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– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Alex, y mis tres
drugos , Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo
Korova, exprimiéndonos los
rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. El bar lácteo
Korova era un
mesto donde servían leche-plus, y quizás ustedes, oh hermanos míos, han olvidado cómo eran esos
mestos , pues las cosas cambian tan
scorro en estos días, y todos olvidan tan rápido, aparte de que tampoco se leen mucho los diarios. Bueno, allí vendían leche con algo más. No tenían permiso para vender alcohol, pero en ese tiempo no había ninguna ley que prohibiese las nuevas
vesches que acostumbraban meter en el viejo
moloco , de modo que se podía
pitearlo con
velocet o
synthemesco o
drencrom o una o dos
vesches más que te daban unos buenos, tranquilos y
joroschós quince minutos admirando a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en el zapato izquierdo, mientras las luces te estallaban en el
mosco . O podías
pitear leche con cuchillos como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, y eso era lo que estábamos
piteando la noche que empieza mi historia.
Teníamos los bolsillos llenos de
dengo , de modo que no había verdadera necesidad de
crastar un poco más, de
tolchocar a algún anciano
cheloveco en un callejón, y
videarlo nadando en sangre mientras contábamos el botín y lo dividíamos por cuatro, ni de hacernos los ultraviolentos con alguna
ptitsa tembleque,
starria y canosa en una tienda, y salir
smecando con las tripas de la caja. Pero como se dice, el dinero no es todo en la vida.
Los cuatro estábamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones de malla negra muy ajustada, y el viejo molde de la jalea, como le decíamos entonces, bien apretado a la entrepierna, bajo la nalga, cosa de protegerlo, y además con una especie de dibujo que se podía videar bastante bien si le daba cierta luz; el mío era una araña, Pete tenía una
ruca (es decir, una mano), Georgie una flor muy vistosa y el pobre y viejo Lerdo una cosa bastante fiera con un
litso (quiero decir, una cara) de payaso, porque el Lerdo no tenía mucha idea de las cosas y era sin la más mínima duda el más obtuso de los cuatro. Además, llevábamos chaquetas cortas y ajustadas a la cintura, sin solapas, con esos hombros muy abultados (les decíamos
plechos ) que eran una especie de parodia de los verdaderos hombros anchos. Además, hermanos míos, usábamos esas corbatas de un blanco sucio que parecían de puré o
cartófilos aplastados, como si les hubieran hecho una especie de dibujo con el tenedor. Llevábamos el pelo no demasiado largo, y calzábamos botas
joroschós para patear.
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Había tres
débochcas juntas frente al mostrador, pero nosotros éramos cuatro
málchicos , y en general aplicábamos lo de uno para todos y todos para uno. Las pollitas también estaban vestidas a la última moda, con pelucas púrpuras, verdes y anaranjadas en las
golovás , y calculo que cada una les habría costado por lo menos tres o cuatro semanas de salario, y un maquillaje haciendo juego (arcoiris alrededor de los
glasos y la
rota pintada muy ancha). Llevaban vestidos largos y negros muy derechos, y en la parte de los
grudos pequeñas insignias plateadas con los nombres de distintos
málchicos . Joe, Mike y otros por el estilo. Seguramente los nombres de los diferentes
málchicos con los que se habían toqueteado antes de los catorce. Miraban para nuestro lado, y estuve a punto de decir (por supuesto, torciendo la
rota ) que saliéramos a
polear un poco, dejando solo al pobre y viejo Lerdo. Sería suficiente
cuperarle un demi-Iitre de blanco, aunque esta vez con algo de
synthemesco ; pero la verdad es que no habría sido juego limpio. El Lerdo era muy fiero y tal cual su nombre, pero un peleador de la gran siete, de veras
joroschó y un as de la bota.
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
El
cheloveco que estaba sentado a mi lado -porque había esos asientos largos, de felpa, pegados a las tres paredes- tenía una expresión perdida, con los
glasos vidriosos y mascullando
slovos , como «De las insípidas obras de Aristóteles, que producen ciclámenes, brotan elegantes formaniníferos». Por supuesto, estaba en otro mundo, en órbita, y yo sabía cómo era eso, porque lo había probado como todos los demás, pero en ese momento me puse a pensar, oh hermanos, que era una
vesche bastante cobarde. Te estabas ahí después de beber el
moloco , y se te ocurría el
meselo de que las cosas de alrededor pertenecían al pasado. Todo lo
videabas clarísimo -las mesas, el estéreo, las luces, las niñas y los
málchicos – pero era como una
vesche que solía estar allí y ya no estaba. Y te quedabas hipnotizado por la bota, o el zapato o la uña de un dedo, según el caso, y al mismo tiempo era como si te agarraran del pescuezo y te sacudieran igual que a un gato. Te sacudían sin parar hasta vaciarte. Perdías el nombre y el cuerpo, y te perdías tú mismo, y esperabas hasta que la bota o la uña del dedo se te ponían amarillas. cada vez más amarillas. Después, las luces comenzaban a restallar como átomos, y la bota o la uña del dedo, o quizás una mota de polvo en los fundillos de los pantalones se convertían en un
mesto enorme, grandísimo, más grande que el mundo, y ya te iban a presentar al viejo
Bogo o Dios, y entonces todo concluía. Gimoteando volvías al presente, con la
rota preparada para llorar a grito pelado. Todo muy lindo, pero muy cobarde. No hemos venido a esta tierra para estar en contacto con Dios. Esas cosas pueden liquidar toda la fuerza y la bondad de un
cheloveco .
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
El estéreo funcionaba, y uno se hacía la idea de que la golosa del cantante volaba de una punta a la otra del bar, remontaba hasta el techo y volvía a caer y zumbaba de pared a pared. Era Berti Laski aullando una antigualla realmente
starria que se llamaba
Me levantas la pintura. Una de las tres
ptitsas del mostrador, la de la peluca verde, entraba y sacaba la barriga al compás de lo que llamaban música. Sentí que los cuchillos del viejo
moloco empezaban a punzar, y que ya estaba preparado para un poco de la una-menos-veinte. Entonces grité: -iFuera fuera fuera fuera! -y al
veco que estaba sentado junto a mí, en su propio mundo, le largué un alarido
joroschó en el
uco o la oreja, pero él no lo oyó y siguió con su «Quincalla telefónica y la faralipa se pone rataplanplanplan». Se sentiría perfecto cuando volviera, bajando de las alturas.
– ¿Adónde vamos? -dijo Georgie.
– A caminar un poco -le contesté- y a videar qué pasa, oh hermanitos míos.
Así que nos largamos a la gran noche invernal y descendimos por el bulevar Marghanita, y luego doblamos entrando en la avenida Boothby, y allí encontramos justo lo que buscábamos, una broma
malenca para empezar la noche. Era un
veco tipo maestro de escuela,
starrio y tembleque, con anteojos y la
rota abierta al frío aire de la
naito . Llevaba unos libros bajo el brazo y un paraguas raído y daba vuelta a la esquina viniendo de la
biblio pública, frecuentada por no muchos
liudos en esos tiempos. Después del anochecer no se veían demasiados tipos del viejo estilo burgués, por la escasez de policía y por nosotros los magníficos y jóvenes
málchicos que rondábamos, y este
cheloveco de tipo profesoral era el único que caminaba en toda la calle. Así que
gulamos hacia él y le dijimos muy corteses: -Disculpe, hermano.
Parecía un
malenco puglio cuando nos
videó a los cuatro, que nos acercábamos tan serenos, corteses y sonrientes, pero dijo: -¿Sí? ¿Qué pasa? -con una
golosa muy alta, de maestro de escuela, como si intentara demostramos que no era un
puglio . Le dije:
– Veo que llevas unos libros bajo el brazo, hermano. Realmente, es un placer raro en estos tiempos tropezar con alguien que todavía lee, hermano.
– Oh -dijo, todo agitado-. ¿De veras? Ah, comprendo. -Y siguió mirándonos, y se encontraba en medio de un grupo muy sonriente y cortés.
– Sí -añadí-. Me interesaría mucho, hermano, que tuvieras la amabilidad de dejarme ver qué son esos libros que llevas bajo el brazo. Un libro bueno y limpio, hermano, es la cosa más linda del mundo.
– Limpio -repitió-. Limpio, ¿eh? -Y entonces Pete le
scvateó los tres libros y verdaderamente
scorro los distribuyó entre nosotros. Como eran tres, todos menos el Lerdo teníamos uno para
videar . El mío se llamaba
Cristalografía elemental, así que lo abrí y dije:- Excelente, realmente de primera -mientras volvía las páginas. Entonces exclamé, con la
golosa muy escandalizada-: Pero, ¿qué es esto? ¿Qué significa este sucio
slovo ? Me ruborizo de ver esta palabra. Me decepcionas, hermano, de veras te lo digo.
– Pero -quiso replicar-, pero, pero…
– Aquí -dijo Georgie- hay algo que me parece una verdadera porquería. Aquí veo un
slovo que empieza con p y otro con c. -Tenía un libro llamado
El milagro del copo de nieve. – Oh -dijo el pobre Lerdo,
smotando sobre el hombro de Pete, y como siempre se le fue la mano- y aquí y aquí dice lo que él le hizo a ella, con foto y todo. Pero si no eres más que un carcamal repulsivo de mente podrida.
– Un viejo como tú, hermano -dije, y empecé a destrozar el libro que me había tocado, y los otros hicieron lo propio con los suyos, el Lerdo y Pete a los tirones con
El sistema romboédrico. El
starrio de tipo profesoral comenzó a
crichar -: Pero si no son míos, son del municipio, esto es abusivo y vandálico -y otros
slovos por el estilo. Y trataba de arrebatarnos los libros, y resultaba una escena bastante patética-. Mereces una lección, hermano -dije-, te la has ganado. -El libro sobre cristales que yo tenía estaba sólidamente encuadernado, y era difícil
rasrecearlo en pedazos, era lo que se dice
starrio , como que era del tiempo en que las cosas se hacían para durar, pero me las arreglé para arrancar las páginas y echarlas al aire como copos de nieve, aunque grandes, sobre el viejo
veco que
crichaba ; y entonces los otros hicieron lo mismo con los suyos, y el viejo Lerdo, iqué payaso!, comenzó a bailar alrededor.- Ahí tienes los restos -dijo Pete-, asqueroso lector de basura y porquerías.
– Viejo
veco perverso -dije, y comenzamos a jugar con él. Pete le sostuvo las
rucas y Georgie consiguió abrirle la
rota , y el Lerdo le arrancó los
subos postizos, arriba y abajo. Los tiró al suelo, y yo se los machaqué con las botas, aunque eran más duros que una piedra, como que estaban hechos con un nuevo y
joroschó material plástico. El viejo
veco empezó a refunfuñar no sé qué chumchum- uuf aaf uuf -de modo que Georgie le soltó las
gubas y le descargó una buena en la
rota desdentada con el puño anillado, y entonces el viejo
veco comenzó a quejarse de lo lindo y le brotó la sangre, hermanos míos, y qué hermosa era. Así que nos limitamos a sacarle los
platis , y lo dejamos en chaqueta y calzoncillos largos (muy
starrio ; el Lerdo casi se enferma de tanto reír), y finalmente Pete le encajó una cariñosa patada en el culo y lo soltamos. Se alejó tambaleándose, a pesar de que no había sido un
tolchoco tan impresionante, pero él gimoteaba oh oh oh, sin saber dónde estaba o qué pasaba, y nosotros nos reímos con ganas; después le vaciamos los bolsillos, mientras el Lerdo bailaba una danza con el paraguas raído; pero no encontramos gran cosa. Había unas pocas cartas
starrias , algunas de 1960 que empezaban «Mi muy querido», y todas esas
chepucas , además de un llavero y una lapicera
starria que perdía. El Lerdo acabó su danza del paraguas, y naturalmente no se le ocurrió nada mejor que empezar a leer en voz alta una de las cartas, como para demostrar a la calle desierta que sabía leer. «Querido mío», recitó con
golosa muy aguda, «pensaré en ti mientras estás lejos, y espero que recuerdes abrigarte bien cuando salgas de noche». Aquí largó una
smeca muy
chumchum -. Jo, jo, jo -haciendo como que se limpiaba el
yama con la carta-. Bueno -dije-. Basta, hermanos míos. -En los pantalones del
veco starrio sólo encontramos
malenco dinero, apenas tres
golis , así que tiramos esa porquería de moneditas, comida para pájaros comparadas con lo que teníamos encima. Después rompimos el paraguas y le
rasreceamos los
platis, y tiramos los pedazos al aire, hermanos míos, y así acabamos con el asunto del
veco starrio de aire profesoral. No era gran cosa, ya lo sé, pero no por eso voy a pedir disculpas a nadie, y además la noche apenas comenzaba. Los cuchillos de la leche-plus ya estaban descargando pinchazos fuertes y
joroschós .
Ahora había que hacer una buena acción, que era un modo de gastar un poco de dinero, cosa de tener más de un incentivo para
crastar una tienda, y también de prepararnos de antemano una coartada; de modo que fuimos todos al
Duque de Nueva York, en la calle Amis, y por supuesto allí se habían refugiado tres o cuatro viejas
bábuchcas piteando café y menjunjes pagados con bonos AE (Ayuda del Estado). Ahora éramos los
málchicos bondadosos, que saludaban sonrientes a todo el mundo, pero las viejas y arrugadas harpías comenzaron a agitarse, les temblaban las viejas
rucas venosas y los vasos salpicaban las mesas con sus menjunjes. -Déjennos tranquilas, muchachos -dijo una de ellas, la cara con más líneas que un mapa-, no somos más que unas pobres viejas. -Pero nos contentamos con mostrar la dentadura, flash, flash, flash, nos sentamos, tocamos la campanilla y esperamos que viniese el camarero. Cuando apareció, todo nervioso y frotándose las
rucas en el delantal grasiento, le pedimos cuatro veteranos: una mezcla de ron y jerez muy popular entonces, y que algunos preferían a la canadiense, con un chorrito de lima. Le dije al camarero:
– Sírvales a esas pobres
bábuchcas viejas algo alimenticio. Whisky en abundancia para todas, y lo que quieran. -Y vacié sobre la mesa todo mi
dengo , y lo mismo hicieron los otros, oh hermanos míos. Así que les sirvieron
fuegodoros dobles a aquellas damas
starrias y asustadas, y ellas no sabían qué decir o hacer. Una soltó un «Gracias, muchachos» pero sin duda barruntaba que se venía algo fulero. En fin, todas recibieron su botella de Yank General; quiero decir, coñac para llevar, y pagué para que a la mañana siguiente les mandaran a todas una docena de menjunjes y café, de modo que las
chinas viejas y hediondas dejaron las direcciones en el mostrador. Después, con el
dengo que nos quedaba compramos, hermanos míos, todos los pasteles de carne, pretzels, bocadillos de queso, patatas fritas y barras de chocolate que había en aquel
mesto , y también eso era para las viejas harpías. Entonces dijimos:- Volvemos en una
minuta -y las
ptitsas canturreaban-: Gracias, muchachos -y- Dios los bendiga, muchachos -y salimos sin un centavo en los
carmanos .
– Uno se siente realmente
dobo -dijo Pete. Se
videaba que el pobre y viejo Lerdo no
ponimaba un cuerno de lo que pasaba, pero no hablaba por miedo de que lo llamaran
glupo y cabeza de melón. Bueno, doblamos la esquina para ir a la avenida Attlee, y encontramos abierto el negocio de golosinas y
cancrillos . Hacía casi tres meses que no andábamos por ahí, y en general todo el barrio había estado muy tranquilo, y por eso los
militsos armados o las patrullas de
militsos no rondaban demasiado, y más bien se los veía al norte del río. Nos pusimos las máscaras: unas cosas nuevas, realmente
joroschós , lo que se dice bien hechas. Eran caras de personajes históricos (te decían el nombre cuando las comprabas); la mía era Disraeli, la de Pete representaba a Elvis Presley, Georgie tenía a Enrique VIII, y el pobre y viejo Lerdo andaba con un
veco poeta llamado Pebe Shelley; eran disfraces auténticos, con pelo y todo, fabricados con una
vesche plástica muy especial, que cuando uno se la quitaba se la podía enrollar y meter en la bota. Entramos tres, y Pete quedó de
chaso afuera, aunque en realidad no había por qué preocuparse. En cuanto nos metimos en la tienda nos acercamos a Slouse el encargado, un
veco como un montón de jalea de oporto que
videó en seguida la que se le venía encima y enfiló derecho para la trastienda, donde estaba el teléfono y quizá la
puschca bien aceitada, con las seis mierdosas balas. El Lerdo dio la vuelta al mostrador,
scorro como un pájaro, haciendo volar paquetes de
cancrillos y aplastando un gran letrero de propaganda en que una
filosa les mostraba a los clientes unos
subos relampagueantes, y bamboleaba los
grudos anunciando una nueva marca de
cancrillo. Lo que se videó entonces fue una especie de pelota grande que rodaba por el interior de la tienda, detrás de la cortina, y que era el viejo Lerdo y Slouse trenzados en algo así como una lucha a muerte. Se
slusaban jadeos, ronquidos y golpes detrás de la cortina, y
vesches que caían, y palabrotas y el vidrio que saltaba en mil pedazos. La vieja Slouse, la mujer, estaba como petrificada detrás del mostrador. Calculamos que se pondría a
crichar asesinos si le dábamos tiempo, así que pegué la vuelta al mostrador muy
scorro y la sujeté, y vaya paquete
joroschó que era, toda
nuqueando a perfume y con los
grudos flojos que se bamboleaban como flanes. Le apliqué la
ruca sobre la
rota para que dejase de aullar muerte y destrucción a los cuatro vientos celestiales, pero la muy perra me dio un mordisco grande y perverso y yo fui el que
crichó , y ella abrió la bocaza chillando para atraer a los
militsos. Bueno, hubo que
tolchocarla como Dios manda con una de las pesas de la balanza, y después darle un buen golpe con una barra de abrir cajones, y ahí le salió la colorada como una vieja amiga. La tiramos al suelo y le arrancamos los
platis para divertirnos un poco, y le dimos una patadita suave para que dejara de quejarse. Y al verla ahí tendida, con los
grudos al aire, me pregunté si lo haría o no, pero decidí que eso era para después. De modo que limpiamos la caja, y las ganancias de la noche fueron
joroschó , y después de servirnos algunos paquetes de los mejores
cancrillos, hermanos míos, nos largamos a la calle.
– Era un grandísimo hijo de puta -decía el Lerdo. No me gustó el aspecto del Lerdo; estaba sucio y desarreglado, como un
veco que anduvo peleando, precisamente lo que había hecho, pero uno nunca ha de
parecer lo que hace. Tenía la corbata como si se la hubieran pisoteado, la máscara arrancada y el
litso sucio de polvo, así que lo llevamos a un callejón y lo limpiamos un
malenco, mojando los
tastucos en saliva para sacarle la roña. Las cosas que hacíamos por el pobre Lerdo. Volvimos muy
scorro al
Duque de Nueva York, y calculé en mi reloj que a lo sumo habíamos estado afuera diez minutos. Las viejas y
starrias bábuchcas todavía estaban allí, con los whiskies, los cafés y los menjunjes que les habíamos pagado, y les dijimos-: Hola, chicas, ¿qué tal? -Y otra vez la vieja canción:- Muy amables, muchachos, Dios los bendiga, chicos -y nosotros tocamos el
colocolo y esta vez vino un camarero diferente y pedimos cerveza con ron, porque estábamos muertos de sed, hermanos míos, y ordenamos que sirvieran a las viejas
ptitsas lo que quisieran. Luego, les hablé a las viejas
bábuchcas :
– No salimos de aquí, ¿verdad? Todo el tiempo estuvimos aquí, ¿no es cierto?
Todas pescaron
scorro, y respondieron.
– De veras, muchachos. Claro que los vimos siempre ahí. Dios los bendiga, chicos -y seguían dándole al trago.
En realidad, no es que importara demasiado. Pasó una media hora antes de que los
militsos dieran señales de vida, y los que llegaron fueron muy jóvenes, muy sonrosados bajo los grandes
schlemos de cobre. Uno dijo:
– ¿Saben algo de lo que pasó esta noche en la tienda de Slouse?
– ¿Nosotros? -pregunté, haciéndome el inocente-. Caramba, ¿qué pasó?
– Robo y golpes. Dos hospitalizados. ¿Dónde estuvieron esta noche?
– No me hablen en ese tono asqueroso -dije-. No me interesan esas repugnantes insinuaciones. Todo esto revela una naturaleza muy suspicaz, hermanitos míos.
– Estuvieron aquí toda la noche, muchachos -empezaron a
crichar las viejas harpías-. Dios los bendiga, no hay muchachos más buenos y generosos. Se han pasado aquí toda la noche. Ni moverse los vimos.
– No hacíamos más que preguntar -dijo el otro militso joven-. Tenemos que hacer nuestro trabajo como cualquiera. -Pero antes de marcharse nos echaron una desagradable mirada de advertencia. Cuando se alejaban les propinamos un musical pedorreo con los labios. Pero me sentí un poco decepcionado; en realidad, no había contra qué pelear en serio. Todo parecía tan fácil como un bésame los
scharros . De cualquier modo, la noche era todavía muy joven.
2
Cuando salimos del
Duque de Nueva York videamos al Iado de la iluminada vidriera principal del bar un viejo y gorgoteante
pianitso o borracho, aullando las sucias canciones de sus padres y eructando blerp blerp entre un trozo y otro, como si guardase en la tripa podrida y maloliente una hedionda y vieja orquesta. Ésa es una
vesche que nunca pude aguantar. Nunca pude soportar la vista de un
cheloveco roñoso, tumbado, eructando y borracho, fuera la que fuese su edad, pero muy especialmente cuando era de veras
starrio como éste. Estaba como aplastado contra la pared, y tenía los
platis en un estado vergonzoso, arrugados y en desorden, cubiertos de cala y barro, de roña y alcohol. Bueno, lo agarramos y le encajamos unos pocos
tolchocos joroschós, pero siguió cantando. La canción decía:
Y
volveré a mi nena, a mi nena, cuando tú, nena mía, te hayas ido. Pero cuando el Lerdo le dio unos cuantos puñetazos en la hedionda
rota de borracho, paró el canto y se puso a
crichar :
– Vamos, péguenme, cobardes hijos de puta… no quiero vivir en este mundo podrido.
Le dije al Lerdo que se apartase un poco, porque a veces me gustaba
slusar lo que algunos de estos decrépitos
starrios decían de la vida y el mundo.
– Bueno, ¿y qué tiene de podrido? -le dije.
– Es un mundo podrido porque permite que los jóvenes golpeen a los viejos como ustedes hicieron, y ya no hay ley ni orden. -Estaba
crichando muy alto y agitaba las
rucas, y decía palabras realmente
joroschós, sólo que además le venía de las
quischcas ese blurp blurp, como si adentro tuviese algo en órbita, o como si lo interrumpieran bruscamente haciendo chumchum, y el
veco amenazaba con los puños y gritaba:- Ya no es mundo para un viejo, y por eso no les temo ni así, chiquitos míos, porque estoy demasiado borracho para sentir los golpes si me pegan, y si me matan, ¿qué más quiero? -
Smecamos , divertidos, y el viejo continuó:- ¿ Qué clase de mundo es éste? Hombres en la luna y hombres que giran alrededor de la tierra como mariposas alrededor de una lámpara, y ya no importa la ley y el orden en la tierra. Así que hagan lo que se les ocurra, sucios y cobardes matones. -Y para remate nos regaló un poco de música labial- Prrrrrrrrrzzzzzzrrr -la misma que les habíamos ofrecido a los jóvenes
militsos, y reanudó el canto:
Oh, patria, patria querida, luché por ti y te di la paz y la victoria. De modo que lo
cracamos bien, sonriendo entretanto, pero siguió cantando. Le hicimos una zancadilla y cayó pesadamente, y como un surtidor brotó un chorro grande de vómito de cerveza. Era repugnante, así que comenzamos el tratamiento de la bota, una patada cada uno; y entonces de la roñosa y vieja
rota le brotó sangre, no música ni vómito. Al fin seguimos nuestro camino.
Cerca de la central eléctrica municipal nos topamos con Billyboy y sus cinco
drugos . Ahora bien, en esos tiempos, hermanos míos, los grupos eran de cuatro o cinco: cuatro, un número cómodo para ir en auto; y seis, el límite máximo de una pandilla. A veces las pandillas se juntaban, formando ejércitos
malencos para la guerra nocturna, pero en general era mejor moverse por ahí con poca gente. Nada más que verle el
litso gordo y sonriente a Billyboy me enfermaba, y siempre despedía ese vaho de aceite muy rancio que se ha usado para freír una y otra vez -y olía así aunque estuviera vestido con sus mejores
platis, como ahora. Nos
videaron al mismo tiempo que nosotros a ellos, y ahora nos medíamos en completo silencio. Esto sería la cosa verdadera y real, usaríamos el
nocho , el
usy y la
britba , no sólo los puños y las botas. Billyboy y sus
drugos interrumpieron lo que tenían entre manos, que era prepararse para hacerle algo a una llorosa y joven
débochca a la que tenían allí, y que no pasaría de los diez años, y estaba
crichando con la ropa todavía puesta. Billyboy la sostenía de una
ruca, y su lugarteniente Leo de la otra. Probablemente estaban en la parte de los
slovos sucios, antes de iniciar un trozo
malenco de ultraviolencia. Cuando nos
videaron llegar, soltaron a la pequeña
ptitsa lloriqueante -de donde ella venía había muchas más- y la chica corrió con las delgadas piernas blancas relampagueando en la oscuridad, siempre gritando oh oh oh. Yo dije, con una sonrisa amplia y
druga :
– Bueno, que me cuelguen si no es ese gordo maloliente, el cabrón Billy y toda la porquería. ¿Cómo estás, botellón de aceite de cocina barato? Acércate, que te daré una en los
yarblocos , si es que los tienes, eunuco grasiento.
Y ahí nomás empezamos.
Como ya dije, éramos cuatro y ellos seis, pero aunque obtuso, el pobre y viejo Lerdo valía por tres de los otros cuando había que pelear sucio y fuerte. El Lerdo tenía un
usy o cadena verdaderamente
joroschó , una cosa que le envolvía dos veces la cintura, y entonces la soltó y comenzó a revolearla de lo lindo en los ojos o
glasos . Pete y Georgie tenían buenos y afilados
nochos , y yo por mi parte llevaba una magnífica y
starria britba, afilada y
joroschó , que en ese tiempo en mis manos cortaba y relampagueaba con arte consumado. Y ahí estábamos
dratsando en la sombra, y la vieja luna con sus hombres acababa de aparecer, y las estrellas relucían como cuchillos que deseaban intervenir en la
dratsa . Al fin conseguí tajearle el frente de los
platis a uno de los
drugos de Billyboy, un corte limpio que ni siquiera rozó el
ploto bajo la tela. Así, en medio de la
dratsa este
drugo de Billyboy de pronto se encontró abierto como la vaina de un guisante, la barriga desnuda y los pobres y viejos
yarblocos al aire, y como se vio así todo
rasreceado , agitaba los brazos y gritaba, de modo que descuidó la guardia, y el viejo Lerdo con su cadena hizo juisssss y le pegó justo en los
glasos, y el
drugo de Billyboy salió trastabillando y
crarcando como enloquecido. Nos estábamos arreglando muy
joroschó , y poco después bajamos al número uno de Billyboy, enceguecido por un cadenazo del viejo Lerdo, y que se arrastraba y aullaba como un animal. Una buena patada en la
golová lo sacó de la carrera.
Como siempre, de los cuatro fue el Lerdo el que salió con una apariencia más maltrecha, la cara toda ensangrentada y los
platis un desastre, pero los demás estábamos frescos y compuestos. Yo quería alcanzarlo al gordo y maloliente Billyboy, y ahora bailoteaba con mi
britba, como el barbero de un barco que navega en mar muy picado, y trataba de hacerle unos buenos tajos en el
litso grasiento y sucio. Billyboy tenía un
nocho largo, pero era un poco demasiado lento y pesado para
bredar seriamente a nadie. Hermanos míos, qué satisfacción valsar -izquierda dos tres, derecha dos tres- y un tajo en la mejilla izquierda, y otro en la derecha, y de pronto parece que bajan al mismo tiempo dos cortinas de sangre, una a cada lado de la trompa gorda, grasienta y aceitosa en la noche estrellada. La sangre caía como cortinas rojas, pero uno podía videar que Billyboy no sentía nada, y avanzaba pesado como un oso hediondo y gordo, apuntándome con el
nocho.
De pronto
slusamos las sirenas y supimos que los
militsos se acercaban con las
puschcas apuntando por las ventanillas de los automóviles policiales. La pequeña
débochca lloriqueante seguramente les había pasado el dato, como que había una cabina para llamar a los
militsos poco más allá de la central eléctrica municipal. -No temas, ya te atraparé -grité-, cabrón maloliente. Te cortaré dulcemente los
yarblocos. -Se alejaron lentos y jadeantes, en dirección al río, excepto el número uno, Leo, que se quedó durmiendo la mona en el suelo, y nosotros nos fuimos para el otro lado. A la vuelta de la esquina más próxima había un callejón, oscuro y vacío y abierto en los dos extremos, y allí tomamos aliento, al principio jadeantes y después más tranquilos, hasta que al fin pudimos respirar normalmente. Era como descansar entre los pies de dos montañas terroríficas y muy enormes, que eran los bloques de casas, y por las ventanas podía
videarse un bailoteo de luces azules. Seguramente la tele. Esa noche pasaban lo que solían llamar un programa mundial, porque todos los habitantes del mundo podían ver si lo deseaban el mismo programa; y el público era casi siempre los
liudos de edad madura de la clase media. Presentaban a algún famoso cómico, un
cheloveco perfectamente estúpido, o una cantante negra, y todo esto, hermanos míos, lo soltaban al espacio exterior usando satélites especiales para la tele. Esperamos jadeantes, y alcanzamos a
slusar las sirenas de los
militsos que se alejaban hacia el este, y entonces vimos que todo estaba bien. Pero el pobre y viejo Lerdo miraba sin parar las estrellas y los planetas y la luna, y tenía la
rota abierta como un chico que nunca
videó nada igual, y de pronto dijo:
– Me gustaría saber qué hay allí. ¿Qué habrá en esas cosas?
Le di un buen codazo, y le dije: -Vamos, si eres un
glupo bastardo. No pienses en eso. Muy probable que haya vida como aquí, y a algunos los acuchillan y otros acuchillan. Y ahora andando, que la
naito todavía es
moloda , oh hermanos míos.
Los otros
smecaron , pero el pobre y viejo Lerdo me miró serio, y después levantó otra vez los ojos hacia las estrellas y la luna. Recorrimos el callejón, mientras el programa mundial azuleaba a los dos costados. Lo que ahora necesitábamos era un auto, de modo que saliendo del callejón doblamos a la izquierda, y comprendimos que estábamos en plaza Priestley apenas
videamos la gran estatua de bronce de un
starrio poeta, de labio superior de mono y pipa clavada en la
rota vieja y llovida. Caminando hacia el norte llegamos al roñoso y viejo Filmedromo, descascarado y ruinoso porque nadie iba mucho por allí, excepto algunos
málchicos como yo y mis
drugos, y aun así sólo para gritar,
rasrecear o hacer un poco de unodós unodós en la oscuridad. Pudimos
videar en el cartel pegado al frente del Filmedromo que daban la habitual agarrada de vaqueros, con los arcángeles a favor del
marshal que a tiro limpio liquidaba a los cuatreros, salidos de las legiones combatientes del infierno, el tipo de
vesche mentirosa que la Cinematográfica del Estado hacía en esos años. Los autos estacionados al Iado del
siny no eran
joroschós ni cosa parecida, la mayoría
vesches starrias y mierdosas, pero había un Durango 95 nuevo que me pareció bien. Georgie tenía en el llavero una de esas polillaves, como las llamaban, de modo que poco después estábamos arriba -el Lerdo y Pete atrás, fumando cancrillos como grandes señores- y yo apliqué el encendido y lo puse en marcha, y el motor ronroneó verdaderamente
joroschó, y sentimos en las tripas una vibración hermosa y caliente que nos recorría todo el cuerpo. Luego le metí
noga , y retrocedimos perfecto, y nadie nos
videó salir.
Jugamos un rato fuera del centro, asustando a viejos
vecos y
chinas que cruzaban las calles, zigzagueando detrás de gatos y todo eso. Luego enfilamos por el camino hacia el oeste. No había mucho tránsito, de modo que continué dándole a la vieja
noga casi hasta el piso, y el Durango 95 se tragaba el camino como espaguetis. Poco después corríamos entre árboles de invierno y sombras, hermanos míos, todo estaba oscuro, y en un lugar los faros alumbraron algo grande con una
rota que gruñía y mostraba los dientes, y luego gritó y reventó bajo el auto, y el viejo Lerdo en el asiento trasero casi se orina de risa. «Jo, jo, jo.» Luego vimos a un joven
málchico con una
filosa ,
lubilubando bajo un árbol, de modo que paramos y los saludamos a gritos, les dimos a los dos un par de
tolchocos sin muchas ganas, haciéndolos gritar, y seguimos nuestro camino. Lo que queríamos hacer ahora era la vieja visita de sorpresa. Era la emoción auténtica, buena para
smecar y sentir el latigazo de lo ultraviolento. Bueno, al fin llegamos a una especie de aldea, y justo fuera de la aldea había una casita, separada de las demás, con un poco de jardín. La luna ya estaba bien alta, y pudimos
videar la casita que apareció claramente cuando paré el coche y frené, mientras los otros tres reían como
besuños , y entonces
videamos que sobre la entrada a la casita se leía HOGAR, un nombre bastante
glupo . Bajé del auto, ordenando a mis
drugos que acabaran las risitas y estuviesen serios, y después de abrir la
malenca puerta me acerqué a la entrada de la casa.
Clopé suave y discreto y no vino nadie, de modo que insistí y esta vez pude
slusar unos pasos, y que retiraban un cerrojo; la puerta se abrió unos centímetros, y entonces pude
videar un
glaso que me miraba, y la puerta estaba asegurada con una cadena. -¿Sí? ¿Quién es? -Era la voz de una
filosa, una
débochca joven por el timbre, de modo que dije con lenguaje muy refinado, la
golosa de un auténtico caballero:
– Perdón, señora, lamento muchísimo molestarla, pero mi amigo y yo salimos a pasear, y mi amigo enfermó de pronto y se siente realmente mal, y ahora está ahí en el camino, inconsciente y gimiendo. ¿Me permitiría usar su teléfono para llamar una ambulancia?
– No tenemos teléfono -dijo la
débochca-. Lo siento, pero no tenemos. Tendrá que ir a otro lado. -Del interior de la casita se podía
slusar el clac clac clac claquiti clac clac de un
veco que dactilografiaba, y entonces el ruido se interrumpió y se oyó la
golosa del
cheloveco que decía:- ¿Qué pasa, querida?
– Bueno -dije-, ¿sería tan amable de darme un vaso de agua? Sabe, parece un desmayo, como si hubiese perdido el sentido.
La
débochca vaciló un poco, y luego dijo: -Espere. -Se alejó, y mis tres
drugos habían bajado en silencio del auto y se acercaron
joroschó furtivos, y ya se estaban poniendo las máscaras, de modo que me puse la mía; y aquí fue suficiente meter la vieja
ruca y soltar la cadena, pues como había ablandado a esta
débochca con mi
golosa de caballero, ella no cerró la puerta como tenía que haber hecho, pues éramos gente desconocida, que venía de la noche. Los cuatro entramos como una tromba, el viejo Lerdo haciéndose el
schuto como de costumbre, dando cabriolas y canturreando
slovos sucios, y era una bonita y
malenca casita, debo reconocerlo. Entramos todos
smecando en el cuarto donde había luz, y ahí estaba esa
débochca como acobardada, un pedacito de
filosa con unos
grudos verdaderamente
joroschós, y con ella este
cheloveco también joven, con
ochicos de montura de carey, y sobre una mesa una máquina de escribir y papeles por todos lados; pero además una pequeña pila de papel que seguramente era lo que ya había dactilografiado, así que aquí teníamos otro inteligente, estilo hombre de libros como el que habíamos
tolchocado unas horas antes; pero éste escribía, no leía. Bueno, empezó a hablar:
– ¿Qué es esto? ¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo se atreven a entrar en mi casa sin permiso? -Todo el tiempo le temblaba la
golosa, y también las
rucas . Le dije:
– No temas. Si en tu corazón, oh hermano, anida el temor, te ruego lo deseches ahora mismo. -Aquí Georgie y Pete fueron a buscar la cocina, mientras el viejo Lerdo esperaba órdenes, a mi lado, con la
rota muy abierta.- Y esto qué es, ¿eh? -pregunté, levantando la pila de la mesa, y el cheloveco de la armazón de carey dijo temblándole la voz:
– Eso es lo que quiero saber. ¿Qué
es esto? ¿Qué quieren aquí? Salgan antes que los eche.
El pobre y viejo Lerdo, con su máscara de Pebe Shelley,
smecó entonces ruidosamente y rugió como algún animal.
– Un libro -dije-. Usted está escribiendo un libro. -Hablé con una
golosa muy áspera.- Siempre experimenté la mayor admiración por los que saben escribir libros. -Luego miré la primera hoja, y tenía escrito el nombre, LA NARANJA MECANICA, y dije:- Caramba, es un título bastante
glupo . ¿Quién oyó hablar jamás de una naranja mecánica? -Seguí leyendo, e iba alzando la
golosa, hasta el agudo del tipo predicador: «Para oponerme al intento de imponer al hombre, criatura que crece y puede demostrar bondad, que es capaz de beber el néctar que brota de los labios barbados del Señor, para oponerme al intento de imponerle leyes y condiciones sólo apropiadas para una creación mecánica, levanto la acerada pluma…»
El Lerdo largó la vieja música labial, y yo mismo tuve que
smecar . Así que comencé a rasgar las hojas y desparramar los pedazos por el suelo, y el
veco escritor se volvió casi
besuño y se me tiró encima rechinando los
subos y sacando las uñas como garras. Era el momento de la acción para el viejo Lerdo, y se movió sonriendo, y haciendo eh eh y ah ah ah apuntó el puño a la
rota temblorosa del
veco, primero el puño izquierdo y después el derecho, de modo que nuestra vieja
druga la colorada -la colorada que brota igual por todas partes, como producida por la misma antigua y gran empresa- comenzó a derramarse y manchó la linda alfombra nueva, y los pedazos del libro que yo continuaba
rasreceando . Aquí la
débochca, la amante y fiel esposa, estaba como paralizada al lado de la chimenea, y ahora había empezado a largar menudos y
malencos crichos , como acompañando la música de los puñetazos del viejo Lerdo. Entonces aparecieron Georgie y Pete, viniendo de la cocina, los dos masticando, aunque con las máscaras puestas; no era necesario quitársela para comer. Georgie con una
lapa fría de algo en una
ruca , y media hogaza de
klebo y
maslo encima en la otra, y Pete con una botella de cerveza que echaba espuma, y un trozo
joroschó de tarta de ciruelas. Comenzaron a hacer ja ja ja cuando
videaron al viejo Lerdo que bailoteaba y descargaba puñetazos sobre el
veco escritor, y el
veco escritor
placaba que le habían arruinado la obra de su vida, y hacía buu juuu juu con la
rota toda ensangrentada; pero las risas de Georgie y Pete eran el jo jo jo medio ahogado del que está comiendo, y hasta se podían ver trozos de lo que comían. No me gustó la actitud, porque era sucia y babosa, así que dije:
– Basta de
munchar. Yo no les di permiso. Tengan a este
veco para que pueda
videarlo todo y no se escape.
Así que Georgie y Pete dejaron las grasientas
pischas sobre la mesa, entre los papeles rotos, y se echaron sobre el veco escritor, cuyos
ochicos de armazón de carey estaban rajados pero seguían sosteniéndose, mientras el viejo Lerdo bailoteaba y hacía temblar los adornos de la chimenea (de un golpe los barrí todos, y ya no pudieron seguir temblando, hermanitos), y trabajando con el autor de
La naranja mecánica, de modo que ahora tenía el
litso todo púrpura, y soltaba sangre como una clase muy especial de fruta jugosa.
– Está bien, Lerdo -dije-. Ahora, vamos a la otra
vesche,
Bogo nos ampare.
Lerdo se acercó a la
débochca, que seguía haciendo crich crich crich, y le sujetó las
rucas a la espalda, mientras yo le desgarraba esto y aquello, y los otros largaban los ja ja ja, y vimos que tenía unos buenos
grodos joroschós, que exhibían unos
glasos sonrosados, oh hermanos míos, entre tanto yo me sacaba los pantalones y me preparaba para la zambullida. Mientras me zambullia pude
slusar los gritos de sufrimiento, y al
veco escritor lleno de sangre que Georgie y Pete sostenían y que casi se soltaba, aulIando como
besuño las palabras más sucias que yo conocía y algunas que él estaba inventando. Después de mí era justo que le tocase el turno al viejo Lerdo, y lo hizo resoplando y jadeando como una bestia, sin que se le moviera un centímetro la máscara de Pebe ShelIey, mientras yo sujetaba a la
filosa. Después hicimos cambio de parejas, el Lerdo y yo aferramos al baboseante
veco escritor, que ya no luchaba casi, y apenas musitaba algún
slovo aquí y allá, como si estuviese muy lejos, en el bar donde sirven la leche-plus, y Pete y Georgie tuvieron lo suyo. Luego, todo se serenó, y nosotros estábamos llenos de algo parecido al odio, de modo que
cracamos lo que todavía quedaba sano -la máquina de escribir, la lámpara, las sillas- y el Lerdo, como era ya típico en él, apagó el fuego orinando y se disponía a cagar sobre la alfombra, pues por allí abundaba el papel, pero yo dije no. -Fuera fuera fuera -aullé. El
veco escritor y su
china no estaban realmente en sus cabales, lastimados, ensangrentados, y haciendo ruidos. Pero vivirían.
De modo que subimos al auto que esperaba y dejé el volante a Georgie, porque yo me sentía un
malenco destemplado, y regresamos a la ciudad, y en el camino pasamos por encima de cosas raras que chillaban.
3
Yecamos de regreso a la ciudad, hermanos míos, pero justo a la entrada, no lejos de lo que llamaban el canal industrial,
videamos la aguja indicadora del combustible que casi se caía, precisamente como nuestras propias agujas, ja, ja, ja, y el auto tosía cashl cashl cashl. Pero no había mucho de qué preocuparse, porque allí cerca las luces azules de una estación ferroviaria se apagaban y encendían, se apagaban y encendían. La cuestión era si dejaríamos el auto para que lo
sobiraran los
militsos o si (ya que andábamos con ganas de destruir y matar) le daríamos una buena
tolchocada hacia las aguas
starrias para presenciar un hermoso y ruidoso
plesco antes que acabara la noche. Decidimos esto último, y después de bajar y soltar los frenos, los cuatro lo
tolchocamos hasta el borde del agua sucia, que era como melaza mezclada con productos del agujero humano, y allí le dimos un
tolchocojoroschó y adentro se fue. Tuvimos que retroceder de un salto para que la roña no nos salpicase los
platis, pero allá fue, esplussssshhhh y glolp glolp glolp, discreta y suavemente. -Adiós, viejo
drugo -exclamó Georgie, y el Lerdo lo acompañó con una gran risotada de payaso-: Ju ju ju ju. -Nos acercamos a la estación para abordar el tren al centro, como se llamaba entonces al sector medio de la ciudad. Pagamos sin chistar nuestros pasajes, y esperamos correctamente y sin escándalo en la plataforma, y el viejo Lerdo se puso a jugar con las máquinas tragamonedas, pues tenía los
carmanos llenos de pequeños níqueles; y si hubiese sido necesario se habría dedicado a distribuir barras de chocolate a los pobres y los necesitados, aunque no había ninguno por ahí, y luego llegó resoplando el viejo expreso, y subimos a un coche del tren, que parecía casi vacío. Para entretenernos durante el viaje de tres minutos jugamos con lo que ellos llamaban el tapizado, y arrancamos unos lindos y
joroschós pedazos de las tripas de los asientos, y el viejo Lerdo descargó la cadena sobre el
ocno , hasta que el vidrio crujió y saltó dejando entrar el aire invernal. Pero todos estábamos fuera de caja, cansados y aplastados, pues la noche nos había obligado a gastar un poco de energía, hermanos míos; sólo el Lerdo, como el payaso y animal que era, parecía mejor que nunca, todo sucio y despidiendo un
vono de sudor que era una de las cosas que yo tenía contra el viejo Lerdo.
Bajamos en el centro y caminando lentamente volvimos al bar lácteo
Korova, aullando
malenco y jugando a la luz de la luna, las estrellas y las lámparas, porque al día siguiente teníamos que ir a la escuela; y cuando entramos en el
Korova lo encontramos más lleno que antes. Pero el
cheloveco que había estado
chumlando en su propio paraíso, con blanco o
synthemesco o lo que fuera, seguía en el mismo asunto: «Pilletes descastados bajando a la nada en un tiempo platónico climatérico». Era probable que estuviese en la tercera o cuarta dosis de la noche, pues tenía ese aire pálido e inhumano, como si se hubiera convertido en una
cosa; la cara del
veco parecía de veras un pedazo de tiza tallada. En realidad, si quería pasarse tanto tiempo en el paraíso, debía haber ido a uno de los cubículos privados de la trastienda, en lugar de quedarse en el
mesto grande, pues aquí algunos de los
málchicos querrían jugar un poco con él, aunque no mucho ya que en el viejo
Korova había poderosos matones capaces de impedir cualquier desorden. De todos modos, el Lerdo se animó al
veco, y mirándolo con una cara de payaso, mostrando la lengua, clavó el
sabogo grande en el pie del
veco. Pero el
veco, hermanos míos, ni se enteró, pues andaba allá aniba, muy lejos de su propio cuerpo.
Casi todos eran
nadsats (así llamábamos a los adolescentes) que tomaban leche y coca y jugaban, pero también algunos más
starrios , tanto
vecos como
chinas (pero nunca de los burgueses), que reían y
goboraban en el bar. Por los peinados y los
platis sueltos (casi todos tejidos de fibra) se veía claramente que habían estado ensayando en los estudios de televisión que funcionaban a la vuelta de la esquina. Las
débochcas del grupo tenían
litsos muy vivaces y
rotas muy anchas, y mostraban mucho los dientes, y
smecaban sin importárseles un rábano del pérfido mundo. Y entonces el disco del estéreo hizo clic clac (era Johnny Zhivago, un
coschca russky que cantaba
Solamente día por medio), y en el intervalo, el breve silencio antes que se oyera el próximo, una de las
débochcas -muy rubia, con una gran
rota roja y sonriente, yo diría que bien entrada en la treintena- de pronto empezó a cantar, apenas unos compases, como si estuviese ofreciendo un ejemplo de algo que todos estaban
goborando , y durante un momento, oh hermanos míos, fue como si un gran pájaro hubiese entrado volando en el bar lácteo, y sentí que todos los pequeños y
malencos pelos del
ploto se me ponían de punta, y el estremecimiento me subía como lagartos lentos y
malencos , que luego bajaban otra vez. Porque yo conocía el trozo que esta
ptitsa cantaba. Era de una ópera de Friedrich Gitterfenster,
Das Bettzeug, el pasaje en que ella se muere con la garganta cortada en dos, y los
slovos dicen: «Quizá sea mejor así». De cualquier modo, sentí un escalofrío.
Pero el viejo Lerdo, apenas
slusó el pedazo de canción como un
lontico de carne roja arrojado sobre el plato, soltó una de sus vulgaridades, que en este caso fue un trompeteo labial, seguido de un aullido perruno, seguido por un doble silbido con los dos dedos en la boca, y rematado por una risotada de payaso. Sentí que me atacaba la fiebre, como si me ahogara en sangre roja y caliente,
slusando y
videando la vulgaridad del Lerdo, y dije: -Bastardo. Inmundo bastardo sin modales. -Me incliné para evitar a Georgie, que estaba entre el horrible Lerdo y yo, y
scorro descargué un puñetazo en la
rota del Lerdo. El Lerdo pareció muy sorprendido, enjugándose el
crobo de la
guba con la
ruca , y observando rotiabierto el
crobo rojo, y mirándome.- ¿Por qué hiciste eso? -preguntó, torpe como siempre. No muchos
videaron lo que yo había hecho, y a los que
videaron no les importaba. El estéreo tocaba de nuevo y ahora se
slusaba una repugnante guitarra electrónica. Le contesté:
– Por ser un bastardo que no tiene educación, y ni
duco de idea de cómo comportarse en público, oh hermano mío.
El Lerdo me echó una mirada perversa y dijo: -No me gustó que hicieras lo que hiciste. Y ya no soy tu hermano, y no quiero serIo nunca más. -Había extraído del bolsillo un
tastuco mocoso y se enjugaba el hilo rojo con aire desconcertado, y lo miraba con el ceño fruncido, como si pensara que la sangre era algo propio de otros
vecos, pero no de él. Parecía como si el Lerdo estuviese cantando sangre y pagara así por la vulgaridad que había mostrado antes, cuando la
débochca cantaba música. Pero ahora la
débochca estaba
smecando ja ja ja con unos
drugos en el bar, y movía la
rota roja y le brillaban los
subos ; ni había notado la puerca vulgaridad del Lerdo. En realidad era a mí a quien había molestado el Lerdo. Dije:
– Si no te gusta lo que hice, y no quieres repetirlo, ya sabes lo que te conviene, hermanito. -Y entonces habló Georgie, con una voz áspera y rara.
– Bueno. No empecemos.
– Eso es cosa del Lerdo -dije-. El Lerdo no puede pasarse toda la
chisna haciéndose el niñito. -Y miré con dureza a Georgie. El Lerdo habló, y ahora el
crobo estaba aflojando:
– ¿Qué derecho natural le hace creer que puede dar órdenes y
tolchocarme cuando se le antoja?
Yarboclos le digo, y le voy a meter la cadena en los
glasos antes que grite ay.
– Cuidado -dije, con la voz más discreta que pude, pues el estéreo estallaba entre las paredes y el techo, y el
veco del paraíso, cerca del Lerdo, aullaba de nuevo-: Chisporrotea más cerca, ultóptimo. -Repetí: -Cuida lo que dices, oh Lerdo, si en verdad deseas seguir viviendo.
–
Yarboclos -dijo el Lerdo, burlándose-.
Yarboclos bolches para ti. No tenías ningún derecho. Te pelearé con la cadena, el
nocho o la
britba cuando quieras. No me sorprenderás con
tolchocos inesperados, y ya verás entonces.
– Con el
nocho cuando quieras -le contesté.
– Bueno, vamos, ustedes dos -intervino Pete-. Somos
drugos, ¿no es así? No es justo que los
drugos se comporten de ese modo. Vean, esos
málchicos de lengua larga están
smecando a costa nuestra, parece que se burlan. Nada de peleas entre nosotros.
– El Lerdo -dije- tiene que aprender a quedarse en su lugar. ¿Es así?
– Un momento -dijo Georgie-. ¿Qué es esta
vesche del lugar? Nunca oí decir que los
liudos tienen que aprender cuál es su lugar.
Pete dijo: -A decir verdad, Alex, no debiste darle al viejo Lerdo ese
tolchoco sin provocación. Diré eso, y si me hubieras pegado a mí, habrías tenido tu respuesta. Y no digo una palabra más.
Pete hundió la cara en el vaso de leche.
Sentí un
rasdrás que me subía todo por dentro, y traté de disimular, hablando con calma: -Tiene que haber un líder. Es necesario que haya disciplina, ¿no es así? -Ninguno
scasó una palabra, y ni siquiera asintió. Por dentro más
rasdrás , por fuera aparenté más calma.- Hace mucho -dije- que estoy al frente. Todos somos
drugos , pero alguien tiene que estar al frente. ¿No es así? ¿No es así? -Todos asintieron, aunque de mala gana. El Lerdo estaba
osuchándose el último resto de
crobo . Y fue él quien habló:
– De acuerdo, de acuerdo. Tal vez estamos todos un poco cansados. Mejor no hablemos más. -Me sorprendió y un poco me puso
puglio slusar al Lerdo,
goborando de ese modo, tan sensato. El Lerdo dijo:- Lo mejor es irse a dormir, de modo que andando para casa. ¿De acuerdo? -Me sorprendió mucho. Los otros dos asintieron, diciendo de acuerdo de acuerdo de acuerdo. Yo agregué:
– Tienes que comprender el
tolchoco en la
rota , Lerdo. Era la música. Me pongo
besuño cuando un
veco interfiere en el canto de una
ptitsa . Ya entiendes.
– Mejor nos vamos a casa y
spachcamos un poco -dijo el Lerdo-. Fue una larga noche para
málchicos que están creciendo. ¿De acuerdo? -Los otros dos asintieron. Yo dije:
– Creo que ahora mejor nos vamos a casa. El Lerdo ha tenido una idea verdaderamente
joroschó. Si no nos vemos en el día, oh hermanos míos, bueno… ¿el mismo lugar a la misma hora, mañana?
– Oh, sí -dijo Georgie-. Creo que sí.
– Tal vez -dijo el Lerdo- yo llegue un
malenco tarde. Pero el mismo lugar y casi a la misma hora mañana, seguro que sí. -Seguía limpiándose la
guba , aunque ya no le corría el
crobo .- Y -agregó- esperemos que no haya aquí más
ptitsas cantando. -Y lanzó la risotada del viejo Lerdo, un jojojojojo grande y payasesco. Parecía que era demasiado obtuso para ofenderse mucho.
De modo que cada uno tomó por su lado, y yo eructando arrrgh por la coca fría que había
piteado . Tenía la
britba lista por si alguno de los
drugos de Billyboy estaba esperando cerca del bloque de viviendas, o para el caso cualquiera de las demás bandas, o grupos o
schaicas que de tanto en tanto estaban en guerra con uno. Yo vivía con mi pe y mi eme en las casas del bloque municipal 18A, entre la avenida Kingsley y la calle Wilson. Llegué a la puerta de calle sin inconveniente, aunque pasé al Iado de un joven
málchico extendido, que gemía y
crichaba en la calzada, bien cortadito por todos lados, ya la luz del farol vi también manchas de sangre aquí y allá, como firmas, oh hermanos míos, de los juegos de la noche. Y también vi, junto al 18A, un par de
niznos de
débochca, seguramente arrancados con brusquedad en el calor del momento, hermanos míos. Entré en el edificio. En el vestíbulo se veía la buena y vieja pintura municipal sobre las paredes -
vecos y
ptitsas muy bien desarrollados, severos en la dignidad del trabajo, en el banco o la máquina, sin un centímetro de
platis sobre los
plotos bien conformados. Por supuesto, como podía adivinarse, algunos de los
málchicos del 18A habían embellecido y decorado el gran cuadro con lápiz y bolígrafo hábiles, agregando pelos y palos bien rígidos y
slovos sucios a las
rotas dignas de estos
vecos y
débochcas nagos . Me acerqué al ascensor, pero no era necesario apretar el
nopca para saber que no funcionaba, porque esa noche lo habían
tolchocado realmente
joroschó; las puertas de metal estaban completamente abolladas, lo que indicaba una fuerza de veras notable. De modo que tuve que subir por la escalera los diez pisos. Lo hice maldiciendo y jadeando, cansado del cuerpo ya que no del cerebro. Esa noche necesitaba urgentemente oír música, quizás a causa de la
débochca que había cantado en el
Korova. Quería darme un atracón, hermanos míos, antes de que me sellaran el pasaporte en la frontera del sueño y levantaran el
schesto rayado para dejarme pasar.
Abrí la puerta dell 10-8 con mi propio
quiluchito , y en nuestro
malenco refugio no se oía nada, pues pe y eme estaban en el país de los sueños, y eme me había dejado sobre la mesa una cena
malenca -un par de
lonticos de carne y un pedazo o dos de
klebo y manteca, y un vaso del viejo
moloco . Jo
jo jo, el viejo
moloco, sin cuchillos ni
synthemesco ni dencrom. Hermanos míos, qué perversa me parecerá desde ahora la inocente leche. De todos modos comí y bebí vorazmente, pues estaba más hambriento de lo que había creído, y saqué el pastel de frutas de la despensa, y le arranqué pedazos con los que me rellené la
rota hambrienta. Después me limpié los dientes y eructé, repasando la vieja
rota con la
yasicca o lengua, y luego fui a mi cuartito o madriguera, mientras comenzaba a aflojarme los
platis. Aquí estaban mi cama y mi estéreo, orgullo de mi
chisna , y los discos en el estante, y las banderas y gallardetes sobre la pared, que eran como recuerdos de mi vida en los correccionales desde los once años, oh hermanos míos, cada uno brillando y resplandeciendo con un nombre o un número: SUR 4; DIVISIÓN AZUL METRO CORSKOL; LOS MUCHACHOS DE ALFA.
Los pequeños altavoces de mi estéreo estaban todos dispuestos alrededor del cuarto, en el techo, las paredes, el suelo, de modo que cuando me acostaba en la cama para
slusar la música, estaba como envuelto y rodeado por la orquesta. Lo que primero deseaba escuchar esa noche era el nuevo concierto para violín, del norteamericano Geoffrey Plautus, tocado por Odiseo Choerilos con la Filarmónica de Macon (Georgia), de modo que lo saqué del estante, conecté y esperé, y entonces, hermanos, llegó la cosa. Oh, qué celestial felicidad. Estaba totalmente
nago mirando el techo, la
golová sobre las
rucas , encima de la almohada, los
glasos cerrados, la
rota abierta en éxtasis,
slusando esas gratas sonoridades. Oh, era suntuoso, y la suntuosidad hecha carne. Los trombones crujían como láminas de oro bajo mi cama, y detrás de mi
golová las trompetas lanzaban lenguas de plata, y al Iado de la puerta los timbales me asaltaban las tripas y brotaban otra vez como un trueno de caramelo. Oh, era una maravilla de maravillas. Y entonces, como un ave de hilos entretejidos del más raro metal celeste, o un vino de plata que flotaba en una nave del espacio, perdida toda gravedad, llegó el solo de violín imponiéndose a las otras cuerdas, y alzó como una jaula de seda alrededor de mi cama. Aquí entraron la flauta y el oboe, como gusanos platinados, en el espeso tejido de plata y oro. Yo volaba poseído por mi propio éxtasis, oh hermanos. Pe y eme en el dormitorio, al Iado, habían aprendido ahora a no
clopar la pared quejándose de lo que ellos llamaban ruido. Yo les había enseñado. Ahora tomaban píldoras para dormir. Tal vez advertidos de la alegría que yo obtenía de mi música nocturna, ya las habían tomado. Mientras
slusaba , los
glasos firmemente cerrados en el éxtasis que era mejor que cualquier
Bogo de
synthemesco, entreví maravillosas imágenes. Eran
vecos y
ptitsas , unos jóvenes y otros
starrios, tirados en el suelo y pidiendo a gritos piedad, y yo
smecaba con toda la
rota y descargaba la bota sobre los
litsos. Y había
débochcas desgarradas y
crichando contra las paredes, y yo me hundía en ellas como una
schlaga , y cuando la música, que tenía un solo movimiento, llegó a su total culminación, yo, tendido en mi cama con los
glasos bien apretados y las
rucas tras la
golová, sentí que me quebraba, y
spataba, y exclamaba aaaaah, abrumado por el éxtasis. Y así la bella música se deslizó hacia el final resplandeciente.
Después oí el hermoso Mozart, la
Júpiter, y se presentaron otras imágenes de diferentes
litsos que yo derribaba y pisoteaba, y después se me ocurrió que escucharía un disco más antes de cruzar la frontera, y me vino el deseo de algo
starrio y fuerte y muy firme, de modo que elegí J. S. Bach, el
Concierto de Brandeburgo, por las cuerdas medias y graves. Y
slusando ahora con un éxtasis distinto del anterior, pude
videar nuevamente el nombre en el papel que había
rasreceado esa noche, hubiera dicho que mucho tiempo antes, en la casita llamada HOGAR. El nombre aludía a una naranja mecánica. Escuchando a J. S. Bach, comencé a
ponimar mejor lo que significaba, y mientras
slusaba la parda suntuosidad del
starrio maestro alemán se me ocurrió que me hubiese gustado
tolchocarlos más fuerte, a la
ptitsa y al
veco, y abrirlos en tiras allí mismo en el suelo de la casita.
4
A la mañana siguiente me desperté oh a las ocho oh oh horas, hermanos míos, y seguía cansado, gastado, abrumado y deprimido, y tenía los
glasos cerrados de sueño verdadero y
joroschó, de modo que pensé no ir a la escuela. Se me ocurrió quedarme un
malenco más en la cama, digamos una hora o dos, y luego vestirme con tranquilidad, quizás incluso darme un chapuzón en la bañera, hacerme tostadas y
slusar la radio o leer la gasetta, todo
odinoco . Y por la tarde, después de almorzar, quizá podría, si se me daba la gana, irme a la vieja
scolivola y ver lo que estaba
varitándose en ese gran templo del saber
glupo e inútil. Hermanos míos, oí a mi pe gruñendo y tropezando, y luego marchándose a la tintorería donde
rabotaba , y luego a mi eme que me llamaba con una
golosa muy atenta, como hacía ahora que me estaba convirtiendo en un hombre grande y fuerte:
– Son las ocho pasadas, hijo. No querrás llegar tarde otra vez.
Le contesté: -Me duele un poco la
golová . Me arreglaré durmiendo y después estaré perfectamente.
Slusé una especie de suspiro, y ella dijo:
– Te dejaré el desayuno en el horno. Ahora tengo que salir. -Lo cual era cierto, por esa ley según la cual los que no eran niños, o no tenían hijos pequeños o no estaban enfermos tenían que salir a
rabotar . Mi eme trabajaba en uno de los mercados estatales, como los llamaban, apilando en los estantes sopas y guisantes envasados, y toda esa
cala . Así que la
slusé meter una fuente en el horno de la cocina, y después se puso los zapatos, y descolgó el abrigo colgado detrás de la puerta, y suspiró otra vez, y explicó: -Ahora me marcho, hijo. -Pero yo me dejé regresar al país de los sueños, y me adormilé realmente
joroschó , y tuve un
snito extraño y muy real, y no sé por qué pero lo cierto es que soñé con mi
drugo Georgie. En este
snito era mucho más viejo y muy áspero y duro, y
goboraba de disciplina y obediencia, y de que todos los
málchicos que estaban bajo sus órdenes debían sometérsele sin chistar, y hacer el viejo saludo como en el ejército, y yo estaba en la línea, como los demás, diciendo sí señor y no señor, y entonces pude
videar clarito que Georgie tenía esas estrellas en los
plechos y que era como un general. Y luego ordenó comparecer al viejo Lerdo con un látigo, y el Lerdo era mucho más
starrio y canoso, y le faltaban algunos
subos, como se pudo ver cuando
smecó , al
videarme , y entonces mi
drugo Georgie me señaló y dijo: -Ese hombre tiene roña y
cala en los
platis -y era cierto. Entonces me oí crichar: -No me peguen, por favor, hermanos -y eché a correr. Corría en círculos, y el Lerdo me perseguía,
smecando ruidosamente y restallando el viejo látigo, y cada vez que yo recibía un
tolchoco verdadero y
joroschó sonaba una campanilla eléctrica muy sonora, ringringringring, y la campanilla también me hacía sufrir.
Entonces me desperté verdaderamente
scorro, el corazón me hacía bap bap bap, y por supuesto sonaba una campanilla brrrr, y era el timbre de la puerta de calle. Pensé hacerles creer que no había nadie en casa, pero ese brrrrr seguía sonando, y entonces oí una
golosa a través de la puerta: -Vamos, ábreme de una vez, sé que estás en la cama. -En seguida reconocí la
golosa. Era P. R. Deltoid (un
naso verdaderamente
glupo), lo que ellos llamaban Asesor Postcorrectivo, un
veco sobrecargado de trabajo, con centenares de tipos en su lista. Grité bueno bueno bueno, con
golosa de sufrimiento, bajé de la cama y me vestí, oh hermanos míos, con una hermosa bata de símil seda, toda estampada con dibujos de las grandes ciudades. Luego me calcé en las
nogas unos
tuflos de lana muy cómodos, me peiné los
glorias y me consideré listo para recibir a P. R. Deltoid. Cuando abrí la puerta el
veco entró bamboleándose, con un aspecto gastado, el maltrecho
schlapa sobre la
golová , el impermeable sucio. -Ah, Alex, muchacho -me dijo-. Me encontré con tu madre, sí. Dijo algo acerca de que sufrías no sé qué dolor. Por lo tanto no fuiste a la escuela, sí.
– Un dolor bastante insoportable en la cabeza, hermano, señor -dije con mi
golosa de caballero-. Creo que para la tarde se me pasará.
– Seguro que a la noche no tendrás nada, sí -dijo P. R. Deltoid-. La noche es el gran momento, ¿cierto, muchacho Alex? Siéntate -dijo-, siéntate, siéntate -como si aquél fuera su
domo y yo su invitado. Y se acomodó en la mecedora de mi eme y empezó a mecerse, como si hubiera venido sólo a eso. Le dije entonces:
– ¿Una taza del viejo
chai? Quiero decir, de té. -No tengo tiempo -me replicó. Y se meció, echándome la vieja mirada, bajo el ceño fruncido, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo-. No tengo tiempo, sí -dijo, con aire
glupo . De modo que dejé la tetera, y pregunté:
– ¿A qué debo este notable placer? ¿Algo anda mal, señor?
– ¿Mal? -repitió el
veco, muy
scorro y astuto, medio encorvado y mirándome, pero siempre meciéndose. De pronto le llamó la atención un anuncio en la gasetta, que estaba sobre la mesa: una
ptitsa joven y
smecante , con los
grudos sueltos, que pregonaba, hermanos míos, las Glorias de las Playas Yugoslavas. Y después de comérsela en dos bocados, el
veco repitió: -¿Por qué piensas que algo anda mal? ¿Acaso estuviste haciendo lo que no debías, sí?
– Era un modo de decir -expliqué-, señor.
– Bien -dijo P. R. Deltoid-, por mi parte no es más que un modo de decir recomendarte que te cuides, pequeño Alex, pues la próxima vez, como sabes de sobra, ya no irás a la escuela correctiva. Esa vez será la cárcel, y todo mi trabajo quedará arruinado. Si no tienes consideración por tu horrible personalidad, al menos puedes tener alguna por mí, que he sudado tinta tratando de salvarte. Perdemos puntos, te lo digo en confianza, por cada joven que no recuperamos; si uno de ustedes acaba en el agujero es un fracaso para nosotros.
– No estuve haciendo nada prohibido, señor -dije-. Los
militsos nada tienen contra mí, hermano, quiero decir señor.
– Basta de esa charla sobre los
militsos -dijo P. R. Deltoid con voz cansada, pero siempre meciéndose. -El mero hecho de que la policía no te haya atrapado últimamente no significa, como tú lo sabes muy bien, que no hayas estado cometiendo algunas fechorías. Hubo una peleíta anoche, ¿no es cierto? Un encuentro con
nochos, y cadenas de bicicleta, y cosas por el estilo. Uno de los amigos de cierto joven gordo fue recogido por la ambulancia cerca de la central eléctrica y hospitalizado, y tenía heridas bastante desagradables, sí. Se mencionó tu nombre. La noticia me llegó por las vías usuales. También aparecen mencionados algunos de tus amigos. Según dicen, anoche se cometieron delitos bastante variados. Oh, nadie puede probar nada acerca de nadie, como de costumbre. Pero te lo advierto, pequeño Alex, porque como siempre soy tu buen amigo, el único miembro de esta maltrecha y enfermiza comunidad que desea salvarte de ti mismo.
– Aprecio su actitud, señor -dije-, muy sinceramente.
– La aprecias, ¿verdad? -observó el
veco, burlándose de algún modo-. Entonces, ándate con cuidado, eso es todo, sí. Sabemos más de lo que crees, pequeño Alex. -Y agregó, con una
golosa muy dolida, pero siempre meciéndose: -¿Qué les pasa a ustedes? Estudiamos el problema, y venimos estudiándolo durante casi un siglo, y no hemos avanzado nada. Tienes un buen hogar, padres buenos y cariñosos, y un cerebro no del todo malo. ¿Qué demonio te carcome?
– Nadie me está carcomiendo, señor -dije-. Hace ya mucho tiempo que no tengo nada que ver con los militsos.
– Eso es lo que me preocupa -suspiró P. R. Deltoid-. Demasiado tiempo para tu buena salud. Se acerca el momento de presentar mi declaración. Por eso te advierto, pequeño Alex, que mantengas limpia tu hermosa y joven proboscis, sí. ¿Hablo claro?
– Como un lago de aguas cristalinas, señor -dije-. Claro como un cielo azul en lo mejor del verano. Puede confiar en mí, señor. -Y le ofrecí una simpática sonrisa mostrando los subos.
Pero cuando se hubo
ucadido y yo estaba preparándome esa taza muy fuerte de
chai, me reí para mis adentros pensando en la
vesche que tanto preocupaba a P. R. Deltoid y a sus
drugos. Pues bien, me porto mal, con las
crastadas , los
tolchocos y los juegos con la
britba y el viejo unodós unodós, y si me
lovetan , tanto peor, oh hermanos míos, y a decir verdad no puede gobernarse un país si todos los
chelovecos se comportan como lo hago yo de noche. De modo que si me
lovetan y son tres meses en este
mesto y otros seis en aquél, y luego, como tan bondadosamente me lo advierte P. R. Deltoid, la próxima vez, a pesar de la gran ternura de mis veranos, hermanos míos, es el propio y gran zoo del Más Allá, yo digo: «Lo justo es justo, pero una lástima, señores míos, porque ocurre que no puedo soportar el encierro. Mi empresa será, en ese futuro que extiende unos brazos nevados y prístinos ante mí, antes de que el
nocho se imponga o la sangre entone un coro final en el metal retorcido y los vidrios aplastados del camino, que no me
loveteen otra vez». Hermoso discurso. Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la
causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la
bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los
liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el mí en el
odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y
radosto del viejo
Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo que los
vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y
malencos yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta.
Y ahora, en esta sonriente mañana de invierno, me bebo el
chai muy fuerte con
moloco y cucharada tras cucharada tras cucharada de azúcar, porque me gusta todo muy
sladquino , y saco del horno el desayuno que mi pobre y vieja eme había dejado para mí. Era un huevo frito, y nada más, pero me preparé unas tostadas, y comí huevo y tostadas y compota, saboreándolo todo mientras leía la gasetta. Traía lo habitual acerca de la ultraviolencia, las huelgas y los asaltos a bancos, y los futbolistas que paralizaban de miedo a todo el mundo amenazando no jugar el domingo próximo si no obtenían aumento de sueldo, de puro
málchicos perversos que eran. También había más viajes por el espacio y televisores estereofónicos mayores, y ofertas de paquetes gratis de jabón en polvo a cambio de etiquetas de sopa en conserva, sorprendente ganga por sólo una semana, que me hizo
smecar . Había un
bolche artículo sobre la Juventud Moderna (es decir yo, de modo que hice una reverencia, riendo como
besuño ) escrito por un
cheloveco calvo y muy inteligente. Lo leí con cuidado, hermanos míos, mientras bebía el viejo
chai, vaso tras taza tras
chascha , masticando mis
lonticos de tostada oscura cubiertos de compota y huevo. Este
veco erudito decía las cosas habituales, acerca de la falta de disciplina de los padres, y de la escasez de maestros auténticos y
joroschós que zurraran sin piedad los inocentes traseritos y obligaran a gritar bujujujú clamando compasión. Todo esto era
glupo y me hacía
smecar, pero era bueno enterarse de que uno seguía siendo noticia en el mundo, oh hermanos míos. Todos los días se publicaba algo acerca de la Juventud Moderna, pero la mejor
vesche que jamás editaron en la vieja gasetta fue el artículo de un
starrio que llevaba un collar de perro y opinaba reflexivamente, y aquí nos
goboraba como hombre de
Bogo, que EL DIABLO ANDABA SUELTO, y comenzaba a insinuarse en la carne joven e inocente, y la culpa era del mundo de los adultos, un mundo de guerras, bombas y demás estupideces. Lo cual estaba muy bien. Sabía lo que decía, pues era hombre de Dios. Y nosotros, los jóvenes e inocentes
málchicos, no teníamos la culpa de nada. Cierto cierto cierto.
Cuando eructé erc erc un par de veces para aliviar mi pobre e inocente estómago, me puse a elegir los
platis del día en el guardarropa, al mismo tiempo que encendía la radio. Había música, un hermoso y
malenco cuarteto de cuerdas, hermanos míos, por Claudius Birdman, una pieza que yo conocía muy bien. Pero no pude menos que
smecar, recordando lo que había
videado cierta vez en uno de esos artículos sobre la Juventud Moderna, sobre cómo ella estaría mucho mejor si pudiese fomentarse Una Viva Apreciación de las Artes. Se decía que la Gran Música y la Gran Poesía tranquilizarían a la Juventud Moderna y conseguirían Civilizarla. Civilización de mis
yarboclos sifilíticos. La música siempre me excitaba, oh hermanos míos, haciéndome sentir como si fuera el propio y viejo
Bogo en persona, listo para descargar rayos y centellas y tener a los
vecos y las
ptitsas crichando en mi ja ja ja poder. Y una vez que me
chisté un poco el
litso y las
rucas y terminé de vestirme (mis
platis de día se parecían al traje estudiantil: los viejos pantalones azules con suéter con la A de Alex) me pareció que tenía tiempo al menos de
itear a la disquería (y también
dengo , pues me abultaba en los bolsillos) y ver si había llegado la obra pedida y prometida hacía mucho tiempo, la Número Nueve de Beethoven (es decir, la
Coral) en estéreo, registro Masterstroke por la Sinfónica Esh Sham conducida por L. Muhaiwir. Y para allí marché, hermanos.
El día era muy diferente de la noche. La noche era mía y de mis
drugos, y de todo el resto de los
nadsats, y de los
starrios burgueses agazapados entre cuatro paredes, absorbiendo los
glupos programas mundiales; pero el día era para los
starrios, y en esas horas de luz siempre parecía haber más
militsos. Tomé el ómnibus en la esquina y viajé al centro, y caminando regresé en dirección a plaza Taylor, y allí estaba la disquería que yo apoyaba con mis valiosas compras, oh hermanos míos. Ostentaba el
glupo nombre de MELODíA, pero era un
mesto realmente
joroschó, y casi siempre conseguían
scorro las nuevas grabaciones. Entré en el negocio y los únicos clientes eran dos jóvenes
ptitsas que sorbían helados (y recuerden que estábamos en lo peor del invierno) y revisaban, parecía, los nuevos discos pop -Johnny Burnaway, Stash Kroh, The Mixers,
Quédate tranquila un rato con Id y Ed Molotov- y todo el resto de esa
cala. Las dos
ptitsas no tendrían más de diez años, y parecía que también ellas, como yo, habían decidido tomarse la mañana libre de la
scolivola. Era evidente que ya se consideraban verdaderas
débochcas crecidas; vaya con el meneo de caderas cuando vieron a vuestro Fiel Narrador, hermanos, y los
grudos acolchados y el rojo desparramado en las
gubas. Fui al mostrador, abordando con la sonrisa cortés de los
subos al viejo Andy que atendía (siempre amable, siempre dispuesto a ayudar, un verdadero
joroschó tipo de
veco , aunque calvo y muy muy delgado). Andy me dijo:
– Ajá, creo que sé lo que usted quiere. Buenas noticias, buenas noticias, ya llegó. -Y moviendo las
rucas como un eminente director se fue a buscarlo. Las dos
ptitsas jóvenes soltaron unas risitas, como hacen a esa edad, y yo les clavé un
malenco los
glasos fríos. Andy regresó realmente
scorro, agitando la gran cubierta blanca y brillante de la Novena, que mostraba, hermanos, el
litso adusto y fruncido como golpeado por un rayo del propio Ludwig van. -Aquí está -dijo Andy-. ¿Lo probamos? -Pero yo quería llevármelo a casa para
slusarlo odinoco en mi estéreo, y sentía una prisa infernal. Saqué el
dengo para pagar, y una de las pequefias
ptitsas me dijo:
– ¿Qué conseguiste,
bratito ? ¿Algo grande, para ti solo? -Estas
débochcas jovencitas tenían su propio modo de
goborar .- ¿El Paraíso Diecisiete? ¿Luke Sterne? ¿Goggl y Gogol? -y las dos largaron esas risitas, meneándose y balanceándose. Entonces se me ocurrió una idea, y la angustia y el éxtasis casi me voltean, oh hermanos míos, de modo que durante unos segundos no pude respirar. Reaccioné, y les dije mostrando los subos blancos y brillantes:
– ¿Qué tienen en casa, hermanitas, para oír esos gorgoritos peludos? -Porque ya había visto que los discos que estaban comprando eran esas
vesches pop para chicos.- Apuesto a que lo único que tienen son esos juguetes portátiles como vitrolas de picnic. -Al oír esto las
ptitsas fruncieron las boquitas.- Vengan con papá -les dije-, y escuchen como es debido. Las trompetas de los ángeles y los trombones del infierno. Están invitadas. -Y les hice una especie de reverencia. Otras risitas, y una de ellas, dijo:
– Oh, pero tenemos mucho apetito. Oh, cómo podríamos comer. -Y la otra agregó: -Sí, ella lo dice, y así es. -De modo que contesté:
– Coman con papá. Digan dónde.
Ahora se creían verdaderas sofisticadas, lo que era casi patético, y empezaron a hablar con
golosas de dama acerca del
Ritz, el
Bristol, el
Hilton, Il Ristorante Granturco. Pero interrumpí la charla diciendo «Sigan a papá», y las llevé al
Salón de la Pasta, a la vuelta de la esquina, y dejé que se llenaran los inocentes y jóvenes
litsos con espaguetis y salchichas, y helados de cremas y bananasplits y salsa de chocolate caliente, hasta que casi tuve náuseas a la vista de todo eso, porque yo, hermanos, almorcé frugalmente una rebanada de jamón frío y un
yoco de chile bien picante. Las dos jóvenes
ptitsas se parecían mucho, aunque no eran hermanas. Tenían las mismas ideas, o la misma falta de ideas, y el mismo color de pelo: una especie de pajizo teñido. Bueno, hoy crecerían mucho. Hoy sería un día memorable. No irían a la escuela por la tarde, pero habría educación, y Alex sería el profesor. Se llamaban, dijeron, Marty y Sonietta, y eran bastante
besuñas y estaban en la cumbre del infantilismo de moda.
– Perfectamente, Marty y Sonietta -les dije-. Lle gó la hora de oír los discos. Vengan.
Cuando salimos al frío de la calle, decidieron que no irían en ómnibus, oh no, querían un taxi, de modo que les di el gusto, aunque con una sonrisa interior verdaderamente
joroschó, y llamé un taxi estacionado en la fila. El chofer, un
veco starrio y bigotudo con los
platis muy manchados, dijo cuando nos vio:
– Nada de navajas ahora. No quiero tonterías con los asientos. Acabo de retapizar el coche. -Le calmé esos
glupos temores y fuimos al bloque municipal 18A, y las dos audaces y pequeñas
ptitsas reían y murmuraban. Para abreviar diré que llegamos, oh hermanitos míos, y las llevé hasta el 10-8, y mientras subían la escalera jadeaban y
smecaban , y una vez allí dijeron que tenían sed, de modo que abrí el cofre de mi cuarto y ofrecí a las jóvenes
débochcas de diez años un verdadero y
joroschó escocés, aunque bien mezclado con agujas-y-alfileres. Se sentaron en mi cama (todavía sin arreglar) y balancearon las piernas,
smecando y
piteando la bebida, mientras yo pasaba en mi estéreo sus patéticos y
malencos discos. Era como
pitear una suave y perfumada bebida sin alcohol para niños en vasos de oro muy bellos, trabajados y costosos. Pero ellas decían oh oh oh y exclamaban «Desmayante» y «Cumbroso» y otros
slovos raros que estaban de moda en ese grupo infantil. Mientras pasaba esa
cala para que la oyesen, las animé a beber y luego a tomar otra copa, y la verdad que no se opusieron, oh hermanos míos. De modo que cuando ya habíamos escuchado dos veces los patéticos discos pop (eran dos:
Nariz dulce, cantado por Ike Yard, y
Noche tras día tras noche, gemido por dos horribles eunucos
desyarblocados que no recuerdo cómo se llamaban) ya estaban cerca de la histeria máxima de las
ptitsas jóvenes, saltando de un extremo al otro de mi cama, y alrededor del cuarto, y yo con ellas.
Hermanos, no necesito describir lo que hicimos esa tarde, pues todos pueden imaginarlo fácilmente. Las dos fueron
desplatisadas en un instante, mientras
smecaban como locas, y les parecía que la diversión más
bolche era
videar al viejo papá Alex todo
nago y erecto, empuñando la hipodérmica como un doctor desnudo, y aplicándose en la
ruca el viejo pinchazo de secreción de gato montés. Entonces saqué de su funda la hermosa Novena, de modo que ahora Ludwig van también estaba
nago, y apliqué la aguja silbante en el último movimiento, que era puro éxtasis. Y ahí estaban, las cuerdas del contrabajo
goborando al resto de la orquesta desde debajo de mi cama, y luego la
golosa de hombre entrando y proclamando a todos la alegría, y la frase hermosa y extática acerca de la Alegría que era una chispa gloriosa brotada del cielo, y entonces sentí los viejos tigres que brincaban en mí, y me arrojé sobre las dos jóvenes
ptitsas . Esta vez no les pareció nada divertido, y dejaron de
crichar, y tuvieron que someterse a los extraños y peculiares deseos de Alejandro el Grande que con la Novena y el pinchazo de la hipo eran
chudesños ,
samechatos y muy exigentes, oh hermanos míos. Pero las
ptitsas estaban muy muy borrachas, de modo que difícilmente hayan sentido mucho.
Cuando el último movimiento terminó por segunda vez, con todo el estrépito y los
crichos acerca de la Alegría Alegría Alegría, las dos jóvenes
ptitsas ya no se hacían las damiselas sofisticadas. Estaban despertando a lo que les ocurría a sus
malencas personitas, y decían que querían volver a su casa y algo así como que yo era una bestia salvaje. Parecía como si hubieran intervenido en una gran
bitba, lo que en efecto era el caso, y estaban todas lastimadas y enfurruñadas. Bueno, si no querían ir a la escuela, de todos modos tenían que educarse. Y lo habían conseguido.
Crichaban y decían ou ou ou mientras se ponían los
platis y me hacían punchipunchin con los minúsculos puñitos, y yo estaba todo sucio y
nago, y cansado y deshecho en la cama. La joven Sonietta crichaba: -Bestia, animal odioso. Monstruo horrible y repugnante. -Dejé que juntaran sus cosas, y se marcharon diciendo que los
militsos debían ocuparse de mí, y otras
calas por el estilo. Se fueron escaleras abajo y yo me hundí en el sueño, y la vieja Alegría Alegría Alegría golpeaba y aullaba lejanamente.
5
Sin embargo, ocurrió que me desperté tarde (según mi reloj, cerca de las siete y treinta) y tal como se vio después eso no fue muy inteligente. En este mundo perverso todo cuenta. Hay que
ponimar que una cosa siempre lleva a otra. Cierto cierto cierto. Mi estéreo ya no cantaba la Alegría ni los Abrazos a Todos Oh Millones, de modo que algún
veco había apagado el aparato, y ése tenía que ser pe o eme; a los dos se los
slusaba claramente en la sala, y por el clinc clinc de los platos y el slurp slurp de los que
pitean té, se notaba que estaban acabando una fatigada cena después de pasarse el día
rabotando, pe en la fábrica y eme en el supermercado. Los pobres viejos. Los lamentables
starrios. Me puse la bata y me asomé, haciendo el papel de cariñoso hijo único, y diciendo:
– Hola, eh. Estoy mucho mejor después de un día de descanso. Listo para el trabajo de la noche y para ganarme unos billetes. -Porque eso era lo que yo hacía entonces según ellos.- Yum yum, eme, ¿hay algo de eso para mí? -Era una especie de pastel helado, que ella había descongelado para calentarlo luego, y que no parecía muy apetitoso, pero yo tenía que decir lo que dije. Papá me miró con una expresión suspicaz y no muy complacida, pero nada dijo, porque no se atrevía, y mamá me echó una sonrisita descolorida, estilo fruto de mi vientre y único hijo. Fui con paso airoso al cuarto de baño y
scorro me di un buen lavado en todo el cuerpo, porque me sentía sucio y pegajoso, y volví a mi madriguera para vestir los
platis de la noche. Luego, brillante, peinado, cepillado y suntuoso, me senté frente a mi
lontico de pastel. Papapá dijo:
– No quiero curiosear, pero ¿dónde exactamente trabajas por las noches?
– Oh -repliqué, mientras masticaba-, son trabajos casuales, dar una mano aquí y allá, lo que sea. -Le lancé un
glaso maligno y sin vueltas, como diciéndole que se ocupara de sus asuntos, que yo me ocuparía de los míos.- Nunca pido dinero, ¿verdad? ¿Ni para ropas ni para diversiones? Entonces, ¿por qué preguntar?
Mi papá estaba conciliador murmurador masticador.
– Lo siento -dijo al fin-. Pero a veces me preocupo. A veces tengo sueños. Puedes reírte si quieres, pero hay mucho de verdad en los sueños. Anoche soñé contigo, y la verdad que no me gustó nada.
– ¿Cómo? -Ahora me interesaba que pe hubiese soñado conmigo. Tenía la impresión de que yo también había soñado, pero no podía recordar bien qué.- ¿Sí? -dije, dejando de masticar mi pastel pegajoso.
– Era muy claro -dijo mi papá-. Te vi tirado en la calle, y los otros muchachos te habían pegado. Eran como los muchachos con quienes andabas antes que te enviaran al último correccional.
– ¿Sí? -Me reí para mis adentros: papapá creyendo que yo me había reformado realmente, o creyendo que creía. Y luego recordé mi propio sueño, el que había tenido esa mañana, Georgie dando órdenes como un general y el viejo Lerdo
s-+mecando por ahí, sin dientes y con un látigo. Pero según oí decir los sueños significan lo contrario de lo que parecen.- Nunca te inquietes por tu único hijo y heredero, oh padre mío -dije-. No temas, realmente sabe cuidarse bien.
– Y -dijo mi papá- estabas como impotente en un charco de sangre y no podías contestar los golpes. -Eso era realmente lo contrario de lo que ocurría, de modo que otra vez sonreí discretamente para mis adentros, y luego saqué todo el
dengo que tenía en los
carmanos , y lo hice sonar sobre el mantel de colores chillones.
– Toma, papá, no es gran cosa -le dije-. Es lo que gané anoche. Pero tal vez les alcance para una
piteada de whisky que se pueden tomar los dos por ahí.
– Gracias, hijo -replicó pe-. Pero ahora no salimos mucho. No nos atrevemos, en vista de que las calles están muy peligrosas. Matones jóvenes, y todo eso. De cualquier modo, gracias. Mañana traeré una botella de algo. -Y pe se metió el
dengo mal habido en los
carmanos del pantalón, mientras ma
chistaba los platos en la cocina. Y yo me marché repartiendo sonrisas cariñosas.
Cuando llegué al pie de la escalera me sentí un poco sorprendido. Más todavía. Abrí la boca mostrando verdadero asombro. Habían venido a buscarme. Me esperaban junto a la pared garabateada, como ya expliqué:
vecos y
chinas desnudos en una actitud severa exhibiendo la
naga dignidad del trabajo, frente a las ruedas de la industria, y toda esa basura que les brotaba de las
rotas , obra de los
málchicos perversos. El Lerdo tenía en la mano una gruesa barra de color, y estaba dibujando
slovos sucios muy grandes sobre todo el cuadro, y estallando en las risotadas del viejo Lerdo, bu ju ju, mientras escribía. Pero se volvió cuando Georgie y Pete me saludaron, mostrándome los
subos drugos y brillantes, y trompeteó: -Ya está aquí, ya ha venido, hurrah -e hizo una torpe pirueta que quería ser un paso de baile.
– Estábamos preocupados -dijo Georgie-. Estuvimos esperando y
piteando el viejo
moloco acuchillado, y pensamos que tal vez estabas ofendido por alguna
vesche, de modo que vinimos a tu casa. ¿No es cierto, Pete, eh?
– Oh, sí, cierto -dijo Pete.
–
Apolologías -dije, cauto-. Me dolía la
golová, de modo que tuve que dormir. No me despertaron cuando ordené. En fin, aquí estamos todos juntos, listos para lo que ofrezca la vieja
naito, ¿sí? -Parecía habérseme pegado ese ¿sí? de P. R. Deltoid, mi consejero postcorreccional. Muy raro.
– Lamento lo del dolor -dijo Georgie, como si la cosa le preocupase mucho-. Tal vez estuviste usando demasiado la
golová . Tal vez mucho trabajo dando órdenes y cuidando la disciplina, y cosas así. ¿Seguro que se te pasó el dolor? ¿No prefieres volverte a la cama? -y todos me ofrecieron una especie de
malenca sonrisita.
– Un momento -dije-. Pongamos clarito todo. Este sarcasmo, si así puedo llamarlo, no les sienta bien, amiguitos míos. Quizás estuvieron
goborando tranquilamente a mis espaldas, haciendo algunos chistecitos y cosas por el estilo. Como para ustedes soy
drugo y líder, tengo derecho a saber lo que pasa, ¿eh? Ahora dime, Lerdo, ¿qué anuncia esa sonrisota de caballo? -Pues el Lerdo tenía la
rota abierta en una especie de
smecada besuña y silenciosa. Georgie intervino muy
scorro:
– Está bien, deja de tomártelas con el Lerdo, hermano. Eso es parte del nuevo estilo.
– ¿Nuevo estilo? -repetí-. ¿Qué es eso de nuevo estilo? Seguro que se habló mucho a mis durmientes espaldas. Déjenme
slusar un poco más. -Y medio crucé los brazos y me apoyé cómodamente contra la derruida baranda, siempre más alto que ellos, los que se llamaban mis
drugos, en el tercer escalón.
– No te ofendas, Alex -dijo Pete-, pero la verdad, queremos que las cosas sean más democráticas, y no que te lo pases diciendo lo que hay que hacer y lo que no. Pero sin ofenderte.
– No hay ofensa para ti ni para nadie -dijo Georgie-. Se trata de saber quién tiene ideas. ¿Qué ideas tuvo el hombre? -y clavaba en mí los
glasos muy fríos.- Pequeñeces,
malencas vesches como lo de anoche. Estamos creciendo, hermanos.
– Más -insistí, sin moverme-. Quiero
slusar más.
– Bien -dijo Georgie-, si quieres enterarte, entérate. Andamos por ahí,
crastando negocios y cosas por el estilo, y a cada uno le toca un miserable puñado de
dengo. Y ahí está Will el Inglés en el
Musculoso, y dice que acepta cualquier cosa que un
málchico se atreva a
crastar . Lo que brilla, el hielo -dijo, siempre con los
glasos fríos clavados en mí-. En lo que dice Will el Inglés hay dinero del grande.
– Ajá -comenté, como si no me importara, pero sintiéndome de veras
rasdrás por dentro-. ¿Desde cuándo andas en componendas y tratos con Will el Inglés?
– Ahora y siempre -contestó Georgie-. Ando por ahí
odinoco. El sábado pasado, por ejemplo,
druguito, puedo vivir mi propia
chisna , ¿verdad?
Hermanos míos, todo eso no me gustaba absolutamente nada.
– ¿Qué harán -pregunté- con el gran gran
dengo , o dinero como tan presuntuosamente lo llaman? ¿No tienen todas las
vesches que necesitan? Si quieren un auto lo sacan de la calle. Si necesitan
dengo lo toman. ¿Sí? ¿A qué viene este
silaño repentino? ¿Ahora quieren ser unos gordos capitalistas mugrientos?
– Ah -dijo Georgie-, a veces piensas y
goboras como un niño. -El Lerdo entonó su juj juj juj.- Esta noche -continuó Georgie-
crastaremos como hombres.
De modo que mi sueño había sido verdadero. Georgie el general diciendo lo que debíamos hacer y lo que no, y el Lerdo con el látigo como un bulldog sonriente y sin cerebro.
– Bueno. Verdaderamente
joroschó . La iniciativa se ofrece regalada. Te enseñé muchas cosas,
druguito. Y ahora, dime qué tienes pensado, querido Georgie.
– Oh -dijo Georgie, con una sonrisa astuta y ladina-, primero el viejo
moloco , ¿no te parece? Algo que nos levante, muchacho, pero a ti especialmente, que siempre nos guías.
– Has
goborado mis propios pensamientos -sonreí, sin aceptar la provocación-. Justamente pensaba proponer el viejo y querido
Korova. Bien bien bien. Adelante, pequeño Georgie. -E hice una especie de reverencia profunda, sonriendo como
besuño, y pensando a todo vapor. Pero cuando llegamos a la calle pude
videar claramente que el pensar es para los
glupos y que los
umnos usan la inspiración y lo que
Bogo les manda. Pues en ese momento una hermosa música vino en mi ayuda. Pasaba un auto con la radio encendida, y alcancé a
slusar un compás o dos de Ludwig van (era el último movimiento del
Concierto para violín), y pude
videar en seguida lo que tenía que hacer. Dije con voz espesa y profunda: -Muy bien, Georgie, ahora -y saqué mi filosa
britba . Georgie dijo-: ¿Qué? -pero fue bastante
scorro con el
nocho; el filo salió de la funda y los dos nos enfrentamos. El viejo Lerdo exclamó: -Oh, no, eso no está bien -y comenzó a desenroscar la cadena que llevaba alrededor de la talla, pero Pete dijo, trabando firmemente con la
ruca al viejo Lerdo-: Déjalos, así está bien. -De modo que Georgie y Vuestro Humilde hicieron los viejos y silenciosos pasos de gato, buscando la oportunidad, y conociendo cada uno el estilo del otro un poco demasiado
joroschó, y de tanto en tanto Georgie hacía lurch lurch con el
nocho resplandeciente, pero sin llegar a tocarme. Ya cada momento pasaban
liudos y
videaban todo, pero no se metían, porque podía decirse que era un espectáculo corriente. Pero entonces conté
odin dva tri y me tiré ak ak ak con la
britba, aunque no al
litso ni a los
glasos , sino a la
ruca de Georgie que sostenía el
nocho y entonces, hermanitos míos, lo soltó. Sí, eso hizo. Soltó el
nocho que cayó haciendo tincle tancle a la fría vereda invernal. Le había cortado un tajo en los dedos con mi
britba, y ahí estaba, mirando el
malenco goteo de
crobo que se desplegaba como una mancha roja a la luz del farol.- Ahora -dije, y era yo el que tomaba la iniciativa, pues Pete había dado al Lerdo el
soviet de no sacarse el
usy de la talla, y el Lerdo lo había acatado-. Ahora, Lerdo, veamos cómo están las cosas entre nosotros, ¿eh? -El Lerdo hizo aaaaaaargh como un animal
bolche y
besuño, y desenrolló la cadena verdaderamente
joroschó y
scorro, y yo no tuve más remedio que admirarlo. Ahora debía usar otro estilo, agazaparme como en el salto de rana para proteger el
litso y los
glasos; y eso hice, hermano, y el pobre y viejo Lerdo se sintió un
malenco sorprendido, porque estaba acostumbrado a descargar lash lash lash sobre la cara expuesta. Ahora bien, debo reconocer que me la dio horriblemente sobre la espalda y que me ardió como
besuño ; pero el dolor me dijo que debía andar
scorro y acabar de una vez con el viejo Lerdo. Tiré con la
britba a la
noga izquierda, un golpe muy ajustado, y corté dos pulgadas de ropa y le saqué una
malenca gota de
crobo, suficiente para ponerlo verdaderamente
besuño al Lerdo. Luego, mientras él hacía jauuu jauuu jauuu como un perrito, ensayé el mismo estilo que con Georgie, jugándome todo a un solo movimiento: arriba, cruce, corte, y sentí que la
britba entraba bastante hondo en la carne de la muñeca; el viejo Lerdo soltó allí mismo el
usy silbante y se puso a gritar como un niño. Luego intentó beberse toda la sangre que le salía de la muñeca, aullando a la vez, y había demasiado
crobo , y el Lerdo se atragantaba y la colorada le brotaba como de una fuente, aunque no por mucho tiempo.
– Bien,
drugos míos -dije-, ahora sabemos cómo están las cosas. ¿Sí, Pete?
– Yo nunca dije nada -contestó Pete-. Nunca
goboré ni un
slovo. Mira, el viejo Lerdo se está desangrando y morirá.
– No -repliqué-. Sólo se muere una vez, y el Lerdo murió antes de nacer. Ese
crobo colorado parará muy pronto. -Porque en realidad no le había cortado los cables principales, y sacando un
tastuco limpio del
carmano le vendé la
ruca al pobre, viejo y moribundo Lerdo, que aullaba y gemía, y el
crobo paró como yo había dicho, oh hermanos míos. Así que ahora sabían quién era el amo y líder, o así lo creía yo.
No se necesitó mucho para calmar a los dos soldados heridos en la comodidad del
Duque de Nueva York, con grandes brandies (pagados con el dinero de mis
drugos , pues yo había entregado el mío a mi pe) y una lavada con los
tastucos mojados en la jarra de agua. Las viejas
ptitsas con las que habíamos sido tan
joroschós la noche anterior estaban otra vez allí, y seguían con los -Gracias, muchachos- y -Dios los bendiga, chicos-como si no pudieran parar, a pesar de que no habíamos repetido la escena
samantina . Pero Pete dijo-: ¿Qué quieren tomar, chicas? -y les pagó café y menjunjes, pues aparentemente tenía bastante
dengo en los
carmanos, así que insistieron más alto que antes con -Dios los bendiga y les dé salud, muchachos- y -Nunca les jugaremos sucio- y -Son los mejores muchachos que pisan la tierra, eso son. -Finalmente dije a Georgie:
– Ahora estamos lo mismo que antes, ¿sí? olvidemos lo pasado, ¿cierto?
– Cierto cierto cierto -dijo Georgie. Pero el viejo Lerdo parecía un poco aturdido, y hasta llegó a decir: -¿Saben?, podría habérsela dado a ese bastardo con mi
usy, pero se me interpuso un
veco -como si hubiese estado
dratsando con otro y no conmigo. Dije entonces:
– Bueno, Georgie querido, ¿qué estás pensando? -Oh -dijo Georgie-, esta noche no. Por favor, no esta
naito .
– Eres un
cheloveco grande y fuerte -afirmé-, como todos nosotros. No somos niños, ¿verdad, Georgie querido? Vamos, dime, ¿qué pensabas hacer?
– Podría haberle sacado los
glasos realmente
joroschó -dijo el Lerdo, y las viejas
bábuchcas continuaban la cantinela: -Ah, gracias, muchachos.
– Se trata de esa casa -dijo Georgie-. La que tiene las dos lámparas afuera. La del nombre
glupo .
– ¿Que nombre
glupo?
– La Mansión o la Manse, o cualquier otra idiotez así. Donde vive una
ptitsa muy
starria con los gatos, y todas esas
vesches muy
starrias y valiosas.
– ¿Por ejemplo?
– Oro y plata y joyas. Fue lo que dijo Will el Inglés. -
Video -comenté-.
Video joroschó. -Sabía de qué hablaba: los barrios viejos, poco más allá del edificio Victoria. Bien, el líder verdaderamente
joroschó sabe cuándo tiene que ceder y mostrarse generoso. -Muy bien, Georgie -dije-. Una idea excelente, y la seguiremos. Salgamos ahora mismo. -Y cuando salíamos, las viejas
bábuchcas repetían: -No hablaremos, muchachos. Ustedes estuvieron aquí sin moverse. -Y yo les dije: -Magnífico, muchachas. Volveremos a pagarles tragos en diez minutos.
Así, al frente de mis tres drugos, marché en busca de mi propia perdición.
6
Pasando el
Duque de Nueva York, en dirección al este, se levantaban edificios de oficinas, luego la
starria y carcomida
biblio y el
bolche edificio llamado Victoria, seguramente por alguna victoria; y luego se llegaba a las casas
starrias de la llamada ciudad vieja. Aquí se levantaban algunos de los antiguos
domos realmente
joroschós , hermanos míos, habitados por
liudos starrios, viejos coroneles ladradores armados de bastones y viejas
ptitsas enviudadas y damas sordas
starrias aficionadas a los gatos y que, hermanos míos, no habían sentido el toque de ningún
cheloveco en todos los días de la purísima
chisna . Y en esas casas había, es cierto,
vesches starrias que valían dinero en el mercado turístico: cuadros y joyas y otras
calas starrias de la misma clase, de la época anterior al plástico. Así que nos acercamos discretamente al
domo llamado Manse, y afuera había focos de luz sobre postes de hierro, como guardando los dos costados de la entrada, y también una luz más penumbrosa en uno de los cuartos de abajo, así que buscamos un lugar oscuro en la calle para mirar por la ventana dentro de la casa. Esta ventana tenía barrotes de hierro, como una prisión, pero pudimos
videar claramente lo que pasaba adentro.
Lo que allí
iteaba era que esta
starria ptitsa, de
bolosos muy grises y
litso arrugado, estaba echando el viejo
moloco de una botella en varios platitos, y poniendo los platitos en el piso, de modo que podía adivinarse que había montones de
cotos y
cotas meneándose por allí. Y pudimos
videar uno o dos,
scotinas grandes y gordas, saltando a la mesa con las
rotas abiertas haciendo meeer meeer meeer. Y también se
videaba a la vieja
bábuchca hablándoles,
goborando con lenguaje regañón a los gatitos. En la sala se
videaba un montón de antiguas fotos sobre las paredes, y relojes
starrios y muy complicados, y también algunos vasos y adornos que parecían
starrios y
dorogos . Georgie murmuró: -Por esas
vesches conseguiríamos
dengo de verdad y
joroschó . Will el Inglés está muy entusiasmado. -Pete dijo: -¿Cómo entramos? -Ahora era mi turno, y
scorro, antes que Georgie nos dijese su idea.- La primera
vesche -murmuré- es probar lo común, por el frente. Le hablaré con cortesía y le diré que uno de mis
drugos ha tenido un raro desmayo en la calle. Georgie puede hacer la demostración, cuando ella abra. Después pedimos agua, que nos deje telefonear al médico. Lo que sigue es fácil.
– Tal vez no quiera abrir -dijo Georgie.
– Probemos, ¿no? -le contesté, y Georgie medio encogió los
plechos, poniendo
rota de sapo. Así que les dije a Pete y al viejo Lerdo: -Ustedes,
drugos, uno a cada lado de la puerta. ¿De acuerdo? -Asintieron en la oscuridad, cierto cierto cierto.- Bueno -dije a Georgie, y avancé derecho hacia la puerta de calle. Había un timbre, y apreté el botón, y brrrrr brrrrr sonó en el vestíbulo. Parecía que se habían parado a
slusarnos, como si la
ptitsa y los
cotos estuviesen con las orejas vueltas hacia el brrrrr brrrrr, preguntándose qué pasaba. De modo que apreté el viejo
svonoco un
malenquito más urgente. Acerqué la
rota al agujero de las cartas y hablé con
golosa refinada: -Auxilio, señora, por favor. Mi amigo acaba de enfermarse en la calle. Le ruego que me permita telefonear a un médico. -Ahí pude
videar que se encendía una luz en el vestíbulo, y luego oí las
nogas de la vieja
bábuchca y las chinelas que hacían flip flap flip flap, acercándose a la puerta, y se me ocurrió, no sé por qué, que llevaba un gato grande y gordo debajo de cada brazo. Me habló, y la
golosa era extrañamente profunda:
– Váyanse. Váyanse o disparo.
Georgie la oyó y casi larga una risita. Repliqué, con acento de dolor y apremio en mi
golosa de caballero:
– Oh, se lo ruego, señora. Mi amigo está muy mal. -Váyanse -repitió-. Conozco esas sucias trampas, me hacen abrir la puerta y después me obligan a comprar cosas que no necesito. Les digo que se vayan. -Verdaderamente, qué hermosa inocencia.- Váyanse -repitió- o les echo los gatos encima. -Estaba un
malenquito besuña , era evidente, de pasarse toda la
chisna odinoca. Entonces levanté los ojos y pude
videar que encima de la puerta había una ventana de guillotina, y que sería mucho más
scorro trepar a fuerza de
plechos y entrar de ese modo. De lo contrario, esa discusión podía durar toda la larga
naito. Así que dije:
– Muy bien, señora. Si no quiere ayudarme, llevaré a otro lado a mi doliente amigo. -E hice un guiño a mis
drugos para que se estuviesen calladitos, mientras yo seguía hablando: -Está bien, viejo amigo, seguro que encontraremos en otro sitio alguna buena
samantina . Quizá no sea justo censurar a esta anciana señora que se muestra tan suspicaz, con tantos granujas y vagabundos que andan por la noche. No, realmente no podemos criticarla. -Esperamos nuevamente en las sombras, y yo murmuré: -Bueno, vol- vamos a la puerta. Me alzo sobre los
plechos del Lerdo. Abro la ventana y entro. Luego le tapo la boca a la vieja
ptitsa y abro a los demás. Sin problemas. -Yo estaba demostrando que era el líder y el
cheloveco que tenía ideas.- Vean -dije-. Sobre la puerta hay un
joroschó reborde de piedra, justo para mis
nogas . -Todos lo videaron, se me ocurrió que con admiración, y dijeron y afirmaron cierto cierto cierto en la oscuridad.
Así que volvimos en puntas de pie a la puerta. El Lerdo era nuestro
málchico ancho y fuerte, y Pete y Georgie me alzaron hasta los
plechos bolches y masculinos del Lerdo. Y mientras tanto, gracias sean dadas a los programas mundiales de la
glupa televisión, y sobre todo al temor de los
liudos a andar de noche por la calle, en vista de la falta de policía: la calle estaba desierta. De pie sobre los
plechos del Lerdo vi que el reborde de piedra aguantaría bien mis botas. Primero apoyé las rodillas, hermanos, y un segundo después me encontraba de pie en el reborde. Como había supuesto, la ventana estaba cerrada, pero le di un golpe con el puño de hueso de la
britba y rompí limpiamente el vidrio. Mientras tanto, abajo, mis
drugos respiraban afanosos. Metí la
ruca por el agujero y subí despacio y en silencio la mitad inferior de la ventana. Y así fue, como meterse en la bañera. Y abajo estaban mis ovejas, las
rotas abiertas mirándome, oh hermanos.
Todo estaba oscuro, y por aquí y por allá camas y armarios, y
bolches y pesadas banquetas y pilas de cajas y libros. Pero yo caminé virilmente hacia la puerta del cuarto, porque de allí venía un rayo de luz. La puerta hizo escuiiiiiiic, y me encontré en un corredor polvoriento, con otras puertas. Qué despilfarro, hermanos, me refiero a tantos cuartos y una sola
filosa starria y sus regalones, pero tal vez los
cotos y las
cotas tenían dormitorios separados, y vivían tomando crema y comiendo cabezas de pescado como reinas y príncipes reales. Desde abajo venía la
golosa apagada de la vieja
ptitsa que decía: -Sí, sí, sí, eso es-, pero seguramente
goboraba a las bestias maullantes y meneantes que hacían miaaaaaa pidiendo más
moloco. Entonces vi la escalera que bajaba al vestíbulo y pensé que les mostraría a mis inútiles y veleidosos
drugos que yo valía tanto como los tres y más. Lo haría todo
odinoco . Si era necesario aplicaría la ultraviolencia a la
ptitsa starria y a sus regalones, luego tomaría
rucadas de lo que me pareciera realmente
polesño , e iría bailando hasta la puerta de calle y abriría para mostrar el oro y la plata a mis
drugos, que esperaban afuera. Así aprenderían quién era el jefe.
Empecé a bajar la escalera, lento y silencioso, admirando en el descenso
grasñas imágenes de otros tiempos -
débochcas con pelo largo y cuello alto, cosas del campo con árboles y caballos, el santo
veco barbado todo
nago colgando de la cruz. Había un
vono realmente mohoso a gatitos y a pescado y a polvo
starrio en este
domo, diferente de lo que se olía en los edificios de viviendas. Y cuando llegué a la planta baja pude
videar el cuarto iluminado del frente, donde ella había estado sirviendo
moloco a los
cotos y las
cotas. Más, pude ver las grandes
scotinas bien rellenas que iban y venían ondulando la cola y como frotando el piso con la barriga. Sobre un arcón de madera, en el vestíbulo oscuro, había una bonita y
malenca estatua que brillaba a la luz de modo que decidí
crastarla para mí: era una
débochca delgada y joven, de pie sobre una
noga con las
rucas extendidas; en seguida vi que era de plata. De modo que la tenía en la mano cuando me metí en el cuarto iluminado, diciendo: -Ja, ja, ja. Al fin nos encontramos. Nuestra breve
goborada por el agujero de las cartas no fue, digamos, satisfactoria, ¿sí? Reconozcamos que no, oh ciertamente no lo fue, hedionda y
starria vieja
filosa. -Tuve que frotarme los ojos cuando vi el cuarto y a la vieja
ptitsa . Había
cotos y
cotas por todas partes, yendo y viniendo sobre la alfombra, y mechones de pelo amontonados, y las
scotinas gordas eran de diferentes formas y colores, blanco, negro, moteado, jengibre, carey, y también de todas las edades, así que había cachorritos que jugaban, y gatos crecidos, y otros realmente
starrios y de muy mal carácter. La dueña, la vieja
ptitsa, me miró agresiva como un hombre, y dijo:
– ¿Cómo entró? Mantenga la distancia, perverso joven, o me veré obligada a pegarle.
No tuve más remedio que
smecar realmente
joroschó,
videando que ella tenía en la
ruca venosa un bastón de madera oscura que alzó, amenazante. Así que mostrándole los
subos blancos me le acerqué un poco más, sin prisa, y en eso vi sobre un estante una
veschita hermosa, la cosa
malenca más linda que un
málchico aficionado a la música como yo hubiese podido
videar con los propios
glasos, pues era la
golová y los
plechos del propio Ludwig van, lo que llaman un busto, una
vesche como de piedra, con largos cabellos de piedra y los
glasos ciegos, y la corbata suelta y ancha. Me le eché encima sin pensarlo, mientras decía: -Bueno, qué hermoso y todo para mí. -Pero al acercarme, los
glasos clavados en la
vesche, y la
ruca hambrienta extendida, no vi los platos en el suelo, metí el pie en uno y casi pierdo el equilibrio.- Huuup -dije, tratando de enderezarme, pero la viejita
ptitsa se había acercado por detrás sin que yo la notara, con mucho
scorro para su edad, y ahí comenzó a hacer crac crac sobre la
golová con el palo. Y entonces me encontré apoyado en las
rucas y las rodillas, tratando de incorporarme y diciendo: -Mala, mala, mala. -Y ella seguía crac crac, gritando:- Perverso piojo de albañal, metiéndose en las casas de la gente
auténtica. -No me gustaba el crac crac crac, así que tomé un extremo del palo cuando volvió a bajarlo sobre mi
golová, y ella perdió el equilibrio y quiso apoyarse en la mesa, pero entonces se vino abajo el mantel con la jarra y la botella de leche, y se oyó splosh splosh en todas direcciones, y la vieja
ptitsa cayó al suelo gruñendo y gritando: -Maldito seas, muchacho, esto me lo pagarás. -Ahora todos los gatos comenzaron a
spugarse , y corrían y saltaban aterrorizados, y se agarraban entre ellos, y había
tolchocos de gatos con mucha movida de
lapas , y ptaaaaa y grrrr y craaaaaarc. Me enderecé sobre las
nogas y ahí estaba la maligna y vengativa
forella starria con los pelos alborotados y gruñendo mientras trataba de levantarse del suelo, de modo que le di un
malenco puntapié en el
litso, y no le gustó nada, y gritó: -Guaaaaaah -y se podía videar que el
litso venoso y manchado se le ponía púrpura donde yo había aplicado la vieja
noga.
Cuando retrocedí después de encajarle la patada, seguramente le pisé la cola a uno de los gatos
crichantes y
dratsantes , porque
slusé un
gronco yauuuuuuu y descubrí que un montón de pelos, dientes y garras se me había aferrado a la pierna, y de pronto me encontré lanzando maldiciones y tratando de sacudirme el
coto, mientras sostenía la
malenca estatua de plata en una
ruca y procuraba pasar sobre la vieja
ptitsa en el suelo para alcanzar al hermoso Ludwig van que me miraba con enojo de piedra. Y aquí metí el pie en otro plato lleno de
moloco cremoso, y así salí volando de nuevo, y toda la
vesche era realmente muy graciosa si uno podía imaginarse que le
sluchaba a cualquier otro
veco, y no a Vuestro Humilde Narrador. Y entonces la
starria ptitsa del suelo extendió la
ruca pasando por encima de todos los gatos
dratsantes y maullantes, y me agarró la
noga, sin dejar de gritar -Guaaaaaah-, y como yo casi había perdido el equilibrio, ahora me fui de veras al suelo, en medio del
moloco derramado y los
cotos scraicantes, y la vieja
forella empezó a darme puñetazos en el
litso -los dos estábamos en el suelo- al mismo tiempo que
crichaba: -Denle látigo, péguenle, arránquenle las uñas, es una chinche venenosa -y sólo hablaba a sus gatitos; y entonces, como obedeciendo a la vieja
ptitsa starria, un par de
cotos se me arrojó encima y comenzaron a arañarme como
besuños. Así que, hermanos, yo mismo me puse verdaderamente
besuño, y repartí algunos
tolchocos, pero la
bábuchca dijo: -Escuerzo, no toques a mis gatitos -y me arañó la cara. De modo que yo
criché: -
Sumca vieja y hedionda -y alcé la
malenca estatua de plata y le di un buen
tolchoco en la
golová, y así la callé realmente
joroschó .
Ahora, mientras me incorporaba entre todos los
cotos y las
cotas cracantes ,
slusé nada menos que el chumchum de la vieja sirena policial a la distancia, y comprendí
scorro que la vieja
forella de los gatos había estado hablando por teléfono con los
militsos cuando yo creí que
goboraba con sus bestias maulladoras, pues se le habían despertado
scorro las sospechas cuando yo toqué el viejo
svonoco pretendiendo que necesitaba ayuda. Así que ahora, al
slusar el temido chumchum del coche de los
militsos, corrí hacia la puerta del frente y me costó un
raboto del infierno quitar todos los cerrojos y cadenas y cerraduras y otras
vesches protectoras. Al fin conseguí abrir, y quién estaba en el umbral sino el viejo Lerdo, y ahí mismo alcancé a
videar la huida de los otros dos de mis llamados
drugos. -Largo de aquí -
criché al Lerdo-. Llegan los
militsos. -El Lerdo dijo: -Tú te quedas a recibirlos juh juh juh juh -y entonces vi que había desenroscado el
usy , y ahora lo levantaba y lo hacía silbar juisssss y me daba un golpe rápido y artístico en los párpados, pues alcancé a cerrarlos a tiempo. Y cuando yo estaba aullando y tratando de
videar y aguantar el terrible dolor, el Lerdo dijo: -No me gustó que hicieras lo que hiciste, viejo
drugo. No fue justo que me trataras de ese modo,
brato . -Y luego le
slusé las botas
bolches y pesadas que se alejaban, mientras hacía juh juh juh juh en la oscuridad, y apenas siete segundos después
slusé el coche de los
militsos que venía con un roñoso y largo aullido de la sirena, que iba apagándose, como un animal
besuño que jadea. Yo también estaba aullando y manoteando, y en eso me di con la
golová contra la pared del vestíbulo, pues tenía los
glasos completamente cerrados y el jugo me brotaba a chorros, y dolor dolor dolor. Así andaba a tientas por el vestíbulo cuando llegaron los
militsos. Por supuesto, no podía
videarlos, pero sí podía
slusarlos y olía condenadamente bien el
vono de los bastardos, y pronto pude sentirlos cuando se pusieron bruscos y practicaron la vieja escena de retorcer el brazo, sacándome a la calle. También
slusé la
golosa de un
militso que decía desde el cuarto de los
cotos y las
cotas: -Recibió un feo golpe, pero todavía respira -y por todas partes maullidos y bufidos.
– Un verdadero placer -oí decir a otro
militso, mientras me
tolchocaban y metían
scorro en el auto-. El pequeño Alex, todo para nosotros.
– Estoy ciego -
criché-.
Bogo los maldiga y los aplaste,
grasños bastardos.
– Qué lenguaje -dijo la
golosa de otro que se estaba riendo, y ahí mismo recibí en plena
rota un
tolchoco con el revés de una mano, que tenía anillo. Exclamé:
–
Bogo los aplaste,
brachnos vonosos , malolientes. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están mis
drugos hediondos y traidores? Uno de mis malditos y
grasños bratos me dio con la cadena en los
glasos. Agárrenlos antes que escapen. Ellos quisieron hacerlo, hermanos. Casi me obligaron. Soy inocente; que
Bogo termine con ellos. -Aquí todos estaban
smecándose con ganas, y la mayor perfidia, y así,
tolchocándome, me empujaron al interior del auto, pero yo continué hablando de esos supuestos
drugos míos, y entonces comprendí que era inútil, porque todos estarían ya de vuelta en la comodidad del
Duque de Nueva York, metiendo café y menjunjes y whiskies dobles en los
gorlos sumisos de las hediondas
ptitsas starrias, mientras ellas decían: -Gracias, muchachos, Dios los bendiga, chicos. Aquí estuvieron todo el tiempo, muchachos. No les quitamos los ojos de encima ni un instante.
Y entretanto, con la sirena a todo volumen,
iteábamos en dirección al cuchitril de los
militsos , yo encajonado entre dos, y de vez en cuando los prepotentes matones me largaban algún ligero
tolchoco. Entonces descubrí que podía abrir un
malenco los párpados de los
glasos, y a través de las lágrimas vi la ciudad que corría a los costados, como si las luces se persiguieran unas a otras. Y con los
glasos que me escocían vi a los dos
militsos smecantes sentados atrás conmigo, y al conductor de cuello delgado, y al lado el bastardo de cuello grueso, y éste me
goboraba sarco , y me decía: -Bueno, querido Alex, todos esperamos pasar una grata velada juntos, ¿no es cierto?
– ¿Cómo sabes mi nombre,
vonoso matón hediondo? Que
Bogo te hunda en el infierno,
grasño brachno , sucia basura. -Al oír esto todos
smecaron, y uno de los
militsos malolientes que estaban atrás me retorció el
uco . El
veco de cuello gordo que iba adelante dijo entonces:
– Todos conocen al pequeño Alex y a sus
drugos. Nuestro Alex ya es un chico bastante famoso.
– Son los otros -
criché-. Georgie, el Lerdo y Pete. Esos hijos de puta no son mis amigos.
– Bien -dijo el
veco de cuello gordo-, tienes toda la noche para contamos la historia completa de las notables hazañas de esos jóvenes caballeros, y cómo llevaron por mal camino al pobrecito e inocente Alex. -En eso se oyó el chumchum de otra sirena policial que se cruzó con la nuestra, pero avanzando en dirección contraria.
– ¿Va a buscar a los bastardos? -pregunté-. Ustedes, hijos de puta, ¿van a detenerlos?
– Eso -dijo el
veco del cuello ancho- es una ambulancia. Seguramente para tu anciana víctima, repugnante y perverso granuja.
– Ellos tienen la culpa -
criché, pestañeando, pues los
glasos me ardían-. Los bastardos estarán
piteando en el
Duque de Nueva York. Agárrenlos, malolientes militsos. -Y ahí nomás recibí otro
malenco tolchoco y oí risas, oh hermanos míos, y la pobre
rota me dolía más que antes. Y así llegamos al hediondo cuchitril de los
militsos, y a patadas y empujones me ayudaron a salir del auto, y me
tolchocaron escaleras arriba, y comprendí que estos pestíferos
grasños brachnos no me tratarían bien,
Bogo los maldiga.
7
Me arrastraron a una
cantora muy iluminada y encalada, y había un
vono fuerte, mezcla de enfermería y lavatorios, cerveza rancia y desinfectante, y todo venía de las piezas enrejadas que estaban cerca. Algunos de los
plenios encerrados en las celdas maldecían y cantaban, y me pareció
slusar a uno que aullaba:
Y volveré a mi nena, a mi nena, cuando tú, nena mía, te hayas ido. Pero también se oían las
golosas de los
militsos que ordenaban silencio, y hasta se
slusaba el
svuco de alguien al que
tolchocaban verdaderamente
joroschó y que hacía ouuuuu, y era como la
golosa de una
ptitsa starria borracha, no de un hombre. En la
cantora estaban conmigo cuatro
militsos, y todos
piteaban chai en gran estilo: había una gran jarra sobre la mesa, y sorbían y eructaban y las jetas eran sucias y
bolches. Por cierto que no me ofrecieron ni una gota. Lo único que me dieron, hermanos míos, fue un espejo
starrio y cal o so para que me mirase, y de veras yo ya no era vuestro bello y joven Narrador, sino un auténtico
straco , con la
rota hinchada, los
glasos enrojecidos, y la nariz un poco machucada. Todos
smecaron realmente
joroschó cuando
videaron mi cara de desaliento, y uno dijo: -Como una joven pesadilla del amor. -Y entonces apareció un jefe de los
militsos con cosas como estrellas en los
plechos , para demostrar que picaba alto alto alto, y al
videarme dijo: -Hum. -Y así empezaron.
– No diré un solo y solitario
slovo si no viene mi abogado -les grité-. Conozco la ley, bastardos. -Por supuesto, todos largaron una
gronca smecada al oírme, y el
militso de las estrellas me miró y dijo:
– Muy bien, muchachos, comenzaremos demostrándole que también nosotros conocemos la ley, pero que conocerla no es suficiente. -Tenía una
golosa de caballero y hablaba con aire muy fatigado; y al hacerlo asintió con sonrisa de
drugo a un bastardo grande y gordo. El bastardo grande y gordo se quitó la túnica, y uno podía
videar que tenía una panza grande y
starria; y entonces se me acercó no muy
scorro, y cuando abrió la
rota en una mueca lasciva y muy cansada, le olí el
vono del
chai con leche que había estado
piteando. Para ser
militso no tenía la cara muy bien afeitada, y uno podía
videarle parches de sudor seco en la camisa, bajo los brazos, y despedía ese olor parecido a cera de oídos. De pronto cerró la
ruca roja y hedionda y me la descargó justo en la barriga, lo que no estuvo bien, y todos los demás
militsos smecaron con ganas, excepto el jefe, que conservó la sonrisa como cansada y aburrida. Tuve que apoyarme en la pared encalada, de modo que los
platis se me mancharon de blanco, y traté de recobrar el aliento, sintiendo un dolor agudo, y me pareció que iba a vomitar el pastel pringoso que había tragado por la tarde. Pero no pude soportar la idea de vomitar sobre el suelo, de modo que me contuve. Entonces vi que el matón gordo se volvía hacia los
drugos militsos para festejar realmente
joroschó lo que había hecho, así que levanté la
noga derecha, y antes que pudieran
cricharle aviso le apliqué un puntapié limpio y claro en la espinilla.
Crichó como un
besuño, y se puso a dar saltos de un lado a otro.
Pero después todos se dieron el gusto, arrojándome de uno al otro como si yo hubiera sido una condenada pelota, muy gastada, oh hermanos míos, y me dieron puñetazos en los
yarblocos y la
rota y la barriga, y me largaron puntapiés, y al fin tuve que vomitar en el suelo, y hasta dije como si yo fuera un auténtico
besuño: -Disculpen disculpen disculpen. -Pero ellos me dieron pedazos
starrios de
gasetta y me hicieron limpiar, y después me hicieron trabajar con el aserrín. Y después dijeron, casi como si hubieran sido viejos y queridos
drugos, que yo debía sentarme para tener una tranquila
goborada. En eso entró P. R. Deltoid para
videar un poco, como que tenía el despacho en el mismo edificio; y parecía muy cansado y
grasño , y empezó diciendo: -Así que ocurrió, Alex querido, ¿sí? Lo que yo presentía. Querido querido querido, sí. -Luego se volvió hacia los
militsos y continuó: -Buenas noches, inspector. Buenas, sargento. Buenas, buenas a todos. Bien, aquí termino yo, sí. Querido, este chico no está muy bien, ¿verdad? Mírenle un poco el aspecto.
– La violencia engendra violencia -dijo el jefe
militso con voz untuosa-. Se resistió al arresto legal.
– Aquí termino yo, sí -repitió P. R. Deltoid. Me observó con
glasos muy fríos, como si ahora yo fuese una cosa y ya no un
chevoleco muy cansado, ensangrentado y apaleado-. Tendré que presentarme en la corte, mañana, supongo.
– No fui yo, hermano, señor -dije, un
malenquito lloroso-. Defiéndame, señor, tan malo no soy. Señor, los otros me traicionaron y me llevaron por mal camino.
– Canta como un jilguero -dijo burlón el jefe de los
militsos.
– Hablaré ante el tribunal -dijo fríamente P. R. Deltoid-. Allí estaré mañana, no te preocupes.
– Si quiere darle un buen golpe en la trompa, señor -dijo el jefe de los
militsos-, no se preocupe por nosotros. Lo tendremos sujeto. Seguro que fue una tremenda decepción para usted.
Entonces P. R. Deltoid hizo algo que yo jamás hubiese creído, un hombre que tenía como función convertirnos a los
maluolos en
chelovecos realmente
joroschós , y sobre todo con los
militsos alrededor. Se acercó un poco y escupió. Escupió. Me escupió en el
litso, y después se limpió la
rota húmeda y escupidora con el dorso de la
ruca. Y yo me limpié y me limpié y me limpié el
litso escupido con el
tastuco ensangrentado, y le dije: -Gracias, señor, muchas gracias, señor, eso fue muy amable de su parte, señor, muchísimas gracias. -Y ahí P. R. Deltoid salió sin decir un
slovo más.
Entonces los
militsos se dedicaron a preparar una larga declaración que yo tendría que firmar; y yo pensé, infierno y basura, si ustedes bastardos están del lado del Bien, me alegro de pertenecer al otro club. -Muy bien -les dije-,
brachnos grasños,
sodos vonosos . Escriban, escriban, no pienso arrastrarme más sobre el
bruco ,
merscas basuras. ¿Por dónde quieren empezar, animales calosos? ¿Desde mi último correccional?
Joroschó,
joroschó, pues ahí lo tienen. -Y empecé a hablar, y el
militso taquígrafo, un
cheloveco tranquilo y tímido, que no era un verdadero
militso, comenzó a llenar página tras página tras página. Les confesé la ultraviolencia, el
crasteo, los
dratsas , el unodós unodós, todo lo que había hecho hasta la
vesche de esa noche con el robo a la
ptitsa starria y
bugata de los
cotos y las
cotas maullantes. Y procuré que mis llamados
drugos estuviesen bien metidos en el asunto, hasta el
schiya . Cuando terminé, el
militso taquígrafo parecía un poco enfermo, pobre infeliz. El jefe
militso le dijo con una
golosa casi amable:
– Bien, hijo, vete a tomar una buena taza de
chai, y luego escribes toda esa mugre, con un broche de ropa en la nariz, en tres copias. Después se las traes al hermoso y joven amigo, para que las firme. Y tú -me dijo- puedes pasar a tu suite matrimonial, con agua corriente y todas las comodidades. Bueno -dijo con
golosa cansada a dos de los matones-, llévenselo.
En fin, a patadas, golpes y empujones me llevaron a las celdas, y allí me pusieron junto a diez o doce
plenios, muchos de ellos borrachos. Entre ellos había
vecos uchasños , como animales, uno con toda la nariz comida y la
rota abierta como un gran agujero negro; uno que estaba apoyado contra la puerta, roncando ruidosamente, mientras de la
rota le salía sin parar una especie de hilo baboso, y uno que tenía los pantalones todos sucios de
cala . Había dos que me parecieron maricas, y en seguida se interesaron en mí, y uno me saltó encima, y tuvimos una
dratsa muy desagradable, y el
vono que despedía, como de gas y perfume barato, me enfermó otra vez, sólo que ahora tenía la barriga vacía, oh hermanos míos. Entonces el otro marica quiso echarme los brazos, y hubo una ruidosa pelea entre los dos, porque ambos me buscaban el
ploto . El chumchum llamó la atención de un par de
militsos que vinieron y golpearon a los dos con las cachiporras, y así se callaron y se quedaron con los ojos perdidos, y el viejo
crobo goteaba pim pim pim por el
litso de uno de ellos. En la celda había camastros, pero estaban todos ocupados. Trepé al más alto de una hilera que tenía cuatro, y allí encontré un veco
starrio y borracho que roncaba, probablemente tirado allá arriba por los
militsos. Bueno, lo bajé otra vez, no era muy pesado, y cayó sobre un
cheloveco gordo y borracho tirado en el suelo, y los dos despertaron y empezaron una escena patética de
crichadas y puñetazos. Hermanos míos, me tendí sobre la cama
vonosa, y me hundí en un sueño muy fatigado, agotado y doloroso. Pero no fue un verdadero sueño, era como meterse en otro mundo mejor. Y en ese mundo mejor, oh hermanos míos, yo estaba en un campo de flores y árboles, y se veía un macho cabrío con
litso de hombre y tocaba una especie de flauta. Y entonces pareció que salía el sol, el propio Ludwig van, con el
litso rugiente, la corbata suelta y el
boloso desordenado y áspero, y entonces oí la Novena, último movimiento, con los
slovos un poco cambiados, como si ellos mismos supieran que debían ser distintos, ya que se trataba de un sueño:
Muchacho, rugiente tiburón del paraíso azote del Elíseo, corazones de fuego, transportados, extáticos, te tolchocaremos en la rota y patearemos el culo grasño y vonoso… Pero la melodía estaba bien, como lo supe cuando me despertaron dos o diez minutos o veinte horas o días o años después, pues me habían quitado el reloj. Ahí estaba un
militso, como a kilómetros y kilómetros más abajo, y me pinchaba con un garrote que tenía un clavo en el extremo, al tiempo que decía:
– Despierta, hijo. Despierta, hermosura. Arriba que te espera un lindo problema.
– ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Qué pasa? -atiné a decir. Y la música de la Oda a la Alegría, en la Novena, se oía a lo lejos y adentro, y era hermosa, verdaderamente
joroschó. El
militso dijo:
– Ven abajo y descúbrelo tú mismo. Te esperan unas hermosas novedades, hijo mío. -Bajé como pude, muy rígido y dolorido, y en realidad no despierto del todo, y el
militso , que olía de veras a queso y cebollas, me empujó fuera de la sucia celda de los ronquidos, y caminamos por varios corredores, y ni un momento la vieja melodía, Alegría, Fuego Glorioso del Cielo, dejó de resonar en mi interior. Así llegamos a una especie de
cantora muy ordenada con máquinas de escribir y flores en las mesas, y en la que parecía más grande estaba el jefe de los
militsos, con expresión muy seria, un
glaso muy frío clavado en mi
litso adormilado.
– Bien, bien, bien -dije-. Qué tal,
brato . ¿Qué pasa en esta hermosa mitad de la
naito?
El veco replicó:
– Te doy exactamente diez segundos para que se te vaya de la cara esa sonrisa estúpida. Y luego me escucharás.
– Bien, ¿qué pasa? -pregunté,
smecando-. ¿No están satisfechos después que casi me mataron a golpes, me escupieron, me obligaron a confesar delitos durante horas y horas, y me encerraron con unos pervertidos
besuños y
vonosos en esa
grasña celda? Vamos,
brachno , ¿tiene una nueva tortura para mí?
– Será tu propia tortura -dijo con aire serio-. Quiera Dios que te torture hasta volverte loco.
Y ahí comprendí, antes que me lo dijeran. La vieja
ptitsa de los
cotos y las
cotas había pasado a mejor vida en uno de los hospitales de la ciudad. Parece que se me había ido un poco la mano. Bien, bien, eso era todo. Pensé en los
cotos y las
cotas que pedían
moloco, y ya nadie les hacía caso, ya no por lo menos la
forella starria. Eso era todo. La había hecho buena. Y yo apenas tenía quince años.
1
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Hermanos míos y mis únicos amigos, aquí empieza la parte realmente dolorosa y casi trágica de la historia, en la
staja (la prisión del Estado) número 84F. Ustedes no tendrán muchas ganas de
slusar toda la
cala y el horrible
rascaso de mi pe que alzaba las
rucas gastadas y
crobosas contra el injusto
Bogo que está en el Cielo, y cómo mi eme retorcía la
rota haciendo ouuu ouuu ouuu, mostrando el dolor de una madre ante la pérdida del hijo único, fruto de sus entrañas, de modo que todos estaban deprimidos realmente
joroschó . Luego vino el magistrado
starrio y muy severo en el tribunal de primera instancia, y
goboró algunos
slovos muy duros contra vuestro Amigo y Humilde Narrador, después de toda la
cala y las
grasñas mentiras que dijeron P. R. Deltoid y los
militsos,
Bogo los confunda, y me tuvieron un tiempo en custodia, entre perversos
vonosos y
prestúpnicos. Y luego siguió el proceso en el tribunal superior, con jueces y un jurado, y por cierto que hubo algunos
slovos muy muy feos, pero las
golosas eran muy solemnes, y luego
goboraron Culpable, y mi eme hizo mucho bujujú bujujú cuando dijeron catorce años, oh hermanos míos. Y aquí estaba yo ahora, dos años desde el día que me metieron en la staja 84F, vestido a la última moda de la prisión, que era un traje enterizo de un hediondo color
cala , y el número cosido a la altura del
grudo , justo encima del viejo tic-tac, y también en la espalda, de manera que yendo o viniendo yo era siempre 6655321, ya no vuestro
drugito Alex.
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
No había sido edificante, de veras que no, verse metido dos años en este
grasño agujero del infierno, el zoo humano, pateado y
tolchocado por guardias brutales y matones, junto a criminales
vonosos y degenerados, algunos verdaderos pervertidos, muy dispuestos a aprovecharse de un
málchico joven y rozagante como vuestro narrador. Además, había que
rabotar en el taller haciendo cajas de cerillas,
iteando iteando iteando en el patio, decían que para hacer ejercicio; y por la tarde algún
veco starrio de tipo profesoral nos hablaba sobre los abejorros, o la Vía Láctea, o las Excelsas Maravillas del Copo de Nieve, y esto último me hacía
smecar bastante, porque me recordaba la
tolchocada y Puro Vandalismo que le aplicamos al
veco a la salida de la biblio pública en aquella noche invernal; cuando mis
drugos no eran todavía traidores y yo me sentía como feliz y libre. Luego, un día, pe y eme vinieron a visitarme, y me dijeron que Georgie estaba muerto. Sí, muerto, hermanos míos. Muerto como
cala de perro en el camino. Georgie había llevado a los otros dos a la casa de un
cheloveco muy rico, y lo habían derribado a puntapiés y a
tolchocos, y luego Georgie empezó a
rasrecear los almohadones y las cortinas, y el viejo Lerdo destrozó algunos adornos muy preciosos, como estatuas y cosas así, y el
cheloveco rico y apaleado se había puesto realmente
besuño , y se lanzó sobre ellos con una barra de hierro muy pesada. El
rasdrás le había dado la fuerza de un gigante, y el Lerdo y Pete habían conseguido escapar por la ventana, pero Georgie tropezó en la alfombra, y entonces la terrible barra de hierro se alzó y cayó sobre la
golová, y ahí terminó el traidor Georgie. El
starrio asesino quedó libre por defensa propia, lo que era realmente justo y adecuado. Muerto Georgie, aunque había pasado más de un año desde el día que me atraparon los
militsos, todo parecía justo y adecuado, y como obra del Destino.
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Yo estaba en la capilla, pues era domingo por la mañana, y el
chaplino de la prisión estaba
goborando la Palabra del Señor. Mi
raboto era tocar el
starrio estéreo, poniendo música solemne antes y después, y también en la mitad, cuando se cantaban himnos. Yo estaba al fondo de la capilla (había cuatro en la
staja 84F) cerca de donde los guardias, los
chasos, estaban apostados con los rifles y las quijadas sucias y
bolches, azules y brutales, y podía
videar a todos los
plenios sentados,
slusando el
Slovo del Señor, vestidos con aquellos horribles
platis color
cala, y emitiendo una especie de
vono maloliente, no esa suciedad de los cuerpos sin lavar, no un olor a roña, sino un verdadero
vono nauseabundo que sólo tienen los criminales, hermanos míos, como un
vono mohoso, grasiento y desesperado. Y se me ocurrió que quizá yo también tenía este
vono, pues había llegado a ser un auténtico
plenio, aunque todavía muy joven. De manera que para mí era muy importante, oh hermanos míos, salir lo más pronto posible de ese zoo hediondo y
grasño. y como podrán
videar si siguen leyendo, no pasó mucho tiempo antes que lo consiguiera.
– ¿Y ahora qué pasa, eh? -dijo el
chaplino de la prisión por tercera vez-. ¿Se estarán la vida entera en instituciones como ésta, entrando y saliendo, entrando y saliendo, aunque la mayoría estará más adentro que afuera, o se proponen escuchar la Divina Palabra y comprender los castigos que esperan al pecador recalcitrante en el más allá así como también en este mundo? Un montón de condenados idiotas, todos ustedes, vendiendo el derecho de primogenitura por un plato de lentejas. La emoción del robo, de la violencia, las tentaciones de una vida fácil, ¿valen la pena cuando tenemos pruebas innegables, sí, sí, pruebas incontrovertibles de que hay un infierno? Lo sé, lo sé, amigos míos, he tenido visiones de un lugar más sombrío que cualquier prisión, más ardiente que todas las llamas del fuego humano, donde las almas de los pecadores y de los criminales recalcitrantes como ustedes, y no se burlen, malditos sean, no se rían, criminales como ustedes aúllan en una agonía infinita e insoportable, la nariz sofocada por el olor de la podredumbre, la boca atosigada por la basura ardiente, la piel que se les cae a tiras y se les pudre, y una bola de fuego que arde quemándoles las entrañas desgarradas. Sí, sí, sí, lo sé.
En este punto, hermano, un
plenio que estaba cerca del fondo dejó oír un
chumchum de música labial -prrrrrp- y los
chasos bestias se pusieron a trabajar sin demora, corriendo realmente
scorro a la escena del
chumchum, descargando feos golpes y
tolchocando a derecha ya izquierda. Al fin los
chasos cayeron sobre un
plenio pobre y tembloroso, muy flaco,
malenco y
starrio, y lo sacaron a la rastra, pero el
plenio no paraba de crichar: -No fui yo, vean, fue él. -Nadie le hizo caso. Lo
tolchocaron a fondo y al final lo sacaron de la capilla, mientras el
veco crichaba como un
besuño.
– Escuchemos ahora la Palabra del Señor -dijo el
chaplino . Recogió el libraco y pasó las páginas, lamiéndose los dedos: splush splush. Era un bastardo
bolche, grande y corpulento, de
litso muy rojo, pero me tenía simpatía, pues yo era joven y me mostraba muy interesado en el libraco. Se había dispuesto, como parte de lo que llamaban mi educación, que yo leería el libro, y también que podía tocar el estéreo de la capilla mientras leía, oh hermanos míos. Y eso era realmente
joroschó. Me encerraban en la capilla y me permitían
slusar música sagrada de J. S. Bach y G. F. Handel, y yo leía las historias de esos
stanios yajudos que se
tolchocaban unos a otros, y luego
piteaban el vino hebreo y se metían en la cama con esposas que eran casi doncellas, todo realmente
joroschó. Eso me encendía la sangre, hermano. Yo no
copaba mucho de la parte final del libro, que se parece más a toda la
goborada de los predicadores, y no tiene peleas ni el viejo unodós unodós. Pero un día el
chaplino me dijo, apretándome fuerte con la
ruca bolche y carnuda: -Ah, 6655321, piensa en el sufrimiento divino. Medita en eso, muchacho. -Y el
chaplino despedía todo el tiempo ese
vono a licor escocés, y luego se metió en la pequeña
cantora para
pitear un poco más. De modo que leí todo lo que había acerca de la flagelación y la coronación de espinas, y después la
vesche de la cruz y toda esa
cala, y así llegué a
videar que allí había algo de veras. Mientras el estéreo tocaba trozos del hermoso Bach, yo cerraba los
glasos y me
videaba ayudando y hasta ordenando la
tolchocada y la clavada también, vestido con una toga que era el último grito de la moda romana. Como ven, mi permanencia en la
staja 84F no fue toda tiempo perdido, y el propio director se puso contento cuando supo que la religión me gustaba tanto, y que yo había puesto en ella todas mis esperanzas.
Ese domingo por la mañana el
chaplino leyó un pasaje del libro acerca de los
chelovecos que
slusaban el
slovo y se les importaba un cuerno, y dijo que eran como un
domo levantado sobre arena, y después venía la lluvia golpeando y el viejo bum-bum rajaba el cielo, y ahí se terminaba el
domo. Pero se me ocurrió que únicamente un
veco muy estúpido podía levantar un
domo sobre arena, y qué montón de
drugos aprovechados y malos vecinos debía de tener un
veco como ése, pues nadie le explicaba qué estúpido era construir esa clase de
domo. Entonces el
chaplino crichó: -Bien, ustedes. Terminaremos con el himno número 435, del Himnario de los Prisioneros. -Se oyó pum y plop y jush juish jush mientras los
plenios recogían, soltaban y lamivolvían las páginas de los roñosos y
malencos himnarios, y los guardias prepotentes
crichaban: -Dejen de hablar, bastardos. Te estoy mirando, 920537. -Por supuesto, yo ya tenía preparado el disco en el estéreo, y la sencilla música de órgano se inició con un grouuuouuuouuu. Y los
plenios empezaron a cantar y las voces eran de veras horribles:
Somos un té flojo, recién hervido, si nos revuelven nos coloreamos. No conocemos el alimento de los ángeles y largo es este momento de prueba. Todos aullaron y gimieron esos
slovos estúpidos mientras el
chaplino los fustigaba gritando: -Más fuerte, malditos, levanten la voz -y los guardias
crichaban-: Espera que ya te echaré las manos encima, 7749222- y -Ya verás luego, roña. -Al fin todo terminó y el
chaplino dijo: -Que la Sagrada Trinidad os guarde por siempre, y os haga buenos, amén -y un hermoso trozo de la Segunda Sinfonía de Adrian Schweigselber, elegido por vuestro Humilde Narrador, oh hermanos, sonó en los parlantes. Qué manada, pensé de pie al Iado del
starrio estéreo de la capilla,
videándolos salir con mucho arrastre de pies, haciendo muuuu y aaaa como animales, y apuntándome con los
grasños dedos, pues se decía que yo gozaba de cierto favoritismo. Cuando se fue el último, las
rucas colgándole como un mono, y el guardia que había quedado en la capilla lo siguió asestándole un
tolchoco bastante fuerte en la
golová, y una vez que apagué el estéreo, el
chaplino se me acercó fumando un
cancrillo, todavía con los
platis starrios de ceremonia, todo puntilla y blanco como una
débochca.
– Gracias como siempre, pequeño 6655321 -me dijo-. ¿Y qué noticias tienes hoy para mí?
Como yo bien sabía, este
chaplino quería llegar a ser un
cheloveco muy grande y santo en el mundo de la Religión Carcelera, y deseaba obtener un testimonio realmente
joroschó del director, y por eso de tanto en tanto se le acercaba y le
goboraba discretamente acerca de los sombríos complots que se cocinaban entre los
plenios, y gran parte de toda esa
cala la recibía de mí. Mucho era puro invento, pero había cosas ciertas, como por ejemplo la vez que llegó a nuestra celda por las cañerías cnoc cnoc cnocicnocicnoc cnoenoc que el gran Harriman pensaba escaparse. Quería
tolchocar al guardia a la hora de comer, y después se escaparía con los
platis del otro. La idea era tirar al diablo la horrible
pischa que nos daban en el comedor; y yo sabía el plan, y lo pasé. Luego, el
chaplino lo transmitió, y fue elogiado por el director, quien dijo que tenía mucho Espíritu Público y un Oído Agudo. Esta vez le dije, y no era cierto:
– Bueno, señor, por los caños llegó la noticia de que entró irregularmente una partida de cocaína, y de que el centro de distribución se instalará en una celda del bloque 5. -Imaginé todo mientras caminábamos, como había hecho otras veces, pero el
chaplino de la prisión se mostró muy agradecido y dijo: -Bien, bien, bien. Se lo comunicaré a Él mismo -así se refería siempre al director. Luego dije:
– Señor, he hecho todo lo posible, ¿verdad? -Cuando yo
goboraba con los
vecos de autoridad mi
golosa era siempre muy cortés y de caballero.- Me he esforzado,¿verdad?
– Creo -dijo el chaplino- que en general te has portado bien, 6655321. Colaboraste, y creo que has mostrado verdaderos deseos de reformarte. Si sigues así, conseguirás fácilmente que te reduzcan la pena.
– Pero, señor -lo interrumpí-, ¿qué puede decirme de eso que se comenta ahora? ¿Qué hay de ese nuevo tratamiento que permite salir en seguida y garantiza que uno nunca vuelve?
– Oh -dijo el
chaplino , de pronto muy cauteloso-. ¿Dónde oíste eso? ¿Quién te contó?
– Esas cosas se comentan, señor -dije-. A veces hablan dos guardias, y uno no puede dejar de oír lo que dicen. O uno recoge un pedazo de diario en los talleres, y hay un artículo que lo explica todo. ¿Qué le parece si me propone para ese asunto, señor, si me permite la audacia de insinuárselo?
Se podía
videar que el
chaplino pensaba en el asunto mientras fumaba el
cancrillo, preguntándose qué podría decirme, y lo que yo sabría de esa
vesche. Al fin habló, pero sin dejar de mostrarse cauteloso: -Supongo que te refieres a la técnica de Ludovico.
– Ignoro cómo la llaman, señor -dije-. Sólo sé que a uno lo saca rápidamente de aquí, y aseguran contra toda posible vuelta.
– Así es -dijo el
chaplino, mirándome y frunciendo el ceño-. Así es, 6655321. Por supuesto, no ha pasado de la etapa experimental. Es algo muy sencillo, pero muy drástico.
– ¿Pero no la están usando aquí, señor? -pregunté-. Esos nuevos edificios blancos en la pared sur. Vimos cómo los construían mientras hacíamos gimnasia.
– Todavía no se la ha aplicado -dijo el chaplino-, por lo menos en esta prisión, 6655321. Él mismo tiene graves dudas acerca del asunto, y he de confesar que yo las comparto. El problema es saber si esta técnica puede hacer realmente bueno a un hombre. La bondad viene de adentro, 6655321. La bondad es algo que uno elige. Cuando un hombre no puede elegir, deja de ser hombre. -Hubiera seguido dándome más montones de la misma
cala, pero alcanzamos a
slusar el grupo siguiente de
plenios, que bajaba clanc clanc los escalones de hierro en busca de un pedazo de Religión. El
chaplino dijo: -Hablaremos de este asunto. Ahora, mejor sigue con tu trabajo. -Así que me acerqué al estéreo y puse el coral preludio
Wachet Auf de J. S. Bach, y aquellos criminales y pervertidos,
grasños,
vonosos y bastardos, entraron atropellándose como un montón de monos domados, y los
chasos atrás, como perros que ladraban y atropellaban. Y poco después el
chaplino de la prisión les decía:
– ¿Y ahora qué pasa, eh? -y así la escena comenzó a repetirse.
Esa mañana tuvimos cuatro
lonticos de religión carcelera, pero el
chaplino no me dijo una palabra más acerca de la técnica de Ludovico, fuera lo que fuese, oh mis hermanos. Cuando terminé mi
raboto con el estéreo, se limitó a
goborarme unos pocos
slovos de agradecimiento, y luego me
privodaron de regreso a la celda del bloque 6, que era mi muy roñoso y estrecho hogar. El
chaso en realidad no era un
veco muy malo, y cuando abrió la puerta no me
tolchocó ni pateó, y se limitó a decirme: -Aquí estamos, hijito, de regreso en el viejo agujero. -Y así volví con mis nuevos
drugos, todos muy criminales pero,
Bogo sea loado, ninguno inclinado a las perversiones del cuerpo. Ahí estaba Zofar en su camastro, un
veco muy delgado y pardusco, que hablaba y hablaba y hablaba con una
golosa áspera, de modo que nadie se molestaba en
slusarlo. Lo que ahora estaba diciendo al aire era: -Y entonces uno no podía conseguir un poggy (quién sabe qué era eso, hermanos), aunque estuviese dispuesto a pagar diez millones de archibaldos, y entonces qué hago, eh, me voy a lo del Turco y le digo que esa mañana conseguí este s p rugo, saben, ¿y qué puede hacer él? -En realidad, lo que hablaba era el lenguaje de los viejos criminales. También estaba allí la Pared, que tenía un solo
glaso, y se arrancaba pedazos de las uñas de los pies en honor del domingo. Y el Gordo Judío, un
veco muy grasiento y ancho que parecía como muerto, tirado en el camastro. Además, era la celda de Jojohn y el doctor. Jojohn era menudo, ágil y seco, y se había especializado en ataques sexuales, y el doctor afirmaba que podía curar la sífilis, y la gonorrea, pero sólo inyectaba agua, y así había matado a dos
débochcas; bueno, ¿acaso no había prometido quitarles esa pesada carga? Realmente, eran una pandilla
grasña y terrible, y no me gustaba convivir con ellos, oh hermanos míos, tanto como ahora no les agrada a ustedes, pero no sería por mucho tiempo.
Bueno, quiero que sepan que cuando construyeron la celda la hicieron para tres personas, y ahora éramos seis, apretados como sardinas. Y así eran las celdas de todas las prisiones en esa época, mis hermanos, una vergüenza de
cala, pues no había lugar para que un
cheloveco estirase las piernas. Y no me creerán si les digo que ese domingo
brosaron a otro
plenio . Sí, ya habíamos recibido la horrible
pischa de budín de carne y guiso
vonoso, y estábamos fumando tranquilamente un
cancrillo en nuestros camastros, cuando nos echaron encima a este
veco. Era un
veco starrio y lengua larga, y comenzó a
crichar antes que hubiésemos tenido tiempo de
videar la situación. Trató de mover los barrotes, al mismo tiempo que
crichaba: -Exijo mis podridos derechos, esto es el colmo, es una maldita imposición, eso mismo es. -Pero vino uno de los
chasos y le dijo que tenía que arreglárselas como pudiera, y compartir un camastro, si alguien se lo permitía, pues de lo contrario tendría que echarse en el suelo.- y -concluyó el guardia-, las cosas serán siempre peores, nunca mejores. Qué nuevo mundo están preparándose ustedes.
2
Bueno, la entrada de este nuevo
cheloveco fue realmente el comienzo de mi salida de la vieja
staja, porque era un plenio tan podrido y camorrista, con una mente muy sucia y torcidas intenciones, que ese mismo día
nachinaron los problemas. También era muy prepotente, y comenzó a miramos a todos con un
litso burlón, y a hablarnos con
golosa alta y orgullosa. Aclaró que era el único
prestúpnico joroschó de todo el zoológico, y afirmó que había hecho esto y aquello, y liquidado a diez
militsos con un golpe de la
ruca, y toda esa
cala. Pero nadie se dejó impresionar mucho, oh hermanos míos. De modo que se las tomó conmigo, porque yo era el más joven, y quiso demostrarme que por esa razón tenía que ser yo y no él quien
sasnutara en el suelo. Pero todos los demás me defendieron, y
cricharon: -Déjalo en paz,
grasño brachno -y entonces el
cheloveco empezó a quejarse de que nadie lo quería. Pero esa misma
naito descubrí que este horrible
plenio estaba acostado conmigo en el camastro, el más bajo de una fila de tres, y también muy estrecho, y estaba
goborándome sucios
slovos de amor y acariciándome esto y aquello. De modo que me puse realmente
besuño y le tiré un golpe, aunque no pude
videar tan
joroschó, pues apenas había una lucecita roja en el pasillo. Pero sabía que era él, el bastardo
vonoso, y cuando la
dratsa se armó realmente, y se encendieron las luces, pude
videar el horrible
litso y el
crobo que le salía de la
rota donde yo le había clavado la
ruca .
Por supuesto, lo que entonces
sluchó fue que mis compañeros de celda se despertaron y se unieron a la pelea,
tolchocando un poco a ciegas en la semioscuridad, y el
chumchum pareció despertar a todo el pabellón, de modo que se podían
slusar los gritos y los golpes de los recipientes de hojalata contra la pared, como si todos los
plenios de todas las celdas hubieran creído que se iniciaba una gran fuga, oh hermanos míos. Se encendieron las luces y vinieron los
chasos vestidos con camisa, pantalones y gorros, sacudiendo los bastones. Pudimos
videarnos los
litsos enrojecidos, y los puños que se alzaban, y todos
crichaban y maldecían. Entonces formulé mi queja, y todos los
chasos dijeron que de cualquier modo Vuestro Humilde Narrador era el que había empezado, pues no tenía ni un arañazo, salvo el
crobo colorado de ese horrible
plenio; le caía de la
rota, donde yo le había clavado la
ruca. Me puse realmente
besuño. Dije que no dormiría allí otra
naito si las autoridades de la cárcel estaban dispuestas a permitir que esos
prestúpnicos horribles,
vonosos y pervertidos se me echaran encima cuando yo no podía defenderme. -Espera hasta la mañana -me dijeron-. ¿Su alteza quiere un cuarto privado con baño y televisión? Bien, ya lo arreglaremos por la mañana. Pero ahora, pequeño
drugo, hunde la
golová ensangrentada en la
poduchca de paja, y que nadie nos venga con problemas. ¿De acuerdo?
Y los chasos se marcharon después de formular severas advertencias a todos, y poco después se apagaron las luces y yo dije que me quedaría sentado el resto de la
naito, pero primero le hablé a ese horrible
prestúpnico: -Anda, ocupa mi camastro si quieres. Ya no me interesa. Pusiste ahí el
ploto horrible y
vonoso y ahora todo huele a
cala. -Pero entonces intervinieron los otros. El Judío Gordo dijo, todavía sudando por la
bitba en la oscuridad:
– No tienes que hacer eso, hermano. No le aflojes a este maricón. -Y el nuevo le contestó:
– Cierra la trampa, yid -queriendo decirle que se callara, pero era una cosa muy insultante. El Judío Gordo ya iba a largarle un
tolchoco, y el doctor dijo:
– Vamos, caballeros, no queremos problemas, ¿verdad? -y hablaba con la
golosa refinada, pero este nuevo
prestúpnico realmente se la estaba buscando. Se
videaba que se creía un
bolche veco muy importante, y que no le correspondía, por dignidad y posición, compartir una celda con otros seis y tener que dormir en el suelo. Miró al doctor burlonamente:
– Oh, así que no quieres más problemas, ¿no es así, Archibolas? -Entonces habló Jojohn, magro, enjuto y nudoso:
– Si no podemos dormir, seamos educados al menos. Nuestro nuevo amigo necesita una lección. -Aunque se especializaba en ataques sexuales, Jojohn sabía
goborar bien, en un tono discreto y preciso. El
plenio nuevo le contestó:
– Ca co cu, terrorcito de mi alma. -Y ahí empezó todo, pero con cierta extraña discreción, porque nadie elevaba mucho la
golosa. Al principio el nuevo
plenio crichó un poco, pero la Pared le daba puñetazos en la
rota mientras el Judío Gordo lo sostenía contra los barrotes, para que pudieran
videarlo a la
malenca luz roja que venía del pasillo, y él decía oh oh oh. No tenía mucha fuerza, y los
tolchocos que devolvía eran muy débiles, y supongo que eso le venía de hacer mucho
chumchum con la
golosa y de darse aires. De todos modos, al ver el viejo
crobo colorado que le brotaba a la luz roja, sentí que la vieja alegría se me movía subiendo por las
quischcas , y dije:
– Déjenmelo, salgan, déjenmelo ahora, hermanos. -Y el Judío Gordo contestó:
– Sí, muchacho, es lo justo. Dale, Alex. -Y todos miraron mientras yo castigaba al
prestúpnico en la semioscuridad. Lo llené de golpes, bailando alrededor a pesar de que yo tenía los botines desatados, y después le hice una zancadilla y cayó pum pum al suelo. Entonces le tiré una patada realmente
joroschó a la
golová, y el
plenio dijo ooohhh, y largó un ronquido como un
veco que duerme, y el doctor intervino:
– Muy bien, creo que esa lección bastará -dijo, y entornó los ojos para
videar al
veco golpeado que estaba en el suelo-. Tal vez ahora está soñando que en el futuro lo mejor será comportarse bien. -Todos volvimos a nuestros camastros, pues nos sentíamos muy cansados. Lo que soñé, oh hermanos míos, era que yo estaba en una orquesta muy grande, con centenares de músicos, y el director era una mezcla de Ludwig van y G. F. Handel, y parecía muy sordo y ciego y cansado del mundo. Yo estaba con los instrumentos de viento, pero lo que tocaba era como un fagot blanco y rosado, hecho de carne y que me salía del
ploto, justo en medio de la barriga, y cuando soplaba tenía que
smecar ja ja ja muy alto, porque me hacía como cosquillas, y entonces Ludwig van G. F. se irritaba y se ponía besuño. Acercaba la
rota a mi
litso y me
crichaba fuerte en el
uco, y yo me despertaba sudando. Por supuesto, el
chumchum muy alto resultó ser el timbre de la prisión que hacía brrr brrr brrr. Era una mañana de invierno, y yo tenía los
glasos pringosos de sueño, y cuando los abrí me dolieron mucho por la luz eléctrica que habían encendido en todo el zoo. Bajé los ojos y vi al nuevo
prestúpnico sobre el suelo, ensangrentado y sucio, y todavía fuera fuera fuera de combate. Recordé la noche anterior, y la idea me hizo
smecar un poco.
Pero cuando bajé del camastro y lo moví con mi
noga desnuda, tuve una sensación de fría rigidez, de modo que me acerqué a la litera del doctor y lo sacudí; siempre le costaba mucho despertarse por la mañana. Pero esta vez salió del camastro bastante
scorro, y lo mismo hicieron los otros, excepto la Pared, que dormía como un muerto. -Muy lamentable -dijo el doctor-, seguramente fue un ataque al corazón. -Luego continuó, recorriéndonos con los ojos:- Realmente, no debieron pegarle así. La verdad, no fue una idea muy buena. -Pero Jojohn dijo:
– Vamos, doc, tú también le diste unos buenos puñetazos. -Entonces el Judío Gordo se volvió hacia mí:
– Alex, fuiste demasiado impetuoso. Ese puntapié final fue una cosa muy fea. -Al oír esto sentí que el
rasdrás me nublaba los
glasos, y dije:
– ¿Quién empezó todo, eh? Yo entré al final, ¿no es así? -Señalé a Jojohn y dije: -Fue idea tuya. -La Pared lanzó un ronquido, y yo añadí: -Despierten a ese
brachno vonoso. Él le trabajó la
rota mientras el Judío Gordo lo sostenía contra los barrotes.
– Nadie niega haberle dado algunos golpecitos suaves -comentó el doctor-, para enseñarle una lección, por así decirlo, pero es evidente que tú, querido muchacho, con el vigor y aún diría la irresponsabilidad de la juventud, le diste el cup de gras. Qué lástima.
– Traidores -grité-. Traidores y mentirosos -pues yo
videaba que era todo como dos años antes, cuando mis supuestos
drugos me habían abandonado a las
rucas brutales de los
militsos. En este mundo no se podía confiar en nadie, hermanos míos, eso estaba muy claro. Y entonces Jojohn fue a despertar a la Pared, que se mostró muy dispuesto a jurar que Vuestro Humilde Narrador era el auténtico culpable de los
tolchocos sucios y toda esa brutalidad. Cuando vinieron los
chasos, y después el jefe de los
chasos y al fin el propio director, todos mis
drugos de la celda hacían
chumchum contando cómo yo había
ubivado a ese pervertido cuyo
ploto croboso estaba arrumbado en el piso como un saco de
cartófilos .
Fue un día muy extraño, hermanos míos. Se llevaron al
ploto muerto, y luego todos los prisioneros tuvieron que quedarse encerrados hasta nueva orden, y no se repartió la
pischa, ni siquiera un tazón caliente de
chai. Cada uno sentado en su camastro, y los
chasos que se paseaban por los corredores, y de tanto en tanto
crichaban: -jCállense!- o -¡A cerrar esa trampa! -si
slusaban siquiera un murmullo de cualquiera de las celdas. Luego, a eso de las once hubo un movimiento general y cierta excitación, y como un
vono de miedo que venía de fuera de las celdas, y entonces aparecieron el director y el jefe de los
chasos, y varios
chelovecos muy
bolches, de aspecto importante, y todos caminaban muy
scorro y
goboraban como
besuños . Pareció que iban derecho hacia el extremo del bloque, y después se los
slusó regresar, pero ahora iban más despacio, y se
slusaba al director, un
veco gordo y sudoroso, de cabellos rubios, que decía
slovos como: -Pero, señor…- y -Bien, ¿qué puede hacerse, señor? -etc. Entonces el montón de
vecos se detuvo frente a nuestra celda, y el jefe de los
chasos abrió la puerta. En seguida se
videaba quién era el
veco realmente importante, un tipo muy alto, de
glasos azules, con
platis de veras
joroschós, el traje más hermoso, hermanos míos, que yo haya visto nunca, absolutamente el último grito. Apenas echó una mirada a los pobres
plenios, mientras decía con una
golosa muy agradable y educada: -El Gobierno no puede continuar aplicando teorías penales pasadas de moda. Amontonamos a los criminales en una cárcel, y vea lo que ocurre. Sólo se consigue criminalidad concentrada, delitos en el mismo lugar del castigo. Pronto necesitaremos todo el espacio disponible en las cárceles, para los criminales políticos. -Yo no
ponimaba nada de todo esto, hermanos, pero en fin de cuentas el
veco no
goboraba conmigo. Luego agregó: -El problema de los delincuentes comunes como esta turba repugnante -hermanos, hablaba de mí, y también de los otros, que eran verdaderos
prestúpnicos, y además traicioneros- puede resolverse mejor sobre una base puramente curativa. Hay que destruir el reflejo criminal. El plan puede aplicarse en un año. Ya ven que para esta gente el castigo no significa nada. Más aún, parece que les agrada, y se matan unos a otros. -Aquí fijó en mí los severos glasos azules. Así que me animé a hablar:
– Con todo respeto, señor, me opongo firmemente a lo que acaba de decir. Señor, no soy un delincuente común, ni soy repugnante. Los otros pueden ser repugnantes, pero no yo.
El jefe de los
chasos se puso púrpura,
crichando : -Cierra esa maldita trampa. ¿No sabes a quién le hablas?
– Está bien, está bien -dijo el
veco importante. Luego se volvió al director y continuó: -Empezaremos con este joven. Es audaz y perverso. Lo pondremos mañana en manos de Brodsky, y ustedes podrán observar también. El sistema funciona, no se preocupen. Lo cambiaremos tanto a este joven y maligno granuja que no podrán reconocerlo.
Y esos
slovos tan duros, hermanos, fueron el comienzo de mi libertad.
3
Esa misma tarde fui arrastrado limpia y gentilmente por unos
chasos brutalmente
tolchocadores a
videar al director en su propia oficina: el sagrado santuario de lo sagrado. El director me miró con aire de fatiga y dijo: -Supongo que no conoces al hombre que vino esta mañana, ¿no es así, 6655321? -Y sin esperar mi respuesta continuó: -Era nada menos que el ministro del Interior, el nuevo ministro del Interior, y lo que llaman una escoba muy nueva. Bien, estas ridículas ideas modernas se aplicarán al fin, y órdenes son órdenes, aunque puedo decirte en confianza que no las apruebo. En efecto, las rechazo vigorosamente. Mi fórmula es ojo por ojo. Si alguien te pega, tú le devuelves el golpe, ¿no es así? Entonces, ¿por qué el Estado castigado gravemente por esa chusma brutal que son todos ustedes no ha de devolver el golpe? Pero la nueva idea es decir no. La nueva idea es la de convertir lo malo en bueno. Y eso me parece una grave injusticia, ¿eh?
Dije entonces, procurando mostrar respeto y aquiescencia:
– Señor. -El jefe de los
chasos, rojo y corpulento, de pie detrás de la silla del director,
crichó entonces:
– Cierra esa sucia trampa, basura.
– Está bien, está bien -dijo el director, cansado y desinflado-. Te reformarán, 6655321, mañana irás a ver a este Brodsky. Creen que podrás dejar la custodia en poco más de una quincena. Luego saldrás otra vez a recorrer el mundo ancho y libre, y ya no serás un número. Supongo -dijo como rezongando- que la idea te agrada… -No le contesté, y el jefe de los
chasos crichó:
– Contesta, roñoso cerdo, cuando el director hace una pregunta.
De modo que dije: -Oh, sí, señor. Muchas gracias, señor. Realmente me he portado lo mejor posible. Estoy muy agradecido a todos.
– No lo estés -casi suspiró el director-. Esto no es una recompensa. Está muy lejos de serIo. Ahora bien, tienes que firmar este formulario. Dice que estás dispuesto a aceptar la conmutación del resto de tu condena sometiéndote a lo que aquí llaman, qué expresión ridícula, Tratamiento de Recuperación. ¿Firmarás?
– Claro que firmaré -dije-, señor. Y muchísimas gracias. -Así que me dieron un lápiz tinta y firmé mi nombre, muy elegante y con muchos adornos. El director dijo:
– Bien, supongo que eso es todo. -El jefe de los
chasos observó:
– El capellán de la prisión quiere hablarle al preso, señor. -De modo que me sacaron al corredor y me llevaron hacia la capilla, y todo el tiempo uno de los
chasos me
tolchocaba en la espalda y la
golová, pero con aire muy distraído y como al descuido. Y así atravesé la capilla, acercándome a la pequeña
cantora del
chaplino, y me hicieron entrar. El
chaplino estaba sentado frente a su escritorio, y el rico
vono de los
cancrillos caros y el escocés se olía fuerte y claro. El
chaplino me dijo:
– Ah, pequeño 6655321, siéntate. -Y a los
chasos: -Esperen afuera, ¿quieren? -Y eso hicieron. Luego me habló con aire de mucha sinceridad, y me dijo: -Quiero que comprendas una cosa, muchacho, y es que no tengo nada que ver en todo esto. Si hubiese servido de algo habría protestado, pero no servía.
Está el problema de mi propia carrera, está el problema de la debilidad de mi voz comparada con el grito poderoso de ciertos elementos privilegiados de la comunidad. ¿Hablo claro? -No, no hablaba claro, hermanos, pero yo asentí.- En todo esto hay problemas éticos muy complicados -continuó el chaplino-. Hacen de ti un buen chico, 6655321. No volverás a tener ganas de cometer actos de violencia, ni ningún tipo de delitos contra la paz del Estado. Espero que lo hayas comprendido.+
Confío en que tendrás ideas absolutamente claras al respecto.
– Oh, me gustará ser bueno, señor -contesté, pero por dentro, hermanos,
smecaba realmente
joroschó. Dijo el
chaplino:
– Algunas veces no es grato ser bueno, pequeño 6655321. Ser bueno puede llegar a ser algo horrible. Y te lo digo sabiendo que quizá te parezca una afirmación muy contradictoria. Sé que esto me costará muchas noches de insomnio. ¿Qué quiere Dios? ¿El bien o que uno elija el camino del bien? Quizás el hombre que elige el mal es en cierto modo mejor que aquel a quien se le impone el bien. Son problemas profundos y difíciles, pequeño 6655321. Pero lo único que deseo decirte ahora es esto: si en algún momento del futuro evocas esta situación y me recuerdas, a mí, el más bajo y humilde servidor de Dios, te ruego que no me juzgues en tu corazón, ni creas de algún modo que soy parte en eso que te estará ocurriendo. Y ahora, hablando de ruegos, advierto con tristeza que ya no servirá de mucho rogar por ti. Estás entrando en una región nueva, fuera del alcance de la plegaria. Una cosa terrible, si bien se mira. Y sin embargo, en cierto sentido, al aceptar que te priven de la capacidad de tomar una decisión ética, en cierto sentido realmente has elegido el bien. O por lo menos eso quisiera creer. Eso quisiera creer, Dios nos asista a todos, 6655321. -Y aquí se echó a llorar. Pero yo no le presté mucha atención, hermanos, y me limité a
smecar discretamente por dentro, porque uno podía
videar que había estado
piteando el viejo whisky; y en seguida el chaplino retiró una botella de un estante del escritorio y empezó a servirse una dosis
bolche, realmente j
oroschó en un vaso muy grasiento y
grasño. Tragó el líquido, y luego dijo: -Tal vez todo marche bien, ¿quién sabe? La voluntad de Dios sigue caminos misteriosos. -Y empezó a cantar un himno con
golosa rica y sonora. Se abrió la puerta y los
chasos me
tolchocaron de vuelta a la celda
vonosa; pero el viejo
chaplino continuó entonando el himno.
Bien, a la mañana siguiente tuve que decirle adiós a la vieja
staja, y me sentí un
malenco triste, como siempre le ocurre a uno cuando tiene que irse de un lugar al que ya se acostumbró. Pero no fui muy lejos, oh hermanos míos. A puñetazos y puntapiés me llevaron al nuevo edificio blanco que se levantaba después del patio donde hacíamos ejercicio. Era una construcción muy nueva y tenía un olor nuevo, pegajoso y frío que lo estremecía a uno. Me quedé de pie en el horrible y
bolche vestíbulo desnudo y mi sensible
cluvo olfateó otros
vonos nuevos. Eran como
vonos de hospital, y el
cheloveco a quien me entregaron los
chasos tenía puesta una chaqueta blanca, como un empleado de hospital. Firmó el recibo por mí, y uno de los
chasos brutales que me había llevado dijo: -Cuidado con éste, señor. Un bruto bastardo ha sido y será, pese a todos los halagos y lisonjas al capellán de la prisión y la lectura de la Biblia. -Pero este nuevo
cheloveco tenía
glasos azules
joroschó que reían cuando
goboraba.
– Oh, no creemos que haya problemas -contestó-. Seremos amigos, ¿verdad? -Y me sonrió con los
glasos y la
rota grande y bien formada, de
subos blancos y brillantes, y la verdad que simpaticé casi en seguida con este
veco. En fin, me pasó a un
veco de menos categoría también cortés y de chaqueta blanca, que me llevó a un dormitorio agradable, limpio y blanco, con cortinas y una lámpara de noche, y una sola cama, todo para Vuestro Humilde Narrador. Lo cual me provocó una
smecada interior de veras
joroschó , porque se me ocurrió que yo era un
málchico realmente afortunado. Me dijeron que me quitase los horribles
platis de la prisión, y me dieron un hermoso piyama, oh hermanos míos, todo verde, la cima de la moda en ropa de dormir. También me dieron una bata bonita y caliente, y un par de hermosos
tuflos para meter las
nogas desnudas, y yo pensé: -Bueno, Alex, antes el pequeño 6655321, sin duda te está cambiando la suerte. Aquí lo pasarás realmente bien.
Después que me dieron una buena
chascha de café de veras
joroschó y algunas viejas
gasettas y revistas para mirar mientras
piteaba, vino el primer
veco de blanco, el que había firmado el recibo por mí, y dijo: -Ajá, de modo que estás aquí -lo que era decir una vesche muy tonta, pero no sonaba tonta, porque el veco era muy simpático-. Yo soy el doctor Branom -explicó-. Soy el ayudante del doctor Brodsky. Con permiso, te haré un breve examen general de rutina. -Y sacó el viejo esteto del
carmano derecho.- Tenemos que estar seguros de que te encuentras bien, ¿verdad? Sí, en efecto, tenemos que estar seguros. -Y allí estaba yo, tendido en la cama, afuera la chaqueta del piyama, y él hacía esto y aquello, y lo otro. Le dije:
– ¿Qué es exactamente ese tratamiento, señor? -Oh -dijo el doctor Branom, mientras el frío esteto me recorría la espalda-, en realidad es muy sencillo. Te haremos ver algunas películas.
– ¿Películas? -repetí, pues apenas podía creer lo que oían mis
ucos, oh hermanos míos, como ya todos habrán adivinado-. ¿Quiere decir, señor -insistí-, que será como ir al cine?
– Se trata de películas especiales -explicó este doctor Branom-. Películas muy especiales. La primera sesión será esta tarde. Sí -dijo, enderezándose, porque estaba inclinado sobre mí-, parece que estás en muy buenas condiciones. Quizás un poco subalimentado. Culpa de la comida de la prisión. Ponte otra vez la chaqueta del piyama. Después de cada comida -dijo, sentándose al borde de la cama- te daremos una inyección en el brazo. Facilitará las cosas. -Me sentía realmente agradecido a este doctor Branom tan amable, y le dije:
– ¿Vitaminas, señor?
– Algo por el estilo -contestó, con una sonrisa muy
joroschó y cordial-. Un pinchazo en el brazo después de cada comida.
El doctor Branom se marchó. Me quedé tendido en la cama pensando que estaba en un verdadero paraíso, y me dediqué a leer algunas de las revistas que me habían dejado:
Deportes Mundiales, Sinyma (ésta dedicada a películas) y
Metas. Luego, volví a recostarme y cerré los
glasos y pensé qué agradable era volver a ser libre, Alex, quizá con un trabajito lindo y fácil durante el día, porque ahora era demasiado viejo para la vieja
scolivola, y después tal vez juntara una nueva banda para la
naito, y el primer
raboto sería echarle la mano al Lerdo y a Pete, si ya no los habían apresado los
militsos. Esta vez tendría mucho cuidado de que no me
lovetaran. Me daban otra oportunidad, a pesar de que había matado, y no era justo que me dejara
lovetar de nuevo, después que se tomaban tanto trabajo para mostrarme las películas que harían de mí un muchacho realmente bueno. En realidad, yo estaba
smecando realmente
joroschó de la inocencia de los tipos, y seguía
smecando cuando me trajeron el almuerzo en una bandeja. El veco era el mismo que me había llevado al
malenco dormitorio cuando llegué por primera vez al
mesto, y me dijo:
– Es bueno saber que alguien se siente bien. -En la bandeja habían puesto una
pischa realmente apetitosa: dos o tres
lonticos de carne asada y caliente, y unos
cartófilos aplastados y salsa, y después crema helada y una linda
chascha de
chai caliente. Hasta me mandaron un
cancrillo para fumar y una caja de cerillas con una cerilla adentro. Esto parecía la buena vida, oh hermanos míos. Y después, cuando ya me había pasado una media hora dormitando en la cama, entró una enfermera, una
débochca joven y bonita, con unos
grudos de veras
joroschó (no había visto
ptitsas así durante dos años), y traía una bandeja y una hipodérmica. Le dije:
– Ah, las viejas vitaminas, ¿no es cierto? -y le mandé un silbidito, pero no me hizo caso. Lo único que hizo fue clavarme la aguja en el brazo izquierdo, y svizzzz entró la vitamina. Y la débochca se fue, clac clac clac sobre las
nogas de taco alto. Entonces apareció el
veco de chaqueta blanca que parecía un enfermero trayendo una silla de ruedas. Me sentí un
malenco sorprendido, y dije:
– ¿Qué pasa, hermano? Seguro que puedo caminar adonde tenga que ir. -Pero el veco replicó:
– Mejor lo llevo. -Y en efecto, oh hermanos míos, cuando bajé de la cama me sentí un
malenco débil. Era la desnutrición de que había hablado el doctor Branom, esa horrible
pischa de la cárcel. Pero las vitaminas después de las comidas me pondrían bien. De esto no hay ninguna duda, pensé.
4
Entonces, hermanos, me llevaron a un sitio que no se parecía a los
sinys que yo conocía. Es cierto que una pared estaba completamente cubierta con papel plateado, y enfrente tenía agujeros cuadrados para el proyector, y había altavoces de estéreo distribuidos por todo el
mesto. Pero sobre la pared de la derecha había un banco con cosas que parecían medidores, y en medio del cuarto, frente a la pantalla, algo parecido a la silla de un dentista, y de allí salía toda clase de alambres, y casi tuve que arrastrarme desde la silla de ruedas al asiento, con la ayuda de otro
veco enfermero de chaqueta blanca. Entonces vi que debajo de los agujeros de proyección había como un vidrio opaco, y me pareció que detrás se movían sombras de personas, y que se
slusaba a alguien que tosía cashl cashl cashl. Pero en eso pude darme cuenta de que yo estaba de veras muy débil, y pensé que era el cambio de la
pischa de la prisión y la nueva
pischa, muy alimenticia, y las vitaminas que me habían inyectado. -Bueno -dijo el veco que había empujado la silla de ruedas-, lo dejo ahora. La función empieza apenas llega el doctor Brodsky. Espero que le guste. -Para ser sincero, hermanos, en realidad no me sentía con ganas de
videar películas esa tarde. No tenía ganas, y nada más. Hubiera preferido de veras una linda y tranquila
spachca en la cama, linda y tranquila y completamente
odinoco. Estaba muy caído.
Y ahora un
veco de chaqueta blanca me ató la
golová a una especie de apoyo, y todo el tiempo cantaba una
vonosa y
calosa canción pop. -¿Para qué es esto? -pregunté. Y el veco replicó, interrumpiendo un instante la canción, que era para mantenerme fija la
golová y obligarme a mirar la pantalla-. Pero -dije- yo
quiero mirar la pantalla. Me trajeron aquí para
videar películas, y eso es lo que haré. -Y entonces el otro
veco de chaqueta blanca (eran tres, uno de ellos una
débochca sentada frente al banco, moviendo las llaves) medio
smecó al oír eso, y dijo:
– Nunca se sabe. Oh, nunca se sabe. Confíe en nosotros, amigo, es mejor así. -Y entonces descubrí que me estaban atando las
rucas a los brazos del sillón, y las
nogas a una especie de apoyapiés. La
vesche me pareció un poco
besuña, pero no me resistí. Yo estaba dispuesto a aguantar muchas cosas, oh hermanos míos, si me prometían que iban a dejarme libre en dos semanas. Pero una
vesche no me gustó, y fue cuando me aplicaron broches sobre la piel de la frente, levantándome los párpados, y arriba arriba cada vez más arriba, y yo no podía cerrar los
glasos por mucho que quisiera. Traté de
smecar y dije: -Tiene que ser una película realmente
joroschó si tanto les preocupa que la vea. -Y riéndose dijo uno de los
vecos de chaqueta blanca:
–
Joroschó es la palabra, amigo. Una
joroschó de horrores. -Y ahí nomás me pusieron un casquete sobre la
golová, y pude
videar toda clase de cables que salían del casquete, y luego me aplicaron como una ventosa en la barriga, y otra en el viejo tic-tac, y también de las ventosas salían cables. Entonces se oyó el
chumchum de una puerta al abrirse, y era que llegaba un
cheloveco muy importante, pues se
videó que los otros
vecos de chaqueta blanca se ponían muy tiesos. Eso fue cuando conocí a este doctor Brodsky. Era un
veco malenco , muy gordo, de pelo todo rizado, y unos
ochicos muy gruesos sobre la nariz carnuda. Alcancé a
videar que llevaba un traje realmente
joroschó , del todo a la última moda, y despedía un
vono delicado y sutil como de sala de operación. Con él estaba el doctor Branom, sonriéndome, como para darme confianza.- ¿Todo listo? -preguntó el doctor Brodsky con
golosa muy profunda. Entonces pude
slusar unas voces que decían listo listo listo desde cierta distancia, después más cerca, y se oyó un discreto
chumchum de zumbido, como si hubiesen encendido algo. Y entonces se apagaron las luces, y ahí estaba Vuestro Humilde Narrador y Amigo sentado solo en la oscuridad, incapaz de mover ni cerrar los
glasos, ni ninguna otra cosa. Y entonces, hermanos míos, comenzó la función con una música muy
gronca para dar atmósfera; venía de los altavoces áspera y muy discordante. Y sobre la pantalla comenzó la película, pero sin título ni indicaciones. Todo sucedía en una calle, y podía haber sido cualquier calle de cualquier ciudad, y era una
naito de veras oscura, y los faroles estaban encendidos. Era cine muy bueno, profesional, y nada de esos pestañeos y cortes que uno
videa en esas películas sucias que pasan en la casa de alguien, en una calle apartada. La música no paraba, bump bump bump, y la atmósfera era siniestra. En eso apareció un viejo bajando por la calle, muy
starrio, y sobre este veco
starrio saltaron dos
málchicos vestidos a la última moda, lo que se usaba entonces (todavía los pantalones estrechos, pero ya no corbatín, sino más bien una verdadera corbata), y empezaron a divertirse. Se
slusaban bien los gritos y los gemidos del
veco, con mucho realismo, y también la respiración pesada y el jadeo de los dos
málchicos que lo
tolchocaban. Hicieron una verdadera pasta con este
veco starrio, crac crac crac con las
rucas cerradas, y le arrancaron los
platis y acabaron pateándole el
ploto nago (que yacía colorado de
crobo en el
grasño barro del albañal) y después escaparon muy
scorro. Entonces apareció en primer plano la
golová del
veco starrio castigado, y el
crobo le brotaba con un hermoso color colorado. Es raro que los colores del mundo real parezcan reales de verdad sólo cuando se los ve en la pantalla.
Bueno, mientras miraba empecé a darme cuenta de que no me sentía del todo bien, y pensé que era la desnutrición y mi estómago que no estaba preparado para la rica
pischa y las vitaminas. Pero traté de olvidarme, y me concentré en la película siguiente, que empezó en seguida, hermanos míos, sin tiempo ni para respirar. Esta vez trataba de una joven
débochca a quien le daban el viejo unodós unodós primero un
málchico después otro después otro después otro, y ella
crichando muy
gronco por los altavoces, y al mismo tiempo se oía una música muy patética y trágica. Todo era real, muy real, aunque si uno pensaba bien en el asunto, no se podía imaginar que una
liuda aceptara que le hiciesen eso en una película, y si esto lo filmaban en nombre de la moral o el Estado no se podía imaginar que lo permitiesen sin intervenir. De modo que tenía que ser un trabajo muy hábil, lo que llaman armar, o montar, o cualquier otra
vesche por el estilo. Porque era muy real. Y cuando le llegó el turno al sexto o séptimo
málchico, que se burlaba y
smecaba y se disponía a hacer la cosa, y la
débochca crichaba como
besuña en la banda de sonido, comencé a sentirme mal. Me dolía todo el cuerpo, y tenía ganas de vomitar y al mismo tiempo no tenía ganas, y empecé a sentirme nervioso, oh hermanos míos, pues estaba atado y rígido en el sillón. Cuando terminó la escena,
slusé la
golosa de este doctor Brodsky que decía desde el tablero de mando: -¿Reacción alrededor de doce punto cinco? Promisorio, promisorio.
Sin parar pasamos a otro
lontico de película, y esta vez era nada más que un
litso humano, una cara humana muy pálida que estaba sujeta, y a la que le hacían diferentes
vesches podridas. Yo transpiraba un poco por el dolor en las tripas, y la sed horrible, y la
golová que me hacía zrob zrob zrob, y se me ocurrió que si no
videaba esa película tal vez no me sentiría tan enfermo. Pero no podía cerrar los
glasos, y aunque trataba no conseguía sacarlos de la línea de fuego de la película. Así que tuve que seguir
videando lo que pasaba, y oyendo las más atroces
crichadas que salían de ese
litso. Sabía que no podía ser realmente
real, pero eso no cambiaba las cosas. Yo estaba retorciéndome, pero no podía vomitar, y vi primero una
britba que arrancaba un ojo, después cortaba la mejilla, y luego hacía raj raj raj aquí y allá, mientras el
crobo colorado inundaba el lente de la cámara. En eso comenzaron a arrancarle los dientes con un par de pinzas, y la
crichada y la sangre eran terroríficas. Aquí
slusé la voz del doctor Brodsky que decía: -Excelente, excelente, excelente.
El siguiente
lontico de película mostraba una vieja que tenía un negocio, y un montón de
málchicos que la pateaban entre risas
groncas, y después destrozaban el negocio y lo incendiaban. Se podía
videar a la pobre
ptitsa starria tratando de arrastrarse fuera de las llamas, gritando y
crichando, pero como le habían roto una pierna a patadas, no podía moverse. Así que las llamas la envolvían, y uno podía
videarle el
litso doloroso como pidiendo ayuda entre el fuego, y que después desaparecía tragado por las llamas, y entonces se
slusaba el más
gronco , doloroso y doliente grito que haya lanzado nunca una
golosa humana. Y entonces supe que iba a vomitar, de modo que
criché:
– Quiero vomitar. Por favor, déjenme vomitar. Por favor, tráiganme algo para vomitar. -Pero este doctor Brodsky replicó:
– Pura imaginación. No tiene por qué preocuparse. Ya viene otra película. -Tal vez quiso hacer una broma, porque oí como una
smecada en la oscuridad. Y entonces tuve que empezar a
videar una película repugnante sobre la tortura japonesa. Era en la guerra de 1939-1945, y aparecían soldados clavados a los árboles, y debajo encendían fuego, y después les cortaban los
yarblocos, e incluso se
videaba cómo le cortaban la
golová a un soldado de un sablazo; la cabeza rodaba, y la
rota y los
glasos parecían seguir vivos, y el
ploto del soldado continuaba corriendo, y del cuello le brotaba una fuente de
crobo , y al final se derrumbaba, y todo el tiempo los japoneses se reían como locos. Los dolores en la barriga, y la cabeza, y la sed que yo sentía eran terribles, y todo parecía venir de la pantalla. Así que
criché :
– iParen la película! iPor favor, paren eso! iNo puedo soportar más! -Y la
golosa de este doctor Brodsky dijo:
– ¿Que paremos? ¿
Que paremos, dijiste? Caramba, si apenas hemos comenzado. -Y él y los otros
smecaron de veras.
5
No quiero explicarles, oh hermanos, qué otras horribles
vesches me obligaron a
videar esa tarde. Las mentes de este doctor Brodsky y el doctor Branom y los otros de chaquetas blancas, y recuerden que estaba esta
débochca manejando las llaves y mirando los medidores, deben haber sido más
calosas y sucias que cualquier
prestúpnico de la propia
staja. Porque no me parece posible que a un
veco se le ocurriese siquiera hacer películas con lo que me obligaban a
videar, atado al sillón y los
glasos abiertos a la fuerza. Lo único que yo podía hacer era
crichar muy
gronco que pararan, que pararan, y así en parte ahogaba el ruido de los que
dratsaban y peleaban, y también de la música que acompañaba todo. Ya se imaginan qué alivio fue cuando vi la última película y este doctor Brodsky dijo, con una
golosa aburrida y somnolienta: -Creo que es suficiente para el Día Uno, ¿no le parece, Branom? -Y se encendieron las luces, y la
golová me palpitaba como un motor
bolche y grande que fabrica dolores, y tenía la
rota toda seca y
calosa, y la sensación de que podía vomitar hasta el último pedazo de
pischa que había comido, oh hermanos míos, desde el día que me destetaron.- Muy bien -dijo este doctor Brodsky-, pueden llevarlo a la cama. -Me dio unos golpecitos en el plecho y dijo: -Bien, bien. Un comienzo muy promisorio -sonriendo con todo el
litso, y se alejó seguido por el doctor Branom; pero antes de irse el doctor Branom me echó una sonrisa muy
druga y simpática, como si él no tuviese nada que ver con esta
vesche, y lo hiciese obligado como yo.
En fin, me soltaron el
ploto atado al sillón y la piel encima de los
glasos, así que pude abrirlos y cerrarlos de nuevo, y bien que los cerré, oh hermanos míos, por el dolor y los latidos de la
golová, y luego me pusieron en la vieja silla de ruedas, y sentí que me llevaban a mi
malenco dormitorio, y el
subveco que empujaba el carrito canturreaba una podrida canción pop, de modo que casi rugí: -Cállate de una vez -pero se limitó a
smecar y dijo: -No te preocupes, amigo -y siguió cantando más fuerte. Me pusieron en la cama, pero yo seguía
bolnoyo y no podía dormir, aunque pronto empecé a sentirme un
malenco mejor, y ahí nomás me trajeron un
chai caliente con mucho
moloco y
sacarro, y al
pitearlo comprendí que la horrible pesadilla era cosa pasada y concluida. En eso entró el doctor Branom, todo simpatía y sonrisas, y me dijo:
– Bien, según mis cuentas ahora comienzas a sentirte mejor, ¿no es así?
– Señor -respondí con voz cansada. No entendí muy bien de qué
goboraba con ese asunto de las cuentas, porque sentirse mejor después de estar
bolnoyo es asunto de uno, y nada tiene que ver con cuentas. El doctor Branom se sentó, muy amable y
drugo, en el borde de la cama, y me dijo:
– El doctor Brodsky está muy contento contigo. Tuviste una reacción muy positiva. Por supuesto, mañana habrá dos sesiones, por la mañana y por la tarde, y supongo que luego te sentirás un poco decaído. Pero si queremos curarte tenemos que ser duros.
– ¿Quiere decir que tendré que aguantar…? Es decir, ¿otra vez esas…? Oh, no -dije-. Fue horrible.
– Por supuesto que fue horrible -sonrió el doctor Branom-. La violencia es algo muy horrible. Eso precisamente es lo que estás aprendiendo ahora. Tu cuerpo lo está aprendiendo.
– Pero -dije- no entiendo nada. No entiendo por qué me sentí tan enfermo. Antes no me enfermaba nunca. Todo lo contrario. Quiero decir, que si lo hacía o miraba, me sentía realmente
joroschó. No veo ahora por qué o cómo o qué…
– La vida es algo maravilloso -observó el doctor Branom con una
golosa muy solemne-. ¿Quién conoce realmente esos milagros que son los procesos de la vida, la estructura del organismo humano? Por supuesto, el doctor Brodsky es un hombre notable. Lo que ahora te ocurre es lo que debiera ocurrirle a cualquier organismo humano normal y sano que observa las fuerzas del mal, el trabajo del principio de destrucción. Estamos curándote, te estamos devolviendo la salud.
– No me parece -dije-, y no entiendo nada. Lo que ustedes consiguieron es que me sienta muy enfermo.
– ¿Te sientes enfermo ahora? -preguntó, siempre con la vieja sonrisa
druga en el
litso-. Estás bebiendo té, descansando, charlando tranquilamente con un amigo… ¿no es cierto que te sientes bien?
Busqué como escuchando y tanteando dolores y malestares en la
golová y el
ploto, claro que con algún temor, pero era cierto, hermanos; me sentía realmente
joroschó, y hasta tenía ganas de comer. -No sé -dije-. Seguro que hacen algo para que me sienta enfermo. -Y fruncí el ceño, tratando de recordar.
– Esta tarde te sentiste mal -dijo el doctor Branom- porque estás mejorando. El hombre sano siente náusea y miedo cuando se encuentra con cosas odiosas. Te estás curando, eso es todo. Y mañana a la misma hora te sentirás mejor todavía. -El doctor Branom me dio una palmadita en la
noga y salió de la habitación, y yo traté de descifrar lo mejor posible toda la
vesche. Pensé que tal vez eran los cables y las otras
vesches que me habían puesto en el
ploto los que me provocaban esos malestares, y que en realidad todo era un truco. Seguía pensando en el asunto y preguntándome si valdría la pena resistirse al día siguiente, cuando me quisieran atar al sillón, armando una buena
dratsada con todos, porque yo tenía mis derechos, cuando vino a verme otro
cheloveco . Era un
veco starrio y sonriente, Encargado de Egresos según dijo, y traía un montón de papelitos.
– ¿Adónde irás cuando salgas de aquí? -En realidad, no había pensado en esa clase de vesche, y sólo ahora comenzaba a entender que muy pronto sería un
málchico suelto y libre; y entonces vi que eso ocurriría sólo si yo aceptaba todo, y no empezaba a
dratsar,
crichar, y rehusarme, y esas cosas.
– Oh, iré a casa -dije-. De vuelta con pe y eme.
– ¿Con quién? -Claro, el
veco no conocía la jerga
nadsat , así que le aclaré:
– Con mis padres, en la vieja y querida casa de vecindad.
– Comprendo -dijo-. ¿Cuándo fue la última vez que te visitaron?
– Un mes -contesté- más o menos. Suspendieron un tiempo las visitas porque una
ptitsa le pasó un poco de pólvora a un
prestúpnico. y castigaron también a los inocentes, lo cual fue una jugada
calosa. Así que desde hace un mes no tengo visitas.
– Comprendo -dijo el veco-. ¿Y saben tus padres de tu traslado y tu próxima libertad? -Ese
slovo libertad tenía un
svuco realmente hermoso.
– No -contesté, y luego-: Será toda una sorpresa para los dos, ¿verdad? Yo entro por la puerta y digo: «Aquí estoy, otra vez un
veco libre».Sí, realmente
joroschó.
– Bien -dijo el Encargado de Egresos-, lo dejaremos así. Lo importante es que tengas dónde vivir. Bueno, está también el problema del trabajo ¿no? -y me mostró una larga lista de empleos posibles, pero yo pensé que para eso había tiempo de sobra. Primero un lindo y
malenco descanso. Podía buscarme una
crastada apenas saliera y llenarme así los
carmanos, pero tendría que hacerlo con mucho cuidado y completamente
odinoco. Ya no confiaba en los supuestos
drugos. Así que le dije a este
veco que dejáramos estar un poco la cosa, y que ya volveríamos a
goborarla. El
veco dijo bien bien bien y se preparó para salir. Descubrí que era un tipo muy raro de
veco, pues en ese momento soltó una risita y luego dijo: -¿Te gustaría darme un puñetazo en la cara, antes que me vaya? -Me pareció que yo no había
slusado bien, y le pregunté:
– ¿Qué?
– ¿No te gustaría -aquí otra risita- darme un puñetazo en la cara? -Lo miré con el ceño fruncido, muy asombrado, y pregunté:
– ¿Por qué?
– Oh -dijo-, sólo para ver cómo andas. -Y me acercó mucho el
litso, con una sonrisa satisfecha en toda la
rota. Así que levanté el puño y se lo descargué sobre el
litso, pero el
veco se apartó realmente
scorro, siempre sonriendo, y mi
ruca pegó al aire. Me pareció muy extraño, y fruncí el ceño mientras él se alejaba,
smecando a todo trapo. Y entonces, hermanos míos, me sentí otra vez realmente enfermo, lo mismo que durante la tarde, aunque sólo un par de minutos. Se me pasó
scorro, y cuando trajeron la cena descubrí que tenía buen apetito, y que estaba dispuesto a devorarme el pollo asado. Pero era curioso que el
cheloveco starrio me hubiese pedido un
tolchoco en el
litso. Y más raro todavía que yo hubiese sentido ese malestar.
Pero lo peor de todo fue que esa noche, cuando me quedé dormido, oh hermanos, tuve una pesadilla, y como todos se imaginarán soñé con una de esas escenas de película que yo había visto a la tarde. Un sueño o una pesadilla es en realidad una película dentro de la
golová, excepto que entonces parece que uno puede caminar y participar en todo. Y eso es lo que me ocurrió. Era la pesadilla de una de las películas que me habían mostrado al final de la tarde, acerca de los
málchicos smecantes que le hacían la ultraviolencia a una joven
ptitsa, y la
ptitsa crichaba mientras le salía el crobo rojo rojo, con todos los
platis rasreceados realmente
joroschó. Yo participaba de la
vesche ,
smecando y siendo el líder de todo, vestido a la última moda
nadsat. Pero en lo mejor de la
dratsada y los
tolchocos me sentí como paralizado y quise vomitar, y todos los demás
málchicos smecaron realmente
gronco . De modo que
dratsé para volver a despertar, chapoteando en mi propio
crobo, y había litros y galones, y al final me encontré en este dormitorio, en la cama. Quería vomitar, así que me levanté temblando para salir al corredor donde estaba el viejo WC. Pero ¿saben?, hermanos, habían cerrado la puerta del dormitorio con llave. Y al volverme
videé por primera vez que había barrotes en la ventana. Y entonces, cuando extendí la
ruca para retirar la bacinilla guardada en la
malenca mesa de noche, al Iado de la cama,
videé que no tenía modo de escapar de todo esto. Pero todavía no me atrevía a meterme de nuevo en la
golová dormida. Pronto descubrí que, después de todo, no deseaba vomitar, pero me sentía
puglio ante la idea de acostarme de nuevo en la cama. En fin, poco después me dormí, y ya no volví a soñar.
6
– Basta, basta, basta -
crichaba yo sin parar-. Paren eso,
grasños bastardos, que ya no aguanto. -Hermanos, era el día siguiente, y había hecho de veras lo posible por la mañana y la tarde, siguiéndoles el juego, sentado en esa silla de tortura como un
málchico joroschó amable y bien dispuesto, mientras pasaban en la pantalla sucias escenas de ultraviolencia, y yo tenía los
glasos bien abiertos para
videarlo todo, y el
ploto, las
rucas y las
nogas atados al sillón, de modo que no podía moverme. Lo que ahora me obligaban a
videar no era en realidad una
vesche que antes me hubiese parecido muy mala; sólo eran tres o cuatro
málchicos crastando una tienda y llenándose de dinero los
carmanos, al mismo tiempo que jugaban con la
ptitsa starria y
crichante de la tienda, y la
tolchocaban y le hacían brotar el
crobo rojo rojo. Pero el latido y el bum bum bum bum en mi
golová y las ganas de vomitar y la sed asquerosa y raspante en la
rota, todo eso era peor que el día anterior. -Oh, basta, basta -exclamé-. No es justo,
sodos vonosos -y traté de despegarme de la silla, pero no era posible, yo estaba allí como clavado.
– Excelente -
crichó este doctor Brodsky-. Está yendo muy bien. Una más y hemos terminado.
Bueno, otra vez la
starria guerra de 1939-1945, y era una película toda manchada, con rayas y grietas, y se podía
videar que había sido hecha por los alemanes. Comenzaba con las águilas alemanas y la bandera nazi y esa cruz toda retorcida que a los
málchicos de la escuela les gusta dibujar, y había oficiales alemanes muy altaneros y
nadmeños caminando por calles polvorientas, entre agujeros de bombas y edificios caídos. Después se vieron unos
liudos fusilados contra la pared, oficiales dando órdenes y también horribles
plotos nagos tirados en las alcantarillas, todos como jaulas de costillas peladas y las
nogas blancas y delgadas. Después aparecían otros
liudos que
crichaban, pero eso no se oía en la banda de sonido, oh hermanos -el único sonido era la música-, y los oficiales los
tolchocaban mientras se los llevaban a la rastra. Y en eso, a pesar de todo el dolor y las náuseas, comprendí que la música que resonaba y crepitaba en la banda de sonido era de Ludwig van, el último movimiento de la Quinta Sinfonía, y entonces
criché como un
besuño: -¡Basta! -criché-. Basta,
sodos grasños y asquerosos. ¡Un pecado, sí, eso, eso, un sucio e imperdonable pecado,
brachnos! -No suspendieron en seguida la filmación, porque sólo faltaban un minuto o dos- unos
liudos apaleados y
crobosos, más pelotones de fusilamiento, luego la vieja bandera nazi y FIN. Pero cuando se encendieron las luces, este doctor Brodsky y también el doctor Branom estaban de pie frente a mí, y el doctor Brodsky decía:
– ¿Qué decías acerca del pecado, eh?
– Eso -dije, sintiéndome muy enfermo-. Usar de ese modo a Ludwig van. Él no le hizo daño a nadie. Beethoven no hizo más que escribir música. -Y entonces me sentí realmente enfermo, y tuvieron que traerme un recipiente que tenía forma de riñón.
– La música -dijo el doctor Brodsky, como hablándose a sí mismo-. De modo que le gusta la música. No sé nada de música, excepto que intensifica bien las emociones. Bueno, bueno. ¿Qué opina, doctor Branom?
– No puede evitarlo -replicó el doctor Branom-. El hombre destruye lo que ama, como dijo el poeta-prisionero. Quizás hemos encontrado el factor personal de castigo. Esto seguramente complacerá al director.
– Denme de beber -dije-. Por amor de
Bogo. -Suéltenlo -ordenó el doctor Brodsky-. Tráiganle una jarra de agua helada. -Así que los
subvecos se lanzaron a cumplir las órdenes, y poco después yo estaba
piteando galones y más galones de agua, y era una felicidad, oh hermanos míos. El doctor Brodsky dijo:
– Pareces un joven bastante inteligente. Además, se diría que tienes cierto gusto. El único inconveniente es esa inclinación a la violencia, ¿no es así? Violencia y robo, y el robo como forma de la violencia. -Yo no
goboré una sola palabra, hermanos. Todavía me sentía enfermo, aunque ahora un
malenco mejor. Pero había sido un día espantoso.- Bien -continuó el doctor Brodsky-, ¿qué piensas de todo esto? Dime, ¿qué crees que te estamos haciendo?
– Me hacen enfermar, me siento mal cada vez que veo esas sucias películas perversas. Aunque en realidad no es por las películas. Creo que si dejara de verlas no volvería a enfermarme.
– Justo -dijo el doctor Brodsky-. Asociación, el método educativo más antiguo del mundo. ¿Y cuál es la verdadera causa de que te sientas mal?
– Esas
vesches grasñas y podridas que me han puesto en la
golová y el
ploto -repliqué-. Eso es.
– Muy curioso -comentó el doctor Brodsky- ese dialecto de la tribu. ¿Sabe usted de dónde viene, Branom?
– Fragmentos de una vieja jerga -dijo el doctor Branom, que ya no tenía un aire tan amistoso-. Algunas palabras gitanas. Pero la mayoría de las raíces son eslavas. Propaganda. Penetración subliminal.
– Bien bien bien -dijo el doctor Brodsky, un poco impaciente, como si el asunto ya no le interesara-. Bien -repitió, volviéndose hacia mí-, no son los cables. Nada tiene que ver con los cables que te conectamos al cuerpo. Sólo sirven para medirte las reacciones. ¿De qué se trata, pues?
Claro, entonces
videé qué
schuto besuño había sido, no dándome cuenta de que todo venía de las hipodérmicas en la
ruca. -Oh -
criché-, oh, ahora lo
video todo. Un truco sucio,
vonoso y
caloso. Una traición,
sodos , y no me la harán otra vez.
– Mejor que protestes ahora -dijo el doctor Brodsky-. Así lo aclararemos todo en seguida. Podríamos meterte en el cuerpo esta sustancia de Ludovico por distintos medios. Oralmente por ejemplo. Pero el método subcutáneo es el mejor. Por favor, no te resistas. No tiene objeto. No nos vencerás.
–
Grasños brachnos -dije, medio lloriqueando. Y continué: -No me importa lo de la ultraviolencia y toda esa
cala. Puedo aguantarlo. Pero no es justo meterse con la música. No es justo que me enferme cuando estoy
slusando al hermoso Ludwig van y G. F. Handel, y otros. Todo lo cual demuestra que ustedes son un perverso montón de
sodos , y nunca los perdonaré.
Pareció que los dos se quedaban pensativos. Luego, el doctor Brodsky observó: -Siempre es difícil poner límites. El mundo es uno, y es una la vida. La actividad más dulce y celestial participa en alguna medida de la violencia; por ejemplo, el acto amoroso, o la música. Hemos de correr ciertos riesgos, muchacho. Tú elegiste. -No entendí todos esos
slovos, pero contesté:
– No necesitamos seguir, señor. -Astuto, yo había cambiado un
malenco el tono.- Ya me demostraron que toda esta
dratsada y la ultraviolencia y el asesinato están mal, mal, terriblemente mal. Aprendí la lección, señores. Ahora comprendo lo que nunca había visto antes. Estoy curado, gracias a Dios. -Y levanté piadosamente los
glasos al techo. Pero los dos doctores menearon tristemente las
golovás, y el doctor Brodsky dijo:
– Todavía no estás curado. Falta mucho por hacer. Sólo cuando tu cuerpo reaccione pronta y violentamente a la violencia, como si estuviera frente a una víbora, sin ayuda nuestra, sin medicinas, entonces podremos…
– Pero, señor -lo interrumpí-, señores, ya
veo que está mal. Está mal porque va contra la sociedad, está mal porque todos los
vecos de la tierra tienen derecho a vivir y a ser felices sin que los golpeen,
tolchoquen y apuñalen. Aprendí mucho, de veras lo digo. -Pero el doctor Brodsky
smecó ruidosamente, mostrando todos los
subos blancos, y dijo:
– La herejía de la edad de la razón -o unos
slovos por el estilo-. Veo lo que es justo y lo apruebo, pero hago lo que es injusto. No, no, muchacho, tienes que ponerte en nuestras manos. Pero alégrate. Pronto todo terminará. En menos de dos semanas serás un hombre libre. -Brodsky me dio unas palmaditas en el plecho.
Menos de dos semanas, hermanos y amigos míos, fue como toda una vida. Fue como vivir desde el principio al final del mundo. Catorce años completos en la
staja hubiesen sido nada comparados con esto. Todos los días lo mismo. Cuando apareció la
débochca con la hipodérmica, cuatro días después de esta
goborada con el doctor Brodsky y el doctor Branom, no pude más y le dije: -Oh, no, nada de eso -y le di un
tolchoco en la
ruca, y la jeringa fue a parar tincle-tinc-tinc al suelo. Era para ver lo que harían. Lo que hicieron fue traer a cuatro o cinco
subvecos realmente
bolches de chaqueta blanca que me sujetaron a la cama,
tolchocándome con los
litsos sonrientes muy cerca del mío, y entonces la
ptitsa enfermera dijo: -Perverso y malvado demonio -mientras me pinchaba la
ruca con otra jeringa y me metía la sustancia de un modo brutal y malévolo. Y así, agotado, me llevaron en la silla de ruedas al
siny de los infiernos.
Todos los días, hermanos míos, pasaban películas parecidas, todas con patadas y
tolchocos y el
crobo rojo rojo que goteaba de los
litsos y los
plotos y se derramaba sobre los lentes de la cámara. Los personajes eran casi siempre
málchicos sonrientes y
smecantes vestidos a la última moda
nadsat; o dientudos torturadores japoneses, o nazis brutales que se libraban de las víctimas a tiros y patadas. Y todos los días empeoraban el deseo de querer morir y las náuseas, y los dolores y calambres en la
golová y los
subos, y esa sed terrible terrible. Hasta que una mañana quise fastidiar a los bastardos ras ras
rasreceándome la
golová contra la pared, y que los
tolchocos me dejaran inconsciente, pero lo único que ocurrió fue que me enfermé al ver que esta clase de violencia era la misma de las películas, y lo único que conseguí fue agotarme, y entonces me dieron la inyección y me llevaron como siempre en el sillón de ruedas.
Y llegó la mañana en que me desperté y tomé el desayuno de huevos, tostadas y jalea, y
chai con leche muy caliente, y entonces pensé: -Ya no falta mucho. Debo de estar cerca del final. Sufrí el máximo, y no puedo más. -Y esperé, esperé, hermanos, que la
ptitsa enfermera trajese la jeringa, pero no apareció. Y en eso llegó el
subveco de chaqueta blanca, y dijo:
– Hoy, viejo amigo, caminarás sobre tus piernas. -¿Caminaré? -pregunté-. ¿Adónde?
– Al lugar de siempre -dijo el veco-. Sí, sí, no te asombres tanto. Irás a ver las películas, conmigo por supuesto. Ya no irás más en la silla de ruedas.
– Pero -pregunté- ¿qué hay de esa horrible inyección que me dan todas las mañanas? -Hermanos, la novedad me tenía muy sorprendido, porque ellos habían mostrado mucho interés en meterme la
vesche de Ludovico, como la llamaban.- ¿No volverán a inyectarme esa podrida sustancia en la pobre
ruca dolorida?,
– Nunca más -casi
smecó el enfermero-. Por los siglos de los siglos, amén. Ahora te las arreglarás solo, muchacho. Irás con tus propios pies a la cámara de los horrores. Pero todavía te atarán y te obligarán a ver. Vamos, pues, mi tigrecito. -Y tuve que ponerme la bata y los
tuflos y bajar por el corredor al
mesto de las películas.
Pero esta vez, oh hermanos míos, no sólo me sentí muy enfermo sino además muy asombrado. Lo pasaron todo de nuevo: la vieja ultraviolencia y los
vecos con las
golovás aplastadas y las
ptitsas destrozadas y goteando
crobo que
crichaban pidiendo compasión, y las peleas y porquerías privadas e individuales de costumbre. Después aparecieron los campos de prisioneros y los judíos, y las grisáceas calles extranjeras atestadas de tanques y uniformes y
vecos que caían barridos por las balas, que era el lado público del asunto. Y esta vez no había motivo para las náuseas, la sed y los dolores, excepto el hecho de que me obligaran a
videar, pues seguían poniéndome los broches en los
glasos, y habían asegurado las
nogas y el ploto al sillón, pero ya no tenía los cables y demás
vesches aplicados al
ploto y la
golová. De modo que lo que me estaba pasando era culpa de las películas que
videaba, ¿no les parece? Excepto, por supuesto, hermanos, que esta
vesche de Ludovico fuese como una vacuna, y que ahora me estuviese viajando por el
crobo, y en ese caso me enfermaría siempre siempre siempre cada vez que
videase una escena de ultraviolencia. Así que abrí la
rota y empecé buuu buuuu buuu, y las lágrimas enturbiaron lo que yo estaba obligado a
videar, pues tenía que ir pasando como por una cortina de gotas de rocío plateadas y que corrían y corrían. Pero los
brachnos de chaqueta blanca vinieron
scorro a limpiarme las lágrimas con unos
tastucos, diciendo: -Bueno, bueno, vean qué chiquillo más llorón. -Y entonces todo reapareció claro ante mis ojos, los alemanes que empujaban a los judíos suplicantes y gimientes,
vecos y
chinas, y
málchicos y
débochcas, metiéndolos en los
mestos donde los ahogarlan a todos con gas venenoso. Buuu juuu juuu otra vez, y en seguida estaban limpiándome las lágrimas, muy
scorro, para que no me perdiera ni una
vesche solitaria del espectáculo. Fue un día terrible y horrible, oh hermanos míos y únicos amigos.
Esa
naito yo estaba tendido en la cama, completamente solo, después de mi cena de guiso de cordero, pastel de frutas y crema helada, y pensaba para mí: Demonios, demonios, demonios, habría tiempo aún si pudiese salir ahora. Pero yo no tenía armas. No me permitían usar
britba, y día por medio me afeitaba un
veco gordo y calvo que venía a mi cama antes del desayuno, y dos
brachnos de chaqueta blanca estaban ahí cerca,
videando si yo me comportaba como un buen
málchico no violento. Me habían cortado y limado las uñas casi al ras, así que ni siquiera podía arañar. Pero todavía era muy
scorro en el ataque, aunque, hermanos, me habían debilitado casi a una sombra de lo que había sido en mis buenos tiempos de
málchico libre. Así que ahora bajé de la cama y fui a la puerta cerrada con llave y comencé a descargar golpes fuertes y
joroschós,
crichando a la vez: -Oh, socorro, socorro. Estoy enfermo, me muero. Doctor doctor doctor por favor, rápido. Oh, me muero. Socorro. -Tenía el
gorlo de veras seco y dolorido antes que apareciese alguien. De pronto oí
nogas que venían por el corredor y una
golosa gruñona, y reconocí entonces la
golosa del
veco de chaqueta blanca que me traía la
pischa y me escoltaba a mi condenación cotidiana. Gruñó a través de la puerta:
– ¿Qué es eso? ¿Qué pasa ahí? ¿Qué juego podrido te traes entre manos?
– Oh, me estoy muriendo -casi gemí-. Tengo un terrible dolor en el costado, aquí. Es apendicitis. Ooooohhh.
– Apendicitis, mierda -gruñó el
veco, y entonces, oh hermanos, alcancé a
slusar el clanc clanc de las llaves-. Si intentas una jugarreta, amigo, mis compañeros y yo te patearemos toda la noche. -El
veco abrió la puerta y junto con él entró el dulce aroma de la promesa de libertad. Bueno, yo estaba detrás de la puerta cuando el
veco la abrió, y pude
videarlo a la luz del corredor buscándome con los
glasos, un poco sorprendido. En eso alcé los dos puños para
tolchocarlo fuerte en el cuello, y entonces, lo juro, cuando medio ya lo
videaba de antemano tirado en el suelo gimiendo o fuera de carrera y comenzaba a sentir el goce que me subía de las tripas, la náusea cayó sobre mí como una ola y sentí un miedo horrible, como si realmente me fuese a morir. Me acerqué a la cama vacilando y haciendo urg urg urg, y el
veco, que no estaba con la chaqueta blanca sino con una bata,
videó clarito lo que yo había pensado pues me dijo:
– Bueno, siempre se aprende, ¿verdad? Siempre aparece algo nuevo, ¿no? Vamos, amiguito, levántate de la cama, y pégame. Realmente, me gustaría. Un buen golpe a la mandíbula. Oh, vamos, me muero de ganas. -Pero lo único que pude hacer, hermanos, fue quedarme tendido sollozando juuu juuu juuu.- Basura -rezongó burlón el veco-. Mierda. -Y me alzó por el cuello de la chaqueta del piyama, y yo estaba muy débil y agotado, y luego levantó y descargó la
ruca derecha, de modo que recibí un lindo y viejo
tolchoco justo en el
litso.- Esto -dijo- es por sacarme de la cama, basura. -Y el
veco se frotó las
rucas una contra la otra suich suich suich y salió. Clic clac hizo la llave en la cerradura.
Y entonces, hermanos, tuve que hundirme en el sueño para escapar de la horrible y perversa impresión de que recibir un golpe era mejor que darlo. Si ese
veco no se hubiese ido, yo tal vez le habría ofrecido la otra mejilla.
7
Hermanos, no podía creer a mis propios oídos. Me parecía que había estado en ese
mesto vonoso toda una vida, y que me lo pasaría allí eternamente. Pero siempre había sido una quincena, y ahora decían que la quincena casi había terminado.
– Mañana, amiguito, fuera fuera fuera. -Y movieron el viejo pulgar, como apuntando a la libertad. Y el
veco de chaqueta blanca que me había
tolchocado, y que seguía trayéndome bandejas de
pischa y me escoltaba todos los días a la tortura, me dijo luego: -Pero todavía te falta un día importante. Será el examen de salida. -Y el
veco smecó con una sonrisa recelosa.
Supuse que esa mañana me llevarían como de costumbre al
mesto de las películas en piyama,
tuflos y bata. Pero no fue así. Me dieron la camisa y la ropa interior, y mis
platis de la noche, y mis
joroschós botas de patear, todo bien preparado y lavado o planchado o lustrado. Hasta me devolvieron la
britba filosa que había usado en los buenos viejos tiempos en peleas y
dratsas. Desconcertado, miré todo esto mientras me vestía, pero el
veco de la chaqueta blanca se limitó a sonreír y no quiso
goborar palabra, oh hermanos míos.
Me llevaron muy amablemente al mismo viejo
mesto, pero había algunos cambios. Habían puesto cortinas frente a la pantalla, y el vidrio opaco ya no estaba bajo los orificios de proyección, tal vez porque lo habían levantado o plegado a los costados como persianas. Y donde antes se oía solamente el ruido de toses cashl cashl cashl cashl y se veían como sombras de
liudos ahora había un verdadero público, y en él algunos
litsos que yo conocía. Estaba el director de la
staja, y el hombre santo, el
chaplino como le decían, y el jefe de los
chasos, y ese
cheloveco muy importante y bien vestido que era el ministro del Interior o Inferior. A los demás no los conocía. También estaban el doctor Brodsky y el doctor Branom, pero no llevaban chaqueta blanca, y se habían vestido ahora como visten los doctores que son importantes y quieren vestirse a la última moda. El doctor Branom estaba y nada más, pero el doctor Brodsky estaba y
goboraba con palabras muy complicadas a todos los
liudos reunidos. Cuando me
videó venir dijo: -Ajá. Aquí, caballeros, presentamos al propio sujeto. Como ven, se encuentra en excelentes condiciones y bien alimentado. Acaba de dormir bien y de tomar un abundante desayuno, y no está drogado ni hipnotizado. Mañana lo devolveremos confiadamente al mundo, un chico tan decente como los que asisten a la escuela dominical, dispuesto a la palabra amable y la colaboración. Qué cambio, caballeros, comparado con el perverso granuja que el Estado condenó a sufrir un castigo estéril hace dos años, y que no cambió nada en ese período. ¿Dije que no cambió? No, no fue así. La prisión le enseñó la sonrisa falsa, las manos untuosas de la hipocresía, la sonrisa obsequiosa y baja. Le enseñó otros vicios, además de confirmar los que practicaba desde hacía tiempo. Pero, caballeros, basta de palabras. Los hechos hablan mejor que las palabras. Bien, acción. Atentos todos.
Yo estaba un poco aturdido por esta
goborada, y trataba de entender qué Brodsky hablaba de mí. Entonces se apagaron todas las luces y se encendieron dos reflectores que venían de los orificios de proyección, y uno de ellos iluminaba directamente a Vuestro Humilde y Sufriente Narrador. Y la otra luz fue a fijarse sobre un
cheloveco grande y
bolche que yo jamás había
videado antes. Tenía un
litso grasiento, y mostacho, y como mechones de pelo pegados a la
golová casi calva. Era de unos treinta, cuarenta o cincuenta años, es decir un
starrio que andaba por esa edad. Se me acercó y el reflector lo acompañó, y poco después las dos luces eran una sola más grande. El
veco me dijo con mucha burla: -Hola, montón de basura. Puff, no te lavas mucho, qué olor tienes. -Luego, como si estuviera dando pasos de baile, me pisó las
nogas, la izquierda y también la derecha, y después me dio un arañazo en la nariz que me dolió como
besuño y me llenó los
glasos con las viejas lágrimas, y además me retorció el
uco izquierdo como si fuera la perilla de una radio. Pude
slusar risitas y un par de jajajas realmente
joroschós que venían del público. La nariz, las
nogas y las orejas me ardían y dolían como
besuño, así que le dije:
– ¿Por qué me tratas así? Jamás te hice mal, hermano.
– Ah -dijo este
veco-. Mira esto -arañazos a la nariz- y esto -retorcimiento de oreja-, y esto otro -feo pisotón en la
noga derecha- pues no me gusta la gente como tú. Y si quieres responder de algún modo, empieza, por favor empieza. -Entonces comprendí que tenía que andar verdaderamente
scorro y sacar la
britba filosa antes que se me apareciese aquella náusea espantosa, convirtiendo la alegría de la batalla en el sentimiento de que era mejor contenerse. Pero, oh hermanos, cuando mi
ruca buscó la
britba en el
carmano interior, mi
glaso mental
videó a este
cheloveco insultante, y ahora me pedía compasión, y el
crobo rojo rojo le corría por la
rota, y apenas había aparecido esta imagen cuando llegaron las náuseas, la garganta seca y los dolores, y comprendí que tenía que cambiar muy
scorro lo que sentía por este podrido
veco, de modo que busqué cigarrillos o dinero en los
carmanos, y entonces, oh hermanos míos, como no tenía ninguna de las dos
vesches, le dije, medio tembleque y balbuceante:
– Me gustaría darte un cigarrillo, hermano, pero parece que no tengo. -Y el
veco me dijo:
– Bah, bah, juuujuuu. Llora, chiquito. -Y ahí nomás me arañó otra vez la nariz con una uña
bolche y dura, y pude
slusar smecadas muy ruidosas de diversión que venían del público en la oscuridad. Le dije verdaderamente desesperado, procurando mostrarme amable con este
veco insultante y agresivo, y parar así los dolores y las náuseas:
– Por favor, déjame hacer algo por ti. -Y rebusqué en mis
carmanos; pero sólo encontré la
britba filosa, así que la saqué y se la ofrecí, al mismo tiempo que le decía: -Por favor, toma esto, te lo ruego. Un regalito. Te pido que lo aceptes.
– Guárdate esos sobornos hediondos -dijo el veco-. No me convencerás de ese modo. -Me dio un golpe en la
ruca y la
britba filosa cayó al suelo. Así que le dije: -Por favor, tengo que hacer algo. ¿Te limpio las botas? Mira, me agacho para lamértelas. -Y entonces, hermanos míos, créanlo o bésenme los
scharros , me arrodillé y saqué un kilómetro y medio de mi
yasicca roja para lamerle las botas
grasñas y
vonosas. Pero el
veco me contestó con una patada -no muy fuerte- en la
rota. Entonces pensé que no vendrían las náuseas y el dolor si sólo le agarraba los tobillos con las
rucas y lo mandaba al suelo a este
grasño brachno . Así lo hice y el
veco se llevó una real y
bolche sorpresa, porque se fue al suelo entre las risas del podrido público. Pero al
videarlo en el suelo sentí que me venía esa sensación horrible, de modo que le ofrecí la
ruca para que se levantara
scorro, y arriba fue el tipo. Y cuando se disponía a darme un
tolchoco realmente feo y perverso en el
litso el doctor Brodsky dijo:
– Está bien, suficiente. -Así que este
veco horrible medio se inclinó y se alejó muy elegante, como un actor, mientras se encendían las luces encegueciéndome, y yo abría la
rota aullando. El doctor Brodsky dijo al público: -Como ven ustedes, nuestro sujeto se siente impulsado hacia el bien porque paradójicamente se siente impulsado al mal. La intención de recurrir a la violencia aparece acompañada por hondos sentimientos de incomodidad física. Para aliviarlos, el sujeto tiene que pasar a una actitud diametralmente opuesta. ¿Alguna pregunta?
– El problema de la elección -dijo una
golosa rica y profunda, y era el
chaplino de la cárcel-. En realidad, no tiene alternativa, ¿verdad? El interés propio, el temor al dolor físico lo llevaron a esa humillación grotesca. La insinceridad era evidente. Ya no es un malhechor. Tampoco es una criatura capaz de una elección moral.
– Ésas son sutilezas -sonrió a medias el doctor Brodsky-. No nos interesan los motivos, la ética superior. Sólo queremos eliminar el delito…
– Y -agregó el ministro
bolche y bien vestido- aliviar la espantosa congestión de las prisiones.
– Bien, bien -dijo alguien.
Hubo mucha
goborada y discusión, y yo estaba allí, hermanos, casi completamente ignorado por esos
brachnos ignorantes, así que
criché:
– Yo, yo, yo. ¿Qué hay de mí? ¿Dónde entro en todo esto? ¿Soy un animal, o un perro? -Y así provoqué una
goborada de veras fuerte, y todos me arrojaban
slovos. Así que
criché más fuerte todavía: -¿No soy más que una naranja mecánica? -No sé qué me llevó a usar esos
slovos, hermanos, que se me vinieron a la
golová sin pensarlo. Y no sé por qué, pero los hice callar a todos los vecos durante un minuto o dos. Entonces, un
cheloveco starrio de tipo profesoral se puso de pie, y tenía un cuello que era como un montón de cables que le salían de la
golová y le bajaban al
ploto, y me dijo:
– No tienes por qué protestar, muchacho. Elegiste, y esto es el resultado de tu elección. Lo que venga ahora es lo que elegiste tú mismo. -Pero el
chaplino de la prisión
crichó:
– Oh, ojalá pudiera creerlo. -Y se podía
videar que el director lo miraba como diciéndole que no ascendería en la religión carcelera tan alto como él creía. Aquí recomenzó la discusión a gritos, y entonces pude
slusar el
slovo Amor que iba de un lado para otro, y el propio
chaplino de la prisión
crichaba tan alto como los demás sobre el Amor Perfecto que Destruye el Miedo, y el resto de esa
cala. Y aquí el doctor Brodsky dijo, sonriendo con todo el
litso:
– Me alegro, caballeros, de que se haya suscitado esta cuestión del Amor. Ahora veremos en acción una forma del Amor que creíamos muerta, junto con la Edad Media. -Se apagaron las luces y otra vez se encendieron los reflectores, uno enfocado sobre vuestro pobre y doliente Amigo y Narrador, y en el pedazo iluminado por el otro rodó o se deslizó la más hermosa
débochca joven que uno hubiera podido imaginar en toda la
chisna. Es decir, tenía unos
grudos realmente
joroschós, que casi se
videaban enteros, porque llevaba unos
platis que bajaban y bajaban y bajaban por los
plechos. Y tenía las
nogas como
Bogo en el Paraíso, y cuando caminaba uno sentía que se le revolvían las
quischcas , aunque el
litso era un
litso dulce y cordial, joven e inocente. Se me acercó y era de luz, como la luz de la gracia celestial y toda esa
cala, y lo primero que me vino a la
golová era que quería tumbarla ahí mismo, sobre el suelo, para hacer el viejo unodós unodós realmente salvaje, pero
scorro como un tiro me atacó la náusea, como un detective que hubiese estado vigilando desde la esquina y ahora viniese a hacer el arresto. Y el
vono del agradable perfume de la
débochca inició un movimiento en mis
quischcas, y así entendí que tenía que pensar de otro modo en ella, antes que el dolor, la sed y la náusea horrible se me echasen encima verdaderamente
joroschós. Así que
criché:
– Oh, la más bella y dulce de las
débochcas, pongo el corazón a tus pies para que lo pises. Si tuviera una rosa te la daría. Si el suelo estuviera mojado y
caloso extendería mis
platis para que caminaras encima y no mancharas tus
nogas exquisitas con la roña y la
cala. -Y mientras decía todo esto, oh hermanos míos, sentía que la náusea iba cediendo.- Permite -
criché- que te venere y sea tu auxilio y protector en este mundo perverso. -Entonces me vino el
slovo justo, y me sentí mejor, y le dije:- Déjame ser tu auténtico caballero -y otra vez me arrodillé, inclinado casi hasta rozar el suelo.
Y entonces me sentí de veras
schuto y tonto, porque todo había sido teatro, y la
débochca sonrió y se inclinó ante el público, y salió con paso ágil y elegante, y las luces se encendieron y se oyeron algunos aplausos. Y los
glasos de algunos de los
starrios vecos del público se les salían de las órbitas al mirar a esta joven
débochca, y se
videaba en ellos el deseo sucio e impío, oh hermanos míos.
– Será nuestro auténtico cristiano -estaba
crichando el doctor Brodsky- dispuesto a ofrecer la otra mejilla, dispuesto a dejarse crucificar antes que a crucificar, que se enfermará ante la mera idea de matar siquiera a una mosca. -Y era cierto, hermanos, porque cuando dijo eso pensé en matar una mosca, y comencé a sentir una ligera náusea, pero ahogué la sensación imaginando que yo alimentaba a la mosca con pedacitos de azúcar, y la cuidaba como a un animalito regalón, y toda esa
cala.- Recuperación -
crichó el doctor Brodsky-. Alegría ante los Angeles del Señor.
– El hecho es -estaba diciendo con voz
gronca el ministro del Inferior- que funciona.
– Oh -dijo el
chaplino de la prisión, medio suspirando-, por cierto que funciona, Dios nos asista a todos.
1
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Eso, hermanos míos, era lo que me preguntaba a la mañana siguiente, de pie fuera del edificio blanco que estaba como encajado en la vieja
staja, vestido con mis
platis nocturnos de dos años antes, a la luz gris del amanecer, con una
malenca bolsa donde tenía mis pocas
vesches personales y algo de dinero amablemente donado por las
vonosas Autoridades para ayudarme a empezar la nueva vida.
El resto del día anterior había sido muy agotador, con las entrevistas grabadas para los telenoticiosos y las fotografías flash flash flash y nuevas demostraciones de cómo me repugnaba la ultraviolencia, y toda esa basura
calosa. Y luego me tumbé en la cama, y en seguida, según me pareció, me despertaron para decirme que me fuese, que me marchase, que no querían ver más a Vuestro Humilde Narrador, oh hermanos míos. Y ahí estaba yo muy muy temprano en la mañana, con ese dinero
malenco en el
carmano izquierdo, haciendo sonar las monedas y preguntándome:
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Desayuno en un
mesto, pensé, pues todavía no había comido en la mañana, ya que todos los
vecos habían tenido tantas ganas de
tolchocarme mostrándome el camino de la libertad. Sólo había
piteado una
chascha de
chai. Esa
staja se alzaba en un sector muy tétrico de la ciudad, pero por todas partes había
malencos cafés para obreros, y pronto descubrí uno, hermanos míos. Era muy
caloso y
vonoso, con una lamparilla en el techo y la suciedad de las moscas como oscureciendo la luz, y algunos
rabotadores tempranos que sorbían
chai y devoraban unas salchichas repulsivas, atragantándose con trozos de
klebo, trag trag trag, y luego
crichando más. Los servía una
débochca muy
calosa, pero que tenía unos
grudos muy
bolches, y algunos de los
vecos que estaban allí comiendo trataban de tocarla, y hacían ja ja ja y ella respondía je je je, y el espectáculo me dio náuseas, hermanos. Pero pedí unas tostadas y jalea y
chai, todo muy cortésmente y con mi
golosa de caballero, y me senté en un rincón oscuro a comer y
pitear.
Mientras estaba en eso, entró un malenco enanito, vendiendo las
gasettas de la mañana, un
prestúpnico grasño y deforme con lentes gruesos de armazón de acero, los
platis del color de un budín de grosellas
starrio y rancio.
Cuperé una
gasetta, con la idea de meterme otra vez en la
chisna normal
videando lo que pasaba en el mundo. Me pareció que era una
gasetta del gobierno, pues en la primera página sólo se hablaba de la necesidad de que los
vecos volviesen a elegir al gobierno en la próxima elección general, que según decían se haría en unas dos o tres semanas. Había
slovos muy sonoros acerca de lo que el gobierno había hecho, hermanos míos, en el último año o cosa así, con el aumento de las exportaciones, y la política exterior realmente
joroschó y el mejoramiento de los servicios sociales y toda esa
cala. Pero de lo que en realidad más se alababa el gobierno era de que en los últimos seis meses había mejorado la seguridad en las calles para todos los
liudos amantes de la paz que andaban de noche, y esto gracias al aumento de los sueldos de la policía y al hecho de que la policía procedía ahora con mano dura contra los jóvenes matones, los ladrones, los pervertidos y toda esa
cala. Lo que interesó bastante a Vuestro Humilde Narrador. Y en la segunda página de la
gasetta había una fotografía borrosa de alguien que me pareció muy conocido, y que en definitiva no era otro que yo yo yo. Tenía una cara sombria y como atemorizada, pero eso era realmente por los fogonazos que hacían pop pop todo el tiempo. Debajo de mi foto se decía que yo era el primer graduado del nuevo Instituto Estatal de Recuperación de Criminales, curado de los malos instintos en sólo una quincena, y ahora un buen ciudadano temeroso de la ley y toda esa
cala. Después vi que había un artículo muy elogioso sobre la Técnica de Ludovico, y de lo inteligente que era el gobierno, y toda esa
cala. Después venía otra foto de un
veco que me pareció conocido, y era este ministro del Inferior o Interior. Parece que había estado vanagloriándose un poco, y pronosticando una época sin delitos, en la que nadie tendria miedo a los cobardes ataques de los jóvenes matones y pervertidos y ladrones y toda esa
cala. Así que hice ajjjjj y tiré al suelo la
gasetta, y fue a cubrir las manchas de
chai derramado y los gargajos horribles de los
vonosos animales que venían al cafetín.
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Lo que ahora me proponía hacer, hermanos, era irme a casa y darles una bonita sorpresa a papapa y a ma, yo, el único hijo y heredero de regreso al seno de la familia. Allí podria recostarme en la cama de mi propia y
malenca madriguera, y
slusar un poco de buena música, y al mismo tiempo podria pensar lo que haria yo con mi
chisna. El Encargado de Egresos me había dado el día anterior una larga lista de los empleos que yo podía probar, y había telefoneado a diferentes
vecos acerca de mí; pero yo no queria, hermanos míos, ponerme a
rabotar en seguida. Ante todo un
malenco descanso, sí, y un poco de trabajo mental en la cama, oyendo la buena música.
Así que tomé el ómnibus al centro de la ciudad, y luego el que va a la avenida Kingsley, porque el edificio 18A está ahí cerca. Créanme, hermanos, si les digo que el corazón me hacía clop clop clop a causa de la excitación. Todo estaba tranquilo, pues era temprano y una mañana de invierno, y cuando entré en el vestíbulo del edificio no había ningún
veco por ahí, sólo las
chinas y los
vecos nagos de la Dignidad del Trabajo. Lo que me sorprendió, hermanos, fue el modo como los habían limpiado, de modo que ya no les salían
slovos sucios de las
rotas a los Trabajadores Dignificados, ni se veían tampoco las partes indecentes del cuerpo que los
málchicos de mente sucia aficionados al lápiz habían dibujado en los
plotos desnudos. Y también me llamó la atención que el ascensor funcionara. Vino zumbando cuando apreté el
nopca eléctrico; entré y me sorprendió de nuevo
videar que todo estaba limpio dentro de la jaula.
Subí al décimo piso, y allí vi el 10-8 como estaba antes, y la
ruca me tembló y se estremeció cuando saqué del
carmano el pequeño
quilucho . Metí firmemente el
quilucho en la cerradura y lo hice girar; luego abrí y entré y me encontré con tres pares de
glasos sorprendidos y casi atemorizados que me miraban, y eran pe y eme que estaban tomando el desayuno, pero también otro
veco al que nunca había
videado en toda mi
chisna, un
veco bolche y grueso en camisa y tirantes, muy en su casa, hermanos, tragando el
chai con leche y munchmunchmunch los huevos y las tostadas. Y este
veco extraño fue el primero que habló:
– ¿Quién es usted, amigo? ¿Dónde consiguió esa llave? Afuera, antes de que le aplaste la cara. Salga y golpee. Explique qué lo trae, pronto.
Pe y eme se quedaron como petrificados, y pude
videar que no habían leído la
gasetta, y recordé entonces que la
gasetta llegaba cuando papapa ya había salido para el trabajo. Pero entonces eme dijo: -Oh, te fugaste. Huiste. ¿Qué haremos ahora? Vendrá la policía, oh oh oh. Oh, muchacho perverso y malvado, que así -nos avergüenzas. -Y créanlo o bésenme los scharros, comenzó la función de buuu buuu. Así que empecé a explicar la cosa, podían telefonear a la
staja si querían, y mientras tanto el desconocido estaba ahí sentado, frunciendo el ceño y mirando como si pudiera aplastarme el
litso con el puño peludo,
bolche y carnoso. Así que dije:
– ¿Qué le parece si me contesta unas cuantas, hermano? ¿Qué está haciendo aquí y por cuánto tiempo? No me gustó el tono de lo que acaba de decir. Andese con cuidado. Vamos, hable. -Era un
veco de tipo obrero, muy feo, de unos treinta o cuarenta años, y ahora me miraba con la
rota abierta, sin
goborar slovo . Entonces mi pe dijo:
– Todo esto es un poco desconcertante, hijo. ¿Por qué no nos escribiste que venías? Creímos que pasarían por lo menos cinco o seis años antes que te soltaran. No quiero decir -agregó, y su tono era muy sombrío- que no nos agrade mucho verte otra vez, y además libre.
– ¿Quién es éste? -pregunté-. ¿Por qué no me habla? ¿Qué hace aquí?
– Es Joe -dijo mi ma-. Ahora vive aquí. Es nuestro pensionista. Oh, Dios Dios Dios.
– Tú -intervino este Joe-, sé bastante de ti, muchacho. Sé lo que hiciste, y que les destrozaste el corazón a tus pobres y doloridos padres. Así que regresaste, ¿eh? Volviste para amargarles otra vez la vida, ¿no? Tendrás que pasar sobre mi cadáver, porque me han permitido ser un hijo más que un inquilino. -Yo casi hubiese podido
smecarme a todo trapo al oír eso si el viejo
rasdrás interior no me hubiese provocado una sensación de náusea, porque este
veco parecía tener casi la misma edad que mi pe y mi eme, y ahí estaba tratando de abrazar a mi llorosa ma con una
ruca protectora de hijo, oh hermanos míos.
– Ajá -dije, y sentí que yo mismo estaba próximo a llorar-. De modo que así son las cosas. Bien, le doy cinco largos minutos para sacar de mi cuarto todas sus horribles y
calosas vesches. -Y me fui al cuarto, y este
veco era un
malenco demasiado lento para detenerme. Cuando abrí la puerta se me fue a la alfombra el corazón, pues
videé que ya no era más mi cuarto, hermanos. Habían quitado de las paredes todas mis banderas, y este
veco había puesto fotografías de boxeadores, y también un equipo sentado con las
rucas cruzadas y al frente como un escudo de plata. Y entonces
videé qué otra cosa faltaba. Mi estéreo y mis estantes de discos ya no estaban allí, ni el cofre cerrado que guardaba las botellas y las drogas y dos jeringas brillantes y limpias.- Alguien estuvo haciendo un trabajo
vonoso y sucio -
criché-. ¿Qué hizo con mis
vesches personales, horrible bastardo? -Le estaba hablando a Joe, pero fue mi pe el que contestó:
– La policía se lo llevó todo, hijo. ¿Sabes?, el nuevo reglamento acerca de la indemnización a las víctimas.
Me costó mucho no enfermarme de veras, pero la
golová me dolía de lo peor, y sentía la
rota tan seca que me vi obligado a beber
scorro un trago de la botella de leche que estaba sobre la mesa, y este Joe dijo: -Modales de cerdo sucio.
– Pero la
ptitsa murió -dije-. Ésa murió.
– Fue por los gatos, hijo -dijo mi pe con gesto dolorido-, que no tenían quien los cuidara hasta que se leyera el testamento, de manera que había que alimentarlos. Por eso la policía vendió tus cosas, ropas y todo, para que los cuidasen. Así es la ley, hijo. Pero a ti nunca te preocupó mucho la ley.
Aquí tuve que sentarme, y este Joe dijo: -Pide permiso antes de sentarte, cerdo sin educación -y yo le respondí
scorro con-: Cierra tu sucio y gordo agujero -y me sentí enfermo. En seguida procuré mostrarme razonable y cordial, en bien de mi salud, así que les dije-: Ése es mi cuarto, ¿verdad? Ésta es mi casa también. ¿Qué opinan ustedes, pe y eme? -Pero los dos parecían contrariados, mi eme un poco conmovida, el
litso todo arrugado y húmedo por las lágrimas, y luego mi pe dijo:
– Hay que pensarlo, Alex. No podemos echar a Joe, así de buenas a primeras, ¿no es cierto? Quiero decir que Joe tiene un contrato de trabajo, creo que por dos años, y nosotros llegamos a un arreglo, ¿no es verdad, Joe? Quiero decir, hijo, pensamos que estarías mucho tiempo en la cárcel, y ese cuarto de nada servía. -En el
litso se le veía que estaba un poco avergonzado. Así que me limité a sonreír y medio asentí.
– Ya
video todo -dije-. Ustedes se acostumbraron a un poco de paz y a un poco de
dengo extra. Así son las cosas. Y el hijo que tuvieron no es ni fue otra cosa que una molestia terrible. -Y entonces, hermanos míos, créanme o bésenme los
scharros, me eché a llorar, y a sentirme muy compadecido de mí mismo. Así que mi pe dijo:
– Bien, ya ves, hijo, Joe pagó el alquiler del mes próximo. Es decir, no importa lo que hagamos, pero no podemos decirle a Joe que se marche, ¿no es así, Joe? -Y este Joe contestó:
– Yo tengo que pensar en ustedes dos, que han sido para mí como un padre y una madre. ¿Sería justo o equitativo que me fuese y los dejase a merced de las dulces atenciones de este joven monstruo, que nunca fue un verdadero hijo? Ahora está llorando, pero eso no es más que maña y trampa. Que se vaya y busque un cuarto por ahí. Que comprenda sus errores, y que un mal muchacho como él no merece una mamá y un papá como los que tuvo.
– Muy bien -dije, poniéndome de pie, y las lágrimas seguían corriéndome-. Ahora sé cómo están las cosas. Nadie me quiere ni me desea. He sufrido y sufrido y sufrido y todos quieren que siga en lo mismo. Ahora lo entiendo.
– Hiciste sufrir a otros -observó este Joe-. Es justo que ahora tú también sufras. Me han contado todo lo que hiciste, sentado aquí por la noche a la mesa familiar, y bastante que me impresioné. Cuando conocí tu historia, me sentí enfermo de veras.
– Quisiera -dije- estar otra vez en la prisión. La vieja y querida
staja. Ahora me marcho. No volverán a
videarme. Seguiré mi propio camino, muchas gracias. y que les pese en la conciencia.
– No lo tomes así, hijo -contestó mi pe, y mi eme empezó otra vez buuujuuujuuu, con el
litso todo retorcido y realmente feo, y este Joe le volvió a poner la
ruca sobre los hombros, y la palmeaba y le decía vamos vamos vamos como verdadero
besuño. y fui vacilando hacia la puerta y salí, dejándolos que se las arreglaran a solas con esa culpa horrible que ellos sentían, oh hermanos míos.
2
lteando por la calle como sin rumbo fijo, hermanos, en esos
platis nocturnos que llamaban la atención de los
liudos cuando me cruzaba con ellos, sintiendo mucho frío también, pues era un día de invierno bastardo, lo único que yo deseaba era alejarme de todo y no tener que pensar más en ninguna
vesche. Así que tomé el ómnibus al centro, y luego volví caminando hacia la plaza Taylor, y allí estaba la disquería MELODÍA a la que yo solía favorecer con mis inestimables compras, oh hermanos míos, y parecía más o menos el mismo tipo de
mesto, y al entrar esperé
videar allí al viejo Andy, el
veco calvo y muy delgado, siempre servicial, a quien yo había
cuperado discos en otras épocas. Pero Andy no estaba ahora, hermanos, y sólo se oían los gritos y las
crichadas de los
málchicos y las
ptitsasnadsats -adolescentes- que
slusaban una nueva y horrible canción pop y también la bailaban, y el
veco que estaba detrás del mostrador no era mucho más que un
nadsat también él, y hacía sonar los huesos de la
ruca y
smecaba como
besuño. Así que me acerqué y esperé hasta que se dignó verme, y ahí le dije:
– Quiero oír una grabación de la Cuarenta, de Mozart. -No sé por qué me vino eso a la
golová, pero así fue. El
veco del mostrador me dijo:
– ¿La Cuarenta qué, amigo?
– Sinfonía. Sinfonía Número Cuarenta en sol menor.
– Ooooh -dijo uno de los
nadsats que bailaban, un
málchico con el pelo sobre los
glasos-. Sinfona. ¿No es gracioso? Quiere una sinfona.
Sentí por dentro que el
rasdrás me dominaba, pero tenía que andar con cuidado, así que les sonreí al
veco que ocupaba el lugar de Andy y a todos los
nadsats danzantes y
crichantes. El
veco del mostrador dijo: -Amigo, métase ahí en esa cabina y le mandaré algo.
Así que fui a la cabina
malenca donde uno podía
slusar los discos que quería comprar, y el
veco me puso un disco, pero no era la Cuarenta sino la Praga -el
veco había sacado lo primero de Mozart que encontró en el estante, pensé- y eso empezó a
rasrecearme de veras, y tenía que cuidarme por miedo al dolor y a las náuseas, pero lo que yo había olvidado era algo que no debía de haber olvidado, y ahora me dieron ganas de acabar de una vez. Era que esos
brachnos doctores habían dispuesto las cosas de modo que cualquier música que me emocionara tenía que enfermarme, lo mismo que si
videara o quisiera recurrir a la violencia, y esto porque todas esas películas de violencia tenían música. Y recordé especialmente la horrible película nazi con la Quinta de Beethoven, último movimiento. Y ahora descubría que el hermoso Mozart se había convertido también en algo horrible; salí corriendo de la tienda mientras los
nadsats smecaban y el
veco del mostrador
crichaba: -iEh eh eh!- Pero no le hice caso y me fui, y tambaleándome como un ciego, crucé la calle y di vuelta la esquina, hacia el bar lácteo
Korova. Yo sabía qué me hacía falta.
El
mesto estaba casi vacío, porque todavía era de mañana. También me pareció extraño, todo pintado con vacas rojas mugientes, y detrás del mostrador un
veco que yo no conocía. Pero cuando pedí: -Un
moloco-plus, grande- el
veco de
litso flaco recién afeitado supo lo que yo quería. Me llevé el vaso grande de leche a uno de los pequeños cubículos del
mesto, todos con una cortina que lo aislaba del
mesto principal, y allí me senté en el sillón afelpado, y bebí y bebí. Cuando acabé de beber sentí que ocurrían cosas. Tenía los
glasos fijos en el
malenco trozo de papel de plata de un atado de
cancrillos tirado en el suelo, porque, hermanos, la limpieza de este
mesto no era tan
joroschó. Y este pedazo de papel de plata empezó a crecer y crecer y crecer y era tan brillante y amenazador que tuve que bizquear los
glasos. Se agrandó tanto que al fin fue no sólo todo el cubículo donde yo estaba sino todo el
Korova, la calle, la ciudad. Al fin ocupó el mundo entero, hermanos, y era como un océano que inundaba todas las
vesches que existieron o alguna vez fueron concebidas. Me
slusaba la propia voz haciendo
chumchums especiales, y
goborando slovos como «Desiertos muertos y amados,
rotas que no tienen apariencias variformes», y toda esa
cala. Entonces la visión nació de todo este papel de plata y después aparecieron colores que nadie había
videado antes, y alcancé a
videar un grupo de estatuas muy muy lejos, que se acercaban más y más y más, todas muy iluminadas, y la luz brillante venía de arriba y también de abajo, oh hermanos míos. Este grupo de estatuas representaba a
Bogo y todos los sagrados ángeles y santos, muy resplandecientes como de bronce, con barbas y alas
bolches que se agitaban y producían una especie de viento, así que en realidad no podían ser de piedra o bronce, y además los
glasos se les movían y estaban vivos. Estas figuras grandes y
bolches se acercaron más y más y más, y al final pareció que me iban a aplastar, y alcancé a
slusar mi
golosa que decía «Eeeeee». Y sentí que me libraba de todo -
platis, cuerpo, cerebro, nombre, todo- y me sentía realmente
joroschó, como en el paraíso. Se oyó entonces como un
chumchum de cosas apretadas y aplastadas, y Bogo y los ángeles y los santos medio menearon las
golovás al mirarme, como si quisieran
goborar que todavía no había llegado el momento y que era necesario probar otra vez, y entonces se oyeron burlas y risas y derrumbe, y la luz cálida y grande se enfrió, y así me encontré en el mismo lugar de antes, el vaso vacío sobre la mesa, y yo quería llorar y sentía como que la muerte era la única solución a todo.
Y así fue, y pude
videar muy claro lo que tenía que hacer, pero no sabía bien cómo hacerlo, porque antes nunca se me había ocurrido una idea como ésa, oh hermanos míos. En mi bolsita de
vesches personales yo llevaba la
britba filosa, pero comencé a sentirme muy enfermo cuando pensé que yo mismo me haría suiiis, y que luego me saldría el
crobo rojo rojo. Yo quería algo que no fuera violento, y que me hiciera dormir dulcemente, y que ahí acabase Vuestro Humilde Narrador, y no más problemas. Se me ocurrió que si iba a la
biblio pública, a la vuelta de la esquina, podría encontrar un libro sobre el mejor modo de
snufar sin dolor. Me imaginé muerto, y cómo sufrirían todos, pe y eme y ese Joe podrido y
caloso que era un usurpador, y también el doctor Brodsky y el doctor Branom y el ministro del Interior Inferior, y todos los demás
vecos. Y también el gobierno
vonoso que tanto se vanagloriaba. Así que salí al frío del invierno, y ya era de tarde, casi las dos, como pude
videar en el
bolche cuentatiempo público, así que mi viaje al paraíso con el viejo
moloco-plus tuvo que llevarme más tiempo de lo que yo me había imaginado. Bajé por el bulevar Marghanita, y luego entré por la avenida Boothby, doblé otra vez y encontré la
biblio pública.
El
mesto,
starrio y
caloso, tenía dos partes, una para los libros que prestaban, y otra para leer, con atriles de
gasettas y revistas, y yo no recordaba haber estado allí sino cuando era un
málchico malenco, a la edad de seis años. Los
vecos, muy
starrios, tenían en los
plotos un
vono de vejez y pobreza; estaban de pie frente a los atriles de las
gasettas, resoplando y eructando y
goborando entre dientes, y volviendo las páginas para leer con tristeza las noticias, o sentados a las mesas mirando las revistas o fingiendo leerlas, algunos dormidos y uno o dos roncando de veras
gronco. Al principio casi no pude recordar qué quería, y después comprendí un poco impresionado que había
iteado aquí buscando el modo de
snufar sin dolor, así que me acerqué al estante de las
vesches de consulta. Había muchos libros, pero ninguno tenía un título, hermanos, que me sirviera realmente. Saqué un libro de medicina, pero cuando lo abrí estaba lleno de dibujos y fotografías de heridas y enfermedades horribles, y ahí nomás empecé a sentirme un poco enfermo. Así que lo devolví a su sitio y retiré el libro grande que llaman Biblia, creyendo que me haría sentir un poco mejor, como había ocurrido en los viejos tiempos de la
staja (en realidad no había pasado tanto tiempo, pero ahora me parecía que era mucho), y me acerqué vacilando a una silla. Pero lo único que encontré fueron cosas acerca de castigar setenta veces siete, y la historia de un montón de judíos que se maldecían y
tolchocaban unos a otros, y todo eso me trajo náuseas otra vez. Así que casi me echo a llorar, y un
cheloveco muy
starrio y raído sentado enfrente me preguntó:
– ¿Qué pasa, hijo? ¿Qué problema es ése?
– Quiero
snufar -dije-. Ya tengo suficiente, eso me pasa. La vida es demasiado para mí.
Un veco
starrio que leía a mi lado dijo: -Shhhh- sin apartar los
glasos de una
besuña revista, llena de
vesches bolches y geométricas. El otro
cheloveco dijo:
– Eres demasiado joven para eso, hijo. Caramba, tienes la vida por delante.
– Sí -dije con amargura-. Como un par de
grudos artificiales. -El
veco que leía la revista dijo «Shhhh» otra vez, pero ahora levantó los
glasos y algo nos hizo clic en las
golovás.
Videé quién era. Y el otro dijo con voz muy
gronca:
– Por Dios, nunca olvido una forma. Jamás olvido la forma de nada. Por Dios, cerdo inmundo. Ahora te tengo. -Sí, cristalografía. Eso era lo que había retirado de la biblio aquella vez. Los dientes postizos aplastados verdaderamente
joroschó. Los
platis desgarrados. Los libros
rasreceados, y todos eran de cristalografía. Hermanos, se me ocurrió que lo mejor era salir de allí realmente
scorro. Pero el
starrio y viejo
cheloveco se había puesto de pie,
crichando como
besuño a todos los
starrios y viejos tosedores que miraban las
gasettas frente a la pared, y a los que dormitaban sobre las revistas en las mesas.- Lo tenemos -
crichó-. El cerdo perverso que destruyó los libros de cristalografía, obras raras, obras que es imposible conseguir de nuevo. -Y todo lo decía con un
chumchum realmente enloquecido, como si el viejo
veco hubiese perdido de veras la
golová.- Un ejemplar especial de esas bandas de jóvenes bestias cobardes -
crichó-. Aquí, entre nosotros, y en nuestro poder. Él y sus amigos me golpearon, me patearon y derribaron. Me desnudaron y destrozaron la dentadura. Se rieron viendo cómo yo sangraba y gemía. Y me despidieron a patadas, mareado y desnudo. -Como ustedes saben, hermanos, eso no era del todo cierto. Le dejamos algunos
platis, y no estaba completamente
nago.
Entonces yo
criché: -Eso fue hace más de dos años. Después me castigaron y he aprendido la lección. Vean allí… mi foto está en los diarios.
– Castigo, ¿eh? -dijo un
dedón que parecía un ex soldado-. Habría que exterminarlos a todos ustedes. Como si fueran una plaga maligna. Sí, no me vengan con castigos.
– Está bien, está bien -dije-. Todos tienen derecho a opinar. Perdónenme todos, ahora tengo que marcharme. -Y empecé a salir de este
mesto de viejos
besuños. Aspirina, no se necesitaba más. Se podía
snufar con cien aspirinas. Aspirina que se compraba en la vieja farmacia. Pero el
veco de la cristalografía
crichó:
– No lo dejen ir. Ahora le enseñaremos cómo se castiga, basura criminal. Agárrenlo. -Y créanme, hermanos, o hagan la otra
vesche, dos o tres de estos
starrios tembleques, de unos noventa años por cabeza, me aferraron con las viejas
rucas temblorosas, y casi me derribó el
vono de vejez y enfermedad que despedían estos
chelovecos medio muertos, casi me enfermó de veras. El
veco de los cristales estaba ahora sobre mí, y había empezado a acariciarme el
litso con
malencos y débiles
tolchocos, y yo trataba de apartarme y de
itear, pero esas
rucas starrias que me sujetaban eran más fuertes de lo que yo había creído. En eso otros
vecos starrios vinieron cojeando desde los atriles de las
gasettas para darle lo suyo a Vuestro Humilde Narrador.
Crichaban vesches como «Mátenlo, aplástenlo, asesínenlo, rómpanle los dientes» y toda esa
cala, y
videé bastante claro lo que ocurría. La vejez tenía la oportunidad de cobrárselas a la juventud, eso era lo que ocurría. Pero algunos decían: -Pobre viejo Jack, casi mató al pobre viejo Jack, puerco asesino -y así sucesivamente, como si todo hubiera ocurrido ayer. Supongo que así era para ellos. Ahora una multitud de viejos sucios, agitados y
vonosos trataba de alcanzarme con las débiles
rucas y las viejas y afiladas garras,
crichando y jadeando, y el
drugo de los cristales siempre al frente, tirándome un
tolchoco tras otro. Y yo no me atrevía a hacer una sola y solitaria
vesche, oh hermanos míos, porque era mejor recibir golpes que enfermarse y sentir ese horrible dolor; aunque, por supuesto, la violencia de los
vecos me hacía sentir como si la náusea estuviese espiando desde la esquina, para
videar si había llegado el momento de salir al descubierto y dominar la situación.
En eso apareció un
veco empleado, un tipo jovencito, que
crichó: -¿Qué pasa aquí? Basta ya. Esto es una sala de lectura. -Pero nadie le hizo caso. Así que el
veco empleado anunció:- Bien, llamaré a la policía. -Y al oír esto yo
criché, y nunca lo hubiera creído en toda mi
chisna:
– Sí, sí, sí, llámelos, protéjame de estos viejos locos. -Observé que el
veco empleado no tenía muchas ganas de meterse en la
dratsada ni de salvarme de la rabia y la locura de esos
vecos starrios; de modo que enderezó para la oficina, o para el lugar donde estaba el teléfono. Ahora los viejos jadeaban mucho, y me pareció que si les daba un empujón se irían al suelo, pero me dejé sujetar, muy paciente, por todas esas
rucas starrias, cerrando los
glasos y sintiendo los débiles
tolchocos en el
litso, y
slusando también las viejas
golosas jadeantes y agitadas que
crichaban: -Puerco joven, asesino, matón, bandido, liquídenlo. -En eso recibí un
tolchoco realmente doloroso en la nariz, así que me dije al diablo al diablo, abrí los
glasos y empecé a pelear para librarme, lo que no fue difícil, hermanos, y me fui corriendo y
crichando a la especie de vestíbulo que estaba fuera de la sala de lectura. Pero los
starrios vengadores vinieron detrás, jadeando como moribundos, alzando las garras animales que trataban de clavarse en Vuestro Amigo y Humilde Narrador. Allí tropecé y caí al suelo, y me patearon otra vez, y entonces
slusé las
golosas de unos
vecos jóvenes que
crichaban: -Está bien, está bien, basta ya -y comprendí que había llegado la policía.
3
Yo estaba aturdido, oh hermanos míos, y no podía
videar muy claro, pero me parecía que había conocido antes en algún
mesto a estos
militsos. El que me sostenía, diciendo: -Vamos, vamos, vamos- en la puerta principal de la
biblio pública, era un
litso nuevo, aunque parecía muy joven para estar con los
militsos. Pero los otros dos tenían unas espaldas que yo había
videado antes, estaba seguro. Repartían golpes a los
chelovecos starrios y lo hacían con mucho placer y alegría, y los
malencos látigos silbaban, y las
golosas crichaban: -Vamos, muchachos desobedientes. Esto les enseñará a no provocar desórdenes perturbando la paz del Estado, individuos perversos-. Así empujaron de regreso a la sala de lectura a los
starrios vengadores, jadeantes, gimientes y casi moribundos; luego se volvieron,
smecando todavía, luego de tanta diversión, y me
videaron. El mayor de los dos exclamó:
– Bueno bueno bueno bueno bueno bueno bueno. El pequeño Alex en persona. Tanto tiempo que no nos
videamos, ¿eh,
drugo? ¿Cómo te va? -Yo estaba aturdido, y el uniforme y el
schlemo me impedían
videar quién era, aunque el
litso y la
golosa me parecían conocidos. Entonces volví los
glasos hacia el otro, y sobre ese de
litso sonriente y
besuño, no tuve dudas. Entonces, todo entumecido y cada vez más aturdido, volví los ojos al que decía bueno bueno bueno. Reconocí nada menos que al gordo y viejo Billyboy, mi antiguo enemigo. El otro, por supuesto, era el Lerdo, que había sido mi
drugo y también el enemigo del gordo cabrón Billyboy, pero que ahora era un
militso con uniforme y
schlemo, y látigo para mantener el orden. Exclamé:
– Oh, no.
– Sorprendido, ¿eh? -y el viejo Lerdo largó la vieja risotada que yo recordaba tan
joroschó.- Ju ju juju.
– Imposible -dije-. No puede ser. No lo creo.
– La evidencia de los viejos
glasos -sonrió Billyboy-. No nos guardamos nada en la manga. Aquí no hay trucos,
drugo. Empleo para dos que ya están en edad de trabajar. La policía.
– Ustedes son muy jóvenes -dije-. Demasiado jóvenes. No aceptan
militsos de esa edad.
– Éramos jóvenes -dijo el viejo
militso Lerdo. Yo no podía creerlo, realmente no podía.- Eso éramos, joven drugo. Y tú siempre fuiste el más joven. Y aquí estamos ahora.
– No, es imposible -dije. Y entonces Billyboy, el
militso Billyboy en quien yo no podía creer, dijo al joven
militso que me sujetaba, y a quien yo no conocía.
– Rex, será mejor si cambiamos un poco el sistema, me parece. Los muchachos serán siempre muchachos, como ha ocurrido toda la vida. No es necesario que vayamos ahora a la estación de policía, y todo lo demás. Este joven ha vuelto a los viejos trucos, los que nosotros recordamos muy bien, aunque tú, naturalmente, no los conoces. Atacó a los ancianos y los indefensos, y ellos tomaron las correspondientes represalias. Pero tenemos que decir nuestra palabra en nombre del Estado.
– ¿Qué significa todo esto? -pregunté, porque casi no podía creer lo que llegaba a mis
ucos-. Hermanos, fueron ellos los que me atacaron. Ustedes no querrán ayudarlos, no pueden. No puedes, Lerdo. Fue un
veco con quien jugamos una vez en otra época, y ahora ha buscado una
malenca venganza después de tanto tiempo.
– Lo de tanto tiempo es cierto -dijo el Lerdo-. No recuerdo muy
joroschó aquellos días. Y además, no vuelvas a llamarme Lerdo. Llámame oficial.
– Bueno, basta de recuerdos -dijo Billyboy asintiendo. No era tan gordo como antes-. Los
málchicos perversos que manejan las
britbas filosas… bueno, hay que tenerlos a raya. -Y los dos me sujetaron muy fuerte y casi me sacaron en andas de la
biblio. Afuera esperaba un auto de los
militsos, y el
veco que llamaban Rex era el conductor. Me
tolchocaron al meterme en el asiento de atrás, y no pude dejar de pensar que en realidad todo parecía una broma, y que en cualquier momento el Lerdo se quitaría el
schlemo de la
golová y largaría el jajajaja. Pero no lo hizo. Dije, tratando de dominar el
straco dentro de mí:
– Y al viejo Pete, ¿qué le pasó? Triste lo de Georgie.
Slusé lo que le pasó.
– Pete, ah, sí, Pete -dijo el Lerdo-. Me parece recordar el nombre. -Vi que estábamos saliendo de la ciudad, y pregunté:
– ¿Adónde se supone que vamos?
Billyboy volvió la cabeza en su asiento para decir: -Todavía hay luz. Un pequeño paseo por el campo, desnudo en el invierno, pero solitario y hermoso. No siempre conviene que los
liudos de la ciudad
videen demasiado los castigos sumarios. Las calles tienen que mantenerse limpias, y de distintos modos. -Y Billyboy miró de nuevo hacia adelante.
– Vamos -dije-. No entiendo. Los viejos tiempos están muertos y enterrados. Ya me castigaron por lo que hice. Y me han curado.
– Eso mismo nos leyeron -contestó el Lerdo-. El jefe nos leyó todo. Dijo que era un sistema magnífico.
– Te lo leyeron -le dije, con un poco de malignidad-. Hermano, ¿de modo que eres todavía muy lerdo para leer solo?
– Ah, no -dijo el Lerdo, muy suavemente, como lamentándolo-. No debes hablar así. No hables más así,
drugo. -Y me descargó un
bolche tolchoco en el
cluvo, y el
crobo rojo rojo comenzó a salirme goteando goteando de la nariz.
– Nunca me gustaste -dijo con amargura, limpiándome el
crobo con mi
ruca-. Siempre me sentí
odinoco.
– Aquí, aquí -dijo Billyboy. Estábamos en el campo, y solamente se veían los árboles desnudos y como unos pájaros lejanos y escasos, y a la distancia una máquina agrícola que hacía
chumchum. Anochecía ya, pues estábamos en pleno invierno. No se veían
liudos ni animales. Solamente los cuatro-. Afuera, querido Alex -dijo el Lerdo-. Aquí te levantaremos un
malenco sumario.
Y mientras duró todo, el
veco conductor se quedó sentado frente al volante del auto, fumando un
cancrillo y leyendo un
malenco librito. Tenía encendidas las luces del auto para poder
videar, pero no se dio por enterado de lo que Billyboy y el Lerdo le hacían a Vuestro Humilde Narrador. No daré detalles, pero todo fue jadeos y porrazos contra este fondo de máquinas agrícolas que zumbaban y el tuituituitititi en las ramas
nagas. Se podía
videar un hilo de humo a la luz del auto; y el conductor volvía tranquilamente las páginas. Y estuvieron sobre mí todo el tiempo, oh hermanos míos. Luego, Billyboy o el Lerdo, no podría decir cuál de los dos, observó: -Ya es bastante,
drugo, me parece, ¿no crees? -Así que me dieron un
tolchoco final en el
litso cada uno y caí y quedé tendido en la hierba. Estaba frío, pero yo no lo sentía. Después se limpiaron las
rucas y volvieron a ponerse los
schlemos y las túnicas, que se habían quitado, y regresaron al auto.- Te
videaremos otra vez, Alex -dijo Billyboy, y el Lerdo largó una de sus risotadas de payaso. El conductor terminó la página que había estado leyendo y apartó el libro; luego el auto arrancó y todos se alejaron en dirección a la ciudad, y mi
drugo y mi ex enemigo agitaron las manos como despedida. Pero yo me quedé allí, deshecho y agotado.
Después de un rato comencé a sentir dolores en todo el
ploto, y entonces llovió y era una lluvia helada. No había
liudos a la vista, ni luces de casas. ¿Adónde podía ir, si no tenía hogar ni
dengo en los
carmanos? Lloré por mí mismo, ju ju juuuu. Luego me levanté y eché a caminar.
4
Hogar, hogar, hogar, un hogar era lo que yo quería, y a un HOGAR llegué, hermanos. Caminé en las sombras, no hacia la ciudad, sino buscando el lugar de donde venía el
chumchum de una máquina agrícola. Así llegué a una especie de aldea, y se me ocurrió que ya la había
videado antes, pero eso era tal vez porque todas las aldeas se parecen, principalmente en la oscuridad. Aquí había casas, y una especie de
mesto para beber, y justo al final de la aldea una
malenca casita
odinoca, y entonces pude
videar el nombre brillando en la oscuridad. HOGAR, decía. Yo estaba empapado en lluvia helada, así que mis
platis ya no parecían a la última moda, sino unos trapos miserables y patéticos, y mi lujosa
gloria era una pasta húmeda y
calosa sobre mi
golová, y estaba seguro de que tenía cortes y raspones en todo el
litso, y sentía dos
subos flojos cuando me los tocaba con la
yasicca. Y me dolía todo el
ploto y tenía mucha sed, de modo que caminaba abriendo la
rota a la lluvia fría, y el estómago me gruñía grrrr todo el tiempo, pues no había recibido
pischa desde la mañana, y aun entonces no mucha, oh hermanos míos.
HOGAR, decía, y tal vez aquí encontrase un
veco que me prestara ayuda. Abrí la puerta del jardín y a los tumbos recorrí el sendero, y parecía que la lluvia se convertía en hielo, y luego llamé a la puerta con un golpe leve y patético. No vino ningún
veco, así que golpeé un
malenco más largo y más fuerte, y entonces oí el
chumchum de unas
nogas que se acercaban.
Se abrió la puerta, y una
golosa de hombre dijo: -Sí, ¿quién es?
– Oh -dije- por favor, socorro. La policía me golpeó y me dejó para que me muriese en el camino. Por favor, deme algo para beber y un sitio al Iado del fuego, se lo ruego, señor.
La puerta se abrió del todo, y vi una luz cálida y un fuego que hacía cracl cracl cracl. -Entre -dijo el
veco-, no importa quién sea. Dios lo asista, pobre víctima, y veamos qué le pasa. -Entré tambaleándome, y esta vez, hermanos, no representaba una escena, porque me sentía realmente acabado. Este
veco bondadoso me pasó las
rucas por los
plechos y me llevó al cuarto donde ardía el fuego, y entonces comprendí en seguida por qué el
slovo HOGAR sobre la entrada me había parecido tan familiar. Miré al
veco y él me miró con bondad, y entonces lo recordé bien. Por supuesto, él no podía recordarme, porque en aquellos tiempos yo y mis supuestos
drugos hacíamos todas nuestras
bolches dratsadas, juegos y
crastadas con máscaras que eran disfraces realmente
joroschós. Era un
veco más bien bajo, de mediana edad, treinta, cuarenta o cincuenta años, y llevaba
ochicos .- Siéntate al Iado del fuego -dijo-, y te traeré un poco de whisky y agua caliente. Dios mío, alguien estuvo golpeándote con verdadera saña. -Y me echó una mirada compasiva a la
golová y el
litso.
– La policía -dije-, la horrible e inmunda policía. -Otra víctima -dijo el
veco, medio suspirando-.
Otra víctima de los tiempos modernos. Te traeré un poco de whisky, y después trataremos de limpiarte las heridas. -Eché una ojeada a la habitación
malenca y cómoda. Ahora estaba casi totalmente llena de libros, y había una chimenea y un par de sillas, y no se sabía por qué, pero uno
videaba que allí no vivía una mujer. Sobre la mesa había una máquina de escribir y un montón de papeles, y recordé que este
veco era un
veco escritor.
La naranja mecánica, sí, así se llamaba. Extraño que me hubiese quedado en la memoria. Pero yo no debía abrir la
rota, pues ahora necesitaba ayuda y bondad. Los horribles y
grasños brachnos de aquel terrible
mesto blanco me habían hecho así, obligándome a necesitar bondad y ayuda, e imponiéndome el deseo de dar yo mismo bondad y ayuda, si alguien quería recibirlas.
– Aquí estamos, pues -dijo este
veco, volviendo. Me dio un vaso caliente y estimulante para
pitear, y me sentí mejor, y el
veco me limpió después las cortaduras en el
litso. Luego dijo-: Ahora un buen baño caliente, yo te lo prepararé, y después me cuentas todo lo que pasó, mientras yo te sirvo una buena cena caliente. -Oh, hermanos míos, podría haber llorado ante tanta bondad, y creo que él alcanzó a
videarme las viejas lágrimas en los
glasos, porque dijo. -Bueno bueno bueno -al mismo tiempo que me palmeaba el
plecho .
En fin, subí y me di el baño caliente, y el
veco me trajo un piyama y una bata para que me los pusiese, todo calentado al Iado del fuego, y un par de
tuflos muy gastados. Y ahora, hermanos, aunque tenía dolores y puntadas por todas partes, me pareció que pronto me sentiría mucho mejor. Bajé las escaleras y vi que el
veco había preparado la mesa en la cocina con cuchillos y tenedores, y una magnífica hogaza de
klebo, y también una botella de salsa, y en seguida sirvió un lindo plato de huevos fritos,
lonticos de jamón y salchichas gordas y grandes, y unas
bolches tazas de
chai con leche. Era bueno estar sentado ahí al calor, y comiendo, y descubrí que tenía mucha hambre, así que después de los huevos y el jamón comí un
lontico tras otro de
klebo con
maslo y jalea de frambuesas de un frasco grande y
bolche. -Mucho mejor -dije-. ¿Cómo podré pagarle todo esto?
– Creo que ya sé quién eres -dijo el
veco-. Si eres quien creo, amigo, has venido al sitio que te conviene. ¿No apareció tu foto en los diarios esta mañana? ¿No eres acaso la pobre víctima de esa horrible técnica nueva? Si es así, te envió la providencia. Torturado en la prisión, y luego arrojado a la calle para que te torture la policía. Mi corazón está contigo, pobre muchacho. -Hermanos, yo no entendía ni un
slovo, aunque tenía la
rota bien abierta para responder a todas las preguntas.- No eres el primero que viene apremiado por las dificultades -dijo el veco-. La policía trae a menudo a sus víctimas a las afueras de esta aldea. Pero es providencial que tú, que eres también una víctima de otra clase, hayas venido aquí. ¿Tal vez me conoces?
Tenía que andar con mucho cuidado, oh hermanos. -Oí hablar de
La naranja mecánica -le contesté-. No la leí, pero me hablaron del libro.
– Ah -dijo el
veco, y el
litso le resplandeció como el sol en toda la gloria de la mañana-. Ahora, háblame de ti.
– No hay mucho que decir, señor -empecé, muy humilde-. Me metí en una travesura tonta e infantil, y mis llamados amigos me convencieron o más bien me obligaron a entrar en la casa de una vieja
ptitsa; una dama, quiero decir. No queríamos hacer nada malo. Por desgracia, la dama hizo trabajar demasiado su buen corazón cuando quiso expulsarme, a pesar de que yo estaba muy dispuesto a salir por las buenas, y luego murió. Me acusaron de ser la causa de su muerte. Y entonces, señor, me mandaron a la cárcel.
– Sí sí sí, continúa.
– Luego, el ministro del Inferior o el Interior me eligió para que probasen conmigo esta
vesche nueva de Ludovico.
– Cuéntame todo lo que sepas -pidió el
veco, inclinándose hacia adelante con ansiedad, los codos de la tricota manchados con la jalea de frambuesa, pues habían rozado el plato que yo dejé a un costado. Así que le conté todo, le expliqué la cosa de cabo a rabo, hermanos míos. El
veco estaba muy deseoso de saberlo todo, los
glasos le relucían y tenía las
gubas entreabiertas, mientras la grasa de los platos se ponía cada vez más dura dura dura. Cuando terminé de hablar el
veco se levantó de la mesa, asintiendo varias veces y diciendo hum hum hum, mientras recogía los platos y otras
vesches y los depositaba en la pila para lavarlos. Le dije:
– Con mucho gusto me ocuparé de eso, señor.
– Descansa, descansa, pobre muchacho -contestó él, y abrió el grifo, de modo que todo se llenó de vapor-. Hay pecado supongo, pero el castigo fue del todo desproporcionado. Te han convertido en algo que ya no es una criatura humana. Ya no estás en condiciones de elegir. Estás obligado a tener una conducta que la sociedad considera aceptable, y eres una maquinita que sólo puede hacer el bien. Comprendo claramente el asunto… todo ese juego de los condicionamientos marginales. La música y el acto sexual, la literatura y el arte, ahora ya no son fuente de placer sino de dolor.
– Así es, señor -dije, mientras fumaba uno de los
cancrillos con filtro de corcho de este hombre bondadoso.
– Siempre se exceden -dijo el veco, secando un plato con aire distraído-. Pero la intención esencial es el pecado real. El hombre que no puede elegir ha perdido la condición humana.
– Eso es lo que dijo el
chaplino, señor -observé-. Quiero decir, el capellán de la prisión.
– ¿Eso dijo? ¿De veras? Sí, es natural. ¿No es la actitud que corresponde, en un cristiano? Bien, ahora -continuó el veco, frotando el plato que estaba secando desde hacía diez minutos- haremos que algunas personas vengan a verte mañana. Creo que nos serás útil, pobre muchacho. Me parece que ayudarás al derrocamiento de este gobierno que nos aplasta. Convertir a un joven decente en un mecanismo de relojería no es ciertamente un triunfo para ningún gobierno, excepto si se siente orgulloso de su propia capacidad de represión.
El
veco seguía secando el mismo plato. Yo dije:
– Señor, usted sigue secando el mismo plato. Estoy de acuerdo con usted, señor, en lo de sentirme orgulloso. Este gobierno parece muy inclinado a vanagloriarse.
– Oh -dijo él, como si
videara por primera vez el plato, y depositándolo en la mesa-. Todavía no estoy muy práctico -explicó- en las tareas domésticas. Mi mujer lo hacía todo, y así yo podía dedicarme a escribir.
– ¿Su mujer, señor? -pregunté-. ¿Acaso lo abandonó? -Realmente deseaba tener noticias de la mujer, pues la recordaba muy bien.
– Sí, me abandonó -dijo el
veco, con
golosa más fuerte y amarga-. Sí, murió. Fue violada y golpeada brutalmente. La impresión fue terrible para ella. Ocurrió en esta misma casa -continuó, y le temblaban las
rucas, que sostenían la bayeta-, en ese cuarto, al Iado. He tenido que endurecerme para continuar viviendo aquí, pero ella hubiese deseado que yo siguiese en el sitio donde todavía perdura su fragante recuerdo. Sí sí sí. Pobre muchachita. -Pude
videar claramente, hermanos míos, lo que había ocurrido aquella
naito lejana, y al
videarme en esa escena, sentí náuseas de nuevo, y la
golová empezó a dolerme. El
veco videó que pasaba algo, porque el
litso se me quedó sin el crobo rojo rojo, muy pálido, y él podía
videármelo bien.- Ahora, vete a la cama -me dijo bondadosamente-. Tengo lista la habitación de los huéspedes. Pobre pobre muchacho, seguramente ha sido terrible. Una víctima de los tiempos modernos, lo mismo que ella. Pobre pobre pobre muchacha.
5
Hermanos, dormí toda la noche realmente
joroschó, sin ninguna clase de sueños, y la mañana amaneció clara y fría, y sentí el agradable
vono del desayuno que estaba friéndose allá abajo. Me llevó cierto tiempo saber dónde estaba, como ocurre siempre, pero pronto recordé, y entonces me sentí caliente y protegido. Pero mientras estaba tendido en la cama, esperando que me llamaran a desayunar, pensé que tenía que conocer el nombre de este
veco bondadoso, protector y casi maternal, así que caminé por el cuarto con las
nogas desnudas buscando
La naranja mecánica, que seguramente tenía escrito el
imya del
veco, ya que él era el autor. En mi dormitorio no había más que una cama, una silla y una lámpara, de modo que caminé hasta una puerta que daba al dormitorio del
veco, y allí vi a la mujer en la pared, una
bolche foto ampliada, de modo que me sentí un
malenco enfermo recordando. Pero también había dos o tres estantes de libros, y tal como lo había pensado, encontré un ejemplar de
La naranja mecánica, y en el lomo del libro, como en la columna vertebral, estaba el
imya del autor: F. Alexander. Gran
Bogo, pensé, es otro Alex. Recorrí las hojas del libro, de pie, en piyama y con las
nogas desnudas, pero no sentía nada de frío pues la casita estaba tibia. Yo no podía entender de qué trataba el libro. Parecía escrito en un estilo muy
besuño, de Ah Ah y Oh Oh y toda esa
cala, pero lo que se sacaba en limpio era que ahora estaban convirtiendo en máquinas a todos los
liudos, y que en realidad todos -usted y yo y él y bésame los
scharros- tenían que ir creciendo de manera natural, como una fruta. Según parece, F. Alexander pensaba que todos crecemos en lo que él llamaba el árbol del mundo y el jardín del mundo, que el mismo
Bogo o Dios había plantado, y así estábamos allí, porque
Bogo o Dios nos necesitaba para satisfacer el amor ardiente que tenía por nosotros, o alguna
cala por el estilo. No me gustó el
chumchum de todo eso, oh hermanos míos, y me pregunté hasta qué punto estaría
besuño este F. Alexander, quizá porque la mujer había
snufado. Pero en eso me llamó desde abajo con una
golosa de tipo en sus cabales, con mucha alegría y amor y toda esa
cala, y abajo fue Vuestro Humilde Narrador.
– Has dormido mucho -dijo el
veco, mientras sacaba con una cuchara los huevos pasados por agua y retiraba las tostadas oscuras de la tostadora-. Ya son casi las diez. Ya llevo varias horas trabajando.
– ¿Escribiendo otro libro, señor? -pregunté.
– No, no, ahora no se trata de eso -dijo, y nos acomodamos cordiales y
drugos, y se oyó el viejo crac crac crac de los huevos y el crac crunch crunch de las tostadas oscuras, y frente a nosotros había
bolches tazas de
chai con mucha leche-. No, estuve telefoneando a varias personas.
– Creí que no tenía teléfono -dije, metiendo la cuchara en el huevo, sin pensar en lo que decía.
– ¿Por qué? -preguntó, como un animal
scorro con una cucharita en la
ruca.- ¿Por qué creíste que no tenía teléfono?
– Nada -repliqué-, por nada, por nada. -Y entonces, hermanos, me pregunté si yo recordaba bien la primera parte de aquella
naito lejana, cuando yo me acerqué con el viejo cuento, pidiendo telefonear al doctor y ella me contestó que no tenían teléfono. El veco me
smotó con mucha atención, pero después fue bueno otra vez y alegre, comiendo cucharadas de huevo. Mientras masticaba munch munch me dijo:
– Sí, he telefoneado a varias personas que se interesarán en tu caso. Comprenderás ya que puedes ser un arma muy poderosa, que impida el retorno de este gobierno malvado en la próxima elección. Ya sabes que el gobierno está muy orgulloso hablando de cómo ha resuelto el problema de la delincuencia en los últimos meses. -El
veco me miró otra vez con mucha atención por encima del huevo humeante, y de nuevo me pregunté si estaba tratando de
videar el papel que yo había tenido alguna vez en su
chisna. Pero continuó hablándome:- Han incorporado a la policía matones jóvenes. Esas nuevas técnicas de condicionamiento debilitan la voluntad del individuo. -Y hermanos, mientras el
veco me decía todos esos
slovos tan largos, tenía en los
glasos una mirada de loco o
besuño.- Lo mismo ya hicieron en otros países -dijo-. Se empieza de a poco. Antes que sepamos lo que pasa estaremos todos sometidos al aparato totalitario. -Y yo pensaba: «Caramba, caramba, caramba» mientras comía los huevos y mordía crunch crunch las tostadas.
– ¿Y qué tengo que ver con todo eso, señor? -pregunté.
– Tú -replicó, siempre con una mirada
besuña – eres el testigo viviente de estos proyectos diabólicos. La gente, la gente común tiene que enterarse y comprender. -El
veco se levantó de la silla y se puso a recorrer la cocina, de la pila a la alacena, diciendo con voz muy
gronca:- ¿Querrán todos que sus hijos se conviertan en lo que tú eres, pobre víctima? ¿No terminará decidiendo el propio gobierno qué es y qué no es delito, y destruyendo la vida y la voluntad de quien se atreva a desobedecer? -F. Alexander se tranquilizó un poco, pero no regresó al huevo.- Escribí un artículo -dijo- esta mañana, mientras dormías.
Se publicará en un día o dos, con una foto que mostrará la dolorosa expresión de tu rostro. Tienes que firmarlo tú, pobre muchacho, para que se sepa lo que te hicieron.
– ¿Y usted, qué saca de todo esto, señor? -pregunté-. Quiero decir, aparte el
dengo que le darán por el artículo, como usted lo llama. Es decir, ¿por qué se opone tanto a este gobierno, si puedo tener el atrevimiento de preguntárselo?
F. Alexander se aferró al borde de la mesa y dijo, apretando los
subos,
calosos y todos manchados con el humo de los
cancrillos: -Alguien tiene que luchar. Hay que defender las grandes tradiciones libertarias. No soy hombre de partido, pero si veo la infamia procuro destruirla. Los partidos nada significan. La tradición de libertad es lo más importante. La gente común está dispuesta a tolerarlo todo, sí. Es capaz de vender la libertad por un poco de tranquilidad. Por eso debemos aguijonearla,
pincharla… -Y aquí, hermanos, el
veco aferró un tenedor y descargó dos o tres
tolchocos sobre la pared, de modo que el tenedor se dobló todo. Después, lo arrojó al suelo. Con voz bondadosa dijo:- Come bien, pobre muchacho, pobre víctima del mundo moderno -y pude
videar bastante claro que la
golová no le funcionaba muy bien-. Come, come. Puedes comerte también mi huevo. -Pero yo dije:
– Y yo, ¿qué saco de todo esto? ¿Me curarán lo que me hicieron? ¿Podré volver a
slusar la vieja sinfonía
Coral sin sentir náuseas? ¿Podré vivir otra vez una
chisna normal? ¿Qué me pasará, señor?
El
veco me miró, hermanos, como si no hubiera pensado en eso, y de todos modos no tenía mucha importancia comparado con la Libertad y toda esa
cala, y me miró sorprendido porque había dicho lo que dije, como si pensara que yo era egoísta porque quería algo para mí. Luego contestó: -Oh, como ya te dije, eres una prueba viviente, pobre muchacho. Termina el desayuno y ven a ver lo que escribí, porque aparecerá en
La Trompeta Semanal con tu propio nombre, infortunada víctima.
Bueno, hermanos, lo que él había escrito era una cosa muy larga y dolorida, y mientras la leía yo lo sentía mucho por el pobre
málchico que
goboraba de sus sufrimientos y de cómo el gobierno le había carcomido la voluntad, y de que todos los
liudos no debían permitir que un gobierno tan podrido y perverso gobernase de nuevo, y entonces, claro, comprendí que ese pobre y doliente
málchico era nada menos que Vuestro Humilde Narrador. -Muy bueno -dije-. De veras
joroschó. Bien escrito, oh señor. -Y entonces el
veco volvió a mirarme con mucho cuidado y dijo:
– ¿Qué? -Era como si nunca me hubiese
slusado antes.
– Oh -dije-, es lo que llamamos el habla
nadsat. Todos los adolescentes lo usan, señor. -Así que este
veco se fue a la cocina a lavar los platos, y yo me quedé con los
platis de dormir y los
tuflos prestados, esperando que me hicieran lo que tenían que hacerme, porque personalmente no se me ocurría nada, oh hermanos.
Mientras el gran F. Alexander estaba en la cocina, se oyó dingalingaling en la puerta. -Ah -
crichó él, y apareció secándose las
rucas-, ha de ser esa gente. Iré a atender. -Así, que abrió y los dejó pasar, y se oyó un confuso jajaja de charla y hola y qué malo está el tiempo y cómo andan las cosas, y entonces se metieron en el cuarto donde estaba el fuego encendido, y el libro y el artículo sobre lo mucho que había sufrido yo, y me
videaron y dijeron Aaaaaah. Eran tres
liudos, y F. Alex me dijo los
imyas. Z. Dolin era un
veco que jadeaba y resoplaba, y tosía cashl cashl cashl con un pedazo de
cancrillo en la
rota, derramándose ceniza sobre los
platis y después se la limpiaba con
rucas muy impacientes. Era un veco redondo y
malenco, de grandes
ochicos de marco grueso. Después estaba qué sé yo cuántos Rubinstein, un
cheloveco muy alto y cortés, con
golosa de verdadero caballero, muy
starrio y con una barba en punta. Y finalmente D. E. da Silva, un tipo con movimientos muy
scorros y fuerte
vono a perfume. Todos me miraron de veras
joroschó y parecieron muy contentos con lo que veían. Z. Dolin dijo:
– Perfecto, perfecto, ¿eh? Este muchacho puede ser un instrumento perfecto, ¿eh? Hasta convendría que pareciera todavía más enfermo y estúpido que ahora. Cualquier cosa por la causa. Seguramente se nos ocurrirá algo.
No me gustó lo de estúpido, hermanos, y dije: -¿Qué pasa,
bratitos ? ¿Qué le están preparando a este
druguito? -Y entonces F. Alexander murmuró:
– Es extraño, ese tono de voz me da escalofríos. Quizá nos hemos conocido antes. -Y frunció el ceño, tratando de recordar. Yo tendría que andar con cuidado, oh hermanos míos. D. E. da Silva dijo:
– Sobre todo asambleas públicas. Será tremendamente útil exhibirlo en reuniones públicas. Por supuesto, hay que considerar la presentación en los diarios. Tocaremos el tema de la vida arruinada. Tenemos que inflamar los sentimientos. -Mostró los
subos desparejos, muy blancos contra el
litso de piel oscura, y me pareció que debía ser medio extranjero. Yo le dije:
– Nadie me quiere aclarar lo que sacaré de todo esto. Torturado en la cárcel, echado de mi casa por mis propios padres y ese inquilino roñoso y prepotente, golpeado por los viejos y casi muerto por los
militsos… ¿qué será de mí?
El veco Rubinstein me respondió:
– Muchacho, ya verás que el Partido no olvida. Oh, no. Al final descubrirás una pequeña sorpresa muy aceptable. Espera y verás.
– Sólo reclamo una
vesche -
criché- y es estar normal y sano como en los tiempos
starrios, tener mi
malenca diversión con
verdaderos drugos, y no los que se llaman así y en realidad no son más que traidores. ¿Pueden darme eso, eh? ¿Hay un
veco que pueda hacerme como era antes? Eso quiero, y eso necesito saber.
Cashl cashl cashl tosió este Z. Dolin. -Un mártir de la causa de la Libertad -dijo-. Tienes que hacer tu parte, y no olvidarlo. Entretanto, te cuidaremos. -Y comenzó a palmearme la
ruca izquierda como si yo fuese un idiota, sonriéndome como
besuño. Yo
criché:
– Dejen de tratarme como si quisieran aprovecharse de mí y nada más. No soy un idiota ni haré lo que ustedes me manden, estúpidos
brachnos. Los
prestúpnicos comunes son estúpidos, pero no soy común ni lerdo de entendederas, ¿me
slusan?
– Lerdo -dijo F. Alexander, casi musitando-. Lerdo. Yo he oído ese nombre. Lerdo.
– ¿Eh? -dije-. ¿Qué tiene que ver el Lerdo con todo esto? ¿Qué sabe usted del Lerdo? -y luego exclamé:- Oh, que Bogo nos ayude. -No me gustaba la expresión de los
glasos de F. Alexander. Me acerqué a la puerta, porque quería subir, ponerme los
platis y dejar la casa.
– Casi podría creerlo -dijo F. Alexander, mostrando los
subos manchados, y una expresión enloquecida en los
glasos-. Pero cosas así son imposibles. Cristo, si así fuera lo mataría, lo aplastaría, por Dios que sí.
– Vamos -dijo D. B. da Silva, calmándolo, golpeándole el pecho como si fuese un perrito-. Eso es historia antigua. Fue otra gente. Ahora hemos de auxiliar a esta pobre víctima. Es necesario, en beneficio del futuro y la Causa.
– Voy a buscar mis
platis -dije al pie de la escalera-, quiero decir la ropa, y luego me marcho
odinoco. Quiero decir que estoy agradecido a todos, pero tengo que vivir mi propia
chisna. -La verdad, hermanos, quería salir de ahí de veras
scorro. Pero Z. Dolin dijo:
– Ah, no. Te tenemos, amigo, y no pensamos dejarte. Ven con nosotros, ya verás que todo se arregla. -Y se acercó para aferrarme otra vez el brazo. Hermanos, pensé luchar, pero la idea de pelear provocó el malestar y en seguida la náusea, de modo que me quedé quieto. y entonces vi otra vez los
glasos como enloquecidos de F. Alexander, y dije:
– Lo que ustedes digan, porque me tienen en sus
rucas. Pero empecemos y terminemos de una vez, hermanos. -La verdad, ahora quería salir de ese
mesto llamado HOGAR. Estaba empezando a no gustarme ni un
malenquito la mirada de los
glasos de F. Alexander.
– Bien -dijo este Rubinstein-. Vístete y salgamos. -Lerdo lerdo lerdo -murmuraba F. Alexander-.
¿Qué o quién era este Lerdo? -Subí de veras
scorro y me vestí en dos segundos justos. Luego salí con estos tres y me metí en un auto. Rubinstein a un lado y Z. Dolin haciendo cashl cashl cashl al otro, y D. B. da Silva manejando, y fuimos a la ciudad y a un edificio que en realidad no estaba muy lejos del bloque donde yo había vivido.- Vamos, muchacho, baja -dijo Z. Dolin, tosiendo de modo que el
cancrillo que tenía en la
rota le brilló como un horno
malenco-. Aquí te instalarás. -Entramos, y en la pared del vestíbulo había otra de esas
vesches de la Dignidad del Trabajo, y subimos en el ascensor, y nos metimos en una casa que era como todas las casas de todos los bloques de la ciudad. Muy muy
malenca, con dos dormitorios y un cuarto para vivir-comer-trabajar, pero aquí la mesa estaba cubierta de libros y papeles y tinta y botellas y toda esa
cala.- Éste es tu nuevo hogar -dijo D. B. da Silva-. Instálate, muchacho. Comida encontrarás en la alacena. Hay piyamas en un cajón. Descansa, descansa, espíritu perturbado.
– ¿Eh? -pregunté, porque no
ponimaba muy bien lo que me decía.
– Perfectamente -dijo Rubinstein, con
golosa starria-. Ahora te dejamos. Tenemos que hacer. Después vendremos a verte. Pasa el tiempo la mejor posible.
– Una cosa -tosió Z. Dolin cashl cashl cashl-. Habrás observado lo que se movió en la torturada memoria de nuestro amigo. F. Alexander. ¿Tal vez, por casualidad…? Quiero decir, ¿tú…? En fin, ya sabes lo que quiero decir. No ahondaremos el asunto.
– Ya he pagado -repliqué-.
Bogo sabe bien que pagué por todo. Pagué no sólo por mí sino por esos
brachnos que se decían mis
drugos. -Me sentía irritado, y empecé a tener náuseas.- Me recostaré un poco -dije-. Pasé cosas terribles, de veras.
– Así es -dijo D. B. da Silva, exhibiendo los treinta
subos-. Descansa.
Y se marcharon, hermanos. Fueron a ocuparse de sus asuntos, que según me pareció eran la política y toda esa
cala, y yo me recosté, completamente
odinoco y muy tranquilo. Ahí estaba acostado, con la corbata suelta. También me había descalzado los
sabogos , y me sentía muy aturdido y sin saber qué clase de
chisna me esperaba. Y toda clase de cosas me pasaban por la
golová, cosas de los diferentes
chelovecos que había conocido en la escuela y en la
staja, y de las diferentes
vesches que me habían ocurrido, y de que en todo el
bolche mundo no había un solo
veco en quien uno pudiese confiar. Y entonces medio me dormí, hermanos.
Cuando me desperté pude
slusar música que atravesaba la pared, de veras
gronca , y eso fue lo que terminó de despertarme. Era una sinfonía que conocía realmente
joroschó pero no había
slusado durante muchos años, la Tercera Sinfonía del
veco danés Otto Skadelig, una pieza muy
gronca y violenta, sobre todo el primer movimiento, justo lo que estaban tocando ahora.
Slusé unos dos segundos, interesado y gustoso, y de pronto todo se me vino encima, empezó el dolor y la náusea, y el gemido me salía de lo más profundo de las
quischcas. Y ahí estaba yo, que tanto había querido la música, arrastrándome fuera de la cama y gimiendo oh oh oh, y después bang bang bang en la pared, mientras
crichaba: -¡Basta, basta, paren eso! -Pero siguió, y parecía que más fuerte. Y yo seguí golpeando la pared hasta que me quedaron los nudillos todos pelados y manchados de
crobo rojo rojo, y
crichaba y
crichaba, pero la música no paraba nunca. Entonces pensé que tenía que escapar, así que salí del
malenco dormitorio y fui
scorro a la puerta de entrada, pero la habían cerrado con llave por fuera y no conseguí salir. Y mientras tanto la música se hacía cada vez más
gronca, como si tuvieran la intención de torturarme, oh hermanos míos. De modo que me metí los dedos en los
ucos, hasta el fondo, pero los trombones y los timbales resonaban bastante
groncos. Así que les
criché otra vez que parasen y otra vez golpes y golpes y golpes en la pared, pero no conseguí nada.- Oh, ¿qué puedo hacer? -jujujué para mí mismo-. Oh,
Bogo del Cielo, Señor, ayúdame. -Recorría todas las habitaciones, queriendo escapar del dolor y las náuseas, tratando de no oír la música y sintiendo el gemido que me venía de las tripas, y entonces, arriba de la pila de libros y papeles y de toda esa
cala que estaba sobre la mesa, vi lo que tenía que hacer y lo que yo había querido hacer hasta que me lo impidieron los
vecos de la
biblio pública y después el Lerdo y Billyboy disfrazados de
militsos, y lo que yo había querido hacer era eliminarme,
snufar, desaparecer para siempre de este mundo perverso y cruel. Lo que vi fue el
slovo MUERTE en la tapa de un folleto, aunque sólo se trataba de las palabras MUERTE AL GOBIERNO. Y como si hubiera sido el Destino había otro folleto
malenco que mostraba una ventana abierta en la tapa, y decía: «Abra la ventana al aire fresco, a las nuevas ideas, a un nuevo modo de vivir». Y entonces comprendí que era como decirme que acabase todo saltando. Tal vez un momento de dolor, y después el sueño para siempre siempre siempre.
La música seguía brotando de todos los bronces y tambores y violines, a kilómetros de distancia, a través de la pared. La ventana del dormitorio estaba abierta. Me acerqué, y vi que había bastante altura hasta los autos y los ómnibus y los
chelovecos que caminaban abajo.
Criché al mundo: -Adiós, adiós, que
Bogo los perdone por haber arruinado una vida. -Me subí al reborde, y la música seguía sonando a mi izquierda, y cerré los
glasos y sentí el viento frío en el
litso, y salté.
6
Salté, oh hermanos míos, y pegué fuerte en la vereda, pero no
snufé, oh no. Si hubiese
snufado no estaría aquí para escribir lo que escribí. Parece que no salté desde una altura suficiente para matarme. Pero me rompí la espalda y las muñecas y las
nogas y sentí un dolor muy
bolche antes de desmayarme, hermanos, y vi los
litsos sorprendidos y desconcertados de los
chelovecos de la calle que me miraban desde arriba. Y justo antes de desmayarme
videé muy claro que en todo el horrible mundo no había un solo
cheloveco que me apoyase, y que la música a través de la pared había sido preparada por los que se suponía eran mis nuevos
drugos, y que querían una
vesche así para imponer la política que a ellos les interesaba, horrible y vanidosa. Todo eso se me pasó por la
golová en un millonésimo de
minuta antes que desaparecieran el mundo y el cielo y los
litsos de los
chelovecos que me miraban desde arriba.
Cuando volví a la
chisna, después de un hueco negro negro que a lo mejor duró un millón de años, yo estaba en un hospital, todo blanco y con ese
vono de los hospitales, todo ácido y pulido y limpio. Esas
vesches antisépticas que usan en los hospitales tendrían que tener un
vono de veras
joroschó a cebollas fritas o a flores. Muy despacio empecé a entender quién era yo, y me tenían todo envuelto en cosas blancas, y no podía sentir nada en el
ploto, ni dolor ni sensación ni otras
vesches. Me habían vendado la
golová, y tenía como unos pedazos de tela pegados al
litso, y las
rucas también todas vendadas, y pedacitos de madera atados a los dedos, algo así como si fueran flores que hay que tener derechas, y mis pobres y viejas
nogas también estaban estiradas, y por todos lados vendas y jaulas de alambre, y en la
ruca derecha, cerca del
plecho, el
crobo rojo rojo goteaba de un frasco boca abajo. Pero yo no sentía nada, oh hermanos míos. Había una enfermera sentada al lado de mi cama, y leía un libro impreso con letras muy oscuras, y se podía
videar que era un cuento porque había un montón de comas invertidas, y mientras leía respiraba fuerte uh uh uh por la emoción, así que seguramente era un cuento acerca del viejo unodós unodós. Esta enfermera era una
débochca de veras
joroschó, con una
rota muy roja y largas pestañas en los
glasos, y debajo del uniforme muy almidonado se podía
videar que tenía unos
grudos realmente
joroschó. Así que le dije: -¿Qué tal, hermanita? Ven y acuéstate un ratito con tu
malenco drugo en esta cama. -Pero los
slovos no me salieron nada
joroschó, era como si yo tuviera la
rota toda rígida, y sentí con la
yasicca que algunos de mis
subos ya no estaban. Pero la enfermera pegó un salto y el libro cayó al suelo, y ella dijo:
– Oh, recuperó el sentido.
Era mucho hablar para una
malenca ptitsa como ella, y quise decírselo, pero los
slovos no se formaron, y sólo salió algo como er er er. La enfermera se marchó y me dejó
odinoco, y entonces pude
videar que estaba en un
malenco cuarto para mí solo, y no en una de esas salas largas como la que conocí cuando era
málchico muy pequeño, llena de
vecos starrios moribundos que tosían, de modo que uno deseaba sanarse pronto. Difteria era lo que yo tenía entonces, oh hermanos míos.
Según parece ahora no podía mantenerme consciente mucho tiempo, pues volví a dormirme casi en seguida, muy
scorro, pero dos minutos más tarde tuve la seguridad de que esta
ptitsa enfermera había vuelto con varios
chelovecos de chaquetas blancas, y que me
videaban con el ceño muy fruncido, haciendo hum hum hum frente a Vuestro Humilde Narrador. Y estoy seguro que con ellos estaba el viejo
chaplino de la
staja goborando: -Oh, hijo mío, hijo mío -y despidiendo un
vono muy rancio de whisky y diciendo luego:- Pero no quise quedarme allí, oh no. De ningún modo podía aceptar lo que estos
brachnos les están haciendo a los pobres
prestúpnicos. Así que me fui y ahora predico sermones denunciando todo, mi pequeño y bienamado hijo en J. C.
Más tarde desperté de nuevo, y alrededor de la cama estaban los tres, los
vecos de la casa de donde yo había saltado, es decir D. E. da Silva, qué sé yo cuántos Rubinstein y Z. Dolin. -Amigo -estaba diciendo uno de esos
vecos, pero no pude
videar o
slusar joroschó quién era-, amiguito -seguía diciendo la
golosa-, la gente arde de indignación. Has destruido las posibilidades de reelección de esos horribles e infatuados villanos. Has prestado un buen servicio a la Libertad. -Traté de decir:
– Si hubiese muerto habría sido todavía mejor para ustedes,
brachnos políticos, ¿verdad,
drugos falsos y traidores? -Pero lo único que me salió fue er er er. Entonces me pareció que uno de los tres desplegaba un montón de recortes de
gasettas, y pude
videarme en una horrible fotografía, todo cubierto de
crobo y tendido en una camilla que llevaban dos
vecos, y me pareció recordar algo así como fogonazos que seguramente eran de los
vecos fotógrafos. Con un
glaso pude leer los titulares de los recortes, que temblaban en la
ruca del
cheloveco, cosas como NIÑO VÍCTIMA DEL CRIMINAL PLAN DE REFORMA y GOBIERNO ASESINO, y aparecía la foto de un
veco que me pareció conocido, y decía QUE LO ECHEN, y seguro que era el ministro del Inferior o Interior. En eso la
ptitsa enfermera dijo:
– No tienen que excitarlo tanto. No hagan nada que lo ponga nervioso. Ahora, vamos, salgan de aquí. -Intenté hablar:
– Que los echen -pero otra vez salió er er er. En fin, los tres
vecos políticos se marcharon. Y yo también me fui, pero de regreso a mi mundo, a la oscuridad total que se interrumpía únicamente con sueños raros que yo no sabía si eran sueños o no, oh hermanos míos. Por ejemplo, se me ocurrió que todo mi cuerpo o
ploto se vaciaba de algo que era como agua sucia, y que después lo llenaban con agua limpia. Y después tenía sueños realmente hermosos y
joroschós, y estaba en el auto de un
veco que yo había
crastado, y recorría el mundo
odinoco, atropellando
liudos y oyéndolos
crichar que se morían, y yo no sentía náuseas ni dolor. Y también otros sueños en que les hacía el viejo unodós a las
débochcas, obligándolas a tirarse en el suelo y que me la aguantaran bien, y todos alrededor mirando, golpeando las
rucas y vivando como
besuños. Y ahí me desperté otra vez y eran mi pe y mi eme que venían a
videar al hijo enfermo, y mi eme hacía bujú realmente
joroschó. Yo ya podía
goborar mucho mejor, y les dije:
– Bueno bueno bueno bueno bueno, ¿qué pasa? ¿Qué les hace pensar que son bienvenidos? -Mi papá dijo con un aire medio avergonzado:
– Saliste en los diarios, hijo. Dicen que te hicieron mucho daño. Explican que el gobierno te obligó a que trataras de matarte. Y en cierto modo también fue culpa nuestra, hijo. En fin, tu casa es tu casa, hijo. -Y mi ma seguía haciendo bujuju, y fea como bésame los
scharros . De modo que les dije:
– ¿Y cómo está el nuevo hijo, Joe? Bien, sanito y próspero, espero y deseo. -Mi ma dijo:
– Oh, Alex, Alex. Ouuuuuu. -Y mi papapa continuó:
– Una cosa muy triste, hijo. Tuvo problemas con la policía y lo golpearon.
– ¿De veras? -dije-. ¿De veras? Un
cheloveco tan bueno y tan virtuoso… Sinceramente, estoy sorprendido.
– No se metía con nadie -dijo mi pe-, y la policía le dijo que no se quedara allí. Estaba en una esquina, hijo, esperando a una chica. Y le dijeron que se moviera, y él dijo que tenía derecho a estar allí, y entonces se le fueron encima y lo golpearon mucho.
– Terrible -dije-. De veras terrible. ¿y dónde está ahora el pobre chico?
– Ouuuuu -sollozó mi ma-. Volvió a su caaaaasa. -Sí -dijo papá-. Volvió a su pueblo para curarse.
Aquí tuvieron que darle el empleo a otro.
– Así que ahora -dije- ustedes quieren que yo vuelva a casa, y que todo quede como antes.
– Sí, hijo -contestó mi papapa-. Por favor, hijo. -Lo pensaré -dije-. Lo pensaré con mucho cuidado.
– Ouuuuu -seguía mi ma.
– Oh, basta -dije-, o te daré algo apropiado para chillar y
crichar. Un buen puntapié en los
subos, eso es lo que necesitas. -Y cuando se lo dije, hermanos míos, me sentí de veras un
malenco mejor, como si el
crobo rojo rojo y nuevo me estuviese subiendo y bajando por todo el
ploto. Realmente, tenía que pensarlo. Era como si para sentirme mejor tuviese que sentirme peor.
– No le hables así a tu madre, hijo -dijo mi papapa-. Después de todo, ella te trajo al mundo.
– Sí -contesté-, y qué
grasño mundo
vonoso. -Cerré fuerte los
glasos, como si me dolieran, y dije:- Ahora váyanse. Pensaré en eso de volver. Pero las cosas tendrán que ser muy distintas.
– Sí, hijo -contestó mi pe-. Lo que tú digas.
– Tendrán que entender de una vez -continué- quién es el amo.
– Ouuuuu -seguía mi ma.
– Muy bien, hijo -dijo mi papapa-. Las cosas se harán como tú digas. Pero ahora cúrate.
Cuando se marcharon me quedé tendido y pensé un poco en diferentes
vesches, como diferentes visiones que me pasaban por la
golová, y cuando volvió la
ptitsa enfermera y me arregló las sábanas de la cama, le dije:
– ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
– Cerca de una semana -dijo ella.
– ¿Y qué me hicieron?
– Bueno -explicó ella-, tenía muchas fracturas y golpes, conmoción grave, y había perdido mucha sangre. Tuvieron que arreglarle todo eso, ¿no es así?
– Pero -dije- ¿me hicieron algo en la
golová? Quiero decir, ¿estuvieron toqueteándome adentro en el cerebro?
– Lo que hayan hecho -dijo la
ptitsa- es para bien suyo.
Pero un par de días después vinieron dos vecos doctores, jovencitos y con sonrisas muy
sladquinas , y traían un libro de imágenes. Uno de ellos dijo: -Queremos que mire estas cosas y nos cuente lo que piensa. ¿De acuerdo?
– ¿Qué pasa,
druguitos? -pregunté-. ¿Qué nueva idea
besuña se traen ahora? -Los dos se miraron con una sonrisa avergonzada y se sentaron a cada lado de la cama y abrieron el libro. En la primera página se
videaba la fotografía de un nido con huevos.
– ¿Qué le parece? -preguntó uno de los
vecos doctores.
– Un nido de pájaros -contesté-, lleno de huevos. Muy muy lindos.
– ¿Y qué le gustaría hacer con esos huevos? -preguntó el otro.
– Oh -dije-, romperlos. Juntarlos todos y tirarlos contra una pared o una piedra, y
videar cómo se rompen realmente
joroschó.
– Bien, bien -dijeron los dos, y volvieron la página. Era como el retrato de una de esas aves grandes y
bolches llamadas pavos reales, con todas las plumas desplegadas, mostrando vanidosa todos los colorines-. ¿Sí? -dijo uno de estos
vecos.
– Me gustaría -dije- arrancarle todas las plumas de la cola y
slusar cómo
cricha desesperado. Por ser tan vanidoso.
– Bien -dijeron los dos- bien bien bien. -Y siguieron volviendo las páginas. Eran como imágenes de
débochcas de veras
joroschó, y contesté que me gustaría aplicarles el viejo unodós unodós con mucha ultraviolencia. Había otras imágenes de
chelovecos a quien les daban con la bota justo en el
litso y el
crobo rojo rojo por todas partes, y dije que me gustaría estar también en eso. Y había una imagen del viejo
nago que era
drugo del
chaplino de la prisión, y se lo veía cargando la cruz y subiendo la colina, y yo expliqué que me gustaría manejar el viejo martillo y los clavos. Muy bien. Pregunté:
– ¿Qué significa todo esto?
– Hipnopedia profunda -o algún otro
slovo por el estilo, dijo uno de los dos
vecos-. Parece que está curado.
– ¿Curado? -pregunté-. ¿Atado así a esta cama y dicen que estoy curado? Bésenme los
scharros, es lo que yo digo.
– Paciencia -aclaró el otro-. Ya no le falta tanto. Así que tuve paciencia y, oh hermanos míos, mejoré mucho, masticando huevos y
lonticos de tostada y
piteando tazones
bolches de
chai con leche, hasta que un día me dijeron que vendría a verme una visita muy muy muy especial.
– ¿Quién? -pregunté mientras me arreglaban la cama y me peinaban la lujosa
gloria, pues ya me habían quitado la venda de la
golová y el pelo había vuelto a crecer.
– Ya verá, ya verá -contestaron. Y por cierto que vi. A las dos y media de la tarde estaban allí todos los fotógrafos y los hombres de las
gasettas con libretas y lápices y toda esa
cala. La verdad, hermanos, casi tocaron trompetas y una fanfarria
bolche por este
veco grande e importante que venía a
videar a Vuestro Humilde Narrador. Y claro que vino, y por supuesto no era otro que el ministro del Interior o el Inferior, vestido a la última moda y con la
golosa ja ja ja muy de clase alta. Las cámaras hicieron flash flash cuando extendió la
ruca para estrechar la mía. Le dije:
– Bueno bueno bueno bueno bueno. ¿Qué pasa, viejo
druguito? -Parece que nadie
ponimó eso, pero alguien me dijo con
golosa áspera:
– Muchacho, demuestre más respeto al hablar con el ministro.
–
Yarblocos -respondí, gruñendo como un perrito-.
Bolches y grandes
yarblocos para ti.
– Está bien, está bien -dijo muy
scorro el del Inferior Interior-. Me habla como a un amigo, ¿no es así, hijo?
– Yo soy el amigo de todos -dije-. Excepto de mis enemigos.
– ¿Y quiénes son tus enemigos? -preguntó el ministro, mientras todos los
vecos de las
gasettas dale que dale que dale al lápiz-. Cuéntanos, hijo mío.
– Todos los que me hacen daño -dije- son mis enemigos.
– Bien -dijo el Min del Int Inf, sentándose al Iado de mi cama-. Yo y el gobierno queremos que nos consideres amigos. Sí, amigos. Te hemos curado, ¿no es así? Te dimos el mejor tratamiento. Nosotros nunca quisimos que sufrieras, pero algunos sí lo quisieron, y todavía lo quieren. Y creo que sabes de quiénes hablo.
»Sí sí sí -dijo-. Hay ciertos hombres que quisieron utilizarte, sí, utilizarte con fines políticos. Les hubiera alegrado, sí, alegrado que murieses, y le habrían echado la culpa de todo al gobierno. Creo que sabes quiénes son esos hombres.
»Hay un hombre -continuó el Minitinf- llamado F. Alexander, un escritor de literatura subversiva que ha estado reclamando tu cabeza. Estaba como loco por atravesarte de una cuchillada. Pero ya no corres peligro. Lo hemos encerrado.
– Se suponía que era un
drugo -dije-. Como una madre para mí fue lo que él fue.
– Descubrió que le habías hecho daño. Por lo menos -dijo el min muy
scorro- creyó que le habías hecho daño. Te culpaba de la muerte de alguien a quien había querido mucho.
– O sea -dije- que alguien se lo explicó.
– Tenía esa idea -continuó el min-. Era una amenaza. Lo encerramos para su propia protección. Y también -dijo- para la tuya.
– Muy amable -dije-. Amabilísimo.
– Cuando salgas de aquí -dijo el min- no tendrás problemas. Nos ocuparemos de todo. Un buen empleo y un buen sueldo. Porque estás ayudándonos.
– ¿De veras?
– Siempre ayudamos a nuestros amigos, ¿no es así? -Y entonces me estrechó la mano y un
veco crichó:- i Sonría! -y yo sonreí como
besuño sin pensarlo, y entonces flash flash flash crac flash bang se tomaron fotos de mí y el Minintinf muy juntos y
drugos-. Buen chico -dijo este gran
cheloveco-. Buen chico. Y ahora, te haremos un regalo.
Hermanos, lo que trajeron entonces fue una gran caja brillante, y vi en seguida qué clase de
vesche era. Era un estéreo. Lo pusieron al Iado de la cama y lo abrieron, y un
veco lo enchufó en la pared. -¿Qué quiere oír? -preguntó un
veco con
ochicos en la nariz, y tenía en las
rucas unos álbumes de música, hermosos y brillantes. ¿Mozart? ¿Beethoven? ¿Schoenberg? ¿Carl Orff?
– La Novena -dije-. La gloriosa Novena.
Y fue la Novena, oh hermanos míos. Todos empezaron a salir despacio y en silencio mientras yo descansaba, con los
glasos cerrados,
slusando la hermosa música. El min dijo: -Buen buen chico -palmeándome el
plecho, y luego se fue. Sólo quedó un
veco que dijo-: Firme aquí, por favor. -Abrí los
glasos para firmar, sin saber qué firmaba, y sin que me importase tampoco, oh hermanos míos. Y así me quedé solo con la gloriosa Novena de Ludwig van.
Oh, qué suntuosidad, qué yumyumyum. Cuando llegó el scherzo pude
videarme clarito corriendo y corriendo sobre
nogas muy livianas y misteriosas, tajeándole todo el
litso al mundo
crichante con mi filosa
britba. Y todavía faltaban el movimiento lento y el canto hermoso del último movimiento. Sí, yo ya estaba curado.
7
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Vuestro Humilde Narrador, y mis tres
drugos, es decir Len, Rick y Toro, llamado Toro porque tenía un cuello
bolche y una
golosa realmente
gronca que eran como las de un toro
bolche bramando auuuuuuh. Estábamos sentados en el bar lácteo
Korova, exprimiéndonos los
rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer en esa bastarda noche de invierno, oscura, helada, aunque seca. Había muchos
chelovecos puestos en órbita con leche y
velocet ,
synthemesco y
drencrom , y otras
vesches que te llevaban lejos, muy lejos de este infame mundo real a la tierra donde videabas a
Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en tu
sabogo izquierdo, mientras chorros de luces te estallaban en el
mosco. Estábamos
piteando la vieja leche con cuchillos, como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, pero ya os he contado todo esto.
Íbamos vestidos a la última moda, que en esos tiempos era un par de pantalones muy anchos y un holgado y reluciente chaleco negro de piel sobre una camisa con el cuello desabrochado y una especie de pañuelo metido dentro. En esos tiempos también estaba de moda pasarse la
britba por la
golová y rasurar la mayor parte, dejando pelo sólo a los lados. Pero siempre era lo mismo para nuestras viejas
nogas, unas grandes botas
bolches, realmente espantosas, para patear
litsos.
– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Yo era el mayor de los cuatro y todos me consideraban el líder del grupo, pero a veces se me ocurría que a Toro le rondaba por la
golová la idea de tomar el mando, y esto sólo porque era enorme y por la
gronca golosa que le salía cuando estaba en pie de guerra. Pero todas las ideas venían de Vuestro Humilde, oh hermanos míos, y además estaba la
vesche de que yo había sido famoso y habían publicado mi foto y artículos sobre mí y toda esa
cala en las
gasettas. Además yo tenía el mejor trabajo de los cuatro, en los Archivos Nacionales de Gramodiscos en el lado de la música, y cada fin de semana tenía los
carmanos repletos de preciosos
gollis , además de un montón de buenos discos gratis para el
malenco estante de mi lado.
Esa noche en el
Korova había un buen número de
vecos y
ptitsas y
débochcas y
málchicos que
smecaban y
piteaban y que interrumpían las
goboraciones y la cháchara de los en-órbita barbotando cosas como «Gargariza los falatucos y el gusano se disemina en pequeñas bolas masacradas» y toda esa
cala, uno podía
slusar una canción pop en el estéreo, Ned Achimota cantando
Ese día, sí, ese día. En la barra había tres
débochcas vestidas a la última moda
nadsat, esto es, pelo largo despeinado teñido de blanco y
grudos postizos que sobresalían lo menos un metro y faldas muy cortas y ajustadas y ropa interior blanca y espumosa, y Toro repetía sin cesar: -Eh, podríamos meternos ahí, tres de nosotros. Al viejo Len no le interesa. Dejemos al viejo Len a solas con su Dios. -Y Len repetía sin cesar:-
Yarboclos yarboclos. ¿Qué ha sido del espíritu del todos para uno y uno para todos, eh, chico? -De pronto me sentí muy muy cansado y al mismo tiempo con una energía hormigueante, y dije:
– Fuera fuera fuera fuera fuera.
– ¿Adónde? -preguntó Rick, que tenía
litso de rana.
– Oh, sólo a
videar que sucede en el gran exterior -dije. Pero por alguna razón, hermanos míos, me sentí enormemente aburrido y algo desesperado, y esos días me había sentido así a menudo. De modo que me volví al
cheloveco sentado junto a mí en el largo asiento de felpa que corría alrededor del
mesto, un
cheloveco somnoliento que barboteaba, y le aticé unos puñetazos en el estómago, ac ac ac, realmente
scorro. Pero él ni los sintió, hermanos, y barbotó: «Carretea la virtud, ¿dónde en el extremo de las colas yacen las palopalomitas?» Así que nos largamos a la gran noche invernal.
Descendimos por el bulevar Marghanita y como no había
militsos patrullando por allí, cuando encontramos a un
starrio veco que venía del quiosco donde acababa de
cuperar la
gasetta le dije a Toro: -Muy bien, Toro, adelante si así lo deseas. -En aquellos tiempos, cada vez con más frecuencia me limitaba a dar las órdenes y
videar cómo las cumplían. Toro se le echó encima y lo
cracó , er er er, y los otros dos lo pisotearon y patearon,
smecando todo el tiempo, y luego dejaron que se arrastrara gimoteando hasta donde vivía.
– ¿Qué me dices de un delicioso vaso de algo que nos saque el frío, eh Alex? -propuso Toro. No estábamos lejos del
Duque de Nueva York. Los otros dos dijeron sí sí sí con la cabeza, pero todos me miraron para
videar si eso estaba bien. Estuve de acuerdo, así que hacia allá
iteamos. Dentro del antro esperaban aquellas
starrias ptitsas o harpías o
bábuchcas que recordaréis del principio y todas empezaron con lo de «Buenas noches, muchachos, Dios os bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros», esperando que nosotros dijéramos: «¿Qué vais a tomar, chicas?» Toro hizo sonar el
colocolo y acudió un camarero frotándose las
rucas en el delantal grasiento. -El dinero sobre la mesa,
drugos -dijo Toro sacando un tintineante montón de
dengo-. Escocés para nosotros y lo mismo para las viejas
bábuchcas, ¿eh?
Y entonces yo dije: -Ah, al demonio. Que se lo paguen ellas. -No sabía por qué, pero en aquellos últimos tiempos me había vuelto algo tacaño. Se me había metido en la
golová el deseo de guardar todos esos preciosos billetes para mí, de atesorarlos por alguna razón.
Toro dijo: -¿Qué pasa,
brato ? ¿Qué le sucede al viejo Alex?
– Ah, al demonio -dije yo-. No lo sé, no lo sé. Ocurre que no me gusta despilfarrar los billetes duramente ganados, eso es todo.
– ¿Ganados? -dijo Rick-. ¿Ganados? No tienen por qué ganarse, como bien sabes, viejo
drugo. Tomarlos, basta con tomarlos. -Y
smecó realmente
gronco y vi que tenía uno o dos
subos menos estropeados.
– Ah -dije-, tengo que pensarlo. -Pero al
videar la expresión de las viejas
bábuchcas , que esperaban ansiosas un poco de alc gratis, encogí los
plechos, saqué el dinero del
carmano de los pantalones, billetes y monedas revueltos, y los dejé caer tintineando sobre la mesa.
– Escocés para todos, ¿verdad? -dijo el camarero, pero por alguna razón dije:
– No, muchacho, para mí será una cerveza pequeña, ¿de acuerdo?
– Esto no me gusta -dijo Len, y empezó a pasarme las
rucas por la
golová, como queriendo decir que yo tenía fiebre, pero le gruñí como un perro y se apartó
scorro-. Está bien, está bien,
drugo -dijo-. Como tú digas.
Pero Toro estaba
smotando con la
rota abierta algo que había salido de mi
carmano junto con el precioso dinero que había dejado en la mesa.
– Bueno bueno bueno -dijo-. Y nosotros sin enterarnos.
– Dame eso -gruñí, y se lo arrebaté
scorro. No me explicaba cómo había llegado allí, hermanos, pero era la fotografía que yo había recortado de una vieja
gasetta, un bebé que gorjeaba gu gu gu mientras le babeaba leche de la
rota y miraba arriba como
smecando el mundo, y estaba todo
nago y la carne toda como pliegues porque era un bebé muy gordo. Hubo un ja ja ja mientras querían arrebatarme el pedazo de papel y tuve que gruñirles de nuevo y agarré la foto y la rompí en pedazos diminutos que dejé caer como nieve. El whisky llegó al fin y las
starrias bábuchcas dijeron: -Salud, muchachos, Dios los bendiga, chicos, no hay mejores muchachos que vosotros- y toda esa
cala. Y una de ellas toda líneas y arrugas, sin un
subo en la vieja
rota hundida, dijo: -No rompas el dinero, hijo. Si tú no lo necesitas, dáselo a otros -lo cual fue muy descarado y audaz. Pero Rick dijo:
– No era dinero, oh
bábuchka. Era la fotografía de un pequeño y tierno bebé.
– Ya me estoy cansando -dije yo-. Sois vosotros los bebés, todos. Mofándose y riéndose y lo único que saben hacer es
smecar y arrear
tolchocos bolches y cobardes a la gente, cuando ellos no pueden devolverlos.
– Bueno -dijo Toro-, siempre te habíamos tenido por el rey en esas cuestiones y además el maestro. No te encuentras bien, eso es lo que te pasa, viejo
drugo.
Videé el turbio vaso de cerveza delante de mí sobre la mesa y sentí como un vómito dentro de mí, así que exclamé -Aaaaah- y arrojé por todo el suelo la
cala espumosa y
vonosa. Una de las
ptitsasstarrias comentó:
– No quiere gastar.
– Mirad,
drugos, escuchad me -dije-. Por alguna razón esta noche no estoy bien de humor. No sé por qué o cómo, pero así es la cosa. Vosotros tres salid por vuestra cuenta esta noche y yo me quedo fuera. Mañana nos encontraremos en el mismo lugar y hora, y espero estar mucho mejor.
– Oh -dijo Toro-, de veras que lo siento. -Pero se le
videaba un brillo en los
glasos, porque esa
naito él podría llevar la batuta. Poder, poder, todos quieren poder.- Podemos posponer para mañana lo que teníamos en mente -dijo Toro-, esa
crastada en las tiendas de la calle Gagarin. Diversión de película y dinero todo junto,
drugo.
– No -dije yo-. No posponéis nada. Adelante como si nada y según vuestro propio estilo. Ahora, yo me
iteo -añadí, y me levanté de la silla.
– ¿Adónde? -preguntó Rick.
– No lo sé -dije-. Necesito estar solo y aclarar unas cosas. -Era evidente que las viejas
bábuchcas estaban realmente confundidas porque me marchara de aquel modo todo taciturno y no como el
malchiquito animado y
smecante que ellas recordaban. Pero dije:- Ah, al demonio, al demonio -y me largué
odinoco a la calle.
Estaba oscuro y se estaba levantando un viento afilado como un
nocho, y muy muy pocos
liudos fuera. Por las calles circulaban coches patrulla cargados de brutales ras ras, y de cuando en cuando podía
videarse en alguna esquina una pareja de
militsos muy jóvenes que pateaban el suelo para defenderse del frío malévolo y exhalaban un aliento de vapor al aire invernal, oh hermanos míos. Supongo que en verdad se estaban acabando los tiempos de la ultraviolencia y el
crastar, pues los ras ras trataban con brutalidad a quienes atrapaban, aunque se había convertido más bien en una especie de guerra entre
nadsats desobedientes y ras ras, que podían ser más
scorros con el
nocho y la
britba y con el bastón e incluso la pistola. Pero lo que me ocurría en aquellos tiempos era que eso no me importaba mucho. Era como si algo suave estuviese colándoseme dentro y no
ponimaba por qué.
Tampoco sabía qué quería. Incluso la música que me gustaba
slusar en mi
malenca guarida era la que antes me habría hecho
smecar, hermanos.
Slusaba más
malencas canciones románticas, lo que llaman
Lieder , sólo una
golosa y un piano, muy tranquilas y tiernas, muy diferente de cuando todo eran
bolches orquestas y yo me tumbaba en la cama entre violines, trombones y timbales. Algo estaba ocurriendo en mi interior, y yo me preguntaba si sería alguna enfermedad o si lo que me habían hecho aquella vez estaba trastornándome la
golová y me iba a volver realmente
besuño.
Así pensando, con la
golová gacha y las
rucas en los
carmanos del pantalón, recorrí la ciudad, hermanos, y al fin empecé a sentirme muy cansado y necesitado de una
bolche chascha de
chai con leche. Pensando en el
chai tuve una súbita visión, como una fotografía de mí mismo sentado en un sillón ante un
bolche fuego
piteando chai, y lo más divertido y a la vez extraño era que yo parecía haberme convertido en un
starrio cheloveco, de unos setenta años de edad, porque
videé mi propio
boloso , muy gris, y además llevaba patillas, que también eran muy grises. Pude
videarme como un anciano sentado junto al fuego y entonces la imagen se desvaneció. Pero fue una experiencia como extraña.
Llegué a uno de esos
mestos de té-y-café, hermanos, y a través de los grandes cristales
videé que estaba atestado de
liudos apagados, corrientes, de
litsos pacientes e inexpresivos, que no harían daño a nadie, todos sentados allí
goborando quedamente y
piteando unos tés y cafés inofensivos.
Iteé en el interior, fui hasta la barra y pedí un buen
chai caliente con mucha
moloco, y luego
iteé hasta una mesa y me senté a
pitearlo. Una pareja joven ocupaba aquella mesa y bebían y fumaban cánceres con filtro, y
goboraban y
smecaban en voz baja, pero apenas reparé en ellos y seguí bebiendo y soñando y preguntándome qué era lo que estaba cambiando en mí y qué iba a ocurrirme. Sin embargo
videé que la
débochca de la mesa que estaba con el
cheloveco era de película, no de la clase que querrías tumbar en el suelo para darle el viejo unodós, unodós, sino que tenía un
ploto y un
litso de primera, y una
rota sonriente y un
boloso muy muy brillante y toda esa
cala. Y entonces el
veco que la acompañaba, que llevaba un sombrero en la
golová y estaba de espaldas a mí, volvió el
litso para
videar el
bolche reloj de pared que había en el
mesto, y entonces pude
videar quién era y él
videó quién era yo. Era Pete, uno de mis tres
drugos de los días en que éramos Georgie, Lerdo, él y yo. Era Pete, que parecía mucho mayor aunque no podía tener entonces más de diecinueve años y llevaba un pequeño bigote y un traje corriente y el sombrero puesto.
– Bueno bueno bueno,
drugo -dije-, ¿cómo te va? Hace mucho, mucho tiempo que no te
videaba.
Y él dijo: -Eres el pequeño Alex, ¿verdad?
– El mismo -dije-. Ha pasado mucho, mucho tiempo desde aquellos buenos tiempos de antes, muertos y enterrados. Y el pobre Georgie, según me dijeron, está bajo tierra, y el viejo Lerdo es un
militso brutal, y aquí estás tú y aquí estoy yo, ¿y qué noticias tienes, viejo
drugo?
– Qué manera de hablar más rara, ¿verdad? -dijo la
débochca entre risitas.
– Éste es un viejo amigo -le dijo Pete a la
débochca-. Se llama Alex. -Y volviéndose hacia mí añadió:- Te presento a mi mujer.
Me quedé boquiabierto. -¿Tu mujer? -balbucí-. ¿Mujer mujer mujer? Ah, no, eso no es posible. Eres demasiado joven para estar casado, viejo
drugo. Imposible, imposible.
La
débochca que era la mujer de Pete (imposible, imposible) soltó otra risita y le dijo: -¿Tú también hablabas de esa manera?
– Bueno… -dijo Pete, y sonrió-. Tengo cerca de veinte años. Bastante viejo para casarse, y ya hace dos meses. Tú eras muy joven y muy adelantado, recuerda.
– En fin… -Seguía como pasmado.- Me cuesta de veras hacerme a la idea, viejo
drugo. Pete casado. Vaya vaya vaya.
– Tenemos un piso pequeño -dijo Pete-. Gano muy poco en State Marine Insurance, pero las cosas mejorarán, seguro. Y Georgina…
– ¿Puedes repetir el nombre? -dije, con la
rota aún abierta como un
besuño. La mujer de Pete (mujer, hermanos) volvió a soltar otra risita.
– Georgina -dijo Pete-. Georgina también trabaja. De mecanógrafa, ¿sabes? Nos las arreglamos, nos las arreglamos. -Hermanos, no podía apartar los
glasos de él, de verdad. Había crecido y tenía
golosa de hombre crecido también.- Tienes que venir a vernos alguna vez -dijo Pete-. Sigues pareciendo muy joven a pesar de tus terribles experiencias. Sí sí, sí lo leímos todo. Pero, por supuesto, aún eres muy joven.
– Dieciocho -dije-. Recién cumplidos.
– Dieciocho, ¿eh? -dijo Pete-. Tan mayor ya. Bueno bueno bueno. Ahora tenemos que irnos -añadió, y le dedicó a su Georgina una mirada amorosa y oprimió una de sus
rucas entre las suyas y ella le devolvió una mirada igual, oh hermanos míos-. Sí -dijo Pete mirándome-, vamos a una pequeña fiesta en casa de Greg.
– ¿Greg? -dije.
– Ah, claro -dijo Pete-, tú no conoces a Greg. Greg vino después de tu época. Entró en escena mientras estabas ausente. Organiza pequeñas fiestas, reuniones de copas y juegos de palabras sobre todo. Pero muy agradables, muy tranquilas. Inofensivas, si entiendes por dónde voy.
– Sí -dije-. Inofensivas. Sí, sí,
video ese verdadero espanto. -Al oír esto la
débochca Georgina se rió otra vez de mis
slovos. Y luegos los dos
itearon a sus
vonosos juegos de palabras en casa del tal Greg, quienquiera que fuese. Y yo me quedé
odinoco mirando mi
chai con leche, frío a aquellas alturas, pensativo e inquieto.
Tal vez fuera eso, pensé. Tal vez me estaba volviendo demasiado viejo para la clase de
chisna que había llevado hasta entonces, hermanos. Acababa de cumplir dieciocho años. Con dieciocho ya no era tan joven. A los dieciocho el viejo Wolfgang Amadeus había compuesto conciertos, sinfonías, óperas y oratorios y toda esa
cala, no, no
cala, música celestial. Y estaba también el viejo Felix M. con la obertura de su
Sueño de una noche de verano. Y había otros. Y estaba ese poeta francés citado por el viejo Benjy Britt, que había escrito sus mejores poemas antes de los quince años, oh hermanos míos. Su primer nombre era Arthur. Dieciocho no era una edad tan tierna entonces. ¿Pero qué haría?
Mientras recorría las calles oscuras y bastardas de invierno después de
itear del
mesto de té-y-café,
videé visiones parecidas a esos dibujos de las
gasettas. Alex, Vuestro Humilde Narrador, regresaba a casa del trabajo para cenar un buen plato caliente, y una
ptitsa acogedora lo recibía amorosamente. Pero no conseguía
videarlo, hermanos, ni imaginar quién podía ser. Sin embargo, tuve la profunda certeza de que si entraba en la habitación próxima a aquélla donde ardía el fuego y mi cena caliente esperaba sobre la mesa encontraría lo que realmente deseaba, y de pronto todo cuadró, la fotografía recortada de la
gasetta y el encuentro con Pete. Porque en esa otra habitación, en una cuna, mi hijo gorjeaba gu gu gu. Sí sí sí, hermanos, mi hijo. Y sentí un
bolche agujero dentro de mi
ploto, que me sorprendió incluso a mí. Comprendí lo que estaba sucediendo, oh hermanos míos. Estaba creciendo.
Sí sí sí, eso era. La juventud tiene que pasar, ah, sí. Pero en cierto modo ser joven es como ser un animal. No, no es tanto ser un animal sino uno de esos muñecos
malencos que venden en las calles, pequeños
chelovecos de hojalata con un resorte dentro y una llave para darles cuerda fuera, y les das cuerda grrr grrr grrr y ellos
itean como si caminaran, oh hermanos míos. Pero
itean en línea recta y tropiezan contra las cosas bang bang y no pueden evitar hacer lo que hacen. Ser joven es como ser una de esas
malencas máquinas.
Mi hijo, mi hijo. Cuando tuviera un hijo se lo explicaría todo en cuanto fuese lo suficiente
starrio para comprender. Pero sabía que no lo comprendería o no querría comprenderlo, y haría todas las
vesches que yo había hecho, sí, quizás incluso mataría a alguna pobre
starria forella entre
cotos y
coschcas maullantes, y yo no podría detenerlo. Ni tampoco él podría detener a su hijo, hermanos. Y así
itearía todo hasta el fin del mundo, una vez y otra vez y otra vez, como si un
bolche gigante
cheloveco, o el mismísimo viejo
Bogo (por cortesía del bar lácteo
Korova) hiciera girar y girar y girar una
vonosa y
grasña naranja entre las
rucas gigantescas.
Pero antes de nada, hermanos, estaba la
vesche de encontrar una
débochca que fuera madre de ese hijo. Tendría que ponerme en esa tarea al día siguiente, pensé. Era una ocupación nueva. Era algo que tendría que empezar, un nuevo capítulo que comenzaba.
Eso es lo que va a pasar ahora, hermanos, ahora que llego al final de este cuento. Habéis acompañado a vuestro
druguito Alex allá donde ha ido, habéis sufrido con él y habéis
videado algunas de las acciones más
brachnas y
grasñas del viejo
Bogo, todas sobre vuestro viejo
drugo Alex. Y todo se explicaba porque era joven. Pero ahora, al final de esta historia, ya no soy joven, ya no. Alex ha crecido, oh sí.
Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que
itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra
vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo
drugo Alex buscando
odinoco una compañera. Y toda esa
cala. Un mundo
grasño y
vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro
druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo
chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los
scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa
cala.