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Última oportunidad

Harlan Coben


Harlan Coben
 
Última oportunidad

   

Capítulo 1

   Al recibir el primer tiro en el pecho, pensé en mi hija.
   O al menos es lo que quiero creer. Perdí el conocimiento casi en seguida. Para ser precisos, ni siquiera recuerdo que me dispararan. Sé que perdí mucha sangre. Sé que una segunda bala me rozó la coronilla, aunque lo más probable es que ya estuviera inconsciente. Sé que se me paró el corazón. Aun así me gusta pensar que, mientras agonizaba, pensaba en Tara.
   Para más información: no vi ni luz brillante ni túnel. O, si los vi, ya no me acuerdo.
   Mi hija Tara tiene sólo seis meses. Estaba en la cuna. No sé si el tiroteo la asustó. Supongo que sí. Lo más probable es que se echara a llorar. No sé si el ruido familiar, aunque molesto, de su llanto se introdujo de algún modo en mi confuso cerebro, y en algún momento la oí. Pero tampoco me acuerdo de eso.
   En cambio de lo que sí me acuerdo es de cuando nació Tara. Recuerdo a Monica -la madre de Tara- esforzándose en un último empujón. Recuerdo cuando apareció la cabeza. Fui el primero que vio a mi hija. Todos sabemos los giros que da la vida. Todos sabemos que cuando una puerta se cierra se abre otra, conocemos los ciclos de la vida, los cambios de estación. Pero el nacimiento de un hijo… va más allá del surrealismo. Has cruzado una especie de portal a lo Star-Trek, un transformador de la realidad en toda regla. Todo es diferente. Tú eres diferente, un simple elemento golpeado por un asombroso catalizador y metamorfoseado en algo mucho más complejo. Tu mundo desaparece; se encoge en la dimensión -al menos en este caso- de una masa de dos kilos y medio.
   La paternidad me confunde. Sí, ya sé que con sólo seis meses de experiencia, únicamente soy un aficionado. Lenny, mi mejor amigo, tiene cuatro hijos. Una niña y tres niños. Marianne, la mayor, tiene diez años, y el pequeño acaba de cumplir uno. Con su expresión permanentemente preocupada y feliz al mismo tiempo, y el suelo de casa siempre manchado de comida rápida congelada, Lenny me recuerda que todavía no sé nada. Estoy de acuerdo. Pero cuando me siento gravemente perdido o aterrorizado ante la tarea de educar a mi hija, miro al indefenso bulto de la cuna, ella me mira, y no sé de qué sería capaz para protegerla. Daría mi vida, sin más. Y si he de ser sincero, si me pusieran entre la espada y la pared, también daría la de otros.
   Así que me gusta pensar que mientras las dos balas perforaban mi cuerpo, mientras caía en el suelo de linóleo de la cocina con una barrita de cereales a medio comer en la mano, mientras estaba inmóvil sobre mi propio charco de sangre, incluso mientras mi corazón dejaba de latir, intentaba hacer algo para proteger a mi hija.
 
   Recuperé la conciencia en la oscuridad.
   Al principio no sabía dónde estaba, pero en seguida oí un bip-bip a mi derecha. Un sonido familiar. No me moví. Me limité a escuchar el bip. Creía tener el cerebro marinado en melaza. El primer impulso que se abrió paso fue primitivo: deseaba agua. No sabía que una garganta pudiera estar tan seca. Intenté gritar, pero tenía la lengua pegada a la boca como un pastel seco.
   Alguien entró en la habitación. Cuando intenté sentarme, sentí un fuerte dolor como si un cuchillo desgarrara mi cuello. Mi cabeza cayó hacia atrás. Y volvió la oscuridad.
 
   Cuando volví a despertarme, era de día. A través de las persianas venecianas penetraban deslumbrantes haces de luz que me obligaron a parpadear. Una parte de mí deseaba levantar una mano para bloquear la luz, pero el agotamiento no me permitía mandar la orden. Mi garganta seguía increíblemente seca.
   Oí un movimiento y de repente vi a una mujer de pie, a mi lado, era una enfermera. La perspectiva, tan distinta a la que estaba acostumbrado, me trastornó. Nada estaba como debía. Era yo el que debería estar de pie mirando hacia abajo, y no al revés. La enfermera llevaba una cofia blanca -pequeña y severamente triangular- como el nido de un pájaro. He pasado gran parte de mi vida trabajando en hospitales, pero no creo haber visto una cofia igual a aquélla, si exceptuamos el cine o la televisión. La enfermera era robusta y negra.
   – ¿Doctor Seidman?
   Tenía una voz dulce como un jarabe. Logré asentir con la cabeza.
   Sin duda, la enfermera sabía leer el pensamiento porque tenía un vaso de agua en la mano. Me colocó la pajita en los labios y yo sorbí ansiosamente.
   – Con calma -dijo amablemente.
   Quería preguntarle dónde estaba, pero era evidente. Abrí la boca para saber qué había sucedido, pero ella volvió a adelantarse.
   – Voy a buscar al médico -dijo, dirigiéndose a la puerta-. Tranquilícese.
   – Mi familia… -logré decir.
   – Vuelvo en seguida. No se preocupe, por favor.
 
   Eché un vistazo a la habitación. Mi visión estaba nublada por la medicación, como si tuviera una cortina de ducha delante. Aun así, había suficientes estímulos para permitirme hacer algunas deducciones. Estaba en una habitación típica de hospital. Al menos eso era evidente. Había una bolsa de suero y una sonda a mi izquierda, y el tubo bajaba hasta mi brazo. Los fluorescentes zumbaban de forma casi imperceptible. En el rincón derecho superior había un soporte con un televisor.
   A poca distancia del pie de la cama había una gran ventana. Entrecerré los ojos, pero no vi nada. Supongo que me controlaban por monitor. Esto significaba que estaba en una UCI. Significaba que lo que me ocurría era grave.
   Me escocía la parte superior del cráneo, y algo me tiraba del pelo. Un vendaje, probablemente. Intenté comprobarlo, pero mi cabeza no colaboraba. Se me llenó el cuerpo de un sordo dolor que no podía precisar dónde se originaba. Me pesaban las extremidades, y sentía el pecho lleno de plomo.
   – ¿Doctor Seidman?
   Volví la cabeza hacia la puerta. Una mujer menuda con una bata quirúrgica, gorro incluido, entró en la habitación. Llevaba la parte superior de la máscara desatada y colgando del cuello. Tengo treinta y cuatro años. Ella aparentaba la misma edad.
   – Soy la doctora Heller -dijo, acercándose-. Ruth Heller. -Me daba su nombre de pila. Cortesía profesional, sin duda. Ruth Heller me examinó con la mirada. Intenté concentrarme. Seguía con el cerebro desorientado, pero empezaba a sentir que funcionaba-. Está en el Hospital Saint Elizabeth -dijo con la gravedad apropiada en la voz.
   Se abrió la puerta detrás de ella y entró un hombre. Me costaba verlo con claridad a través de la cortina de ducha, pero no creo que le conociera. El hombre se cruzó de brazos y se apoyó en la pared con una naturalidad estudiada. Pensé que no era médico. Cuando hace tiempo que trabajas con ellos, los distingues.
   La doctora Heller miró al hombre por encima y volvió a dedicarme toda su atención.
   – ¿Qué ha sucedido? -pregunté.
   – Le dispararon -dijo ella. Y añadió-: Dos tiros.
   Esperó un momento. Miré al hombre apoyado en la pared. No se había movido. Abrí la boca para decir algo, pero Ruth Heller siguió hablando:
   – Una bala le rozó el cráneo. La bala le arañó literalmente el cuero cabelludo, que, como usted sabe, contiene mucha sangre.
   Lo sabía, sí. Las heridas graves del cuero cabelludo sangran como una decapitación. Entendido, eso explica el picor de la cabeza. Cuando vi que Ruth Heller dudaba, insistí:
   – ¿Y la otra bala?
   Heller soltó un poco de aire.
   – Ésta fue más complicada.
   Esperé.
   – La bala entró en el pecho y le pinchó el saco pericardial. Esto provocó que gran cantidad de sangre se filtrara en el espacio entre su corazón y el saco. Los enfermeros tuvieron dificultades para encontrar sus signos vitales. Tuvimos que abrirle el pecho…
   – ¿Doctora? -interrumpió el hombre apoyado en la pared, y por un momento creí que se dirigía a mí. Ruth Heller calló, sin disimular su enojo. El hombre se apartó de la pared-. ¿Puede contarle los detalles más tarde? El tiempo es vital en este momento.
   Ella le echó una mirada de pocos amigos, pero sin demasiada convicción.
   – Me quedaré a observar -dijo-, si no le importa.
   La doctora Heller retrocedió y el hombre se colocó delante de mí. Tenía la cabeza tan grande en proporción a sus hombros que daba la sensación de que el cuello podría partírsele con el peso. Llevaba el pelo muy corto, excepto por delante, donde un flequillo de César le llegaba hasta los ojos. Una perilla, con muy poco pelo, le marcaba la barbilla como un insecto cavando una madriguera. En conjunto, parecía un miembro de una banda juvenil reformado. Me sonrió, pero sin ningún calor.
   – Soy el detective Bob Regan, del Departamento de Policía de Kasselton -dijo-. Sé que está desorientado.
   – Mi familia… -empecé.
   – Ya llegaremos a eso -interrumpió-. Ahora mismo necesito hacerle unas preguntas, ¿de acuerdo? Antes de entrar en detalles de lo que sucedió.
   Esperó a que le respondiera. Intenté deshacerme de las telarañas y dije:
   – De acuerdo.
   – ¿Qué es lo último que recuerda?
   Rebusqué en las orillas de mi memoria. Recordaba haberme levantado aquella mañana y haberme vestido. Recordaba haber ido a ver a Tara. Recordaba haber puesto en marcha su móvil blanco y negro, un regalo de un colega que insistió en que aquello estimularía el cerebro del bebé o algo por el estilo. El móvil no se había movido ni había emitido su cancioncita. Las pilas estaban gastadas. Tomé nota mentalmente de que tenía que cambiarlas. Después de aquello bajé.
   – Que comía una barrita de cereales -dije.
   Regan asintió con la cabeza, como si ya se esperara aquella respuesta.
   – ¿Estaba en la cocina?
   – Sí. Junto al fregadero.
   – ¿Y luego?
   Intenté recordar, pero no recordaba nada. Sacudí la cabeza.
   – Me desperté una vez, por la noche. Y estaba aquí, creo.
   – ¿Nada más?
   Lo intenté de nuevo, pero sin éxito.
   – No, nada.
   Regan sacó un cuaderno.
   – Como le ha dicho la doctora, le dispararon dos tiros. ¿No recuerda haber visto un arma o haber oído un tiro o algo parecido?
   – No.
   – Es comprensible, supongo. Estaba muy mal, Marc. Los de la ambulancia creían que estaba muerto.
   Sentí la garganta seca otra vez.
   – ¿Dónde están Tara y Monica?
   – Concéntrese, Marc. -Regan seguía con la vista en el cuaderno, no me miraba a mí. Sentí que el miedo empezaba a oprimirme el pecho-. ¿Oyó que se rompiera una ventana?
   Estaba mareado. Intenté leer la etiqueta de la bolsa de suero para saber qué me estaban metiendo. Nada. Medicación para el dolor, como mínimo. Probablemente era morfina lo que me introducían por vía intravenosa. Intenté luchar contra sus efectos.
   – No -dije.
   – ¿Está seguro? Encontramos una ventana rota en la parte trasera de la casa. Así es como el agresor debió de entrar en la casa.
   – No recuerdo que se rompiera ninguna ventana -dije-. ¿Sabe quién…?
   Regan me interrumpió.
   – De momento, no. Por eso le estoy haciendo estas preguntas. Para descubrir quién fue -dijo, y levantó la vista del cuaderno-. ¿Tiene enemigos?
   ¿Me había preguntado realmente aquello? Intenté sentarme, intenté controlarme un poco, pero era muy improbable que lo consiguiera. No me gustaba ser el paciente, estar en el lado equivocado de la cama, por calificarlo de algún modo. Dicen que los médicos son los peores pacientes. Probablemente por ese súbito cambio de papeles.
   – Quiero saber qué les ha pasado a mi esposa y a mi hija.
   – Lo comprendo -dijo Regan, y había algo en su tono como un dedo helado que me rozó el corazón-. Pero ahora no debe distraerse, Marc. Todavía no. ¿Quiere ayudar? Pues tiene que concentrarse en lo que le digo -prosiguió, volvió a mirar el cuaderno-. ¿Qué me dice? ¿Tiene usted enemigos?
   Seguir discutiendo me pareció inútil, incluso perjudicial, de modo que me resigné en silencio.
   – ¿Como para dispararme?
   – Sí.
   – No, ninguno.
   – ¿Y su esposa? -Me miró con dureza. Mi imagen favorita de Monica (su cara radiante cuando vimos las cascadas de Raymondkill por primera vez, la forma en que me abrazó simulando miedo mientras el agua caía a nuestro alrededor) se presentó ante mí como una aparición-. ¿Tiene ella enemigos?
   Lo miré.
   – ¿Monica?
   Ruth Heller se adelantó.
   – Creo que es suficiente por hoy.
   – ¿Qué le ha pasado a Monica? -pregunté.
   La doctora Heller se colocó junto al detective Regan, hombro con hombro. Los dos me miraron. Heller intentó protestar de nuevo, pero la detuve.
   – No me venga con tonterías de proteger al paciente -intenté gritar, luchando con todo mi miedo y mi furia contra lo que estaba provocando aquella niebla en mi cerebro-. Dígame lo que le ha sucedido a mi esposa.
   – Está muerta -dijo el detective Regan.
   Así, sin más. Muerta. Mi esposa. Monica. Fue como si no le hubiera oído. La palabra no lograba llegar a mí.
   – Cuando la Policía llegó a su casa, los dos estaban heridos. Lograron salvarle a usted. Pero era demasiado tarde para su esposa. Lo siento.
   Tuve otra súbita aparición: Monica en Martha's Vineyard, en la playa, en bañador, el pelo negro sobre los pómulos, sonriéndome con su sonrisa angulosa. Parpadeé para alejarla.
   – ¿Y Tara?
   – Su hija… -empezó Regan después de aclararse rápidamente la garganta. Volvió a mirar el cuaderno, pero no creo que estuviera pensando en escribir nada-. ¿Aquella mañana estaba en casa, verdad? Me refiero al momento del incidente.
   – Sí, por supuesto. ¿Dónde está?
   Regan cerró el cuaderno de golpe.
   – No estaba en la casa cuando llegamos.
   Los pulmones se me petrificaron.
   – No lo entiendo.
   – Primero teníamos la esperanza de que estuviera en casa de algún familiar o amigo. Incluso una canguro, pero… -Calló.
   – ¿Me está diciendo que no sabe dónde está Tara?
   Esta vez no vaciló.
   – Sí, es lo que le estoy diciendo.
   Sentí como si una mano gigante oprimiera mi pecho. Cerré los ojos con fuerza y pregunté:
   – ¿Desde cuándo?
   – ¿Desde cuándo está desaparecida?
   – Sí.
   La doctora Heller empezó a hablar demasiado aprisa.
   – Compréndalo. Estaba gravemente herido. No teníamos muchas esperanzas de que sobreviviera. Estaba conectado a un respirador. Los pulmones no le funcionaban. Además, contrajo una septicemia. Usted es médico, de modo que no tengo que explicarle la gravedad de su situación. Intentamos ir rebajando la medicación, despertarle…
   – ¿Desde cuándo? -repetí.
   Ella y Regan intercambiaron otra mirada, y entonces Heller dijo algo que volvió a dejarme sin aire.
   – Ha estado usted doce días inconsciente.
   

Capítulo 2

   – Hacemos cuanto podemos -dijo Regan con una voz que sonaba demasiado ensayada, como si hubiera estado junto a mi cama, mientras yo estaba inconsciente, practicando para el momento-. Como le he dicho, al principio no sabíamos si se trataba de una desaparición. En este sentido perdimos un tiempo precioso, pero ahora lo hemos recuperado. Hemos mandado la foto de Tara a todas las comisarías, aeropuertos, peajes, y estaciones de tren y autobús, en un radio de ciento cincuenta kilómetros. Hemos buscado antecedentes de casos de secuestros parecidos, para intentar encontrar una pauta o a un sospechoso.
   – Doce días -repetí.
   – Hemos pinchado todos sus teléfonos: el de casa, el de la consulta, el móvil…
   – ¿Por qué?
   – Por si llamaba alguien pidiendo un rescate -contestó.
   – ¿Ha habido alguna llamada?
   – No, todavía no.
   Volví a apoyar la cabeza en la almohada. Doce días. Había estado doce días en aquella cama mientras mi pequeña estaba… aparté el pensamiento.
   Regan se rascó la barba.
   – ¿Recuerda lo que Tara llevaba puesto aquel día?
   Me acordaba. Tenía una cierta rutina matinal: levantarme temprano, acercarme sigilosamente a la cuna de Tara, mirarla. Un bebé no son sólo alegrías. Ya lo sé. Sé que hay momentos de aburrimiento mortal. Sé que hay noches en que su llanto te ataca los nervios como un rallador de queso. No pretendo glorificar la vida con un bebé. Pero a mí me gustaba mi nueva rutina matinal. Mirar el diminuto bulto de Tara me daba fuerzas. Más que esto, creo que era una forma de éxtasis. Algunas personas encuentran el éxtasis en una casa de culto. Yo… -y sé que suena cursi- lo encontraba en aquella cuna.
   – Un pelele rosa con pingüinos negros -dije-. Monica lo compró en Baby Gap.
   Lo apuntó.
   – ¿Y Monica?
   – ¿Qué?
   Seguía mirando el cuaderno.
   – ¿Qué llevaba puesto ella?
   – Vaqueros -dije, recordando la forma en que subían por las caderas de Monica-, y una blusa roja.
   Regan hizo más anotaciones.
   – ¿Tiene… ha encontrado alguna pista? -pregunté.
   – Seguimos investigando todas las posibilidades.
   – No es lo que le he preguntado.
   Regan se limitó a mirarme. No era una mirada muy transparente.
   Mi hija. Por ahí. Sola. Desde hacía doce días. Pensé en sus ojos, en la luz cálida que sólo ve un padre, y dije algo estúpido:
   – Está viva.
   Regan ladeó la cabeza como un cachorrillo al oír un nuevo sonido.
   – No abandone -dije.
   – No abandonaré -contestó, y siguió mirándome de aquella forma curiosa.
   – Es que… ¿tiene hijos, detective Regan?
   – Dos niñas -dijo.
   – Es una estupidez, pero lo sé -añadí. Como supe que el mundo no volvería a ser el mismo cuando Tara nació-. Lo sé -repetí.
   No me contestó. Me di cuenta de que lo que estaba diciendo -especialmente viniendo de un hombre que se burla de la idea de la percepción extrasensorial, de lo sobrenatural o de los milagros- era ridículo. Sabía que aquella «sensación» procedía simplemente del deseo. Quieres creértelo con tanta fuerza que tu cerebro reorganiza lo que ve. Pero me aferré a ello de todos modos. Correcto o no, era un salvavidas.
   – Necesitaremos más información -dijo Regan-. De usted, su esposa, sus amigos, su economía…
   – Más tarde. -Volvió a intervenir la doctora Heller. Se adelantó como si quisiera bloquear la mirada del policía. Su voz era firme-. Necesita descansar.
   – Ahora no -dije a la doctora, subiendo el regulador del suero una muesca por detrás de ella-. Ahora necesitamos encontrar a mi hija.
 
   Habían enterrado a Monica en la parcela familiar de los Portman, en la finca de su padre. No asistí al funeral, por supuesto. No sé cómo me hacía sentir esto pero, en realidad, mis sentimientos hacia mi esposa, cuando tenía el valor de ser sincero conmigo mismo, siempre habían sido confusos. Monica poseía la belleza de los privilegiados: pómulos elegantes, pelo negro lacio y sedoso, y ese porte de club de campo que era al mismo tiempo sugerente e irritante. Nuestra boda fue al estilo antiguo: a la fuerza. Bueno, estoy exagerando. Monica estaba embarazada. Yo estaba entre la espada y la pared. La futura llegada me inclinó hacia el matrimonio.
   Me enteré de los detalles del funeral por Carson Portman, tío de Monica y el único miembro de la familia que se mantenía en contacto con nosotros. Monica lo quería mucho. Carson me hizo compañía, junto a la cama del hospital con las manos sobre las rodillas. Se parecía mucho al profesor de universidad favorito que todos hemos tenido, con sus gafas de cristales gruesos, la americana de cheviot gastada, y el pelo demasiado largo a lo Albert Einstein a punto de quedarse calvo. Pero tenía los ojos brillantes cuando me contaba con su triste voz de barítono que Edgar, el padre de Monica, había procurado que el funeral de mi esposa fuera una «ceremonia discreta y de buen gusto».
   Sobre esto yo no tenía duda alguna. En cuanto a lo de la discreción al menos.
   Durante los días siguientes recibí algunas visitas en el hospital. Mi madre -a la que todos llaman Honey- entraba todas las mañanas como una explosión en mi habitación, igual que un chorro de combustible. Llevaba unas Reebok de un blanco deslumbrante, chándal azul con ribete dorado, como si fuera a entrenar a los Rams de Saint Louis, y el pelo, por supuesto bien peinado, estaba encrespado por los excesivos tintes; y toda ella olía ligeramente al último cigarrillo. El maquillaje de mi madre no lograba disimular su angustia por la pérdida de su única nieta. Mostraba una energía sorprendente, al acompañarme día tras día y desprender una constante corriente de histeria. No me importaba. En parte, era como si estuviera histérica por mí, y así, de algún modo, sus estallidos de emoción me ayudaban a mantener la calma.
   Pese al calor que hacía en la habitación, y a mis constantes protestas, mi madre me ponía una manta de más en la cama mientras dormía. En una ocasión me desperté -con el cuerpo empapado de sudor, naturalmente- y oí como mi madre le contaba a la enfermera negra de la cofia mi estancia anterior en el Saint Elizabeth, cuando tenía siete años.
   – Tuvo salmonela -afirmó Honey en un cuchicheo conspirador que era poco menos audible que un megáfono-. Nunca había olido una diarrea como aquélla. Le salía sin ningún control. Aquel olor casi impregnó el papel pintado.
   – Ahora tampoco huele precisamente a rosas -contestó la enfermera.
 
   Las dos mujeres se echaron a reír.
   El Día Dos de mi recuperación, mi madre estaba de pie junto a la cama cuando me desperté.
   – ¿Te acuerdas? -dijo.
   Me mostraba un Óscar Cascarrabias de felpa que alguien me había regalado durante mi recuperación de la salmonela. El verde se había descolorido convirtiéndose en un menta pálido. Miró a la enfermera.
   – Es el Óscar de Marc -explicó.
   – Mamá -dije.
   Volvió a mirarme. Llevaba demasiado rímel y se le había introducido en las patas de gallo.
   – Entonces Óscar te hizo compañía, ¿te acuerdas? Te ayudó a ponerte bien.
   Entorné los ojos y luego los cerré. Me vino un recuerdo. Pillé la salmonela por unos huevos crudos. Mi padre tenía la costumbre de añadirlos al batido de leche, por las proteínas. Recuerdo el terror agudo que me atenazó cuando me dijeron que tendría que quedarme a pasar la noche en el hospital. Mi padre, que se había roto el tendón de Aquiles hacía poco jugando al tenis, estaba enyesado y con mucho dolor. Pero vio mi pánico y como siempre se sacrificó. Estuvo todo el día trabajando en la fábrica y pasó la noche en una silla junto a mi cama. Estuve diez días en el Saint Elizabeth y mi padre durmió todas las noches en aquella silla.
   Mi madre se dio la vuelta de repente y me di cuenta de que se había acordado de lo mismo. La enfermera se despidió rápidamente. Puse una mano en la espalda de mi madre. Ella no se movió, pero la sentí temblar. Miraba fijamente el Óscar descolorido que tenía en la mano. Se lo quité suavemente.
   – Gracias -dije.
   Mi madre se secó los ojos. Esta vez mi padre no vendría al hospital, lo sabía, y aunque estoy seguro de que mi madre le había contado lo ocurrido, no podía estar seguro de que lo hubiera comprendido. Mi padre tuvo su primer infarto a los cuarenta y un años, un año después de todas aquellas noches pasadas en el hospital. Entonces yo tenía ocho años.
   También tengo una hermana menor; Stacy es una «consumidora de drogas» (usando un lenguaje políticamente correcto) o una «colgada del crack» (para los más precisos). A veces miro fotos antiguas de la época anterior al infarto de mi padre, las de los cuatro miembros de una familia joven y segura de sí misma con el perro lanudo, el césped bien cortado, la canasta de baloncesto y la barbacoa repleta de carbón y líquido encendedor. Busco indicios del futuro en la sonrisa desdentada de mi hermana, su yo en la sombra quizás, una sensación de presagio. Pero no veo nada. Seguimos teniendo la casa, pero es como un accesorio de película en las últimas. Mi padre sigue vivo, pero cuando se puso enfermo, todo el estilo de cuento se hizo añicos. Sobre todo Stacy.
   Stacy no había ido a verme ni me había llamado, pero nada de lo que hace Stacy puede sorprenderme ya.
   Finalmente mi madre se dio la vuelta y me miró. Un nuevo pensamiento me hizo abrazar un poco más fuerte el Óscar descolorido: estábamos solos otra vez. Mi padre era apenas un vegetal. Stacy estaba vacía, perdida. Busqué la mano de mi madre, sintiendo tanto su calor como la sequedad más reciente de su piel. Nos quedamos así hasta que se abrió la puerta. La misma enfermera entró en la habitación.
   Mi madre se incorporó y dijo:
   – Marc también jugaba con muñecas.
   – Figuras de acción -dije, corrigiéndola rápidamente-. Eran figuras de acción, no muñecas.
   Lenny, mi mejor amigo, y su esposa, Cheryl, también pasaron por el hospital todos los días. Lenny Marcus es un abogado importante, aunque también lleva mis pequeños asuntos, como cuando recurrí una multa por exceso de velocidad, o la compra de nuestra casa. Al licenciarse y empezar a trabajar para el fiscal del condado, amigos y oponentes pronto bautizaron a Lenny como «el Bulldog», por su agresivo comportamiento en el tribunal. En algún momento se decidió que el mote era demasiado benevolente y ahora le llaman «Cujo» [1]. Conozco a Lenny desde la escuela primaria. Soy padrino de su hijo Kevin. Y Lenny es el padrino de Tara.
   No he dormido mucho. Paso las noches mirando el techo, cuento los bips, escucho los ruidos nocturnos del hospital y me esfuerzo por no pensar en mi hijita y en la infinidad de posibles situaciones. No siempre lo consigo. He descubierto que la mente es un hoyo oscuro e infestado de serpientes.
   El detective Regan me visitó más tarde con una posible pista.
   – Hábleme de su hermana -pidió.
   – ¿Por qué? -pregunté demasiado rápido. Antes de que pudiera explicarse, levanté una mano para detenerle. Lo entendía. Mi hermana era una adicta. Donde hay drogas, suele haber un cierto elemento delictivo.
   – ¿Nos robaron? -pregunté.
   – No lo creemos. No parece que falte nada, pero la casa estaba patas arriba.
   – ¿Patas arriba?
   – Alguien lo revolvió todo. ¿Se le ocurre por qué?
   – No.
   – Pues hábleme de su hermana.
   – ¿Tiene los antecedentes de Stacy? -pregunté.
   – Los tenemos.
   – No creo que pueda añadir nada.
   – Están enemistados, ¿es correcto?
   Enemistados. ¿Se podía decir eso de Stacy y de mí?
   – La quiero -dije lentamente.
   – ¿Y cuándo la vio por última vez?
   – Hace seis meses.
   – ¿Cuando nació Tara?
   – Sí.
   – ¿Dónde?
   – ¿Dónde la vi?
   – Sí.
   – Stacy fue al hospital -dije.
   – ¿A ver a su sobrina?
   – Sí.
   – ¿Qué sucedió durante la visita?
   – Stacy estaba colocada. Quería coger al bebé.
   – ¿Se lo impidió?
   – Exactamente.
   – ¿Se enfadó?
   – Apenas reaccionó. Mi hermana se muestra bastante atontada cuando va colocada.
   – Pero ¿usted la echó?
   – Le dije que no podría formar parte de la vida de Tara hasta que se desintoxicara.
   – Entiendo -dijo-. Esperaba forzarla con esto a rehabilitarse.
   Se me escapó una risita amarga, creo.
   – No, la verdad es que no.
   – No sé si le comprendo.
   No sabía cómo explicárselo. Pensé en la sonrisa de la foto de familia, la desdentada.
   – Hemos amenazado a Stacy con cosas peores -dije-. La verdad es que mi hermana no lo dejará. Las drogas forman parte de ella.
   – Entonces, ¿usted no espera que se recupere?
   No tenía la menor intención de verbalizar algo así.
   – No quise confiarle a mi hija -dije-. Dejémoslo ahí.
   Regan se acercó a la ventana y miró fuera.
   – ¿Cuándo se trasladó a su casa actual?
   – Monica y yo compramos la casa hace cuatro meses.
   – No muy lejos de donde crecieron los dos, ¿no?
   – Es cierto.
   – ¿Se conocían desde hacía mucho tiempo?
   El rumbo que tomaba el interrogatorio me tenía desconcertado.
   – No.
   – ¿A pesar de haber crecido en la misma ciudad?
   – Nos movíamos en círculos diferentes.
   – Entiendo -dijo-. Entonces, si le he entendido bien, compró la casa hace cuatro meses y no ha visto a su hermana desde hace seis meses, ¿correcto?
   – Correcto.
   – De modo que su hermana no les ha visitado nunca en su casa actual.
   – Exacto.
   Regan se volvió para mirarme.
   – Encontramos huellas de Stacy en su casa.
   No dije nada.
   – No parece sorprendido, Marc.
   – Stacy es adicta. No creo que sea capaz de pegarme un tiro y secuestrar a mi hija, pero otras veces he subestimado lo bajo que podía caer. ¿Han registrado su apartamento?
   – No la ha visto nadie desde que le dispararon a usted -contestó.
   Cerré los ojos.
   – No creemos que su hermana hubiera podido hacer algo así sola -siguió-. Tuvo que tener un cómplice: un novio, un camello, alguien que supiera que su esposa procedía de una familia adinerada. ¿Alguna idea?
   – No -dije-. Entonces, ¿qué? ¿Cree que todo esto fue un plan de secuestro?
   Regan se puso a rascarse la perilla. Luego se encogió de hombros.
   – Pero intentaron matarnos a los dos -continué-. ¿Cómo se cobra un rescate de unos padres muertos?
   – Puede que estuvieran tan colocados que cometieran un error -dijo-. O quizá pensaron que podían sacarle dinero al abuelo de Tara.
   – Entonces, ¿por qué no lo han pedido ya?
   Regan no contestó. Pero yo sabía la respuesta. La situación, especialmente después del tiroteo, debió de ser demasiado para unos colgados. Los colgados no saben enfrentarse al conflicto. Por eso esnifan o se pinchan: para escapar, para evadirse, para evitar, para sumergirse en la nada. Los medios de comunicación debían de estar encima del caso. La Policía estaría haciendo preguntas. Unos colgados se asustarían ante una situación tan apremiante. Se largarían, abandonándolo todo.
   Y se desharían de todas las pruebas.
 
   Pero la petición de rescate llegó dos días después.
   Una vez recuperada la conciencia, las heridas de bala mejoraban con sorprendente rapidez. Puede ser que estuviera concentrado en ponerme bien, o que estar echado en estado casi catatónico durante doce días hubiera permitido que mis heridas se curaran. O puede ser que estuviera sufriendo un dolor mucho más hondo que el físico. Pensaba en Tara, y el miedo a lo desconocido me cortaba la respiración. Pensaba en Monica, la imaginaba muerta, y unas garras de acero me destrozaban por dentro.
   Quería salir de allí.
   Me seguía doliendo el cuerpo, pero insistí para que Ruth Heller me diera el alta. Convencida de que estaba demostrando que los médicos son los peores pacientes, aceptó dejarme marchar con reticencia. Decidimos que un fisioterapeuta iría a visitarme todos los días. Y una enfermera pasaría a intervalos regulares, para estar seguros.
   La mañana de mi salida del Saint Elizabeth, mi madre estaba en casa -la ex escena del crimen- «arreglándola» para mí, sea esto lo que sea. Es curioso, pero no me daba miedo volver allí. Una casa es ladrillo y mortero. No creía que su mera visión me conmoviera, pero tal vez me estuviera bloqueando.
   Lenny me ayudó a recoger y a vestirme. Alto y huesudo, con la cara oscurecida por una sombra estilo Homer Simpson, a las cinco de la tarde, que sale cinco minutos después de afeitarse. De niño, Lenny llevaba gafas de culo de botella y pantalones de pana excesivamente gruesa, incluso en verano. El pelo rizado tendía a crecerle demasiado, hasta el punto de que parecía un poodle extraviado. Ahora lo mantiene cuidadosamente a raya con un severo corte. Se operó con láser hace dos años y ya no lleva gafas. Usa trajes caros.
   – ¿Seguro que no quieres quedarte con nosotros? -preguntó Lenny.
   – Tienes cuatro hijos -le recordé.
   – Ah. Sí, es verdad -dijo, y luego calló-. ¿Puedo quedarme yo contigo?
   Intenté sonreír.
   – En serio -dijo Lenny-, no deberías estar solo en casa.
   – No te preocupes por mí.
   – Cheryl te ha preparado algunos platos. Los ha puesto en el congelador.
   – Es muy amable.
   – Sigue siendo la peor cocinera del mundo -dijo Lenny.
   – No he dicho que fuera a comérmelos.
   Lenny apartó la mirada, y se afanó con una bolsa ya llena. Le observé. Nos conocemos desde hace mucho, desde la clase de la señorita Roberts en primer curso, de modo que no creo que se sorprendiera cuando dije:
   – ¿Vas a decirme qué pasa?
   Había estado esperando una oportunidad y explotó inmediatamente.
   – Mira, soy tu abogado, ¿no?
   – Sí.
   – Pues quiero darte unos consejos legales.
   – Te escucho.
   – Debería habértelo dicho antes. Pero sabía que no me escucharías. De todos modos, creo que ahora se trata de otra cosa.
   – ¿Lenny?
   – ¿Sí?
   – ¿De qué estás hablando?
   A pesar de su físico, yo sigo viendo a Lenny como un niño. Por eso me costaba tomarme en serio sus consejos. Pero no hay que malinterpretar lo que digo. Sé que es muy listo. Lo celebré con él cuando le aceptaron en Princeton y luego en la Facultad de Derecho de Columbia. Pasamos el examen para entrar en la universidad juntos y estuvimos en la misma clase de química durante nuestro primer año. Pero el Lenny que veía era el que paseaba desesperadamente en las noches bochornosas de viernes y sábados. Cogíamos la familiar con paneles de madera de su padre, que no era precisamente un «imán de chicas», e intentábamos colarnos en alguna fiesta. Nos dejaban entrar, pero realmente no éramos bien recibidos; éramos miembros de la mayoría del instituto que yo llamaba los Grandes Invisibles. Nos quedábamos en los rincones, con una cerveza en la mano, moviendo la cabeza al ritmo de la música, e intentando hacernos ver por todos los medios. Nunca nos veían. Casi siempre acabábamos comiendo queso asado en el Heritage Diner; o, con suerte, en el campo de fútbol, detrás del instituto Benjamín Franklin, echados boca arriba, observando las estrellas. Era más fácil hablar, incluso con tu mejor amigo, mientras mirabas las estrellas.
   – Veamos -dijo Lenny, gesticulando mucho como siempre-, se trata de esto: no quiero que hables más con la Policía si no estoy yo delante.
   Fruncí el entrecejo.
   – ¿En serio?
   – Puede que no sea nada, pero he visto casos así. No como éste, pero ya sabes a qué me refiero. El primer sospechoso es siempre de la familia.
   – Es decir, mi hermana.
   – No; es decir, la familia próxima. O la familia más próxima, si es posible.
   – ¿Estás diciendo que la Policía sospecha de mí?
   – No lo sé, la verdad es que no. -Calló un momento y añadió-: Bueno, sí, seguramente.
   – Pero me dispararon, ¿recuerdas? Fue a mi hija a la que se llevaron.
   – Sí, señor, y eso es un arma de dos filos.
   – ¿Y por qué?
   – Cada día van a sospechar más de ti.
   – ¿Por qué? -pregunté.
   – No lo sé. Pero así es como funciona. Mira, el FBI se encarga de los secuestros. Ya lo sabes, ¿no? En cuanto un niño falta más de veinticuatro horas, asume que es un caso interestatal y por lo tanto suyo.
   – ¿Y qué?
   – Pues que durante aproximadamente los primeros diez días, tuvieron un montón de agentes aquí. Pincharon tus teléfonos y esperaron una petición de rescate, o algo parecido. Pero el otro día, cambiaron en cierto modo de rumbo. Es normal, claro. No pueden esperar indefinidamente, así que redujeron los agentes a uno o dos. Y su forma de pensar también cambió. Tara pasó de ser un posible secuestro a cambio de un rescate a ser un secuestro puro y duro. Pero yo creo que siguen teniendo tus teléfonos pinchados. No lo he preguntado todavía, pero lo haré. Dirán que los dejan por si acaso se hace una petición de rescate. Pero también esperan oírte decir algo incriminatorio.
   – ¿Y qué?
   – Que vayas con cuidado -dijo Lenny-. Recuerda que tus teléfonos… el de casa, el de la consulta y el móvil, seguramente están pinchados.
   – Y yo vuelvo a preguntar: ¿y qué? No he hecho nada -insistí.
   – ¿No has hecho nada…? -Lenny gesticuló con la mano como si se preparara para volar-. Mira, quiero que estés alerta. Puede que te cueste creerlo, e intenta no resoplar cuando te lo diga, pero… se sabe de casos en que la Policía ha tergiversado y distorsionado pruebas.
   – Me estás liando. ¿Me estás diciendo que soy sospechoso sólo por ser el padre y el marido?
   – Sí -contestó Lenny-. Y no.
   – Vaya, gracias, ahora sí que lo tengo claro.
   Sonó el teléfono de la mesita. Yo estaba al otro lado de la cama.
   – ¿Lo coges? -pregunté.
   Lenny descolgó.
   – Habitación del doctor Seidman -contestó, y se le ensombreció el semblante.
   Mientras escuchaba. Habló secamente:
   – Espere -dijo, y me pasó el teléfono como si estuviera infectado. Lo miré desconcertado.
   – ¿Diga?
   – Hola, Marc. Soy Edgar Portman.
   El padre de Monica. Ahora entendía la reacción de Lenny. La voz de Edgar era, como siempre, demasiado formal. Hay personas que sopesan sus palabras. Un selecto puíjado, como mi suegro, las coge una por una y las coloca en su sitio de la escala antes de dejarlas salir de la boca.
   Por un momento me quedé de piedra.
   – Hola, Edgar -dije como un tonto-. ¿Cómo estás?
   – Estoy bien, gracias. Pero me siento mal por no haberte llamado antes. Carson me dijo que te estabas recuperando bien de tus heridas. Creí que sería mejor dejarle tranquilo.
   – Muy amable -dije, con un leve sarcasmo.
   – Bueno, me han dicho que te daban el alta hoy.
   – Es verdad.
   Edgar se aclaró la garganta, algo poco propio de él.
   – Quería pedirte que pasaras por casa.
   Por casa. Quería decir la suya.
   – ¿Hoy?
   – Lo antes posible, sí. Y solo, por favor. Nos quedamos callados. Lenny me miró extrañado. -¿Sucede algo, Edgar? -pregunté.
   – Te he mandado un coche, Marc. Ya hablaremos cuando llegues.
   Y antes de que pudiera decir nada más, colgó.
 
   El coche, un Lincoln Town Car negro, ya me estaba esperando.
   Lenny empujó mi silla de ruedas y salimos del hospital. Conocía la zona, por supuesto. Había nacido a pocos kilómetros del Saint Elizabeth. Cuando tenía cinco años, mi padre me llevó corriendo a la sala de urgencias de aquel hospital (doce puntos) y cuando tenía siete… bueno, ya he contado mi asunto con la salmonela. Fui a la Facultad de Medicina e hice la residencia en lo que entonces se llamaba Columbia Presbyterian en Nueva York, pero volví al Saint Elizabeth con una beca para estudiar oftalmología de reconstrucción.
   Sí, soy cirujano plástico, pero no de los que todos piensan. Hago alguna nariz de vez en cuando, pero no me verán trabajando con bolsas de silicona ni nada por el estilo. Y no es que esté juzgando a nadie. Simplemente no es lo que hago.
   Trabajo en cirugía reconstructiva pediátrica con una compañera de la facultad, una bola de fuego del Bronx llamada Zia Leroux. Trabajamos para un grupo denominado Un Mundo Una Ayuda. De hecho, lo fundamos Zia y yo. Tratamos a niños, sobre todo en el extranjero, que sufren deformidades de nacimiento, o causadas por la pobreza o por un conflicto. Viajamos mucho. He trabajado con caras aplastadas en Sierra Leona, con fisuras de paladar en Mongolia, en Crouzon, en Camboya, con quemados en el Bronx… Como casi todo el mundo en mi campo, he seguido una extensa formación. He estudiado ORL -oído, nariz y garganta-, un año de reconstrucción, plástica, oral y, como he dicho antes, oftalmología. El historial de formación de Zia es similar, aunque ella ha tendido más a lo maxilofacial.
   No es que seamos unos ángeles del bien. No es eso. Pude escoger. O hacía pechos y liftings de piel a los que ya eran guapísimos, o podía ayudar a los niños heridos y atrapados en la pobreza. Elegí lo último, no tanto para ayudar a los desfavorecidos sino, porque es ahí donde se encuentran los mejores casos. Los cirujanos reconstructivos suelen ser, en el fondo, amantes de los rompecabezas. Somos raros. Nos atraen las anomalías congénitas de circo y los tumores enormes. Como en esos manuales médicos que muestran deformidades faciales tan angustiosas que tienes que respirar hondo para poder mirarlas. A Zia y a mí nos chiflaba. Nos pirrábamos por dejarlos lo mejor posible, partamos de lo fragmentado para convertirlo en un todo.
   El aire fresco me hizo cosquillas en los pulmones. Brillaba el sol como si fuera el primer día, burlándose de mi tristeza. Incliné la cabeza hacia el sol y dejé que me tranquilizara. A Monica le gustaba hacer aquello. Aseguraba que la «desestresaba». Las arrugas de su cara desaparecían como si los rayos fueran delicados masajistas. Mantuve los ojos cerrados. Lenny esperó en silencio, dándome tiempo.
   Siempre había pensado en mí mismo como una persona excesivamente sensible. Lloro fácilmente con las películas tontas. Mis emociones son fáciles de manipular. Con mi padre no lloré nunca. Y ahora, aquel golpe terrible hacía que me sintiera… no lo sé, más allá de las lágrimas. Un mecanismo clásico de defensa, supongo. Tenía que seguir adelante. No es muy diferente de mi trabajo. Cuando aparecen las grietas, yo las remiendo antes de que se conviertan en fisuras completas.
   Lenny seguía echando humo por lo de la llamada.
   – ¿Tienes idea de lo que quiere ese cabrón?
   – Ni idea.
   Se calló un momento. Sé lo que estaba pensando. Lenny culpaba a Edgar de la muerte de su padre, que había sido un mando intermedio en ProNess Foods, una de las empresas de Edgar. Se había dedicado en cuerpo y alma a la empresa durante veintiséis años y acababa de cumplir cincuenta y dos cuando Edgar organizó una importante fusión. El padre de Lenny perdió su empleo. Recuerdo haber visto al señor Marcus sentado con los hombros hundidos en la mesa de la cocina, metiendo meticulosamente su curriculum en sobres. No encontró trabajo y murió dos años después de un infarto.
   Nada podría convencer a Lenny de que los dos hechos no estaban relacionados.
   – ¿Seguro que no quieres que te acompañe? -preguntó.
   – No, no te preocupes.
   – ¿Llevas el móvil?
   Se lo mostré.
   – Llámame si necesitas algo.
   Le di las gracias y lo dejé marchar. El chófer me abrió la puerta. Subí al coche con dificultad. El trayecto no era largo. Kasselton, Nueva Jersey. Mi ciudad natal. Pasamos por las casas de dos pisos de los sesenta, los ranchos de los setenta, los revestimientos de aluminio de los ochenta, las mansiones de los noventa. En un punto la arboleda se hizo más densa. Las casas estaban más apartadas de la carretera, protegidas por vegetación, alejadas de las personas sucias que pudieran pasar por allí. Nos acercábamos al dinero viejo, a la tierra exclusiva que siempre olía a otoño y leña ardiendo.
   La familia Portman se había instalado en aquella parcela inmediatamente después de la guerra civil. Como casi todo el Jersey de las afueras, aquello había sido campo de cultivo. El tatarabuelo Portman fue vendiendo hectárea tras hectárea y amasó una fortuna. Todavía tienen siete hectáreas, y es una de las propiedades más extensas de la zona. Al entrar en el paseo, mis ojos se desviaron hacia la izquierda, donde estaba el cementerio familiar.
   Pude ver un pequeño montículo de tierra fresca.
   – Pare el coche -dije.
   – Perdone, doctor Seidman -contestó el chófer-, pero me han pedido que lo llevara directamente a la casa grande.
   Estaba a punto de protestar, pero decidí no hacerlo. Esperé a que el coche se detuviera ante la puerta principal. Bajé y volví por el paseo. Oí que el chófer me llamaba.
   – ¿Doctor Seidman?
   Seguí caminando. Volvió a llamarme. No le hice caso. A pesar de la escasez de lluvias, la hierba era de un verde normalmente exclusivo de la selva tropical. El jardín de rosas estaba en plena floración: una explosión de color.
   Intenté acelerar el paso, pero todavía sentía como si la piel se me fuera a desgarrar. Fui más despacio. Aquélla era sólo mi tercera visita a la finca de la familia Portman -en mi juventud la había visto por fuera docenas de veces- y nunca había estado en el cementerio familiar. De hecho, como tantas personas racionales, había hecho un esfuerzo por evitarlo. La idea de enterrar a tus familiares en el patio de atrás como un animal doméstico… era una de las cosas que los ricos hacen y que las personas normales no logran entender. O no desean entender.
   La verja que rodeaba el cementerio tendría medio metro de alto y era de un blanco deslumbrante. Pensé que la habían pintado expresamente para la ocasión. Crucé la puerta superflua y pasé junto a las lápidas modestas sin dejar de mirar el montículo de tierra. Cuando llegué al lugar, sentí un escalofrío. Miré hacia abajo.
   Sí, una tumba recientemente excavada. Todavía sin lápida. El poste, con caligrafía de invitación de boda, decía sencillamente:
 
   NUESTRA MONICA.
 
   Me quedé allí parpadeando. Monica. Mi preciosa de mirada salvaje. Nuestra relación había sido turbulenta: un caso clásico de demasiada pasión al principio e insuficiente cerca del final. No sé por qué pasa. Monica era diferente, eso está claro. Al principio, aquel chisporroteo, aquella excitación, había sido un atractivo. Después, los cambios de humor sencillamente me provocaban fatiga. No tuve paciencia para ahondar más.
   Mirando el montón de tierra, me asaltó un doloroso recuerdo. Dos noches antes del ataque, vi que Monica había estado llorando cuando entré en el dormitorio. No era la primera vez. Ni mucho menos. Interpretando mi papel en el escenario que era nuestra vida, le pregunté qué le pasaba, pero sin poner el corazón en ello. Antes sabía preguntar con más interés. Monica nunca contestaba. Intentaba abrazarla. Se ponía rígida. Al cabo del tiempo, su falta de respuesta me resultaba agotadora, y tomó el aspecto del chico que grita «el lobo» y que acaba por helarte el corazón. Vivir con alguien depresivo es así. No puedes estar preocupado todo el tiempo. Llega un punto en que empiezas a enfadarte.
   O al menos esto es lo que me decía a mí mismo.
   Pero aquella vez había algo diferente: Monica me contestó. No fue una respuesta larga. Una frase. «No me quieres», dijo. Nada más. No lo decía con compasión. «No me quieres.» Y mientras yo emitía las consabidas protestas, me pregunté si tenía razón.
   Cerré los ojos y dejé que aquellos pensamientos me empaparan. Había sido difícil, pero los últimos seis meses al menos, habíamos tenido una escapatoria, un centro de calma y calor en nuestra hija. Miré hacia el cielo, volví a parpadear, y luego miré de nuevo el montículo que cubría a mi volátil esposa.
   – Monica -dije en voz alta.
   Y después le hice una última promesa.
   Juré sobre su tumba que encontraría a Tara.
 
   Un criado, un mayordomo o un ayudante, o como se llamen ahora, me acompañó por el pasillo a la biblioteca. La decoración era comedida, pero inequívocamente rica: suelos oscuros de madera pulida con alfombras orientales sencillas, muebles americanos antiguos, más sólidos que ornamentales. A pesar de su riqueza y su gran extensión de terreno, Edgar no era de los que hacía ostentación. Para él la expresión «nuevo rico» era una expresión maldita, impronunciable.
   Vestido con una americana azul de cachemir, Edgar se levantó de su inmensa mesa de roble. Había una pluma de oca sobre la mesa -de su bisabuelo, creo- y dos bustos de bronce, uno de Washington y otro de Jefferson. Me sorprendió encontrar allí también al tío Carson. Cuando me había visitado en el hospital, yo estaba demasiado débil para abrazarlo. Carson se resarció de ello en aquel momento. Me abrazó y yo me apoyé en él en silencio. Él también olía a otoño y a leña quemada.
   No había fotografías en la habitación, ni instantáneas de vacaciones familiares, ni retratos escolares, ni fotos del hombre y su señora en una fiesta benéfica. La verdad es que no recordaba haber visto ninguna fotografía en la casa.
   – ¿Cómo te encuentras, Marc? -preguntó Carson.
   Le dije que estaba todo lo bien que era de esperar y me volví hacia mi suegro. Edgar no salió de detrás de la mesa. No nos abrazamos. De hecho, ni siquiera nos estrechamos la mano. Me indicó una silla frente a su mesa.
   No conocía muy bien a Edgar. Sólo nos habíamos visto tres veces. No sé cuánto dinero tiene, pero incluso fuera de su finca, incluso en una calle de la ciudad o en una parada de autobús, incluso desnudo, qué caramba, se veía que el dinero de los Portman venía de lejos. Monica también tenía el porte, algo que queda incrustado a lo largo de generaciones, algo que no puede enseñarse, algo que puede ser genético. La decisión de Monica de vivir en nuestra relativamente modesta casa era quizás una forma de rebeldía.
   Odiaba a su padre.
   Tampoco a mí me entusiasmaba, seguramente porque había conocido a algunos de su clase. Edgar se considera una persona hecha a sí misma, pero había ganado su dinero como se acostumbra: lo heredó. No conozco a muchas personas super ricas, pero he notado que cuanto más has recibido en bandeja de plata, más te quejas de la seguridad social de las madres y de los subsidios del gobierno. Es curioso. Edgar pertenece a esa clase única de los elegidos que se han engañado hasta creer que se merecen su posición porque se la han ganado trabajando duramente. Todos necesitamos justificarnos, por supuesto, y si nunca has tenido que arreglártelas por ti mismo, si vives entre lujos y no has hecho nada para merecerlos, bueno, imagino que eso agrava tus inseguridades. Pero no debería convertirte en un pedante, encima.
   Me senté. Edgar me imitó. Carson se quedó de pie. Miré fijamente a Edgar. Tenía la figura rechoncha de los bien alimentados. Su cara no tenía un solo ángulo. El color rosado normal de sus mejillas, tan alejadas del hueso, había desaparecido del todo. Entrelazó los dedos y los apoyó sobre la barriga. En cierto modo me sorprendió ver lo hundido, agotado y minado que parecía.
   He dicho que me sorprendió porque Edgar siempre me había parecido un egocéntrico puro, una persona cuyo propio dolor y placer triunfaban sobre todos los demás, una persona que creía que los que habitaban el espacio que le rodeaba no eran más que un escaparate para su propio entretenimiento. Edgar ya había perdido dos hijos. Su hijo, Eddie IV, había muerto en accidente conduciendo en estado de embriaguez hacía dos años. Según Monica, Eddie cruzó la línea amarilla doble y se lanzó contra la casa a propósito. Por algún motivo, ella culpaba a su padre. Le culpaba de muchas cosas.
   También está la madre de Monica. Sólo la he visto una vez. «Descansa» mucho. Se toma «largas vacaciones». En resumen, entra y sale de los psiquiátricos. Cuando la vi, mi suegra estaba disfrazada para alguna reunión social, bien vestida y maquillada, preciosa y demasiado pálida, con los ojos vacíos y la lengua pesada, el paso incierto.
   Exceptuando al tío Carson, Monica estaba enemistada con su familia. Como es fácil imaginar, no me importaba en absoluto.
   – ¿Querías verme? -pregunté.
   – Sí, Marc. Sí.
   Esperé.
   Edgar apoyó las manos sobre la mesa.
   – ¿Querías a mi hija?
   Me pilló desprevenido, aunque logré contestar sin vacilar:
   – Muchísimo.
   Me pareció que intuía la mentira. Me esforcé por mirarle con firmeza.
   – Pero ella no era feliz.
   – No creo que puedas echarme la culpa a mí de eso -dije.
   – Tienes razón -concedió asintiendo lentamente con la cabeza.
   Pero mi pase de defensa no sirvió de nada. Las palabras de Edgar habían sido como un golpe seco. La culpabilidad volvía con toda su fuerza.
   – ¿Sabías que iba a un psiquiatra? -preguntó Edgar.
   Primero miré a Carson, y después a Edgar.
   – No.
   – No quería que nadie lo supiera.
   – ¿Cómo lo descubriste?
   Edgar no contestó. Se miró fijamente las manos. Luego dijo:
   – Quiero mostrarte algo.
   Miré de reojo al tío Carson. Tenía la mandíbula rígida. Me pareció ver que temblaba. Volvía a mirar a Edgar.
   – De acuerdo.
   Edgar abrió un cajón del escritorio, metió la mano y sacó una bolsa de plástico. Levantó la bolsa para que la viera, sosteniéndola por un extremo con el dedo índice y el pulgar. Tardé un poco, pero cuando comprendí lo que era, se me desencajaron los ojos.
   Edgar vio mi reacción.
   – ¿Lo reconoces, pues?
   Primero no podía hablar. Eché una mirada a Carson. Tenía los ojos rojos. Volví a mirar a Edgar y asentí torpemente. Dentro de la bolsa de plástico había un pequeño bulto de ropa, de unos seis por seis centímetros. El estampado era uno que yo había visto hacía dos semanas, momentos antes de que me dispararan.
   Rosa con pingüinos negros.
   Mi voz fue apenas un susurro.
   – ¿De dónde lo has sacado?
   Edgar me alargó un gran sobre marrón, de ésos con burbujitas por dentro. Estaban protegidas con un plástico. Le di la vuelta. El nombre y la dirección de Edgar estaban impresos sobre una etiqueta blanca. No había remitente. El matasellos decía Nueva York.
   – Ha llegado con el correo de hoy -dijo Edgar, y señaló el bulto-. ¿Es de Tara?
   Creo que dije que sí.
   – Hay más -dijo Edgar. Volvió a meter la mano en el cajón-,, Me he tomado la libertad de meterlo todo en bolsas de plástico. Por si la Policía necesita analizarlo.
   Me alargó algo que parecía una bolsa de envasado al vacío. Esta vez más pequeña. Contenía pelos. Pequeños mechones de pelo. Cada vez más asustado, me di cuenta de lo que estaba viendo. Se me cortó la respiración.
   Pelo de bebé.
   De lejos, oí que Edgar preguntaba:
   – ¿Son suyos?
   Cerré los ojos e intenté imaginarme a Tara en la cuna. Me di cuenta con horror de que la imagen de mi hija se estaba desvaneciendo ante mis ojos. ¿Cómo era posible? Ya no estaba seguro si veía un recuerdo o algo que había evocado para sustituir lo que empezaba a olvidar. Maldita sea. Las lágrimas me hacían presión en los párpados. Intenté recuperar el tacto suave de la cabecita de mi hija, la forma en que la acariciaba con el dedo.
   – ¿Marc?
   – Podrían serlo -contesté, abriendo los ojos-. Pero no puedo estar seguro.
   – Algo más -dijo Edgar.
   Me pasó otra bolsa de plástico. Cautelosamente, dejé la bolsa con los pelos sobre la mesa. Cogí la otra bolsa. Dentro había una hoja de papel. Una nota impresa con impresora láser.
 
   Si te pones en contacto con las autoridades, desapareceremos. Nunca sabrás lo que le ha sucedido. Te estaremos observando. Lo sabremos. Tenemos a un hombre dentro. Tus llamadas son escuchadas. No hables de esto por teléfono. Sabemos que tú, abuelo, eres rico. Queremos dos millones de dólares. Queremos que tú, papá, entregues el rescate. Tú, abuelo, prepararás el dinero. Adjuntamos un móvil. Es imposible de identificar. Pero si marcas o lo utilizas de algún modo, lo sabremos. Desapareceremos y nunca volverás a ver a la niña. Prepara el dinero. Dáselo a papá. Papá, guarda el dinero y el teléfono cerca de ti. Vete a casa y espera. Te llamaremos y te diremos lo que tienes que hacer. Si te desvías de lo que pedimos, no volverás a ver a tu hija. No habrá otra oportunidad.
 
   La sintaxis era rara, por decirlo suavemente. Leí la nota tres veces y luego miré a Edgar y a Carson. Una extraña calma se apoderó de mí. Sí, era terrorífico, pero recibir aquella nota… también era un alivio. Por fin había sucedido algo. Ahora podíamos actuar. Podíamos recuperar a Tara. Había esperanza.
   Edgar se puso de pie y se dirigió a un rincón de la habitación. Abrió la puerta de un armario y sacó una bolsa de deporte con el logo de Nike. Sin más preámbulo, dijo:
   – Está todo aquí.
   Me tiró la bolsa sobre las rodillas. La miré.
   – ¿Dos millones de dólares?
   – Los billetes no son secuenciales, pero tenemos una lista de todos los números de serie, por si acaso.
   Miré a Carson y luego a Edgar.
   – ¿No creéis que debamos ponernos en contacto con el FBI?
   – No, francamente, no. -Edgar se sentó sobre la mesa, y cruzó los brazos delante del pecho. Olía a loción de barbero, pero percibí algo más primitivo, más rancio, por debajo. De cerca, sus ojos mostraban ojeras oscuras de agotamiento-. Tú decides, Marc. Tú eres el padre. Respetaremos tu decisión. Pero, como sabes, he tenido malas experiencias con las autoridades federales. Puede que mi punto de vista esté influido por mi convencimiento acerca de su incompetencia; o quizá me pese más saber cómo se dejan influir por sus propios intereses. Si fuera mi hija, confiaría más en mi juicio que en el suyo.
   No estaba seguro de lo que debía decir o hacer. Edgar se encargó de esto. Dio una palmada y luego señaló la puerta.
   – La nota dice que debes irte a casa y esperar. Creo que es mejor que obedezcas.
 
   

Capítulo 3

   Me esperaba el mismo chófer. Subí al asiento trasero, con la bolsa Nike apretada contra el pecho. Mis emociones oscilaban entre un miedo cerval y una extraña sensación de euforia. Podía recuperar a mi hija. Podía estropearlo todo.
   Pero, primero: ¿debía llamar a la Policía?
   Intenté calmarme, sopesarlo fríamente, a distancia, valorando los pros y los contras. Pero era imposible, evidentemente. Soy médico. He tomado decisiones de vida o muerte otras veces. Sé que la mejor forma de hacerlo es eliminando de la ecuación el peso, el exceso de ardor. Pero la vida de mi hija estaba en peligro. Mi propia hija. Repitiendo lo que había dicho al principio: mi mundo.
   La casa que Monica y yo compramos está literalmente a cuatro pasos de la casa donde crecí y donde siguen viviendo mis padres. Respecto a esto me siento ambivalente. No me gusta vivir tan cerca de mis padres, pero me disgusta más la sensación de culpabilidad de tenerlos abandonados. Mi compromiso es: vivir cerca de ellos y viajar mucho.
   Lenny y Cheryl viven a cuatro travesías de distancia, cerca de Kasselton Malí, en la casa donde vivían los padres de Cheryl. Sus padres se mudaron a Florida hace seis años. Tienen un piso en la vecina Roseland, de modo que pueden visitar a sus nietos y huir de los calurosos veranos del Estado Soleado.
   No me gusta especialmente vivir en Kasselton. La ciudad ha cambiado muy poco en los últimos treinta años. En mi juventud, nos mofábamos de nuestros padres, de su materialismo y de sus valores aparentemente inútiles. Ahora somos nuestros padres. Simplemente los hemos sustituido, hemos apartado a mamá y a papá a algún pueblo de jubilados. Y nuestros hijos nos han sustituido. Pero el Luncheonette de Maury sigue en la avenida Kasselton. El cuerpo de bomberos sigue estando formado en su mayoría por voluntarios. La Liga Juvenil se sigue jugando en el Northland Field. Los cables de alta tensión siguen pasando demasiado cerca de mi antigua escuela primaria. El bosque de detrás de la casa de los Brenner en Rockmont Terrace sigue siendo el lugar adonde van los chicos a pasar el rato y a fumar. El instituto sigue teniendo de cinco a ocho finalistas nacionales al año, sólo que cuando yo era adolescente la lista era mayoritariamente judía y hoy se inclina hacia la comunidad asiática.
   Doblamos a la derecha en la avenida Monroe y pasamos delante de la casa de dos pisos donde crecí. Con su pintura blanca y sus persianas negras, con la cocina, la salita, y el comedor tres escalones a la izquierda y el estudio y la entrada del garaje dos escalones a la derecha, nuestra casa, quizás un poco más desvencijada que otras, era casi imposible de distinguir de las demás guaridas de la calle. Lo que la distinguía, de hecho lo único, era la rampa para la silla de ruedas. La pusimos después de que mi padre tuviera el tercer infarto cuando yo tenía doce años. Mis amigos y yo la usábamos para patinar. Construimos una plataforma de madera contrachapada y ladrillos de ceniza y la colocamos al pie.
   El coche de la enfermera estaba en el paseo. Viene durante el día. No tenemos a nadie las veinticuatro horas. Hace casi dos décadas que mi padre está en silla de ruedas. No puede hablar. Tiene la parte izquierda de la boca torcida hacia abajo. La mitad del cuerpo totalmente paralizada y la otra mitad no está mucho mejor.
   Cuando el chófer tomó el desvío de Darby Terrace, vi que mi casa -nuestra casa- parecía igual que hacía unas semanas. No sé lo que me había esperado. Tal vez cinta amarilla de la Policía. O grandes manchas de sangre. Pero nada hacía sospechar lo que había ocurrido allí dos semanas antes.
   Cuando compré la casa, la familia Levinsky había vivido allí durante treinta y seis años, pero nadie los conocía bien. La señora Levinsky era una mujer amable aparentemente, con un tic facial. El señor Levinsky era un ogro que siempre le gritaba desde el jardín. Le teníamos miedo. Una vez, vimos a la señora Levinsky saliendo de la casa a todo correr en camisón, y al señor Levinsky persiguiéndola con una pala. Los niños cruzábamos todos los jardines menos el suyo. Cuando acabé la universidad, corrieron rumores de que había abusado de su hija Dina, una niña desamparada de ojos tristes y pelo lacio con la que yo había ido a la escuela desde el primer curso. Viéndolo en perspectiva, recuerdo haber estado en una docena de cursos con Dina Levinsky y no recuerdo haberla oído hablar más que en susurros y esto cuando la obligaba algún profesor bien intencionado. Nunca intenté acercarme a Dina. No sé qué habría podido hacer por ella, pero aun así me gustaría haberlo intentado.
   En algún momento de aquel año, cuando los rumores de los abusos a Dina tomaron cuerpo, los Levinsky habían hecho las maletas y se habían marchado. Nadie sabía dónde. El banco se quedó con la casa y empezó a alquilarla. Monica y yo hicimos una oferta unas semanas antes de que naciera Tara.
   Cuando nos instalamos, al principio me quedaba despierto por la noche escuchando, no sé bien qué, alguna clase de sonido, señales del pasado de la casa, de la infelicidad que se había vivido allí. Intentaba imaginar cuál había sido la habitación de Dina y lo que había sufrido, lo que sentía ahora, pero no encontré ninguna pista. Como he dicho antes, una casa son ladrillos y mortero. Nada más.
   Dos coches desconocidos estaban aparcados delante de mi casa. Mi madre estaba esperando en la puerta. Cuando bajé del coche, me recibió como si fuera un prisionero de guerra recién llegado. Me abrazó fuerte y me envolvió en un vaho de perfume. Todavía tenía la bolsa Nike con el dinero en la mano, de modo que no pude devolver el abrazo.
   Por encima del hombro de mi madre vi al detective Bob Regan salir de la casa. Con él salió un negro corpulento con el pelo rapado, el cráneo reluciente y gafas de sol de diseño. Mi madre susurró:
   – Te están esperando.
   Asentí con la cabeza y me acerqué a ellos. Regan se protegió los ojos con una mano, pero sólo era una pose. El sol no era tan fuerte. El negro permaneció inmóvil.
   – ¿Dónde estaba? -preguntó Regan. Como no contesté en seguida, añadió-: Hace más de una hora que salió del hospital.
   Pensé en el móvil que llevaba en el bolsillo. Pensé en la bolsa de dinero que tenía en la mano. Por ahora, les diría sólo semiverdades.
   – He ido a visitar la tumba de mi esposa -dije.
   – Tenemos que hablar, Marc.
   – Entremos -contesté.
   Entramos todos en la casa. Me paré en el recibidor. Habían encontrado el cadáver de Monica a menos de tres metros de donde estaba yo. Desde la entrada, examiné las paredes, buscando alguna señal de violencia. Sólo había una. Y la encontré casi en seguida. Sobre la litografía de Behrens, junto a la escalera, alguien había tapado un agujero de bala, el que había hecho la única bala que no nos había dado ni a Monica ni a mí. El parche era demasiado blanco para la pared. Se necesitaba una mano de pintura.
   Lo miré fijamente largo rato. Oí que alguien se aclaraba la garganta. Esto me hizo salir de mi ensimismamiento. Mi madre me acarició la espalda y luego se fue a la cocina. Acompañé a Regan y su compañero a la sala. Se sentaron en un par de butacas. Yo me senté en el sofá. Monica y yo no habíamos terminado de decorar la casa. Las butacas habían pertenecido a mi dormitorio de la universidad y se notaba. El sofá procedía del piso de Monica, y era una pieza usada que parecía salida de un almacén de Versalles. Era pesado y rígido e, incluso en sus mejores días, muy poco mullido.
   – Le presento al agente especial Lloyd Tickner -empezó Regan, señalando al negro-. Es del FBI.
   Tickner asintió con la cabeza. Yo le correspondí con una inclinación.
   Regan intentó sonreírme.
   – Veo que ya se encuentra mejor. Me alegro -empezó.
   – No me encuentro mejor -dije.
   Se quedó desconcertado.
   – No estaré mejor hasta que recupere a mi hija.
   – Claro, por supuesto. Precisamente. Queremos hacerle algunas preguntas, si no le importa.
   Les comuniqué que no me importaba.
   Regan tosió tapándose la boca con la mano, para ganar tiempo.
   – Quiero que entienda algo. Tenemos que hacerle unas preguntas. No es que me guste y seguro que a usted tampoco, pero son preguntas necesarias. ¿Lo comprende?
   No lo comprendía, pero no tenía ganas de discutir.
   – Adelante -dije.
   – ¿Qué puede decirnos sobre su matrimonio?
   Una luz de advertencia me cruzó el córtex.
   – ¿Qué tiene que ver mi matrimonio con todo esto?
   Regan se encogió de hombros. Tickner permaneció inmóvil.
   – Tenemos que encajar algunas piezas.
   – Mi matrimonio no tiene nada que ver con esto.
   – Seguro que tiene razón, pero mire, Marc, lo cierto es que el rastro se está enfriando. Cada día que pasa nos perjudica. Tenemos que explorar todas las vías.
   – La única vía que me interesa es la que conduce a mi hija.
   – Lo comprendemos. Éste es el punto central de la investigación. Descubrir qué le ha ocurrido a su hija. Y también a usted. No olvidemos que alguien también intentó matarle.
   – Claro.
   – Pero no podemos ignorar las otras cuestiones.
   – ¿Qué cuestiones?
   – Su matrimonio, por ejemplo.
   – ¿Qué pasa?
   – Cuando se casaron, Monica estaba embarazada, ¿no es cierto?
   – ¿Qué tiene que…?-Me detuve.
   Tenía ganas de atacar con toda mi ira, pero recordé las palabras de Lenny. No hables con la Policía sin que yo esté delante. Debería llamarle. Lo sabía. Pero algo en su tono y su postura… si ahora callaba y decía que quería llamar a mi abogado, me haría parecer culpable. No tenía nada que ocultar. ¿Por qué alimentar sus sospechas? Con esto sólo los distraería. Por supuesto que sabía que así era como trabajaban, como funcionaba la Policía, pero yo soy médico; y lo que es peor, cirujano. A menudo cometemos el error de creernos más listos que nadie.
   Me decidí por la sinceridad.
   – Sí, estaba embarazada. ¿Y qué?
   – Es cirujano plástico, ¿no?
   El cambio de tema me descolocó.
   – Sí, lo soy.
   – Usted y su socia viajan al extranjero y reparan fisuras palatales, traumas faciales graves, quemaduras, cosas por el estilo.
   – Más o menos, sí.
   – Entonces, ¿viaja mucho?
   – Bastante -dije.
   – De hecho -intervino Regan- en los dos años anteriores a su matrimonio, ¿sería justo decir que estuvo más tiempo fuera del país que dentro?
   – Es posible -contesté. Me revolví entre los duros cojines-. ¿Podría explicarme adonde quiere ir a parar?
   Regan me dirigió su mejor sonrisa.
   – Sólo queremos hacernos una idea general.
   – ¿Una idea de qué?
   – Su socia… -echó un vistazo a sus notas-, una tal señora Zia Leroux.
   – Doctora Leroux -corregí.
   – Doctora Leroux, sí, gracias. ¿Dónde está ahora?
   – En Camboya.
   – ¿Está operando a niños con deformidades?
   – Sí.
   Regan inclinó la cabeza, simulando confusión.
   – ¿No era usted el que en principio tenía que hacer este viaje?
   – Hace mucho tiempo.
   – ¿Cuánto tiempo?
   – No sé si le entiendo.
   – ¿Cuánto tiempo hace que anuló su viaje?
   – No lo sé -dije-. Ocho o nueve meses, más o menos.
   – Y por eso la doctora Leroux ha ido en su lugar, ¿correcto?
   – Sí, es correcto. ¿Y todo esto me lo pregunta por…?
   No mordió el anzuelo.
   – Le gusta su trabajo, ¿verdad, Marc?
   – Sí.
   – ¿Le gusta viajar al extranjero? ¿Y hacer este loable trabajo?
   – Claro.
   Regan se rascó la cabeza con exageración, fingiendo de la manera más burda su desconcierto.
   – Entonces, si le gusta viajar, ¿por qué anuló el viaje y dejó que fuera la doctora Leroux en su lugar?
   Ahora veía a donde quería ir a parar.
   – Intentaba limitarlos -dije.
   – Se refiere a sus viajes.
   – Sí.
   – ¿Por qué?
   – Porque tenía otras obligaciones.
   – Y estas obligaciones eran su esposa y su hija, ¿correcto?
   Me incorporé un poco y le miré a los ojos.
   – La razón -dije-. ¿Todo esto tiene alguna razón?
   Regan se echó atrás. El silencioso Tickner hizo lo mismo.
   – Sólo queremos hacernos una idea general, nada más.
   – Eso ya me lo había dicho.
   – Vale, espere un momento -dijo Regan, y ojeó su cuaderno-. Vaqueros y una blusa roja.
   – ¿Qué?
   – Su esposa -añadió señalando sus notas-. Dijo que llevaba vaqueros y una blusa roja aquella mañana.
   Me inundaron más imágenes de Monica. Intenté detener la marea.
   – ¿Y qué?
   – Cuando encontramos el cuerpo -dijo Regan-, estaba desnuda.
   Los temblores empezaron en el corazón. Se me esparcieron por los brazos, y me cosquillearon los dedos.
   – ¿No lo sabía?
   Tragué saliva.
   – ¿La…? -Me quedé sin habla.
   – No -dijo Regan-. No tenía ninguna señal, aparte de los agujeros de bala. -Contestó dedicándome de nuevo aquella inclinación de cabeza de «ayúdeme a entender»-. La encontramos muerta en esta habitación. ¿Tenía costumbre de pasearse sin ropa?
   – Ya se lo he dicho -alegué abrumado. Intenté procesar aquellos nuevos datos, seguir su ritmo-. Llevaba vaqueros y una blusa roja.
   – Entonces, ¿estaba vestida?
   Recordé el ruido de la ducha. La recordé saliendo de ella, echándose el pelo hacia atrás, estirándose en la cama, subiéndose los vaqueros por las caderas.
   – Sí.
   – ¿Seguro?
   – Seguro.
   – Hemos buscado por toda la casa. No hemos encontrado ninguna blusa roja. Vaqueros sí. Tenía varios. Pero ninguna blusa roja. ¿No le parece raro?
   – Espere un momento -dije-. ¿La ropa no estaba junto a su cuerpo?
   – No.
   Aquello no tenía sentido.
   – Pues miraré en su armario -dije.
   – Ya lo hemos mirado, pero si quiere, adelante. De todos modos, sigo sin entender cómo puede acabar en el armario la ropa que llevaba puesta.
   No tenía respuesta.
   – ¿Tiene pistola, doctor Seidman?
   Otro cambio de tema. Intentaba seguirle, pero la cabeza me daba vueltas.
   – Sí.
   – ¿De qué clase?
   – Una Smith and Wesson del treinta y ocho. Era de mi padre.
   – ¿Dónde la guarda?
   – Hay un compartimento en el armario del dormitorio. Está en el estante de arriba, en una caja fuerte.
   – ¿Es ésta?
   – Sí.
   – Ábrala.
   Me la tiró. La atrapé. El metal gris azulado estaba frío. Era asombrosamente ligera. Giré la combinación correcta en el disco y la abrí.
   Busqué entre los documentos legales -el título de propiedad del coche, la escritura de la casa, la tasación de la propiedad-, sólo lo hice para ganar tiempo. Ya lo sabía. La pistola había desaparecido.
   – Usted y su esposa fueron tiroteados con una treinta y ocho -dijo Regan-. Y la suya ha desaparecido.
   Me quedé mirando la caja, como si esperara que el arma apareciera de repente. Intentaba entender, pero no se me ocurría nada.
   – ¿Tiene idea de dónde puede estar el arma?
   Negué con la cabeza.
   – Y otra cosa rara -dijo Regan.
   Lo miré.
   – Les dispararon con diferentes treinta y ocho.
   – ¿Cómo dice?
   – Sí -prosiguió, asintiendo con la cabeza-, a mí también me costó creerlo. Hice que en balística lo comprobaran dos veces. A usted y a su esposa les dispararon con dos armas diferentes, las dos eran treinta y ocho… y la suya ha desaparecido. -Se encogió de hombros teatralmente-. Ayúdeme a entender, Marc.
   Los miré a la cara. No me gustó lo que vi. Recordé la advertencia de Lenny, esta vez con más insistencia.
   – Quiero llamar a mi abogado -dije.
   – ¿Está seguro?
   – Sí.
   – Adelante.
   Mi madre había estado esperando ante la puerta de la cocina, retorciéndose las manos. ¿Cuánto habría oído? A juzgar por su expresión, demasiado. Mi madre me miró expectante. Yo asentí con la cabeza y ella fue a llamar a Lenny. Crucé los brazos, pero no me sentí mejor. Golpeé el suelo con los pies. Tickner se quitó las gafas. Me miró a los ojos y habló por primera vez.
   – ¿Qué hay en la bolsa? -preguntó.
   Me limité a mirarlo.
   – La bolsa de deporte que ha traído. -Siguió Tickner, y su voz contrastó con su aspecto hosco, tenía un ritmo poco convencional, era casi como un gimoteo-. ¿Qué contiene?
   Había sido un error. Habría debido hacer caso a Lenny. Debería haberle llamado al principio. Ahora no sabía qué contestar. Por detrás, oí que mi madre metía prisa a Lenny. Yo estaba elaborando una respuesta que sirviera como un pretexto medio cierto, pero ninguno me parecía convincente, cuando un ruido desvió mi atención.
   El móvil, el que los secuestradores habían mandado a mi suegro, empezó a sonar.
 
   

Capítulo 4

   Tickner y Regan esperaron a que yo contestara.
   Me disculpé, levantándome antes de que tuvieran tiempo de reaccionar. Busqué el teléfono con la mano mientras salía al exterior de la casa. El sol me golpeó en la cara. Parpadeé y miré el teclado. La tecla de respuesta del teléfono estaba situada en un lugar diferente del de mi móvil. Al otro lado de la calle, dos niñas con cascos pintados de colores montaban en bicis llamativas. Del manillar de una de ellas colgaban tiras de cinta rosa.
   Cuando yo era pequeño, en aquel barrio vivía más de una docena de niños de mi edad. Nos reuníamos al salir de la escuela. No recuerdo a qué jugábamos -nunca nos organizamos como para jugar un partido de baloncesto por ejemplo-, pero siempre había que esconderse y buscarse y siempre añadíamos alguna clase de violencia fingida (o al borde de lo real). La infancia en los barrios de las afueras es supuestamente una época de inocencia, pero ¿cuántos de aquellos días terminaron con lágrimas, al menos para un niño? Discutíamos, cambiábamos de aliados, hacíamos declaraciones de amistad y guerra, y como casos de memoria a corto plazo, lo habíamos olvidado todo al día siguiente. Cada tarde, borrón y cuenta nueva. Se formaban otras coaliciones. Un niño diferente volvía a casa llorando.
   Por fin encontré la tecla correcta. La apreté con el pulgar y me llevé el móvil al oído, todo en un solo movimiento. Me latía fuertemente el corazón dentro de la caja torácica. Me aclaré la garganta y, sintiéndome idiota, dije simplemente:
   – ¿Diga?
   – Contesta sí o no. -La voz tenía el tono robótico de los sistemas telefónicos de atención al cliente, los que te informan que si quieres un servicio aprietes uno, y si deseas comprobar el estado de tu encargo aprietes dos.
   – ¿Tienes el dinero?
   – Sí.
   – ¿Sabes dónde está Garden State Plaza?
   – En Paramus -dije.
   – Exactamente dentro de dos horas quiero que aparques en el aparcamiento norte. Está cerca de Nordstrom. Sección Nueve. Alguien se acercará a tu coche.
   – Pero…
   – Si no estás solo, desapareceremos. Si te siguen, desapareceremos. Si huelo un policía, desapareceremos. No habrá segundas oportunidades. ¿Entendido?
   – Sí, pero…
   Clic.
   Dejé caer la mano junto al cuerpo. El atontamiento me empapó. No intenté evitarlo. Las niñas del otro lado de la calle se habían puesto a discutir. No oía bien lo que decían, pero la palabra «mi» salía mucho, una simple sílaba pronunciada con fuerza. Un SUV dobló la esquina a toda velocidad. Lo observé como si estuviera por encima de todo. Chirriaron los frenos. La puerta del conductor se abrió antes de que el coche se hubiera detenido por completo.
   Era Lenny. Me echó un vistazo y se me acercó.
   – ¿Marc?
   – Tenías razón -dije, y señalé la casa con la cabeza. Regan se había situado junto a la puerta-. Creen que estoy implicado.
   La expresión de Lenny se ensombreció. Entornó los ojos, y sus pupilas se convirtieron en cabezas de aguja. En los deportes, a esto se le llama poner «cara de partido». Lenny se estaba convirtiendo en Cujo. Miró fijamente a Regan como si estuviera decidiendo qué extremidad se zamparía primero.
   – ¿Has hablado con ellos?
   – Un poco -respondí.
   – ¿No les dijiste que querías un abogado?
   – Al principio no.
   – Por Dios, Marc, te lo dije…
   – He recibido una petición de rescate.
   Esto hizo que Lenny se contuviera. Miré mi reloj. Paramus estaba a una distancia de cuarenta minutos en coche. Con el tráfico, podía llegar a tardar una hora. Tenía tiempo, pero no demasiado. Empecé a poner a Lenny al corriente. Éste echó otra mirada asesina a Regan y me alejó aún más de la casa. Nos paramos en el bordillo, aquellas piedras grises tan familiares que se ponen en los límites de las propiedades a modo de dentaduras, y entonces, como dos chiquillos, nos agachamos y nos sentamos. Teníamos las rodillas en la barbilla. Veía la piel de Lenny entre el calcetín marrón y el dobladillo del pantalón. Aquella posición era incomodísima. El sol nos daba en los ojos. Los dos mirábamos hacia delante más que mirarnos el uno al otro, como hacíamos de pequeños. Era más fácil confesarse así.
   Hablé rápidamente. A media explicación, Regan empezó a acercarse. Lenny se volvió hacia él y gritó:
   – ¡Sus pelotas!
   Regan se detuvo.
   – ¿Qué?
   – ¿Va a arrestar a mi cliente?
   – No.
   Lenny señaló la entrepierna de Regan.
   – Voy a broncearlas colgándolas de mi retrovisor. Si da un solo paso.
   – Tenemos que hacer algunas preguntas a su cliente -dijo Regan poniéndose rígido.
   – Muy mal. Vaya a abusar de los derechos de otro con un abogado más tonto.
   Lenny hizo un gesto despreciativo y me indicó que continuara. Regan no parecía contento, pero retrocedió un par de pasos. Volví a mirar el reloj. Sólo habían transcurrido cinco minutos desde la llamada de rescate. Terminé mi relato mientras Lenny mantenía su mirada láser fija en Regan.
   – ¿Quieres mi opinión? -me preguntó.
   – Sí.
   – Creo que deberías decírselo -dijo, todavía furibundo.
   – ¿Estás seguro?
   – Caramba, no.
   – ¿Tú lo harías si fuera uno de tus hijos?
   Lenny se concedió unos segundos.
   – No puedo ponerme en tu lugar, si es lo que me pides. Pero sí, creo que lo haría. Es una cuestión de probabilidades. Aumentan cuando se lo dices a la Policía. No significa que siempre salga bien, pero ellos son los expertos. Nosotros no. -Lenny apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos, una pose de juventud-. Ésta es la opinión del Lenny amigo -siguió-. Lenny el amigo te animaría a contárselo.
   – ¿Y el Lenny abogado? -pregunté.
   – Insistiría aún más. Te recomendaría encarecidamente que fueras sincero.
   – ¿Por qué?
   – Si sales con dos millones de dólares y desaparecen, incluso si recuperas a Tara, sus sospechas, por decirlo suavemente, se multiplicarán.
   – Eso no me importa. Sólo quiero que Tara vuelva.
   – Lo comprendo. O debería decir que Lenny el amigo lo comprende.
 
   Ahora le tocaba a Lenny mirar el reloj. Me sentía interiormente hueco, vacío, como una canoa. Casi oía el tictac. Era enloquecedor. Intenté de nuevo ser racional, y hacer una lista de pros a la derecha y contras a la izquierda, y luego compararlos. Pero el tictac no se detenía.
   Lenny había hablado de probabilidades. Yo no soy jugador. No suelo asumir riesgos. Al otro lado de la calle una de las niñas gritó: «¡Te lo juro!». Se fue como una tromba. La otra niña se rió de ella y volvió a montarse en su bici. Sentí que se me humedecían los ojos. Deseé que Monica estuviera allí. Yo no debería tomar aquella decisión solo. Ella debería participar también.
   Miré hacia la puerta de la casa. Ahora Regan y Tickner estaban los dos fuera. Regan tenía los brazos cruzados, y se balanceaba sobre las puntas de los pies. Tickner no se movía, con la misma expresión plácida en la cara. ¿Podía confiar a aquellos hombres la vida de mi hija? ¿Sería Tara su prioridad o, como había insinuado Edgar, seguirían sus propios intereses?
   El tictac se hizo más fuerte, más insistente.
   Alguien había asesinado a mi esposa. Alguien se había llevado a mi hija. En los últimos días, me había preguntado por qué -¿por qué nosotros?- intentando ser racional y sin permitirme muchos desvíos al fondo del estanque de la compasión. Pero no había llegado a ninguna conclusión. No veía ningún motivo y tal vez esto era lo que más miedo me daba. Quizá no había razón. Quizá sólo era mala suerte y basta.
   Lenny miraba hacia delante y esperaba. Tic, tic, tic.
   – Se lo contaremos -dije.
 
   Su reacción me sorprendió. Les entró el pánico.
   Regan y Tickner intentaron disimularlo, evidentemente, pero su lenguaje corporal de repente fue muy claro: el parpadeo, la rigidez de las comisuras de la boca, la voz mal modulada, el timbre de locutor de radio de sus voces. El tiempo disponible era sencillamente demasiado justo para ellos. Tickner llamó de inmediato al especialista en negociaciones de secuestros del FBI para que nos ayudara. Se tapó la boca con la mano mientras hablaba con él. Regan se puso en contacto con sus colegas de la Policía de Paramus.
   – Colocaremos agentes en el centro comercial -me dijo Tickner después de colgar-. Discretamente, por supuesto. Intentaremos poner a hombres en coches cerca de todas las entradas y en la autopista diecisiete en las dos direcciones. Tendremos agentes dentro del centro en todas las entradas. Pero quiero que me escuche atentamente, doctor Seidman. Nuestro especialista dice que deberíamos intentar darles largas. Quizá podamos conseguir que el secuestrador aplace…
   – No -le interrumpí.
   – No desaparecerán -dijo Tickner-. Quieren el dinero.
   – Hace casi tres semanas que tienen a mi hija -insistí-. No quiero aplazarlo.
   Asintió con la cabeza, insatisfecho, pero intentando mantener la calma.
   – Entonces quiero que vaya un hombre en el coche con usted.
   – No.
   – Puede esconderse detrás.
   – No -repetí.
   – O aún mejor -Tickner intentó otra vía-, porque lo hemos hecho otras veces: decimos al secuestrador que no está en condiciones de conducir. Demonios, acaba de salir del hospital. Conducirá uno de nuestros hombres. Diremos que es su primo.
   – ¿No me dijo que creía que mi hermana estaba implicada? -pregunté mirando a Regan, ceñudo.
   – Es posible, sí.
   – ¿No cree que ella sabría si el hombre es mi primo o no?
   Tickner y Regan dudaron y luego asintieron al unísono.
   – Tiene razón -dijo Regan.
   Lenny y yo intercambiamos una mirada. A aquellos profesionales les iba a confiar la vida de Tara. La idea no era reconfortante. Me fui hacia la puerta.
   – ¿Adonde va? -Tickner me puso una mano en el hombro.
   – ¿Adonde cree usted?
   – Siéntese, doctor Seidman.
   – No tengo tiempo -contesté a la defensiva-. Tengo que ponerme en marcha. Podría haber tráfico.
   – Podemos despejar el tráfico.
   – Y eso no parecerá sospechoso, claro -dije.
   – Dudo mucho que le sigan desde aquí.
   – ¿Y está dispuesto -le pregunté volviéndome hacia él- a arriesgar la vida de un niño basándose en eso?
   Se quedó sin palabras.
   – Usted no lo entiende -seguí, muy cerca de su cara-. No me importa el dinero, ni si se salen con la suya. Sólo quiero recuperar a mi hija.
   – Lo comprendemos -dijo Tickner-, pero está olvidando algo.
   – ¿Qué?
   – Por favor -insistió-. Siéntese.
   – Mire, hágame un favor. Quiero estar de pie. Soy médico. Conozco el método para dar malas noticias mejor que nadie. No intente manipularme.
   Tickner levantó las palmas de la mano y dijo:
   – De acuerdo.
   Luego respiró profunda y lentamente. Táctica de evasiva. Y yo no estaba de humor.
   – ¿De qué se trata? -pregunté.
   – El que hizo esto -empezó-, les disparó. Mató a su esposa.
   – Soy consciente de ello.
   – No, no creo que lo sea. Piénselo un momento. No podemos dejarle ir solo. El que lo hizo intentó matarle. Le disparó dos veces y lo dio por muerto.
   – Marc -dijo Regan, acercándose-, antes le hemos lanzado algunas teorías al azar. El problema es que sólo son eso. Teorías. No sabemos qué es lo que buscan realmente estas personas. Puede que se trate de un simple secuestro, pero si es así, no se parece a ninguno de los que hayamos visto. -Su expresión ya no era inquisitiva, sino que tenía las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos como para transmitir sinceridad-. Lo que sabemos con certeza es que intentaron matarle. Nadie intenta matar a los padres, si lo que quiere es un rescate.
   – Tal vez pensaban sacarle el dinero a mi suegro -dije.
   – ¿Entonces por qué han esperado tanto?
   No tenía la respuesta a eso.
   – Puede que… -continuó Tickner-, esto no tenga nada que ver con un secuestro. Al menos, en principio. Tal vez sea un efecto secundario. Tal vez usted y su esposa eran los objetivos desde el principio. Y puede que quieran terminar el trabajo.
   – ¿Cree que se trata de una trampa?
   – Es una posibilidad, sí.
   – ¿Y qué me aconseja?
   Tickner se aferró a esto.
   – No vaya solo. Consiga un poco de tiempo para que podamos prepararlo bien. Deje que vuelva a llamarle.
   Miré a Lenny. Él lo miró e inclinó la cabeza.
   – No es posible -dijo Lenny.
   – Con el debido respeto -Tickner lo miró duramente-, su cliente corre un grave peligro.
   – Igual que mi hija -dije. Palabras sencillas. La decisión no requería mucha reflexión si se planteaba con sencillez. Me volví y me dirigí hacia el coche-. Mantenga a sus hombres a distancia.
 
   

Capítulo 5

   No había tráfico, de modo que llegué al centro comercial con tiempo de sobra. Apagué el motor y esperé sentado en el coche. Eché un vistazo a mi alrededor. Me imaginaba que los federales y la Policía me seguían, pero yo no podía verlos. Suponía que era una buena señal.
   ¿Y ahora qué?
   Ni idea. Esperé un poco más. Jugué con el dial de la radio, pero nada me llamaba la atención. Encendí el reproductor de cedes y casetes. Cuando Donald Fagan de Steely Dan se puso a cantar Black Cow, tuve un ligero sobresalto. No oía aquella cinta desde… no sé, mis días de universidad. ¿Por qué la tenía Monica? Y entonces, con una nueva punzada de dolor, me di cuenta de que Monica había sido la última que había utilizado el coche, y que aquélla podía ser la última canción que había escuchado.
   Observé a los clientes que se preparaban para entrar en el centro comercial. Me concentré en las madres jóvenes; la forma en que abrían la puerta trasera del monovolumen; cómo desplegaban el cochecito del niño en el aire con un gesto mágico; la forma en que desabrochaban los cinturones de seguridad de sus retoños, me recordó a Buzz Aldrin en el Apolo II; cómo se apartaban del coche, con la cabeza alta, y apretaban diestramente el control remoto que cerraba la puerta del monovolumen.
   Las madres, todas ellas, parecían hastiadas. Tenían a sus hijos.
   Su seguridad, que con la clasificación de cinco estrellas a prueba de colisión lateral y las sillitas de coche de la NASA, estaba fuera de duda. Y en cambio allí me encontraba yo, sentado con una bolsa de dinero para pagar un rescate, con la esperanza de recuperar a mi hija. La línea fina. Me dieron ganas de bajar la ventanilla y gritar una advertencia.
   Se acercaba el momento de la entrega. El sol daba de lleno en mi parabrisas. Busqué las gafas de sol, pero luego lo pensé mejor. No sé por qué. ¿Que me pusiera las gafas de sol incomodaría al secuestrador? No, no lo creo. O quizá sí. Mejor dejarlo. No correr riesgos.
   Los hombros se me pusieron tensos. No paraba de mirar a mi alrededor intentando, no sé por qué, que no se notara mucho. Cada vez que alguien aparcaba cerca de mí o caminaba cerca de mi coche, el estómago se me contraía y me preguntaba: «¿Estará Tara cerca?».
   Habían pasado justo las dos horas ordenadas. Quería acabar de una vez. Los siguientes minutos decidirían todo. Lo sabía. Calma. Tenía que mantener la calma. La advertencia de Tickner resonaba en mi cabeza. ¿Se acercaría alguien a mi coche y me volaría los sesos sin más?
   Era consciente de que era una posibilidad.
   Cuando sonó el móvil, me sobresaltó. Me lo llevé al oído y solté un «diga» demasiado rápido.
   – Sal por la salida oeste -dijo la voz robótica.
   – ¿Cuál es la oeste? -contesté, desorientado.
   – Sigue las indicaciones de la Ruta Cuatro. Coge la salida. Te estamos vigilando. Si te sigue alguien, desapareceremos. Deja el móvil junto al oído.
   Obedecí de buena gana; con la mano derecha me apreté tanto el teléfono contra la oreja que casi se me corta la circulación. Con la izquierda agarraba el volante como si me dispusiera a arrancarlo.
   – Toma la Ruta Cuatro en dirección oeste.
   Doblé a la derecha y me metí en la autopista. Miré por el retrovisor para ver si me seguía alguien. Era difícil saberlo.
   – Ves un centro comercial -dijo la voz robótica.
   – Hay millones de centros comerciales -dije.
   – Está a tu derecha, junto a una tienda de cunas. Frente a la salida de Paramus Road.
   – De acuerdo -contesté cuando lo vi.
   – Para allí. Verás una calle a la derecha. Cógela, hasta detrás del edificio y apaga el motor. Ten el dinero a punto.
   Comprendí inmediatamente por qué el secuestrador había elegido aquel lugar. Sólo tenía una entrada y todas las tiendas estaban por alquilar, excepto la de cunas. Ésta estaba a la derecha. En otras palabras, era un recinto cerrado al que se accedía directamente de la autopista. No había forma de que nadie entrara por detrás o pudiera pasar siquiera a marcha lenta sin ser visto.
   Esperé a que los federales se dieran cuenta.
   Cuando llegué a la parte trasera del edificio, vi a un hombre de pie junto a una furgoneta. Llevaba una camisa de franela negra y roja con vaqueros negros, gafas de sol, y una gorra de béisbol de los Yankees. Intenté encontrar algo que lo distinguiera, pero la palabra que se me ocurrió fue «corriente». Altura media, constitución media. Lo único llamativo era su nariz. Incluso a aquella distancia noté que estaba torcida, como la de un ex boxeador. Pero ¿sería real o una especie de disfraz? No lo sabía.
   Me fijé en la furgoneta. Llevaba escrito «B & T Electricistas» de Ridgewood, Nueva Jersey. Sin teléfono ni dirección. La matrícula era de Nueva Jersey. La memoricé.
   El hombre se acercó el móvil a los labios al estilo walkie-talkie, y oí la voz mecánica que decía:
   – Voy a acercarme. Pásame el dinero por la ventanilla. No salgas del coche. No me digas nada. Cuando me haya alejado con el dinero, te llamaré y te diré dónde puedes recoger a tu hija.
   El hombre de la camisa de franela y los vaqueros bajó el teléfono y se acercó. Llevaba la camisa desabrochada. ¿Llevaba pistola? No estaba seguro. Y aunque lo hubiera estado, ¿qué habría podido hacer? Apreté el botón para bajar la ventanilla. No se movió. Había que encender el contacto. El hombre estaba más cerca. Llevaba la gorra de los Yankees bajada de modo que la visera le tocaba las gafas de sol. Busqué la llave y le di un pequeño giro. Las luces del tablero cobraron vida. Apreté el botón otra vez. La ventanilla bajó.
   Intenté encontrar de nuevo algo distintivo en el hombre. Su paso era ligeramente desequilibrado, como si hubiera bebido una o dos copas, pero no parecía nervioso. No se había afeitado y tenía manchas en la cara. Las manos, sucias, los vaqueros negros estaban rasgados en la rodilla derecha. Las deportivas de lona, de caña alta, marca Converse, habían vivido épocas mejores.
   Cuando el hombre estaba a sólo un par de pasos del coche, empujé la bolsa por la ventanilla y respiré hondo. Aguanté la respiración. Sin romper el paso, el hombre cogió el dinero y se volvió hacia la furgoneta. Aceleró el paso. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron y él saltó dentro; la puerta se cerró inmediatamente detrás de él. Fue como si la furgoneta se lo hubiera tragado.
   El conductor puso en marcha el motor. El vehículo aceleró y, por primera vez, me di cuenta de que había una entrada trasera en una calle lateral. La furgoneta la tomó y desapareció.
   Estaba solo.
   Me quedé donde estaba y esperé a que sonara el móvil. El corazón me latía aceleradamente. Tenía la camisa empapada de sudor. No entró ningún otro coche. El asfalto estaba agrietado. Del contenedor sobresalían cajas de carbón. Había botellas rotas por el suelo. Miré fijamente al suelo, intentando distinguir las palabras de las etiquetas descoloridas de cerveza.
   Pasaron quince minutos.
   No paraba de imaginarme el reencuentro con mi hija, cómo la encontraría y la cogería y la acunaría y la calmaría con palabras tiernas. El móvil. El móvil tenía que sonar. Era parte de lo que me estaba imaginando. Sonaba el teléfono y la voz robótica me daba instrucciones. Éstas eran las partes uno y dos. ¿Por qué el maldito teléfono no colaboraba?
   Un Buick Le Sabré estacionó en el aparcamiento, manteniéndose a una distancia prudente de mí. No reconocí al conductor, pero Tickner estaba en el asiento del pasajero. Nuestros ojos se encontraron. Intenté descubrir algo en su expresión, pero era la impasibilidad pura. Entonces me puse a mirar fijamente el móvil, sin atreverme a apartar la vista. El tictac había vuelto, esta vez más lento y sordo.
   Pasaron diez minutos más antes de que el teléfono emitiera su latosa tonadilla, de mala gana. Me lo coloqué en la oreja sin darle al sonido tiempo de viajar.
   – ¿Diga? -respondí.
   Nada.
   Tickner me observaba atentamente. Me hizo una señal con la cabeza aunque no entendí por qué. Su chófer seguía con las manos en el volante a las diez y dos.
   – ¿Diga? -repetí.
   – Te advertí que no hablaras con la Policía -dijo la voz robótica.
   Las venas se me inundaron de hielo.
   – No habrá otra oportunidad.
   Y colgó.
 
   

Capítulo 6

   No había escapatoria.
   Añoraba el entumecimiento. Añoraba el estado comatoso del hospital. Añoraba aquella bolsa de suero y el flujo continuo de la anestesia. Me habían arrancado la piel. Tenía las terminaciones nerviosas al aire. Lo sentía todo.
   El miedo y la angustia me atenazaban. El miedo me encerró en una habitación, mientras que la angustia -la terrible convicción de que lo había estropeado todo y no podía hacer nada para aliviar el tormento de mi hija- me envolvió en una camisa de fuerza y apagó las luces. Podía muy bien estar perdiendo la cabeza.
   Pasaron los días en una niebla pegajosa. Me pasaba el tiempo sentado junto al teléfono; varios teléfonos, en realidad. El teléfono de mi casa, mi móvil, y el móvil del secuestrador. Compré un cargador para el móvil del secuestrador, para que siguiera funcionando. Me sentaba en el sofá. Los teléfonos estaban a mi derecha. Intenté apartar la vista de ellos, incluso mirar la televisión, porque recordaba aquel viejo dicho de que cuando miras un hervidor el agua nunca hierve. Pero seguía mirando de reojo los condenados teléfonos, con miedo a que pudieran salir volando, deseando que sonaran.
   Intenté echar mano de aquella conexión sobrenatural padre-hija otra vez, la que antes había insistido en que Tara estaba viva. El pulso seguía allí, pensé (o al menos me obligué a creerlo), latiendo débilmente, la conexión ahora, a lo sumo, era tenue.
   «No habrá otra oportunidad…»
   Para aumentar mi culpabilidad, la noche anterior había soñado con una mujer que no era Monica, sino Rachel, mi antiguo amor. Fue uno de aquellos sueños en que se mezclan tiempo y realidad, donde el mundo es totalmente extraño e incluso contradictorio y, sin embargo, nada te parece raro. Rachel y yo estábamos juntos. Nunca habíamos roto a pesar de que habíamos estado separados todos aquellos años. Yo tenía treinta y cuatro años, pero ella no había envejecido ni un día desde que me dejó. Tara seguía siendo mi hija en el sueño -de hecho, nunca la habían secuestrado-, pero de algún modo también era hija de Rachel, aunque Rachel no era la madre. Todos hemos tenido esta clase de sueños. Nada tiene lógica, pero no te cuestionas nada de lo que ves. Cuando me desperté, el sueño se esfumó como suelen hacer los sueños. Me quedé con un mal sabor y una añoranza que tiraba de mí con una fuerza inesperada.
   Mi madre pasaba demasiado tiempo conmigo. En aquel momento acababa de colocar otra bandeja de comida delante de mí. La ignoré y, por millonésima vez, mi madre repitió su mantra:
   – Tienes que estar fuerte para Tara.
   – Claro, mamá, la clave de todo esto es estar fuerte. A lo mejor si hago muchas flexiones, Tara volverá.
   Mamá negó con la cabeza, sin dejarse provocar. Lo que le había dicho era una crueldad. Ella también sufría. Su nieta había desaparecido y su hijo estaba en un estado lamentable. La vi suspirar y volver a la cocina. No me disculpé.
   Tickner y Regan me visitaban a menudo. Me recordaban que el sonido y la furia de Shakespeare no significan nada. [2] Me hablaban de todas las maravillas tecnológicas que se estaban utilizando en la búsqueda de Tara: cosas que tenían que ver con el ADN y las huellas dactilares, con cámaras de seguridad y aeropuertos, peajes, estaciones de tren, localizadores, vigilancias y laboratorios. Soltaban los manidos tópicos de poli como «no dejaremos ninguna piedra sin remover» o «todas las vías posibles». Yo asentía con la cabeza. Me hicieron mirar fotografías, pero el hombre de la bolsa con la camisa de franela no estaba en ninguno de los libros.
   – Hemos comprobado si existía B & T Electricistas -me dijo Regan la primera noche-. La empresa existe, pero utilizan letreros magnéticos de los que se pueden arrancar del camión. Alguien les robó uno hace dos meses. Pensaron que no valía la pena denunciarlo.
   – ¿Qué me dice de la matrícula? -pregunté.
   – El número que nos dio no existe.
   – ¿Cómo puede ser?
   – Utilizaron dos matrículas viejas -explicó Regan-. Mire, lo que hicieron es cortar las matrículas por la mitad y luego juntaron la parte izquierda de una con la mitad derecha de la otra.
   Me limité a mirarle.
   – Esto tiene una parte buena -añadió Regan.
   – ¿Ah, sí?
   – Significa que tratamos con profesionales. Sabían que si usted se ponía en contacto con nosotros, estaríamos apostados en el centro. Encontraron un lugar para la entrega donde no podíamos entrar sin ser vistos. Nos han hecho seguir pistas inútiles con el rótulo falso y las matrículas mezcladas. Como he dicho, son profesionales.
   – ¿Y esto es bueno por…?
   – Los profesionales no suelen ser sanguinarios.
   – ¿Entonces qué están haciendo?
   – Nuestra teoría -dijo Regan-, es que le están ablandando, para poder pedirle más dinero.
   Ablandándome. Estaba funcionando.
   Mi suegro llamó después del fracaso de la entrega. Noté la decepción en la voz de Edgar. No quiero parecer desagradecido -Edgar era el que había puesto el dinero y dejó claro que lo haría otra vez-, pero la decepción parecía más causada por mí, porque no había seguido su consejo en lo de no hablar con la Policía, que por el resultado final.
   Por supuesto, tenía toda la razón. Yo lo había estropeado todo, lo había echado a perder.
   Intenté participar en la investigación, pero la Policía no me daba precisamente alas. En las películas las autoridades cooperan y dan información a la víctima. Naturalmente hice muchas preguntas a Tickner y a Regan sobre el caso. No me respondieron a ninguna.
   Nunca hablaban de detalles conmigo. Afrontaban mis interrogatorios casi con desprecio. Por ejemplo, quería saber más sobre cómo habían encontrado a mi esposa, por qué estaba desnuda. Se cerraron en banda.
   Lenny venía mucho por casa. Tenía dificultades para mirarme a los ojos porque él también se culpaba de haberme animado a hablar. (Las caras de Regan y Tickner fluctuaban entre la culpabilidad porque todo había salido mal y una culpabilidad de otra clase, como si quizá yo, el apenado marido y padre, hubiera estado detrás de todo.) Querían saber detalles de mi frágil matrimonio con Monica. Querían saber más de mi arma desaparecida. Era exactamente como lo había predicho Lenny. Cuanto más tiempo pasaba, más apuntaban las autoridades sus miradas sobre el único sospechoso disponible.
   Atentamente suyo.
   Cuando se cumplió el hito de una semana, la presencia de la Policía y el FBI empezó a disminuir. Tickner y Regan apenas venían. Miraban el reloj más a menudo. Se disculpaban para hablar por teléfono de otros casos. Yo lo comprendía, por supuesto. No se habían presentado pistas nuevas. La situación se iba calmando. Una parte de mí agradecía el respiro.
   Y de pronto, al noveno día, todo cambió.
   A las diez, empezaba a desnudarme para meterme en la cama. Estaba solo. Quiero a mi familia y a mis amigos, pero ellos se habían dado cuenta de que necesitaba tiempo para estar solo. Se habían marchado todos antes de cenar. Encargué comida a Hunan Garden y, siguiendo las instrucciones previas de mi madre, comí para recuperar las fuerzas.
   Miré el despertador de la mesita. Por esto supe que eran exactamente las 22:18. Miré por la ventana, sólo una mirada general. En la oscuridad, estuve a punto de pasarlo por alto -al menos no lo reconocí de forma consciente-, pero algo llamó mi atención. Me paré y miré de nuevo.
   De pie en el paseo de mi casa, una mujer miraba hacia la casa, inmóvil como una piedra. Me pareció que estaba mirando. No estaba del todo seguro. Su cara estaba a la sombra. Tenía el pelo largo -esto pude deducirlo de su silueta- y llevaba un abrigo largo. Tenía las manos metidas en los bolsillos.
   Estaba allí quieta.
   No estaba seguro de qué significaba. Evidentemente habíamos salido en los medios. Pasaban periodistas a todas horas. Miré arriba y abajo de la calle. No había coches, ni furgonetas de prensa, nada. Había venido a pie. Esto tampoco era raro. Vivo en un barrio de las afueras. La gente pasea a todas horas, normalmente con un perro, con un cónyuge, o con ambos, pero tampoco era asombroso que una mujer caminara sola.
   Entonces, ¿por qué se había detenido?
   «Curiosidad morbosa», pensé.
   Parecía alta desde allí, pero esto era pura conjetura. No sabía qué hacer. Una sensación de inquietud me recorrió la columna. Cogí una chaqueta de chándal y me la puse encima del pijama. Hice lo mismo con unos pantalones y unas zapatillas. Volví a mirar por la ventana. La mujer se puso rígida.
   Me había visto.
   La mujer se volvió y se alejó apresuradamente. Se me encogió el pecho. Intenté abrir la ventana. Estaba atrancada. Golpeé los lados para soltarla y lo intenté de nuevo. Se abrió un par de centímetros de mala gana. Acerqué la boca a la abertura.
   – ¡Espere!
   Ella aceleró el paso.
   – Espere un momento, por favor.
   La mujer echó a correr. Maldita sea. Me volví y eché a correr tras ella. No tenía ni idea de dónde tenía las zapatillas y no tenía tiempo para ponerme los zapatos. Salí corriendo de la casa. La hierba me cosquilleó los pies. Corrí en la dirección que había tomado la mujer. Intenté seguirla, pero la había perdido.
   Cuando volví a entrar en casa, llamé a Regan y le conté lo que había pasado. Mientras lo hacía me di cuenta de lo tonto que sonaba. Una mujer había estado mirando mi casa. Vaya cosa. Regan tampoco parecía muy impresionado. Me convencí a mí mismo de que no era nadie, sólo una vecina curiosa. Me metí en la cama, puse la televisión, y finalmente cerré los ojos.
   Sin embargo, la noche no había terminado.
   Eran las cuatro de la madrugada cuando sonó el teléfono. Estaba sumido en el estado que ahora es para mí el sueño. Ya no duermo de verdad. Estoy por encima del sueño con los ojos cerrados. Las noches pasan arrastrándose como los días. La separación entre las unas y los otros es una cortina finísima. Por la noche, mi cuerpo logra descansar, pero mi mente se niega a dejar de funcionar.
   Con los ojos cerrados, estaba repasando la mañana del ataque por milésima vez, con la esperanza de recordar algo nuevo. Empezaba por donde estaba entonces: en el dormitorio. Recordaba que había sonado el despertador. Lenny y yo íbamos a jugar al tenis aquella mañana. Hacía un año que habíamos empezado a jugar todos los miércoles, y habíamos progresado hasta el punto de que nuestros partidos habían pasado de «lamentables» a «casi terapéuticos». Monica estaba ya despierta, duchándose. Yo tenía que operar a las once. Me levanté y fui a ver a Tara. Volví al dormitorio. Monica había salido de la ducha y se estaba poniendo los vaqueros. Bajé a la cocina, todavía en pijama, abrí el armario de la derecha de la nevera Westinghouse, elegí la barrita de cereales de frambuesa (le había contado este detalle a Regan hacía poco, como si pudiera tener importancia), y me incliné sobre el fregadero mientras me la comía…
   Bang, y ya está. Nada más hasta el hospital.
   Sonó el teléfono. Abrí los ojos.
   Busqué el teléfono con la mano. Lo descolgué y dije:
   – ¿Diga?
   – Soy el detective Regan. Estoy con el agente Tickner. Estaremos en su casa dentro de dos minutos.
   Tragué saliva.
   – ¿Qué pasa?
   – Dos minutos.
   Colgó.
   Salté de la cama. Miré por la ventana, casi esperando volver a ver a aquella mujer. No había nadie. Mis vaqueros del día anterior estaban tirados en el suelo. Me los puse. Me pasé una camiseta por la cabeza y bajé por la escalera. Abrí la puerta de la casa y miré hacia fuera. Un coche de la Policía dobló la esquina. Conducía Regan. Tickner iba a su lado. No creo haberlos visto llegar nunca en el mismo coche.
   Sabía que no podían traer buenas noticias.
   Los dos hombres bajaron del coche. Me entraron náuseas. Me había preparado para aquella visita desde que la entrega del rescate había salido mal. Incluso había llegado a ensayar mentalmente cómo sucedería: cómo me soltarían el golpe de martillo y cómo asentiría yo con la cabeza, les daría las gracias y me disculparía. Practiqué mi reacción. Sabía con precisión cómo sucedería todo.
   Pero ahora, mientras observaba cómo se acercaban Regan y Tickner, mis defensas se desmontaron. Me entró el pánico. Mi cuerpo se puso a temblar. Apenas me sostenía en pie. Las rodillas me fallaban, y tuve que apoyarme en el marco de la puerta. Los dos hombres caminaron hacia mí. Me recordaba una vieja película de guerra, la escena en que los oficiales van a casa de la madre con caras solemnes. Negué con la cabeza, deseando que se fueran.
   Cuando llegaron a la puerta, los dos hombres me hicieron entrar en casa.
   – Tenemos que mostrarle algo -dijo Regan.
   Me volví y les seguí. Regan encendió una lámpara, pero no daba mucha luz. Tickner fue hacia el sofá. Abrió su ordenador portátil. La pantalla se encendió, bañándole de luz azul.
   – Ha surgido algo -explicó Regan.
   Me acerqué más.
   – Su suegro nos dio una lista de los números de serie de los billetes del rescate, ¿recuerda?
   – Sí.
   – Uno de los billetes se utilizó ayer por la tarde en un banco. El agente Tickner le va a mostrar una imagen de vídeo.
   – ¿Del banco? -pregunté.
   – Sí. Descargamos el vídeo en su portátil. Hace doce horas, alguien llevó un billete de cien dólares al banco para cambiarlo por billetes pequeños. Queremos que eche un vistazo al vídeo.
   Me senté junto a Tickner. Él apretó una tecla. El vídeo empezó inmediatamente. Yo lo esperaba en blanco y negro, o de mala calidad, con grano. Aquel vídeo no era así para nada. El ángulo estaba tomado desde arriba y en un color casi brillante. Un hombre calvo hablaba con el cajero. No tenía sonido.
   – No le conozco -dije. -Espere.
   El calvo hablaba con el cajero. Parecía que intercambiaran unas palabras jocosas. Recogía un papel y se despedía. El cajero también le hacía un gesto de despedida. Otra persona de la fila se acercaba a la caja. Me oí gemir.
   Era mi hermana, Stacy.
   El entumecimiento que tanto había deseado se apoderó de mí. No sé por qué. Tal vez porque dos emociones contrapuestas tiraban de mí al mismo tiempo. Una, el miedo. Lo había hecho mi propia hermana. Mi propia hermana, a la que tanto amaba, me había traicionado. Pero, la otra, era de esperanza: ahora teníamos esperanza. Teníamos una pista. Y si había sido Stacy, no podía creer que le hiciera daño a Tara.
   – ¿Es su hermana? -preguntó Regan, señalándola en la imagen con el dedo.
   – Sí. -Le miré-. ¿Dónde la tomaron?
   – El Catskills -dijo-. Un pueblo llamado…
   – Montague -terminé yo por él.
   Tickner y Regan se miraron.
   – ¿Cómo lo sabe?
   Pero yo ya me dirigía a la puerta.
   – Sé dónde está.
 
   

Capítulo 7

   A mi abuelo le encantaba cazar. Siempre me extrañó, porque era una persona amable y sensible. Nunca hablaba de su pasión. No colgaba cabezas de ciervo sobre la chimenea. No guardaba fotos de sus trofeos o cuernos de recuerdo, o lo que sea que hagan los cazadores con sus presas. No cazaba con amigos ni parientes. Cazar era una actividad solitaria para él; no la explicaba, no la defendía, ni la compartía con nadie.
   En 1956, mi abuelo compró una pequeña cabana en el bosque de Montague, en Nueva York. Le costó, o eso me dijeron, menos de tres mil dólares. Dudo que actualmente valga mucho más. Sólo tenía un dormitorio. La estructura era rústica, sin nada del encanto asociado a este término. Era casi imposible llegar hasta allí porque la pista terminaba unos doscientos metros antes de la cabana. Hay que caminar por un sendero infestado de raíces para llegar a ella.
   Cuando murió hace cuatro años, mi abuela la heredó. Al menos es lo que yo creía. Nadie pensó mucho en ella. Hacía casi una década que mis abuelos se habían trasladado a Florida. Mi abuela ha caído en las lóbregas garras del Alzheimer. Yo creía que la cabana formaba parte de su herencia. En cuestión de impuestos y gastos varios, probablemente estaba muy atrasada.
   Cuando éramos niños, mi hermana y yo pasábamos cada verano una semana con los abuelos en la cabana. No me gustaba. Para mí la naturaleza era un aburrimiento, agravado de vez en cuando por una embestida de picaduras de mosquito. No había televisor. Nos íbamos a la cama demasiado temprano y con demasiada oscuridad. Durante el día, a menudo, el profundo silencio sólo lo perturbaban los encantadores ecos de los disparos de escopeta. Pasábamos el tiempo caminando, una actividad que incluso hoy me parece tediosa. Un año, mi madre sólo metió en mi maleta ropa de color caqui. Estuve dos días aterrorizado de que un cazador pudiera confundirme con un ciervo.
   Stacy, en cambio, encontraba paz en aquel lugar. Ya de pequeña parecía disfrutar con la huida de nuestro laberinto de ratas suburbano de escuela y actividades extraescolares, de equipos deportivos y popularidad. Paseaba durante horas. Recogía hojas de los árboles y guardaba gusanos diminutos en frascos. Arrastraba los pies por las alfombras de pinaza.
   Conté a Tickner y a Regan lo de la cabana mientras corríamos por la Ruta 87. Tickner habló por radio con la Policía de Montague. Todavía recordaba cómo llegar a la cabana, pero me resultaba difícil describirlo. Hice lo que pude. Regan apretaba el acelerador. Eran las cuatro y media de la madrugada. No había tráfico y no había necesidad de utilizar la sirena. Llegamos a la salida 16 de la autopista de Nueva York y sobrepasamos a toda velocidad el centro comercial de Woodbury.
   El bosque se veía difuminado. Ya no estábamos lejos. Le dije dónde tenía que doblar. El coche fue cogiendo caminos que no habían cambiado en absoluto en los últimos treinta años.
   Llegamos quince minutos después.
 
   Stacy.
   Mi hermana nunca había sido guapa. Esto pudo haber sido parte del problema. Sí, ya sé que parece absurdo. Es una tontería, en realidad. Pero lo cuento de todos modos. Nadie invitaba a Stacy a una fiesta. Los chicos no la llamaban. Tenía pocos amigos. Evidentemente, muchos adolescentes pasan estos apuros. La adolescencia es siempre una guerra; nadie sale de ella sin cicatrices. Y encima la enfermedad de mi padre fue una carga tremenda para nosotros. Pero esto no lo explica todo.
   En definitiva, después de todas las teorías y psicoanálisis, después de repasar todos sus traumas infantiles, creo que lo que se torció en mi hermana fue algo más básico. Tenía alguna clase de desequilibrio químico en su cerebro. Demasiada cantidad de un componente fluyendo por un lado, y demasiado poco de otro fluyendo por el lado opuesto. Stacy estaba deprimida en una época en que tal comportamiento se calificaba de hosquedad. O quizá sea verdad que aprovecho esta especie de racionalización complicada para justificar mi propia indiferencia respecto a ella. Stacy era sólo mi hermana pequeña rara. Yo ya tenía bastantes problemas. Era un adolescente egoísta, una descripción redundante donde las haya.
   Sea como fuere, tanto si el origen de la infelicidad de mi hermana era fisiológico, como psicológico, o un plan combinado de lujo, el viaje destructivo de Stacy había terminado.
   Mi hermana pequeña estaba muerta.
   La encontramos en el suelo, enroscada en una posición fetal. Era así como dormía cuando era niña, con las rodillas pegadas al pecho, y la barbilla encima. Pero aunque no tuviera ninguna señal, me di cuenta de que no dormía. Me agaché. Stacy tenía los ojos abiertos. Me miraba directamente, sin parpadear, interrogativamente. Seguía pareciendo muy perdida. No debería haber sido así. Se supone que la muerte te da soledad. Se supone que la muerte debía darle la paz que tanto la había esquivado en vida. ¿Por qué Stacy parecía tan terriblemente perdida?
   En el suelo, a su lado, había una aguja hipodérmica, su compañera en la muerte como en la vida. Drogas, por supuesto. Intencionadamente o no, todavía no estaba seguro. Tampoco tenía tiempo de reflexionar sobre esto. La Policía se desplegó. Aparté los ojos de ella.
   Tara.
   La casa estaba patas arriba. Habían entrado mapaches y se habían instalado. El sofá donde mi abuelo hacía la siesta, siempre con los brazos cruzados, estaba desgarrado. El relleno estaba esparcido por el suelo. Sobresalían los muelles como si buscaran a alguien a quien pinchar. El lugar olía a orina y a animales muertos.
   Intente oír el llanto de un bebé. No oí nada. Allí no había nadie. Sólo había un dormitorio. Entré en él detrás de un policía. La habitación estaba oscura. Pulsé el interruptor de la luz. No pasó nada.
   Luces de linternas cortaban la negrura como sables. Mis ojos escudriñaron la habitación. Cuando lo vi, casi me echo a llorar.
   Había un parque infantil.
   Era uno moderno, de Pack N'Plays, de los que se pliegan para transportar. Monica y yo teníamos uno. No conozco a nadie con un bebé que no tenga uno. La etiqueta colgaba por un lado. Debía de ser nuevo.
   Se me saltaron las lágrimas. La luz de la linterna pasó de largo el parque, haciendo un efecto de luces estroboscópicas. Parecía vacío. Se me encogió el corazón. Me acerqué corriendo de todos modos, por si la luz había causado una ilusión óptica, por si Tara estuviera tan acurrucada que… no sé, fuera sólo un bultito.
   Pero dentro sólo había una manta.
   Una voz suave -una voz de una pesadilla susurrante y persistente- flotó por la habitación.
   – Dios mío.
   Volví la cabeza hacia el sonido. La voz sonó otra vez, esta vez más débil.
   – Aquí -dijo un policía-. En el armario.
   Tickner y Regan ya estaban allí. Los dos miraron dentro. Aunque la luz era escasa, noté que sus caras palidecían.
   Me acerqué tambaleándome. Crucé la habitación, casi cayéndome, agarrando el pomo del armario en el último momento para recuperar el equilibrio. Miré dentro y lo vi. Y entonces, al observar la tela ajada, sentí que se me reventaban las entrañas y se convertían en ceniza.
   En el suelo, desgarrado, había un pelele rosa con pingüinos negros.
 
   DIECIOCHO MESES DESPUÉS
 
   Lydia vio a la viuda sentada sola en Starbucks.
   La viuda estaba en un taburete, observando distraídamente el goteo tranquilo de peatones. Su café estaba cerca de la ventana, y el vapor formaba un círculo en el vidrio. Lydia la observó un rato. La devastación seguía allí: las cicatrices de la batalla, la mirada perdida, la postura de los derrotados, el pelo sin brillo, el temblor de las manos.
   Lydia pidió un café con leche grande largo de café. El camarero, un jovencito vestido de negro demasiado delgado y con barba de chivo, no le cobró el extra de café. Los hombres hacían estas cosas por Lydia, incluso los jovencitos. Ella se bajó las gafas de sol y le dio las gracias. El casi se meó en los pantalones.Hombres.
   Lydia se acercó a la mesa de los condimentos, consciente de que el chico le miraba el trasero. También estaba acostumbrada a aquello.
   Añadió un sobre de edulcorante a su bebida. El Starbucks estaba casi vacío -había muchos asientos vacíos-, pero Lydia se sentó en el taburete contiguo a la ventana. Notando su presencia, la viuda salió de su ensimismamiento.
   – ¿Wendy? -dijo Lydia.
   Wendy Burnet, la viuda, se volvió hacia la voz amable.
   – Te acompaño en el sentimiento -dijo Lydia.
   Lydia le sonrió. Sabía que tenía una sonrisa simpática. Llevaba un traje gris sobre su pequeño y turgente cuerpo. La falda era ligeramente corta. Sensualidad en el trabajo. Sus ojos tenían aquel brillo húmedo, la nariz pequeña y algo respingona. El pelo era ondulado y castaño rojizo, aunque podía, y lo hacía a menudo, cambiar.
   Wendy Burnet la miró tanto rato que Lydia creyó que la había reconocido. Lydia había visto aquella mirada muchas veces, aquella expresión de «te conozco, pero no sé de qué», aunque no había salido por televisión desde que tenía trece años. Algunas personas incluso le decían: «¿Sabes a quién te pareces?», pero Lydia se encogía de hombros; entonces la llamaban Larissa Dañe.
   Pero, desgraciadamente, esta vacilación no tenía nada que ver con aquello. Wendy Burnet todavía estaba trastornada por la horrible muerte de su amado. Simplemente le costaba captar y asimilar los datos poco habituales. Lo más probable es que no supiera exactamente cómo reaccionar, si debía fingir que conocía a Lydia o no.
   Tras unos segundos, Wendy Burnet optó por algo poco comprometedor:
   – Gracias.
   – Pobre Jimmy -siguió Lydia-. Fue una forma horrible de morir.
   Wendy buscó el vaso de café de papel y tomó un buen trago. Lydia miró los sobres junto al vaso y vio que la viuda Wendy también había pedido un café con leche, aunque ella lo había elegido descafeinado y con leche de soja. Lydia se le acercó un poco más.
   – No sabes quién soy, ¿verdad?
   – Lo siento -contestó Wendy con una triste sonrisa de disculpa.
   – No tienes por qué. No creo que nos conozcamos.
   Wendy esperó, a que Lydia se presentara. Como no lo hacía, le preguntó:
   – ¿Conocías a mi marido?
   – Oh, sí.
   – ¿También trabajas en seguros?
   – No, la verdad es que no.
   Wendy frunció el entrecejo. Lydia tomó un sorbo de café. La sensación de incomodidad aumentó, al menos para Wendy. Lydia estaba a sus anchas. Cuando se le hizo insoportable, Wendy se levantó para marcharse.
   – Bueno -dijo-, encantada de haberte conocido.
   – Yo… -empezó Lydia, dudando hasta estar segura de tener toda la atención de Wendy-… fui la última persona que vio a Jimmy con vida.
   Wendy se quedó helada. Lydia tomó otro sorbo y cerró los ojos.
   – Fuerte, como me gusta -dijo, señalando el vaso-. El café de aquí me encanta, ¿a ti no?
   – ¿Has dicho que…?
   – Por favor -dijo Lydia con un pequeño gesto del brazo-. Siéntate para que pueda explicártelo como es debido.
   Wendy echó una ojeada a los camareros. Estaban ocupados gesticulando y quejándose de lo que consideraban una gran conspiración mundial para mantenerlos apartados de unas vidas asombrosas. Wendy volvió a sentarse en el taburete. Lydia la miró un buen rato. Wendy intentó sostenerle la mirada.
   – ¿Sabes qué? -empezó Lydia, ofreciendo una sonrisa cálida y natural y ladeando la cabeza-, soy la que mató a tu marido.
   – No tiene gracia -dijo Wendy empalideciendo.
   – Cierto, sí, en eso estamos de acuerdo, Wendy. Pero la verdad es que no pretendía ser graciosa. ¿Prefieres que te cuente un chiste? Estoy en una de esas listas de chistes de Internet. La mayoría son malísimos, pero de vez en cuando llega una perla.
   Wendy estaba petrificada.
   – ¿Se puede saber quién eres?
   – Cálmate un poco, Wendy.
   – Quiero saber…
   – ¡Chist! -Lydia puso el dedo sobre los labios de Wendy con excesiva ternura-. Deja que te explique.
   A Wendy le temblaban los labios. Lydia mantuvo allí su dedo un momento más.
   – Estás desorientada. Lo comprendo. Deja que yo te aclare cuatro cosas. Primero, sí, soy la que metí la bala en la cabeza de Jimmy. Pero Heshy… -Lydia señaló la ventana en dirección a un hombre enorme, con la cabeza deforme-, él fue el que le hizo los daños previos. Personalmente, cuando maté a Jimmy, la verdad, me pareció que le estaba haciendo un favor.
   Wendy sólo la miraba.
   – Quieres saber por qué, ¿verdad que sí? Por supuesto. Pero en el fondo, Wendy, me parece que ya lo sabes. Somos mujeres de mundo, ¿o no? Conocemos a nuestros hombres.
   Wendy no dijo nada.
   – Wendy, ¿sabes de qué estoy hablando?
   – No.
   – Ya lo creo que lo sabes, pero te lo diré de todos modos. Jimmy, tu amado y difunto esposo, debía una gran suma de dinero a unas personas muy desagradables. En este momento, la cantidad es casi doscientos mil dólares. -Lydia sonrió-. Wendy, no pretenderás que no sabes nada de los infortunios de tu marido con el juego, ¿verdad que no?
   – No entiendo… -Wendy tenía dificultades para formar las palabras en la boca.
   – Espero que tu confusión no tenga nada que ver con mi género.
   – ¿Qué?
   – Eso sería muy feo y sexista por tu parte. Estamos en el siglo veintiuno. Las mujeres pueden hacer lo que quieran.
   – ¿Tú… -Wendy calló; lo volvió a intentar-… mataste a mi marido?
   – ¿Ves la televisión, Wendy?
   – ¿Qué?
   – La televisión. Ya sabes, en la tele siempre que alguien como tu marido debe dinero a alguien como yo, ¿qué pasa?
   Lydia calló como si realmente esperara una respuesta. Finalmente, Wendy dijo:
   – No lo sé.
   – Por supuesto que lo sabes, pero responderé de nuevo por ti. Mandan a alguien como yo, bueno alguien como yo varón, a amenazarlo. Luego, tal vez mi compañero Heshy, que está allí fuera, le daría una paliza o le partiría las piernas, algo así. Pero nunca le matan. Ésa es una de las normas de los malos de la televisión. «No se puede cobrar a un muerto.» Te suena, ¿verdad?, Wendy.
   Esperó. Finalmente Wendy dijo:
   – Supongo.
   – Pero no funciona así. Pongamos por caso a Jimmy. Tu marido tenía una enfermedad. El juego. ¿Me equivoco? Te costó perderlo todo. La compañía de seguros. Había sido de tu padre. Jimmy se encargaba de ella. Ya no existe. Desaparecida. El banco estaba a punto de quedarse tu casa. Tú y tus hijos apenas teníais dinero para comer. Y ni así paraba Jimmy -Lydia negó con la cabeza-. Hombres. ¿Tengo razón?
   Los ojos de Wendy estaban llenos de lágrimas. Su voz, cuando fue capaz de hablar, era muy débil:
   – ¿Así que lo mataste?
   Lydia levantó la mirada, negando con la cabeza suavemente.
   – Realmente, creo que no estoy explicándolo bien -dijo, y bajó la mirada; lo intentó de nuevo-: ¿Has oído alguna vez la expresión de que no se puede hacer sangrar una piedra?
   De nuevo Lydia esperó una respuesta. Wendy finalmente asintió. Lydia pareció complacida.
   – Bueno, pues de eso se trata. Me refiero a Jimmy. Podía dejar que nuestro Heshy le diera una paliza, se le da bien, pero ¿qué habría sacado con ello? Jimmy no tenía el dinero. Nunca habría podido reunir tanto dinero. -Lydia se sentó más erguida y levantó las manos-. Veamos, Wendy, quiero que pienses como un hombre de negocios, bueno, no, como una persona de negocios. No hace falta que nos pongamos feministas radicales, pero creo que al menos estamos obligadas a defender la igualdad.
   Lydia dedicó otra sonrisa a Wendy. Ésta se estremeció.
   – Bueno, ¿qué se supone que tengo que hacer yo, como persona de negocios? No puedo dejar pasar la deuda sin cobrarla, por supuesto. En mi oficio, esto es un suicidio profesional. Alguien debe dinero a mi jefe, y tiene que pagarse. No hay otra solución. El problema en este caso es que Jimmy no tiene un solo centavo a su nombre, pero… -Lydia calló y amplió su sonrisa-… pero tiene esposa y tres hijos. Y trabajaba en seguros. ¿Ves adonde quiero ir a parar?
   Wendy tenía miedo de respirar.
   – Oh, creo que sí, pero lo diré otra vez por ti. Un seguro. Más concretamente, un seguro de vida. Jimmy tenía una póliza. No lo admitió en seguida, pero al fin… ya se sabe, Heshy puede ser convincente. -Los ojos de Wendy fueron hacia la ventana. Lydia vio el estremecimiento y disimuló una sonrisa-. Jimmy nos dijo que tenía dos pólizas, de hecho, de un total de casi un millón de dólares.
   – O sea que… -Wendy se esforzaba por comprender-… le matasteis por el dinero del seguro.
   Lydia hizo chasquear los dedos.
   – Acertaste, querida.
   Wendy abrió la boca, pero no le salió nada.
   – Bueno, Wendy. Deja que lo exprese claramente. Las deudas de Jimmy no mueren con él. Las dos lo sabemos. El banco sigue queriendo que pagues la hipoteca, ¿o no? Las empresas de crédito siguen acumulando los intereses de sus tarjetas. -Lydia encogió sus hombros pequeños, levantando las palmas de las manos hacia el cielo-. ¿Por qué tendría que ser de otro modo para mi jefe?
   – No puedes hablar en serio.
   – El primer cheque del seguro te llegará dentro de una semana. Para entonces, la deuda de tu marido será de doscientos ochenta mil dólares. Espero un cheque por esa cantidad ese día.
   – Pero sólo con las facturas que dejó…
   – ¡Chist! -Lydia la silenció de nuevo con un dedo sobre los labios. Su voz se convirtió en un susurro íntimo-. A mí eso no me concierne, Wendy. Te he ofrecido la oportunidad de salvarte. Declárate en quiebra si hace falta. Vives en una zona lujosa. Múdate. Que Jack… es el que tiene once años, ¿verdad?
   Wendy se sobresaltó al oír el nombre de su hijo.
   – Bueno, que Jack se quede sin campamento de verano este año. Que trabaje después de la escuela. Lo que sea. Nada de esto me concierne. Tú, Wendy, pagarás lo que debes, y éste será el fin de la historia. No volverás a verme ni a saber de mí. En cambio, si no pagas… mira bien a Heshy… -Hizo una pausa, observando como Wendy obedecía. Obtuvo el efecto deseado.
   »Primero mataremos al pequeño Jack. Luego, dos días después, mataremos a Lila. Si Informas de esta conversación a la Policía, mataremos a Jack, a Lila y a Darlene. A los tres, por orden de edad. Y luego, cuando hayas enterrado a tus hijos…, escúchame bien, Wendy, porque esto es crucial, te obligaré a pagar.
   Wendy no podía hablar.
   Lydia dio un sorbo al café con un «ah» de satisfacción.
   – Buenísimo -dijo, levantándose del asiento-. Lo he pasado bien charlando contigo, Wendy. Pronto volveremos a vernos. ¿Quedamos en tu casa, a mediodía, el viernes 16?
   Wendy mantuvo la cabeza baja.
   – ¿Me has comprendido?
   – Sí.
   – ¿Qué vas a hacer?
   – Voy a pagar la deuda -contestó Wendy.
   – Repito mi pésame más sincero -dijo Lydia con una sonrisa.
   Lydia salió y respiró el aire fresco. Miró hacia atrás. Wendy Burnet no se había movido. Lydia la saludó con la mano y se reunió con Heshy. Él medía casi dos metros. Ella poco más de metro y medio. Él pesaba 125 kilos. Ella, 50. Él tenía la cabeza como una calabaza deforme. Los rasgos de ella parecían cincelados en Oriente sobre porcelana.
   – ¿Problemas? -preguntó Heshy.
   – Por favor -dijo ella con un gesto de desprecio-. Pasemos a negocios más provechosos. ¿Has encontrado a nuestro hombre?
   – Sí.
   – ¿Y el paquete ya ha salido? -Claro, Lydia.
   – Perfecto -dijo ceñuda; tuvo un presentimiento. -¿Qué pasa? -preguntó él. -Tengo una sensación rara. -¿Quieres dejarlo?
   – Ni muerta, Oso -contestó Lydia con una sonrisa. -Entonces, ¿qué quieres hacer?
   – Veamos cómo reacciona el doctor Seidman -dijo ella tras meditarlo.
 
   

Capítulo 8

   – No bebas más zumo de manzana -dijo Cheryl a su hijo Conner, de dos años.
   Yo estaba en la línea de banda con los brazos cruzados. Hacía un poco de frío, con el frescor helado y húmedo de finales de otoño en Nueva Jersey, de modo que me puse la capucha del jersey de los Yankees sobre la gorra. También llevaba puestas unas gafas de sol Ray-Ban y capucha. Me parecía mucho al retrato policial de Unabomber.
   Estábamos en un partido de fútbol de niños de ocho años. Lenny era el entrenador. Necesitaba un ayudante y me había reclutado, supongo que porque soy la única persona que conoce que sabe menos de fútbol que él. Aun así nuestro equipo iba ganando. Creo que el marcador estaba en ochenta y tres a dos, pero no estoy seguro.
   – ¿Por qué no puedo beber más zumo? -preguntó Conner.
   – Porque el zumo de manzana te da diarrea -explicó Cheryl con la paciencia de una madre.
   – ¿Ah, sí?
   – Sí.
   A mi derecha, Lenny ahogaba a los niños en una constante corriente de ánimo.
   – Eres el mejor, Ricky. Adelante, Petey. A eso le llamo yo empuje, Davey.
   Siempre añadía una «y» al final de sus nombres. Y sí, era irritante. Una vez, llevado por el entusiasmo, me llamó Marky. Una vez.
   – ¿Tío Marc?
   Sentí un tirón en el pantalón. Miré a Conner, que tiene veintiséis meses.
   – ¿Qué pasa, chico?
   – El zumo de manzana me da diarrea.
   – Me alegro de saberlo -dije.
   – Tío Marc.
   – ¿Sí?
   Conner me miró con seriedad.
   – La diarrea no es mi amiga -dijo.
   Miré a Cheryl. Ella intentó sonreír, pero también parecía preocupada. Volví a mirar a Conner.
   – Bien dicho, chico.
   Conner asintió, satisfecho de mi respuesta. Lo quiero. Me rompe el corazón y me alegra la vida en la misma medida y exactamente al mismo tiempo. Veintiséis meses. Dos meses más que Tara. Observo cómo crece con adoración, y con una añoranza que podría calentar un horno.
   El niño volvió con su madre. Desparramado alrededor de Cheryl estaba el producto de su cosecha de mani-mula. Había cartones de zumo Minute Maid y barritas Nutri-Grain. Había pañales Bebé Seco (¿en oposición a Bebé Mojado?) y toallitas húmedas de aloe vera para nalgas delicadas. Había biberones anatómicos de Evenflo. Había panecillos de canela y zanahorias pequeñas bien limpias, y naranjas y pomelos cortados (a lo largo, a prueba de atragantamientos), y dados de lo que yo esperaba que fuera queso, todo ello herméticamente sellado en bolsitas individuales cerradas al vacío.
   Lenny, el entrenador jefe, estaba gritando la estrategia del partido a nuestros jugadores. Cuando atacamos, les dice: «¡Golead!». Cuando defendemos, les aconseja: «¡Detenedlos!». Y a veces, como en ese momento, ofrecía agudas relaciones sobre las sutilezas del juego: «¡A chutar!».
   Lenny me miró después de gritar aquella frase cuatro veces seguidas. Le hice una señal de ánimo con el pulgar y una inclinación de cabeza. Quiso hacerme un corte de mangas, pero había demasiados testigos menores. Volví a cruzar los brazos y miré el campo con los ojos entornados. Los chicos estaban equipados como profesionales. Llevaban protecciones y los calcetines subidos por encima de los refuerzos de las espinillas. La mayoría llevaba grasa negra bajo los ojos, a pesar de que apenas brillaba el sol. Había dos que incluso llevaban tiritas para abrir las fosas nasales. Miré a Kevin, mi ahijado, intentando chutar la pelota, como había ordenado su padre. Y entonces me atacó como un puñetazo.
   Me tambaleé hacia atrás.
   Era así como sucedía siempre. Estaba mirando un partido o cenando con unos amigos u operando a un paciente o escuchando una canción por la radio. Estaba haciendo algo normal y corriente, me encontraba bastante bien, y de repente, pam, me quedaba ciego.
   Se me humedecieron los ojos. Antes del asesinato y el secuestro esto no me había sucedido nunca. Soy médico. Sé cómo interpretar el papel, tanto en la vida profesional y personal. Pero ahora siempre llevo gafas de sol, igual que las estrellas de serie B egocéntricas. Cheryl me miró y volví a notar su preocupación. Hice un esfuerzo por sonreírle. Cheryl se estaba volviendo guapa. Esto pasa a veces. A algunas mujeres les favorece la maternidad. Había dado a su aspecto físico una profundidad y riqueza que rozaba lo celestial.
   No quiero ser malinterpretado. No me paso el día llorando. Sigo viviendo mi vida. Estoy afligido, claro, pero no a todas horas. No estoy paralizado. Trabajo, aunque todavía no he tenido valor para viajar al extranjero. Sigo pensando que debo permanecer cerca, por si surge alguna pista. Sé que esta forma de pensar no es racional y quizás es engañosa. Pero todavía no estoy preparado.
   Lo que me pasa -lo que me provoca ese sobresalto repentino- es la forma en que la pena parece disfrutar pillándome desprevenido. La pena, cuando la ves venir, si no se puede controlar, al menos se puede manipular, refinar, ocultar. Pero a la pena le gusta ocultarse en los matorrales. Disfruta saliendo de repente de la nada, sobresaltándote, burlándose de ti, despojándote de tu fingida normalidad. La pena te adormece, lo que hace el ataqué de ceguera mucho más chocante.
   – Tío Marc.
   Era Conner otra vez. Hablaba muy bien para su edad. Pensé en cómo habría sonado la voz de Tara, y tras las gafas de sol, se me cerraron los ojos. Presintiéndolo, Cheryl se levantó para llevarse al niño. Pero la aparté con un gesto.
   – ¿Qué hay?
   – ¿Y la caca?
   – ¿Qué le pasa?
   Me miró y cerró un ojo para concentrarse.
   – ¿La caca es mi amiga?
   Menuda pregunta.
   – No sé, chico. ¿Tú qué crees?
   Conner sopesó su pregunta con tanta intensidad que parecía a punto de explotar. Finalmente, contestó:
   – Es más amiga que la diarrea.
   Asentí gravemente con la cabeza. Nuestro equipo metió otro gol. Lenny levantó los puños y gritó «¡Bien!». Casi dio una voltereta para felicitar a Craig (o debería decir Craigy), el goleador. Los jugadores se unieron a él. Se dieron muchas palmaditas. Yo no me apunté. Mi misión, creía, era ser el compañero impasible para compensar el histrionismo de Lenny: el Tonto y el Llanero Solitario, Abbot y Costello, Rowan y Martin, el Capitán y Tenille. Equilibrio.
   Miré a los padres en las bandas. Las mujeres se unen en grupitos. Hablan de, sus hijos, de los logros de sus hijos y de actividades extraescolares, y nadie escucha mucho porque los hijos de los demás son aburridos. Los padres ofrecían más variedad. Algunos grababan en vídeo. Otros daban ánimos a gritos. Otros tiranizaban a sus hijos de una forma que se acercaba a la locura. Otros hablaban por los móviles y jugaban constantemente con aparatos electrónicos portátiles de algún tipo, para superar el mono de toda una semana inmersos en el trabajo.
   ¿Por qué acudí a la Policía?
   Desde aquel día me han dicho infinidad de veces que lo que pasó no es culpa mía. Hasta cierto punto, soy consciente de que mis acciones es posible que no hubieran cambiado nada. Probablemente, nunca habían tenido ninguna intención de dejar que Tara volviera a casa. Podría ser que estuviera muerta incluso antes de la primera llamada de rescate. Podría haber muerto de forma accidental. Quizá les entró el pánico o estaban colocados. ¿Quién sabe? Yo seguro que no.
   Y, bueno, ahí está el problema.
   Por supuesto, no puedo asegurar que no tengo la culpa. Elemental: toda acción tiene una reacción.
   No sueño con Tara, o, si lo hago, los dioses son lo bastante generosos para no permitir que lo recuerde. Pero esto probablemente es otorgarles mucho mérito. Lo diré de otro modo, quizá no sueñe concretamente con Tara, pero sí sueño con la furgoneta blanca con la placa de matrícula mezclada y el rótulo magnético robado. En mis sueños oigo un ruido, sofocado, pero estoy casi convencido de que es el llanto de un bebé. Ahora sé que Tara estaba en la furgoneta, pero en mi sueño no me acerco a la furgoneta. Tengo las piernas profundamente enterradas en el barro de la pesadilla. No puedo moverme. Cuando al final me despierto, no puedo evitar preguntarme lo más obvio. ¿Estaba Tara tan cerca de mí? Y, lo más importante: ¿de haber sido más valiente, habría podido salvarla allí mismo?
   El árbitro, un chico de instituto larguirucho de sonrisa bonachona, tocó el silbato y gesticuló con la mano por encima de la cabeza. Fin del partido. Lenny gritó: «¡Hurra!». Los niños de ocho años se miraron unos a otros desorientados. Uno preguntó a un compañero: «¿Quién ha ganado?», y el compañero se encogió de hombros. Se pusieron en fila, al estilo de la Copa Stanley de hockey, para los apretones de manos finales.
   Cheryl se levantó y me puso una mano en la espalda.
   – Bien hecho, entrenador.
   – Sí, es todo mérito mío -dije.
   Ella sonrió. Los chicos empezaban a acercarse. Los felicité con mi inclinación de cabeza estoica. La madre de Craig había llevado una caja de cincuenta Dunkin Donuts con un dibujo de Halloween. La madre de Da ve tenía cajas de algo llamado Yoo-Hoo, una excusa perversa para comer chocolate con leche con sabor a tiza. Me metí un bollo en la boca y me sacudí el azúcar.
   – ¿De qué es? -preguntó Cheryl.
   – ¿Los hay de diferentes sabores? -dije encogiéndome de hombros.
   Observé a los padres comunicándose con sus hijos y me sentí espantosamente fuera de lugar. Lenny vino hacia mí.
   – Una gran victoria, ¿a qué sí?
   – Sí -contesté-. Somos los mejores.
   Me hizo un gesto para que le siguiera. Obedecí. Cuando estuvimos donde no podían oírnos, Lenny dijo:
   – La herencia de Monica está casi resuelta. Ya no creo que tarde mucho.
   – Vale -dije, porque tanto me daba.
   – También he redactado tu testamento. Tienes que firmarlo.
   Ni Monica ni yo habíamos hecho testamento. Lenny me había advertido que lo hiciéramos. Tienes que poner por escrito quién se queda tu dinero, me recordaba, quién tiene que educar a tu hija, quién va a ocuparse de tus padres, bla, bla, bla. Pero no le hicimos caso. Íbamos a vivir para siempre. Las últimas voluntades y los testamentos eran para…, bueno, para los muertos.
   Lenny cambió de tema rápidamente.
   – ¿Te vienes a casa a hacer una partida de futbolín?
   El futbolín, para los que carezcan de una educación básica, es un juego de sobremesa con figurillas de jugadores de fútbol pegadas a un palo.
   – Ya soy el campeón del mundo -le recordé.
   – Eso era ayer.
   – ¿No puedo disfrutar un poco más de mi título? Todavía no tengo ganas de soltarlo.
   – Entendido.
   Lenny volvió con su familia. Vi que su hija, Marianne, lo acorralaba. Gesticulaba como una loca. Lenny bajó los hombros, se sacó la cartera y cogió un billete. Marianne lo cogió, le dio un beso a su padre en la mejilla y salió corriendo. Lenny la miró desaparecer, negando con la cabeza. Sonreía. Me volví.
   Lo peor de todo -o debería decir lo mejor- era que tenía esperanzas.
   Lo que encontramos aquella noche en la cabana de mi abuelo: el cadáver de mi hermana, cabellos que pertenecían a Tara en el parque (el ADN lo confirmó) y un pelele rosa con pingüinos negros como el de Tara.
   Lo que no encontramos y, de hecho, todavía no hemos encontrado: el dinero del rescate, la identidad de los cómplices de Stacy, si existían, y a Tara.
   Exacto. No encontramos a mi hija.
   El bosque es grande y ancho, ya lo sé. La tumba sería pequeña y fácil de esconder. Podrían haber puesto rocas encima. Un animal podría haberla encontrado y arrastrado su contenido más adentro. El contenido podría estar a kilómetros de distancia de la cabana de mi abuelo. Podría estar en cualquier otra parte.
   O podría ser -aunque esta idea me la guardaba para mí- que no hubiera ninguna tumba.
   Así que todavía tenía esperanzas. Como la pena, la esperanza se oculta, aparece y se burla de ti, y no te deja nunca. No sé cuál de las dos es la más cruel.
   La Policía y el FBI piensan que mi hermana tal vez actuó en connivencia con personas muy perversas. Aunque nadie está seguro de si la intención original fue el secuestro o el robo, casi todos están de acuerdo en que a alguien le entró miedo. Quizá creían que Monica y yo no estaríamos en casa. Quizá creían que sólo se encontrarían a una canguro. En todo caso, nos vieron, y actuaron en un estado inducido por las drogas, y alguien disparó. Después otra persona disparó, por eso las pruebas de balística muestran que Monica y yo fuimos atacados con dos 38 diferentes. Luego se llevaron al bebé. En algún momento traicionaron a Stacy y la mataron con una sobredosis de heroína.
   Siempre hablo en tercera persona del plural porque las autoridades también creen que Stacy tenía al menos dos cómplices. Uno sería el profesional, el calculador que sabía cómo cobrar el rescate, mezclar las dos matrículas y desaparecer sin dejar rastro. El otro cómplice sería el «nervioso», por así decirlo, el que nos había disparado y debía de haber causado la muerte de Tara.
   Evidentemente algunos no creen en esta teoría. Algunos creen que sólo hubo un cómplice -el profesional frío- y que la que tuvo miedo fue Stacy. Según esta teoría, ella fue la que disparó la primera bala, probablemente a mí, ya que no recuerdo haber oído disparos, y luego el profesional mató a Monica para tapar el error. Esta teoría se basa en una de las pocas pistas que tuvimos después de la noche en la cabana: un traficante de drogas que, como parte de un extraño trato por otro cargo, admitió ante las autoridades que Stacy le había comprado un arma, una 38, una semana antes del asesinato-secuestro. Esta teoría se apoya también en el hecho de que los únicos cabellos y huellas encontrados en la escena del crimen eran de Stacy. El profesional habría sido cuidadoso y habría usado guantes mientras que un cómplice drogado no lo habría hecho.
   Pero hay otros que no se tragan tampoco esta teoría, que es por lo que ciertos miembros del Departamento de Policía y el FBI se aferran a un tercer escenario más obvio.
   Yo era el cerebro.
   La teoría es más o menos ésta: en primer lugar, el marido es siempre el principal sospechoso. Segundo, mi Smith & Wesson del 38 no ha aparecido. No dejan de marearme con esta pregunta. Ojalá tuviera una respuesta. Tercero, yo no quería tener hijos. El nacimiento de Tara me obligó a un matrimonio sin amor. Creen que tienen pruebas de que yo estaba pensando en divorciarme (algo que sí, ciertamente, yo había considerado) y por eso lo planeé todo, de arriba abajo. Invité a mi hermana a mi casa y quizá la convencí para que me ayudara y así cargara con la culpa. Tengo el dinero del rescate escondido. Maté y enterré a mi propia hija.
   Es horrible, sí, pero ya no puedo enfadarme. Estoy demasiado agotado. Ya no sé ni dónde estoy.
   El principal problema de esta hipótesis es, por supuesto, que es difícil de encajar que me dieran por muerto. ¿Maté yo a Stacy? ¿Me disparó ella? O -que suenen los tambores- ¿existe una tercera posibilidad, una mezcla que une las dos teorías en una? Algunos creen que sí: yo estaba detrás de todo, pero tenía otro cómplice además de Stacy. Este cómplice mató a Stacy, quizá contra mi voluntad, quizá como parte de mi gran plan para desviar mi culpabilidad y vengarme por haberme tiroteado. O algo por el estilo.
   Y así sucesivamente.
   En suma, hablando claro, no tienen nada y yo tampoco. Ni el dinero del rescate. Ni idea de quién lo hizo. Ni idea de por qué. Y lo más importante: ningún cadáver pequeño.
   Así estamos ahora, un año y medio después del secuestro. Teóricamente el caso sigue abierto, pero Regan y Tickner se dedican a otros casos. No he sabido nada de ellos desde hace casi seis meses. Los medios nos dieron la lata durante algunas semanas, pero como no surgió nada nuevo, también traspasaron su atención a comederos más jugosos.
   Los Dunkin Donuts se habían acabado. Todos fueron hacia el aparcamiento repleto de monovolúmenes. Después de los partidos, los entrenadores llevamos a nuestros atletas al Schrafft's Ice Cream Parlor, una institución en nuestra ciudad. Todos los entrenadores de todas las ligas de todas las edades siguen la misma tradición. El local estaba a tope. Nada como un cucurucho de helado en el gélido otoño para que el frío penetre hasta los huesos.
   Me puse a contemplar la escena mientras lamía mi cucurucho de cookies-n-cream. Hijos y padres. Aquello era demasiado para mí. Miré el reloj. De todos modos tenía que irme. Busqué la mirada de Lenny y le indiqué que me marchaba. Con los labios formó las palabras «tu testamento». Por si no me había enterado, hizo el gesto de firmar con la mano. Le indiqué que lo había entendido. Subí al coche de nuevo y encendí la radio.
   Me quedé un rato quieto mirando el ir y venir de familias. Sobre todo observaba a los padres. Calibraba sus reacciones con las actividades más domésticas, esperando ver una chispa de duda, algo en sus ojos que me consolara. Pero no lo vi.
   No estoy seguro de cuánto tiempo estuve así. No más de diez minutos, supongo. Pusieron una vieja canción de James Taylor que me devolvió a la realidad. Sonreí, puse el coche en marcha, y me fui al hospital.
 
   Una hora después, me estaba lavando para comenzar la operación de un niño de ocho años con un -en terminología familiar tanto para los legos como para los profesionales- accidente facial. También estaba Zia Leroux, mi socia.
   No sé por qué decidí hacerme cirujano plástico. No fue ni la canción de los dólares fáciles ni la idea de ayudar a la humanidad. Había querido ser cirujano prácticamente desde el principio, aunque me veía más en el campo vascular o cardíaco. Pero la vida da vueltas de una forma curiosa. Durante mi segundo año de residencia, el cirujano cardíaco que dirigía nuestra rotación era un necio, por decirlo de algún modo. En cambio, el médico encargado de cirugía reconstructiva, Liam Reese, era increíble. El doctor Reese tenía aquella aura envidiable, aquella combinación de atractivo físico, seguridad en sí mismo y calidez interior que atraía a los demás de forma natural. Tenías ganas de agradarle. Querías ser como él.
   El doctor Reese se convirtió en mi mentor. Nos mostró la parte creativa de la cirugía reconstructiva, un proceso de rompecabezas que te obligaba a encontrar nuevas formas de volver a unir lo que estaba destruido. Los huesos de la cara y el cráneo son la parte más compleja del paisaje esquelético del cuerpo humano. Los que los reparamos somos unos artistas. Somos músicos de jazz. Si hablamos con cirujanos ortopédicos o torácicos, pueden explicar de forma bastante concreta sus procedimientos. Nuestro trabajo -la reconstrucción- nunca es exactamente igual. Improvisamos. El doctor Reese me lo enseñó. Apeló a mi atracción por la técnica con charlas sobre microcirugía, injertos óseos y piel sintética. Recuerdo haberle visitado en Scarsdale. Su esposa era una mujer hermosa de piernas largas. Su hija era la primera de la escuela. Su hijo era capitán de un equipo de baloncesto y el chico más simpático que he conocido en mi vida. A los cuarenta y nueve años, el doctor Reese murió en un accidente de coche en la Ruta 684, cuando iba a Connecticut. Hay quien vería en esto algo siniestro, pero yo no.
   Cuando estaba terminando la residencia, me dieron una beca de un año para formarme en cirugía oral en el extranjero. No la pedí para ser un benefactor; la pedí porque parecía interesante. Pensé que aquel viaje sería mi versión del viaje en mochila por Europa. No lo fue. Todo fue mal desde el principio. Nos quedamos atrapados en una guerra civil en Sierra Leona. Tuve que tratar heridas tan horribles, tan inimaginables, que costaba creer que la mente humana pudiera recabar la crueldad suficiente para infligirlas. Pero incluso en medio de toda aquella destrucción, me sentía extrañamente exaltado. No he intentado discernir por qué. Como he dicho antes, me estimula. Tal vez en parte fuera la satisfacción de ayudar a personas que lo necesitaban mucho. O quizás este trabajo me atrajo como a otras personas les atraen los deportes de riesgo, ya que necesitan sentir el peligro de la muerte para sentirse completas.
   Cuando volví, Zia y yo fundamos Un Mundo, y nos pusimos a trabajar. Me encanta lo que hago. Quizá nuestro trabajo sea como un deporte de riesgo, pero también tiene -y me disculpo por el juego de palabras- su cara humana. Me gusta. Me gustan mis pacientes y también me gusta la distancia calculada, la frialdad necesaria de lo que hago. Me preocupo por mis pacientes, pero luego se va… la intensidad del afecto mezclada con un compromiso pasajero.
   El paciente del día nos presentaba un reto bastante complicado. Mi santo patrón -el santo patrón de muchos en cirugía reconstructiva- es el investigador francés René LeFort, quien lanzaba cadáveres desde el tejado de una taberna para ver cuáles eran las pautas de las fracturas naturales de la cara. Seguro que impresionaba a las damas. Sus experimentos también incluían dejar caer pesos cada vez mayores sobre cráneos de cadáveres para mesurar hasta qué punto eran graves las fracturas maxilares. Actualmente, algunas fracturas llevan su nombre: más concretamente, LeFort tipo I, LeFort tipo II, LeFort tipo III. Zia y yo miramos otra vez las películas. La visión Water era la mejor, pero la Caldwell y la lateral la reforzaban.
   Hablando en términos sencillos, la línea de la fractura de aquel niño de ocho años era un LeFort tipo III, que había causado una separación completa de los huesos faciales y el cráneo. De haber querido habría podido arrancar la cara del chico como si fuera una máscara.
   – ¿Accidente de coche? -pregunté.
   – El padre estaba borracho -contestó Zia asintiendo.
   – No me lo digas. Él está estupendamente, ¿a qué sí?
   – Hasta se acordó de ponerse el cinturón.
   – Pero no de ponérselo a su hijo.
   – Ya sería pedir demasiado. Con lo cansado que estaría de levantar el vaso tantas veces
   Zia y yo empezamos nuestras vidas en dos lugares muy diferentes. Como la canción clásica de los setenta, de Story, Brother Louie, Zia es negra como la noche mientras yo soy más blanco que blanco (mi tono de piel, descrito por Zia: «panza de pez bajo el agua»). Yo nací en el Beth Israel Hospital, en Newark, y crecí en las calles de las afueras de Kasselton, en Nueva Jersey. Zia nació en una cabana fangosa de un pueblo cercano a Port-au-Prince, Haití. Durante el reinado de Papa Doc, sus padres fueron encarcelados por razones políticas. Nadie sabe muchos detalles. Su padre fue ejecutado. Su madre estaba destrozada, cuando la soltaron. Cogió a su hija y escapó en lo que podría calificarse vagamente de balsa. Tres pasajeros murieron en el trayecto. Zia y su madre sobrevivieron. Llegaron al Bronx, donde se pusieron a vivir en el sótano de una peluquería. Se pasaban el día barriendo cabellos. Según Zia, no había forma de librarse de los pelos. Los tenían en la ropa, pegados a la piel, en la garganta, en los pulmones. Viviría para siempre con la sensación de tener un pelo en la boca y no poder arrancárselo. Aún hoy, cuando Zia está nerviosa, se toca la lengua con los dedos, como si quisiera arrancarse un recuerdo del pasado.
   Cuando terminamos la operación, Zia y yo nos sentamos a descansar en un banco. Zia se desató la mascarilla y se la dejó caer sobre el pecho.
   – Coser y cantar -dijo.
   – Amén -contesté-. ¿Cómo te fue anoche?
   – De vómito -dijo-. Y no es una descripción precisa.
   – Lo siento.
   – Los hombres son un asco.
   – Como si no lo supiera.
   – Empiezo a desesperarme -dijo ella-. Estoy pensando en volver a acostarme contigo.
   – Me asombras -dije-. ¿Es que no tenéis criterio las mujeres?
   Su sonrisa era cegadora, el blanco brillante contrastaba con su piel oscura. Medía casi un metro ochenta, era musculosa y tenía unos pómulos tan altos y angulosos que parecía que fueran a rasgarle la piel.
   – ¿Cuándo vas a empezar a salir con chicas? -preguntó.
   – Ya salgo.
   – Me refiero el tiempo suficiente para tener una relación sexual.
   – No todas las mujeres son tan fáciles como tú, Zia.
   – Qué pena -dijo ella, dándome un cariñoso codazo.
   Zia y yo nos acostamos una vez, y los dos supimos que no se repetiría. Así nos conocimos. Ligamos en mi primer año de Medicina. Sí, un ligue de una noche. He tenido mi ración de ligues de una noche, pero sólo dos han sido memorables. El primero acabó en desastre. El segundo -éste- acabó en una relación que valoraré siempre.
   Eran las ocho de la noche cuando nos quitamos las batas. Fuimos con el coche de Zia, una cosita diminuta llamada BMW Mini, al Stop-n-Shop de la avenida Northwood y compramos algo de comer. Zia charló sin parar mientras empujábamos los carritos por los pasillos. Me gustaba que Zia hablara. Me transmitía energía. En la charcutería, Zia cogió número. Miró el tablero y frunció el entrecejo.
   – ¿Qué pasa? -pregunté.
   – Embutido de cabeza de jabalí de oferta.
   – ¿Qué le pasa?
   – Cabeza de jabalí-repitió ella-. ¿Qué genio del marketing se ha inventado este nombre? Oye, tengo una idea. ¿Por qué no ponemos a nuestros mejores cortes nombres de los animales más asquerosos. No, espera. Los nombres de sus cabezas.
   – Pues tú siempre lo pides -dije.
   Se quedó pensativa.
   – Sí, tienes razón.
   Fuimos a la caja. Zia puso primero sus cosas. Coloqué la barrita divisoria y descargué mi carrito. Una cajera corpulenta empezó a pasar nuestros productos.
   – ¿Tienes hambre? -preguntó.
   Me encogí de hombros.
   – No me importaría comer algo en Garbo's.
   – Pues vamos. -Zia echó un vistazo por encima de mi hombro y se quedó con la mirada fija. Entornó los ojos y una expresión rara cruzó su cara-. ¿Marc?
   – ¿Sí?
   Ella hizo una mueca.
   – No, no puede ser.
   – ¿Qué?
   Todavía mirando por encima de mi hombro, Zia hizo un gesto con la barbilla. Me volví lentamente y cuando la vi, sentí una puñalada en el pecho.
   – Sólo la he visto en fotos -dijo Zia-, pero ¿no es…?
   Logré asentir con la cabeza.
   Era Rachel.
   El mundo se cerró a mi alrededor. No tendría por qué sentirme así. Lo sabía. Hacía años que habíamos roto. Después de tanto tiempo, debería sonreír. Debería tener una sensación de añoranza, de nostalgia, un recuerdo doloroso de un tiempo en que era joven e ingenuo. Pero no, no era eso lo que sentía. Rachel estaba a diez metros de mí y todo volvió de golpe. Lo que noté fue un anhelo demasiado fuerte, un deseo que me desgarró, que hizo que reviviera intensamente el amor y el desamor.
   – ¿Estás bien? -preguntó Zia.
   Asentí de nuevo.
   ¿Alguien cree que todos tenemos una sola alma gemela, un solo amor predestinado? Allí, a tres cajas de distancia en el Stop-n-Shop y bajo un rótulo que decía caja rápida – máximo i 5 artículos, estaba el mío.
   – Creía que se había casado -dijo Zia.
   – Se casó -dije yo.
   – No lleva anillo. -Zia me dio un codazo-. Vaya, esto es emocionante.
   – Sí -dije-. Ésta es una ciudad excitante.
   – Eh, ¿sabes lo que parece? -siguió Zia chasqueando los dedos-. Aquel disco horroroso que tú ponías. La canción que iba de encontrarse al viejo amor en el colmado. ¿Cómo se titulaba?
   La primera vez que había visto a Rachel, cuando era un chico de diecinueve años, el efecto fue relativamente apacible. No hubo ninguna explosión. Ni siquiera creo que la encontrara atractiva. Pero como descubriría poco después, me gustan las mujeres cuyo atractivo crece con el tiempo. Empiezas pensando «vale, es bastante guapa» y al cabo de unos días, dice algo o inclina la cabeza de una determinada manera cuando lo dice, y, patapam, es como si te hubiera atropellado un autobús.
   Volví a sentirme así en aquel momento. Rachel había cambiado, pero no demasiado. Los años tal vez habían endurecido su escurridiza belleza, ahora más marcada y angulosa. Estaba más delgada. Llevaba el pelo negro recogido en una cola. A los hombres les suele gustar el pelo suelto. A mí siempre me ha gustado recogido, por todo lo que expone, supongo, sobre todo con los pómulos y el cuello de Rachel. Llevaba vaqueros y una blusa gris. Sus ojos garzos estaban bajos, la cabeza inclinada en aquella pose de concentración que yo conocía tan bien. Todavía no me había visto.
   – Same Old Lang Syne -dijo Zia.
   – ¿Qué?
   – La canción de los amantes del supermercado. De un tal Dan Nosecuántos. Se llamaba así, Same Old Lang Syne -y luego añadió-: Creo que se llamaba así.
   Rachel buscó su cartera y sacó un billete de veinte. Iba a dárselo a la cajera. Levantó la mirada y fue entonces cuando me vio.
   No puedo precisar exactamente qué cruzó por su cara. No pareció sorprendida. Nuestros ojos se encontraron, pero no vi en ellos alegría. Miedo, tal vez. Quizá resignación. No lo sé. Tampoco sé cuánto rato estuvimos así.
   – Creo que es mejor que os deje -susurró Zia.
   – ¿Eh?
   – Si cree que estás con una chica tan guapa como yo, pensará que no tiene posibilidades.
   Creo que sonreí.
   – ¿Marc?
   – Sí.
   – La forma en que te has quedado. Con la boca abierta como un tonto. Das un poco de miedo.
   – Gracias.
   – Ve a saludarla -dijo Zia, y sentí que me empujaba con la mano.
   Mis píes empezaron a moverse, pero no recuerdo que el cerebro les mandara ninguna orden. Rachel dejó que la cajera le guardara las cosas en bolsas. Dio unos pasos hacia mí e intentó sonreír. Su sonrisa siempre había sido espectacular, de las que te hacen pensar en poesía y lluvias primaverales, un deslumbramiento que puede cambiarte el día. Pero aquella sonrisa no fue así. Era más tensa. Era dolorida. Y me pregunté si se contenía o si ya no podía sonreír como antes, si algo había apagado su voltaje permanentemente.
   Nos paramos a un metro de distancia, sin saber si el protocolo exigía que nos diéramos un abrazo, un beso o un apretón de manos. Y no hicimos ninguna de las tres cosas. Me quedé allí y sentí el dolor por todas partes.
   – Hola -dije.
   – Me alegro de ver que te acuerdas de cómo ligar -contestó Rachel.
   Simulé una sonrisa desenvuelta.
   – ¿Eh, nena, cómo va eso?
   – Mejor -dijo ella.
   – ¿Vienes mucho por aquí?
   – Bien. Ahora toca decir: «¿No nos conocemos de algo?».
   – No -arqueé una ceja-. No podría haber olvidado a una chica tan guapa como tú.
   Nos reímos. Lo estábamos intentando de verdad. Los dos éramos conscientes de ello.
   – Estás guapa -dije.
   – Tú también.
   Un breve silencio.
   – Vale -dije-. Se me han acabado los tópicos y las bromitas forzadas.
   – Guau -dijo Rachel.
   – ¿Por qué estás aquí?
   – Para comprar comida.
   – No, quiero decir…
   – Sé lo que quieres decir -interrumpió-. Mi madre se mudó a un piso en una urbanización de West Orange.
   Algunos mechones se le habían escapado de la cola y le caían sobre la cara. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no apartárselos.
   Rachel miró a otro lado y luego a mí.
   – Me enteré de lo de tu esposa y tu hija -dijo-. Lo siento.
   – Gracias.
   – Quise llamarte o escribirte, pero…
   – Me dijeron que te habías casado -dije.
   – Se acabó -dijo moviendo con rapidez los dedos de la mano izquierda.
   – Y que eras agente del FBI.
   – También se acabó. -Rachel bajó la mano.
   Más silencio. Tampoco sé cuánto rato estuvimos así. La cajera estaba atendiendo al siguiente cliente. Zia se colocó detrás de nosotros. Se aclaró la garganta y alargó la mano a Rachel.
   – Hola, soy Zia Leroux -dijo.
   – Rachel Mills.
   – Me alegro de conocerte, Rachel. Soy socia de Marc en la consulta. -Luego lo pensó mejor y añadió-: Sólo somos amigos.
   – Zia -dije.
   – Ah, bueno, perdona. Oye, Rachel, me gustaría quedarme a charlar, pero tengo prisa. -Señaló la salida como para dar más fuerza a su argumento-. Quedaos charlando. Marc, te recojo aquí más tarde. Mucho gusto, Rachel.
   – Lo mismo digo.
   Zia se fue a toda prisa. Yo me encogí de hombros.
   – Es una doctora estupenda.
   – Estoy segura. -Rachel agarró su carro-. Me esperan en el coche, Marc. Me he alegrado de verte.
   – Yo también -dije.
   Pero con todo lo que había perdido, había aprendido algo, ¿no? No podía dejarla marchar. Me aclaré la garganta y añadí:
   – Deberíamos volver a vernos.
   – Sigo viviendo en Washington. Vuelvo mañana.
   Silencio. Mis entrañas se convirtieron en gelatina. Mi respiración era forzada.
   – Adiós, Marc -dijo Rachel. Pero aquellos ojos garzos estaban húmedos.
   – No te vayas todavía.
   Intenté no parecer suplicante, pero no creo que lo consiguiera. Rachel me miró, y lo vio todo.
   – ¿Qué quieres que te diga, Marc?
   – Que tú también quieres que nos veamos.
   – ¿Sólo eso?
   – Tú sabes que eso no es todo -respondí con un gesto de negación.
   – Ya no tengo veintiún años.
   – Yo tampoco.
   – La chica que amabas está muerta y desaparecida.
   – No -dije-. Está frente a mí.
   – Ya no me conoces.
   – Pues volvamos a conocernos. No tengo prisa.
   – ¿Así de fácil?
   – Sí -intenté sonreír.
   – Yo vivo en Washington. Tú vives en Nueva Jersey.
   – Pues me mudaré -insistí.
   Pero incluso mientras estaba diciendo estas palabras impetuosas, Rachel hizo una mueca y reconocí mi fanfarronada. No podía dejar a mis padres ni romper mi sociedad con Zia ni… ni abandonar mis fantasmas. En algún punto entre mis labios y sus oídos el sentimiento se estrelló y se quemó.
   Rachel se volvió para marcharse. No se despidió de nuevo. Miré cómo empujaba el carrito hacia la puerta. Vi cómo la puerta se abría automáticamente por algún mecanismo electrónico. Vi a Rachel, el amor de mi vida, desaparecer otra vez sin mirar atrás. Me quedé quieto. No la seguí. Sentí que mi corazón caía y se agrietaba, pero no hice nada para detenerla.
   Es posible que, después de todo, no hubiera aprendido ninguna cosa.
   

Capítulo 9

   Bebí.
   No soy un gran bebedor -la marihuana era mi elixir preferido en mis días de juventud-, pero encontré una botella de ginebra en un armario de la cocina. Tenía tónica en la nevera, que también tiene un dispensador automático de hielo. No había más que mezclarlo.
   Seguía viviendo en la vieja casa de los Levinsky. Es demasiado grande para mí, pero no tenía ánimos para apartarme de ella. Para mí era como un portal, una conexión vital (aunque fuera frágil) con mi hija. Sí, sé cómo suena, pero venderla habría sido como cerrarle una puerta. No puedo hacerlo.
   Zia quería quedarse conmigo, pero le supliqué que no lo hiciera. No insistió. Pensé en la canción cursi de Dan Fogelberg (no Dan Nosecuántos) en que los antiguos amantes hablan hasta el agotamiento. Pensé en Bogie interrogando a los dioses que harían que Ingrid Bergman entrara en su local, de todos los posibles. Bogie bebió cuando ella se fue. Parecía ayudarle. Tal vez también me ayudaría a mí.
   Me preocupaba una barbaridad que Rachel siguiera teniendo un efecto tan contundente sobre mí. De hecho era una tontería y era pueril. Rachel y yo nos habíamos conocido durante unas vacaciones de verano entre mi último año de instituto y el primero de la universidad. Era de Middlebury, en Vermont, y supuestamente era prima lejana de Cheryl, aunque nadie sabía con certeza en qué consistía su relación. Aquel verano -el verano de los veranos-, Rachel pasó una temporada con la familia de Cheryl porque los padres de ella estaban tramitando un divorcio difícil. Nos presentaron, y como he dicho antes, el autobús tardó un poco en atrepellarme. Quizá por eso el golpe fue más potente.
   Empezamos a encontrarnos. Salíamos mucho con Lenny y Cheryl. Los cuatro pasábamos todos los fines de semana en la casa de veraneo de Lenny en la costa de Jersey. Fue sin duda un verano magnífico, la clase de verano que todos deberían vivir al menos una vez en la vida.
   Si eso fuera una película, podríamos imaginar el montaje musical. Yo fui a la Universidad de Tufts cuando Rachel empezaba en el Boston College. Primera escena del montaje; bueno, seguramente nos pondrían en un barco en el Charles, y yo remaría, Rachel sostendría la sombrilla, con una sonrisa de prueba, al principio y luego burlona. No lo hicimos nunca, pero ya se entiende; Luego tal vez habría una escena de merienda en el campus, una toma de nosotros estudiando en la biblioteca, nuestros cuerpos entrelazados en un sofá, yo mirando fascinado a Rachel que leía su libro de texto, con las gafas puestas, recogiéndose el pelo detrás de la oreja con un gesto ensimismado. El montaje seguramente se cerraría sobre dos cuerpos agitándose bajo una sábana blanca de satén, a pesar de que ningún estudiante tenía sábanas de satén. Da igual, yo pienso en términos cinematográficos.
   Estaba enamorado.
   Durante unas vacaciones de Navidad, visitamos a la abuela de Rachel, una entrometida de la vieja escuela, con andador, en una residencia. La anciana nos tomó una mano a cada uno y nos declaró beshert, que es una palabra yiddish que significa predestinados o condenados.
   ¿Qué sucedió, pues?
   Nuestro final no fue nada fuera de lo común. Éramos jóvenes, supongo. En mi último año, Rachel decidió que quería pasar un semestre en Florencia. Yo tenía veintidós años. Me enfadé con ella y mientras estaba fuera, me acosté con otra mujer: un ligue de una noche con una alumna anodina de Babson. No significó absolutamente nada. Sé que no ayuda mucho, pero quizá debería importar. No lo sé.
   En fin, alguien de la fiesta se lo contó a otro y finalmente llegó a oídos de Rachel. Me llamó desde Italia y cortó conmigo, así sin más, lo que a mí me pareció una reacción exagerada. Como he dicho, éramos jóvenes. Al principio, fui demasiado orgulloso (léase: demasiado tonto) para suplicar y entonces, cuando empecé a calibrar las repercusiones, la llamé, le escribí y le mandé flores. Rachel no me contestó. Se había terminado. Habíamos terminado.
   Me puse en pie y me acerqué a mi escritorio. Busqué la llave que había pegado con cinta bajo el bufete y abrí el cajón de abajo. Saqué unas carpetas y encontré los secretos que había guardado debajo. No, no eran drogas. El pasado. Las cosas de Rachel. Encontré la foto familiar y la miré. Lenny y Cheryl todavía la tienen en su estudio, lo cual, comprensiblemente, había hecho que Monica se rebotase una barbaridad. Era una fotografía de los cuatro -Lenny, Cheryl, Rachel y yo- en una fiesta de mi último año. Rachel llevaba un vestido negro de tirantes y el recuerdo de cómo se le pegaba a los hombros todavía me deja sin respiración.
   Hace mucho tiempo de eso.
   Había seguido con mi vida, evidentemente. Siguiendo mi plan de vida, fui a la Facultad de Medicina. Siempre había sabido que quería ser médico. Casi todos los médicos que conozco dicen lo mismo. Pocas veces es una decisión de última hora.
   Y también había salido con chicas. Incluso tuve otro ligue de una noche (Zia, lo he contado antes), pero -y esto va a parecer penoso- incluso después de tantos años, no pasa un día sin que piense, aunque sea de pasada, en Rachel. Sí, sé que he idealizado el romance, si se quiere, de forma totalmente desproporcionada. De no haber metido la pata, probablemente no seguiría viviendo en un universo alternativo maravilloso, entrelazado con mi amada en el sofá. Como me dijo Lenny, en un momento de total sinceridad, si mi relación con Rachel había sido tan estupenda, debería haber sobrevivido a la más trillada de las infidelidades.
   ¿Estoy diciendo que nunca he amado a mi esposa? No. Al menos, creo que la respuesta es que no. Monica era guapa -indiscutiblemente guapa, su físico no tardaba nada en hacerte efecto-, y era apasionada y sorprendente. Además era rica y glamurosa. Intenté no compararla -lo que es una forma absurda de vivir tu vida-, pero no pude evitar amar a Monica en mi mundo estrecho y menos brillante posterior a Rachel. Con el tiempo, podría haberme pasado lo mismo si hubiera seguido con Rachel, pero eso es utilizar la lógica y, en cuestiones del corazón, la lógica no se aplica necesariamente.
   Los primeros años, Cheryl me informaba de mala gana de lo que hacía Rachel. Supe que había entrado en la Policía y se había hecho agente federal en Washington. No puedo decir que me sorprendiera mucho. Hace tres años, Cheryl me contó que Rachel se había casado con un compañero mayor que ella. Incluso después de tanto tiempo -hacía once años que Rachel y yo habíamos cortado- sentí que se me removían las entrañas. Con un golpe sordo tomé conciencia de que lo había estropeado todo. De algún modo siempre había creído que Rachel y yo nos estábamos tomando un tiempo libre, viviendo en una especie de animación en suspenso, hasta que llegara el día en que entraríamos en razón y volveríamos a estar juntos. Ahora ella se había casado con otro.
   Cheryl vio la cara que puse y desde entonces no ha vuelto a hablarme de Rachel.
   Mientras miraba la foto oí que paraba el SUV familiar. No me sorprendí. No me molesté en ir a abrir. Lenny tenía llave. Tampoco llamaba nunca. Ya sabría dónde estaba yo. Guardé la fotografía mientras Lenny entraba en la sala cargado con dos copas de papel enormes de colores brillantes.
   Lenny levantó las dos copas del 7-Eleven.
   – ¿Jerez o cola?
   – Jerez.
   Me dio un vaso. Esperé.
   – Zia ha llamado a Cheryl -dijo a modo de explicación.
   Ya me lo había imaginado.
   – No tengo ganas de hablar de ello -contesté.
   – Yo tampoco. -Lenny se instaló en el sofá, metió la mano en el bolsillo y sacó un grueso pliegue de papeles-. El testamento y la resolución de la herencia de Monica. Léetelo cuando puedas. -Agarró el mando y se puso a pasar canales-. ¿No tienes pomo?
   – No, lo siento.
   Lenny se encogió de hombros y se conformó con un partido de baloncesto universitario en la ESPN. Lo miramos unos minutos en silencio. Lo rompí yo.
   – ¿Por qué no me dijiste que Rachel se había divorciado?
   Lenny hizo una mueca y levantó la mano, como si quisiera parar el tráfico.
   – ¿Qué? -dije.
   – Congelamiento cerebral -siguió-. Siempre bebo demasiado deprisa.
   – ¿Por qué no me lo dijiste?
   – Creía que no íbamos a hablar de ello.
   – No es tan sencillo, Lenny -respondí mirándolo.
   – ¿Qué no lo es?
   – Rachel ha pasado una mala temporada.
   – Yo también -dije.
   Lenny miró el partido demasiado atentamente.
   – ¿Qué le pasó, Lenny?
   – No es asunto mío -negó con la cabeza-. Hace al menos quince años que no la ves.
   Catorce en realidad.
   – Más o menos.
   Sus ojos se pasearon por la habitación y se posaron en una fotografía de Monica y Tara. Apartó la mirada y tomó un sorbo de su bebida.
   – Tienes que dejar de vivir en el pasado, chico.
   Los dos nos pusimos a mirar el partido. Dejar de vivir en el pasado, había dicho. Miré la fotografía de Tara y me pregunté si Lenny hablaba de algo más que de Rachel.
 
   Edgar Portman recogió la correa de piel del perro. La agitó por la punta. Bruno, su mastín campeón, corrió hacia el sonido a toda velocidad. Bruno había ganado un premio al Mejor Pedigrí en la Exposición de Perros de Westminster hacía seis años. Muchos creían que debería haber ganado el del Mejor de la Exposición. Pero Edgar decidió retirar a Bruno. Un perro de exposición no está nunca en casa. Edgar quería tener a Bruno con él.
   A Edgar le decepcionaban las personas. Los perros nunca.
   Bruno sacó la lengua y meneó la cola. Edgar enganchó la correa al collar. Saldrían una hora a pasear. Edgar miró hacia el escritorio. Allí, sobre el reluciente barniz, había un paquete de cartón, idéntico a uno que había recibido hacía dieciocho meses. Bruno gimoteó. Edgar se preguntó si era un gimoteo de impaciencia o si percibía el miedo de su amo. Tal vez las dos cosas.
   En todo caso, Edgar necesitaba aire fresco.
   El paquete de hacía dieciocho meses había pasado todas las pruebas posibles del forense. La Policía no había encontrado nada. Edgar estaba bastante seguro, basándose en su pasada experiencia, de que los incompetentes de las fuerzas del orden tampoco encontrarían nada esta vez. Hacía dieciocho meses, Marc no le había escuchado. Aquel error, esperaba Edgar, no volvería a repetirse.
   Fue hacia la puerta con Bruno delante. El aire fresco le sentó bien. Salió y respiró hondo. No mejoraba sus perspectivas, pero ayudaba. Edgar y Bruno se pusieron a caminar por una ruta familiar, pero algo hizo que Edgar doblara a la derecha. El cementerio familiar. Lo veía cada día, tan a menudo que ya ni lo veía, por decirlo de algún modo. Nunca visitaba las tumbas. Pero ese día, de repente, se sentía agotado. Bruno, sorprendido por el cambio en su rutina, lo siguió de mala gana.
   Edgar saltó la pequeña verja. Le dolían las piernas. La vejez. Aquellos paseos se le hacían cada día más pesados. Había empezado a utilizar un bastón casi siempre -había comprado uno que había utilizado supuestamente Dashiell Hammet durante una convalecencia de una tuberculosis- pero, sin saber por qué, Edgar no lo llevaba nunca cuando salía con Bruno. No le parecía bien.
   Bruno dudó, pero luego saltó la verja. Los dos se situaron ante las dos lápidas más recientes. Edgar intentaba no reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre la riqueza y su relatividad con respecto a la felicidad. Creía que era mejor dejar esas cavilaciones a otros. Se daba cuenta de que probablemente no había sido un buen padre. Sin embargo, había aprendido de su padre que a su vez había aprendido del suyo. Y en definitiva, quizá su frialdad le había salvado. De haber amado plenamente a sus hijos, de haberse involucrado plenamente en sus vidas, dudaba de que hubiera podido sobrevivir a sus muertes.
   El perro se puso a gimotear otra vez. Edgar miró a su compañero a los ojos.
   – Nos vamos, chico -dijo amablemente.
   Se abrió la puerta de la casa. Edgar se volvió y vio a su hermano Carson, que corría hacia él. Edgar vio la expresión de la cara de su hermano.
   – Dios mío -gritó Carson.
   – Veo que has visto el paquete.
   – Sí, claro. ¿Has llamado a Marc?
   – No.
   – Bien -dijo Carson-. Es un engaño. Tiene que serlo.
   Edgar no contestó.
   – ¿No estás de acuerdo? -dijo Carson.
   – No lo sé.
   – No puedes creer que siga viva.
   Edgar dio un suave tirón a la correa.
   – Es mejor esperar los resultados de las pruebas -dijo-. Entonces lo sabremos con seguridad.
 
   Me gusta trabajar por la noche. Siempre me ha gustado. Soy afortunado con la profesión que he elegido. Me gusta mi trabajo. No es nunca una tarea rutinaria o monótona o algo para ganarse la vida y punto. Yo desaparezco en mi trabajo. Como un atleta concentrado, me olvido de todo cuando estoy jugando mi partido. Cruzo la zona. Y es cuando estoy mejor.
   Sin embargo, aquella noche -tres noches después de encontrarme con Rachel- estaba libre. Estuve sentado en el salón y cambiaba canales. Como muchos varones de nuestra especie, le doy demasiado al mando. Puedo ver varias horas de nada. El año pasado, Lenny y Cheryl me regalaron un reproductor DVD, y me explicaron que mi reproductor de vídeo estaba abocado a la extinción. Miré su reloj. Pasaban unos minutos de las nueve. Podía ponerme un DVD y meterme en la cama a las once.
   Acababa de sacar el DVD de su caja y estaba a punto de meterlo en el aparato -para eso todavía no tienen un mando- cuando oí ladrar a un perro. Me levanté. Una familia se había mudado dos casas más abajo. Tenían cuatro o cinco niños, creo. Es difícil concretar cuando hay tantos. Parecen fundirse los unos en los otros. Todavía no me había presentado, pero había visto en su jardín un perro lobo irlandés del tamaño aproximado de un Ford Explorer. Creo que él ladraba.
   Aparté la cortina. Miré por la ventana, y por alguna razón -una razón que no sé articular adecuadamente- no me sorprendió lo que vi.
   La mujer estaba exactamente en el mismo lugar donde la había visto hacía dieciocho meses. El abrigo largo, el pelo liso, las manos en los bolsillos: era todo igual.
   Me daba miedo perderla de vista, pero tampoco quería que me viera. Me puse de rodillas y me coloqué a un lado de la ventana, al estilo superdetective. Con la espalda y la mejilla apretada contra la pared, sopesé mis opciones.
   En primer lugar, no la estaba observando. Eso significaba que podía marcharse sin que yo me enterara. Vaya, muy mal. Tenía que arriesgarme a echar un vistazo. Aquello era lo primero.
   Volví la cabeza y me arriesgué a mirar. Seguía allí. La mujer seguía delante de la casa, pero se había movido unos pasos y estaba más cerca de mi puerta principal. No tenía ni idea de lo que aquello quería decir. ¿Y ahora qué? ¿Y si salía y hablaba con ella? Aquello parecía una buena idea. Si echaba a correr… bueno, creo que la seguiría.
   Me arriesgué a echar otro vistazo, y cuando lo hice, me di cuenta de que la mujer estaba mirando directamente a mi ventana. Me eché atrás. Maldita sea. Me había visto. Estaba claro. Agarré la parte baja de la ventana, dispuesto a abrirla, pero ella ya había empezado a caminar calle arriba.
   Ah, no, otra vez no.
   Llevaba puesta una bata quirúrgica -todos los médicos que conozco tienen una para estar en casa- e iba descalzo. Corrí hacia la puerta y la abrí. La mujer estaba casi al final de la calle. Cuando me vio en la puerta, dejó de caminar apresuradamente y echó a correr.
   La perseguí. A la porra mis pies. Una parte de mí se sentía ridicula. No soy un corredor muy rápido con dos piernas. Seguramente tampoco soy el más rápido con una, y allí estaba yo persiguiendo a una desconocida porque estaba parada delante de mi casa. No sabía lo que esperaba encontrar. Probablemente la mujer estaba dando un paseo, y yo la había asustado. Seguramente llamaría a la Policía. Había visto su reacción. Ya era bastante malo que hubiera matado a mi familia y me hubiera salido con la mía. Ahora estaba persiguiendo a mujeres desconocidas por el barrio.
   No me detuve.
   La mujer dobló por Phelps Road. Me llevaba mucha ventaja. Balanceé los brazos y obligué a mis piernas a acelerar el paso. Los guijarros de la acera se me clavaban en las plantas de los pies. Intenté correr por la hierba. La había perdido de vista, y estaba agotado. Había corrido quizás unos cien metros y ya me notaba falto de respiración. La nariz me empezaba a gotear.
   Llegué al final de mi calle y doblé a la derecha.
   Pero no vi a nadie.
   La calle era larga y recta y estaba bastante bien iluminada. En otras palabras, debería estar a la vista. Por alguna razón absurda, miré también al otro lado, detrás de mí. Pero la mujer tampoco estaba allí. Corrí por la ruta que había tomado. Miré hacia Morningside Drive, pero no había señales de ella.
   La mujer había desaparecido.
   Pero ¿cómo?
   No podía haber corrido tan rápido. Ni Cari Lewis era tan rápido. Me paré, apoyé las manos en las rodillas, y aspiré un oxígeno muy necesario. Piensa. A ver, ¿podía ser que viviera en una de aquellas casas? Tal vez. Y si era así, ¿qué? Esto significaría que estaba paseando por su barrio. Había visto algo que le había llamado la atención. Se había parado a echar un vistazo.
   ¿Como había hecho hacía dieciocho meses?
   Bien, en primer lugar, no sabía si se trataba de la misma mujer.
   Entonces, ¿dos mujeres se habían parado delante de la casa exactamente en el mismo lugar como dos estatuas?
   Era posible. O puede que fuera la misma mujer. A lo mejor le gustaba mirar las casas. A lo mejor le interesaba la arquitectura o algo así.
   Sí claro, la tan deseada arquitectura de las casas de las afueras de dos pisos de los años setenta. Y si su visita era totalmente inocente, ¿por qué había echado a correr?
   «No lo sé, Marc, pero quizá -y esto es sólo una puñalada en la oscuridad- corría porque un chiflado la perseguía.»
   Me sacudí la voz de la conciencia y eché a correr de nuevo, buscando no se sabe qué. Pero cuando pasé por la casa de los Zucker, me detuve de golpe.
   ¿Era posible?
   La mujer había desaparecido sin más. Yo había mirado las dos calles adyacentes. No estaba en ninguna de las dos. Esto significaba: A, que vivía en una de las casas; B, que estaba escondida.
   O bien: C, que había cogido el camino de los Zucker hacia el bosque.
   Cuando era pequeño, a veces atajábamos por el jardín trasero de los Zucker. Había un camino que llegaba al jardín de la escuela. No era fácil de encontrar, y a la vieja señora Zucker no le gustaba que le pisáramos el césped. Nunca nos decía nada, pero se ponía junto a la ventana, con su pelo encrespado en forma de colmena, y nos miraba furiosa. Al cabo de un tiempo, dejamos de usar el sendero y utilizamos el camino más largo.
   Miré a izquierda y derecha. Ni rastro de ella.
   ¿Podía ser que la mujer conociera el camino?
   Corrí hacia la oscuridad del jardín trasero de los Zucker. Casi me esperaba que la vieja señora Zucker estuviera en la ventana de la cocina, mirándome enfadada, pero se había mudado a Scottsdale hacía años. Ya no sé quién vive en la casa. Ni siquiera sabía si el sendero seguía existiendo.
   El jardín estaba oscuro como boca de lobo. No había luces en la casa. Intenté recordar dónde estaba exactamente el sendero. De hecho, no tardé nada. Estas cosas se recuerdan. Es automático. Corrí por él y algo me sacudió en la cabeza. Oí el golpe sordo y caí de espaldas.
   La cabeza me daba vueltas. Miré hacia arriba. A la débil luz de la luna, vi un columpio. Uno de esos modernos, de madera. No estaba allí en mi infancia, y no lo había visto en la oscuridad. Sentía náuseas, pero el tiempo era crucial. Me puse de pie con demasiada confianza, y me tambaleé.
   El sendero seguía allí.
   Lo tomé con toda la rapidez de que fui capaz. Las ramas me arañaban la cara. No me importaba. Tropezaba con las raíces. No me importaba. El sendero Zucker no era largo, como máximo diez o quince metros. Salí a un gran claro de campos de fútbol y béisbol. Había sido bastante rápido. Si la mujer había tomado esta ruta, aún podría localizarla en el parque deportivo.
   Veía la niebla humeante de las luces fluorescentes que procedían de los aparcamientos de los campos. Una vez en el claro examiné rápidamente los alrededores. Vi varias porterías de fútbol y una especie de cadena.
   Pero ninguna mujer.
   Maldita sea.
   La había perdido. Otra vez. Se me encogió el corazón. No lo sé. Bueno, si lo piensas bien, ¿qué sentido tenía? Aquello era una estupidez, la verdad. Me miré los pies. Me dolían de mala manera. Noté un hilillo de lo que debía ser sangre en el talón derecho. Me sentía como un idiota. Como un idiota derrotado, encima. Me di la vuelta…
   Un momento.
   A lo lejos, bajo las luces del aparcamiento, había un coche. Un coche solitario, que se destacaba en su soledad. Asentí para mí mismo y seguí el hilo de mis pensamientos. Pongamos que el coche perteneciera a la mujer. ¿Por qué no? Y si así no fuera, tampoco se habría perdido nada. Pero si era suyo, si había aparcado allí, era más lógico. Aparca, cruza el bosque, se coloca frente a mi casa. No tenía ni idea de por qué había hecho todas estas cosas. Pero en aquel momento, decidí creer que era suyo.
   Bueno, si era así -si ése era su coche- entonces podía concluir que todavía no se había marchado. No se me había escapado. ¿Qué había pasado entonces? La descubro, corre, toma el camino…
   … y se da cuenta de que la podría seguir.
   Casi hice chasquear los dedos. La mujer misteriosa sabría que yo había crecido en aquel barrio y que por tanto conocería el camino. Y si yo lo hacía, si de algún modo adivinaba (como era el caso) que había cogido aquel sendero, entonces la vería en el claro. ¿Qué haría ella entonces?
   Lo pensé y la respuesta se me ocurrió en seguida.
   Se escondería en el bosque junto al sendero.
   Seguramente la mujer misteriosa me estaba observando en aquel preciso momento.
   Sí, sé que esta argumentación apenas se puede calificar de conjetura. Pero me parecía correcta. Muy correcta. ¿Qué haría yo? Solté un gran suspiro y dije en voz alta «Maldita sea». Bajé los hombros como si me sintiera derrotado, intentando no exagerar demasiado, y me dirigí arrastrando los pies por el camino hacia la casa de los Zucker. Bajé los ojos, mirando a izquierda y derecha. Caminé despacio, con los oídos atentos, esforzándome por oír un roce de algún tipo.
   La noche siguió silenciosa.
   Llegué al final del camino y seguí andando como si volviera a casa. Cuando estaba inmerso en la oscuridad, me agaché en el suelo. Me arrastré como un comando bajo el columpio, mirando hacia el sendero. Me paré y esperé.
   No sé cuánto rato estuve allí. Probablemente no más de dos o tres minutos. Estaba a punto de abandonar cuando oí un ruido. Seguía tumbado boca abajo, con la cabeza levantada. Distinguí una silueta que iba por el camino.
   Me levanté a toda prisa, intentando no hacer ruido, pero fue inútil. La mujer se volvió hacia el ruido y me vio.
   – Espere -grité-. Sólo quiero hablar con usted.
   Pero había vuelto a meterse en el bosque. Desde el sendero, el bosque se veía denso y oscuro, muy oscuro. La podía perder con facilidad. No tenía intención de arriesgarme. Otra vez no. Tal vez no pudiera verla, pero aún podía oírla.
   Salté hacia la espesura y casi inmediatamente me golpeé contra un árbol. Vi las estrellas. Vaya, qué tontería había hecho. Me paré a escuchar.
   Silencio.
   Se había detenido. Se escondía otra vez. ¿Qué podía hacer?
   Tenía que estar cerca. Consideré mis opciones y luego pensé «A paseo». Recordando dónde había oído un ruido por última vez, salté hacia allí, con los brazos extendidos, las manos y los brazos alargados al máximo para que mi cuerpo cubriera el mayor territorio posible. Caí sobre un matorral.
   Pero mi mano izquierda tocó algo más.
   Intentó arrastrarse, pero cerré con más fuerza los dedos alrededor de su tobillo. Me pateó con la pierna libre. Yo me aferré como un perro que clavara los dientes en su presa.
   – ¡Suéltame! -gritó ella.
   No reconocí la voz. No solté el tobillo.
   – ¡Haz el favor de soltarme!
   No. Recuperé el equilibrio y la atraje hacia mí. Todavía estaba demasiado oscuro, pero mis ojos empezaban a adaptarse. Di otro tirón. Ella rodó de espaldas. Ahora estábamos bastante cerca. Finalmente pude verle la cara.
   Tardé un momento en reconocerla. El recuerdo era antiguo, para empezar. La cara, o lo que podía ver de ella, había cambiado. Parecía distinta. Lo que la delató, lo que me ayudó a reconocerla, fue la forma en que le había caído el pelo sobre la cara durante nuestra escaramuza. Aquello me resultaba casi más familiar que sus rasgos: la vulnerabilidad de la postura, la forma en que evitaba el contacto visual. Y evidentemente, vivir en aquella casa, la casa que siempre había asociado tan estrechamente a ella, había mantenido su imagen en la primera fila de mis bancos de memoria.
   La mujer se apartó el pelo de la cara y me miró. Me sentí retroceder a la época de la escuela, el edificio de ladrillo que estaba a escasos doscientos metros de distancia de donde nos encontrábamos. Quizás aquello tenía alguna lógica. La mujer misteriosa que había estado contemplando la casa donde había vivido.
   La mujer misteriosa era Dina Levinsky.
 
   

Capítulo 10

   Nos sentamos a la mesa de la cocina. Preparé té, una mezcla de té verde chino que había comprado en Starbucks. Se suponía que tenía efectos calmantes. Ya se vería. Serví una taza a Dina.
   – Gracias, Marc.
   Incliné la cabeza, y me senté frente a ella. Conocía a Dina de toda la vida. La conocía de la forma que sólo un niño puede conocer a otro niño, del modo en que sólo pueden conocerse los compañeros de la escuela primaria, aunque no creo, mal que me pese, que nunca hubiera hablado con ella.
   Todos tenemos a una Dina Levinsky en nuestro pasado. Era la víctima de la clase, la niña proscrita, de la que se burlaban y mostraban, la que te preguntas cómo ha podido mantener la cordura. Nunca la martiricé, pero la miré sin hacer nada un montón de veces. Aunque no viviera en la casa de su infancia, Dina Levinsky seguiría viviendo en mí. Como vive en todos. Rápido: ¿cuál era el niño de quien más se burlaban en tu escuela primaria? Sí, exacto, te acuerdas. Recuerdas su nombre y su apellido y cómo era. Recuerdas haberle visto volver a casa solo, o sentado en la cafetería en silencio. Lo que sea, pero te acuerdas. Dina Levinsky sigue en ti.
   – Me han dicho que eres médico -dijo Dina.
   – Sí. ¿Y tú?
   – Soy diseñadora gráfica y artista. El mes que viene hago una exposición en el Village.
   – ¿Pinturas?
   – Sí-vaciló.
   – Siempre fuiste una buena artista -dije.
   – ¿Te habías dado cuenta? -preguntó ladeando la cabeza, sorprendida.
   Hubo un breve silencio. Luego dije:
   – Debería haber hecho algo.
   – No, yo debería haberlo hecho -contestó Dina sonriendo.
   Tenía buen aspecto. No es que se hubiera convertido en una belleza como los patitos feos de las películas. En primer lugar, Dina nunca había sido fea. Era vulgar. Quizá todavía lo era. Sus rasgos eran demasiado estrechos, pero sentaban mejor a su cara de adulta. Su pelo, tan lacio en su infancia, ahora tenía volumen.
   – ¿Te acuerdas de Cindy McGovern? -preguntó.
   – Claro.
   – Era la que más me torturaba.
   – Me acuerdo.
   – Pues mira qué curioso. Hace años hice una exposición en una galería del centro, y apareció Cindy. Se me acercó, me dio un beso y un abrazo. Y quería hablar de los viejos tiempos: «¿Te acuerdas de lo zumbado que estaba el señor Lewis?» y cosas así. Estaba tan feliz, te lo juro, Marc, no se acordaba de lo que me había hecho. No disimulaba, creo. Simplemente había desterrado de su mente cómo me había tratado. Lo he visto otras veces.
   – ¿Qué has visto?
   Dina levantó la taza con las dos manos.
   – Nadie recuerda haber sido el instigador. -Se quedó pensativa, mientras recorría la mirada con rapidez por la habitación. Yo pensé en mis propios recuerdos. ¿Era verdad que me había mantenido al margen, o aquello era también una forma revisionista de la historia?
   »Es todo tan confuso -dijo Dina.
   – ¿Volver a esta casa?
   – Sí. -Dejó la taza-. Supongo que quieres una explicación.
   Esperé.
   Volvió a hacer movimientos rápidos con los ojos.
   – ¿Quieres oír algo grotesco?
   – Adelante.
   – Aquí es donde me sentaba yo siempre. Cuando era pequeña. También teníamos una mesa rectangular. Siempre me sentaba en el mismo sitio. Cuando volví a este lugar…, no lo sé, gravité naturalmente hasta esta silla. Supongo…, supongo que en parte es por lo que estoy aquí esta noche.
   – No sé si te entiendo.
   – Esta casa -dijo-. Todavía me atrae. Me tiene atrapada -prosiguió, y se inclinó hacia delante. Sus ojos buscaron los míos por primera vez-. ¿Oíste los rumores, verdad? Sobre mi padre y lo que ocurrió aquí.
   – Sí.
   – Eran ciertos -dijo.
   Me obligué a no parpadear. No sabía qué decir. Pensé en el infierno de la escuela. Intenté añadir a eso el infierno de su casa. Era incomprensible.
   – Ahora está muerto. Me refiero a mi padre. Murió hace seis años.
   Parpadeé y aparté la vista.
   – Estoy bien, Marc. En serio. He seguido una terapia, en realidad todavía la sigo. ¿Conoces al doctor Radio?
   – No.
   – Es su nombre real. Stanley Radio. Es bastante famoso por la técnica Radio. He estado con él varios años. Estoy mucho mejor. He superado mis tendencias autodestructivas. Ya no me siento inútil. Pero es curioso. Lo superé. No, en serio. Las víctimas de abusos sexuales suelen tener problemas de compromiso y de sexo. Yo no. Soy capaz de tener relaciones íntimas sin problemas. Estoy casada. Mi marido es estupendo. No es un cuento de hadas, pero está muy bien.
   – Me alegro -dije, porque no tenía ni idea de qué decir.
   – ¿Eres supersticioso, Marc? -rae preguntó sonriendo de nuevo.
   – No.
   – Yo tampoco. Pero, no sé, cuando leí lo de tu esposa y tu hija, empecé a cavilar. Sobre esta casa. El mal karma y todos esos rollos. Tu esposa era encantadora.
   – ¿Conocías a Monica?
   – Nos conocimos.
   – ¿Cuándo?
   Dina no contestó inmediatamente.
   – ¿Te suena el término «desencadenante»?
   Lo recordaba de mis rotaciones en la Facultad de Medicina.
   – ¿En términos de psiquiatría, quieres decir?
   – Sí. Mira, cuando leí lo que había sucedido aquí, fue un desencadenante. Como con un alcohólico o un anoréxico. Nunca estás curado del todo. Algo ocurre -un desencadenante- y vuelves a las pautas antiguas. Volví a morderme las uñas. Empecé a infligirme daños físicos. Fue como… como si tuviera que enfrentarme a esta casa. Tenía que enfrentarme al pasado para poder derrotarlo.
   – ¿Y era eso lo que hacías esta noche?
   – Sí.
   – ¿Y cuando te vi hace dieciocho meses?
   – Lo mismo.
   Me apoyé en el respaldo de la silla.
   – ¿Con qué frecuencia pasas por aquí?
   – Una vez cada dos meses, más o menos. Aparco en la escuela y cruzó el camino de los Zucker. Pero hay algo más en esto.
   – ¿Más en qué?
   – Mis visitas. Mira, esta casa todavía contiene mis secretos. Y lo digo en sentido literal.
   – No te sigo.
   – Siempre intento reunir valor para volver a llamar, pero no puedo. Y ahora estoy dentro, en esta cocina, y estoy bien. -Intentó sonreír para reforzar su afirmación-. Pero sigo sin saber si puedo hacerlo.
   – ¿Hacer qué? -pregunté.
   – Te estoy liando. -Dina empezó a rascarse el dorso de la mano, con fuerza y rapidez, clavando las uñas en la piel casi rasgada. Tenía ganas de cogerle la mano, pero me pareció demasiado forzado-. Lo escribí todo. En un diario. Lo que me ocurrió. Sigue aquí.
   – ¿En la casa?
   Asintió con la cabeza.
   – Lo escondí.
   – La Policía lo registró todo después del asesinato. Pusieron la casa patas arriba.
   – No lo encontraron -dijo ella-. Estoy segura. Y aunque fuera así, es sólo un diario viejo. No tenían ningún motivo para quedárselo. Una parte de mí quiere que siga donde está. Ha terminado con él, no sé si me entiendes. Quiere dejar en paz a los muertos. Pero otra parte quiere sacarlo a la luz. Como si fuera un vampiro y la luz solar pudiera matarlo.
   – ¿Dónde está? -pregunté.
   – En el sótano. Tienes que subirte a la secadora para alcanzarlo. Está detrás de una de las tuberías, en el espacio que queda. -Echó un vistazo al reloj. Me miró y se abrazó a sí misma-. Se está haciendo tarde.
   – ¿Estás bien?
   Sus ojos se movían otra vez deprisa. Su respiración ya no era regular.
   – No sé cuánto rato más puedo quedarme.
   – ¿Quieres que busquemos tu diario?
   – No lo sé.
   – ¿Quieres que vaya a buscártelo?
   Negó con fuerza con la cabeza.
   – No. -Se levantó, respiró hondo-. Más vale que me marche.
   – Puedes volver cuando quieras, Dina. A cualquier hora.
   Pero ya no me escuchaba. Estaba aterrorizada y se dirigía a la puerta.
   – ¿Dina?
   Se volvió hacia mí de golpe.
   – ¿La querías?
   – ¿Qué?
   – A Monica. ¿La querías? ¿O había otra?
   – ¿De qué estás hablando?
   Su cara palideció. Me miraba fijamente, retrocediendo, petrificada.
   – Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?
   Abrí la boca, pero no me salió nada. Cuando recuperé la voz, Dina se había vuelto.
   – Lo siento, me tengo que ir.
   – Espera.
   Abrió la puerta y salió a toda prisa. Me quedé mirando por la ventana cómo corría hacia Phelps Road. Esta vez, decidí no seguirla.
   En lugar de eso, me volví, y con sus palabras -«Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»- resonando en mis oídos, corrí hacia la puerta del sótano.
 
   Veamos, voy a explicarme. No iba a bajar al sombrío sótano a medio reformar para invadir la intimidad de Dina. No pretendía saber qué era lo mejor para ella, lo que podía salvarla de su horrendo dolor. Muchos de mis colegas psiquiatras no estarían de acuerdo conmigo, pero a veces me pregunto si el pasado no estará mejor enterrado. No tengo la respuesta, evidentemente, y como me recordarían mis colegas psiquiatras, yo no les pido su opinión sobre la mejor forma de arreglar una fisura palatal. En definitiva, de lo que estoy seguro es de que no soy yo quien tiene que decidir por Dina.
   Y tampoco bajaba al sótano movido por la curiosidad sobre su pasado. No tenía ningún interés en leer los detalles del tormento de Dina. De hecho, no deseaba conocerlos en absoluto. Hablando egoístamente, sólo pensar que aquellos horrores hubieran tenido lugar en la casa que considero mi hogar ya me angustiaba bastante. Yo ya tenía suficientes angustias, francamente. No necesitaba oír ni leer más.
   Entonces, ¿qué es lo que buscaba exactamente?
   Apreté el interruptor. Se encendió una bombilla pelada. Mientras bajaba por la escalera, iba juntando las piezas. Dina había dicho varias cosas extrañas. Dejando de lado las más dramáticas por un momento, empezaba a tomar conciencia de las más sutiles. Era una noche de comportamiento espontáneo por mi parte. Decidí dejar que siguiera la tendencia.
   En primer lugar, recordaba cómo Dina, cuando todavía era la misteriosa mujer de la acera, había dado un paso hacia la puerta. Ahora sabía, como me había dicho la propia Dina, que «intentaba reunir valor para volver a llamar».
   «Volver.»
   «Volver» a llamar a la puerta.
   La deducción obvia era que Dina, al menos en una ocasión, había reunido el valor para llamar a la puerta.
   En segundo lugar, Dina me había dicho que había conocido a Monica. No podía imaginar cómo. Es verdad que Monica también había crecido en aquella ciudad, pero por todo lo que sabía de ella, podría haber crecido en una época diferente y más opulenta. La finca de los Portman estaba en un extremo opuesto al de nuestro extendido suburbio. Monica había empezado a estudiar en un internado desde muy pequeña. En la ciudad no la conocía nadie. Recuerdo haberla visto una vez en el cine Colony el verano de mi último año en el instituto. La había observado. Monica me había ignorado descaradamente. Toda ella desprendía un lustre de belleza distante. Cuando la conocí años después -en realidad fue ella la que se me acercó- el halago me hizo perder la cabeza. De lejos, Monica parecía fabulosa.
   Así pues, ¿cómo mi rica, remota y preciosa mujer había conocido a la pobre y desgraciada Dina Levinsky? La respuesta más probable, cuando se piensa en lo de «volver», era que Dina hubiese llamado a la puerta y Monica le hubiera abierto. Que se hubieran conocido así. Probablemente habían hablado. Probablemente Dina le había hablado a Monica del diario escondido.
   «Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»
   No, Dina, pero tengo intención de averiguarlo.
   Había llegado al suelo de cemento. Cajas que nunca tiraría ni abriría estaban amontonadas por todas partes. Noté, tal vez por primera vez, que había manchas de pintura en el suelo. De gran gama de tonos. Seguramente estaban allí desde la época de Dina, un recordatorio de su único solaz.
   La lavadora y la secadora estaban en el rincón izquierdo. Me acerqué a ellas lentamente entre las sombras que proyectaba la luz. Iba de puntillas, en realidad, como si temiera despertar a los perros de Dina. Una estupidez, la verdad. Como he dicho antes, no soy supersticioso y aunque lo fuera, aunque creyera en los espíritus del mal y cosas así, no había motivo para temer su enojo. Mi esposa estaba muerta y mi hija había desaparecido: ¿qué más podían hacerme? De hecho, debería molestarlos, obligarles a actuar, con la esperanza de que me hicieran saber qué le había ocurrido a mi familia, a Tara.
   Allí estaba de nuevo. Tara. Todo volvía a ella finalmente. No sé cómo encajaba en todo aquello. No sé cómo su secuestro estaba relacionado con Dina Levinsky. Probablemente no era así. Pero no pensaba volver atrás.
   Monica nunca me mencionó haber conocido a Dina Levinsky.
   Me parecía muy raro. Es verdad que estoy construyendo esta ridicula teoría sobre pura espuma. Pero si Dina había llamado a la puerta, si Monica le había abierto, lo normal sería pensar que mi esposa me lo hubiera mencionado en algún momento. Ella sabía que Dina Levinsky había ido a la escuela conmigo. ¿Por qué mantener en secreto su visita, o el hecho de que se habían conocido?
   Me encaramé a la secadora. Tuve que agacharme y mirar hacia arriba al mismo tiempo. Me llené de polvo. Había telarañas por todas partes. Vi la tubería y la toqué. La palpé alrededor. Fue difícil. Había un laberinto de cañerías, y me costaba meter el brazo entre ellas. Para una niña con los brazos delgados debía de haber sido mucho más fácil.
   Finalmente pude pasar la mano entre el cobre. Deslicé las puntas de los dedos a la derecha y empujé hacia arriba. Nada. Moví la mano unos centímetros y volví a empujar. Se soltó algo.
   Me arremangué y metí el brazo medio palmo más. Dos cañerías me presionaban la mano, pero se separaron un poco. Encontré un espacio vacío. Palpé, encontré algo y lo saqué.
   El diario.
   Era un cuaderno escolar clásico con la habitual portada negra satinada. Lo abrí y hojeé. La letra era minúscula. Me recordó a un tipo del centro comercial que graba nombres en un grano de arroz. La caligrafía inmaculada de Dina -que sin duda desmentía el contenido- empezaba al principio de la hoja y la llenaba hasta el final. No había márgenes ni a izquierda ni a derecha. Dina había utilizado ambas caras en todas las hojas.
   No lo leí. Repito que no había bajado por eso. Volví a guardar el diario en su lugar. No sé en qué posición me dejaría esto ante los dioses -si el mero hecho de tocar podía desencadenar alguna maldición a lo rey Tut-, pero tampoco me importaba mucho.
   Volví a tantear. Lo sabía. No sé por qué, pero lo sabía. Finalmente mi mano tocó algo. Me latía el corazón con fuerza. Era algo liso. De piel. Lo saqué. Cayó un poco de polvo. Me sacudí las partículas de los ojos.
   Era el dietario de Monica.
   Recuerdo cuando se lo compró en una tienda chic de Nueva York. Me había dicho que era para organizarse la vida. Tenía el consabido calendario y una agenda. ¿Cuándo se lo había comprado? No estaba seguro. Quizás ocho o nueve meses antes de morir. Intenté recordar cuándo lo había visto por última vez. No lo conseguí.
   Sostuve la agenda de piel entre las rodillas y volví a colocar el panel del techo en su sitio. Cogí el dietario y salté de la secadora. Pensé que podía esperar a mirarlo arriba con mejor luz, pero no, no pude. Tenía una cremallera. A pesar del polvo se abrió con suavidad.
   Cayó un CD y chocó contra el suelo.
   Brillaba en la escasa luz como una joya. Lo cogí por los bordes. No llevaba etiqueta. Era de la marca Memorex. «CD-R», decía, «8o minutos».
   ¿Qué diantre era aquello?
   Había una forma de averiguarlo. Subí corriendo y encendí el ordenador.
 
   

Capítulo 11

   Cuando metí el CD en la disquetera, apareció la pantalla siguiente:
   Contraseña: ____________________
   MVD Newark, NJ
 
   Una contraseña de seis dígitos. Tecleé su cumpleaños. Nada. Tecleé el cumpleaños de Tara. Nada. Tecleé nuestro aniversario y después mi cumpleaños. Intenté el código de nuestro cajero. Nada funcionó.
   Me recosté en el respaldo. ¿Y ahora qué?
   No sabía si llamar al detective Regan. Era casi medianoche, y aunque pudiera localizarle, ¿qué iba a decirle exactamente? ¿«Hola, he encontrado un CD escondido en el sótano, venga en seguida»? No. La histeria no serviría en este caso. Valía más mostrar calma, simular racionalidad. La paciencia era clave. Pensemos. Podía llamar a Regan por la mañana. Esa noche él tampoco podía hacer nada. Mejor dormir.
   Vale, pero no estaba dispuesto a abandonar todavía. Me conecté a Internet y a un buscador. Tecleé MVD en Newark. Apareció una lista.
   «MVD: la Investigación Más Valiosa.»
   ¿Investigación?
   Había un enlace con un sitio web. Lo cliqué y apareció el sitio web de MVD. Lo repasé rápidamente. MVD era un «grupo de investigadores privados profesionales» que «ofrecían servicios confidenciales». Ofrecían comprobaciones de referencias on Line por menos de cien dólares. Sus anuncios proclamaban: «¡Descubra si su nuevo novio tiene antecedentes penales!» y «¿Dónde está su antiguo amado? ¡Puede que todavía siga suspirando por usted!». Cosas por el estilo. También hacían «investigaciones más intensas y discretas» para los que requiriesen ese tipo de cosas. Según el lema de la parte superior, eran una «entidad plenamente dedicada a la investigación».
   Y yo me pregunté: ¿qué había necesitado investigar Monica?
   Descolgué el teléfono y marqué el número 800 de MVD. Sonó un contestador -lo que no era raro, teniendo en cuenta la hora- y me dijo que apreciaban muchísimo que les llamara y que su oficina abría a las nueve de la mañana. De acuerdo. Ya volveré a llamar.
   Colgué el teléfono y apreté la e: la tecla para expulsar el CD. Salió el disco. Lo cogí por los bordes y lo miré buscando, no lo sé, pistas, supongo. Nada nuevo. Tenía que pensar. Parecía evidente que Monica había contratado a MVD para investigar algo y que aquel CD contenía lo que ella había hecho investigar. No era precisamente una deducción brillante por mi parte, pero era un comienzo.
   Retrocedamos. La verdad es que no tenía ni idea de qué era lo que Monica quería investigar, ni por qué, ni nada. Pero si estaba en lo cierto, si aquel CD pertenecía a Monica, si había contratado a un investigador privado por alguna razón, era natural pensar que había tenido que pagar a MVD por los mencionados servicios.
   Muy bien. Vale, un mejor comienzo.
   Pero -y aquí es donde volvía a liarse todo- la Policía había revisado cuidadosamente nuestras cuentas bancarias y documentos financieros. Habían escudriñado todas las transacciones, todas las compras con Visa, todos los cheques extendidos, todas las retiradas de fondos con el cajero automático. ¿Habían visto una a nombre de MVD? En ese caso, o no habían encontrado nada o habían decidido no contármelo. Evidentemente, yo tampoco había estado ocioso. Mi hija había desaparecido. Yo también había repasado todos los documentos financieros. No había nada de una agencia de detectives ni había ninguna retirada de fondos fuera de lo normal.
   ¿Qué significaba aquello?
   Quizá que el CD era antiguo.
   Ésta era una posibilidad. No creo que ninguno de nosotros comprobase las transacciones bancarias más lejos de los seis meses previos al ataque. Quizá la relación de Monica con la agencia era anterior a eso. Seguramente podría echar un vistazo a los estados de cuentas anteriores.
   Pero me costaba creer que fuera así.
   Aquel CD no era viejo. De eso estaba bastante seguro. Y tampoco tenía demasiada importancia. El marco temporal, pensándolo bien, era irrelevante. Tanto si era reciente como si no, las preguntas clave seguían sin respuesta: ¿Por qué habría querido Monica contratar a un investigador privado? ¿Qué había en aquel maldito CD protegido por una contraseña? ¿Por qué lo había escondido en aquel lugar horripilante del sótano? ¿Qué tenía que ver Dina Levinsky con todo eso, si es que tenía algo que ver? Y lo más importante, ¿tenía algo que ver con el ataque, o sólo era un gran ejercicio de pensamiento ilusionado por mi parte?
   Miré por la ventana. La calle estaba vacía y en silencio. El suburbio dormía. Esa noche no tendría más respuestas. Por la mañana llevaría a mi padre a nuestro paseo semanal y luego llamaría a MVD y quizás a Regan.
   Me metí en la cama y esperé a que llegara el sueño.
 
   A las cuatro y media de la madrugada sonó el teléfono de la mesita de noche de Edgar Portman. Edgar se despertó sobresaltado, sacó la mano aún medio dormido y buscó el aparato.
   – ¿Qué? -ladró.
   – Dijo que le llamáramos en cuanto lo supiéramos.
   – Tiene los resultados -dijo Edgar frotándose la cara.
   – Los tengo.
   – ¿Y?
   – Concuerdan.
   Edgar cerró los ojos.
   – ¿Con qué seguridad?
   – Es un resultado preliminar. Si fuera a presentarlo al tribunal, necesitaría unas semanas más para atar todos los cabos. Pero sólo lo haría para seguir el protocolo correcto.
   Edgar no podía dejar de temblar. Dio las gracias al hombre, colgó el teléfono y empezó a prepararse.
 
   

Capítulo 12

   A las seis de la mañana siguiente, salí de casa y bajé caminando. Utilizando una llave que tenía desde la época de la universidad, abrí la puerta de la casa de mis padres y entré.
   Los años no se habían portado bien con aquella residencia, aunque tampoco es que hubiera salido antes en House and Garden (a no ser como una de sus fotos de «antes»), la verdad. Habíamos cambiado la alfombra de lana -el punto blanco y azul estaba tan descolorido y deshilachado que prácticamente había desaparecido- y compramos una gris de pelo corto para que la silla de ruedas de mi padre se deslizara con facilidad. Aparte de esto, no se había cambiado nada. Las mesitas barnizadas mil veces todavía lucían sus porcelanas de Lladró de un viaje a España de hacía mucho tiempo. Óleos de violines y frutas al estilo Holiday Inn -ninguno de nosotros siente una gran atracción por la música ni es, bueno, muy frutero todavía adornaban los paneles de madera pintados de blanco de las paredes.
   Había fotos en el estante de la chimenea. Siempre me paraba a mirar las de mi hermana, Stacy. No sé qué buscaba. O quizá sí. (Buscaba señales, algún presagio.) Buscaba algún indicio de que aquella jovencita frágil y herida compraría un día un arma en la calle, me dispararía y haría daño a mi hija.
   – ¿Marc? -Era mi madre. Sabía lo que estaba haciendo-. ¿Me ayudas, por favor?
   Asentí y fui al dormitorio. Ahora mi padre dormía en la planta baja porque era más fácil que subirlo con la silla de ruedas. Lo vestimos, lo cual era como vestir un saco de arena mojada. Mi padre se inclina de un lado a otro. Su peso tiene tendencia a cambios súbitos. Mi madre y yo ya estábamos acostumbrados, pero eso no hacía menos ardua la tarea.
   Cuando mi madre me dio un beso de despedida, olí el aroma leve y familiar de su aliento de menta y tabaco. Le había recomendado que lo dejara. Ella me lo prometía, pero yo sabía que no lo dejaría nunca. Notaba cómo se estaba aflojando la piel de su cuello, de modo que las cadenas de oro casi desaparecían entre los pliegues. Se inclinó para besar a mi padre en la mejilla, alargando un poco el contacto.
   – Id con cuidado -dijo. Pero eso era lo que nos decía siempre.
   Empezamos nuestro paseo. Empujé a mi padre hasta la estación de tren. Vivimos en una ciudad de personas que trabajan en otra ciudad. Una mayoría de hombres, pero también algunas mujeres, esperaban de pie, con el maletín en una mano, y la taza de café en la otra. Puede parecer una tontería, pero incluso antes del 11 de septiembre, estas personas eran héroes para mí. Suben al maldito tren cinco días a la semana. Van hasta Hoboken y transbordan al PATH. Este tren los lleva a Nueva York. Algunos irán hasta la calle Treinta y tres y cogerán el metro para ir al centro. Otros lo tomarán para ir al centro financiero, ahora que está otra vez abierto. Hacen un sacrificio diario, olvidándose de sus deseos y sueños para ofrecer lo mejor a sus seres queridos.
   Yo podría dedicarme a la cirugía plástica estética y ganar una fortuna. Mis padres podrían permitirse más ayuda para mi padre. Podrían vivir en una casa que estuviera mejor, tener una enfermera las veinticuatro horas, encontrar un lugar que se ajustara mejor a sus necesidades. Pero no lo hago. No los ayudo tomando la ruta más trillada porque, francamente, hacer un trabajo como ése me aburriría mucho. Por lo tanto elijo hacer algo más emocionante, algo que me gusta. Al hacerlo, los demás creen que soy un héroe, que soy yo el que hace un sacrificio. La verdad es que las personas que trabajan con los pobres son normalmente las más egoístas. No estamos dispuestos a sacrificar nuestras necesidades. Trabajar en algo que mantenga a nuestras familias no es suficiente para nosotros. Mantener a los que amamos es secundario. Necesitamos la satisfacción personal, aunque nuestra familia se quede sin ella. Estos hombres trajeados que veo subir al tren suelen odiar lo que van a hacer y a donde van, pero lo hacen de todos modos. Lo hacen para cuidar de sus familias, para ofrecer una vida mejor a sus cónyuges, a sus hijos, y quizás, sólo quizás, a sus padres viejos y enfermos.
   Así que, ¿cuál de los dos es el más admirable?
   Mi padre y yo hacíamos la misma ruta cada jueves. Tomamos el camino que rodea el parque por detrás de la biblioteca. El parque estaba repleto de campos de fútbol, una constante en las afueras. ¿Cuánto terreno de calidad estaba dedicado a este deporte extranjero supuestamente de segunda fila? A mi padre parecía reconfortarlo el parque, con los movimientos y los gritos de los niños jugando. Nos paramos y respiré hondo. Miré a la izquierda. Varias mujeres rebosantes de salud corrían vestidas con sus mejores mallas brillantes y ajustadas. Mi padre parecía muy tranquilo. Sonreí. A lo mejor lo que le gustaba a mi padre no era precisamente el fútbol.
   Ya no me acordaba de cómo había sido mi padre. Cuando intento remontarme tan lejos, mis recuerdos son como instantáneas, flashes: la risa profunda de un hombre, un niño agarrado a su bíceps, suspendido sobre el suelo. Esto era prácticamente todo. Re cuerdo que lo quería muchísimo, y supongo que eso ha sido siempre suficiente.
   Después de sufrir el segundo infarto, dieciséis años antes, su habla quedó gravemente dañada. Se quedaba encallado en mitad de una frase. Se le escapaban palabras. Se quedaba horas callado, y a veces días. Te olvidabas de que estaba allí. Nadie sabía con seguridad si nos comprendía, si tenía la clásica «afasia expresiva» -entiendes pero no puedes comunicarte bien- o alguna cosa aún más siniestra.
   Pero un día caluroso de junio de mi último curso en el instituto, mi padre alargó una mano de repente para agarrarme la manga con fuerza. Yo estaba a punto de salir a una fiesta. Lenny me esperaba junto a la puerta. La firmeza de la mano de mi padre me detuvo de golpe. Lo miré. Tenía la cara completamente blanca, los tendones del cuello tensos, y más que nada, lo que vi fue un miedo en estado puro. La expresión de su cara apareció en mis sueños durante años. Me senté en una silla junto a él, sin que me soltara.
   – ¿Papá?
   – Entiendo -dijo suplicante. Su mano me apretó con más fuerza-. Por favor. -Cada palabra le costaba un gran esfuerzo-. Todavía entiendo.
   Sólo dijo eso. Pero fue suficiente. Lo que quería decir era: «Aunque no pueda hablar ni responder, entiendo. Por favor, no me ignoréis». Durante un tiempo, los médicos estuvieron de acuerdo. Tenía afasia expresiva. Luego sufrió otro ataque, y los médicos no estaban tan seguros de que entendiese algo. No sé si estoy aplicando mi propia versión de la Apuesta de Pascal [3] -si me entiende, tengo que hablar con él, y si no, no le hago daño a nadie-, pero supongo que le debo al menos eso. Así que le hablo. Se lo cuento todo. Y en aquel momento, le estaba contando la visita de Dina Levinsky -«¿Te acuerdas de ella, papá?»- y lo del CD escondido.
   La cara de papá estaba como bloqueada, inmóvil, el lado izquierdo de la boca torcido hacia abajo en una expresión airada. A veces deseaba que él y yo no hubiéramos tenido nunca aquella conversación de «entiendo». No sé lo que es peor: no entender nada, o entender lo atrapado que estás. O tal vez ahora sí que lo sé.
   Estaba empezando la segunda vuelta, pasando por la nueva pista de patinaje, cuando vi a mi suegro. Edgar Portman estaba sentado en un banco, espléndido con su ropa informal, las piernas cruzadas, la raya de los pantalones tan marcada que podría haber cortado tomates con ella. Después del tiroteo, Edgar y yo habíamos intentado mantener una relación que no había existido nunca cuando su hija vivía. Habíamos contratado una agencia de detectives juntos -Edgar, por supuesto, conocía a la mejor- pero no descubrieron nada. Al poco tiempo, Edgar y yo nos cansamos de disimular. El único vínculo que nos unía era uno que evocaba el peor momento de mi vida.
   La presencia allí de Edgar, por supuesto, podía ser una coincidencia. Vivimos en la misma ciudad. No sería raro que nos encontráramos por casualidad de vez en cuando. Pero no era así. Lo sabía. Edgar no era de los que pasaban el rato en los parques. Había ido allí a verme.
   Nuestros ojos se encontraron y no me quedó claro si me gustaba lo que vi. Empujé la silla hasta el banco. Edgar no dejó de mirarme, y no miró ni un momento a mi padre. Para él podría haber estado empujando el carrito de la compra.
   – Tu madre me ha dicho que te encontraría aquí -dijo Edgar.
   Me paré a unos metros de distancia.
   – ¿Qué pasa?
   – Siéntate un momento.
   Coloqué la silla de mi padre a la izquierda. Bajé el freno. Mi padre miraba delante de él. Se le inclinó la cabeza hacia el hombro derecho, como hace cuando está cansado. Me volví para mirar a Edgar. Descruzó las piernas.
   – No sé cómo decírtelo -empezó.
   Le di un poco de tiempo; miró hacia otro lado.
   – ¿Edgar?
   – Mmm.
   – Dímelo y basta.
   Inclinó la cabeza, apreciando mi franqueza. Edgar era así. Sin preámbulos, dijo:
   – He recibido otra petición de rescate.
   Me eché hacia atrás. No sé lo que había esperado oír -a lo mejor que habían encontrado el cadáver de Tara-, pero lo que estaba diciendo… no era capaz de asimilarlo. Estaba a punto de hacer una pregunta cuando vi que tenía una bolsa sobre las rodillas. La abrió y sacó algo. Era una bolsa de plástico, como la última vez que lo habíamos hecho. Lo miré fijamente. Me la pasó. Algo me explotó en el pecho. Parpadeé y miré la bolsa.
   Cabellos. Dentro había cabellos.
   – Ésta es su prueba -dijo Edgar.
   No podía hablar. Me limité a mirar los cabellos. Dejé la bolsa suavemente sobre mis rodillas.
   – Comprendieron que no nos mostraríamos escépticos -dijo Edgar.
   – ¿Quién comprendió?
   – Los secuestradores. Dijeron que nos darían unos días. Inmediatamente llevé los cabellos a un laboratorio de ADN.
   Lo miré y después volví a mirar los cabellos.
   – Los resultados preliminares llegaron hace dos horas -dijo Edgar-. Nada que pueda utilizarse en un juicio, pero sigue siendo muy concluyente. Los cabellos concuerdan con los que nos mandaron hace un año y medio. -Calló y tragó saliva-. Los cabellos pertenecen a Tara.
   Oí las palabras. No las comprendí. Por alguna razón, negué con la cabeza.
   – A lo mejor los guardaron de la primera vez…
   – No. También tienen pruebas de edad. Estos cabellos proceden de una niña de unos dos años.
   Creo que ya lo sabía. Veía que aquello no era la pelusilla del pelo de bebé de mi hija. Ya no los tendría así. Su pelo sería más oscuro y más grueso…
   Edgar me pasó una nota. Todavía inmerso en una neblina, se la cogí. El tipo de letra era el mismo de la nota que habíamos recibido hacía dieciocho meses. La línea de arriba, por encima del pliegue, decía: ¿quieres una última oportunidad?
 
   Sentí el golpe muy dentro de mi pecho. La voz de Edgar de repente me parecía muy lejana.
   – Seguramente tendría que habértelo dicho en seguida, pero pensé que se trataba de un engaño. Carson y yo no queríamos darte esperanzas innecesariamente. Tengo amigos. Me han ayudado a apremiar con los resultados del ADN. Todavía tenemos los cabellos de su último envío.
   Me puso una mano en el hombro. No me moví.
   – Está viva, Marc. No sé cómo ni dónde, pero Tara está viva.
   Posé los ojos en los cabellos. Tara. Pertenecían a Tara. El brillante tono dorado de trigo. Los acaricié a través del plástico. Quería meter los dedos dentro, tocar a mi hija, pero creí que el corazón me explotaría.
   – Quieren dos millones de dólares más. La nota nos advierte que no llamemos a la Policía. Aseguran que tienen una fuente de información. Han mandado otro móvil para ti. Tengo el dinero en el coche. Quizá tenemos otras veinticuatro horas. Es el tiempo que nos han dado para realizar la prueba de ADN. Tienes que estar preparado.
   Finalmente leí la nota. Luego miré por encima de ella a mi padre, en la silla de ruedas. Seguía mirando fijamente hacia delante.
   – Sé que crees que soy rico -dijo Edgar-. Lo soy, supongo. Pero no tanto como tú crees. Tengo influencias y…
   Me volví a mirarlo. Tenía los ojos muy abiertos y le temblaban las manos.
   – Lo que quiero decir es que ya no me queda mucha liquidez. No estoy hecho de dinero. Nada más.
   – A mí me sorprende incluso que hagas esto -dije.
   Mis palabras, me di cuenta inmediatamente, le habían herido. Quería retirarlas, pero no sé por qué, no lo hice. Dejé que mis ojos volvieran hacia mi padre. La cara de mi padre estaba paralizada, pero cuando lo miré con más atención vi que tenía una lágrima en la mejilla. Eso no significaba nada. Mi padre había llorado otras veces, sin provocación aparente. No lo tomé por algún tipo de señal.
   Y entonces, no sé por qué, seguí su mirada. Miré a través del campo de fútbol, más allá de las porterías, más allá de dos mujeres que corrían, hasta la calle que había a unos cien metros de distancia. Se me encogió el estómago. Allí, en la acera, de pie, mirando hacia mí con las manos en los bolsillos, había un hombre que llevaba una camisa de franela y unos vaqueros negros con una gorra de los Yankees.
   No podía asegurar que fuera el mismo hombre. La franela roja y negra no es precisamente un estampado insólito. Y tal vez fuera mi imaginación -estaba bastante lejos- pero creo que me sonrió. Sentí que todo mi cuerpo se agitaba.
   – ¿Marc? -dijo Edgar.
   Le oí vagamente. Me levanté y mantuve la vista a lo lejos. Primero, el hombre de la camisa de franela se quedó totalmente quieto. Corrí hacia él.
   – ¿Marc?
   Pero yo sabía que no era ningún error. No te olvidas. Cierras los ojos y sigues viéndole. No te deja nunca. Deseas que suceda algo como esto. Lo sabía. Y sabía lo que pasaba con los deseos. Pero corrí directamente hacia él. Porque no había ningún error. Sabía quién era.
   Cuando todavía estaba a bastante distancia, el hombre levantó la mano y me saludó. Seguí corriendo, pero ya sabía que era inútil. Apenas había cruzado medio parque cuando se acercó una furgoneta blanca. El hombre de la franela mandó un saludo en mi dirección antes de desaparecer dentro de ella.
   La furgoneta ya no estaba a la vista cuando llegué a la calle.
 
   

Capítulo 13

   El tiempo empezó a jugar conmigo. Entrar y salir. Acelerar y reducir. La vista enfocada y de repente visión borrosa. Pero no duró mucho. Dejé que el cirujano que forma parte de mí tomara el mando. Él, Marc el médico, sabía cómo compartimentar. Siempre me había parecido más fácil aplicarlo al trabajo que a mi vida personal. La capacidad para dividir, separar y despegar nunca se ha pasado de una a la otra. En el trabajo, soy capaz de utilizar mi exceso emocional canalizándolo, permitiendo que converja en un punto constructivo. Nunca he logrado hacer lo mismo en casa.
   Pero aquella crisis me había hecho cambiar. Compartimentar no era tanto una cuestión de deseo como de supervivencia. Si me dejaba llevar por las emociones, si me permitía sumergirme en la duda o me dedicaba a cavilar sobre lo que suponía que mi hija llevara dieciocho meses desaparecida…, me quedaría paralizado. Eso era lo que querían los secuestradores, probablemente. Querían que me desmoronara. Pero trabajo bien en situaciones de tensión. Crezco. Lo sé. Y es lo que tenía que hacer ahora. Se levantaron los muros. Podía pensar en la situación racionalmente.
   Lo primero: no, esta vez no me pondría en contacto con la Policía. Pero eso no significaba que tuviera que esperar de brazos cruzados.
   Cuando Edgar me pasó la bolsa de lona con el dinero, tuve una idea.
   Llamé a la casa de Cheryl y Lenny. No me contestaron. Miré la hora. Eran las ocho y cuarto de la mañana. No tenía el número del móvil de Cheryl, pero de todos modos pensé que sería mejor hacerlo personalmente.
   Fui a la escuela primaria Willard, donde llegué a las ocho y veinticinco. Aparqué tras una fila de SUV y minivolúmenes y bajé. Aquella escuela primaria, como tantas otras, tenía los ladrillos, los escalones de cemento, una única planta y el diseño arquitectónico informe debido a múltiples añadidos. Algunas ampliaciones intentan fundirse en la construcción original, pero luego vienen otras, normalmente las construidas entre 1968 y 1975, que son brillantes, de vidrio azul y baldosas raras. Parecían invernaderos postapocalípticos.
   Los niños corrían por el patio como habían hecho siempre. La diferencia era que ahora los padres esperaban y los observaban. Charlaban entre ellos y cuando sonaba el timbre se aseguraban de que sus vastagos estuvieran a buen recaudo dentro de los ladrillos o los cristales azules lustrosos antes de marcharse. No soportaba ver el miedo en los ojos de los padres. Pero lo comprendía. En cuanto eres padre, el miedo se convierte en tu constante compañero. No te deja nunca en paz. Mi vida era una prueba viviente del porqué.
   El Chevy Suburban azul de Cheryl estaba parado delante de la escuela. Fui hacia ella. Estaba desabrochando el cinturón de Justin cuando me vio. Justin le dio un beso en plan obediente, algo que hace sin pensar, y que es como debe ser, supongo, y salió corriendo. Cheryl lo observó como si tuviera miedo de que se desvaneciera en el breve sendero de cemento. Los niños nunca entienden este miedo, pero es normal. Ya es bastante complicado ser niño sin tener que sobrellevar ese peso.
   – Eh -me dijo Cheryl.
   – Necesito un favor -le contesté tras devolverle el saludo.
   – Dime.
   – El teléfono de Rachel.
   Cheryl ya estaba en la puerta del conductor.
   – Sube.
   – He venido en coche.
   – Ya te traeré. Marianne ha salido tarde de la piscina y tengo que llevarla a la escuela.
   Ya había puesto en marcha el coche. Subí al asiento del pasajero, me volví y saludé a Marianne. Llevaba cascos y jugaba con su GameBoy Advanced. Me saludó distraídamente con la mano, casi sin mirarme. Todavía llevaba el pelo mojado. Conner estaba en la sillita junto a ella. El coche olía a cloro, pero el olor me resultó curiosamente reconfortante. Sé que Lenny limpia el coche religiosamente, pero es imposible mantenerlo al día. Había patatas fritas en las rendijas entre los asientos. Migajas de origen desconocido pegadas a la tapicería. A mis pies, en el suelo, había una mezcolanza de notas de la escuela y trabajos manuales de los niños, que había sufrido pisotones de botas de lluvia. Yo estaba sentado sobre un muñeco articulado de los que regala McDonald's con sus Happy Meáis. Entre nosotros había un estuche de CD que decía a esto le llamo música, 14, que ofrecía lo último desde Britney y Christina a Generic Boy Band. Las ventanas de atrás estaban manchadas de huellas de dedos grasientos.
   Los niños sólo podían jugar con la GameBoy en el coche, pero no en casa. Bajo ningún concepto se les permitía ver una película para mayores de trece años. Una vez pregunté a Lenny cómo decidían estas cosas Cheryl y él y me respondió «No son las normas en sí mismas, sino el hecho de que existan normas». Creo que entiendo lo que quería decir.
   Cheryl miraba a la carretera.
   – No quiero ser entrometida.
   – Pero te gustaría saber mis intenciones.
   – Creo que sí.
   – ¿Y si no quiero decírtelo?
   – Puede que sea mejor que no me lo digas -dijo Cheryl.
   – Confía en mí, Cheryl. Necesito el teléfono.
   Puso el intermitente.
   – Rachel sigue siendo mi mejor amiga.
   – Entendido.
   – Le costó mucho olvidarte -dudó.
   – Y viceversa.
   – Exacto. Oye, no me estoy expresando bien. Es que… hay cosas que deberías saber.
   – ¿Como cuáles?
   Siguió mirando la carretera, con las dos manos en el volante.
   – Le preguntaste a Lenny por qué no te dijimos que se había divorciado.
   – Sí.
   Cheryl miró por el retrovisor, no a la carretera, sino a su hija. Marianne parecía absorta en su juego.
   – No se divorció. Su marido está muerto.
   Cheryl paró frente al instituto. Marianne se quitó los cascos y bajó. No se molestó en dar besos, pero se despidió. Cheryl volvió a poner el coche en marcha.
   – Lo siento -dije, porque esto es lo que decía la gente en tales circunstancias. Y estuve a punto de añadir, porque la mente funciona de formas muy raras e incluso macabras: «Bueno, Rachel y yo ya tenemos otra cosa en común».
   Y entonces, como si Cheryl me hubiera leído el pensamiento, dijo:
   – Le pegaron un tiro.
   Este misterioso paralelismo se instaló entre nosotros por unos segundos. Me quedé callado.
   – No conozco los detalles -añadió rápidamente-. Él también era agente del FBI. Rachel era una de las mujeres de mayor rango de la agencia en aquel momento. Dimitió después de que él muriera. Dejó de responder a mis llamadas. No lo ha pasado nada bien desde entonces. -Cheryl se paró delante de mi coche-. Te cuento esto porque quiero que lo entiendas. Han pasado muchos años desde la universidad. Rachel ya no es la misma persona que querías hace años.
   Mantuvo el tono de voz sereno.
   – Sólo necesito su número de teléfono.
   Sin decir nada más, Cheryl cogió un bolígrafo del parasol, lo destapó con los dientes, y escribió el número en una servilleta de Dunkin' Donuts.
   – Gracias -dije.
   Se marchó después de hacerme una pequeña inclinación de cabeza.
 
   No dudé. Tenía mi móvil. Subí a mi coche y marqué el número. Rachel contestó. Lo que dije fue muy sencillo.
   – Necesito tu ayuda.
   

Capítulo 14

   Cinco horas después, el tren de Rachel entró en la estación de Newark.
   No pude evitar pensar en todas aquellas películas antiguas en que los trenes separan a los amantes, soltando vapor por detrás y el conductor llama por última vez a los pasajeros para que suban, el cbuc-chuc cuando las ruedas empiezan a moverse, un amante asomándose y despidiéndose y el otro corriendo por el andén. No sé por qué pensé en esto. La estación de tren de Newark es tan romántica como un montón de excrementos de hipopótamo con piojos. El tren se acercó con apenas un silbido y en el ambiente no soplaba nada que uno deseara ver u oler.
   Pero cuando Rachel bajó, volví a sentir el zumbido en el pecho. Llevaba unos vaqueros descoloridos y un jersey rojo de cuello alto. Le colgaba una bolsa del hombro, y la enarboló mientras bajaba. Por un momento, me limité a mirarla. Yo acababa de cumplir treinta y seis años. Rachel tenía treinta y cinco. No estábamos juntos desde los veinte años. Habíamos vivido nuestra vida de adultos por separado. Es curioso cuando lo piensas de ese modo. Ya he contado lo de nuestra ruptura. Intento desenterrar los porqués, pero quizás es así de simple. Éramos jóvenes. Los.jóvenes hacen tonterías. Los jóvenes no entienden las repercusiones, no piensan a largo plazo. Los jóvenes no entienden que el zumbido puede no salir jamás de tu pecho.
   Sin embargo, entonces, cuando me di cuenta de que necesitaba ayuda, pensé primero en Rachel. Y ella había acudido.
   Se acercó a mí sin dudar.
   – ¿Cómo estás?
   – Bien.
   – ¿Han llamado?
   – Todavía no.
   Asintió con la cabeza y se puso a caminar por el andén. Su tono era directo. Ella también había asumido su papel de profesional.
   – Cuéntame más de la prueba de ADN.
   – No sé nada más.
   – ¿O sea que no es definitiva?
   – No es definitiva en un tribunal, no, pero parecen bastante seguros.
   Rachel se pasó la bolsa del hombro izquierdo al derecho. Intenté mantener su paso.
   – Tenemos que tomar decisiones difíciles, Marc. ¿Estás preparado?
   – Sí.
   – En primer lugar, ¿estás seguro de que no quieres llamar a la Policía o al FBI?
   – La nota decía que tenían un informador.
   – Eso es probablemente una fanfarronada -dijo ella.
   Caminamos unos pasos más.
   – Me puse en contacto con las autoridades la última vez -dije.
   – No significa que fuera una decisión equivocada.
   – Pero sin duda no fue la acertada.
   Hizo un gesto entre el sí y el no con la cabeza.
   – No sabes lo que ocurrió la última vez. Quizá vieron que te seguían. Quizá tenían vigilada tu casa. Pero lo más probable es que no tuvieran ninguna intención de devolver a la niña. ¿Lo entiendes?
   – Sí.
   – Pero sigues decidido a no decirles nada.
   – Por eso te llamé.
   Asintió con la cabeza y finalmente se detuvo, esperando que le indicara el camino. Señalé hacia la derecha. Se puso a caminar otra vez.
   – Otra cosa -dijo.
   – ¿Qué?
   – No podemos permitir que nos dicten el calendario. Tenemos que insistir para que nos den pruebas de que Tara está viva.
   – Dirán que los cabellos lo demuestran.
   – Y nosotros diremos que las pruebas no son concluyentes.
   – ¿Piensas que se lo tragarán?
   – No lo sé. Seguramente no. -Siguió caminando, con la barbilla bien alta-. Pero me refería a eso cuando hablaba de decisiones difíciles. ¿El tipo de la camisa de franela del parque? Están jugando. Quieren intimidarte y debilitarte. Quieren que vuelvas a obedecer ciegamente. Tara es tu hija. Si quieres volver a darles dinero, tú mismo. Pero yo no te lo aconsejo. Ya desaparecieron una vez. No hay razón para pensar que no lo hagan de nuevo.
   Entramos en el aparcamiento. Di mi resguardo al guarda.
   – ¿Tú qué propones? -pregunté.
   – Unas cuantas cosas. Primero, tenemos que pedir un intercambio. Nada de «danos el dinero y ya llamaremos». Nos dan a tu hija cuando tengan el dinero.
   – ¿Y si se niegan?
   Ella me miró a los ojos.
   – Decisiones difíciles. ¿Lo entiendes?
   Asentí.
   – También quiero un circuito de vigilancia electrónica total, para que pueda seguirte. Quiero ponerte una cámara de fibra óptica y ver cómo es el tipo, si es posible. No tenemos hombres, pero esto sí puedo hacerlo.
   – ¿Y si se percatan?
   – ¿Y si vuelven a desaparecer? -contraatacó ella-. No vamos a arriesgarnos hagamos lo que hagamos. Intento aprender de lo que sucedió la otra vez. No hay garantías. Sólo intento mejorar nuestras posibilidades.
   Llegó el coche. Subimos y me metí por la autopista McCarter. Rachel se quedó muy silenciosa de repente. De nuevo los años se desvanecieron. Conocía aquella postura. La había visto antes.
   – ¿Qué más? -dije.
   – Nada.
   – Rachel.
   Algo de mi tono le hizo apartar la mirada.
   – Hay cosas que deberías saber.
   Esperé.
   – Llamé a Cheryl -dijo-. Sé que te contó lo que había pasado. Sabes que ya no soy agente federal.
   – Sí.
   – Lo que puedo hacer tiene sus límites.
   – Lo comprendo. -Ella se recostó en el asiento, pero con la misma postura conocida-. ¿Qué más?
   – Necesitas una lección de realismo, Marc.
   Nos paramos en un semáforo en rojo. Me volví y la miré; la miré de verdad por primera vez. Sus ojos todavía tenían aquel color avellana con puntitos dorados. Sabía que la vida no la había tratado bien, pero no se le notaba en los ojos.
   – Las posibilidades de que Tara esté viva son ínfimas -dijo.
   – Pero está la prueba de ADN -contraataqué.
   – Ya hablaremos de eso más tarde.
   – ¿Hablaremos?
   – Más tarde -repitió.
   – ¿A qué demonios te refieres? Es positiva. Edgar dijo que la confirmación final es una formalidad.
   – Más tarde -repitió con un poco de acero en la voz-. Por ahora presupondremos que está viva. Seguiremos con lo de la entrega del dinero como si existiera una niña en buen estado de salud en algún lugar. Pero en algún momento, querría que comprendieras que todo podría ser un engaño muy elaborado.
   – ¿Por qué lo crees?
   – Esto no es importante.
   – ¡Cómo que no! ¿Me estás diciendo que falsificaron la prueba de ADN?
   – Lo dudo. -Y luego añadió-: Pero es una posibilidad.
   – ¿Cómo? Las dos muestras de pelo coincidían.
   – Los cabellos coincidían entre ellos.
   – Sí.
   – Pero -dijo ella-, ¿cómo sabes que la primera muestra de pelo, la que recibiste hace año y medio, pertenecía a Tara?
   Tardé un momento en captar el sentido de lo que decía.
   – ¿Alguna vez has hecho una prueba a la primera muestra para ver si el ADN coincidía con el tuyo?
   – ¿Por qué iba a hacerlo?
   – Porque, los secuestradores originales podrían haberte mandado cabellos de otra niña.
   Intenté aclararme.
   – Pero tenían un retazo de su ropa -dije-. Del pelele rosa con los pingüinos negros. ¿Cómo explicas esto?
   – ¿No creerás que Gap sólo vendió uno de ese modelo? Mira, todavía no sé cuál es la historia, o sea que no vale la pena seguir con las hipótesis. Concentrémonos en lo que podemos hacer ahora.
   Me recosté en el asiento. Callamos por un momento. Me preguntaba si había hecho bien llamándola. Había exceso de equipaje entre los dos. Pero sea como fuere confiaba en ella. Teníamos que mantenernos en el plano profesional, seguir compartimentándonos.
   – Sólo quiero recuperar a mi hija -dije.
   Rachel asintió con la cabeza, abrió la boca como si fuera a decir algo, pero continuó en silencio. Y entonces fue cuando llegó la llamada de rescate.
 
   

Capítulo 15

   A Lydia le gustaba mirar fotografías antiguas.
   No sabía por qué. Le ofrecían poco consuelo. El factor nostalgia era mejor limitarlo. Heshy nunca miraba atrás. Por razones que no sabía explicar claramente, Lydia sí lo hacía.
   Esta fotografía en concreto la habían tomado cuando Lydia tenía ocho años. Era una foto en blanco y negro de la popular comedia de situación de la televisión Risas familiares. El programa había durado siete años; en el caso de Lydia, de los seis años hasta casi su decimotercer cumpleaños. En Risas familiares actuaba la ex estrella Clive Wilkins como padre viudo de tres hijos adorables: los gemelos Tod y Rod, que tenían once años cuando empezó la serie, y una hermanita adorable llamada, por supuesto, Trixie, interpretada por la irrefrenable Larissa Dane. Sí, era un programa extraordinariamente querido. Todavía se emitían reposiciones de Risas familiares en la televisión.
   De vez en cuando, el programa La historia verdadera de Hollywood emite un reportaje sobre el antiguo reparto de Risas familiares. Clive Wilkins murió de cáncer de páncreas dos años después del final del programa. El narrador apunta que Clive era «como un padre en el plato», lo que Lydia sabía que era una tontería. El hombre bebía y olía a tabaco. Cuando la abrazaba ante las cámaras, necesitaba toda su energía infantil para no vomitar.
   Jarad y Stan Frank, los gemelos idénticos que interpretaban a Tod y Rod, habían intentado abrirse camino en el mundo de la música desde que se dejó de grabar la serie. En Risas familiares tenían un grupo que ensayaba en el garaje, con un repertorio de canciones escritas por otros, instrumentos tocados por otros, y voces tan resonadas y distorsionadas por los sintetizadores que incluso Jarad y Stan, que no habrían sabido sostener una nota ni que la llevaran tatuada en la palma de la mano, empezaron a creer que eran auténticos artistas de la música. Los gemelos se acercaban a los cuarenta, los dos eran clientes asiduos del Hair Club para trasplantes de pelo, y los dos se engañaban diciendo que, a pesar de «estar cansados de la fama», estaban a un paso de recuperar el estrellato.
   Pero el verdadero misterio, el enigma sin solución de la saga Risas familiares, era el destino del adorable «duendecillo llamado Trixie», Larissa Dañe. Esto es lo que se sabe de ella: la última temporada de emisión de la serie, los padres de Larissa se divorciaron y pelearon ferozmente por las ganancias de la niña. Su padre acabó volándose los sesos. Su madre se casó con un falso artista que desapareció con el dinero. Como muchos niños actores, Larissa Dañe cayó inmediatamente en el olvido. Corrían rumores de promiscuidad y consumo de drogas, pero nadie estaba suficientemente interesado -todavía no había llegado la locura de la nostalgia-. Se tomó una sobredosis y estuvo a punto de morir a los quince años. La mandaron a un psiquiátrico y aparentemente desapareció de la faz de la tierra. Nadie sabe qué ha sido de ella. Muchos creen que murió a causa de una segunda sobredosis.
   Pero por supuesto no había muerto.
   – ¿Estás preparada para la llamada, Lydia? -preguntó Heshy.
   Ella no contestó inmediatamente. Lydia miró la siguiente fotografía. Otra instantánea de Risas familiares, esta vez de la quinta temporada, episodio 112. La pequeña Trixie llevaba un brazo enyesado. Tod quería dibujarle una guitarra. A su padre no le parecía bien. Tod protestó: «Pero, papá, ¡prometí que sólo la dibujaría, no que la tocaría!». Rugían las risas enlatadas. La pequeña Larissa no entendía la broma. La Lydia adulta tampoco. Pero lo que sí recordaba era cómo se había roto el brazo aquel día. Cosas típicas de niños. Iba corriendo y cayó por la escalera. El dolor fue tremendo, pero ellos necesitaban grabar el episodio. Por eso, el médico del estudio le inyectó no se sabe qué y dos guionistas añadieron el accidente al guión. Ella apenas estaba consciente mientras grababan.
   Pero, por favor, que no suenen los violines.
   Lydia había leído el libro de Danny Partridge. Había escuchado los gimoteos de Willis en Diffrent Strokes [4] Lo había oído todo de los apuros de los niños prodigio, el maltrato, el dinero robado, los largos horarios de trabajo. Había visto todos los programas de tertulias, había oído todas las quejas, había visto todas las lágrimas de cocodrilo de sus colegas, y su falta de sinceridad la había puesto enferma.
   La verdad del dilema del niño prodigio era ésta. No se trata de los abusos, a pesar de que cuando Lydia era joven y lo bastante tonta para creer que un psiquiatra podría ayudarla, éste le decía que estaba «bloqueada», que con seguridad en su infancia había abusado de ella alguno de los productores de la serie. Y tampoco hay que echar la culpa a la negligencia paterna por el destino de los niños prodigio. O, al revés, a la insistencia paterna. No es la falta de amigos, los largos horarios de trabajo, la poca capacidad de socialización, los cambios de tutores en el estudio. No, no es nada de eso.
   Es sencillamente la pérdida de los focos.
   Punto. El resto son excusas porque nadie quiere admitir que es tan superficial. Lydia empezó a trabajar en la serie cuando tenía seis años. Tenía pocos recuerdos anteriores a esto. Lo único que recuerda, pues, es que quería ser una estrella. Una estrella es especial. Una estrella es la realeza. Una estrella es lo más cercano a Dios en la tierra. Y para Lydia, nunca ha habido nada más. Enseñamos a nuestros hijos que son especiales, pero Lydia lo vivió. Todos creían que era adorable. Todos creían que era la hija perfecta, cariñosa y buena al mismo tiempo que traviesa en su justa medida. La gente la miraba con una curiosa añoranza. La gente quería estar cerca de ella, saber cosas de su vida, pasar tiempo a su lado, tocarle el dobladillo del abrigo.
   Y entonces, un día, patapum, todo se desvaneció.
   La fama es más adictiva que el crack. Los adultos que pierden la fama -cantantes con un solo éxito, por ejemplo- normalmente caen en la depresión, aunque intenten comportarse como si estuvieran por encima de esto. No quieren reconocer la verdad. Toda su vida es una mentira, una lucha desesperada por otra dosis muy potente de drogas. La fama.
   Aquellos adultos sólo pudieron dar un trago del néctar antes de que se lo arrebataran. Pero para una estrella infantil, el néctar es la leche materna. Es lo único que conoce. No puede entender que sea efímero, que no dure. No puedes explicar esto a un niño. No puedes prepararle para lo inevitable. Lydia nunca había conocido otra cosa que la adulación. Y entonces, casi de la noche a la mañana, los focos se apagaron. Por primera vez en su vida, se quedó sola en la oscuridad.
   Eso es lo que te destruye.
   Ahora Lydia lo reconocía. Heshy la había ayudado. La había sacado de la droga de una vez por todas. Lydia se había hecho daño a sí misma, se había prostituido, había esnifado y se había pinchado más drogas de las que uno podía imaginar. No había hecho nada de esto para escapar. Lo había hecho para arremeter contra algo, para hacer daño a algo o a alguien. El error era que en realidad se estaba haciendo daño a sí misma, tal como se había dado cuenta en rehabilitación tras un incidente realmente horrible y violento. La fama te da grandeza. Empequeñece a los demás. Entonces, ¿por qué diantre estaba haciendo daño a la persona que debería estar en lo alto? En lugar de eso, ¿por qué no hacer daño a las miserables masas, a aquellos que la habían adorado, que le habían dado tanto poder, y luego la habían abandonado? ¿Por qué hacer daño a la especie superior, la que merecía todos los halagos?
   – ¿Lydia?
   – Mmm.
   – Creo que deberíamos llamar ya.
   Lydia se volvió a mirar a Heshy. Se habían conocido en un manicomio, e inmediatamente fue como si su mutua desesperación pudiera unirse y abrazarse. Heshy la rescató cuando dos auxiliares la habían inmovilizado. En aquel momento, simplemente los había apartado de ella. Los auxiliares los habían amenazado, y los dos prometieron no decir nada. Pero Heshy tenía paciencia. Esperó. Dos semanas después, atropello a uno de los idiotas con un coche robado. Mientras el hombre yacía herido, Heshy retrocedió para colocarse sobre su cabeza, situó la rueda sobre su cuello y aceleró. Un mes después, el segundo gorila -el auxiliar líder- fue hallado en su casa. Le habían arrancado cuatro dedos. No cortados o rebanados, sino arrancados a fuerza de retorcer. El forense lo dedujo de la rotación de los desgarrones. Los dedos habían girado y girado hasta que los tendones y finalmente los huesos se habían partido. Lydia todavía tenía uno de los dedos guardados en el sótano.
   Hacía diez años que se habían escapado juntos y cambiado los nombres. Modificaron su aspecto lo justo. Los dos empezaron de nuevo, como ángeles vengadores, perjudicados por un superior, por encima de la chusma. Ella ya no sufría. O al menos, cuando sufría, encontraba un escape.
   Tenían tres residencias. Heshy vivía teóricamente en el Bronx. Ella tenía un piso en Queens. Los dos tenían direcciones y teléfonos profesionales. Pero era sólo ante la galería. Oficinas, si se quiere. Ninguno de los dos quería que nadie supiera que eran, de hecho, un equipo, que estaban relacionados, que eran amantes. Lydia, utilizando un alias, había comprado aquella reluciente casa amarilla hacía cuatro años. Tenía dos dormitorios, un baño y un aseo. La cocina, donde estaba Heshy sentado en aquel momento, era alegre y aireada. Estaba junto a un lago, en el ángulo norte del condado de Morris, en Nueva Jersey. Allí se estaba tranquilo. Disfrutaban de las puestas de sol.
   Lydia siguió mirando las fotos del «duendecillo Trixie». Intentó recordar lo que sentía en aquella época. Los recuerdos se habían desvanecido casi todos. Heshy estaba de pie detrás de ella y esperaba con su paciencia habitual. Algunos afirmaban que ella y Heshy eran asesinos despiadados; lo cual, Lydia comprendió en seguida, era inapropiado, otra creación de Hollywood. Como el encanto del duendecillo Trixie. Nadie se mete en asuntos violentos sólo por el dinero. Hay formas más fáciles de ganarse la vida. Tienes que actuar con profesionalidad. Tienes que dominar tus emociones. Incluso es posible que tengas que hacerte la ilusión de que es como ir a la oficina; pero cuando lo piensas con honestidad, la razón por la que cruzaste al lado equivocado de la línea es porque disfrutas. Lydia lo comprendía. Hacer daño a alguien, matar a alguien, apagar o encender la luz en los ojos de una persona… no, eso no le hacía falta. No lo añoraba como añoraba los focos. Pero, sí, sin duda, sentía un latido agradable, una emoción inconfundible, una disminución de su propio dolor.
   – ¿Lydia?
   – Ya voy, Oso. -Cogió el teléfono móvil con el número y la codificación robados. Se volvió hacia Heshy. Era horrible, pero ella no lo veía. Él le hizo una señal con la cabeza. Ella apretó el distorsionador de voz y marcó el número.
   Cuando Lydia oyó la voz de Marc Seidman, preguntó:
   – ¿Lo intentamos de nuevo?
 
   

Capítulo 16

   Antes de que contestara la llamada, Rachel me puso una mano sobre la mía.
   – Esto es una negociación -dijo-. El miedo y la intimidación son las herramientas básicas. Tienes que mantenerte firme. Si tienen intención de soltarla, serán flexibles.
   Tragué saliva y apreté un botón. Dije «diga».
   – ¿Lo intentamos de nuevo?
   La voz tenía el mismo tono robótico. Sentí cómo me corría la sangre. Cerré los ojos y contesté:
   – No.
   – ¿Disculpa?
   – Quiero estar seguro de que Tara está viva.
   – Recibiste muestras de pelo, ¿no?
   – Sí.
   – ¿Y?
   Miré a Rachel. Ella asintió con la cabeza.
   – Los resultados no son concluyentes.
   – Bien -dijo la voz-. Entonces más vale que cuelgue.
   – Espera -dije.
   – ¿Sí?
   – La última vez os esfumasteis.
   – Sí, nos esfumamos.
   – ¿Cómo sé que no vais a hacer lo mismo esta vez?
   – ¿Has llamado a la Policía esta vez?
   – No.
   – Entonces no tienes por qué preocuparte. Es lo que quiero que hagas.
   – No lo haremos así -dije.
   – ¿Qué?
   Notaba que el cuerpo me empezaba a temblar.
   – Hacemos un intercambio. No os daré el dinero si no me dais a mi hija.
   – No estás en situación de negociar.
   – Me dais a mi hija -dije, y las palabras me salían lentamente, como pesos muertos-. Os doy el dinero.
   – No lo haremos así.
   – Sí -insistí, intentando hablar con bravuconería-. Es así y basta. No quiero que volváis a desaparecer y luego vengáis a pedirme más. Hacemos un intercambio y se acabó.
   – ¿Doctor Seidman?
   – Dime.
   – Quiero que me escuches atentamente.
   El silencio fue demasiado largo y me atacó los nervios.
   – Si cuelgo ahora, no volveré a llamar hasta dentro de dieciocho meses.
   Cerré los ojos y resistí.
   – Piensa un momento en lo que esto supondría. ¿No te preguntas dónde ha estado tu hija? ¿No te preguntas qué será de ella? Si cuelgo, no sabrás nada más hasta dentro de dieciocho meses.
   Fue como si me estuvieran apretando un cinturón de acero alrededor del pecho. No podía respirar. Miré a Rachel. Ella me miró con firmeza, instándome a mantener la serenidad.
   – ¿Cuántos años tendrá entonces, doctor Seidman? Esto, claro, si sigue con vida.
   – Por favor.
   – ¿Estás dispuesto a escuchar?
   Cerré los ojos con fuerza.
   – Sólo te pido pruebas.
   – Ya te mandamos las muestras de pelo.
   – Yo llevo el dinero. Vosotros lleváis a mi hija. Tendréis el dinero cuando la vea.
   – ¿Estás intentando imponer las condiciones, doctor Seidman?
   La voz robótica tenía un retintín burlón.
   – No me importa quienes sois -dije-. No me importa por qué lo hicisteis. Quiero recuperar a mi hija.
   – Entonces harás la entrega exactamente como yo diga.
   – No -dije-. No sin pruebas.
   – ¿Doctor Seidman?
   – Sí.
   – Adiós.
   Y se cortó la línea.
 
   

Capítulo 17

   La cordura es una cuerda fina. La mía se partió.
   No, no me puse a gritar. Precisamente lo contrario. Me sumí en una calma imposible. Me aparté el teléfono del oído y lo miré como si acabara de aparecer allí y no tuviera ni idea de cómo.
   – ¿Marc?
   Miré a Rachel.
   – Me han colgado.
   – Volverán a llamar -dijo ella.
   Negué con la cabeza.
   – Dijeron que no hasta dentro de dieciocho meses.
   Rachel me miró con atención.
   – ¿Marc?
   – ¿Sí?
   – Tienes que escucharme con atención.
   Esperé.
   – Has hecho lo correcto.
   – Gracias. Ahora me siento mejor.
   – Tengo experiencia en estas cosas. Si Tara sigue viva y si tienen intenciones de devolvértela, cederán. La única razón para no hacer el intercambio es porque no quieren hacerlo… o no pueden.
   No pueden. La diminuta parte de mi cerebro que seguía razonando lo comprendió. Me recordé a mí mismo mi formación. Compartimentar.
   – ¿Y ahora qué?
   – Vamos a prepararnos como habíamos pensado. Llevo bastante equipo. Te pondré micrófonos. Si vuelven a llamar, estaremos preparados.
   – De acuerdo -asentí con la cabeza, atontado.
   – Veamos, ¿podemos hacer algo más aquí? ¿Has reconocido la voz? ¿Recuerdas algo nuevo del hombre de la camisa de franela, de la furgoneta, lo que sea?
   – No -dije.
   – Por teléfono, me dijiste que habías encontrado un CD en el sótano.
   – Sí.
   Le conté rápidamente la historia del disco y la etiqueta en la que ponía MVD. Cogió una libretita y tomó notas.
   – ¿Llevas el disco encima?
   – No.
   – Da igual -dijo-. Estamos en Newark. Vayamos a ver de qué podemos enterarnos en MVD.
 
   

Capítulo 18

   Lydia levantó el Sig-Sauer P226 en el aire.
   – No me gusta cómo ha ido -dijo.
   – Lo hiciste bien -dijo Heshy-. Ahora nos olvidamos. Se ha terminado.
   Ella miró fijamente el arma. Sentía grandes deseos de apretar el gatillo.
   – ¿Lydia?
   – Te he oído.
   – Lo hacíamos porque era fácil.
   – ¿Fácil?
   – Sí. Creíamos que sería dinero fácil.
   – Montones de dinero.
   – Cierto -dijo él.
   – No podemos dejarlo así.
   Heshy le vio los ojos humedecidos. No se trataba del dinero. Lo sabía.
   – Ya está bastante torturado -dijo.
   – Lo sé.
   – Piensa en lo que acabas de hacerle -dijo Heshy-. Si no vuelve a saber de nosotros, se pasará el resto de la vida culpándose.
   – ¿Quieres excitarme? -preguntó ella sonriendo.
   Lydia se sentó en las rodillas de Heshy, y se acurrucó como un gatito. Él la rodeó con sus brazos de gigante y, por un momento,
   Lydia se calmó. Se sintió segura y en paz. Cerró los ojos. Le gustaba la sensación. Pero sabía, como siempre, que no duraría. Que nunca sería suficiente.
   – ¿Heshy?
   – Sí.
   – Quiero ese dinero.
   – Sé que lo quieres.
   – Y además, creo que sería mejor que él muriera.
   Heshy la abrazó más fuerte.
   – Entonces, eso es lo que pasará.
 
   

Capítulo 19

   No sé qué esperaba de la oficina de MVD. Una puerta con cristal a lo Sam Spade o Philip Marlow, a lo mejor. Un edificio sucio de ladrillo descolorido. Sin ascensor, por supuesto. Una secretaria pechugona con el pelo mal teñido.
   Pero la oficina de MVD no tenía nada de eso. El edificio era nuevo y reluciente, parte de un programa de «renovación urbana» de Newark. No paran de hablar del renacimiento de Newark, pero yo no lo veo. Es verdad que hay varios edificios antiguos bonitos -como éste- y un Centro de Artes Teatrales asombroso convenientemente situado de modo que los que pueden permitirse pagar las entradas (es decir: los que no viven en Newark) puedan llegar sin tener que cruzar la ciudad. Pero estos edificios brillantes son flores entre las malas hierbas, estrellas fugaces en un cielo totalmente negro. No cambian el color básico. No se funden ni exudan. Permanecen inmóviles. Su belleza estéril no es contagiosa.
   Salimos del ascensor. Yo todavía llevaba la bolsa con los dos millones de dólares. Me sentía raro. Detrás de una pared de cristal había tres recepcionistas con auriculares telefónicos. Su mesa era alta. Dijimos nuestros nombres por un interfono. Rachel enseñó un carné que la identificaba como una agente retirada del FBI. Nos dejaron pasar.
   Rachel abrió la puerta. Yo la seguí. Me sentía vacío, ahuecado, pero seguía funcionando. El horror de lo que había sucedido -que me colgaran- era tan grande que había pasado de la parálisis a un curioso estado de concentración. Sigo comparándolo con el quirófano. Entro en aquella sala, cruzo aquella puerta, y dejo atrás el mundo. Una vez tuve un paciente, un niño de seis años, a quien tenía que hacerle una operación de fisura palatal bastante rutinaria. Mientras lo operaba, sus constantes vitales bajaron de golpe. Se le paró el corazón. No perdí la cabeza. Entré en un estado de concentración no muy diferente al que experimentaba en ese momento. El chico sobrevivió.
   Enseñando siempre su identificación, Rachel explicó que queríamos ver a uno de los jefes. La recepcionista sonrió y asintió de aquella manera que asiente la gente cuando no hace caso. No se quitó los auriculares para nada. Sus dedos seguían apretando botones. Apareció otra mujer. Nos acompañó por un pasillo hasta un despacho.
   Por un momento, no supe si estábamos ante un hombre o una mujer. La placa de bronce del nombre de la mesa decía Conrad Dorfman. Conclusión: un hombre. Se levantó teatralmente. Era demasiado delgado para su traje azul con rayas anchas a lo Guys and Dolls, entallado en la cintura de modo que la parte baja de la americana sobresalía de una forma que podía confundirse con una falda. Sus dedos también eran puntiagudos, el pelo liso como el de Julie Andrews en Víctor o Victoria; y su cara tenía una rara uniformidad que yo siempre asocio con una base de maquillaje.
   – Por favor -dijo con una voz demasiado afectada-. Me llamo Conrad Dorfman. Soy vicepresidente ejecutivo de MVD. -Nos estrechamos la mano.
   Él retuvo la nuestra excesivamente, y colocó la otra encima, sin dejar de mirarnos a los ojos. Conrad nos invitó a sentarnos. Lo hicimos. Nos preguntó si nos apetecía una taza de té. Rachel, que llevaba la voz cantante, dijo que sí.
   Esto nos concedió unos minutos más de charla. Conrad interrogó a Rachel sobre su época en el FBI. Rachel fue vaga. Dio a entender que ella también trabajaba en el mundo de la investigación privada y por lo tanto era su colega y merecía un trato profesional cortés. Yo no dije nada, y la dejé trabajar. Llamaron a la puerta. La mujer que nos había acompañado al despacho abrió la puerta y empujó un carrito con un servicio de té de plata. Conrad sirvió las tazas. Rachel fue al grano.
   – Esperamos que pueda ayudarnos -dijo Rachel-. La esposa del doctor Seidman fue cliente suya.
   Conrad Dorfman se concentraba en el té. Utilizaba uno de aquellos coladores de aluminio que están tan de moda ahora. Sacudió algunas hojas y sirvió el té lentamente.
   – Ustedes le entregaron un CD que estaba protegido con una contraseña. Necesitamos entrar en él.
   Conrad ofreció una taza a Rachel y luego una a mí. Se acomodó y bebió un buen sorbo.
   – Lo siento -dijo-. No puedo ayudarles. La contraseña la pone el propio cliente.
   – El cliente está muerto.
   Conrad Dorfman no parpadeó.
   – Esto no cambia nada, en realidad.
   – Su marido es el pariente más cercano. Ahora el CD es suyo.
   – No sabría decirle -dijo Conrad-. No entiendo de leyes estatales. Pero tampoco tenemos el control de nada de esto. Como he dicho antes, el cliente decide la contraseña. Puede que le diéramos el CD, lo que ahora mismo no puedo ni confirmar ni negar, pero no podemos saber qué números o letras programó ella como contraseña.
   Rachel esperó un instante. Miró a Conrad Dorfman. Él le sostuvo la mirada, pero la apartó primero. Cogió su taza y tomó otro trago.
   – ¿Podemos saber por qué los contrató, para empezar?
   – ¿Sin una orden judicial? No, no lo creo.
   – Su CD -dijo-. Hay una entrada posterior.
   – ¿Perdone?
   – Todas las empresas la tienen -dijo Rachel-. La información no se pierde para siempre. Su empresa programa su propia contraseña para que ustedes puedan acceder al CD.
   – No sé de que está hablando.
   – Fui agente del FBI, señor Dorfman.
   – ¿Y?
   – Conozco estas cosas. Por favor, no insulte mi inteligencia.
   – No era ésa mi intención, señora Mills. Sencillamente no puedo ayudarles.
   Miré a Rachel. Parecía sopesar sus opciones.
   – Sigo teniendo amigos, señor Dorfman. En el departamento. Podemos hacer preguntas. Podemos meter la nariz. A los federales no les gustan los investigadores privados. Ya lo sabe. No quiero problemas. Sólo quiero saber qué hay en el CD.
   Dorfman dejó su taza. Repiqueteó con los dedos. Llamaron y apareció la misma mujer en la puerta. Hizo una señal a Conrad Dorfman. Él se levantó, otra vez demasiado teatralmente, y prácticamente saltó por el suelo.
   – Perdónenme un momento.
   Cuando salió del despacho, miré a Rachel. Ella no se volvió hacia mí.
   – ¿Rachel?
   – Veamos qué pasa, Marc.
   Pero no había mucho que ver. Conrad volvió al despacho. Cruzó la habitación y se quedó de pie delante de Rachel, esperando que ella levantara la mirada. Pero ella no pensaba darle esa satisfacción.
   – Nuestro presidente, Malcolm Deward, también es un ex agente federal. ¿Lo sabía?
   Rachel no dijo nada.
   – Mientras hablábamos ha hecho algunas llamadas. -Conrad esperó-. ¿Señora Mills? -Rachel levantó la mirada por fin-. Sus amenazas no tienen ningún peso. No tiene amigos en la agencia. El señor Deward, en cambio, sí. Salgan de mi oficina. Inmediatamente.
 
   

Capítulo 20

   – ¿Se puede saber de qué hablaba? -pregunté.
   – Ya te lo he dicho. Ya no soy agente.
   – ¿Qué sucedió, Rachel?
   Ella siguió mirando adelante.
   – Hace mucho tiempo que no formas parte de mi vida.
   No había nada más que añadir. Esta vez conducía Rachel. Yo me aferraba al móvil, como si pudiera hacerlo sonar. Cuando llegamos a mi casa, ya estaba oscureciendo. Entramos. Pensé si debía llamar a Tickner o a Regan, pero ¿de qué serviría?
   – Tenemos que encargar aquella prueba de ADN -dijo Rachel-. Mi teoría puede parecer poco plausible, pero ¿lo parece mucho la idea de tu hija retenida durante tanto tiempo?
   Así que llamé a Edgar. Le dije que quería que se hicieran unas pruebas adicionales a los cabellos. Dijo que no había problema. Colgué sin decirle que ya había puesto en peligro la entrega pidiendo ayuda a una ex agente del FBI. Cuanto menos supiera de aquello, mejor. Rachel llamó a alguien que conocía para que recogiera las muestras en casa de Edgar, así como una muestra de sangre mía. Me explicó que el tipo tenía un laboratorio privado. Sabríamos algo en veinticuatro horas, máximo cuarenta y ocho, lo que con una petición de recompensa pendiente probablemente sería demasiado tarde.
   Me instalé en una butaca del estudio. Rachel se sentó en el suelo.
   Ella abrió su bolsa y sacó toda clase de cables y artilugios electrónicos. Como soy cirujano, soy bastante hábil con las manos, pero cuando se trata de aparatitos de alta tecnología, soy un negado. Ella distribuyó cuidadosamente el contenido de la bolsa sobre la alfombra, dedicándole toda su atención. De nuevo me recordó cómo hacía lo mismo con los libros de texto cuando íbamos a la universidad. Metió la mano en la bolsa y sacó una navaja.
   – ¿La bolsa del dinero? -preguntó.
   Se la pasé.
   – ¿Qué vas a hacer?
   La abrió. El dinero estaba en fajos. Billetes de cien, cincuenta billetes por fajo, cuarenta fajos. Cogió un taco y con cuidado retiró el dinero sin romper la faja que lo rodeaba. Cortó los billetes como si fuera una baraja de cartas.
   – ¿Qué haces? -pregunté.
   – Voy a hacer un agujero.
   – ¿En el dinero?
   – Sí.
   Lo hizo con la navaja. Dibujó un círculo del perímetro de un dólar de plata, de un grosor de medio centímetro. Miró el suelo, encontró un dispositivo negro que era más o menos del mismo tamaño y lo metió en los billetes. Luego volvió a ponerles la faja. El dispositivo estaba totalmente oculto en medio del taco de billetes.
   – Un localizador -dijo ella, a modo de explicación-. Es un dispositivo SPG.
   – Si tú lo dices..
   – SPG significa Sistema de Posicionamiento Global. Dicho simplemente, localizará el dinero. Pondré otro en el forro de la bolsa, pero casi todos los delincuentes se saben este truco. Normalmente cambian el dinero a otra bolsa. No obstante, con tanto dinero, no tendrán tiempo de mirar todos los tacos.
   – ¿Los hay más pequeños que éste?
   – ¿Localizadores?
   – Sí.
   – Los hacen aún más finos, pero el problema es la fuente de energía. Necesitan una pila. Aquí es donde fallan. Necesito algo que alcance al menos diez kilómetros. Éste servirá.
   – ¿Y adonde va?
   – ¿Quieres decir cómo controlo sus movimientos?
   – Sí.
   – Normalmente va a un portátil, pero éste es el no va más.
   Rachel levantó un ordenador diminuto para que yo lo viera, uno que se ve demasiado a menudo en el mundo de la medicina.
   De hecho, creo que soy el único médico del planeta que no tiene uno.
   – ¿Un Palm Pilot?
   – Diseñado con una pantalla de rastreo especial. Lo llevaré conmigo si tengo que moverme.
   Siguió trabajando.
   – ¿Qué son las otras cosas? -pregunté.
   – Equipo de vigilancia. No sé qué podré usar, pero me gustaría ponerte un localizador en el zapato. Quiero poner una cámara en el coche. Quiero ver si puedo ponerte algunas fibras ópticas encima, pero eso es más arriesgado. -Se puso a organizar su equipo, totalmente absorta. Tenía los ojos bajos cuando volvió a hablar-. Quiero decirte otra cosa.
   Me incliné hacia ella.
   – ¿Te acuerdas de cuando mis padres se divorciaron? -preguntó.
   – Pues claro -dije. Fue cuando nos conocimos.
   – Con lo íntimos que fuimos, nunca hablamos de ello.
   – Siempre me dio la sensación de que no tenías ganas.
   – No tenía -dijo demasiado deprisa.
   Y pensé que yo tampoco. Era egoísta. Teóricamente estuvimos enamorados dos años y ni una sola vez la empujé a hablar del divorcio de sus padres. Era algo más que una «impresión» lo que me trababa la lengua. Sabía que había algo oscuro e infeliz, que ella guardaba muy dentro. No quería hurgar allí, removerlo, que se volviera en mi contra.
   – Fue culpa de mi padre.
   Estuve a punto de decir una estupidez como «Nunca es culpa de nadie» o «Habrá dos versiones de la historia», pero un atisbo de sentido común me dominó la lengua. Rachel no había levantado la mirada para nada.
   – Mi padre destrozó a mi madre. Le destrozó el alma. ¿Sabes cómo?
   – No.
   – La engañaba.
   Ella levantó la cabeza y me miró a los ojos. Yo no aparté la mirada.
   – Era un ciclo destructivo -dijo Rachel-. La engañaba, lo pillaba, él juraba que no volvería a hacerlo. Pero siempre lo hacía. Fue minando a mi madre, la fue devorando poco a poco. -Rachel tragó saliva, y se volvió hacia sus juguetitos electrónicos-. De modo que cuando estaba en Italia y me dijeron que habías estado con otra…
   Pensé en un millón de cosas que podía decir, pero ninguna tenía sentido. Como no lo tenía lo que me estaba diciendo. Explicaba muchas cosas, supongo, pero era el no va más del «demasiado tarde». Me quedé donde estaba, sin moverme de la butaca.
   – Exageré -dijo ella.
   – Éramos jóvenes.
   – Sólo quería… debería habértelo dicho antes.
   Intentaba acercarse a mí. Empecé a decir algo, pero no fui capaz. Demasiado. Era demasiado. Habían pasado seis horas desde la llamada de rescate. Los segundos pasaban ruidosamente, con un latido profundo y doloroso en el pozo de mi pecho.
   Me sobresalté cuando sonó el teléfono; pero era mi teléfono fijo, no el móvil del secuestrador. Lo descolgué. Era Lenny.
   – ¿Qué pasa? -dijo sin preámbulos.
   Miré a Rachel. Negó con la cabeza. Le hice un gesto para que viera que había comprendido.
   – Nada -dije.
   – Tu madre me ha dicho que habías visto a Edgar en el parque.
   – No te preocupes.
   – Ese viejo asqueroso te la jugará, ya verás.
   Con Lenny no se podía razonar cuando se trataba de Edgar Portman. A lo mejor tenía razón.
   – Ya lo sé.
   Hubo un breve silencio.
   – Has llamado a Rachel -dijo.
   – Sí.
   – ¿Por qué?
   – Nada importante.
   Hubo otra pausa. Luego Lenny dijo:
   – Me estás mintiendo, ¿verdad?
   – Como un tupé de Las Vegas.
   – Sí, vale. Oye, ¿sigue en pie el partido de mañana?
   – Mejor que no.
   – No te preocupes. ¿Marc?
   – Sí.
   – Si me necesitas…
   – Gracias, Lenny.
   Colgué. Rachel estaba ocupada con sus artilugios electrónicos. Lo que había dicho antes había desaparecido, se había esfumado como humo. Me miró y vio algo en mi cara.
   – ¿Marc?
   No dije nada.
   – Si tu hija está viva, la traeremos a casa. Te lo prometo.
   Y por primera vez, dudé de ella.
 
   

Capítulo 21

   El agente especial Tickner miraba fijamente el informe.
   El asesinato-secuestro Seidman estaba más que enterrado. El FBI había reordenado sus prioridades en los últimos años. El terrorismo era el número uno en la lista de prioridades. Del dos al diez, bueno, terrorismo. Él sólo había intervenido en el caso Seidman cuando se había convertido en un secuestro. A pesar de lo que se ve en la televisión, la Policía local agradecía la participación del FBI. Los federales tenían los recursos y la experiencia. Si se recurría a ellos demasiado tarde, podía costar una vida. Regan había sido listo y no había esperado.
   Pero en cuanto el tema del secuestro se «resolvió», por mucho que le fastidiara utilizar este término, el deber de Tickner (al menos extraoficialmente) era retirarse y dejar trabajar a los locales. Todavía seguía pensando mucho en el caso -no se olvida fácilmente la visión de un pelele de bebé en una cabana como aquélla-, pero en su cabeza, el caso se encontraba en un impasse.
   Hasta hacía cinco minutos.
   Leyó por tercera vez el breve informe. No intentaba entenderlo. Todavía no. Aquello era demasiado raro. Lo que intentaba, lo que esperaba hacer, era encontrar algún tipo de indicio, algo a lo que agarrarse. No se le ocurrió nada.
   Rachel Mills. ¿Cómo diantre encajaba ella en todo aquello?
   Un joven subordinado -Tickner no recordaba si se llamaba Kelly, Fitzgerald o algún nombre irlandés de ésos- se situó frente a su mesa sin saber muy bien qué hacer con las manos. Tickner se recostó en la silla y cruzó las piernas. Se dio golpecitos con el bolígrafo contra el labio inferior.
   – Tiene que existir una relación entre ellos -dijo a Sean o Patrick.
   – Ella dijo que era detective privado.
   – ¿Tiene permiso?
   – No.
   Tickner negó con la cabeza.
   – Aquí hay algo más. Busca en los registros telefónicos, habla con amigos, lo que sea. Investiga.
   – De acuerdo.
   – Llama a la agencia de detectives. A MVD. Diles que voy a verles.
   – Bien.
   El chico irlandés se marchó. Tickner miró al vacío. Él y Rachel se habían formado juntos en Quantico. Habían tenido el mismo profesor. Tickner pensó qué podía hacer. Aunque no siempre le gustaban los locales, le caía bien Regan. El hombre era lo bastante especial para ser aprovechable. Descolgó el teléfono y marcó el móvil de Regan.
   – Detective Regan.
   – Hacía tiempo que no hablábamos.
   – Vaya, agente federal Tickner. ¿Sigue usando aquellas gafas de sol?
   – ¿Sigue usted tocándose la perilla… como solía hacerlo?
   – Sí. Más o menos.
   Tickner podía oír música de sitar en el fondo.
   – ¿Está ocupado?
   – En absoluto. Estaba meditando.
   – ¿Como Phil Jackson?
   – Eso mismo. Sólo que yo no tengo todos esos fastidiosos trofeos. Debería acompañarme algún día.
   – Sí, lo pondré en mi lista de cosas pendientes.
   – Le ayudaría a relajarse, agente Tickner. Noto una tensión enorme en su voz -dijo. Y después-: Imagino que me ha llamado por algo.
   – ¿Se acuerda de nuestro caso preferido?
   Hubo una pausa curiosa.
   – Sí.
   – ¿Desde cuándo no ha surgido nada nuevo?
   – Creo que nunca hemos tenido nada nuevo.
   – Bueno pues ahora puede que sí.
   – Le escucho.
   – Hemos recibido una extraña llamada de un ex agente del FBI. Un tipo llamado Deward. Ahora es detective privado en Newark.
   – ¿Y?
   – Parece que nuestro amigo, el doctor Seidman ha ido hoy a su oficina. Acompañado de una persona muy especial.
 
   Lydia se tiñó el pelo de negro, el mejor color para fundirse con la noche.
   El plan en sí era sencillo.
   – Confirmamos que tiene el dinero -dijo a Heshy-. Y luego lo mato.
   – ¿Estás segura?
   – Del todo. Y lo mejor de todo es que el asesinato se relacionará automáticamente con el primer tiroteo -Lydia le sonrió-. Aunque algo saliera mal, no hay nada que lo relacione con nosotros.
   – ¿Lydia?
   – ¿Pasa algo?
   Heshy encogió sus enormes hombros.
   – ¿No crees que sería mejor que lo matara yo?
   – Soy mejor tiradora, Oso.
   – Pero… -vaciló y volvió a encogerse de hombros-, yo no necesito un arma.
   – Quieres protegerme -dijo ella.
   Él no contestó.
   – Te lo agradezco.
   Y era verdad. Pero una de las razones por las que quería hacerlo ella misma era para proteger a Heshy. Él era el vulnerable. A Lydia nunca le había preocupado que la pillaran. En parte por el clásico exceso de seguridad. Sólo pillan a los tontos, no a los cuidadosos.
   Pero más que eso, sabía que si la atrapaban, no la condenarían nunca. No sólo por su aspecto de chica corriente, aunque esto sin duda la ayudaría. Lo que ningún fiscal lograría superar sería la llorona dramatización que haría de su caso. Lydia les recordaría su «trágico» pasado. Alegaría abusos de todo tipo. Lloraría en los programas de televisión. Hablaría de la triste situación de las estrellas infantiles, de la calamidad de verse obligada a vivir en el mundo del duendecillo Trixie. Se mostraría adorablemente victimizada e inocente. Y el público -por no hablar del jurado- se lo tragaría todo.
   – Creo que es lo mejor -dijo ella-. Si ve que te acercas, puede que huya. Pero si me ve a mí, tan pequeñita… -Lydia dejó de hablar y se encogió de hombros.
   Heshy asintió. Ella tenía razón. Aquello sería coser y cantar. Ella le acarició la cara y le dio las llaves del coche.
   – ¿Pavel tiene claro su papel? -preguntó Lydia.
   – Sí. Nos encontraremos allí. Y sí llevará la camisa de franela.
   – Entonces podemos empezar -dijo-. Llamaré al doctor Seidman.
   Heshy utilizó el control remoto para abrir las puertas del coche.
   – Oh -dijo Lydia-, tengo que comprobar una cosa antes de salir.
   Lydia abrió la puerta de atrás. El niño dormía profundamente en la sillita del coche. Lydia comprobó el cinturón y lo aseguró bien.
   – Creo que me sentaré detrás, Oso -dijo-. Por si acaso el mocoso se despierta.
   Heshy subió al asiento del conductor. Lydia cogió el teléfono y el distorsionador de voz y marcó el número.
 
   

Capítulo 22

   Encargamos una pizza, lo cual creo que fue un error. Las pizzas nocturnas son muy universitarias. Era otro recordatorio no demasiado sutil del pasado. Yo no dejaba de mirar el teléfono móvil, conminándolo a que sonara. Rachel estaba silenciosa, pero esto no me molestaba. Siempre habíamos sabido estar bien en silencio. Aquello también era raro. En muchos sentidos, estábamos retrocediendo, retomándolo donde lo habíamos dejado. Pero en muchos otros sentidos, éramos desconocidos con una relación tenue e incómoda.
   Era raro que de repente mis recuerdos fueran vagos. Había creído que, en cuánto la viera, los recuerdos volverían a la superficie. Pero me vinieron pocas cosas concretas. Era más una sensación, una emoción, parecida a la forma en que recordaba el crudo frío de Nueva Inglaterra. No sé por qué no podía recordar. Y no estaba seguro de lo que eso significaba.
   La frente de Rachel se arrugó mientras jugaba con su equipo electrónico. Dio un mordisco a la pizza y dijo.
   – No es tan buena como la de Tony's.
   – Aquel local era espantoso.
   – Un poco grasiento -convino ella.
   – ¿Un poco? ¿No llevaba la grande un cupón para una angioplastia?
   – Bueno, te sentías como si te metieran fango por vía intravenosa.
   Nos miramos.
   – ¿Rachel?
   – Dime.
   – ¿Y si no llaman?
   – Entonces es que no la tienen, Marc.
   Pensé en esto. Pensé en el hijo de Lenny, Conner, en las cosas que decía y hacía, e intenté aplicarlo al bebé que había visto por última vez en su cuna. No sabía ajustado, pero esto no significaba nada. Había esperanza. Me aferraba a eso. Si mi hija estaba muerta, si aquel teléfono no volvía a sonar, sabía que la esperanza me mataría. Pero no me importaba. Era mejor morir así que intentar seguir porque sí.
   O sea que tenía esperanza. Y yo, el cínico, me permitía creer en lo mejor.
   Cuando finalmente sonó el móvil, eran casi las diez. Ni siquiera miré primero a Rachel y esperé que me hiciera una señal. Mi dedo estaba en el botón de respuesta antes de que hubiera terminado el primer timbre.
   – ¿Diga?
   – De acuerdo -dijo la voz robótica-, la verás.
   No podía respirar. Rachel se acercó a mí y puso la oreja junto a la mía.
   – Bien -dije.
   – ¿Tienes el dinero?
   – Sí.
   – ¿Todo?
   – Sí.
   – Entonces escucha con atención. Si te desvías de lo que te digo desapareceremos. ¿Entendido?
   – Sí.
   – Según nuestro informador vas bien. No has hablado con las autoridades. Pero tenemos que estar seguros. Irás solo en coche hacia el puente George Washington. Una vez allí, estaremos cerca. Utiliza el sistema de radio del teléfono. Te diré donde tienes que ir y lo que tienes que hacer. Te registraremos. Si encontramos armas o micrófonos, desapareceremos. ¿Entendido?
   Sentí que la respiración de Rachel se aceleraba.
   – ¿Cuándo veré a mi hija?
   – Cuando nos encontremos.
   – ¿Cómo sé que no os llevaréis el dinero sin más?
   – ¿Cómo sabes que no voy a colgarte ahora mismo?
   – Voy a salir -dije. Pero añadí rápidamente-: Pero no os entregaré el dinero hasta que vea a Tara.
   – Vale, estamos de acuerdo. Tienes una hora. Entonces mándame una señal.
 
   

Capítulo 23

   Conrad Dorfman no parecía contento de haber tenido que volver a la oficina de MVD tan tarde. A Tickner le daba lo mismo. Si Seidman hubiera ido allí solo, habría sido una pista importante, sin duda. Pero que Rachel Mills también hubiera ido, que estuviera implicada de alguna manera, bueno, digamos que aquello picaba la curiosidad de Tickner.
   – ¿Le ha mostrado la señora Mills alguna identificación? -preguntó.
   – Sí -contestó Dorfman-. Pero ponía «Retirada».
   – ¿Y estaba con el doctor Seidman?
   – Sí.
   – ¿Llegaron juntos?
   – Creo que sí. Bueno, cuando entraron aquí, lo hicieron juntos.
   Tickner asintió con la cabeza.
   – ¿Qué querían?
   – Una contraseña. Para un CD.
   – No sé si le sigo.
   – Dijeron que tenían un CD que nosotros habíamos dado a una cliente. Nuestros cedes están protegidos con una contraseña. Querían que se la diéramos.
   – ¿Se la dieron?
   Dorfman puso una expresión adecuadamente escandalizada.
   – Por supuesto que no. Hicimos que llamaran a su agencia. Nos dijeron… bueno, en realidad no nos contaron mucho. Sólo dejaron claro que no debíamos colaborar con la agente Mills bajo ningún concepto.
   – Ex agente -puntualizó Tickner.
   ¿Cómo? Tickner no dejaba de darle vueltas. ¿Cómo podía estar relacionada Rachel Mills con Seidman? Él había intentado concederle el beneficio de la duda. A diferencia de sus compañeros, la conocía, la había visto en acción. Era una buena agente, incluso una agente estupenda. Pero ahora tenía dudas. Le preocupaba la sucesión temporal. Por qué estaría allí. Por qué enseñaría su placa e intentaría utilizar su influencia.
   – ¿Le dijeron cómo había llegado el CD a sus manos?
   – Dijeron que pertenecía a la esposa del doctor Seidman.
   – ¿Es verdad?
   – Creo que sí.
   – ¿Está enterado de que su esposa murió hace más de año y medio, señor Dorfman?
   – Ahora lo sé.
   – Pero ¿no lo sabía cuando estuvieron aquí?
   – Exacto.
   – ¿Por qué el doctor Seidman ha esperado dieciocho meses a pedir la contraseña?
   – No me lo dijo.
   – ¿Se lo preguntó?
   – No. -Dorfman se removió en el asiento.
   Tickner sonrió en plan colega.
   – No tenía por qué -dijo, con falsa amabilidad-. ¿Les dio alguna información?
   – Ninguna.
   – ¿No les dijo por qué la señora Seidman había contratado a la agencia?
   – No.
   – Bien, muy bien. -Tickner se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. Estaba a punto de hacer otra pregunta cuando sonó su móvil-. Discúlpeme -dijo, y metió la mano en el bolsillo.
   – ¿Vamos a tardar mucho? -preguntó Dorfman-. He quedado.
   Tickner no se molestó en responder. Se levantó, se acercó el móvil a la oreja y contestó:
   – Tickner.
   – Soy el agente O'Malley -dijo el joven.
   – ¿Ha descubierto algo?
   – Pues sí.
   – Le escucho.
   – Hemos comprobado los registros telefónicos de los últimos tres años. Seidman no la había llamado nunca, al menos, ni desde su casa ni desde su consulta, hasta hoy.
   – ¿Ahora voy a escuchar un pero?
   – Sí. Pero Rachel Mills lo llamó… una vez.
   – ¿Cuándo?
   – Hace dos años.
   Tickner calculó. Aquello debió de ser unos tres meses antes del asesinato y el secuestro.
   – ¿Algo más?
   – Algo gordo, creo. He mandado a uno de nuestros agentes a registrar el apartamento de Rachel en Falls Church. Todavía está allí, pero ¿sabe lo que encontró en un cajón de la mesita de noche?
   – ¿Se cree que esto es un concurso, O'Ryan?
   – O'Malley.
   – ¿Qué encontró el agente? -preguntó Tickner frotándose el puente de la nariz.
   – Una foto profesional.
   – ¿Qué?
   – Bueno, es que no sé si es exactamente una foto profesional. Es una foto formal al estilo antiguo. Debe de tener quince o veinte años. Ella lleva el pelo recogido y una especie de cinta de flores en el brazo. ¿Cómo se llama eso?
   – ¿Ramillete?
   – Gracias.
   – Y esto qué demonios tiene que ver…
   – El tipo de la foto.
   – ¿Qué pasa?
   – Nuestro agente está seguro. El chico con quien está, su acompañante, es nuestro doctor Seidman.
   Tickner notó una subida de adrenalina.
   – Siga investigando -dijo-. Llámeme cuando sepa algo más.
   – De acuerdo.
   Colgó el teléfono. ¿Rachel y Seidman habían ido a un baile de gala juntos? ¿Qué estaba pasando? Ella era de Vermont, si recordaba bien. Seidman vivía en Nueva Jersey. No habían ido al instituto juntos. ¿Y a la universidad? Tendría que mirarlo.
   – ¿Sucede algo?
   Tickner se volvió. Era Dorfman.
   – Veamos, señor Dorfman. ¿Ese CD pertenecía a Monica Seidman?
   – Esto es lo que nos dijeron, sí.
   – Sí o no, señor Dorfman.
   El hombre se aclaró la garganta.
   – Creemos que sí.
   – ¿Entonces ella fue cliente de la empresa?
   – Sí, eso lo hemos confirmado.
   – En resumen, una víctima de asesinato fue cliente suya.
   Silencio.
   – Su nombre salió en todos los periódicos del Estado -siguió Tickner, mirándolo con dureza-. ¿Como es que no nos lo comunicaron?
   – No lo sabíamos.
   Tickner mantuvo la mirada dura.
   – El empleado que llevó el caso ya no trabaja aquí -añadió rápidamente-. Mire, cuando la señora Seidman fue asesinada ya se había ido. Por eso nadie estableció la relación.
   A la defensiva. A Tickner le gustaba esto. Creía en él, pero no lo demostró. Así estaría deseoso de complacerle.
   – ¿Qué había en el CD?
   – Fotografías, creo.
   – ¿Cree?
   – Es lo habitual. No siempre. Utilizamos los cedes para almacenar fotos, pero podría haber otro tipo de documentos también. No sabría decirle.
   – ¿Y por qué no?
   Dorfman levantó las manos.
   – No se preocupe. Tenemos una copia de seguridad. Pero todos los archivos de más de un año de antigüedad se almacenan en el sótano. La oficina está cerrada, pero cuando supe que estaba interesado, hice que viniera alguien. Ahora mismo está buscando el material de la copia de seguridad del CD.
   – ¿Dónde?
   – Está en el piso inferior. -Dorfman miró el reloj-. Ya habrá terminado. ¿Quiere que bajemos a verlo?
   Tickner se puso de pie.
   – Vamos a curiosear.
 
   

Capítulo 24

   – Todavía hay cosas que podemos hacer -dijo Rachel-. Estas cosas son de alta tecnología. Aunque te cacheen, podemos esquivarlos. Tengo un chaleco antibalas que lleva una cámara diminuta en el centro.
   – ¿Y crees que no lo detectarán con un cacheo?
   – Vale, de acuerdo, mira, sé que te preocupa que lo descubran, pero seamos realistas. Hay muchas posibilidades de que esto sea una trampa. No les des el dinero hasta que veas a Tara. No te metas en ningún sitio donde estés solo. No te preocupes por el localizador; si van en serio, tendremos a Tara antes de que registren los tacos de dinero. Sé que ésta no es una decisión fácil, Marc.
   – No, tienes razón. Fui sobre seguro la otra vez. Creo que tenemos que arriesgarnos esta vez. Pero el chaleco está descartado.
   – Bien, esto es lo que vamos a hacer. Yo me esconderé en el portaequipajes. Mirarán en el asiento trasero, para ver si hay alguien escondido. El maletero es un buen escondite. Desconectaré los cables para que no se enciendan las luces cuando se abra el maletero. Intentaré estar a tu lado, pero tengo que mantener una distancia de seguridad. No te equivoques: no soy una supermujer. Puedo perderte, pero recuerda: no me busques bajo ningún concepto. Ni siquiera disimuladamente. Estos tipos seguro que son buenos. Se darían cuenta.
   – Entendido. -Rachel iba vestida toda de negro-. Parece que vayas a hacer una lectura en el Village.
   – Kumbaya, señor. ¿Estás a punto?
   Los dos oímos que un coche se detenía. Miré por la ventana y sentí el pánico como un pinchazo de aguja.
   – Mierda -exclamé.
   – ¿Qué pasa?
   – Es Regan, el policía que lleva el caso. Hacía más de un mes que no le veía. -La miré. Su cara parecía muy blanca contra la ropa negra-. ¿Coincidencia?
   – Nada de coincidencias -dijo ella.
   – ¿Cómo demonios se ha enterado de lo del rescate?
   Ella se apartó de la ventana.
   – Seguramente no ha venido por eso.
   – ¿Entonces qué?
   – Yo diría que se ha enterado de que he estado en MVD.
   Fruncí el entrecejo.
   – ¿Y qué?
   – No hay tiempo para explicaciones. Mira, me voy al garaje y me esconderé. Te preguntará por mí. Dile que he vuelto a Washington. Si insiste, dile que somos viejos amigos y nada más. Intentará interrogarte.
   – ¿Por qué?
   Pero ya se estaba alejando de mí.
   – Mantente firme y échalo. Te espero en el coche.
   No me gustaba, pero no había tiempo para discutir.
   – De acuerdo.
   Rachel se fue al garaje por la puerta del recibidor. Esperé hasta que desapareció de mi vista. Cuando Regan entró en el jardín, abrí la puerta, intentando cortarle el paso.
   Regan sonrió.
   – ¿Me esperaba? -preguntó.
   – He oído su coche.
   Asintió con la cabeza como si lo que acaba de decir mereciera un análisis ponderado.
   – ¿Tiene un momento, doctor Seidman?
   – En realidad es un mal momento.
   – Ah -Regan no dejó de caminar. Pasó por mi lado y entró en el recibidor, observándolo todo-. ¿Iba a salir?
   – ¿Qué desea, detective?
   – Hemos recibido una información que nos ha llamado la atención.
   Esperé que continuara.
   – ¿No quiere saber de qué se trata?
   – Por supuesto.
   Regan tenía una extraña expresión casi serena. Miró el techo, como si estuviera decidiendo de qué color lo pintaría.
   – ¿Dónde ha estado hoy?
   – Márchese, por favor.
   Sus ojos seguían puestos en el techo.
   – Su hostilidad me sorprende.
   Pero no lo parecía.
   – Ha dicho que tenía una nueva información. Si es así, infórmeme. Si no, márchese. No estoy de humor para ser interrogado.
   Puso cara de circunstancias.
   – Nos han dicho que hoy ha visitado a una agencia de detectives privados de Newark.
   – ¿Y?
   – ¿Qué ha ido a hacer allí?
   – Le diré qué, detective. Voy a pedirle que se marche porque sé que responder a sus preguntas no me acercará más a encontrar a mi hija.
   Me miró.
   – ¿Está seguro?
   – Por favor, salga de mi casa. Ahora.
   – Como quiera -Regan se dirigió a la puerta. Cuando llegó, preguntó-: ¿Dónde está Rachel Mills?
   – No lo sé.
   – ¿No está aquí?
   – No.
   – ¿No sabe dónde podría estar?
   – Creo que ha vuelto a Washington.
   – Vaya. ¿Cómo es que se conocen?
   – Buenas noches, detective.
   – Claro, no se preocupe. Una última pregunta.
   Reprimí un suspiro.
   – Ha visto demasiados episodios de Colombo, detective.
   – Ya lo creo que sí. -Sonrió-. Pero se lo preguntaré de todos modos.
   Le hice un gesto con la mano para que hablara.
   – ¿Sabe cómo murió su marido?
   – Le dispararon -dije, demasiado deprisa, e inmediatamente me arrepentí. Él se acercó un poco más a mí presionándome.
   – ¿Y sabe quién le disparó?
   Me quedé inmóvil.
   – ¿Lo sabe, Marc?
   – Buenas noches, detective.
   – Le disparó ella, Marc. Una bala en la cabeza a poca distancia.
   – Eso es una tontería -dije.
   – ¿Ah, sí? ¿Está del todo seguro?
   – Si le mató, ¿por qué no está en prisión?
   – Buena pregunta -contestó Regan, alejándose hacia el coche. Cuando llegó al final del jardín, añadió-: Debería preguntárselo.
 
   

Capítulo 25

   Rachel estaba en el garaje. Me miró. De repente me pareció pequeña. Y vi el miedo en su cara. El maletero del coche estaba abierto. Fui hacia la puerta del conductor.
   – ¿Qué quería? -preguntó.
   – Lo que has dicho tú.
   – ¿Sabía lo del CD?
   – Sabe que hemos estado en MVD. No ha dicho nada del CD.
   Subí al coche. Ella no insistió. No era un buen momento para sacar nuevos temas. Los dos lo sabíamos. Pero no pude evitar cuestionarme mi buen juicio. Habían asesinado a mi esposa. Habían matado a mi hermana. Alguien había puesto mucho interés en liquidarme. Hablando claro, estaba confiando en una mujer a la que no conocía realmente. Le estaba confiando no sólo mi vida, sino la de mi hija. Qué estupidez, si uno lo pensaba. Lenny tenía razón. No era tan sencillo. En realidad, no tenía ni idea de quién era o en quién se había convertido. Me había engañado a mí mismo creyendo que era de un modo que quizá no era, y ahora me preguntaba si esto me costaría caro.
   Su voz interrumpió mis cavilaciones.
   – ¿Marc?
   – Dime.
   – Sigo pensando que deberías ponerte el chaleco antibalas.
   – No.
   Mi tono fue más firme de lo que pretendía. O quizá no. Rachel se metió en el maletero y lo cerró. Metí la bolsa de lona con el dinero en el asiento del pasajero. Apreté el interruptor que abría la puerta del garaje, debajo del parasol y encendí el motor.
   Nos pusimos en camino.
 
   Cuando Tickner tenía nueve años, su madre le regaló un libro de ilusiones ópticas. Se trataba de mirar el dibujo de, por ejemplo, una viejecita con una nariz muy grande. Lo mirabas un buen rato y de repente, patapam, aparecía una joven con la cabeza vuelta. A Tickner le chiflaba el libro. Cuando se hizo mayor, se pasó a los del Ojo Mágico, y miraba fijamente las imágenes el tiempo que fuera necesario para que apareciera un caballo o lo que fuera en los serpenteantes colores. A veces tardaba mucho. Hasta el punto de que se preguntaba si realmente había algo allí. Pero, de repente, la imagen salía a la superficie.
   Esto era lo que estaba sucediendo.
   Había momentos en cada caso, y Tickner lo sabía, que lo cambiaban todo, igual que en aquellas antiguas ilusiones ópticas. Estás viendo una realidad y entonces, con una pequeña inclinación, la realidad cambia. Nada es como parecía.
   Nunca se había creído de verdad las teorías convencionales sobre el asesinato-secuestro Seidman. Se parecía demasiado a leer un libro al que le faltaran páginas.
   Tickner tampoco había trabajado en muchos asesinatos. En general se los dejaban a los polis de la local. Pero conocía a muchos investigadores de homicidios. Los mejores siempre eran poco convencionales, descaradamente teatrales y ridiculamente imaginativos. Tickner los había oído hablar de un punto en los casos en que la víctima «se levanta» de la tumba. La víctima «habla» con ellos de algún modo, y señala en dirección al asesino. Tickner escuchaba esas tonterías y asentía educadamente. Siempre le había parecido una gran hipérbole, una de esas cosas sin significado que dicen los polis para que el público se entusiasme.
   La impresora seguía trabajando. Tickner ya había visto doce fotos.
   – ¿Cuántas más hay? -preguntó.
   Dorfman miró la pantalla del ordenador.
   – Seis más.
   – ¿Igual que éstas?
   – Más o menos sí. Bueno, es la misma persona.
   Tickner miró las fotografías. Sí, en todas salía la misma persona. Eran todas en blanco y negro, todas tomadas sin conocimiento de la persona, seguramente a bastante distancia y con un zoom.
   Lo de salir de la tumba ya no le parecía tan tonto. Hacía dieciocho meses que Monica Seidman estaba muerta. Su asesino seguía libre. Y ahora que habían perdido toda esperanza, parecía haber vuelto de entre los muertos para señalar con un dedo. Tickner volvió a mirar e intentó comprender.
   El tema de las fotos, la persona a quien señalaba Monica Seidman, era Rachel Mills.
 
   Cuando se toma el lateral de la autopista de peaje de Nueva Jersey hacia el norte, de repente llama la atención el perfil nocturno de Manhattan. Como casi todos los que lo ven a diario, yo no solía darle mayor importancia. Ya no. Pasado un tiempo aún creía ver las Torres. Era como si fueran luces brillantes que había mirado fijamente durante largo tiempo, de modo que incluso con los ojos cerrados, su imagen seguía allí, incrustada. Pero como las manchas solares, la imagen empezaba a desvanecerse. Eso ha cambiado. Cuando hago esta ruta, aún las busco con la mirada. Incluso aquella noche. Pero ahora a veces no recuerdo exactamente dónde estaban las Torres. Y esto me pone más furioso de lo que soy capaz de expresar.
   Por costumbre, tomé el nivel inferior del puente George Washington. A aquella hora no había tráfico. Crucé el Paso E-Z. Había logrado distraerme más o menos. Cambiaba de emisora entre dos programas de tertulia. Una era una emisora de deportes a donde llamaban montones de hombres llamados Vinny de Bayside y se quejaban de entrenadores ineptos y decían cuánto mejor harían ellos su trabajo. La otra emisora tenía a dos plagios de Howard Stern [5] que, más allá de lo pueril, creían que era divertido que un universitario llamara a su madre para decirle que tenía cáncer de testículos. Los dos programas, si no edificantes, eran distraídos.
   Rachel estaba en el maletero, lo cual me ponía nervioso sólo de pensarlo. Cogí el móvil y lo puse en el modo radio. Apreté el botón de llamada y casi instantáneamente oí la voz robótica diciendo:
   – Coge Henry Hudson en dirección al norte.
   Me acerqué el teléfono a la boca, estilo walkie-talkie.
   – De acuerdo.
   – Avísame cuando llegues al Hudson.
   – Entendido.
   Me puse en el carril izquierdo. Conocía el camino. Conocía la zona porque había hecho un curso en el New York Presbyterian, que estaba a unas diez calles al sur. Zia y yo compartíamos piso con un residente de cardiología llamado Lester en el edificio Art Déco del extremo de la avenida Fort Washington, en la parte alta, alta, de Manhattan. Cuando yo vivía allí, esa zona de la ciudad se conocía como el punto más septentrional de Washington Heights. Ahora me he fijado en que los constructores lo han rebautizado como «Hudson Heights» para diferenciarlo, tanto en sustancia como en precio, de sus raíces de clase inferior.
   – Vale, estoy en el Hudson -dije.
   – Sal por la próxima salida.
   – ¿La de Fort Tryon Park?
   – Sí.
   También lo conocía. Fort Tryon flota como una nube por encima del río Hudson. Es un risco escarpado tranquilo y apacible, con Nueva Jersey al oeste y Riverdale-Bronx al este. El parque es una mezcla de terrenos: aceras de piedra dura, fauna de una era pasada, terrazas de piedra, nichos y grietas de cemento y ladrillo, matorrales espesos, pendientes rocosas y claros de hierba. Había pasado muchos días de verano en su césped verde, en pantalones cortos y camiseta, con Zia y varios libros médicos no leídos por compañía. Mi momento favorito era el verano, justo antes de la puesta de sol. El fulgor naranja que baña el parque es casi etéreo.
   Puse los intermitentes y subí por la rampa de salida. No había coches y estaba mal iluminada. El parque estaba cerrado de noche, pero se podía cruzar en automóvil. Mi coche subió por la cuesta y entró en lo que parecía una fortaleza medieval. En medio estaban los Cloisters, un antiguo monasterio casi francés que ahora formaba parte del Metropolitan Museum of Art. Alberga una fabulosa colección de piezas medievales. O eso me han dicho. He estado en el parque un centenar de veces, pero nunca he entrado en los Cloisters.
   Pensé que era un lugar bien pensado para entregar un rescate: oscuro, silencioso, repleto de senderos tortuosos, riscos rocosos, pendientes abruptas, bosques espesos, paseos asfaltados y sin asfaltar. Es fácil perderse. Uno podría esconderse allí mucho tiempo sin que te encontraran.
   – ¿Ya has llegado? -preguntó la voz robótica.
   – Sí, estoy en Fort Tryon.
   – Aparca cerca del café. Baja y camina hasta el círculo.
 
   El maletero era ruidoso y recibía muchas sacudidas. Rachel se había llevado una manta acolchada, pero no podía hacer gran cosa contra el ruido. Llevaba una linterna en la mochila, mas no tenía ningún interés en encenderla. A Rachel nunca le había importado la oscuridad.
   La visión podía distraer. La oscuridad era buena para pensar.
   Intentó mantener el cuerpo relajado, y adaptarse a los baches, y pensó en la actitud de Marc justo antes de salir. El poli que había ido a la casa sin duda le había dicho algo que lo había angustiado. ¿Sobre ella? Seguramente. Se preguntó qué le habría dicho exactamente de ella y cómo debería reaccionar.
   Ahora no tenía importancia. Estaban en camino. Tenía que concentrarse en lo que les esperaba.
   Rachel estaba volviendo a asumir un papel que le era muy familiar. Sentía una punzada. Echaba de menos el FBI. Le había encantado su trabajo. Sí, quizás era lo único que tenía. Era más que un escape, era lo único que disfrutaba. Algunas personas pasaban el horario laboral con ganas de volver a casa y a su vida. Para Rachel, era todo lo contrario.
   Después de tantos años sin verse, había algo que ella y Marc tenían en común. Ambos habían encontrado una profesión que les gustaba. Reflexionó sobre eso. Pensó si podía haber alguna reíación, si sus profesiones se habían convertido en una especie de sustituto del amor verdadero. ¿O aquello era ir demasiado lejos?
   Marc seguía teniendo su trabajo. Ella no. ¿La hacía eso más desesperada?
   No. Él había perdido a su hija. Juego, set, partido.
   En la oscuridad del maletero, se untó la cara de maquillaje negro, el suficiente para tapar los brillos. El coche empezó a subir una cuesta. Ella tenía el equipo empaquetado y a punto.
   Pensó en Hugh Reilly, el muy cabrón.
   Su ruptura con Marc -y todo lo sucedido después- fue culpa suya. Hugh había sido su mejor amigo en la universidad. Le había dicho que era todo lo que quería. Ser su amigo. Sin líos. Entendía que ella tenía novio. ¿Rachel había sido una ingenua o había querido ser ingenua? Los hombres que sólo «quieren ser amigos» lo dicen porque esperan ser el siguiente de la lista, como si la amistad fuera una piscina para practicar la natación antes de lanzarse al mar. Hugh la había llamado a Italia aquella noche con la mejor de las intenciones. «Creo que deberías saberlo -dijo-, como amigo.» Claro. Y luego le contó lo que había hecho Marc en una estúpida fiesta de la fraternidad.
   Sí, ya estaba bien de echarse la culpa a sí misma. Ya estaba bien de echársela a Marc. Hugh Reilly. Si aquel cabrón no se hubiera metido en lo que no le importaba, ¿cómo sería ahora su vida? No podía imaginarlo. Ah, pero ¿en qué se había convertido su vida? Esto era más fácil de responder. Bebía demasiado. Tenía mal genio. El estómago le daba más problemas de la cuenta. Pasaba demasiado tiempo leyendo la guía de la tele. Y no olvidemos la guinda: se había dejado atrapar en una relación autodestructiva y se había librado de ella de la peor manera posible.
   El coche dobló y siguió subiendo, forzando a Rachel a rodar hacia atrás. Poco después, se paró. Rachel levantó la cabeza. Las crueles meditaciones se esfumaron.
   Empezaba el juego.
 
   Desde la antigua torre de vigilancia del fuerte, a unos ochenta metros por encima del río Hudson, Heshy tenía una de las vistas más asombrosas del Jersey Palisades, desde el puente Tappan Zee a la derecha al puente Washington a la izquierda. Incluso se tomó un momento para saborearlo antes de ponerse manos a la obra.
   Como si les hubiera dado la entrada, Seidman cogió la salida del Henry Hudson Parkway. No le seguía nadie. Heshy mantuvo los ojos fijos en la carretera. Ningún coche redujo la marcha. Ningún coche aceleró. Nadie intentaba disimular que lo estaba siguiendo.
   Se dio la vuelta, perdió un momento al coche de vista, y luego volvió a verlo delante de él. Veía a Seidman en el asiento delantero. No había nadie más a la vista. Esto no quería decir nada -podía haber alguien agachado en el asiento trasero-, pero era un buen comienzo.
   Seidman aparcó el coche. Apagó el motor y abrió la puerta. Heshy se acercó el micrófono a la boca.
   – Paveí, ¿estás a punto?
   – Sí.
   – Está solo -dijo, hablando ahora para Lydia-. Adelante.
 
   – Aparca cerca del café. Baja y camina hasta el círculo.
   Yo sabía que el círculo era el Margaret Corbin Circle. Cuando llegué al claro, lo primero que vi, incluso en la oscuridad, fueron los brillantes colores del parque infantil de la avenida Fort Washington en la calle 190. Los colores todavía llaman la atención. Siempre me había gustado el parque, pero aquella noche los amarillos y azules me parecieron un sarcasmo. Pensé en mí como un chico de ciudad. Cuando vivía cerca de allí, me imaginaba que me quedaba a vivir en el barrio -era demasiado sofisticado yo para las edulcoradas afueras- y por supuesto, esto significaría que llevaría a mis hijos a aquel parque. Me lo tomé como un presagio, pero no sabía muy bien de qué.
   – A la izquierda hay una estación de metro -chirrió el teléfono.
   – Vale.
   – Baja por la escalera hasta el ascensor.
   Debería haberlo sospechado. Me metería en el ascensor y luego en el tren A. Sería difícil, si no imposible, que Rachel me siguiera.
   – ¿Estás en las escaleras?
   – Sí.
   – Abajo verás una puerta a la derecha.
   Sabía dónde estaba. Llevaba a un parque más pequeño que estaba abierto los fines de semana. Se había construido aparte como una especie de zona de picnic. Había mesas de ping-pong, aunque tenías que llevar la red y las paletas para jugar. Había bancos y mesas para comer. Los niños lo usaban para sus fiestas de cumpleaños.
   Recordé que la puerta de hierro forjado estaba siempre cerrada.
   – Estoy aquí -dije.
   – Comprueba que no te vea nadie y empuja la puerta. Crúzala y ciérrala en seguida.
   Miré dentro. El parque estaba a oscuras. Se veían farolas a lo lejos, pero sólo iluminaban la zona con una tenue luz difusa. Me pesaba la bolsa de lona. Me la ajusté al hombro. Miré detrás de mí. No había nadie. Miré a la izquierda. Los ascensores del metro estaban parados. Puse la mano sobre la puerta. Habían cortado el cerrojo. Eché otro vistazo rápido a mi alrededor porque eso era lo que me había ordenado la voz robótica.
   Ni rastro de Rachel.
   La puerta chirrió cuando la empujé. El eco resonó en la quietud de la noche. Pasé al otro lado y dejé que la oscuridad me tragara.
 
   Rachel sintió que el coche se balanceaba cuando Marc bajó.
   Se obligó a esperar todo un minuto que parecieron dos horas. Cuando decidió que era seguro, levantó la tapa del maletero un par de centímetros y miró fuera.
   No vio a nadie.
   Rachel llevaba un arma, una Glock 22 semiautomática calibre 40 de los federales, y llevaba también las gafas de visión nocturna, Rigel 3501 de grado militar Gen. 2+. En el bolsillo tenía el Palm Pilot que leía el transmisor del localizador.
   Dudaba de que alguien pudiera verla, pero aun así abrió sólo el maletero lo suficiente para saltar al suelo rodando. Se apretó contra el suelo. Con la mano agarró la semiautomática y las gafas de visión nocturna. Luego cerró el maletero con cuidado.
   Las operaciones sobre el terreno siempre habían sido sus favoritas, o al menos, el entrenamiento. Había habido muy pocas misiones que exigieran aquella clase de exploración de agente secreto. En general, las vigilancias eran pura tecnología. Se hacían con furgonetas, aviones espía y fibras ópticas. Pocas veces tenías que arrastrarte de noche vestida de negro y con la cara sucia de grasa.
   Se acurrucó contra el neumático. A lo lejos, vio a Marc subiendo por el paseo. Se metió la pistola en la funda y se colgó las gafas de visión nocturna del cinturón. Todavía quedaba luz. Todavía no necesitaba gafas.
   Una astilla de luna partía el firmamento. Aquella noche no había estrellas. Más allá, veía que Marc tenía el teléfono cerca de la oreja. Llevaba la bolsa de lona al hombro. Rachel miró a su alrededor y no vio a nadie. ¿Se realizaría allí mismo el pago? No era un mal sitio, si estaba clara la ruta de huida. Empezó a pensar en las posibilidades.
   Fort Tryon era accidentado. El secreto era intentar subir más alto. Empezó a ascender y estaba a punto de avanzar cuando Marc salió del parque.
   Mierda. Tenía que volver a ponerse en movimiento.
   Rachel bajó la pendiente agachada como un comando. La hierba pinchaba y olía a heno, y Rachel pensó que era debido a la reciente sequía. Intentó no perder de vista a Marc, pero lo perdió cuando él salió del recinto del parque. Se arriesgó y se movió más deprisa. En la verja del parque, se escondió detrás de una columna de piedra.
   Marc estaba allí. Pero no por mucho tiempo.
   Otra vez con el teléfono pegado a la oreja, Marc dobló a la izquierda y desapareció por las escaleras que llevaban al tren A.
   Más adelante, Rachel vio a un hombre y a una mujer que paseaban un perro. Podían formar parte del plan o podían ser un hombre y una mujer que paseaban a su perro. Marc seguía fuera de su visión. No tenía tiempo para reflexionar. Se acurrucó juntó a una pared de piedra.
   Apretando la espalda contra la pared, Rachel avanzó hacia las escaleras.
 
   Tickner pensó que Edgar Portman parecía un personaje de una producción de Noel Coward. Llevaba un pijama de seda bajo una bata roja anudada cuidadosamente. En los pies, zapatillas de terciopelo.
   Por otro lado, el aspecto de su hermano, Carson, era de un desaliño natural. Con el pijama arrugado, el pelo despeinado y los ojos inyectados en sangre.
   Ninguno de los dos Portman podía apartar los ojos de las fotografías del CD.
   – Edgar -dijo Carson-. No nos precipitemos.
   – Que no… -Edgar se volvió hacia Tickner-. Le di dinero.
   – Sí, señor -dijo Tickner-. Hace un año y medio. Lo sabemos.
   – No. -Edgar intentó soltar la palabra con rotunda impaciencia, pero no le llegaron las fuerzas-. Quiero decir hace poco. De hecho, hoy.
   Tickner se sentó.
   – ¿Cuánto?
   – Dos millones de dólares. Hubo otra petición de rescate.
   – ¿Por qué no nos llamó?
   – Sí, claro. -Edgar soltó un gemido que era medio risa medio bufido-. Como lo hicieron tan bien la primera vez.
   Tickner sintió que le hervía la sangre.
   – ¿Está diciendo que le dio dos millones de dólares más a su yerno?
   – Esto es exactamente lo que estoy diciendo.
   Carson Portman seguía mirando las fotografías. Edgar miró a su hermano, y luego a Tickner.
   – ¿Mató Seidman a mi hija?
   – Sabes que no -dijo Carson levantándose.
   – No te lo pregunto a ti, Carson.
   Los dos hombres miraron a Tickner, pero éste no se dejó amedrentar.
   – ¿Dice que ha visto a su yerno hoy?
   Si a Edgar le molestó que no contestara a sus preguntas, lo disimuló.
   – Esta mañana temprano -dijo-. En el Memorial Park.
   – La mujer de las fotos. -Tickner se las señaló-. ¿Estaba con él?
   – No.
   – ¿Alguno de los dos la había visto antes?
   Tanto Carson como Edgar contestaron negativamente. Edgar cogió una de las fotografías.
   – ¿Mi hija contrató a un investigador para que hiciera estas fotos?
   – Sí.
   – No lo entiendo. ¿Quién es?
   Tickner, de nuevo, no respondió a la pregunta.
   – ¿La petición de rescate iba dirigida a usted, como la otra vez?
   – Sí.
   – No estoy seguro de entenderlo. ¿Cómo supo que no era un engaño? ¿Cómo supo que estaba tratando con los secuestradores de verdad?
   Carson se encargó de responder.
   – Sí que pensamos que era un engaño -dijo-. Al menos al principio.
   – ¿Y qué les hizo cambiar de idea?
   – Volvieron a mandar cabellos -Carson le explicó rápidamente lo de las pruebas y la petición del doctor Seidman de unas pruebas adicionales.
   – Entonces, ¿le dieron todos los cabellos?
   – Sí, se los dimos -dijo Carson.
   Edgar parecía absorto otra vez en las fotografías.
   – Esta mujer -ladró-. ¿Está Seidman liado con ella?
   – No le puedo responder a esto.
   – ¿Para qué si no habría querido mi hija que le hicieran fotos?
   Sonó un móvil. Tickner se disculpó y se acercó el aparato a la oreja.
   – Bingo -dijo O'Malley.
   – ¿Qué?
   – Hemos localizado el pase de autopista de Seidman. Ha cruzado el puente Washington hace cinco minutos.
 
   Camina por el sendero me dijo la voz robótica.
   Todavía había suficiente luz para ver los primeros escalones. Empecé a bajarlos. La oscuridad fue haciéndose más densa y se cerró a mi alrededor. Empecé a utilizar los pies para tantear el camino, como un ciego con su bastón. No me gustaba nada. No me gustaba nada todo aquello. Volví a pensar en Rachel. ¿Estaría cerca? Intenté seguir el camino. Doblé a la izquierda. Tropecé con los guijarros.
   – Bien -dijo la voz-. Para.
   Me paré. No veía nada delante de mí. Detrás de mí, la calle tenía una luz difusa. A mi derecha había un abismo abrupto. El ambiente olía a parque urbano, a una mezcla de fresco y rancio. Intenté oír algo que me orientara, pero no oí nada más que el lejano zumbido del tráfico.
   – Deja el dinero en el suelo.
   – No -dije-. Quiero ver a mi hija.
   – Deja el dinero.
   – Hicimos un trato. Me dejáis ver a mi hija, os dejo ver el dinero.
   No hubo respuesta. Sentía la sangre en los oídos. Estaba muerto de miedo. No, no me gustaba aquello. Estaba demasiado expuesto. Miré el camino detrás de mí. Todavía podía echar a correr y gritar como un psicópata. El vecindario era más seguro que muchos de Manhattan. Alguien llamaría a la Policía o intentaría ayudar.
   – ¿Doctor Seidman?
   – ¿Sí?
   Y entonces una linterna me iluminó la cara. Parpadeé y levanté una mano para protegerme los ojos. Los entorné, intentando ver más allá. Alguien bajó el haz de luz. Mis ojos se adaptaron rápidamente, pero no había necesidad. El haz estaba recortado por una silueta. No había error posible. Inmediatamente vi lo que se reflejaba.
   Era un hombre. Creo que incluso vi la franela, pero no estoy seguro. Como he dicho, sólo era una silueta. No podía distinguir rasgos ni colores, ni estampados. De modo que podría haberlo imaginado. Pero el resto no. Vi las formas y los perfiles con suficiente claridad para saberlo.
   De pie junto al hombre, cogiéndose a su pierna por encima de la rodilla, había un niño pequeño.
 
   

Capítulo 26

   Lydia deseaba que hubiera más luz. Le habría encantado ver la cara del doctor Seidman en aquel momento. Su deseo de ver su expresión no tenía nada que ver con la crueldad que estaba a punto de cometer. Era curiosidad. Era más profundo que lo de reducir la marcha del coche para ver un accidente propio de la naturaleza humana. Se lo imaginaba. A aquel hombre le habían arrebatado a su hija. Durante un año y medio había estado preguntándose sobre su destino, dándole vueltas en sus noches de insomnio, imaginándose horrores que es mejor dejar en los oscuros abismos del inconsciente.
   Ahora la había visto.
   Sería imposible no querer ver la expresión de su cara.
   Pasaron unos segundos. Era lo que ella quería. Quería alargar la tensión, someterlo a más de lo que un hombre podía soportar, ablandarlo para el golpe final.
   Lydia sacó su Sig-Sauer. La sostuvo con una mano. Mirando por encima del matorral calculó la distancia entre ella y Seidman en unos diez o doce metros. Puso el distorsionador de voz y el teléfono cerca de la boca. Susurró en el receptor. Susurro o grito, no se notaba la diferencia. El distorsionador de voz lo hacía sonar todo igual.
   – Abre la bolsa del dinero.
   Desde su posición, observó al hombre moverse como en trance. Hizo lo que le había ordenado; esta vez sin discutir. Esta vez era ella la que utilizaba la linterna. Le iluminó la cara y luego bajó el haz de luz hacia la bolsa.
   Dinero. Vio los fajos. Asintió para sí misma. Estaban a punto para que se los llevaran.
   – De acuerdo -dijo-. Deja el dinero en el suelo. Avanza despacio por el sendero. Tara te estará esperando.
   Observó cómo el doctor Seidman dejaba la bolsa en el suelo sin dejar de mirar el lugar donde creía que lo esperaba su hija. Sus movimientos eran rígidos, pero era normal teniendo en cuenta que su visión se habría visto afectada por el deslumbramiento. Esto aún lo haría más fácil.
   Lydia quería disparar de cerca. Dos balas seguidas a la cabeza, por si acaso llevaba un chaleco antibalas. Era una buena tiradora. Probablemente acertaría en la cabeza desde allí. Pero quería estar segura. Nada de errores. Que no tuviera posibilidad de huir.
   Seidman avanzó hacia ella. Estaba a unos seis metros. Luego cinco. Cuando lo tuvo a sólo tres metros, Lydia levantó la pistola y apuntó.
 
   Si Marc cogía el metro, Rachel sabía que sería prácticamente imposible seguirle sin que la vieran.
   Rachel corrió hacia el hueco de la escalera. Cuando llegó, miró a la oscuridad de abajo. Marc no estaba. Mierda. Echó un vistazo a su alrededor. Había un rótulo indicando los ascensores que llevaban al tren A. A la derecha había una puerta de hierro cerrada. Nada más.
   Debía de estar en un ascensor bajando al metro.
   ¿Y ahora qué?
   Oyó unos pasos detrás de ella. Con la mano derecha, Rachel se frotó la grasa de la cara, intentando ponerse mínimamente presentable. Con la mano izquierda, se escondió las gafas detrás de la espalda.
   Dos hombres bajaron rápidamente por la escalera. Uno de ellos sonrió. Ella siguió frotándose la cara y le devolvió la sonrisa. Los hombres continuaron bajando y se dirigieron hacia la plataforma del ascensor.
   Rachel sopesó rápidamente sus opciones. Aquellos dos hombres podían ser su tapadera. Podía seguirlos abajo, entrar en el mismo ascensor, salir con ellos, incluso charlar con ellos. ¿Quién sospecharía de ella? Con un poco de suerte el metro de Marc todavía no habría llegado. En caso contrario… bueno, no valía la pena pensar negativamente.
   Rachel iba a seguir a los hombres cuando algo la obligó a detenerse. La puerta de hierro forjado. La que había visto a la derecha. Estaba cerrada. El rótulo decía: abierto sólo fines de semana y festivos.
   Pero a través de la espesura vio el haz de una linterna.
   Se acercó. Intentó mirar a través de la reja, pero sólo pudo ver el haz de luz. Los matorrales eran demasiado densos. A su izquierda, oyó el timbre del ascensor. Las puertas se abrieron. Los hombres entraron. No había tiempo de sacar el Palm Pilot y comprobar el SPG. Además, el ascensor y el haz de la linterna estaban demasiado cerca. Sería difícil discernir la diferencia.
   El hombre que le había sonreído puso la mano en la puerta para retener el ascensor. Rachel estaba indecisa.
   El haz de la linterna se apagó.
   – ¿Baja? -preguntó el hombre.
   Rachel esperó a ver si volvía la luz. No la vio. Negó la cabeza.
   – No, gracias.
   Rachel volvió a subir rápidamente por la escalera, intentando encontrar un lugar oscuro. Tenía que ser oscuro para que las gafas funcionaran. Las Rigels venían con un sistema de sensores incorporado que las protegía de las luces brillantes, pero Rachel había notado que cuantas menos luces artificiales, mejor. Una vez en la calle, miró hacia el parque. Bien, la posición era bastante buena, pero seguía habiendo demasiada luz en la calle.
   Se movió junto a un cobertizo de piedra que albergaba los ascensores. A la izquierda, había un lugar que -si se apretaba contra la pared- le ofrecería una oscuridad total. Perfecto. Los árboles y los matorrales seguían siendo demasiado espesos para tener una visión clara. Pero tendría que conformarse.
   Teóricamente sus gafas eran ligeras, pero las sentía demasiado pesadas. Debería haber comprado un modelo de las que se pueden sostener delante de la cara como unos prismáticos. La mayoría tenía aquella prestación. Este modelo no la tenía. No podías sostenerlas delante de la cara. Tenías que ponértelas como una máscara. Sin embargo, la ventaja era evidente: si te las ponías como una máscara, tenías las manos libres.
   Mientras se las pasaba por la cabeza, reapareció el haz de la linterna. Rachel intentó seguirlo, descubrir de donde procedía. Le parecía que era un lugar diferente cada vez. Ahora a la derecha. Más cerca.
   Y entonces, antes de que pudiera situarlo, el haz de luz había desaparecido.
   Fijó los ojos en el punto de donde creía que había procedido la luz. Oscuridad. Estaba muy oscuro ya. Sin dejar de mirar hacia allí, acabó de ponerse las gafas. Las gafas de visión nocturna no son mágicas. No es que puedas ver con ellas en la oscuridad. La óptica de visión nocturna funciona intensificando la luz existente, incluso las cantidades insignificantes. Pero es que allí apenas había. Esto solía ser un problema, pero ahora las marcas incorporaban un iluminador de infrarrojos. El iluminador proyectaba un haz de luz infrarroja que no era visible para el ojo humano.
   Pero era visible para las gafas de visión nocturna.
   Rachel encendió el iluminador. La noche se volvió de color verde. No miraba a través de una lente, sino de una pantalla de fósforo, no muy diferente de las de los televisores. El ocular magnificaba el cuadro -de hecho veías un cuadro, no el lugar real- y el cuadro era verde, porque el ojo humano puede diferenciar más tonalidades de verde que de ningún otro color fósforo. Rachel miró.
   Encontró algo.
   La visión era brumosa, pero a Rachel le pareció que era una mujer menuda. La mujer parecía estar agazapada detrás de un matorral. Sostenía algo cerca de la boca. Quizás un teléfono. La visión periférica es prácticamente inexistente con ese tipo de gafas, aunque aquéllas aseguraban que ofrecían un ángulo de treinta y siete grados. Tuvo que volver la cabeza a la derecha, y allí, dejando la bolsa de lona con los dos millones de dólares dentro, estaba Marc.
   Marc empezó a caminar hacia la mujer. Sus pasos eran cortos, seguramente debido a que tropezaba con los guijarros en la oscuridad.
   Rachel volvió la cabeza hacia la mujer, luego hacia Marc, y otra vez hacia la mujer. Marc se acercaba, estaba cada vez más cerca. La mujer seguía agazapada, escondida. Era imposible que Marc pudiera verla. Rachel frunció el entrecejo y se preguntó qué diablos sucedía.
   Entonces la mujer levantó el brazo.
   Era difícil ver con claridad -había árboles y ramas en medio- pero la mujer parecía estar apuntando a Marc con el dedo. Ya no estaban lejos. Rachel forzó la vista ante la pantalla que tenía delante de la cara. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que la mujer no estaba señalando con el dedo. La imagen era demasiado grande para ser una mano.
   Era un arma. La mujer apuntaba a la cabeza de Marc con un arma.
   Una sombra pasó ante la visión de Rachel. Saltó hacia atrás sobresaltada, y abrió la boca para gritar un aviso, cuando una mano como un guante de béisbol le tapó la cara y apagó cualquier sonido.
 
   Tickner y Regan se encontraron en el peaje de Nueva Jersey. Conducía Tickner. Regan iba sentado a su lado, tocándose la cara.
   Tickner negó con la cabeza.
   – Cómo es posible que todavía lleve esa perilla.
   – ¿No le gusta?
   – ¿Se cree que es Enrique Iglesias?
   – ¿Quién?
   – Eso digo yo.
   – ¿Qué tiene de malo la perilla?
   – Es como llevar una camiseta que diga «Tuve una crisis de mediana edad en 1998».
   Regan lo consideró.
   – Sí, bueno, tiene razón. Ahora que lo dice, ¿esas gafas que lleva siempre son obligatorias en el FBI?
   – Van bien para ligar. -Tickner sonrió.
   – Sí, con eso y la porra aturdidora. -Regan se removió en el asiento-. ¿Lloyd?
   – Sí.
   – No sé si lo he entendido.
   Ya no hablaban de gafas ni de pelos faciales.
   – No tenemos todas las piezas -dijo Tickner.
   – Pero ¿nos estamos acercando?
   – Sí, seguro.
   – Vamos a repasarlo, por favor.
   Tickner asintió con la cabeza.
   – Primero, si la prueba de ADN que pidió Edgar Portman es correcta, la niña sigue viva.
   – Lo cual es rarísimo.
   – Mucho. Pero explica muchas cosas. ¿Quién iba a mantener con vida a un niño secuestrado si no?
   – Su padre -dijo Regan.
   – ¿Y de quién era el arma que desapareció misteriosamente de la escena del crimen?
   – De su padre.
   Tickner simuló un arma con el dedo índice y el pulgar, apuntando a Regan, y apretó el gatillo.
   – Acertó.
   – ¿Y dónde habrá estado la niña todo este tiempo? -preguntó Regan.
   – Escondida.
   – Ah, vaya, gracias.
   – No, piénselo bien. Hemos vigilado a Seidman. Le hemos vigilado estrechamente. Él lo sabe. Entonces, ¿quién sería la mejor persona para esconder a la niña?
   Regan vio adonde iba a parar.
   – La amiga que no conocíamos.
   – Más que eso, una amiga que había trabajado para los federales. Una amiga que sabía cómo trabajamos. Cómo hacer la entrega del rescate. Cómo esconder a un niño. Alguien que conocería a la hermana de Seidman, Stacy, y podría hacerla colaborar.
   Regan reflexionó.
   – De acuerdo, pongamos que me lo creo. Cometen el crimen. Consiguen dos millones de dólares y a la niña. ¿Y entonces qué? ¿Esperan dieciocho meses a que llegue la hora propicia? ¿Deciden que necesitan más dinero? ¿Qué?
   – Necesitan evitar levantar sospechas. Quizá querían que se resolviera el testamento de la esposa. Quizá necesitaban dos millones de dólares más para huir, no lo sé.
   Regan frunció el entrecejo.
   – Seguimos intentando evitar el mismo punto.
   – ¿Cuál?
   – Si Seidman estaba detrás de todo, ¿como es que casi lo matan? Aquello no era una herida para «que parezca que me han agredido». Le dispararon a matar. Los enfermeros creyeron que había muerto cuando llegaron. Vaya, para nosotros fue un doble homicidio durante diez días.
   Tickner asintió con la cabeza.
   – Es un problema.
   – Y aún más, ¿adonde demonios se dirige ahora mismo? A ver, ¿para qué cruza el puente Washington? ¿Cree que ha decidido que es el momento oportuno para huir con dos millones de dólares?
   – Podría ser.
   – ¿Si estuviera huyendo utilizaría su pase para pagar el peaje?
   – No, pero a lo mejor no sabe lo fácil que es de localizar.
   – Vamos, todo el mundo sabe lo fácil que es de localizar. Te llega la factura por correo y pone a qué hora pasaste por el peaje. Y aunque fuera lo bastante tonto para olvidarlo, su agente federal, Rachel como se llame, no lo es.
   – Rachel Mills. -Tickner asintió lentamente con la cabeza-. Tiene razón, la verdad.
   – Gracias.
   – ¿Qué conclusiones podemos extraer, pues?
   – Qué no tenemos ni puñetera idea de lo que está pasando -dijo Regan.
   Tickner sonrió.
   – Es agradable sentirse otra vez en casa -dijo.
   Sonó el móvil y Tickner lo cogió. Era O'Malley.
   – ¿Dónde está? -preguntó O'Malley.
   – A un par de kilómetros del puente Washington -dijo Tickner.
   – Acelere.
   – ¿Por qué? ¿Qué pasa?
   – La Policía de Nueva York ha localizado el coche de Seidman -dijo O'Malley-. Está aparcado en Fort Tryon Park, a un kilómetro y medio o quizá dos del puente.
   – Lo conozco -dijo Tickner-. Llegaremos en menos de cinco minutos.
 
   Heshy había pensado que todo iba demasiado bien.
   Había observado al doctor Seidman bajando del coche. Había esperado. No había salido nadie más de él. Había empezado a bajar por la escalera de la torre del viejo fuerte.
   Y entonces fue cuando vio a la mujer.
   Se paró, observando cómo bajaba hacia los ascensores del metro. Había dos hombres con ella. Aquello no era sospechoso. Pero entonces, cuando la mujer volvió a salir corriendo y sola, bueno, aquello lo cambió todo.
   A partir de entonces la vigiló de cerca. Cuando ella entró en la oscuridad, Heshy empezó a acercársele sigilosamente.
   Heshy sabía que su aspecto intimidaba. También sabía que parte de los circuitos de su cerebro no estaban conectados de una forma normal. No le importaba mucho cuál era la parte problemática de la conexión. Algunos dirían que Heshy era un puro demonio. Había matado a dieciséis personas en su vida, a catorce de ellas lentamente. Había dejado con vida a seis hombres y todavía se arrepentía de ello.
   Teóricamente, las personas como Heshy no entendían lo que hacían. El dolor de los demás no les alcanzaba. Aquello no era cierto. El dolor de sus víctimas no era algo distante para él. Sabía lo que era el dolor. Y entendía el amor. Amaba a Lydia. La amaba de un modo que muchas personas no podrían ni imaginar. Mataría por ella. Moriría por ella. Mucha gente dice lo mismo de sus personas amadas; pero, a ver, ¿cuántos estarían dispuestos a ponerse a prueba?
   La mujer en la sombra llevaba unos prismáticos pegados a la cara. Gafas de visión nocturna. Heshy las había visto en las noticias. Los soldados las llevaban en las batallas. Que las llevara no significaba necesariamente que fuera poli. Los artilugios armamentísticos y militares podían encontrarse en Internet si se estaba dispuesto a pagar. Heshy la observó. Poli o no, si las gafas funciona ban, aquella mujer sería testigo del crimen que iba a cometer Lydia.
   Por lo tanto tenía que ser silenciada.
   Cerró la puerta lentamente. Quería oír si estaba hablando con alguien, si tenía alguna especie de radio conectada a otras unidades. Pero la mujer estaba callada. Bien. Puede que estuviera sola de verdad.
   Estaba a un par de metros de ella cuando vio que su cuerpo se ponía rígido. La mujer soltó un pequeño bufido. Y Heshy supo que había llegado el momento de hacerla callar.
   Se abalanzó sobre ella, moviéndose con una gracia que desmentía su corpulencia. Le puso una mano delante de la cara y la apretó sobre la boca. Era una mano bastante grande para taparle también la nariz. Le cortó el suministro de aire. Con la mano libre, le agarró la nuca. Unió las dos manos.
   Y entonces, con las dos manos firmemente apretadas en la cabeza de la mujer, Heshy la levantó del suelo.
 
   

Capítulo 27

   Un sonido hizo que me detuviera. Me volví a la derecha. Creía haber oído algo arriba, cerca del nivel de la calle. Intenté ver, pero mis ojos todavía sufrían por la agresión de la linterna. Los árboles también me cortaban la visión. Esperé para ver si oía que alguien me seguía. Nada. Ya no se oía nada. Tampoco era importante de todos modos. Tara me esperaba al final del camino. Lo demás era superfluo, sólo eso importaba.
   «Concéntrate -pensé-. Tara, al final del camino.» Todo lo demás era ajeno.
   Me puse a caminar otra vez, sin mirar siquiera atrás para comprobar qué había sido de la bolsa de lona con los dos millones de dólares. Excepto Tara, todo era irrelevante. Intenté evocar de nuevo la imagen en sombras, la silueta que había visto a la luz de la linterna. Seguí adelante. Mi hija. Podía estar allí, a escasos pasos del sendero por donde yo caminaba. Me habían dado una segunda oportunidad. Concéntrate en esto. Compartimenta. No dejes que nada te detenga.
   Seguí bajando por el sendero.
 
   Mientras estaba en la Agencia Federal de Investigación, Rachel había sido entrenada para utilizar armas y combatir cuerpo a cuerpo. Había aprendido mucho en sus cuatro meses en Quantico. Sabía que las peleas no tenían nada que ver con lo que se veía en la tele. Por ejemplo, nadie se dedicaba a dar saltos para pegar patadas en la cara. Nadie intentaría nada que supusiera dar la espalda al oponente, ni girar, ni brincar… nada de eso.
   El combate cuerpo a cuerpo podía resolverse con bastante sencillez.
   Había que buscar las partes vulnerables del cuerpo. La nariz era una porque normalmente provocaba que los ojos del oponente se llenaran de lágrimas. Los ojos, por supuesto. La garganta también era buena; cualquiera que haya sido atacado en ese punto sabe con que facilidad puede anular tu voluntad de luchar. La ingle, también, evidentemente. Eso siempre se dice. Sin embargo, alcanzar la ingle es difícil, probablemente porque los hombres tienden a defenderla. Normalmente es más útil utilizada como distracción. Hacer creer que apuntas allí y en realidad atacar un punto más expuesto y más vulnerable.
   Había otras zonas: el plexo solar, el empeine, la rodilla. Pero todas estas técnicas tenían un problema. En las películas, un opositor pequeño podía vencer a uno mayor. En realidad, esto es posible, pero cuando una mujer es tan pequeña como Rachel y el hombre es tan grande como su agresor en aquel momento, las posibilidades de que ella salga vencedora son mínimas. Si el agresor sabe lo que hace, son más bien inexistentes.
   El otro problema para las mujeres es que las peleas nunca son como en las películas. Pensemos en cualquier altercado de los que hemos presenciado en un bar o en un acontecimiento deportivo o incluso en un parque infantil. La pelea suele acabar luchando a brazo partido en el suelo. En la tele o en un ring de boxeo, es diferente. Las personas se ponen de pie y se pegan. En la vida real, uno de los dos cae y agarra al otro y los dos caen al suelo y pelean. Por mucho entrenamiento que tuviera, si la lucha alcanzaba ese estadio, Rachel nunca podría derrotar a su agresor.
   Finalmente, aunque Rachel había practicado y se había entrenado y había simulado situaciones peligrosas -Quantico llegaba incluso a tener una «ciudad simulada» para este objetivo- nunca se había visto envuelta en un altercado físico real. No estaba preparada para el pánico puro, para el desagradable hormigueo y entumecimiento de las piernas, para la forma en que la adrenalina mezclada con el miedo mina tu fortaleza.
   Rachel no podía respirar. Sentía aquella mano en la boca y, fuera de su elemento, reaccionó mal. En lugar de patalear inmediatamente hacia atrás -intentando alcanzarle en la rodilla o el empeine- Rachel se movió por instinto e intentó liberarse de la zarpa con ambas manos. No dio resultado.
   En cuestión de segundos, el hombre le puso la otra mano en la nuca, agarrándole el cráneo como un torno. Sentía que los dedos se le hundían en las encías, le oprimían los dientes. Aquellas manos parecían tan fuertes que Rachel estaba segura de que podrían aplastarle el cráneo como una cascara de huevo. No lo hizo. En lugar de eso tiró violentamente de ella hacia arriba. El cuello se llevó la peor parte. Fue como si le arrancaran la cabeza. La mano que le apretaba la boca y la nariz le cortó eficazmente el suministro de aire. El hombre la levantó más. Los pies de ella se separaron del suelo. Ella le agarró las muñecas e intentó subir para disminuir la tensión del cuello.
   Pero seguía sin poder respirar.
   Los oídos le rugían. Los pulmones le ardían. Pataleó. Le alcanzó, con unos golpes tan débiles e impotentes que él no se molestó en bloquearlos. Su cara estaba ahora cerca de la de ella. Rachel podía olerle el aliento. Sus gafas de visión nocturna se habían torcido, pero no del todo y le bloqueaban la visión.
   La presión en la cabeza era violenta. Intentando recordar su entrenamiento, Rachel clavó las uñas en el punto de presión de su mano, debajo del pulgar. Sin resultado. Pataleó más fuerte. Nada. Necesitaba respirar. Se sentía como un pez en un sedal, debatiéndose, muriendo. El pánico se apoderó de ella.
   La pistola.
   La podía coger. Si podía controlarse el tiempo suficiente para armarse de valor, podría meter la mano en el bolsillo, sacar la pistola y disparar. Era su única posibilidad. Su cerebro se estaba poniendo grogui. La conciencia empezaba a menguar.
   Con el cráneo a punto de explotar, Rachel soltó la mano izquierda. Tenía el cuello tan tenso, que estaba segura de que se le iba a partir como una goma elástica. Su mano encontró la funda. Tocó el arma con los dedos.
   Pero el hombre vio lo que estaba haciendo. Con Rachel todavía colgando como una muñeca de trapo, le clavó un rodillazo en los ríñones. El dolor explotó como un centelleo rojo. Los ojos se le pusieron en blanco. Pero Rachel no abandonó. Siguió buscando el arma. El hombre no tenía elección. La dejó en el suelo.
   Aire.
   Finalmente se había abierto su vía respiratoria. Intentó no respirar con ansiedad, pero los pulmones tenían otra idea. No podía parar.
   Sin embargo, su alivio fue breve. Con una mano, el hombre le impidió que sacara la pistola. Con la otra, le pegó un golpe seco en el cuello. Rachel se ahogó y cayó. El hombre cogió el arma y la tiró lejos. Se lanzó encima de ella. El poco aire que había respirado Rachel ya se había acabado. Él se montó a horcajadas sobre ella y le acercó las manos al cuello.
   Fue entonces cuando el coche de policía pasó a toda velocidad.
   El hombre se incorporó de golpe. Rachel intentó aprovechar la ventaja, pero él era demasiado corpulento. Agarró un móvil que llevaba en el bolsillo y se lo acercó a la boca. En un fuerte susurro, dijo:
   – ¡Abortad! ¡Polis!
   Rachel intentó apartarse, intentó hacer algo. Pero no había nada que hacer. Levantó la mirada a tiempo para ver cómo el hombre cerraba el puño. Lo lanzó contra ella. Rachel intentó apartarse. Pero no había lugar adonde ir.
   El golpe empujó su cabeza contra el suelo de piedra. Y entonces se hizo la oscuridad.
 
   Cuando Marc pasó por su lado, Lydia salió de detrás del matorral con el arma levantada. Le apuntaba detrás de la cabeza y tenía el dedo en el gatillo. El «¡Abortad! ¡Polis!» en el oído la sobresaltó tanto que casi apretó el gatillo. Pero su mente trabajó deprisa. Seidman seguía caminando por el sendero. Lydia lo vio todo. Lo vio con claridad. Soltó el arma. Sin arma, no había prueba de ningún delito. El arma no podría nunca vincularse a ella mientras no la llevara encima. Como casi todas las armas, era imposible de identificar. Llevaba guantes, por supuesto, de modo que no habría huellas.
   Pero -su mente seguía trabajando deprisa- ¿qué le impedía apoderarse del dinero?
   Ella era sólo una ciudadana que paseaba por el parque. Podía encontrarse la bolsa de lona, ¿no? Si la pillaban con ella, bueno, sería una buena samaritana y basta. Pensaba entregar la bolsa a la Policía. No era ningún delito. No había riesgo.
   No lo había cuando se tenía en cuenta que había dos millones de dólares dentro.
   Su mente sopesó rápidamente los pros y los contras. En el fondo era sencillo. Cogía el dinero. Si la pillaban con él, ¿y qué? No había nada absolutamente que la vinculara a aquel crimen. Había tirado el arma. Había tirado el móvil. Claro que alguien podía encontrarlos. Pero no les conduciría ni a ella ni a Heshy.
   Oyó un ruido. Marc Seidman, que había estado a unos cuatro metros de ella, echó a correr. Bueno, que corriera. Lydia fue hacia el dinero. Heshy apareció por la esquina. Ella siguió hacia él. Sin dudar, Lydia recogió la bolsa.
   A continuación Lydia y Heshy siguieron por el camino y desaparecieron en la noche.
 
   Continué avanzando a trompicones. Los ojos empezaban a acostumbrarse, pero todavía les faltaban varios minutos para ser útiles de verdad. El sendero descendía. Estaba lleno de guijarros. Intenté no tropezar. El camino se hizo más escarpado, y me dejé llevar por el impulso para poder moverme mejor sin que pareciera que corría.
   A mi derecha, veía el abrupto risco que dominaba el parque. El Bronx. A lo lejos se veían luces parpadeantes.
   Oí el grito de un niño.
   Me paré. No fue muy fuerte, pero el sonido era inequívocamente el de un niño pequeño. Oí un crujido. El niño volvió a gritar. Ahora más lejos. No oí más crujidos, pero sí unos pasos firmes sobre el cemento. Alguien corría. Corría con un niño. Alejándose de mí. No.
   Eché a correr. Las luces lejanas ofrecían suficiente iluminación para que pudiera seguir el sendero. Delante de mí, vi la cadena de eslabones metálicos. Siempre había estado cerrada. Cuando llegué a ella, vi que alguien la había cortado con unas tenazas. La pasé y volví al camino. Miré hacia mi izquierda, por donde se entraba al parque.
   Nadie.
   Maldita sea, ¿qué demonios había ido mal? Intenté pensar con racionalidad. Concentrarme. Bien, si fuese yo quien huyese, ¿por dónde me habría marchado? Simple. Yo doblaría a la derecha. Los senderos eran oscuros, tortuosos. Era fácil esconderse en la espesura. Éste sería el camino que yo tomaría si fuera un secuestrador. Me paré sólo un instante, esperando oír algún sonido infantil. Pero sólo oí a alguien que decía «¡Eh!» con sincera sorpresa.
   Incliné la cabeza. El sonido había procedido de mi derecha. Bien. Eché a correr otra vez, buscando la camisa de franela en el horizonte. Nada. Seguí descendiendo por la colina. Perdí pie y casi caí rodando por la pendiente. De la época que había vivido en el barrio, sabía que los indigentes se refugiaban a los lados del camino en recovecos de la colina, demasiado inclinados para los paseantes. Se construían chozas con ramas y desechos. De vez en cuando, se oía un crujido demasiado fuerte para que fuera una ardilla. A veces salía un indigente y no se sabía de dónde: el pelo largo, la barba enmarañada, desprendiendo olas pestilentes. No lejos de allí había un lugar donde la prostitución masculina se ofrecía a los hombres de negocios que bajaban del tren A. Yo solía correr por aquella zona a última hora de la tarde. A menudo el paseo estaba salpicado de envoltorios de preservativos.
   Seguí corriendo, intentando mantener los oídos abiertos. Llegué a un cruce en el camino. Maldita sea. De nuevo me pregunté: ¿cuál de los dos caminos era el más tortuoso? No lo sabía. Estaba a punto de doblar a la derecha otra vez cuando oí un ruido.
   Un crujido en los matorrales.
   Sin pensar, me abalancé sobre ellos. Eran dos hombres. Uno con traje. Otro mucho más joven y con vaqueros, que estaba de rodillas. El del traje pegó un grito. Yo no me arredré. Porque había oído la voz del hombre antes. Hacía unos segundos.
   Era el que había gritado: «¡Eh!».
   – ¿Han visto pasar a un hombre con una niña pequeña?
   – Largúese…
   Avancé y le abofeteé.
   – ¿Los ha visto?
   Se quedó más asombrado que ofendido. Señaló a la izquierda.
   – Se fueron por allí. Llevaba al crío en brazos.
   Volví al camino de un salto. Vale, bien. Volvían otra vez hacia los jardines. Si seguían por allí, no saldrían muy lejos de donde yo había aparcado. Me puse a correr otra vez, balanceando los brazos. Pasé junto a los chaperos, sentados con la espalda contra la pared. Uno de ellos me miró -llevaba un pañuelo azul en la cabeza- e inclinó la cabeza apuntándome el camino. Le di las gracias con una inclinación de cabeza. Seguí corriendo. A lo lejos, veía las luces del parque. Y allí, cruzando por delante del farol, capté una imagen fugaz de la camisa de franela con Tara en brazos.
   – ¡Deténgase! -grité-. ¡Que alguien lo detenga!
   Pero habían desaparecido.
   Tragué saliva y empecé a subir por el camino, sin dejar de pedir ayuda. Nadie reaccionó ni gritó. Cuando llegué a la barandilla donde los enamorados a menudo contemplan la vista hacia el este, volví a ver la camisa de franela. Estaba saltando la pared hacia el bosque. Empecé a seguirle, pero cuando iba a doblar la esquina oí que alguien gritaba:
   – ¡Alto!
   Miré detrás de mí. Era un poli. Tenía el arma en la mano.
   – ¡Alto!
   – ¡Tiene a mi hija! ¡Por allí!
   – ¿Doctor Seidman?
   La voz familiar procedía de mi derecha. Era Regan.
   ¿Qué pasaba?
   – Venga, sígame.
   – ¿Dónde está el dinero, doctor Seidman?
   – ¿Es que no lo entiende? -dije-. Acaban de saltar la pared.
   – ¿Quién?
   Vi por dónde iban los tiros. Dos policías me apuntaban con el arma. Regan me miraba con los brazos cruzados. Tickner apareció detrás de él.
   – Ya hablaremos, ¿de acuerdo?
   Ni hablar. No me dispararían. Y si me disparaban, me daba lo mismo. O sea que me puse a correr. Ellos me siguieron. Los polis eran jóvenes y sin duda estaban en forma. Pero yo tenía algo a mi favor. Estaba enloquecido. Salté la valla y caí por la pendiente. Los polis me siguieron, pero se movían con más tiento, con la normal prudencia humana.
   – ¡Alto! -volvió a gritar.
   Yo respiraba demasiado aprisa para poder gritar más explicaciones. Quería que siguieran conmigo, pero no quería que me atraparan.
   Me acurruqué y rodé colina abajo. Se me pegó la hierba al cuerpo y al pelo. Levanté mucho polvo. Sofoqué una tos. Cuando estaba cobrando velocidad, mi caja torácica tropezó con el tronco de un árbol. Oí un ruido sordo. Resoplé, y casi se me cortó la respiración, pero resistí. Me deslicé a un lado, y llegué al sendero. Las linternas de los polis me perseguían. Los tenía a la vista, pero a suficiente distancia. Perfecto.
   Una vez en el camino, ojeé a derecha y a izquierda. Ninguna señal de la camisa o de Tara. De nuevo intenté imaginarme qué camino habría tomado. No se me ocurrió nada. Me paré. Los policías se acercaban más.
   – ¡Alto! -gritó de nuevo el policía.
   Cincuenta por ciento de posibilidades.
   Estaba a punto de tirar a la izquierda, de volver a meterme en la oscuridad, cuando vi al joven con el pañuelo azul, el que me había indicado antes el camino. Esta vez negó con la cabeza y señaló por detrás de mí.
   – Gracias -dije.
   Puede que me contestara algo, pero yo ya corría de nuevo. Tiré en línea recta y crucé la misma verja metálica que había traspasado antes. Oí pasos, pero estaban muy lejos. Miré hacia arriba y de nuevo vi la camisa de franela. Estaba de pie cerca de las luces de las escaleras del metro. Parecía que intentara recuperar el aliento.
   Corrí más deprisa.
   Él hizo lo mismo.
   Nos separaban unos cincuenta metros. Pero él cargaba con un niño. Podría ganarle terreno. Me puse a correr. El mismo poli gritó: «¡Deténgase!», supongo que para variar. Yo esperaba fervientemente que no decidieran disparar.
   – ¡Está en la calle! -grité-. Tiene a mi hija.
   No sé si me escuchaban o no. Llegué a los escalones y los bajé de tres en tres. Volvía a estar fuera del parque, en la avenida Washington, a la altura de Margaret Corbin Circle. Miré hacia el parque infantil. Ningún movimiento. Miré hacia la avenida Fort Washington y capté a alguien corriendo cerca del Instituto Mother Cabrini, junto a la capilla.
   Por la cabeza pasan cosas raras. La capilla Cabrini era uno de los lugares más surrealistas de Manhattan. Zia me llevó una vez a rastras a una misa para que viera por qué la capilla era una atracción turística. Lo comprendí inmediatamente. La madre Cabrini murió en 1901, pero su cuerpo embalsamado se conserva en lo que parece un bloque de metacrilato. Esto es el altar. El sacerdote celebra la misa sobre su cuerpo-altar. No, no me lo invento. El mismo tipo que embalsamó a Lenin en Rusia trabajó con la madre Cabrini. La capilla está abierta al público. Hasta tiene su tienda de regalos.
   Me pesaban las piernas, pero seguí corriendo. Ya no oía a los policías. Miré rápidamente hacia atrás. Las linternas estaban lejos.
   – ¡Por allí! -grité-. En el Instituto Cabrini.
   Me puse a correr otra vez. Llegué a la entrada de la capilla. Estaba cerrada. No había señales de la camisa de franela por ninguna parte. Eché un vistazo a mi alrededor, con los ojos muy abiertos, presa del pánico. Los había perdido. Habían desaparecido.
   – ¡Por aquí! -grité, con la esperanza de que los policías o Rachel me oyeran.
   Pero tenía el corazón en un puño. Mi oportunidad. Mi hija había vuelto a desaparecer. Sentía un peso en el pecho. Y entonces fue cuando oí que se ponía en marcha un coche.
   Volví mi cabeza rápidamente a la derecha. Escudriñé la calle y eché a correr. Un coche empezó a moverse. Estaba a unos diez metros de distancia. Un Honda Accord. Memoricé la matrícula, a pesar de estar convencido de que sería inútil. El conductor intentaba maniobrar para salir del aparcamiento. No veía quién era. Pero no pensaba arriesgarme.
   El Honda acababa de apartarse del parachoques del coche de delante y estaba a punto de salir cuando agarré el mango de la puerta del conductor. Por fin un poco de suerte: no había puesto el seguro. No había tenido tiempo, supongo, porque tenía demasiada prisa.
   Pasaron un montón de cosas en un período muy breve de tiempo. Mientras abría la puerta, pude ver a través de la ventanilla. Era sin duda el hombre de la camisa de franela. Reaccionó con rapidez. Agarró la puerta e intentó mantenerla cerrada. Yo tiré con más fuerza. La puerta se abrió con un crujido. Él apretó el acelerador.
   Intenté correr junto al coche, como se ve en las películas. El problema es que los coches corren más que las personas. Se oyen historias sobre personas que sacan una extraordinaria fortaleza en ciertas circunstancias, sobre hombres normales que levantan coches del suelo para rescatar a sus seres queridos. A mí estas historias me dan risa. Probablemente a todos.
   No voy a decir que levantara un coche. Pero sí que aguanté. Introduje los dedos y los apreté alrededor de la separación de la puerta delantera y trasera. Utilicé las dos manos y convertí mis dedos en tornos. No pensaba soltarme. Pasara lo que pasara.
   Si resisto, mi hija vive. Si me suelto, mi hija muere.
   Olvídate de concentrarte. Olvídate de compartimentar. Esta idea, esta ecuación, era tan sencilla como respirar.
   El hombre de la camisa de franela apretó el gas a fondo. El coche estaba cobrando velocidad. Los pies se me levantaron del suelo, pero no tenía dónde apoyarlos. Se metieron por debajo de la puerta trasera y golpearon con fuerza contra el suelo. Sentí que el pavimento me pelaba la piel de los tobillos. Intenté recuperar el equilibrio. No había forma. El dolor era tremendo, pero irrelevante. Aguanté.
   El status quo, lo sabía, iba en mi contra. No podría aguantar mucho, por más que me lo propusiera. Tenía que hacer algo. Intenté meterme dentro del coche, pero no tenía bastante fuerza. Me dejé arrastrar un momento y volví a intentar saltar dentro. Mi cuerpo quedó en horizontal, paralelo al suelo. Extendí el cuerpo. Mi pierna derecha se levantó y se agarró a algo. La antena que había encima del coche. ¿Me aguantaría con esto? No lo creía. Tenía la cara apretada contra la ventana de atrás. Vi la sillita en el asiento. Estaba vacía.
   Volví a ser presa del pánico. Sentía que las manos me resbalaban. Sólo habíamos recorrido unos veinte o treinta metros. Con la cara contra el cristal, la nariz golpeando contra la ventana, el cuerpo y la cara magullados y arañados, miré al niño del asiento delantero y una verdad punzante me hizo soltar las manos de la ventana del coche.
   Repito que la cabeza funciona de una forma rara. Mi primer pensamiento fue clásicamente médico: el niño debería estar sentado atrás. El Honda Accord lleva airbag en el asiento del pasajero. Ningún niño de menos de doce años debería sentarse jamás delante. Además los niños pequeños deben ir sentados en una silla homologada. De hecho, era lo que marcaba la ley. Sin silla y delante… era doblemente peligroso.
   Pensamientos absurdos. O quizá naturales. En cualquier caso, no fue ésta la idea que hizo que me soltara.
   El hombre de la camisa de franela giró el volante a la derecha. Oí chirriar los neumáticos. El coche dio la vuelta, y mis dedos resbalaron. Ya no tenía agarre. Salí volando. Mi cuerpo cayó de mala manera, y resbaló por el asfalto como una piedra. Oí sirenas de la Policía detrás de mí. Pensé que seguirían al Honda Accord. Pero me daba igual. Sólo había tenido una visión fugaz. Pero había sido suficiente para saber la verdad.
   El niño del coche no era mi hija.
 
   

Capítulo 28

   Estaba otra vez en el hospital, esta vez el New York Presbyterian, mi antiguo territorio. Todavía no me habían hecho radiografías, pero yo estaba bastante seguro de que me encontrarían una costilla rota. No se podía hacer nada, aparte de tomar analgésicos. Me dolería. No pasaba nada. Estaba bastante magullado. Tenía una herida en la pierna derecha que parecía del ataque de un tiburón. Tenía los dos codos pelados. Nada de esto era importante.
   Lenny llegó en un tiempo récord. Lo quería a mi lado porque no estaba muy seguro de cómo manejar la situación. Primero, casi me convencí de que había cometido un error. Un niño cambia, ¿no? No había visto a Tara desde que tenía seis meses. Es un período de mucho crecimiento. Habría pasado de ser un bebé a una mocosa que camina. Había estado colgado de un coche en marcha, gritando. Sólo lo había visto fugazmente.
   Pero lo sabía.
   El niño del asiento delantero del coche parecía un varón. Parecía más cerca de los tres años que de los dos. Su piel, su pelo, eran demasiado claros.
   No era Tara.
   Sabía que Tickner y Regan querían hacerme preguntas. Quería cooperar. También quería saber cómo se habían enterado de lo del rescate. Tampoco había vuelto a ver a Rachel. Me preguntaba si estaría en el hospital. También me preguntaba qué había sido del diñero del rescate, del Honda Accord, del hombre de la camisa de franela. ¿Le habían atrapado? ¿Era él quien había secuestrado a mi hija de entrada, o la primera petición de recompensa también había sido un engaño? En ese caso, ¿qué tenía que ver mi hermana, Stacy, con todo aquello?
   En resumen, estaba hecho un lío. Entró Lenny, alias Cujo.
   Cruzó la puerta como una tromba; iba con pantalones anchos de algodón y una camisa Lacoste rosa. Sus ojos tenían aquella mirada asustada, casi enloquecida, que me trajo recuerdos de nuestra infancia. Pasó junto a la enfermera y se acercó a mi cama.
   – ¿Qué demonios ha pasado?
   Estaba a punto de poner a Lenny al día cuando me hizo callar levantando un dedo. Se dirigió a la enfermera y le pidió que se marchara. Cuando estuvimos solos, me indicó que podía hablar. Empecé por el encuentro con Edgar en el parque, seguí con la llamada a Rachel, su llegada, su preparación con los artilügios electrónicos, las llamadas de rescate, la entrega, mi persecución del coche. Volví atrás y le conté lo del CD. Lenny me interrumpió -siempre interrumpía-, pero no tan a menudo como de costumbre. Vi que una extraña expresión cruzaba su cara y que quizá -no quiero profundizar mucho en esto- le dolía que no hubiera confiado en él. La expresión no duró mucho. Lenny recuperó la compostura poco a poco.
   – ¿Es posible que Edgar haya jugado contigo? -preguntó.
   – ¿Con qué fin? Es él quien ha perdido cuatro millones de dólares.
   – No si es él quien ha montado la trampa.
   Hice una mueca.
   – Esto no tiene ni pies ni cabeza.
   A Lenny no le gustó, pero tampoco tenía una respuesta.
   – ¿Y Rachel dónde está?
   – ¿No está aquí?
   – No lo creo.
   – Pues no lo sé.
   Callamos un momento.
   – A lo mejor ha vuelto a mi casa -dije.
   – Sí -dijo Lenny-. A lo mejor.
   No había ni la más mínima convicción en su voz.
   Tickner empujó la puerta. Llevaba las gafas de sol en la cabeza rapada, lo que me dejó bastante desconcertado; si inclinaba el cuello y se dibujaba una boca en la parte alta de la calva, sería como una segunda cara. Regan lo seguía trotando, o quizás es que la perilla afectaba la forma en que le veía. Tickner llevó la voz cantante.
   – Sabemos lo de la petición de rescate -dijo-. Sabemos que su suegro le entregó dos millones de dólares más. Sabemos que hoy visitó una agencia de investigadores privados llamada MVD y les pidió la contraseña de un CD que había pertenecido a su difunta esposa. Sabemos que Rachel Mills estaba con usted y que no ha vuelto, como le dijo antes al detective Regan, a Washington D.C. O sea que nos lo podemos ahorrar.
   Tickner se acercó más. Lenny lo observó, a punto de saltar. Regan cruzó los brazos y se apoyó en la pared.
   – Empecemos por el dinero del rescate -dijo Tickner-. ¿Dónde está?
   – No lo sé.
   – ¿Se lo llevó alguien?
   – No lo sé.
   – ¿Qué quiere decir, que no lo sabe?
   – Me dijo que lo dejara en el suelo.
   – ¿Quién?
   – El secuestrador. El que hablaba por el móvil.
   – ¿Dónde lo dejó?
   – En el parque. En el sendero.
   – ¿Y luego qué?
   – Me dijo que siguiera andando.
   – ¿Lo hizo?
   – Sí.
   – ¿Y entonces?
   – Entonces oí el grito de un niño y alguien empezó a correr. A partir de ese momento fue todo una locura.
   – ¿Y el dinero?
   – Ya se lo he dicho. No sé qué ha sido del dinero.
   – ¿Y qué me dice de Rachel Mills? -preguntó Tickner-. ¿Dónde está?
   – No lo sé.
   Miré a Lenny, pero él estaba estudiando la cara de Tickner. Esperé.
   – Nos mintió diciendo que había vuelto a Washington D.C., ¿correcto? -preguntó Tickner.
   Lenny me puso una mano en el hombro.
   – No empecemos malinterpretando las declaraciones de mi cliente.
   Tickner puso cara de asco como si Lenny fuera un excremento que acabara de caer del techo. Lenny lo siguió mirando, sin inmutarse.
   – Le dijo al detective Regan que la señora Mills había vuelto a Washington, ¿sí o no?
   – Le dije que no sabía dónde estaba -corregí-. Dije que era posible que hubiera vuelto.
   – ¿Y dónde estaba en ese momento?
   – No contestes -dijo Lenny.
   Le dije que no importaba.
   – Estaba en mi garaje.
   – ¿Por qué no se lo dijo al detective Regan?
   – Porque nos estábamos preparando para entregar el rescate. No queríamos que nada nos retrasara.
   Tickner cruzó los brazos.
   – No sé si lo entiendo.
   – Pues pase a otra pregunta -interrumpió Lenny cortante.
   – ¿Por qué Rachel Mills iba a participar en la entrega del rescate?
   – Es una vieja amiga -dije-. Y yo sabía que había sido agente especial del FBI.
   – Ah -dijo Tickner-. ¿Entonces pensó que su experiencia podía servirle de ayuda?
   – Sí.
   – Pero ¿no llamó al detective Regan ni a mí?
   – Exacto.
   – ¿Por qué?
   – Saben perfectamente por qué -se encargó de responder Lenny.
   – Me dijeron que no avisara a la Policía -dije-. Como la última vez. No quería arriesgarme de nuevo. Por eso llamé a Rachel.
   – Entendido -Tickner miró a Regan. Éste miraba al vacío como si quisiera recuperar una idea olvidada-. ¿La eligió a ella porque había sido agente federal?
   – Sí.
   – Y porque los dos eran… -Tickner hizo un gesto vago con la mano-… íntimos.
   – Hace mucho tiempo -dije.
   – ¿Ya no?
   – No. Ya no.
   – Mmm, ya no -repitió Tickner-. Pero decide llamarla para que le ayude en algo que afecta a la vida de su hija. Interesante.
   – Me alegro de que lo crea así -apuntó Lenny-. Por favor, ¿todo esto tiene alguna finalidad?
   Tickner no le hizo ningún caso.
   – Antes de hoy, ¿cuál fue la última vez que vio a Rachel Mills?
   – ¿Qué importancia tiene? -preguntó Lenny.
   – Por favor, responda a mi pregunta.
   – No, hasta que no sepa…
   Pero esta vez fui yo quien puso una mano en el brazo de Lenny. Sabía lo que estaba haciendo. Se había colocado automáticamente en su actitud de confrontación. Se lo agradecía, pero quería superar aquel momento lo más rápidamente posible.
   – Hará cosa de un mes -dije.
   – ¿En qué circunstancias?
   – Me la encontré en el Stop-n-Shop de la avenida Northwood.
   – ¿Se la encontró?
   – Sí.
   – ¿Quiere decir por casualidad? ¿Que ninguno de los dos sabía que el otro estaría allí, sin más ni más?
   – Sí.
   Tickner se volvió y miró a Regan otra vez. Éste se mantenía totalmente quieto. Ni siquiera jugaba con su perilla.
   – ¿Y antes de eso?
   – ¿Antes de qué, qué?
   – Antes de «encontrarse» -el sarcasmo de Tickner escupió la palabra en la habitación- con la señora Mills en el Stop-n-Shop, ¿cuándo fue la última vez que la vio?
   – No la veía desde la universidad -dije.
   Tickner volvió a dar la vuelta para mirar a Regan, con la cara rebosante de incredulidad. Cuando me miró otra vez, le cayeron las gafas sobre los ojos. Se las colocó en la cabeza.
   – ¿Nos está diciendo, doctor Seidman, que la única vez que vio a Rachel Mills desde sus días de universidad hasta hoy fue esa vez del supermercado?
   – Es exactamente lo que le estoy diciendo.
   Por un momento, Tickner pareció desconcertado. Lenny parecía a punto de añadir algo, pero se lo guardó para sí mismo.
   – ¿Han hablado por teléfono ustedes dos? -preguntó Tickner.
   – ¿Antes de hoy?
   – Sí.
   – No.
   – ¿Nunca? ¿No había hablado por teléfono con ella antes de hoy? ¿Ni siquiera cuando salían?
   – Por el amor de Dios, ¿qué tontería de pregunta es ésa? -interrumpió Lenny.
   Tickner se volvió rápidamente hacia Lenny.
   – ¿Le pasa algo?
   – Sí, sus preguntas son una idiotez.
   Empezaron otra vez con las miradas asesinas. Rompí el silencio.
   – No había hablado por teléfono con Rachel desde la universidad.
   Tickner se volvió hacia mí. Su expresión ahora era abiertamente escéptica. Miré por detrás de él, a Regan, que asentía con la cabeza para sí mismo. Mientras los dos parecían desorientados, intenté meter baza.
   – ¿Encontraron al hombre y al niño del Honda Accord? -pregunté.
   Tickner sopesó la pregunta un momento. Volvió a mirar a Regan, que se encogió de hombros como diciendo: «por qué no».
   – Encontramos el coche abandonado en Broadway, cerca de la calle 145. Había sido robado hacía unas horas. -Tickner sacó su libreta pero no la miró-. Cuando le localizamos en el parque, usted se puso a gritar algo de su hija. ¿Cree que era la niña del coche?
   – En aquel momento lo creía.
   – Pero ¿ya no?
   – No -dije-. No era Tara.
   – ¿Qué le hizo cambiar de idea?
   – Lo vi. Al niño, me refiero.
   – ¿Era un varón?
   – Creo que sí.
   – ¿Cuándo lo vio?
   – Cuando salté sobre el coche.
   Tickner extendió las manos.
   – ¿Por qué no empieza por el principio y nos cuenta lo que ha pasado?
   Les expliqué lo mismo que había contado a Lenny. Regan no se apartó para nada de la pared. Todavía no había dicho una palabra. Me parecía raro. Mientras hablaba, Tickner se iba agitando más y más. La piel de su cabeza recientemente rapada se ponía tensa, lo que hizo que las gafas, que aún llevaba sobre el cráneo, empezaran a resbalar hacia delante. No paraba de recolocárselas. Le vi palpitar el pulso en las sienes. Tenía la mandíbula rígida.
   Cuando terminé, Tickner dijo:
   – Está mintiendo.
   Lenny se colocó entre Tickner y mi cama. Por un momento, pensé que se iban a liar a puñetazos, lo cual, si he de ser sincero, no sería bueno para Lenny. Pero Lenny no se amedrentó. Me recordó una vez en tercer curso cuando Tony Merullo me provocó para pelearse conmigo. Lenny se puso entre los dos, se enfrentó a Tony con valentía y recibió una paliza.
   Lenny resistió nariz con nariz frente al hombre corpulento.
   – ¿Qué demonios le pasa, agente Tickner?
   – Su cliente es un mentiroso.
   – Señores, esta entrevista ha terminado. Salgan.
   Tickner dobló el cuello hasta apretar la frente contra la de Lenny.
   – Tenemos pruebas de que miente.
   – Veámoslas -dijo Lenny. Y luego-: No, espere, déjelo. No quiero verlas. ¿Va a arrestar a mi cliente?
   – No.
   – Pues entonces, salga de esta habitación.
   – Lenny -dije.
   Después de dirigir otra mirada asesina a Tickner para demostrar que no estaba intimidado, Lenny me miró.
   – Acabemos con esto ahora -dije.
   – Quiere colgarte el muerto.
   Me encogí de hombros porque no me importaba en absoluto. Creo que Lenny se dio cuenta. Se apartó. Le indiqué a Tickner que siguiera.
   – Ha visto a Rachel antes de hoy.
   – Ya le he dicho que…
   – Si no ha visto a Rachel Mills ni ha hablado con ella, ¿cómo sabe que había sido agente federal?
   Lenny se echó a reír.
   Tickner se volvió rápidamente hacia él.
   – ¿Qué tiene tanta gracia?
   – Porque, listillo, mi esposa es amiga de Rachel Mills.
   Eso lo desorientó.
   – ¿Qué?
   – Mi esposa y yo hablamos con Rachel a menudo. Nosotros se la presentamos. -Lenny volvió a reírse-. ¿Son ésas sus pruebas?
   – No, no son ésas mis pruebas -gritó Tickner, ahora a la defensiva-. Lo de que recibió una llamada de rescate y pidió ayuda a una vieja amiga, ¿espera que nos lo creamos?
   – ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué creen que ocurrió?
   Tickner no dijo nada.
   – Creen que lo hice yo, ¿verdad? Que éste fue otro plan elaborado para sacarle dos millones de dólares a mi suegro.
   – Marc… -Lenny intentó hacerme callar.
   – No, déjame hablar. -Traté de involucrar a Regan, pero como siguió mirando al infinito, me conformé con mirar a Tickner-. ¿De verdad cree que yo he montado todo esto? ¿Por qué habría de organizar todo aquel montaje en el parque? ¿Cómo iba a saber que me seguirían hasta allí? Caramba, si ni siquiera sé cómo lo han hecho. ¿Por qué me iba a molestar en saltar sobre un coche? ¿Por qué no llevarme sin más el dinero, esconderlo e inventarme una historia para Edgar? Si todo era un montaje, ¿para qué iba a contratar al tipo de la camisa de franela? ¿Por qué? ¿Para qué involucrar a otra persona o un coche robado? Por favor. No tiene ni pies ni cabeza.
   Miré a Regan, que seguía sin tragárselo.
   – ¿Detective Regan?
   Pero él sólo dijo:
   – No está siendo del todo sincero con nosotros, Marc.
   – ¿Cómo? -pregunté-. ¿En qué no estoy siendo sincero con ustedes?
   – Afirma que antes de hoy usted y la señora Mills no habían hablado por teléfono, desde la universidad.
   – Sí.
   – Tenemos registros telefónicos, Marc. Tres meses antes de que mataran a su esposa, se recibió una llamada de Rachel en su casa. ¿Quiere explicarlo?
   Me volví a Lenny en busca de ayuda, pero él me miraba fijamente. Aquello era una locura.
   – Oiga -dije-, tengo el número del móvil de Rachel. Llamémosla y descubramos dónde está.
   – Adelante -dijo Tickner.
   Lenny cogió el teléfono del hospital en la mesilla. Le di el número. Miré cómo marcaba, sin dejar de pensar. El teléfono sonó seis veces antes, de que saliera la voz de Rachel diciendo que no podía ponerse y que dejara un mensaje. Así lo hice.
   Regan se apartó finalmente de la pared. Acercó una silla a mi cama y se sentó.
   – Marc, ¿qué sabe de Rachel Mills?
   – Lo suficiente.
   – ¿Salieron en la universidad?
   – Sí.
   – ¿Cuánto tiempo?
   – Dos años.
   Regan abrió los brazos, con los ojos muy abiertos.
   – Mirer el agente Tickner y yo seguimos sin entender por qué la llamó. Vale, hace mucho tiempo salieron. Pero si no se han mantenido en contacto… -se encogió de hombros- ¿por qué ella?
   Pensé en la forma de explicarlo y elegí la vía directa.
   – Sigue existiendo una conexión.
   Regan asintió con la cabeza como si aquello lo explicara todo.
   – ¿Sabía que ella se había casado?
   – Cheryl, la mujer de Lenny, me lo dijo.
   – ¿Y sabía que su marido había muerto en un tiroteo?
   – Me enteré hoy. -Y luego, dándome cuenta de que era más de medianoche, añadí-: Quiero decir, ayer.
   – ¿Se lo dijo Rachel?
   – Me lo dijo Cheryl -recordé las palabras de Regan en su visita vespertina a mi casa-. Y luego usted dijo que Rachel le había disparado.
   Regan miró a Tickner y éste dijo:
   – ¿Se lo mencionó la señora Mills?
   – ¿Qué? ¿Que le había pegado un tiro a su marido?
   – Sí.
   – Está de broma, ¿o qué?
   – No se lo cree.
   – ¿Qué diferencia hay si se lo cree o no? -intervino Lenny.
   – Confesó -dijo Tickner.
   Miré a Lenny. Él apartó la mirada. Intenté sentarme mejor.
   – Entonces, ¿por qué no está en la cárcel?
   Algo oscuro cruzó la cara de Tickner. Cerró los puños.
   – Alegó que el tiroteo había sido accidental.
   – ¿Y usted no lo cree?
   – Su marido recibió un tiro en la cabeza desde muy cerca.
   – Vuelvo a preguntar: ¿por qué no está en la cárcel?
   – No estoy al tanto de los detalles -dijo Tickner.
   – ¿Y eso qué significa?
   – Los polis de la local se encargaron del caso, no nosotros -explicó Tickner-. Y decidieron no continuar.
   Ni soy poli ni un gran estudiante de psicología, pero hasta yo podía ver que Tickner ocultaba algo. Miré a Lenny. Su expresión era imperturbable, lo que, evidentemente, no es propio de Lenny. Tickner se alejó un paso de la cama. Regan llenó el vacío.
   – ¿Ha dicho que todavía había una especie de conexión con Rachel? -empezó Regan.
   – Esta pregunta ya ha sido contestada -intervino Lenny.
   – ¿Sigue enamorado de ella?
   Lenny no podía dejarlo pasar.
   – ¿Se ha convertido en consultor sentimental, detective Regan? ¿Qué demonios tiene esto que ver con la hija de mi cliente?
   – Confíe en mí.
   – No, detective, no pienso confiar en usted. Sus preguntas son una tontería. -De nuevo puse una mano en el hombro de Lenny, que se volvió a mirarme-. Quieren que digas que sí, Marc.
   – Ya lo sé.
   – Quieren utilizar a Rachel como motivo para que asesinaras a tu mujer.
   – Esto también lo sé -dije. Miré a Regan. Recordé la sensación que había experimentado cuando vi a Rachel en el Stop-n-Shop.
   – ¿Sigue pensando en ella? -preguntó Regan.
   – Sí.
   – ¿Sigue ella pensando en usted?
   – ¿Cómo demonios quiere que lo sepa? -Lenny no estaba dispuesto a rendirse.
   – ¿Bob? -dije. Era la primera vez que utilizaba el nombre de pila de Regan.
   – Sí.
   – ¿Adonde quiere ir a parar con esto?
   – Permítame -la voz de Regan era baja, casi conspiradora- que se lo pregunte una vez más: ¿antes del incidente del Stop-n-Shop, había visto alguna vez a Rachel Mills desde que habían roto?
   – Por el amor de Dios -exclamó Lenny.
   – No.
   – ¿Está seguro?
   – Sí.
   – ¿Ninguna clase de comunicación?
   – Ni siquiera se pasaban notas en la biblioteca -interrumpió Lenny-. Bueno, siga.
   Regan se echó hacia atrás.
   – Fue a una agencia de detectives privados de Newark para preguntar sobre un CD.
   – Sí.
   – ¿Por qué hoy?
   – No sé si le comprendo.
   – Hace un año y medio que su mujer está muerta. ¿Por qué su súbito interés en el CD?
   – Acababa de encontrarlo.
   – ¿Cuándo?
   – Anteayer. Estaba escondido en el sótano.
   – ¿O sea que no tenía ni idea de que Monica hubiera contratado a un detective privado?
   Tardé un momento en responder. Pensé en lo que había descubierto desde la muerte de mi hermosa esposa. Había estado yendo a un psiquiatra. Había contratado a un detective privado. Había escondido sus hallazgos en el sótano. Yo no me había enterado de nada. Pensé en mi vida, mi amor por el trabajo, mis deseos de seguir viajando. Sí, claro, amaba a mi hija. La arrullaba cuando hacía falta y me maravillaba mirándola. Moriría, y mataría, por protegerla, pero en mis momentos de sinceridad, tenía que reconocer que no había aceptado todos los cambios y sacrificios que había introducido en mi vida.
   ¿Qué clase de marido había sido? ¿Qué clase de padre?
   – ¿Marc?
   – No -dije bajito-. No tenía ni idea de que hubiera contratado a un detective.
   – ¿Puede imaginar por qué lo hizo?
   Negué con la cabeza. Regan calló y Tickner sacó un sobre de papel manila.
   – ¿Qué es? -preguntó Lenny.
   – El contenido del CD. -Tickner me miró otra vez-. ¿No había visto nunca a Rachel? ¿Sólo aquella vez en el supermercado?
   No me tomé la molestia de contestar.
   Sin fanfarria, Tickner sacó una fotografía y me la pasó. Lenny se puso sus gafas de media luna y miró por encima de mi hombro. Hizo aquello de inclinar la cabeza hacia arriba para mirar hacia abajo. La fotografía era en blanco y negro. Era una panorámica del Valley Hospital en Ridgewood. Tenía una fecha impresa al pie. La foto se había tomado dos meses antes del tiroteo.
   Lenny frunció el entrecejo.
   – La luz está bastante bien, pero la composición no me acaba de convencer.
   Tickner no hizo caso del sarcasmo.
   – Aquí es donde trabaja, ¿no, doctor Seidman?
   – Tenemos una consulta en el hospital, sí.
   – ¿Tenemos?
   – Mi socia y yo. Zia Leroux.
   Tickner asintió con la cabeza.
   – Hay una fecha estampada al pie.
   – Ya lo veo.
   – ¿Estaba en la consulta aquel día?
   – No sabría decirle. Tendría que mirar la agenda.
   Regan señaló un punto cercano a la entrada del hospital.
   – ¿Ve esta figura de aquí?
   Miré con más atención, pero no pude distinguir gran cosa.
   – No, la verdad es que no mucho.
   – Fíjese en el largo del abrigo, ¿vale?
   – Vale.
   Entonces Tickner me pasó una segunda foto. En ésta el fotógrafo había utilizado el zoom. El mismo ángulo. Se veía claramente a la persona del abrigo. Llevaba gafas de sol, pero no había lugar a dudas, era Rachel.
   Miré a Lenny. Vi la sorpresa también en su cara. Tickner sacó otra foto. Luego otra. Estaban todas tomadas frente al Valley Hospital. En la octava, Rachel entraba en el hospital. En la novena, tomada una hora después, yo salía solo. En la décima, tomada seis minutos después, Rachel salía por la misma puerta.
   De entrada, mi mente no fue capaz de penetrar en su significado. Me sentía como un gran, «¿eh?», desconcertado. No había tiempo para comprender. Lenny también parecía asombrado, pero se recuperó primero.
   – Salgan -dijo.
   – ¿No quiere darnos una explicación de las fotografías primero?
   Yo quería discutir, pero estaba demasiado aturdido.
   – Salgan -repitió Lenny, esta vez con más autoridad-. Salgan inmediatamente.
 
   

Capítulo 29

   Me senté en la cama.
   – ¿Lenny?
   Él comprobó que la puerta estaba cerrada.
   – Sí -dijo-. Creen que lo hiciste tú. Mira esto, creen que tú y Rachel lo hicisteis juntos. Que teníais una aventura. Ella mató a su marido, no sé si creen que tú estuviste metido en eso también, y luego los dos matasteis a Monica, hicisteis yo qué sé qué con Tara, y os inventasteis un plan para estafar a su padre.
   – Eso no tiene lógica -dije.
   Lenny no dijo nada.
   – Me dispararon, ¿recuerdas?
   – Lo sé.
   – Entonces, ¿qué? ¿Creen que me disparé a mí mismo?
   – No lo sé. Pero no puedes volver a hablar con ellos. Ahora tie? nen pruebas. Ya puedes negar cuanto quieras que tuvieras una relación con Rachel, porque Monica sospechaba lo suficiente para contratar a un detective privado. Luego…, caramba, piénsalo. El detective cumple su trabajo. Hace estas fotografías y se las da a Monica. A continuación, tu esposa muere, y tu hija desaparece, y su padre pierde dos millones de dólares. Pasa un año y medio. Su padre pierde otros dos millones, y tú y Rachel resulta que mentís sobre no haber estado juntos.
   – No mentimos.
   Lenny no quiso mirarme.
   – ¿Y lo que he dicho antes? -intenté-. ¿Lo de que nadie habría podido organizar este montaje? Podía haberme quedado el dinero del rescate y basta, ¿no? No tenía que contratar a un tío con un coche y un niño. ¿Y mi hermana qué? ¿Creen que también la maté?
   – Las fotografías -dijo Lenny bajito.
   – No sabía nada de ellas.
   Apenas se atrevía a mirarme, pero eso no impidió que regresáramos a nuestra juventud.
   – No, te lo juro, no sabía nada de ellas.
   – ¿De verdad no la habías visto hasta el día del supermercado?
   – Por supuesto que no. Ya lo sabes. No te lo habría ocultado.
   Sopesó esta afirmación demasiado rato.
   – Podrías ocultárselo al Lenny amigo.
   – No, no lo haría. Pero, aunque fuera así, no podría haberlo ocultado al Lenny abogado.
   Su voz recuperó la calma.
   – No contaste a ninguno de los dos lo de la petición de rescate.
   O sea que era eso.
   – No queríamos que se supiera, Lenny.
   – Ya -pero no lo entendía y no me extrañaba-. Otra cosa, ¿cómo encontraste el CD en el sótano?
   – Dina Levinsky vino a mi casa.
   – ¿Dina La Loca ?
   – Lo ha pasado mal -dije-. No tienes ni idea.
   – No entiendo nada. -Lenny hizo un gesto de desesperación-. ¿A hacer qué a tu casa?
   Le conté lo sucedido y Lenny hizo una mueca. Cuando terminé, fui yo el que dije:
   – ¿Qué?
   – ¿Te dijo que estaba mejor? ¿Que se había casado?
   – Sí.
   – Son invenciones.
   – ¿Cómo lo sabes?
   – He hecho gestiones para una tía suya. Dina Levinsky ha estado entrando y saliendo de instituciones desde que tenía dieciocho años. Incluso cumplió una condena por agresión hace unos años. No se ha casado nunca. Y dudo que haya hecho nunca una exposición.
   No supe qué deducir de aquello. Recordé la cara angustiada de Dina, la forma en que palideció cuando dijo: «Sabes quién te disparó, ¿verdad Marc?».
   ¿Qué demonios había querido decir con aquello?
   – Tenemos que reflexionar -dijo Lenny, frotándose la barbilla-. Voy a preguntar a gente que conozco, a ver si me entero de algo. Llámame si surge algo, ¿entendido?
   – Vale, sí.
   – Y prométeme que no volverás a hablar con ellos. Hay muchas posibilidades de que te arresten. -Levantó una mano antes de que pudiera protestar-. Tienen suficiente para arrestarte e incluso para procesarte. De acuerdo, no lo tienen todo atado y bien atado. Pero piensa en el caso Skakel. Tenían mucho menos y le condenaron. O sea que si vuelven por aquí, prométeme que no les dirás nada.
   Se lo prometí porque, de nuevo, las autoridades seguían la pista equivocada. Cooperar con ellos no me serviría para encontrar a mi hija. Ésa era la verdad. Lenny me dejó solo. Le pedí que apagara las luces. Lo hizo. Pero la habitación no quedó del todo a oscuras. Las habitaciones de hospital nunca quedan del todo a oscuras.
   Intenté comprender qué estaba sucediendo. Tickner se había llevado aquellas extrañas fotografías. Ojalá las hubiera dejado. Tenía ganas de volver a mirarlas, porque por mucho que lo pensara, aquellas fotos de Rachel en el hospital no tenían explicación. ¿Eran de verdad? Que fuera un montaje fotográfico era una posibilidad consistente, especialmente en aquella era digital. ¿Podía ser ésa la explicación? ¿Eran de mentira, un simple recorta y pega? Mis pensamientos volvieron a Dina Levinsky. ¿Qué había significado su sorprendente visita? ¿Por qué me había preguntado si quería a Monica? ¿Por qué creía que yo sabía quién me había disparado? Estaba reflexionando sobre todo esto cuando se abrió la puerta.
   – ¿Es ésta la habitación del chiflado de la bata?
   Era Zia.
   – Eh.
   Entró, señaló mi posición supina con un amplio gesto de la mano.
   – ¿Es ésta tu excusa para saltarte el trabajo?
   – Anoche me tocaba guardia, ¿verdad?
   – Sí.
   – Lo siento.
   – Me despertaron a mí en tu lugar, interrumpiendo, por cierto, un sueño muy erótico. -Zia señaló la puerta con un dedo-. ¿Y ese tipo negro grande del pasillo?
   – ¿El de las gafas de sol en la cabeza rapada?
   – Sí, señor. ¿Es un poli?
   – Un agente del FBI.
   – ¿Me lo podrías presentar? Así te perdonaría que interrumpieras mi sueño.
   – Lo intentaré -dije-, antes de que me arreste.
   – Después también vale.
   Sonreí. Zia se sentó en el borde de la cama. Le conté lo que había pasado. No me ofreció ninguna teoría. No me hizo ninguna pregunta. Sólo me escuchó, y se lo agradecí muchísimo.
   Estaba llegando a la parte en que me había convertido en un serio sospechoso cuando sonó mi móvil. Los dos nos quedamos sorprendidos, deformación profesional. Los móviles están prohibidos en los hospitales. Lo cogí rápidamente y contesté.
   – ¿Marc?
   Era Rachel.
   – ¿Dónde estás?
   – Siguiendo el dinero.
   – ¿Qué?
   – Hicieron exactamente lo que creía -dijo-. Tiraron la bolsa, pero no han encontrado el localizador en los fajos de billetes. Ahora estoy subiendo por el Harlem River Drive. Voy más o menos un kilómetro por detrás de ellos.
   – Tenemos que hablar -dije.
   – ¿Encontraste a Tara?
   – Era un engaño. Vi al niño que llevaban. No era mi hija.
   Hubo un silencio.
   – ¿Rachel?
   – No lo estoy haciendo muy bien, Marc.
   – ¿Qué quieres decir?
   – Me han dado una paliza. En el parque. Estoy bien, pero necesito tu ayuda.
   – Espera un momento. Mi coche sigue en la escena. ¿Cómo los estás siguiendo?
   – ¿Te fijaste en un aparcamiento de furgonetas en la plaza?
   – Sí.
   – He robado una. Es una furgoneta vieja, que ha sido fácil de abrir. He pensado que no la echarían de menos hasta mañana.
   – Creen que lo hicimos nosotros, Rachel. Que teníamos una aventura o algo. Encontraron fotos en aquel CD. Contigo delante del hospital donde trabajo.
   Silencio con interferencias.
   – ¿Rachel?
   – ¿Dónde estás? -preguntó.
   – Estoy en el Presbyterian Hospital de Nueva York.
   – ¿Estás bien?
   – Apaleado. Pero más o menos bien.
   – ¿Hay polis?
   – Y federales. Un tipo llamado Tickner. ¿Le conoces?
   – Sí. -Su voz era baja. Y luego-: ¿Cómo quieres enfocar esto?
   – ¿A qué te refieres?
   – ¿Quieres que los siga? ¿O quieres ponerlo en manos de Tickner y Regan?
   Quería que estuviera allí conmigo. Quería preguntarle por aquellas fotos y la llamada a mi casa.
   – No sé si tiene importancia -dije-. Tú tenías razón desde el principio. Era un timo. Debieron de utilizar cabellos de otro.
   Más interferencias.
   – ¿Qué? -dije.
   – ¿Sabes algo de ADN? -preguntó.
   – No mucho -dije.
   – No tengo tiempo para explicártelo, pero las pruebas de ADN van capa por capa. Se empieza viendo si encaja en general, pero se necesitan al menos veinticuatro horas para saber con certeza que encaja del todo.
   – ¿Y?
   – Pues que acabo de hablar con mi contacto en el laboratorio. Sólo han pasado ocho horas. Pero, por ahora, la segunda muestra de cabellos que recibió Edgar, ¿sabes?
   – ¿Qué pasa?
   – Encajan con los tuyos. -No estaba seguro de haberla oído correctamente. Rachel soltó algo que podía ser un suspiro-. En resumen, no han descartado que seas el padre. Muy al contrario, de hecho.
   Casi dejé caer el teléfono. Zia lo vio y se acercó más. De nuevo me concentré y compartimenté. Procesar. Reconstruir. Consideré mis opciones. Tickner y Regan no me creerían jamás. No me permitirían seguir. Probablemente nos arrestarían a los dos. Al mismo tiempo, si hablaba con ellos, podría demostrar nuestra inocencia. Por otro lado, demostrar mi inocencia era totalmente irrelevante.
   ¿Había alguna posibilidad de que mi hija siguiera con vida?
   Aquélla era la única pregunta que interesaba. Si estaba viva, entonces tenía que seguir con el plan original. Confiar en las autoridades, especialmente en ese momento, en que tenían nuevas sospechas, no serviría de nada. Supongamos que, como decía la nota del rescate, tuvieran un confidente. Por ahora, quienes se habían llevado la bolsa del dinero no tenían ni idea de que Rachel los siguiera. Pero ¿qué sucedería si los polis y los federales intervenían? ¿Huirían los secuestradores, les entraría el pánico, harían alguna tontería?
   Había otra cosa que debía considerar: ¿todavía confiaba en Rachel? Aquellas fotografías habían sacudido mi fe. Ya no sabía qué creer. Pero en definitiva, no tenía otra opción que tratar esas dudas como una distracción. Tenía que concentrarme en nuestro objetivo. Tara. ¿Qué me ofrecía más posibilidades de descubrir qué había sido realmente de ella?
   – ¿Estás muy malherida? -pregunté.
   – Podemos hacerlo, Marc.
   – Pues voy para allá.
   Colgué y miré a Zia.
   – Tienes que ayudarme a salir de aquí.
   Tickner y Regan estaban sentados en la «sala de médicos» del final del pasillo. Sala era un nombre curioso para aquel lugar raído, con demasiada luz y un televisor con antenas de cuernos. Tenía una neverita en un rincón. Tickner la había abierto. Dentro había dos bolsas marrones de comida, cada una con un nombre escrito. Le recordó su escuela primaria.
   Tickner se dejó caer en un sofá que ya no tenía ni un muelle.
   – Creo que deberíamos arrestarle ya.
   Regan no dijo nada.
   – Está demasiado callado, Bob. ¿Algo le da vueltas en la cabeza?
   Regan se puso a rascarse la perilla.
   – Lo que ha dicho Seidman.
   – ¿Qué pasa?
   – ¿No cree que llevaba razón?
   – ¿Se refiere a lo de ser inocente?
   – Sí.
   – No, la verdad es que no. ¿Usted lo cree?
   – No lo sé -dijo Regan-. Pero, a ver, ¿por qué iba a hacer todo ese lío con el dinero? No podía saber que nos habíamos enterado de lo del CD y decidimos localizar su pase de autopista e ir a buscarle a Fort Tryon Park. Y aunque fuera así, ¿para qué tanto lío? ¿Por qué saltar sobre un coche en marcha? Caramba, tiene suerte de que no le atropellara. De nuevo. Lo que nos lleva al tiroteo original y nuestro problema original. Si él y Rachel Mills lo hicieron juntos, ¿por qué estuvo a punto de morir él? -Regan negó con la cabeza-. Hay demasiados agujeros.
   – Que estamos rellenando uno por uno -añadió Tickner.
   Regan hizo un sí-no con una inclinación de cabeza.
   – Ya ve cuantos hemos rellenado hoy después de saber que Rachel Mills estaba implicada -dijo Tickner-. Sólo hace falta que los hagamos sudar un poco.
   Regan volvió a mirar a otro lado.
   – ¿Ahora qué pasa? -Tickner movió la cabeza.
   – La ventana rota.
   – ¿La de la escena del crimen?
   – Sí.
   – ¿Qué pasa?
   Regan se incorporó un poco.
   – Sígame el juego, por favor. Volvamos al asesinato-secuestro original.
   – ¿En la casa de los Seidman?
   – Sí.
   – Vale, adelante.
   – La rompieron desde fuera -dijo Regan-. Así pudo ser como el intruso entró en la casa.
   – O -añadió Tickner-, el doctor Seidman rompió la ventana para despistarnos.
   – O tenía un cómplice que lo hizo.
   – Sí.
   – Pero de todos modos, el doctor Seidman estaría enterado de lo de la ventana rota, ¿no? Si está metido en el ajo, me refiero.
   – ¿Adonde quiere ir a parar?
   – Sígame el hilo, Lloyd, por favor. Creemos que Seidman está implicado. Ergo, Seidman sabía que habían roto la ventana para que creyéramos, por ejemplo, que había sido un allanamiento cualquiera. ¿De acuerdo?
   – Supongo.
   Regan sonrió.
   – Entonces, ¿por qué nunca ha mencionado la ventana rota?
   – ¿Qué?
   – Lea su declaración. Recuerda haber comido una barrita de cereales y luego, qué, nada. Ningún ruido. Nadie que se le echara encima. Nada. -Regan extendió las manos-. ¿Por qué no recuerda haber oído cómo se rompía la ventana?
   – Porque la rompió él mismo para que pareciera que había entrado un intruso.
   – Pero, veamos, si es así, habría incluido la ventana rota en su historia. Piénselo. Rompe la ventana para que creamos que entró un intruso y le disparó. Si usted fuera él, ¿qué diría?
   Ahora Tickner sí veía a donde iba a parar el otro.
   – Diría que había oído romperse la ventana, me había vuelto y patapam, me habían herido.
   – Exacto. Pero el doctor Seidman nunca lo ha dicho. ¿Por qué?
   Tickner se encogió de hombros.
   – A lo mejor se le olvidó. Estaba muy malherido.
   – O puede que, no lo olvidemos, esté diciendo la verdad.
   Se abrió la puerta. Entró un chico con bata y cara de agotamiento.
   Vio a los dos polis, hizo una mueca y se marchó. Tickner se volvió otra vez a mirar a Regan.
   – Pero, a ver, se ha puesto usted mismo en un callejón sin salida.
   – ¿Por qué?
   – Si no lo hizo Seidman, si realmente entró un intruso por la ventana, ¿por qué no lo oyó Seidman?
   – Puede que no se acuerde. Lo hemos visto millones de veces. Las personas que resultan tan malheridas necesitan cierto tiempo… -Regan sonrió, cada vez más encantado con su teoría-. Sobre todo si vio algo que le produjo un impacto brutal, algo que preferiría no recordar.
   – ¿Como ver cómo mataban y desnudaban a su esposa?
   – Como eso -dijo Regan-. O tal vez algo peor.
   – ¿Qué es peor?
   Se oyó un pitido en el pasillo. Oían las conversaciones en la sala de enfermeras contigua. Alguien estaba protestando por un cambio de turno o de calendario.
   – Hemos dicho que nos olvidábamos de algo -dijo Regan lentamente-. Lo hemos dicho desde el principio. Pero quizás es justamente lo contrario, y hemos estado añadiendo algo.
   Tickner frunció el entrecejo.
   – No dejamos de añadir al doctor Seidman. A ver, los dos conocemos el patio. En estos casos, el marido siempre está implicado. No nueve veces de cada diez, sino noventa y nueve de cada cien. Todos los escenarios que hemos imaginado incluyen a Seidman.
   – ¿Y cree que nos equivocamos? -dijo Tickner.
   – Escúcheme un segundo. Desde el principio hemos tenido a Seidman en el punto de mira. Su matrimonio no era idílico. Se casó porque su esposa se quedó embarazada. Ya lo hemos comprobado. Pero si su matrimonio hubiese sido un cuento de hadas, habríamos dicho «qué va, nadie es tan feliz» y nos habríamos cebado en eso. O sea que todo lo que hemos encontrado hemos intentado ajustarlo a una realidad: Seidman tiene que estar implicado. Sólo por un segundo, saquémosle fuera de la ecuación. Como si fuera inocente.
   Tickner se encogió de hombros.
   – Vale, ¿y?
   – Seidman habló de una conexión con Rachel Mills. Algo que había durado todos estos años.
   – Sí.
   – Parecía un poco obsesionado con ella.
   – ¿Un poco?
   Regan sonrió.
   – Supongamos que el sentimiento era mutuo. No. Que fuera más que mutuo.
   – De acuerdo.
   – Veamos. Estamos suponiendo que Seidman no lo hizo. Esto representa que nos está diciendo la verdad. En todo. De la última vez que vio a Rachel Mills. De aquellas fotografías. Le vi la cara, Lloyd. Seidman no puede ser tan buen actor. Aquellas fotografías lo dejaron de piedra. No sabía nada de ellas.
   Tickner frunció el entrecejo.
   – No sabría decirle.
   – Bueno, pues en esas fotografías he notado algo más.
   – ¿Qué?
   – ¿Cómo es que el detective privado no consiguió ninguna foto de los dos juntos? La tenemos a ella delante del hospital. Lo tenemos a él saliendo. La tenemos a ella saliendo. Pero ninguna de los dos juntos.
   – Fueron cuidadosos.
   – ¿Cuan cuidadosos? Ella estaba plantada delante del lugar de trabajo de él. Si eres cuidadoso, no haces una cosa así.
   – ¿Cuál es su teoría, pues?
   Regan sonrió.
   – Piénselo. Rachel tenía que saber que Seidman estaba dentro del hospital. Pero ¿tenía que saber él que ella estaba fuera?
   – Un momento -dijo Tickner. Empezó a esbozar una sonrisa-. ¿Cree que le estaba siguiendo?
   – Podría ser.
   Tickner asintió con la cabeza.
   – Pues no estamos hablando de una mujer cualquiera. Se trata de una agente federal bien entrenada.
   – Primero, ella habría sabido cómo llevar una operación de secuestro profesional -añadió Regan, levantando un dedo. Luego levantó otro-. Dos, ella sabría cómo matar a alguien sin que la pillaran. Tres, sabría cómo no dejar pistas. Cuatro, conocería a la hermana de Marc, Stacy. Cinco -había llegado al pulgar-, podría utilizar sus antiguos contactos para encontrar a la hermana y tenderle una trampa.
   – Dios del cielo. -Tickner levantó la cabeza-. Y lo que ha dicho antes. Lo de haber visto algo tan terrible que Seidman no lo recuerda.
   – ¿Qué tal ver como el amor de tu vida te dispara? O le disparan a tu esposa. O…
   Los dos callaron.
   – Tara -dijo Tickner-. ¿Cómo encaja la pequeña en todo esto?
   – Una forma de extorsionar por dinero.
   A ninguno de los dos les convencía. Pero las otras respuestas que se les ocurrían aún les gustaban menos.
   – Podemos añadir otra cosa -dijo Tickner.
   – ¿Qué?
   – La treinta y ocho desaparecida de Seidman.
   – ¿Qué?
   – Su arma estaba en una caja fuerte en el armario -dijo Tickner-. Sólo alguien muy cercano a él podía saber dónde la escondía.
   – O -añadió Regan, viendo algo nuevo-, quizá Rachel Mills trajo su propia treinta y ocho. Recuerde que se utilizaron dos.
   – Pero esto plantea otra pregunta: ¿para qué querría dos armas?
   Los dos hombres fruncieron el entrecejo, pensaron cada uno por su lado sus propias teorías, y llegaron a una sólida conclusión.
   – Seguimos pasando algo por alto -dijo Regan.
   – Sí.
   – Tenemos que volver y hacer algunas preguntas.
   – ¿Como cuáles?
   – Como por qué Rachel se salvó del asesinato de su esposo.
   – Puedo enterarme -dijo Tickner.
   – Hágalo. Y ponga a alguien a vigilar a Seidman. Ahora ella tiene cuatro millones de dólares. Podría ser que quisiera eliminar a la única persona que puede vincularla a esto.
 
   

Capítulo 30

   Zia encontró mi ropa en el armario. Tenía manchas de sangre en los vaqueros, decidí entonces ponerme una bata de médico encima. Zia salió a buscar una. Encogido por el dolor de las costillas rotas, me la puse y até a la cintura. No podía moverme muy deprisa. Zia comprobó que no hubiera moros en la costa. Tenía un plan por si los federales estaban vigilando. Un amigo suyo, el doctor David Beck, se había visto metido en un importante caso federal hacía unos años y conocía a Tickner. Beck estaba avisado. Por si lo necesitábamos, estaba esperando en el pasillo e intentaría distraerlos con alguna clase de reminiscencia.
   Al final, no necesitamos a Beck. Sencillamente salimos caminando. Nadie nos preguntó nada. Cruzamos el Harkness Pavilion y salimos al patio norte de la avenida Fort Washington. El coche de Zia estaba estacionado en el aparcamiento de la calle 165 y Fort Washington. Me movía cautelosamente. Me dolía todo, pero básicamente estaba bien. Correr una maratón y levantar pesas estaba descartado, pero el dolor era controlable y podía moverme con normalidad. Zia me había dado un frasco de Vioxx de cincuenta miligramos. Podía tomarlas porque no producían somnolencia.
   – Si me preguntan algo -dijo ella-, les diré que he venido en transporte público y que tengo el coche en casa. Estarás a salvo unas horas.
   – Gracias -dije-. ¿Me cambias también el móvil?
   – Claro, ¿por qué?
   – No lo sé, podrían intentar localizar el mío.
   – ¿Pueden hacerlo?
   – No tengo ni la más remota idea.
   Se encogió de hombros y me dio su móvil. Era diminuto, como un espejito de bolsillo.
   – ¿De verdad crees que Tara está viva?
   – No lo sé.
   Bajamos rápidamente por los escalones de cemento del garaje. Como siempre, la escalera olía a orina.
   – Esto es una locura -dijo-. Ya lo sabes, supongo.
   – Sí.
   – Tengo el busca. Si quieres que te recoja o lo que sea, llámame.
   – De acuerdo.
   Nos paramos junto al coche. Zia me dio las llaves.
   – ¿Qué? -pregunté.
   – Tienes un ego muy grande, Marc.
   – ¿Te parece una buena forma de darme ánimos?
   – No quiero que te hagan daño -dijo Zia-. Te necesito.
   La abracé y subí al coche. Me dirigí al norte por Henry Hudson, y marqué el número de Rachel. El cielo estaba despejado y quieto. Las luces del puente hacían que el agua oscura pareciera un cielo repleto de estrellas. Oí dos timbres y luego Rachel descolgó. No dijo nada y entonces me di cuenta de por qué. Seguramente tenía un identificador de llamadas y no reconocía el número.
   – Soy yo -dije-. Tengo el móvil de Zia.
   – ¿Dónde estás? -preguntó Rachel.
   – A punto de entrar en el Hudson.
   – Sigue por el norte hasta el Tappan Zee. Crúzalo y dirígete al oeste.
   – ¿Dónde estás tú?
   – Junto al gran centro comercial de Palisades.
   – En Nyack.
   – Sí. Mantente en contacto. Buscaremos un sitio para encontrarnos.
   – Voy para allá.
   Tickner hablaba por teléfono con O'Malley. Regan entró corriendo en la sala.
   – Seidman no está en su habitación.
   Tickner puso cara de enfado.
   – ¿Qué quiere decir con que no está en su habitación?
   – ¿Cuántas interpretaciones pueden dársele a esto, Lloyd?
   – ¿No habrá ido a rayos X o algo así?
   – Según la enfermera, no -dijo Regan.
   – Maldita sea. El hospital tiene cámaras de seguridad, ¿no?
   – En todas las habitaciones, no.
   – Pero las tendrán en las salidas.
   – Este hospital tiene docenas de salidas. Tardaremos mucho en tener todas las cintas y mirarlas…
   – Vale, vale -Tickner lo pensó. Volvió a llevarse el teléfono al oído-. O'Malley.
   – Diga.
   – ¿Le ha oído?
   – Sí.
   – ¿Cuánto tardará en tener los registros de llamadas del teléfono de la habitación y el móvil del doctor Seidman? -preguntó Tickner.
   – ¿Las últimas llamadas?
   – Tiene que haber sido en los últimos quince minutos, sí.
   – Cinco minutos.
   Tickner apretó el botón de «fin de llamada».
   – ¿Dónde está el abogado de Seidman?
   – No lo sé. Creo que dijo que se marchaba.
   – Deberíamos llamarle.
   – No me pareció muy dispuesto a colaborar -dijo Regan.
   – Eso era antes, cuando creíamos que su cliente era el asesino de su esposa e hija. Ahora tenemos la teoría de que es un hombre inocente cuya vida corre peligro. -Tickner pasó a Regan la tarjeta que Lenny le había dado.
   – Lo intentaremos -dijo Regan, y empezó a marcar.
   Alcancé a Rachel justo en la ciudad de Ramsey, en la frontera norte de Nueva Jersey y sur de Nueva York. Utilizando los teléfonos logramos encontrarnos en el aparcamiento del Buen Motel, en la Ruta 17 de Ramsey, Nueva Jersey. El motel era anodino, adornado con un rótulo que anunciaba orgullosamente ¡TV color! (como si los demás moteles utilizaran televisores en blanco y negro) y todas las letras (y los puntos de exclamación) eran de colores diferentes, por si alguien no sabía lo que significaba la palabra color. Siempre me había gustado ese nombre. Buen Motel. No somos estupendos, ni somos un asco. Somos buenos y basta. Honestidad en publicidad.
   Entré en el aparcamiento. Estaba asustado. Tenía millones de preguntas que hacerle a Rachel pero, en definitiva, todas eran variaciones de la misma. Quería enterarme de lo de la muerte de su esposo, claro, pero más que nada, quería saber lo que pasaba con las malditas fotos del detective privado.
   El aparcamiento estaba a oscuras, y la poca luz que tenía procedía de la autopista. La furgoneta robada estaba junto a una máquina de Pepsi al fondo del lado derecho. No vi a Rachel bajar de la furgoneta, pero en cambio la vi subir al asiento del pasajero de mi coche.
   – Arranca -dijo.
   Me volví a mirarla, pero su cara me dejó sin habla.
   – Dios mío, ¿estás bien?
   – Estoy perfectamente.
   Su ojo derecho estaba hinchado como el de un boxeador que hubiera salido mal parado. Tenía cardenales amarillos y púrpura en el cuello. Llevaba una marca roja enorme en ambas mejillas. Podía ver las señales de los dedos que le había hundido su agresor. Incluso le habían rasgado la piel. Me pregunté si no tendría alguna lesión interna en la cara, si el golpe que le habían dado en el ojo no le habría roto algún hueso. Pero lo dudaba. Un golpe así normalmente dejaría sin conocimiento a cualquiera. De todos modos, en el mejor de los casos y si aquéllas eran sólo heridas superficiales, era sorprendente que se mantuviera en pie.
   – ¿Qué demonios ha pasado? -pregunté.
   Ella tenía el Palm Pilot en la mano. Lá pantalla era deslumbrantemente brillante en la oscuridad del coche. Ella la miró y dijo:
   – Coge la Diecisiete en dirección sur. Deprisa, no quiero que se alejen demasiado.
   Puse marcha atrás, retrocedí, y me metí en la autopista. Metí la mano en el bolsillo y le mostré el frasco de Vioxx.
   – Esto te ayudará a amortiguar el dolor.
   Rachel lo destapó.
   – ¿Cuántas tengo que tomarme?
   – Una.
   La sacó con el dedo índice. No apartaba los ojos de la pantalla del Palm Pilot. Se tragó la pastilla y me dio las gracias.
   – Cuéntame lo que ha pasado -dije.
   – Tú primero.
   La puse al corriente lo mejor que pude. Seguíamos por la Ruta 17. Pasamos las salidas de Allendale y Ridgewood. Las calles estaban vacías. Las tiendas -y las había a montones, porque aquella autopista era prácticamente un centro comercial continuo- estaban cerradas. Rachel me escuchó sin interrumpirme. Yo la miraba mientras conducía. Parecía sufrir.
   Cuando terminé, me preguntó:
   – ¿Estás seguro de que no era Tara la del coche?
   – Sí.
   – He vuelto a llamar a mi colega del ADN. Las capas siguen encajando. No lo entiendo.
   Yo tampoco.
   – ¿Qué te ha pasado a ti?
   – Alguien me atacó. Te estaba observando con las gafas de visión nocturna. Vi que dejabas la bolsa del dinero y empezabas a caminar. Había una mujer agazapada en los matorrales. ¿La viste?
   – No.
   – Tenía una pistola. Creo que pretendía matarte.
   – ¿Una mujer?
   – Sí.
   No sabía cómo reaccionar ante aquello.
   – ¿La viste bien?
   – No. Estaba a punto de gritar para avisarte cuando ese monstruo me agarró por detrás. Era fuerte como un toro. Me levantó del suelo por el cuello. Creía que me iba a arrancar el cráneo.
   – Dios mío.
   – Bueno, el caso es que pasó un coche de policía. El tío se asustó. Me pegó un puñetazo -se señaló el ojo morado- y perdí el conocimiento. No sé cuánto rato estuve tirada en el suelo. Cuando me desperté, había polis por todas partes. Me acurruqué en un rincón en la oscuridad. No creo que me vieran o quizá pensaron que era una indigente durmiendo la mona. Comprobé el Palm Pilot y vi que el dinero estaba en movimiento.
   – ¿En qué dirección?
   – Hacia el sur, cerca de la calle 168. De repente se paró. Mira, esto… -me señaló la pantalla-, funciona de dos maneras. Si enfoco, alcanzo unos cuatrocientos metros. Si me aparto un poco, como ahora, tengo más una idea que una dirección concreta. Ahora mismo, basándome en la velocidad, diría que los tenemos a unos ocho kilómetros por delante todavía en la Ruta 17.
   – Pero cuando los localizaste por primera vez, ¿estaban en la calle 168?
   – Sí. Entonces empezaron a ir en dirección a la ciudad a toda prisa.
   Reflexioné sobre esto.
   – El metro -dije-. Tomaron el tren A en la estación de la calle 168.
   – Eso es lo que pensé. En fin, robé la furgoneta. Me dirigí al centro. Estaba cerca de los setenta cuando de repente doblaron hacia el este. Esta vez fue sólo parar y salir.
   – Paraban por los semáforos. Ya tenían un coche.
   Rachel asintió.
   – Cogieron velocidad en la FDR y el Harlem River Drive. Intenté atajar por la ciudad, pero tardaba demasiado. Me quedé atrás unos ocho o nueve kilómetros. Y el resto ya lo sabes.
   Tuvimos que aminorar por unas obras nocturnas cerca del cruce con la Ruta 4. Los tres carriles se habían reducido a uno. La miré, con sus moratones e hinchazones, y la marca de la mano gigantesca en la piel. Ella me devolvió la mirada, pero no dijo nada. Le acaricié la cara con toda la suavidad de que fui capaz. Ella cerró los ojos, como si la ternura fuera demasiado para ella, e incluso en aquella situación los dos supimos que nos sentíamos bien. Algo antiguo y dormido se agitó muy dentro de mí. Mantuve los ojos en aquella cara amada y perfecta. Le aparté el pelo. Se le escapó una lágrima de un ojo que resbaló por la mejilla. Ella me puso una mano en la muñeca. Sentí un calor que se iniciaba allí y se esparcía.
   Una parte de mí -sí, ya sé lo mal que suena- quería abandonar aquella persecución. El secuestro había sido una trampa. Mi hija había desaparecido. Mi esposa estaba muerta. Alguien intentaba matarme. Había llegado el momento de empezar de nuevo, de darme otra oportunidad, una posibilidad, esta vez, de hacerlo bien. Tenía ganas de dar la vuelta y tomar la dirección opuesta. Tenía ganas de conducir -sin parar- y no preguntarle nunca por la muerte de su esposo ni por las fotografías del CD. Podía olvidarlo todo, sabía que podía. Mi vida estaba repleta de procedimientos quirúrgicos que alteraban la superficie, que ayudaban a las personas a empezar de nuevo, que mejoraban lo que era visible y en consecuencia lo que no lo era. Esto podría ser lo que pasara aquí. Un simple lifting facial. Haría mi primera incisión el día antes de aquella malograda fiesta, arrancaría los pliegues de catorce años, y cerraría la sutura hoy. Cosería los dos momentos juntos. Cortar y coser. Que aquellos catorce años desaparecieran como si no hubieran existido.
   Rachel abrió los ojos y me di cuenta de que estaba pensando más o menos lo mismo, que esperaba que yo anulara la persecución y diera la vuelta. Pero, evidentemente, no podía. Parpadeamos. Las obras terminaban. Me soltó el brazo. Me arriesgué a mirar de reojo a Rachel. No, ya no teníamos veintiún años, pero eso era lo de menos. Ahora lo veía. Seguía queriéndola. Aunque sea irracional, tonto, absurdo e ingenuo. Seguía queriéndola. En aquellos años, podía haberme convencido de otra cosa, pero nunca había dejado de quererla. Seguía siendo preciosa, perfecta, y cuando yo pensaba en lo cerca de la muerte que había estado, en aquellas manos gigantescas que le cortaban la respiración, aquellas dudas molestas se suavizaron. No desaparecerían. Hasta que no supiera la verdad, no. Pero fuera cual fuera la respuesta, no me consumirían.
   – ¿Rachel?
   Pero ella se incorporó de golpe en el asiento, con los ojos fijos en el Palm Pilot.
   – ¿Qué pasa? -pregunté.
   – Se han parado -dijo Rachel-. Les alcanzaremos dentro de tres kilómetros.
 
   

Capítulo 31

   Steven Bacard colgó el teléfono.
   «Te deslizas en el mal -pensó-. Cruzas la línea sólo un momento. Vuelves atrás. Te sientes seguro. Cambias las cosas, creyendo que es lo mejor. La línea sigue allí. Todavía está intacta. Sí, vale, puede que ahora esté un poco borrosa, pero todavía puedes verla con claridad. Y cuando vuelvas a cruzarla es posible que la línea se haya difuminado un poco más. Pero tienes tus recursos. Pase lo que pase con la línea, tú recuerdas dónde está.»
   ¿O no?
   Había un espejo detrás del repleto bar del despacho de Steven Bacard. Su interiorista había insistido en que todas las personas de prestigio tenían que tener un lugar para brindar por sus éxitos. Y por eso él tenía uno. Ni siquiera bebía. Steven Bacard miró fijamente su imagen reflejada y pensó, no por primera vez en su vida: «mediocre». Siempre había sido mediocre. Sus notas en la escuela, su puntuación en el examen académico de aptitud y el examen de admisión a la Facultad de Derecho, su expediente académico de la Facultad de Derecho, su nota en el examen para colegiarse (no lo pasó hasta el tercer intento). Si la vida fuera un partido idonde los niños eligen a los jugadores de su equipo, a él lo elegirían hacia la mitad, después de los buenos atletas y antes de los realmente malos: en aquella zona destinada a quienes no dejan huella.
   Bacard se había hecho abogado porque creía que eso le daría cierto prestigio. No fue así. Nadie le dio trabajo. Abrió un lamentable gabinete cerca de los juzgados de Paterson, compartiendo local con prestamistas. Persiguió ambulancias, pero ni dentro de aquella lastimosa manada logró distinguirse. Se casó con una mujer de una posición ligeramente superior a la suya, pero ella se lo recordaba siempre que podía.
   En lo que Bacard sí había estado por debajo de la media -muy por debajo de la media- había sido en recuento de esperma. Por mucho que lo intentó -y a Dawn, su esposa, realmente no le entusiasmaba que lo intentará- no logró dejar embarazada a su mujer. Después de cuatro años, intentaron la adopción. De nuevo, Steven Bacard cayó en el abismo de lo absolutamente insignificante, lo que hizo que encontrar a un niño blanco -algo que Dawn deseaba fervientemente- fuera casi imposible. Él y Dawn fueron a Rumania, pero los niños que estaban disponibles eran o bien demasiado mayores o habían nacido con algún problema relacionado con la adicción a las drogas de sus padres.
   Pero fue allí, en el extranjero, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, donde Steven Bacard tuvo finalmente una idea que, después de treinta y ocho años, lo hizo destacarse del montón.
   – ¿Algún problema, Steven?
   La voz lo sobresaltó. Se apartó de su propio reflejo. Lydia estaba de pie entre las sombras.
   – Qué forma de mirarte al espejo -dijo Lydia, añadiendo un «oh-oh» al final-. ¿No fue la ruina de Narciso?
   Bacard no podía evitarlo. Se puso a temblar. No era sólo por Lydia, aunque la verdad era que ella le producía aquel efecto a menudo. La llamada le había puesto nervioso. Pero que Lydia hubiera aparecido sin más había sido el colmo. No tenía ni idea de cómo había entrado ni cuánto tiempo llevaba allí. Quería preguntarle qué había sucedido aquella noche. Quería detalles. Pero no había tiempo.
   – La verdad es que tenemos un problema -dijo Bacard.
   – Cuéntame.
   Los ojos de la chica lo dejaron helado. Eran grandes, luminosos y hermosos pero no se percibía nada tras ellos, sólo un abismo frío, ventanas de una casa abandonada hacía mucho. Lo que había descubierto Bacard en Rumania -lo que le había ayudado finalmente a apartarse del montón- fue una forma de saltarse el sistema. De repente, por primera vez en su vida, Bacard tenía una buena racha. Dejó de perseguir ambulancias. La gente empezó a mirarle con respeto. Lo invitaban a fiestas para recaudar fondos. Se le pedía que hiciera de orador. Su esposa, Dawn, volvió a sonreírle y a preguntarle cómo había pasado el día. Hasta llegó a aparecer en el News 12 de Nueva Jersey cuando el canal de cable necesitaba un experto legal. Pero dejó de hacerlo cuando un colega del extranjero le recordó los peligros de la publicidad excesiva. Además, ya no necesitaba atraer clientes. Le encontraban ellos, los padres que buscaban un milagro. Los desesperados siempre lo han hecho, como las plantas que luchan en la oscuridad por atrapar el mínimo haz de luz. Y él, Steven Bacard, era el haz de luz.
   Señaló el teléfono.
   – Acabo de recibir una llamada.
   – ¿Y?
   – Hay un micrófono en el dinero del rescate -dijo.
   – Hemos cambiado las bolsas.
   – No sólo en la bolsa. Hay un aparato en el dinero. Entre los billetes o algo así.
   La cara de Lydia se ensombreció.
   – ¿Tu informador no lo sabía antes?
   – Mi informador no sabía nada de nada hasta ahora.
   – ¿Qué me estás diciendo? -preguntó ella lentamente-. ¿Que ahora mismo la Policía sabe exactamente dónde estamos?
   – La Policía no -dijo él-. El micrófono no lo puso la Policía ni lo hicieron tampoco los federales.
   Esto sorprendió a Lydia, pero luego asintió con la cabeza.
   – El doctor Seidman.
   – No exactamente. Hay una mujer llamada Rachel Mills que lo ayuda. Había sido agente federal.
   Lydia sonrió como si comprendiera.
   – ¿Y la tal Rachel Mills, la ex agente, es la que ha puesto un localizador en el dinero?
   – Sí.
   – ¿Y ahora nos está siguiendo?
   – Nadie sabe dónde está -dijo Bacard-. Tampoco saben dónde está Seidman.
   – Mmm -murmuró Lydia.
   – La Policía cree que la tal Rachel está implicada.
   Lydia levantó la barbilla.
   – ¿Implicada en el secuestro original?
   – Y en el asesinato de Monica Seidman.
   Esto hizo gracia a Lydia. Sonrió y Bacard sintió un escalofrío en la columna.
   – ¿Lo estuvo, Steven?
   Bacard se balanceó.
   – No tengo ni idea.
   – La ignorancia es una bendición, ¿a que sí?
   Bacard decidió no contestar.
   – ¿Tienes el arma? -preguntó Lydia.
   Bacard se puso rígido.
   – ¿Qué?
   – El arma de Seidman. ¿La tienes?
   Aquello no le hizo gracia a Bacard. Sentía que se hundía. Consideró la posibilidad de mentir, pero entonces vio los ojos de ella.
   – Sí.
   – Tráela -dijo-. ¿Y Pavel? ¿Has sabido algo de él?
   – No está contento con lo sucedido. Quiere saber qué pasa.
   – Lo llamaremos al coche.
   – ¿Nosotros?
   – Sí. Manos a la obra, Steven.
   – ¿Tengo que ir contigo?
   – Por supuesto.
   – ¿Qué piensas hacer?
   Lydia se puso un dedo en los labios.
   – jChist! -contestó-. Tengo un plan.
   – Vuelven a moverse -dijo Rachel.
   – ¿Cuánto tiempo han estado parados? -pregunté.
   – Unos cinco minutos. Puede que se hayan encontrado con alguien y le hayan pasado el dinero. O puede que estuvieran repostando. Dobla a la derecha.
   Salimos de la Ruta 3 por Century Road. El estadio de los Giants se veía a lo lejos. Al cabo de un par de kilómetros, Rachel señaló por la ventanilla.
   – Estuvieron por aquí.
   El rótulo decía metrovista y el aparcamiento parecía ser una interminable extensión, que desaparecía en los lejanos páramos. Metro Vista era un típico complejo de oficinas de Nueva Jersey, construido durante la gran expansión de los ochenta. Centenares de oficinas, todas frías e impersonales, relucientes y robotizadas, con demasiadas ventanas opacas que no dejaban entrar suficiente luz solar. Las farolas de vapor zumbaban y era fácil imaginarse, si no oír, el tono monótono de las abejas obreras.
   – No han parado a poner gasolina -murmuró Rachel.
   – ¿Qué hacemos ahora?
   – Lo único que podemos hacer -dijo ella-. Seguir persiguiendo el dinero.
 
   Heshy y Lydia se dirigían al oeste hacia la autopista estatal Garden. Steven Bacard les seguía en su coche. Lydia abrió los fajos de billetes. Tardó diez minutos en encontrar el localizador. Lo arrancó del hueco del dinero.
   Lo levantó para que Heshy pudiera verlo.
   – Muy lista -comentó.
   – O hemos cometido un desliz.
   «Nunca hemos sido perfectos, Oso.
   Heshy no contestó. Lydia bajó la ventanilla. Sacó la mano e hizo señales a Bacard para que les siguiera. Él respondió con un gesto dando a entender que había comprendido. Cuando redujeron la marcha en el peaje, Lydia besó rápidamente a Heshy en la mejilla y bajó del coche. Se llevó el dinero. Ahora Heshy estaba solo con el localizador. Si la tal Rachel seguía con vida o la Policía se había enterado de lo que pasaba pararían a Heshy. Él tiraría el aparato a la calle. Lo encontrarían, por supuesto, pero no podrían demostrar que procedía del coche de Heshy. Y aunque pudieran, ¿qué? Registrarían a Heshy y su coche y no encontrarían nada. Ni niño, ni nota de rescate, ni dinero, ni nada. Estaba limpio.
   Lydia corrió al coche de Steven Bacard y subió al asiento del pasajero.
   – ¿Has localizado a Pavel? -preguntó.
   – Sí.
   Lydia cogió el teléfono. Pavel se puso a gritar en su lengua materna, fuera cual fuera. Ella esperó y luego le dijo dónde iban a encontrarse. Cuando Bacard oyó la dirección, volvió la cabeza hacia ella sorprendido. Ella sonrió. Pavel, por supuesto, no comprendió el significado del lugar, pero ¿por qué habría de comprenderlo? Protestó un poco más, pero finalmente se calmó y dijo que estaría allí. Lydia colgó el teléfono.
   – No puedes hablar en serio -dijo Bacard.
   – ¡Chist!
   Su plan era bastante sencillo. Lydia y Bacard irían velozmente al punto de encuentro mientras Heshy, que llevaba el localizador, daría vueltas. Cuando Lydia estuviera preparada, llamaría a Heshy al móvil. Sólo entonces se dirigiría Heshy al lugar de encuentro. Él llevaría el localizador. Esperaban que la mujer, la tal Rachel Mills, le siguiese.
   Ella y Bacard llegaron allí en veinte minutos. Lydia vio un coche aparcado un poco más arriba. Se imaginó que era el de Pavel. Un Toyota Célica robado. A Lydia no le gustó. Los coches desconocidos aparcados en calles como aquélla llamaban la atención. Miró a Steven Bacard. Estaba pálido como la luna. Casi parecía que flotara, desprendido del cuerpo. Desprendía oleadas de miedo. Agarraba el volante con los dedos tensos. Bacard no tenía estómago para aquello. Sería un engorro.
   – Puedes dejarme aquí -dijo ella.
   – Quiero saber qué pasa -empezó él-, qué piensas hacer.
   Ella se limitó a mirarlo.
   – Dios mío.
   – Ahórrame la demostración de indignación.
   – Nadie tenía que salir herido.
   – ¿Como Monica Seidman, por ejemplo?
   – Nosotros no tuvimos nada que ver con aquello.
   Lydia negó con la cabeza.
   – Y la hermana, ¿cómo se llamaba?, ¿Stacy Seidman?
   Bacard abrió la boca como si quisiera discutir. Pero luego bajó la cabeza. Ella sabía lo que había querido decir. Stacy Seidman era una drogadicta. Era inútil, prescindible, un peligro, destinada a la muerte, fuera cual fuera su justificación. Los hombres como Bacard necesitaban justificaciones. A su modo de ver, no vendía bebés. Creía realmente que estaba haciendo un servicio. Y si ganaba dinero -montones de dinero- con ello y violaba la ley…, bueno, estaba corriendo un riesgo enorme por ayudar a otros. ¿No deberían compensarle bien?
   Pero a Lydia no le interesaba ahondar en su pensamiento ni consolarle. Había contado el dinero en el coche. Él la había contratado. Su parte era un millón de dólares. Bacard se quedaba con el otro millón. Se colocó en el hombro la bolsa de su dinero y del de Heshy. Bajó del coche. Steven Bacard miró hacia delante. No rechazó el dinero. No la llamó y le dijo que quería lavarse las manos de aquello. Tenía un millón de dólares en el asiento contiguo. Bacard lo quería. Ahora su familia tenía una gran casa en Alpine. Sus hijos iban a escuelas privadas. De modo que no, Bacard no se echó atrás. Simplemente miró al frente y puso en marcha el coche.
   Cuando se marchó, Lydia llamó a Pavel con el dispositivo de radio del teléfono móvil. Pavel estaba escondido en unos arbustos calle arriba. Todavía llevaba la camisa de franela. Caminaba pesadamente. Sus dientes habían sufrido una vida de tabaco y costumbres poco saludables. Tenía la nariz torcida por demasiadas peleas. Era un producto de lo peor de los Balcanes. Había visto de todo en la vida. Pero le daba igual. Si no sabes lo que pasa, es como si no pasara.
   – Tú -dijo, escupiendo la palabra-. Tú no me dices.
   Pavel tenía razón. Ella no le contaba. Dicho de otro modo, él no sabía nada. Su inglés iba más allá del chapurreo, lo que lo había hecho perfecto para aquel delito. Había llegado de Kosovo hacía dos años con una mujer embarazada. Durante la primera entrega del rescate, Pavel había recibido instrucciones precisas. Le habían dicho que esperara a que un coche concreto entrara en el aparcamiento, que se acercara a él sin hablar con el hombre, que recogiera la bolsa, que se metiera en la furgoneta. Ah, y para confundirlo todo un poco más, le dijeron a Pavel que mantuviera el teléfono delante de la boca y simulara que hablaba con alguien.
   Eso fue todo.
   Pavel no tenía ni idea de quién era Marc Seidman. No tenía ni idea de lo que había en la bolsa, ni sabía nada del secuestro, ni del rescate, nada. No llevaba guantes -sus huellas dactilares no estaban archivadas en Estados Unidos- y no llevaba identificación.
   Le pagaron dos mil dólares y lo mandaron de vuelta a Kosovo. Basándose en la descripción bastante concreta, de Seidman, la Policía había hecho circular un dibujo de un hombre que, a efectos prácticos, era imposible encontrar. Cuando decidieron volver a representar la entrega del rescate, Pavel les pareció el hombre necesario de forma natural. Iría vestido del mismo modo, parecería el mismo, jugaría con la mente de Seidman por si acaso éste decidía no ser tan dócil esta vez.
   Pero Pavel era realista. Se adaptaba. Se había pasado la vida vendiendo mujeres en Kosovo. La trata de blancas disimulada en clubes nocturnos era un gran negocio, aunque Bacard se había inventado una nueva forma de utilizar a aquellas mujeres. Pavel, que no se asustaba por los cambios repentinos, haría lo que hiciera falta. Se puso un poco arrogante con Lydia, pero en cuanto ésta le pasó un fajo de cinco mil dólares, se calló. Ya no tenía ganas de discutir. Sólo había que saber tratarle.
   Lydia entregó un arma a Pavel. Él sabía usarla.
   Pavel se instaló cerca del paseo de la casa, con la radio abierta. Lydia llamó a Heshy y le dijo que estaban a punto. Quince minutos después, Heshy pasó junto a ellos. Lanzó el localizador por la ventana del coche. Lydia lo atrapó al vuelo y le mandó un beso. Heshy siguió conduciendo. Lydia llevó el localizador al patio de atrás. Sacó el arma y esperó.
   La oscuridad de la noche empezaba a ceder ante el amanecer. Ella sentía el cosquilleo corriendo por las venas. Sabía que Heshy no estaba lejos. Le habría gustado participar, pero era el turno de Lydia. La calle estaba silenciosa. Eran las cuatro de la madrugada.
   Cinco minutos después, oyó que un coche se detenía.
 
   

Capítulo 32

   Algo andaba realmente mal.
   Las calles eran cada vez más familiares, tanto que apenas me fijaba en ellas. Estaba concentrado, alerta, y casi no sentía el dolor de las costillas. Rachel estaba absorta en su Palm Pilot. Cambiaba pantallas con el lápiz óptico, inclinaba la cabeza, cambiaba los ángulos de visión. Buscó en el asiento trasero y encontró un mapa de carreteras de Zia. Con el capuchón del bolígrafo en la boca, Rachel empezó a marcar la ruta, intentando discernir la pauta, supongo. O a lo mejor sólo ganaba tiempo, para que no le preguntara lo inevitable.
   Pronuncié su nombre suavemente. Ella me miró un instante, pero volvió a dedicar su atención a la pantalla.
   – ¿Sabías algo de aquel CD antes de venir aquí? -le pregunté.
   – No.
   – Había fotos de ti delante del hospital donde trabajo.
   – Eso me has dicho.
   Volvió a cambiar la pantalla.
   – ¿Las fotos son reales? -pregunté.
   – ¿De verdad?
   – Quiero decir si fueron alteradas digitalmente o algo así, o si estabas de verdad frente a mi consulta hace dos años.
   Rachel siguió con la cabeza baja, pero por el rabillo del ojo pude ver que bajaba los hombros.
   – A la derecha -dijo-. Sube.
   Estábamos en la avenida Glen. Aquello me ponía nervioso. Mi viejo instituto estaba a la izquierda. Lo habían remodelado hacía cuatro años, añadiéndole una sala de pesas, una piscina, y otro gimnasio. Habían revestido la fachada y le habían dado aire de antigüedad con una hiedra que le infundía un carácter propiamente académico, como recordando a los jóvenes de Kasselton lo que se esperaba de ellos.
   – ¿Rachel?
   – Sí lo son, Marc.
   Asentí para mí mismo. No sé por qué. A lo mejor yo también quería ganar tiempo. Me encaminaba hacia algo peor que unas aguas sin cartografiar. Sabía que las respuestas volverían a alterarlo todo, a embrollarlo, cuando yo lo que quería era ordenar mi mundo.
   – Creo que me debes una explicación -dije.
   – Es cierto. -No dejó de mirar la pantalla-. Pero ahora no.
   – Sí, ahora.
   – Tenemos que concentrarnos en lo que estamos haciendo.
   – No me vengas con historias. Sólo estoy conduciendo. Puedo hacer dos cosas a la vez.
   – Puede ser -dijo ella-. Pero yo no.
   – Rachel, ¿qué hacías frente a aquel hospital?
   – Guau.
   – ¿Guau qué?
   Nos acercábamos al semáforo de la avenida Kasselton. Debido a la hora, las luces estaban en ámbar intermitente. Ceñudo, me volví hacia ella.
   – ¿Por dónde?
   – A la derecha.
   Se me heló el corazón.
   – No entiendo nada.
   – El coche se ha parado otra vez.
   – ¿Dónde?
   – O yo no entiendo nada -dijo Rachel, y finalmente levantó la cabeza y me miró a los ojos-, o están en tu casa.
   Doblé a la derecha. Rachel ya no tenía que dirigirme. Ella mantenía los ojos fijos en la pantalla. Estábamos a menos de un kilómetro de distancia. Mis padres habían hecho aquel trayecto para ir al hospital el día que nací yo. Pensé en todas las veces que yo había estado en aquella calle desde entonces. Es un pensamiento absurdo, pero la cabeza funciona así.
   Doblé a la derecha en Monroe. La casa de mis padres estaba a la izquierda. Todas las luces estaban apagadas menos la lámpara de la planta baja, como siempre. Tenía un temporizador. Se encendía de siete de la tarde a cinco de la madrugada. Yo lo había puesto en una de esas bombillas de larga duración y bajo consumo que parecen un cucurucho de vainilla. Mamá siempre se maravillaba de lo mucho que duraban. Ella había leído no sé dónde que dejar una radio puesta también era una buena forma de asustar a los ladrones, y tenía una vieja radio AM constantemente sintonizada en una emisora de tertulias. El problema era que el ruido de la radio no la dejaba dormir y ponía el volumen tan bajo que un ladrón habría tenido que pegar el oído a la radio para que su sonido lo ahuyentara.
   Iba a entrar en mi calle, Darby Terrace, cuando Rachel dijo:
   – Reduce.
   – ¿Se mueven?
   – No. El sonido sigue procediendo de tu casa.
   Miré calle arriba. Empecé a pensar.
   – No se puede decir que hayan tomado el camino más directo para venir aquí.
   – Ya lo sé -dijo ella.
   – A lo mejor han encontrado tu localizador -apunté.
   – Es precisamente lo que estaba pensando.
   Hice avanzar lentamente el coche. Estábamos enfrente de la vivienda de los Citrón, a dos casas de la mía. No había ninguna luz, ni siquiera una con temporizador. Rachel se mordió el labio inferior. Llegamos a la casa de los Kadison, cada vez más cerca de la entrada de mi jardín. Era una de esas situaciones que la gente describe como «calma excesiva», como si el mundo se hubiera paralizado, como si todo lo que veías, incluso los objetos inanimados, intentaran mantenerse inmóviles.
   – Esto tiene que ser una trampa -dijo.
   Estaba a punto de preguntarle qué íbamos a hacer -retroceder, aparcar y caminar, pedir ayuda a la Policía – cuando la primera bala hizo añicos el parabrisas. Pedazos de cristal me dieron en la cara. Oí un gritito. Inconscientemente, bajé la cabeza y levanté el antebrazo. Miré hacia abajo y vi sangre.
   – ¡Rachel!
   El segundo tiro me pasó tan cerca de la cabeza que lo sentí en el pelo. El impacto dio en mi asiento con un sonido como de cojinazo. El instinto me hizo mover de nuevo. Pero esta vez tenía una misión, alguna clase de dirección. Apreté el acelerador. El coche dio un tumbo hacia delante.
   El cerebro humano es un instrumento asombroso. No hay ordenador que pueda duplicarlo. Puede procesar millones de estímulos en centésimas de segundo. Creo que fue esto lo que pasó. Yo estaba agachado en el asiento del conductor. Alguien me estaba disparando. La parte básica de mi cerebro quería salir pitando, pero algo más profundo en el camino evolutivo se dio cuenta de que podía haber una salida mejor.
   El proceso de pensamiento duró menos de una décima de segundo, y esto es un cálculo aproximado. Apreté el acelerador. Los neumáticos chirriaron. Pensé en mi casa, en el conocido escenario, y la dirección de donde procedían las balas. Sí, ya sé lo mal que suena esto. A lo mejor es que el pánico acelera esas funciones cerebrales. No lo sé, pero fui consciente de que, de haber sido yo el que disparaba, de haber estado al acecho para la llegada del coche, me habría escondido detrás de los tres matorrales que separaban mi propiedad de la casa de al lado, la de los Christie. Los matorrales eran grandes y espesos y estaban en mi paseo. De haber entrado, bang, nos podrían haber liquidado por el lado del pasajero. Cuando dudé, cuando el tirador creyó que podíamos retroceder, todavía estaba en posición, aunque no tan buena, de liquidarnos por delante.
   O sea que miré hacia arriba, giré el volante, y apunté hacia aquellos matorrales.
   Salió un tercer tiro. Dio en algo de metal, probablemente el parachoques, con un caping. Miré de reojo a Rachel lo suficiente para hacerme una instantánea visual: tenía la cabeza baja, con una mano se apretaba un lado de la cabeza, y le resbalaba sangre entre los dedos. Se me encogió el estómago, pero mantuve la presión del pie en el pedal. Moví la cabeza de lado a lado, como para esquivar la puntería de un tirador.
   Mis faros iluminaron los matorrales.
   Vi la camisa de franela.
   Me sucedió algo. Antes he hablado de que la cordura es una cuerda fina y que la mía se había quebrado. En este caso, me entró una gran calma. Esta vez, una mezcla de rabia y miedo se apoderó de mí. Apreté más el pedal, casi a fondo. Oí un grito de sorpresa. El hombre de la camisa de franela intentó saltar a la derecha.
   Pero yo estaba preparado.
   Giré el volante hacia él como si estuviera en un auto de choque. Se oyó un estallido y un golpe sordo. Oí un grito. Se me habían enredado los matorrales en el parachoques. Busqué al hombre de la camisa de franela. No vi nada. Tenía la mano en la manilla de la puerta, a punto de abrirla y salir tras él, cuando Rachel gritó:
   – ¡No!
   Me detuve. ¡Estaba viva!
   Buscó el cambio de marchas con la mano y lo puso en marcha atrás.
   – ¡Retrocede!
   Escuché. No sé en qué había estado pensando. El hombre iba armado. Yo no. A pesar del impacto, no sabía si estaba muerto o herido o qué.
   Retrocedí. Me di cuenta de que mi oscura calle de las afueras se había iluminado. Los disparos y los chirridos de neumáticos no son ruidos habituales en Darby Terrace. La gente se había despertado y había encendido la luz. Estarían llamando al 911.
   Rachel se sentó. Me sentí aliviado. Tenía una pistola en una mano. Con la otra seguía cubriéndose la herida.
   – Es la oreja -dijo, y de nuevo, mi cabeza con sus absurdos derroteros se puso a pensar en lo que podía hacer para reparar el daño.
   »¡Allí! -gritó.
   Me volví. El hombre de la camisa de franela corría cojeando por el paseo. Giré el volante y apunté los faros del coche en su dirección. Desapareció detrás de la casa. Miré a Rachel.
   – Retrocede -dijo-. No estoy segura de que esté solo.
   Lo hice.
   – ¿Y ahora qué?
   Rachel tenía la pistola en una mano y abría la puerta con la otra.
   – Espera aquí.
   – ¿Es que te has vuelto loca?
   – Sigue con el motor en marcha y muévete un poco. Que crean que seguimos en el coche. Intentaré acercarme a ellos.
   Antes de que pudiera seguir protestando, bajó rodando por el suelo. Todavía goteando sangre por un lado, salió disparada. Siguiendo sus instrucciones, aceleré el motor y sintiéndome como un idiota, puse primera, avancé un poco, puse la marcha atrás y retrocedí.
   A los pocos segundos, perdí a Rachel de vista.
   Pocos segundos después, oí dos tiros más.
 
   Lydia lo había visto todo desde su posición en el patio de atrás.
   Pavel había disparado con precipitación. Era un error por su parte. Desde su posición detrás de un montón de leña, Lydia no veía quién había dentro del coche. Pero estaba impresionada. El conductor no sólo había hecho salir a Pavel sino que lo había atropellado.
   Pavel entró en su visión cojeando. Los ojos de Lydia se ajustaron suficientemente para ver la sangre que tenía en la cara. Levantó un brazo y le hizo un gesto para que se acercara. Pavel cayó y luego empezó a arrastrarse. Lydia mantuvo los ojos en las rutas que daban al patio. Tenían que venir por delante. Detrás de ella había una verja. Estaba cerca de la puerta de atrás del vecino por si necesitaba huir.
   Pavel siguió arrastrándose. Lydia lo instó a apresurarse sin dejar de vigilar. No sabía qué haría la ex agente. Ahora los vecinos estaban despiertos. Se habían encendido luces. La Policía estaría en camino.
   Lydia tendría que darse prisa.
   Pavel llegó al montón de leña y rodó hasta situarse junto a ella. Se quedó un momento boca arriba. Su respiración era sibilante y húmeda. Luego hizo un esfuerzo por incorporarse. Se arrodilló junto a Lydia y miró hacia el patio. Hizo una mueca y dijo:
   – Pierna rota.
   – Ya te la curaremos -dijo ella-. ¿Dónde está tu pistola?
   – Caído.
   «Imposible de identificar -pensó ella-. No pasa nada.»
   – Tengo otra arma para ti -dijo-. Vigila.
   Pavel asintió con la cabeza y escudriñó la oscuridad.
   – ¿Qué? -preguntó Lydia acercándose más a él.
   – No estoy seguro.
   Mientras Pavel vigilaba, Lydia le apretó el cañón del arma contra el punto justo detrás de su oreja izquierda. Apretó el gatillo, y le descargó dos tiros en la cabeza. Pavel cayó al suelo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.
   Lydia miró al hombre tendido en el suelo. En definitiva, era mejor así. El plan B seguramente era mejor que el plan A de entrada. De haber matado Pavel a la mujer -una ex agente del FBI- aquello no habría terminado. Habrían buscado con más interés al hombre de la camisa de franela. La investigación habría continuado. No se cerraría nunca. Así, con Pavel muerto -por el arma utilizada en la escena del crimen Seidman original- la Policía concluiría que o Seidman o Rachel (o ambos) estaban detrás de la muerte. Les arrestarían. No tendrían pruebas para condenarles, pero esto no importaba. La Policía dejaría de buscar a otras personas. Ellos podrían desaparecer con el dinero.
   Caso cerrado.
   De repente, Lydia oyó el chirrido de unos neumáticos. Tiró el arma al jardín del vecino. No quería que quedara a la vista. Sería demasiado obvio. Registró rápidamente los bolsillos de Pavel. Llevaba dinero, por supuesto, el fajo de billetes que ella le había dado. Se los dejó. Otra cosa más que lo ataría todo mejor.
   No tenía nada más en los bolsillos -ni cartera, ni un pedazo de papel, ni identificación o algo que pudiera vincularle-. Pavel era bueno en este sentido. Cada vez se encendían más luces en las ventanas. No quedaba mucho tiempo. Lydia se levantó.
   – ¡Agente federal! ¡Tire el arma!
   ¡Mierda! Una voz de mujer. Lydia disparó hacia el punto donde creía que se originaba la voz y volvió a agacharse detrás de la leña. Llegaron varios tiros en su dirección. Se acurrucó más. ¿Y ahora qué? Sin dejar la protección de la leña, Lydia estiró un brazo por detrás y abrió el pestillo de la puerta.
   – ¡Vale! -gritó-. ¡Me rindo!
   Luego saltó disparando la semiautomática. Apretó el gatillo con toda la rapidez que pudo. Salieron las balas, ensordeciéndola. No sabía si le estaban devolviendo las balas o no. Creía que no. Pero no vaciló. La puerta estaba abierta. Salió disparada por ella.
   Lydia corrió todo lo que pudo. Unos cien metros más allá, Heshy la esperaba en el jardín de un vecino. Se encontraron. Agachados, siguieron un sendero de arbustos recién podados. Heshy era bueno. Siempre se preparaba para lo peor. Su coche estaba escondido en un callejón sin salida dos calles más abajo.
   Cuando se alejaban del lugar, Heshy preguntó:
   – ¿Estás bien?
   – Perfectamente, Oso -respiró hondo, cerró los ojos y se acomodó-. Perfectamente.
   Hasta que no estuvieron cerca de la autopista, Lydia no pensó en qué habría sido del teléfono móvil de Pavel.
 
   Mi primera reacción, naturalmente, fue de pánico.
   Abrí la puerta del coche para salir en persecución de quien fuera, pero finalmente mi cerebro se impuso y me hizo retroceder. Una cosa era ser valiente o incluso temerario. Otra cosa era ser suicida. No tenía arma. Tanto Rachel como su agresor la tenían. Correr a ayudarla desarmado sería, a lo sumo, inútil.
   Pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados.
   Cerré la puerta del coche. De nuevo, pisé el acelerador a fondo. El coche dio un salto adelante. Giré el volante y crucé el césped de mi jardín. Los tiros procedían de la parte trasera de la casa. Dirigí el coche hacia allí. Pasé sobre los parterres de flores y arbustos. Hacía tanto tiempo que estaban allí que casi me dio pena.
   Mis faros bailaban en la oscuridad. Tiré hacia la derecha, esperando poder pasar alrededor del gran olmo. No era posible. El árbol estaba demasiado cerca de la casa. El coche no pasaría. Puse marcha atrás. Las ruedas se hundieron en la hierba húmeda, como si les costara avanzar. Me dirigí hacia la frontera con la propiedad de los Christie. Me llevé por delante su nueva glorieta. Bill Christie se pondría furioso.
   Ya estaba en el patio trasero. Los faros iluminaron la verja de estacas de los Grossman. Giré el volante hacia la derecha. Y entonces la vi. Apreté el freno. Rachel estaba de pie junto a la pila de leña. La leña ya estaba allí cuando compramos la casa. No la habíamos usado. Seguramente estaba podrida e infestada de insectos. Los Grossman se habían quejado de que estaba tan cerca de su verja que los insectos podrían empezar a comerse su madera. Les había prometido deshacerme de ella, pero todavía no había tenido tiempo.
   Rachel tenía la pistola en la mano, apuntaba hacia abajo. El hombre de la camisa de franela yacía a sus pies como una vieja bolsa de basura. No tuve que bajar la ventanilla. El parabrisas había desaparecido con los primeros tiros. No oí nada. Rachel levantó la mano. Me saludó indicándome que no había peligro. Salí corriendo del coche.
   – ¿Le has disparado tú? -pregunté, casi retóricamente.
   – No -dijo.
   El hombre estaba muerto. No hacía falta ser médico para verlo. La parte trasera de su cráneo había volado. La masa cerebral, coagulada y. de un blanco rosado, se había pegado a la leña. No soy experto en balística, pero el daño era grave. Había sido una bala muy grande o disparada a una distancia muy corta.
   – Había alguien más con él -dijo Rachel-. Le ha disparado y ha escapado por aquella puerta.
   Lo miré y volví a ponerme furioso.
   – ¿Quién es?
   – Le he registrado los bolsillos. Tiene un fajo de billetes, pero no lleva identificación.
   Tenía ganas de patearlo. Tenía ganas de sacudirlo y preguntarle qué le había hecho a mi hija. Le miré la cara, destrozada, pero bien parecida, y me pregunté qué le habría llevado hasta allí, por qué nuestras vidas se habían cruzado. Y fue entonces cuando noté algo raro.
   Incliné la cabeza a un lado.
   – ¿Marc?
   Me puse de rodillas. La masa cerebral no me asustaba. Las astillas de huesos y el tejido sangriento no me arredraban para nada. Había visto cosas peores. Le examiné la nariz. Era prácticamente masilla. La recordaba de la última vez. Un boxeador, había pensado. O esto o había vivido épocas muy duras. Su cabeza caía hacia atrás en un ángulo grotesco. Tenía la boca abierta. Eso era lo que me había llamado la atención.
   Le metí los dedos entre la mandíbula y el paladar y le abrí aún más la boca.
   – ¿Se puede saber qué haces? -preguntó Rachel.
   – ¿Tienes una linterna?
   – No.
   Daba igual. Le levanté la cabeza y dirigí su boca hacia el coche. Los faros lo iluminaron. Ahora lo veía claramente.
   – ¿Marc?
   – Siempre me extrañó que me permitieran verle la cara -Acerqué la cara a su boca, intentando no hacerme sombra-. Eran tan cuidadosos con todo lo demás. La voz distorsionada, el rótulo robado de la furgoneta, la mezcla de las matrículas. Pero él me permitió verle la para.
   – ¿De qué estás hablando?
   – La primera vez que le vi creí que quizá llevaba un disfraz muy elaborado. Eso tendría sentido. Pero ahora sabemos que no es así. Entonces, ¿por qué me permitió que le viera?
   Al principio ella parecía asombrada por mi seguridad, pero no duró mucho. En seguida se apuntó.
   – Porque no tiene antecedentes.
   – Puede ser. O…
   – ¿O qué? Marc, no tenemos tiempo que perder.
   – Sus arreglos dentales.
   – ¿Qué les pasa?
   – Fíjate en las coronas. Son de lata.
   – ¿Son de qué?
   Levanté la cabeza.
   – En el molar derecho superior y en la cúspide izquierda superior. Mira, nuestras coronas antes eran de oro, pero ahora son casi todas de porcelana. El dentista hace un molde para que encaje a la perfección. Pero esto es aluminio, son fundas prefabricadas. Se colocan sobre el diente y se aprietan con tenazas. Participé en dos cursos de rehabilitación oral en el extranjero, sobre todo reconstrucciones, pero vi montones de bocas con estas cosas. Las llaman latas. Y en Estados Unidos no se hacen, como no sea de forma temporal.
   Rachel se arrodilló a mi lado.
   – ¿Es extranjero?
   Asentí con la cabeza.
   – Juraría que es del antiguo bloque soviético, o algo por el estilo. Puede que de los Balcanes.
   – Esto tendría lógica -dijo-. De haber encontrado huellas las habrían mandado al archivo nacional. Lo mismo con cualquier identificación física. Nuestros archivos y ordenadores no lo habrían encontrado. Vaya, la Policía habría tardado siglos en identificarle a menos que alguien se presentara.
   – Lo que probablemente no sucederá.
   – Dios mío, por eso lo han matado. Saben que no podremos saber de dónde procede.
   Sonaron sirenas. Nos miramos.
   – Tienes que decidirte, Marc. Si nos quedamos, iremos a la cárcel. Pensarán que formaba parte del complot y que lo matamos. Creo que los secuestradores lo sabían. Los vecinos dirán que estaba todo tranquilo hasta que llegamos nosotros. De repente se oyen neumáticos y tiros. No estoy diciendo que no podamos justificarnos un día u otro.
   – Pero llevará tiempo -dije.
   – Sí.
   – Y lo que sea que hayamos encontrado aquí se esfumará. Los polis seguirán las pistas que les interesen. Y aunque nos quieran ayudar, aunque nos crean, harán mucho ruido.
   – Una cosa más -dijo ella.
   – ¿Qué?
   – Los secuestradores nos han tendido una trampa. Sabían lo del localizador.
   – Esto ya lo habíamos deducido.
   – Pero ahora me extraña, Marc. ¿Cómo lo supieron?
   La miré, recordando la advertencia en la nota de rescate.
   – ¿Una filtración?
   – Yo no lo descartaría.
   Nos fuimos al coche. Le puse una mano en el brazo. Todavía sangraba. Tenía el ojo hinchado casi cerrado. La miré y de nuevo algo primitivo se apoderó de mí. Quería protegerla.
   – Si huimos, parecerá que somos culpables -dije-. A mí tanto me da, ya no tengo nada que perder, pero ¿y tú?
   – Yo tampoco tengo nada que perder -dijo en voz baja.
   – ¿Necesitas un médico? -pregunté.
   Rachel casi sonrió.
   – ¿No eres médico tú?
   – Tienes razón.
   No había tiempo para discutir los pros y los contras. Teníamos que actuar. Subimos al coche de Zia. Di la vuelta y salí por la parte de atrás, la salida de Woodland Road. Pensamientos racionales y claros empezaban a filtrarse dentro de mí. Cuando realmente me di cuenta de dónde estábamos y lo que hacíamos, la verdad casi me paraliza. Estuve a punto de detenerme. Rachel se dio cuenta.
   – ¿Qué? -preguntó.
   – ¿Por qué huimos?
   – No te comprendo.
   – Esperábamos encontrar a mi hija o al menos al que le hizo esto. Creíamos haber encontrado una pista.
   – Sí.
   – Pero ¿no lo ves? La grieta, si es que alguna vez hubo una, ya ha desaparecido. El tipo aquel está muerto. Sabemos que es extranjero, pero ¿y qué? No sabemos quién es. Hemos llegado a un punto muerto. No tenemos más pistas.
   Rachel puso una cara maliciosa por un segundo. Metió la mano en el bolsillo y sacó algo a la vista. Un móvil. No era mío. No era suyo.
   – Quizá -dijo.
 
   

Capítulo 33

   – Lo primero -dijo Rachel- es deshacernos de este coche.
   – El coche -dije, sacudiendo la cabeza al ver los daños-. Si esta persecución no me mata, lo hará Zia.
   Rachel intentó sonreír. Habíamos pasado a otra zona, estábamos tan más allá del miedo que habíamos encontrado algo de calma. Pensé dónde podíamos ir, pero la verdad es que sólo había una alternativa.
   – Lenny y Cheryl -dije.
   – ¿Qué?
   – Viven a cuatro calles de aquí.
   Eran las cinco de la madrugada. La oscuridad se empezaba a rendir a lo inevitable. Marqué el número de la casa de Lenny y esperé que no hubiera vuelto al hospital. Respondió al primer timbre con un gruñido.
   – Tengo un problema -dije.
   – Oigo las sirenas.
   – Esto es sólo parte del problema.
   – La Policía llamó -dijo-. Cuando te marchaste.
   – Necesito tu ayuda.
   – ¿Rachel está contigo? -preguntó.
   – Sí.
   Hubo un momento de silencio incómodo. Rachel manoseaba el móvil del muerto. No tenía ni idea de lo que estaba buscando. Luego Lenny dijo:
   – ¿Qué estás tramando, Marc?
   – Encontrar a Tara. ¿Vas a ayudarme o no?
   Esta vez no hubo vacilación.
   – ¿Qué necesitas?
   – Esconder el coche que tenemos y tomar prestado otro.
   – ¿Y luego qué vais a hacer?
   Doblé a la derecha.
   – Llegaremos en un minuto. Intentaré explicártelo entonces.
 
   Lenny llevaba unos viejos pantalones grises de chándal, de los de goma en la cintura, zapatillas, y una camiseta extragrande. Apretó un botón y la puerta del garaje se cerró suavemente cuando ya estábamos dentro. Lenny parecía agotado, pero la verdad era que Rachel y yo tampoco estábamos como para que nos fotografiaran.
   Cuando Lenny vio la sangre en la cara de Rachel, retrocedió.
   – ¿Se puede saber qué ha pasado?
   – ¿Tienes gasa? -pregunté.
   – En el armario que hay sobre el fregadero de la cocina.
   Rachel todavía tenía el móvil en la mano.
   – Tengo que conectarme a Internet -dijo.
   – Mira -dijo Lenny-, tenemos que hablar de esto.
   – Habla con él -dijo Rachel-. Necesito acceder a la red.
   – En mi despacho. Ya sabes dónde está.
   Rachel entró corriendo en la casa. La seguí hasta la cocina. Ella fue al estudio. Los dos conocíamos bien la casa. Lenny se quedó conmigo. Recientemente habían renovado la cocina para convertirla en una granja francesa y habían añadido otra nevera, porque cuatro niños comen como cuatro niños. Los frontales de las dos neveras estaban repletos de obras de arte y fotos familiares y un alfabeto de brillantes colores. La nueva tenía imanes magnéticos de poesías. Las palabras estoy solo en el mar colgaba de la manilla. Me dirigí al fregadero.
   – ¿Vas a explicarme qué está pasando?
   Encontré el botiquín de Cheryl y lo cogí.
   – Ha habido un tiroteo en casa.
   Se lo expliqué por encima mientras abría el botiquín y comprobaba lo que contenía. Sería suficiente de momento. Finalmente lo miré. Lenny estaba con la boca abierta.
   – ¿Has huido de una escena de crimen?
   – Si me quedaba, ¿qué habría pasado?
   – La Policía te habría arrestado.
   – Exactamente.
   Sacudió la cabeza y sin alzar la voz dijo:
   – Ya no creen que lo hicieras tú.
   – ¿Qué quieres decir?
   – Creen que fue Rachel.
   Parpadeé sin saber cómo reaccionar.
   – ¿Te ha dado alguna explicación sobre las fotos?
   – Todavía no -contesté. Y luego-: No lo entiendo. ¿Por qué creen que fue Rachel?
   Lenny esbozó rápidamente una teoría sobre celos y rabia y los momentos clave en blanco que tenía yo antes del tiroteo. Me quedé demasiado atónito para responder. Cuando lo hice, fue para decir:
   – Es una estupidez.
   Lenny no contestó.
   – El tipo de la camisa de franela ha intentado matarnos.
   – ¿Y qué le ha sucedido a él?
   – Ya te lo he dicho. Había alguien más con él. Le han matado.
   – ¿Viste a alguien?
   – No. Rachel… -Vi a donde iba a parar-. Por favor, Lenny. No seas tonto.
   – Quiero una explicación para las fotos del CD, Marc.
   – Vale, vamos a preguntárselo.
   Cuando salimos de la cocina, vi a Cheryl en el rellano de la escalera. Me miraba desde arriba, con los brazos cruzados. No creo haber visto nunca aquella expresión en su cara. Hizo que me detuviera. Había algo de sangre en la alfombra, probablemente de Rachel. En la pared había una foto de esas de estudio de los cuatro hijos, intentando parecer naturales con sus jerséis blancos iguales de cuello alto en un fondo blanco. Niños con tanto blanco…
   – Yo me encargo de todo -dijo Lenny-. Quédate arriba.
   Cruzamos la sala. Sobre el televisor había un estuche de DVD de la última película de Disney. Estuve a punto de tropezar con una peIota y un bate de plástico. Un juego de Monopoly con los personajes del Pokemon estaban esparcidos por el suelo a media partida. Uno de los niños, supongo, había garabateado no toquéis nada en un papel y lo había colocado sobre el tablero. Al pasar junto a la chimenea, noté que recientemente habían añadido más fotografías. Los niños eran mayores, tanto en las imágenes como en la vida real. Pero la foto más antigua, la imagen del «baile de gala» de los cuatro, ya no estaba. No sabía qué significaba aquello. Probablemente nada. O quizá Lenny y Cheryl estaban siguiendo su propio consejo: era hora de seguir adelante.
   Rachel estaba sentada a la mesa de Lenny, tecleando. Se le había secado la sangre en el lado izquierdo del cuello. Su oreja tenía muy mal aspecto. Levantó la cabeza cuando nos vio y luego siguió tecleando. Le examiné la oreja. Graves daños. La bala había rozado la zona superior. También le había tocado ligeramente la cabeza. Un centímetro más -vaya, medio centímetro más- y seguramente estaría muerta. Rachel no me hizo caso, ni siquiera cuando le puse un desinfectante y una gasa. Sería suficiente por el momento. Cuando tuviera ocasión ya se lo curaría como es debido.
   – Bang -dijo Rachel de repente. Sonrió y le dio a una tecla. La impresora se puso en marcha.
   Lenny me hizo una seña. Di los últimos toques al vendaje y dije:
   – ¿Rachel?
   Ella me miró.
   – Tenemos que hablar -dije.
   – No, tenemos que salir de aquí. He encontrado una pista importante.
 
   Lenny no se movió. Cheryl entró en la habitación, todavía con los brazos cruzados.
   – ¿Qué pista? -pregunté.
   – He buscado los registros del móvil -dijo Rachel.
   – ¿Puedes hacerlo?
   – Están a la vista de todos, Marc -dijo ella, y noté su impaciencia-. Los registros de llamadas marcadas y recibidas. Es casi igual en todos los teléfonos.
   – Bien.
   – El registro de llamadas marcadas no ha servido de nada. Ningún número aparece en la guía, lo que quiere decir que si el tipo marcó alguno, fue a un número bloqueado.
   Intentaba seguir el hilo.
   – Vale.
   – Pero el registro de llamadas recibidas es otro cantar. Sólo había una llamada en la lista. Según el reloj interior, se produjo a medianoche. Acabo de comprobar el número en el listín inverso en swithcboard.com. Es una residencia. Un tal Verne Dayton de Huntersville, en Nueva Jersey.
   Ni el nombre ni la ciudad me sonaban de nada.
   – ¿Dónde está Huntersville?
   – Lo he buscado en MapQuested. Está cerca de la frontera de Pensilvania. Con el zoom he visto que la casa está aislada. Montones de hectáreas en medio de la nada.
   Sentí un escalofrío que fue esparciéndose. Me volví hacia Lenny.
   – Necesito que me dejes tu coche.
   – Espera un momento -dijo Lenny-. Aquí lo que necesitamos son respuestas.
   Rachel se puso de pie.
   – Quieres saber lo de las fotos del CD.
   – Para empezar, sí.
   – Soy la de las fotos. Sí, estaba allí. Le debo una explicación a Marc, no a vosotros. ¿Algo más?
   Por una vez, Lenny no supo qué decir.
   – También quieres saber si maté a mi marido -miró a Cheryl-. ¿Crees que maté a Jerry?
   – Yo ya no sé qué pensar -dijo Cheryl-. Pero quiero que os marchéis los dos.
   – Cheryl -dijo Lenny.
   Le lanzó una mirada que habría hecho retroceder a un rinoceronte a punto del ataque.
   – No tendrían que haber venido aquí con sus problemas.
   – Es nuestro mejor amigo. Es el padrino de nuestro hijo.
   – Pues aún peor. ¿Nos trae este peligro a casa? ¿A las vidas de nuestros hijos?
   – Por favor, Cheryl. Estás exagerando.
   – No -dije-. Tiene razón. Tenemos que irnos en seguida. Dame las llaves.
   Rachel cogió el papel de la impresora.
   – Direcciones -explicó.
   Asentí y miré a Lenny. Tenía la cabeza baja. Sus pies se movían adelante y atrás. De nuevo, pensé en nuestra infancia.
   – ¿No deberíamos llamar a Tickner y Regan? -preguntó.
   – ¿Para decirles qué?
   – Yo podría hablar con ellos -contestó Lenny-. Si Tara está en esa casa… -Calló, sacudió la cabeza como si de repente se diera cuenta de lo ridículo de la idea-…estarán mejor equipados que nosotros.
   Me puse a su lado.
   – Sabían lo del dispositivo localizador de Rachel.
   – ¿Qué?
   – Los secuestradores. No sabemos cómo. Pero lo sabían. Tú mismo, Lenny. La nota de rescate nos advertía que tenían un informador dentro. La primera vez, supieron que había hablado con la Policía. La segunda, sabían lo del localizador.
   – Eso no demuestra nada.
   – ¿Crees que tengo tiempo para ponerme a buscar pruebas?
   La expresión de Lenny cambió.
   – Sabes que no puedo arriesgarme.
   – Sí -dijo-. Lo sé.
   Lenny metió la mano en el bolsillo y sacó las llaves. Nos marchamos.
 
   

Capítulo 34

   Cuando Regan y Tickner recibieron la llamada comunicándoles el tiroteo en casa de Seidman, los dos hombres se levantaron de un salto. Estaban cerca del ascensor cuando sonó el móvil de Tickner.
   Una voz femenina altiva y exageradamente formal dijo:
   – ¿Agente especial Tickner?
   – Al habla.
   – Soy la agente especial Claudia Fisher.
   A Tickner le sonaba el nombre de la mujer. Había coincidido con ella un par de veces.
   – ¿Qué pasa? -preguntó.
   – ¿Dónde se encuentra en este momento? -preguntó.
   – En el Presbyterian Hospital de Nueva York, pero me dirijo a Nueva Jersey.
   – No -dijo ella-. Por favor preséntese inmediatamente en el uno de Federal Plaza.
   Tickner miró su reloj. Eran las cinco de la madrugada.
   – ¿Ahora?
   – Eso es lo que significa inmediatamente, sí.
   – ¿Puedo preguntar para qué?
   – El director en funciones Joseph Pistillo desea verle.
   ¿Pistillo? Eso lo hizo detenerse. Pistillo era el mejor agente de la Costa Este. Era el jefe del jefe del jefe de Tickner.
   – Pero es que me dirigía a una escena de crimen.
   – No se trata de una petición -dijo Fisher-. El director Pistillo está aquí. Le espera aquí dentro de media hora.
   Y colgó el teléfono. Tickner bajó la mano.
   – ¿De qué va esto? -preguntó Regan.
   – Tengo que irme -dijo Tickner, bajando por el pasillo.
   – ¿Adónde?
   – Mi jefe quiere verme.
   – ¿Ahora?
   – Ahora mismo -Tickner ya estaba a medio pasillo-. Llámeme cuando sepa algo.
 
   – No es fácil hablar de esto -dijo Rachel.
   Conducía yo. Las preguntas sin responder empezaban a acumularse, y eran como un peso sobre nosotros que absorbía toda nuestra energía. Mantuve los ojos en la calle y esperé.
   – ¿Estaba Lenny contigo cuando viste las fotos? -preguntó.
   – Sí.
   – ¿Le sorprendieron?
   – A mí me lo pareció.
   Rachel se acomodó.
   – Seguramente a Cheryl no le habrían sorprendido.
   – ¿Y eso por qué?
   – Cuando le pediste mi teléfono, me llamó para advertírmelo.
   – ¿Qué? -pregunté.
   – Sobre nosotros.
   No hacían falta más explicaciones.
   – A mí también me habló -dije.
   – Cuando Jerry murió… mi marido se llamaba Jerry Camp, cuando murió, podría decirse que fue una época muy difícil para mí.
   – Lo comprendo.
   – No -dijo ella-. No en ese sentido. A Jerry y a mí hacía tiempo que nonos iba bien. No sé si alguna vez nos fue bien. Cuando fui a entrenarme a Quantico, Jerry era uno de mis instructores. Más que esto, era una leyenda. Uno de los mejores agentes de todas las épocas. ¿Recuerdas el caso KillRoy de hace unos años?
   – Era un asesino en serie, creo.
   Rachel asintió con la cabeza.
   – Su captura se produjo prácticamente gracias a Jerry. Tenía uno de los historiales más distinguidos de la agencia. Respecto a mí… no sé cómo ocurrió exactamente. O quizá sí. Era mayor que yo. Puede que fuera como una figura paterna. A mí me encantaba el FBI. Era toda mi vida. Jerry se enamoró de mí. Me halagaba. Pero no sé si alguna vez llegué a enamorarme de él.
   Calló. Sentía sus ojos sobre mí. Yo mantuve los míos en la calle.
   – ¿Amabas a Monica? -preguntó-. ¿La amabas de verdad?
   Los músculos del hombro se tensaron.
   – ¿Por qué me preguntas eso, si puede saberse?
   Se quedó muy quieta y luego dijo:
   – Perdona. Estaba fuera de lugar.
   El silencio se hizo más denso. Intenté controlar mi respiración.
   – Me estabas hablando de las fotos.
   – Sí -Rachel empezó a jugar con los dedos. Sólo llevaba un anillo. Lo retorció y tiró de él-. Cuando Jerry murió…
   – Le dispararon -interrumpí.
   Volví a sentir los ojos de ella sobre mí.
   – Le dispararon, sí.
   – ¿Le disparaste tú?
   – Esto no puede ser, Marc.
   – ¿Qué no puede ser?
   – Te muestras hostil.
   – Sólo quiero saber si le disparaste a tu marido.
   – Deja que te lo cuente a mi manera, ¿de acuerdo?
   En su tono había ahora un punto de frialdad. Cedí y me encogí de hombros.
   – Cuando murió, lo perdí todo. Me vi obligada a dimitir. Todo lo que tenía, mis amigos, mi trabajo, vaya, mi vida, estaba relacionado con la agencia. Y se esfumó. Empecé a beber. Me fui hundiendo en la miseria. Toqué fondo. Y cuando tocas fondo, buscas una manera de volver a la superficie. Buscas lo que sea. Te desesperas.
   Reduje la marcha en un cruce.
   – No lo estoy explicando bien -dijo.
   Entonces me sorprendí a mí mismo. Alargué una mano y la puse sobre las suyas.
   – Cuéntalo y basta.
   Asintió; mantuvo la mirada baja, clavada en mi mano sobre las suyas. La dejé allí.
   – Una noche que había bebido demasiado marqué el número de tu casa.
   Recordé que Regan me había dicho lo del registro de llamadas.
   – ¿Cuándo fue?
   – Unos meses antes de la agresión.
   – ¿Te contestó Monica? -pregunté.
   – No. Salió tu contestador. Sé… sé lo tonto que parece, pero te dejé un mensaje.
   Lentamente retiré mi mano.
   – ¿Qué dijiste exactamente?
   – No me acuerdo. Estaba borracha. Lloraba. Creo que dije que te echaba de menos y esperaba que me llamaras. No creo que fuera más lejos.
   – No recibí el mensaje -dije.
   – Ahora lo sé.
   Algo empezaba a encajar.
   – Esto significa que Monica lo escuchó -dije.
   Unos meses antes de la agresión. Cuando Monica se sentía más insegura. Cuando empezamos a tener problemas serios. Recordé también otras cosas. Recordé que Monica lloraba a menudo por la noche. Recordé que Edgar me había dicho que ella había empezado a ir a un psiquiatra. Y yo allí, en mi pequeño mundo cerrado, llevándola a casa de Lenny y Cheryl, sometiéndola a la visión de aquella fotografía con mi antiguo amor, mi antiguo amor que había llamado a casa una noche para decir que me echaba de menos.
   – Dios mío -dije-. No me extraña que contratara a un detective. Quería saber si la engañaba. Seguramente le contó lo de la llamada y nuestra relación pasada.
   Rachel no dijo nada.
   – Pero todavía no has contestado a la pregunta, Rachel. ¿Qué hacías frente al hospital?
   – Fui a Nueva Jersey a ver a mi madre. -Su voz estaba tensa-. Ya te dije que tenía un piso en West Orange.
   – ¿Y qué? ¿Vas a decirme que estaba ingresada allí?
   – No. -Calló un momento. Yo conducía. Estuve a punto de poner la radio, por costumbre, por hacer algo-. ¿Tengo que decirlo?
   – Creo que sí -dije. Pero lo sabía. Lo entendía perfectamente.
   Su voz estaba exenta de toda pasión.
   – Mi marido estaba muerto. No tenía trabajo. Lo había perdido todo. Había hablado mucho con Cheryl. Por lo que ella me decía tú tenías problemas con tu esposa. -Se volvió a mirarme-. Vamos, Marc. Sabes perfectamente que nunca superamos la separación. O sea que aquel día fui al hospital a verte. No sé qué esperaba. ¿Fui ingenua al pensar que caerías en mis brazos? Quizá sí. No lo sé. Me quedé fuera reuniendo coraje para entrar. Subí a tu planta. Pero al final, no pude seguir adelante; no por Monica ni por Tara. Ojalá pudiera decir que fui tan noble. Pero no fue así.
   – ¿Entonces por qué?
   – Me fui porque pensé que me rechazarías y no estaba segura de poder soportarlo.
   Nos quedamos los dos callados. No sabía qué decir. No sabía ni cómo me sentía.
   – Estás enfadado -dijo.
   – No lo sé.
   Conduje un rato más. Tenía tantos deseos de hacer lo correcto. Lo pensé. Los dos mirábamos hacia delante. La tensión presionaba contra las ventanas. Finalmente, dije:
   – Ya da igual. Ahora lo que interesa es encontrar a Tara.
   Miré a Rachel. Vi una lágrima en su mejilla. El rótulo estaba frente a nosotros: pequeño, discreto, casi invisible. Sólo decía: huntersville. Rachel se secó la lágrima y se incorporó.
   – Entonces, concentrémonos en esto.
 
   El director en funciones Joseph Pistillo estaba sentado a su mesa, escribiendo. Con un torso grande y protuberante, ancho de hombros, y calvo, era un hombre del pasado que te hacía pensar en estibadores y peleas de bar: mucha fuerza sin el fanfarroneo del músculo. Pistillo probablemente pasaba ya de los sesenta. Los rumores decían que se retiraría pronto.
   La agente especial Claudia Fisher acompañó a Tickner a la oficiña y cerró la puerta al marcharse. Tickner se quitó las gafas. Se quedó de pie con las manos detrás de la espalda. No le invitaron a sentarse. No hubo saludo, ni apretón de manos, ni nada.
   Sin levantar la cabeza, Pistillo dijo:
   – Me he enterado de que ha estado haciendo indagaciones sobre la trágica muerte del agente especial Jerry Camp.
   A Tickner se le dispararon las alarmas en la cabeza. Caramba, qué rapidez. Hacía sólo unas horas que había empezado a preguntar.
   – Sí, señor.
   Más garabatos.
   – Fue su profesor en Quantico, ¿no es así?
   – Sí.
   – Era un gran profesor.
   – De los mejores.
   – En realidad era el mejor, agente.
   – Sí, señor.
   – Las indagaciones que hace sobre su muerte, ¿tienen algo que ver con su pasada relación con el agente especial Camp? -siguió Pistillo.
   – No, señor.
   Pistillo dejó de escribir. Dejó el bolígrafo y juntó sus forzudas manos sobre el escritorio.
   – Entonces ¿por qué anda preguntando?
   Tickner buscó las trampas y los escollos que sabía que acechaban en su respuesta.
   – El nombre de su esposa ha surgido en otro caso en el que estoy trabajando.
   – ¿Se trata del caso del asesinato-secuestro Seidman?
   – Sí.
   Pistillo frunció el entrecejo. Arrugó la frente.
   – ¿Cree que hay una conexión entre la muerte accidental en un tiroteo de Jerry Camp y el secuestro de Tara Seidman?
   «Cuidado -pensó Tickner-. Cuidado.»
   – Es un camino que necesito explorar.
   – No, agente Tickner, no lo es.
   Tickner siguió inmóvil.
   – Si puede vincular a Rachel Mills con el asesinato-secuestro Seidman, adelante. Busque pruebas que la relacionen con el caso. Pero no necesita la muerte de Camp para hacer esto.
   – Podrían estar relacionados -dijo Tickner.
   – No -dijo Pistillo con una voz que dejaba poco lugar a dudas-, no lo están.
   – Pero yo necesito investigar…
   – ¿Agente Tickner?
   – Sí, señor.
   – Ya he leído el expediente -dijo Pistillo-. Más aún, ayudé a investigar la muerte de Jerry Camp personalmente. Era mi amigo. ¿Comprende?
   Tickner no contestó.
   – Estoy completamente convencido de que su muerte fue un trágico accidente. Eso significa, agente Tickner -Pistillo apuntó al torso de Tickner con un dedo carnoso-, que usted también está completamente convencido. ¿Me he explicado bien?
   Los dos hombres se miraron fijamente. Tickner no era tonto. Le gustaba trabajar en la agencia. Quería subir en el escalafón. No serviría de nada ponerse en contra a alguien tan poderoso como Pistillo. Así que, al final, fue Tickner el primero que desvió la mirada.
   – Sí, señor.
   Pistillo se relajó. Recogió el bolígrafo.
   – Tara Seidman lleva más de un año desaparecida. ¿Hay alguna prueba de que siga viva?
   – No, señor.
   – Entonces el caso ya no nos pertenece. -dijo, y se puso a escribir otra vez, sin dar a entender concretamente que aquello era una despedida-. Que se encarguen los de la local.
 
   Nueva Jersey es el estado más densamente poblado del país. Esto no sorprende a nadie. Nueva Jersey tiene ciudades, suburbios, y mucha industria. Esto tampoco sorprende a nadie. A Nueva Jersey se le llama el Estado Jardín y está lleno de zonas rurales. Esto sí sorprende a todos.
   Incluso antes de que llegáramos a los límites de Huntersville, las señales de vida -es decir, vida humana- habían empezado a disminuir. Había pocas casas. Habíamos pasado junto a una tienda salida de algún episodio de Mayberry RFD, pero estaba cerrada con tablones. Durante los siguientes cinco kilómetros cambiamos seis veces de carretera. No vi ninguna casa. No me crucé con ningún coche.
   Estábamos en pleno bosque. Efectué el último giro y el coche empezó a subir por la ladera de una montaña. Un ciervo -el cuarto que había visto- salió de la carretera, lo bastante lejos para que no corriera peligro de atropellado. Empezaba a creer que el nombre de Huntersville tenía que tomarse al pie de la letra. [6]
   – Tendría que estar a la izquierda -dijo Rachel.
   Unos segundos después, vi un buzón. Reduje la marcha, buscando una casa o una construcción de alguna clase. No vi más que árboles.
   – Sigue adelante -dijo Rachel.
   Lo comprendí. No podíamos pararnos en el paseo de entrada para que nos vieran todos. Encontré una pequeña entrada en la carretera, a medio kilómetro, aparqué y apagué el motor. El corazón empezó a martillearme con fuerza. Eran las seis de la mañana. Había llegado la aurora.
   – ¿Sabes usar un arma? -preguntó Rachel.
   – Había disparado la de mi padre en el campo de tiro.
   Me echó una pistola sobre las rodillas. La miré como si acabara de descubrir un dedo de más. Rachel también había sacado la suya.
   – ¿De dónde la has sacado?
   – De tu casa. Del hombre muerto.
   – Virgen Santa.
   Se encogió de hombros como diciendo «Bueno, nunca se sabe». Miré la pistola otra vez y de repente se me ocurrió: ¿Era ésta la pistola que habían utilizado para intentar matarme? ¿Para matar a Monica? Lo dejé así. No era el momento para remilgos sin sentido. Rachel ya había bajado del coche. La seguí. Nos adentramos en el bosque. No había sendero. Lo abrimos nosotros. Rachel iba delante. Se metió la pistola por detrás de los pantalones. No sé por qué, pero no la imité. Quería tenerla en la mano. Rótulos anaranjados descoloridos clavados en los árboles advertían a los intrusos que no avanzaran. Tenían la palabra no escrita en una fuente gigante y una cantidad sorprendente de palabras más pequeñas, que explicaban innecesariamente lo que para mí era evidente.
   Avanzamos en diagonal hasta el lugar donde creíamos que estaba el paseo de entrada. Cuando lo encontramos, estuvimos ante nuestra estrella guía. Seguimos avanzando paralelamente al camino sin asfaltar. Unos minutos después, Rachel se paró. Casi tropecé con ella. Me señaló algo delante de ella.
   Una estructura.
   Parecía una especie de establo. Seguimos con más cuidado. Agachados. Saltando de árbol a árbol para no ser vistos. No hablamos. Al poco rato, empecé a oír música. Country, creo, aunque no soy un experto. Más adelante, vislumbré un claro. Era sin duda un establo que parecía a medio demoler. También había otra estructura: un rancho o tal vez una caravana amplia.
   Nos acercamos más, hasta el límite del bosque. Nos apretamos contra los árboles y miramos. Había un tractor en el patio. Vi un viejo Trans Am sobre bloques de cemento. Directamente frente al rancho había un coche blanco deportivo -de esos que llaman «de carretera»- con una franja negra ancha en la capota. Parecía un Cámaro.
   El bosque había terminado, pero todavía nos quedaban unos cinco metros hasta la casa. La hierba era alta, hasta las rodillas. Rachel sacó su pistola. Yo seguía con la mía en la mano. Se tiró al suelo y empezó a arrastrarse como un comando. Hice lo mismo. En la tele arrastrarse como un comando parece bastante fácil. Avanzas sin levantar el trasero. Y los primeros tres metros es bastante fácil. Luego empieza a costar más. Me dolían los codos. Se me metía la hierba en la nariz y en la boca. No sufro alergias, pero estábamos levantando algo. Mosquitos y similares se alzaron vengativamente contra los que perturbaban su sueño. La música se oía más fuerte. El cantante -un hombre que no pillaba ni una nota- se quejaba de su pobre, pobre corazón.
   Rachel se detuvo. Me arrastré hasta su lado y yo también me detuve.
   – ¿Estás bien? -susurró.
   Asentí con la cabeza, pero jadeaba.
   – Cuando lleguemos quizá tengamos que actuar -dijo-. No quiero que estés agotado. Podemos ir más despacio si es necesario.
   Negué con la cabeza y seguí avanzando. No pensaba ir más despacio. Ir más despacio no estaba en la carta y basta. Nos estábamos acercando. Ya veía más claramente el Cámaro. Tenía unos alerones, negros de barro, con la silueta plateada de una chica exuberante, detrás de los neumáticos traseros. Tenía pegatinas atrás. Una decía: LAS ARMAS NO MATAN A LAS PERSONAS, PERO SIN DUDA LO HACEN MÁS FÁCIL.
   Rachel y yo estábamos acercándonos al límite de la hierba, casi a la vista, cuando el perro se puso a ladrar. Nos quedamos los dos paralizados.
   Hay distintas variedades de ladridos de perro. El ladrido agudo de un perrito faldero. El ladrido amistoso de un golden retriever. El ladrido de advertencia de un perro normalmente inofensivo. Y luego está ese ladrido gutural, vibrante, que emerge del tórax y que te hiela la sangre.
   El ladrido encajaba en esta última categoría.
   No es que me diera mucho miedo el perro. Tenía una pistola. Sería más fácil, creía, utilizarla contra un perro que contra un ser humano. Lo que me asustaba, por supuesto, era que los ocupantes del rancho oyeran el ladrido. O sea que esperamos. Un par de minutos después, el perro calló. Seguimos mirando la puerta del rancho. No estaba muy seguro de qué haríamos si salía alguien. Supongamos que nos veía. No podíamos disparar. Todavía no sabíamos nada. Que se hubiera hecho una llamada desde la casa de Verne Dayton al móvil del muerto no probaba nada. No sabíamos si mi hija estaba allí o no.
   De hecho, no sabíamos nada.
   En el patio había tapacubos. El sol ascendiente se reflejaba en ellos. Vi un montón de cajas verdes. Y algo en ellas me llamó la atención. Olvidándome de la prudencia, me acerqué.
   – Espera -susurró Rachel.
   Pero yo no podía. Tenía que ver más de cerca aquellas cajas. Había algo en ellas… pero no sabía bien qué. Me arrastré hasta el tractor y me escondí detrás. Volví a mirar hacia las cajas. Y lo vi. Las cajas eran verdes, sí. Y llevaban el dibujo de un bebé sonriente.
   Pañales.
   Rachel estaba ya a mi lado. Tragué saliva. Una caja grande de pañales. De las que se compran en cajas grandes a precio reducido. Rachel también lo vio. Me puso una mano en el brazo, como para calmarme. Volvimos a agacharnos. Me indicó por señas que nos acercaríamos a una de las ventanas laterales. Por gestos le indiqué que había comprendido. Por el estéreo sonaba un largo solo de violín.
   Estábamos los dos boca abajo cuando sentí algo frío en la nuca. Moví los ojos hacia Rachel. Ella también tenía el cañón de un rifle apretado contra su cráneo.
   Una voz dijo:
   – ¡Suelten las armas!
   Era un hombre. La mano derecha de Rachel estaba doblada frente a su cara y tenía la pistola en ella. La soltó. Una bota de trabajo avanzó y la apartó de una patada. Intenté discernir las posibilidades. Un hombre. Ahora lo veía. Un hombre con dos rifles. Podía intentar hacer algo. Seguro que no saldría con vida, pero podía dar una oportunidad a Rachel. La miré a los ojos y vi su miedo. Sabía lo que yo estaba pensando. De repente, el rifle se apretó más fuerte contra mi cráneo, aplastándome la cara contra la tierra.
   – No lo intente, jefe. Puedo volar dos sesos con la misma facili dad que uno.
   Mi cabeza pensaba muy deprisa, pero sólo topaba con puntos muertos. Así que solté la pistola y observé cómo el hombre apartaba nuestra esperanza de una patada.
   

Capítulo 35

   – ¡No se levanten!
   – Soy agente del FBI -dijo Rachel.
   – Cállese.
   Con las caras todavía apretadas contra el suelo, nos obligó a poner las manos sobre la cabeza, con los dedos entrelazados. Me puso una rodilla sobre la columna. Gemí. Utilizando el cuerpo para no perder el equilibrio, el hombre tiró de mis brazos hacia atrás, casi arrancándomelos de los hombros. Me ató con destreza las muñecas con unas esposas de nailon. Eran como aquellas cuerdas de plástico ridiculamente complicadas que utilizan para embalar los juguetes, para que no los roben en las tiendas.
   – Junte los pies.
   Con otra esposa me ató los tobillos. Hizo presión en mi espalda para levantarse. Luego se acercó a Rachel. Iba a decir alguna estupidez caballerosa como «Déjela en paz», pero sabía que como mucho sería inútil. Me quedé quieto.
   – Soy agente federal -dijo Rachel.
   – Ya la he oído la primera vez.
   Le puso una rodilla en la espalda y le juntó las manos. Ella gimió de dolor.
   – Eh -dije.
   El hombre no me hizo caso. Me volví y lo miré por primera vez a la cara y fue como si hubiera caído en el túnel del tiempo. No había duda de que el Cámaro era suyo. Llevaba el pelo como los jugadores de hockey de los ochenta, quizá con permanente, de un color rubio anaranjado raro, recogido detrás de las orejas y con un corte que yo no había visto desde los vídeos musicales de los Night Ranger. Tenía un bigote rubio espantoso que podría haber sido una mancha de leche. En su camiseta ponía universidad de smith and wesson. Los vaqueros eran de un azul oscuro poco natural y parecían rígidos.
   Después de atar las manos de Rachel, dijo:
   – Levántese, señora. Usted y yo vamos a dar un paseo.
   Rachel intentó hablar con severidad.
   – No me está escuchando -dijo, con el pelo cayéndole sobre los ojos-. Me llamo Rachel Mills…
   – Y yo Verne Dayton. ¿Y qué?
   – Soy agente federal.
   – Su identificación dice que está retirada. -Verne Dayton sonrió. No estaba desdentado, pero tampoco podría haber anunciado una consulta de ortodoncia precisamente. Su incisivo derecho estaba totalmente torcido hacia dentro como una puerta fuera de sus bisagras-. Un poco joven para retirarse, me parece a mí.
   – Sigo trabajando en casos especiales. Saben que estoy aquí.
   – ¿En serio? No me diga. Hay un puñado de agentes agazapados a lo lejos y si no saben de usted en tres minutos, nos atacarán. ¿Es así, Rachel?
   Ella calló. La había pillado. No sabía qué más decir.
   – Levántese -dijo otra vez, tirando de sus brazos.
   Rachel se puso en pie como pudo.
   – ¿Adonde se la lleva? -pregunté.
   No me contestó. Empezaron a caminar hacia el establo.
   – ¡Eh! -grité, y mi voz resonó con impotencia-. ¡Eh, vuelva! -Pero siguieron caminando. Rachel se resistió, mas tenía las manos atadas a la espalda. Cada vez que se movía demasiado, él le levantaba las manos y la obligaba a inclinarse hacia delante. Finalmente se cansó de luchar y caminó dócilmente.
   El miedo me encendió los nervios. Frenéticamente, busqué algo, lo que fuera, para liberarme. ¿Nuestras pistolas? No, él las había recogido. Y aunque no lo hubiera hecho, ¿qué podía hacer? ¿Disparar con los dientes? Pensé en rodar boca arriba, pero no estaba seguro de que esto me ayudara mucho. ¿Qué, pues? Empecé a moverme como un gusano hacia el tractor. Buscaba una hoja o algo con que cortar mis ataduras.
   A lo lejos, oí que se abría la puerta del establo. Volví la cabeza a tiempo de ver que entraban. La puerta se cerró detrás de ellos. El sonido resonó en el silencio. La música -debía de ser un CD o una cinta- se había parado. Ahora había silencio. Y Rachel estaba fuera de mi vista.
   Tenía que desatarme las manos.
   Empecé a arrastrarme hacia delante, levantando el culo, empujando con las piernas. Llegué al tractor. Busqué alguna especie de hoja o canto afilado. Nada. Mis ojos se desviaron hacia el establo.
   – ¡Rachel! -grité.
   Mi voz resonó en la quietud. Fue la única respuesta. El corazón empezó a darme vuelcos.
   Madre mía, ¿y ahora qué?
   Rodé sobre mi espalda y me senté. Empujando con las piernas, me apreté contra el tractor. Tenía una buena visión del establo. No sé qué demonios me produjo aquella visión. Seguía sin haber movimiento ni sonido. Mis ojos se pasearon por todo el lugar, buscando desesperadamente algo que pudiera salvarnos. Pero no había nada.
   Pensé en acercarme al Cámaro. Un loco por las armas como aquél seguro que tenía un par o tres de ellas escondidas en el coche. Tenía que haber algo allí. Pero aunque llegara a tiempo, ¿cómo abriría la puerta? ¿Cómo buscaría la pistola? ¿Cómo la dispararía si la encontraba?
   No, primero tenía que librarme de las esposas.
   Busqué por el suelo… no sé ni qué buscaba. Una piedra afilada. Una botella rota. Algo. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que habían desaparecido. No sabía qué le estaría haciendo a Rachel. Sentía la garganta como si me estuviera ahogando.
   – ¡Rachel!
   Oí la desesperación en el eco. Me asustó. Pero tampoco obtuve respuesta.
   ¿Qué demonios estaba pasando allí dentro?
   Busqué de nuevo algo afilado en el tractor, algo que pudiera utilizar para liberarme. Había óxido. Montones de óxido. ¿Funcionaría? ¿Si frotaba la esposa con un canto oxidado, la acabaría cortando? Lo dudaba, pero no tenía nada más.
   Logré ponerme de rodillas. Apoyé las muñecas contra el canto oxidado y las fui subiendo y bajando como un oso que se rascara la espalda en un árbol. Me resbalaron los brazos. El óxido me hirió la piel y sentí un pinchazo hasta el brazo. Volví a mirar el establo, escuché atentamente, pero no oí nada.
   Seguí frotando.
   El problema era que lo hacía por tacto. Volví la cabeza cuanto pude, pero no me veía las muñecas. ¿Estaba teniendo algún efecto? No tenía ni idea. Pero era lo único que tenía al alcance. De modo que seguí frotando, intentando liberarme y separando los brazos como un Hércules en una película de serie B.
   No sé cuánto rato estuve frotando. Probablemente no más de dos o tres minutos, aunque a mí me pareció mucho más. La esposa no se rompió ni se aflojó. Lo que me hizo detenerme fue un ruido. Se había abierto la puerta del establo. Por un momento, no vi nada. Luego salió el paleto peludo. Solo. Se dirigió hacia mí.
   – ¿Dónde está ella?
   Sin responderme, Verne Dayton se inclinó a comprobar mis esposas. Pude olerlo. Olía a hierba seca y sudor. Estaba examinando mis manos. Miré hacia atrás. Había sangre en el suelo. Sangre mía, sin duda. De repente se me ocurrió una idea.
   Retrocedí y apunté un cabezazo en su dirección.
   Sé lo doloroso que puede ser un cabezazo bien dado. He hecho operaciones de caras rotas por esta clase de golpes.
   Pero éste no sería el caso.
   La posición de mi cuerpo era precaria. Tenía las manos y los pies atados. Estaba de rodillas. Me retorcía por detrás. Mi cráneo no dio en la nariz o en una parte más blanda de su cara. Le dio en la frente. Se oyó un clone sordo, como algo salido de una banda sonora de los Three Stooges. Verne Dayton cayó hacia atrás, blasfemando. Yo perdí totalmente el equilibrio, y caí en caída libre sin nada más que mi cara para amortiguar el aterrizaje. Mi mejilla derecha se llevó la peor parte, y toda la dentadura se me movió. Pero estaba más allá del dolor. Volví los ojos en su dirección. Se sentó sacudiendo la cabeza. Tenía una pequeña herida en la frente.
   Ahora o nunca.
   Todavía atado, me lancé sobre él. Pero fui demasiado lento.
   Verne Dayton se echó hacia atrás y levantó una bota. Cuando me acerqué, me pateó la cara como si apartara un leño. Caí hacia atrás. Él se arrastró hacia atrás una distancia prudente y cogió el rifle.
   – ¡No se mueva! -Se tocó la herida de la frente con los dedos. Miró la sangre con incredulidad-. ¿Se ha vuelto loco?
   Yo estaba boca arriba, respirando con dificultad. No creía que me hubiera roto nada, pero de todos modos no me importaba demasiado. Él se acercó a mí y me dio una fuerte patada en las costillas. El dolor fue como una cuchillada. Rodé hacia un lado. Él me cogió por los brazos y me arrastró. Yo intenté poner los pies debajo de mi cuerpo. Era fuerte CQmo un demonio. Los escalones de entrada a la casa no le hicieron reducir el paso. Me levantó, abrió la puerta con el hombro, y me tiró dentro como un saco de turba.
   Caí con un golpe sordo. Verne Dayton entró y cerró la puerta. Examiné la habitación. Era a medias lo que uno se habría esperado y a medias, no. Lo esperado: había armas colgadas de la pared, mosquetones antiguos, rifles de caza. Había la consabida cabeza de ciervo, un título enmarcado de miembro de la Asociación Americana del Rifle a nombre de Verne Dayton, un tapiz con la bandera americana. Lo inesperado: el lugar estaba limpio como una patena y en cierto modo amueblado con gusto. Vi un parque infantil en un rincón, pero no estaba lleno de objetos. Los juguetes estaban en una caja de fibra de plástico con diferentes cajones de colores. Los cajones estaban clasificados con etiquetas.
   Se sentó y me miró. Yo seguía boca abajo. Verne Dayton jugó con su pelo un rato, echándose atrás las mechas y colocándoselas detrás de las orejas. Tenía la cara delgada. Todo en él olía a patán.
   – ¿Fue usted quien le pegó? -preguntó.
   Al principio no entendí de qué estaba hablando. Luego recordé que el hombre había visto las lesiones de la cara de Rachel.
   – No.
   – ¿Esto le pone bien, eh? ¿Pegarle a una mujer?
   – ¿Qué le ha hecho?
   Sacó el revólver, abrió la recámara y metió una bala. La cerró y me apuntó a la rodilla.
   – ¿Quién le envía?
   – Nadie.
   – ¿Quiere que le deje lisiado?
   Ya me había hartado. Rodé sobre mi espalda, esperando oír que apretaba el gatillo. Pero no disparó. Me dejó moverme y siguió apuntándome. Me senté y lo miré. Esto lo desconcertó un poco. Dio un paso atrás.
   – ¿Dónde está mi hija? -pregunté.
   – ¿Qué? -inclinó la cabeza-. ¿Se está haciendo el gracioso?
   Lo miré a los ojos y lo vi. No disimulaba. No tenía ni idea de lo que le decía.
   – Vienen aquí con pistolas -dijo, con la cara cada vez más roja-. ¿Quieren matarme? ¿O a mi esposa? ¿O a mis hijos? -Verne acercó la pistola a mi cara-. Déme una buena razón para que no les pegue un tiro a los dos y los entierre en el bosque.
   Niños. Había dicho hijos. Aquel escenario empezaba a no tener ni pies ni cabeza. Decidí arriesgarme.
   – Escúcheme- dije-. Me llamo Marc Seidman. Hace dieciocho meses, mi esposa fue asesinada y secuestraron a mi hija.
   – ¿Qué se está inventando?
   – Por favor, déjeme que me explique.
   – Un momento. -Verne me miró entornando los ojos. Se frotó la barbilla-. Me acuerdo de usted. Lo vi en la tele. A usted también le dispararon, ¿verdad?
   – Sí.
   – Entonces ¿por qué quiere robar mis armas?
   Cerré los ojos.
   – No he venido a robar sus armas -dije-. He venido… -no sabía cómo decirlo-…para encontrar a mi hija.
   Tardó un segundo en entenderlo. Luego se quedó boquiabierto.
   – ¿Cree que yo tuve algo que ver?
   – No lo sé.
   – Pues más vale que se explique.
   Y lo hice. Se lo conté todo. La historia me parecía una locura al explicarla, pero Verne escuchó. Me dedicó toda su atención. Hacia el final, dije:
   – El hombre que lo hizo, o que estaba implicado, ya no lo sé, tenía un móvil. Sólo había recibido una llamada. Y, sin duda, procedía de aquí.
   Verne se quedó pensativo.
   – Ese hombre. ¿Cómo se llamaba?
   – No lo sé.
   – Llamo a muchas personas, Marc.
   – Sabemos que la llamada se hizo ayer por la noche.
   Verne negó con la cabeza.
   – No, no puede ser.
   – ¿A qué se refiere?
   – No estuve en casa anoche. Estaba fuera, tenía que hacer una entrega. Llegué a casa media hora antes que ustedes. Les vi cuando Munch, el perro, empezó a gruñir. Los ladridos no significan nada, pero cuando gruñe es para decirme que hay alguien.
   – Espere. ¿No había nadie anoche?
   Se encogió de hombros.
   – Bueno, mi esposa y los niños. Pero los niños tienen seis y tres años. No creo que llamaran a nadie. Y conozco a Kat. Ella no llamaría a nadie tan tarde.
   – ¿Kat? -dije.
   – Mi esposa. Kat. Es una abreviación de Katarina. Es serbia.
 
   – ¿Quieres una cerveza, Marc?
   Me sorprendí a mí mismo diciendo:
   – Me apetece mucho, Verne.
   Verne Dayton me quitó las esposas. Me froté las muñecas. Rachel estaba a mi lado. Él no le había hecho daño. Sólo había querido separarnos, en parte, según él, porque creía que yo le había pegado y la había obligado a ayudarme. Verne tenía una valiosa colección de armas -muchas de ellas en condiciones de uso- y la gente estaba demasiado interesada en ellas. Creía que habíamos ido por eso.
   – ¿Una Bud va bien?
   – Claro.
   – ¿Y tú, Rachel?
   – No, gracias.
   – ¿Un refresco? ¿Un poco de agua fresca?
   – Agua es suficiente, gracias.
   Verne sonrió, una visión no demasiado agradable.
   – De acuerdo. -Volví a frotarme las muñecas. Me vio y sonrió-. Las usábamos en la guerra del Golfo. Para mantener a los iraquíes bajo control.
   Se metió en la cocina. Miré a Rachel. Ella se encogió de hombros. Verne volvió con dos Buds y un vaso de agua. Sirvió las bebidas. Levantó la botella para brindar. Lo hice. Se sentó.
   – Tengo dos hijos. Varones. Verne Júnior y Perry. Si les sucediera algo… -Verne silbó bajito y movió la cabeza-. No sé ni cómo puedes levantarte de la cama por las mañanas.
   – Pienso en encontrarla -dije.
   Verne asintió intensamente con la cabeza.
   – Me lo puedo creer. Siempre que uno no se esté engañando, claro -miró a Rachel-. ¿Estás totalmente segura de que el número era el mío?
   Rachel sacó el móvil. Apretó unos dígitos y entonces le mostró la pequeña pantalla. Con la boca, Verne extrajo un Winston del paquete. Movió la cabeza.
   – No lo comprendo.
   – A lo mejor tu esposa puede ayudarnos.
   Asintió lentamente con la cabeza.
   – Me ha dejado una nota diciendo que iba a comprar. A Kat le gusta hacerlo muy temprano. En el A & P abierto veinticuatro horas. -Calló. Creo que Verne no sabía qué hacer. Quería ayudarnos, pero no quería oír que su esposa había llamado a un desconocido a medianoche. Levantó la cabeza-. Rachel, voy a buscarte unas vendas.
   – Estoy bien.
   – ¿Estás segura?
   – De verdad, gracias. -Sostenía el vaso de agua con ambas manos-. Verne, ¿te importa si te pregunto cómo os conocisteis Katarina y tú?
   – Por Internet -dijo-. Una de esas webs que buscan novias en el extranjero. Se llamaba Cherry Orchid. Antes lo llamaban compra por correo. Creo que ya no lo llaman así. El caso es que entras en el sitio, miras fotos de mujeres de todo el mundo: Europa del Este, Rusia, Filipinas, donde sea. Te ponen las medidas, un poco de biografía, los gustos y esas cosas. Ves una que te hace gracia y compras su dirección. También tienen ofertas por si quieres escribir a más de una.
   Rachel y yo nos miramos.
   – ¿Cuánto tiempo hace de eso?
   – Siete años. Empezamos a mandarnos correos y cosas. Kat vivía en una granja de Serbia. Sus padres no tenían nada. Tenía que caminar seis kilómetros para tener acceso a Internet. Yo quería llamarla, pero no tenía ni teléfono. Tenía que llamarme ella. Entonces un día dijo que vendría. A conocerme.
   Verne levantó las manos para impedir que le interrumpieran.
   – Bueno, aquí es cuando las chicas normalmente te piden dinero, dólares para comprarse el billete de avión y todo eso. Y yo me lo esperaba. Pero Kat no me pidió nada. Vino por su cuenta. Fui a Nueva York y nos conocimos. Nos casamos tres semanas después. Verne Júnior nació al cabo de un año. Y Perry tres años después.
   Tomó un largo sorbo de cerveza. Yo hice lo mismo. El líquido frío bajando por mi garganta me sentó de maravilla.
   – Mirad, ya sé lo que estáis pensando -dijo Verne-. Pero no es así. Kat y yo somos muy felices. Antes había estado casado con una americana destroza masculinidades grado A que no hacía más que gemir y quejarse. Yo no ganaba bastante dinero para ella. Quería quedarse en casa sin hacer nada. Si le pedías que pusiera la lavadora, se subía por las paredes y soltaba un discurso feminista. Siempre me estaba machacando, diciéndome que era un perdedor. Con Kat no es así. ¿Que si me gusta que tenga la casa bonita y arreglada? Pues sí, lo reconozco, para mí es importante. Si trabajo al aire libre y hace calor, Kat me trae una cerveza sin soltar un discurso sobre la liberación de la mujer. ¿Hay algo malo en eso?
   No le contestamos.
   – Quiero que lo penséis, vale. ¿Por qué se sienten atraídas dos personas? ¿Por su aspecto quizá? ¿Por dinero? ¿Porque tienes un empleo importante? Todos nos juntamos porque queremos conseguir algo. Dar y recibir. ¿O no? Yo quería una mujer cariñosa que me ayudara a educar a los hijos y se ocupara de la casa. También quería una compañera, alguien, no lo sé, que fuera bueno conmigo.
   Lo tengo. Kat quería dejar atrás una mala vida. Eran tan pobres que todo era un lujo. A ella y a mí nos va bien aquí. En enero fuimos con los niños a Disney World. Nos gustan las excursiones e ir en canoa. Verne Júnior y Perry son buenos chicos. Sí, puede que sea simple. Vaya, soy descaradamente simple. Me gustan mis armas, cazar y pescar, y por encima de todo, mi familia.
   Verne bajó la cabeza. El pelo asalmonado le cayó sobre la cara como una cortina. Empezó a arrancar la etiqueta de la cerveza.
   – En algunos lugares, quizá la mayoría, los matrimonios son concertados. Así es como ha sido siempre. Los padres deciden. Les obligan. Bueno, a Kat y a mí no nos obligó nadie. Ella podría haberse marchado. Yo también. Pero ya llevamos siete años. Soy feliz. Y ella también.
   Luego se encogió de hombros.
   – Al menos, eso creía.
   Bebimos en silencio.
   – ¿Verne? -dije
   – Sí.
   – Eres un hombre interesante.
   Se rió, pero puede ver su miedo. Tomó un buen sorbo para disimular. Se había construido una vida. Una buena vida. Es curioso. No soy muy bueno juzgando a la gente. Mis primeras impresiones suelen ser equivocadas. Veo a un palurdo repleto de armas con su pelo y sus pegatinas en los alerones y su actitud de camionero. Me entero de que tiene una esposa serbia encargada en Internet. ¿Cómo no vas a juzgar? Pero cuanto más le escuchaba, más me gustaba. Yo podía ser igual de extraño para él. Me había metido en su casa con una pistola. Pero en cuanto le había empezado a contar mi historia, Verne había reaccionado. Supo que le decíamos la verdad.
   Oímos llegar el coche. Verne se acercó a la ventana y miró. Tenía una pequeña sonrisa triste. Su familia entraba en el paseo. Él los amaba. Unos intrusos habían ido a su casa con armas, y él había hecho lo que había podido para protegerles. Y ahora, quizá, para poder reunir a mi familia, yo iba a destruir la suya.
   – ¡Mirad! ¡Ha llegado papá!
   Tenía que ser Katarina. El acento era indiscutiblemente extranjero, de la familia Balcanes-Europa del Este-Rusia. No soy un lingüista para saber de dónde exactamente. Oí los gritos alegres de unos niños. La sonrisa de Verne se ensanchó un poco. Salió al porche. Rachel y yo nos quedamos dentro. Oímos pasos que corrían en los escalones. El saludo duró un par de minutos. Me miré las manos. Oí que Verne decía algo sobre unos regalos en el camión. Los chicos corrieron a recogerlos.
   Se abrió la puerta. Entró Verne rodeando con los brazos a su esposa.
   – Marc, Rachel, os presento a mi esposa, Kat.
   Era muy bonita. Llevaba el pelo largo suelto. Su vestido amarillo le dejaba los hombros al aire. Su piel era de un blanco puro, los ojos de un azul helado. Tenía una pose que, aún sin saberlo, me habría hecho reconocerla como extranjera. O tal vez me lo estaba inventando. Intenté imaginar su edad. No parecía tener más de veinticinco, pero las patas de gallo decían que probablemente tenía diez más.
   – Hola -dijo.
   Nos saludamos estrechándonos las manos. Era delicada, pero su apretón era fuerte. Katarina mantuvo su sonrisa de anfitriona, pero con un esfuerzo. No dejaba de mirar la cara de Rachel, sus heridas. Imagino que era una visión chocante, aunque yo ya empezara a acostumbrarme.
   Sin dejar de sonreír, Katarina se volvió hacia Verne como si quisiera preguntarle algo.
   – Estoy intentando ayudarles -dijo él.
   – ¿Ayudarles? -repitió ella.
   Los niños habían encontrado los regalos y estaban dando saltos y alborotando. Verne y Katarina parecían no oírles. Se miraban. Él le tomó la mano.
   – A este hombre… -gesticuló con la barbilla hacia mí- alguien le asesinó a su esposa y se llevó a su niña.
   Ella se llevó una mano a la boca.
   – Han venido para intentar encontrar a la niña.
   Katarina no se movió. Verne se volvió hacia Rachel y le hizo una señal para que continuara.
   – Señora Dayton -empezó Rachel-, ¿hizo usted una llamada telefónica anoche?
   La cabeza de Katarina se movió como si se hubiera sobresaltado.
   Primero me miró a mí, como si yo fuera una rareza de circo. Luego volvió su atención a Rachel.
   – No entiendo.
   – Tenemos un registro telefónico -dijo Rachel-. Ayer a medianoche alguien llamó desde esta casa a cierto teléfono móvil. Pensamos que podía haber sido usted.
   – No, no es posible. -Los ojos de Katarina se movían como si buscaran una vía de escape. Verne seguía cogiéndole la mano. Intentó atraer su mirada, pero ella le evitó-. Espere -dijo-. Creo que ya lo sé.
   Esperamos.
   – Anoche, cuando ya dormía, sonó el teléfono. -Intentó sonreír, pero tenía problemas para mantener la sonrisa-. No sé qué hora sería. Muy tarde. Creí que serías tú, Verne. -Lo miró y esta vez la sonrisa se mantuvo. Él le devolvió la sonrisa-. Pero cuando contesté, no había nadie. Entonces recordé algo que había visto en la tele. Asterisco, seis, nueve. Si tecleas eso se marca el número que ha llamado. Lo hice. Contestó un hombre. Pero no era Verne y colgué.
   Nos miró expectante. Rachel y yo intercambiamos una mirada. Verne seguía sonriendo, pero vi que sus hombros se hundían. Le soltó la mano y casi se desplomó en el sofá.
   Katarina se fue en dirección a la cocina.
   – ¿Quieres otra cerveza, Verne?
   – No, cariño, no quiero. Quiero que te quedes a mi lado.
   Ella dudó, pero obedeció. Se sentó con la columna muy tiesa. Verne también se sentó erguido y volvió a tomarle la mano.
   – ¿Quiero que me escuches, vale?
   Ella asintió. Los niños gritaban alegremente fuera. Es un poco cursi, pero hay pocos ruidos como la alegría de la risa infantil. Katarina miró a Verne con una intensidad que casi me hizo apartar la mirada.
   – Sabes cuánto queremos a nuestros niños.
   Ella asintió silenciosamente.
   – Imagínate que alguien nos los quitara. Imagínate si eso hubiera ocurrido hace más de un año. Piénsalo. Imagínate que alguien se llevara a Perry, por ejemplo, más de un año, y no supiéramos dónde está. -Me señaló-. Este hombre no sabe lo que le ocurrió a su hija.
   Los ojos de ella estaban brillantes de lágrimas.
   – Tenemos que ayudarle, Kat. Sepas lo que sepas. Hayas hecho lo que hayas hecho. Me da igual. Si hay secretos, cuéntalos ahora. Vamos a hacer limpieza. Puedo perdonarlo casi todo. Pero no creo que pueda perdonarte que no ayudes a este hombre a encontrar a su niña pequeña.
   Ella bajó la cabeza y no dijo nada.
   Rachel apretó más el torniquete.
   – Si intenta proteger al hombre al que llamó, no se preocupe. Está muerto. Alguien le pegó un tiro pocas horas después de que usted lo llamara.
   La cabeza de Katarina siguió baja. Me levanté y empecé a dar vueltas. Desde fuera llegó otro alarido de alegría. Me acerqué a la ventana y miré. Verne Junior -el niño que tenía unos seis años- gritó: «¡Voy a buscarte!». No le costaría mucho encontrarlo. No podía ver a Perry, por la risa del niño era evidente que estaba escondido detrás del Cámaro. Verne Júnior disimuló mirando hacia otro lado, pero no mucho rato. Se acercó sigilosamente al Cámaro y gritó: «¡Bu!».
   Perry salió disparado riendo y corrió. Cuando vi la cara del niño, sentí que mi mundo, ya tembloroso, recibía otro golpe. Había reconocido a Perry.
   Era el niño que había visto en el coche por la noche.
 
   

Capítulo 36

   Tickner aparcó frente a la casa de Seidman. Todavía no habían puesto la cinta amarilla de escena del crimen, pero contó seis coches patrulla y dos furgonetas de prensa. No estaba muy seguro de que fuera buena idea acercarse, con todas las cámaras en marcha. Pisti-11o, el jefe de su jefe, le había dejado bastante claro cuál era su lugar. Finalmente, Tickner decidió que podía quedarse sin peligro. Si le pillaba una cámara siempre podía decir la verdad: que había ido a comunicar a la Policía local que dejaba el caso.
   Tickner encontró a Regan en el patio de atrás con el cadáver.
   – ¿Quién es?
   – No está identificado -contestó Regan-. Mandaremos las huellas a ver qué sale.
   Los dos miraron al suelo.
   – Se ajusta a la descripción que nos dio Seidman el año pasado -dijo Tickner.
   – Sí.
   – ¿Y eso qué significa?
   Regan se encogió de hombros.
   – ¿De qué se ha enterado?
   – Primero los vecinos oyeron tiros. Luego un chirrido de neumáticos. Vieron un BMW mini cruzando el jardín. Más tiros. Vieron a Seidman. Un vecino cree haber visto a una mujer con él.
   – Seguramente Rachel Mills -dijo Tickner. Miró hacia el cielo matutino-. ¿Y esto qué quiere decir?
   – A lo mejor la víctima trabajaba para Rachel. Ella lo silenció.
   – ¿Delante de Seidman?
   Regan se encogió de hombros.
   – El BMW mini me ha recordado algo. Que la socia de Seidman tiene uno. Zia Leroux.
   – Sería ella la que le ayudó a salir del hospital.
   – Hemos emitido una orden de búsqueda del coche.
   – Estoy seguro de que ya han cambiado de vehículo.
   – Sí, seguramente -luego Regan se detuvo-. Oh-oh.
   – ¿Qué?
   Señaló la cara de Tickner.
   – No lleva las gafas de sol puestas.
   Tickner sonrió.
   – ¿Mal presagio?
   – ¿Tal como va este caso? Podría incluso ser bueno.
   – He venido a decirle que dejo el caso. No sólo yo. La agencia. Si puede demostrar que la niña está viva…
   – … que los dos sabemos que no lo está…
   – …o que se la han llevado a otro estado, podría volver a encargarme. Pero este caso ya no es prioritario.
   – ¿De vuelta al terrorismo, Lloyd?
   Tickner asintió. Volvió a mirar al cielo. Se le hacía raro sin gafas de sol.
   – ¿Qué quería su jefe, por cierto?
   – Decirme lo que le acabo de contar.
   – Vaya. ¿Algo más?
   Tickner se encogió de hombros.
   – La muerte del agente federal Jerry Camp fue accidental.
   – ¿Su gran jefe le hizo ir a su oficina a las seis de la mañana para decirle eso?
   – Sí.
   – Guau.
   – No sólo eso, sino que él había investigado el caso personalmente. Él y la víctima eran amigos.
   Regan negó con la cabeza.
   – ¿Significa esto que Rachel Mills tiene amigos poderosos?
   – En absoluto, Si puede cargarle el asesinato o el secuestro Seidman, adelante.
   – Pero no la muerte de Jerry Camp.
   – Eso.
   Alguien les llamó. Levantaron la cabeza. Habían encontrado una pistola en el jardín de los vecinos. Sólo con olería supieron que había sido disparada recientemente.
   – Qué conveniente -dijo Regan.
   – Sí.
   – ¿Alguna idea?
   – No -Tickner se volvió hacia él-. Es su caso, Bob. Siempre lo fue. Buena suerte.
   – Gracias.
   Tickner se alejó.
   – Eh, Lloyd -gritó Regan.
   Tickner se detuvo. Habían metido la pistola en una bolsa. Regan la miró y luego miró el cadáver a sus pies.
   – Seguimos sin saber qué está pasando, ¿verdad?
   Tickner siguió caminando hacia su coche.
   – No tenemos ni idea -dijo.
 
   Katarina tenía las manos recogidas en el regazo.
   – ¿De verdad está muerto?
   – Sí -dijo Rachel.
   Verne estaba de pie, echando humo, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba así desde que le había dicho que Perry era el niño que yo había visto en el Honda Accord.
   – Se llama Pavel. Era mi hermano.
   Esperamos que siguiera hablando.
   – No era un buen hombre. Siempre lo supe. Podía ser cruel. Kosovo te vuelve así. Pero ¿secuestrar un niño? -negó con la cabeza.
   – ¿Qué pasó? -preguntó Rachel.
   Pero ella sólo miraba a su marido.
   – Verne.
   Él se negó a mirarla.
   – Te he mentido, Verne, te he mentido en muchas cosas.
   Él se recogió el pelo detrás de las orejas y parpadeó. Vi que se humedecía los labios con la lengua. Pero siguió sin mirarla.
   – No procedo de una granja -dijo-. Mi padre murió cuando yo tenía tres años. Mi madre hacía cualquier trabajo que encontraba. Pero no salíamos adelante. Éramos demasiado pobres. Buscábamos restos en la basura. Pavel vivía en la calle, pidiendo limosna y robando. Yo empecé a trabajar en clubes nocturnos cuando tenía catorce años. No te puedes imaginar lo que era aquello, pero no había forma de salir de esa vida en Kosovo. Quise suicidarme, no sabes cuántas veces.
   Levantó la cabeza hacia su marido, pero Verne seguía sin querer mirarla a los ojos.
   – Mírame -dijo ella. Y como él no lo hacía, se inclinó-: Verne.
   – No estamos hablando de nosotros -dijo él-. Cuéntales lo que necesitan saber.
   Katarina puso las manos sobre las rodillas.
   – Con el tiempo, cuando vives así, dejas de pensar en huir. Ya no piensas en cosas bonitas o en ser feliz ni nada. Te vuelves como un animal. Cazas y sobrevives. Y no sé ni por qué haces esto. Pero un día, vino a verme Pavel. Me dijo que había encontrado una salida.
   Katarina calló. Rachel se acercó más a ella. Dejé que ella se encargara. Tenía experiencia en interrogatorios y, aun a riesgo de parecer sexista, pensé que a Katarina le sería más fácil hablar con otra mujer.
   – ¿Cuál era la salida? -preguntó Rachel.
   – Mi hermano me dijo que conseguiría algún dinero y que iríamos a Estados Unidos si yo me quedaba embarazada.
   – No lo entiendo -dijo Verne.
   – Como prostituta valía algo. Pero un bebé vale más. Si me quedaba embarazada, alguien nos llevaría a Estados Unidos. Y nos pagarían dinero.
   La habitación estaba en silencio. Seguía oyendo a los niños fuera, pero el sonido de repente parecía lejano, como un eco distante. Fui el siguiente en hablar, saliendo de mi entumecimiento con esfuerzo.
   – ¿Te pagan -dije, oyendo el horror y la incredulidad de mi propia voz-, por tener un bebé?
   – Sí.
   – Por el amor de Dios -dijo Verne.
   – Tú no lo entiendes.
   – Oh, sí que lo entiendo -dijo Verne-. ¿Lo hiciste?
   – Sí.
   Verne se volvió como si le hubieran abofeteado. Levantó una mano y se agarró a las cortinas. Miró fuera, a sus propios hijos.
   – En mi país, si tienes un hijo, lo meten en un orfanato horrible. Los padres norteamericanos desean adoptar. Pero es complicado. Se tarda mucho. A veces más de un año. Mientras tanto, el bebé vive en la miseria. Los padres tienen que pagar a los funcionarios. El sistema está corrupto.
   – Ya veo -dijo Verne-. Lo hiciste por el bien de la humanidad.
   – No. Lo hice por mí. Sólo por mí, ¿entendido?
   Verne hizo una mueca. Rachel puso una mano en la rodilla de Katarina.
   – ¿O sea que la trajeron aquí?
   – Sí, Pavel y yo.
   – ¿Y entonces qué?
   – Nos hospedamos en un hotel. Iba a visitar a una mujer con el pelo blanco. Ella me examinaba, procuraba que comiera bien. Me daba dinero para comprar comida y otras cosas.
   Rachel asintió, dándole ánimos.
   – ¿Dónde tuvo al niño?
   – No lo sé. Vino una furgoneta sin ventanas. Estaba la mujer del pelo blanco. Ella me ayudó a tener el bebé. Recuerdo que le oí llorar. Luego se lo llevaron. No sé si fue un niño o una niña. Nos llevaron de vuelta al motel. La mujer del pelo blanco nos dio el dinero.
   Katarina se encogió de hombros.
   Me sentía como si la sangre me hubiera dejado de circular. Intenté reflexionar, superar el horror. Miré a Rachel y quería preguntar cómo, pero me hizo callar con un gesto. No era el momento de hacer deducciones. Era el momento de recoger información.
   – Me encantaba el país -dijo Katarina al cabo de un rato-. Ustedes creen que tienen un hermoso país. Pero no saben cuánto. Yo deseaba quedarme. Pero el dinero se acababa. Busqué maneras.
   Conocí a una mujer que me habló del sitio web. Introduces tu nombre y los hombres te escriben. Me dijo que no querrían a una fulana. Por eso me inventé una biografía con una granja. Cuando los hombres me preguntaban, les daba una dirección de correo electrónico. Tres meses después conocí a Verne.
   La cara de Verne estaba cada vez más angustiada.
   – ¿Quieres decir que todo el tiempo que nos escribimos…?
   – Estaba en Estados Unidos, sí.
   Él sacudió la cabeza.
   – ¿Me dijiste la verdad en algo?
   – En lo que realmente importaba.
   Verne soltó un bufido sarcástico.
   – ¿Y Pavel qué? -preguntó Rachel, intentando volver al tema-. ¿Adonde fue él?
   – No lo sé. Volvió a casa algunas veces, eso seguro. Reclutaba a otras chicas y las traía. Por una comisión. De vez en cuando, me llamaba. Si necesitaba unos dólares, yo se los daba. No era mucho nunca. Hasta ayer.
   Katarina miró a Verne.
   – Los niños tendrán hambre.
   – Pueden esperar.
   – ¿Qué sucedió ayer? -preguntó Rachel.
   – Pavel llamó a última hora de la tarde. Me dijo que necesitaba verme en seguida. No me gustó. Le pregunté qué quería. Me dijo que me lo diría cuando me viera y que no me preocupara. No supe qué decir.
   – ¿Qué te parece «no»? -soltó Verne.
   – No podía decir que no.
   – ¿Por qué?
   Ella no contestó.
   – Ah, claro. Tenías miedo de que me contara la verdad.
   – No lo sé.
   – ¿Y eso qué significa, si puede saberse?
   – Sí, me daba un miedo terrible que te contara la verdad -de nuevo miró a su marido-. Y al mismo tiempo rezaba porque lo hiciera.
   Rachel intentó reconducir la conversación.
   – ¿Qué pasó cuando su hermano llegó aquí?
   La mujer se echó a llorar.
   – ¿Katarina?
   – Dijo que necesitaba llevarse a Perry.
   Verne abrió aún más los ojos.
   A Katarina se le agitaba el pecho como si le costara" respirar.
   – Le dije que no. Le dije que no le permitiría tocar a mis hijos. Me amenazó. Dijo que le contaría todo a Verne. Le dije que me daba igual. No le permitiría llevarse a Perry. Entonces me pegó un puñetazo en el estómago. Caí. Me prometió que me devolvería a Perry en unas pocas horas. Dijo que nadie saldría herido si yo no se lo decía a nadie. Si llamaba a Verne o a la Policía, mataría a Perry.
   Verne tenía los puños apretados y la cara de color escarlata.
   – Intenté detenerle. Intenté levantarme, pero Pavel volvió a empujarme. Y entonces… -se le apagó la voz- se marchó. Con Perry. Las siguientes seis horas fueron las más largas de mi vida.
   Me miró de soslayo con una expresión culpable. Supe lo que estaba pensando. Ella había experimentado aquel terror durante seis horas. Yo vivía con él desde hacía un año y medio.
   – No sabía qué hacer. Mi hermano es una mala persona. Lo sé. Pero no podía creer que le hiciera daño a mis hijos. Era su tío.
   Entonces pensé en Stacy, mi hermana, y en el eco de mis palabras de defensa resonando en las de ella.
   – Me pasé horas frente a la ventana. No podía soportarlo. Finalmente, a medianoche, lo llamé al móvil. Me dijo que venía hacia aquí. Y que Perry estaba bien. No había pasado nada. Intentaba parecer tranquilo, pero estaba nervioso. Le pregunté dónde estaba. Me dijo que en la Ruta 8, cerca de Paterson. No podía quedarme en casa esperando. Le dije que nos encontraríamos a medio camino. Cogí a Verne Júnior y nos fuimos. Cuando llegamos a la gasolinera de la salida de Sparta… -miró a Verne-. Estaba bien. Perry. Sentí tal alivio que no te lo puedes imaginar.
   Verne tiraba de su labio inferior con el pulgar y el dedo índice. Volvió a apartar la mirada.
   – Antes de que me marchara, Pavel me agarró con fuerza del brazo. Me acercó a él. Vi que estaba muy asustado. Me dijo que, pasara lo que pasara, no le contara a nadie lo que había sucedido.
   Que si ellos se enteraban de que tenía una hermana, nos matarían a todos.
   – ¿Quiénes son ellos? -preguntó Rachel.
   – No lo sé. Las personas para las que trabajaba. Las que compraban los bebés, creo. Me dijo que estaban locos.
   – ¿Qué hizo entonces?
   Katarina abrió la boca, la volvió a cerrar, y lo intentó de nuevo.
   – Fui al supermercado -dijo, con un ruido que podría haber sido una risa-. Compré zumos para los niños. Les dejé beber mientras compraba. Sólo quería hacer algo normal. No lo sé, para dejarlo atrás.
   Katarina miró a Verne entonces. Seguí su mirada. Estudié de nuevo al hombre del pelo largo y la mala dentadura. Al poco rato, se volvió hacia ella.
   – Tranquila -dijo Verne, con la voz más amable que yo había oído en mi vida-. Tenías miedo. Has tenido miedo toda tu vida.
   Katarina empezó a sollozar.
   – No quiero que vuelvas a pasar miedo, ¿entendido?
   Se acercó a ella y la abrazó. Ella se rehizo lo suficiente para decir:
   – Dijo que nos matarían a todos. A toda la familia,
   – Pues yo os protegeré -dijo Verne sencillamente. Me miró por encima del hombro de su esposa-. Se llevaron a mi hijo. Amenazaron a mi familia. ¿Entiendes lo que te digo?
   Asentí con la cabeza.
   – Ahora estoy metido en esto. Estoy con vosotros hasta que haya terminado.
   Rachel se echó hacia atrás. Vi la mueca de su cara. Sus ojos cerrados. No sabía cuánto tiempo lograría seguir funcionando. Me acerqué a ella. Ella levantó la mano.
   – Katarina, necesitamos que nos ayude. ¿Dónde vivía su hermano?
   – Np lo sé.
   – Piense. ¿Tiene algo que fuera de él, algo que pueda darnos una pista de para quién trabajaba?
   Ella se separó de su marido. Verne le acarició el pelo con una mezcla de ternura y fortaleza que me dio envidia. Me volví hacia Rachel y me pregunté si tendría valor para hacer lo mismo.
   – Pavel acababa de llegar de Kosovo -dijo Katarina-. Y no habría venido solo.
   – ¿Cree que trajo a una mujer embarazada? -preguntó Rachel.
   – Siempre las traía.
   – ¿Sabe dónde viven?
   – Las mujeres siempre viven en el mismo sitio, el mismo donde estuve yo. Está en Union City. -Katarina levantó la cabeza-. ¿Quiere que esta mujer les ayude, verdad?
   – Sí.
   – Entonces tendré que ir con ustedes. No es probable que hable inglés.
   Miré a Verne. Él asintió con un gesto.
   – Yo me encargaré de los niños.
   Nadie se movió durante un rato. Teníamos que recuperar las fuerzas, adaptarnos como si hubiéramos entrado en una zona sin gravedad. Yo aproveché para salir y llamar a Zia. Contestó al primer timbre y se puso a hablar.
   – Puede ser que los polis estén escuchando o sea que no te alargues -me dijo.
   – De acuerdo.
   – Nuestro amigo el detective Regan pasó por casa. Me dijo que creía que habías usado mi coche para salir del hospital. Llamé a Lenny. Me dijo que ni confirmara ni negara nada. Ya puedes imaginarte el resto.
   – Gracias.
   – ¿Vas con cuidado?
   – Siempre.
   – Ya. Oye, los polis no son tontos. Si creyeron que habías utilizado el coche de un amigo, podrían pensar que también has utilizado otro.
   El significado era claro: no uses el coche de Lenny.
   – Tengo que colgar -dijo-. Un beso.
   Colgó. Volví a entrar. Verne había abierto el armario de sus armas con una llave y estaba echando un vistazo. En otro rincón de la sala, tenía una caja fuerte con munición. Se abría con una combinación. Miré por encima de su hombro. Verne arqueó las cejas en mi dirección. Tenía suficientes armas para apoderarse de un país europeo.
   Le conté mi conversación con Zia. Verne no vaciló. Me dio una palmadita en la espalda y dijo:
   – Tengo el vehículo ideal para ti.
   Diez minutos después, Katarina, Rachel y yo nos íbamos en un Cámaro blanco.
 
   

Capítulo 37

   Encontramos a la chica embarazada en seguida.
   Antes de que nos marcháramos en el coche de Verne, Rachel se dio una ducha para limpiarse la sangre y la suciedad. Le cambié la venda y Katarina le prestó un vestido de verano con un estampado de flores, de los que son sueltos, pero caen bien. El pelo de Rachel estaba mojado y ensortijado, y todavía goteaba cuando subimos al coche. Dejando de lado las heridas y moratones, no creo haber visto una mujer tan hermosa en toda mi vida.
   Nos fuimos y Katarina insistió en sentarse en el asiento plegable de atrás. Rachel y yo nos sentamos delante. Durante un rato, nadie habló. Creo que estábamos haciendo una descompresión.
   – De lo que dijo Verne… -empezó Rachel- sobre sacar a la luz los secretos y hacer limpieza.
   Seguí conduciendo.
   – Yo no maté a mi marido, Marc.
   No parecía importarle que Katarina estuviera en el coche. A mí tampoco.
   – La versión oficial es que fue un accidente -dije.
   – La versión oficial es mentira. -Soltó aire con fuerza. Necesitaba tiempo para coger ánimos y se lo di.
   »Era el segundo matrimonio de Jerry. Tenía dos hijos del primero. Su hijo Derrick sufría parálisis cerebral. Los gastos eran inmensos. Jerry nunca fue bueno con la economía ni nada parecido, pero hacía lo que podía. Incluso contrató una importante póliza de seguros de vida por si le sucedía algo.
   Desde mi posición, podía verle las manos. No las movía ni las cerraba. Descansaban en su regazo.
   – Nuestro matrimonio fracasó. Había muchas razones. Ya te he mencionado algunas. Yo no le amaba de verdad. Creo que se dio cuenta. Pero lo más importante fue que Jerry era maníaco-depresivo. Cuando dejó de tomar su medicación, empeoró. Y finalmente pedí el divorció.
   La miré de soslayo. Se mordía los labios y parpadeaba.
   – El día que le entregaron los papeles, Jerry se pegó un tiro. Fui yo la que lo encontró desplomado sobre la mesa de la cocina. Había un sobre con mi nombre. Reconocí la letra de Jerry en seguida. Lo abrí. Sólo había una hoja de papel con una palabra escrita: «Puta».
   Katarina puso una mano consoladora en el hombro de Rachel. Yo me concentré más en la carretera.
   – Creo que Jerry lo hizo a propósito -dijo-, porque sabía lo que me tocaría hacer.
   – ¿Qué era? -pregunté.
   – Un suicidio significaba que la compañía de seguros no pagaría. Derrick estaría en apuros económicos. No podía permitir que eso pasara. Llamé a uno de mis antiguos jefes, un amigo de Jerry llamado Joseph Pistillo. Es un pez gordo en el FBI. Trajo a un puñado de hombres e hicimos que pareciera un accidente. La versión oficial fue que yo lo había tomado por un ladrón. Se presionó a los polis de la local y a la compañía de seguros para que lo creyeran. -Se encogió de hombros.
   – Entonces ¿por qué dejaste la agencia? -pregunté.
   – Porque los agentes no se lo tragaron. Todos creyeron que yo me acostaba con algún jefe. Pistillo no pudo protegerme. Habría sido mal visto. Yo tampoco podía defenderme. Intenté no amargarme, pero el FBI no es un buen sitio para los que no son bien recibidos.
   Recostó la cabeza contra el respaldo. Miró por la ventanilla. Yo no sabía qué pensar. Ya no sabía qué pensar de nada. Ojalá hubiera podido ofrecerle algún consuelo. No podía. Seguí conduciendo hasta que afortunadamente llegamos al motel de Union City.
   Katarina se acercó al mostrador de recepción, como si sólo hablara serbio, gesticulando como una loca, hasta que el recepcionista, para sacársela de encima, le dijo el número de la habitación de la única persona del hotel que parecía hablar su lengua. Estábamos en el buen camino.
   La habitación de la chica embarazada estaba bastante por debajo de lo que normalmente se encuentra en un motel de autopista normal. Me refiero a ella como la «chica» embarazada, porque Tatiana -así dijo que se llamaba- dijo que tenía dieciséis años. A mí me parecía más joven. Tatiana tenía las ojeras de una niña salida de una película de guerra, lo que en su situación, era seguramente el caso.
   Me quedé aparte, casi fuera de la habitación. Rachel también. Tatiana no hablaba inglés. Dejamos que Katarina se encargara de todo. Las dos mujeres hablaron durante diez minutos. Luego estuvieron un rato en silencio. Tatiana suspiró, abrió el cajón de debajo del teléfono y dio a Katarina un pedazo de papel. Katarina la besó en la mejilla y luego volvió con nosotros.
   – Está asustada -dijo Katarina-. Sólo conocía a Pavel. Él la dejó aquí ayer y le dijo que no saliera de la habitación por nada.
   Miré a Tatiana e intenté sonreírle de una forma tranquilizadora. Creo que me quedé muy corto.
   – ¿Qué te ha dicho? -preguntó Rachel.
   – No sabe nada, evidentemente. Como yo. Sólo sabe que su hijo encontrará un buen hogar.
   – ¿Qué hay en el papel que te ha dado?
   Katarina levantó el papel.
   – Es un teléfono. En caso de urgencia, tiene que llamar y marcar cuatro nueves.
   – Un busca -dije.
   – Sí, eso creo.
   Miré a Rachel.
   – ¿Podemos localizarlo?
   – No creo que nos lleve a ninguna parte. Es fácil conseguir buscas con un nombre falso.
   – Pues llamemos -dije. Me volví hacia Katarina-. ¿Tatiana ha conocido a alguien además de a tu hermano?
   – No.
   – Pues entonces llama tú -dije-. Diles que eres Tatiana. Dile a la persona que conteste que estás sangrando o tienes dolor o lo que sea.
   – Eh -dijo Rachel-, cálmate un poco.
   – Tenemos que hacer venir a alguien -dije.
   – ¿Y luego qué?
   – ¿Qué quieres decir, y luego qué? Tú les interrogas. ¿No es lo que tú haces, Rachel?
   – Ya no soy agente. Y aunque lo fuera, no podemos echarnos encima de la gente así. Imagínate por un segundo que eres uno de ellos. Apareces y yo hablo contigo. ¿Qué harías si estuvieras metido en algo como esto?
   – Un trato.
   – Puede. O puede que te cierres en banda y pidas un abogado. ¿Y entonces qué?
   Lo pensé.
   – Si esa persona pide un abogado -dije-, me dejas a solas con ella.
   Rachel me miró fijamente.
   – ¿Hablas en serio?
   – Se trata de la vida de mi hija.
   – Ahora se trata de muchos niños, Marc. Esta gente compra bebés. Tenemos que sacarlos de circulación.
   – ¿Qué propones tú?
   – Les llamaremos. Como has dicho tú. Pero tiene que llamar Tatiana. Tendrá que decir lo que sea para hacerles venir. La examinaran. Veremos su matrícula. Les seguiremos cuando se marche. Descubriremos quiénes son.
   – No lo entiendo. ¿Por qué no puede hacer Katarina la llamada? -pregunté.
   – Porque la persona que venga querrá examinar a la persona con la que ha hablado por teléfono. Katarina y Tatiana no suenan igual. Se darán cuenta de lo que pasa.
   – Pero ¿por qué tenemos que hacer todo esto? Los tendremos aquí. ¿Por qué arriesgarnos a seguirles?
   Rachel cerró los ojos y luego volvió a abrirlos.
   – Marc, piensa. Si saben que vamos detrás de ellos, ¿cómo reaccionarán?
   Callé.
   – Y quiero dejar clara otra cosa. Ahora ya no se trata sólo de Tara. Tenemos que entregar a estas personas.
   – Y si nos echamos encima de ellos aquí -dije, entendiendo lo que quería decir en realidad-, les habremos puesto sobre aviso.
   – Exactamente.
   No estaba muy seguro de que me importara. Tara era mi prioridad. Si el FBI o los polis querían presentar un caso contra aquella gente, me parecía estupendo. Pero aquello caía muy lejos de mis intereses personales.
   Katarina habló con Tatiana de nuestro plan. Me di cuenta de que no tenía mucho éxito. La chica estaba petrificada. No dejaba de negar con la cabeza. Pasó el tiempo, un tiempo del que no disponíamos. Me volví loco y decidí hacer algo totalmente estúpido. Cogí el teléfono, marqué el número del busca, y apreté el nueve cuatro veces. Tatiana se quedó muy quieta.
   – Lo harás -dije.
   Katarina tradujo.
   Nadie habló durante dos minutos. Todos miramos a Tatiana. Cuando sonó el teléfono, no me gustó lo que vi en los ojos de la chica. Katarina dijo algo en un tono urgente. Tatiana negó con la cabeza y se cruzó de brazos. El teléfono sonó por tercera vez. Luego otra.
   Saqué el arma.
   – Marc -dijo Rachel.
   Mantuve la pistola colgando a un lado.
   – ¿Sabe que estamos hablando de la vida de mi hija?
   Katarina dijo algo en serbio. Miré a Tatiana a los ojos con dureza. No hubo reacción. Levanté la pistola y disparé. La lámpara explotó, y el ruido resonó con fuerza en la habitación. Todas pegaron un salto. Otra tontería. Lo sabía. Pero no sé si me importaba.
   – ¡Marc!
   Rachel me puso una mano en el brazo. Me la sacudí. Miré a Katarina.
   – Dile que si cuelgan…
   No pude terminar. Katarina se puso a hablar rápidamente.
   Apreté la pistola, pero la volví a dejar colgando a mi lado. Tatiana todavía tenía los ojos fijos en mí. Yo tenía la frente chorreando de sudor. Me temblaba el cuerpo. Mientras Tatiana me miraba, algo en su cara se ablandó.
   – Por favor -dije.
   Al sexto timbrazo, Tatiana descolgó el teléfono y habló.
   Miré a Katarina. Ella escuchó la conversación y luego me miró asintiendo con la cabeza. Me fui a la otra punta de la habitación. Todavía tenía la pistola en la mano. Rachel clavó la vista en mí. Pero yo aguanté la mirada.
   Rachel parpadeó primero.
 
   Aparcamos el Cámaro en un restaurante contiguo y esperamos.
   No hablamos mucho. Los tres mirábamos a todas partes, pero evitábamos hacerlo entre nosotros, como si fuéramos desconocidos en un ascensor. Yo no sabía qué decir. No sabía lo que sentía. Había disparado y había estado muy cerca de amenazar a una adolescente. Y lo peor es que creo que no me importaba. Las repercusiones, en caso de que las hubiera, me parecían muy lejanas, nubes de tormenta que congregarse, pero también podían dispersarse.
   Puse la radio y busqué una emisora local de noticias. Casi esperaba que dijeran: «Interrumpimos este programa con un boletín especial» y luego anunciaran nuestros nombres y dieran nuestras descripciones y quizás un aviso de que íbamos armados y éramos peligrosos. Pero no hubo ninguna crónica de un tiroteo en Kasselton ni de que la Policía nos estuviera buscando.
   Rachel y yo seguíamos sentados delante y Katarina echaba en el asiento plegable de atrás. Rachel había sacado el Palm Pilot. Tenía el lápiz en la mano, dispuesto para utilizarlo. Pensé en llamar a Lenny, pero recordé la advertencia de Zia. Estarían escuchando. Tampoco tenía mucho que contar: sólo que había amenazado a una chica embarazada de dieciséis años con una pistola ilegal que había cogido del cadáver de un hombre asesinado en mi patio. Sin duda al Lenny abogado no le apetecería conocer detalles.
   – ¿Crees que cooperará? -pregunté.
   Rachel se encogió de hombros.
   Tatiana había prometido que estaba con nosotros. No sabía si podíamos creer en ella o no. Para estar seguro, le desenchufé el teléfono y me llevé el cable. Registré la habitación buscando papeles y material de escritura, para que no pudiera pasar una nota a su visitante. No encontré nada. Rachel también puso su teléfono móvil en el alféizar de la ventana para utilizarlo como aparato de escucha. Ahora Katarina tenía el teléfono en el oído. Nos lo traduciría.
   Media hora después, un Lexus SC 430 dorado entró a toda velocidad en el aparcamiento. Silbé por lo bajo. Un colega del hospital se acababa de comprar el mismo coche y le había costado sesenta mil dólares. La mujer que bajó de él llevaba el pelo blanco, corto y en punta. Llevaba una blusa también blanca, demasiado estrecha, y siguiendo con el conjunto, unos pantalones blancos tan ajustados que parecían estar por debajo de la piel. Sus brazos eran musculosos y bronceados. Era una de esas mujeres. No es difícil imaginarse el tipo. Me recordaba a una de esas madres provocativas que se pasean por los clubes de tenis.
   Rachel y yo nos volvimos hacia Katarina y ella asintió solemnemente con la cabeza.
   – Es ella. Es la mujer que me ayudó en el parto.
   Vi que Rachel se ponía a trabajar con el Palm Pilot.
   – ¿Qué haces? -pregunté.
   – Introduzco el número de la matrícula y la marca. Sabremos a nombre de quién está en cuestión de minutos.
   – ¿Cómo lo haces?
   – No es difícil -contestó Rachel-. Todos los agentes de las fuerzas de seguridad tienen sus relaciones. Y si no, pagas a alguien en el Departamento de Tráfico. Lo normal son quinientos dólares.
   – ¿Estás conectada?
   – Sí. Módem sin cable. Un amigo llamado Harold Fisher, que es un as de la técnica y trabaja por su cuenta. No le gustó cómo rae trataron los federales.
   – ¿Y ahora te ayuda?
   – Sí.
   La mujer del pelo blanco se inclinó y sacó lo que parecía un maletín de médico. Se puso unas gafas de sol de diseño y se fue a toda prisa a la habitación de Tatiana. Llamó a la puerta, Tatiana la abrió y la dejó entrar.
   Me volví y miré a Katarina. Tenía el teléfono en modo silencio.
   – Tatiana le está diciendo que ya se encuentra mejor. La mujer está molesta porque la ha llamado por nada -calló.
   – ¿Has oído algún nombre?
   Katarina negó con la cabeza.
   – La mujer la va examinar.
   Rachel miraba su diminuta pantalla como si fuera una bola mágica.
   – Bang.
   – ¿Qué?
   – Denise Vanech, avenida Riverview 47, Ridgewood, Nueva Jersey. Tiene cuarenta y seis años. No tiene muchas multas de aparcamiento.
   – ¿Tan rápido?
   Ella se encogió de hombros.
   – Harold sólo tiene que introducir el número de matrícula. Va a intentar descubrir lo que pueda de ella. -Volvió a mover el lápiz-. Mientras tanto voy a introducir el nombre en Google.
   – ¿El buscador?
   – Sí. Te sorprenderían las cosas que se encuentran.
   Pero yo ya lo sabía. Una vez había introducido mi nombre. No recuerdo por qué. Zia y yo habíamos bebido y lo hicimos para divertirnos. Ella lo llama «navegar por el ego».
   – Ahora no hablan. -La cara de Katarina era una máscara de pura concentración-. ¿La estará examinando?
   Miré a Rachel.
   – Dos resultados en Google -dijo ella-. El primero es un sitio web de la comisión planificadora del condado de Bergen. Solicitó permiso para dividir su parcela. Se le denegó. Pero el segundo es más interesante. Es una página de alumnos. Enumera a antiguos licenciados a los que se quiere localizar.
   – ¿Qué facultad? -pregunté.
   – La de Enfermería y Comadronas de la Universidad de Filadelfia.
   Era lógico.
   – Han terminado -dijo Katarina.
   – Ha sido rápido -dije.
   – Mucho.
   Katarina escuchó un poco más.
   – La mujer está diciendo a Tatiana que se cuide. Que coma mejor, por el niño. Y que la llame si vuelve a encontrarse mal.
   – Parece más amable que cuando ha llegado -dije mirando a Rachel.
   Rachel hizo un gesto de asentimiento. La mujer que creíamos que era Denise Vanech salió. Caminaba con la cabeza alta, meneando el trasero de forma provocativa. La blusa blanca elástica era bastante transparente y no pude evitar ver bastante carne. Se metió en el coche y se marchó.
   Puse en marcha el Cámaro, y el motor rugió como la tos seca de un fumador empedernido. La seguí a una distancia prudente. No me preocupaba mucho perderla. Sabíamos donde vivía.
   – Sigo sin entender cómo lo hacen para comprar niños sin que se entere nadie -dije a Rachel.
   – Buscan a mujeres desesperadas. Las atraen con promesas de dinero y un hogar estable y acomodado para sus hijos.
   – Pero para adoptar -insistí-, tienes que pasar por un montón de trámites. Es una paliza. Conozco a bastantes niños extranjeros con deformaciones físicas a los que han intentado adoptar desde aquí. Y no sabes el papeleo que hay que hacer. Es imposible.
   – No tengo la respuesta a eso, Marc.
   Denise Vanech dobló para meterse en el peaje de Nueva Jersey en dirección norte. Esto la llevaría de vuelta a Ridgewood. Dejé que el Cámaro se retrasara unos cinco o seis metros más. El intermitente derecho se puso en marcha y el Lexus salió en el área de descanso de Vince Lombardi. Denise Vanech aparcó y entró. Aparqué a un lado de la rampa y miré a Rachel. Ella se mordía el labio.
   – ¿Puede que haya ido al lavabo? -pregunté.
   – Se ha lavado después de examinar a Tatiana. ¿Por qué no ha usado el baño allí?
   – A lo mejor tiene hambre.
   – ¿A ti te parece que ésta come a menudo en Burger King, Marc?
   – ¿Pues qué hacemos?
   No dudó mucho. Rachel agarró la manilla. -Déjame en la puerta.
 
   Denise Vanech estaba bastante segura de que Tatiana fingía.
   La chica había dicho que tenía una hemorragia. Denise comprobó las sábanas. No las habían cambiado, pero no estaban manchadas de sangre. Las baldosas del baño estaban limpias. El asiento de la taza estaba limpio. No había sangre por ninguna parte.
   Aquello solo, por supuesto, podía no significar nada. Tal vez la chica lo había limpiado. Pero vio otras cosas. El examen ginecológico no le mostró ninguna señal anormal. Nada. Ni la menor mancha roja. En el vello vaginal tampoco había rastro de sangre. Denise miró la ducha antes de marcharse. Seca como un hueso. La chica había llamado hacía menos de una hora, afirmando que sangraba mucho.
   No tenía lógica.
   La chica, por último, se comportaba de una forma rara. Las chicas siempre estaban asustadas. Eso estaba claro. Denise había llegado de Yugoslavia cuando tenía nueve años, durante la paz relativa del reinado de Tito, y sabía lo que era un infierno. A aquella chica, Estados Unidos le debía de parecer Marte. Pero su miedo tenía algo diferente. Normalmente las chicas miraban a Denise como si fuera una especie de pariente o salvadora, con una mezcla de excitación y esperanza. Pero aquella chica evitaba su mirada. Jugueteaba demasiado. Y había algo más. A Tatiana la había traído Pavel. Normalmente él las vigilaba bien. Pero en este caso no estaba. Denise había estado a punto de preguntar por él, pero decidió esperar a ver que pasaba. Si todo era normal, la chica sacaría a relucir a Pavel.
   No lo había hecho.
   Sí, estaba claro que algo andaba mal.
   Denise no quería levantar sospechas. Terminó el examen y salió deprisa. Con la protección de las gafas buscó posibles furgonetas de vigilancia. No había ninguna. Buscó coches de policía camuflados. Tampoco vio ninguno. Claro que ella tampoco era una experta. A pesar de que llevaba casi diez años trabajando con Steve Bacard, nunca había habido complicaciones. Tal vez por eso había bajado la guardia.
   En cuanto entró en el coche, Denise cogió el móvil. Quería llamar a Bacard. Pero no. Si estaban de algún modo sobre su pista, localizarían la llamada. Denise pensó en utilizar el teléfono de la primera estación de servicio. Pero esto también se lo esperarían. Cuando vio el letrero del área de descanso, se acordó de que había una gran cantidad de teléfonos públicos. Podía llamar desde allí. Si lo hacía con rapidez, no la verían o no sabrían qué teléfono había utilizado.
   Pero ¿sería seguro?
   Sopesó las posibilidades con rapidez. Supongamos que la estaban siguiendo. Ir personalmente a la oficina de Bacard sería un error. Podía esperar y llamarle desde casa. Pero podían tener el teléfono pinchado. Lo menos arriesgado sería hacer la llamada desde las cabinas del área de servicio.
   Denise cogió una servilleta y la utilizó para no dejar huellas en el receptor. Procuró no frotarlo. Seguramente ya tenía docenas de huellas. ¿Para qué facilitarles el trabajo?
   Steve Bacard descolgó el teléfono.
   – ¿Diga?
   La evidente tensión de su voz encogió el corazón de Denise.
   – ¿Dónde está Pavel? -preguntó.
   – ¿Denise?
   – Sí.
   – ¿Por qué lo preguntas?
   – Acabo de visitar a su chica. Algo anda mal.
   – Oh, no -gimió él-. ¿Qué ha pasado?
   – La chica ha llamado al número de urgencias. Ha dicho que tenía una hemorragia, pero creo que estaba mintiendo.
   Hubo un silencio.
   – ¿Steve?
   – Vete a casa y no hables con nadie.
   – De acuerdo. -Denise vio que el Cámaro se paraba. Frunció el entrecejo. ¿No lo había visto antes?
   – ¿Tienes algo en tu casa? -preguntó Bacard.
   – No, por supuesto que no.
   – ¿Estás segura?
   – Del todo.
   – Bien, perfecto.
   Del Cámaro bajaba una mujer. Incluso desde aquella distancia, Denise pudo ver que llevaba una gasa en la oreja.
   – Vete a casa -insistió Bacard.
   Antes de que la mujer pudiera volverse, Denise colgó y se metió en el baño.
 
   De niño, a Steve Bacard le encantaba ver Batman en televisión. Todos los episodios empezaban más o menos igual, que él recordara. Se cometía un delito. Se presentaba la situación ante el comisario Gordon y el jefe de Policía O'Hara. Los dos bufones de las fuerzas del orden se desanimaban. Discutían la situación y se daban cuenta de que sólo había una salida. El comisario Gordon descolgaba el batfono, Batman contestaba, prometía salvar el mundo, se volvía hacia Robin y decía: «¡A los batpostes!».
   Se quedó mirando fijamente el teléfono con aquella sensación que se le infiltraba en la boca del estómago. No era a un héroe quien iba a llamar. De hecho, era totalmente lo contrario. Pero, en definitiva, lo importante era sobrevivir. Las buenas palabras y las justificaciones eran estupendas en tiempos de paz. En tiempos de guerra, en tiempos de vida y muerte, era más sencillo: o nosotros o ellos. Descolgó el teléfono y marcó un número.
   Lydia respondió amablemente.
   – Hola, Steven.
   – Te necesito otra vez.
   – ¿Malas noticias?
   – Muy malas.
   – Vamos hacia allí -dijo.
 
   

Capítulo 38

   – Cuando he entrado -dijo Rachel-, estaba en el baño. Pero creo que ha hecho una llamada antes.
   – ¿Por qué?
   – Porque había cola y ella sólo estaba tres personas delante de mí. Tendría que haber acabado antes.
   – ¿Es posible saber a quién ha llamado?
   – No será fácil. Todos los teléfonos están ocupados. Aunque tuviera acceso del FBI, tardaría mucho.
   – ¿O sea que la seguimos?
   – Sí. -Se volvió hacia atrás-. ¿Tenéis algún mapa en el coche?
   Katarina sonrió.
   – Muchos. A Verne le encantan los mapas. ¿Del mundo, del país, del estado?
   – Estado.
   Buscó en el bolsillo de detrás de mi asiento y le pasó a Rachel el mapa. Ella destapó un bolígrafo y se puso a marcarlo.
   – ¿Qué estás haciendo? -pregunté.
   – No estoy segura.
   Sonó el móvil. Contesté.
   – ¿Va todo bien?
   – Si, Verne, vamos bien.
   – He pedido a mi hermana que se quede con los niños. Estoy en la furgoneta en dirección este. ¿Cuál es vuestra situación?
   Le dije que íbamos a Ridgewood. Él conocía la ciudad.
   – Estoy a unos veinte minutos -dijo-. Nos encontraremos en el Ridgewood Coffee Company de Wilsey Square.
   – A lo mejor estaremos en casa de la comadrona -dije.
   – Esperaré.
   – De acuerdo.
   – Eh, Marc -dijo Verne-, no quiero ponerme sentimental, pero si alguien necesita que le peguen un tiro…
   – Te lo comunicaré.
   El Lexus dobló en la avenida Linwood. Nos manteníamos bastante atrás. Rachel mantenía la cabeza baja, alternando entre el lápiz del Palm Pilot y el boli en el mapa. Llegamos a las afueras. Denise Vanech dobló a la izquierda en Waltherly Road.
   – Está claro que se va a su casa -dijo Rachel-. Déjala. Tenemos que pensar.
   No podía creer lo que estaba proponiendo.
   – ¿Qué quieres decir? Tenemos que hablar con ella.
   – Todavía no. Estoy trabajando en algo.
   – ¿Qué?
   – Concédeme unos minutos.
   Reduje la velocidad y doblé por Van Dien, junto al Hospital Valley. Miré a Katarina, quien me ofreció una pequeña sonrisa. Rachel siguió trabajando en lo suyo. Miré el reloj del salpicadero. Era la hora de encontrarnos con Verne. Cogí North Maple hacia la avenida Ridgewood. Vi una plaza de aparcamiento frente a una tienda llamada Duxiana. La ocupé. La furgoneta de Verne estaba aparcada al otro lado de la calle. Tenía ruedas de todo terreno y dos pegatinas en los alerones, en una ponía, charlton heston presidente y en la otra ¿acaso parezco una hemorroide? pues
 
   FUERA DE MI CULO.
 
   El centro de la ciudad de Ridgewood era una mezcla del esplendor de postal del cambio de siglo y la extravagancia de los centros comerciales de los tiempos modernos. Ya no quedaban casi tiendas de toda la vida. Eso sí, la librería independiente aún resistía. Había una tienda de colchones de lujo, una tiendecita que vendía parafernalia de los sesenta, un puñado de boutiques, peluquerías, y joyerías. Y, claro, algunas de las cadenas -Gap, Williams-Sonoma, el consabido Starbucks- tenían su espacio. Pero más que nada, el centro de la ciudad se había convertido en un verdadero bufé, un popurrí de restaurantes para demasiados gustos y presupuestos. Todos los países tenían allí un establecimiento. Si lanzaras una piedra, aunque fuera sin apuntar, en cualquier dirección, le daría por lo menos a tres de esos restaurantes.
   Rachel se llevó el mapa y el Palm Pilot. No dejó de trabajar mientras caminaba. En la cafetería, charlando con el hombretón de detrás de la barra, estaba ya Verne. Llevaba una gorra de béisbol de Deere con una camiseta que decía: cabeza de alce: una gran cerveza Y UNA NUEVA EXPERIENCIA PARA UN ALCE.
   Cogimos mesa.
   – ¿Cómo va? -preguntó Verne.
   Dejé que Katarina lo pusiera al corriente. Yo miraba a Rachel. Cada vez que empezaba a hablar, ella levantaba un dedo para hacerme callar. Dije a Verne que se llevara a Katarina a casa. Ya no necesitábamos su ayuda. Tenían que estar con sus hijos. Verne se mostró reticente.
   Eran casi las diez. No estaba muy cansado. La falta de sueño -aunque sea por razones menos generadoras de adrenalina que éstas- no me preocupa. Me avala mi residencia médica y las muchas noches de guardia que me exigió.
   – Bang -dijo Rachel de nuevo.
   – ¿Qué?
   Con los ojos todavía en el Palm Pilot, Rachel levantó la mano.
   – Déjame tu teléfono.
   – ¿Qué pasa?
   – Déjamelo un momento, ¿vale?
   Le pasé mi móvil. Marcó y se marchó a un rincón de la cafetería. Katarina se disculpó para ir al baño. Verne me dio un codazo y señaló a Rachel.
   – ¿Estáis enamorados, vosotros dos?
   – Es complicado -dije.
   – Sólo si eres tonto.
   Creo que me encogí de hombros.
   – O la quieres o no la quieres -dijo Verne-. ¿El resto? El resto son tonterías.
   – ¿Es así como has aceptado lo que has oído, esta mañana?
   Reflexionó un momento.
   – Lo que dijo Kat. Lo que había hecho en el pasado. No tiene mucha importancia. Lo que importa es lo esencial. He dormido con ella los últimos ocho años. Conozco su esencia.
   – Yo no conozco tan bien a Rachel.
   – Claro que sí. Mírala. -Lo hice. Y sentí que algo fresco y ligero me atravesaba-. Está que da pena. Le han pegado un tiro, por el amor de Dios. -Calló. No lo estaba mirando, pero seguro que movió la melena asqueado-. Si la pierdes, ¿sabes lo que eres?
   – Un tonto.
   – Un tonto profesional. Superas tu estado de aficionado.
   Rachel colgó el teléfono y volvió apresuradamente a la mesa. A lo mejor fue por lo que había dicho Verne, pero juraría qué volví a ver algo de fuego en sus ojos. Con aquel vestido, con el pelo revuelto, con la sonrisa segura de comerse el mundo, me vi transportado al pasado. No duró mucho. No más de un segundo o dos. Pero quizá fue suficiente.
   – ¿Bang? -pregunté.
   – Un cañonazo. La salva del Cuatro de Julio. -Volvió a teclear con el lápiz-. Sólo tengo que hacer una cosa más. Mientras tanto, mira este mapa.
   Lo cogí. Verne miró por encima de mi hombro. Olía a aceite de motor. En el mapa había toda clase de marcas -estrellitas, aspas-, pero la línea más gruesa seguía una ruta tortuosa. La reconocí.
   – Ésta es la ruta que siguieron los secuestradores anoche -dije-. Cuando les seguimos.
   – Sí.
   – ¿Qué son todas esas estrellas y las demás señales?
   – Mira, primero, observa la ruta que hicieron. Al norte hasta el Tappan Zee. Luego oeste. Luego sur. Luego oeste de nuevo. Luego este y norte.
   – Estaban despistando -dije.
   – Sí. Es lo que dijimos. Estaban preparando la trampa para nosotros en tu casa. Pero piénsalo un momento. Nuestra teoría es que alguien de la Policía les avisó del localizador que habíamos puesto ¿verdad?
   – ¿Y qué?
   – Por lo tanto no sabían nada de él hasta que llegaste al hospital. Eso significa que, al menos durante una parte del trayecto, no supieron que les estaba siguiendo.
   No estaba muy seguro de entender, pero dije:
   – Entendido.
   – ¿Pagas tu factura de teléfono por Internet? -preguntó.
   El cambio de tema me desconcertó un momento.
   – Sí -dije.
   – Y te mandan un estado de cuentas, ¿no? Clicas sobre el enlace, firmas, y puedes ver todas tus llamadas. Probablemente también tiene un directorio inverso, de modo que puedas introducir tu número y ver quién te ha llamado.
   Asentí. Era verdad.
   – Bueno, he conseguido la última factura de Denise Vanech. -Levantó la mano-. No te preocupes. También es bastante fácil. Seguramente Harold podría hacerlo si tuviera más tiempo, pero con un contacto o un soborno es más sencillo. Ahora con la facturación por Internet es más fácil que nunca.
   – ¿Harold te ha mandado su factura?
   – Sí. El caso es que la señora Vanech hace una buena cantidad de llamadas. Por eso he tardado tanto. Hemos estado revisándolas, buscando los nombres y luego las direcciones.
   – ¿Y ha salido un nombre especial?
   – No, una dirección. Quería ver si había llamado a alguien en la ruta de los secuestradores.
   Ahora entendía a donde quería ir a parar.
   – Y supongo que la respuesta es «sí».
   – Mejor que sí. ¿Recuerdas cuando se pararon en el complejo de oficinas de Metro Vista?
   – Claro.
   – En el último mes, Denise Vanech ha hecho seis llamadas a la oficina del abogado Steven Bacard. -Rachel señaló la estrella que había dibujado en el mapa-. En Metro Vista.
   – ¿Un abogado?
   – Harold está buscando información sobre él, pero yo ya he utilizado el Google. El nombre de Steven Bacard sale con frecuencia.
   – ¿En qué contexto?
   Rachel sonrió de nuevo.
   – Está especializado en adopciones.
   – La madre que lo parió -dijo Verne.
   Me eché atrás e intenté digerirlo. Se encendían luces de advertencia, pero no estaba seguro de lo que significaban. Katarina volvió a la mesa. Verne le dijo lo que habíamos encontrado. Nos estábamos acercando. Lo sabía. Pero me sentía a la deriva. Sonó mi móvil -o debería decir, el de Zia-. Miré el identificador de llamadas. Era Lenny. No sabía si contestar, recordando lo que había dicho Zia. Pero evidentemente, Lenny estaría al tanto de la posibilidad de que nos estuvieran escuchando. Había sido él quien había avisado a Zia.
   Apreté el botón de respuesta.
   – Déjame hablar primero -dijo Lenny antes de que yo pudiera saludar-. Por si acaso nos están grabando, ésta es una conversación entre abogado y cliente. Por lo tanto está protegida. Marc, no me digas dónde estás. No me digas nada que pueda obligarme a mentir. ¿Entendido?
   – Sí;
   – ¿Habéis obtenido algún fruto?
   – No el que queríamos. Todavía no, al menos. Pero estamos muy cerca.
   – ¿Puedo ayudar de alguna forma?
   – No lo creo -y luego-: Espera -recordé que Lenny había llevado los arrestos de mi hermana. Había sido su principal asesor legal. Ella confiaba en él-. ¿Te dijo Stacy alguna vez algo sobre adopciones?
   – No te entiendo.
   – ¿Pensó alguna vez en dar en adopción un bebé, o de algún modo te mencionó la adopción?
   – No. ¿Tiene esto algo que ver con el secuestro?
   – Podría ser.
   – No recuerdo nada parecido. Mira, podrían estarnos escuchando, o sea que te diré por qué he llamado. Encontraron un cadáver en tu casa, un hombre con dos disparos en la cabeza -Lenny sabía que yo ya estaba al corriente de esto. Supuse que lo decía para cualquiera que pudiera estar escuchando-. No le han identificado, pero han localizado el arma del crimen en el patio de los Christie.
   No me sorprendió. Rachel ya había imaginado que habrían dejado el arma escondida en algún sitio.
   – El caso es, Marc, que el arma del crimen es tu antigua arma, la que había desaparecido desde el tiroteo en tu casa. Han hecho una prueba de balística. A ti y a Monica os dispararon con dos treinta y ochos distintas, ¿recuerdas?
   – Sí.
   – Bueno, Marc, pues el caso es que tu pistola es una de las que se utilizaron aquella mañana.
   Cerré los ojos. Rachel me susurró un «¿qué?».
   – Tengo que colgar -dijo Lenny-. Miraré lo de Stacy y la adopción, si quieres. A ver qué encuentro.
   – Gracias.
   – Cuídate.
   Colgó. Me volví a mirar a Rachel y le conté lo del hallazgo de la pistola y la prueba de balística. Ella se recostó hacia atrás y se mordió el labio inferior, otro hábito que me era familiar de la época en que salíamos.
   – Esto quiere decir… -dijo- que Pavel y el resto de esa gente están implicados sin duda en el primer ataque.
   – ¿Todavía tenías dudas?
   – Hace pocas horas creíamos que todo era un montaje, ¿recuerdas? Creíamos que podía ser que esos tipos supieran lo suficiente para hacernos creer que tenían a Tara, y sacarle dinero del rescate a tu suegro…Pero ahora sabemos otra cosa. Esa gente estuvo allí aquella mañana. Formaron parte del secuestro original.
   Tenía sentido, pero algo seguía pareciéndome raro.
   – ¿Y ahora qué hacemos? -pregunté.
   – El paso lógico sería ir a ver a ese abogado, Steven Bacard -dijo Rachel-. El problema es que ignoramos si él es el jefe o sólo un empleado. Por lo que sabemos, Denise Vanech podría ser el cerebro y él trabajar para ella. O los tres podrían trabajar para un tercero. Y si nos presentamos allí, Bacard se cerrará en banda. Es abogado. Es demasiado listo para hacerle hablar.
   – Entonces ¿qué propones?
   – No estoy segura -dijo-. Puede que haya llegado la hora de llamar a los federales. Ellos podrían registrar su oficina.
   Negué con la cabeza.
   – Eso tardaría demasiado.
   – Podríamos obligarles a moverse más deprisa.
   – Suponiendo que nos crean, que ya es mucho suponer, ¿cuánto tardarían?
   – No lo sé, Marc.
   No me gustó.
   – Supongamos que Denise Vanech sospecha. Supongamos que Tatiana se ha asustado y la ha llamado de nuevo. Supongamos que existe el informador. Hay demasiadas variables, Rachel.
   – Entonces ¿qué crees que debemos hacer?
   – Un ataque a dos bandas -dije, hablando sin pensar demasiado. Había un problema. De repente tenía una solución-. Tú te encargas de Denise Vanech. Yo de Steven Bacard. Nos coordinamos para caer sobre ellos al mismo tiempo.
   – Marc, es un abogado. No va a hablar contigo.
   La miré. Ella lo vio. Verne se incorporó un poco y soltó un «Guau».
   – ¿Le vas a amenazar? -preguntó Rachel.
   – Se trata de la vida de mi hija.
   – Y tú estás hablando de tomarte la justicia por tu mano -añadió-: Otra vez.
   – ¿Y qué?
   – Amenazaste a una adolescente con una pistola*
   – Sólo trataba de intimidarla. Nunca le habría hecho daño.
   – La ley…
   – La ley no ha hecho nada de nada por mi hija -dije, intentando no gritar. Por el rabillo del ojo, vi que Verne asentía mostrándose de acuerdo con mi indignación-. Están demasiado ocupados perdiendo el tiempo contigo.
   Aquello la hizo erguirse.
   – ¿Conmigo?
   – Lenny me lo dijo en su casa. Creen que fuiste tú. Sin mí. Que estabas obsesionada por recuperarme o algo así.
   – ¿Qué?
   Me levanté de la mesa.
   – Mira, voy a ver al tal Bacard. No quiero hacer daño a nadie, pero si sabe algo de mi hija, voy a descubrir qué es.
   Verne levantó el puño.
   – Adelante.
   Le pregunté a Verne si podía seguir utilizando el Cámaro. Me recordó que él estaba dispuesto a ayudarme en todo. Esperaba que Rachel siguiera discutiendo. No lo hizo. A lo mejor se dio cuenta de que yo no cambiaría de opinión. A lo mejor sabía que yo tenía razón. O a lo mejor -lo más probable- se había quedado demasiado atónita al saber que sus antiguos colegas la habían elegido como única y principal sospechosa.
   – Iré contigo -dijo Rachel.
   – No. -Mi voz no dejó lugar a discusiones. No tenía ni idea de lo que haría cuando llegara allí, pero sabía que era capaz de mucho-. Lo que he dicho antes es lógico. -Sentí que mi tono de cirujano se hacía cargo de mi voz-. Te llamaré cuando llegue a la oficina de Bacard. Hablaremos con él y Denise Vanech al mismo tiempo.
   No esperé a que me respondiera. Volví al Cámaro y me dirigí hacia el complejo de oficinas Metro Vista.
 
   

Capítulo 39

   Lydia echó un vistazo a los alrededores. Estaba en un terreno más abierto de lo que le habría gustado, pero eso no podía arreglarse. Llevaba puesta la peluca rubia de pelo en punta, la que se parecía a la descripción de Denise Vanech que le había dado Steve Bacard. Llamó a la puerta del motel.
   La cortina de la ventana cercana a la puerta se movió. Lydia sonrió.
   – ¿Tatiana?
   No hubo respuesta.
   Le habían advertido que Tatiana hablaba muy poco inglés. Lydia había pensado mucho en cómo hacerlo. El tiempo era esencial. Todo y todos tenían que silenciarse. Cuando alguien a quien le gusta tan poco la sangre como a Bacard dice esto, entiendes inmediatamente las ramificaciones. Lydia y Heshy se habían dividido. Ella había ido allí. Luego se encontrarían.
   – No pasa nada, Tatiana -dijo a través de la puerta-. He venido a ayudar.
   No hubo ningún movimiento.
   – Soy amiga de Pavel -intentó-. ¿Conoces a Pavel?
   Se movió la cortina. La cara de una mujer joven asomó un instante, demacrada e infantil. Lydia la saludó con la cabeza. La mujer siguió sin abrir la puerta. Lydia echó un vistazo a su alrededor. No había nadie mirando, pero seguía sintiéndose demasiado expuesta. Aquello tenía que acabar rápidamente.
   – Espera -dijo Lydia. Luego, mirando la cortina, metió la mano en el bolso. Sacó un papel y un bolígrafo. Escribió algo, asegurándose de que si alguien estaba en la ventana viera exactamente lo que estaba haciendo. Tapó el bolígrafo y se acercó más a la ventana. Acercó el papel al cristal para que Tatiana pudiera leerlo.
   Era como intentar hacer salir un gato asustado de debajo de un sofá. Tatiana se movió lentamente. Se acercó a la ventana. Lydia se quedó quieta, para no asustarla. Tatiana se inclinó. Aquí, gatito, gatito. Ahora Lydia podía ver la cara de la chica. Entornaba los ojos, intentando ver lo que había escrito en el papel.
   Cuando Tatiana estuvo lo bastante cerca, Lydia apretó el cañón de la pistola contra el cristal y apuntó a los ojos de la chica. En el último segundo, Tatiana intentó apartarse. Demasiado poco, demasiado tarde. La bala atravesó limpiamente el cristal y entró en el ojo derecho de Tatiana. Salió sangre. Lydia disparó otra vez, bajando automáticamente la pistola. Dio a la pobre Tatiana en la frente mientras caía. Pero la segunda bala había sido innecesaria. El primer tiro, el del ojo, había llegado al cerebro y había matado a la chica instantáneamente.
   Lydia se marchó corriendo. Se arriesgó a echar un vistazo atrás. Nadie. Cuando llegó al centro comercial del barrio, tiró la peluca y el abrigo blanco. Encontró su coche en un aparcamiento a un kilómetro de distancia.
 
   Llamé a Rachel cuando llegué a Metro Vista. Había aparcado en la calle de la casa de Denise Vanech. Los dos estábamos a punto.
   No estaba seguro de lo que esperaba que ocurriera. Creo que me imaginaba que entraría como una tromba en la oficina de Bacard, le apuntaría a la cara con la pistola, y le pediría respuestas. Lo que no había previsto era una oficina de lujo totalmente montada, es decir, Steven Bacard tenía una zona de recepción bien amueblada, y personas esperando: una pareja casada, al parecer. El marido tenía la cara escondida en un ejemplar del Sports Illustrated. La mujer parecía estar sufriendo. Intentó sonreírme, pero fue como si el esfuerzo le doliera.
   Me di cuenta del aspecto que debía de tener yo. Todavía llevaba la bata del hospital. Iba sin afeitar. Tenía los ojos rojos por la falta de descanso. Imaginaba que mi pelo estaba despeinado en una imagen de manual de recién levantado de la cama.
   La recepcionista estaba detrás de uno de esos cristales divisorios que normalmente asocio a las consultas del dentista. La mujer -su placa decía agnes weiss- me sonrió con amabilidad.
   – ¿Qué desea?
   – He venido a ver al señor Bacard.
   – ¿Tiene cita? -siguió hablando amablemente, pero al mismo tiempo con una entonación retórica. Ya sabía la respuesta.
   – Se trata de una urgencia -dije.
   – Ya. ¿Es cliente nuestro, señor…?
   – Doctor -solté automáticamente-. Dígale que el doctor Marc Seidman necesita verle inmediatamente. Dígale que es urgente.
   La joven pareja nos observaba. La amable sonrisa de la recepcionista empezó a flaquear.
   – El señor Bacard tiene un día muy lleno. -Abrió la agenda-. Déjeme ver cuándo tiene un hueco.
   – Agnes, míreme.
   Me miró.
   Le ofrecí mi mejor expresión de «morirás si no te opero inmediatamente».
   – Dígale que está aquí el doctor Seidman. Dígale que es una urgencia. Dígale que si no me recibe inmediatamente, iré a la Policía.
   La joven pareja intercambió una mirada.
   Agnes se acomodó en la silla.
   – Si quiere sentarse…
   – Dígaselo.
   – Señor, si no se aparta, llamaré a seguridad.
   O sea que me aparté. Siempre podía volver a acercarme. Agnes no descolgó el teléfono. Me coloqué a una distancia no amenazadora. Ella cerró la ventanilla. La pareja me miró.
   – Le está encubriendo -dijo el hombre.
   – ¡Jack! -dijo la esposa.
   Jack no le hizo caso.
   – Bacard se ha marchado hace media hora. La recepcionista dice que volverá en cualquier momento.
   Vi fotografías en la pared. Les eché un vistazo más de cerca. El mismo hombre estaba en todas ellas con una variedad de políticos, pseudocelebridades y atletas en decadencia. Supuse que sería Steve Bacard. Miré fijamente la cara del hombre: mofletuda, con una barbilla débil y lustre de club de campo.
   Di las gracias al hombre llamado Jack y fui hacia la puerta. La oficina de Bacard estaba en el primer piso, o sea que decidí esperar en la entrada. Así lo pillaría desprevenido en un terreno neutral y antes de que Agnes pudiera avisarle. Transcurrieron cinco minutos. Pasaron algunos hombres trajeados, todos apresurados en sus días repletos de toners de impresora y papeleo, y arrastrando maletas de la medida de una caja de camión. Yo paseaba por el pasillo.
   Entró otra pareja. Por sus pasos inciertos y sus ojos angustiados deduje en seguida que ellos también se dirigían a la oficina de Bacard. Les observé y pensé en el camino que los había llevado hasta allí. Les vi casándose, cogidos de la mano, besándose apasionadamente, haciendo el amor por las mañanas. Vi cómo sus carreras profesionales prosperaban. Vi la ilusión por los primeros intentos de concebir, la espera hasta el mes siguiente cuando las pruebas domésticas daban negativo, la preocupación que crecía lentamente. Un año pasa. Todavía nada. Sus amigos empiezan a tener hijos y hablan de ello sin cesar. Sus padres se preguntan cuándo van a tener nietos. Les veo visitando al médico -«un especialista»-, las interminables pruebas a la mujer, la humillante masturbación en un bote, las preguntas personales, las muestras de sangre y orina. Pasan más años. Los amigos se alejan. Ya sólo se hace el amor para procrear. Está calculado. Está teñido de tristeza. Él deja de cogerle la mano. Ella se aparta de él en la cama si no es el momento correcto de su ciclo. Veo los fármacos, el Pergonal, la absurdamente cara fertilización in vitro, las horas perdidas de trabajo, las miradas al calendario, las mismas pruebas domésticas, la angustiosa decepción.
   Y ahora están aquí.
   No, no sabía que éste fuera realmente su caso. Pero de algún modo sospechaba que me acercaba bastante. ¿Hasta dónde llegarían para acabar con aquel dolor? ¿Cuánto pagarían?
   – ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!
   Volví la cabeza hacia los gritos. Un hombre golpeó la puerta.
   – ¡Llame al nueve uno uno!
   Corrí hacia él.
   – ¿Qué pasa? -pregunté.
   Oí otro grito. Crucé la puerta y salí. Se oyó otro grito, esta vez más agudo. Me volví hacia la derecha. Dos mujeres salían corriendo del nivel inferior del aparcamiento. Bajé corriendo la rampa. Crucé la caseta donde se recogen los tiques del aparcamiento. Alguien pedía ayuda gritando que alguien llamara al 911.
   Más adelante, vi un guardia de seguridad chillando por un walkie-talkie. Luego se puso a correr. Le seguí. Cuando doblamos la esquina, el guardia de seguridad se detuvo. Había una mujer a su lado. Tenía las manos en las mejillas y gritaba. Me acerqué a ellos corriendo y miré hacia el suelo.
   El cuerpo estaba atrapado entre dos coches. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada. Su cara seguía siendo mofletuda, la barbilla seguía siendo débil, y con el brillo de club de campo. Le salía sangre de una herida en la cabeza. El mundo volvía a hundirse.
   Steven Bacard, quizá mi última esperanza, estaba muerto.
 
   

Capítulo 40

   Rachel llamó al timbre. Denise Vanech tenía uno de esos timbres pretenciosos que sueltan toda una melodía. El sol estaba en su cénit. El cielo era azul y limpio. En la calle, dos mujeres caminaban cargadas con pequeñas pesas de color malva. Saludaron a Rachel con la cabeza, sin perder el paso. Rachel les devolvió el saludo.
   Sonó el interfono.
   – ¿Sí?
   – ¿Denise Vanech?
   – ¿Quién es?, por favor.
   – Me llamo Rachel Mills. Trabajaba para el FBI.
   – ¿Ha dicho trabajaba?
   – Sí.
   – ¿Qué quiere?
   – Tenemos que hablar, señora Vanech.
   – ¿Sobre qué?
   Rachel suspiró.
   – ¿Podría abrir la puerta, por favor?
   – Hasta que no sepa qué quiere, no.
   – Es sobre la chica que ha visitado en Union City. Para empezar.
   – Lo siento. No hablo sobre mis pacientes.
   – He dicho para empezar.
   – ¿Por qué una ex agente del FBI está interesada en esto, si puede saberse?
   – ¿Preferiría una agente de verdad?
   – No me importa a lo que se dedica, señora Mills. No tengo nada más que decirle. Si el FBI quiere hablar conmigo, puede llamar a mi abogado.
   – Ya -dijo Rachel-. ¿Y su abogado no será Steven Bacard?
   Hubo un breve silencio. Rachel echó una ojeada al coche.
   – ¿Señora Vanech?
   – No tengo por qué hablar con usted.
   – No, tiene razón. Entonces empezaré a llamar a las puertas. Hablaré con los vecinos.
   – ¿Y qué les dirá?
   – Les preguntaré si saben algo de una operación de contrabando de bebés que se gestiona desde esta casa.
   Se abrió la puerta rápidamente. Denise Vanech, con su piel bronceada y su pelo blanco, sacó la cabeza por la puerta.
   – La demandaré por libelo.
   – Difamación -corrigió Rachel.
   – ¿Qué?
   – Difamación. Libelo es para la palabra escrita. Difamación para lo oral. Usted se refiere a difamación. Pero las dos sabemos que usted tendría que demostrar que lo que digo no es cierto.
   – No tiene pruebas de que haya hecho nada ilegal.
   – Ya lo creo que sí.
   – Estaba tratando a una mujer que decía estar enferma. Nada más.
   Rachel señaló el césped. Katarina salió del coche.
   – ¿Y qué me dice de esta antigua paciente?
   Denise Vanech se llevó una mano a la boca.
   – Testificará que le pagó dinero por su bebé.
   – No lo hará. La arrestarán.
   – Sí, claro, el FBI preferirá cebarse en una pobre mujer serbia que acabar con una organización de contrabando de bebés. Seguro.
   Cuando Denise Vanech calló, Rachel empujó la puerta.
   – ¿Le importa que entre?
   – Se equivoca de medio a medio -dijo bajito.
   – Bien. -Rachel estaba ya dentro-. Puede corregirme en todos mis errores.
   De repente Denise Vanech parecía insegura. Después de mirar otra vez a Katarina, cerró lentamente la puerta. Rachel ya se dirigía al salón. Era blanco. Totalmente blanco. Sofás blancos sobre una alfombra blanca. Estatuas blancas de porcelana de mujeres desnudas montando a caballo. Mesa de café blanca, mesitas auxiliares blancas, y dos sillas ergonómicas blancas sin respaldo. Denise la siguió dentro. Su ropa blanca se fundía en el entorno, camuflándola, de modo que parecía que su cabeza y sus brazos flotaran.
   – ¿Qué quiere?
   – Busco a una niña concreta.
   Denise dejó que sus ojos fueran hacia la puerta.
   – ¿El suyo?
   Se refería a Katarina.
   – No.
   – No importa. No tengo ni idea de dónde los colocan.
   – ¿Es comadrona, no?
   La mujer cruzó los brazos musculosos bajo su pecho.
   – No pienso contestar a ninguna de sus preguntas.
   – Mire, Denise. Lo sé casi todo. Sólo necesito que me aclare algunos puntos. -Rachel se sentó en el sofá de vinilo. Denise Vanech no se movió-. Tienen a gente en un país extranjero. Tal vez en más de uno. No lo sé. Pero sé lo de Serbia. O sea que empecemos por allí. Tienen personas allí que recluían chicas. Las chicas vienen embarazadas, pero no lo mencionan en nuestra aduana. Usted entrega el bebé. Tal vez aquí, tal vez tiene otro sitio, no lo sé.
   – Hay muchas cosas que no sabe.
   Rachel sonrió.
   – Sé lo suficiente.
   Denise se puso en jarras. Todas sus posturas parecían artificiales, como si las practicara frente a un espejo.
   – Bueno, las mujeres tienen a los bebés. Usted les paga. Usted entrega el bebé a Steven Bacard. Él trabaja para parejas desesperadas que están dispuestas a saltarse las normas. Ellas adoptan a los niños.
   – Es una bonita historia.
   – ¿Me está diciendo que es ficticia?
   Denise sonrió.
   – Totalmente ficticia.
   – Bien, espléndido. -Rachel sacó el móvil-. Entonces déjeme llamar a los federales. Les presentaré a Katarina. Pueden ir a Union City y conocer a Tatiana. Pueden revisar sus registros telefónicos, sus finanzas…
   Denise empezó a gesticular con las manos.
   – De acuerdo, de acuerdo, dígame lo que quiere. Me ha dicho que ya no era agente del FBI. ¿Qué quiere de mí, entonces?
   – Quiero saber cómo funciona.
   – ¿Quiere participar?
   – No.
   Denise esperó un momento.
   – Antes ha dicho que buscaba a un niño concreto.
   – Sí.
   – Entonces trabaja para alguien.
   Rachel negó con la cabeza.
   – Mire, Denise, no tiene muchas opciones. O bien me dice la verdad o bien cumple una buena condena.
   – ¿Y si le digo lo que quiere saber?
   – Entonces la dejaré fuera de esto -dijo Rachel. Era mentira. Pero una mentira fácil. Aquella mujer estaba implicada en la venta de bebés. Rachel no iba a olvidarlo por nada del mundo.
   Denise se sentó. Fue como si el bronceado se le fuera de la cara. De repente parecía mayor. Las arrugas de la boca y alrededor de los ojos se acentuaron.
   – No es lo que cree -empezó.
   Rachel esperó.
   – No hacemos daño a nadie. La verdad es que estamos ayudando a muchos.
   Denise Vanech cogió su bolso -blanco, por supuesto- y sacó un cigarrillo. Le ofreció uno a Rachel, que lo rechazó.
   – ¿Sabe algo de los orfanatos de los países pobres? -preguntó Denise.
   – Sólo lo que veo en los documentales.
   Denise encendió un cigarrillo e inhaló profundamente.
   – Son más que horribles. Pueden tener una sola cuidadora para cuarenta bebés. La cuidadora no tiene estudios. A menudo el trabajo es un favor político. Algunos de los niños son maltratados.
   Muchos nacen con el síndrome de drogodependencia. La atención médica…
   – Me hago una idea -dijo Rachel-. Es mala.
   – Sí.
   – ¿Y?
   – Y nosotros hemos encontrado la forma de salvar a algunos de esos chicos.
   Rachel se recostó en el sofá y cruzó los brazos. Veía adonde quería ir a parar.
   – ¿Pagan a las mujeres para que vengan aquí y les vendan a sus bebés?
   – Eso es una hipérbole -dijo ella.
   Rachel se encogió de hombros.
   – ¿Cómo lo expresaría usted?
   – Póngase en su lugar. Es usted una mujer pobre, y quiero decir pobre, quizá sea prostituta o esté metida en la trata de blancas. Es basura. No tiene nada. Algún hombre la deja preñada. Puede abortar, o si su religión se lo prohibe, puede meter a su hijo en un orfanato asqueroso.
   – O -añadió Rachel-, si tienen suerte, ¿pueden acabar con usted?
   – Sí. Les ofrecemos atención médica. Les ofrecemos una compensación económica. Y lo más importante, nos aseguramos de que su bebé viva en un hogar con unos padres cariñosos y económicamente estables.
   – Económicamente estables -repitió Rachel-. ¿Ricos?
   – El servicio es caro -admitió ella-. Pero permítame que le pregunte algo. Tomemos a su amiga. Ha dicho que se llamaba Katarina.
   Rachel siguió en silencio.
   – ¿Cómo sería ahora su vida si no la hubiéramos traído aquí? ¿Cómo sería la vida de su hijo?
   – No lo sé. No sé lo que hicieron con su hijo.
   Denise sonrió.
   – Bien, siga discutiendo. Pero ya sabe a qué me refiero. ¿Cree que el niño estaría mejor con una pobre prostituta en un agujero infecto, o con una afectuosa familia aquí en Estados Unidos?
   – Ya veo -dijo Rachel, intentando no poner cara de asco-. O sea que ustedes son una especie de desinteresados asistentes sociales. ¿Lo que hace es trabajo de beneficencia?
   Denise soltó una risita.
   – Mire a su alrededor. Tengo gustos caros. Vivo en un barrio lujoso. Tengo un hijo en la universidad. Me gusta pasar las vacaciones en Europa. Tenemos una casa en los Hamptons. Lo hago porque da muchos beneficios. Pero ¿y qué? ¿A quién le importan los motivos? Mis motivos no cambian las condiciones de aquellos orfanatos.
   – Sigo sin comprenderlo -dijo Rachel-. Las mujeres les venden sus bebés.
   – Nos dan a sus bebés -corrigió ella-. A cambio les ofrecemos una compensación económica.
   – Sí, sí, lo que quiera. Ustedes tienen al bebé. Ellas consiguen dinero. Pero entonces ¿qué? El niño debe tener documentos, o la administración intervendría. No permitirían que Bacard siguiera gestionando adopciones así.
   – Es cierto.
   – Entonces, ¿cómo funciona?
   Ella sonrió.
   – Piensa arrestarme, ¿verdad?
   – Todavía no sé lo que haré.
   – Recordará que he colaborado, ¿verdad? -La mujer seguía sonriendo.
   – Sí.
   Denise Vanech juntó y apretó ambas palmas y cerró los ojos. Parecía que estuviera rezando.
   – Contratamos madres norteamericanas.
   Rachel hizo una mueca.
   – ¿Cómo dice?
   – Por ejemplo, pongamos que Tatiana está a punto de tener al bebé. Podríamos contratarla a usted, Rachel, para pasar por su madre. Iría a registrarlo a su ayuntamiento. Les diría que está embarazada y va a tener al niño en casa, de modo que no habrá registro del hospital. Le darían unos formularios para rellenar. Nunca comprueban si está realmente embarazada. ¿Cómo iban a hacerlo? No van a hacerle un examen ginecológico.
   – ¡Jesús! -Rachel se recostó en el sofá.
   – Es bastante sencillo, la verdad. No hay ningún documento de que Tatiana va a tener un hijo. Sí lo hay de que usted lo va a tener. Entrego al bebé. Firmo como el testigo que ha asistido al nacimiento de su hijo. Usted se convierte en su madre. Bacard le hace rellenar los documentos de la adopción… -Se encogió de hombros.
   – ¿Así que los padres adoptivos nunca saben la verdad?
   – No, pero tampoco les interesa mucho. Están desesperados. No quieren saberlo.
   De repente a Rachel se le acabaron los ánimos.
   – Y antes de que nos entregue -siguió Denise-, piense en algo más. Hace ya diez años que lo hacemos. Eso significa que hace todo este tiempo que los niños están viviendo felizmente con sus familias. Docenas de niños. Todas esas adopciones se considerarán nulas. Las madres biológicas pueden volver y reclamar a sus hijos. O cobrar una compensación. Va a destrozar muchas vidas.
   Rachel sacudió la cabeza. Era demasiado para considerarlo entonces. En otro momento. Se estaba desviando del asunto. Tenía que mantener su objetivo. Se volvió y enderezó los hombros. Miró a Denise a los ojos.
   – ¿Qué tiene que ver Tara Seidman con todo esto?
   – ¿Quién?
   – Tara Seidman.
   Ahora era Denise la que parecía confundida.
   – Espere. ¿No es ése el nombre de la niña secuestrada en Kasselton?
   Sonó el teléfono de Rachel. Miró el identificador de llamadas y vio que era Marc. Estaba a punto de apretar la tecla de respuesta cuando vio a un hombre. Se le paró el corazón. Presintiendo algo, Denise se volvió. Se sobresaltó con lo que vio.
   Era el hombre del parque.
   Sus manos eran enormes, y hacían que la pistola con la que apuntaba a Rachel pareciera un juguete. Movió los dedos en su dirección.
   – Déme el teléfono.
   Rachel se lo pasó, intentando evitar el contacto. El hombre apoyó el cañón de la pistola contra su cabeza.
   – Ahora déme su pistola.
   Rachel buscó en su bolso. Él le dijo que lo levantara con dos dedos. Ella obedeció. El teléfono sonó por cuarta vez.
   El hombre apretó la tecla de respuesta y dijo:
   – ¿Doctor Seidman?
   – ¿Quién es? -Incluso Rachel oyó la respuesta.
   – Estamos todos en casa de Denise Vanech. Venga aquí desarmado y solo. Entonces le contaré todo lo que quiere saber de su hija.
   – ¿Dónde está Rachel?
   – Está aquí mismo. Tiene treinta minutos. Le diré lo que necesita saber. Tiene tendencia a hacerse el listo en estas situaciones, Pero esta vez no, o su amiga, la señora Mills, será la primera en morir. ¿Me ha comprendido?
   – Lo he entendido.
   El hombre colgó el teléfono. Miró a Rachel. Sus ojos eran marrones con un punto dorado en el centro. Eran casi amables, los ojos de una liebre. Luego el hombretón volvió la mirada hacia Denise Vanech. Ella se encogió. El hombre sonrió.
   Rachel vio lo que estaba a punto de hacer y, mientras el hombretón dirigía la pistola al pecho de Denise Vanech y disparaba tres tiros, gritó:
   – ¡No!
   Las tres balas dieron en blancos mortales. El cuerpo de Denise se aflojó. Resbaló del sofá al suelo. Rachel empezó a levantarse, pero la pistola la apuntaba a ella.
   – Quieta.
   Rachel obedeció. Denise Vanech estaba muerta, sin duda. Tenía los ojos abiertos. La sangre manaba, y el color era sorprendentemente rojo contra un mar de blanco.
 
   

Capítulo 41

   ¿Y ahora qué hago?
   Había llamado para contar a Rachel lo de la muerte de Steven Bacard. Ahora aquel hombre la tenía como rehén. Bueno, ¿cuál era el siguiente paso? Intenté reflexionar, analizar los datos cuidadosamente, pero no había tiempo suficiente. El hombre del teléfono tenía razón. Anteriormente había sido «listo». En la primera entrega del rescate, había hablado con la Policía y el FBI. En el segundo, había pedido ayuda a una ex agente federal. Durante mucho tiempo, había echado la culpa a mi decisión de que la primera entrega hubiera salido mal. Ya no. Había jugado con todas las posibilidades las dos veces, pero ahora veo que el juego estaba claro desde el principio. Nunca habían tenido la intención de devolverme a mi hija. Ni hacía dieciocho meses. Ni la noche anterior.
   Y tampoco entonces.
   Puede que hubiera estado buscando una respuesta que ya sabía desde el principio. Verne había entendido mi búsqueda con una frase: «Siempre que no te estés engañando». Pero quizá yo me había estado engañando. Incluso ahora, incluso mientras estábamos sacando a la luz aquella trama del contrabando de niños, me había permitido tener esperanzas. Quizá mi hija estaba viva. Quizás había caído en la trampa de la trama de adopción. ¿Era una posibilidad horrible? Sí. Pero la alternativa evidente -que Tara estuviera muerta- era mucho peor.
   Ya no sabía qué creer.
   Miré el reloj. Habían pasado veinte minutos. No sabía cómo actuar. Primero lo primero. Llamé a Lenny a su línea privada de la oficina.
   – Un hombre llamado Steven Bacard acaba de ser asesinado en East Rutherford-dije.
   – ¿El Bacard abogado?
   – ¿Le conoces?
   – Trabajé en un caso con él hace años -dijo Lenny. Y luego-: Oh, maldita sea.
   – ¿Qué?
   – Antes me has preguntado por lo de Stacy y la adopción. No he visto la relación. Pero ahora que mencionas el nombre de Bacard… Stacy me preguntó por él, hace tres o cuatro años.
   – ¿Sobre qué?
   – Ya no lo recuerdo. Algo sobre ser madre.
   – ¿Y eso qué significa?
   – No lo sé. La verdad es que no le hice mucho caso. Sólo le dije que no firmara nada sin enseñármelo primero. -Luego Lenny me preguntó-: ¿Cómo sabes que le han asesinado?
   – Acabo de ver su cadáver.
   – ¡Calla!, no digas nada más. Esta línea no es segura.
   – Necesito que me ayudes. Llama a los polis. Tienen que registrar los archivos de Bacard. Tenía montada una trama relacionada con adopciones. Existe la posibilidad de que tenga algo que ver con el secuestro de Tara.
   – ¿Cómo?
   – No tengo tiempo para explicártelo.
   – Sí, bueno, llamaré a Tickner y a Regan. Regan no ha parado de buscarte, ¿sabes?
   – Me lo imagino.
   Colgué antes de que pudiera preguntarme nada más. No estaba seguro de lo que esperaba que encontraran. No podía creer que la respuesta al destino de Tara estuviera en un archivador de un gabinete legal. Pero qnizá sí. Y si algo iba mal -y era más que probable que fuera así- quería que alguien llegase hasta el final.
   Estaba en Ridgewood. No me había creído que el hombre del teléfono dijera la verdad. No estaban en el negocio del intercambio de información. Estaban allí para hacer limpieza. Rachel y yo sabíamos demasiado. Me hacían ir allí para poder matarnos.
   Entonces ¿qué podía hacer?
   Quedaba muy poco tiempo. Si me retrasaba -si tardaba mucho más de media hora- el hombre del teléfono se pondría nervioso. Eso no sería nada bueno. Volví a pensar en llamar a la Policía, pero recordé su advertencia sobre lo de ser «listo» y todavía me preocupaban las filtraciones. Tenía una pistola. Sabía cómo utilizarla. Era un buen tirador, pero eso era en un campo de tiro. Me parecía que disparar a personas sería diferente. O puede que no. Ya no tenía escrúpulos para matar a aquellas personas. No estoy seguro de que los hubiera tenido nunca.
   A una travesía de la casa de Denise Vanech, aparqué el coche, cogí el arma, y bajé la calle caminando.
 
   Él la llamaba Lydia. Ella le llamaba Heshy.
   La mujer había llegado hacía cinco minutos. Era menuda y bonita, y sus ojos de muñeca brillaban de excitación. Se quedó mirando el cadáver de Denise Vanech y miró la sangre que aún salía de ella. Rachel no se movía. Le habían atado las manos a la espalda con cinta adhesiva. La mujer llamada Lydia se volvió hacia Rachel.
   – Esta mancha no habrá quien la quite.
   Rachel la miró sin parpadear. Lydia sonrió.
   – ¿No te parece divertido?
   – Por dentro -dijo Rachel-. Por dentro estoy que me parto de risa.
   – Hoy has visitado a una chiquita que se llama Tatiana, ¿no?
   Rachel no dijo nada. El hombretón llamado Heshy empezó a bajar las persianas.
   – Está muerta. Pensé que te gustaría saberlo. -Lydia se sentó al lado de Rachel-. ¿Recuerdas el programa Risas familiares de la tele?
   Rachel no sabía muy bien cómo reaccionar. Aquella Lydia estaba loca, no había ninguna duda.
   – Sí -dijo, con inseguridad.
   – ¿Eras una admiradora?
   – El programa era una tontería pueril.
   Lydia echó la cabeza atrás y rió.
   – Yo hacía de Trixie -siguió mientras sonreía a Rachel.
   – Estarás muy orgullosa -dijo Rachel.
   – Oh, ya lo creo. -Lydia calló, ladeó la cabeza, y la acercó más a la de Rachel-. Por supuesto, sabes que estás a punto de morir.
   Rachel no parpadeó.
   – Entonces puedes contarme lo que le hiciste a Tara Seidman.
   – Oh, vamos -dijo Lydia poniéndose en pie-. Recuerda que fui actriz. Salía en la tele. ¿Ahora qué toca?, ¿la parte del programa en que contamos al público lo que ha pasado mientras damos tiempo al héroe para que llegue? Lo siento, cariño. -Se volvió a Heshy-. Amordázala, Oso.
   Heshy utilizó cinta adhesiva para rodear la boca y la nuca de Rachel. Luego se acercó a la ventana. Lydia se inclinó hacia la oreja de Rachel de modo que ésta sintió el aliento de la mujer.
   – Te diré una cosa -cuchicheó-, porque es divertida. -Lydia se inclinó un poco más-. No tengo ni idea de lo que fue de Tara Seidman.
 
   Bueno, no pensaba acercarme y llamar a la puerta.
   Hablando claro, estaban decididos a matarnos. Mi única posibilidad sería sorprenderlos. No conocía la disposición de la casa, pero imaginaba que podría encontrar una ventana lateral e intentar introducirme a escondidas. Iba armado. Estaba seguro de poder disparar sin vacilar. Ojalá hubiera tenido un plan mejor que aquél, pero aunque hubiera tenido más tiempo, dudo de que se me hubiera ocurrido nada.
   Zia había mencionado mi ego de cirujano. Admito que estaba asustado. Estaba bastante seguro de poder hacerlo. Era inteligente. Sabía ser cuidadoso. Buscaría un momento oportuno. Si no se presentaba, entonces les ofrecería un intercambio: yo por Rachel. No me dejaría embrollar con charlas sobre Tara. Sí, quería creer que seguía viva. Sí, quería creer que ellos sabían dónde estaba. Pero no quería arriesgar más la vida de Rachel por un sueño. ¿Mi vida? Adelante. Pero no la de Rachel.
   Me acerqué más a la casa de Denise Vanech, intentando esconderme detrás de los árboles sin llamar demasiado la atención. En un barrio de lujo de las afueras, eso era imposible. La gente no disimula. Imaginaba que los vecinos me observaban detrás de las persianas, con el dedo a punto de marcar el 911. No podía preocuparme por esto. Pasara lo que pasara, de un modo u otro, ocurriría antes de que llegara la Policía.
   Cuando sonó mi teléfono, casi pegué un brinco. Estaba a tres casas de distancia. Maldije en voz baja. El doctor Seguridad había olvidado poner su teléfono en modo vibración. Me di cuenta con una certeza angustiosa de que me estaba engañando a mí mismo. Estaba fuera de mi elemento. Supongamos por ejemplo, que el teléfono hubiera sonado al estar ya en la casa. ¿Entonces qué?
   Me escondí detrás de un matorral y contesté con un golpe de muñeca.
   – Tienes que aprender a entrar a escondidas en los sitios -cuchicheó Verne-. Lo haces fatal.
   – ¿Dónde estás?
   – Mira a las ventanas de atrás del segundo piso.
   Miré disimuladamente hacia la casa de Denise Vanech. Verne estaba en una ventana. Me saludó.
   – La puerta de atrás estaba abierta -cuchicheó Verne-. Y he entrado.
   – ¿Qué está pasando?
   – Una matanza. He oído que decían que habían matado a la chica del motel. Se han cargado a la tal Denise. Está muerta a un metro de Rachel.
   Cerré los ojos.
   – Esto es una trampa, Marc.
   – Sí, ya me lo he imaginado.
   – Hay dos: un hombre y una mujer. Quiero que vuelvas a tu coche. Quiero que vuelvas con él y aparques en la calle. Te quedas lo bastante lejos para que no tengan un buen blanco de tiro. Quédate allí. No te acerques más. Sólo quiero que llames su atención, ¿entendido?
   – Sí.
   – Intentaré que quede uno vivo, pero no puedo prometer nada.
   Colgó. Volví al coche a toda prisa e hice lo que me había dicho. Sentía el corazón latiendo aceleradamente en mi pecho. Pero ahora tenía alguna esperanza. Verne estaba allí. Estaba dentro de la casa y armado. Me paré frente a la casa de Denise Vanech. Las persianas y las cortinas estaban corridas. Respiré hondo. Abrí la puerta del coche y bajé.
   Silencio.
   Esperaba oír tiros. Pero esto no fue lo que primero ocurrió. El primer sonido fue el de cristales rotos. Y entonces vi que Rachel salía disparada por la ventana.
 
   – Acaba de aparcar -dijo Heshy.
   Rachel todavía tenía las manos atadas a la espalda, y la boca tapada con cinta. Supo que había acabado todo. Marc llamaría a la puerta. Le dejarían pasar, aquella versión muíante de Bonnie y Clyde, y los matarían a los dos a tiros.
   Tatiana ya estaba muerta. Denise Vanech ya estaba muerta. No podía ser de otro modo. Heshy y Lydia no podían dejarles sobrevivir. Rachel había esperado que Marc se diera cuenta y acudiera a la Policía. Esperaba que no se presentara, pero por supuesto esto no era una opción para él. Y por eso estaba allí. Seguramente haría alguna imprudencia o quizá todavía estaba tan cegado por la esperanza que simplemente caería en la trampa.
   Sea como fuere, Rachel tenía que impedirlo.
   Su única posibilidad era sorprenderles. Incluso así, incluso si todo salía bien, lo mejor que podía esperar era salvar a Marc. Lo demás era una ilusión.
   Era el momento de actuar.
   No se habían molestado en atarle los pies. Con las manos atadas a la espalda y la boca tapada con cinta, ¿qué peligro podía representar? Intentar echarse sobre ellos sería suicida. Sería un blanco fácil.
   Y con eso contaba ella.
   Rachel se puso de pie. Lydia se volvió y apuntó.
   – Siéntate.
   Rachel no obedeció. Y ahora Lydia tenía un dilema. Si disparaba, Marc lo oiría. Sabría que algo iba mal. Un punto muerto. Pero no duraría. A Rachel se le ocurrió una idea: una idea poco consistente. Echó a correr. Lydia tendría que disparar o perseguirla o…
   La ventana.
   Lydia vio lo que estaba haciendo Rachel, pero no había forma de detenerla. Rachel bajó la cabeza como un carnero a punto de atacar y se lanzó directamente contra la ventana panorámica. Lydia levantó la pistola para disparar. Rachel cogió ánimos. Sabía que aquello le dolería. El cristal se rompió con una facilidad sorprendente. Rachel lo atravesó, pero no había calculado la distancia a que se hallaba del suelo. Tenía las manos atadas a la espalda. No había forma de amortiguar la caída.
   Se volvió de lado y soportó el impacto con el hombro. Algo se rompió. Sintió un dolor punzante bajando por la pierna. Del muslo le sobresalía un pedazo de vidrio. El ruido habría advertido a Marc, no había duda. Podría salvarse. Pero mientras Rachel rodaba, un miedo profundo y terrible volvió a apoderarse de ella. Sí, había advertido a Marc. La había visto caer por la ventana.
   Pero ahora, sin pensar en el peligro, Marc corría hacia ella.
 
   Verne estaba agazapado en las escaleras.
   Estaba a punto de actuar cuando Rachel se había levantado de golpe. ¿Estaba loca? Pero no, vio en seguida que sólo era una mujer muy valiente. Al fin y al cabo, ella no sabía que él estaba escondido arriba. No podía quedarse sentada mientras Marc caía en la trampa. Le era imposible.
   – Siéntate.
   La voz de la mujer. El figurín llamado Lydia levantó la pistola. Verne se puso nervioso. Todavía no estaba en posición. No tendría un buen blanco. Pero Lydia no apretó el gatillo. Verne observó asombrado cómo Rachel corría y atravesaba la ventana.
   Y él había pedido una distracción…
   Entonces Verne entró en acción. Había oído infinidad de veces cómo se paraliza el tiempo en momentos de extrema violencia, que esos breves segundos pueden alargarse tanto que puedes verlo todo con claridad. En realidad, aquello era una tontería. Cuando lo recuerdas, cuando lo rememoras en tu cabeza en lugar seguro y cómodo, es cuando te imaginas que ha transcurrido lentamente. Pero en el calor del momento, cuando él y tres compañeros se habían visto metidos en un tiroteo con los soldados de «élite» de Saddam, el tiempo más bien se había acelerado. Y eso era lo que estaba sucediendo allí.
   Verne apareció por la esquina.
   – ¡Suéltala!
   El hombretón apuntó a la ventana con la pistola por donde Rachel había caído. No había tiempo de hacer otra advertencia. Verne disparó dos veces. Heshy cayó. Lydia gritó. Verne rodó y se escondió detrás del sofá. Lydia volvió a gritar.
   – ¡Heshy!
   Verne miró, esperando ver a Lydia apuntándole. Pero no era así. Había tirado el arma. Todavía gritando, Lydia se había arrodillado y cogía tiernamente la cabeza de Heshy.
   – ¡No! No te mueras. ¡Por favor, Heshy, por favor no me dejes!
   Verne apartó la pistola de ella con el pie. Mantuvo la suya apuntando a Lydia.
   – No te dejaré nunca -dijo Heshy.
   Lydia miró a Verne, con ojos suplicantes. Él no se molestó en llamar al 911. Ya se oían las sirenas. Heshy cogió la mano de Lydia.
   – Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo.
   – No -dijo ella, con una voz débil.
   – Lydia, ya habíamos hablado de esto.
   – No vas a morir.
   Heshy cerró los ojos. Su respiración era dificultosa.
   – El mundo creerá que eras un monstruo -dijo.
   – Sólo me importa lo que pienses tú. Prométemelo, Lydia.
   – Te pondrás bien.
   – Prométemelo.
   Lydia negó con la cabeza. Las lágrimas fluían libremente.
   – No puedo.
   – Sí puedes. -Heshy logró sonreír un poco-. Recuerda que eres una gran actriz.
   – Te quiero -dijo ella.
   Pero él tenía los ojos cerrados. Lydia siguió llorando. Siguió suplicándole que no la dejara. Las sirenas estaban más cerca. Verne se quedó de pie. Llegó la Policía. Cuando entraron, la rodearon en círculo. Lydia de repente levantó la cabeza del pecho de Heshy.
   – Gracias a Dios -dijo, todavía con lágrimas en la cara-. Mi pesadilla ha terminado por fin.
 
   Llevaron a Rachel al hospital. Quería ir con ella, pero la Policía tenía otras ideas. Hablé con Zia. Le pedí que cuidara de Rachel.
   La Policía se pasó horas interrogándonos. Interrogaron a Verne, a Katarina y a mí por separado y después atados juntos. Me parece que nos creyeron. Lenny estaba allí. Aparecieron Regan y Tickner, pero tardaron un poco. Habían estado registrando los archivos de Bacard a petición de Lenny.
   Regan fue el primero en hablar.
   – Vaya día, eh, Marc.
   Me senté frente a él.
   – ¿Le parece que estoy para charlas banales, detective?
   – La mujer se llama Lydia Davis. Su nombre real es Larissa Dañe.
   Hice una mueca.
   – ¿Por qué me suena?
   – Era actriz de niña.
   – Trixie -dije, recordando-. En Risas familiares.
   – La misma. O al menos, es lo que dice ella. Bueno, asegura que el tipo, sólo sabemos que se llama Heshy, la tenía encerrada y la maltrataba. Dijo que la forzaba a hacer cosas. Su amigo Verne dice que todo es un montaje. Pero esto no es importante ahora mismo. Asegura que no sabe nada de su hija.
   – ¿Cómo puede ser?
   – Dice que trabajaban para otro. Que Bacard propuso a Heshy la petición de rescate de la niña que no habían secuestrado. A Heshy le encantó. Mucho dinero, y al no tener a la niña, casi ningún riesgo.
   – ¿Dice que no tuvieron nada que ver con el tiroteo en mi casa?
   – Eso dice.
   Miré a Lenny. Él también veía la contradicción.
   – Pero si tenían mi pistola. La que utilizaron para matar al hermano de Katarina.
   – Sí, lo sabemos. Dice que Bacard se la dio a Heshy. Para tenderle una trampa. Heshy mató a Pavel y dejó la pistola escondida para que Rachel cargara con el muerto.
   – ¿De dónde sacaron el pelo de Tara para la petición del rescate? ¿De dónde sacaron su ropa?
   – Según la señorita Dañe, se los dio Bacard.
   Negué con la cabeza.
   – Entonces ¿fue Bacard quien secuestró a Tara?
   – Ella dice que no lo sabe.
   – ¿Y mi hermana qué? ¿Qué pintaba en todo esto?
   – Ella también dice que fue Bacard. Les dio el nombre de Stacy como persona a quien cargar la culpa. Heshy dio dinero a Stacy y le dijo que lo ingresara en el banco. Luego la mató.
   Miré a Tickner y luego a Regan.
   – No tiene sentido.
   – Todavía estamos trabajando en ello.
   – Tengo una pregunta -dijo Lenny-. ¿Por qué volvieron después de año y medio y lo intentaron de nuevo?
   – La señorita Dañe dice que no está segura, pero que sospecha que fue simple codicia. Dice que Bacard llamó y preguntó a Heshy si querría otro millón. Él dijo que sí. Después de ver los archivos de Bacard, está claro que tenía problemas económicos graves. Creo que ella tiene razón. Bacard sencillamente decidió ordeñar más la vaca.
   Me froté la cara. Me dolían las costillas.
   – ¿Encontraron los archivos de adopciones de Bacard?
   Regan miró a Tickner.
   – Todavía no.
   – ¿Cómo es posible?
   – Mire, acabamos de empezar. Los encontraremos. Vamos a comprobar todas las adopciones que gestionó, sobre todo cualquiera que tuviera que ver con una niña hace dieciocho meses. Si Bacard dio a Tara en adopción, la encontraremos.
   Negué con la cabeza otra vez.
   – ¿Qué pasa, Marc?
   – Es que no tiene lógica. El tipo tenía un buen negocio en marcha con lo de las adopciones. ¿Por qué dispararnos a Monica y a mí y pasarse al asesinato y al secuestro?
   – No lo sabemos -dijo Regan-. Creo que todos estamos de acuerdo en que en esta historia hay mucho más. Pero la verdad es que el escenario más probable ahora mismo es que su hermana y un cómplice les dispararan a usted y a Monica y se llevaran a la niña. Luego ella se la dio a Bacard.
   Cerré los ojos y pensé. ¿Era posible que Stacy hubiera hecho eso? ¿Podía haber entrado en mi casa y pegarme un tiro? Seguía sin poder creerlo. Y luego pensé en algo.
   ¿Por qué no había oído que se rompía la ventana?
   Es más, ¿por que antes de que me dispararan en realidad no había oido nada? Un cristal roto, un timbre, caramba, una puerta que se abría. ¿Por qué no había oído nada de nada? La respuesta, según Regan, era que estaba bloqueado. Pero ahora me daba cuenta de que no era eso.
   – La barrita de cereales -dije.
   – ¿Cómo dice?
   Me volví.
   – Su teoría es que estoy olvidando algo, ¿verdad? Stacy y su cómplice o bien rompieron una ventana o, no sé, llamaron a la puerta. Yo habría oído alguna de las dos cosas. Pero no oí nada. Recuerdo haber comido la barrita de cereales y luego haber bajado.
   – Sí.
   – Pero mire, fui muy concreto. Tenía la barrita de cereales en la mano. Cuando me encontraron, estaba en el suelo. ¿Cuánto me había comido?
   – Un par de bocados -dijo Tickner.
   – Entonces su teoría de la amnesia es errónea. Yo estaba de pie ante el fregadero, comiéndome la barrita de cereales. Esto lo recuerdo. Cuando me encontraron, eso es lo que estaba haciendo. No hay ningún lapso de tiempo que yo no recuerde. Y si fue mi hermana, para qué iba a desnudar a Monica, por el amor de Dios… -Callé.
   – Marc -dijo Lenny.
   «¿La querías?»
   Miré delante de mí.
   «Sabes quién te disparó, ¿verdad, Marc?»
   Dina Levinsky. Recordé su extraña visita a la casa donde había crecido. Pensé en las dos pistolas, una de ellas la mía. Pensé en el CD escondido en el sótano, en el lugar que me había indicado Dina. Pensé en aquellas fotos frente al hospital. Pensé en lo que había dicho Edgar sobre que Monica veía a un psiquiatra.
   Y entonces una idea espantosa, tan terrible que podría haberla suprimido fácilmente, empezó a emerger.
 
   

Capítulo 42

   Fingí que no me encontraba bien para poder marcharme. Fui al baño y llamé al teléfono de Edgar. Respondió mi suegro, lo que me sorprendió un poco.
   – ¿Diga?
   – Dijiste que Monica iba a un psiquiatra.
   – ¿Marc? ¿Eres tú? -Edgar se aclaró la garganta-. La Policía acaba de llamarme. Esos imbéciles me habían convencido de que tú estabas detrás de todo…
   – Ahora no tengo tiempo de hablar. Todavía estoy buscando a Tara.
   – ¿Qué necesitas? -preguntó Edgar.
   – ¿Llegaste a saber el nombre de su psiquiatra?
   – No.
   Lo pensé un momento.
   – ¿Está Carson ahí?
   – Sí.
   – Pásamelo.
   Hubo una breve pausa. Golpeé con los pies en el suelo. Oí la voz sonora del tío Carson.
   – ¿Marc?
   – Sabías lo de las fotos.
   No contestó.
   – Miré todas nuestras cuentas. El dinero no era nuestro. Tú pagaste el detective privado.
   – No tuvo nada que ver con el tiroteo o el secuestro -dijo Carson.
   – Yo creo que sí. Monica te dijo el nombre de su psiquiatra, ¿verdad?, ¿cómo se llamaba?
   No hubo respuesta.
   – Estoy intentando descubrir qué ha sido de Tara.
   – Sólo lo vio dos veces -dijo Carson-. ¿Cómo va a poder ayudarte?
   – No puede. Pero su nombre sí.
   – ¿Qué?
   – Tú dime sí o no. ¿Se llamaba Stanley Radio?
   Le oí respirar.
   – ¿Carson?
   – Ya he hablado con él. No sabe nada… Pero yo ya había colgado. Carson no me diría más.
   Pero Dina Levinsky tal vez sí.
   Pregunté a Regan y a Tickner si debía considerarme arrestado. Me dijeron que no. Le pregunté a Verne si podía seguir utilizando su Cámaro.
   – Adelante -dijo Verne. Luego añadió-: ¿Necesitas ayuda?
   Negué con la cabeza.
   – Tú y Katarina podéis olvidaros de todo. Para vosotros ha terminado.
   – Si me necesitas, estoy a tu disposición.
   – No te necesito. Volved a casa, Verne.
   Me sorprendió con un fuerte abrazo. Katarina me besó en la mejilla. Antes de marcharme observé cómo se alejaban en la camioneta. Me dirigí a la ciudad. Había un tráfico intenso en el Lincoln Tunnel y tardé más de una hora en cruzar el peaje. Eso me dio tiempo para hacer unas llamadas. Me enteré de que Dina Levinsky vivía en un piso de Greenwich Village con una amiga.
   Veinte minutos después, yo llamaba a su puerta.
 
   Cuando Eleanor Russell regresó de almorzar, encontró un sobre liso en su silla. Estaba dirigido a su jefe, Lenny Marcus, y llevaba una etiqueta de personal y confidencial.
   Eleanor trabajaba para Lenny desde hacía ocho años. Lo quería muchísimo. Como no tenía familia -su marido, Saúl, había muerto hacía tres años y no habían tenido hijos- se había convertido en una especie de abuela suplente para los Marcus. Incluso tenía fotos de la esposa de Lenny, Cheryl, y de sus cuatro hijos, sobre la mesa.
   Miró el sobre, ceñuda. ¿Cómo había llegado allí? Miró dentro del despacho de Lenny. Parecía tan preocupado. Esto era porque acababa de regresar de una escena de homicidio. El caso de su mejor amigo, el doctor Marc Seidman, había ocupado de nuevo los titulares de los periódicos. Normalmente, Eleanor no habría molestado a Lenny en un momento así. Pero el remitente… bueno, creía que tenía que verlo personalmente.
   Lenny estaba hablando por teléfono. La vio entrar y puso una mano sobre el receptor.
   – Estoy bastante ocupado -dijo.
   – Ha llegado esto para ti.
   Eleanor le pasó el sobre. Lenny casi ni lo miró. Luego Eleanor vio cómo miraba el remite. Lo volvió, y lo volvió de nuevo.
   El remite simplemente decía: De un amigo de Stacy Seidman.
   Lenny colgó el teléfono y rasgó el sobre.
 
   No creo que Dina Levinsky se sorprendiera de verme.
   Me dejó pasar sin decir palabra. Las paredes estaban llenas de pinturas, muchas colgadas en ángulos extraños. El efecto era mareante, y daba a todo el piso una sensación a lo Salvador Dalí. Nos sentamos en la cocina. Dina se ofreció a preparar té. Lo rechacé. Puso las manos sobre la mesa. Vi que tenía las uñas mordidas hasta la cutícula. ¿Estaban así cuando vino a mi casa? Ahora parecía diferente, en cierto modo más triste. El pelo estaba más lacio. Los ojos más apagados. Era como si se estuviera transformando en la lastimosa niña que yo había conocido en la escuela primaria.
   – ¿Has encontrado las fotos? -preguntó.
   – Sí.
   Dina cerró los ojos.
   – No debería haberte dirigido a ellas nunca.
   – ¿Por qué lo hiciste?
   – El otro día te mentí.
   Asentí con la cabeza.
   – No estoy casada. No me gusta tener relaciones sexuales. Tengo problemas para relacionarme. -Se encogió de hombros-. Incluso tengo dificultades para decir la verdad.
   Dina intentó sonreír. Yo intenté devolverle la sonrisa.
   – En la terapia nos dicen que tenemos que enfrentarnos a nuestros miedos. La única forma de hacerlo es dejar que penetre la verdad, por mucho que duela. Pero yo es que ni siquiera estaba segura de cuál era la verdad. Y por eso intenté guiarte hacia ella.
   – ¿Estuviste en la casa antes de la noche que te vi, verdad?
   Ella asintió con la cabeza.
   – ¿Y fue así como conociste a Monica?
   – Sí.
   – ¿Os hicisteis amigas? -seguí.
   – Teníamos algo en común.
   – ¿Qué era?
   Dina me miró y vi su dolor.
   – ¿Abusos? -pregunté.
   Ella asintió silenciosamente.
   – ¿Edgar abusó sexualmente de ella?
   – No, Edgar no. Su madre. Y no era sexual. Era algo más físico y emocional. La mujer estaba muy enferma. ¿Ya lo sabías, no?
   – Supongo que sí -contesté.
   – Monica necesitaba ayuda.
   – Y tú le presentaste a tu terapeuta.
   – Lo intenté. Quiero decir que le concerté una cita con el doctor Radio. Pero no funcionó.
   – ¿Por qué?
   – Monica no era de las que creían en terapias. Ella creía que era capaz de solucionar sus problemas.
   Asentí. Ya lo sabía.
   – En casa me preguntaste si quería a Monica -dije.
   – Sí.
   – ¿Por qué?
   – Ella creía que no. -Dina se puso un dedo en la boca, buscando una astilla de uña que morder. No le quedaban-. Por supuesto, no se creía merecedora de amor. Como yo. Pero había una diferencia.
   – ¿Cuál era?
   – Monica sentía que había una persona que podía amarla para siempre.
   Sabía la respuesta a eso.
   – Tara.
   – Sí. Ella te había engañado, Marc. Supongo que ya lo sabes. No fue un accidente. Ella quería quedarse embarazada.
   Tristemente, no fue una sorpresa. De nuevo, como buen cirujano, intenté encajar las piezas.
   – O sea que Monica creía que yo ya no la quería. Tenía miedo de que quisiera divorciarme. Estaba preocupada. Por las noches lloraba. -Callé. Lo decía tanto para mí como para Dina. No me gustaba seguir aquel hilo de pensamiento, pero ya no podía dejarlo-. Es frágil. Su mente está destrozada. Y entonces oye el mensaje de Rachel en el contestador.
   – ¿Es tu ex novia?
   – Sí.
   – Todavía guardas su foto en un cajón del escritorio. Monica también lo sabía. Tienes recuerdos de ella.
   Cerré los ojos recordando el CD de Steely Dan en el coche de Monica. Música de la universidad. Música que había escuchado con Rachel.
   – Y contrató a un detective privado para ver si yo tenía una aventura. Él tomó esas fotos -dije.
   Dina asintió en silencio.
   – Y entonces tiene pruebas. La voy a dejar por otra mujer. Voy a decir que es una persona inestable. Diré que no es una madre capaz. Yo soy un médico respetable y Rachel tiene relaciones con las fuerzas del orden. Acabaríamos quedándonos con la custodia de lo único que realmente le importaba a Monica: Tara.
   Dina se levantó de la mesa. Enjuagó un vaso en el fregadero y lo llenó de agua. Volví a pensar en lo que había sucedido aquella mañana. ¿Por qué no había oído romperse el cristal? ¿Por qué no había oído llamar a la puerta? ¿Por qué no había oído entrar al intruso?
   Es simple. Porque no había habido intruso.
   Se me llenaron los ojos de lágrimas.
   – ¿Y qué hizo, Dina?
   – Ya lo sabes, Marc.
   Apreté los ojos con fuerza.
   – No creía que fuera a hacerlo -dijo Dina-. Creía que era todo una fantasía. Monica era tan pesimista. Cuando me preguntó si sabía cómo encontrar un arma, pensé que quería suicidarse. No pensé nunca que…
   – ¿Que iba a matarme?
   El aire se había vuelto denso de repente. El agotamiento me tenía paralizado. Estaba demasiado cansado para llorar. Pero todavía tenía que descubrir más cosas.
   – Has dicho que te pidió que la ayudaras a conseguir una pistola.
   Dina se secó los ojos y asintió.
   – ¿Lo hiciste?
   – No. No sabría cómo. Me dijo que tenías una pistola en casa, pero ella no quería algo que se pudiera identificar. De modo que acudió a la única persona que conocía con suficientes contactos sórdidos para ayudarla.
   – Mi hermana. -Ahora lo vi claro.
   – Sí.
   – ¿Stacy le consiguió una pistola?
   – No, no lo creo.
   – ¿Por qué lo dices?
   – La mañana que os dispararon a los dos, Stacy vino a verme. Mira, Monica y yo habíamos pensado en Stacy. Y por eso Monica me mencionó cuando habló con ella. Vino y me preguntó por qué necesitaba Monica una pistola. No se lo dije porque, bueno, no estaba del todo segura. Stacy salió corriendo. Yo me asusté. Quería preguntar al doctor Radio qué debía hacer, pero mi siguiente sesión era aquella misma tarde y pensé que podía esperar.
   – ¿Y entonces?
   – Todavía no sé lo que pasó, Marc. La verdad es ésta. Pero sé que Monica te disparó.
   – ¿Cómo?
   – Me asusté y llamé a tu casa. Me respondió Monica. Estaba llorando. Me dijo que estabas muerto. No dejaba de decir: «¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?». Y luego colgó de repente. Volví a llamar. Pero no me contestó. No sabía qué hacer. Luego vi la historia en la tele. Cuando dijeron que tu hija había desaparecido… no entendí nada. Pensé que la encontrarían en seguida. Pero no la encontraron nunca. Y tampoco oí nada de las fotos. Pensé que… no lo sé, pero pensé que si te guiaba hasta las fotografías tú tendrías un poco de luz sobre lo ocurrido. No tanto por vosotros dos como por vuestra hija.
   – ¿Por qué esperaste tanto?
   Cerró los ojos un momento. Pensé que estaba rezando.
   – Tuve una mala temporada, Marc. Dos semanas después de que te dispararan, me hospitalizaron con una crisis. La verdad es que estaba tan mal que lo olvidé todo. O a lo mejor quería olvidarlo, no lo sé.
   Sonó mi móvil. Era Lenny. Lo descolgué.
   – ¿Dónde estás? -preguntó.
   – Con Dina Levinsky.
   – Ve al aeropuerto de Newark. Terminal C. Inmediatamente.
   – ¿Qué pasa?
   – Creo que…-dijo Lenny y se interrumpió un momento para recuperar el aliento-. Creo que sé donde podemos encontrar a Tara.
 
   

Capítulo 43

   Cuando llegué a la Terminal C, Lenny ya estaba en el mostrador de embarque de Continental. Eran las seis de la tarde. El aeropuerto estaba lleno de personas fatigadas. Lenny me alargó la nota anónima que había encontrado en su oficina. Decía:
 
   Abe y Lorraine Tansmore
   26 Marsh Lane
   Hanley Mills, MO
 
   Sólo esto. Sólo la dirección. Nada más.
   – Es un barrio en las afueras de Saint Louis -explicó Lenny-. He hecho algunas investigaciones.
   Seguí mirando fijamente el nombre y la dirección.
   – ¿Marc?
   Lo miré.
   – Los Tansmore adoptaron a una niña hace dieciocho meses. Ella tenía seis meses cuando se la dieron.
   Detrás de mí, una representante de Continental dijo:
   – El siguiente, por favor.
   Una mujer me empujó. Creo que dijo «Dispense», pero no estoy seguro.
   – Tenemos reserva en el próximo vuelo a Saint Louis. Salimos dentro de una hora.
   Cuando llegamos a la puerta de salidas, le conté mi encuentro con Dina Levinsky. Nos sentamos, como tantas veces, de lado, y mirando hacia delante. Cuando terminé, Lenny dijo:
   – Ahora tienes una teoría.
   – La tengo.
   Vimos despegar un avión. Una pareja anciana sentada enfrente de nosotros compartía una lata de Pringles.
   – Soy un cínico. Lo sé. No me hago ilusiones respecto a los adictos. Como mucho, sobreestimo su depravación. Y creo que es esto lo que he hecho.
   – ¿Por qué lo dices?
   – Stacy no me habría disparado. No habría disparado a Monica. Y nunca habría hecho daño a su sobrina. Era adicta. Pero seguía queriéndome.
   – Creo que tienes razón -dijo Lenny.
   – Miro hacia atrás. Estaba tan metido en mi mundo que nunca me di cuenta de… -Sacudí la cabeza. No era el momento para aquello-. Monica estaba desesperada -dije-. No podía conseguir una pistola y quizá decidió que no la necesitaba.
   – Utilizó la tuya -dijo Lenny.
   – Sí.
   – ¿Y entonces?
   – Stacy debió de adivinar lo que pasaba. Corrió a la casa. Vio lo que había hecho Monica. No sé cómo fue exactamente. A lo mejor Monica intentó matarla a ella también, esto explicaría el agujero de bala cerca de las escaleras. O simplemente puede que Stacy reaccionara. Me quería. Yo estaba como muerto. Probablemente pensó que lo estaba. O sea que no sé… pero seguro que Stacy llegó armada. Y le disparó a Monica.
   La azafata de la puerta anunció que pronto embarcaríamos, pero que los pasajeros con necesidades especiales o con tarjeta dorada y platino podían embarcar inmediatamente.
   – Por teléfono has dicho que Stacy conocía a Bacard.
   – Sí, me lo mencionó.
   – De esto tampoco estoy seguro. Pero piénsalo. Estoy muerto. Monica está muerta. Y probablemente Stacy está enloquecida. Tara está llorando. Stacy no puede dejarla. Y se lleva a Tara. Más tarde se da cuenta de que no podrá cuidar de ella. Está demasiado confundida. De modo que se la da a Bacard y le pide que le encuentre una buena familia. O, si me pongo cínico, quizá le dio a Tara a cambio de dinero. No lo sabremos nunca.
   Lenny no paraba de asentir con la cabeza.
   – A partir de aquí, bueno, sólo podemos seguir con lo que hemos descubierto. Bacard decide ganar un dinero extra fingiendo un secuestro. Contrata a dos locos. Bacard podía conseguir las muestras, por ejemplo. Engañó a Stacy. Le puso una trampa para cargarle el muerto.
   Vi que una extraña expresión cruzaba la cara de Lenny.
   – ¿Qué?
   – Nada-dije.
   Llamaron a nuestra fila.
   Lenny se puso en pie.
   – Embarquemos.
 
   El vuelo iba retrasado. No llegamos a Saint Louis hasta después de medianoche, hora local. Era demasiado tarde para hacer nada. Lenny nos reservó una habitación en el Marriott del aeropuerto. Compré ropa en su tienda abierta toda la noche. Cuando llegamos a la habitación, me di una ducha muy larga. Nos metimos en la cama y contemplamos el techo.
   Por la mañana, llamé al hospital para saber cómo estaba Rachel. Todavía dormía. Zia estaba en su habitación. Me aseguró que Rachel estaba mejorando. Lenny y yo intentamos comer el desayuno del hotel. No me entraba nada. El coche de alquiler nos esperaba. Lenny había preguntado cómo llegar a Hanley Hills al recep* cionista.
   No recuerdo qué vimos durante el trayecto. Aparte del Arch a lo lejos, no se veía nada más. Estados Unidos tiene centros comerciales del mismo tipo por todas partes. Es fácil criticarlo -yo mismo lo hago di menudo-, pero quizás el atractivo es que nos gusta lo que ya conocemos. Decimos que nos gusta el cambio. Pero en definitiva, sobre todo en estos tiempos, lo que realmente nos atrae es lo familiar.
   Cuando llegamos al límite de la ciudad, sentí un temblor en las piernas.
   – ¿Qué hacemos aquí, Lenny?
   Él no tenía la respuesta.
   – ¿Llamo a la puerta y digo: «Perdonen, creo que ésa es mi hija»?
   – Podríamos llamar a la Policía -dijo-. Que se encarguen ellos.
   Pero yo no sabía cómo podía salir aquello. Estábamos tan cerca. Le dije que siguiera conduciendo. Doblamos a la derecha en Marsh Lañe. Yo estaba temblando. Lenny intentó mirarme para darme ánimos, pero él también estaba pálido. La calle era más modesta de lo que yo esperaba. Había dado por sentado que todos los clientes de Bacard eran ricos. Evidentemente no era el caso de esta pareja.
   – Abe Tansmore es profesor -dijo Lenny, leyéndome el pensamiento como siempre-. De sexto curso. Lorraine Tansmore trabaja en una guardería tres días a la semana. Los dos tienen treinta y nueve años. Llevan casados diecisiete años.
   Enfrente, vi una casa con una señal de color cereza que decía 26 tansmore. Era una casa pequeña, de un solo piso, del estilo que creo que llaman «bungalow». El resto de las casas de la calle parecían hechas polvo. Ésta no. La pintura brillaba como una sonrisa. Había muchos toques de color, de flores y parterres, todos bien recortados y perfectamente podados. Vi un felpudo de bienvenida. Una verja de madera baja rodeaba el jardín. Una familiar, un modelo Volvo antiguo, estaba aparcada en la entrada. También había un triciclo, y uno de esos grandes cochecitos de plástico.
   Y fuera había una mujer.
   Lenny paró delante de una parcela vacía. Apenas me di cuenta. La mujer estaba en los parterres, arrodillada. Trabajaba con una palita. Llevaba el pelo recogido en una bandana roja. De vez en cuando se secaba la frente con la manga.
   – ¿Dices que trabaja en una guardería?
   – Tres días a la semana. Se lleva a la hija con ella.
   – ¿Cómo llaman a la niña?
   – Natasha.
   No sé por qué, pero asentí. Esperamos. La mujer, la tal Lorraine, trabajaba con energía, pero estaba claro que disfrutaba. Toda ella desprendía serenidad. Abrí la ventana del coche. Oí que silbaba.
   No sé cuántos minutos pasaron. Pasó una vecina y Lorraine se levantó a saludarla. La vecina indicó el jardín con la mano. Lorraine sonrió. No era una mujer hermosa, pero tenía una estupenda sonrisa. La vecina se marchó. Lorraine la despidió con la mano y volvió a su jardín.
   Se abrió la puerta principal.
   Vi a Abe. Era un hombre alto, delgado y nervudo, con una incipiente calvicie. Llevaba una barba bien recortada. Lorraine se levantó y miró detrás de él. Le saludó con la mano.
   Y entonces salió Tara.
   El aire que nos rodeaba se detuvo. Sentí que se me cerraban las entrañas. A mi lado, Lenny se puso rígido y murmuró:
   – ¡Dios mío!
   Durante los últimos dieciocho meses, nunca había creído realmente que aquel momento fuera posible. Había intentado convencerme a mí mismo, no, engañarme para creer que quizá, de alguna manera, Tara seguía con vida y a salvo. Pero mi conciencia sabía que sólo era una ilusión. Me hacía guiños. Me daba codazos durante mi sueño. Susurraba la evidente verdad: que no volvería a ver a mi hija.
   Pero era mi hija. Seguía viva.
   Me sorprendió lo poco que Tara había cambiado. Había crecido, claro. Se mantenía en pie. Incluso podía correr, como podía ver ahora. Pero su cara… no había ningún error. No me cegaba la esperanza. Era Tara. Era mi hija.
   Con una gran sonrisa, Tara corrió con un abandono total hacia Lorraine. La mujer se agachó, con la cara iluminada de la forma celestial que sólo puede iluminársele a una madre. Levantó a mi hija en brazos. Ahora oía el sonido melodioso de la risa de Tara. El sonido penetró en mi corazón. Se me cayeron las lágrimas. Lenny me puso una mano en el brazo. Le oí sorber por la nariz. Vi que Abe, el marido, se acercaba a ellas. También sonreía.
   Me pasé varias horas observando aquel jardín pequeño y perfecto. Vi cómo Lorraine señalaba pacientemente las flores, explicándole cuál era cada una. Vi cómo Abe la paseaba a caballo en su espalda. Vi cómo Lorraine le enseñaba a aplanar la tierra con la mano. Pasó otra pareja. Tenían una niña de la edad de Tara. Abe y el otro padre empujaron a las niñas en el columpio del jardín trasero. Sus risitas resonaron en mis oídos. Finalmente entraron todos en la casa. Abe y Lorraine fueron los últimos en desaparecer. Cruzaron la puerta cogidos del brazo.
   Lenny se volvió hacia mí. Recosté la cabeza en el respaldo. Había esperado que fuera el final de mi camino. Pero no lo era.
   Al cabo de un rato dije:
   – Vamonos.
   

Capítulo 44

   Cuando llegamos al Marriott del aeropuerto, le dije a Lenny que se fuera a casa. Dijo que quería quedarse. Le dije que podía resolverlo yo solo, que quería resolverlo yo solo. Aceptó de mala gana.
   Llamé a Rachel. Estaba mejor. Le conté lo que había sucedido,
   – Llama a Harold Fisher -dije-. Pídele que realice una investigación a fondo de Abe y Lorraine Tansmore. Quiero saber si hay algo raro.
   – De acuerdo -dijo suavemente-. Ojalá estuviera contigo.
   – Ojalá.
   Me senté en la cama. Apoyé la cabeza en las manos. No creo que llorara. Ya no sabía lo que sentía. Había terminado. Lo había descubierto todo. Cuando Rachel volvió a llamarme dos horas después, nada de lo que me dijo me sorprendió. Abe y Lorraine eran buenos ciudadanos. Abe era la primera persona de su familia con título universitario. Tenía dos hermanas menores que vivían en la zona. Las dos tenían tres hijos. Había conocido a Lorraine durante su primer año en la Universidad de Washington en Saint Louis.
   Cayó la noche. Me levanté y me miré al espejo. Mi esposa había intentado matarme. Sí, era una mujer inestable. Eso lo sabía ahora. Bueno, probablemente ya lo sabía entonces. Supongo que tanto daba. Cuando a un niño le destrozan la cara, yo la arreglo. Puedo hacer milagros en el quirófano. Pero mi familia se desmoronaba y yo no hice más que observar.
   Pensé entonces en lo que significaba ser padre. Amaba a mi hija. Esto lo sabía. Pero al ver a Abe, cuando, veo a Lenny entrenando a los niños, me hago preguntas. Preguntas acerca de mi capacidad. Me pregunto sobre mi compromiso. Me pregunto si estoy capacitado.
   ¿O acaso conozco ya la respuesta?
   Deseaba con todas mis fuerzas recuperar a mi hija. También quería con todas mis fuerzas que aquello no dependiera sólo de mí y lo que yo quería.
   Tara me había parecido tan feliz.
   Ya era medianoche. Volví a mirarme en el espejo. ¿Y si dejarla donde estaba, con Abe y Lorraine, fuera lo correcto? ¿Era suficientemente valiente y fuerte para marcharme? Seguí mirándome al espejo, desafiándome. ¿Lo era?
   Me eché. Creo que me dormí. Una llamada a la puerta me despertó con un sobresalto. Eché un vistazo al reloj de la mesita. Decía que eran las 5:19.
   – Estoy durmiendo -dije.
   – ¿Doctor Seidman?
   Era una voz de hombre.
   – Doctor Seidman, me llamo Abe Tansmore.
   Abrí la puerta. Era guapo visto de cerca, al estilo James Taylor. Llevaba vaqueros y una camisa tostada. Lo miré a los ojos. Eran azules pero estaban teñidos de rojo. Sabía que los míos también. Nos quedamos un buen rato mirándonos. Intenté hablar, pero no pude. Me aparté y le dejé pasar.
   – Su abogado vino a visitarnos. Él… -Abe calló y tragó saliva-. Él nos ha contado la historia. Lorraine y yo hemos estado levantados toda la noche. Hemos hablado. Hemos llorado mucho. Pero creo que desde el principio hemos sabido que sólo había una decisión que tomar. -Abe Tansmore intentaba dominarse, pero no lo conseguía. Cerró los ojos-. Tenemos que devolverle a su hija.
   Yo no sabía qué decir. Negué con la cabeza.
   – Tenemos que hacer lo mejor para ella.
   – Esto es lo que estoy haciendo, doctor Seidman.
   – Llámeme Marc, por favor. -Era una tontería, lo sé. Pero es que no estaba preparado para todo aquello-. Si les preocupa un caso judicial largo y agotador, Lenny no debería…
   – No, no es eso.
   Nos quedamos de pie un poco más. Le indiqué la silla de la habitación. La rechazó y luego me miró.
   – Me he pasado toda la noche intentando imaginar su sufrimiento. No creo que pueda. Creo que hay cosas que sólo pueden conocerse por experiencia. Puede que ésta sea una de ellas. Pero su dolor, por terrible que sea, no es por lo que Lorraine y yo hemos tomado esta decisión. Tampoco es porque nos sintamos culpables. Aunque en el fondo, deberíamos habernos preguntado qué estaba pasando. Acudimos al señor Bacard. Pero sus tarifas ascendían a cien mil dólares. No soy rico. No podía permitírmelo. Luego, unas semanas después, el señor Bacard nos llamó. Dijo que tenía una niña que necesitaba un hogar inmediatamente. No era una recién nacida, dijo. La madre acababa de abandonarla. Nos dimos cuenta de que no era normal, pero él dijo que, si la queríamos, teníamos que aceptarla sin hacer preguntas.
   Apartó la vista. Lo miré a la cara.
   – Creo que, en el fondo, quizá siempre lo hemos sabido. Pero no podíamos enfrentarnos a ello. Aunque ésta tampoco es la razón por la que hemos tomado esa decisión.
   Tragué saliva.
   – Entonces ¿por qué?
   Sus ojos buscaron los míos.
   – No se puede hacer algo malo por una buena razón. -Debí parecerle confundido-. Si Lorraine y yo no hiciéramos esto, no seríamos unos buenos padres para educarla. Queremos que Natasha sea feliz. Queremos que sea una buena persona.
   – Puede que sean los más adecuados para hacerlo.
   Negó con la cabeza.
   – No es así como funciona. No damos los niños a los padres que pueden educarlos mejor. Ni usted ni yo podemos juzgarlo. No sabe lo difícil que es esto para nosotros. O a lo mejor sí.
   Aparté la mirada. Vi mi reflejo en el espejo. Sólo por un segundo. Menos quizá. Pero fue suficiente. Vi al hombre que era. Vi al hombre que quería ser. Me volví para mirarlo y dije:
   – Quiero que la criemos todos.
   Se quedó atónito. Lo mismo que yo.
   – No sé si le entiendo -dijo.
   – Yo tampoco. Pero eso es lo que haremos.
   – ¿Cómo?
   – No lo sé.
   Abe negó con la cabeza.
   – No puede funcionar. Ya lo sabe.
   – No, Abe. No lo sé. Vine aquí para llevarme a casa a mi hija, y descubrí que ya estaba en casa. ¿Es correcto que la arranque de su casa? Quiero que ustedes dos estén en su vida. No digo que vaya a ser fácil. Pero muchos niños crecen con padres solteros, con padrastros, en familias de acogida. Hay divorcios, separaciones y yo qué sé. Todos la queremos. Haremos que funcione.
   Vi que la esperanza volvía a la cara delgada del hombre. Se quedó unos segundos sin habla. Luego dijo:
   – Lorraine está abajo. ¿Puedo ir a hablar con ella?
   – Por supuesto.
   No tardaron mucho. Llamaron a mi puerta. Cuando la abrí, Lorraine vino a abrazarme. Le devolví el abrazo, a una mujer que ni conocía. Su pelo olía a fresas. Detrás de ella, Abe entró en la habitación. Tara estaba dormida en sus brazos. Lorraine me soltó y se apartó. Abe se acercó a mí y me pasó a mi hija con cuidado. La cogí en brazos y mi cabeza se puso a arder. Tara se agitó un poco. Protestó. No la solté. La mecí y la arrullé.
   Y en seguida se acomodó y volvió a dormirse.
 
   

Capítulo 45

   Todo volvió a liarse cuando miré el calendario.
   El cerebro humano es sorprendente. Es una mezcla curiosa de electricidad y sustancias químicas. De hecho es pura ciencia y nada más. Sabemos más de cómo funciona el gran cosmos que del curioso circuito del cerebro, cerebelo, hipotálamo, médula oblongata, y todo el resto. Y como todas las combinaciones raras, no estamos seguros de cómo reaccionaremos a ciertos catalizadores.
   Había varias razones que me dieron en qué pensar. Estaba la cuestión de las filtraciones. Rachel y yo pensamos que alguien del FBI o el Departamento de Policía había informado a Bacard y a su gente de lo que sucedía. Pero eso no encajaba con mi teoría de que Stacy hubiera matado a Monica. Estaba el detalle de que habían encontrado a Monica desnuda. Creo que ya entendía por qué, pero el caso es que Stacy no lo habría hecho.
   Pero el principal catalizador se produjo, creo, cuando miré el calendario y me di cuenta de que aquel día era miércoles.
   El tiroteo y el secuestro original habían tenido lugar un miércoles. Por supuesto, había habido montones de miércoles en los últimos dieciocho meses. El día de la semana es algo bastante inocuo. Pero esta vez, después de descubrir tantas cosas, después de que mi cerebro hubiera digerido todos aquellos datos recientes, algo hizo chispa. Todas aquellas pequeñas preguntas y dudas, todas aquellas idiosincrasias, todos aquellos momentos que había dado por hechos y no había analizado realmente… se movieron un poco. Y lo que vi fue aún peor de lo que había imaginado de entrada.
   Volvía a estar en Kasselton: en mi casa, donde todo había comenzado. Llamé a Tickner para que me confirmara algo.
   – A mi esposa y a mí nos dispararon con treinta y ochos -dije.
   – Sí.
   – ¿Y están seguros de que fueron dos armas diferentes?
   – Del todo.
   – ¿Y mi Smith and Wesson fue una de ellas?
   – Ya lo sabe, Marc.
   – ¿Ya tiene todos los informes de balística?
   – La mayor parte.
   Me mojé los labios y respiré hondo. Esperaba haberme equivocado.
   – ¿A cuál de los dos dispararon con mi arma: a mí o a Monica?
   Se volvió reservado.
   – ¿Por qué me pregunta ahora estas cosas?
   – Por curiosidad.
   – Sí, claro. Espere un momento. -Oí que pasaba papeles. Sentí que se me cerraba la garganta. Estuve a punto de colgar-. Su esposa.
   Cuando oí que un coche se paraba delante de casa, colgué el teléfono. Lenny abrió la puerta sin llamar. Al fin y al cabo, Lenny no llamaba nunca.
   Yo estaba sentado en el sofá. La casa estaba silenciosa, todos los fantasmas ya dormían. Lenny tenía un Slurpee en cada mano y sonreía ampliamente. Pensé cuántas veces habría visto aquella sonrisa. La recordaba más torcida. La recordaba tapada por los hierros. La recordaba sangrando un día que Lenny chocó con un árbol cuando jugábamos con el trineo en el jardín de los Goret. Pensé de nuevo en cuando el gran Tony Merruno me desafío a una pelea en tercer grado, y Lenny le saltó sobre la espalda. Recordé que Tony Merruno había roto las gafas de Lenny… Creo que a Lenny no le importó.
   Lo conocía tan bien. O quizá no lo conocía en absoluto.
   Cuando Lenny vio mi cara, se le borró la sonrisa.
   – Aquella mañana habíamos quedado para jugar a tenis, ¿te acuerdas, Lenny?
   Dejó las tazas sobre la mesita.
   – Tú nunca llamas. Siempre te limitas a abrir la puerta. Como hoy. ¿Qué pasó, Lenny? Viniste a recogerme. Abriste la puerta.
   Se puso a negar con la cabeza, pero yo ya lo sabía.
   – Las dos pistolas, Lenny. Esto es lo que te ha delatado.
   – No sé de qué me hablas. -Pero no había convicción en su voz.
   – Creímos que Stacy no le había conseguido una pistola a Monica, que Monica había usado la mía. Pero ya ves, no fue así. Lo he comprobado con el examen balístico. Es curioso. Nunca me dijiste que Monica había muerto con mi pistola. A mí me dispararon con la otra.
   – ¿Y qué? -preguntó Lenny, de repente en su papel de abogado-. Esto no significa nada. A lo mejor Stacy le consiguió una pistola.
   – Lo hizo -afirmé.
   – Bien, estupendo, todo encaja.
   – Ya me dirás cómo.
   Arrastró los pies.
   – A lo mejor Stacy ayudó a Monica a conseguir la pistola. Monica te disparó. Cuando Stacy llegó poco después, Monica intentó matarla. -Lenny se acercó a la escalera como si hiciera una demostración-. Stacy corrió arriba. Monica disparó, esto explicaría el agujero de bala. -Señaló la marca junto a las escaleras-. Stacy cogió tu pistola del dormitorio, bajó y le disparó a Monica.
   Lo miré.
   – ¿Es así cómo ocurrió, Lenny?
   – No lo sé, pero puede ser.
   Esperé un segundo. Él apartó la mirada.
   – Salvo que… -dije.
   – ¿Qué?
   – Stacy no sabía dónde tenía yo escondida el arma. Tampoco conocía la combinación de la caja fuerte. -Me acerqué un paso más a él-. Pero tú sí, Lenny. Guardo allí todos mis documentos. He confiado en ti para todo. Ahora quieres la verdad. Monica me disparó. Entraste tú. Me viste tirado en el suelo. ¿Pensaste que estaba muerto?
   Lenny cerró los ojos.
   – Ayúdame a entender, Lenny.
   Negó con la cabeza lentamente.
   – Crees que quieres a tu hija -dijo-. Pero no tienes ni idea. Lo que se siente aumenta cada día. Cuanto mayor es tu hijo, más apegado a él estás. La otra noche llegué a casa después del trabajo y Marianne estaba llorando porque unas niñas le habían tomado el pelo en la escuela. Me fui a la cama fatal, y me di cuenta de algo. Sólo puedo ser tan feliz como el más desgraciado de mis hijos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
   – Cuéntame lo que pasó -pedí.
   – Ya lo has adivinado más o menos. Fui a tu casa aquella mañana. Abrí la puerta. Monica estaba al teléfono. Todavía tenía el arma en la mano. Corrí a tu lado. No podía creerlo. Te busqué el pulso, pero… -Negó con la cabeza-. Monica se puso a gritarme, diciendo que no permitiría que nadie le quitara a la niña. Me apuntó con la pistola. En serio, te lo juro. Pensé que iba a morir. Rodé por el suelo y subí por la escalera. Recordé que tenías una pistola arriba. Me disparó. -Volvió a señalar-. Ése es el agujero de bala.
   Calló. Respiró unas cuantas veces. Yo esperé.
   – Cogí tu pistola.
   – ¿Te siguió Monica arriba?
   Su voz fue baja.
   – No. -Se puso a parpadear-. Quizá debería haber intentado llamar por teléfono. Quizá debería haberme escondido. No lo sé. Lo he rememorado cientos de veces. Intento imaginar lo que debería haber hecho. Pero tú estabas en el suelo, mi mejor amigo, muerto. Aquella zorra loca estaba gritando que huiría con su hija, mi ahijada. Ya me había disparado un tiro. No sabía lo que haría a continuación.
   Apartó la mirada.
   – ¿Lenny?
   – No sé lo que pasó, Marc. De verdad que no. Bajé por la escalera silenciosamente. Ella todavía tenía la pistola… -Se le quebró la voz.
   – La mataste.
   – No quería matarla, no creo que quisiera. Pero de repente los dos estabais en el suelo, muertos. Iba a llamar a la Policía. Pero no estaba seguro de lo que podía parecer. Había matado a Monica con un ángulo raro. Podrían pensar que le había disparado por la espalda.
   – ¿Pensaste que podrían arrestarte?
   – Por supuesto. La Policía me odia. Soy un buen abogado defensor. ¿Tú qué crees que habría sucedido?
   No contesté.
   – ¿Rompiste la ventana?
   – Desde fuera -dijo-. Para que pareciera que había entrado alguien.
   – ¿Y le quitaste la ropa a Monica?
   – Sí.
   – ¿Por lo mismo?
   – Sabía que habría residuos de pólvora en su ropa. Se darían cuenta de que ella había disparado un arma. Yo quería que pareciera un ataque no premeditado. Y la desnudé. Utilicé una toallita de niño para limpiarle las manos.
   Ésta era otra de las cosas que me habían estado inquietando. Que Monica estuviera desnuda. Cabía la posibilidad de que Stacy lo hubiera hecho para despistar a la Policía, pero no me la podía imaginar pensando en eso. Lenny era un abogado defensor, a él si podía imaginármelo.
   Estábamos llegando al punto clave. Los dos lo sabíamos. Crucé los brazos.
   – Habíame de Tara.
   – Era mi ahijada. Era mi deber protegerla.
   – No lo entiendo.
   Lenny abrió los brazos.
   – ¿Cuántas veces te pedí que hicieras testamento?
   Me quedé desorientado.
   – ¿Y esto qué tiene que ver?
   – Piénsalo bien. Durante todo este asunto, cuando estabas confundido, recurrías a tu formación como cirujano, ¿no?
   – Supongo.
   – Soy abogado, Marc. Yo hice lo mismo. Los dos estabais muertos. Tara lloraba en su habitación. Y yo, Lenny el abogado, me di cuenta en seguida de lo que pasaría.
   – ¿Qué?
   – No habías hecho testamento. No habías nombrado tutor. ¿No lo ves? Esto representaba que Edgar se quedaría con tu hija.
   Lo miré a la cara. No había pensado en eso.
   – Tu madre podría pedir la custodia, pero no tendría ninguna posibilidad contra él. Tiene que cuidar a tu padre. Hace seis años la condenaron por conducir en estado de embriaguez. Edgar se quedaría la custodia.
   Ahora lo entendía.
   – Y tú no podías permitirlo.
   – Soy el padrino de Tara. Era mi deber protegerla.
   – Y odias a Edgar.
   Negó con la cabeza.
   – ¿Me dejé influir por lo que le hizo a mi padre? Sí, inconscientemente supongo que un poco. Pero Edgar Portman es un mal hombre. Y tú lo sabes. Mira cómo salió Monica. No podía permitir que destruyera a tu hija como había hecho con la suya.
   – Y te la llevaste.
   Asintió silenciosamente.
   – Y se la diste a Bacard.
   – Había sido mi cliente. Sabía lo que hacía hasta cierto punto. También sabía que me guardaría el secreto. Le dije que quería la mejor familia que tuviera. No en dinero, ni poder. Quería unas buenas personas.
   – Y él se la dio a los Tansmore.
   – Sí. Tienes que entenderlo. Pensé que estabas muerto. Todos lo pensaron. Y luego creímos que acabarías como un vegetal. Cuando te recuperaste, era demasiado tarde. No podía contárselo a nadie. Me mandarían a la cárcel sin ninguna duda. ¿Sabes lo que haría por mi familia?
   – Vaya, puedo imaginármelo -dije.
   – No es justo, Marc.
   – No tengo ninguna necesidad de serlo.
   – Oye, yo no quería que esto pasara. -Ahora gritaba-. Me vi metido en una situación terrible. Hice lo que creí mejor, para tu hija. Pero no puedes esperar que sacrifique a mi familia.
   – ¿Mejor sacrificar la mía?
   – ¿La verdad? Pues sí. Haría lo que fuera para proteger a mis hijos. Lo que fuera. ¿Tú no?
   Ahora fui yo el que me quedé callado. Lo había dicho antes: daría mi vida sin pensarlo ni un momento por mi hija. Y si he de ser sincero, en una situación límite, la de otros también.
   – Lo creas o no, intenté pensarlo fríamente -dijo Lenny-. Intenté hacer un análisis de costes y beneficios. Si digo la verdad, destruyo a mi esposa y a mis cuatro hijos y tú te llevas a tu hija de un buen hogar. Si callo… -Se encogió de hombros-. Sí, tú sufrías. No quería que sufrieras. Me rompía el corazón verte. Pero ¿qué habrías hecho tú?
   No tenía ganas de pensar en eso.
   – Te estás olvidando de algo -dije.
   Cerró los ojos y pronunció algo ininteligible.
   – ¿Qué le pasó a Stacy?
   – No tenía que pasarle nada. Fue como tú dijiste. Le había vendido a Monica la pistola y cuando supo para qué la quería, vino a detenerla.
   – Pero llegó demasiado tarde.
   – Sí.
   – ¿Te vio?
   Lenny asintió.
   – Mira, se lo conté todo. Ella quería ayudar, Marc. Quería hacer lo correcto. Pero al fin, el hábito fue demasiado fuerte.
   – ¿Te chantajeó?
   – Me pidió dinero. Se lo di. No era importante. Pero estaba allí. Cuando fui a ver a Bacard le conté lo que había pasado. Tienes que entenderlo. Creí que ibas a morir. Cuando te recuperaste, supe que te pondrías como loco. Tu hija había desaparecido. Hablé con Bacard. Él tuvo la idea de simular un secuestro. Todos ganaríamos dinero.
   – ¿Tú ganaste dinero con ello?
   Lenny se echó hacia atrás como si le hubiera abofeteado.
   – Por supuesto que no. Puse mi parte en un fondo para la universidad de Tara. Pero la idea de simular un secuestro me gustó. Lo harían de modo que pareciera que Tara había muerto. Tendrías un caso cerrado. Le robaríamos dinero a Edgar y algo volvería a Tara. Me pareció un buen trato.
   – ¿Excepto?
   – Excepto que cuando oyeron hablar de Stacy decidieron que no podían confiar en que una adicta guardara el secreto. El resto ya lo sabes. La atrajeron con dinero. Se aseguraron de que quedara grabada en la cinta. Y luego, sin decírmelo, la mataron.
   Lo pensé. Pensé en los últimos minutos de Stacy en la cabana. ¿Supo que estaba a punto de morir? ¿O sólo se fue desvaneciendo, pensando que sólo era un pico más?
   – El informador eras tú, ¿verdad?
   No me contestó.
   – Les dijiste que había llamado a la Policía.
   – ¿No lo ves? No cambiaba nada. No pensaban devolverte a Tara. Ya estaba con los Tansmore. Después de la entrega del rescate, creí que había terminado. Todos intentamos volver a la vida normal.
   – ¿Y qué pasó?
   – Bacard decidió repetir la petición de rescate.
   – ¿Participaste tú también? -pregunté.
   – No, no me lo dijo.
   – ¿Cuándo te enteraste?
   – Cuando me lo dijiste tú en el hospital. Estaba furioso. Le llamé. Me dijo que me calmara, que no había forma de que lo relacionaran con ellos.
   – Pero sí lo relacionamos.
   Asintió en silencio.
   – Y supiste que me estaba acercando a Bacard. Te lo dije por teléfono.
   – Sí.
   – Espera un momento. -Tuve un escalofrío en el cuello-. Al final, Bacard decidió hacer limpieza. Llamó a esos dos chalados. La mujer, la tal Lydia, fue a matar a Tatiana. Mandaron a Heshy a liquidar a Denise Vanech. Pero… -lo pensé de nuevo-… cuando vi a Steven Bacard, acababan de matarle. Todavía sangraba. Ninguno de los dos pudo hacerlo.
   Le miré.
   – ¿Le mataste tú?
   Habló con rabia.
   – ¿Crees que quería hacerlo?
   – Entonces ¿por qué?
   – ¿Qué quieres decir, por qué? Yo era el billete de salida de la cárcel de Bacard. Cuando todo empezó a torcerse, me dijo que entregaría pruebas a la Policía contra mí. Diría que te disparé a ti y a Monica y le había llevado a Tara. Ya te he dicho, que la Policía me odia. He sacado a demasiados delincuentes de la cárcel. Les habría encantado hacer un trato con él.
   – ¿Habrías ido a la cárcel?
   Lenny parecía a punto de llorar.
   – ¿Tus hijos habrían sufrido?
   Asintió con la cabeza.
   – ¿Y por eso mataste a un hombre a sangre fría?
   – ¿Qué más podía hacer? Me miras así, pero en el fondo sabes que es verdad. Era tu lío. A mí me tocó limpiar. Porque te quería. Quería ayudar a tu hija. -Calló, cerró los ojos y añadió-: Y también sabía que, si mataba a Bacard, podía salvarte a ti también.
   – ¿A mí?
   – Otro análisis de costes y beneficios, Marc.
   – ¿Qué estás diciendo?
   – Había terminado. Con Bacard muerto, él podía cargar con la culpa. De todo. Yo quedaba libre. -Lenny se acercó y se colocó frente a mí. Por un momento creí que pretendía abrazarme. Pero se quedó quieto.
   «Quería que tuvieras paz, Marc. Pero eso no era posible. Ahora lo sé. Hasta que no encontraras a tu hija. Con Bacard muerto, mi familia estaba a salvo. Podía dejarte conocer la verdad.
   – Y escribiste una nota anónima y la dejaste en la mesa de Eleanor.
   – Sí.
   Recordé las palabras de Abe.
   – Hiciste algo malo por una buena razón.
   – Ponte en mi lugar. ¿Qué habrías hecho tú?
   – No lo sé -dije.
   – Lo hice por ti.
   Y lo más triste de todo era que decía la verdad. Lo miré.
   – Eras el mejor amigo que he tenido en mi vida, Lenny. Te quiero. Quiero a tu esposa. Quiero a tus hijos.
   – ¿Qué vas a hacer?
   – Si te dijera que lo voy a contar, ¿me matarías a mí también? -Nunca -dijo.
   Pero yo no estaba seguro, por mucho que le quisiera, por mucho que él me quisiera.
 
   

Epílogo

   Ha pasado un año.
   Durante los dos primeros meses, acumulé muchos puntos de las compañías aéreas yendo y viniendo de Saint Louis todas las semanas, para organizar con Abe y Lorraine lo que íbamos a hacer. Empezamos poco a poco. Durante las primeras visitas, pedí a Abe y Lorraine que se quedaran con nosotros. Finalmente, Tara y yo empezamos a ir a sitios los dos solos -al parque, al zoo, al tiovivo del centro comercial-, pero ella miraba mucho por encima del hombro. Mi hija tardó algún tiempo en acostumbrarse a mí. Yo lo comprendía.
   Mi padre falleció mientras dormía hace diez meses. Después del funeral, compré una casa en Marsh Lañe, a dos de distancia de la de Abe y Lorraine, y me mudé a ella. Abe y Lorraine son personas estupendas. Veamos: llamamos a «nuestra» hija Tasha. Según como se mire es una abreviatura de Natasha y se parece a Tara. Al cirujano reconstructor que hay en mí le gusta. No dejo de esperar que algo no funcione. Por ahora no ha pasado. Es raro, pero no me hago preguntas.
   Mi madre se ha comprado un piso y también se ha mudado aquí. Sin mi padre, no tenía motivos para quedarse en Kasselton. Después de tanta tragedia -la poca salud de mi padre, Stacy, Monica, el ataque, el secuestro- necesitábamos otro escenario. Estoy contento de tenerla cerca. Mi madre tiene un novio, un tipo llamado Cy, y es feliz. Él me cae bien y no sólo porque tiene un abono para los Rams. Se ríen mucho. Ya había olvidado cómo se reía mi madre.
   Hablo mucho con Verne. Él y Katarina trajeron a Verne Júnior y a Perry con la caravana en primavera. Disfrutamos en grande durante una semana. Verne me llevó a pescar, y era la primera vez. Me gustó. La próxima vez quiere ir a cazar. Le dije que ni hablar, pero Verne puede ser muy convincente.
   No hablo mucho con Edgar Portman. Manda regalos para el aniversario de Tasha. Ha llamado dos veces. Espero que un día venga a visitar a su nieta. Pero los dos tenemos demasiados sentimientos de culpa. Es como he dicho antes. Monica podía ser inestable. Posiblemente fuera sólo un desarreglo químico. Sé que muchos de los problemas psiquiátricos tienen su origen en desequilibrios físicos, hormonales, más que en experiencias de la vida. Lo más probable es que no hubiéramos podido hacer nada. Pero la verdad es que, sea cual fuere el origen, los dos abandonamos a Monica.
   Zia se tomó muy mal al principio que me fuera, pero luego lo vio como una oportunidad. Tiene a un nuevo médico en la consulta. Me han dicho que es muy bueno. Y yo he abierto una sucursal en Saint Louis. Por ahora me va bien.
   Lydia -o Larissa Dañe, si se prefiere- va a salir libre. Le dio la vuelta al cargo de asesinato diciendo que «había sido víctima» con la máxima convicción. Vuelve a ser una celebridad: el misterioso retorno del duendecillo llamado Trixie. Lydia apareció en Oprah, llorando sin parar por los años de tormentos en manos de Heshy. Pusieron un retrato de él en pantalla. El público se mostró aterrado. Heshy es terrorífico. Lydia es preciosa. O eso cree la gente. Hay rumores de que va a aparecer en una película para la tele sobre su vida.
   En cuanto al caso de contrabando de bebés, el FBI decidió «hacer cumplir la ley» lo que significa procesar a los culpables. Steven Bacard y Denise Vanech eran los culpables. Los dos están muertos. Oficialmente, las autoridades todavía están buscando los archivos, pero nadie tiene mucho interés en saber dónde han ido a parar los niños. Creo que es mejor así.
   Rachel se recuperó totalmente de sus heridas. Acabé haciendo yo mismo la cirugía reconstructiva de la oreja. Su valor obtuvo mucho eco en la prensa. Se llevó el mérito de desmantelar la red de contrabando de bebés. El FBI la ha vuelto a admitir. Pidió un puesto eri Saint Louis y le fue concedido. Vivimos juntos. La quiero. La quiero más de lo que se pueda imaginar. Pero si se esperan un final totalmente feliz, no estoy seguro de poder darles uno.
   Por ahora, Rachel y yo seguimos juntos. No me puedo imaginar vivir sin ella. Pienso que la pierdo y me pongo físicamente enfermo. Pero no sé si eso es suficiente. Tenemos mucho equipaje detrás. Y esto confunde las cosas. Entiendo que hiciera aquella llamada nocturna y se presentara en el hospital, pero también sé que esos actos fueron un desencadenante de muerte y destrucción. No le echo la culpa a Rachel, por supuesto. Pero algo sí hay. La muerte de Monica le ha dado a nuestra relación una segunda oportunidad. Y eso es raro. Intenté explicar todo esto a Verne cuando nos visitó. Me dijo que era un tonto. Supongo que tiene razón.
   Suena el timbre. Me están tirando del pantalón. Sí, es Tasha. Ya se ha adaptado totalmente a tenerme en su vida. Los niños, al fin y al cabo, se adaptan mejor que los adultos. En la otra punta, Rachel está en el sofá. Está sentada con las piernas dobladas debajo del cuerpo. La miro, miro a Tasha y siento una mezcla de paz y miedo. Estos sentimientos -paz y miedo- son mis constantes compañeros. Pocas veces se presenta la una sin el otro.
   – Un segundo, pequeñaja -dije-. Vamos a ver quién llama.
   – Vale.
   Es un recadero de UPS. Trae paquetes. Los entro. Cuando veo el remite, siento un dolor familiar. La pequeña pegatina me dice que son de Lenny y Cheryl Marcus, de Kasselton, Nueva Jersey.
   Tasha me mira.
   – ¿Mi regalo?
   No conté nada de Lenny a la Policía. Tampoco había pruebas, sólo la confesión que me había hecho. Eso no se sostendría en un juicio. Pero no por eso decidí callarme.
   Sospecho que Cheryl conocía la verdad. Creo que lo sabía desde el comienzo. Recuerdo su cara en las escaleras, la forma en que nos habló a Rachel y a mí cuando fuimos a su casa aquella noche, y ahora me pregunto si fue por ira o por miedo. Sospecho que lo último.
   La verdad es que Lenny tenía razón. Lo hizo por mí. ¿Qué habría pasado si se hubiera marchado de mi casa sin más? No lo sé. Podría haber sido peor. Lenny me preguntó si yo habría hecho lo mismo en su lugar. Entonces, seguramente no. Quizá porque yo no era tan buena persona. Verne estoy seguro de que sí. Lenny intentaba proteger a mi hija, sin sacrificar a su familia. Pero se equivocó.
   De todos modos, le echo mucho de menos. Pienso en lo importante que era en mi vida. Hay veces que cojo el teléfono y empiezo a marcar su número. Pero nunca llego hasta el final. No volveré a hablar con Lenny. Nunca. Lo sé. Y esto me hace sufrir.
   Pero también pienso en la carita inquisitiva de Conner en el partido de fútbol. Pienso en Kevin jugando al fútbol y en el pelo de Marianne que olía a cloro el día de la clase de natación. Pienso en lo bonita que se volvió Cheryl después de tener a sus hijos.
   Ahora miro a mi hija, segura conmigo. Tasha todavía está mirando hacia arriba. Sí, es un regalo de su padrino. Recuerdo la primera vez que vi a Abe, aquel día tan raro en el Marriott del aeropuerto. Me dijo que no hay que hacer algo malo por una buena razón. Lo pensé mucho antes de decidir lo que tenía que hacer con Lenny.
   En fin, bueno, digamos que es una especie de empate.
   A veces me lío. ¿Es algo malo por una buena razón o algo bueno por una mala razón? ¿O es lo mismo? Monica necesitaba sentirse amada, y me engañó y se quedó embarazada. Así es como empezó todo. Pero si no lo hubiera hecho, ahora no estaría mirando a la creación más maravillosa que conozco. ¿Una buena razón? ¿Una mala razón? ¿Quién puede juzgarlo?
   Tasha ladea la cabeza y arruga la nariz.
   – ¿Papi?
   – No pasa nada, cariño.
   Tasha me da un abrazo grande y elaborado de niña. Rachel nos mira. Veo su expresión preocupada. Cojo el paquete y lo coloco encima del armario. Luego cierro la puerta y levanto en brazos a mi hija.

Harlan Coben

 
***
 

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Ñíîñêè

   [1] Nombre de un perro rabioso de la novela del mismo nombre de Stephen King (N. de la T.).
   [2] Macbeth, Acto 5, Escena 5 (N. de la T.).
   [3] La Apuesta de Pascal es el nombre que se da a un argumento planteado por Blaise Pascal para creer en Dios (N. de la T.).
   [4] Popular serie de la televisión en los años ochenta (N. de la T.).
   [5] Popular promotor de reality shows en Estados Unidos (N. de la T.).
   [6] Ciudad de caza, traducido literalmente (N. de la T.).