Marissa tomó a su hermanita de la mano y se unieron al tropel de personas -adultos, adolescentes y niños tan pequeños como Cindy- que abandonaban la oscuridad de la sala para salir al vestíbulo del cine ese sábado por la noche. Cegada por las brillantes luces y aturdida por la muchedumbre que se agolpaba ante los puestos de refrescos y palomitas, parpadeó un poco y entrecerró los ojos. Eran las nueve pasadas, una hora más tarde de la hora habitual de acostarse de su hermana, pero la niña parecía aguantar bastante bien. ¿Cómo no iba a hacerlo? Gracias a ella, su hermana mayor y su padre habían tenido que tragarse esa penosa película de un payaso que odiaba a los niños pero que termina dirigiendo la guardería de su madre. Cindy había elegido la película, por eso ahora no se atrevía a dormirse sólo porque se acercase el momento que al prometido de su madre le gustaba llamar la «hora de las brujas».
Marissa observó a su padre, que caminaba a su izquierda, y luego a Cindy, a su derecha. Le sorprendió comprobar la gran diferencia que había entre el saber estar de los adultos y la falta de compostura de los niños. Su hermana tenía la boca y las mejillas, abultadas como las de una ardilla, sucias de la grasa de las palomitas. Parecía que se hubiera lavado la cara con el cucurucho. En las comisuras de los labios tenía adheridos restos de granos de maíz, como piedrecitas de decoración. Su pelo, que nunca fue su rasgo más bonito, estaba encrespado por un lado como el de un gato asustado. Y… ¿será posible?, ¡tenía un pedacito de caramelo dentro de la oreja! ¿Habría estado jugando a meterse los dulces en la oreja durante la película? ¿Cómo no se daba cuenta de que un trozo se le había quedado dentro? Marissa se acordaba perfectamente de aquella vez, hacía dos años, en la que papá tuvo que llevar a Cindy al pediatra porque se había metido un guisante seco en la nariz. Habían estado haciendo collares de comida con macarrones, guisantes secos y bolitas de azúcar en el parvulario y, por alguna razón que nadie se podía explicar, Cindy se había metido un guisante hasta el fondo del agujero izquierdo de la nariz. La médica dijo que esto era algo muy normal en los niños. Sin embargo, mientras contemplaba a la pediatra -una mujer muy simpática que también era su médica- meter unas pinzas del tamaño de un lápiz en la nariz de Cindy, Marissa tuvo una razón más para desear que su hermana no fuera de verdad de su familia.
Al pensar en esa visita al doctor, se acordó de su dedo del pie. La médica lo estuvo mirando durante unos siete segundos y luego le recetó un antibiótico que sabía a chicle, y le dijo que lo pusiera en remojo durante el montón de tiempo libre que tenía -sí, era cierto-. De todos modos, la visita al médico le permitió escapar del infierno de las matemáticas y le dio la oportunidad de sacar el tema de hacerse unas fotos profesionales cuanto antes mejor.
De golpe, chocó de lleno contra la pierna de su padre, lo que significaba que Cindy chocó a su vez contra ella. Alzó la mirada y vio que su padre se había topado con alguien que conocía, aunque no del modo literal en el que ella lo hizo con su pierna. Parecía que su padre siempre daba con gente conocida. Esta vez era una mujer a la que llamaba Katherine y a la que dio un beso en la mejilla, ese saludo que se hacen los mayores cuando no se dan la mano. Marissa prefería el apretón de manos. Imagínate si tuvieras que besar una mejilla como la de su hermana en ese momento… Asqueroso. Peor que asqueroso.
Katherine iba con un hombre cuyo nombre Marissa no entendió, pero estaba claro que eran una pareja y que tenían la suerte de haber visto una película distinta del bodrio que se acababan de tragar ella y su familia. Marissa sonrió cortésmente cuando la presentaron y le hicieron las preguntas de siempre, regodeándose durante un momento ante la aprobación de la mujer. Pero luego se permitió fijar la vista en los coloridos carteles de las películas que pondrían próximamente. Empezó a fantasear con su nombre escrito en uno, quizá en aquél con ese guaperas joven estrella que salía en la portada de
People y que contaba en la revista qué partes de su hermosísima novia, también estrella de cine, le gustaban más -la cara interior de sus muslos, había leído el día anterior en la sala de espera de la médica-. Entonces, escuchó un nombre que le hizo prestar atención a la conversación de los mayores: Laurel. Estaban hablando de Laurel.
– No sé si tiene algo que ver con su viaje a Long Island o sólo con las fotos -decía la mujer que se llamaba Katherine-. Pero el jueves y el viernes no vino a nadar, y casi no pasó por su despacho esos días. Como su jefa, esto me importa un pimiento, de verdad. Pero como amiga, me preocupo por lo que le está pasando. Pienso que cometí un error cuando le pasé aquellas fotos, ¿no te parece?
Su padre se quedó pensando en esto, asintiendo con la cabeza como solía hacer cuando reflexionaba profundamente sobre lo que alguien había dicho. Marissa conocía bien esta mirada. Por fin, le dijo a Katherine:
– Anoche parecía totalmente obsesionada con Bobbie Crocker. Y el miércoles por la noche, también. Pero anoche fue… peor.
– ¿Peor?
– Más intenso. Se pasó un montón de tiempo buscando a Bobbie Crocker por Internet, cuando se suponía que teníamos que ir al cine. No dejó de hablar de él durante toda la noche. Esta mañana se fue al laboratorio de la universidad y mañana creo que quiere ir a Bartlett para visitar una parroquia a la que un tal Reese, un tipo que podría haber conocido a Bobbie, acudía antes de morir hace cosa de un año.
Katherine extendió sus manos desplegando los dedos, con los codos pegados a las costillas, en un gesto de confusión.
– No lo entiendo. ¿Me estás diciendo que va a visitar una iglesia que no conoce, a varios kilómetros de aquí, porque una persona que conoció a Bobbie…
– Que podría haber conocido a Bobbie.
– … porque una persona que podría haber conocido a Bobbie iba a misa allí?
– Eso es.
La mujer se acercó a su padre y le cogió del brazo.
– Sólo le sugerí que revelara los viejos carretes de ese hombre. Nunca le pedí que se pusiera a jugar a detectives.
– Lo sé.
– No has contestado a mi pregunta -dijo Katherine-. ¿Crees que hice mal al pasarle aquellas fotos?
Su padre cogió aire con tanta profundidad que, al expulsarlo, a Marissa le sonó como si fuera una pequeña ráfaga de viento. Sabía que iba a decirle a la mujer que había hecho mal. Todo tenía que ver con el secreto de Laurel, ese misterio que, pensaba Marissa, la joven llevaba siempre encima. Fuera lo que fuera lo que le había pedido Katherine que hiciera con esas fotos, no estaba ayudando, sino que estaba haciendo que el secreto hiciera más ruido en la cabeza de Laurel.
A Marissa le pareció interesante que los secretos hicieran ruido. Siempre se los había imaginado físicamente pesados, pues en las calles veía a gente que parecía caminar encorvada por el peso de algo que no podía contarle a nadie. Pero recientemente llegó a la conclusión de que era el constante retumbar de los secretos lo que hacía que la gente doblara la espalda.
Finalmente, su padre dijo:
– Mira, odio sonar condescendiente…
– ¡Oh, vamos! Si a ti te encanta ser condescendiente.
– Laurel es una adulta, ya es mayorcita. Pero sí, Katherine, puede que hayas hecho mal.
– Estás siendo educado, en realidad piensas que hice mal.
Antes de que su padre pudiera responder, el hombre que acompañaba a Katherine se arrodilló y le dijo a Cindy:
– Siento tener que decírtelo, pequeña, pero tienes un trozo de caramelo en la orejita.
Era un hombre calvo y muy alto, tanto que incluso de rodillas tenía que agacharse un poco para poder mirar a los ojos a la niña, y estaba embutido en un jersey de cuello alto demasiado ajustado. El resultado no quedaba muy a la moda, y Marissa pensó que el hombre se parecía un poco a una tortuga. Su hermana, muy despacio, acercó la mano a la oreja y con un dedo regordete y el corcho que tenía por pulgar se palpó el dulce. Aparentemente, intentaba sacárselo del oído, pero no podía.
– Es un pendiente -dijo Cindy con tono de seriedad, pues resultaba evidente que no iba a poder quitárselo de momento-, sólo que parece un trozo de caramelo.
Marissa sonrió y, esperando poder salvar una pequeña porción de su honor y del de su hermana, añadió:
– Cindy siempre ha sido muy especialita para la moda y la comida.
El hombre asintió con igual seriedad, y alzó la vista hacia su padre para escuchar algo que estaba diciendo. Al instante, Marissa también miró a los adultos:
– Es una persona muy frágil, Katherine -decía su padre-. Tú lo sabes. La conoces desde mucho antes que yo.
– Lo que hace mucho peor, en tu opinión, que le pidiera que hiciera esto.
– Pues sí, la verdad -dijo su padre, y Katherine se mostró sinceramente afectada por estas palabras.
A Marissa le pareció que su padre iba a añadir algo más. Llegó incluso a abrir la boca, pero, en el último momento, debió de pensárselo mejor porque se quedó callado.
– No hay nada que pueda ser inquietante en esas fotos, ¿verdad? -dijo Katherine-.Viejas estrellas de cine, fotos del club al que iba a nadar de niña y de algunas casas cercanas. Creo que había algunas que Bobbie Crocker sacó en Underhill, pero aun así… No sé, me pareció un proyecto que podría gustarle y, es cierto, que podría ser bueno para la asociación. Eso es todo. Nunca se lo hubiera propuesto de haber pensado que las imágenes podrían alterarla. ¡Nunca!
El descontento de Katherine era tan tangible que el hombre que la acompañaba se incorporó, olvidándose por completo de Cindy y su caramelo en la oreja -Marissa temió que esto pudiera conducir a un serio numerito de su hermana- y empezó a frotar los hombros y la espalda de la mujer con movimientos lentos y circulares.
– Mira, no sé qué hay en esas fotos, pero sea lo que sea se le ha metido entre ceja y ceja -dijo su padre-. No tengo ni idea de lo que ve en ellas, pero cuanto antes podamos sacarla de esta tarea y tenerla ocupada con otras cosas, mejor.
– Las fotos sólo me parecieron una buena publicidad, David, nada más. Puede que proporcionen un poco de dinero para la asociación, en el caso de que tengan valor. Pero están causando demasiados problemas, ¿verdad?
– Puede ser. Lo cierto es que no merece la pena la angustia que le están causando a Laurel.
– Tú lo has dicho: es muy frágil.
Su padre las miró a ella y a Cindy y sonrió, como si de repente se hubiera acordado de que estaban allí. Al momento, se fijó en el trozo de caramelo:
– Cindy, cariño, ¿sabes que tienes algo metido en la oreja?
– Es un pendiente -dijo Cindy, y le ofreció lo que debía pensar que era la sonrisa más mona y de duendecilla del mundo.
– Sí -dijo Marissa, incapaz de contenerse por más tiempo-, y las palomitas que tienes pegadas en la boca son un
piercing en el labio.
Su hermana le sacó la lengua. Marissa puso los ojos en blanco, pero decidió que todos estarían mejor, ella incluida, si se portaba bien y le pasaba el brazo por el hombro. Cindy estaba tan afectada como ella por el hecho de que, dentro de poco, mamá y Eric fueran a casarse.
– Cuando lleguemos a casa, papá y yo te ayudaremos a quitarte los pendientes, si quieres. A veces es difícil, ¿sabes?
Katherine sonrió, pero era evidente que no estaba muy centrada en ellas. Todavía pensaba en Laurel.
– Pero claro -añadió la mujer-, a estas alturas igual quitarle las fotos resulta peor.
– Creo que lo mejor sería conseguir que se implique en otro proyecto -dijo su padre-. Podría ser un trabajo relacionado con la fotografía. Bueno, no podría ser,
tendría que ser. Conozco uno, no es muy grande, pero es importante para alguien -su voz se había animado de repente, y sonaba hasta jocoso.
– ¿Y de qué se trata? -le preguntó la mujer.
– Una sesión de fotos de mi pequeña diva -dijo, meneando a Marissa-. Laurel se ofreció para sacar una serie de fotos a mi pequeña estrella el lunes. A primera hora de la tarde, o puede que un poco más tarde.
Marissa sintió una descarga eléctrica y una euforia total recorriendo su cuerpo. Le pareció que era un poco más alta junto a su padre. No había pensado que se tomaría su idea en serio.
– ¿De verdad? ¿Este lunes? -le preguntó.
Su padre asintió con la cabeza y dijo:
– Me lo ofreció y le dije que ya la avisaría. A las cuatro terminas tus clases de canto, pero como tú eres el tema de las fotos, supuse que tendría que confirmarlo. ¿Te va bien el lunes?
– ¡Sí, el lunes es perfecto! ¡Gracias, gracias, gracias! -le hizo agacharse tirándole del brazo y le besó en la mejilla.
Ya estaba pensando en las fotos que había visto en los carteles y en los currículos de las chicas mayores que conocía, en qué ropa se iba a poner y qué haría con su pelo.
– David -dijo de nuevo Katherine, con voz compungida-, tratas a Laurel como a una niña, creo que deberíamos afrontar esto directamente, no intentar distraerla como a una cría.
– Sólo intento ser práctico. Matar dos pájaros de un tiro.
– Mira, me parece muy dulce que se ofreciera para sacarle unas fotos a Marissa, pero no habrás pensado ni por un instante que hacerle unos retratos a tu hija va a sustituir el interés que tiene por Bobbie Crocker.
– No, por supuesto que no. Pero tenemos que ir alejándola poco a poco de su obsesión y mantenerla ocupada con otras cosas para poder desengancharla de este proyecto.
– ¿Desengancharla? ¡Yo no he dicho eso!
– Es una expresión.
En el momento justo, como si supiera de forma instintiva cómo volver loca a su hermana mayor, Cindy interrumpió a los adultos:
– ¿Puede sacarme fotos a mí también? ¡Yo también quiero fotos! ¡Por favor!
– ¿Ves? -dijo su padre, para horror de Marissa-. El proyecto acaba de duplicar su alcance.
Unos minutos más tarde, cuando las dos pequeñas caminaban con su padre por las calles de Burlington hacia su apartamento junto al lago, Marissa preguntó:
– Papá, ¿Laurel está enferma?
– Laurel es nadadora, ¿recuerdas? Está en buena forma, no creo que tengas que preocuparte por su salud. ¿Por qué lo preguntas?
– Acabas de decir que es frágil. Es la palabra que utilizaste cuando hablabas con Katherine.
– ¡Vaya! No me había fijado en que nos estabas escuchando con tanta atención -dijo su padre.
– No pretendía entrometerme.
– No te preocupes, no te estabas entrometiendo. Katherine y yo no hemos sido, lo que se dice, muy discretos.
– Entonces, ¿por qué es frágil Laurel?
Pareció pensar un poco en ello, ralentizando un poco el paso.
– Bueno, no quiero asustarte, pero también quiero ser sincero contigo, siempre. Lo sabes, ¿verdad?
– Sí.
– Está bien. Hace siete años a Laurel le pasó una cosa muy mala. Ahora está bien, o casi. Pero desde entonces es una persona un poco delicada.
– ¿Qué le pasó?
David miró a Cindy, que no estaba prestando atención a una sola palabra de lo que decían. Estaba demasiado ocupada chupándose el dedo. Por un momento, Marissa no estuvo segura de por qué lo hacía, pero luego su hermana se llevó el dedo a la oreja… y luego otra vez a la lengua. Entonces comprendió: el caramelo se estaba derritiendo y Cindy estaba rascando con la uña el chocolate y la crema y probándolo. Marissa meneó la cabeza. Por un lado, se encontraba horrorizada. No había nada, absolutamente nada, que esta niña no se comiera. Por otra parte, esto significaba que su padre y ella al menos no tendrían que buscar las pinzas para sacarle el caramelo de la oreja. El calor corporal estaba haciendo la parte más difícil del trabajo. Gracias a Dios, no era un caramelo duro o un objeto sólido, porque habrían tenido que ir al médico otra vez al día siguiente.
Su padre siguió hablando, muy bajito para que Cindy tuviera que escuchar con mucha atención si quería seguirle:
– Sé que en la escuela os han dicho que no tenéis que hablar con gente desconocida, ni subiros con un extraño en un coche o una furgoneta, ¿verdad? En la clase de Higiene y salud habéis visto todas esas películas sobre seguridad, sobre la gente mala que hay por ahí.
– Aja.
– Bueno. Hace siete años, cuando Laurel estudiaba en la universidad, salió a dar una vuelta en bici por Underhill. Estaba en una pista forestal en una zona donde no había nadie.
Su padre se detuvo, pero sólo un momento, para asegurarse de que su hermana seguía cómodamente segura en el «planeta Cindy». Después, tras un largo suspiro, le resumió la historia.
Marissa comprendió que le estaba condensando todo y reduciendo lo sucedido a los aspectos básicos, recortando demasiado. Intentaba transmitirle los hechos de modo que el mundo no terminara pareciéndole un lugar amenazador. Por eso, al final, no estaba segura de haber comprendido bien lo que había pasado. Sin embargo, parecía algo terrible y, cuando su padre acabó de contárselo, Marissa cruzó los brazos mientras andaba e intentó comprender. Su pregunta en un principio había sido por qué, en opinión de su padre y de Katherine, una chica tan atlética como Laurel era frágil. Sin embargo, a pesar de los pocos detalles que le había revelado, resultaba una historia demasiado siniestra para contar mientras caminaban por la acera de noche. En algún lugar en lo más profundo de su mente infantil, empezó a preocuparse ante el crujido de los periódicos llevados por el viento y ante el sonido de los pasos de los peatones que los adelantaban en la calle.
¿Qué pensarían los vecinos de lo que sucedió? A veces, Laurel intentaba imaginárselo. ¿Les importaba a los Buchanan? Primero, en 1922, aquella vileza -el atropello y la posterior huida- cerca de los montones de ceniza, seguida por las investigaciones policiales. Es de suponer que en los periódicos se dijo que Daisy iba en el asiento del copiloto del coche de ese contrabandista de licores cuando atropello a Myrtle Wilson y la dejó morir en la cuneta, con el pecho izquierdo literalmente arrancado por el guardabarros delantero del vehículo. Seguro que los vecinos se preguntaron, ¿qué hacía esta mujer con él? Laurel suponía que muchos llegarían a la conclusión más probable. Después, unos años más tarde, empezaron las acusaciones de que era Daisy, y no Jay quien conducía en aquel vaporoso crepúsculo. Sin lugar a dudas, los vecinos harían comentarios al respecto.
Del mismo modo, Laurel estaba convencida de que chismorreaban sobre los escarceos extramaritales de Tom Buchanan: lo de aquella chica de Santa Bárbara -la camarera- o lo de la mujer de Chicago.Y esas fueron sólo las aventuras que tuvieron lugar durante los primeros tres años de su matrimonio con Daisy. Incluso Pamela Marshfield, aquella mañana, se había preguntado por qué sus padres nunca se mudaron de domicilio.
De todos modos, sin que se sepa muy bien cómo, su matrimonio resistió.
El sábado por la noche, Laurel contemplaba la foto de Pamela y Bobbie de niños junto al cupé canela, con la columnata del porche apareciendo por encima de sus pequeños pero altivos hombros. Por primera vez, se le pasó por la cabeza que Bobbie pudo haber sido un bebé de reconciliación. Un niño concebido para mostrar al mundo que el matrimonio de los Buchanan gozaba de buena salud y era sólido como una roca, para que los vecinos dejaran de gastar energías en preguntarse si duraría mucho o poco.
La iglesia se encontraba en lo alto de un pequeño cerro, a un par de kilómetros del centro de Bartlett. Laurel se detuvo a preguntar en una gasolinera de la calle principal, y la encontró fácilmente al cabo de unos minutos. Se trataba de la clásica iglesia de Nueva Inglaterra, con un par de altos y majestuosos arces frente a la puerta cuyas hojas estaban empezando a transformarse en lo que pronto sería un fantasmagórico arco iris de rojos. Tenía un modesto y sencillo campanario y había sido construida con tablas de madera de color marfil. Las vidrieras estaban más decoradas: la mayoría mostraban coronas, cetros y crucifijos. Los diáconos, un hombre mayor y una mujer, le dieron una calurosa bienvenida cuando llegó: olía a fresca juventud.
Laurel se sentó en el último banco, porque no conocía a nadie y porque su familia nunca fue de ir mucho a misa. Se dio cuenta de que se había pasado un poco de formal con su indumentaria, pues se había puesto su única blusa blanca y una falda plisada negra que encontró en el fondo del armario. Sin embargo, el resto de personas en la iglesia que tenían más o menos su edad llevaban vaqueros o pantalones chinos, e incluso un par de chicas que parecían estar en el último año del instituto llevaban esas minifaldas
retro que la propia Laurel a veces se compraba en las tiendas de moda del paseo fluvial de Burlington. Se sintió mal por estar allí bajo lo que se podrían considerar unas falsas pretensiones. Este sentimiento de culpa se vio exacerbado cuando los miembros de la familia que ocupaba el banco de delante -un humilde agricultor y su esposa, maestra de escuela, con sus cuatro descuidados pero bien educados hijos cuyas edades supuso que irían de los cinco a los quince- la saludaron con innecesarios pero totalmente sinceros apretones de manos y abrazos. Incluso, la pequeña, una cosita tímida con la mano pegajosa, insistió en ofrecerle con vivacidad su brazo en el momento en el que el párroco pidió a los feligreses que se estrecharan la mano en señal de paz.
Se contuvo para no preguntarles si conocían a Marcus Gre-gory Reese o a un hombre llamado Bobbie Crocker. Sabía que
tenía que esperar al momento del café que, de acuerdo al programa, comenzaría inmediatamente después del servicio religioso.
Cuando terminó la misa, la maestra, que se llamaba Nancy, le preguntó cuánto tiempo llevaba viviendo en Vermont. Al mismo tiempo, la mujer entregaba unas monedas a dos de sus hijos para que las dieran en la catequesis, mientras preparaba sus pinturas, cuadernos para colorear y jerséis. Los mayores salieron para la catequesis en cuanto acabó la misa.
– Ocho años -contestó Laurel-. ¿Y usted?
Nancy besó a sus hijos en la frente y contempló cómo su marido los llevaba por la enorme y, de repente, ruidosa nave de la iglesia a sus catequistas.
– Toda mi vida. Nací aquí. ¿Cómo decías que te llamabas?
– Laurel.
– Me alegro de conocerte, Laurel. ¿Has dicho que vives en Burlington?
– Sí.
La maestra se puso un poco en tensión, como si hubiera notado que Laurel no había llegado allí en busca de una parroquia a la que asistir a misa.
– Y ¿qué te ha traído hasta Bartlett? Esta mañana seguro que el camino ha sido bonito, pero en cuanto empiece el invierno, no creo que lo sea.
Laurel sonrió de un modo que esperaba resultara halagador y sincero al mismo tiempo.
– Quiero saber algo sobre un miembro de esta congregación que falleció hace poco, y sobre un amigo suyo.
La mujer asintió con la cabeza y luego posó un dedo -cuya uña era un óvalo casi perfecto con la punta limpia y fina, con forma de luna creciente- en su mentón.
– Y ¿de quién se trata?
– Marcus Gregory Reese, era…
– ¡Vaya! Yo conocía a Reese. Así es como le llamábamos, Reese.
– ¿Puede hablarme un poco de él?
– ¡Claro! Aunque no lo conocía muy bien. A ver, sólo lo veía los domingos y, a veces, un par de jueves por las mañanas en verano, que es cuando los mayores se reúnen en la parroquia para jugar. En ocasiones los acompañaba, ya sabes, para dar un poco de juventud a la mezcla. Les servía zumos, preparaba café… Alguna vez coincidíamos en el supermercado. Pero no sé mucho más. ¿A qué amigo suyo andas buscando? Igual puedo presentártelo.
– Ese es el problema, que también murió.
– Vaya.
– Bobbie Crocker. ¿Le suena de algo?
– ¡Anda! ¿Bobbie ha muerto? Cuánto lo siento. Me preguntaba qué habría sido de él. Desapareció de la faz de la tierra, ¿verdad? ¿Cuándo murió? ¿Qué le pasó?
– Hace un par de semanas, de un ataque al corazón.
– Solían sentarse allá -dijo la maestra, extendiendo uno de sus largos dedos con sus cuidadas uñas en dirección a un banco en el otro lado del templo-. Bobbie y Reese. Creo que vivían juntos, pero no se lo puedo asegurar. ¿Por qué estás interesada en ellos? ¿Eran parientes tuyos?
– No.
– Entonces, ¿por qué?, si me permites la pregunta.
Laurel se lo pensó un momento antes de contestar, porque en realidad había varios motivos. Por un lado, estaba su curiosidad por descubrir cómo Bobbie había salido de la finca de los Buchanan en East Egg y acabado en una habitación del Hotel New England. Por otra parte, el presentimiento de que ella y Bobbie tenían algo en común, ya que el anciano había crecido en una casa al otro lado de la bahía donde se encontraba el club de campo en el que ella pasó una parte considerable de su niñez. Además, más adelante es probable que la hubiera fotografiado en Underhill, en aquella pista nefasta cubierta por los árboles, el día en que casi la matan. También la motivaba el respeto que sentía por el talento de Bobbie como fotógrafo y su deseo de clasificar su obra como se merecía, para la exposición y para la posteridad. Y, sencilla y llanamente, estaban los misteriosos interrogantes: ¿por qué su familia lo había abandonado años atrás? ¿Por qué su hermana, a día de hoy, insistía en el embuste de que no eran parientes? ¿Por qué sostenía que su hermano llevaba décadas muerto? Eran demasiadas cosas para explicarle a esta dulce mujer, así que, simplemente, le contó a Nancy a qué se dedicaba y que estaba investigando unas fotografías que habían aparecido en la habitación de Bobbie tras su muerte. Lo dejó ahí.
– Bueno, si quieres hablar con alguien que los conocía mejor que yo, inténtalo con aquella señora. Se llama Jordie.
– Jordie…
– Es un diminutivo de Jordán. Es una de las más ancianas de la parroquia y también vino aquí de Nueva York. Formaba parte del grupo de mayores de las mañanas de los jueves del que te he hablado. Cuando Bobbie vivía aquí, Reese, Jordie y él eran una pina -dijo Nancy, y de repente llamó a una viejecita de caminar un poco encorvado.
La mujer llevaba una elegante chaqueta de punto con botones de nácar. Tenía el pelo muy cortito, de color platino, impecablemente peinado y un poco escalonado. Su rostro estaba lleno de arrugas, pero, en ese momento, Laurel no fue capaz de dilucidar si se debían a la edad o al modo en el que se reía en respuesta a un comentario de un parroquiano que tenía a su lado. Se diría que era más parecida a una ricachona urbana como Pamela Marsfhield que a una anciana de un pueblecito de Vermont. Laurel podía imaginársela perfectamente en un balneario, un club de campo o saludando confiada a un portero al pasar bajo una impecable marquesina del Upper East Side, en Manhattan. Nancy volvió a llamarla, esta vez avanzando hacia ella por el pasillo y tirando del brazo de Laurel. Jordie, por fin, se percató de que la llamaban y sonrió a Nancy cuando llegaron a su lado.
– Jordie, aquí hay alguien que quiere conocerte -dijo la maestra-. Ésta es Laurel. Quiere saber cosas sobre Reese y Bobbie, así que pensé que tú podrías ayudarla. ¿Tienes un minuto?
La mujer miró a Laurel, meneando la cabeza y escrutando a la joven, evaluándola. La aparentemente afable risa que Laurel había observado hacía un instante se evaporó por completo y supuso que se debía al tema de su pregunta.
– Sí, tengo un minuto -dijo Jordie con reservas-. ¿A qué se dedica, jovencita? ¿Es usted escritora? -pronunció esta palabra con cierto desdén, como si le estuviera preguntando si se dedicaba a la pornografía-. Tuve malas experiencias con periodistas en el pasado, y no me gustaría repetirlas.
– Soy trabajadora social -contestó Laurel-. Trabajo para BEDS, en Burlington, ¿lo conoce?
Laurel se sorprendió al ver cómo cerraba un simple enunciado afirmativo con una pregunta. ¿Se sentía intimidada ante esta mujer? Recordó que, la semana anterior, se había enfrentado a Pamela Buchanan Marshfield y a T.J. Leckbruge sin amilanarse.
– Sí, conozco BEDS.
– Bueno, de ahí viene mi interés por estas personas. Bobbie Crocker era uno de nuestros residentes.
Al principio Laurel pensaba que Jordie movía constantemente la cabeza como un gesto de seguir la conversación, pero pronto se dio cuenta de que se trataba del temblor de una persona con Parkinson.
– ¿Uno de… sus residentes? -preguntó, y ese gélido velo de su rostro, mezcla de sospecha y condescendencia, se fundió en un instante.
– Sí.
– ¿Era… mendigo?
– Lo era. Falleció hace un par de semanas.
– ¡Oh, es terrible! -dijo, bajando gradualmente la voz-.Terrible. No sabía que había terminado en la calle, ni que había muerto.
– Jordie -intervino Nancy, consolando a la anciana y pasándole un brazo por encima del hombro-. No te sientas mal. Nadie lo sabía.
– Vivía con Reese, ¿sabías? -dijo Jordie.
La mujer estaba tan afectada por la noticia que, con mucho cuidado, se sentó en un banco.
– Sí, eso me dijeron.
– La casa era de Reese, y cuando éste murió, su hermana le dijo que podía quedarse allí hasta que la vendieran.
– ¿Esto cuándo fue? -preguntó Laurel.
– En su funeral.
– La hermana de Reese se llama Mindy, ¿verdad? Vive en Florida.
– Sí, creo que sí.
– Así que Bobbie asistió al funeral de Reese.
– Oh, pues claro.
– ¿Comentó si iba a aceptar la oferta de Mindy?
– Eso sucedió hace ya bastante tiempo. Dos años, por lo menos. Quizá tres.
Por un momento, a Laurel se le pasó por la cabeza corregirla y apuntar que Reese había fallecido hacía sólo catorce meses, pero no había motivos para ello.
– ¿Qué recuerda? -preguntó, aunque su confianza en la memoria de esta mujer se había visto sacudida un poco ante este lapsus.
– Bueno, descubrimos que la madre de Bobbie y mi tía eran amigas. El mundo es un pañuelo, ¿no os parece?
– ¡Jordie, no nos lo habías contado nunca! -dijo Nancy con voz suave.
En ese momento, su hija pequeña apareció de repente en la iglesia. Por lo visto, la niña se había olvidado en el coche el dibujo que había hecho para su clase de catequesis y quería que su madre la acompañara a recogerlo. Nancy se disculpó y dijo que no tardaría en volver.
– A Bobbie no le gustaba hablar de su familia -continuó Jordie-. Supongo que habían cortado las relaciones.
– ¿Le dijo cómo se llamaba su madre? -preguntó Laurel, esperando descubrir algo que confirmara sus sospechas para poder compartirlo con David, Katherine, Talia y con todos los que parecía que dudaban de ella.
– Señora Crocker, supongo -contestó Jordie, y Laurel sintió un pinchazo de decepción-. Las mujeres de esa generación, ¡qué demonios, y de la mía!, siempre tomaban el apellido de sus esposos. Así eran las cosas.
– ¿Y su nombre de pila?
– No lo recuerdo. Si me lo hubieras preguntado hace seis o siete meses… Pero, la verdad, no estoy segura de si alguna vez lo supe. Yo le dije el nombre de mi tía, pero no creo que él me dijera el de su madre. ¡Ay, Señor! Hacerse mayor no es para los blandos, ¿verdad? ¡Se olvidan tantas cosas!
– No pasa nada. Dígame, por favor, todo lo que recuerde -le pidió Laurel-. Cualquier cosa.
Quizá, pensaba, todavía podía encontrar un detalle sorpresa que corroborase sus pesquisas.
– ¡Vale! Recuerdo que había vivido en Long Island. Que creció allí, vamos.
– Sí, ya lo sabía.
– Y que tenía una hermana.
– ¿Le dijo cómo se llamaba?
– No, no creo. Lo siento. Pero sé que era mayor que él, de eso estoy segura.
– ¿Qué más?
– Mi tía una vez le compró a esa niña, a la hermana de Bobbie, un palo. Sí, cuando todavía era pequeña. Le regaló un palito de golf. Bobbie decía que su madre quería mucho a mi tía. Sí, mucho. No solían frecuentar los mismos círculos porque su madre estaba casada y mi tía no, pero coincidieron en un montón de fiestas, sobre todo en la hacienda de ese famoso contrabandista de licores, ya sabe.
– ¿Gatsby?
– Bueno, en realidad ése no era su verdadero nombre, pero sí, me refería a ese tipo. Cuando Bobbie se enteró de quién era mi tía, me dijo que su madre y mi tía pasaron un montón de tiempo juntas en casa de ese hombre. Mucho, de verdad. Sobre todo, cuando tenían veinte años. No recuerdo exactamente qué me dijo, la verdad es que últimamente hay pocas cosas que recuerde con precisión, pero una vez sugirió que a su madre le gustaba ese horrible personaje más incluso que a mi tía. Gatsby, Gatz… En fin. ¿Se lo puede creer? Estoy convencida de que era mentira. La gente asistía a sus fiestas porque organizaba enormes bacanales, auténticos circos. Pero nadie iba porque le gustase ese hombre. ¡Santo Dios! ¿Cómo podía caerle bien a alguien?
– Y ¿su tía? ¿Cómo se llamaba?
– Oh, seguro que has oído hablar de ella, jovencita. Se llamaba Jordán Baker. A mí me pusieron su nombre. Era una famosa golfista, participaba en el circuito profesional femenino. Una auténtica pionera. Por desgracia, todavía hay gente que piensa que hacía trampas al golf. ¡Una tramposa! No, mi tía no era así, te lo juro. Por eso te pregunté antes si eras periodista. No sabes con cuánta gente he tenido que hablar sobre mi tía sólo por un maldito chismorreo sobre un torneo en el que participó cuando era muy joven.
– ¡Qué va! Nadie piensa mal de su tía -le confirmó Laurel, aunque ella lo hacía. Consideraba a la golfista una tramposa. Además, no era capaz de mostrar mucho respeto por alguien que hubiera sido amigo de Tom y Daisy Buchanan aquel verano de 1922.
Jordie levantó la vista y la miró. Su venerable cabeza todavía temblando, repitió:
– De verdad, Bobbie podía haberse quedado conmigo. Me crees, ¿verdad? Tengo tanto sitio en mi casa, vacía y polvorienta. Podría haber tenido su propia ala, con una habitación y un cuarto de baño para él solo. No tenía más que habérmelo pedido.
– Estoy segura de que la mitad de la gente de esta iglesia le habría acogido si lo hubieran sabido -dijo Laurel-. Pero Bobbie era…
– ¿El qué?
Laurel iba a contarle que era esquizofrénico, pero, en el último momento, se contuvo. Jordie no necesitaba saberlo.
– … era muy reservado -terminó la frase.
Jordie reflexionó un poco sobre esto, y luego añadió:
– ¿Fue directamente a vuestra asociación?
– ¿Se refiere ajusto después de dejar la casa de Reese?
– Sí.
De nuevo, Laurel decidió que no era necesario contar la verdad. La mujer ya se sentía fatal con lo que sabía, así que le mintió.
– Creo que sí -dijo-. Estaba muy contento con nosotros, quiero que lo sepa. Le buscamos una bonita habitación en Burlington y pronto hizo un grupo de amigos. Se sentía a gusto, de verdad.
– Jugábamos a las cartas las mañanas de los jueves, aquí en la iglesia -continuó Jordie-. Es el día en el que nos reunimos los mayores para jugar. Reese, Bobbie, Lida y yo. Nos divertíamos mucho.
– Sí, Nancy me lo contó.
– No, espera, él no jugaba a las cartas -se corrigió Jordie-.Jugábamos Reese, Lida y Tammy Purinton. A Bobbie no le gustaban las cartas. Ay, Dios mío, qué mal ando de memoria.
– Nos pasa a todos -comentó Laurel, en parte por cortesía y en parte porque había circunstancias de su propia vida que, imaginaba, no recordaba bien.
Incluso a su edad, el cerebro era una imperfecta masa de tejidos grises y blancos. Incluso a su edad, había momentos de su pasado que su propia salud mental quería borrar de la memoria. O, por lo menos, modificar. Todo el mundo lo hace, ¿o no?
– No sé por qué no volvió a su casa -continuó Jordie-. Debía de tener familia en algún sitio. Creo que su hermana seguía viva. O, por lo menos, lo estaba hace un par de años.
Laurel sonrió, comprensiva.
– Su hermana está bien. La he conocido, vive en East Hampton.
– A Bobbie le encantaba Vermont, por eso volvió aquí. Por eso, y por Reese, supongo.
– ¿Volvió?
– Ya había estado aquí antes para ver a su hijo. Un otoño.
– ¿Su hijo? -Debido a la sorpresa y la incredulidad, la pregunta le salió como un grito y la anciana retrocedió un poco, asustada. Intentando controlar el repentino tono de su voz, añadió-: ¿Bobbie tenía un hijo?
– Creo que sí. Puede que me equivoque.
– ¿Qué le contó?
– Pues…
– ¿sí?
– Pues sólo lo mencionó una vez, o puede que dos. Estaba claro que no quería hablar mucho de él, porque había estado metido en algún lío.
– ¿Cuántos años tenía? ¿Sesenta?, ¿cincuenta?
– Más joven. La primera vez que Bobbie vino a Vermont debió de ser hace seis o siete años. En aquel entonces, Bobbie no era tan mayor.
– ¿Seis o siete?
– Por favor, haces demasiadas preguntas.
– Es importante.
– Pues no lo sé, Laurel.
Sintió que las luces de la iglesia, ya de por sí cetrinas, se volvían más tenues. Pero se dio cuenta de que no era esto lo que estaba sucediendo. Lo que pasaba es que se estaba empezando a marear. Sentía que se iba a desvanecer y fijó la vista en el pulido suelo de madera para no perder el equilibrio.
– ¿Sabe en qué tipo de lío estaba metido su hijo? -preguntó finalmente Laurel, articulando cada palabra con cuidado-. ¿Tenía problemas con la ley? ¿Había cometido algún delito?
– Sí, me parece que sí -dijo muy despacio Jordie.
– ¿Qué tipo de delito?
– No lo sé, nunca lo supe. Sólo sé que Bobbie vino a Vermont a visitarlo… ¡Espera un segundo!
– Dígame.
– Creo que Bobbie vino a Vermont a visitarlo y después le sucedió algo.
– ¿A Bobbie o a su hijo?
– A su hijo. Y entonces Bobbie se marchó. ¡Eso es! Bobbie no vino porque su hijo hubiera hecho algo malo. Lo que pasó es que se marchó cuando el muchacho se metió en líos. Volvió a… donde quiera que sea de donde había venido.
– Y eso sucedió hace siete años.
– O seis; u ocho. No lo sé. No puedo confiar en mi memoria, y tú tampoco deberías hacerlo. Pero fue en otoño, de eso estoy segura. Cuando Bobbie nos contó lo de su hijo, dijo que había venido a Vermont en otoño porque quería ver las hojas de los árboles cambiando de color antes de morir.
– ¿Dijo en qué parte de Vermont estuvo?
– En Underhill.
Después de decir esto, apareció Nancy por la nave de la iglesia donde se encontraban las aulas de catequesis. La maestra levantó las cejas con curiosidad al verlas a las dos reflexionando en silencio. La joven asistente social estaba encorvada, como si, ella también, estuviera desesperadamente mayor. Laurel estrechó la cansada y nudosa mano de Jordie, un poco fría, y le dio las gracias. Se despidió de ella e intentó estirar un poco la espalda, recuperar la compostura. Luego hizo un esfuerzo para sonreírle a Nancy, contarle lo del hijo de Bobbie y dejar que la maestra la condujera al sótano donde se celebraba el café de después de la misa.
– No sabía que Bobbie tuviera hijos -le comentó Nancy mientras bajaban las escaleras que conducían al sótano de la iglesia.
La amplia estancia se encontraba llena de mesas y sillas plegables. En las paredes había pósters de las distintas misiones de la congregación. Un buen grupo de adultos pululaban por el lugar tomando café, en su mayoría ancianos y los padres que tenían a sus hijos en la catequesis.
– Yo tampoco. No nos lo contó a sus amigos de Burlington, ni a nadie de BEDS.
– Lo dices como si te molestase, como si hubiera tenido que hacerlo.
– De haber sabido quién era el hijo de Bobbie, nuestra relación habría sido muy distinta.
– ¿Sabes quién es su hijo? ¿Has sido capaz de reconocerlo con lo poco que te ha contado Jordie? ¿Cómo?
Laurel dio marcha atrás.
– Bueno, no le conocía exactamente, pero podría haberle visto alguna vez.
No estaba preparada para explicar quién era el hijo de Bobbie. Primero, porque todavía se estaba recuperando de la sorpresa que había supuesto la noticia, y segundo, porque no quería hablar de lo que le sucedió en Underhill. No con una persona a la que acababa de conocer. Nunca sacaba ese tema, ni con su madre ni con sus mejores amigas.
– ¿Pero cómo?
– Su hijo podría haber sido un mendigo… o un culturista.
– Sí, o más cosas, seguro.
– Supongo que sólo quiero saber por qué no se ocupó mejor de su padre. O, por lo menos, por qué no lo intentó.
– ¿Nada más?
– Nada más -mintió Laurel-. Siento haber puesto triste a Jordie al contarle que Bobbie había acabado en la calle.
– ¿A que es una mujer muy dulce? Algunos dicen que es un poco inaccesible y desagradable porque tiene demasiada sangre azul en las venas. Pero la verdad es que a mí me parece muy amable, aunque, cuando jugaba a las cartas, era mortal. Me da pena que su cabeza ya no funcione como hace un año. Puedes creerme, era una excelente compañera de partida.
– Me dijo que Bobbie detestaba el
bridge, pero habría jurado que su hermana me contó que le encantaba jugar a las cartas cuando hablé con ella la pasada semana en East Hampton.
– ¿Fuiste hasta East Hampton?
– Bueno, no es para tanto. De todos modos, ya estaba en Long Island, visitando a mi madre. Se marchó ayer a Italia y pensé en pasar a verla antes de que se fuera.
Nancy la observó atentamente y preguntó:
– ¿De verdad todo esto es por esas fotos que encontraste en la habitación de Bobbie?
– Bueno, así es como empezó todo -contestó Laurel-, pero ahora hay más cosas.
La maestra tomó un par de tazas que había junto a un gran termo metálico y le pasó una a Laurel. Luego le indicó que se sirviera de los envases de leche y nata, y del plato a rebosar de azúcar y sacarina.
– Mira, esto es lo que me contó Bobbie sobre el
bridge: decía que, cuando era pequeño, sus padres se peleaban mucho, y que una de las maneras que encontró su madre para proteger su frágil matrimonio era jugar a las cartas, pero no con su marido. Parece ser que tenía un grupo de amigas con las que quedaba para echar la partida. Empezó a jugar el verano anterior a que naciera Bobbie. Desaparecía casi todas las tardes, dejando a su hermana mayor sola con la niñera. Por lo visto, el juego terminó convirtiéndose en una adicción para ella. Años más tarde, la mujer no estaba en casa el día, o la noche, sería mejor decir, en que Bobbie tuvo una gran pelea con su padre y se marchó para siempre. Decía que nunca más volvió a ver a su padre.
En cierto modo, pensó Laurel, las piezas del rompecabezas estaban encajando a la perfección. Se preguntó qué diría esta mujer tan amable si le contara que la madre de Bobbie era Daisy Fay Buchanan y que aquel verano no lo pasó jugando al
bridge, sino que salía de casa por las tardes para ver a Jay Gatsby. Las cartas eran su coartada, su excusa.
Por supuesto, la maestra, como todos los demás, sonreiría pero, por dentro, estaría pensando que esta joven estaba equivocada o idiota. Nancy, probablemente, llegaría a la conclusión de que Laurel estaba más paranoica que sus propios clientes del albergue si hubiera sabido que tenía las fotografías y los negativos del hombre guardados en una caja en el maletero de su coche. Si hubiera sabido que iba a entregárselos a una camarera de una cafetería de Burlington porque había gente que andaba detrás de las imágenes y tenía que esconderlas en un lugar seguro.
– Dijiste que querías conocer al párroco -comentó Nancy, conduciendo amablemente a Laurel hasta él-. No sé qué podrá contarte sobre Bobbie, porque no estuvo mucho tiempo entre nosotros. Pero seguro que puede decirte cosas sobre Reese.
Laurel pensó que el párroco parecía de la edad de David. Tenía una amplia frente coronada por un cabello pelirrojo cortado a cepillo. Sus ojos estaban un poco hundidos, pero tenía un mentón abultado y una sonrisa amplia y contagiosa. Por el programa de la misa, sabía que se llamaba Randall Stone, pero todo el mundo lo llamaba Randy. Nancy los presentó y explicó al reverendo por qué esta joven trabajadora social había venido a Bartlett esa mañana. El hombre puso rostro circunspecto al recibir la noticia de que Bobbie había fallecido.
– Así que le conociste gracias a tu trabajo en BEDS -le dijo a Laurel.
No era una pregunta, sino una afirmación. Resultaba evidente que estaba asimilando el mismo sentimiento de culpa que experimentó Jordie cuando se enteró de cómo había acabado el amigo de Reese después de la muerte del viejo editor.
– Sí, pero no se quedó mucho en el albergue. Pronto le encontramos una habitación. No era un palacio, pero tenía un techo y una cama para él solo.
El párroco infló sus carrillos contrariado, y luego exhaló el aire.
– Cuando se marchó, Bobbie me dijo que se iba a casa de su hermana.
– ¿Le comentó dónde vivía su hermana?
– En Long Island. Creo que en East Hampton. La última vez que lo vi fue en el funeral de Reese. Tenía que haberme enterado un poco mejor de sus planes. Todos sabíamos que estaba un poco mal de la cabeza.
– ¿De la cabeza?
– No sé dónde vivió todos los años que pasó antes de presentarse ante la puerta de Reese como un gatito abandonado, pero su dirección justo antes de mudarse con su amigo era el Hospital Público de Vermont.
Laurel había decidido no contarle a Jordie detalles sobre los problemas mentales de Bobbie, pero no veía inconveniente en compartirlos con el cura.
– Bobbie era esquizofrénico -le dijo-. Medicado, podía apañárselas más o menos por sí mismo, aunque, por supuesto, no del todo. Además, como muchos esquizofrénicos, no reconocía estar enfermo, por eso a veces dejaba de tomar sus medicamentos cuando no se le controlaba.
– ¿Sabes si estaba casado? -preguntó el párroco-. No me contestó claramente cuando se lo pregunté un día que estaba aquí jugando al Scrabble.
– No lo sé.
– No creo que se casara -intervino Nancy-. Reese solía bromear con él acerca de una bailarina con la que salió en los años sesenta, pero Bobbie no parecía de los que les gusta el compromiso.
– Pero podría ser que tuviera un hijo -comentó Laurel-. Al menos, eso es lo que dice Jordie Baker.
– ¡Vaya, eso es nuevo para mí! No tenía ni idea.
– Entonces, un buen día se presentó en Bartlett. ¿Reese no sabía de dónde llegó?
– Por lo que tengo entendido, Bobbie llegó a Vermont buscando a Reese hace un poco más de dos años, pero algo pasó y terminó en el hospital. Reese no lo esperaba. Mientras estuvo ingresado, alguien del hospital contactó con él, que se portó como un caballero. Acogió a Bobbie en su casa cuando en el hospital le dieron el alta. Creo que ya habían vivido juntos antes, hacía años, cuando Reese estaba casado. Reese le preguntó un par de veces dónde se había metido entre medias, pero las respuestas eran inconsistentes. A veces, Bobbie decía que había estado en Louisville, otras que en el Medio Oeste. Por lo menos una vez, dijo que había estado cerca de su hermana en Long Island. Seguro que tenía otras historias, pero en ninguna mencionaba un hijo.
– ¿Nunca dijo por qué andaba todo el rato de un sitio para otro?
– Se lo pregunté cuando le conocí y bromeó diciendo que tenía que estar siempre un paso por delante de los perros que le perseguían.
– Probablemente, no se tratara de una broma. Lo más seguro es que realmente creyera que alguien le perseguía -dijo Laurel, pensando que podría ser cierto que alguien anduviera detrás de él para arrebatarle sus fotos.
– ¿Es un síntoma de esquizofrenia? -preguntó Nancy.
– ¿La manía persecutoria? Sí, muy frecuente.
Randy intervino y dijo:
– Bueno, no creo que Bobbie quisiese decir nada especial con ese comentario. Seguramente no fuera más que una broma.
Recuerdo otra vez que estábamos hablando y dijo: «El invitado y la pesca, a los tres días apesta».
– Por lo que yo sé, Reese era editor de imagen y Bobbie, fotógrafo -dijo Laurel-. Bobbie trabajaba para Reese. ¿Creen que se conocían por eso, o piensan que había algo más?
– Reese fue también un exitoso fotoperiodista -dijo el párroco-. Trabajaba para periódicos, revistas e incluso para el
Life en sus buenos tiempos. Mis padres, y tus abuelos, lo leían atentamente todas las semanas.
– ¿Y Bobbie?
– Bueno, como tú has dicho, sacaba fotos para Reese, para el
Life. El problema es que no era un hombre muy fiable. Reese y Bobbie bromeaban a menudo sobre eso. Él mismo era su peor enemigo profesional.
– Por su esquizofrenia -dijo Laurel.
– Y por la bebida. Era alcohólico y un irresponsable. Se metía en problemas.
Nancy miró por un momento a Laurel. Cuando sus ojos se cruzaron, la maestra bajó la vista a las baldosas del suelo. Laurel se giró hacia el reverendo y le preguntó:
– ¿Ha visto alguna de las fotos de Bobbie?
– Vi las que sacó mientras estuvo aquí. Cuando vivía con Reese, éste le prestaba su cámara y lo llevaba por ahí a sacar fotos. Y también vi un taco de instantáneas que Bobbie decía que había sacado en Vermont hacía años. Fotos de árboles en otoño… Tenía un montón de una pista forestal en Underhill. Creo que en una salía un ciclista.
– Cuando sacó esas fotos, ¿ya vivía con Reese?
– Oh, no. Bobbie volvió a aparecer en la vida de Reese hace dos años -dijo el sacerdote, mientras un par de parroquianos, una pareja mayor, se acercaban a él.
Laurel se dio cuenta en ese momento de que estaba monopolizando al reverendo, así que dejó que entablara conversación con los otros.
– Espero verte otra vez por aquí -se despidió Randy.
– Lo haré -dijo Laurel, aunque no tenía muy claro si el hombre se refería a Bartlett o a la iglesia.
– Acabo de acordarme de una cosa -dijo Nancy en voz baja, aunque los otros parroquianos estaban tan absortos en sus conversaciones que sería imposible que oyeran lo que ellas dos decían.
Laurel comprendió que era una especie de invitación. Por eso Nancy la había mirado con tanta seriedad hacía unos instantes.
– ¿El qué?
– Creo que ha sido la palabra «problemas» la que me ha ayudado a recordarlo. El mismo día que estábamos jugando al Scrabble, justo ahí, por cierto, Bobbie mencionó algo sobre la cárcel. Acababa de cambiar la palabra «cerrar» por «encerrar». Ya sabes, añadiendo una «E» y una «N». Algo de lo que comentó en ese momento me hizo pensar que se refería a la cárcel.
– ¿Y pensó que Bobbie hablaba de sí mismo?
– Eso creí en aquel entonces -dijo Nancy haciendo un gesto afirmativo con la cabeza-. Pero ahora que sé que puede que su hijo haya cometido un delito… Sí, igual Bobbie se refería a eso. No fue él quien estuvo encerrado entre rejas, quizá fuera su hijo quien estuvo en prisión.
– Quién sabe -pensó Laurel en voz alta-. Igual su hijo todavía sigue encerrado.
Esa misma tarde, Serena le contó a Laurel que tampoco había oído nunca a Bobbie Crocker mencionar que tuviera un hijo. Dijo que le costaba imaginárselo, mientras contemplaba las fotografías que Laurel había revelado de los negativos que Bobbie dejó en el Hotel New England, junto con el puñado de desgastadas y arrugadas imágenes que llevó consigo durante años. Ese día la camarera trabajaba en Burlington, así que Laurel y ella quedaron en una mesa al fondo de la cafetería, un mundo un poco extraño de bancos opuestos semejantes a los de los compartimentos de los trenes, mobiliario de cromo pulido y oscuros paneles de madera pesada. Las fotos de Bobbie se encontraban a buen recaudo en un archivador negro que, una vez abierto, ocupaba casi toda la superficie de la mesa. El restaurante no estaba muy lleno, pues acababa de pasar la hora punta. Por ese motivo, la camarera que trabajaba ese día con Serena, una mujer de mediana edad con pinta de matrona llamada Beverly, había insistido en que su joven compañera se sentara con Laurel en una mesa.
– Entonces, quieres que me quede con esto -dijo Serena, con la voz a medio camino entre la incredulidad y el desconcierto.
Parecía mayor que Laurel con su uniforme beige. Le quedaba muy justo en el pecho y se había recogido su abundante melena en un poco estiloso moño.
– Sí. Hay otros negativos que no he terminado de revelar. De momento, guárdame estos. Pero en cuanto acabe con los que me quedan te los entregaré también.
– Ésta me gusta -dijo Serena para hacer tiempo mientras asimilaba lo que Laurel le estaba pidiendo. Contemplaba la imagen del Mustang aparcado enfrente de la casa en la que Bobbie pasó su infancia-. Conozco a una persona en Stowe que colecciona coches de época. Tiene un Mustang igualito a éste, blanco con una capota negra. Muy clásico.
– Bobbie tenía mucho talento.
Serena asintió y luego miró a Laurel con seriedad. Su rostro parecía un navío dispuesto a afrontar una tormenta.
– Bueno, y ¿por qué?
– Por qué, ¿qué?
– ¿Por qué quieres que te guarde estas fotos?
Laurel dio un sorbo a su refresco. Esperaba esta pregunta, pero en una cafetería a plena luz del día -lejos de la sala de revelado y de tipos como T J. Leckbruge- temía que cualquier cosa que dijera sonara a tonterías sin sentido. Puede que incluso a algo más fuerte que a tonterías. Serena podría pensar que desvariaba. Pero sabía que éste no era el caso. No se había inventado a Leckbruge o a Pamela Buchanan Marshfield. No se había inventado las conexiones entre Bobbie Crocker y la mansión de East Egg, en Long Island. Tenía las fotos que probaban que el vínculo era real, y estaban ahí mismo, delante de sus narices, sobre la mesa de fórmica.
– Verás, su hermana las quiere -contestó-. Esa mujer de la que te hablé el viernes. Ayer quedé con su abogado, y me dio todo muy mala espina.
– ¿Qué quieres decir?
– Creo que las fotos no están seguras conmigo.
Serena se inclinó sobre la mesa, acercando su rostro al de Laurel.
– ¿Qué estás diciendo, Laurel? ¿De verdad crees que la hermana de Bobbie o ese abogado van a enviar a un matón a romperte las piernas por un puñado de fotos en blanco y negro de unos tipos jugando al ajedrez? ¿De verdad piensas que alguien puede ponerse así por una foto de un Mustang?
Laurel pensó en cerrar el archivador y corregirla: no se trataba de un puñado de fotos cualquiera. Pero Serena no se refería a eso.
– Bueno, no creo que mi integridad física esté en peligro -dijo finalmente-. No te las entregaría si pensara que alguien podría hacerte daño a ti o a tu tía. Pero sí, creo que puede haber gente que quiere robármelas, o arrebatármelas por medio de tácticas legales más agresivas.
– ¿Como qué?
– No estoy segura.
– Entonces debo guardar el secreto de estas fotos. No puedo decirle a nadie que las tengo.
– A nadie. Sólo lo sabremos tú y yo.
Serena reposó la espalda en el banco y puso las manos en su regazo.
– Mira, si no fuera porque te conozco y sé a lo que te dedicas, pensaría que acabas de salir de la calle, o del hospital psiquiátrico.
– Escucha, ya sé que suena un poco extraño, pero te aseguro que no lo es, y hasta que no sepa por qué Bobbie Crocker se cambió de apellido y por qué su hermana está tan interesada en estas fotos, necesito tu ayuda, ¿vale?
– Vale, y por supuesto que te ayudaré, Laurel, pero… ¿no te parece que todo esto es algo más que extraño? Un poco…
– Un poco, ¿qué?
Serena sonrió con timidez y añadió:
– Sólo estoy un poco preocupada por ti, nada más.
– ¿Por qué parece tan extraño y absurdo? Santo Dios, Serena, tú misma estuviste en la calle. Pensaba que entenderías mejor que nadie lo extraña y absurda que puede resultar la vida.
Laurel fue consciente, por el tono punzante y protesten de su voz, de que se había puesto a la defensiva.
– Sólo decía…
– Ya sé lo que decías. Tú, y David, y mi jefa, y mi compañera de piso… Todos me tratáis como si estuviera loca. ¡Como si me lo hubiera inventado todo!
No tenía pensado levantar la voz, pero lo hizo. Y pudo ver que los otros clientes las estaban observando.
– Yo no he dicho que te lo hayas inventado -susurró Serena.
La camarera intentaba tranquilizarla, y esto sólo conseguía aumentar su frustración. Pero no quería causarle problemas a su amiga montando un numerito en el restaurante donde trabajaba, así que intentó dominar su enfado.
– No he dormido bien esta noche -dijo, haciendo un esfuerzo consciente para que su voz sonara amistosa y tranquila mientras reconocía que, para Serena (aunque no para ella), había reaccionado de forma exagerada.
– Lo entiendo -dijo Serena, y levantó la vista para mirar a alguien por detrás del hombro de Laurel.
Laurel se giró y vio a un anciano bajito de ojos azules y lechosos acercándose a ella. Llevaba un jersey rojo con cuello de pico por el que asomaba una desfasada camisa cuyo cuello se asemejaba a las alas de un avión de papel. Aunque le quedaba poco pelo en la cabeza, le salían pelillos de la nariz y las orejas. Laurel sabía que le había visto antes, pero no estaba segura de dónde. Al instante, el hombre puso fin al misterio.
– Acabo de verte en la iglesia, hablando con mi amiga Jordie. ¿A que es un encanto?
– Sí, es un encanto -dijo Laurel, lanzando una rápida mirada a Serena y haciendo amago de levantarse por cortesía.
– No te levantes por un viejo lobo como yo. ¿Son de Reese o de Bobbie? -preguntó, pasando la mano por encima del archivador como si tuviera una varita mágica.
– Son de Bobbie. Lo siento, no me acuerdo de su nombre.
– No te disculpes, no me he presentado. Me llamo Shem, diminutivo de Sherman. Shem Wolfe. Voy a la iglesia en la que acabas de estar. Es una parroquia agradable. Antes iba a una que está cerca de Burlington, pero ahora siempre acudo a misa a Bartlett. No me importa conducir un poco más. ¿Cómo os llamáis?
Las dos jóvenes se presentaron y el hombre las saludó ofreciéndoles una mano regordeta y llena de marcas de la edad.
– Dime, ¿cómo está Bobbie? ¿Por dónde para ahora?
Laurel se preguntó si la noticia de la muerte de Bobbie sería un choque para este hombre, porque resulta probable que hubieran sido amigos. Pero Shem era mayor, y Bobbie más todavía, así que siguió adelante y le dijo:
– Bobbie murió. Fue algo repentino, un ataque al corazón. No sufrió mucho. Vivía en Burlington, a unas cinco o seis manzanas de aquí.
El hombre meneó la cabeza, asimilando la noticia.
– Vaya, qué mal. ¡Cuánto lo siento! ¿Cuándo murió?
– Hace un par de semanas.
– ¡Qué pena! Ojalá lo hubiera sabido. Habría ido a su entierro, ¿sabes? Porque hubo entierro, supongo.
– Sí, uno sencillo.
– Seguro que Jordie habría acudido también. De verdad, lo siento mucho. Aunque siempre digo que hay que ser amigo de las personas mientras están en vida, no después de muertos. -Chasqueó la lengua, moviendo su dentadura postiza, y suspiró-. Me sentaría con un par de señoritas tan guapas como vosotras… Bueno, primero os pediría permiso, no voy a ser tan presuntuoso como para suponer que ibais a querer mi compañía… Pero tengo que marcharme. Doy una clase de periodismo en la Escuela de Adultos. Ya sé, ya sé que soy demasiado viejo y que debería estar jubilado, pero en mi juventud fui redactor de periódico y me gustan las buenas historias. Buscarlas, contarlas, enseñar a otros cómo contarlas… Bueno, os dejo que tengo mucho que preparar para la clase de mañana.
– Y yo debería ir a ayudar a Beverly -dijo Serena, levantándose-. Hay una familia bastante numerosa que acaba de aparcar su coche. Vuelvo en un par de minutos, Laurel, ¿vale?
– No te marcharás por mí, ¿no? -preguntó Shem.
– No, para nada. Vuelvo enseguida.
Shem se apoyó en la mesa para observar la primera foto que asomaba en el archivador, la del Mustang enfrente del porche de la mansión de los Buchanan. Analizó la foto y soltó un sonoro suspiro.
– Ese Bobbie venía de buena familia, sí señor -dijo.
Laurel se quedó de piedra. ¿Este Shem Wolfe estaba insinuando que sabía que Bobbie Crocker pasó su infancia en la mansión de la foto?
– ¿Sabe que ésta era la casa de los padres de Bobbie? -le preguntó, deseando poder controlar su emoción y que su voz sonara tranquila.
– Bueno, es la casa de su madre. La mansión de los Buchanan, ¿no? Pero el viejo de Bobbie, su verdadero padre, vivía al otro lado de las aguas, en West Egg.
– ¿Perdón?
– Vaya, creo que estoy rizando un poco el rizo, ¿verdad? Pero así eran las cosas. Tom Buchanan crio una temporada a Bobbie, le dio un techo. Bobbie vivió con ese hombre… ¿cuánto?, ¿dieciséis, diecisiete años? Algo así. Pero su verdadero amor de hijo, una vez que lo descubrió todo, fue para su verdadero padre. O, mejor sería decir, para el fantasma de su verdadero padre. Porque, evidentemente, nunca llegó a conocerlo. Bobbie me lo contó un par de veces. Sí, dos veces me lo contó… Que le hubiera encantado conocer al gran Jay Gatsby.
Shem Wolfe resultó ser un gran cuentista, y esa tarde le relató a Laurel todo lo que sabía sobre la juventud de Bobbie Crocker. Al parecer, Reese siempre supo quién había sido el padre de este mendigo estacional. El año que vivieron juntos en Vermont, Bobbie tenía ya la suficiente confianza con Shem, el amigo de Reese, para contarle la historia de su vida. Los tres, dos ex fotógrafos y un ex periodista, pasaban mucho tiempo recordando el pasado.
– Bobbie siempre se soltaba la lengua con Reese -dijo Shem.
Cuando Serena se marchó, el hombre decidió que podía retrasar media hora la preparación de sus clases y se sentó en la mesa frente a Laurel.
– Era un hombre un poco atolondrado, y supongo que de crío también lo sería -le contó-. A veces, incluso, decía que oía voces. Siempre estaba en las nubes, le costaba concentrarse en las cosas.
Shem sabía que Bobbie nunca había sido buen estudiante ni buen deportista. Por eso, no se había llevado muy bien con Tom Buchanan, el hombre que pensaba que era su padre. La familia rara vez hablaba sobre la propiedad señorial que se levantaba frente a la suya, al otro lado de la bahía, y nadie se atrevía a mencionar el asunto del accidente. De niño, sus vecinos y profesores nunca hablaban de ello cuando Bobbie estaba presente. Sin embargo, a veces los otros chicos contaban rumores que habían escuchado, por la simple razón de que los niños pueden ser muy crueles. Normalmente, sus historias rayaban en lo fantástico y tenían escasa conexión con la prosaica realidad. Un párvulo decía que Bobbie tenía sangre marciana en sus venas, y un alumno de tercero le contó a la clase que el hombre al que Bobbie todavía consideraba su padre -Tom Buchanan, para más señas- había amasado su fortuna con un negocio de tabernas clandestinas. En cuarto, circularon historias que afirmaban que su madre había matado a un hombre, un cuento que más tarde Bobbie reconocería que tenía cierta similitud con la realidad, pues su verdadero padre no habría muerto si su madre le hubiera dicho a Tom Buchanan quién estaba al volante aquella trágica noche. Y, aunque fue un accidente, su madre había sido la responsable de la muerte de Myrtle Wilson.
En sexto, Bobbie descubrió que había sido concebido el verano de 1922: el mismo verano en el que su madre, presuntamente, mantuvo un romance con ese delincuente muerto que había vivido al otro lado de la bahía. Este hecho le pareció una simple coincidencia, e incluso durante un tiempo lo consideró como una evidencia de que su madre no podía haber tenido una relación con Jay Gatsby. Por aquel entonces, suponía él, sus padres todavía se amaban.
No es extraño que fuera una foto lo que desencadenó la pelea final con Tom tras la cual se marchó de casa. Cuando tenía dieciséis años, encontró una postal de un soldado en uno de los polvorientos libros de su madre. El militar era un poco mayor que Bobbie en aquel momento, pero el adolescente no pudo evitar darse cuenta de que había un misterioso parecido entre él y el soldado de la foto. Se notaba en el aspecto duro y serio del rostro del hombre, en sus pómulos marcados, en la mandíbula fuerte y en la mirada inquieta y ambiciosa de sus ojos oscuros. Detrás de la foto había una nota escrita a mano con una letra desconocida para Bobbie:
Para mi chica, Con amor, de Jay Camp Taylor, 1917 Desde hacía ya años, Bobbie conocía los comentarios que circulaban acerca de su madre y Jay Gatsby. Algunas veces le había dado más crédito que otras a esas acusaciones entrometidas, pero todavía era demasiado joven para aceptar la idea de que su madre fuera tan embustera y de que, ironías del destino, su padre hubiera sido tan magnánimo como para aceptar educar al hijo bastardo de Jay Gatsby. No podía creer que estas historias tan morbosas fueran ciertas, aunque sentía que su relación con su madre estaba empezando a cambiar. Notaba que la veía de un modo distinto: ya no tanto como la víctima de un turbulento matrimonio, ni como la belleza frívola de Louisville, aunque todavía le quedaban unos años antes de entrar en la edad madura. Para Bobbie su madre ya no era esa inocente a la que defendía sin reservas. Sin embargo, seguía estando seguro de que su padre -o, para ser más exactos, el hombre que lo había criado- era demasiado arrogante y cruel como para cargar con el hijo del amante de su esposa. No era posible.
Pero la foto que encontró dentro de ese viejo libro sugería que así eran las cosas. Más aún, lo probaba. Como aspirante a fotógrafo, sabía que las imágenes nunca mienten. Por lo menos, en aquellos tiempos no lo hacían. Tom Buchanan debía de conocer la verdad. Aunque en 1923 no lo hubiera tenido claro, al ver a Bobbie crecer se lo habría supuesto. El parecido no dejaba lugar a dudas. ¿Por qué, entonces, este hombre bruto y presuntuoso aceptó tenerle bajo su mismo techo, a tiro de piedra de sus ponis para jugar al polo y de su medio acre de rosales? Bobbie se dio cuenta de que la respuesta era evidente: por orgullo. Precisamente porque Tom Buchanan era tan arrogante, nunca iba a reconocer que su esposa se había acostado con Jay Gatsby y, por consiguiente, el resto de la historia, incluyendo las horribles muertes de George y Myrtle Wilson. A veces, Tom sacaba el tema de la aventura de su esposa, permitiendo que la verdad, largo tiempo enterrada, asomara con algún comentario malicioso durante las peleas que mantenía con Daisy -en ese momento, cobraron sentido los desagradables comentarios que Bobbie había escuchado durante su infancia-. Pero Tom nunca iba a tolerar que la gente creyera que su mujer le había puesto los cuernos con el delincuente de baja ralea que vivía enfrente.
Bobbie le confesó a Shem que, al echar la vista atrás, desearía haber esperado a que su madre regresara de jugar a las cartas aquella noche que se marchó de casa. Aquel día le pidió a Tom que le contara lo que realmente había pasado en 1922. No es que no lo supiera, pero estaba lleno de rabia adolescente y en cuanto vio a Tom en la cocina -la misma habitación en la que el hombre se había reconciliado con su madre apenas unas horas después de que Myrtle Wilson muriera atropellada cerca de los montones de ceniza-, explotó. Ahí estaba el hombre que, en esencia, había provocado la muerte de su padre. Se abalanzó sobre él, pero Tom vio venir el ataque, lo esquivó y lanzó al muchacho al suelo. Socarrón, le preguntó si quería levantarse para llevarse otro golpe. Su hermana intentó apaciguarlos, pero sus esfuerzos estaban condenados al fracaso, porque Bobbie sabía de qué lado terminaría poniéndose la muchacha. Ahora comprendía por qué su padre siempre la trataba mejor a ella. Además, Pamela siempre se ponía de parte de sus padres aunque su comportamiento fuera indefendible. No quería tener nada que ver con ella, igual que con Daisy y con Tom.
– ¿Y después de que se marchara? -preguntó Laurel a Shem-. ¿Qué pasó después?
– A partir de ahí, todo se vuelve borroso.
– ¿Por qué?
– A veces no estaba seguro de cuáles eran las cosas que Bobbie había hecho de verdad y cuáles se estaba inventando. Pero Reese conocía algunos detalles, y entre lo que Bobbie le había contado hacía años y lo que Reese recordaba de cuando trabajaban juntos en la revista, podías hacerte una idea.
– ¿De qué?
Shem apoyó la cabeza en las manos. Su mente era un armario lleno de reminiscencias de Bobbie, unas reales y otras imaginadas. Le contó a Laurel que Bobbie sostenía que había viajado por el mundo, pero el muy pícaro imitaba a su padre en tantos aspectos que Shem creía que muchos de ellos eran invenciones. Aparentemente, Bobbie se dedicó a buscar a la familia de Jay Gatsby. Decía que había estado en las frías ciudades de la altiplanicie de Minnesota en busca de su abuelo, y, finalmente, en Saint Olaf, un colegio luterano al sur del estado en el que Bobbie había oído que Jay pasó dos semanas de estudiante y bedel. Como hiciera su padre tres décadas antes, Bobbie dijo que había trabajado de pescador de almejas y salmones en el lago Superior. Localizó los restos de Camp Taylor, evitando escrupulosamente a sus primos y sus abuelos que todavía vivían en aquel apartado rincón de Kentucky. Contaba que, años después, había regresado a Louisville a ver qué quedaba de los Fay, y que había participado y fotografiado una manifestación por la libertad en Frankfurt, a una hora al este. De joven, a Bobbie se le pasó por la cabeza tomar el apellido de su verdadero padre, pero prefirió guardar el anonimato, ya que se dedicaba a visitar los estados y las ciudades que tenían cualquier relación, incluso la más mínima, con su pasado.
Cuando los Estados Unidos entraron en la Segunda Guerra Mundial, se alistó en el ejército. A fin de cuentas, era lo que su padre hubiera hecho. Su verdadero padre había sido capitán de infantería, luchó en Argonne y tuvo a su mando una división ametralladora. El hombre que lo crio, por su parte, se había pasado casi todo el año 1917 jugando al polo, y 1918 cortejando a Daisy.
Esto tenía Bobbie en la cabeza cuando se alistó en el ejército. Sentía que no podía ser un Gatsby dados los prejuicios que tenía la gente sobre su padre, pero ya no quería seguir siendo un Buchanan. No quería seguir siendo el hijo de un asqueroso patricio. No quería seguir siendo Robert. Cuando se dirigía a la oficina de reclutamiento de Fairmont, Minnesota, pasó por delante de una tienda que tenía en el escaparate un póster de un ama de casa ficticia llamada Betty Crocker. Decidió, de repente, apropiarse del apellido. ¿Por qué no podía ser Bobbie Crocker en lugar de Robert Buchanan? ¿Acaso su verdadero padre no se había cambiado también de nombre?
Además, sabía que si se cambiaba de nombre les resultaría mucho más difícil dar con él. Shem no podía definir con precisión quiénes eran
esos que andaban detrás de Bobbie. Sin embargo, no decidió dejar de ser un Buchanan debido a una incipiente esquizofrenia y a sus manías persecutorias. Había también un deseo de distanciarse de todo el falso, sombrío y moralmente insolvente clan familiar.
Aunque en el ejército tuvieron ciertas dudas acerca de la salud mental de un recluta cuyo nombre les recordaba a una marca de masa pastelera, eso no les impidió enviarlo a desembarcar en Omaha Beach, en una de las primeras compañías que siguieron a los equipos de derribo. Bobbie luchó ese año y el siguiente en Francia, Bélgica y Alemania, y regresó de la guerra sin un rasguño, al menos físicamente. Tuvo un romance con una francesa que estaba incluso más descarriada que él, teniendo en cuenta que gran parte de su familia había muerto durante la primera incursión alemana de 1940 y después luchando en el norte de África en 1943. Había perdido a dos hermanos, a un primo y a su padre. Bobbie quería traérsela a los Estados Unidos, pero ella no quiso dejar a su familia, ni a los vivos ni a los muertos.
Por eso, regresó solo a América junto a su batallón y, tras ser desmovilizado, encontró trabajo en una tienda de fotografía en el bajo Manhattan. Vendía cámaras y películas, y por las tardes se dedicaba a sacar fotos. Frecuentaba los clubes nocturnos, sobre todo porque vivía solo en un sórdido apartamento de Brooklyn en el que procuraba pasar el menor tiempo posible. El poco dinero que tenía lo gastaba en locales como el Blue Light, el Art Barn o el Hatch. Bebía mucho, con lo que sólo conseguía aumentar su aislamiento y exacerbar su enfermedad mental. Además, descubrió que podía beber gratis si se dedicaba a sacar fotos a los artistas. Como no tenía un estudio, eran imágenes de los músicos y los cantantes en el escenario o mientras se relajaban en sus camerinos. A los artistas les encantaban las fotos y, lo más importante, también a sus managers, sobre todo las instantáneas. En 1953, recibió su primer encargo para sacarle una foto a Muddy Waters, un retrato de perfil del cantante para Chess Records que mostraba al maestro con el clavijero de su guitarra eléctrica apoyado en la punta de su elegante y aguileña nariz.
El trabajo de Bobbie llamó la atención de los editores de las revistas
Backbeat y
Life, y no tardó en entablar amistad con un joven editor de imagen que se hacía llamar Reese.
A partir de ahí, Laurel era capaz de continuar con la historia sin la ayuda de Shem. El hombre no hacía más que corroborar sus sospechas y los datos que ella ya había deducido: el equilibrio mental de Bobbie nunca había sido su punto fuerte y el alcohol aumentó su inestabilidad y su esquizofrenia. Poco a poco, fue volviéndose menos de fiar. Durante la siguiente década, entregaba algunos trabajos en las fechas previstas, pero otros no.
Tenía un inmenso talento, lo que convertía el trabajo con él en algo mucho más frustrante. Había temporadas, en los años sesenta, durante las cuales Bobbie desaparecía de la faz de la tierra tanto tiempo que Reese llegaba a pensar que su amigo había muerto. Cuando volvía a dar señales de vida, Reese le insistía para que buscara un sitio en el que desintoxicarse de una vez por todas. Shem imaginaba que, durante los períodos en los que permanecía desaparecido, Bobbie habría estado en un hospital, o, más probablemente, buscando a su familia. Esto suponía recorrer los fondos más bajos de ciudades del Medio Oeste y de Chicago, breves charlas con los hijos de gente que podría -o no- haber conocido a esos extraños hombres que conoció su padre y que pasaron por la vida de Jay Gatsby como espectros: Meyer Wolfsheim, Dan Cody, un interno llamado Klipspringer…
A veces, contaba Shem, Bobbie se echaba novias. Cuando estaba sobrio, el fotógrafo era un tipo excéntrico, con talento y atractivo, aunque no era muy guapo en el sentido tradicional del término porque tenía la piel enrojecida por el alcoholismo y, debido a su enajenación mental, cada vez descuidaba más su higiene. Sin embargo, estuvo con esa corista que nunca llegó a triunfar en la canción, con esa bailarina que nunca llegó a triunfar en el baile o con la secretaria de la revista
Life -ésta sí que triunfó al asociarse con Helen Gurley Brown y acabar como ayudante de edición de
Cosmopolitan-. Cada vez que Bobbie se presentaba con una mujer, Reese tenía la esperanza de que por fin su amigo hubiera encontrado la pareja que le ofreciera una base sólida sobre la que sentar la cabeza. Pero esto nunca sucedió.
– ¿Y su hijo? -preguntó Laurel-. ¿Cuál de ellas fue la madre de su hijo? ¿Lo sabe?
– No, no lo sé. No sé mucho, la verdad. Sólo sé que no lo tuvo con una de sus relaciones más serias. Era una mujer que tenía algo que ver con el teatro, aunque no era actriz. Diseñadora de vestuario, costurera o algo así. Murió hace mucho.
– ¿Sabe algo del hijo?
– A Bobbie no le gustaba hablar de él. Era vino de esos temas, y Bobbie tenía muchos, que estaban vetados.
– Pero algo contaría.
– Su hijo era indigente, eso sí que lo sé.
– ¿Como Bobbie?
– Peor. Estaba metido en las drogas. No hacía mucho con su vida.
– ¿Podría haber sido un feriante?
– ¿Como los del circo?
– Uno de esos que van a las ferias y fiestas de los pueblos.
– Es probable.
– ¿Y puede ser que terminara en Vermont?
– Eso parece, hace siete u ocho años. Pero cuando Bobbie regresó, hace dos años, ya hacía mucho que se había marchado. Bobbie nunca mencionó que fuera a verle.
– Hay dos hombres que…
– ¿Qué?
Laurel meneó la cabeza. No podía. Le sorprendió haber comenzado a contar lo que le había sucedido hacía ya siete años. Supuso que había empezado a hablar porque Shem era una fuente de información abundante e inesperada y porque su rostro resultaba agradable y poco amenazador. Incluso las profundas líneas que tenía alrededor de los labios estaban agradablemente moldeadas, como las estrías de una concha. De todos modos, tenía que descubrir si el hijo de Bobbie era uno de los hombres que la habían agredido y, de ser así, cuál de los dos.
– ¿Cree que su hijo podría estar en la cárcel? -preguntó para evitar seguir contándole la historia de la agresión-. Jordie me dijo que podría ser un criminal.
– Si lo era, no debía de ser un ladrón de poca monta. No te olvides de que Bobbie pasó mucho tiempo en las calles. Si dejó de hablar con su hijo no sería porque hubiera robado un bocadillo o porque tuviera un problema con las drogas. Debió de haber sido algo mucho peor.
Laurel se armó de fuerzas y añadió:
– ¿Un violador?, ¿un asesino?
– Puede ser.
– ¿Podría estar en la cárcel por violación?, ¿o intento de violación?
Notó que el hombre la estudiaba atentamente, comprensivo, con una mirada de abuelo preocupado.
– Supongo que todo es posible -dijo, pasados unos instantes.
– ¿Reese lo sabía?
– ¿Lo del hijo? ¿O la posibilidad de que el hijo se hubiera convertido en un maleante?
– Las dos cosas.
– Sabía que Bobbie tenía un hijo, pero poco más. No te olvides de que Bobbie no era un gran padre. Tenía sus propios demonios, su propia enfermedad mental. Nos contó a Reese y a mí que la madre del muchacho lo había mantenido apartado de él cuando era pequeño. No quería que Bobbie tuviera nada que ver con su hijo. Puede que esto lo entristeciera. Quizá lo apuntó a la lista de conspiraciones que lo rodeaban. Puede que comprendiera que no era capaz de ayudar al chico. ¿Quién sabe? Reese, probablemente, pensara que fue una elección acertada por parte de la madre. Era consciente de las limitaciones de Bobbie.
– Pero él quería a Bobbie.
– Mucho. Oh, sí, mucho. Hace años, antes de que tú nacieras, Reese le dejó claro a su amigo que si alguna vez necesitaba cualquier cosa, no dudase en pedírsela. Y eso fue lo que un día, décadas más tarde, hizo Bobbie. Debió de ser hace cosa de dos años -dijo Shem, con voz cada vez más amarga.
El hombre contó que Bobbie había llegado a las Green Mountains en busca de Reese. Ya era mayor y no le quedaban muchas opciones. Pero no encontró a Reese a la primera. Algo le pasó en Burlington y acabó en el Hospital Público de Vermont. Allí le pidió a alguien que localizara a su antiguo editor. Dos meses más tarde le dieron el alta y lo dejaron al cuidado de Reese. La capacidad de concentración de Bobbie había disminuido hasta tal punto que apenas era capaz de pasarse media hora viendo una telecomedia en la tele. Reese supuso que Bobbie había estado los últimos años entrando y saliendo de hospitales en Nueva York, Florida y Dakota del Norte. Pero ya no bebía y, cuando estaba correctamente medicado, volvía a ser el mismo inadaptado bonachón, de buen corazón y un poco impresentable que había sido treinta y cinco o cuarenta años atrás.
– ¿Qué vas a hacer con estas fotos? -le preguntó Shem cuando terminó su historia, con la vista fija en una imagen de Julie Andrews haciendo de Ginebra que lo tenía fascinado e incluso algo emocionado-. Yo vi ese espectáculo, en 1960, en el teatro Majestic. Me acababa de casar. Julie Andrews nunca estuvo más guapa que entonces, ¿verdad?
Laurel le aseguró que nunca lo estuvo y añadió que, al contrario que la mayoría de las jóvenes de su edad, se sabía de memoria la letra de «The Simple Joys of Maidenhood»
[8]. Luego le contó a Shem los planes de su jefa de hacer una retrospectiva de la obra de Bobbie para darle la oportunidad de tener la exposición que nunca pudo realizar en vida.
– ¡Vaya! Seguro que a su hermana le encanta la idea -dijo Shem, con una risita recelosa acompañando este comentario-. ¿Sigue coleando, o también pasó a mejor vida?
– Sigue viva, pero anda contando que su hermano murió de adolescente. O por lo menos, eso es lo que a mí me dijo. Incluso me retó a ir a Chicago para ver su tumba. ¿Cree que está al tanto de que Bobbie tenía un hijo?
– Lo dudo -dijo él-. ¿Sabes? No le hará gracia lo de vuestra exposición. Por lo que contaba Bobbie, creo que esta mujer era muy fiel a sus padres. Mucho. No era una niña de mamá ni una niña de papá, era una niña de los dos. A Bobbie y a Reese les entraba la risa al ver las energías que empleó durante gran parte de su vida para rehabilitar la reputación de sus padres. Se irá a la tumba diciéndole a cualquiera dispuesto a escuchar que todos esos chismes sobre su madre y Jay Gatsby no eran más que un montón de tonterías, imposibles de demostrar.
Laurel apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos de las manos delante de su rostro mientras reflexionaba sobre esto.
– ¿Qué está sugiriendo? ¿Cree que entre estas imágenes puede haber una foto que demuestre que Jay Gatsby era el padre de Bobbie?
– Igual no es en éstas, pero sí en otras. ¡Seguro! A fin de cuentas, a eso se dedicó nuestro paranoico y esquizofrénico amigo, ¿no? Esas fotos eran para él como los apuntes de un demente. Unas notas cifradas con un código secreto. Las fotos que Bobbie siempre llevaba encima eran como un mapa del tesoro.
– O una autobiografía.
– ¡Exacto! ¿Te acuerdas de ese programa de la tele,
This is your life? Casi seguro que no, lo ponían hace mucho. Era un programa de los años cincuenta. Lo presentaba Ralph Edwards. Traía a invitados famosos, Nat King Cole, o Gloria Swanson, por ejemplo, y sus amigos y familiares aparecían uno a uno para sorprenderlos con historias de su vida. Bobbie estaba haciendo su propio
This is your life con sus imágenes. Sacaba fotos de todo lo que tenía que ver con su lado Gatsby. Reese me dijo que era una especie de obsesión para su amigo.
– ¿Fue el propio Bobbie el que le contó que se dedicaba a eso?
– No, pero te voy a decir una cosa: ¿Te acuerdas de ese día, en 1939, en el que Bobbie encontró la foto que Jay le regaló a su madre? Ésa en la que salía con el uniforme de soldado. Bobbie se la llevó al escapar de casa. Reese la vio muchos años después, cuando él y Bobbie todavía trabajaban en
Life. Me dijo que Bobbie aún era lo suficientemente joven como para notar el parecido, que era algo increíble. Está claro que las fotos que sacaba Bobbie eran como las pistas de una búsqueda del tesoro. Si no todas, por lo menos una gran parte. Ya sabes, puede que encuentres la casa, luego igual encuentras la habitación, después abres el cajón y ahí encontrarás la foto.
– ¿Qué foto? ¿La de Jay en Camp Taylor?
Shem extendió las manos con las palmas hacia arriba.
– No tengo ni idea de qué es lo que se oculta en el cajón. Ni tan siquiera sé si es un cajón, un armario o una caja. Sólo era una metáfora. Pero Bobbie le contó a Reese que todo estaba en las fotos, y Reese me lo contó a mí. Por eso siempre las llevaba encima, no importa dónde estuviera o lo mal que le fueran las cosas. Constituían la prueba de quién era en realidad. La prueba de que su padre era ese buen tipo del que todo el mundo hablaba, y que era mucho mejor que esa maldita panda del otro lado de la bahía.
– Tengo algunas fotos que Bobbie llevaba con él al final de sus días. Hay una de él y su hermana, otra de Jay junto a un coche muy llamativo… Pero ésa de la que habla, la de Jay de uniforme, no la he encontrado.
– Puede que su hijo sepa dónde está -dijo Shem-. Quizá el chaval sepa dónde encontrarla. Igual ése es el motivo por el que Bobbie se presentó aquí hace siete años. Para dejar la última prueba.
Laurel sabía dónde estaban los dos hombres. El más violento, el que había matado a una profesora en Montana, se encontraba en el pabellón de máxima seguridad de una prisión a sesenta kilómetros al noroeste de Butte. El otro, el que no tenía antecedentes, seguía en Vermont, en un correccional a las afueras de Saint Albans. Nunca se le pasó por la cabeza volver a verlos después de que, tras oír la sentencia, se los llevaran del juzgado. A uno, con destino a una cárcel de Vermont; y al otro, a ser juzgado por asesinato en Montana.
– Puede que su hijo tenga la foto, ¿verdad? -dijo Laurel-. O algún tipo de prueba.
– Seguro. Pero ¿cómo piensas dar con él? Lo único que sabes es que hizo algo malo, pero ni tan siquiera estás segura de que esté en la cárcel.
«Sí, sí que lo sé -pensó Laurel-. Lo único que no sé es si está en la cárcel de Montana o en la de Vermont.»