peligrosa.
¿Va armado?
—Cuando sigo a alguien, siempre.
—Ahora váyase. Sería una estupidez perder el tren.
Después de haber colgado, Aldo metió algunas cosas
de aseo y un poco de ropa interior en un maletín, se vistió, le escribió a
Adalbert una carta breve pero suficientemente explícita, comprobó que llevaba
la pitillera llena y que la Browning estaba cargada, se proveyó de munición
suplementaria y finalmente apagó las luces, salió de casa y cerró la puerta con
llave. Paró un taxi que lo condujo sin obstáculos a la estación de London
Bridge, donde emprendió un viaje de un centenar de kilómetros.
No entendía muy bien qué podía ir a hacer un
sacristán polaco bastante vulgar a Eastbourne. Él no había ido nunca, pero la
reputación de esa ciudad balnearia, construida a mediados del siglo anterior
por el duque de Devonshire para hacer la competencia a Brighton y su alta
aristocracia, era inmejorable. Era acaso la más suntuosa de todas las ciudades
situadas entre Portsmouth y Dover, y aunque en invierno se quedaba sin la mayor
parte de sus elegantes y episódicos habitantes, no dejaba de ser el lugar de
retiro preferido de toda una clase de la sociedad rica.
Cuando llegó a Eastbourne, hacia las diez y
cuarto, Morosini encontró enseguida el hotel deseado: casi enfrente de la
salida, el Terminus le tendía los brazos. Era uno de esos establecimientos para
viajeros ocupados o presurosos; nada que ver con los grandes hoteles situados a
orillas del mar. Pero este tipo de albergues presentaba la ventaja de que no se
prestaba mucha atención a las idas y venidas de los clientes. Se presentó como
el señor Morosini y tomó dos habitaciones comunicadas que pagó por adelantado,
una para él y otra para su sirviente, al que un asunto familiar había retrasado
y que llegaría más tarde. Un conserje somnoliento, pero al que la fabulosa
propina de una libra ofrecida con la más amable de las sonrisas volvió sordo y
ciego, le tendió dos llaves mientras le informaba de que se alojaría en el
tercer piso y de que el ascensor estaba averiado. El hombre llevó su deferencia
hasta anunciar que él mismo subiría sin tardanza la botella de whisky, la soda
y los dos vasos que se le pedían.
Instalado en una habitación intemporal ni ningún
interés aparte del de estar más o menos limpia, Aldo se disponía a afrontar una
larga espera, pero ésta fue más breve de lo que temía. Poco después de
medianoche, llamaron a la puerta y Théobald entró.
—¿Ya? —dijo Morosini, tendiéndole un vaso que éste
aceptó agradecido y vació de un trago—. ¿Ha podido seguir a nuestro hombre
hasta el final?
—No exactamente... Para eso tendría que volver a
Londres con él. Acabo de dejarlo en la estación, donde se dispone a esperar el
primer tren de la mañana en la sala destinada a tal fin. Sólo ha estado
aproximadamente una hora en la casa a la que ha ido, aunque el término «casa»
es impropio para designar el magnífico palacete donde lo he visto entrar. ¡Y ni
siquiera lo ha hecho por la puerta de servicio! Es increíble.
—¿Puede describirme ese palacete y decirme dónde
se encuentra exactamente?
—En Grand Parade, el paseo que bordea el mar y
donde están las mansiones más bonitas, pero lo más sencillo es que le acompañe.
—Usted ya está muy cansado. Limítese a explicarme
cómo llegar y quédese aquí.
—Se lo agradezco mucho, príncipe, pero no conozco
la ciudad lo suficiente para indicarle el camino; prefiero la memoria de mis
pies. Además, no está lejos, y esta copa me ha reanimado.
—En tal caso, vamos.
Salir del hotel sin atraer la atención fue fácil,
pues el conserje roncaba como una locomotora. Y, tal como había anunciado
Théobald, no hubo que andar mucho. Al cabo de un momento, los dos hombres
deambulaban por la acertadamente denominada Grand Parade: un asombroso conjunto
de edificios de la época victoriana. Saltaba a la vista que el hombre que había
promovido la construcción de esa sorprendente ciudad había querido que fuese
más un homenaje al orgullo británico que a la gloria de su famosa soberana.
¿Acaso no se trataba de superar a Brighton, que hacía las delicias de la Corte?
Brighton la ruidosa, la agitada. Aquí debía reinar, incluso en verano, la calma
solemne de una aristocracia que se consideraba por encima de todo y sólo
toleraba el mar frente a su grandeza. A esa hora tardía, era éste el que
reinaba. Tan sólo el murmullo sedoso del agua turbaba la noche opaca, cargada
de fría humedad.
La mansión ante la que se detuvieron no deslucía
un conjunto que el veneciano juzgó con severidad. Estaba demasiado impregnado
de la belleza pura de la Serenísima para disfrutar de esa increíble reunión de
torrecillas, pináculos, pilastras, cúpulas, terrazas y columnas en la que se
reconocía el sello de Paxton y sus colegas.
—¡Un auténtico pastel de boda! —masculló—. ¿Es
aquí?
—Sí, estoy completamente seguro. No hay muchas que
hagan esquina.
—Nunca me acostumbraré al gusto inglés. ¿Por dónde
se entra?
—Si llama, es por ahí —dijo Théobald señalando la
alta puerta con arco, protegida por un porche, a la que se accedía por unos
escalones que descendían entre cuatro enormes miradores hasta el paseo
marítimo—. La entrada de servicio está en la otra calle.
Aldo no contestó. Estaba calculando la altura del
piso donde dos ventanas realzadas por un balcón gótico dejaban filtrar un poco
de luz. Después de todo, el estilo Victoriano tenía la ventaja de que sembraba
las construcciones de salientes muy útiles para quien deseaba tratar de
escalarlas, una idea que lo seducía cada vez más.
Examinando rápidamente los alrededores, consideró
sus posibilidades y llegó a la conclusión de que tenía muchas. No había ni un
alma a la vista. Era una noche oscura, apenas iluminada por alguna que otra
farola de gas, cuando en verano casas y hoteles debían de rebosar de luz. Se
quitó el abrigo, que le habría impedido moverse con libertad, y se lo dio a
Théobald.
—Quédese aquí y arrégleselas para hacerse
invisible, sobre todo si pasa una patrulla haciendo la ronda. Pero si dentro de
una hora no he vuelto, avise a la policía.
El fiel sirviente asintió con la cabeza sin que se
le ocurriera hacer la menor observación. Estaba más que acostumbrado a las
excentricidades de su señor para sorprenderse de las del príncipe anticuario. A
lo que había que añadir que, al igual que a Romuald, su hermano gemelo,[13]
le gustaba vivir un poco peligrosamente.
—¿No quiere que lo acompañe? —se limitó a
preguntar.
—No, gracias. En este tipo de asuntos, un
vigilante es siempre un ayudante muy valioso. Deséeme simplemente buena suerte.
—Espero que no lo ponga en duda.
Aldo ya había comenzado a subir por las grandes
piedras angulares, sobre las que destacaba una cornisa tanto más atrayente
cuanto que el escalador creía distinguir, a esa altura, una ventana
entreabierta. No le costó mucho llegar; la escalada era fácil para su cuerpo
vigoroso y bien entrenado. Era la primera vez que iba a entrar en una casa por
la ventana y no sentía ningún remordimiento, sino más bien una alegre
excitación que le recordó a Adalbert. Ahora comprendía el placer un poco
perverso que éste experimentaba cuando, dando la espalda a sus ocupaciones
oficiales de arqueólogo, se embarcaba en una de sus aventuras al margen de la
ley
en beneficio de Francia. Ésta era en beneficio de una joven amada, lo que
venía a ser más o menos lo mismo.
Después de haber entrado por la ventana sin hacer
ruido, Aldo se encontró totalmente a oscuras y perdido entre los pliegues de
unas cortinas de seda, que se apresuró a correr tras de sí una vez que hubo
pasado al otro lado. Luego encendió un momento la linterna para situarse.
Descubrió que se encontraba en un dormitorio de mujer, bastante lleno de
muebles pero totalmente vacío de personas. Un tocador sobrecargado y
pasamanería en abundancia, unidos a una estela de perfume a la que curiosamente
se mezclaba un olor de puro, confirmaban su diagnóstico. Seguramente un
matrimonio ocupaba esa habitación, y si no estaba acostado pese a lo avanzado
de la hora, no debía de andar lejos: en la estancia contigua, la que aún estaba
iluminada.
El visitante se acercó a la puerta, por debajo de
la cual se filtraba un rayo de luz, asió el pomo con mano cauta pero firme y
abrió muy despacio. Justo lo suficiente para ver unos pies masculinos apoyados
en un reposapiés tapizado en terciopelo marrón. Iba a ampliar su campo de
visión cuando el ruido de otra puerta, abierta ésta sin precaución, hizo que se
quedara inmóvil. Casi inmediatamente se oyó una voz de hombre.
—¿Tienes intención de quedarte toda la noche
levantado? La marea está bajando, o sea, que tampoco será hoy.
—Me pregunto si llegará algún día. ¿Hace semanas
que espero! —gruñó otra voz, masculina también pero provista de un acento de
Europa central—. Y quizás haya llegado el momento de darse prisa, porque la
visita de esta noche no tiene nada de tranquilizador.
—Estoy de acuerdo. Tendré que ir a Londres mañana
por la mañana para ver cómo van las cosas. Hay que reconocer, de todas formas,
que hemos tenido mala suerte, porque al asesinato del joyero por el que
Buckingham Palace muestra tanto interés ha venido a sumarse ese asunto del
tráfico de opio. Toda la policía anda de cabeza, y no es el momento de poner
armas en circulación.
—Es posible, pero yo no quiero quedarme más tiempo
aquí ahora que sé que alguien me busca. Si ese italiano ha sido capaz de
encontrar a Dabrovski, quizá consiga llegar hasta mí.
—Dabrovski sabe lo que se hace y está seguro de
que nadie lo ha seguido.
En su rincón oscuro, Aldo se quitó mentalmente el
sombrero ante Théobald. Él también conocía su oficio.
—Aun así —prosiguió la voz inglesa—, más vale
tomar precauciones. Iré a ver a Simpson y le pediré que te busque otro
escondrijo. Que sea tan seguro como éste ya es otro cantar, pero haremos lo que
podamos. Y ahora haz lo quieras, es cosa tuya, pero yo me voy a dormir.
Una vez que su compañero hubo salido, el hombre de
las piernas estiradas, que Morosini estaba prácticamente seguro de que se
trataba de Ladislas, exhaló un profundo suspiro, se levantó, apagó una lámpara
y se dirigió hacia donde se encontraba el príncipe. Éste retrocedió hacia la
ventana, pero no tuvo tiempo de salir antes de que la luz eléctrica inundara la
habitación. Con un rápido ademán, sacó el revólver y apuntó con él al que
acababa de entrar, que efectivamente era Ladislas.
—Buenas noches —dijo con la misma tranquilidad que
si se hubiera encontrado a su adversario por la calle.
El joven se sobresaltó y observó con estupor la
alta figura del desconocido, cuyos ojos de un azul clarísimo parecían querer
clavarlo en el suelo.
—¿Quién es usted?
—El italiano del que acaban de hablarle. Como ve,
es más fácil seguir al sacristán de lo que él cree.
Mientras hablaba, Aldo pensaba que el estudiante
anarquista no había cambiado mucho desde la escena en los jardines de Wilanow:
seguía siendo moreno, romántico y llevando la cabeza descubierta, además de una
sombra de barba y una bata que le quedaba grande. En resumen, nada que
explicara un amor capaz de empujar a una encantadora chica a intentar
suicidarse.
—¿Qué quiere? —preguntó Ladislas.
—Ya deben de habérselo dicho: que saque a Anielka
del atolladero en el que la ha metido. Estoy dispuesto a ofrecerle dinero y a
ayudarlo a regresar a su país.
—Largarme de aquí, eso es lo único que pido. Pero
¿de dónde se ha sacado que yo la he metido en un atolladero? Se ha metido ella
sola.
—¿De verdad? ¿Qué fue a hacer, entonces, a su
casa? Que yo sepa, ella no fue a Polonia a buscarlo.
—No, lo admito. Le pedí que me hiciera... ciertos
favores. Oiga, ¿le importaría bajar ese cacharro? No tendrá intención de
matarme, ¿verdad?
—Por el momento, no, porque vale mucho más vivo
que muerto. Así que sigamos como estamos y hábleme de esos «favores», que, por
cierto, obtuvo haciéndole chantaje, ¿no?
—Algo tuve que presionarla, claro, pero el fin
justifica los medios, y nosotros necesitamos dinero y armas. Era una
oportunidad demasiado buena para dejarla escapar: mi amiga casada con el
vendedor de cañones más importante de Europa.
—¿Para qué demonios necesitan municiones de toda
clase? Que yo sepa, Polonia es libre.
—¿Usted cree? Se nota que no conoce al glorioso
mariscal Pilsudski, nuestro héroe nacional. Pero, claro, ¿qué puede entender un
italiano de Polonia? —Lo suficiente para haberme enterado de que el tal Pilsudski
ya no está en el poder.
—Volverá, y además es él quien dirige el cotarro.
¿Libre, dice? Métase en la cabeza que Pilsudski es un dictador, y nosotros no
queremos un dictador, por muy polaco que sea.
—¿Qué quieren, entonces? ¿La revolución, como en Rusia?
Supongo que usted y sus amigos son nihilistas, ¿no?
—Eso no le incumbe. En cualquier caso, respecto a
lady Ferrals, no pienso cargar con la muerte de su marido. Yo no he tenido nada
que ver.
—Seguramente por eso huyó nada más verlo
desplomarse.
—Póngase en mi lugar. Me di cuenta de que la
policía iba a ir y me detendría.
—Pero no se le olvidó birlarle las joyas a lady
Ferrals, ¿eh?
—Yo no he robado nada. Ella me las dio para que
consiguiera dinero.
Morosini tenía una vaga sensación de náuseas, pero
no pudo evitar reír al pensar en la imagen casi sagrada que la pobre Wanda
tenía de ese chico. ¡Un paladín! ¡Un enamorado de leyenda! Era grotesco.
—¡Y pensar que hay personas lo bastante tontas
para pensar que usted la ama!
El rostro crispado del muchacho se distendió, como
si un soplo de dulzura acabara de acariciarlo.
—¿Por qué no? La amé... con locura, y creo que
queda algo de ese amor, aunque no lo suficiente para aceptar que me cuelguen.
—¿Prefiere que la cuelguen a ella? Según usted,
¿ha sido ella quien lo ha matado?
Ladislas se pasó una mano trémula por los cabellos
revueltos.
—Quizá, no lo sé. La justicia británica es quien
tiene que demostrarlo. —Yo creo
que la citada justicia británica demostraría mucho más fácilmente la
culpabilidad de usted. Si quiere saber mi opinión, es un cobarde de tomo y
lomo.
—Le prohíbo que me insulte. Si tuviera una sola
posibilidad de salvarla sin perder la vida, lo haría.
—Pues yo le doy esa oportunidad. A cambio de una
suma de dinero, usted escribe una confesión que no será entregada a la policía
hasta que los dos nos hayamos ido. Yo le sacaré de Inglaterra con una identidad
falsa y volveré.
—Pero ¿qué quiere que confiese? ¿Que lo maté?
—Por supuesto. Y si le interesa saberlo, estoy
convencido de que lo hizo.
—Está loco. Igual que lo estaba yo para que se me
ocurriera meterme en esa maldita casa de Grosvenor Square. No se imagina el
ambiente que había. Rezumaba odio. Tres hombres deseando a la misma mujer y
ella burlándose de todos nosotros.
—Sí, pero me parece haber oído decir que le daba
preferencia a usted —dijo Morosini con una voz súbitamente glacial, a la que
respondió la risa amarga de Ladislas.
—Es verdad. Durante un tiempo reanudamos nuestros
juegos de Varsovia, pero ya no era lo mismo. Allí, ella me amaba. Aquí, quería
que la librara de un hombre que la horrorizaba. Pero no fui yo quien hizo el
trabajo.
—¿En serio? Bien, pues vamos a verlo, puesto que
no quiere aceptar mi generosa proposición —dijo Aldo, apartando con una mano la
doble cortina y dejando a la vista la ventana abierta—. Va a venir conmigo y
podrá dar a la policía todas las explicaciones que quiera. Pase, por favor
—añadió, señalando el hueco con el cañón del revólver.
—¿Quiere que pase por la ventana?
—Yo he pasado, y usted es más joven. No se
preocupe...
Iba a decir: «Abajo hay alguien esperándolo», pero
el proyectil fue más rápido y le quitó la palabra. Alcanzado en la sien por un
objeto lanzado con mano segura, Morosini profirió un breve grito y, soltando el
arma, se desplomó.
10. En el que se hacen
singulares descubrimientos Cuando Morosini recobró una conciencia más o menos
clara, se encontraba en una oscuridad movediza y en bastante mal estado. La
cabeza le dolía horrores y una mordaza le impedía escupir la sangre que tenía
en la boca. Su cuerpo no estaba mucho mejor, pues, atado como un salchichón,
resbalaba, daba tumbos y se golpeaba contra una caja a merced del traqueteo del
vehículo, probablemente una furgoneta, que se bamboleaba por un camino donde no
escaseaban los baches.
Intentando colocar una idea detrás de la otra, el
prisionero llegó a la conclusión de que su situación no tenía nada de
envidiable. En cuanto al destino que le reservaban, no era imposible que fuese
definitivo. ¿Adónde lo llevaban? A juzgar por el suelo sobre el que circulaba
el cacharro, habían salido de la ciudad, pero ¿en qué dirección?
No tardó en ser informado cuando reconoció, por
encima del ruido del motor, la voz de Ladislas:
—No vayamos demasiado lejos con el coche. Ya sabes
que los acantilados son peligrosos.
—Los conozco mejor que tú —gruñó el hombre que
debería haber estado durmiendo—. Y sé dónde parar para no tener que cargar con
él mucho rato. ¡Pesa lo suyo ese tipo!
«Bueno, estos dos bribones simplemente van a
arrojarme al mar desde una altura que no perdonará», pensó Morosini con un
talante lúgubre.
Nunca le había dado miedo la muerte, pese a
haberla visto de cerca durante la guerra, y en el fondo le daba igual morir así
o de otra manera, pero el fin que le esperaba ofendía su sentido de la
elegancia; ser tirado como una vulgar bolsa de basura lo contrariaba, como
también la idea de abandonar una existencia bastante apasionante.
—Aquí—dijo el chófer—. Éste es un buen sitio. Apresurémonos,
no sea que vayamos a encontrarnos con una patrulla de vigilancia.
Cuando abrieron las puertas traseras para sacarlo,
Aldo vio que la noche era más clara y, sobre todo, menos brumosa; seguramente
la marea, al bajar, había limpiado un poco la costa. De vez en cuando, el
resplandor blanco de un faro barría una nube rezagada. El ángel custodio del
polaco lo agarró por las cuerdas que lo mantenían atado y lo arrojó al suelo
sin ningún miramiento, lo que, pese a su valentía, le arrancó un gemido de dolor.
Para su sorpresa, Ladislas protestó:
—No es necesario hacerle sufrir.
—No sufrirá mucho tiempo. ¡Vamos, corazón
sensible, cógelo por los pies!
Aldo notó que lo levantaban del suelo y que se
ponían en marcha. Pensando que le quedaba poca cosa que esperar de este mundo,
rezó mentalmente una oración, abrió los ojos y miró el cielo, al que esperaba
llegar pronto. Estaba oscuro, sin estrellas. Un digno cielo inglés, lo menos
estimulante que cabía imaginar, cuando habría sido tan dulce morir bajo el de Venecia,
tierno y aterciopelado.
Con todo, un arrebato de alegría lo asaltó, pues
la idea de que sin duda iba a reunirse con su madre resultaba muy consoladora.
De repente, su ascensión mística se vio truncada.
Una voz acababa de gritar:
—¡Déjenlo en el suelo poco a poco y levanten las
manos! Si veo algún movimiento sospechoso, dispararé. Y tengo buena puntería.
¡Théobald! Gracias a Dios sabe qué milagro, había
conseguido seguir a sus secuestradores, y su intervención permitió a Aldo
morder de nuevo con fuerza el jugoso corazón de la vida. No obstante, la toma
de contacto con el suelo fue un tanto ruda, porque, en lugar de depositarlo con
ciertas precauciones, los dos tunantes lo dejaron caer con una sincronización
perfecta. Afortunadamente, la hierba todavía era espesa y aterrizó sobre ella
sin hacerse demasiado daño. En ese momento, el desconocido hizo fuego, pero
Théobald disparó casi simultáneamente. Se oyó un grito de dolor, seguido de la
voz aterrorizada de Ladislas:
—¡Larguémonos!
Los dos hombres salieron por piernas sin oponer
más resistencia. Las pinceladas luminosas del faro permitieron a Morosini
verlos mientras corrían hacia la camioneta, aunque esta vez fue Ladislas quien
se puso al volante. El otro se sujetaba un hombro, que debía de dolerle. De Théobald,
ni rastro. Seguramente se había tendido en el suelo antes de disparar. El
vehículo efectuó una precipitada marcha atrás y dio media vuelta. Los faros se
encendieron y, muy pronto, de lo que había estado a punto de ser el coche
fúnebre de Morosini no se vio más que una luz roja, rápidamente engullida por
la oscuridad.
La vaga inquietud relativa a la suerte de su
compañero desapareció enseguida, ya que el haz de luz de una linterna se movía
por el acantilado. Para ayudarlo, se puso a gemir, y unos segundos más tarde
Théobald se arrodilló junto a él.
—¿Le han hecho mucho daño?
El paquete atado emitió unos sonidos
indescifrables:
—Hon, hon...
El fiel sirviente retiró a toda prisa la mordaza y
el superviviente aspiró una gran bocanada de aire fresco.
—Le debo la vida, amigo —suspiró mientras Théobald
se afanaba en cortarle las ligaduras y friccionar sus miembros doloridos—.
¿Cómo se las ha arreglado?
—Oí un grito y pensé que era usted. Entonces
escalé hasta donde usted lo había hecho y vi a esos tipos atándolo y
amordazándolo. Uno habló de los acantilados de Beachy Head, y como me imaginaba
que no iban a llevarlo cargado al hombro, fui hacia el garaje y esperé a que
saliera un coche para montar en él agarrado a la parte trasera.
—Era un poco arriesgado, ¿no?
—Ya lo he hecho varias veces. Si hubiera fallado,
habría disparado contra los neumáticos, pero eso era todavía más arriesgado,
pues no sabía cuántos había dentro de la casa, y si se me echaban encima,
entonces estábamos los dos perdidos.
—Yo sólo he visto a ese par. ¡Ay! Estoy más
oxidado que un hierro viejo —añadió Aldo, comprobando la flexibilidad de sus
brazos y sus piernas.
—¿Podrá ir andando hasta la ciudad?
—No hay más remedio. ¡En marcha!
Sostenido por su salvador, emprendió el descenso
hacia Eastbourne, cuyas lujosas construcciones blancas comenzaban a
distinguirse a la luz del amanecer, pero, al llegar a las primeras casas, Aldo
notó que le daba vueltas la cabeza y tuvo que sentarse sobre un murete.
—¿No llevará por casualidad algo un poco fuerte en
los bolsillos?
—Desgraciadamente, no, y lo lamento. Es la primera
vez que me pasa. Pero voy a llamar a una de estas casas para pedir ayuda.
No había terminado de hablar cuando la puerta de
un
cottage se abrió para dejar paso a un policía que estaba poniéndose
el casco. Enseguida vio a los hombres y se dirigió a ellos.
—¿Puedo ayudarlos, caballeros? No tienen buen
aspecto.
—Su ayuda será bienvenida —contestó Aldo tras una
breve mirada de advertencia a Théobald—. Anoche salí a pasear por estos
magníficos acantilados y sufrí un accidente; caí dentro de una grieta y casi me
mato. Allí he estado hasta que mi secretario, preocupado al ver que no volvía
al hotel, salió en mi busca y ha logrado encontrarme.
—Es cierto que nuestros acantilados son una
maravilla, pero ha sido una gran imprudencia aventurarse por ellos, sobre todo
de noche —dijo el agente en un tono de hombre importante que reafirmó a
Morosini en su convicción de que valía más no revelar su aventura a ese policía
local, capaz de meterlo en la cárcel por haber penetrado sin permiso en una
morada rica. Por si esto fuera poco, añadió con una pizca de recelo—: ¡Vaya
idea salir a pasear anoche! No hacía muy bueno que digamos... Y ahora que me
fijo, usted parece extranjero.
—Lo soy. Príncipe Morosini de Venecia, para
servirlo. Y también soy un romántico incurable. Me encantan las tierras
solitarias a la hora del crepúsculo. Son excelentes para las penas de amor.
Estaba seguro de que el policía comprendería ese
tipo de lenguaje.
—¡Espero que no hubiera pensado suicidarse! —dijo
de inmediato.
—Si hubiera sido así, seguro que no habría
fallado, porque estos acantilados son perfectos para eso. Mire, sargento, lo
único que quiero es algo caliente o algo fuerte, y luego ir al hotel a
cambiarme antes de volver a Londres.
—Está bien, venga a mi casa. Mi mujer le preparará
un buen té mientras yo voy a buscar un coche. ¿En qué hotel está?
—En el Terminus. Entré en el primero que vi al
salir de la estación.
—Habría podido encontrar uno mejor para un
príncipe. Aquí tenemos los mejores del país, ¿sabe? El Cavendish, el Grand, el
Burlington...
Pensando que iba a tener que escuchar la lista de
todos los hoteles, así como una descripción detallada de los encantos de
Eastbourne, Aldo fingió encontrarse mal. Eso le valió unos cachetes en las
mejillas antes de ser conducido entre sus dos compañeros hasta la casita del
sargento Potter, donde una lozana joven con aspecto de manzana estuvo encantada
de atender a un hombre tan elegante, poseedor de una voz tan bonita y que se
dirigía a ella como si fuera una lady.
Su esposo, sin embargo, pese a parecer un poco
obtuso, quizás era menos tonto de lo que aparentaba y desde luego era muy
curioso. Cuando el coche de policía que había ido a buscar lo llevaba al
Terminus en compañía de los supervivientes, hizo otra pregunta que indicaba que
algo no estaba claro en su mente.
—Si he entendido bien, ha venido con un secretario
simplemente para dar un paseo por los acantilados y ya se va.
—Sé que puede parecer extraño, pero el paseo
romántico formaba parte de un todo. Verá, soy extranjero, pero la vida inglesa
me gusta y he oído elogiar mucho el encanto de Eastbourne. He venido a
comprobarlo por mí mismo. De hecho, es posible que me decida a comprar... o a
alquilar una casa para la próxima estación estival.
—Comprendo. ¿Y qué tipo de casa le gustaría? ¿Un
cottage
como el mío?
El coche circulaba por Grand Parade. Aldo tuvo una
idea y retrasó un poco la respuesta hasta que vio una fachada que le costaría
olvidar.
—La suya es deliciosa —dijo finalmente—, pero
necesito algo más grande para poder invitar a mis amigos. Pienso recibir mucho
y me gustaría... ¡justo, una casa así! Esa sería perfecta.
El sargento Potter, que se había quedado sin
habla, acabó por echarse a reír.
—¡Sí, desde luego! Pero ¿no es usted un poco
exigente? En cualquier caso, ésa no está ni en venta ni en alquiler.
—¿Está seguro? —dijo Morosini afectando ingenuidad
e incredulidad a un tiempo—. Quizá subiendo el precio...
—Aunque ofreciera millones, es imposible. Sepa,
sir —añadió el sargento, adoptando una expresión de orgullo—, que esa mansión
pertenece a Su Gracia la duquesa de Danvers.
—¡Ah! Claro, claro... —dijo Aldo, aclarándose la
garganta para ocultar su sorpresa—. En tal caso, será mejor que busque otra
cosa.
Unas horas más tarde, sentado junto al fuego en uno
de los dos grandes sillones de piel negra de su salón de Chelsea, Adalbert
escuchaba a su amigo, arrellanado en el otro, contarle su sorprendente odisea
sin pensar ni por un instante en disimular su sorpresa.
—¿La casa de la duquesa sirviendo de refugio al
supuesto asesino de Ferrals, al que sabemos que ella tenía en mucho aprecio y,
sobre todo, que la ayudaba a mantener un tren de vida a la altura de su rango?
¡Es de locos!
—He analizado el asunto desde todos los puntos de
vista durante el viaje de vuelta y he llegado a la conclusión de que tal vez no
sea tan descabellado. Si entendí bien la conversación entre los dos hombres que
estuvieron a punto de matarme, Ladislas está esperando un barco para ir a
Polonia con un cargamento de armas. ¿Me sigues?
—Paso a paso. Es indudable que una morada tan
aristocrática es un lugar idóneo para llevar a cabo un tráfico clandestino,
pero parece un poco difícil de creer.
—Yo no opino lo mismo. Sir Eric vendía armas a la
luz del día. Al menos en principio. Era, por decirlo de algún modo, la parte
visible del iceberg, pero estoy convencido de que una gran parte de sus
negocios se hacía de tapadillo y de que la duquesa le ayudaba..., consciente o
inconscientemente.
—¿Qué quieres decir?
—Que me parece un poco corta de alcances para
llevar bien unos asuntos tan delicados. Sin embargo, me vino a la memoria una
cosa cuando los dos hombres citaron a un tal Simpson con el que debían hablar
cuanto antes.
—¿Lo conoces?
—Digamos que lo he visto, y precisamente en casa
de lady Danvers. Es su mayordomo.
Armado con la bandeja del café, Théobald, tan
fresco como si hubiera pasado una apacible noche en su cama en lugar de
recorriendo los acantilados, entró a tiempo de oír el final de la frase.
—Si me lo permiten —dijo—, según lo que el
príncipe ha tenido a bien contarme en el tren, yo me sentiría tentado de pensar
que Su Gracia no está al corriente de nada y que ignora lo que está ocurriendo
en su casa.
—¿No te parece un poco excesivo? —repuso Vidal-Pellicorne,
tomando una humeante taza para pasearla bajo su nariz con deleite—. Bien debía
saber de dónde salía el dinero que recibía.
—Hasta ahora, sin duda. Pero... ¿por qué ese tal
Simpson no podría haber considerado oportuno proseguir un comercio sumamente
lucrativo ahora que sir Eric Ferrals ha desaparecido? —dijo Théobald.
—Yo coincido con Théobald —intervino de nuevo
Morosini—. Faltaría averiguar a quién se dirigen nuestros clandestinos para
abastecerse.
—Eso sólo podría decirlo Sutton. Como supondrás,
los engranajes de un negocio como ése deben de ser infinitamente complejos y
delicados. En cualquier caso —concluyó Adalbert—, una cosa es segura: tienes
que ir a contárselo todo a Warren.
—Lo sé. Llevo dándole vueltas a eso desde esta
mañana, pero no puedo hacerlo. Le he prometido a Anielka que no avisaré a la
policía.
—¡Ésta sí que es buena! ¿Y qué habrías hecho con
Ladislas, si hubieras conseguido sacarlo de la casa y llevarlo contigo?
—Él dice que no tiene nada que ver con el
asesinato.
—Tal vez sea cierto. Falta saber a quién quieres
creer tú, a él o a ella, y sobre todo a quién deseas salvar. Anielka debe de
saber, a no ser que se haya quedado de repente sin luces, que si logras
encontrar a ese muchacho no tendrás más remedio que entregarlo.
—Sí, pero con la condición de que sea yo quien lo
atrape y no un escuadrón de policías.
—¿Para que no parezca que lo ha denunciado ella?
¡Una idea muy ingeniosa! —gruñó Adalbert—. Pero resulta que ahora, con la
entrada en escena de la duquesa, las cosas están yendo demasiado lejos. Piensa
que, si guardas silencio, te expones a ser cómplice en un asunto de tráfico de
armas que no sabes adonde podrá acabar llevándote. ¿Te gustaría pasar unas
decenas de años en Pentonville o en Dartmoor?
Aldo se quedó unos instantes pensativo y luego
trató de cambiar de tema de conversación a fin de tomarse un poco más de tiempo
para reflexionar.
—Por cierto, ¿y tú? ¿Tu excursión a Whitechapel ha
dado algún fruto?
—No intentes dar largas al asunto. Tengo cosas que
contarte, pero esperarán hasta la noche. ¿Vas a ir a ver al superintendente o
voy a tener que ir yo en tu lugar?
—Sí, voy a ir—dijo Morosini suspirando—. Más vale
que lo haga yo, ya que puedo describir al enemigo. Sólo espero poder conseguir
que actúe con discreción e incluso que recurra a mí cuando haya una posibilidad
de detener al polaco. Podría hacerme este favor; con la información que voy a
darle, debería estar contento.
Esto demostraba un gran candor, y una vez en Scotland
Yard las esperanzas de Morosini se vinieron abajo más deprisa que las murallas
de Jericó al sonar la trompeta de Josué. El pterodáctilo manifestó una moderada
alegría por ver de nuevo al príncipe anticuario, pero cuando éste comenzó a
contarle su aventura balnearia pasó sin transición de una indiferencia cortés a
una especie de trance y emprendió el vuelo por el despacho batiendo
furiosamente las alas.
—¿Cómo? —gritó—. ¿Ha obtenido información de
tamaña importancia y no ha venido a traérmela hasta ahora, cuando lo ha
estropeado todo? ¿Sabe que podría arrestarlo por obstrucción de la acción de la
policía?
—¿Qué ganaría con eso? —repuso Aldo sin
amilanarse—. ¿Me permite recordarle que la susodicha información me ha sido
confiada en el más estricto secreto por lady Ferrals, a fin de que me encargue
personalmente de aprehender..., ¿es así como se dice?..., a su antiguo
enamorado para que no la puedan acusar a ella de haberlo...?
—... entregado y por lo tanto no acabe siendo
víctima de la venganza de sus amigos anarquistas —recitó Warren en un tono
indignado—. Ya me conozco la cantinela. ¿Y qué ha pasado ahora? ¿Sus escrúpulos
lo han abandonado?
—La verdad es que no, pero al encontrarme ante un
asunto de tráfico de armas que quizás afecte a la seguridad del Estado y ponga
en entredicho a una personalidad cercana a la Corona, he considerado que no
tenía derecho a seguir guardando silencio.
—¡Aún tendremos que dar gracias!
El superintendente volvió a sentarse tras su mesa,
tomó un cuaderno y le quitó el capuchón a su estilográfica.
—Bien, si no le importa, volvamos a empezar desde
el principio. Y con todo detalle.
—¿No... no llama a su secretario para tomarme
declaración?
—Debemos actuar con discreción, ¿no? —repuso,
irritado, Warren—. Así que voy a escribir yo mismo y después veré cómo podemos
tratar de preservar el estúpido secreto que esa joven idiota le exige.
Aliviado de un enorme peso, Aldo repitió el relato
esforzándose en ser lo más preciso posible y sin omitir nada. Durante un buen
rato, sólo se oyó su voz amortiguada y el chirrido de la pluma sobre el papel.
Cuando hubo terminado y Warren hubo releído lo que
acababa de escribir, Morosini, tras una breve vacilación, preguntó:
—¿Me hará un favor?
—¿Cuál?
—Avisarme cuando sepa dónde está Wosinski para que
pueda apresarlo yo. No le pido que no proteja la retaguardia, pero concédame el
honor de acabar solo lo que empecé en Eastbourne.
Los ojos redondos y amarillos del pterodáctilo se
clavaron en el rostro crispado de su visitante.
—Ahora que lo conoce, sería una gran imprudencia.
No vacilará en disparar contra usted. ¿Acaso quiere poner en peligro su vida?
—Sin dudarlo ni un instante. Quiero cumplir la
misión que me han encomendado, aunque sea a ese precio. Desde este momento
estoy a su entera disposición.
El policía, sin contestar, calibró al hombre que
tenía enfrente. Finalmente, tapó la pluma y la dejó entre los papeles.
—Nunca he puesto en duda que sea usted un hombre
altruista y comprendo su dilema. Le prometo hacer cuanto esté en mi mano para
darle satisfacción, con la condición, por supuesto, de que dejándole actuar no
nos arriesguemos a que fracase la operación. Ni que decir tiene que deberá
obedecer estrictamente —dijo, subrayando esta última palabra— las órdenes que
yo le dé.
—Tiene mi palabra.
Alguien llamó a la puerta y, sin esperar
respuesta, el inspector Pointer entró en el despacho de su jefe, se inclinó
junto a su oído y le dijo algo en voz baja. Debía de tratarse de una noticia
importante, porque el superintendente se sobresaltó. No obstante, hizo un gesto
indicando a su subordinado que se retirara.
—Luego nos ocuparemos de eso. Primero voy a acabar
con el príncipe.
—No entiendo cómo ha podido suceder una cosa así,
sir. La vigilancia era perfecta...
—Déjelo por el momento, Pointer. Ya le llamaré.
El inspector se marchó de mala gana. Morosini se
dispuso a imitarlo. En cuanto a Warren, no se movía. Parecía perdido en
profundos pensamientos mientras tecleaba con los dedos sobre el brazo del
sillón. De pronto, dijo:
—No vamos a poder mantenerlo en secreto mucho
tiempo, así que más vale que se lo diga: Yuan Chang se ha ahorcado en la cárcel
con un cordón de seda amarillo.
—¿Se ha ahorcado? —susurró Morosini, atónito—.
Pero ¿no decía la otra noche que no conseguiría mantenerlo entre rejas mucho
tiempo? Entonces, ¿por qué iba a matarse? No corría peligro de que lo condenaran
a la pena de muerte.
—Y aun así, lo ha hecho él mismo. Bueno, casi...
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no se ha quitado la
vida voluntariamente?
—Algo así. Yo diría que ha sido un suicidio por
orden. ¿Conoce usted China, príncipe Morosini?
—No. Conozco su arte, su cultura, pero no he
estado nunca allí.
—¿Su cultura? ¿Sabe algo de las antiguas
costumbres imperiales, en particular de lo que designaban con el término
«regalos preciosos»? ¿No? Entonces voy a explicárselo: cuando el emperador
tenía queja de alguno de sus súbditos de alto rango o de sus dignatarios y, en
razón de los servicios prestados, no deseaba enviarlo al verdugo, le hacía
llegar lo que llamaban «regalos preciosos»: un cordón de seda amarillo, el
color imperial, una bolsita de seda llena de veneno y un puñal. Eso significaba
que le daba la opción de matarse.
—¿Y si escogía la vida?
—Imposible. Si lo hacía, la ejecución era
inmediata. En el caso que nos ocupa, yo creo que Yuan Chang no ha tenido
elección. Seguramente sólo han conseguido hacerle llegar el cordón, dentro de
un panecillo o de Dios sabe qué. Pero ha sido suficiente para que obedeciera,
como debe hacer todo mandarín, cosa que sin el menor género de duda era.
—Espere, espere... —repuso Morosini—. Dice que ha
obedecido, pero ¿a quién? Usted habla de una costumbre imperial, pero en China
hace unos años que triunfó la revolución. Quien manda ahora es Sun Yat Sen, y
no creo que esté interesado en resucitar a los emperadores manchúes.
—Tratándose de China se puede esperar cualquier
cosa: lo imposible, lo inconcebible, lo absurdo..., pero sobre todo la
existencia de raíces tan profundamente hundidas en la noche de los tiempos que
todavía perduran. El país vive su revolución, es verdad. Sin embargo, el joven
emperador Pu Yi, actualmente destituido, continúa viviendo en sus palacios de
la Ciudad Prohibida. Eso permite suponer que hay cierto número de fieles
diseminados por el imperio pulverizado. Yuan Chang debía de ser uno de ellos.
Aunque viviera en Londres desde hacía años, no en vano era de Hong Kong, donde
las conspiraciones se desarrollan como flores al sol.
—En lo que a usted respecta, ¿cambia algo su
«suicidio», aparte del hecho de que las posibilidades de recuperar el diamante
de Harrison son menores?
Warren cogió de encima de la mesa una bonita pipa
de brezo de Escocia y, pensativo, se puso a llenarla de tabaco antes de
encenderla y de dar una larga bocanada que pareció relajarlo.
—¡Desde luego! —respondió por fin—. Eso significa
que cometimos un error atribuyéndole demasiado poder, creyendo que actuaba
solo, como devoto coleccionista en busca de tesoros desaparecidos. Ahora nos
vemos obligados a constatar que era simplemente una cabeza, la que apuntaba
hacia Inglaterra, de una de las implacables hidras llamadas tríadas, que para
conseguir sus objetivos elevan el crimen a la categoría de institución. Para
ellas todo vale: tráfico de armas, de drogas, de mujeres, de esclavos, incluso
de niños. Para serle sincero, empiezo a echar de menos a Yuan Chang. Al menos
con él sabíamos más o menos dónde estábamos. Ahora vamos a navegar entre la
bruma.
—¿Y lady Mary? ¿Va a navegar también entre la
bruma, como ustedes?
—No lo sé. Si está convencida de que el diamante
se le ha escapado de las manos, es posible que abandone.
—Me extrañaría. Bajo sus maneras graciosas, parece
un bulldog al que le han quitado su hueso. Llevará su locura hasta el final.
—De todas formas, va a seguir bajo vigilancia, y
si un día me da la alegría de poder llevarla a los tribunales, mejor que mejor
—concluyó Warren en un tono tan agresivo que Morosini sintió un escalofrío en
la espalda.
—¿Se lo toma como una cuestión personal?
—preguntó, sorprendido.
—Por una vez, sí. Lady Mary es tan culpable de la
muerte de George Harrison como si lo hubiera matado con sus propias manos. De
no ser por su codicia, un hombre de bien seguiría entre nosotros.
La gravedad del tono daba a entender que el juicio
de Warren sería inapelable, pero, después de todo, Aldo no experimentaba el
menor deseo de defender la causa de la nueva condesa de Killrenan. Entre otras
cosas porque, en el curso de una de sus numerosas lucubraciones, había llegado
a preguntarse si no sería también responsable del asesinato de sir Andrew.
Tratándose de una mujer que contaba con tales complicidades, hacer comprar en
Port Said a un individuo que además de ladrón fuera asesino quizá no presentara
inmensas dificultades. Y creía recordar que, después del fracaso de su visita
al palacio Morosini, quería lanzarse tras la estela del
Robert-Bruce. No
obstante, se guardó para sí sus reflexiones. Además, ya era hora de retirarse,
de modo que cogió el sombrero y los guantes que había dejado sobre una silla.
—Creo que en eso soy de su misma opinión, y
confieso que en estos momentos tengo tendencia a compadecerle. Se diría que la
alta sociedad la ha tomado con usted: después de lady Mary, la duquesa de
Danvers...
—Tiene razón; no es un problema nimio. Aunque yo
creo que la duquesa es demasiado tonta para maquinar nada. Por cierto, cuento
con usted para mantener todo esto en secreto.
—Espero que no lo ponga en duda.
—No, pero desconfío de ese periodista del
Evening
Mail con el que nuestro amigo arqueólogo se ve bastante a menudo.
Aldo se echó a reír.
—Debería saber que Vidal-Pellicorne tiene los ojos
puestos en el Valle de los Reyes y las hazañas de Carter.
Gracias a Bertram Cootes, se entera un poco antes
de las noticias. La duquesa no les interesa a ninguno de los dos.
—¡Ojalá siga siendo así! Bien, hasta pronto quizá.
Dicen que basta con hablar del rey de Roma para
que asome por la puerta. Cuando llegó a Chelsea, Aldo casi se dio de bruces con
Bertram, que bajaba la escalera como un rayo tarareando una vieja canción
galesa. Éste, al reconocer al recién llegado, le pidió disculpas con una
sonrisa radiante, le asió las dos manos para estrecharlas con un afecto
inesperado y se precipitó al exterior haciendo revolotear su impermeable
gastado, lo que dejó a la vista un traje de cheviot deformado por el uso, y
gritando:
—¡La vida es bella! ¡No se imagina usted lo bella
que puede ser a veces la vida!
Aldo ni siquiera trató de aclarar si eran palabras
de Shakespeare o de Bertram. Después de verlo desaparecer en la bruma de la
noche, se reunió con Vidal Pellicorne, al que encontró haciendo un solitario.
Adalbert levantó los ojos en cuanto vio entrar a su amigo.
—Bueno, ¿qué? ¿El pterodáctilo no te ha devorado?
—Lo ha intentado, pero al final hemos llegado a un
acuerdo. Oye, acabo de encontrarme a Bertram dando saltos de alegría. ¿Qué le
ha pasado? ¿Ha heredado una fortuna?
—Digamos que ha heredado cincuenta libras que
acabo de darle a título de gratificación, de agradecimiento y de incitación al
silencio. Al menos durante algún tiempo más.
—¡Cincuenta libras! Eres muy generoso.
—Las vale, te lo aseguro. Gracias a él he podido
confirmar otra pista de la Rosa, ésta mucho más cercana a nosotros, puesto que
se pierde a principios de siglo.
—Ah, ésta también se pierde, ¿eh? Sí, claro, lo raro
habría sido lo contrario. Oye, pero no le habrás contado a ese periodista que
la piedra robada en la joyería de Harrison era una falsificación...
—¿Por quién me tomas? Él sigue creyendo la versión
oficial, pero, como últimamente no dispone de mucho material que le permita
utilizar la pluma, ya que siguen asignándole sólo los sucesos, se le ha
ocurrido la idea de escribir textos contando historias de piedras singulares
para convertirlos quizás en un libro, que giraría, por descontado, alrededor de
la desaparición de la Rosa. Así que vino a verme para saber lo que, en el
transcurso de mi larga vida de arqueólogo, he aprendido sobre joyas raras,
aparecidas de repente en lugares inesperados. Su proyecto no es una tontería, y
le pregunté de dónde lo había sacado. Fue entonces cuando me habló de su amigo
Lévi, un sastre judío de Whitechapel que lo viste.
Al recordar el traje de cheviot deformado que el
periodista lucía cuando lo había visto, Aldo no pudo contener la risa.
—¿Un sastre? ¿Bertram Cootes? Yo hubiera jurado
que se vestía en una trapería.
Vidal-Pellicorne dirigió a su amigo una mirada
severa.
—Cuando uno es tan elegante como tú, debe
mostrarse más caritativo. Bertram hace lo que puede. En cuanto a la historia
que él y su sastre me han contado, no hace reír ni por asomo. Es excitante,
desde luego, pero más bien aterradora.
—¿No exageras un poco? Las historias aterradoras
de Whitechapel sucedían hace cuarenta años, en la época de Jack el Destripador.
Adalbert clavó sus ojos azules, súbitamente
teñidos de gravedad, en los de su amigo, mientras con las manos revolvía las
cartas extendidas sobre la mesa.
—Vas a llevarte la sorpresa de tu vida, igual que
me la he llevado yo, porque resulta que ese famoso diamante, esa piedra real
que ha pasado por las manos de tantas personas ilustres, por imposible que
parezca llegó hasta los arroyos sangrientos donde el monstruo sin cara
abandonaba a sus víctimas. Estoy seguro.
—¿Qué? ¡Tú desvarías!
—No, no. En fin, juzga por ti mismo. Anoche
convencí a Bertram de que me llevara allí prometiéndole una buena gratificación
si animaba a su amigo para que compartiera conmigo sus recuerdos de lo que él
llama «la piedra judía».
—¿La piedra judía? ¿Y se supone que es...?
—Escucha y verás. La noche del 29 de septiembre de
1888, hacia Ja una de la madrugada, un buhonero polaco, además de judío, entró
con su carricoche en el patio del Club Educativo de los Trabajadores
Extranjeros que se encontraba en Berner Street. De pronto, el caballo se
encabritó y el buhonero, dirigiendo la linterna hacia el suelo, descubrió el
cuerpo de una mujer degollada. Al mismo tiempo, distinguió en la oscuridad del
patio una silueta que huía. Paralizado en un primer momento por el terror,
intentó gritar sin conseguirlo y se dejó caer de rodillas junto al cadáver, que
aún estaba caliente. Fue entonces cuando vio, al lado de su mano, algo
brillante: una especie de piedra salpicada de barro. La cogió, se la guardó en
el bolsillo y logró por fin pedir socorro. Al cabo de un momento, la gente que
quedaba en el club acudió y poco después llegó la policía. Asistieron al
buhonero, que estaba medio muerto de miedo. Ese crimen era el tercero que cometía
el Destripador, aunque en este caso la víctima no había sido destripada porque
la llegada del carricoche había obligado a huir al asesino. La nueva víctima se
llamaba Elizabeth Stride; era una viuda de unos cuarenta años, dedicada a la
prostitución desde el ingreso y la muerte en prisión de su marido, pero que
había conocido días mejores... Pero olvidemos eso. Cuando llegó a su casa
después de haber estado un buen rato en el puesto de policía, el buhonero se
acordó de lo que había encontrado, lo sacó del bolsillo y empezó a limpiarlo.
Aunque jamás había visto un diamante pulido y sin tallar, y aunque poseía una
cultura muy limitada, se dio cuenta de que no se trataba de una piedra
corriente. Pensó en llevarla a la policía, pero, como no la había entregado
enseguida, tuvo miedo de las consecuencias de su gesto tardío y prefirió
plantear el problema a su vecino, el rabino Eliphas Lévi, al que lo unía un
parentesco lejano. Éste era un hombre piadoso, prudente y sabio, en quien se
podía confiar plenamente.
»E1 rabino aprobó la decisión del buhonero de
haber acudido a él. Puesto que había cometido la imprudencia de recoger un
objeto del lugar del crimen y no mencionarlo, era preferible continuar por esa
vía. Desde el comienzo de la pesadilla que estaban viviendo en Whitechapel, la
policía actuaba muchas veces con brutalidad y sin demasiado discernimiento.
Como la imaginación colectiva de la gente del barrio, por ejemplo, había hecho
surgir en relación con uno de los crímenes anteriores la silueta de un hombre
con un delantal de cuero, habían detenido a un desdichado zapatero, un judío
polaco llamado John Pizer, mientras que los suyos estaban empezando a sufrir un
principio de pogromo. Por suerte, el hombre tenía una coartada y lo habían
soltado. Eliphas Lévi, que había estado a punto de tener problemas, quería
evitar a toda costa que aquello volviera a suceder. Lo mejor era callar, pero,
a fin de que su vecino no se sintiera perjudicado, le propuso que le dejase la
piedra para estudiarla y, en espera del resultado, le dio algún dinero.
»A1 quedarse solo, el rabino examinó
minuciosamente la piedra. Siempre se había interesado por la mineralogía y
poseía un pequeño equipo en el que figuraba una lupa. No tardó en distinguir,
en la cara más plana del cabujón, una minúscula estrella de David. A partir de
ese momento, pensando que tenía entre las manos un objeto sagrado, ya que
conocía la leyenda del pectoral perdido, lo consideró su más preciado tesoro
sin preocuparse de su valor en el mercado, convencido de que databa de tiempos
inmemoriales. No obstante, tuvo la prudencia de guardar la piedra en un sólido
joyero y no hablarle de ella a nadie excepto a sus dos hijos cuando tuvieron
uso de razón. Uno de ellos es Ebenezer, el sastre…
—¡Fantástico! —exclamó Morosini, entusiasmado—. No
tenemos más que convencer a ese buen hombre de que nos la venda. Reconozco que
será un poco difícil, pero si le decimos que el pectoral todavía existe y que
es preciso...
—¿Y si me dejaras acabar? —gruñó el arqueólogo—.
Si el diamante estuviera todavía en Whitechapel, habría empezado por decírtelo,
pero resulta que ya no está. Hace unos diez años, una noche de invierno muy
oscura, el rabino y su hijo mayor, destinado también a la vida religiosa,
fueron asesinados. Y el joyero desapareció.
—¡No! —gimió Aldo, desalentado—. Empiezo a creer
que nunca llegaremos a encontrar ese maldito diamante. ¡Está poseído por el
Diablo!
—Yo también tengo esa sensación. ¿Y sabes qué te
digo? Si lo encontramos, nos apresuraremos a dárselo a Simon para que lo devuelva
a su lugar de origen. Esa piedra me desagrada y me da miedo. Hay demasiada
sangre a su alrededor.
—Lo que no consigo entender es cómo es que la
tenía una prostituta de baja estofa.
—¡Vete a saber! Su marido, cuya desaparición la
empujó a hacer la calle, era un ladrón. Quizá la robara Dios sabe dónde.
—Y con semejante herencia, ¿Elizabeth Stride
prefirió el arroyo a una existencia confortable? Podía haberla vendido.
—Difícilmente. Debía de imaginarse que su marido
no la había encontrado paseando por Hyde Park. Además, ese viejo diamante
pulido no es una piedra muy llamativa. Seguramente desconocía su valor y tal
vez incluso lo consideraba un recuerdo y por eso lo llevaba encima. El asesino
tuvo el tiempo justo de degollarla y desgarrarle el vestido. La piedra cayó al
suelo y ya está.
—Las explicaciones más sencillas suelen ser las
mejores —dijo Aldo—. Sin embargo, podemos fantasear. ¿Y si el Destripador
buscaba la piedra?
—Eso no es fantasear, eso es desvariar —repuso
Adalbert encogiéndose de hombros.
—No sé si tú lo has oído decir, pero hay quien
cree que ese criminal fuera de serie era el duque de Clarence, nieto de la
reina Victoria, supuestamente fallecido en 1892 pero del que se rumorea que
sigue vivo, internado en un manicomio donde lo tratan de una sífilis incurable.
—¿De dónde has sacado eso?
—Lord Killrenan le contó esa versión a mi madre. Y
él la creía. Es muy sospechoso que, después de haber intentado implicar a los
judíos en esa abominación, se abandonaran de la noche a la mañana las
investigaciones.
Théobald fue a anunciar que la cena estaba servida
y los dos amigos pasaron a la mesa tras haberse lavado simplemente las manos,
pues ni el uno ni el otro tenían ganas de cambiarse.
Mientras degustaban la sopa de langosta, Morosini,
perdido en sus pensamientos, permaneció en silencio, pero cuando hubo vaciado
el plato sacó de nuevo a la conversación los crímenes de Whitechapel.
—¿Y el sastre de Bertram no tiene ninguna idea
acerca del asesino de su padre y su hermano?
—Tal vez, pero se cerró como una ostra cuando le
hice esa pregunta. Yo creo que tiene miedo.
—¿De qué, Dios santo?
—De la policía. Cuando encontraron el cuerpo de
los dos hombres, no se atrevió a hacer ninguna acusación porque tendría que
haber hablado de «la piedra judía»
y estaba seguro de que, si lo hacía,
sería acusado de encubrimiento, de robo quizá... La policía tal como nosotros
la conocemos, o sea, los despachos y los grandes hombres de Scotland Yard, no
tiene nada que ver con la que opera en los barrios miserables, allí donde los extranjeros,
los judíos sobre todo, son mayoría.
—Hablando de judíos, los del relato que me has
hecho eran polacos. ¿Hay tantos allí?
—Eso parece, aunque, dadas las circunstancias, no
me hablaron mucho de ellos. Resumiendo, yo creo que puede encontrarse un
muestrario bastante amplio de toda la Europa central. ¿En qué estás pensando?
—En que un polaco es un polaco aunque no haya
nacido en un gueto y en que los hijos de Israel siempre han practicado la
hospitalidad. A estas alturas, Wosinski ya no está en Eastbourne. Debe de
haberse
escondido en otro sitio.
—Si espera un barco, será en algún lugar de la
costa. ¿Para qué quieres que vaya a meterse en el lodazal de Whitechapel?
—Tus palabras están llenas de sabiduría y de
lógica, amigo —dijo Morosini—. Sin embargo, me muero de ganas de ir a dar una
vuelta por allí. ¿Crees que podrías localizar al sastre llamado Ebenezer Lévi?
—Sí, desde luego, pero ¿no estás mezclándolo todo?
—En absoluto. Siempre es posible matar dos pájaros de un tiro. Si te parece
bien, iremos mañana, porque lo que es esta noche—Aldo, olvidando las normas del
decoro, se desperezó y bostezó. Desde su salvamento en los acantilados de
Beachy Head, el día había sido muy largo, y con excepción de dos horas escasas
en el tren, llevaba dos días seguidos sin dormir. El cansancio empezaba a
pesarle. El bostezo se convirtió, pues, en una mueca.
—Decididamente, estoy haciéndome viejo —constató—.
Antes de la guerra, podía pasar tres días sin dormir y estar más fresco que una
rosa. Habría que pensar en eso antes de interesarse por una muchacha de veinte
años.
—De todas formas, la marcha nupcial está lejos de
sonar para vosotros dos, así que pasa una buena noche y no pienses más en eso
—dijo Adalbert con una media sonrisa burlona—. Iremos mañana durante el día;
parecerá más natural.
El tiempo no influía en la actividad comercial de
Whitechapel. El taxi que llevaba a los dos hombres se abría paso con precaución
entre la multitud que atestaba la calle, estrechada por las mesas llenas de
mercancías pegadas a las tiendas. Vendedores judíos en mangas de camisa
bramaban a cuál más y mejor proclamando la excelencia de sus productos. Ropa
blanca de textura basta, prendas de vestir más o menos usadas, zapatos,
sombreros, chalecos de fantasía, relojes, telas..., se ofrecía de todo, se
vendía de todo. Mujeres perdidas de barro, tocadas con casquetes de hombre y
ciñéndose al cuerpo chales agujereados discutían los precios
en yiddish,
interrumpiéndose
sólo para reclamar la presencia junto a ellas de unos niños sucios que intentaban
escabullirse. Justo el tiempo de propinar un pescozón y reanudaban el regateo.
El establecimiento del sastre se encontraba
enfrente de una pequeña sinagoga, pero el taxi no se detuvo allí. Adalbert le
indicó una plaza situada a un centenar de metros y le pidió que los esperara
después de haberle pagado una parte de la carrera y prometido una buena
propina.
Cuando los dos hombres llegaron delante de la
tienda, constataron que estaba cerrada con candado y que no se veía ninguna
señal de vida al otro lado del escaparate. Ni tampoco en el piso donde el
sastre tenía su vivienda.
—¿Adonde habrá ido? —masculló Vidal-Pellicorne girando
sobre sí mismo como cuando uno se encuentra ante una puerta cerrada y espera
ver aparecer al propietario.
Quien apareció fue una mujer gorda que venía del
mercado cargada con una pesada cesta rebosante de puerros y coles.
—¿Buscan al sastre, caballeros? —preguntó con una
amplia sonrisa.
—Sí—respondió Aldo—. Hemos oído elogiar su
habilidad.
La mirada experta de la mujer examinó las prendas
que vestían los visitantes.
—No es en absoluto su estilo —constató—, aunque al
fin y al cabo eso es cosa suya. Pero hoy pierden el tiempo, porque Ebenezer no
está. Soy su vecina y lo he visto salir esta mañana con una bolsa de viaje.
—Si es su vecina, supongo que le habrá dicho algo.
—No, no me ha dicho nada. No es muy hablador,
¿saben? Antes le hacía las tareas domésticas, pero tuvimos unas palabras, así
que ahora se las apaña solo.
—Puesto que parece conocerlo, ¿no tendrá alguna
idea de adonde ha podido ir?
—¡Ni la más remota! Por lo que yo sé, está solo en
el mundo, y nunca se le ve ir a ninguna parte.
—¿No tendrá quizás una casa en el campo?
La mujer estuvo a punto de partirse de risa.
—¿Ustedes creen que la gente de Whitechapel tiene
medios para permitirse esos lujos? No, caballeros, no puedo decirles nada
más... Ah, sí, que parecía tener mucha prisa.
—Bien, pues volveremos dentro de unos días —dijo
Morosini mientras sacaba unas monedas del bolsillo ante la mirada interesada de
la vecina, que las aceptó encantada.
—Me extrañaría que estuviese mucho tiempo fuera
—añadió—. Si quieren que los avise cuando vuelva, déjenme su dirección.
—No, no hace falta. Si se tercia, pasaremos de
nuevo...
Tras despedirse de la vecina, volvieron sobre sus
pasos en busca del taxi.
—¡Qué raro! Se diría que a nuestro hombre le ha
entrado miedo —comentó Vidal-Pellicorne.
—Sí, esto tiene todo el aspecto de una huida. ¿Y
la otra noche no tuvo ningún reparo en contarte la historia de la piedra judía?
—No, incluso parecía bastante contento de hablar
de ella. A mí me recordó a un niño que conoce una bonita leyenda y le gusta
contarla una y otra vez.
—¿Una bonita leyenda que acaba con un doble
asesinato?
—Bueno, ya sabes que los judíos están
acostumbrados a las desgracias. Empezó a sentir miedo cuando lo presioné un
poco para saber si en la época del robo había sospechado de alguien... Eso es
lo que me resulta sorprendente. Al fin y al cabo, hace diez años que pasó. Y si
está asustado, ¿por qué le habló del asunto a Bertram Cootes?
—No nada en la abundancia y un poco de dinero
nunca viene mal. ¿Qué hacemos ahora? Quizá sería conveniente que Scotland Yard
buscara al sastre —propuso Aldo.
—Ese pobre tipo ya ha tenido bastantes
complicaciones y Warren está desbordado con el asunto del diamante y el caso
Ferrals. No hay más que esperar. Quizás Ebenezer acabe por regresar.
El taxi acababa de emprender el camino de vuelta,
igual de abarrotado que en la ida, lo que obligaba al chófer a circular muy
despacio, cuando de pronto Aldo asió por el brazo a su amigo.
—Mira a esos dos hombres que están parados delante
de la tienda de ultramarinos.
—¿Uno con un abrigo negro y el otro con un abrigo
gris y una gorra calada hasta las cejas?
—Sí. Fíjate bien en el del abrigo negro. Lo
conoces.
Una discusión entre dos comerciantes acababa de
obligar al coche a detenerse, lo que permitió a Adalbert observar mejor al
personaje enfrascado en una animada conversación.
—Parece... —dijo por fin—, sí, es nuestro viejo
amigo el conde Solmanski. En cuanto al otro...
—Ya lo vi con él la otra noche; es el cura de la
iglesia polaca de Shadwell. En cuanto a lo que hacen aquí, en pleno barrio
judío, sé tanto como tú. Pero ¿por qué no estiramos un poco las piernas?
Aldo se disponía a pagar al taxista antes de bajar
cuando Adalbert lo detuvo con un gesto. Solrrianski y su compañero acababan de
ponerse en marcha para ir hasta un coche estacionado en una calleja
transversal. Montaron en él y el vehículo arrancó. Al cabo de un momento, la
discusión terminó por fin y el taxi reanudó su camino.
—Siga a ese coche lo más discretamente posible
—ordenó el arqueólogo.
Sin embargo, la vigilancia resultó decepcionante:
el polaco simplemente acompañó a su compatriota a la iglesia, tras lo cual se
hizo llevar al Claridge. Aldo y Adalbert regresaron a su casa prometiéndose
tratar de averiguar algo más sobre los movimientos del padre de Anielka.
Una sorpresa desagradable los esperaba allí: en
unas breves frases, el superintendente Warren los informó de que el juicio de
lady Ferrals había sido fijado para el lunes 10 de diciembre, ya que se habían
encontrado nuevas pruebas contra la joven.
11. El juicio El juicio contra Anielka comenzó una de las
escasas mañanas soleadas de que se disfrutaba en Londres. Así pues, Aldo y
Adalbert decidieron pasar por la orilla del Támesis para dirigirse al lugar
donde iba a desarrollarse el drama, Central Criminal Court, más conocido con el
nombre de Old Bailey, a fin de aprovechar un momento de excepcional calidez
antes de sumergirse en las tinieblas de un caso que se presentaba cada vez
peor.
Pese a sus minuciosas indagaciones, la policía no
había logrado echarle el guante a Ladislas Wosinski, que quizás ahora sí había
salido del país. Los dos amigos, por su parte, se habían repartido la
vigilancia del conde Solmanski y del sacerdote polaco sin obtener ningún
resultado: el cura llevaba una vida austera y regular como pocas; en cuanto al
padre de la acusada, había paseado a sus perseguidores por las diversas
iglesias católicas de Londres, donde rezaba largas oraciones y gastaba una
fortuna en cirios, aunque no había vuelto a Shadwell. Los condujo también a la
cárcel, a la embajada polaca y a casa de algunos miembros eminentes del
personal de ésta, a casa de la duquesa de Danvers y, por supuesto, a casa de
sir Desmond. Siempre vestido de negro, era la viva imagen del padre doliente.
Hacía un tiempo espléndido; una brisa fresca
animaba a unas nubecillas blancas a perseguirse a través del cielo azul,
mientras que una bandada de gaviotas se entregaba a una actividad frenética
revoloteando sobre Temple Gardens, antes de descender en picado hacia el río.
Era un espectáculo que serenaba el corazón, pero no hubo
más remedio que
resignarse a darle la espalda.
Old Bailey era un imponente edificio que databa de
principios de siglo y que, con su torre y su cúpula, se parecía un poco a la
catedral de San Pablo, con la diferencia de que sobre la cúpula de aquél había
una gran estatua de la Justicia. Una estatua que Aldo observó con mirada dubitativa,
pues los tribunales británicos, con su ceremonial de otra época, le inspiraban
muy poca confianza. El interior no le pareció más alentador.
Las altas ventanas, tras las que el azul del cielo
hacía guiños sonrientes, iluminaban una vasta sala revestida de madera oscura
en la que ocupaba un lugar destacado el sillón del juez, situado bajo un
altorrelieve que representaba la espada de la justicia apuntando hacia las
armas de Inglaterra. El juez, sir Edward Collins, se sentaría allí, por encima
de diversos juristas, para arbitrar el combate que acusación y defensa iban a
librar dentro de un momento.
Los usos y costumbres del sistema judicial
británico diferían mucho de los continentales. En Gran Bretaña, un juicio no
era una investigación para determinar lo que había pasado —investigación en el
transcurso de la cual el juez es una especie de inquisidor, puesto que el papel
del abogado se encuentra bastante limitado—, sino un enfrentamiento, una
especie de competición entre el abogado de la Corona, que representa al
ministerio público, y el de la defensa, en la que se suponía que el juez era el
árbitro imparcial e imperturbable. La cuestión no es, pues, saber si el acusado
es culpable sino si el ministerio público ha demostrado suficientemente que lo
es. La tarea del defensor es mostrarse más convincente ante los doce jurados.
La disposición interior difería mucho también.
Frente al juez, la tribuna del acusado, a la que se accedía por una escalera
que arrancaba en el sótano. A la derecha, y perpendicularmente a ésta, unas
hileras de abogados con toga negra, alzacuellos y peluca blanca de prietos
tirabuzones sobre la cabeza. Acusación y defensa ocupaban la primera fila, y
sus representantes se limitaban a levantarse para intervenir. Por último, en el
otro lado de la sala, en la misma línea que la especie de pulpito donde se
sucedían los testigos, el jurado, al que ningún magistrado acompañaría en el
momento del debate y que debería resolver guiándose únicamente por su
conciencia. El público tenía acceso a las galerías superiores, un espacio del
estilo del gallinero de los teatros, mientras que los diversos testigos
ocupaban unos asientos situados detrás del acusado, junto con los amigos de las
dos partes.
Como no se trataba de un proceso ordinario, sino
de un caso que afectaba a la alta sociedad, el público, muy escogido, era
admitido previa presentación de entradas que facilitaban los
sheriffs encargados
del mantenimiento del orden. En cuanto al banco de la prensa, estaba a
rebocar y, para sorpresa de sus compañeros de aventura, Bertram Cootes, por una
vez correctamente vestido, se hallaba presente y mostraba una expresión
triunfal.
Como lord Desmond Killrenan había advertido a Morosini
que quizá lo llamara a declarar, éste se instaló junto con Adalbert en las filas
de los privilegiados, al lado de la duquesa de Danvers, que ese día lucía un
sombrero de tul y de terciopelo negros bastante parecido a un nido de cigüeñas
y sin duda muy molesto para las personas sentadas detrás. La duquesa recibió a
los dos amigos con una especie de alivio.
—La angustia me atenaza la garganta —le confesó a
Aldo—, pero me sentiré un poco mejor sabiendo que está usted cerca de mí. Tener
que testificar es una prueba terrible.
—Hace mal en atormentarse tanto. El juez y los
abogados la tratarán con mucha consideración. Lord Desmond es amigo suyo...
—Sí, pero sir John Dixon, el abogado de la Corona,
no me tiene mucha simpatía. Siempre le ha parecido escandalosa mi amistad con
el pobre Eric y nunca lo ha ocultado. Sé que nuestra justicia obliga a los
abogados a comportarse con una educación perfecta e incluso con una gran
cortesía, pero conozco a muchos que debajo de eso saben esconder frases y
alusiones muy desagradables.
—Vamos, tranquilícese. Estoy seguro de que todo
irá bien.
—¡Dios le oiga! ¿Usted cree que sir Desmond
llamará a declarar a Anielka?
Ésa era también una peculiaridad de la legislación
inglesa: el acusado podía ser escuchado como testigo, lo que permitía a su
abogado interrogarlo directamente. Este contrainterrogatorio podía resultar
beneficioso o desastroso, según los casos y... la inteligencia del acusado.
—Eso espero —susurró Morosini, pensando en la
juventud y la belleza de la muchacha. Si el jurado se mostrara sensible y
comprensivo, esa comparecencia quizás influyera favorablemente.
La llegada del juez hizo que la sala se pusiera en
pie. Vestido de púrpura y armiño, el largo rostro enmarcado por una gran peluca
al estilo del siglo XVII
que
recordaba bastante a un chal arrugado, sir Edward Collins hizo su entrada y se
dirigió al sillón elevado entre un silencio casi religioso. En cuanto se hubo
instalado, un jurista anunció el comienzo del juicio denominado «El rey contra
lady Ferrals», curiosa fórmula que habría podido aplicarse a un duelo, con la
diferencia de que en este caso uno de los adversarios no se encontraba allí en
persona. Inmediatamente después se oyó la orden:
—¡Hagan entrar a la acusada!
Todas las cabezas se levantaron, y en la galería
el público se inclinó para ver mejor. En cuanto a Aldo, sintió que se le encogía
el corazón al pensar que quizá dos o tres días más tarde el juez se pondría un
birrete negro, tal como era costumbre cuando debía pronunciar una sentencia de
muerte.
Cuando, flanqueada por dos guardianas, Anielka
emergió de las sombras de la escalera a la luz de las altas ventanas, un
murmullo recorrió la multitud como una ráfaga de viento el mar, y allá arriba,
en su trono, sir Edward Collins se ajustó los lentes en la nariz a fin de verla
mejor. Jamás, ni siquiera el fastuoso día de su boda, la joven polaca había
estado más rubia, más encantadora, más frágil y más enternecedora que con aquel
traje de chaqueta de crespón negro, sin otro ornamento que el brillo de sus
cabellos y de su tez, que convertía su delgada figura en el oscuro tallo
"de una flor de oro.
—¡Qué pena! —murmuró la duquesa—. Acaba de cumplir
veinte años y mire dónde está...
Aldo no contestó. El abogado de la Corona estaba
leyendo el acta de acusación.
—Anielka-María-Elwiga Ferrals, se la acusa de
haber asesinado a su esposo, sir Eric Ferrals, la noche del 15 de septiembre de
1922. ¿Es usted culpable o no culpable?
—No culpable.
La voz de la joven sonaba tranquila, clara y
firme, en perfecta consonancia con su porte lleno de modestia y de dignidad.
Había mirado a su acusador directamente a los ojos, sin insolencia pero con una
seguridad que pareció agradarle, pues la sombra de una sonrisa flotó en sus
labios.
Era imposible imaginar unos personajes más
distintos que sir John Dixon y sir Desmond. El uno, alto y delgado, con un
semblante de facciones toscas y angulosas, animado por unos ojos castaños
particularmente vivos; el otro, más rollizo, más voluminoso, daba una impresión
de fuerza acumulada. Con la peluca, que le sentaba peor aún que a los demás,
presentaba un parecido bastante acusado con un bulldog; sin embargo, si uno se
fijaba en su mirada, de un gris opaco y dotada de la dureza del granito,
percibía que, una vez que clavaba los colmillos en su adversario, no debía de
soltarlo fácilmente. Por el momento, tenía la palabra el primero; le
correspondía a él romper el fuego.
Sir John Dixon expuso el caso empezando por
describir rápidamente las relaciones entre el difunto y su joven esposa desde
el principio de su matrimonio, aunque insistiendo en una diferencia de edad
poco favorable al nacimiento de un gran amor en una muchacha de diecinueve
años. Inmediatamente, sir Desmond intervino.
—Mi distinguido colega debería tener la suficiente
experiencia para saber que, en una pareja, una gran diferencia de edad no
representa un obstáculo insalvable para el nacimiento del amor. La personalidad
de sir Eric Ferrals... e incluso me atrevería a decir su encanto podían seducir
a una joven.
—Más adelante pasaremos a interrogar a lady
Ferrals sobre la naturaleza exacta de sus sentimientos hacia su esposo. Por el
momento, deseo centrarme en la noche del drama, durante la cual, después de
haber bebido un whisky con soda en el que había diluido un papelillo de polvos
contra la migraña que le había ofrecido su esposa, sir Eric encontró la muerte
en cuestión de instantes...
Sir John hizo un breve relato de esa última velada
sin insistir en los detalles y, para disponer de un cuadro más completo, rogó a
«Su Gracia la duquesa de Danvers» que tuviera a bien salir a declarar.
—Dios mío —gimió ésta—. ¿Ya me toca?
Su intervención distó mucho de ser un éxito. Tras
haber aparecido en la tribuna con una majestad que impresionó al público,
tentado por unos instantes de creer que podría ser la reina Mary en persona,
lady Danvers perdió enseguida el dominio de sí misma. Nerviosa, al borde de las
lágrimas, la noble dama tuvo todas las dificultades del mundo para leer la
fórmula del juramento. En cuanto a su relato de la velada, fue tan confuso y
balbuceante que el juez acudió en su auxilio.
—Tranquilícese, se lo ruego. Comprendemos
sobradamente su emoción por encontrarse aquí, y creo que habría sido preferible
no hacerla intervenir tan pronto. Quizás —añadió, dirigiendo una mirada severa
hacia el abogado de la Corona— deberíamos posponer esta declaración para más
tarde, cuando Su Gracia se encuentre mejor.
La gratitud de la infeliz fue conmovedora.
—¡Oh, gracias, milord! —susurró, enjugándose los
ojos a través del velo mientras sir John se inclinaba en silencio y la defensa
aprobaba con una semisonrisa sardónica que expresaba su satisfacción.
Su adversario había querido asestar un gran golpe
en la imaginación de los jurados llamando de entrada a una dama de tan alto
rango, pero, como esa iniciativa había resultado desastrosa, él no estaba nada
descontento. Así pues, oyó con gran serenidad llamar al inspector Pointer, el
policía que había realizado las primeras comprobaciones.
Como hombre acostumbrado a este tipo de situación,
hizo una declaración breve y precisa de lo que había encontrado la noche del 15
de septiembre cuando llegó a casa de los Ferrals: la confusión del personal,
las lágrimas de las dos damas y la cólera del secretario, que no dudó en acusar
de asesinato a la mujer de su jefe. Como si se tratara de una mera descripción,
sir Desmond no consideró útil realizar un contrainterrogatorio. Con el testigo
siguiente sí que iba a tener que emplearse a fondo, pues sir John Dixon estaba
llamando ni más ni menos que a John Sutton.
Con su traje de sarga negro, iluminado tan sólo
por la camisa blanca, el secretario parecía más alto de lo que era, más delgado
y tan ostensiblemente de luto que a Aldo le pareció ostentoso. Bajo sus
cabellos rubios y aplastados, su semblante estaba muy pálido.
—Si su intención era encarnar la estatua del
Comendador, lo ha logrado plenamente —susurró Vidal-Pellicorne—. ¡Más siniestro
imposible!
—Está aquí para pedir una cabeza. No querrás que
aparezca como unas castañuelas...
Morosini se interrumpió. Sutton, con la Biblia en
una mano y sin bajar los ojos hacia el texto colocado delante para que lo leyeran
los testigos, prestaba juramento mirando al frente. Debía de habérselo
aprendido de memoria.
—Juro por Dios Todopoderoso aportar un testimonio
fiel y decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad...
La voz serena de sir John Dixon le hizo eco.
—¿Se llama usted John-Thomas Sutton, nacido en
Exeter el 17 de mayo de 1899, y ejercía desde hace tres años las funciones de
secretario particular de sir Eric Ferrals?
—Así es.
—La noche de su muerte, usted se encontraba en su
gabinete de trabajo en compañía de su jefe, de la esposa de éste y de Su Gracia
la duquesa de Danvers. ¿Con qué motivo se hallaban reunidos?
—Ninguno extraordinario, simplemente tomar una
copa antes de ir a cenar. Sir Eric me había pedido que reservara una mesa en el
Trocadero. Le gustaba mucho la cocina y el ambiente de ese restaurante y no era
infrecuente que fuese allí con lady Ferrals. Algunas veces invitaba a Su Gracia
a acompañarlos.
—¿Y a usted? ¿No lo invitaba nunca?
—Sí, pero yo prefería acompañarlo cuando iba solo
o con otro hombre.
—¿Porqué?
—Lady Ferrals no me tenía en mucha estima y yo,
por mi parte, le devolvía esa... enemistad. Él lo sabía...
—Lo sabía, ¿y aun así nunca le había pasado por la
cabeza la idea de prescindir de sus servicios?
Un destello de cólera brilló en los ojos del
joven.
—¿Por qué iba a hacerlo? Yo lo conocí mucho antes
de
que
se casara con la condesa Solmanska. Éramos... bastante íntimos, y además mi
trabajo le satisfacía. Creo poder afirmar que confiaba plenamente en mí.
—No lo dudo ni por un instante, pero ¿ese
antagonismo entre su esposa y usted no le contrariaba?
—Llegué a pensar que le divertía. «Está
simplemente celoso, querido John, pero con el tiempo se le pasará», me decía a
veces.
—Y... ¿era verdad?
—¿Que estaba celoso? Sí, señor. Siempre consideré
ese matrimonio un error porque perturbaba a sir Eric, incluso en los negocios.
Su cerebro ya no era ese espléndido mecanismo que funcionaba a la perfección y
despertaba la admiración de todos, incluso de sus competidores. La prueba era
que... bebía más.
—¿Y eso le preocupaba?
—Un poco, lo confieso. Estaba y continúo estando
muy unido a sir Eric porque le debo mucho.
—¿Es ésa la razón por la que, en cuanto Scotland
Yard se personó en el lugar de los hechos, no dudó en acusar a lady Ferrals de
asesinato?
—En parte sí, pero no es la única razón. Hacía
unas semanas que lady Ferrals había convencido a su esposo para que tomara a un
compatriota suyo como sirviente.
—¿Como ayuda de cámara?
—No, como simple sirviente. Tenemos cuatro bajo
las órdenes del mayordomo. Él servía la mesa, entre otras...
—Al parecer, ese hombre no le agradó... Pero, por
favor, continúe.
—A primera vista, no había ninguna razón para que
me desagradara: realizaba su trabajo con esmero y discreción, iba
impecablemente vestido y hablaba nuestra lengua a la perfección. Quizá no
habría sospechado nada si el azar no me hubiera puesto frente a una realidad
desagradable. Aquella noche, sir Eric cenaba en casa del alcalde y yo había ido
al teatro. Lady Ferrals estaba sola en casa... o al menos eso creía yo, pues,
cuando entré evitando hacer ruido porque era tarde, vi a ese tal Stanislas...
—Un momento. ¿Cómo se llamaba exactamente?
—Había sido contratado con el nombre de Stanislas Razocki,
pero después me enteré de que ése no era su verdadero nombre. Se llama...
—Ladislas Wosinski —dijo el abogado de la Corona
tras consultar una de sus notas—. Continúe, por favor.
—Cómo se llame carece de importancia. Lo que la
tiene es que lo vi salir de la habitación de lady Ferrals en compañía de la
propia lady Ferrals vestida de un modo indecoroso para estar con cualquiera, y
con mayor motivo para estar con un criado.
—Usted sabe perfectamente que, para una gran dama,
un criado no es un hombre —dijo sir John con una media sonrisa.
—A juzgar por el beso apasionado que se dieron, le
aseguro que ella lo consideraba un hombre de la cabeza a los pies. Más aún...
El murmullo que recorrió la sala lo interrumpió y
el juez dio unos golpes sobre la mesa.
—No estamos en el teatro. Ruego a la sala que
guarde silencio. Haga el favor de continuar, señor Sutton. ¿Qué más tiene que
decirnos?
—Lo siguiente, milord: cuatro días antes de la
muerte de sir Eric, oí a lady Ferrals decirle a ese hombre: «Si quieres que te
ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—Es cierto que suena extraño —dijo sir John—, pero
más extraño es que lady Ferrals hablara en inglés. Su lengua materna habría
sido más segura.
—Tal vez, y confieso que a mí también me
sorprendió, pero, pese a todo, las cosas sucedieron así. A partir de ese momento
tuve la convicción de que algo amenazaba a sir Eric, pero, como sabía el amor
irracional que sentía por esa mujer, decidí no decirle nada. Esperaba llegar a
abrirle los ojos sin verme obligado a hablar. Cuando lo vi caer, no lo dudé ni
por un instante: los dos amantes acababan de matarlo delante de mí.
—¿Por qué? ¿Porque había visto a lady Ferrals
darle un medicamento a su marido?
—Por supuesto.
—Sin embargo, eso demostraba ser poco inteligente,
pues bastaba con hacer analizar el papelillo para descubrir el veneno.
—Sí, pero resulta que el papelillo no apareció.
Alguna mano diligente debió de arrojarlo al fuego de la chimenea. Seguramente
la de ese criado polaco, que, por cierto, huyó antes de que llegara la policía.
—Comprendo, comprendo... Sin embargo, si bien no
tenemos ninguna certeza en lo relativo al contenido del papelillo, sí se ha
detectado la presencia de veneno en los cubitos del armario frigorífico que sir
Eric había hecho instalar en su despacho. Un... capricho que se había dado y
cuya llave llevaba siempre encima, a fin de ser el único en disfrutar de un
hielo del que estaba seguro que estaba hecho con agua pura.
—Lo sé. Yo estaba presente cuando se descubrió ese
nuevo indicio. No queda más remedio que creer que alguien había conseguido
apoderarse de esa llave o encargado hacer una copia.
—¿Alguien? ¿En quién está pensando? ¿En lady
Ferrals?
—En ella o en su cómplice. En cualquier caso, si
ella no cometió el crimen personalmente, lo encargó. Es una asesina, estoy
convencido.
—Eso es lo que tendremos que establecer, y con ese
fin me gustaría que el Tribunal escuchase ahora...
Sir Desmond saltó de su asiento como un resorte.
—¡Un momento, sir John! Si ha terminado con este testigo,
ahora me toca a mí. ¿O acaso pretende arrebatarme el derecho de llevar a cabo
un contrainterrogatorio?
—En absoluto, pero...
—No hay peros que valgan, sir John —intervino el
juez—. ¿O acaso tiene intención de cuestionar los usos y costumbres de este
Tribunal? El testigo es suyo, sir Desmond.
—Gracias, milord. Señor Sutton, hace un momento ha
admitido que estaba celoso. ¿Era únicamente por la influencia que lady Ferrals
había adquirido sobre su esposo y que usted consideraba nefasta, o bien se
sumaba a ello un sentimiento más turbio?
—Cuando se detesta a una persona, resulta difícil
separar lo que es turbio de lo que no lo es.
—No nos vayamos por las ramas, si no le importa.
Lady Ferrals es muy joven. Tiene, si hago bien la cuenta, tres años menos que
usted. Además, creo que no hace falta llamar la atención sobre su belleza;
incluso en este Tribunal es evidente para todos. ¿Está usted completamente
seguro de no estar enamorado de ella, en cuyo caso sus celos adquirirían un
significado muy distinto?
—No. Nunca la he amado, aunque reconozco haberla
deseado...
—... hasta el punto de haberse comportado con ella
como un patán con una mujer pública, arrastrándola a rincones oscuros para
intentar violentarla.
—¡Eso no se tiene en pie, señor mío! Suponiendo
que haya rincones oscuros en la casa de sir Eric, están demasiado expuestos a las
miradas para cometer una violación. Supongo que será una empresa difícil... y
bastante ruidosa si no se amordaza a la interesada...
—Admito que seguramente no tuvo usted ocasión de
llegar hasta ese extremo, pero lady Ferrals se ha quejado de que en varias
ocasiones intentó acariciarla, besarla...
—Lo reconozco. ¿Por qué iba a privarme —añadió el
joven con insolencia—, si ella concedía tales familiaridades a un criado?
—No coincido con su punto de vista. Sea como sea,
una cosa es cierta: durante el último mes, pasó mucho tiempo espiando a lady
Ferrals además de perseguirla con sus galanterías. Su trabajo... tan
satisfactorio, ¿no se resentía?
—En absoluto. Vigilaba a lady Ferrals y a su
sirviente, pero no me pasaba el día detrás de ellos. Ya se lo he dicho: deseaba
hacer algo para que sir Eric descubriera por sí mismo con qué clase de mujer se
había casado. Pero en los últimos tiempos ella y su amante hacían gala de
prudencia.
—Bien. Ahora, señor Sutton, vamos a examinar otro
punto de su situación con sir Eric. Usted trabajaba bien, gozaba de su
confianza y, a cambio, le profesaba una especie de culto, un... afecto que
superaba ampliamente los sentimientos habituales de un empleado hacia su jefe.
—Es verdad. Yo quería profundamente a sir Eric.
¿Tiene algo en contra de eso la ley?
—¡En absoluto! Parece ser, además, que fue pagado
con la misma moneda. En su último testamento, cuya beneficiaría es su mujer,
sir Eric le lega una suma de... cien mil libras. Una suma enorme, a juzgar por
la reacción del público.
Éste, efectivamente, acababa de proferir un «¡oh!»
a la vez de admiración y de estupor.
—Creo haber dicho que me apreciaba —dijo
tranquilamente Sutton—, e incluso llegué a pensar que me tenía cierto afecto.
—¿Cierto afecto? ¡Debía de adorarlo para hacerle un
regalo semejante! Un regalo que, por lo demás, no le sorprende, como resulta
evidente. De modo que a mí me asalta una duda: usted disfrutaba de una
situación agradable, eso es indudable, pero, sabiendo la fortuna que recibiría
a su muerte, pudo muy bien haberse sentido tentado de adelantar la hora.
Después de todo, era usted el que pasaba más tiempo en su despacho con él...
Apoderarse un momento de una pequeña llave bastante sencilla para hacer un
molde le resultaba fácil, y...
Ahora fue sir John el que intervino:
—¡Protesto, milord! Mi distinguido colega está
fantaseando e intenta influir en el testigo...
Pero el juez ni siquiera tuvo tiempo de abrir la
boca.
—Con su permiso, milord, yo mismo responderé a sir
Desmond. He jurado decir la verdad y voy a decirla toda. Sí, yo quería a sir
Eric y él me correspondía. Es bastante natural, ¿no?, teniendo en cuenta que
era mi padre.
El murmullo del público llenó de nuevo la sala y
por un instante el abogado se quedó desconcertado. Sus ojos se estrecharon
hasta quedar reducidos a una fina hendidura gris semejante a una lámina de
pizarra. La prensa, en su banco, se puso en movimiento.
—¿Su padre? ¿De dónde ha sacado eso?
—Él mismo me lo dijo. Más aún, me lo escribió.
Tengo con qué demostrarlo ampliamente...
—¿Y cómo es que no lo reconoció?
—Por respeto a la reputación de mi madre y al
honor del que me hacía de padre. Los dos han muerto ya... y yo he jurado decir
la verdad. ¿Comprende ahora por qué le quería? No me dio su apellido, pero
nunca me abandonó. Veló por mí de lejos. Fui a los mejores colegios: Eton,
Oxford... Cuando me diplomé, me llevó a trabajar con él.
Sir Desmond se sacó del bolsillo un gran pañuelo
blanco y enjugó las gotas de sudor que brotaban a través de la peluca.
Evidentemente, no se esperaba ese incidente que había alterado al público y
buscaba una réplica. Para darse tiempo, preguntó:
—¿Puede decirnos algo más al respecto?
—Sir Desmond —dijo el juez con firme severidad—,
no prosiga su interrogatorio en una dirección que no tiene nada que ver con este
caso. Las razones por las que el nacimiento de este joven permaneció en secreto
no incumben a nadie. Creo que exponerlas sería ir en contra de los deseos de
sir Eric Ferrals. Puede continuar.
—Por el momento no tengo más preguntas, milord.
John Sutton saludó al Tribunal, al jurado, y se
retiró. Su mirada no había rozado en ningún momento la cabeza rubia de la
acusada.
—¡Vaya, esto sí que es una noticia! —susurró Adalbert—.
Curiosa familia, la del pobre Ferrals.
—Mucho me temo que esto no va a beneficiar a Anielka
—repuso Aldo—. Un secretario despechado, amargado, rencoroso... podía prestarse
a manipulaciones, pero un hijo... El jurado debe de haberse quedado muy
impresionado.
—No hay que precipitarse. Esperemos a ver qué pasa
ahora.
Siguió el interrogatorio del mayordomo y de Wanda.
El primero, Soames, se presentó como el modelo de sirviente discreto que se
niega a dejar que las habladurías de cocina lleguen hasta su altura.
Así pues, pasó deliberadamente por alto las
relaciones de lady Ferrals con el sirviente polaco.
—Ese hombre hacía bien su trabajo, era educado y
discreto. Nunca tuve ninguna queja de él. Por otra parte, como no sé polaco, me
era imposible entender lo que milady le decía cuando se dirigía a él.
Al ser preguntado sobre las relaciones entre sus
señores, se limitó a declarar que había, efectivamente, fricciones, momentos
tensos, pero que eso no era sorprendente en un matrimonio formado por seres tan
distintos. En cuanto a la escena violenta de la última noche, él no se había
enterado de nada.
—Lo que sucede en los dormitorios se encuentra en
el nivel de las doncellas y los ayudas de cámara, no en el mío.
—¡Un sirviente modélico! —murmuró Morosini—. No ve
nada, no oye nada y no dice nada. Habrían podido perfectamente prescindir de
él...
—Seguro que Wanda es más interesante.
Pero Wanda quedó para más tarde. Después de sacar
el reloj de su torrente de púrpura y armiño, sir Edward Collins declaró que
había llegado la hora del
lunch y que le parecía conveniente interrumpir
la sesión. Ésta se reanudaría a las dos y media de la tarde.
Contentos de alejarse un rato de la atmósfera
opresiva del Tribunal, los dos amigos decidieron ir a comer al Savoy. Aldo, con
su habitual galantería, propuso llevar con ellos a lady Danvers, pero ésta,
tras su lamentable declaración, había sido autorizada a irse a descansar un
poco y no la encontraron.
En cambio, la salida del público les reservaba una
sorpresa a la que gustosamente habrían renunciado. En el gran vestíbulo de Old
Bailey, se acercó a ellos lady Ribblesdale, quien se colgó sin ningún preámbulo
del brazo de Aldo.
—Me he sentido agradablemente sorprendida al verlo
en la sala, mi pequeño príncipe —dijo—. No sabía que había vuelto. ¿Cómo es que
todavía no ha venido a verme? Supongo que me habrá traído lo que me prometió.
—Yo no prometí nada, lady Ribblesdale —repuso él,
esforzándose en ocultar el desagrado que le causaban el encuentro y la manía
que tenía aquella mujer de llamarlo «su pequeño príncipe»—, y menos mal que no
lo hice, porque nada he traído. Tenía intención de escribirle para decírselo.
Ella se detuvo en seco y le soltó el brazo para
fusilarlo mejor con su mirada negra.
—¿Qué me está diciendo? ¿No tendré mi diamante
histórico?
—No. Con gran pesar por mi parte, créame, pero
cuando llegué a Venecia su propietaria acababa de morir y sus herederos no
quieren vender a ningún precio. Es comprensible, claro, porque llevan años
esperando que esa piedra vaya a parar a sus manos. Lo siento muchísimo, pero he
vuelto con el morral vacío.
—Con el morral vacío..., ¡vaya expresión! ¿Y qué
hago yo ahora?
—Pues tendrá que confiar en que Scotland Yard
encuentre pronto la Rosa de York.
—¡Pfff!... ¡Unos inútiles! En este tipo de
asuntos, habría que encargar la investigación a mujeres. Nosotras tenemos un
sexto sentido para descubrir las joyas. Las..., ¿cómo lo diría?..., las olemos.
Sí, eso es, las olemos.
—¿Igual que los cerdos huelen las trufas?
—masculló Vidal-Pellicorne demasiado bajo para ser oído.
Ava, ajena al comentario, comenzó a soltar un
discurso sobre las asombrosas capacidades femeninas, sin las que los
desdichados hombres no serían nada.
—¡Mire a mi hija! Sigue en Egipto, y estoy segura
de que si ese tal Carter ha descubierto la tumba de Tu..., bueno, de ese
faraón, es porque Alice está cerca de él. El fluido, ¿comprende?
«¡Señor! —pensó Aldo—. Si lo anima a hablar sobre
egiptología, Adal es capaz de invitarla a comer.»
Pero enseguida pudo respirar aliviado. El
arqueólogo, por el contrario, felicitó a la afortunada madre de ese joven
genio, pero le rogó que los disculpara, pues estaban esperándolos para comer.
—No tiene importancia, nos veremos más tarde. Mi
intención es asistir al juicio hasta el final. Nunca he oído pronunciar una
sentencia de muerte y debe de ser muy excitante.
—¡Qué mujer más insoportable! —exclamó Morosini
cuando se hubieron alejado un poco—. Como si este asunto no fuera ya
suficientemente penoso, encima hay que soportar a esas hienas de salón
olfateando la muerte.
—Ella y sus semejantes se sentirán decepcionadas,
hay que confiar en ello.
—Pero tú no estás muy convencido, ¿verdad? A mí me
pasa lo mismo. Las cosas no están yendo como yo pensaba.
—Sólo se ha celebrado una sesión. Todavía no hay
nada decidido.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo las
esperanzas iban disminuyendo. Varios criados fueron llamados a declarar.
Ninguno acusó a Anielka, pero a través de sus testimonios el clima de
desavenencia entre los dos esposos se hacía más presente, más agobiante, y ello
pese a los esfuerzos de sir Desmond, que desplegaba una extraordinaria energía.
Todavía fue peor cuando salió a declarar Sally Penkowski, la amiga de infancia
de Bertram Cootes. Aldo comprendió entonces que era ella quien aportaba las
nuevas pruebas contra lady Ferrals.
Lo que Sally tenía que decir se resumía en pocas
palabras: alrededor de una semana antes de la muerte de sir Eric, había
sorprendido a su señora en el gabinete de trabajo; ésta había abierto el falso
panel de la biblioteca y estaba inclinada sobre la puerta del armario
frigorífico.
—¿Estaba abriéndolo... o intentando abrirlo?
—preguntó sir John Dixon.
—Eso es lo que me pareció. Pero, cuando se percató
de mi presencia, se incorporó, cerró el panel encogiéndose de hombros y se
retiró.
—¿Parecía molesta?
—La verdad es que no. Incluso vi en sus labios una
sonrisita.
—¡Dios nos asista! —gimió Aldo—. ¿Qué hacía ahí?
Sir Desmond se encargó de dar una respuesta al
pasar a interrogar a la testigo.
—No sé por qué se concede tanta importancia a este
testimonio. Lady Ferrals estaba en su casa en todas las habitaciones de esa mansión
y no tiene nada de extraordinario que se sintiera tentada de abrir lo que era
el juguete preferido de su esposo. Su presencia en el despacho no tiene, pues,
nada de sorprendente. En cambio, la suya, Sally Penkowski, sí me parece
curiosa. Usted es una de las doncellas de Grosvenor Square. Como tal, se ocupa
de los dormitorios y de forma particular de atender a lady Ferrals. Me gustaría
saber qué iba a hacer al gabinete de sir Eric. Esa estancia es cosa de los
lacayos.
Bajo el sombrero de fieltro marrón oscuro calado
hasta los ojos azules, Sally —una chica, por lo demás, bastante bonita— se puso
roja como un tomate. Retorcía los guantes entre las manos sin decidirse a
contestar.
—¿Y bien? —insistió el abogado—. ¿Debo concluir
por su silencio que espiaba a su señora? En tal caso, tendrá que explicarnos
por qué. Si me atengo a lo que ha dicho al principio de su declaración, siempre
se ha mostrado amable con usted.
—Es cierto. Y yo... no la espiaba, lo juro.
—Ya ha jurado una vez. Entonces, ¿qué hacía?
—Buscaba a... Stanislas.
—Digamos que al que conocía con ese nombre. ¿Y por
qué?
Sally vaciló de nuevo.
—Bueno —se decidió finalmente a responder—,
confieso que sentía mucha simpatía por él... e incluso amistad...
—¿Y quizás algo más?
—No..., no sé..., pero compréndalo, es polaco como
yo...
—Usted no es polaca. Su madre era galesa.
—En casa eso no contaba. Sólo contaba el padre,
que nos había enseñado a amar Polonia y a hablar su lengua. Al ver llegar a un
compatriota, me sentí feliz de poder hablar con él. Él no se fijaba mucho en
mí, eso es verdad. Enseguida me di cuenta de que era de una condición superior
al trabajo que le habían dado... El caso es que yo buscaba ocasiones de
encontrarme con él...
—Si era para hablar polaco, también tenía a Wanda,
la doncella particular de lady Ferrals.
—Ya, pero no era fácil hablar con ella. Miss Wanda
se mostraba bastante severa. Stanislas era distinto...
—No nos cabe la menor duda: era un hombre, y un
hombre joven. ¿Debemos entender que al entrar aquel día en el despacho de sir
Eric esperaba encontrarlo allí? Es, como mínimo, un poco raro.
—¡En absoluto! —protestó Sally, súbitamente
ofendida—. Yo subía de las cocinas, adonde había
ido a llevar la bandeja
de milady... y a tomar una taza de té, cuando vi la puerta del despacho
abierta; oí ruido...
—La contemplación de una puerta no tiene nada de
ruidoso.
—No..., pero me había parecido distinguir la
silueta de Stanislas, así que entré. No tengo nada más que decir.
—Tendremos que conformarnos. Muchas gracias.
La joven Penkowski iba a retirarse cuando se alzó
la voz serena de Anielka.
—Esa chica miente. Ignoro con qué finalidad, pero
nunca me ha encontrado en el despacho de mi esposo.
El juez tomó la palabra:
—¿Rebate esta declaración?
—Totalmente. Además, la inverosimilitud de lo que
acaba de decir debería resultar evidente.
—¿Porqué?
—Para cualquier ama de casa lo sería, desde luego.
Veamos, estando en la biblioteca, veo entrar a esa chica y me limito a
salir..., ¿cómo ha dicho?..., con una sonrisita. Eso es absolutamente ridículo:
debería haber sido ella quien saliera, después de que yo le hubiera preguntado
qué buscaba en una habitación donde no tenía nada que hacer. Así habría actuado
cualquier mujer de mi rango ante una criada.
Un murmullo típicamente femenino pero aprobador recorrió
la sala. El juez lo dejó morir antes de tomar la palabra:
—¿Qué pasó entonces?
—Nada en absoluto, milord, puesto que no fue a mí
a quien vio... sino al hombre al que deseaba encontrar.
—Y que no está aquí para aclarar la cuestión
—intervino sir John.
—De eso no tengo yo la culpa —repuso Anielka.
—¿Está completamente segura? Desde que la
detuvieron, no ha dejado de afirmar que creía en la inocencia de su compatriota
pese a su sospechosa huida.
—Ese hombre estaba aquí con una documentación
falsa. Es normal que temiera ser interrogado. De todas formas, por el momento
la cuestión no es establecer su culpabilidad o la mía, sino saber a quién vio
Sally Penkowski en el gabinete de trabajo. Y no fue a mí.
Con el permiso del juez, sir Desmond hizo
comparecer de nuevo a la joven doncella, pero fue imposible hacer que cambiara
un solo detalle de su declaración.
—He jurado sobre el libro sagrado —dijo— y no
quiero ir al infierno por haber mentido. He dicho la verdad.
Fue la última deposición. Después de que Sally se
retirase, sir Desmond, que había reparado en la extrema palidez de su clienta,
solicitó que se aplazara la vista. El juez se mostró de acuerdo. Continuarían
al día siguiente a las diez. La acusada se retiró para regresar a la prisión
mientras la sala se vaciaba lentamente.
Pensando que la atmósfera apacible de su morada
era lo que mejor sentaría a Aldo tras esa ruda jornada, Adalbert propuso ir a
casa, pero su amigo se resistió.
—Un momento. Me gustaría cruzar unas palabras con
el joven Bertram.
—¿Qué esperas que te diga?
—Quisiera que me hablase un poco de su amiga
Sally. ¿De verdad son amigos de la infancia?
—Sí, pero ¿qué quieres sacar en claro?
—Ya veremos.
No fue nada fácil retener a Cootes, que salía del
Tribunal con el ímpetu de un velero que navega a favor del viento, pero
Morosini, además de una mano férrea, tenía argumentos bastante
sensibilizadores.
—Venga a cenar con nosotros, amigo —le dijo al
periodista, cerrando en torno al brazo de éste sus dedos de acero—. A no ser
que la perspectiva de una veintena de libras en su bolsillo le sea indiferente.
—Me gustaría mucho, pero... tengo que dictar un
texto por teléfono al periódico. Compréndalo, Peter Larke está enfermo y yo lo
sustituyo. ¡Ha sido un golpe de suerte!
—Nosotros tenemos teléfono y todo lo necesario
para escribir, además de un excelente whisky.
—Está bien, voy con ustedes. «La esperanza de una
alegría es comparable a la alegría que ésta da»,
Ricardo II, acto...
Pero si por su culpa me sale mal el artículo, quiero más.
—Si es usted razonable, no le saldrá mal nada.
Durante el trayecto en coche, Aldo no abrió la
boca, pero, en cuanto se hubieron instalado en el salón, fue al grano mientras
Adalbert llenaba los vasos.
—¿Sally Penkowski es amiga suya de verdad?
—Nos conocemos desde pequeños, pero...
—¿Le gusta el dinero?
—Como a todo el mundo, supongo, pero ya sabe que
«el oro es para el alma de los hombres un...»
—Olvídese de Shakespeare o no le doy ni un
penique. En su opinión, ¿cuánto habría que darle para que cambiara su
declaración?
—¿Cambiar su declaración? —exclamó Adalbert—.
¡Pero eso es imposible! ¡Tú estás loco!
—En absoluto. No sé qué objetivo persigue, pero
estoy convencido de que esa chica miente y de que es lady Ferrals quien dice la
verdad. En cuanto a desdecirse, es pan comido para una mujer: una crisis de
arrepentimiento, unas disculpas sinceras y, a modo de explicación, el deseo
irreprimible de liberar de toda sospecha al hombre del que está enamorada. Porque
es evidente que está enamorada de Ladislas. Y me inclino a pensar que ésa es la
verdadera explicación de un testimonio tan abracadabrante.
—Quizá tengas razón —dijo, suspirando, Vidal-Pellicorne—,
pero, si es así, no se dejará comprar.
—¿Ni siquiera por mil libras?
Lo elevado de la suma hizo dar un respingo a los
dos hombres que escuchaban a Morosini.
—Estaba en lo cierto: estás loco —dijo Adalbert.
—Es posible, pero quiero salvarla, ¿comprendes?
Quiero salvarla a toda costa. Así que, Bertram, va a ir usted a ver a su
amiguita. Aquí tiene su dinero. Si logra ser persuasivo, tendrá más.
Sin embargo, una hora más tarde el periodista
regresó totalmente apesadumbrado.
—No ha habido nada que hacer —dijo escuetamente—.
Sally detesta a lady Ferrals porque la ve como una rival. La haría feliz que la
condenaran.
—Y ahora —gruñó Adalbert, apuntando a su amigo con
un dedo acusador— tú puedes acabar sobre la paja húmeda de un calabozo por
tratar de corromper a un testigo...
—No —lo interrumpió Bertram—. Por dos razones:
Sally no sabe quién me ha enviado y... le he hecho un regalo de veinte libras.
—Muy bien. Ahora mismo se las doy.
—Muchas gracias. Ahora me voy a escribir mi
artículo. Hasta mañana.
Esa noche Aldo apenas durmió. Asaltado por temores
que el silencio nocturno incrementaba, se quedó en el salón fumando un
cigarrillo tras otro, arrellanado en uno de los sillones o caminando arriba y
abajo sobre la alfombra. Hacía rato que el Big Ben había dado las dos cuando se
fue a la cama. En lo que se refiere a Adalbert, había ido a acostarse
tranquilamente.
Al día siguiente, de camino hacia el Palacio de
Justicia después de haber tomado varias tazas de café, Aldo se sentía
deprimido, mientras que Adalbert guardaba un silencio prudente. No obstante, al
cabo de un rato éste no pudo seguir conteniéndose.
—¿No observaste algo extraño ayer?
—¿Dónde? ¿En Old Bailey?
—Sí. No vi en ningún momento al conde Solmanski.
¿Cómo es que no asiste al juicio de su hija?
—Debe de ser una dura prueba para un hombre
sensible como él —ironizó Morosini—. Debe de preferir encender cirios y
rezar..., a no ser que se desinterese de la suerte de su hija, culpable de
haber actuado por su cuenta y riesgo, sin esperar sus instrucciones.
—Tal vez. Ya veremos si hoy está allí.
Pero, por más que observaron la sala una vez
cerradas las puertas, les fue imposible encontrar el semblante severo y el
monóculo del hombre que buscaban.
Anielka tampoco debía de haber dormido mucho.
Estaba más pálida que el día anterior y tenía ojeras. Eso la hacía resultar
todavía más conmovedora, pero la impresión de fragilidad acrecentada que daba hizo
que Aldo se estremeciera.
El primer testigo al que llamaron fue Wanda. Para
empezar, su aparición no fue nada tranquilizadora. Vestida de negro pero
agitando, por precaución, un pañuelo blanco más grande que la bandera de un
parlamentario en tiempos de guerra, era la viva imagen de la desolación. Y, de
hecho, cuando abrió la boca fue para hacer una apología apasionada de su
«palomita», basada en un sólido fondo de denigración del difunto Eric Ferrals.
Cosa que, evidentemente, era lo último que había que hacer.
—¡Señor, protégeme de mis amigos que de mis
enemigos ya me encargo yo! —exclamó Aldo entre dientes.
—Nunca mejor dicho —susurró Adalbert—. Fíjate en
sir Desmond. Jamás habría imaginado que un hombre pudiera transpirar tanto.
Todavía fue peor cuando el abogado de la Corona
inició el capítulo Ladislas. Wanda se puso entonces lírica: contó los
enternecedores y virginales amores de su señora y de una especie de héroe de la
libertad polaca fruto exclusivamente de su imaginación, describió su cólera y su
desesperación al enterarse de que se había casado con un hombre que había
amasado una fortuna gracias a la muerte de otros, su necesidad de ayudarla, de
protegerla...
—Deseo creerla —la interrumpió sir John—, pero me
gustaría saber si era su amante.
—¡Por supuesto que no! —dijo Wanda, categórica—.
No sé cuándo habría podido suceder tal cosa; yo pasaba todo el día con ella.
—¿Y la noche? ¿Duerme usted bien?
Una sonrisa beatífica apareció en el ancho rostro
de Wanda.
—Oh, sí, muy bien, gracias. Duermo como un niño.
La sala rompió a reír y el propio juez se permitió
una vaga sonrisa. Sir John se contentó con encogerse de hombros.
—Bien, en tal caso, continuemos. Si la he
entendido bien, el tal Ladislas no podía sino odiar a sir Eric, ya que éste, a
juzgar por lo que usted dice, hacía desdichada a su esposa. ¿Tiene alguna idea
de cómo pensaba protegerla?
—Creo que quería raptarla para llevarla de vuelta
a su país, pero las cosas tomaron un mal sesgo y se vio obligado a matar a ese
deplorable marido.
—¿Y, una vez logrado su objetivo, desaparece sin
dejar rastro, dejando a la mujer a la que ama en manos de la justicia? ¿No le
parece un poco anormal todo eso?
—Sí, y no paro de rogar a Dios y a la Virgen de
Czestochowa que lo hagan volver, a fin de que pueda aclarar este asunto y
liberar a la que tanto ama. Pero a lo mejor está enfermo, a lo mejor le ha
pasado algo...
—O a lo mejor ha vuelto a Polonia.
—¡No, no me lo creo! ¡Ladislas Wosinski, allí
donde estés, escúchame! La que está aquí corre un gran peligro, y si no vienes,
faltarás a todas las normas de la caballerosidad, del amor, de la generosidad.
Ofenderías a Dios Todopoderoso...
Costó hacerla callar, porque estaba imparable. Sir
Desmond, desanimado, renunció al contrainterrogatorio, pero solicitó que se
llamara a declarar a su clienta. Había llegado el momento de poner los pies en
el suelo.
Pese a su evidente cansancio, Anielka prestó
juramento con voz firme y dirigió hacia los que iban a interrogarla una mirada
tranquila en la que incluso quedaba una chispa de diversión.
—Lady Ferrals —empezó su abogado—, ¿está de
acuerdo con la declaración que acabamos de oír?
—Por extraño que pueda parecer, estoy de acuerdo
en parte. Quiero decir que hay mucha verdad en las palabras de Wanda, aunque lo
que ella ha expresado es su verdad.
—¿Qué quiere decir?
—Que Wanda no cambiará nunca. Que conserva y
seguramente conservará toda su vida un alma sencilla y buena, fuertemente unida
a nuestra tierra natal pero también a sus sueños. Cuando dice que yo amaba a
Ladislas Wosinski antes de casarme, es la pura verdad, y sufrí por tener que
casarme con sir Eric para obedecer a mi padre. Pero ese amor ya no existía
cuando me abordó en Hyde Park mientras yo daba mi habitual paseo a caballo.
—¿Significa eso que su relación ya no era amorosa?
—¿Cree que puede serlo cuando el hombre del que
has estado enamorada se convierte en un chantajista? Ladislas exigió entrar al
servicio de mi esposo. Si yo no lo ayudaba, le enseñaría las cartas que había
cometido la imprudencia de escribirle cuando estábamos en Varsovia.
—¿Tan comprometedoras eran?
—Terriblemente, si se piensa en el carácter
violento de mi difunto esposo y sobre todo en sus celos. Lo que yo escribí
reflejaba muy bien lo que era para Ladislas antes de casarme: su amante. Pero
ese... detalle Wanda no lo supo jamás. Ella es incapaz de comprender que el
ardor de la juventud puede llevar a cometer verdaderas locuras. Especialmente a
mí, a quien gusta llamar su «palomita»...
—Sin embargo, cuando se casaron, su esposo debió
de darse cuenta de que...
—¿De que no era virgen? —dijo la joven, con su
particular manera de llamar a las cosas por su nombre—. No, no se dio cuenta
porque la consumación de mi matrimonio, que por lo demás tuvo lugar la noche
antes de la ceremonia religiosa, no fue sino una violación. Sir Eric estaba tan
impaciente por hacerme suya que me forzó pese a mi resistencia. Así pues, dado
que él me creía pura, esas cartas habrían sido desastrosas para la continuidad
de nuestra vida en común.
—¿Tanto interés tenía en conservarlo como esposo,
pese a su brutal comportamiento?
—Sí. Después de aquello se había redimido
arriesgando su vida para liberarme de las garras de los autores del secuestro
de que fui víctima mi noche de bodas. No creo que haga falta contar eso.
—No. Los periódicos de aquí, haciéndose eco de la
prensa francesa, hablaron mucho del asunto. Entonces, ¿usted no odiaba a sir
Eric?
—De ninguna manera. Sabía mostrarse encantador y
me adoraba...
—En tal caso, ¿le importaría explicarme la frase
que míster Sutton escuchó? Era... —Cogió un papel que tenía delante y leyó—:
«Si quieres que te ayude, antes necesito ser libre. Ayúdame primero tú.»
—No hay nada que explicar. Míster Sutton se ha
inventado esas palabras, al igual que se ha inventado mis relaciones adúlteras
con Ladislas.
—¿Todo es mentira?
—Todo. ¿Cómo iba a entregarme a un hombre que
hacía pesar sobre mí una terrible amenaza, que me obligó a entregarle una parte
de mis joyas y que hasta me había amenazado de muerte si le sucedía algo malo
durante su estancia en nuestra casa o después? Hablaba de sus compañeros
escondidos, de la inquebrantable determinación de todos ellos. Me daba miedo,
eso es todo. Ladislas no se habría arriesgado a hacer una cosa así. Yo estaba
muy controlada y mi esposo lo habría matado sin vacilar. Míster Sutton se lo ha
inventado todo y ahora comprendo por qué. Enterarme de que es mi hijastro no me
produce ninguna alegría, pero gracias a lo que oímos ayer podría encontrarse
una explicación para muchas cosas relacionadas con la muerte de mi marido, empezando
por la desaparición del papelillo que presuntamente contenía estricnina.
En ese momento intervino el juez:
—Permítame recordarle, lady Ferrals, que míster
Sutton declaró bajo juramento. Igual que usted.
—Es evidente que uno de los dos miente —se apresuró
a replicar sir Desmond—, y yo sé muy bien quién. Voy a tener el honor de
confundir al hombre cuyo dolor desmesurado me ha parecido sospechoso desde el
principio de este caso.
—¡Protesto, milord! —exclamó el abogado de la
Corona—. Mi distinguido colega no tiene derecho...
—Me disponía a informarle yo mismo, sir John. Las
últimas palabras de sir Desmond no figurarán en el acta y el jurado no deberá
tenerlas en cuenta. Volvamos con usted, lady Ferrals. ¿Mantiene que, desde la
llegada de Ladislas Wosinski a Grosvenor Square, no mantuvo en ningún momento
relaciones... íntimas con él?
—Jamás, milord. Lo repito, no quedaba nada de
nuestros amores pasados, y si acepté hacerlo entrar al servicio de mi marido
fue únicamente por miedo.
—Bien. Prosiga, sir Desmond.
—Gracias, milord. Lady Ferrals, háblenos de lo que
Wosinski esperaba conseguir haciéndose pasar por sirviente. Supongo que debió
de informarla al respecto.
—Así es. Quería dinero y, sobre todo, armas. Es
evidente que armas yo no podía proporcionárselas, pero él esperaba conseguir
información relativa a los proveedores de mi esposo y quizás a alguna entrega.
Perdone, no estoy muy al tanto de este tipo de negocios..., ni, en realidad, de
ningún otro. Yo confiaba en lograr que se fuera ofreciéndole algunas de mis
joyas. Tenía muchas, pues mi esposo siempre había sido generoso conmigo.
—No lo ponemos en duda, pero, actuando así, ¿no se
exponía demasiado? ¿Cómo habría explicado a sir Eric la desaparición de esas
piezas de gran valor?
—Le confieso que no pensaba en ello. ¡Tenía tanto
miedo! Ladislas me tenía aterrorizada...
—¿Y Sutton? ¿No tenía miedo de él?
—No. Sabía ponerlo en su lugar. Además, tenía la
esperanza de librarme de él un día u otro, puesto que ignoraba quién era.
—Y si lo hubiera sabido, ¿qué habría hecho?
Los ojos de Anielka se llenaron de lágrimas y
retorció entre sus manos el pañuelo que acababa de sacarse de una manga.
—No tengo ni idea... Tal vez habría huido. Ya
había acariciado esa idea. Mi padre y mi hermano estaban en Estados Unidos.
Cuando mi esposo murió, estaba pensando en pedirle permiso para reunirme con
ellos con motivo de la boda de mi hermano. Me ahogaba en casa entre las
amenazas de Ladislas, las maniobras solapadas de John Sutton y..., debo
decirlo, las exigencias incesantes de un marido que en algunos momentos parecía
volverse loco.
—¿La quería demasiado?
—Podría decirse así.
—¿Había hecho partícipe a alguien de ese deseo de
evasión?
—No. Ni siquiera a Wanda, pese a su fidelidad. Sin
embargo, la noche del drama estaba decidida a hablar con él de eso cuando
volviéramos del Trocadero. Un rato antes había soportado una escena terrible...
en la que John Sutton se basó para acusarme.
—Efectivamente. Parece ser que la oyó decir: «Esto
tiene que acabar. Ya no te soporto.»—No sé cómo habría podido oírme, a no ser
que estuviera escondido debajo de mi cama o detrás de las cortinas. Esa escena
tuvo lugar con todas las puertas cerradas, y mi habitación es enorme. Además,
yo no pronuncié en ningún momento esa frase.
—Sir Desmond —intervino el juez—, ¿no cree que
sería conveniente escuchar de nuevo a míster Sutton? Parece que estamos
adentrándonos en un camino cada vez más oscuro, pues resulta muy difícil
descubrir si dice la verdad lady Ferrals o su acusador.
—Estoy deseándolo, milord, aunque a ese respecto
no sé muy bien qué podrá aclararnos.
—Si sir John está de acuerdo, yo me inclinaría
por... ¿Qué pasa ahora?
Uno de los
sheriffs de Old Bailey acababa
de entrar con una agitación manifiesta. Se dirigía hacia el abogado de la
Corona, pero, al oír al juez, se detuvo en medio de la sala.
—Con su permiso, milord, el superintendente Warren
solicita ser escuchado por el Tribunal. Inmediatamente.
El juez logró la proeza de levantar una ceja más
que la otra.
—¿Inmediatamente? ¡Diantre, debe de ser urgente!...
Haga pasar al superintendente.
Warren, más pterodáctilo que nunca con su cara de
los días malos, hizo una entrada casi sensacional que puso en pie a la mitad de
la sala y a la totalidad de las galerías. Empezó por rogar al Tribunal que
disculpara una intrusión tan poco protocolaria, pero le parecía que la
información que iba a aportar era de tal naturaleza que no admitía ninguna
espera.
—La policía de Whitechapel acaba de informarnos de
que, tras ser alertada por una llamada telefónica anónima, ha encontrado el
cuerpo de Ladislas Wosinski, que se ha quitado la vida ahorcándose.
Sobre el súbito murmullo del público destacó la
voz de una mujer:
—¡No! ¡Dios mío, no! ¡No es posible!
Tuvieron que llevarse a Sally Penkowski, presa de
un verdadero ataque de nervios, lo que acrecentó la emoción general. Tras una
enérgica llamada al orden por parte del juez, se hizo un profundo silencio. En
el asiento de los testigos, Anielka, más pálida que nunca, parecía una estatua
de cera. Todo el mundo contenía la respiración. Fue sir Edward Collins quien
tomó la iniciativa.
—¿Un suicidio?
—Eso parece, milord. Se ha encontrado esta carta
sobre la mesa de la habitación. Está dirigida a Scotland Yard.
—¿Puedo saber lo que dice?
El juez se puso los lentes y, rodeado de un silencio
sepulcral, recorrió con los ojos el mensaje.
—Señoras y señores del jurado, voy a hacerles
partícipes del contenido de esta carta —declaró—, que aporta a este juicio un
elemento de gran importancia. Presten atención; está escrita en inglés. «Antes
de abandonar este mundo, en el que he faltado a todos mis deberes para con la
mujer a la que amo, así como para con mis compañeros de armas, quiero declarar
que la muerte de sir Eric Ferrals, acaecida la noche del pasado 15 de
septiembre, sólo es imputable a mí. Fui yo quien vertió la estricnina en el
recipiente donde se forma el hielo dentro del armario frigorífico, de cuya
llave pude hacer sin dificultad una copia gracias a un molde de cera. Preso en
mi propia trampa, me di cuenta de que no soportaba más ver sufrir a lady
Ferrals a causa de su esposo y a causa de mis propias presiones. No lamento
haber matado a sir Eric, no merecía vivir, ni tampoco dejar una vida que no me
ha sido muy favorable. Me llevo, al menos, la certeza de poner fin a la
pesadilla que está viviendo mi amada. ¡Quieran Dios y ella
perdonarme!»Finalizada la lectura, el juez agitó un instante la carta
dirigiéndose a Warren:
—¿Tiene alguna razón para creer que esta carta no
haya sido escrita por el difunto?
—Ninguna, milord. Hemos encontrado algunos papeles
escritos en polaco y que estamos haciendo traducir en estos momentos. Están
escritos por la misma mano.
—¿Tampoco tiene ninguna que permita creer que
han... ayudado a ese hombre a suicidarse?
—El cuerpo no presenta ninguna señal de violencia.
—En tal caso...
—Esto es digno de una novela —murmuró Vidal-Pellicorne—.
¿Tú qué opinas?
—Nada. Estoy desorientado; esto no encaja con el
hombre con el que estuve la otra noche. ¿Qué ha podido pasar para que se
produzca un giro tan trágico?
—Podríamos decir que los caminos del Señor son
inescrutables. El conde Solmanski seguramente atribuirá este milagro a sus
oraciones. En este momento debe de estar en plena acción de gracias.
—No parece —dijo Morosini—. Compruébalo tú mismo;
está en la cuarta fila a nuestra izquierda.
—¿Está aquí? No lo he visto llegar.
—Yo sí. Ha sido durante el revuelo que ha
precedido la llegada de Warren.
El conde estaba muy erguido en el banco, con sus
clarísimos ojos clavados en su hija, que lloraba sin contención. Por orden del
juez, una de las guardianas fue a buscarla y la condujo a su sitio, donde su
compañera y ella misma se esforzaron en tranquilizarla.
La sesión terminó como tenía que terminar. Sir Desmond
solicitó que la acusación abandonara la causa. A lo que sir John Dixon accedió
de buen grado después de haber consultado al jurado, cuyo presidente se plegó
al parecer general.
Sólo faltaba que el juez dictara la puesta en
libertad de lady Ferrals, a la que condujeron al sótano en medio de un alboroto
indescriptible. Media hora más tarde, sostenida por su padre, montó en un Rolls
negro cuyo chófer tuvo todas las dificultades del mundo para abrirse paso entre
la nutrida multitud que se agolpaba a la salida de Old Bailey. Morosini y Vidal-Pellicorne
asistieron, mezclados con la gente y los fotógrafos de prensa, a esa marcha que
no parecía realmente un triunfo. Salvo quizá para Solmanski, cuyo perfil altivo
había aparecido un instante detrás del cristal del coche.
—Ahí lo tienes, contento y, sobre todo, rico
—observó Adalbert—. Su hija va a poder recibir una espléndida herencia...
—Pueden confiar en mí para ponerle todo tipo de
trabas —dijo junto a los dos hombres la voz de John Sutton—. Continúo estando a
cargo de los asuntos de mi padre y al corriente de sus secretos. Tendrá que
contar conmigo.
—¿Reconoce por fin que se equivocó acusándola?
—preguntó Aldo.
—De ninguna manera. Lo que vi y oí, lo vi y lo oí.
Sigo estando seguro de que la asesina es ella, y algún día conseguiré
demostrarlo.
Sutton desapareció entre la multitud, seguido por
la mirada de Adalbert, que parecía preocupado.
—A mí me pasa algo parecido —dijo—. Este suicidio
tan oportuno no me convence. ¿Y a ti?
—No puedes negar que lo tuyo es escudriñar las
necrópolis —dijo Aldo, que había recuperado el buen humor—. Deja de buscarle
tres pies al gato. Yo siempre he creído que Anielka era inocente y ahora es
libre. Ven, vamos a celebrarlo.
Los dos hombres se alejaron. A su alrededor, la
muchedumbre se dispersaba.
12.
El drama de Exton Manor Unos días antes de las fiestas de fin de año, Aldo
y Adalbert fueron a Kent en respuesta a la invitación de Desmond Killrenan.
Éste, a fin de escapar a los rumores suscitados por el corto juicio de lady
Ferrals, había decidido pasar unos días tranquilo, en su propiedad de Exton
Manor. Como sabía que Morosini pensaba volver a Venecia para celebrar la
Navidad con los suyos, había insistido en que los dos hombres fueran sus
invitados durante cuarenta y ocho horas.
—Estaremos solos —explicó—. La última semana antes
de Navidad, mi mujer no sale de Regent Street, Bond Street, etcétera, para
hacer sus numerosas compras. Y a mí me gustaría que admiraran mi preciosa
colección, tal como les prometí, antes de que se marchen.
Los dos amigos no vacilaron en aceptar la invitación.
Para Aldo, la posibilidad de contemplar esas obras raras lejos de la mirada
rencorosa de la bonita Mary resultaba doblemente atractiva, porque esperaba
encontrar una manera discreta de poner en guardia al coleccionista contra las
artimañas de su peligrosa mujer. Tenía una idea de la que se proponía sacar
partido. Por otra parte, confiaba en que todo aquello le distrajera de su
amarga decepción.
En su ingenuo candor, había imaginado que al día
siguiente de su liberación Anielka lo llamaría, aunque sólo fuera para
agradecerle sus esfuerzos y congratularse con él de un futuro ahora abierto y
que permitía todo tipo de sueños y de esperanzas. Pero no supo nada de ella
aparte de una información facilitada por Bertram Cootes, que asediaba con sus
colegas la mansión de Grosvenor Square: lady Ferrals y su padre se marchaban de
Londres para instalarse en el castillo de Devon donde Anielka había pasado su
luna de miel. La joven dejaba la vivienda londinense, que era de alquiler, a
Sutton, la sombra de su esposo, además de a los hombres de leyes encargados por
su padre de velar para que entrara en posesión de su herencia. En cuanto a sus
proyectos a más largo plazo, se desconocían por completo.
Los de Aldo eran más confusos, aparte del hecho de
que había convencido a Adalbert de que se fuera con él a las orillas del
Adriático y acabara allí el año 1922, rico en acontecimientos. La Navidad
celebrada en compañía de tía Amélie, de Marie-Angéline, de Guy Buteau, de
Celina y de Zaccaria sería más agradable que en cualquier otro lugar y Aldo,
desencantado, sentía una gran necesidad de ternura familiar. Después, si el
estado de sus negocios lo permitía, quizá volviera a Londres con su amigo para
tratar de completar el itinerario de la Rosa de York, cuya última desaparición se
remontaba tan sólo a diez años atrás. Diez años que parecían poca cosa en
comparación con décadas de oscuridad. Desgraciadamente, el último hilo
conductor parecía roto, pues el sastre Ebenezer Lévi no había vuelto a su
establecimiento de Whitechapel, lo que preocupaba a su vecina.
—Empiezo a creer que le ha sucedido algo —les
confesó a los dos hombres la última vez que pasaron por allí.
Ellos también empezaban a creerlo, y la bruma del
desaliento los envolvía lentamente. Esta vez, sin embargo, Adalbert le dio su
dirección a la vecina —acompañada de un par de billetes—, aunque especificando
claramente que, en caso de que Ebenezer regresara, no debería mencionar su paso
por allí bajo ningún concepto.
—Me voy a Francia a pasar las fiestas —añadió—,
pero si cuando regrese en enero me da noticias suyas, vendré a verla. Se trata
de un asunto más importante de lo que le dijimos en nuestra primera visita y le
interesa guardar silencio, pues eso tal vez nos permita resolverlo de modo
favorable.
Convencida de que una bonita suma podría
recompensar su celo, la vecina juró todo lo que le pidieron.
—
(Y si no aparece? —preguntó Aldo—. ¿Qué
haremos? No podemos pasarnos la vida aquí.
—Consultaremos a Simon y, si está de acuerdo,
quizá podríamos informar a nuestro amigo Warren de esta desaparición. Él cuenta
con medios que nosotros no tenemos.
—En tal caso, habría que decirle la verdad.
—Quizá no toda, sino sólo una parte. Ya veremos
cuando llegue el momento.
Entre tanto, una tarde grisácea, el coche
conducido por un Théobald digno y sobrio, como corresponde a todo sirviente de
gran casa, atravesó las oscuras y severas afueras del sudeste de Londres y tomó
la carretera de Dover, que, pasando por Rochester y Canterbury, cruzaba todo
Kent en sentido longitudinal. La residencia campestre de los Saint Albans
estaba situada en los alrededores de Ashford, al sur de la sede episcopal más
importante de Inglaterra.
El tiempo húmedo, ligeramente lluvioso en algunos momentos,
era bastante suave, como sucedía con frecuencia en Kent, conocido como el
Jardín de Inglaterra al igual que Touraine lo era de Francia. Era, asimismo, la
región preferida de Dickens: «Kent, sir—dice el inefable Jingle en
Las
aventuras de Mr. Pickwick—, todo el mundo conoce Kent: manzanas, cerezas,
lúpulo y mujeres.»
Aunque no se veían muchas mujeres con aquel mal
tiempo, aunque manzanas y cerezas se hallaban ausentes de los árboles pelados
por el invierno, el campo estaba encantador con sus viejas moradas señoriales,
sus bonitos pueblos y esas curiosas «torres de lúpulo», edificios achaparrados
y cónicos que parecían gigantescos apagavelas.
—Deberíamos haber venido en primavera —comentó
Adalbert—. Cuando los árboles están en flor, es una delicia.
—Nadie te impedirá volver —masculló Aldo—. En lo
que a mí respecta, me gustaría acabar cuanto antes con las islas Británicas y
volver a mi sol.
—¿Dónde estaremos en primavera? —suspiró su
amigo—. Suponiendo que consigamos encontrar ese maldito diamante manchado de
sangre, no habremos realizado más que la mitad de nuestro trabajo. Faltarán el
ópalo y el rubí, de los que Simon no parece saber gran cosa.
—Cada día trae su afán. Aronov tiene que convenir
en que no es posible encontrar en cinco minutos unas piedras que llevan siglos
perdidas. Este año le hemos devuelto el zafiro. No está nada mal... Las otras
ya se verá.
—¡Hay que ver lo gruñón que estás hoy! Y deberías
estar contento, porque vamos a ver cosas magníficas... Fíjate en esa casa, ¡es
espléndida!
En el recodo de una arboleda, Exton acababa de
aparecer con toda su gracia. Construida sobre unos fosos antiguos, una parte de
los cuales se ampliaba para formar un estanque salpicado de sauces llorones, la
vieja casa solariega incorporaba unos vestigios feudales a dos edificios
gemelos del más puro estilo isabelino, unidos por una galería y separados por
un jardín-terraza como sólo los ingleses saben hacer. El conjunto ofrecía una
imagen de un romanticismo extremo. Un parque espléndido y muy bien cuidado
rodeaba lo que era mucho más un castillo que una casa solariega.
—Lord Killrenan debe de vivir como un rey —comentó
Vidal-Pellicorne en tono admirativo—. Hace falta mucha gente para mantener
esto.
Sin embargo, el nuevo lord no parecía un
millonario cuando recibió a sus invitados en la entrada del puente fijo que
cruzaba el foso. Su vieja chaqueta de caza y sus pantalones embarrados le daban
más el aspecto de un campesino que de un brillante abogado. Uno le habría dado
un penique, aunque cualquier experto sabía que la escopeta Purdey que llevaba
colgada al hombro valía una fortuna.
Acogió a sus invitados con un placer evidente que
iluminaba su cara rolliza.
—Espero que no les sepa mal que no haya invitado a
nadie más. La causa es mi egoísmo; hace mucho tiempo que deseo hablar con
ustedes de los objetos de mi pasión, que también es un poco la suya.
—Por favor, no se disculpe —dijo Aldo—. Es mucho
mejor así. Yo creo que ciertos temas no están hechos para todos los oídos.
—Sobre todo los oídos femeninos —añadió Adalbert
con una sonrisa cándida.
En el vestíbulo, de artesonado de roble oscuro y
severo embaldosado, donde medio árbol ardía alegremente bajo el arco Tudor de
la gran chimenea, un imponente mayordomo y dos lacayos se hicieron cargo de los
invitados; el primero para acompañarlos a sus habitaciones, y los segundos para
ir a buscar su equipaje y ocuparse de Théobald.
—Supongo —dijo sir Desmond— que necesitarán
descansar un poco. Las carreteras están terribles en esta época del año.
Cenaremos a las ocho, pero me encontrarán a las siete y media en el salón de
los tapices, la primera puerta a la derecha del vestíbulo, después de la
escalera.
La hospitalidad del abogado era impecable. Los
dormitorios, al tiempo que permanecían absolutamente fieles a la decoración de
su época —había algunos muebles realmente preciosos—, ofrecían un confort moderno
tan eficaz como discreto; en los cuartos de baño, pequeños pero muy bien
arreglados, el agua caliente salía a raudales y las toallas olían a lavanda. En
cuanto a los pequeños armarios de estilo Renacimiento dispuestos junto a las
ventanas de cristales emplomados, contenían una buena provisión de frascos
variados, cigarrillos y puros.
Los dos invitados felicitaron por ello a su
anfitrión cuando, debidamente vestidos con el obligatorio esmoquin, se
reunieron con él junto a otra chimenea, ésta labrada en madera, donde ardía una
cepa de pino difundiendo un agradable olor de landa.
—Lamentamos no poder presentar nuestros respetos a
lady Mary —dijo Morosini—. No es nada habitual encontrar a un ama de casa tan
atenta.
—Eso es porque es una perfeccionista. En todo:
sólo quiere lo mejor, lo más bello, lo único o lo muy raro. Recuerde sus
anteriores relaciones con ella, príncipe. Evidentemente, teniendo esto en
cuenta, cabe preguntarse por qué me escogió a mí como esposo. Yo no tengo nada
de guapo.
A Morosini le pasó por la cabeza la idea de que
quizás eso le hacía sufrir, pero encontró una réplica.
—¿Acaso no es usted el mejor abogado y quizás el
coleccionista más entendido y erudito? Tendrá que perdonarme por ignorar sus
demás cualidades, pero no nos conocemos lo suficiente —añadió con una sonrisa
indolente de lo más indicada para la situación. Había tenido el buen gusto de
no mencionar el hecho de que, entre los hombres de leyes, sin duda era el más
rico.
—Me gustaría que fuéramos amigos. ¿Les parece bien
que pasemos a la mesa?
La cena estuvo a la altura del resto: una mezcla
muy lograda de cocina francesa, con truchas aromatizadas con hierbas, y de
tradición inglesa, con un asado de buey tierno como el rocío, acompañado de
patatas no hervidas sino doradas con mantequilla. Los vinos estaban bien escogidos:
Borgoña, Chablis y Romanée-Saint-Vivant, por el que lord Desmond parecía tener
debilidad. De hecho, comió en abundancia pero bebió todavía más, aunque sin que
ello le afectara. Al levantarse de la mesa estaba de un humor más jovial que
cuando se había sentado, sobre todo después de una o dos copas de un Oporto
sensacional.
Hablaron mucho, de China y de sus tesoros para
empezar, y luego de piedras célebres y de arqueología. Una conversación
apasionante para todos y que pareció llevar a lord Desmond a un alto grado de
entusiasmo. De modo que, hacia las once, cuando casi todos los criados se
habían retirado, propuso con toda naturalidad a sus invitados visitar su
colección, cosa que ellos aceptaron encantados. Se dirigieron hacia la galería
que unía los dos pabellones del castillo y tocaba con la parte más antigua.
Bastante amplia, con el suelo embaldosado y el
techo de vigas vistas, dicha galería, con sus altas ventanas ojivales que daban
a la noche del jardín interior, semejaba la de un claustro, con la diferencia
de que en su larga pared los retratos de antepasados alternaban con algunas
armaduras y armas antiguas. En el centro, había una puerta de roble labrada con
pernios de hierro, provista de una cerradura de época que la gran llave de lord
Desmond abrió sin dificultad. Detrás había un pequeño pasillo, el cual
desembocaba en una escalera de caracol que se abría en el suelo. Era patente
que acababan de cambiar de siglo; bastaba ver el grosor de las paredes y la curva
tan cerrada de la escalera. La presencia discreta de la electricidad no
atenuaba en absoluto la impresión de estar en otra época.
Llegaron a una sala de techo bajo y abovedado que
originalmente debía de haber sido larga, pero que una pared de cemento con una
superficie negra y pulida en el centro reducía de manera notable. Recordando lo
que había oído en los sótanos del Crisantemo Rojo, Aldo pensó que lady Mary no
había mentido: su esposo había hecho instalar una cámara acorazada en una
antigua bodega.
El señor del lugar marcó la combinación y la
enorme hoja de acero giró sobre sus goznes, dejando a la vista una habitación
que se iluminó inmediatamente. Los dos invitados profirieron una exclamación
admirativa, pues allí había un auténtico tesoro que justificaba las
precauciones del propietario... y la codicia del difunto Yuan Chang. En unas
vitrinas iluminadas, se ofrecía a sus ojos la más hermosa colección de jades,
verdes y blancos, que hubieran contemplado jamás: objetos rituales que
representaban el Cielo y la Tierra y que databan del año 1500 antes de Cristo,
dragones translúcidos con las alas desplegadas, una sorprendente coraza de oro
y jade de la época Han, «montañas» esculpidas que representaban la vida de los héroes
antiguos se codeaban con admirables alhajas entre las que figuraban tres
coronas imperiales.
—¿Cómo ha conseguido reunir todo esto? —preguntó
Morosini, maravillado.
—El mérito corresponde a mi padre. Yo me he
limitado a continuar su obra, aunque con un entusiasmo cada vez mayor, lo reconozco.
Pero no cuente conmigo para que le diga cómo he obtenido algunos de estos
objetos. Algunos pagándolos a precios elevadísimos, otros gracias a un golpe de
suerte. Usted está obligado a guardar el secreto profesional y debería
comprender que un coleccionista no revela así como así sus fuentes.
—No se me ocurriría preguntárselas. Le ruego que
perdone mi exclamación, causada por la sorpresa, la admiración... y quizás un
poco por la envidia.
—Está perdonado. Y usted, señor Vidal-Pellicorne,
¿cree que estas joyas serían dignas de sus princesas egipcias?
—No sólo me interesa Egipto, y reconozco de muy
buen grado que todo esto es fabuloso. Es usted un maestro, lord Desmond.
Las llamas del orgullo, unidas a las de la bebida,
iluminaron el poco agraciado rostro del coleccionista.
—Si me dan los dos su palabra de no revelar jamás
a nadie lo que deseo mostrarles —dijo éste—, creo que no se arrepentirán.
—¿No está todo aquí? —preguntó Aldo.
—No. Hay una cosa más.
—En tal caso, tiene mi palabra.
—La mía también —dijo Adalbert.
—Entonces, vengan.
Los condujo hacia el fondo de la sala, ocupada en
parte, en el centro, por una vitrina en la que destacaba un conjunto de armas
de bronce con la hoja de jade. Estiró el brazo para presionar algo junto a la
vitrina y la pared se abrió, giró sobre unos goznes invisibles arrastrando
consigo el mueble, sujeto a ella.
—Permítanme un momento. Voy a encender la luz
—dijo lord Desmond sacando un encendedor.
Esta vez no se trataba de luz eléctrica. Adalbert
y Aldo intercambiaron una mirada mientras su anfitrión desaparecía en el
espacio oscuro. Poco a poco, las tinieblas dejaron paso a la cálida luz de las
velas.
—Pueden pasar —dijo la voz de lord Desmond.
Lo que los dos hombres descubrieron los dejó
atónitos. En el umbral de una pequeña estancia tapizada de terciopelo oscuro
que tenía algo de capilla, dos candelabros ardían delante de un retrato que
Morosini reconoció al primer golpe de vista: era del duque de Saint Albans,
hijo bastardo del rey Carlos II y de Nell Gwyn. Un retrato más
pequeño que el que había contemplado en casa de la duquesa de Danvers, pero
infinitamente más interesante, pues entre los encajes del cuello de la camisa
brillaba un grueso diamante pulido de brillo lechoso.
Bajo el retrato había una especie de altar con un
pequeño tabernáculo, cuya puerta, dorada y labrada, lord Desmond estaba
abriendo. Y entonces se produjo un milagro: sobre un soporte de terciopelo,
brillaba la piedra reproducida en el cuadro.
—Ahí lo tienen —dijo lord Desmond, dejándose caer
sobre un gran sillón de roble destinado a facilitar largas contemplaciones
solitarias—. Ahora pueden comprobarlo: los que afirmaban que el diamante de
Harrison era una falsificación tenían razón.
—¡La Rosa de York! —susurró Morosini, invadido por
un torrente de sospechas—. De modo que es usted quien la tiene...
—Sí —afirmó el lord, disfrutando de su triunfo con
arrogancia—. Y también soy yo el autor de las cartas anónimas a los periódicos.
No podía soportar la idea de que alguien se hubiera atrevido a sacar a la luz
una tosca falsificación.
—¿Una tosca falsificación? —repuso Adalbert—. Ha
engañado a más de un experto..., a no ser que la piedra falsa sea ésta.
—¿Está de broma? Conozco toda su historia... o
casi toda. Me empeñé en reconstruirla cuando, hace unos quince años, encontré
este retrato en la tienda de un anticuario de Edimburgo.
—Creía que no eran de la misma familia —dijo Aldo,
señalando al personaje de llameante cabellera del retrato.
—No, no lo somos, pero a veces me gusta fantasear
en torno a la coincidencia de apellido, y cuando vengo aquí a meditar me
entretengo pensando que yo también desciendo de amores reales, que la sangre de
los Estuardo corre por mis venas..., y eso me hace feliz. Es una sensación...
divina. Sobre todo porque nadie sabe de la existencia de este cuartito ni de lo
que contiene.
—¿Ni siquiera su mujer?
—Ella menos que nadie. Ya conoce su pasión por las
joyas antiguas, preferentemente célebres. Yo me he consagrado de forma
exclusiva a ésta. ¡Reconocerán que vale la pena!
Sin contestar, Morosini se inclinó, cogió
delicadamente el diamante con dos dedos y lo observó a la luz de una vela.
El corazón latía en su pecho a un ritmo más
rápido. Como no había visto nunca el diamante del Temerario, ni siquiera
reproducido, experimentaba una violenta excitación, cuidadosamente disimulada
bajo su apariencia despreocupada. ¡Por fin tocaba esa piedra maléfica cuya
blancura cubría hipócritamente ríos de sangre!
—¿Qué esperaba conseguir escribiendo esas cartas?
¿Que renunciaran a vender el diamante?
—Por supuesto, y confieso que no entendía a Harrison.
Era un gran joyero, incluso un experto. ¿Cómo había podido dejarse engañar de
ese modo?
—Mi amigo acaba de decírselo: había engañado a
otros. Cuando mataron a ese desdichado Harrison, nosotros nos dirigíamos a su
establecimiento, que yo conocía desde hace tiempo, para pedirle que nos
enseñara la Rosa. Seguramente yo habría emitido el mismo veredicto que los
demás. Pero, dígame una cosa, faltaba poco para la subasta, la piedra se iba a
poner a la venta. ¿Qué habría hecho entonces? ¿Pensaba exhibir este diamante en
público, o bien...?
—¿O bien me pareció más cómodo poner fin a esa
comedia haciendo robar la piedra y... de paso asesinar a Harrison?
—No. Confieso que hace un momento tuve dudas, pero
ahora estoy seguro de que no.
—¿Y qué le da esa seguridad?
—El hecho de que lady Mary ignora que la Rosa le
pertenece.
—No lo entiendo...
—No tiene importancia por el momento. Pero no ha
contestado a mi pregunta: ¿qué pensaba hacer si se hubiera celebrado la
subasta?
—Nada. Desde luego, habría estado presente en la
sala para ver si otros manifestaban dudas, porque yo no he escrito todas las
cartas, pero creo que habría acabado por no decir nada. Yo, un abogado, habría
optado por guardar silencio, a fin de conservar intacto el placer que siento aquí
cuando vengo a sentarme en este sillón y tomo la Rosa entre mis manos como
usted en este momento.
—Antes ha dicho que logró reconstruir la historia
casi completa de la piedra —intervino Vidal-Pellicorne—. El príncipe Morosini y
yo también nos hemos dedicado a investigar este asunto... por simple
curiosidad, por supuesto. ¿Podría decirnos si el príncipe regente se la regaló
a su amante, Mrs. Fitzherbert, tal como nos han asegurado?
—Eso es exactamente lo que ocurrió. Lo que no es
tan exacto es el término que usted ha utilizado, pues María Fitzherbert era
esposa morganática del príncipe, por lo que éste se convirtió en bígamo al
contraer matrimonio con la pobre Carolina de Brunswick. Indiscutiblemente,
estaba muy enamorado de ella, y la Rosa se la dio, entre otros presentes, en la
época de sus amores. El hecho de que nunca se la reclamara, ni siquiera cuando
se separó de ella, aboga a favor de la constancia de sus sentimientos.
—Como buen inglés, usted deja en buen lugar a su
soberano. Fue María Fitzherbert la que se marchó, en 1811, después de haber
sufrido una afrenta. Incluso se fue de Inglaterra sin ánimo de volver. Yo me
inclino más a pensar que «Georgie» no se atrevió a correr tras ella para
recuperar el diamante.
—A no ser que simplemente lo olvidara, una vez en
posesión de las otras joyas de la Corona. En cualquier caso, tenemos a Mrs.
Fitzherbert camino del continente. Lleva consigo a una niña con la que se ha
encariñado: Minney Seymour. Fue ésta quien, ya casada, trajo de nuevo la joya a
este país y la conservó casi hasta su muerte. La perdió en un robo cometido en
su casa de Brook Street. En ese momento hay una laguna en la historia, pero me
enteré de que más adelante, en 1888, la poseía un rabino del barrio de
Whitechapel. Dios sabe por qué, la consideraba un objeto sagrado y le cambió el
nombre por el de «la piedra judía». La conservó bastante tiempo, y hace tan
sólo diez años tuve noticias de su presencia en su casa...
—¿A través de quién?
—De un hombre en quien tenía plena confianza, que
estaba ya al servicio de mi padre y que, siendo un enamorado de las
antigüedades, poseía un olfato de perro de caza para desenterrar objetos
perdidos. Le debo varias piezas de mi colección. Fue él quien vino a hablarme
un día de la piedra judía. La descripción correspondía tan exactamente con la
que buscábamos que le di carta blanca para comprarla al precio que fuera. Y eso
fue lo que hizo.
—¿Le dijo que la había comprado? —intervino Adalbert—.
¿No le pareció un poco extraño que un rabino aceptara vender un objeto sagrado?
—Sí, lo reconozco. Y más aún porque el rabino y su
hijo mayor fueron asesinados en esa época. No por mí, desde luego —añadió lord
Desmond al ver que sus invitados fruncían el entrecejo—. Fue el hijo menor, un
tal Ebenezer, quien negoció con mi mandatario. Éste me dijo que nunca había
conocido a un personaje tan codicioso. Ese tipo era sastre, pero sólo le
interesaba el dinero. Les confieso que llegué a preguntarme si no sería él el
asesino, pero la investigación policial lo exculpó.
Morosini y Vidal-Pellicorne intercambiaron una
mirada, pues, tal como les sucedía a menudo, el mismo pensamiento había cruzado
por su mente: el hijo podía muy bien haber facilitado el trabajo del asesino o
los asesinos pagados con el dinero de lord Desmond. Pasados diez años, y ávido
todavía de dinero, había accedido a hablar de «la piedra judía» a unos
extranjeros dispuestos a pagar. Era una historia antigua y, como nunca se había
visto implicado en ella, no había encontrado ningún inconveniente en ganar
todavía más, pero algo lo había asustado y se había dado a la fuga. Lo más
probable era que no volvieran a verlo.
Dividido entre el deseo de arrojar lejos de sí la
joya causante de tantos crímenes y el de guardársela en el bolsillo, Aldo la
dejó sobre su lecho de terciopelo.
—Y sabiendo eso, ¿este diamante no le horroriza?
—preguntó, con los ojos todavía clavados en el tabernáculo abierto—. ¿No piensa
que lleva consigo la desgracia?
Lord Desmond se encogió de hombros.
—Ustedes, los latinos, son bastante
supersticiosos. Yo nunca me he dejado influir por esa clase de ideas. Buena
parte de nuestros castillos ocultan tras sus muros sangrientas aventuras,
crímenes generadores de almas en pena y de fantasmas. Además, mi profesión me
obliga a codearme con el crimen, y eso curte, se lo aseguro.
—Así y todo, si yo fuera usted desconfiaría
—insistió Aldo, sin apartar la mirada del diamante y pensando en la inquietante
esposa del lord. Tal vez hubiera llegado el momento de desvelar la verdad.
—¿De qué, Dios mío? ¿Y qué haría usted en mi
lugar?
—Lo vendería. No en una sala de ventas, claro,
para no volver a provocar la agitación que hemos visto, sino... a mí, por
ejemplo.
—¿A usted? ¿Sabe que es muy caro?
—Pagaré lo que me pida. Sea el precio que sea.
Recuerde que el motivo de mi visita a Londres era exclusivamente pujar en
Sotheby's.
—Lo recuerdo, pero no venderé. Si he compartido mi
secreto con ustedes ha sido por pura simpatía y también para evitar que pierdan
el tiempo esperando la aparición de una joya falsa. Como muy bien supondrán, no
tengo intención de deshacerme de...
No acabó la frase. Una exclamación de Adalbert
hizo que su mirada y la de Aldo se dirigieran hacia la puerta secreta, que
había permanecido abierta: de pie en el hueco, lady Mary contemplaba,
estupefacta, la inesperada escena que tenía delante. Sus ojos claros pasaron
rápidamente sobre los personajes y el retrato antes de clavarse intensamente en
la joya que Aldo acababa de dejar en su sitio. Su aspecto era tan fantasmal que
nadie dijo nada. Ni ella tampoco, pues lo único que veía era la Rosa.
Con paso de autómata, se acercó a la piedra, en la
que la llama de las velas encendía deslumbrantes reflejos; luego, con un ademán
que evocaba tanto la plegaria como la súplica, levantó sus manos enguantadas
para cogerla, dejando caer al suelo el bolsito de ante negro, a juego con el
abrigo y el sombrero de astracán, que una de ellas sujetaba. Instintivamente,
Adalbert se agachó para recogerlo, pero no se lo devolvió a su dueña.
Mary se disponía a apoderarse del diamante cuando
la voz de su esposo sonó:
—¡Deja eso donde está! ¡Te prohíbo que lo toques!
Ella volvió hacia él una mirada ausente que no lo
veía y que se apartó inmediatamente para volver al objeto de su deseo.
—¡La Rosa!... La Rosa está aquí... Pero,
entonces...
Súbitamente asustada, buscó con la mirada el bolso
abandonado un momento antes, pero Adalbert, al percatarse de lo que contenía,
acababa de hacerlo desaparecer dentro de su bolsillo. Lady Mary no tuvo tiempo
de registrar las zonas oscuras del suelo. De pronto, el lienzo de pared se
cerró con un ruido sordo. Alguien acababa de empujarlo desde el exterior.
—¿Qué significa esto? —rugió lord Desmond—. ¿Quién
está ahí? ¿A quién has traído contigo? ¿Y qué haces aquí? ¡Ibas a quedarte en
Londres hasta el sábado!
Había asido a su esposa por los hombros y la
zarandeaba sin que ella opusiera la menor resistencia. Aldo se interpuso entre
ellos y obligó al marido a soltar a su mujer, que parecía ausente, en trance...
—Creo que esta discusión matrimonial puede esperar
—dijo—. Por lo menos hasta que hayamos salido de aquí. Suponiendo que sea
posible —añadió acompañando a lady Mary hasta el sillón de las contemplaciones,
sobre el que ella se dejó caer como si fuera una toalla mojada.
—Claro que es posible. El mecanismo funciona en
los dos sentidos. No estoy loco.
En algunos momentos, Morosini sospechaba que sí.
Hacía unos instantes, por ejemplo, cuando lady Mary se disponía a tocar la
piedra, su mirada furiosa era la de un demente. Pero cuando levantó el brazo
para abrir la puerta, se lo impidió.
—¡No tan deprisa! Aclarado este punto, quizá
convenga pensar en qué es lo que pasa al otro lado. Usted mismo lo ha dicho,
hay alguien. La puerta no se ha cerrado sola. Podría ser que incluso hubiera
más gente de la que cree. Si sale, se expone a que lo cacen como a un conejo.
—¡Exacto, y precisamente por eso ella tiene que
hablar! —gritó Desmond volviéndose hacia su mujer, que continuaba inerte en el
sillón pero con los ojos clavados en el diamante—. ¿Has traído a alguien, Mary?
¿Quiénes son esas personas?
—En el estado de postración en el que se
encuentra, es incapaz de responderle, pero tal vez yo pueda hacerlo.
—¿Cómo va a poder? A no ser que estén conchabados,
claro —añadió el abogado con una risa desagradable.
—Cuando hayamos salido de aquí, tal vez le de un
puñetazo por esas palabras —repuso tranquilamente Morosini—. Mientras tanto,
tenemos mejores cosas que hacer. ¿No le puso en guardia el superintendente
Warren, hace algún tiempo, contra las maniobras de un tal Yuan Chang, decidido
a robarle una colección que consideraba producto del saqueo de su país?
—Sí, pero ese tal Yuan Chang murió en la cárcel.
Además, no sé cómo pensaba desvalijar mi casa, y mucho menos mi cámara
acorazada.
—Muy sencillo: tenía a su esposa en sus manos.
¿Cómo? Eso sería un poco largo de explicar ahora —añadió, con una involuntaria
mirada de piedad hacia lady Mary, a la que Adalbert se esforzaba en prodigar
algunas atenciones.
—Está bien, le creo, pero, se lo repito, ese
hombre se colgó.
—Sí, pero cumpliendo una orden, y estoy seguro de
que ha dejado por lo menos un sucesor..., y de que ese sucesor ha obligado a
lady Mary a traerlo aquí, adonde no ha venido solo...
En ese momento se oyó un estruendo de cristales
rotos, seguido de otro, y de otro más.
—¡Dios todopoderoso! —exclamó lord Desmond—.
¡Están destrozando mis vitrinas!... No lo permitiré...
Abalanzándose hacia la pared, presionó sobre un
punto indistinguible y el mecanismo se accionó, pero la puerta se limitó a
entreabrirse. Algo o alguien debía de impedir que se abriera del todo. Al mismo
tiempo se oyó una voz gutural dando órdenes en chino, sin duda una exhortación
a que se apresuraran.
—¡Ayúdenme! —gritó lord Desmond—. Hay que impedir
que bloqueen la puerta; si no, todos moriremos. Nadie del castillo conoce este
mecanismo.
—Ni siquiera yo —dijo lady Mary, a la que Adalbert
había conseguido reanimar con ayuda de unas bofetadas—. ¿Cómo has podido
engañarme de este modo?
Nadie le contestó. Conscientes de que el riesgo de
perecer asfixiados en aquel recinto era grande, Aldo y Adalbert ya habían
sumado sus esfuerzos a los del propietario del castillo para empujar el muro.
—No irá armado, claro... —dijo Morosini.
—Sí. Siempre lo estoy cuando vengo aquí.
—Nosotros también —dijo con su voz cansina
Adalbert.
De repente, el anfitrión se indignó:
—¿Han venido a mi casa con armas?
—Por supuesto —contestó Aldo sin dejar de
empujar—. Desde que el superintendente nos hizo saber que unos asiáticos tenían
los ojos puestos en su casa, nos pareció más prudente no aventurarnos a venir
sin tomar algunas precauciones. Y parece que hemos hecho bien... ¡Empuje más
fuerte, demonios! No es momento de discutir. Se diría que el ruido se aleja.
—Deben de haber terminado —gimió el
coleccionista—. ¡Hay que detenerlos!
Un esfuerzo mayor que los anteriores acabó con la
resistencia de la puerta, retenida por un montón de desechos diversos. Se abrió
tan bruscamente que los tres hombres se vieron proyectados hacia delante. En el
mismo momento, sonaron dos disparos, aunque afortunadamente no alcanzaron a
nadie. Acechaban su salida, pero ni a Aldo ni a Desmond, los primeros en
aparecer, los pillaron desprevenidos. Nada más tocar el suelo, habían sacado el
revólver y empezado a disparar.
En la sala del tesoro chino reinaba un desorden
indescriptible. Todo eran cristales rotos y vitrinas derribadas, y media docena
de hombres vestidos de negro y cargados con sacos se apresuraban a salir,
protegidos por los disparos del más alto, que debía de ser el jefe. La cosa
tenía su dificultad, ya que pretendían cruzar la puerta blindada todos a la
vez. Comprendiendo que ese atasco era una oportunidad, Aldo apuntó
cuidadosamente y abatió a uno de los bandidos justo cuando iba a salir. Otra
bala, disparada por lord Killrenan, alcanzó en un hombro al jefe, que
retrocedía hacia la puerta. Éste profirió una maldición intraducible y disparó
una bala, quizá la última. Se oyó un grito detrás de Aldo, pero éste no se
volvió. Precipitándose a través de la bodega, cayó sobre el hombre en el
momento en que éste alcanzaba la salida. Siguió una lucha salvaje pero breve.
Los dos tenían más o menos la misma fuerza. Sin embargo, el chino consiguió
escapar de entre las manos de su adversario, que, agarrado a él, se dejó
arrastrar hasta el pie de la escalera, donde el otro se deshizo de él de una
patada. Aldo, aturdido, sólo tuvo tiempo de ver a su anfitrión saltar por
encima de su cabeza con una agilidad insospechada y salir en persecución de los
ladrones.
Renunció a seguirlos; lo importante era que la
cámara acorazada no se hubiera cerrado con ellos dentro. Por lo demás, no tardó
en oír unos disparos acompañados de órdenes de poner las manos en alto dadas en
un inglés impecable. Entonces dejó escapar un suspiro de alivio y se permitió
el lujo de sonreír.
«Parece que fue una excelente idea informar a
Warren de nuestra visita y de las circunstancias de la invitación», pensó.
Una repentina inquietud borró el breve instante de
sosiego. ¡Adalbert!... ¿Por qué no estaba a su lado? Entonces recordó el grito
ronco que había oído en el momento de abalanzarse sobre el jefe de la banda y
el corazón le dio un vuelco. Si le había sucedido una desgracia a su amigo...
Pero, en cuanto penetró de nuevo en la sala, lo vio arrodillado ante algo que
no distinguió enseguida a causa del montón de chatarra y de cristales.
—¿Estás herido? —preguntó, abriéndose paso.
—No. Mira...
El grito lo había proferido lady Mary, y había
sido el último. La joven yacía entre la masa negra de su abrigo de piel y en
una pose llena de gracia, los cabellos rubios escapados del sombrero y
extendidos alrededor de su cabeza. La bala le había dejado una marca en la
frente, un punto rojo similar al que llevan las mujeres indias, y en la muerte
conservaba una ligera sonrisa. Quizá porque en el hueco de su mano abierta
brillaba el diamante por cuya posesión estaba dispuesta a sacrificarlo todo.
Aldo apoyó también una rodilla en el suelo y se
inclinó para coger la piedra que acababa de matar una vez más.
—¡No la toques! —dijo Adalbert, pasando una mano
con suavidad sobre los ojos grises todavía abiertos—. Ya he hecho el cambio...
No es la auténtica.
En el exterior, la policía del condado, dirigida
por el coronel Courtney a petición del superintendente Warren, y los sirvientes
del castillo mantenían inmovilizados a los bandidos y a su jefe, un tal Yuan
Yen, hijo del difunto Yuan Chang, mientras que a unos pasos de los vehículos
lord Desmond Killrenan recogía febrilmente los sacos que contenían su tesoro,
riendo y llorando a la vez sin preocuparse lo más mínimo de lo que sucedía a su
alrededor. No interrumpió su tarea ni siquiera cuando Morosini fue a decirle
que habían matado a su mujer. Lo único que contaba para él eran los preciosos
jades que había estado a punto de perder.
Aldo, renunciando a turbar su felicidad, se volvió
hacia Warren.
—¿Está loco? —En mi opinión, si todavía no lo
está, poco le falta.
El día antes de salir para Venecia, los dos amigos
habían invitado a Warren a cenar al Trocadero, pero éste les dijo sin ambages
que prefería con mucho degustar tranquilamente la cocina de Théobald que
soportar durante toda la velada las miradas curiosas, e incluso las
indiscreciones, de un público todavía impresionado por el revuelo del caso
Ferrals. Así pues, se reunieron para comentar los últimos acontecimientos en torno
a un admirable paté trufado y un pollo Vallée d'Auge.
La muerte trágica de lady Mary había llevado a
Scotland Yard, previa consulta en las altas instancias, a guardar silencio
sobre su papel en el asesinato del joyero Harrison. La piedra robada había sido
hallada en su poder y no querían saber en qué circunstancias había llegado
allí, pero el honor de la policía estaba a salvo y el rey, informado del
asunto, acababa de hacer saber que se oponía a que fuera de nuevo puesta en
venta. Había habido demasiados dramas y escándalos. La Rosa de York, comprada
por él a los herederos de Harrison, ocuparía un lugar en la Torre de Londres
entre las joyas de la Corona. En cuanto a la existencia de un diamante
verdadero y uno falso, sólo la conocían Morosini, Vidal-Pellicorne y, por
supuesto, Simon Aronov, gracias a la precaución de Adalbert de cerrar la
pequeña estancia secreta de lord Desmond antes de que entrara en escena la
policía. Del verdadero propietario no había nada que temer, pues acababa de
ingresar en una de esas clínicas psiquiátricas de lujo, carísimas y poco conocidas
por el gran público, donde podría vivir rodeado de sus queridos jades hasta que
recuperase la razón —cosa altamente improbable— o hasta que Dios se resignara a
llevárselo. Sus bienes iban a ser puestos bajo administración judicial.
—Old Bailey ha perdido un gran abogado —resumió
Gordon Warren, calentando entre las manos el cristal de su copa, que contenía
un viejo coñac de color caramelo—. Espero que, antes de marcharse, lady Ferrals
haya pensado en pagarle sus elevados honorarios.
—De todas formas, no se ha ido muy lejos —dijo
Aldo, sirviéndose una generosa dosis—. Devon no está en el fin del mundo.
Los ojos amarillos del pterodáctilo se estrecharon
por encima de la copa, cuyo aroma aspiró.
—Devon, no, pero cuando se cruza el océano
Atlántico ya se puede hablar de larga distancia.
—¿El océano Atlántico? ¿Es que se va a América?
—Sí, a conocer a su cuñada. No me diga que no lo
ha llamado por teléfono o le ha escrito unas líneas para comunicárselo... Me
parece una falta de consideración, teniendo en cuenta todas las molestias que
usted se ha tomado.
Aldo buscó un cigarrillo y lo encendió con una
mano ligeramente trémula, tal como pudieron constatar sus compañeros, aunque su
voz se mantuvo fría y serena.
—Pues así es. Me entero por usted. Me apena un
poco, desde luego, pero tenga por seguro que no esperaba ningún reconocimiento.
—¿Ni siquiera un «gracias»? ¡Qué bonito es ser un
gran señor! Servir a una dama como los caballeros de antaño, simplemente por la
belleza del gesto, es bastante raro.
—No se burle de mí, Warren. De todas formas, hay
una cosa que me intriga, y es esa prisa por marcharse de Inglaterra. Conocer a
una cuñada está muy bien, pero hacer un viaje por mar en pleno diciembre no tiene
nada de agradable. ¿No podía esperar hasta primavera?
—A veces las tormentas de primavera son más
fuertes que las de invierno —observó Adalbert—. Pero... ¿no será el conde
Solmanski quien tiene prisa? Quizá le parezca que Devon está demasiado cerca de
Londres, sobre todo después del suicidio de la joven Sally.
Efectivamente, al día siguiente de la liberación
de su señora, Sally Penkowski se había quitado la vida con veronal. En la carta
que había dejado, la doncella declaraba no poder seguir viviendo tras la muerte
de Ladislas Wosinski, a quien amaba profundamente. Confesaba también haber
cometido falso testimonio con la esperanza de liberarlo de la persecución de la
policía y pedía perdón a Dios por ello. La reacción del público, amplificada
por la prensa, había sido deplorable, pues aunque la inocencia de lady Ferrals
quedaba probada, se la empezaba a ver como una de esas mujeres fatales que
siembran la muerte a su paso. El propio Aldo se había quedado impresionado.
—No anda usted muy lejos de la verdad —dijo el
superintendente, dirigiendo una tímida sonrisa al arqueólogo—, aunque yo me
siento tentado de creer que es del suicidio del polaco de lo que quiere alejar
a su hija.
—Entonces, ¿Wanda tenía razón? ¿Ella seguía
amándolo? —dijo Aldo, sintiendo una desagradable punzada en el corazón.
—Eso no lo sé, pero no le oculto que esa muerte
tan oportuna me parece sospechosa. Es verdad que todo estaba en orden en la
habitación de Whitechapel y que la confesión de ese muchacho era de su puño y
letra; hemos podido comprobarlo. Además, el cuerpo no presentaba ninguna señal
de violencia reciente, y sin embargo...
—Si tenía dudas —dijo Adalbert—, ¿por qué se
apresuró a presentarse en Old Bailey?
—En aquel momento no las tenía. Ha sido después
cuando han surgido, a fuerza de pensar en ello. Y quizás haya influido el hecho
de que me han informado en dos o tres ocasiones de la presencia del conde
Solmanski en el barrio.
—Nosotros también lo vimos allí, pero en compañía
de un sacerdote, lo que no parece muy inquietante. En cualquier caso, no me
imagino cómo habrían podido colgar contra su voluntad a un muchacho joven y
fuerte sin golpearlo o anestesiarlo.
—Todavía no lo sé, pero les aseguro que lo
averiguaré. Yo soy como los dogos de este país, cuando tengo algo no lo suelto.
—Pero aún faltaría establecer la prueba de la
culpabilidad de Solmanski —puntualizó Aldo—. Dicho esto, creo capaz de todo a
un hombre que participó en el pogromo de Nizhni-Nóvgorod en 1882.
—¿De dónde ha sacado eso?
Morosini hizo un gesto evasivo indicando que no le
preguntara nada más sobre ese punto, pero añadió:
—En esa época no se llamaba Solmanski, sino Ortchakov.
—Eso es muy interesante para posibles indagaciones
en un barrio judío. ¿No sabe nada más?
—No, pero si un día consigue ponerlo fuera de la
circulación, yo no lloraré, y tampoco lo harán algunos de mis amigos —concluyó,
pensando en Simon Aronov.
—Entre los que yo me cuento —afirmó Vidal-Pellicorne.
El superintendente se había terminado la copa y
rechazó tomar otra. Se levantó y sacó su reloj.
—Es hora de que me vaya y los deje dormir. ¿Se van
mañana?
—Sí. Mañana por la noche estaremos en Francia,
camino de Venecia.
—¿Volverán? —preguntó Warren tras una ligera
vacilación.
—¿Por qué no? —dijo Adalbert—. Me gusta mucho esta
casa, además de que me interesa lo que va a pasar próximamente en torno al
Museo Británico. Quizá vaya antes a dar una vuelta por Egipto, pero me
sorprendería mucho que no volviera a verme. Y cuando se me ve a mí, es muy raro
que no se vea también a Morosini.
Por primera vez desde que lo conocían, una amplia
sonrisa iluminó las facciones austeras del pterodáctilo.
—Vuelvan —dijo—. Será un gran placer para mí.
Y se fue, después de haber estrechado
enérgicamente la mano a los que se habían convertido en sus amigos.
—¿Ha sido un error hablarle de Solmanski como lo
he hecho? —preguntó Aldo, que había apartado una cortina para verlo alejarse.
—Nunca es un error querer eliminar a un enemigo
tan peligroso para Simon y para la misión que tenemos que cumplir. No me
desagrada en absoluto la idea de haber pegado a los talones de ese tipo a un
hombre tan duro y tenaz como Warren. Eso sólo puede facilitarnos el camino.
—Desde luego, pero ¿qué pensaría Anielka?
—A ésa, cuanto antes la olvides, mejor será para
todos.
Tras estas ásperas palabras, Adalbert se adjudicó
otra ración de coñac después de haber servido a su amigo.
—¡Brindemos por nuestro éxito! En cuanto lleguemos
a Francia, enviaremos ese maldito diamante al banco suizo de Aronov. Estoy
impaciente por desembarazarme de él.
La
Rosa de York
La mañana del 24 de diciembre, Morosini y Vidal-Pellicorne
llegaron a la estación de Santa Lucia después de un viaje sin incidentes. La
Mancha se había mostrado complaciente y el confort de la Compañía Internacional
de Coches Cama había sido tan irreprochable como siempre.
Adalbert estaba de un humor inmejorable. Le
encantaba la perspectiva de pasar las fiestas en Venecia, que no había visitado
desde hacía mucho, y quizá todavía más la de vivir unos días en uno de esos magníficos
palacios semiacuáticos cuyo esplendor le había hecho soñar cuando era
adolescente. La idea de que ese palacio fuera de un amigo lo colmaba de
satisfacción.
—¿Desde cuándo nos conocemos? —había preguntado
mientras, tras la parada de Mestre, el tren recorría lentamente el dique que
separa Venecia de la tierra firme y los viajeros miraban a través de las
ventanillas cómo la Serenísima se acercaba a ellos entre la bruma lechosa de la
mañana.
—Desde la primavera pasada. En abril creo que fue.
—Es curioso. Me parece que hace mucho más tiempo.
Que hemos compartido la infancia, o los estudios, o, ¿por qué no?, la familia.
En tan sólo unos meses, te has convertido en un hermano para mí.
Como sabía que los accesos de ternura de su amigo
no duraban mucho y que incluso llegaba a lamentarlos, Aldo lo asió de un hombro
con firmeza.
—Yo tengo la misma impresión —murmuró. Y se
apresuró a añadir—: Mira, las cúpulas parecen pompas de jabón que reposan sobre
el agua. Hará un día precioso.
Al bajar del tren, se dirigieron presurosos a la
salida, seguidos de dos maleteros encargados de su equipaje.
—He pedido que vengan a buscarnos con la góndola
—dijo Morosini—. He pensado que, tratándose del día de nuestra llegada, te
gustaría más que la barca de motor.
—Puedes estar seguro. Gracias.
La orilla del Gran Canal, al igual que la
estación, estaba abarrotada de gente. A esa hora se cruzaban los viajeros que
llegaban de París con los que iban a tomar el expreso de Viena. Aquello creaba
una especie de barullo, y los dos hombres tuvieron cierta dificultad para
llegar al borde del agua, donde Zaccaria, fiel a sus tradiciones de bienvenida,
los esperaba junto a la góndola de los leones de bronce alados estacionada no
lejos del embarcadero del
vaporetto. Pero, en vez de examinar la multitud
para localizar a los que había ido a buscar, el mayordomo le daba la espalda, y
fue Zian, tocado con su sombrero de cintas más bonito, el primero en saludar a
su señor y a su amigo.
—¿Qué pasa, Zaccaria? —dijo Morosini—. Parece que
no somos nosotros los que te interesamos.
El esposo de Celina apenas se volvió. Y lo hizo
para señalar la barca del hotel Danieli, que estaba acercándose.
—¡Mire! —dijo.
A bordo sólo había una pasajera, una joven delgada
como una azucena y de cabellos rojos como el fuego, con un conjunto de
terciopelo verde y piel de zorro que Morosini conocía. No había otra cabeza que
pudiera llevar con esa elegancia insolente el gracioso tricornio que le tapaba
una ceja.
Olvidándose de los que lo rodeaban, Aldo se acercó
y ofreció la mano a la joven para ayudarla a bajar de la barca. Ella le sonrió
sin manifestar la menor sorpresa.
—Me enteré de que volvía hoy —dijo—, pero no sabía
a qué hora llegaba.
—Si no, se las habría arreglado para evitarme,
¿verdad?
—No sé por qué... Ayer pasé por el palacio para
recoger unas cosas y saludar a Celina. Fue una gran sorpresa encontrar allí a
la señora de Sommières y a Marie-Angéline, que me pareció que se desenvuelve
muy bien.
—¿Hace mucho que está aquí?
—No. Dos días. Como ve, llevo poco equipaje —añadió
la ex Mina, señalando la delgada maleta y el maletín de cocodrilo que el
empleado del Danieli acababa de bajar del barco.
—¿Y ya se va? ¿Regresa a Zúrich?
—No, voy a Viena a pasar la Navidad en casa de mi
abuela..., y debo apresurarme si no quiero tener que subir al tren en
marcha—añadió, consultando su reloj.
—La acompaño —decidió Aldo, apoderándose de las
maletas. Pero ella se opuso.
—¡De ninguna manera! Es muy amable por su parte,
príncipe, pero debería preocuparse más de sus compañeros... y no abusar de la
paciencia de las que lo esperan en casa Morosini. Espero que pasen unas buenas
fiestas y que el año 1923 sea menos agitado que éste.
—¿Volverá a Venecia? —preguntó Aldo con una voz
que de repente le pareció ronca.
—No sé..., sí, seguro que sí. No se renuncia tan
fácilmente a los antiguos amores... ¿Haría usted el favor de devolverme la
mano? Difícilmente puedo marcharme sin ella —dijo con una sonrisa que atenuaba
un poco la firmeza del tono.
No hubo más remedio que soltarla.
—Hasta la vista —dijo, cogiendo su neceser de
viaje mientras un maletero se hacía cargo de la maleta. Luego, girando sobre
sus talones, se dirigió hacia la estación.
Aldo no pudo evitar llamarla:
—¡Lisa!
Ella se detuvo, se volvió y agitó la mano libre.
—¡No tengo tiempo! ¡Feliz Navidad!
Un instante después, había desaparecido. Aldo se
quedó donde estaba, un poco abstraído. La voz cansina de Adalbert lo devolvió a
la tierra.
—¿Qué te ha dicho?
—¿No lo has oído? Ha dicho: «¡Feliz Navidad!»
—Es un deseo amistoso. Hay que intentar hacerlo
realidad.
Aldo, sin saber muy bien por qué, lo dudaba un
poco. No obstante, se dejó conducir hacia la góndola.
Saint-Mandé, marzo de 1995 Fin
[1]
Véase vol. I,
La Estrella Azul. [2]
En Londres, Fleet Street es la calle donde están las sedes
de los grandes periódicos.
[3]
Véase vol. I,
La Estrella Azul. [4]
El nombre New Scotland Yard (Nueva Corte de Escocia)
proviene de un palacio que antaño pertenecía a los reyes de Escocia y en cuyo
emplazamiento se instaló la policía.
[5]
Véase vol. I,
La. Estrella Azul. [6]
Véase vol. I,
La Estrella Azul. [7]
William-Waldorf Astor, amigo del rey Eduardo VII, recibió el título de nobleza de manos de éste en 1916, después de
que se hubiera instalado definitivamente en Inglaterra. Sé convirtió en el
tronco del árbol genealógico de la rama inglesa y en el primer vizconde de
Astor of Hever, pues había comprado el castillo de dicho nombre donde nació Ana
Bolena. El esposo de Nancy Langhorne Shaw, que efectivamente fue la primera
mujer diputada, era hijo de este Astor.
[8]
Por parte de su madre, Enriqueta de Francia, era nieto de
Enrique IV de Francia.
[9]
El azar de las sucesiones colocó a Jorge de Hannover en el
trono inglés.
[10]
Antes de convertirse en el rey Jorge VI, el nombre del duque de York era Albert, al igual que el del
príncipe de Gales, futuro y temporal Eduardo VIII, era
David.
[11]
Acabó ganando lady Airlie, ya que el 26 de abril de 1923
lady Elizabeth se convirtió en duquesa de York al contraer matrimonio con el
futuro Jorge VI.
[12]
Inundación.
[13]
Véase vol. 1,
La Estrella Azul.