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El final del círculo
Tom Egeland
Tom Egeland
El final del círculo
PRÓLOGO
Empezó a llover la tarde en que murió Grethe.
A través de los hilos de agua vislumbro el fiordo radiante y frío que semeja un torrente tras el boscaje desnudo. Paso hora tras hora sentado, mirando las gotas deslizarse sobre el cristal. Pienso. Escribo. Las borrascas dibujan un enrejado ondulado en el vaho del cristal.
He colocado el escritorio ante la ventana. Así puedo escribir y otear al mismo tiempo. Racimos de algas podridas van a la deriva sobre la bajamar. El agua salpica perezosamente contra el monte bajo. Una golondrina grita tibiamente, cansada de la vida.
Las ramas del roble del patio se entreabren negras y húmedas; alguna que otra hoja se les aferra todavía, como si no acabaran de comprender que el otoño no tardará en ir a buscarlas.
Era verano cuando se fue papá. Llegó a tener treinta y un años, cuatro meses, dos semanas y tres días de edad. Lo oí gritar.
Casi todo el mundo cree que se trató de un accidente.
Los primeros tiempos, después de su muerte, mamá se encapsuló en un capullo de pena callada. Después, en una metamorfosis que nunca ha dejado de inquietarme, empezó a beber y a abandonarse. Se habló bastante del asunto. Las calles aledañas a la nuestra tenían ojos y oídos. En la tienda me dirigían miradas de compasión. Los niños componían canciones despectivas sobre mamá. La pintaban desnuda con tiza sobre el asfalto del patio del colegio.
Hay recuerdos que no te quitas de encima jamás.
Es obvio que han estado aquí mientras yo me encontraba fuera. Han registrado todos los cuartos, eliminando los rastros que quedaban de ella. Es como si nunca hubiera existido.
Pero no son infalibles. Se les han pasado los cuatro lazos de seda que cuelgan lacios de los postes de la cama.
Escribo en mi diario todo lo que ha ocurrido este verano.
Si no fuera por las costras y el escozor, creería que el verano no ha sido más que una alucinación continua, que me encontraba en mi habitación de la clínica, con una camisa de fuerza y atiborrado de Stesolid. Probablemente nunca llegue a entender nada de lo que ha pasado. No importa. Lo poco que he comprendido, o dejado de comprender, ya me sirve.
El diario es un cuaderno grueso de piel. Sobre la cubierta, abajo, a la derecha, está escrito mi nombre con letras de oro. El libro de Bjorn Belto.
Hay dos tipos de arqueología: la histórica y la del alma, las excavaciones del cerebro.
El bolígrafo raspa contra el papel. Calladamente tejo mi telaraña de recuerdos.
Primera parte . EL ARQUEÓLOGO
Capítulo 1 – EL ENIGMA
Estoy buscando el pasado, acuclillado en el centro de una cuadrícula. El sol me abrasa la nuca. Tengo las palmas de las manos cubiertas de unas ampollas que me escuecen una barbaridad. Estoy sucio y sudado. Huelo a rayos, y la camiseta, que ya no es más que una tirita pegajosa y vieja, se me adhiere a la espalda.
El viento y las excavaciones han levantado una arena fina que dibuja una cúpula de polvo gris amarronado sobre los campos cultivados. La arena me pica en los ojos. La nube de polvo me seca la boca y me tizna la cara; siento la piel como una costra agrietada. Jadeo silenciosamente. Resulta inconcebible que en algún momento soñara con conseguir esto. Todos tenemos que ganarnos el pan…
Estornudo.
– ¡Salud! -grita una voz.
Me vuelvo sorprendido, pero todo el mundo está ocupado en lo suyo.
El pasado no es sencillo de encontrar. Algunas paladas por debajo de la primera capa de tierra, en la bandeja de trillar que está entre mis zapatillas de deporte sucias, rebusco con las yemas de los dedos en la húmeda tierra vegetal. La capa cultural que hemos descubierto tiene ochocientos años. El olor a mantillo es intenso. En uno de sus manuales, Análisis arqueológico de restos antiguos, el profesor Graham Llyleworth escribe: «Del oscuro humus de la tierra emana el mudo mensaje del pasado.» ¿Se habrá oído cosa igual? El profesor es uno de los arqueólogos más destacados del mundo, pero tiene cierta debilidad por la lírica. Hay que perdonarle sus pasos fallidos.
El profesor Llyleworth está ahora sentado a la sombra de una sábana amarrada a cuatro postes. Está leyendo, succionando un cigarro que aún no ha encendido. Tiene un aspecto insoportablemente inteligente, colmado de una dignidad entrecana y ostentosa que no ha hecho nada por merecer. Lo más probable es que esté fantaseando con alguna de las chicas que están con el culo en pompa. De tanto en tanto nos echa una mirada que significa: «En tiempos era yo quien sudaba la gota gorda al sol, pero de eso ya hace mucho.»
Lo observo de reojo a través de las gruesas lentes de mis gafas con filtro solar. Me roza con la mirada y me observa por un segundo o dos. Después bosteza. Una ráfaga de viento hace ondear la sábana. Hace muchos años que no se deja retar por alguien con roña bajo las uñas.
– ¿Belto? -dice con exagerada cortesía.
Todavía no he conocido a ningún extranjero que consiga pronunciar bien mi nombre. Me hace gestos con la mano de que me acerque, del mismo modo que los negreros llamaban a sus chicos negros en el siglo pasado. Salgo del hoyo de varios metros de profundidad y me sacudo los vaqueros.
El profesor carraspea y pregunta:
– ¿Nada?
Le enseño las palmas de las manos y me sitúo delante de él con un gesto de mofa que desgraciadamente le pasa inadvertido.
– ¡Nada!-respondo en inglés.
Con una expresión que apenas disimula el desdén que alberga, me mira y pregunta:
– ¿Va todo bien? ¡Hoy estás muy pálido! -Después suelta un bufido y se dispone a aguardar una reacción que ni se me ocurriría brindarle.
Muchos creen que el profesor Graham Llyleworth es malvado, o que tiene ansias de poder, pero ninguna de las dos cosas es cierta. El desprecio es algo natural en él. La visión que tiene del mundo circundante y de las diminutas criaturas humanas que gatean en torno al dobladillo de su pantalón se formó, forjó y fraguó en hormigón armado ya en los comienzos de su vida. Cuando sonríe, lo hace con una indiferencia distanciada y condescendiente. Cuando escucha es por impuesta cortesía (la que debe de haberle inculcado su madre con palmeta y amenazas). Cuando dice algo, es fácil creer que habla en nombre de Nuestro Señor.
Llyleworth se sacude una mota de polvo que, empujada por el viento, se ha posado sobre su traje gris a medida. Deja el puro sobre la mesa de campaña. Con rotulador indeleble marca los hoyos que se han excavado y vaciado. Sin ninguna expresión, le quita el tapón al rotulador y hace una cruz en el cuadro 003/157 del dibujo de la planta, apoyado sobre la mesa bajo el techo de sábana.
Después me despide con un cansino movimiento de las manos. En la universidad nos enseñaron que cada uno puede mover hasta un metro cúbico de tierra al día. El montón de residuos que hay junto al cedazo indica que ha sido una buena mañana. Ina, la estudiante que criba toda la tierra que le llevamos a rastras en espuertas y carretillas, no ha encontrado más que un par de pedazos de tejido y un peine que habían pasado inadvertidos a los equipos de excavación. Está metida en un charco de lodo, viste unos pantalones cortos y ajustados, una camiseta blanca y unas botas que le quedan demasiado grandes, y sujeta una manguera verde que gotea por la punta.
Es muy mona. Es la vez doscientos doce que la miro esta mañana, pero ella nunca mira en mi dirección.
Me duelen los músculos. Me hundo en la silla plegable resguardada del sol de agosto por un sombreado bosquecillo de arbustos. Éste es mi rincón, mi lugar seguro. Desde él tengo una visión de conjunto del terreno excavado. Me gusta tener visión de conjunto. Cuando dispones de ella, dispones también del control.
Por las noches, tras la clasificación y catalogación, firmo la lista de hallazgos. El profesor Llyleworth opina que soy exageradamente desconfiado porque insisto en cotejar los objetos de las cajas de cartón con su lista. Hasta ahora no le he pillado ni una sola inexactitud, pero no me fío de él. Yo estoy aquí para controlar. Eso lo sabemos los dos.
El profesor se vuelve, como por casualidad, para averiguar dónde me he metido. Le dedico un burlón saludo de boy scout con los dos dedos en la frente. No me saluda a su vez.
A mí me gusta más estar a la sombra. Debido a un defecto en el iris, la luz potente me explota en un chaparrón de astillas en el fondo de la cabeza. Para mí el sol es una rebanada de dolor concentrado. Por eso suelo entornar los ojos. En una ocasión un niño me dijo: «Tus ojos se parecen a cuando alguien hace una foto con flash.»
Dando la espalda al contenedor de herramientas, miro el terreno de las excavaciones. Los hilos blancos del sistema de coordenadas forman cuadrados que se excavan por separado, lan y Uri están discutiendo junto al medidor de nivel y el teodolito, al tiempo que miran la cuadrícula y agitan los brazos en dirección a los ejes del sistema. Durante un momento me imagino, riendo, que estamos cavando en el sitio erróneo, que el profesor va a tocar su estúpido silbato y gritar: «Paren. ¡Nos estamos equivocando!», pero por la expresión de sus rostros comprendo que sólo están impacientes.
Somos treinta y siete arqueólogos los que estamos trabajando. Los jefes de campaña del profesor (Ian, Theodore y Pete, de la Universidad de Oxford, Moshe y David, de la Universi dad Hebrea de Jerusalén, y Uri, del Instituto Schimrner) dirigen sendos equipos de estudiantes noruegos de segundo ciclo.
Ian, Theo y Pete han desarrollado un avanzado programa informático para excavaciones arqueológicas basado en fotografías por infrarrojos tomadas desde satélites y ondas de sonar en la estructura terráquea.
Moshe es doctor en Teología y Física, y formó parte del grupo profesional que estudió el sudario de Turín en 1995.
David es experto en interpretación de manuscritos del Nuevo Testamento.
Uri es especialista en la historia de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén.
Yo estoy aquí para controlar.
***
Antaño pasaba todos los veranos en la casa de campo de la abuela, junto al fiordo. Una villa suiza en una jardín lleno de frutas, bayas y flores, de losas de pizarra recalentadas por el sol y espesos matorrales, de pájaros, moscas y alegres abejorros. El aire olía a brea y algas. En medio del fiordo las lanchas competían. Y en el despeñadero que había entre Larkollen y Bo-lserne, tan alejadas que parecían flotar, vislumbraba una franja de mar infinito, y tras el horizonte me imaginaba América.
A más de un kilómetro de la casa de verano, a lo largo de la carretera entre Fuglevik y Moss, se extienden los terrenos del monasterio de Vaerne, con sus dos mil decáreas de campos de cultivo y bosques, y una historia que se prolonga directamente hasta la saga del rey Snorre. A finales del siglo XII, el rey Sverre Sigurdsson cedió el monasterio de Vaerne a los monjes hospitalarios de San Juan. Los hospitalarios trajeron consigo, a nuestro rincón de la civilización, un murmullo de la historia mundial, las cruzadas y devotos caballeros. El tiempo de los monjes de Vaerne no llegó a su fin hasta 1532.
La suma de casualidades forma el curso de una vida; de hecho, las excavaciones del profesor Llyleworth se sitúan en uno de los campos del monasterio de Vaerne.
El profesor insiste en que nuestro objetivo es encontrar un castillo circular de los tiempos de los vikingos. Quizá de unos doscientos metros de diámetro, rodeado de una muralla circular de tierra con empalizadas de madera. En York topó con un mapa en un enterramiento vikingo.
No hay quien se lo crea. Yo tampoco me lo creo.
El profesor Graham Llyleworth está buscando algo, no sé el qué. Un tesoro es demasiado banal. ¿Una tumba con una nave vikinga? ¿Los restos del cofre del rey Olav? ¿Quizá monedas de Jwarezm, el imperio situado al este del mar Aral? ¿Una vasija de plata para ofrendas? ¿Una piedra mágica con runas? No me cabe más que especular y dedicarme de todo corazón a mi tarea de perro guardián.
El profesor va a escribir otro manual basado en estas excavaciones. Lo financia una fundación inglesa. Al propietario de las tierras se le ha pagado una fortuna por dejarnos poner su terruño patas arriba.
Tendrá que ser todo un manual.
Todavía no he entendido cómo ni por qué el profesor Llyleworth consiguió acceder a tierra noruega con sus tropas de asalto arqueológicas. La cantinela de siempre. Tiene amigos poderosos.
Suele ser complicado para los extranjeros lograr los permisos necesarios para llevar a cabo excavaciones arqueológicas en Noruega. El profesor Llyleworth no encontró ninguna oposición. Al contrario. El director general de Patrimonio Histórico aplaudió con entusiasmo. La universidad colaboró jubilosamente seleccionando a los mejores estudiantes de segundo ciclo para los equipos de excavación. Le consiguieron permisos de trabajo para sus colaboradores extranjeros. Al ayuntamiento le acariciaron la cabeza con suavidad. Todo estaba perfectamente en orden. Y luego me encontraron a mí, en un despacho de la Colección de Objetos Antiguos del Museo de Historia de la calle Frederik. El guardián. El largo brazo de las autoridades noruegas. Un profesor adjunto de Arqueología, de vista débil, alguien de quien podían prescindir durante unas semanas. Una mera formalidad, casi parecía que se lamentaban de mi presencia, pero las reglas son las reglas, ya se sabe.
En el salón de la casa de campo de la abuela hay un viejo reloj que marca solitario las horas. Amo ese reloj desde que era un crío. Nunca va bien. Se pone a sonar en los momentos más insospechados. ¡Las doce menos ocho minutos! ¡Las nueve y tres! ¡Las tres y veintiocho! La maquinaria resuena satisfecha con sus muelles y ruedas dentadas y grita: «¡A mí me importa una mierda!»
Porque ¿quién ha dicho que son todos los demás relojes del mundo los que van bien? ¿O que el tiempo se deja atrapar con mecánica fina y minuteros? Tengo el vicio de cavilar. Es una deformación profesional. Cuando desentierras un esqueleto de mujer de quinientos años de antigüedad que no quiere soltar el niño que lleva en brazos, el instante se amarra al tiempo.
Una ráfaga de aire arrastra el aroma salado procedente del mar. El sol se ha enfriado. Odio el sol. Somos pocos los que pensamos en él como una fusión de núcleos continua, pero yo lo hago, y me regocija que dentro de diez millones de años todo habrá acabado.
***
El grito tiene un timbre de agitado pasmo. El profesor Llyleworth se pone de pie bajo su techo de sábana, alerta y vigilante, como un indolente perro guardián que intenta decidir si ponerse a ladrar.
Los arqueólogos rara vez gritan cuando encuentran algo. Descubrimos cosas constantemente. Cada grito nos despoja de un pedazo de nuestra dignidad. La mayoría de los fragmentos de monedas y los pedacitos de tela que desenterramos acaban en una caja marrón claro, al fondo de algún oscuro almacén, bien conservados y catalogados para la posteridad. Tienes suerte si en una sola ocasión de tu carrera encuentras algo que pueda mostrarse en un expositor. La mayor parte de los arqueólogos reconocerían, si profundizaran lo suficiente en sí mismos, que el último descubrimiento arqueológico verdaderamente grande que se hizo en Noruega fue el de los barcos vikingos de Oseberg en 1904.
Quien ha gritado es Irene, una estudiante de segundo ciclo del departamento de Arqueología Clásica, una chica introvertida y talentosa. No habría sido difícil que me enamorara de ella.
Irene forma parte del equipo de excavación de Moshe. Ayer por la mañana destapó los restos de unos cimientos. Un octógono. La visión me llena de un recuerdo vago y hormigueante que no llega a alcanzar la superficie.
Nunca había, visto al profesor Llyleworth tan excitado. Se ha acercado al agujero de Irene varias veces por hora para echar un vistazo.
En estos momentos ella se pone de pie y escala por el borde del hoyo. Llama al profesor emocionada.
Varios de los demás hemos empezado ya a correr hacia ella.
El profesor hace sonar su silbato.
Una flauta mágica. Todos se quedan petrificados, sus movimientos parecen entrecortados, como una antigua película de ocho milímetros que se ha enganchado en el proyector.
Luego permanecen obedientemente quietos.
La flauta mágica no tiene ningún efecto sobre mí. Me acerco deprisa al agujero de Irene. El profesor llega por el lado contrario. Intenta frenarme con la mirada. Y con el silbato. Pero no lo consigue. Así que llego antes que él.
Es un cofre.
Un cofre alargado.
De treinta o cuarenta centímetros de longitud. La capa superior, de madera rojiza, está podrida.
El profesor se para tan cerca del borde que por un instante tengo la esperanza de que se caiga con su traje gris. Representaría una humillación definitiva. Pero no soy tan afortunado.
Está agitado tras la breve carrera. Sonríe. Con la boca abierta. Y los ojos vigilantes. Parece a punto de tener un orgasmo.
Sigo su mirada. Hacia el cofre.
En un único y largo movimiento, el profesor se pone en cuclillas, se apoya sobre la mano izquierda y salta al agujero.
Un murmullo se alza entre los congregados.
Con las yemas de los dedos -las suaves yemas creadas para coger canapés, sostener copas de champán y puros, además de acariciar los pechos de seda de pudorosas señoritas de Kensington- empieza a desprender la tierra que cubre el cofre.
En su manual Métodos de arqueología moderna, el profesor Graham Llyleworth escribe que el registro minucioso de cada hallazgo constituye la clave para una interpretación y comprensión correctas. «La paciencia y la meticulosidad son las virtudes más importantes en un arqueólogo», sentencia en Las virtudes de la arqueología, la biblia de los estudiantes de esta disciplina. Debería darse cuenta de que está demasiado emocionado. No tenemos ninguna prisa. Cuando un objeto lleva cientos o miles de años enterrado, debemos emplear algunas horas extra en aras de la exactitud y la precaución. Debemos dibujar el cofre en perspectiva, con la planta y el alzado. Fotografiarlo. Medir su longitud, su ancho y su altura. Sólo cuando se hayan registrado todos los detalles imaginables, podremos desenterrarlo fatigosamente con paleta y cucharilla. Apartar la suciedad y la arena con una escobilla. Proteger la madera. Si hay algo de metal, tratarlo con sesquicarbonato. El profesor ya sabe todo eso.
A mí me resulta indiferente.
Bajo de un salto y me ubico junto a él. Los demás nos miran como si el profesor acabara de anunciar que ha pensado cavar hasta el manto que hay bajo la corteza terrestre.
Con las manos.
Antes de comer.
Carraspeo con solemnidad, de forma exageradamente explícita, y le digo que está procediendo demasiado deprisa. Hace caso omiso. Ha interpuesto una pantalla entre él y el resto del mundo. Incluso cuando mi voz se vuelve autoritaria y le ordeno parar en nombre de las autoridades noruegas, prosigue con su frenética labor. Para él como si represento al mago de Oz.
Cuando ha despejado la mayor parte del cofre, lo agarra con ambas manos y lo arranca de la tierra. Parte de la madera se cae.
Varios de nosotros gritamos. Enfadados, pasmados. ¡Eso no puede ser! Se lo digo. Todo descubrimiento arqueológico ha de ser tratado con el mayor esmero.
Las palabras le resbalan.
Sostiene el cofre ante sí. Se queda mirándolo, le cuesta respirar.
– ¿Registramos el hallazgo? -pregunto con voz gélida y los brazos cruzados sobre el pecho
Su alteza real contempla el cofre con admiración. Sonríe incrédulo. Después dice, dirigiéndose al aire con su más estirado inglés de Oxford:
– ¡Esto es increíble!
– Haga el favor de darme el cofre.
Me mira con ojos inexpresivos.
Carraspeo.
– ¡Profesor Llyleworth! Evidentemente, comprenderá usted que me veré obligado a informar de este suceso al instituto. -Mi voz ha adquirido un timbre frío y formal que no acabo de reconocer-. Dudo que la Colección de Objetos Antiguos y la Dirección General de Patrimonio Histórico vean con buenos ojos este modo de proceder.
Sin mediar palabra sale del hoyo y corre hacia la tienda. Desprende polvo del traje. Los demás hemos dejado de existir.
Sin embargo, yo no me rindo tan fácilmente. Salgo corriendo tras él.
Procedente de la tienda de campaña, detrás de la tensa pared de tela, oigo la voz exaltada del profesor Llyleworth. Aparto la lona. La penumbra y el filtro solar de las gafas me ciegan antes de ver las amplias espaldas del profesor. Sigue respirando entrecortadamente.
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!-grita por el teléfono móvil-. ¡Michael, escucha, es el cofre!
Lo que más conmocionado me deja es que haya encendido un puro. Sabe de sobra que el humo de tabaco puede perjudicar la datación con carbono catorce.
Su voz está colmada de risa histérica:
– ¡El bueno de Charles tenía razón, Michael! ¡Es increíble! ¡Es absolutamente increíble, joder!
El cofre está sobre la mesa de camping, junto a él. Avanzo un paso. En ese mismo momento Ian se materializa en la oscuridad, como un espíritu maligno que custodia la cámara mortuoria de un faraón. Me coge por los brazos y me saca a rastras, de espaldas.
– Pero, por Dios, hombre… -balbuceo. Me tiembla la voz de enfado e indignación.
Ian me mira con hosquedad y
vuelve a entrar. Si hubiera podido dar un portazo, lo habría
hecho. Pero la lona de la tienda cae lacia en su sitio.
Justo después sale el profesor. Ha envuelto el cofre en una tela. En la comisura de los labios, el puro humeante señala hacia arriba.
– ¡Haga el favor de entregarme el cofre! -exijo, sólo para que quede constancia. Pero ni me escuchan ni me hacen caso.
El coche privado del profesor Llyleworth es un largo y brillante animal de pura raza. Un Jaguar XJ6 rojo burdeos. Doscientos caballos de potencia. De cero a cien en nueve segundos. Asientos de cuero. Volante de madera. Aire acondicionado. Probablemente una pizca de alma y
de conciencia incipiente en la profundidad del bloque del motor, detrás de todo el cromo y
la pintura metalizada.
Ian se sienta al volante, se inclina hacia un lado y le abre la puerta al profesor. Este entra, se sienta y se coloca el cofre sobre el regazo.
Todos nos quedamos mirándolos, con nuestras camisetas sucias y nuestros vaqueros, apoyados sobre las palas y las varas de medir, con la boca abierta, arena en el pelo y manchas de tierra bajo los ojos. Pero ellos no nos ven. Ya hemos hecho lo nuestro. Hemos dejado de existir.
El Jaguar se desliza a lo largo del camino del emplazamiento. Al alcanzar la carretera a base de tirones, emite un gruñido que lo envuelve en una nube de polvo.
Y luego desaparece.
En el silencio que desciende sobre nosotros, sólo perturbado por el viento en las copas de los árboles y el callado murmullo de los estudiantes, comprendo dos cosas. La primera es que me han engañado, aunque no sé exactamente cómo ni por qué. Pero esa certeza hace que apriete las mandíbulas con tanta fuerza que se me saltan las lágrimas. La secunda es un reconocimiento. Yo siempre he sido el obediente, el cumplido. La rueda dentada imprescindible y escondida que nunca le falla a la maquinaria. Las autoridades noruegas de Patrimonio Histórico me han confiado la tarea de controlar y yo he fracasado.
Pero, joder, el profesor Graham Llyleworth no se va a largar con el hallazgo. Esto no es sólo una cuestión entre él y la Colección de Objetos Antiguos, la Dirección General de Patrimonio Histórico o los tribunales.
Esto es un asunto entre Llyleworth y yo.
Yo no tengo un Jaguar. Mi coche puede recordar a un juguete de baño que haya inflado algún niño y después se haya dejado en la playa. Es rosa. Un Citroën 2 CV. En verano le recojo el techo. Lo llamo Bola. Él y yo estamos, en la medida en que eso es posible para una persona y una máquina, en la misma longitud de onda.
El asiento cruje cuando me pongo al volante, tengo que alzar la puerta para conseguir que cierre bien. La caja de cambios parece el mango de un paraguas que alguna tía histérica haya clavado por equivocación en el salpicadero. Pongo la primera, piso el acelerador y salgo detrás del profesor.
Si lo miramos como una persecución de coches, resulta una imagen ridícula. Bola tarda una generación en pasar de cero a cien. Pero antes o después llegaré, aunque un poco más tarde que ellos. No tengo prisa. Primero me pasaré por la Colección de Objetos Antiguos para informar al profesor Arntzen, después iré a la policía y por fin comunicaré personalmente lo ocurrido a los aduaneros del aeropuerto de Gardermoen, y a los muelles de los ferris: un Jaguar XJ6 no desaparece así como así en la multitud.
Una de las razones por las que recojo el techo en verano es que me encanta sentir el viento en el pelo. Entonces me pongo a soñar con una vida en un cabriolet bajo el cielo desenfadado de California, una vida como beachboy morenazo, rodeado de chicas en biquini, Coca-Cola y música pop. En el colegio me llamaban Oso Polar. Quizá fuera porque me llamo Bjorn*, claro, pero lo más probable es que fuera porque soy albino.
***
Cuando el profesor Trygve Arntzcn me preguntó en mayo si aceptaría ser el supervisor de las excavaciones que se llevarían a cabo ese verano en el monasterio de Vaerne, consideré la oferta con un décimo de desafío y nueve décimos de ansiada oportunidad para salir de la oficina. No es necesario ser psicótico para imaginarse que las cuatro paredes, el suelo y el techo se han aproximado todavía unos centímetros más a lo largo de la noche.
El profesor Arntzen es el marido de mamá; no quiero pronunciar la palabra «padrastro».
Generaciones de estudiantes han provocado que el profesor se haya quedado ciego para la singularidad de cada uno. Sus alumnos se han convertido en una masa sin identidad, y enfrentado a esa bandada de igualdad académica, Arntzen ha desarrollado una impaciente irritación. La herencia de su padre lo ha hecho muy
* Bjorn es un nombre muy corriente en Noruega que, literalmente, significa «oso». (N. de la T.)
solvente y un poco arrogante. Son pocos los estudiantes a los que les gusta, sus subordinados hablan de él a sus espaldas. No me cuesta entenderlos. A mí él nunca me ha gustado. Cada uno tiene sus motivos.
Llego a Oslo en medio del atasco de la tarde. El verano está declinando. Hace bochorno, hay vapor en el aire.
Tamborileo con los dedos sobre el volante. Me pregunto adónde irán todos los demás, quiénes son y qué será lo que tienen que hacer. ¡Al carajo con ellos! Miro el reloj y me seco el sudor de la frente. ¡Quiero la carretera para mí solo! Eso es lo que queremos todos. Estamos afectados por la locura colectiva del automovilismo de masas. Sólo que no lo sabemos. Eso es lo que caracteriza a los locos.
La puerta del profesor Arntzen está cerrada. Alguien ha arrancado cuatro de las letras de la placa de la puerta y yo me quedo mirando, leyendo con fascinación infantil: «PRO HSOR RYGVE AR ZEN.» Parece un juramento tibetano.
Cuando estoy a punto de llamar, oigo voces provenientes del interior del despacho. Tendré que esperar. Me acerco a la ventana, tiene el marco pringoso de polvo. Abajo en la calle los coches se agolpan ante los semáforos, los peatones caminan en el calor con movimientos pegajosos. El aparcamiento para los empleados del museo está medio vacío.
Debo de haber estado poco atento al estacionar a Bola. No es propio de mí. Pero desde arriba lo veo. Así será para Nuestro Señor: siempre con visión de conjunto. Entre el Mercedes gris plateado del profesor y un Saab 900 turbo lila, hay un Jaguar XJ6.
Con suavidad acerco el oído a la puerta. Una voz: ¡…precauciones! (El profesor Arntzen.) Habla inglés con tono servicial. Hace falta un hombre poderoso para que el profesor se ponga servicial. Me imagino de quién se trata.
Otra voz murmura algo que no entiendo. Es Ian.
Arntzen: ¿Cuándo llega?
Una voz oscura: Mañana por la mañana. (El profesor Llyleworth.)
Me lo imaginaba.
Arntzen: ¿Viene personalmente?
Llyleworth: Por supuesto. Pero aún está en casa, le están revisando el avión. Si no, vendría esta misma noche.
Ian (riendo): ¡Está bastante agitado e impaciente!
Llyleworth: ¡No es de extrañar!
Arntzen: ¿Tiene intención de sacarlo él mismo del país?
Llyleworth: Desde luego. Vía Londres. Mañana.
Ian: Sigo pensando que deberíamos llevárnoslo al hotel. Hasta que venga. No me gusta la idea de dejarlo aquí.
Llyleworth: No, no, no. ¡Piensa con sentido estratégico! La policía buscará precisamente en nuestro cuarto. Si es que al albino se le ocurre hacer alguna tontería.
Arntzen: ¿Bjorn?… (risas)… ¡Tranquilo! Yo me encargo de Bjorn.
Ian: De todos modos ¿no deberíamos…?
Llyleworth: Después de todo, el cofre está más seguro con el profesor.
Arntzen: Nadie va a venir a buscarlo aquí. ¡ Lo garantizo!
Llyleworth: Es mejor así.
Ian: Si insistes…
Llyleworth: Absolutamente.
Guardan silencio.
Arntzen: De modo que tenía razón. Todo el rato. Tenía razón.
Llyleworth: ¿Quién?
Arntzen: DeWitt.
Llyleworth se queda callado antes de responder: El bueno de Charles.
Arntzen: Tuvo razón todo el tiempo. Una ironía del destino, ¿no?
Llyleworth: Ahora debería estar aquí. ¡Bueno! ¡Por fin lo hemos encontrado!
Por el tono de su voz parece que han acabado.
Doy un respingo y me aparto de la puerta. Me marcho rápidamente de puntillas por el pasillo.
En el fieltro azul de la placa de la puerta de mi oficina, unas letras blancas de plástico forman las palabras «PROFESOR ADJUNTO BJ0RN BELT0». Los caracteres curvilíneos recuerdan a una dentadura que precisase aparatos.
Abro y arrastro hasta la ventana la silla coja del despacho. Desde ahí puedo controlar el Jaguar.
No ocurre gran cosa. El tráfico discurre en un flujo lento. Una ambulancia se abre paso dando la lata.
Ian tiene andares ligeros. La gravedad no causa sobre él el mismo efecto que sobre el resto de nosotros.
Llyleworth avanza como un superpetrolero.
Ninguno de ellos lleva nada en las manos.
Un poco más tarde sale el profesor Arntzen. Tiene la capa sobre el brazo izquierdo, un paraguas en la mano derecha. Tampoco él lleva el cofre.
Se detiene en el último peldaño y mira hacia el cielo, como hace siempre. La existencia del profesor Arntzen está conformada por una serie de rituales.
Se queda de pie delante del Mercedes buscando las llaves. Antes de encontrarlas, echa un vistazo a mi ventana. Yo no me muevo. Los reflejos del cristal me vuelven invisible.
Un cofre quizá no sea gran cosa. Si lleva enterrado ochocientos años, no tiene mucha importancia para el bien de la gente el que se saque de contrabando del país. Sería como si nunca lo hubiéramos encontrado.
Quizás el profesor Llyleworth tenga grandes planes. Quizás haya pensado vendérselo a un jeque árabe por una fortuna. O donarlo al British Museum, que se apuntará así otro triunfo más a costa de una cultura ajena.
Con el total apoyo del profesor Arntzen.
No entiendo nada. No es asunto mío. Pero estoy furioso. Yo era el supervisor. Me han engañado. Me implicaron porque pensaban que yo era fácil de engañar. Bjorn, el albino miope.
***
Detrás del palacio de grajos en el que crecí, había un prado que llamábamos el Cercado de Caballos. En invierno improvisábamos pistas de salto de esquí en los repechos y durante los deshielos de primavera organizábamos carreras de bicicletas a través de los fangosos caminos. En verano me subía a los árboles y permanecía invisible como una ardilla espiando a los jóvenes que acudían a beber cerveza, fumar porros y dormir juntos al abrigo de la hierba crecida. Tenía catorce años y era un espía tenaz.
El 17 de mayo de 1977, día nacional de Noruega, una joven fue violada y maltratada detrás de unos arbustos. Ocurrió a pleno día. A lo lejos se oían las bandas de música, los hurras y el estrépito de los petardos. A la semana siguiente violaron a otra chica. Corrió bastante tinta en los periódicos. Dos días después, por la tarde, alguien prendió fuego a la hierba seca. Sucedía con cierta frecuencia; los chicos del barrio solían ir a quemar maleza,
pero en esa ocasión no había ninguna pandilla de chiquillos preparada para detener las llamas. El incendio arrasó el cercado y parte de las arboledas. El fuego dejó tras de sí un yermo abrasado y humeante, totalmente inadecuado para violaciones. Se supuso que los hechos estaban relacionados.
En el colegio hablamos de ello durante semanas. La policía investigó el caso. Al que provocó el incendio le pusimos un mote: el Pirómano Loco. El Rey de las Llamas. El Vengador.
Nadie sabe aún que fui yo quien provocó el incendio.
Son muchos los sitios en los que el profesor puede haber escondido el cofre. Desecho la mayor parte de ellos. Sé cómo piensa.
Podría haber bajado al depósito general, podría haberlo encerrado en uno de los armarios a prueba de incendios. Pero no lo ha hecho. Todos tenemos acceso a los depósitos y él no quiere compartir el cofre con nadie.
Una de las paradojas de la vida es la de que somos incapaces de ver lo que está a la vista de todos. Así es como piensa el profesor. Sabe que arriesga menos cuando actúa de un modo aparentemente arriesgado. Si quieres esconder un libro, colócalo en la estantería.
Ha ocultado el cofre en un archivador de su despacho, detrás de unas cajas y unas carpetas. Lo veo ante mí. Mi intuición es certera. Puedo generar imágenes mentales tan claras como en una pantalla de cine. Es un don que he heredado de mi abuela.
El profesor ha cerrado la puerta del despacho con llave. No importa. Cuando en 1996 se marchó a Telemark para participar en unas excavaciones, me confió una llave y luego se le olvidó. Como tantas otras cosas.
Su despacho es el doble de grande que el mío, e infinitamente más jactancioso. En medio, sobre una alfombra persa de imitación, está el escritorio con el ordenador, el teléfono y una caja para clips que le ha hecho mi hermanastro en el colegio. La silla es de respaldo alto con amortiguador hidráulico. En un rincón ha improvisado un saloncito donde toma el café con los invitados. En la pared que da al sur, la estantería se comba cargada de conocimiento.
Me siento en la silla, cuyos muelles acogen mi peso con suave amabilidad. El fuerte olor del puro de Llyleworth se ha quedado en el ambiente.
Cierro los ojos y miro hacia mi interior, en busca de la intuición. Permanezco así unos minutos, al cabo de los cuales vuelvo a abrirlos.
Mi mirada cae sobre el archivador.
Se trata de un armario gris de aluminio, con tres cajones y una cerradura arriba, a la derecha. Me acerco e intento abrir el primer cajón.
Está cerrado, claro.
Podría haber forzado la cerradura con unas tijeras o un destornillador, pero no creo que sea necesario.
Encuentro la llave en la caja, debajo de los clips. El profesor tiene llaves de reserva guardadas por todas partes. Del muelle de la lámpara del escritorio cuelgan las del chalet y el Mercedes.
Abro y saco el cajón superior. Las carpetas verdes contienen documentos, cartas y contratos. En el cajón de en medio encuentro recortes de revistas internacionales, ordenados sistemáticamente por orden alfabético y temático.
El cofre está al fondo del último, detrás de las carpetas, envuelto en una tela, metido en una bolsa de Lorentzen que a su vez está dentro de un bolso a rayas grises y blancas, debajo de unos libros.
Con el bolso bajo el brazo, vuelvo a ordenarlo todo. Cierro los cajones del archivador y echo el cerrojo. Dejo la llave debajo de los clips. Coloco la silla ante el escritorio. Echo un último vistazo -¿está todo como debe?, ¿no me he dejado nada?- antes de escabullirme por la puerta y cerrarla tras de mí. El pasillo está en penumbra y es inacabable. Miro a un lado y a otro antes de empezar a andar.
Hombre, señor Belto, ¿qué ha estado haciendo en el despacho del profesor? ¿ Y qué es eso que lleva en brazos?
Mis pasos hacen eco, como los latidos de mi corazón. Miro hacia atrás.
¿Señor Belto? ¿Adonde se dirige con ese objeto? ¿Lo ha robado del despacho del profesor?
Empieza a faltarme el aire, intento caminar tan deprisa como sea posible sin echar a correr.
¡Alto ahí! ¡Pare un momento!
¡He llegado! Las voces resuenan en mi cabeza. Abro mi despacho y
me apresuro a entrar. Me apoyo sobre la puerta mientras recupero la respiración.
Con cuidado saco el cofre del bolso y retiro la bolsa de plástico y la tela. Me tiemblan las manos.
Es sorprendentemente pesado. Dos frágiles cintas mantienen unidas las rojizas tablas putrefactas. La madera está a punto de desintegrarse. Las grietas dejan al descubierto su contenido. Otro cofre.
No entiendo de metales, pero no importa. No me hace falta bajarlo al laboratorio para entender de qué material está hecho. Oro.
A pesar de los siglos transcurridos aún reluce cálido y dorado.
Intuyo algo inevitable.
Miro la calle a través del cristal mugriento, mientras espero a que mi corazón recupere su ritmo normal.
***
Hace dos años pasé seis meses en una clínica para trastornos nerviosos.
Tuve suerte y me tocó en la misma sección a la que había acudido en otra ocasión para una terapia de grupo. El tiempo no se había movido. El linóleo del suelo tenía el mismo dibujo que antes. Las paredes seguían siendo verde pálido y estando desnudas. Los ruidos y olores eran los mismos. Martín estaba sentado en su mecedora haciendo punto. Llevaba dieciocho años tejiendo la misma bufanda. Guardaba su creación, terroríficamente larga, en un gran baúl de rafia con tapa. Me saludó con un movimiento de la cabeza como si hubiera salido al quiosco a hacer un recado. Nunca habíamos hablado, pero me reconoció y supongo que me consideraba una especie de amigo.
Ni siquiera mamá se enteró
de que me interné; se preocupa con mucha facilidad. Le dije que iba a participar en unas excavaciones en Egipto.
Metí seis sobres con su dirección y una petición de ayuda en un sobre A-4 que mandé a la oficina central de Correos de El Cairo. Yo no hablo árabe,
así que adjunté un billete de veinte dólares. El lenguaje universal. Un amable funcionario que entendió el guiño franqueó y envió las cartas para mamá. Con sello de El Cairo, Egipto. Bien pensado. Como en una novela policíaca. Mi plan era que mandara una al mes, al fin y al cabo había escrito el nombre del mes en la esquina superior derecha. Pero las mandó todas de una vez. El bobo. Seis meses de sucesos inventados -grandiosos hallazgos arqueológicos, romances con bailarinas del vientre egipcias, expediciones por las tormentas del desierto sobre camellos inclinados por el viento-, comprimidos en una semana. Dice bastante de mi fantasía, y de la credulidad de mi madre, el hecho de que consiguiera que se lo tragara. No estaría del todo sobria.
La terapia me ayudó a recuperarme. Un hospital tiene sus rutinas. Para mí se convirtieron en los ganchos a los que amarrar mi existencia.
Mi enfermedad no tenía nada de exótica. No tuve graciosas fantasías de Napoleón. No oía voces en mi cabeza. Se trataba sencillamente de una existencia en la más pavorosa oscuridad.
Ya estoy mejor.
***
Recorro asustado las calles de Oslo. Un hombre desasosegado al atardecer. Delta Foxtrot 3-0, el sospechoso conduce un Citroën 2 CV y ha de ser apresado de inmediato. Durante un rato, un Toyota ha ocupado el retrovisor. Cuando por fin tuerce por una calle lateral, suspiro de alivio. El sospechoso ha robado un valioso cofre de oro y se le considera peligroso en situaciones de presión. Paso por el monte de St. Hans y me quedo detrás de un minibús que va extrañamente despacio. Nunca se sabe. Consigo llegar sano y salvo a la autopista. No se ha disparado ningún tiro. Por ahora.
Al fin diviso el edificio de apartamentos en el que vivo. No son especialmente atractivos, pero la sola visión produce en mí una sensación de calidez. Siempre he tenido esa relación con los hogares.
Crecí en un palacio de grajos rodeado de un manzanar en una calleja de un suburbio con tranvía, estación de bomberos y gente alegre.
Al otro lado de mi ventana, mamá y papá tenían una terraza acristalada a la que podía salir por un ventanuco desde mi cuarto. Lo hacía con frecuencia cuando no podía dormir. En la puerta entreabierta de la terraza había colgada una cortina de tul a través de la que se veía algo. Mis expediciones nocturnas de espionaje me llenaban de un hormigueo dulce y desconocido y de la felicidad de ser invisible.
Una noche, los desnudos bailan en la espesura de sombras del dormitorio. Suaves cuerpos ardientes, manos y labios que alivian… Me quedé inmóvil, sin comprender, ebrio por la magia del momento. De pronto mamá volvió el rostro hacia mí. Sonrió. Pero no debió de descubrir mi cara entre los pliegues de la cortina, porque acto seguido se reclinó para ahogar a papá entre sus suspiros y caricias.
¿No crees que Freud me habría adorado?
En el jardín, entre dos manzanos retorcidos, estaba el montón de mantillo de papá, que emanaba un tufo que resultaba atractivo y repulsivo a un tiempo. En el entierro de papá, junto al borde de la tumba, me alcanzó
el mismo olor desde el puño lleno de tierra y arena. Con los sentidos colmados por el olor que salía de la oscuridad de la tumba, comprendí que el hedor del mantillo alberga tanto la muerte como la promesa de una nueva vida. En aquellos momentos no era capaz de expresarlo con palabras, pero el reconocimiento desencadenó en mí el llanto.
Siempre he sido sensible para los olores. Por eso evitaba el sótano, que me estremecía con su moho y humedad, con algo indefinido y dulzón. Bajo la carcomida trampilla del sótano, ocultas por la maleza tras la casa, las arañas
tejían sus telas en paz. Las noches colgaban como cortinas pegajosas en la escalera de piedra. Cuando papá atravesaba las ortigas, abría el cerrojo y destapaba la trampilla, millones de bichos entonaban sus mudos chillidos y se apresuraban a buscar refugio de la luz que se esparcía, mientras salían a la
superficie las nubes de veneno invisibles del tanque del sótano. Papá no parecía darse cuenta de nada, pero yo sabía lo que se ocultaba en aquella oscuridad húmeda y maloliente. Fantasmas, Vampiros, Hombres lobo. Asesinos con un solo ojo. Todas las criaturas tenebrosas que pueblan la imaginación de un niño cuando Winnie the Poo y Ole Aleksander se quedan al sol.
Todavía soy capaz de recrear los aromas de mi infancia. Lombrices aplastadas los días de lluvia. Helado de fresa. Barquitos de plástico recalentados por el sol. Tierra húmeda de primavera. El perfume de mamá y la loción para después del afeitado de papá. Bagatelas que en toda su trivialidad forman una cámara del tesoro de recuerdos.
Puede uno estar contento de no ser un perro.
Rogern, el vecino de abajo, es amigo de la noche. Rehúye la luz, exactamente igual que yo. Tiene los ojos oscuros y cansados de la vida. La negra cabellera le llega hasta los hombros y lleva colgado del cuello un crucifijo al revés en una cadena de plata. Rogern toca el bajo en una banda de rock
que se llama Belsebub's Delight.
Llamo a su timbre y espero. Tarda su tiempo. Aunque su piso no tiene más de cincuenta metros cuadrados, siempre parece que se le ha interrumpido en las profundidades de las catacumbas del castillo y que tiene que subir corriendo las largas escaleras de caracol iluminadas por antorchas antes de poder abrir.
Rogern es un buen chico. En el fondo. Al igual que yo, encapsula todos sus pensamientos dolorosos. Allí se quedan haciendo daño hasta que la pústula revienta e infecta el cerebro. Se ve en la mirada.
Los dioses sabrán por qué, pero Rogern se parece a mí.
– ¡Coño! -exclama casi riendo, cuando abre la puerta.
– ¿Te he despertado?
– No importa. He dormío bastante. ¿Ya's vuelto?
– ¡Te echaba mucho de menos! -Sonrío.
– ¡Maldita rata de tierra!
Veo un reflejo de mí mismo en el espejo de la entrada, debería haberme lavado y cambiado de ropa. Le enseño el bolso con el cofre.
– ¿Podrías guardarme algo?
– ¿Qué es lo que es?-Suena a «Quesloqués».
– Un bolso.
Abre los ojos.
– ¡Que no estoy ciego! ¿Qué es lo que hay dentro? -pregunta, y relincha-: ¿Heroína?
– Sólo son antiguallas, de los viejos tiempos.
Para Rogern, los «viejos tiempos» son una época prehistórica llena de lagartos voladores, gramófonos de manivela y hombres con pelucas empolvadas. Allá por 1975.
– Hemos grabado una maqueta -dice con orgullo-. ¿Quieres oírla?
En realidad, preferiría librarme, pero no tengo corazón para decírselo. Entro con él en el salón. Las cortinas están corridas. A la luz de las bombillas rojas, el cuarto parece una habitación de revelado, o una casa de putas. En una mesa redonda de caoba hay un candelabro de plata con siete velas negras. Una alfombra enorme está decorada con un hexagrama rodeado de un círculo. En las paredes, sobre el sofá de segunda mano y la mesa baja de teca, cuelgan pósters que muestran a Satán y aterradoras escenas del infierno. Rogern puede resultar un poco raro cuando quiere crear un ambiente íntimo.
En medio de una de las paredes, como un ídolo al que Rogern adorara a horas fijas, hay una torre negra que es un equipo de música. Con CD programable, sintonizador digital automático PPL, amplificador de bajos, Súper Surround System, ecualizador, doble pletina con grabado rápido y cuatro montañas de bailes.
Agita el mando a distancia. El equipo de música despierta repentinamente en silenciosos fuegos artificiales de diodos de colores y agujas vibrantes. Se abre un cajón en el reproductor de CD, como el que obedece en un cuento árabe. Pulsa el botón de play.
Y el mundo explota.
Más tarde esa noche, en la ducha, dejo que el agua helada arrastre el polvo y el sudor, y que me refresque la franja de piel de la nuca quemada por el sol. El jabón me escuece en las ampollas. Algunas veces las duchas pueden adquirir un aire ritual. Tras un día largo, se quiere lavar todo lo doloroso y difícil. Estoy cansado, pero no creo que vaya a soñar.
***
Mamá tiene la cualidad de sonar siempre despierta y alegre, aunque la llames a las tres y media de la mañana.
Son las tres y media de la mañana.
He marcado el número de mamá. Es el profesor quien contesta. Su voz está envuelta en sueño. Espesa. En ese sentido es humano.
– Soy Bjorn.
– ¿Cómo?-ladra. No se ha enterado.
– ¡Déjame hablar con mamá!
Cree que soy mi hermanastro Steffen, que nunca está en casa por la noche, que siempre consigue encontrar alguna chica que no pueda soportar la soledad entre las sábanas.
El profesor le alarga el pesado auricular a mamá con un gruñido. Las sábanas crepitan cuando los dos se sientan en la cama.
– ¿Steffen? ¿Ocurre algo?
La voz de mamá. Nunca falla. Suena como si hubiera estado despierta esperando a que sonara el teléfono. Con su vestido de fiesta rojo. Con la laca de uñas secándose lentamente, con rímel y el pelo recién peinado. Con su bordado en el regazo y su copita al alcance de la mano.
– Sólo soy yo -digo.
– ¿Bjornillo? -Un toque de pánico-. ¿Ha pasado algo?
– Lo… Siento haberos despertado.
– ¿ Ha pasado algo?
– Mamá… No pasa nada. Yo…
Ella suspira en el teléfono. Siempre se imagina lo peor. Accidentes de tráfico, incendios, psicópatas armados. Cree que estoy llamando desde la unidad de cuidados intensivos del hospital de Ullevál, que van a llevarme a la sala de operaciones en cualquier momento, que los médicos me han permitido hacer una llamada por si la intervención sale mal, cosa que, además, puede ocurrir perfectamente.
– Lo siento, mamá, no tengo ni idea de por qué he llamado.
Los estoy viendo. Mamá, agitada y con miedo, con su elegante camisón. El profesor, muy malhumorado, con su pijama a rayas. Su desagradable cara tiznada de barba gris. Están medio acostados, medio sentados en la cama. Las espaldas recostadas sobre una mullida pila de almohadas con fundas de seda y sus iniciales bordadas a mano. Sobre la mesilla luce una lámpara
con borlas en la pantalla.
– ¡Pero, Bjornillo! ¡Tienes que decirme lo que ha pasado!
Sigue convencida de que ha sucedido algo horrible.
– No pasa nada malo, mamá.
– ¿Estás en casa?
Puedo seguir el hilo de sus pensamientos. Quizás esté tirado entre mis propios vómitos, en un hospicio cutre, quizá me haya tragado cincuenta Rohypnol y treinta Valium con un litro de alcohol de quemar y esté ahora jugueteando con un mechero.
– Sí, mamá. Estoy en casa.
No debería haber llamado. Ha sido una especie de acción forzada. No siempre me mantengo en mis cabales. Cuando me despierto por la noche, los pensamientos dolorosos me rasgan los nervios. Es como el dolor de muelas o de anginas: todo es peor por la noche. Pero no tengo por qué torturar a mamá, no a las tres y media de la madrugada. Podría haberme tomado un Valium; en cambio, he marcado su número, como si ahí hubiera encontrado consuelo alguna vez.
– Es que me he quedado tumbado, pensando, y he querido oír tu voz. Nada más.
– ¿Estás seguro, Bjornillo?
Detrás de sus palabras intuyo un toque de irritación. Al fin y al cabo, es tardísimo, estaban durmiendo, podría haber esperado hasta mañana si lo único que quería era oír su voz.
– Siento haberos despertado.
Está desorientada. No suelo llamar en medio de la noche. Tiene que haber pasado algo, algo que deseo contarle.
– Bjornillo, ¿quieres que vaya?
– Sólo quería… charlar un poco.
Vuelvo a oír su respiración agitada, que llena el auricular como la llamada obscena de un desconocido.
– ¿Sí? -Arrastra la pregunta. Apuntar a la hora es lo más cerca que llega mamá de criticarme.
– Estaba despierto. Pensando. En mañana. Y por eso me han entrado ganas de hablar contigo.
Espero que la comprensión le llegue como un viento polar helado.
– ¿Porque es martes?-pregunta ella.
No lo ha entendido. O se hace la tonta.
A sus espaldas se oye refunfuñar al profesor.
No sé casi nada sobre la infancia de mamá; nunca ha querido hablar de ello. Pero no resulta difícil comprender por qué papá se enamoró de ella. No era como las otras chicas del instituto. Había algo valiente y misterioso en ella. Durante todos los años de colegio él anduvo detrás de mi madre. Al final cayó en sus brazos. En las fotos de mamá del último curso se ve que asoma la tripa.
En la penumbra, mamá todavía puede parecer una chiquilla. Es hermosa y delicada como una reina de los elfos bailando a la luz de la luna.
A veces me pregunto qué es lo que haría la infancia con mamá. Antes de la guerra, los abuelos vivían en el norte, en una casa con cortinas de encaje, mantel de hule y unas paredes que no presentaban resistencia contra el viento del oeste. La casa no era grande. La he visto en fotos. Estaba en medio de un páramo. Una cocina, en cuya pila hacían
pis por la noche, un salón y un dormitorio en el desván. El servicio estaba fuera. Siempre estaba ordenada y limpia. Le prendieron fuego los alemanes. Los abuelos sólo consiguieron salvar un álbum de fotos y algo de ropa. La abuela vivió un tiempo en el norte de Suecia mientras el abuelo construía otra casa en el páramo junto al fiordo, pero nunca volvió a ser lo mismo. Después tuvieron a mamá, pero tampoco eso ayudó. La guerra le había hecho algo al abuelo. En Oslo se instalaron en casa del hermano de la abuela. Pero nadie necesitaba a un pescador con los nervios debilitados o a una mujer capaz de limpiar un bacalao en siete segundos, curar inflamaciones con hierbas y, además, hablar con los muertos cuando caía la oscuridad.
En cada mojón de su vida los esperaba un «pero».
Cuando mamá tenía cuatro años encontraron al abuelo flotando junto al muelle. Tras una investigación breve y superficial, el caso fue archivado. A la abuela le dieron trabajo como ama de llaves de una familia acomodada de Grefsen. Llevaba a cabo sus tareas muda y acobardada. Sólo quienes le mantenían la mirada descubrían la sólida dignidad que habitaba en ella.
Nunca se buscó un nuevo marido. Adoraba las cuatro fotografías que había del abuelo como si de iconos se tratara. En el armario guardaba una camisa que no había
tenido tiempo de lavar antes de que él muriera. Estaba manchada y olía a sudor y a restos de pescado. En ella había conservado al abuelo.
Mamá no era tan devota.
Cuando papá murió, lo borró de su memoria. Lo borró de su existencia. Finito. The End. Guardó las fotografías. Quemó las cartas. Regaló la ropa. Lo convirtió en una figura misteriosa, alguien de quien nunca hablábamos, alguien que nunca había existido.
El castillo de grajos fue despojado sistemáticamente de todo lo que recordaba a papá. Al final sólo quedaba yo.
La primera noche que mamá dejó que el profesor se quedara a dormir en casa -era viernes, y tarde-, me encerré en mi cuarto. Para dejar fuera la risa y las vibraciones. Me hice el dormido cuando mamá fue a darme las buenas noches.
De madrugada, al oír el crujido de la escalera, salí a la terraza para que mi ojo pudiera centellear en la rendija de la cortina cuando mamá y el profesor se metieran a escondidas en el cuarto. Y cerraran la puerta. Y dejaran caer la ropa al suelo.
En un rincón, de pie, inmóvil e invisible, estaba papá.
Habían bebido. El profesor se mostraba juguetón. Mamá intentaba no hacer ruido.
Mi corazón luchaba, como un animal encerrado, entre el miedo y las expectativas ocultas.
Durante semanas la castigué con mi silencio.
Más tarde hubo otros juegos…
Medio año después de que papá muriera, mamá se casó con el profesor. El colega de papá, y su mejor amigo. Perdóname si mi sonrisa resulta un poco forzada.
El año que nació mi hermanastro, mamá y el profesor vendieron el castillo de grajos. Yo no me mudé con ellos. Cuando le dije a mamá que quería buscarme un cuarto, fue como si respirara aliviada -como tras una larga excursión que resulta delicioso recordar- y pusiera la existencia a cero.
***
Mamá y el profesor viven en Bogstad, en un chalet blanco. Prefieren llamarlo Holmekollen bajo. La casa tiene dos niveles y medio y pinta de haber sido diseñada y construida durante una formidable borrachera de tres semanas de duración. Al arquitecto, consecuentemente, le han concedido varios premios por ella. Todo es un jaleo de rinconcitos, escaleras de caracol y armarios rinconeros empotrados entre los que mamá puede repartir azarosamente su arsenal de botellas medio vacías. La ladera que baja hasta la calle está atiborrada de macizos de flores amarillas, rododendros suizos y rosas Lili Marleen, pero sólo se huele la desagradable pestilencia de los productos contra las malas hierbas y la corteza decorativa. Delante de la casa, parece que el césped ha sido instalado con un nivel. Detrás de ella, sobre las baldosas de pizarra importadas especialmente desde Escocia, hay una hamaca con bastantes cojines como para ahogarte, una barbacoa forjada por un amigo del profesor y una fuente que representa un ángel hermafrodita que vomita, mea y, además, ríe hacia el cielo. Todos los viernes va un jardinero a encargarse del jardín. Un día atareado para mamá.
Al abrir la puerta y verme en la entrada, sano y salvo (aunque pálido), junta las manos. Yo le doy un abrazo. No suelo hacerlo. Uno ha de racionar las muestras de cariño. Además, odio el olor a vademécum que pretende ocultar el alcohol de su aliento. No me he pasado porque me apetezca, sino porque quiero tranquilizarla y recordarle en qué día estamos.
La cocina es amplia y muy luminosa. Los suelos de madera proceden de una granja de Hadeland. Mamá ha hecho café y el profesor se ha dejado el periódico abierto sobre la mesa.
– ¿Tienes planeado limpiar pescado? -bromeo.
Ella se ríe condescendiente, como para subrayar que, sí, es ama de casa, pero de la mierda tendrán que ocuparse otros. Enciende la radio que cuelga en el marco de la ventana. Está enganchada al programa matinal. Como a tantas otras cosas.
– Siempre has dejado que otros te limpien el pescado -digo. Es una insinuación relacionada con algo que pasó hace mucho tiempo. Debería recordarlo. Y avergonzarse.
– Oye, Trygve acaba de llamar.
Aguarda mi respuesta, pero ésta no llega.
– Estaba muy agitado. Quería que lo llamaras. ¿Qué es lo que has hecho esta vez, Bjornillo?
– ¿Que qué he hecho? ¿Yo? -respondo con mi voz de principito.
– ¿No podrías llamarlo al menos?
– Luego.
– Es muy importante.
– Ya sé por qué.
– Está enfadado.
– Luego lo llamo -miento.
– Oye, esta noche vamos a cenar asado. Ayer recibieron una carne de toro muy tierna en la carnicería.
Me meto el dedo en la boca y hago un ruido desagradable.
– ¡Tontorrón! Anda, ¿no podrías venir? Puedo hacer brócoli con patatas gratinadas con queso.
– Estos días ando muy ocupado.
– Hace mucho tiempo que no vienes. Anda, mi niño.
– Sólo me he pasado por aquí para disculparme.
– Vaya tontería.
– No estaba completamente en mis cabales.
– ¿Qué es lo que te atormenta?
– Nada. Nada de nada.
Me bebo una taza de té con ella. Charlamos de todo un poco; eso se le da bien. Mis insinuaciones son cada vez menos veladas, pero ella no las capta, ni siquiera cuando le digo que voy a pasarme por la tumba.
Hoy hace veinte años que murió papá. Antes o después lo recordará.
Aquel verano no murió sólo papá. Una vida entera se malogró en mamá. Su existencia se ha reducido a hacerles la vida agradable al profesor y a mi hermanastro. Se ha convertido en una asistenta trajinante y atareada. Pone cuidado en que las chicas de la agencia de limpieza quiten el polvo entre las teclas negras del piano de cola del salón de música. La llaman de la carnicería y la pescadería cuando reciben algo especialmente bueno y caro. Es el ancla del profesor, su amorosa esposa, su deslumbrante anfitriona, su siempre joven y dispuesta amante. Es la alegre madre del chiquillo, la que siempre está ahí, la que le da un billete de cien extra cada vez que va a salir, y la que lo limpia todo cuando él se emborracha y entra vomitando por la puerta a altas horas de la madrugada.
A veces algunos de esos cuidados me salpican también a mí. Yo soy su mala conciencia. Se me da bien interpretar el papel.
***
– ¿Y sigues siendo vegetariano? -me pregunta Caspar Scott.
Es un hombre especialmente bien parecido. Es verdad que mi imagen en el espejo me produce un complejo de inferioridad constante y, visto con objetividad, bastante merecido, pero el aspecto de Caspar es tan deslumbrante que casi parece femenino. Las miradas de las mujeres en la cantina de la Dirección General de Patrimonio Histórico lo rozan con cariño y devoción. Es como si él no se diera cuenta, pero yo sé que almacena la atención que recibe en un gran tanque que tiene reservado para días peores.
De estudiantes éramos amigos. Compartimos tienda durante meses en excavaciones por todo el país. Cuando lo llamé, tardamos unos minutos en encontrar el viejo tono.
Ahora estamos sentados en la cantina, actuando como si todo fuera como antes. Huele a café, bollos y albóndigas con patatas.
Caspar es un arqueólogo nato. Quizá suene raro. Es capaz de ubicar un pequeño objeto, que en sí mismo parece carecer de sentido, en un contexto mayor. Durante las excavaciones de Laray, bastaron los míseros restos de unas llaves y el cierre de un cinturón para que supiera que por fin habíamos encontrado la granja perdida de los caciques de Hallstein. En una tumba vikinga hallamos un diminuto puñal de plata con el que no nos aclarábamos (¿un juguete?, ¿una joya?, ¿un arma simbólica?), hasta que Caspar constató que servía para limpiar los oídos.
Caspar puede leer un paisaje como los demás leemos un libro. Tiene la desconcertante capacidad de distinguir todas las formas naturales del paisaje de las que ha creado el hombre. Dirigió los dos grupos de investigación que descubrieron restos de más de mil años de antigüedad de asentamientos glaciales tardíos en Rogaland y en Finnmark. Los hallazgos mostraron que los cazadores de renos de la zona del mar del Norte o los pueblos cazadores de Kola fueron los primeros en abrirse camino hasta las costas noruegas, que no estaban congeladas.
Pero Caspar se cansó de pasarse semanas y meses excavando, lejos de Kristin. Se cansó del sol abrasador y de los aguaceros repentinos que transformaban los yacimientos en un lodazal. Se hizo burócrata. Los últimos años ha trabajado en el departamento de Arqueología de la Dirección General de Patrimonio Histórico.
Avergonzado, reparo en que ha sido por eso, y sólo por eso, por lo que he contactado con él.
Le pido que me cuente algo sobre el origen de la excavación.
Bebe un trago de café y hace una mueca.
– Es curioso que me lo preguntes; me quedé atónito con lo que pasó.
Yo saco la bolsa de té del agua humeante y lo miro con expectación.
– Comenzó con un par de llamadas al director general de Patrimonio, Loland. Primero de Arntzen, después del director Viestad.
– ¿Llamaron los dos?
– ¡Justo! De alguna manera, en nombre de una fundación británica, SIS. Una institución no lucrativa de investigación de Londres. La SIS pensaba que podía haber restos de un castillo circular en el monasterio de Vasrne. ¿Has oído algo igual? ¡Un castillo circular! Nunca he oído la más mínima referencia a que alguien hubiera construido un castillo así en el monasterio de Vaerne. Y nos preguntaban qué nos parecería que el profesor Graham Llyleworth dirigiera las excavaciones.
– ¿ Y os pareció bien?
– ¿Bien? Qué va. Ya me conoces. Nada encajaba.
– Te entiendo perfectamente.
– ¿Un castillo circular? ¿Allí? Te aseguro que tenía un montón de preguntas. ¿Por qué diablos iba a haber allí un castillo circular? ¿Quién iba a pagar el banquete? ¿Por qué corría tanta prisa? ¿Qué pensaban hacer si lo encontraban?
– ¿Llevárselo quizá?
Gaspar se ríe.
– ¡Eso sería propio de Graham Llyleworth!
– ¿Llegaste a entender algo más con el tiempo?
– Nada en absoluto. No me dieron ni una respuesta. Sólo ojos abiertos de par en par y suspiros porque me ponía muy difícil. Joder, para el director general de Patrimonio, Llyleworth es un dios. Los funcionarios jóvenes creen que ha inventado la arqueología. Vale, es responsable de algunos hallazgos llamativos y ha escrito algunos libros importantes, pero digo yo: ¿íbamos a dejar que ese arrogante imperialista cultural, Graham Llyleworth, entrara triunfante con sus regimientos y excavadoras? Así que les di largas y olvidé toda la historia. Hasta que, un par de semanas después, recibimos una solicitud formal.
– ¿Una solicitud? No he llegado a verla.
– Muy elaborada, con mapas, sellos y firmas impresionantes. Se armó algo de jaleo en el departamento. Tardaron unos diez minutos en convocarme al despacho de Sigurd Loland. ¿Por qué era tan negativo? ¿No veía las ventajas que representaba la colaboración arqueológica internacional? Ya sabes cómo se pone Sigurd. «La decisión es tuya», le dije. Pero para él era muy importante que todos lo apoyáramos…, que yo le firmara la aprobación… No me preguntes por qué.
– ¿Quizá porque eres el más crítico de todos?
– No había pensado en eso. Pero si querían ocultar algo, era una jugada inteligente.
– ¿Recuerdas algún nombre?
– El profesor Llyleworth era el experto responsable, pero trabajaba para la SIS de Londres. Society of International Sciences, Sociedad de Ciencias Internacionales. El presidente figuraba como titular de la iniciativa. Creo que presentaron un presupuesto de cinco o seis millones de coronas. ¡Para encontrar un castillo circular! ¡En un prado noruego! ¡Dios santo!
– ¿Sabes por qué pensaron en mí?
– ¿Como supervisor? No tengo ni idea. Nosotros no podíamos prescindir de nadie, de modo que les paré los pies. Creía que era Arntzen quien te había elegido.
– Pero ¿por qué precisamente a mí?
– ¿Porque lo haces bien, tal vez?
Primero me río. Después le hablo de la excavación, del sorprendente hallazgo. Le describo el comportamiento de Arntzen y Llyleworth, mis sospechas. Pero no le cuento que soy yo quien tiene el cofre.
Cuando acabo, Gaspar murmura y sacude abatido la cabeza.
– ¡Vaya jaleo! Ya me parecía que había
algo que no encajaba.
Una joven que pasa cerca de nuestra mesa -la recuerdo vagamente de unas excavaciones de hace algunos años- me sonríe al reconocerme y le gorjea a Gaspar:
– ¿ Hoy comes pronto?
Él se inclina hacia mí y dice bajando la voz:
– Mira, voy a investigar un poco por ahí a ver qué averiguo. ¿Por qué no vienes a casa esta tarde? Así estudiamos el caso juntos. Con un poco más de discreción que aquí. ¡Además, ha pasado mucho tiempo desde la última vez! A Kristin le encantará verte.
– Encantado… -Sólo pensar en Kristin hace que se me acelere el pulso.
– Ah, oye, si yo fuera tú, hablaría con Grethe. Ella lo sabe todo de esos tipos.
– ¿Grethe?
– ¡Grethe! ¡No me digas que te has olvidado de ella!
Me sonrojo. No he olvidado a Grethe.
***
Delante del edificio, hundido tras el volante de un Land Rover recién lavado con reproductor de CD, está sentado un hombre. Al verme aparta inmediatamente la vista. La mayoría me sigue con la mirada.
Entro en casa. El contestador está parpadeando. No suele hacerlo.
El primer mensaje es de mamá, para recordarme que estoy invitado a cenar. Los dos sabemos que he rechazado la invitación. El segundo es de una señora mayor que, cortés y disculpándose, le cuenta al contestador que ha marcado mal el número. El tercero es mudo, sólo se oye una respiración.
De pronto tengo la impresión de que no estoy solo. Me pasa de vez en cuando. Alguien ha dejado una impronta espiritual en mi casa. Entro de puntillas en el salón y el sol relumbra en las cortinas. Abro la puerta del dormitorio, donde la cama de agua me lloriquea como un deseo insatisfecho. El baño está oscuro. El despacho, que en un hombre de mi edad con una disposición más patriarcal hubiera hecho las veces de dormitorio de los niños, está inundado de carpetas y objetos que he cogido de prestado. Estoy solo, pero la percepción de algo extraño continúa. Abro una botella de cerveza que, tras varias semanas en la nevera, está fría como el hielo. La voy bebiendo mientras hago otra ronda por el piso.
Hasta la cuarta vez que paso no lo veo. Alguien ha movido el ordenador. No mucho, sólo unos centímetros, pero lo suficiente como para que acabe advirtiendo la huella en el polvo. Me dejo caer en la silla y enciendo el aparato. No ocurre nada, no hay pitidos ni silbidos. El irritante ruidito del que he estado intentando librarme desde que lo compré ha enmudecido por fin. No tardo en comprender por qué.
La caja está suelta. Consigo alzar el panel con las puntas de los dedos y me asomo al embrollo electrónico que constituye los órganos vitales y el cerebro de la máquina. No entiendo de ordenadores, pero me percato de que alguien se ha llevado el disco duro.
Primero me pongo furioso. Invaden mi piso, entran y salen como si les hubiera dado la llave de mi existencia.
Luego me tranquilizo. Sigo teniendo las riendas, no han conseguido llevarse lo que buscaban. Embargado por una exaltación diabólica, llamo a la policía para denunciar el robo. Después marco el número directo del profesor Arntzen.
– ¿ Dónde está el cofre? -me grita en cuanto comprende quién llama.
– ¿El cofre? -pregunto con afectación.
Alguien le quita el auricular de las manos.
– ¿Dónde está el jodido cofre? -La voz de Llyleworth vibra.
– ¿Por qué pensáis que lo tengo?
– ¡Corta el rollo! ¿Dónde está?
– Voy a ahorraros mucho tiempo diciéndoos ya que en mi disco duro no hay más que conferencias, algún que otro poema a medias y algunos juegos de ordenador bastante divertidos.
– ¿Dónde está el cofre?
Cuelgo y voy en busca de otra cerveza. Empieza a intrigarme lo que pueda suceder a continuación.
Suena el teléfono. Estoy tentado de dejarlo sonar, no tengo ganas de hablar con nadie, pero él no se rinde. Al final triunfa su insistencia.
Es un inglés. El doctor Rutherford, de Londres. Director del prestigioso Real Instituto Británico de Arqueología. Me ofrece dinero por el objeto que entiende que tengo en mi poder.
– El hallazgo es propiedad noruega… -replico.
– Cincuenta mil libras -me interrumpe.
Cincuenta mil libras es mucho dinero, pero no se me pasa por la cabeza la posibilidad de aceptarlo. Mi terquedad siempre ha estado anclada en el sano sentido común.
– Ya no lo tengo -miento.
– ¿No?
– Me lo han robado. Hoy han entrado ladrones en mi piso y se lo han llevado.
El doctor Rutherford está a punto de hablar de más. Está a punto de decir que el cofre no se encontraba en el piso, que no han dado con él, pero se contiene. Percibo en su voz que he sembrado la incertidumbre: ¿y si los ladrones a los que ha contratado sí han robado el cofre? Como para convencerse, pregunta:
– ¿Estás seguro?
– Desde luego, bien seguro.
Vacila; mi mentira lo ha hecho dudar.
– ¿Podría interesarte un intercambio? -pregunta.
– ¿Qué tienes que pueda interesarme?
– Podría contarte lo que pasó al morir tu padre.
El tiempo se detiene de pronto. Me asaltan imágenes caleidoscópicas: la montaña, la soga, el pedregal, la sangre. Me hallo en un vacío en el que el tiempo lleva veinte años detenido.
Miro sin ver ante mí. Pasaron muchos años desde la muerte de mi padre hasta que caí en la cuenta de lo poco que lo había conocido. No es más que una imagen huidiza en mi memoria, un hombre meditabundo que rara vez me tocaba o me invitaba a su mundo. Cerraba las puertas de su existencia y corría las cortinas. En muy contadas ocasiones vi que la furia rasgaba sus ojos, pero por lo general era un hombre que volvía del despacho, o de una excavación, para desaparecer en el cuarto del sótano donde escribía una obra científica de la que apenas hablaba y que yo nunca llegué a ver.
Cuando me imagino a papá, lo hago con la mirada de un niño.
Mamá nunca quiere hablar de él. El profesor se pone muy tenso, como si no soportara la idea de que su querida mujercita hubiese amado una vez a otro hombre profundamente y sin barreras. Tiene que vivir con el hecho de que fue el segundo en la cola ante los pasteles.
Sin embargo, hay una idea que no deja de sorprenderme: mamá ha sido la esposa del profesor el doble de tiempo que la de papá.
Echo de menos a papá. Pero a veces me pregunto si un hijo puede mirar a su padre sin pensar alguna vez que entre sus muslos cuelga una bolsa de la que un día escapó un vivaracho espermatozoide, que entre sus piernas pende el órgano que se hincha y llena a la madre de uno con chocante placer. A veces no estoy del todo en mis cabales. ¿Podría alguien pasarme el vaso de plástico con las pastillas rosas?
Quizá me reconozca a mí mismo en mi padre. Sería bastante natural. Nunca lo admiré, cosa que a veces
me atormenta. Cuando leo sobre padres que han formado a sus hijos, me pregunto qué es lo que dejó mi padre en mí. ¿El aire apesadumbrado? ¿Que me hice arqueólogo como él? Una casualidad. Una inclinación hacia el saber hermenéutico, una materia que se ajusta a mi modo de ser, indagador y retraído. Las raras ocasiones en las que me aventuraba a bajar a su despacho, él levantaba la cabeza de sus papeles o sus objetos, me sonreía huecamente y me enseñaba un pedacito de tejido o una punta de sílex sobre el que parecía saberlo todo. Yo no conocía la diferencia entre una adivinación cualificada y una interpretación empírica, pero entendía que papá veía hacia atrás en el tiempo.
Su repentino interés por la escalada iba en contra de su carácter. Era una persona precavida, igual que yo. Fue Trygve Arntzen quien lo convenció de ir a los peñascos. Conveniente, si me preguntas mi opinión. Quizá por eso nunca le perdonaré que no consiguiera evitar la caída, si es que lo intentó. Tardó sorprendentemente poco en hacerse cargo de la viuda de papá.
Me he quedado de pie, confuso, en el pliegue del tiempo, con el auricular en la mano. El doctor Rutherford me pregunta si sigo ahí.
– ¿Qué sabes de mi padre? -pregunto de repente.
– Ya hablaremos de eso; ahora quiero que me des el cofre.
– ¿A qué te refieres con lo que pasó cuando murió mi padre?
– De nuevo, cuando nos des el cofre…
– Ya veremos. -Carraspeo, le prometo considerar su oferta. Vacilante, le doy las gracias por su atención y cuelgo.
Me dirijo al pasillo, bajo las escaleras y salgo a la calle. El Land Rover rojo ha desaparecido. No importa mucho, el conductor parecía grande y fuerte, es posible que sólo estuviera esperando a su novia.
No sé quién es el doctor Rutherford, director del Real Instituto Británico de Arqueología, ni cómo de fácil piensa que es engañarme. Pero hay dos cosas que sí sé.
No hay nada que se llame Real Instituto Británico de Arqueología.
Yo creía que era la única persona de todo el mundo que sospechaba que la muerte de mi padre no fue un accidente.
***
Papá está enterrado en el cementerio de Grefsen. Una sencilla lápida al pie un viejo abedul. Mamá paga una cuota anual para que cuiden la tumba.
Me pongo en cuclillas ante la lápida de granito. El nombre de papá está grabado en la piedra roja; no figura el año de su muerte ni el de su nacimiento, nada que lo vincule al tiempo. Sólo su nombre. Birger Belto. Así lo quisimos mamá y yo.
En una bolsa de papel marrón he llevado una maceta con lirios amarillos. Los planto ante la tumba, para que iluminen a papá, esté donde esté.
En el bosque situado entre la casa de campo de la abuela y el monasterio de Vaerne hay una antigua tumba debajo de los enormes robles. Bajo la gran plancha de metal, de la que hace mucho que el tiempo ha borrado las letras, descansan
personas que siempre me he preguntado quiénes eran. Mamá decía que una vez fueron los propietarios del monasterio de Vaerne, por eso les dejaron poner la tumba en el bosque. Recuerdo que yo pensaba: «A los demás, en cambio, nos destierran a los cementerios.»
En el aparcamiento hay dos hombres sentados sobre el capó de un Land Rover rojo. Cuando he salido de casa, tenía ese coche en el retrovisor. Al verme aparecer, uno de los dos se baja de un salto y se encamina hacia mí. Se asemeja a King Kong. Consigo meterme en el coche y cerrar la puerta antes de que me alcance; aporrea la ventanilla con dedos gruesos y peludos. Lleva un sello de una escuela extranjera. Con la mano libre sujeta un móvil. Pongo a Bola en marcha y empiezo a salir hacia atrás. El tipo agarra el picaporte. Quizás esté valorando la posibilidad de retener el coche por la fuerza, cosa que no me extrañaría qué fuese capaz de hacer.
Afortunadamente, se aparta de la puerta. Veo por el retrovisor que vuelve corriendo a su vehículo.
Bola no está hecho para dejar atrás otros coches; ni siquiera lo intento. Subo con calma por la calle Kjelsás. Cuando llega el autobús rojo, me pongo detrás de él. De ese modo componemos un pequeño cortejo. El autobús, Bola y el Land Rover.
Junto al cambio de sentido del callejón entre Kjelsás y Lofthus, sigo al autobús a través de las compuertas del tráfico. Después freno de golpe. Satisfecho de mí mismo, dejo que caiga la barrera entre el Land Rover y yo.
Capítulo 2 – EL COFRE SAGRADO
– Pero, bueno, Bjornillo, ¿eres tú?
Ha envejecido. Siempre he pensado en ella como en una persona mayor (aunque quizá «madura» sea la palabra adecuada), pero llevaba los años con una refinada y juvenil dignidad. Cuando la conocí, se peinaba el pelo rubio plateado hacia atrás, con frescura, y usaba faldas ceñidas, tejidas, con medias negras de rejilla. Ahora veo cómo la han maltratado los años. En su fino rostro, donde sus ojos centellean con viveza hacia mí, las manchas y las arrugas dibujan el mapa de la decrepitud. Sus manos son flacas y temblorosas, como las garras de un polluelo de gorrión. A través de su pelo blanco nuclear, le entreveo el cuero cabelludo. Ladea la cabeza.
– Ha pasado mucho tiempo… -dice, como preguntando, con expectación. La voz es frágil, tierna. Hubo un tiempo en que estuve enamorado de ella.
La sonrisa es la misma, la mirada es la misma, pero el matiz la ha abandonado. Se aparta y me deja pasar.
El piso es tal y como lo recuerdo: enorme, sobrecargado, sombrío y repleto de densos olores. Cuarto tras cuarto tras cuarto. Puertas encajadas en anchos marcos, molduras de estuco en los techos. Sobre cómodas y estanterías estrechas ha recreado con figurillas los momentos cumbre de la historia de la Biblia. Moisés sobre el monte Sinaí. María y el niño Jesús en el portal. El sermón de la montaña. La crucifixión. Sobre sillitas de mimbre y carritos de muñecas de cerda trenzada se reparten rechonchos ositos de peluche y muñecas con mortecinas caras de porcelana. Quizás ése sea el modo en que Grethe Lid Woien se agarra a la infancia de la que se niega a hablar. Creo que no tiene familia, al menos nadie a quien reconozca como tal. Nunca la he oído mencionar a nadie que le sea cercano. Grethe ha llenado el vacío con el estudio. Y los hombres. Hay libros por todas partes. Se ha encerrado en su piso, en una distinguida calle de Frogner, para cultivar la soledad.
De camino al salón pasamos por delante de su dormitorio; la puerta está entreabierta y vislumbro su cama sin hacer. Ver la cama de otra gente me provoca incomodidad. Aturdido, miro hacia otro lado.
No es la misma de antes. Se ha hecho anciana. Incluso en sus pasos hay algo de consumido, asustado.
Un gato salta de una silla y desaparece bajo el piano de cola. Nunca me han gustado los gatos, y yo tampoco a ellos.
Ella me indica el sofá de felpa.
– Debería haberte ofrecido algo de beber -dice al tiempo que se deja caer en una silla.
Algo anda mal. Soy capaz de sentirlo, pero no consigo animarme a preguntarle.
Me mira con una sonrisa torcida. Un suntuoso reloj de pared da dos sonoras campanadas.
– Necesito ayuda -digo, conteniendo un estornudo. El sofá está cubierto de pelos de gato que me dan picor de nariz.
– Ya me lo imaginaba. No eres de los que aparecen cada dos por tres si no hace falta.
No sé si pretende reprenderme suavemente, hacer una escueta observación o aludir a aquella noche de doce años atrás en que me armé de valor y le dije que la amaba. Yo tenía veinte años. Ella había superado la cincuentena. Siempre he sido un poco bicho raro.
– ¿Te parece que he envejecido? -me pregunta.
Nunca le he dicho una mentira, por eso no respondo. La edad no es más que un punto en una cronología. La matemática Kathleen OUerenshaw tenía ochenta y seis años cuando encontró la solución del antiquísimo problema matemático del «cuadrado mágico». Sumes como sumes los números, siempre te sale treinta:
En mi silencio, Grethe suspira con tristeza.
– Estoy enferma -anuncia llanamente-. Cáncer. Hace ya dos años. Doy gracias por cada nuevo día.
Le tomo la mano; es como coger la mano fría de un niño dormido.
– El médico dice que soy correosa.
– ¿Sufres dolores?
Se encoge de hombros en un gesto que tanto puede significar sí como no. Luego responde:
– Sobre todo en el alma.
Le aprieto la mano.
– ¡Bueno! ¿Qué problema tienes? -pregunta con el tono de quien habla de negocios, y retira la mano. El tono muestra un atisbo de la autoridad de la que se rodeaba cuando era catedrática. Hace siete años que lo dejó. Aún seguimos hablando de ella.
– Si estás enferma, no quiero…
– ¡Chorradas!
– Bueno, pensaba que…
– ¡Bjornillo!
Me mira con esa mirada suya.
No sé por dónde empezar. Ella me ayuda.
– He oído que estás participando en las excavaciones del monasterio de Vaerne -dice.
Así era también en la universidad. Siempre lo sabía todo.
– Hemos encontrado algo. -Luego vuelvo a atascarme. Busco las palabras. Al final exclamo-: ¡Me limito a intentar averiguar lo que ha pasado! -No creo que le vea mucho sentido.
– ¿Qué es lo que habéis encontrado?
– Un cofre.
– Ah, ¿sí? -dice vacilante.
– De oro.
Ladea la cabeza.
– Dios santo.
– El profesor Llyleworth se ha escapado con él.
Permanece en silencio. Debería haberse echado a reír, debería haber sacudido la cabeza, pero no dice nada. Empieza a toser. Primero con cuidado, luego fuerte y ruidosamente. Da la impresión de que tiene los pulmones sueltos dentro del pecho. Se cubre la boca con ambas manos. Cuando se le pasa el ataque, le lleva un rato recuperar la respiración. No me mira. Eso está bien. Así se libra de ver mis ojos.
Carraspea y expectora varias veces. Saca discretamente un pañuelo y escupe.
– Discúlpame -susurra.
Me quedo un buen rato mirando el gato que dormita bajo el piano de cola. Cuando yo era su aplicado estudiante y admirador, el que siempre tenía algún recado que hacer en su casa, ella vivía con un gato que se llamaba
Lucifer. Pero no creo que sea el mismo, aunque es exactamente igual.
– ¿Es auténtico el cofre? ¿Antiguo? -pregunta.
– No creo que pueda decirse otra cosa.
– ¿Nadie le ha echado sal a las excavaciones?
Niego con la cabeza. Lo de «echar sal» alude a un juego que los arqueólogos encontramos muy divertido. Consiste en plantar objetos modernos en las capas culturales: un mando a distancia de un aparato de televisión entre los tesoros de un rey prehistórico, un imperdible entre los pedazos de cerámica y las puntas de flecha.
– Grethe, es antiguo. Y, además -mascullo-, estamos hablando de unas excavaciones dirigidas por Graham Llyleworth. ¡Nadie se habría atrevido a contaminar sus hoyos!
Grethe ríe entre dientes.
– Y él sabía lo que estábamos buscando -continúo-. Sabía que el cofre tenía que estar allí, en algún sitio. Sabía que íbamos a encontrarlo. ¡Lo sabía!
Ella reflexiona un rato sobre mis afirmaciones.
– ¿Crees quizá que quiere robarlo? ¿Para vendérselo al mejor postor? -inquiere al fin.
– La idea me ha rondado la cabeza. Pero no es tan sencillo.
– Ah, ¿no?
– La Colección de Objetos Antiguos está implicada.
Se queda mirándome, a la espera y con reticencia.
– Probablemente también la Dirección General de Patrimonio Histórico -añado.
Entorna los ojos. Supongo que estará pensando que el pobre Bjornillo no está bien de la cabeza.
– ¡No bromeo, Grethe!
– Ya, ya.
– ¡Y no me he vuelto loco!
Sonríe.
– Pues explícame qué es eso en lo que están implicados.
– No lo sé, Grethe, no lo sé…
– Entonces, ¿por qué…?
– Quizá sea un robo por encargo -la interrumpo.
Permanece callada
, un rato.
– Pero ¿por qué? -pregunta al cabo.
– No lo sé -repito-. ¿Es posible que Llyleworth forme parte de una banda internacional de ladrones de obras de arte?
Ríe con frialdad.
– ¿Graham? -dice -. ¡Es demasiado egoísta para participar en nada! ¡Y desde luego no en una banda! -Su voz está cargada de amargura.
– ¿Lo conoces?
– Yo… he topado con él.
– Ah, ¿sí? ¿En unas excavaciones?
– También. Y en Oxford. Hace veinticinco años. ¿Por qué eres tan desconfiado?
– Planea sacar el cofre del país de contrabando -digo.
– Eso jamás. Seguro que sólo…
– ¡Grethe! ¡Conozco sus planes!
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Automáticamente bajo la voz.
– Porque lo oí decirlo. -Doy tiempo para que las palabras hagan mella-. Yo estaba escuchando cuando él conspiraba con el profesor Arntzen.
Sacude la cabeza con una sonrisa cansada.
– Típico de Graham. Y por lo que veo, tú has estado jugando a los detectives.
– Sólo trato de entender.
– ¿El qué?
– ¿ Cómo podía saber que el cofre estaba en las ruinas de un octógono de ochocientos años de antigüedad en medio de un campo de cultivo noruego?
Los ojos de Grethe se abisman. Durante un rato nado en su mirada.
– Santo Dios -dice, más bien para sí misma.
– ¿Qué pasa?
– ¿Un octógono?
– ¿Sí? Ya hemos desenterrado una parte.
– Creía que no existía.
– ¿Conocías su existencia?
Le da otro ataque de tos. Me inclino hacia delante y le acaricio la espalda. Pasan algunos minutos hasta que recupera la respiración.
– ¿Cómo estás? -pregunto-. ¿Quieres que llame al médico de guardia? ¿Quieres que me vaya?
– Háblame del octógono.
– No sé gran cosa. Nunca había oído hablar de ningún octógono en el monasterio de Vaerne.
– Quizá no en las fuentes noruegas, pero lo mencionan en la bibliografía internacional acerca de la orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén y en los mitos cristianos tempranos.
En esa clase debí de estar ausente.
– ¿Crees que el profesor Llyleworth sabía de la existencia del octógono?
– Yo diría que sí. -Lo dice coqueta y capciosa.
– ¿Y por qué no contó nada? ¿Por qué lo mantuvo en secreto?
– No creo que fuera un secreto. ¿O tú le preguntaste?
– Decía que estábamos buscando un castillo circular. Nunca aludió a ningún octógono.
Asiente con cansancio, como si la conversación la aburriera. Junta las manos.
– ¿Y qué dice el profesor Arntzen de todo esto?
Miro hacia otro lado.
– ¿Bjornillo?
– No he hablado con él.
– ¿Por qué?
– Es uno de ellos.
– ¿Uno de ellos? -Lo repite con duda.
Yo sonrío porque noto lo paranoico que suena.
Le cojo con cuidado la mano.
– Grethe, ¿qué es lo que está pasando?
– ¿Me preguntas a mí?
– ¡El profesor Arntzen y el profesor Graham
Cabrón Llyleworth! ¿Ladrones de tumbas? ¿Vulgares ladrones de tumbas?
Ella cierra los ojos con una sonrisa soñadora.
– ¿Por qué sonríes?-pregunto.
– En realidad no es tan sorprendente.
– Ah, ¿no?
– Tu padre y Graham estudiaron juntos en Oxford, ¿sabes? En los setenta. Al mismo tiempo que yo. Graham y Birger eran muy amigos.
Me reclino en el sofá. Una golondrina se balancea sobre un cable frente a la ventana del salón. Se queda ahí un rato antes de salir volando.
– ¿No te lo ha contado Trygve Arntzen? ¿O Llyleworth?
– Se les habrá olvidado mencionarlo. Sabía que papá había trabajado en Oxford, pero no que Llyleworth estuviera allí.
– Fue tu padre quien presentó a Graham y Trygve.
– ¿Así que papá y Llyleworth fueron compañeros de estudios?
– Colaboraron en un trabajo que despertó cierta atención.
Me siento confuso.
– ¿Lo tienes?
Ella señala la librería.
Me levanto con parsimonia y me acerco a la estantería, donde paso el dedo por los libros.
– Tercer estante -apunta ella-. Junto al atlas. Negro, lomo pegado.
Saco el trabajo. Es grueso. El papel ha empezado a amarillear y resquebrajarse.
En la portada leo:
«Análisis socioarqueológico comparado de tesoros y mitos intercontinentales. Por Birger Belto, Charles DeWitt y Graham Llyleworth, Universidad de Oxford, 1973.»
– ¿De qué trata?
– Encontraron rasgos comunes entre ciertos mitos religiosos y algunos hallazgos arqueológicos de tesoros.
Me pregunto por qué el profesor y mamá han ocultado los ejemplares que papá, indudablemente, tuvo que haber dejado.
Paso las hojas al azar. En la segunda página leo una dedicatoria que está tachada con rotulador. Miro el papel a contraluz. «Los autores quieren expresar su respeto y su gratitud hacia sus consejeros científicos, Michael MacMullin y Grethe lid Woien.»
Dirijo una mirada pasmada a Grethe, que me guiña un ojo.
En la página cincuenta y cuatro leo algunos párrafos del capítulo sobre el hallazgo de los manuscritos del mar Muerto en Qumrán. En la página cuatrocientos cuarenta y seis -no se trata de ningún humilde trabajo apresurado- encuentro una nota al pie, que ocupa diez hojas, en la que se extraen paralelismos entre el tesoro de Hon hallado en 0vre Eiker en 1834 y los objetos de las tumbas de Agía Fotiá en Creta. Busco el monasterio de Vaerne en el índice, pero no veo ninguna referencia, por lo menos hasta que el dedo llega a «Varna. Páginas 296-301».
El capítulo se llama «El octógono de Varna: El mito del cofre de los secretos sagrados». Cuando paso las hojas, cae un marcapáginas. Es una tarjeta de visita, anticuada y honorable. «CHARLES DEWITT – ASOCIACIÓN GEOGRÁFICA DE LONDRES». Me la meto maquinalmente en el bolsillo al tiempo que echo un vistazo al capítulo.
Soy un lector rápido. Tardo un par de minutos en repasar el texto, que trata sobre el mito de un templo octogonal que fue construido por la orden de los hospitalarios de San Juan en torno a una reliquia que se decía, si es que he comprendido bien, que contenía un mensaje de naturaleza divina. Quizá de tiempos de Jesús. Quizá de los tiempos de las cruzadas. El asunto no es fácil de entender. Es probable que lo haya entendido mal. Lo he leído muy rápido.
– ¿Me lo prestarías? -pregunto alzando el libro-. Me gustaría mucho poder leerlo mejor.
– ¡Sí, sí! -dice con entusiasmo, como si lo que más deseara en el mundo es que me lo llevara.
– Cuéntame entonces lo que sabes de este asunto.
Sonríe con satisfacción y carraspea. Con la voz quebrada y vibrante, Grethe me habla del cruzado que llevó una reliquia a la orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén en 1186. Más tarde la reliquia se conoció como «El cofre de los secretos sagrados». Los hospitalarios tenían orden de Clemente III no sólo de custodiar el cofre, sino también de ocultarlo, lejos de ladrones, cruzados y caballeros, lejos de obispos, papas y reyes. Cuando al año siguiente el sultán Saladino tomó Jerusalén y los hospitalarios huyeron, desapareció toda huella. Sólo ha habido un hilo conductor que guiase a todos los aventureros y cazadores de fortunas que a lo largo de los siglos han buscado el tesoro: el cofre sagrado está dentro de un octógono, de un templo octogonal.
– ¿En el monasterio de Vaerne? -pregunto con acidez.
Ella está reclinada y me mira. Esconde un gesto de condescendencia.
– ¿Por qué no?
No consigo contener la risa.
Ella me acaricia
, la rodilla.
– Bjornillo, ya sé lo que estás pensando. Siempre has sido muy impaciente, incrédulo y rápido para sacar conclusiones. ¿Qué es lo que te enseñé en la universidad? ¿No te enseñé a combinar el escepticismo con la imaginación? ¿La comprensión con las preguntas? ¿La duda con la claridad? Tienes que escuchar los mitos, las sagas, los cuentos, las religiones. No porque te digan la verdad, Bjornillo, sino porque han salido de una verdad.
La intensidad de su voz y su mirada me asustan. Es como si estuviera deseando darme la clave de la vida eterna antes de desaparecer en una nube de humo y chispas. Pero no hace ninguna de las dos cosas. Se inclina hacia delante, coge un caramelo del cuenco que hay sobre la mesa y se lo mete en la boca. Oigo cómo lo mueve adelante y atrás entre sus dientes.
Ladea la cabeza.
– El monasterio de Vaerne no era un mal escondite. Estaba tan lejos de Tierra Santa como se pudiera imaginar. Noruega era el puesto avanzado de la civilización y los historiadores nunca han conseguido explicar por qué los hospitalarios de San Juan construyeron un monasterio en Noruega a finales del siglo doce. -Pensativa, sacude la cabeza-. Si realmente habéis encontrado el octógono, Bjornillo, y si realmente habéis encontrado un cofre… -Deja la frase flotando en el aire.
– ¿Qué había en el cofre?
– Esa es exactamente la cuestión. ¿Qué hay en el cofre?
– ¿No lo sabes?
– No, válgame Dios. No tengo ni idea. Corrían muchos rumores. Se dice que la monarquía merovingia ocultó un tesoro de dimensiones insospechadas. Oro y piedras preciosas que habían acumulado durante siglos la Iglesia y la familia real.
– ¡Por favor! -la interrumpo con un suspiro profundo y afectado-. ¿Tesoros ocultos? ¿Alguna vez has oído hablar de alguien que haya encontrado un tesoro así?
– Quizás esté todavía por encontrar.
– ¡Romanticismo de Indiana Jones!
– Bjornillo -empieza, apretando los labios de tal modo que sé lo que va a decir-, me remito a los rumores que durante décadas han corrido por los ámbitos académicos. No estoy avalándolos, pero tampoco los rechazo con la rotundidad de cierto joven caballero que conozco.
– Pero ¿qué decían esos rumores? -Escupo las palabras como si se trataran de una cereza podrida.
– Hay un mapa. Y una genealogía. Textos codificados. No conozco los detalles de la historia. Hay un relato que se originó en un pueblo del sur de Francia que se llama Ren-nes-le-Cháteau, donde un joven cura halló, en el siglo pasado, unos pergaminos enrollados que se dice que le hicieron rico. Enormemente rico. Nadie sabe con exactitud qué fue lo que encontró cuando se puso a restaurar la vieja iglesia a la que lo habían destinado. Se dice que los documentos contenían un gran secreto inconcebible.
– ¿Que era…?
– Si lo supiera, Bjornillo, no sería un secreto, ¿no? Algunos especulaban con que eran mitos religiosos. Que había descubierto la hoja del Pacto, cosa que no era tan descabellada, ya que la iglesia se había construido sobre las ruinas de una iglesia cristiana del siglo séptimo. Otros pensaban que había encontrado textos bíblicos originales. Y algunos creían simple y llanamente que había dado con los mapas que indicaban el emplazamiento de un tesoro medieval.
– ¿Y qué tiene eso que ver con el monasterio de Vaerne?
– No lo sé. Pero podría pensarse que el tesoro, si es que existe, está oculto bajo el terreno del monasterio. O que el cofre que habéis hallado contiene los hilos que muestran qué camino seguir.
– Grethe. -Suspiro, y le dirijo mi mirada de Bambi.
– ¡El manuscrito Q! -exclama de pronto.
– ¿Qué has dicho?
– ¡El manuscrito Q! -repite.
Me vuelvo; no comprendo.
Ella prosigue:
– No es que lo sepa, sólo estoy conjeturando. Todos estos años me he estado preguntando qué podría ser eso que era tan importante encontrar. Y si junto los pedacitos de información, las piezas del puzle se colocan en su sitio. Quizás.
– ¿El manuscrito Q?
– Q de
Quelle. Significa «fuente». En alemán.
– ¿Quelle? – ¿De verdad no has oído hablar de eso?
– No, lo cierto es que no. ¿Qué es?
– Se supone que un manuscrito original en griego.
– ¿Qué contiene?
– Todas las palabras que dijo Jesús.
– ¿Jesús? ¿En serio?
– Sus enseñanzas en forma de citas. El texto que supuestamente usaron Mateo y Lucas como base para sus evangelios, además del evangelio de Marcos.
– No tenía ni idea de que existiera ese manuscrito Q.
– Quizá no exista. Es una teoría.
– ¿Por qué habría de acabar
en el monasterio de Vaerne?
– Pregúntale a tu padrastro.
– ¿Qué sabe él?
– Por lo menos más que yo.
– Pero ¿cómo…?
– ¡Bjornillo! -me corta, y se echa a reír de todo corazón. Después me mira pensativa-: ¿Tienes ganas de hacer un viaje a Londres?
– ¿A Londres?
– Por mí.
Vacilo.
– Y a mi cuenta -añade.
– ¿Porqué?
– Para desentrañar una vieja historia.
No digo nada. Grethe tampoco. Se pone de pie como puede, sale del salón con paso vacilante y se mete en el dormitorio. Al volver me tiende un sobre; lo abro y cuento treinta mil coronas.
– ¡Vaya!
– ¿Bastará?-pregunta.
– ¡Es demasiado!
– No digas eso. Quizá tengas que hacer más viajes…
– ¡Estás loca guardando todo ese dinero en casa!
– Yo no le cedo al banco mis ahorros.
Me echo a reír desconcertado, como preguntando: «¿De qué va todo esto en realidad?»
– Eso es lo que tú tienes que averiguar -añade, como si leyese mis pensamientos.
– Grethe. -Intento captar su mirada, pero se escabulle-. ¿Por qué te importa tanto esto?
Ella mira hacia delante. Finalmente me mira a los ojos.
– Yo podría haber formado parte de todo el asunto -dice.
– ¿Parte de qué?
– De eso cuya superficie estás rascando.
– ¿Pero?
– Pero ocurrió algo.
Se le llenan los ojos de lágrimas y se muerde el labio inferior. Pasa un rato hasta que supera los sentimientos que la oprimen.
Ya sé que no voy a sacarle nada más, pero sus motivos no son fundamentales. Antes o después llegaré a tocar su fondo.
– ¿Irás?-inquiere.
– Claro.
– La SIS. Londres. Whitehall. Pregunta por el presidente. Michael MacMullin. Él tiene las respuestas.
– ¿A qué?
– ¡A todo!
Nos miramos.
Me coge con fuerza de la manga. -¡Ten cuidado!
– ¿Cuidado? -pregunto asustado.
– MacMullin tiene muchos amigos.
Suena a amenaza velada.
– Amigos-repito-. ¿Amigos como Charles DeWitt?
Ella frunce el ceño de modo casi imperceptible.
– ¿Charles? -dice -. ¿Charles DeWitt? ¿Qué sabes de él?
– Nada.
Reflexiona por un instante. Luego dice:
– A él, desde luego, no tienes por qué temerlo. -Percibo un leve tono de ternura en su voz.
– ¿Qué sabes del accidente?
– Fue una nimiedad. Un rasguño en el brazo. La herida se le gangrenó.
No la entiendo.
– Se mató del golpe…-digo. '
Ella me mira, frunce el entrecejo. Entonces me comprende.
– Ah, ¿tu padre? -Sólo sus ojos revelan la agitación que la embarga-. No hay nada que saber -añade con obstinación.
– Pero, Grethe…
– ¡Nada! -exclama. El esfuerzo le produce un ataque de tos. Pasa un largo minuto hasta que consigue sobreponerse-. Nada -repite en voz baja, más suavemente-. Nada que necesites saber.
***
Doce minutos es el tiempo que necesito para llegar en coche hasta el Domus Theologica, que suena a centro comercial del sur de Europa pero que no es más que el pretencioso nombre de la facultad de Teología de la calle Blindern. Conozco a un profesor adjunto del departamento de Hebreo. Creo que puede serme útil.
Gert Vikerslátten mide casi dos metros de alto y está muy flaco, tanto que da la impresión de que ha de concentrarse para mantener el equilibrio. No se diferencia mucho de un ave zancuda. Tiene una barba que parece estar arraigada con demasiada fuerza detrás de las orejas y bajo la barbilla. Todo en él -los dedos, los brazos, la nariz, los dientes- es un poco demasiado largo y como accidentado.
Empleamos algunos minutos en recordar el tiempo en que estudiábamos juntos. Hablamos de los conocidos
comunes, de los maestros desesperantes, de las chicas con las que soñábamos, pero que nunca fueron nuestras. Como yo, Gert es un solitario. Como yo, cubre sus pequeñas neurosis con una pátina de arrogancia académica.
Me pregunta por qué he ido a verlo. Respondo que estoy buscando a alguien que pueda hablarme de algo a lo que llaman el manuscrito Q.
Se le iluminan los ojos. La nuez se le agita. Nada alegra más a un experto que la posibilidad de brillar.
– ¿El manuscrito Q? ¡Ya lo creo, muchacho! ¡Un manuscrito que no existe!
– Pero que debe de haber existido en algún momento -señalo.
– Al menos eso piensan muchos.
– ¿Incluido tú?
– Por supuesto. -Abre de par en par sus largos brazos; durante un momento creo que pretende empujar las paredes
de su estrecho despacho.
– ¿Aunque no haya nadie que haya visto ni una sola letra de él?
– Eso de Q me recuerda a un agujero negro -responde, formando un círculo con el pulgar y el índice-. No se ve ni siquiera con los telescopios más potentes, pero sabes que está ahí por el modo en que se mueve el resto de los cuerpos celestes.
– Al igual que sabes si hay un imán debajo de una hoja de papel con virutas de metal -añado a su razonamiento. Él asiente, y continúo-: Todo lo que sé del manuscrito Q es que está escrito en griego y que se supone que contiene muchas de las palabras de Jesús en forma de cita, tal y como más tarde las reprodujeron Mateo y Lucas. Y también que se considera una de las fuentes de la Biblia.
– Entonces sabes lo fundamental.
– Pero explícame por qué es tan importante si ha existido o no.
– Saber. Comprensión. -Se encoge de hombros-. Visto así, también da igual que los arqueólogos hayáis encontrado la nave vikinga de Gokstad. Pero es fenomenal que la encontrarais.
– Pero en la práctica, ¿el manuscrito Q implicaría alguna diferencia?
– ¡Por supuesto!
– ¿Por qué? ¿De qué modo?
– Porque cambiaría nuestra comprensión y nuestra interpretación de los textos bíblicos. Tú mismo sabes cómo interviene el cristianismo en nuestra vida cotidiana hasta el día de hoy. Como depósito de cultura. Por medio de leyes y reglas. Nuestra visión del hombre. Todo está relacionado.
– Todo eso lo entiendo. ¿Dices que el manuscrito Q puede cambiar algo de eso?
– Puede ayudarnos a comprender mejor la aparición del Nuevo Testamento y, de ese modo, a interpretar mejor los textos. Orígenes, el teólogo de la Antigüedad, declaró que la Biblia no debía interpretarse de forma literal, como hacemos hoy en día, sino como signos o imágenes de otra cosa, de algo mayor. La Biblia ha de comprenderse a partir del conjunto. Cuando habla de una montaña desde la que puede verse todo el mundo, ¡no lo dice literalmente! Aunque algunos insistan en entenderlo así.
– ¿Cómo es de antiguo?
– Pronto tendrá dos mil años. Creemos que el manuscrito Q fue escrito justo antes de que Pablo redactara y fechase sus primeras cartas, es decir, apenas veinte años después de la crucifixión de Jesús.
– ¿Por quién?
– Eso no lo sabemos. -Se inclina hacia delante y, bajando la voz, añade-: ¡Lo interesante de la fecha es que fuera veinte años antes de que Marcos escribiera su evangelio! -Enarca las cejas en un gesto muy elocuente. Espera ansioso algún tipo de reacción por mi parte. No la hay. No entiendo por qué piensa que la datación es tan importante. Las cejas vuelven decepcionadas a su sitio-. Como sabes -continúa con exagerada claridad, casi con condescendencia-, se considera que el evangelio de Marcos es el más antiguo, es decir, el primero, a pesar de que está el segundo en el Nuevo Testamento. Probablemente fue redactado cuarenta años después de la crucifixión de Jesús, o sea, alrededor del año setenta.
– Así que, en cierto modo, el manuscrito Q es más auténtico que los evangelios posteriores.
– ¿Más auténtico?
– Porque fue escrito más cerca de los acontecimientos.
– Bueno… -Gert vacila, hace una mueca que pone al descubierto sus dientes alargados y sus encías rosas-. No tiene mucho sentido graduar la autenticidad de los manuscritos antiguos, ya sean bíblicos o no, dos mil años después. También es una cuestión de fe, pero resulta evidente que cuanto más te alejas de las fuentes y los sucesos, tanto más imprecisas e inexactas pueden ser las reproducciones.
– En cierto sentido, los viejos evangelistas eran una especie de periodistas.
– No sólo eso. Eran actores sociales, predicadores, misioneros…
– ¡Precisamente! ¡Periodistas! -Me echo a reír-. ¿Y tenían acceso al manuscrito Q?
– No es improbable. Creemos que circuló por las primeras congregaciones cristianas durante el siglo uno. -Sonríe para sí, como si disfrutara de algo que no debería decir-. Lo controvertido del manuscrito es que hay investigadores que opinan que algunas comunidades cristianas no creían en absoluto que Jesús fuera un ser divino, sino más bien un sabio filósofo. Alguien que deseaba enseñar a las personas cómo vivir para ser judíos felices. Si se prescinde de los evangelios y de Pablo, el Nuevo Testamento queda como una pieza de judaísmo reformado.
– Eso lo piensa mucha gente, ¿no?
– Pero debes recordar que el manuscrito Q, en caso de que se encontrara alguna vez, tendría muchísima autoridad simplemente por el hecho de haber sido escrito justo después de que Jesús estuviera entre nosotros. Y fue redactado por testigos, no por evangelistas que vivieron mucho tiempo después. Ese manuscrito era, por decirlo así, un testimonio periodístico, al menos en mayor grado que los coloridos evangelios organizados posteriormente. Retrataba el papel de Jesús como el de un agitador apocalíptico y una persona volcada a la sociedad, como un revolucionario de entonces. No se definía en torno a la cuestión de si era hijo de Dios o no.
– ¿Qué demuestra entonces?
– No creo que pueda demostrar nada. Pero hay que leer los manuscritos de aquel tiempo conjugándolos con una comprensión profunda de su contemporaneidad. De las condiciones sociales dominantes.
– Yo creía que los teólogos confiaban ciegamente en todo lo que pone en la Biblia.
– ¡Ah! ¡La teología es una ciencia, no una fe! Ya en el siglo dieciocho los teólogos más críticos planteaban cuestiones sobre los dogmas. El profesor Herman Samuel Reimarus redujo a Jesús a una figura política judía. En mil novecientos seis, Albert Schweitzer lo siguió con un sobresaliente tratado científico que exponía cuestiones críticas fundamentales a la visión teológica dominante. Ambos diferenciaban entre el Jesús histórico y la imagen que de él se ha difundido. Esta teología crítica se ha desarrollado hasta nuestros tiempos. Si se combinan saberes históricos, sociológicos, antropológicos, políticos y teológicos, puede surgir una nueva imagen de Jesús.
– ¿Cuál?
– Jesús nació en unos tiempos turbulentos. Su doctrina fue usada bien y mal. Muchas de las primeras comunidades cristianas no le concedían ninguna importancia a la muerte y resurrección de Jesús. Lo veían como una figura que podía conducir a la sociedad. Una especie de Lenin o Che Guevara. Mientras que otras comunidades cristianas sólo valoraban la crucifixión y la ascensión y, por decirlo así, se olvidaron del Jesús histórico.
– ¿Así que el manuscrito Q no habla de un Jesús divino?
– No, de ningún modo, ni siquiera parece que sus redactores supieran nada de las circunstancias que rodearon la muerte de Jesús. Y si sabían algo, dejaron completamente de lado la crucifixión, por no hablar de la resurrección. ¿ Comprendes? Aunque confirme mucho de lo que escriben Lucas y Mateo, el hallazgo del auténtico manuscrito Q podría influir en nuestro modo de entender a Jesús y alterarlo. Los autores nunca pensaron en Jesús como en el hijo de Dios, sino como en un sabio y un agitador nómada. ¡Un revolucionario! Fueron los evangelistas quienes más tarde añadieron el dogma de la resurrección de Jesús, cosa que lo convirtió en un ser divino. Bueno, hay quienes piensan que los discípulos robaron el cuerpo de Jesús después de que fuera crucificado y que se inventaron toda la resurrección. No querían reconocer la derrota, el que su salvador muriera sin más antes de que hubiera llegado el reino de Dios. Incluso Jesús creyó durante mucho tiempo que el reino de Dios llegaría estando él vivo.
– Sigo sin comprender qué te convence de que ese manuscrito ha existido realmente.
Gert se pasa los dedos por las mejillas, baja hasta el mentón y se pellizca las barbas con aire de cura.
– Imagínate que tú y yo fuéramos a traducir un texto inglés al noruego. Nuestras versiones se parecerían, pero no serían idénticas. Del mismo modo, los evangelios de Lucas y de Mateo son iguales en muchos sentidos. Los investigadores han llegado a la conclusión de que hasta doscientos treinta y cinco versículos son tan similares que han de estar basados en la misma fuente. Aunque los dos se escribieron independientemente, muchas de las frases de Jesús son idénticas. Palabra por palabra.
– ¿Entonces?
– El Jesús histórico hablaba armenio, el idioma que cuatrocientos años antes había desplazado al hebreo como lengua cotidiana en Palestina. No hablaba griego, como en estos textos. Por eso los evangelistas deben de haber contado con un manuscrito original en griego al que atenerse y del que citar. ¡El manuscrito Q!
¡Quelle! ¡Fuente!
– ¿No pudieron Lucas y Mateo plagiarse el uno al otro sin más?
– Si fuera tan sencillo… -responde con una sonrisa-. Imposible. Están escritos en tiempos distintos, en lugares distintos, para grupos de lectores completamente distintos. Hay demasiadas diferencias fundamentales entre ellos como para que hayan podido leerse el uno al otro; en tal caso se habrían compenetrado más. Se habrían corregido y ajustado. Pero de todos modos podemos decir con seguridad que la fuente es la misma.
– Cuánto se sabe -digo con laconismo.
– ¡O se cree que se sabe! -Gert se balancea sobre la silla. Se me pasa por la cabeza que el hecho de que se cayera tendría amplias consecuencias-. Los investigadores están seguros de que Marcos fue el primero que escribió el evangelio. De que Lucas y Mateo escribieron los suyos más tarde, basándose en Marcos y en el manuscrito Q, pero con aportaciones propias. Por poner un ejemplo, el noventa por ciento de los temas de Marcos aparece en Mateo.
– ¿ Cuánto hace que los teólogos saben de la existencia del manuscrito Q?
– Ya a principios del siglo diecinueve los investigadores de la Biblia establecieron que Lucas y Mateo debían de haber tenido una fuente común. Aparte de Marcos. Pero esa fuente no se identificó hasta mil ochocientos noventa.
– ¿Como el manuscrito Q?
Gert asiente.
– No todo el mundo acoge el manuscrito con el mismo entusiasmo. Es comprensible. A la mayoría le resulta difícil encenderse con algo que sólo existe teóricamente.
Se levanta. Es como si se estuviera viendo ante un aula repleta de jóvenes estudiantes entusiastas que desearan, más que ninguna otra cosa, recibir de él esa misma noche clases privadas de Teología y Fisiología Aplicada, después de una buena cena
y una botella de vino.
– En mil novecientos cuarenta y cinco pasó algo emocionante -prosigue-. Unos hermanos egipcios encontraron un gran jarrón sellado, enterrado junto al pie de las montañas de la región de Nag Hammadi.
– ¿Y salió un genio que cumplía todos los deseos? -digo riendo-. ¿Alcohol, mujeres y un flamante camello nuevo?
Gert guiña un ojo con picardía.
– ¡Casi! De hecho los hermanos tenían pavor a abrirlo, precisamente porque podía encerrar un genio. Un genio maligno. Es una mala tendencia de los jarrones en Egipto. Cosa que sabe todo arqueólogo experimentado.
Nos reímos. Gert tiene una risa alegre y alborotada.
– Pero al fin triunfó la avaricia de los hermanos -continúa-. Era posible que la vasija no contuviera genios malignos, que estuviese repleta de oro y diamantes. Así que corrieron el riesgo y la quebraron.
– ¿ Nada de genios?
– ¡Ni siquiera la insinuación de uno en gestación!
– ¿ Qué encontraron entonces?
– Trece libros. Trece tomos encuadernados en piel de gacela.
Ladeo la cabeza.
Gert estampa la palma de la mano contra el escritorio.
– ¡El hallazgo era llamativo! Tanto para los teólogos como para los arqueólogos. ¡La biblioteca de Nag Hammadi! Los manuscritos incluían, entre otras cosas, el Evangelio según Tomás completo.
Reflexiono en lo que acabo de oír. Es cierto que nunca he leído la Biblia demasiado bien, pero creía que conocía todos los evangelios.
– El Evangelio según Tomás nunca fue incluido en la Biblia •-me explica Gert.
– Aun así, no a todo el mundo le es concedido ser refutado por Dios. ¿Los especialistas conocíais ese evangelio?
– ¡Sí! Al menos hasta cierto punto. Pero nadie había visto la versión íntegra, no hasta mil novecientos cuarenta y cinco. Antes se había encontrado en Oxyrhynchus, en Egipto, un fragmento escrito en griego. El texto de Nag Hammadi está completo. No sólo eso, sino que los escritos contienen también el llamado Evangelio según Felipe y transcripciones de las charlas entre Jesús y sus discípulos. Casi un Nuevo Testamento propio, pero también muy diferente del original. Y ahora atiende, ¡porque esto es importante y muy interesante! ¡Estaba escrito en copto!
– ¡No fastidies! ¿En copto? -exclamo. La exclamación es pura broma y Gert me pilla inmediatamente.
– ¡Copto! -repite-. Es decir, el idioma que se usaba en Egipto hacia finales del Imperio romano.
– Creo que me voy a colgar -murmuro, aunque quizá sea una exageración.
Gert me sonríe con complicidad. Debe de ser la misma sonrisa con la que obsequia a las estudiantes de primer curso, las que llevan trenzas y camiseta ajustada.
– Tomando el texto, los investigadores podían reconstruir el Evangelio según Tomás en la lengua original, el griego. Al contrario que los evangelios que encontraron sitio en la Biblia, al igual que Q, el Evangelio según Tomás dice poco o nada sobre el nacimiento, la vida y la muerte de Jesús. Sólo contiene sus palabras. Ciento catorce citas que empiezan todas con: «Y Jesús dijo…» Muchas son sorprendentemente parecidas a las de Mateo y Lucas. Para los investigadores está claro que Tomás usó las mismas fuentes que los otros dos. ¿Me sigues?
– A duras penas.
– El Evangelio según Tomás confirma de forma indirecta que Mateo y Lucas, al igual que Tomás, debieron de tener una fuente escrita común. Una colección de textos que copiaron y adornaron en función de la necesidad de convencer a sus lectores de su versión de la vida y doctrina de Jesús. Lo interesante es que el autor del manuscrito Q, y quizá también sus contemporáneos, interpretaron la palabra de Jesús de un modo completamente distinto de como lo hicieron los escritores y lectores de la Biblia.
– Una cuestión bastante delicada, en otras palabras.
Gert se muerde el labio inferior y asiente.
– ¡Ya lo creo que sí! En mil novecientos ochenta y nueve, un grupo empezó a reconstruir el manuscrito Q comparando los textos bíblicos de Mateo y Lucas con el manuscrito de Tomás. Sólo este trabajo, en sí mismo, ha provocado una encendida y controvertida discusión sobre los orígenes del cristianismo.
Gert y yo nos miramos; imagino que se preguntará adonde nos lleva todo esto.
– ¿ Qué pasaría si alguien encontrara el manuscrito Q? -inquiero.
Sacude pensativo la cabeza.
– No me atrevo ni a imaginármelo. Le haría sombra a los hallazgos de la tumba de Tutankamón y de los manuscritos del mar Muerto. Tendríamos que reescribir la historia de la religión.
No puedo dejar de preguntarme si lo que se oculta en el cofre de oro, encerrado en madera podrida, envuelto en plástico y metido en un bolso en casa de Rogern, será el manuscrito Q.
Si yo fuera el protagonista de una película, habría arrancado la madera y forzado el cofre para satisfacer mi curiosidad y la de mis lectores. Pero yo soy una persona reflexiva, un investigador serio y cuidadoso. Un cofre tan antiguo, que lleva tantos años enterrado, no se puede abrir como si se tratara de un bote de conserva. Ha de abrirse con las mayores delicadeza y cautela. Deben hacerlo especialistas. Tal y como se abriría una concha para sacar la perla sin dañar al molusco. Si me lanzo a una caza apresurada y entusiasta del contenido, corro el riesgo de causar una catástrofe. En el mejor de los casos dañaría el contenido, sin haber entendido siquiera lo que he encontrado. No soy muy ducho en griego clásico, hebreo, arameo o copto. En el peor de los casos podría destruirlo todo. El pergamino y el papiro antiguos quedarían desintegrados en una sola noche.
Pero una cosa sé: el cofre ha de ser protegido.
***
Algunas mujeres tienen un aura que me llega directamente a la hipófisis.
Es alta, y tiene el cabello rojizo, ojos verdes, labios finos y una insinuación de pecas. La falda ondea en torno a sus delgadas piernas, un ancho cinturón plateado le ciñe el talle. Bajo la blusa de algodón intuyo el peso de sus pechos.
Durante dos años estuve enamorado de ella. Espero que no lo sepa, pero creo que sí lo sabe. Ahora la tengo delante, en el umbral de la puerta, esbozando la misma sonrisa que en tiempos me tuvo embrujado. Se llama Kristin. Es la esposa de Caspar. Si no se conoce a Kristin, se pensará que es artista de diseño de telas, o modelo de desnudos o quizá trapecista en un circo ambulante. Pero Kristin es economista social. Jefa de sección en la Agencia Central de Estadística. Cuando estudiábamos en la Universidad de Blindern, Kristin y Caspar vivían en un piso compartido en la calle Maridal. Era una pasada.
Jazz, blues y
rock. De fiesta todo el fin de semana.
Conmigo no va compartir según qué cosas. La pila de botas y zapatos en la entrada. Las bragas húmedas en las cuerdas del cuarto de la lavadora. Las peleas. Las largas tardes en las habitaciones compartidas, con el sol entrando por las ventanas. Siempre hay alguien que sabe lo que haces. Que te oye cuando vas al baño. Que quiere hablar contigo sobre una película o sobre algún libro, o jugar a las cartas, o que te manda a la mierda cuando le pides un cigarrillo. Alguien que está pendiente de que te toca a ti fregar los platos o hacer la limpieza. Las asambleas, la comunidad, la solidaridad, los roces, el erotismo, las votaciones, la autocrítica. Nada de eso me va.
Una noche que me quedé a dormir en su habitación, Caspar y Kristin hicieron el amor silenciosamente en el colchón sobre el suelo, a mi lado. Era pronto por la mañana. Una luz suave inundaba la habitación. Me hice el dormido. Ellos fingieron que creían que estaba dormido. Recuerdo los gemidos sofocados de ella, los cuerpos que se mecían, la pesada respiración de Caspar, los sonidos, los olores. Por la mañana todos actuamos como si nada.
Eran anarquistas. Yo nunca entendí su rebelión. Ahora su militancia se ha enfriado. Se han vuelto socialdemócratas. Lo único que separa a Kristin y a Caspar de las masas es una rareza propia que les queda de sus tiempos de comuna: no tienen televisión. No quieren tenerla. Es por principios. No se puede hacer otra cosa que admirarlos.
– ¡Bjorn! -exclama Kristin arrolladoramente, y me mete en la entrada al tiempo que me mira de arriba abajo con una sonrisa-.¡Pero si no has cambiado nada!
Nos abrazamos. Largamente. A mí me parece que Kristin tampoco ha cambiado gran cosa. De pronto recuerdo por qué estaba enamorado de ella.
Sobre la mesa del salón, Caspar ha extendido copias de los papeles que atañen a las excavaciones del monasterio de
Vaerne. Fajos de cartas, documentos, tablas, esquemas y mapas; todo sazonado con la maleza de sellos y registros que exhibe toda burocracia para justificar su existencia. Hay solicitudes con sus respuestas, descripciones y detalles, en una pacífica mezcla de noruego e inglés.
– Al hacer las fotocopias me he sentido como un espía -dice Caspar con nerviosismo.
No sé si está bromeando. Creo que no. Con los años se ha vuelto probo. El Estado tiene ese efecto sobre sus leales servidores. Se sienten parte del sistema. Como si el sistema fuera ellos mismos, lo que no se aleja tanto de la realidad.
Kristin flota a nuestro alrededor como un hada afanosa. Enciende miles de velitas que hacen que el piso recuerde a un recóndito monasterio de montaña en la vieja Grecia. Nos sirve té en enormes tazas de cerámica. Cada dos por tres me dirige una mirada. Miradas breves y expectantes que indican que está esperando que diga algo halagador. Pero yo no tengo la menor intención de hacerlo. Ha preparado pastelitos y gofres. En el fondo de Kristin, tras la jefa de sección, tras la feminista sexy
, tras la investigadora en economía social, tras la rebelde, tras su hermosa fachada cosmopolita, habita una mujer solícita que nos quiere bien a todos.
Cojo una carta al azar firmada por Caspar Scott. Bajo el logotipo de la Dirección General de Patrimonio Histórico y el león del reino leo:
En virtud de la Ley del Patrimonio del 9 de junio de 1978, rectificada por última vez el 3 de julio de 1992, se concede a la Society of Internacional Sciences (SIS), representada por su presidente Michael MacMullin (a partir de ahora mencionado como titular de la iniciativa), permiso para iniciar excavaciones arqueológicas, bajo la dirección del profesor Graham Llyleworth, en el terreno definido (Centro Cartográfico Nacional/referencia en el mapa 1306/123/003). Los planes caen bajo el ámbito de responsabilidad de las autoridades del Patrimonio Cultural, y el titular de la iniciativa está obligado a ceñirse a las recomendaciones del representante arqueológico nombrado por las autoridades (el supervisor). La búsqueda de un castillo recae bajo la Dirección General del Patrimonio Histórico (véanse las normativas sobre reparto de trabajo), pero como el trabajo apunta más allá, se delegará la jurisdicción en el Museo Arqueológico Regional (representado por la Colección de Objetos Antiguos de la Universidad, Oslo). Hubo un tiempo en que Caspar escribía poesía. En 1986 le publicaron un poema en el número del sábado del periódico
Dagbladet. Durante mucho tiempo soñó con convertirse en escritor. Quizás hubiera podido llegar a algo. Es curioso lo que el ente público hace con la capacidad de expresión de uno.
Hay otros documentos: sobre el objetivo de las excavaciones, dónde han de almacenarse y exponerse eventuales hallazgos, las condiciones para las publicaciones… Leo que el profesor Graham Llyleworth -«renombrado catedrático de Arqueología, autor de numerosos libros de texto y artículos científicos publicados por universidades de todo el mundo»- es el especialista responsable de las excavaciones. Leo sobre la verosimilitud de encontrar un castillo circular con sus correspondientes cuarteles. Leo las anotaciones del profesor Arntzen, que da su visto bueno a todo y responde incluso de mi habilidad como supervisor, y registro el sello y la firma ilegible del director del instituto, Frank Viestad.
Dejo todas las copias sobre la mesa y exclamo:
– ¡Una tapadera!
– ¿De qué?-pregunta Kristin.
Conozco a Caspar lo suficientemente bien como para saber que se lo ha contado todo, y conozco a Kristin lo bastante como para saber que se está muriendo de curiosidad.
– Sabían que no íbamos a encontrar ningún castillo circular -respondo.
– Porque no era un castillo circular lo que estaban buscando -apunta Caspar.
– ¡Exacto! Estaban buscando algo mucho más grande.
Kristin me mira y luego mira a Caspar con una expresión preocupada que significa: «Deben de ser los nervios.»
– ¿Más grande que un castillo circular? -pregunta Caspar.
Le guiño un ojo a Kristin con mi sonrisa más picara, asegurándole en silencio que estoy sano como una manzana.
– Más importante que un castillo circular -le aclaro a Caspar.
Kristin se vuelve para coger un pastelito, y el modo en que se le ciñe la blusa me distrae, porque los pezones se le dibujan a través de la tela. Caspar sigue mi mirada y yo me sonrojo profundamente.
– ¿Qué pintan en todo esto los ingleses? -pregunta Kristin, antes de apresurarse a añadir-: Pero, Bjorn, ¿tienes calor?
– Es evidente que lo sabían -contesta Caspar-. Quiero decir que el cofre estaba allí. Llyleworth. MacMullin. La SIS. ¿Por qué si no iban a solicitar permiso para excavar en ese terreno?
– ¡Exacto! Sabían de sobra que el cofre… -digo, antes de que sus palabras disparen las alarmas.
Busco la carta que acabo de leer. Allí está otra vez el nombre. Claro como el agua. Michael MacMullin. Son las tres emes las que por fin despiertan mi atención. MacMullm es el hombre con que Grethe quiere que contacte en Londres. El tutor científico al que Llyleworth, DeWitt y papá citaban en los agradecimientos de su trabajo. El mundo está lleno de casualidades.
Doy unos golpecitos sobre la carta con el índice.
– ¡Oye! -exclamo-. ¿Sabes quién es este tipo? ¿Michael MacMullin?
– El presidente del consejo de la SIS -dice Caspar dubitativo.
– ¡Además del tutor de mi padre y de Graham Llyleworth en Oxford en mil novecientos setenta y tres! -digo, y a continuación les hablo del trabajo y de la dedicatoria.
– ¿De verdad? -exclama Caspar-. ¡Yo me he enterado de otra cosa relacionada con ese tipo! Mira lo que he encontrado hoy cuando fisgaba en nuestros archivos.
Abre la carpeta que contiene los documentos y saca un ejemplar de la
Revista arqueológica noruega, n.° 4,1982. Busca la página 16 y un artículo sobre un simposio interdisciplinar sobre la colaboración en la investigación más allá de las fronteras nacionales. El organizador noruego del simposio era nuestro Instituto de Arqueología. Pero estaba financiado por la SIS. Caspar ha subrayado tres nombres con rotulador amarillo: los conferenciantes Graham Llyleworth y Trygve Arntzen, además de Michael MacMullin.
– Viejos conocidos.
– Algo ocurrió en Oxford en mil novecientos setenta y tres -digo pensativo.
– Llyleworth y tu padre debieron de encontrar algo que les llamó la atención.
– Al fin y al cabo, su trabajo era sobre tesoros y mitos. Descubrirían alguna cosa, junto con DeWitt, sea quien sea.
– Un descubrimiento que los llevaría al monasterio de Vaerne.
– Veinticinco años después.
– Estaba claro que había de ser algo más que la punta de una lanza -apunta Kristin. A pesar de sus diez años de matrimonio con Caspar, tiene una idea algo simplificada de lo que hacen los arqueólogos.
– ¿Has oído hablar del mito del octógono? -le pregunto a Caspar.
El rebusca en la memoria.
– ¿Algo sobre los hospitalarios de San Juan de Jerusalén, que escondieron una reliquia en un templo octogonal? He leído algo en algún sitio.
No hace falta gran cosa para raspar el barniz de mi autoestima. También Caspar conoce el mito del octógono. No puedo evitar sentirme deprimido. Yo era el supervisor de las excavaciones, debería haberme dado cuenta del alcance de las cosas cuando Irene descubrió los cimientos. Pero nunca había oído hablar del octógono.
– Encontramos el cofre en un octógono -digo.
– ¿Estás de broma? -Caspar me mira fijamente a los ojos-. ¿Un octógono? ¿En el monasterio de Vaerne? -Sacude la cabeza.
– Quizá también hayas oído los rumores asociados a Rennes-le-Cháteau.
Frunce el entrecejo.
– La verdad es que no estoy seguro -dice-. ¿Fue allí donde hallaron unos pergaminos al remodelar la iglesia?
Suspiro.
– ¿Por qué soy yo el único que se perdió las clases emocionantes?
Caspar se ríe.
– ¿Quizá porque estabas muy ocupado persiguiendo a las catedráticas?
No puedo evitar ruborizarme. Kristin dirige a Caspar una mirada de reproche. Evidentemente me doy cuenta.
– ¿Qué sabes de la SIS? -pregunto, intentando ocultar mi sonrojo con la mano.
– No mucho. Empecé a hacer comprobaciones mientras tramitábamos la solicitud. Una fundación con sede en Londres. Está vinculada con la Royal Geographical Society y la National Geographic Society y sus equivalentes. Y con todo tipo de universidades y ámbitos de investigación. Financian proyectos interesantes por todo el planeta. A partir de principios no lucrativos.
– ¿Principios no lucrativos? ¡Ja! -Kristin se ríe-. En el mundo de la investigación no hay hadas buenas.
Les hablo del manuscrito Q, del Evangelio según Tomás.
Después hablamos sobre todo de los viejos tiempos, de nosotros mismos. Incluso para los especialistas, mis teorías pueden llegar
a ser un poco cargantes. Los dejo cuando Kristin se pone a hacer la cena. Hígado en salsa de nata. Buen provecho.
***
El policía es alto, flaco y está lleno de suspicacia contenida. Tiene la piel descolorida y los ojos ligeramente saltones, como si lo hubieran sacado un poco demasiado rápido de las profundidades y lo hubieran dejado en tierra. Un rape. Cuando me mira, pienso que a sus ojos no debe de escapárseles gran cosa, incluso cuando están cerrados. Los labios son tensos, autoritarios. Pero cada vez que dice algo, lo hace con voz chillona de eunuco, lo cual explica que trabaje en el departamento criminal y no en la calle, entre oscuros bandidos. Lleva consigo una gran cartera negra y a un entusiasta agente que se ha pasado dos minutos barriendo mi puerta con un pincel de maquillaje.
Al denunciar el robo, me he tomado la libertad de insinuar que representaba a la Universidad de Oslo, y que el robo podía tener relación con un delito contra el patrimonio cultural que seguro que despertaría el interés de los medios de comunicación. Ese tipo de cosas suele ayudar. No me había dado tiempo ni a colgar la chaqueta antes de que llamaran a la puerta, como si hubieran estado sentados en un coche esperándome.
Esquivo, porque el policía es de esos que interpretarán mis hipótesis como teorías paranoicas de conspiración, le explico que los ladrones pueden haber creído que el disco duro de mi ordenador contenía información sobre el hallazgo de un cofre de oro de más de ochocientos años de antigüedad.
El policía suelta un silbido. Ochocientos años es mucho tiempo, y para él todo lo que es viejo es caro, especialmente si es muy viejo y encima está hecho de oro.
– No me digas. -No parece pensar que le estoy contando la verdad-. ¿Podrías hablarme más sobre ese cofre?
Vagamente, porque no quiero revelar demasiado y al mismo tiempo pretendo que me crea, le hablo de las excavaciones de Ostfold. Él escucha con atención y saca un formulario que rellena con un bolígrafo. Es concienzudo. Su caligrafía habría provocado las alabanzas de una maestra de Lengua. Me interroga con preguntas precisas. Cada vez que me mira, siento que mis respuestas están llenas de errores.
– ¿Cuál era tu función en el monasterio de Vaerne?
– Yo era el supervisor. Las excavaciones estaban dirigidas por un catedrático de Arqueología inglés. Yo soy el representante de las autoridades noruegas de Patrimonio Histórico. Ya sabes, las formalidades tienen su importancia -añado en un intento de ponerlo de mi parte. Al mismo tiempo me percato de que yo no le he contado que las excavaciones se llevan a cabo en el monasterio de Vaerne.
– ¿Alguien aparte
de ti tiene llave del piso? -me pregunta el agente del pincel de maquillaje.
– Mi madre -respondo, mientras pienso: «Y mi padrastro.»
– La puerta no está forzada.
– Ese cofre -dice la voz del jefe-, ¿ es valioso en sí mismo?
– Mucho.
– ¿Dónde está ahora?
Vacilo. Como es policía, tengo el reflejo mental de explicarle la verdad, pero algo me contiene.
– En la cámara acorazada de la universidad -miento.
– Ah, ¿ sí? -Toma aire entre los dientes y produce un sonido gorgojeante con el labio superior. Después suelta el aire, y deben de ser imaginaciones mías que huela a algas-. Explícame por qué crees que ese cofre de oro es la causa de que alguien haya entrado en tu casa.
Es un policía eficiente. Pero los policías eficientes a menudo resultan un incordio. Hacen preguntas difíciles. Sobre todo si tienes algo que ocultar. Ya me arrepiento de haber implicado a la policía. Como si ellos pudieran hacer algo, aparte de amargarme la existencia, molestarme con sus desagradables cuestiones y asegurarse de que el cofre acabe en las manos que menos corresponde.
Les digo que el robo es un misterio para mí y si quieren una taza de café. No quieren.
– ¿Hay gente ajena al asunto que sepa algo del cofre? -continúa.
– No que yo sepa. Lo encontramos ayer.
– ¿Y lo guardaron enseguida en la cámara acorazada de la universidad?
Asiento tan imperceptiblemente que apenas se puede tomar por una mentira.
– ¿Lo hiciste tú?
Hay algo que no acabo de entender. Yo he denunciado un robo, aquí en mi piso, pero lo único que le interesa es el cofre.
– No, yo no.
– ¿Quién?
– ¿Importa eso? Han entrado en mi piso, no en la cámara acorazada. El cofre está seguro.
– El cofre está seguro -repite, imitando mi voz y mi tono tan literalmente que se me ocurre que podría haber estado sobre un escenario si el cuerpo judicial no le hubiera puesto esposas. Pensativo y distraído, Voz de Pito aprieta el bolígrafo contra la barbilla y le mete y saca la punta-. A ver si me estoy enterando bien, ¿quieres decir que el robo de tu casa tiene que ver con el cofre de oro?
– Más de uno llegaría muy lejos para lograrlo.
– ¿Quién?-pregunta.
– No lo sé -respondo-. ¿Comerciantes del mercado negro internacional? ¿Coleccionistas de arte? ¿Investigadores corruptos?
– Pero no corremos ese riesgo mientras esté seguro en la cámara acorazada de la universidad, ¿no es verdad? -Me mira desafiante.
– No creo que pueda haber ninguna otra razón lógica del robo de mi disco duro.
– ¿Porque tenías almacenada información sobre el cofre en tu ordenador?
– ¡No la tenía! Pero habrán creído que sí; no veo ninguna otra explicación.
El incrementa el ritmo con el que juega con su bolígrafo.
– ¿Qué piensas tú?
– Debían de suponer que yo tenía datos sobre el cofre en el ordenador. Y que los archivos estaban bien ocultos, de modo que iban a necesitar tiempo para encontrarlos. No se me ocurre ninguna otra causa para que se lo hayan llevado.
– ¿Por qué han cogido sólo el disco duro?
– ¿No deberías preguntarle eso a los ladrones?
– Pero ¿qué crees tú?
– Quizás esperaban que no lo echara en falta tan rápidamente.
– ¿Tenías alguna otra cosa en el disco que pudiera interesarles?
– ¿Mis poemas?
– O fotos de adorables niños desnudos en la playa. -Su voz rezuma dulzura. Es de esos que siempre piensan lo peor de la gente que, como yo, es distinta. ¡Será cabrón! Me entran ganas de sacar toda el agua del acuario
verde agua en el que sin duda pasa sus largas y solitarias noches.
– Yo creía que os había llamado por un robo -le digo en tono irónico-; no tenía ni idea de que me estuvieran investigando por pedofilia.
– La policía ha recibido una denuncia contra ti -anuncia, y posa indolentemente sus ojos de pez sobre mi cara para sondear mi reacción.
Primero me quedo paralizado. Niego incrédulo con la cabeza.
– ¿Alguien me ha denunciado a mí? ¿A mí?
– Ya te lo he dicho.
– ¿Por pedofilia? ¿O por comerciar con pornografía en la red?
– No, no me estás entendiendo. Por el robo del cofre de oro.
Suena el timbre de la puerta. Insistentemente. Como si alguien pretendiera atravesar la pared con el dedo. Nos miramos. Me levanto y voy a abrir.
En el pasillo está el profesor Llyleworth junto con su viejo amigo y compañero King Kong.
Al principio se limitan a mirarme con rabia, en silencio.
– ¡Idiota! ¿Dónde está? -exclama al fin el profesor Llyleworth.
En realidad no es una pregunta, sino una orden.
– ¡Entrad, entrad! ¡Por favor, no os quedéis ahí fuera pasando frío!
Algo confusos por mi amabilidad fingida, atraviesan el umbral. Llyleworth primero, King Kong aún más dudoso, como si esperase la siguiente orden de Llyleworth, que probablemente sea romperme los dedos y arrancarme las uñas, una a una, hasta que les entregue el cofre.
Entonces ven a los dos polis.
– Tío policía -le digo con alegría, y luego lo traduzco-:
Uncle police!-Bjorn, el intérprete simultáneo.
Los agentes los miran con indiferencia hasta que les explico quién es Llyleworth.
– Así que tú eres el profesor Graham Llyleworth -dice Voz de Pito en un inglés modélico al tender la mano hacia él-. Un placer saludarte.
– El placer es mío -responde, y le estrecha la mano.
Intentó evitar que se me abra la boca de sorpresa, pero no estoy seguro de tener éxito.
– ¿Habéis conseguido sacarle algo -pregunta el profesor Llyleworth.
El policía pasa la vista del profesor a mí y de nuevo a él.
– Asegura que el cofre está en la cámara acorazada de la universidad.
Llyleworth frunce el entrecejo.
– Conque sí, ¿eh? ¿Eso dice?
– ¿Qué es lo que está pasando aquí? -pregunto, aunque intuyo la respuesta.
– Has robado el cofre -afirma el profesor.
– Escucha -le digo al policía-. ¡Pensaban sacarlo del país! Sin permiso. ¡Tenían planeado robarlo!
Se produce un breve silencio.
– Según entiendo -empieza el policía despacio-, el profesor Graham Llyleworth dirige las excavaciones del monasterio de Vaerne.
– Sí
– ¿No sería un poco extraño que planease robar lo que él mismo encontró?
– Eso precisamente es lo que…
– ¡Espera! -Saca uno de los documentos del que he visto copia en casa de Caspar-. Este es el permiso de la Di rección General de Patrimonio Histórico…
– ¡No lo entiendes! -lo interrumpo-. Estábamos buscando un castillo circular. ¡Lee la solicitud! Pidieron permiso para localizar un castillo circular. ¡Nunca dijeron nada de que quisieran encontrar un cofre de oro!
El policía ladea la cabeza.
– ¿Así que los arqueólogos saben de antemano lo que están buscando y lo que van a hallar?
– ¡No! ¡No exactamente! ¡Pero el profesor en realidad iba tras el cofre! ¡Todo el rato! ¡El cofre de oro! ¡El castillo circular era un farol! ¡Quería dar con el cofre y sacarlo del país! ¿No lo entiendes? ¡El castillo circular era una coartada!
El hombre no dice nada. Llyleworth no intenta protestar.
El silencio es efectivo. Yo mismo oigo el tono histérico que han dejado mis palabras.
– Agentes -dice Llyleworth del modo más cálido y profesoral-, ¿podríamos hablar
a solas?
Conduce a los dos guardias a la cocina. A través de la puerta de cristal veo que les da su tarjeta de visita. Es diminuta, pero la larga lista de títulos académicos pesa una tonelada en las pezuñas del policía.
Llyleworth les está explicando algo. Ellos lo escuchan con devoción. Voz de Pito me mira con sus ojos de pez. La boca se le abre y se le cierra sin que salga ningún sonido.
Después de un rato vuelven a entrar. Llyleworth le hace una seña a King Kong, que se le acerca como si estuviera tentándolo con un racimo de plátanos.
– Habría insistido en que registraran tu piso -me dice el profesor-, pero no creo que seas tan inconsciente como para tener el cofre en tu casa.
– Eso sólo lo sabes porque tus chicos lo habrían encontrado cuando han venido a buscarlo.
– ¿Así que admites que está en tu poder?-pregunta el policía.
– Yo no admito nada de nada.
– Estaremos en contacto -concluye Llyleworth (no sé si sus palabras van dirigidas a mí o al policía) y se lleva consigo a King Kong.
– Bueno, bueno, bueno -dice Voz de Pito, y se mete el formulario en la cartera.
– ¿Qué os ha contado el profesor?
Se limita a mirarme como si fuera un pobre hombre con problemas. Cosa que en realidad soy.
Van hacia la entrada.
– Belto -empieza Voz de Pito, y carraspea-, la policía tiene razones para creer que el cofre está en tu poder.
– ¿Es una pregunta o una acusación?
– Yo te aconsejaría que colaboraras con nosotros.
– Haré lo que sea necesario para salvar el cofre de los cacos.
Se queda un rato meditando sobre mi respuesta.
– ¿Qué va a pasar ahora? -le pregunto.
– A causa del especial carácter del caso, tengo que conferenciar con mis superiores antes de que podamos proseguir la investigación y valorar la posibilidad de presentar cargos.
– ¿Y qué ocurre con el robo del piso?
– Si es que ha habido tal.
– ¿Archivado por falta de pruebas? -propongo.
– Tendrás noticias nuestras.
Suena a frase hecha que ensayan los alumnos ante el espejo del aula de la Escuela de Policías.
Una mentira tan extendida y flagrante que apenas puede considerarse una mentira, sino más bien como una frase en línea con «Te llamo un día de éstos» o «De esta vez no pasa que nos veamos».
Les abro la puerta y me quedo en el umbral hasta que baja el ascensor. Desde el balcón los sigo con la mirada cuando se dirigen al coche. Del piso de Rogern suben tronadores ritmos de bajo.
Un delito exige que haya una transgresión de la ley, una víctima. En este caso no hay ninguna de las dos cosas.
Estoy prisionero en un círculo de contradicciones. Intento evitar un delito que no se ha cometido, ni en sentido judicial ni en sentido práctico. En el que no hay ninguna víctima. Un delito que, estrictamente, no afecta a nadie en absoluto. Lo único que justifica mi intervención es la Ley de Protección del Patrimonio. Un tecnicismo, un conjunto de párrafos desordenados. Nadie es propietario del cofre. Lleva ochocientos años enterrado, como un diamante oculto en el fondo de la grieta de una montaña, como una veta de oro escondida. Podría haber permanecido allí otros ochocientos años si el profesor Llyleworth no hubiera sabido dónde excavar.
No deja de resultar irónico que yo sea el criminal.
***
La noche es clara, templada y está llena de una callada felicidad. Sobre los setos de nísperos cuelgan nubes y diminutos mosquitos. De los aspersores surge una leve llovizna. Aparco a
Bola sobre una rayuela de tiza, a la sombra de una cúpula de follaje. A través del techo abierto inhalo los aromas de la hierba recién cortada, las parrilladas y el crepúsculo.
Subo caminando por un estrecho sendero y abro una verja de hierro forjado que necesita que alguien le engrase los pernos.
La gravilla cruje bajo mis pies. Asciendo la escalera de pizarra. El timbre repica, «dang-dong», con un tono profundo y digno, como en una catedral de la Edad Media. Pasa un rato hasta que abre. Miro el reloj. Son casi las siete. Supongo que habrá tenido que cruzar varias salas de baile.
Lleva puesta una bata con un monograma en el bolsillo de la pechera. Se ha peinado el cabello canoso con agua. En la mano tiene una copa de coñac. No dice ni una palabra. Me mira estupefacto.
Lo sabe. Lo advierto en su mirada. Sabe lo del cofre. Y todo lo que ha pasado.
– ¿Bjorn? -suelta finalmente, como si acabara de caer en la cuenta de quién soy.
– ¡Sí, señor! Aquí me tienes.
Por alguna razón me siento como un mensajero retrasado o como un sirviente rebelde. Le digo:
– He de hablar contigo.
Me deja entrar. El aliento le huele a coñac Martell. Cierra la puerta tras de mí y echa la llave.
Nunca he visto a la mujer de Frank Viestad, el director del instituto, pero he hablado muchas veces con ella por teléfono. Siempre parece encontrarse al borde de la histeria. Aunque sólo llame por la comida. Ahora está en medio de la alfombra de la entrada, expectante, con las manos sobre el pecho. Tiene veinticinco años menos que él y sigue siendo una mujer bella. Nunca deja de sorprenderme que estudiantes atractivas y con talento se enamoren de sus canosos maestros. Claro que yo debería ser el último en juzgar.
¿Cómo conseguirá que pasen los días en esa casa blanca dentro de un gran jardín? Nuestras miradas se cruzan durante un segundo o dos; no necesito más para penetrar su mundo de arrepentimiento, tedio y amargura. Le sonrío cortés cuando Viestad me conduce por delante de ella. Ella me sonríe a su vez. Es una sonrisa que fácilmente podría inducirme a pensar que le gusto.
De las paredes cuelga obra gráfica de Espolín Johnson y coloridas acuarelas con firmas ilegibles. Pasamos ante una pequeña habitación a la que Viestad suele referirse como la biblioteca. Una araña tintinea con alegría.
El despacho de su casa es exactamente tal y como me lo había imaginado. Librerías repletas. Escritorio de caoba. Cajas de cartón marrón y bolsas de plástico transparentes con objetos dentro. Un globo terráqueo. Donde alguna vez debió de haber una máquina de escribir Remington negra, le ha hecho sitio a un elegante ordenador iMac.
– Mi cueva -dice con timidez.
Por la ventana tiene vistas al jardín de manzanos y al vecino, con pinta de llamarse Preben y a quien parecen importarle una mierda los asmáticos y el efecto invernadero, ya que, sonriente, amontona hojarasca sobre una hoguera de broza.
El director Viestad me acerca una silla estilo dragón de respaldo alto en la que me siento. El se acomoda detrás del escritorio.
– Supongo que sabrás por qué estoy aquí -empiezo.
Compruebo por su expresión que estoy en lo cierto. Viestad nunca ha sido un buen actor; en cambio, se lo considera un buen director para el instituto y como tal se ha hecho popular. Es ordenado, consciente de sus responsabilidades y leal. Y respeta a los estudiantes.
– ¿Dónde has escondido el cofre, Bjorn?
– ¿Qué sabes tú de eso?
– Prácticamente nada.
Lo escruto.
– Es verdad. ¡Nada! -repite.
– ¿Y por qué preguntas por eso?
– Lo robaste del despacho de tu padre.
Siempre se ha referido al profesor Arntzen como mi padre, a pesar de que le he pedido que deje de hacerlo.
– La pregunta acerca de quién lo robó está extremadamente abierta -afirmo.
Él inclina la cabeza.
– Bjorn, tienes que devolverlo.
– Además, no es mi padre.
Sus ojos adquieren una expresión de cansancio.
– ¿Un coñac? -pregunta.
– He de conducir.
Va a buscar una botella de mosto de manzana y un vaso, me sirve y se vuelve a su silla. Se echa hacia atrás y empieza a darse un masaje en los ojos con la punta de los dedos. Alza su vaso hacia mí y brindamos.
– Cuando llegué a la universidad -comienza-, no tardé en aprender que hay ciertas cosas contra las que es inútil luchar. Los molinos de viento, ya sabes. Las fuerzas académicas y las verdades. Los dogmas científicos. No hacía falta que lo entendiera, no hacía falta que me gustara, pero me di cuenta de que había ciertas cosas que eran más grandes que yo. Algunas son mayores de lo que puedas imaginar.
No entiendo del todo adonde quieres llegar.
– ¿ Crees en Dios? -me pregunta.
– No.
– De todos modos, seguro que entiendes que los cristianos crean en Dios sin comprender su omnipotencia.
La conversación ha tomado un curso que me confunde.
– ¿Estás intentando decirme que esto tiene algo que ver con el mito del cofre de los secretos sagrados? -inquiero-. ¿O con el manuscrito Q?
La pregunta le afecta como un impulso eléctrico en el cerebro. Se incorpora en la silla.
– Escúchame -dice-, esta historia no es tan sencilla como crees. ¿Alguna vez has hecho uno de esos puzzles de Revensburger de cinco mil piezas, ésos con una foto de un bosque, un castillo y un cielo azul? Ahora mismo sabes lo suficiente para juntar tres piezas, pero todavía te faltan cuatro mil novecientas noventa y siete para tener una visión de conjunto.
Me quedo mirándolo fijamente. De vez en cuando mis ojos rojizos tienen un efecto hipnótico, hacen que la gente diga más de lo que había pensado decir.
– Sí-continúa-, el viejo mito sobre el cofre sagrado os una parte de la totalidad. Y, sí, el octógono es otra parte de la totalidad.
– ¿Qué totalidad?
– No lo sé.
– Han entrado por la fuerza en mi casa. ¿Tampoco sabías eso?
– No, no lo sabía. Pero el cofre es muy importante paro ellos, eso debes entenderlo. Más de lo que puedas suponer.
– Sólo me pregunto por qué.
– Eso no puedo decírtelo.
– ¿ Porque no lo sabes? ¿ O porque no quieres?
– Ambas cosas, Bjorn. He jurado no revelar nunca lo poco que sé.
Lo conozco lo bastante bien como para saber que un juramento es algo que se toma muy en serio.
Fuera, en algún sitio del vecindario, un cortador de césped eléctrico enmudece. Hasta ahora que desaparece el ruido que produce no me he percatado de él. De inmediato el silencio empieza a extenderse y a llenar la habitación.
– Pero puedo decirte lo siguiente -continúa-: debes devolver el cofre. ¡Tienes que hacerlo! A mí, si quieres. A tu padre. O al profesor Llyleworth. No pasará nada. No habrá reprimendas. Ni críticas. Ni denuncias. Te lo prometo.
– Me han denunciado.
– ¿Ya?
– Desde luego. La policía ha estado en mi casa fisgando.
– El cofre es muy valioso.
– Pero yo no soy un criminal.
– Ellos tampoco.
– Han entrado por la fuerza en mi casa.
– Y tú has robado el cofre.
Deuce. – ¿Por qué les concediste el permiso? ¿De verdad que para excavar? -pregunto.
– En sentido estricto, fue el director general de Patrimonio quien se lo dio. Nosotros no éramos más que la instancia de consulta.
– Pero ¿por qué se les concedió?
– Bjorn… -Suspira-. Estamos hablando de la SIS. Michael MacMullin. Graham Llyleworth. ¿Íbamos a decirles que no a los arqueólogos más destacados del mundo?
– ¿Conoces bien a Llyleworth?
– Hace ya algunos años que lo conozco. -Su voz insinúa algo más-. Pareces estar llevando a cabo una investigación en toda regla.
– No necesito esforzarme mucho. Por lo visto, todo el mundo sabe un poco. Si hablo con la suficiente gente, quizá consiga entender de qué va este asunto.
El ríe entre dientes.
– Supongo que no es ninguna casualidad que se llame investigar tanto a lo que hacen los detectives como a lo que hacen los científicos. ¿Con quién has hablado hasta ahora?
– Entre otros con Grethe.
– ¡Ella sabe lo que se dice!
– ¿A qué te refieres?
– Estuvo muy activa en Oxford. En muchos sentidos. -Me echa una mirada rápida-. Estaba como profesora invitada y tutora cuando tu padre, tu verdadero padre, escribió su trabajo con Llyleworth y Charles DeWitt. -Se estremece. Sigue con la mirada una mosca hasta el techo.
– Es un hallazgo noruego. Sea lo que sea lo que haya en el cofre y venga de donde venga, es y seguirá siendo un hallazgo noruego. Y es a Noruega a quien pertenece.
Viestad toma aire.
– Eres como un pequeño terrier furioso, Bjorn. Que le está ladrando a un bulldozer. Que no comprende contra lo que está luchando.
Sonríe.
– ¡Qué indignación tan juvenil y autocomplaciente! Pero no captas el conjunto.
– ¡Al menos conozco la Ley del Patrimonio! Que prohíbe sacar objetos arqueológicos noruegos del país.
– Eso no hace falta que me lo expliques. ¿No sabías que colaboré con la comisión que estudió el caso antes de que el Parlamento votara la ley? Conozco al dedillo todos y cada uno de los párrafos.
– Entonces deberías saber que lo que Llyleworth intentaba hacer va contra la ley noruega.
– No es tan sencillo. Es una casualidad que el cofre haya sido encontrado en este país. El cofre no es noruego.
– ¿Cómo explicas eso?
– ¿No podrías confiar en mí y devolverle el cofre a tu padre?
– ¡Arntzen no es mi padre!
– Pues a Llyleworth, entonces.
– ¡El profesor Llyleworth es un gilipollas!
– ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué soy yo?
– No lo sé. Ya no sé qué pensar de nadie. ¿ Qué eres tú?
– Una pieza. -Viestad golpea la mesa con los nudillos-. Yo no soy más que una pieza. Todos lo somos. Piezas insignificantes.
– ¿De qué juego?
Vuelve a llenarse el vaso. Veo de pronto, por primera vez en todos estos años que llevamos trabajando juntos, por qué tantas de sus estudiantes se enamoran de él. Cuando no presenta ese aire enfurruñado, como cansado de la vida, su aspecto es el de alguna estrella indeterminada del cine americano de entreguerras. Tiene una barbilla potente, los pómulos altos, las cejas semejantes a dos arco iris sin color. Sus ojos son oscuros y de mirada profunda.
– Un juego que no es ni para ti ni para mí, Bjorn.
Su repentina familiaridad me incomoda. Hago como si tosiera.
– Tengo algunas preguntas -digo.
Calla y me mira con expresión interrogante.
– ¿Cómo supo el profesor Llyleworth dónde excavar para encontrar el octógono?
– Halló un mapa -responde-. O nuevos datos.
– ¿Por qué sostenía que estábamos buscando un castillo circular?
– Porque así era. Fue construido alrededor del año novecientos setenta.
– ¿Y lo que buscábamos era el octógono?
– Sí.
– ¿Y Llyleworth sabía que había un cofre oculto en él?
– Es de suponer.
– ¿Sabías que es de oro?
Su reacción revela que lo ignoraba.
– ¿Qué sabes de Rennes-le-Cháteau? -pregunto.
Parece sinceramente sorprendido.
– No mucho -contesta-. Es un pueblo francés de montaña donde el supuesto hallazgo de unos pergaminos ha despertado el interés seudocientífico.
– ¿Así que no sabes nada de un tesoro histórico?
La expresión de su cara muestra un aturdimiento creciente.
– ¿Tesoro? ¿Quieres decir en Rennes-le-Cháteau? ¿O en el monasterio de Vaerne?
– ¿Sabe Llyleworth lo que hay en el cofre?
– Me preguntas sin parar, pero debes entender que yo soy una pieza todavía más pequeña que las demás. Esa diminuta pieza azul de la parte superior derecha del puzle. La que sólo está ahí para completar la imagen del cielo. -Se inclina riéndose sobre el escritorio-. Bjorn… -añade con voz queda, y entonces suena el teléfono. Contesta con un tajante-: ¿Sí?
El resto de la conversación transcurre en inglés. No, no sabe. Luego dice
yes varias veces, y en sus ojos percibo que uno de esos
yes responde a la pregunta de si no estaré por casualidad con él en esos momentos. Cuelga. Me pongo de pie.
– ¿ Ya te vas? -pregunta.
– Tienes invitados, ¿verdad?
Él rodea la mesa y posa una mano sobre mi hombro.
– Confía en mí. Devuelve el cofre. No son unos criminales. No son malos. Tienen sus motivos. Créeme. Tienen sus motivos. Éste no es un juego para gente como nosotros.
– ¿Gente como nosotros?
– Sí, gente como nosotros, Bjorn -repite.
Me acompaña hasta la entrada, sin quitarme la mano del hombro. Quizás esté considerando la posibilidad de retenerme por la fuerza. Pero cuando le aparto la mano, no se resiste. Se queda en el umbral, mirándome mientras me alejo a toda prisa.
Tras una ventana del segundo piso -estoy convencido de que es el dormitorio- su mujer me despide con la mano. Al bajar hacia el
Bola, fantaseo con que me está llamando y no despidiéndose de mí. No siempre tengo la realidad igual de bien agarrada.
***
Una habitación blanca de tres por cuatro metros. Una cama. Una mesa. Un armario. Una ventana. Una puerta. Fue mi mundo durante seis meses.
Al principio, durante el tiempo que pasé en la clínica, no asomé la nariz fuera del cuarto. Permanecí largos períodos sentado en la cama, o en el suelo, meciéndome, con la cara entre las piernas y los brazos sobre la cabeza. No tenía fuerzas para mirar a los ojos a las enfermeras que acudían con los medicamentos en pequeños vasos de plástico transparente. Cuando me pasaban la mano por el pelo, yo me encogía como una anémona de mar.
Todos los días a la misma hora me llevaban con el doctor Wang, que hablaba sabiamente sentado en su silla. Transcurrieron cuatro semanas hasta que levanté la vista y lo miré a los ojos.
Pero él seguía hablando, y yo lo escuchaba.
Después de cinco semanas lo interrumpí:
– ¿Qué es lo que tengo?
Él solía decir que había que buscar en la infancia.
Muy original.
– En la infancia te formas como persona -decía-. Es entonces cuando la vida sentimental se coloca en su sitio en el cerebro.
– Yo fui un niño feliz -le respondía.
– ¿Siempre?-me preguntaba el doctor Wang.
Le conté que había crecido como un príncipe mimado en un
palacio de seda y terciopelo.
– ¿Nunca pasó nada doloroso?
– Nunca -mentía yo.
– ¿Te pegaban?
«¿Abusaron de ti? -preguntaba.
«¿Abusaron sexualmente de ti? -preguntaba.
»¿Te encerraban en cuartos oscuros?
»¿Te decían cosas malvadas?
»¿Te molestaban?
Matraca, matraca, matraca…
Delante de su despacho, sobre la pared del pasillo, colgaba un reloj. La tiranía del tiempo. Todos los relojes del mundo se encadenan en un acuerdo colectivo de tictacs. Pero aquel reloj era distinto. Era uno de esos que rige a distancia con ondas de radio un reloj atómico de Hamburgo. Me pasaba horas siguiendo la huida del segundero sobre la superficie del reloj.
A principios del verano de este año fui a buscar al doctor Wang. Quería ayuda para elaborar unos recuerdos que habían aparecido al abrigo de la noche. Las circunstancias en torno a la muerte de papá. Todas las pequeñas curiosidades que no entendí de niño. Cada pequeño episodio es un hilo de un enmarañado telar. El doctor se alegró de que por fin hablara
, del verano en que murió papá. Algo debía de haberse desatado en mí.
Dijo que entonces entendía mejor.
– Me alegro por ti -le respondí yo.
Fue el doctor Wang quien me recomendó que anotara mis recuerdos. De ese modo todo resulta más real. Ves con mayor claridad, como si viajaras hacia atrás en el tiempo y lo revivieras todo.
– De acuerdo-dije. Y escribí.
***
Cuando era niño y alguien me llamaba cara pálida o me tiraba ladrillos a la cabeza, era en mamá en quien buscaba refugio.
Aparco a
Bola sobre las baldosas rojo óxido de la entrada de coches. A través de las ventanas abiertas del salón sale una luz cálida y las notas del «Romeo y Julieta» de Proko-fiev. Vislumbro a mamá en el momento en que se asoma. Un hada en el destello del
glamour. Sería injusto por mi parte afirmar que mamá ha intentado olvidarme o reprimirme. Pero su amor ha sido sustituido por un cuidado distante y concienzudo. Hace que me sienta como un pariente alejado de la madre patria.
Me está esperando en la puerta cuando subo las escaleras.
– Llegas tarde. -Su voz tiene ese timbre redondo que indica que es de noche, que ella lleva todo el día bebiendo y que lo ha completado con unas copitas después de que el profesor volviera a casa.
– Tenía unas cuantas cosas que solucionar.
– ¡Ya sabes que siempre cenamos a las siete y media!
– Mamá, ¿el profesor Arntzen te ha mencionado alguna vez el manuscrito Q?
– ¡Trygve! -me corrige con alegría. Su paciencia no conoce límites a la hora de intentar acercarnos el uno al otro.
– El manuscrito Q -repito.
– ¡Qué dices! ¿El manuscrito qué? -dice entre risas.
Entramos. El profesor ha estirado los labios en una sonrisa beata que lleva veinte años creyendo que podría lograr que lo acepte como mi nuevo padre y el fiel amigo y entregado amante de mamá.
– ¡Bjorn! -saluda. Con frialdad, con antipatía, pero sigue sonriendo para alegrar a mi madre.
Yo no digo nada.
– ¿Dónde está?-añade entre dientes.
– Chicos -dice mamá-, ¿tenéis hambre?
Entramos en el salón, un oasis de alfombras y sofás mullidos, tapices de terciopelo, vitrinas y arañas que titilan alegremente en la brisa de verano. En el suelo hay una alfombra persa que está prohibido pisar. La puerta doble que separa el salón del comedor está abierta. En la mesa relumbran las velas en candelabros de varios brazos y tres platos de porcelana pintada a mano. Oigo que en la ventana un perro se incorpora; está medio sordo y por fin ha entendido que han llegado invitados. Oigo que la cola golpea con entusiasmo contra el banco de la cocina.
– ¿Dónde está Steffen? -pregunto.
– En el cine -responde mamá-. Con una chica. Una chica absolutamente preciosa. -Se ríe-. No me preguntes quién es. Tiene una chica nueva cada mes. -Lo dice con coquetería, con orgullo, como para recalcar que ésa es una alegría que yo nunca le he dado. A cambio, tampoco he cogido el sida ni me han salido verrugas supurantes en los genitales.
Nunca he tenido una relación muy cordial con mi hermanastro. Es un extraño para mí. Al igual que su padre, se ha quedado con mi madre. Y a mí me han dejado en la puerta, a merced del frío.
El profesor y yo nos sentamos. En esta casa todos tenemos sitios fijos. Él y mamá ocupan los extremos de la mesa, yo me ubico en medio del lateral
. Un ritual.
Cuando mamá abre la puerta de la cocina para desaparecer entre sus ollas, entra el vorsteher del profesor. Tiene catorce años y se llama Breuer
. O Bmyer
. Nunca me he molestado en preguntar. A los perros se les ponen nombres idiotas. Se queda mirándome y mueve la cola. Luego la cola se detiene. Nunca ha llegado a conocerme, a no ser que le dé igual. La indiferencia es recíproca. Se derrumba en medio del suelo, como si alguien hubiera sacado una aguja de acero de su columna vertebral. Babea. Me mira con sus sufridos ojos que no paran de lagrimear. No comprendo cómo se puede querer a un perro.
– Tienes que devolver el cofre -masculla el profesor-. ¡No sabes lo que estás haciendo!
– Me encargasteis la supervisión.
– ¡Justo!
– Profesor -le digo con mi voz más gélida, que es bastante gélida-, eso es exactamente lo que estoy haciendo.
Mamá sale con el asado, luego se apresura a volver a la cocina en busca de las patatas, la salsa y finalmente la fuente de patatas y brécol gratinados con queso, para mí.
– No me echéis a mí la culpa si la comida está fría -dice en tono de reproche burlón. Nos mira y añade-. ¿Qué era lo que querías saber sobre Trygve y una vaca*?
El profesor me mira sorprendido.
– Es un malentendido -digo.
Mamá celebró su cincuenta cumpleaños el año pasado, pero aparenta apenas unos pocos años más que yo. Steffen tuvo suerte al heredar sus rasgos y no los del profesor.
El corta el asado mientras mamá sirve vino para ellos y cerveza sin alcohol para mí. Me sirvo el brécol. Mamá nunca ha entendido por qué decidí ser vegetariano, pero se le da bien hacer platos de verduras.
El perro me mira fijamente. Ha desenrollado sobre la alfombra su lengua húmeda de medio metro de largo.
El profesor cuenta un chiste que yo ya he oído y se ríe, por cumplir, de su propia gracia. No consigo entender por qué mamá decidió enlazar su vida y sus miembros con los de él. Ese es el tipo de pensamientos que a veces envenena mis modales.
En noruego, la letra Q suena igual que la palabra vaca (kü).(N. de la T.)
– ¿Has estado hoy en la tumba? -le pregunto a mamá.
Su mirada roza la del profesor, pero allí no encuentra ningún puesto de emergencia. Él parte una patata en dos y corta un pedazo de carne. Luego se lo mete en la boca y mastica. Su capacidad de actuar como si nada siempre me ha impresionado.
– ¿No has ido tú? -me pregunta con un hilo de voz.
Papá fue enterrado un jueves. Una semana después del accidente. El suelo en torno al ataúd estaba cubierto de flores y coronas. Yo me encontraba en primera fila, entre mamá y la abuela. Cada vez que miraba el crucifijo sobre el altar, recordaba lo alto que colgaba papá cuando perdió el agarre. Ante el ataúd había coronas de flores con cintas y esquelas. El ataúd era blanco con manillas doradas. Papá tenía las manos unidas y los ojos pacíficamente cerrados en un sueño eterno.
El cuerpo estaba rodeado de seda y, por lo demás, tan desfigurado que era irreconocible. Con el cráneo aplastado, los brazos y las piernas quebrados por tantas partes que se había vuelto flexible y ya no le quedaban articulaciones.
– El brécol está riquísimo -alabo.
No es necesario que diga nada más sobre la tumba. Al plantear la pregunta les he recordado a ambos que lo que los unió fue una muerte sin sentido y que, en realidad, era otro el hombre que debería estar sentado a la mesa de mamá.
– ¿La tumba estaba bien cuidada? -inquiere ella.
La miro sorprendido. Percibo en su voz cierto tono de enfado, nunca suele reaccionar cuando me pongo desagradable.
– He plantado unos lirios.
– ¡Me reprochas que nunca vaya!
El profesor carraspea y juguetea con sus verduras.
Se me da bastante bien hacerme el tonto.
– ¡Pero, mamá!
Mamá odia visitar la tumba de papá. No creo que haya vuelto a ir desde el entierro.
– ¡Han pasado veinte años, Bjornillo! ¡Veinte años! -Me mira fijamente. Le brillan los ojos del enfado y dolorosa autocompasión. Coge con tanta fuerza el cuchillo y el tenedor que tiene los nudillos blancos-. ¡Veinte años! -repite, y una vez más exclama-: ¡Veinte años, Bjornillo!
El profesor bebe un sorbo de vino tinto.
– Es mucho tiempo -concedo.
– Veinte años -llega a decir todavía una vez más.
Para mamá la exageración y la autocompasión son un arte que debe cuidarse y cultivarse.
El perro tose y vomita alguna guarrada que después se traga alegre rápidamente.
– ¿Piensas en él alguna vez? -digo. No es una pregunta. Es un malvado reproche. Yo lo sé. Ella lo sabe.
El profesor carraspea y comenta:
– La salsa está verdaderamente estupenda.
Ella no lo escucha. Me mira.
– Sí -responde en tono tenso; algo extraño y duro se ha cernido sobre ella-, pienso en él. -Deja el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. Dobla la servilleta-. Sé muy bien qué día es hoy -prosigue intimidada. Pasa a hablar el dialecto del norte-. ¡Todos los años! ¡Todos los veranos! No vayas a creer que no sé qué día es. -Se levanta y abandona la estancia.
El profesor no sabe muy bien si seguirla o abroncarme. Supongo que debería hacer ambas cosas. Se queda sentado masticando. Mira la silla vacía de mamá. Luego me mira a mí. Mira su plato. Sigue masticando.
– ¡Tienes que devolverlo! -dice.
Me vuelvo hacia el perro. Algo en mi mirada hace que éste ladee la cabeza y alce las orejas. Gimotea. La baba cae de su boca medio abierta formando una fea mancha en la alfombra de color claro. Se incorpora a medias. Después se tira un pedo y se va.
***
Lo primero en lo que me fijo al aparcar delante de mi casa es en que el Land Rover rojo sigue ahí. Está vacío.
Deben de creer que soy tonto. O que estoy ciego.
Lo segundo es en Rogern. Está fumando sobre la caja con arena que hay ante el portal.
La luz del primer piso le da de lado, dibujando sombras en su cara. Si no conociera a Rogern, apenas me habría fijado en él. Todos los suburbios están llenos de chicos como Rogern que andan por el barrio aburriéndose como ostras. Con su melena y su camiseta de Metallica arrugada, parece un delincuente juvenil cualquiera esperando la oportunidad de birlarle el bolso a una anciana con bastón y de seducir a tu hija de trece años. Pero como Rogern nunca suele andar delante de la puerta, como es tan tarde por la noche y como hay un Land Rover rojo ante el edificio, me inquieta verlo ahí.
Al verme, se acerca y, mientras abre el portal, me pregunta:
– ¿Tienes invitados?
Lo miro sin comprender.
Aprieto el botón del ascensor.
– Hay gente en tu apartamento. Te están esperando.
Subimos hasta el noveno piso y entramos en casa de Rogern. Cojo su teléfono y llamo a mi casa. El contestador está apagado. Alguien descuelga y se queda callado.
– ¿Bjorn? -pregunto.
– ¿Sí? -responde una voz.
Cuelgo.
Rogern está sentado en el sofá liándose un cigarrillo.
– Han llegado hace unas horas.
Me dejo caer en una silla.
– Gracias por esperarme.
Con los dedos amarillentos lía el tabaco, humedece la pega del papelillo, lo gira una última vez y lo enciende.
– No sé lo que voy a hacer -digo.
– Llama a la pasma -propone Rogern, y sonríe.
Aguardamos mirando por la ventana hasta que el coche de policía se desvía de la autopista y llega hasta nuestro edificio.
Rogern se queda en su casa mientras yo recibo a los agentes en el décimo piso. Son jóvenes, serios y autoritarios. Y de Sunnmore. Les doy la llave y me quedo en el pasillo. Es evidente que la Central de Operaciones no tiene el teléfono de emergencias conectado con la investigación en curso sobre mí. No pasará hasta que alguien de la policía hojee el diario por la mañana.
Salen un par de minutos más tarde.
Los intrusos son tres. Uno de ellos es fornido, con una expresión de tozudez en los ojos. Mi compañero King Kong.
El segundo es un refinado caballero con traje y la manicura hecha.
El tercero es el profesor Graham Llyleworth.
Los tres se paran en seco al verme.
– Estaban sentados esperando -dice el policía-. En el salón. ¿Los conoces? -El tono es de sorpresa, con un poco de reproche, como si fuera culpa mía que estuvieran en mi casa.
Miro largamente a cada uno de los hombres. Luego niego con la cabeza.
– Son ingleses -continúa el agente, y se queda esperando una explicación que nunca le daré.
Llyleworth entorna los ojos.
– Te arrepentirás de esto -me espeta entre dientes.
Los policías los empujan hacia el ascensor. Con mano
dura. A pesar de que ninguno de los tres opone la menor resistencia.
Después se cierra la puerta del ascensor.
***
Cuando los insectos se dan cuenta de que es imposible escapar, encogen las patas y se hacen los muertos. A mí a veces me entran ganas de imitarlos.
El miedo y las contrariedades tienen un efecto paralizador. Una reacción nueva e inesperada surge en mí en estos momentos: me enfado. Ya no estoy dispuesto a tolerar esto más. Al igual que el insecto, pretendo hacerme el muerto sólo durante un corto rato. Después me arrastraré hasta ponerme al abrigo de una brizna de hierba para reunir fuerzas y coraje.
Miro a Rogern tan insistentemente que acaba por sentirse incómodo.
– ¿Podría dormir en tu piso? -pregunto. No soy valiente ni temerario. Van a volver. Pronto se impacientarán y se pondrán de mal humor.
– Claro.
– Mañana por la mañana
me marcho al extranjero.
Rogern no es de los que hurgan y preguntan.
Bajamos a su casa. Me pregunta si estoy cansado. No estoy cansado. Estoy completamente despejado. Pone un CD de Metallica, busca unas botellas de cerveza Mack en la nevera y enciende una vela negra que apesta a parafina. Nos quedamos sentados juntos, bebiendo cerveza, escuchando a Metallica y esperando a que claree.
Capítulo 3 – EL AMANTE
Soy uno de esos hombres que apelan más a los instintos de las mujeres que a sus pasiones. Las mujeres ven en mí al hijo perdido.
Cuando tenía veintiún años, mi madre me pidió un domingo que fuera a verla, pues quería que habláramos sobre algo. Estábamos los dos solos en la enorme casa. Había mandado de excursión al profesor y a mi hermanastro. Había hecho unas pastas y café. De la cocina emanaba el aroma del asado y la col. Y, para mí, una tarta de queso. Mamá me colocó en el sofá y ella se sentó en una silla frente a mí. Cruzó las manos en el regazo y se quedó mirándome. Sus ojos enrojecidos me revelaron que llevaba toda la mañana armándose de valor. Estaba excepcionalmente guapa. Pensé que iba a contarme que los médicos le habían descubierto un tumor y le quedaban seis meses de vida.
Entonces me preguntó si era homosexual.
Debía de llevar mucho tiempo meditándolo. Para ella, mi albinismo era invisible. No creo que nunca haya llegado a comprender la desventaja social que sufre un albino de ojos rojizos a la hora de competir por el favor de las chicas con muchachos tostados por el sol, de ojos azules y pelo claro.
Recuerdo la sonrisa de alivio que cruzó su cara cuando le aseguré que las chicas me atraían, pero evité añadir que el grado en que ellas se sentían atraídas por mí era algo menor.
Me pregunto con frecuencia si fui yo o fue mamá quien cerró por descuido las puertas correderas entre nuestras existencias. Después de morir papá, fue como si ella no quisiera saber nada de mí. Me sentía como un recuerdo doloroso, un ancla a la deriva en su vida, y me ajusté obediente al papel del expulsado, el patético desgraciado que prefiere no molestar allí donde no es bien recibido. Seguro que hay quien piensa que la he tratado injustamente. ¿Intenté alguna vez, una única vez, ponerme en su lugar? ¿Pensé alguna vez en cómo se había desgarrado su vida y en cómo trataba de remendarla con la ayuda de ficciones alcoholizadas y el amor hacia un hombre que se conformaba con lo que le daban?
En Londres me alojé en un hotel de Bayswater. Si no hubiera sido por las vistas a Hyde Park, bien podría haber estado en la calle Ludwigstrasse de Múnich o en el Sunset Boulevard de Los Ángeles. Siento cierta simpatía por los concertistas de piano o las estrellas del rock que, pasados cuatro meses de gira, no tienen ni idea de en qué país se encuentran.
La habitación es estrecha, de paredes amarillo crema cubiertas con reproducciones anodinas. Una cama, una silla y un escritorio con un teléfono y una carpeta con información y papel de cartas en blanco. Minibar. Televisor. Armarios con perchas. Baño con azulejos blancos y pedazos de jabón empaquetado que huele histéricamente a limpio. No había estado nunca aquí, pero casi se me antoja que sí. Me he hospedado en unos cuantos hoteles a lo largo de mi vida, y, pasado un tiempo, todos parecen idénticos. Eso mismo les pasa a algunos hombres con las mujeres.
Un puñado de mujeres se han enamorado de mí por curiosidad, entrega o compasión, pero lo que todas tenían en común era que no conocían nada mejor. Nadie se ha quedado conmigo mucho tiempo. Es fácil que yo caiga bien. No soy del todo fácil de amar.
Le gusto a un tipo especial de mujeres. Son mayores que yo. Tienen nombres como Mariann, Nina, Karine, Vibeke, Charlotte. Tienen estudios, son inteligentes y algo neuróticas. Profesoras de secundaria. Asesoras culturales. Bibliotecarias. Sociólogas. Enfermeras jefe. Conoces el tipo. Llevan el bolso al hombro, chal, gafas, y están desbordadas por bondad y ternura hacia los perdedores de la vida. Pasan las puntas de los dedos sobre mi piel blanco tiza como hechizadas y luego me cuentan qué encuentran delicioso las de su sexo. Con la respiración entrecortada me muestran el modo en que hemos de proceder, como si yo nunca lo hubiera hecho antes. Yo no les dejo pensar otra cosa.
Tras el viaje, me quedo cerca de una hora en la cama del hotel, descansando. Me he duchado. Con las manos cruzadas en la tripa reposo desnudo sobre las sábanas frescas y estiradas. El estruendo de Bayswater Road y la música de trompa de Hyde Park se entretejen en una extraña cacofonía que me acompaña al país de los sueños. Pero sólo duermo unos pocos minutos.
***
– ¿Charles qué?
– ¡Charles DcWitt!
A la mujer del vestíbulo las gafas de lectura se le han deslizado hasta la punta de la nariz, y con una expresión que ha sacado de las oscuridades más profundas del congelador me mira de reojo por encima del borde de los cristales. El nombre ya ha rebotado entre nosotros seis veces. Los dos estamos a punto de perder la paciencia. Ella tiene mi edad, pero aparenta diez -¡o veinte!- años más. Lleva la coleta tan tirante que su cara ha adquirido un aire estirado, como si hubiera pasado en varias ocasiones por las manos de un cirujano plástico de Chelsea alcoholizado. Viste un ceñido traje rojo. Es el tipo de mujer que podría imaginarme que cayera en juegos sadomasoquistas al abrigo de la noche.
– ¿No está el señor DeWitt? -pregunto educadamente. Frente a tipos como ella, sólo sirven la cortesía exagerada y el sarcasmo.
– Voy a hablarle claro, de… manera… que… lo… entienda. -Mueve los labios como si yo estuviera sordo-. Aquí… no… hay… nadie… que… se… llame… Charles… DeWitt.
Me saco del bolsillo la tarjeta de visita que encontré en casa de Grethe. El papel está amarillento y las letras, medio borradas, pero el texto es legible.
CHARLES DEWITT – ASOCIACIÓN GEOGRÁFICA DE LONDRES.
Le ofrezco la tarjeta; ella no la coge, pero se queda mirándome la mano con total desinterés.
– ¿Es posible que haya dejado de trabajar aquí antes de que usted empezara? -pregunto.
Por su expresión comprendo enseguida que, estratégicamente, la pregunta es una completa catástrofe. Tras su pulido mostrador, en su vestíbulo enmoquetado y necesitado de una ronda con el cortacésped, con el teléfono de secretaria a su derecha y su anticuada máquina de cabeza de bola IBM a su izquierda, con una foto en color de su distinguido marido, sus encantadores hijos y el schnauzer enano ante sí sobre el escritorio, es la Incontestable Soberana del Universo. Este es su imperio, desde aquí gobierna todas las cosas, desde el chico de los recados al director general. Llamarla recepcionista o telefonista hubiera sido una barbaridad, insinuar que no lo sabe todo sobre la Asociación Geográfica de Londres, una blasfemia.
– Eso -responde- no lo creo.
Me pregunto cómo suena su voz cuando se acerca a su marido por las noches y está cariñosa y excitada.
– ¡He venido desde Noruega para verlo!
Me mira a través de una película de hielo. Así deben de haberse sentido las pobres víctimas humanas que miraban a los ojos de la suma sacerdotisa los últimos segundos antes de que ella les metiera un cuchillo en el corazón.
Me doy cuenta de que la partida está perdida. Cojo un bolígrafo de su escritorio, y ella da un respingo en la silla. Probablemente esté calculando la tinta que estoy gastando.
– Bueno, señora, si de todos modos recordara algo, ¿sería tan amable de contactar conmigo… aquí? -Le paso mi tarjeta de visita, en la que he apuntado el nombre del hotel.
Ella sonríe. No puedo creerlo. Una sonrisa de oreja a oreja, debe de ser porque estoy a punto de irme.
– ¡Por supuesto! -arrulla, y coloca la tarjeta junto al borde de la mesa.
Sobre la papelera.
***
En torno a un detalle constructivo aparentemente sencillo como una columna, se dispone de conocimientos artísticos y arquitectónicos con una tipología y un vocabulario que pueden llegar a quitarte la respiración.
Las dos columnas de mármol que estoy admirando son del orden jónico, de dos mil quinientos años de antigüedad. Sobre una columna jónica, a un historiador del arte se le puede ocurrir decir que «las puntas redondeadas de las volutas cubren parcialmente el equino» y que «la base del fuste consiste en toros y escocias alternados». Toda ciencia, toda materia, se enclaustra en su terminología y en su alienante vocabulario. Los demás nos quedamos fuera, con la boca abierta.
Las columnas sostienen un frontón, y en el tímpano, el frontón triangular, retozan querubines y serafines en torno al año 1900.
Atornilladas a los muros de ladrillo a ambos lados de la entrada, hay placas de latón, tan pulidas que reflejan los coches y los autobuses rojos de dos pisos que pasan a mis espaldas. Las letras grabadas están rellenas de plata. La puerta doble es de haya color sangre. La aldaba cumple sobre todo la función de recordar que por aquí no anda uno como Pedro por su casa. A mi derecha -dos metros por debajo de la cámara de vigilancia colocada junto al techo- hay un telefonillo de plástico negro incrustado en la pared. Como para compensar esta tremenda ruptura del estilo, el timbre dorado tiene forma de flor (¿o es de sol?).
Llamo. Y me abren. Sin preguntas.
La gran recepción me recuerda a esos bancos en los que tienes que pedir cita para meter tu dinero. Se oye un murmullo de voces bajas y pasos rápidos. Las paredes están cubiertas de paneles color marrón oscuro sobre los que cuelgan óleos que parecen prestados por la National Gallery. Las baldosas de mosaico cerámico brillan de barniz. En medio del vestíbulo, a través de un agujero cuadrado en el suelo y subiendo hasta las ventanas inclinadas del techo, crece una palmera que parece echar de menos el Sahara.
Lo único que rompe el conjunto es la abuela.
Detrás de un escritorio, lo suficientemente grande como para jugar al tenis sobre él, una anciana de pelo gris está sentada haciendo punto. Me mira. Se la ve muy contenta. Teje sin parar. Mi desconcierto ha de deberse a que el entorno armoniza mal con la visión de una abuela que hace punto.
– ¿Puedo ayudar en algo? -me pregunta alegremente. Las agujas entrechocan.
– ¿Qué estás tejiendo? -se me escapa.
– ¡Calcetines! Para mi nieto. ¡Es un encanto! ¿Algo más?
La pregunta tiene gracia; la amo. En manos de una persona con sentido del humor podría hacer que se me acelerase el corazón.
Me presento y le cuento que he viajado desde Noruega.
– La tierra del sol de la medianoche. -Sonríe con complicidad-. Entonces quizá sepas quién es Thor Heyerdahl. -Ahora se echa a reír-. ¡Qué hombre tan agradable! Pasa muy seguido por aquí. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Quisiera ver a Michael MacMullin.
Abre los ojos de par en par y deja a un lado la labor. Me siento como un súbito solicitante de asilo procedente del planeta Júpiter, como si acabara de pedirle cambio para pagar el aparcamiento donde he estacionado mi platillo volante.
– Ay, Señor…
– ¿Pasa algo?
– Está… Me temo que el señor MacMullin está en el extranjero. ¡Lo lamento muchísimo! ¿De verdad tenías una cita con él?
– En un sentido estricto, no. ¿Cuándo se espera que vuelva?
– No lo sé. Él no es de los que… Pero quizá pueda ayudarte alguna otra persona.
– Soy arqueólogo -explico. La lengua no me sigue del todo; en inglés «arqueólogo» tiene demasiadas consonantes seguidas. Rrr…kay…olo,…gist MacMullin está implicado en unas excavaciones. En Noruega.
– No me digas.
– Y he de hablarle. ¿Sería posible contactar con él? ¿Tiene teléfono móvil?
Suspira con desánimo.
– Lo siento. Es imposible. ¡Imposible! Verás, al ser el presidente, MacMullin tiene aquí su despacho, pero entra y sale sin informarnos… -añade inclinándose hacia mí y bajando la voz- a quienes estamos aquí para organizar a todos estos despistados. Pero quizá pudiera servirte nuestro jefe de sección.
– Claro.
– ¡Señor Winthrop! Un momento. -Marca un número interno en el teléfono y explica que el señor Balto de Noruega ha acudido para hablar con el señor MacMullin-. ¡Sí, así es! No, no tiene cita… Sí, ¿verdad? -¿Podría el señor Winthorp concederle una audiencia en su lugar? Dice «aja» varias veces, da las gracias y cuelga-. Desgraciadamente, el señor Winthrop está ocupado, pero su secretaria dice que le sería posible recibirte mañana. A las nueve. ¿Te va bien?
– Desde luego.
– ¡Habiendo venido de tan lejos como Noruega…!
Aunque ya han cerrado por hoy, la abuela me da permiso para que le eche un vistazo a la biblioteca de la fundación.
La fascinación por las bibliotecas me ha quedado de la infancia, cuando la filial local de Deichman era un buen sitio al que acudir después del colegio, cuando mamá me obligaba a salir para jugar con los chicos tostados por el sol y con buena vista que querían jugar al fútbol o a la conquista del mundo. Hay algo en los metros de estanterías llenas de libros que hace que me embargue un sentimiento de devoción. El silencio. El sistemático ordenamiento alfabético y temático. El olor a papel. Los cuentos, el dramatismo, las vivencias. Puedo pasarme horas deambulando por Deichmanske, sacando libros, hojeándolos, sentándome con uno que me atrape, repasando las fichas en los cajones largos y estrechos, buscando en los ordenadores.
También en la biblioteca de la SIS reina una paz inexplicable. Es como una iglesia. Me quedo de pie en medio, con los brazos en cruz, mirando, percibiendo.
– Lo siento, pero está cerrado.
La voz es aguda, un poco cortante. Me vuelvo hacia ella.
Debe de llevar un rato mirándome en completo silencio. Es probable que haya tenido la esperanza de que yo desapareciera si ella se mantenía lo suficientemente callada. Está sentada junto a los archivadores. En el regazo, sobre una falda de tweed, tiene un montón de fichas.
– La mujer de la recepción me ha dado permiso para que eche un vistazo -le explico.
– ¡Muy bien!
La sonrisa añade años a su cara de niña. Apuesto a que tiene alrededor de veinticinco. Lleva media melena, tiene el cabello claro y rojizo y unas pecas que apenas se insinúan. Es bonita. Lo que atrae mi mirada son sus ojos. Los iris, de colores diferentes, brillan como caleidoscopios. Se me ha ocurrido alguna vez que puede que haya colores que sólo yo conozco. Un color no se puede describir. Los científicos pueden decir cosas sobre la composición espectral de la luz, o que el rojo tiene una longitud de onda de 723-647 nanómetros, pero en el fondo todo color es una experiencia subjetiva. Por eso tiene sentido pensar que todos vemos colores que sólo conocemos nosotros mismos. Es una idea seductora.
Así son sus ojos.
Pone el montón de fichas sobre una mesa con ruedas. Es delgada, no muy alta. Lleva las uñas muy largas y afiladas, pintadas de rojo oscuro. Nunca he pensado que las uñas fueran algo sensual, pero no puedo mirárselas sin imaginarme cómo sería que me arañaran en la espalda.
– ¿Puedo ayudarte con algo? -me pregunta.
El tono, la mirada, la fina figura… algo en ella estira el muelle que pone en funcionamiento mis piernas y mis tics. Tiene un modo nervioso de presencia, una insistencia desazonada.
– No estoy seguro de lo que estoy buscando -respondo.
– Entonces te será difícil encontrarlo.
– Me pregunto tantas cosas… ¿No tendrás algunas respuestas buenas a tu disposición?
– ¿Cuál es la pregunta?
– No lo sé. Pero si consigues encontrar una respuesta, seguramente consiga formular alguna pregunta.
Ladea la cabeza y se echa a reír; en ese mismo instante me enamoro de ella. Hace falta muy poco.
– ¿De dónde eres?-inquiere.
– De Noruega.
Enarca las cejas.
– ¿Qué quieres decir con que no ruega?
Suavizo la erre:
– Noruega. Soy… -cojo carrerilla para pronunciarlo bien- arqueólogo.
– ¿Contratado por la SIS?
– No exactamente. De hecho, podría decirse que todo lo contrario. -Me río tensamente.
– ¿Estás aquí para llevar a cabo una investigación?
– He venido para ver a Michael MacMullin.
No puede disimular su sorpresa. Está a punto de decir algo.
– Ah -exclama finalmente. El sonido transforma los labios en una linda boquita de piñón.
– Tengo algunas preguntas que formularle.
– Eso nos pasa a todos.
Yo sonrío. Ella sonríe. Yo me sonrojo.
– ¿Qué tipo de biblioteca es ésta? -pregunto.
– Sobre todo hay literatura especializada, Historia, Teología, Filosofía, Arqueología, Historia de la cultura, Matemáticas, Física, Química, Astronomía, Sociología, Geografía, Antropología, Arquitectura, Biografías. Y así…
– Ah, las trivialidades de la existencia.
Vuelve a reír y me mira con curiosidad; supongo que estará preguntándose qué clase de criatura soy y quién habrá decidido ponerme en libertad.
– ¿Y tú eres la bibliotecaria?
– Una de ellas. Hola, ¡soy Diane! -Me tiende la mano de uñas rojas.
– Me llamo Bjorn -digo, estrechándosela.
– ¿Sí? ¿Bjorg? ¿Como el tenista?
– ¿Crees que me parezco?
Me estudia con atención mientras mordisquea el lápiz.
– Bueno -dice en tono de burla-, quizás él tenía un poco más de color que tú.
***
Ceno en el restaurante habitual de los vegetarianos serios de Londres. Animado, me pido uno de los platos más caros del menú, compuesto por coles de Bruselas, champiñones, espárragos y salsa de nata y ajo.
Debería pensar en el cofre, y en las descaradas maniobras de Llyleworth. Debería reflexionar sobre el misterio en torno a Charles DeWitt. Debería llamar a Grethe. Lo cierto es que podría haberme dado alguna explicación: DeWitt puede haberlo dejado. La tarjeta de visita no tenía pinta de nueva.
Pero lo que hago es pensar en Diane.
Puede que me enamore con tanta facilidad porque veo una posible novia y futura esposa en toda mujer. Una sonrisa, una voz, un roce… No soy repugnante. Soy pálido, pero no feo. Dicen que tengo ojos bondadosos, rojos, sí, pero unos ojos rojos bondadosos.
Las ideas fluyen en torno a fantasías sobre mis misterios interiores mientras me como las coles de Bruselas, los champiñones y los espárragos y vacío la botella de vino.
Después eructo y me voy.
***
Una profesora de Lengua me planteó una vez una pregunta.
– Si no fueras una persona, Bjorn, sino una flor, ¿qué flor te hubiera gustado ser?
Solían ocurrírsele todo tipo de preguntas extrañas. Creo que le hacía gracia jugar conmigo y yo era una víctima agradecida. Yo tenía diecisiete años. Ella, el doble.
– Una flor, Bjorn -repitió. Su voz era suave, cálida. Se inclinó sobre mi pupitre. Todavía recuerdo su aroma; suave, especiado, repleto de húmedos secretos.
La clase guardaba silencio. Todos tenían curiosidad por saber qué flor le hubiera gustado ser a Bjorn, o quizás esperaban que tartamudease y me sonrojara, como era mi costumbre cuando ella se inclinaba sobre mí con todos sus aromas y sus contoneantes tentaciones.
Pero por una vez tenía respuesta a su pregunta.
Le hablé sobre la Espada de Plata.
Crece en los cráteres de los volcanes de Hawai. Durante veinte años no es más que una triste bola cubierta de un pelo de brillo plateado. Acumula fuerzas. De pronto, un verano, explota en una fastuosa floración en amarillo y púrpura. Luego muere.
Mi respuesta la dejó pasmada. Se quedó un buen rato junto a mi pupitre mirándome fijamente.
¿Qué coño esperaba que respondiera? ¿Un cactus?
***
La nota está escrita con letra de chiquilla, llena de lazos y perifollos, en una hoja en la que el hotel ha imprimido «Mensaje para nuestros huéspedes» con letras góticas:
Para el señor Bulto, habitación 432: ¡Por favor llame a la señora Grett Lidwoyen inmediatamente!
Linda/Recepción/Jueves/14,12 h
– ¿Tú eres Linda? -le pregunto a la chica de recepción.
– ¡Lo siento! Linda ha acabado su turno a las tres.
Entonces Linda debe de ser la gata patilarga que atendía cuando me he registrado en el hotel. Linda… Puede que tenga muchas cualidades, seguro que es buena y cariñosa. Es guapa. En las hábiles manos de un torturador no creo que negase que su corte de pelo atrajo mi mirada. Pero la ortografía no es el fuerte de Linda.
Subo las escaleras con la nota y la llave-tarjeta en la mano, abro la puerta de mi habitación.
Marco el número y dejo que el teléfono suene.
Al otro lado de la ventana, los ruidos tienen un carácter distinto al de la mañana. Un autobús, quizás un camión, hace que vibre el cristal. Estoy sentado sobre la cama, la luz cae por el papel de la pared. Me quito los zapatos de unas patadas y me doy un masaje en los pies. Tengo pelusa entre los dedos.
En la otra punta alguien levanta el auricular. Durante mucho tiempo hay silencio.
– ¿Grethe?-pregunto.
– ¿Hola? -Es la voz de Grethe. Suena muy lejana.
– Soy Bjorn.
– Ah.
– Acabo de recibir tu mensaje.
– Sí. -Suspira-. No era mi intención… – Vuelve a suspirar.
– ¿Grethe? ¿Pasa algo?
– ¿Eh? No, nada.
– Se te oye muy lejana.
– Son… las pastillas. ¿Podrías llamarme más tarde?
– Claro… ¿No corría prisa?
– Ya. Pero es que… Me viene un poco mal.
– ¿Grethe? ¿Quién es Charles DeWitt?
Empieza a toser. El ataque es estertoroso. Suelta de golpe el auricular sobre la mesa, y me parece oír a alguien dándole palmadas en la espalda. Después de un buen rato levanta el auricular y susurra:
– ¿ Podrías llamar más tarde?
– Grethe, ¿ te sientes mal?
– Se… me… pasará.
– ¿Hay alguien contigo?
No responde.
– ¡Tienes que llamar a tu médico!
– Me… las… apañaré.
– ¿Con quién estás?
– Bjornillo, ahora mismo no tengo… fuerzas… para hablar.
Luego cuelga.
La infancia me volvió sensible. Cuando eres un albino introvertido, aprendes a sentir los golpes del pulso del idioma. Incluso por medio de una línea telefónica que llega desde Bayswater, Londres W2, hasta la calle Thomas Heftyes, 0264 Oslo, a través de cables subterráneos y un satélite de telecomunicaciones en órbita geoestacionaria, percibía el miedo de Grethe. Estaba mintiendo. Me tumbo despatarrado sobre la cama y enciendo el televisor. Voy cambiando de canal con el mando.
Una hora después vuelvo a llamar a Grethe. No coge el teléfono.
Me doy una ducha rápida y antes de llamarla de nuevo veo el final de un capítulo de Starsky y Hutch del año de la pera. Dejo que suene veinte veces.
Me paso alrededor de una hora leyendo el trabajo que escribió papá junto con Llyleworth y DeWitt. Funciona mal como somnífero. Sus tesis van tan lejos que no acabo de estar seguro de que hablen en serio. En última instancia, afirman, que el hallazgo del cofre de los secretos sagrados podría cambiar el orden mundial, aunque luego, con la habitual precaución de los científicos, añaden tantas reservas que la afirmación pierde su sentido.
Cuando paso la página 232, una carta cae por un lado. Tiene fecha del 15 de agosto de 1974. No está firmada. Y no dice a quién va dirigida. Lo primero que pienso es que la escribió papá. La letra es idéntica a la suya. Pero no puede ser, ¿no? Si obviamos que reconozco los lazos bajo las ges y las jotas, y la raya sobre las úes. En ella describe sus planes para una expedición a Sudán. Lo que no entiendo es por qué hay una carta de papá en un trabajo que lleva veinticinco años en una estantería en casa de Grethe Lid Woien.
Ocurre algo con la noche.
Para mí la noche es algo que preferiría pasar durmiendo. La oscuridad lo agranda todo. Me siento más enfermo. Las trivialidades del día se van moliendo y pierden toda proporción.
Debería estar cansado, debería estar agotado. Pero tumbado, con los ojos abiertos de par en par, miro la oscuridad del cuarto. Al otro lado de la ventana fluye una corriente uniforme de coches. Algunos turistas berrean con ánimo festivo. Yo pienso en Grethe. Pienso en el cofre que he escondido en casa de Rogern. Pienso en el profesor Llyleworth y el profesor Arntzen, en Charles DeWitt y Michael MacMullin. Pienso en papá. Y en mamá.
Pero sobre todo pienso en Diane.
A las dos y media de la mañana despierto de pronto y enciendo la luz de la mesilla. Ahogado en sueño marco el número de Grethe.
En un pequeño país, en una pequeña ciudad, en un piso de un edificio de Frogner, un teléfono solitario no para de sonar.
***
Hay maneras agradables de despertar. Un beso en la mejilla. El canto de los pájaros. El Quinteto para cuerda en do mayor
de Schubert. El rumor de una barca a motor.
Luego están las desagradables. De ésas hay más. Como el timbre de un teléfono.
Busco a tientas el auricular.
– ¿Grethe?-murmuro.
Son las ocho y cuarto. Me he quedado dormido.
– ¿Señor Belto? -pregunta una mujer.
La voz me suena, pero no consigo situarla.
– ¿Sí?
Ella titubea.
– Llamo de la Asociación Geográfica de Londres. -La voz es estirada, fría y cortante; en ese mismo instante surge la imagen de la furia tras el escritorio. La dominatriz sadomasoquista ha dejado en casa la falda de cuero y el látigo y se ha puesto el elegante hábito de secretaria y el tono desagradable.
– ¿Sí?
Vuelve a titubear. No es ésta una conversación que aprecie.
– Por lo visto ha habido un malentendido.
– ¿Sí?
– ¿Fue usted quien preguntó por… Charles DeWitt?
– Sí. -Esbozo una sonrisa maligna.
– Lo siento mucho… -El tono es tan seco que podría separar las palabras y machacarlas hasta convertirlas en polvo-. Al parecer sí hay un Charles DeWitt vinculado a nosotros.
– ¿No me diga? -Exagero la sorpresa para prolongar la humillación.
El modo en que ella toma aire me dice que está apretando los labios. Yo disfruto cada vez más.
– ¿Quizá se le había olvidado? -añado.
Carraspea. Me doy cuenta de que hay alguien a su lado escuchando.
– El señor DeWitt tiene mucho interés en recibirlo. Desgraciadamente no está en Londres en estos momentos, pero esperamos que llegue con el avión de media mañana. Me ha pedido que concierte una cita con usted.
– Qué bien. Quizás él desee apuntarse también. Para que lo conozca. -Es un problema que tengo. A veces me pongo sarcástico.
Ella ni considera darme una respuesta.
– Si quisiera presentarse a las…
– ¡Un momento! -la interrumpo. Quiero hacerme el valioso. Nunca he intentado ocultar que puedo ser un Satán-. Que míster DeWitt se ponga en contacto conmigo cuando vuelva. Tengo un programa muy apretado.
– ¡Señor Belto! Me pidió con insistencia que…
– Seguro que es tan amable de darle el número del hotel. Podrá encontrarme por la tarde o por la noche.
– ¡Señor Belto!
– Puede dejarle el recado a la recepcionista.
– Pero…
– ¡Y salude de mi parte al señor DeWitt, por favor! Estoy deseando verlo.
– ¡Señor Belto!
Cuelgo, jactancioso, y de un giro pongo los pies en el suelo. En el cajón encuentro calzoncillos, calcetines y una camisa. Me visto antes de llamar a Grethe. Ya no me sorprende que no responda. Voy
al baño. Mi orina huele a los espárragos de anoche. Me quedé atónito cuando me dijeron que sólo una minoría tiene un olfato capaz
de percibir los espárragos en la orina. Me agarro a todo lo que me haga único.
***
– ¡Ah! ¡El misterioso señor Balto!
Anthony Lucas Winthrop Jr. es un hombre rechoncho y bajito con la cabeza en forma de bola y una risa burbujeante como la de un payaso contratado para divertir a los niños mimados de una fiesta de cumpleaños mundana. Me ofrece la mano. Sus dedos cortos parecen salchichas con anillos de oro. Sus ojos entreabiertos me miran con expresión burlona, su rostro está desbordado de amabilidad y atención paternalista.
Hay algo en su voz… No me fío de él.
La abuela que teje ha subido conmigo las amplias escaleras de mármol hasta el tercer piso y me ha conducido por el largo pasillo de columnas en que resuenan el eco de los pasos y las voces mitigadas, hemos doblado en una esquina y hemos llegado a la antesala de Winthrop.
Él me guía hacia su despacho.
No es un despacho. Es un universo.
En la lejanía, bajo los arcos de las ventanas, vislumbro el escritorio. En la otra punta, junto a la puerta, hay unos muebles de salón. En medio flotan nebulosas de estrellas, cometas y agujeros negros.
– ¿Debo interpretar que le gusta jugar a ser Dios? -pregunto con una sonrisa irónica.
Se ríe con inseguridad.
– Soy astrónomo. De profesión. -Abre los brazos en un gesto de inhibición, como para dejar que su trasfondo profesional explique el extraño hecho de que haya transformado su despacho en un universo en miniatura.
Hace un tiempo leí una noticia en un periódico sobre un grupo internacional de astrónomos que había descubierto un cuerpo celeste que emitía materia que, al parecer, se trasladaba a mayor velocidad que la luz. La noticia de ese descubrimiento causó sensación en el congreso científico Cospar de Hamburgo, pero obviamente algo tan abstracto como la velocidad de la luz no tenía gran importancia para los periódicos, así que no se escribió gran cosa sobre el asunto. Fue un grupo de astrónomos el que, con ayuda de un radiotelescopio, localizó el misterioso cuerpo celeste a treinta mil años luz de la Tierra. A un trecho de aquí, por decirlo así. Si las observaciones son correctas, torpedean el límite más absoluto de las leyes de la naturaleza: la velocidad de la luz. Las perspectivas son para marearse. Por eso tampoco hubo grandes titulares en los periódicos.
Caminamos a través del Sistema Solar y nos adentramos en el Cosmos, más allá de Próxima Centauri y la nebulosa de Andrómeda, hasta llegar a su escritorio. Mis movimientos han hecho que las galaxias se pongan a temblar y balancearse en sus hilos de nailon.
– Tengo entendido que va a reunirse con Charles DeWitt esta tarde -dice en tono vacilante.
– ¡Dios mío! ¡Todo lo que saben!
Winthrop refunfuña con evidente nerviosismo y se sienta en una silla llamativamente grande. Yo me dejo caer en una llamativamente pequeña. Es como sentarse en el suelo. En uno de mis constantes y recurrentes ataques de maldad, pienso que tras un escritorio pulido incluso un payaso puede elevarse hasta Dios.
– ¡Señor Balto! -exclama entusiasmado mientras se balancea sobre su silla y
aplaude como si se hubiera pasado años esperando que llegara este día-. Bueno… ¿Qué podemos hacer por usted?
– Estoy buscando algo de información.
– Eso tengo entendido. Y ¿qué le trae a la SIS y a Michael MacMullin? Como verá, no está aquí.
– Hicimos un hallazgo.
– Ah, ¿sí?
– Y creo que MacMullin sabe algo sobre el asunto.
– ¿De verdad? ¿Y en qué consiste ese hallazgo?
– Señor Winthrop -digo con exagerada cortesía-, vamos a dejarnos de chorradas.
– ¿Disculpe?
– Ambos somos hombres inteligentes, pero malos actores. Dejémonos de teatro.
Su estado de ánimo sufre una transformación casi imperceptible, pero a pesar de todo apreciable.
– Está bien, señor Balto. -Su voz adquiere el tono de desconfianza y la frialdad de la de un hombre de negocios.
– Evidentemente sabe quién soy, ¿no?
– Es usted profesor adjunto en la Universidad de Oslo. El supervisor noruego de las excavaciones del profesor Llyleworth.
– Entonces es obvio que también sabe lo que hallamos, ¿no?
Se estremece. Winthrop es de esos hombres que no están a gusto bajo presión.
– El cofre sagrado -añado para ayudarlo.
– Eso tengo entendido. ¡Verdaderamente fascinante!
– ¿Qué puede contarme sobre el mito de la reliquia de los secretos sagrados?
– Poca cosa, me temo. Soy astrónomo, no historiador ni arqueólogo.
– ¿Conoce el mito?
– De modo superficial. El Arca de la Alianza, el cofre sagrado…, un manuscrito…, hasta ahí sé.
– Pero seguro que sabe también que lo que buscaba Llyleworth era ese cofre.
– Señor Balto, la SIS no se ocupa de supersticiones. No creo que Llyleworth esperara encontrar ningún cofre sagrado.
– ¿Y si resulta que no se trata de ninguna superstición, sino, por ejemplo, de un cofre de oro?
– Señor Balto. -Suspira con rechazo y alza los dos montones de salchichas-. ¿Se ha traído el hallazgo? ¿Aquí? ¿A Londres?
Chasqueo la lengua en respuesta.
– Espero que esté en sitio seguro.
– Por supuesto.
– ¿Es una cuestión de dinero?-pregunta en tono ausente.
– ¿Dinero?
A veces soy un poco corto de entendederas. Él me mira a los ojos. Le devuelvo la mirada. Tiene los ojos de un gris azulado y las pestañas bastante largas. Intento leerle los pensamientos.
– ¿ Cuánto había pensado? -inquiere.
De pronto caigo en la cuenta de por qué reconozco la voz. He hablado por teléfono con él, hace dos días, cuando se presentó como el señor Rutherford del Real Instituto Británico de la Jodida Arqueología.
Me echo a reír y me mira desconcertado. Después me acompaña con su risa de payaso. Ahí estamos, riéndonos en nuestra mutua desconfianza.
Detrás de nosotros, en la otra punta del universo, se abre una puerta. Un ángel llega flotando, con una bandeja de plata con dos tazas y una tetera de porcelana. Sin mediar palabra, nos sirve y desaparece.
– Por favor -dice Winthrop.
Dejo caer un terrón de azúcar en el té, pero no toco la leche. Winthrop hace exactamente al revés.
– ¿Por qué se niega a entregar el objeto?
– Porque es propiedad noruega.
– Escuche -empieza con irritación, pero se detiene y decide cambiar de tono-. Señor Balto, ¿no es el profesor Arntzen su superior?
– Sí.
– ¿Por qué, entonces, no obedece las órdenes de su superior?
Órdenes, mandatos, decretos, dictados, leyes, reglas, instrucciones, prescripciones… La mayoría de los británicos encuentra seguridad en todas las regulaciones de la vida. Pero a mí me ocurre lo contrario.
– No confío en él -respondo.
– ¿No confía en su propio padrastro?
Un escalofrío me baja por la espalda. Hasta eso han descubierto.
Winthrop me guiña un ojo y chasquea la lengua. Es espabilado.
– Dígame, señor Balto, ¿no sufrirá una ligera manía persecutoria?
No me extrañaría que hubiera leído mis historiales médicos. Y el diario. Algunas veces hasta los paranoicos pueden tener razón.
– ¿Qué hay en el cofre? -pregunto.
– Como ya le he dicho, señor Balto, permítame que le recuerde que es su obligación entregar aquello que de ningún modo le pertenece.
– Voy a entregarlo…
– ¡Estupendo!
– … En cuanto averigüe qué es lo que hay dentro y por qué tanta gente está tan empeñada en sacarlo ilegalmente de Noruega.
– Señor Balto, ¡de verdad…!
– ¡Yo era el supervisor de las excavaciones!
Winthrop chasquea los labios.
– En efecto. Pero en realidad nadie le ha dicho qué es lo que estaban buscando, ¿no?
Vacilo. Comprendo que va a dejarme formar parte de algo que se supone que no debería saber. Pero también sé que probablemente me servirá una mentira bien dirigida, una seductora pista falsa.
– ¿El mapa de un tesoro?
Sus cejas forman dos uves perfectas cabeza abajo.
– ¿El mapa de un tesoro, señor Balto?
– ¿Ha estado últimamente en Rennes-le-Cháteau?
– ¿Dónde?-Me mira con inocencia.
Perfecciono la pronunciación:
– ¡Rennes-le-Cháteau! Ya sabe, la iglesia medieval. Los mapas del tesoro.
– Lo siento. De verdad, no sé de qué me está hablando.
– Entonces, ¿podrá contarme lo que estaban buscando de verdad?
Se estremece y baja la voz; está incómodo.
– Tenían una teoría.
– ¿Una teoría?
– Nada más. Sólo una teoría.
– ¿Que consistía en qué?
Winthrop hace una extraña mueca que quizá pretenda manifestar profundas reflexiones, pero que en el fondo sólo parece una mueca extraña, y luego pregunta:
– ¿No es sorprendente que las civilizaciones antiguas no fueran en absoluto tan primitivas como creíamos?
– Y que lo diga.
– Tenían conocimientos, tanto tecnológicos como intelectuales, que no parecen corresponder a gente en su estado de desarrollo. Conocían mejor el universo que muchos astrónomos aficionados de hoy en día. Dominaban la matemática abstracta. Eran destacados ingenieros. Practicaban la medicina y la cirugía. Tenían muy buena comprensión de las distancias y las proporciones, de la geometría y la perspectiva.
Lo miro con atención, intento leer entre líneas estudiando su cara y sus ojos.
– Por ejemplo: ¿se ha preguntado alguna vez por qué se construyeron las pirámides? -inquiere.
– En realidad no.
– ¿ Sabe entonces por qué?
– ¿No eran cámaras mortuorias? ¿Los suntuosos sepulcros de los faraones?
– Represéntese la pirámide de Keops. Tenía ciento cuarenta y cuatro metros de altura cuando fue erigida por el rey egipcio Keops, de la cuarta dinastía. Los arqueólogos y los ladrones de tumbas han encontrado una cámara del rey, una cámara
de la reina, hoyos, galerías, pasillos estrechos… Las estancias conocidas constituyen en total un uno por ciento del volumen de la pirámide. ¿Me sigue?
Lo sigo.
Se inclina sobre el escritorio.
– Los científicos -continúa- empezaron a practicar radioscopias en las pirámides con tecnología moderna. No tardaron en darse cuenta de que había mucho más hueco del que se ha descubierto. Hasta un quince por ciento.
– No es tan sorprendente.
– Desde luego que no. ¡Pero un quince por ciento, señor Balto, es bastante! No sólo eso: el sensible equipo recibió reflejos que indicaban que un gran objeto de metal está localizado siete metros por debajo del nivel del suelo de la pirámide.
– ¿Un tesoro?
– Por lo que sé, le interesan los tesoros. Y supongo que se puede decir que todo lo que hay dentro de una pirámide, por definición, ha de considerarse un tesoro. La presencia de metales en una pirámide egipcia no tendría, en sí misma, por qué extrañar a nadie. Pero no se trataba de un sarcófago de oro ni de una colección de cobre o hierro. El tamaño y la macicez del objeto metálico era de tal carácter que obligó a los científicos a repetir varias veces las mediciones antes de convencerse de que los datos eran correctos. Situando el equipo radioscópico en diferentes ángulos y posiciones, consiguieron el boceto del objeto metálico. Su contorno.
– ¿Y qué es lo que vieron?
Winthrop se levanta y se acerca a un armario que contiene una caja fuerte. Teclea un código y la puerta se abre con un bostezo. Winthrop saca una carpeta negra que trae hasta el escritorio mientras la abre.
– Ésta es una copia de lo que descubrieron -dice.
La hoja está metida en una funda de plástico transparente. A primera vista el dibujo, hecho por ordenador, parece una nave espacial.
Después advierto que realmente representa una nave espacial.
Casco alargado, alas pequeñas, timón de profundidad.
Miro a Winthrop de reojo.
– El año pasado excavamos hasta la galería en la que se encuentra la nave -dice.
– ¿Qué es esto?
– ¿No lo ve?
– Parece una nave espacial.
– Es una nave espacial.
– ¿Una nave espacial?
– Exacto.
– Espere un momento. ¿Una nave espacial se quedó atascada bajo la pirámide de Keops en un desgraciado intento de aterrizar en el desierto? -pregunto en tono mordaz.
– No, no, no lo entiende. Es una nave sobre la que se construyó la pirámide de Keops.
Le dirijo mi triste mirada de perro. La que significa: «No pretenderá que me crea todas estas tonterías, ¿verdad?» Y después suelto un profundo suspiro.
– Quizá conozca las controvertidas teorías del suizo Erich von Dániken -prosigue.
– ¡Sí! Se refieren a las visitas de extraterrestres a la Tie rra en el pasado, y esa clase de cosas.
– Eso es.
Miro el dibujo de la nave espacial. A continuación miro a Winthrop.
– ¡No puede estar hablando en serio! -exclamo.
De la carpeta negra saca cinco hojas de papel cubiertas de fórmulas matemáticas.
– Los cálculos -dice empujando hacia mí los papeles-. La NASA ha evaluado las cualidades aerodinámicas de la nave. A partir de ahora van a ajustar sus futuras naves espaciales a este modelo.
Me cruzo de brazos. Empiezo a sentirme mal. No porque me crea su historia, sino porque sus mentiras parecen ocultar un secreto que quizá sea aún más terrorífico.
– Una nave espacial bajo la pirámide de Keops -digo, como si ya hubiera conseguido convencerme.
Inclino la cabeza hacia la izquierda. Y luego hacia la derecha. Como si tuviera tortícolis. Bebo un sorbo de té. Está tibio y sabe como algo que esperarías que te sirvieran en la tienda de un beduino rico en medio del desierto.
– ¿Así que quiere que crea que la pirámide de Keops se erigió sobre una nave espacial prehistórica? -digo mirándolo a los ojos.
– Permítame que se lo repita… Una nave espacial. Creemos que procedía de una nave nodriza mayor en órbita alrededor de la Tierra.
– Sí, claro.
– Parece escéptico.
– ¿Escéptico? ¿Yo? De ningún modo. Pero, dígame, ¿cómo explica que los egipcios construyeran una enorme pirámide sobre la nave? No creo que hace cinco mil años existiese el concepto de «garaje».
– Consideraban que era sagrada. La nave celeste de los dioses.
– ¡Debió de ser un verdadero fastidio para los extraterrestres cuando por fin volvieron y encontraron una enorme pirámide sobre su nave!
Ni siquiera sonríe. Cree que tiene mi confianza.
– Algo pudo haber salido mal desde el principio -apunta-. Quizá fuese un aterrizaje forzoso. Quizá la nave no pudiera despegar, ¿Arena en la maquinaria? O quizá sus astronautas murieran al encontrarse con la atmósfera terrestre, o al entrar en contacto con determinadas bacterias. No estamos seguros. Seguimos en la fase de las adivinanzas.
– ¿Así que no han intentado hacer girar la llave de
arranque?
– Aún no.-Vacila-. Existe otra teoría.
– No lo dudo.
– Podría pensarse que nunca pretendieron que la nave volviese. Que su misión era traer a un grupo de criaturas, sin duda con apariencia humana, para que se quedaran en la Tierra.
– ¿ Qué tenían que hacer aquí?
– Quizá quisieran colonizar nuestro hermoso planeta, intentar reproducirse, no hay modo de saberlo. Hay quien cree que esas criaturas eran los modelos de los relatos de la Biblia sobre bellos ángeles estilizados. Eran más grandes y altos que nosotros, las personas. E inconcebiblemente hermosos. Por la historia de la religión sabemos que los ángeles a veces dejaban embarazadas a nuestras mujeres. Así que, en el aspecto genético, debemos de haber tenido un origen común.
Me río.
El no dice nada.
– ¿Y usted se cree todo eso?-pregunto.
– Se trata de reconocer los hechos, señor Balto.
– O las mentiras.
Lo miro largamente. Al fin, el sonrojo emerge como dos rosas en sus redondas mejillas.
– ¿Y el cofre? -pregunto-. ¿Qué relación tiene con esto?
– Eso quizá lo sepamos cuando nos lo entregue.
Me río.
– Tenemos la esperanza de que el contenido del cofre pueda guiarnos hasta esos seres extraterrestres -afirma-. No necesariamente a los que aterrizaron, no creo que sean inmortales, aunque, quién sabe… -añade, arqueando las cejas-, sino a sus descendientes. La línea de su estirpe. Tal vez encontremos un mensaje. De ellos para nosotros.
Guardamos silencio.
Recientemente leí algo en el periódico sobre la médico finlandesa Rauni-Leena Luukanen, que no sólo es especialista en enfermedades terrenales como la sinusitis o las hemorroides, sino también en la filosofía pacifista de criaturas de sistemas solares lejanos. Mantiene contactos regulares con los humanoides que cruzan la bóveda celeste. De todas las confidencias que le han hecho, me maravilla que operen con seis dimensiones, que viajen a través del espacio y el tiempo o que una delegación de ellos recibiera a Neil Armstrong cuando puso los pies sobre la Luna. La más fascinante de todas las afirmaciones de Luukanen deriva del hecho de que, al igual que yo, son vegetarianos. Y de que el plato favorito de los humanoides es el helado de fresa.
Me río de nuevo. Es posible que Winthrop me considere un poco incrédulo.
– Piense usted lo que quiera-dice con voz áspera.
– Eso hago.
– Le he presentado los hechos, todo lo que sabemos, y lo que creemos. No puedo hacer más. Créase usted lo que le parezca. O déjelo estar.
– Eso se lo prometo.
Carraspea y se mueve en la silla.
– ¿Qué es la SIS?-pregunto.
– ¡Ah! -Salta a la vista que la pregunta le agrada. Es inofensiva, una de esas preguntas que puede mantenerlo en marcha durante una hora o dos en esas fiestas de cóctel que frecuenta con su bella y joven esposa, que seguramente tiene una relación con su entrenador de tenis-. La SIS -añade lentamente, como si tuviera que tomar impulso con cada letra- es una fundación científica, establecida en el año mil novecientos por los investigadores y científicos más destacados del momento. El objetivo era coordinar los conocimientos de muchas ramas del saber en un banco común. -Asume un tono didáctico, como si estuviera ante un grupo de colegiales-. ¡Imagínese el momento! -Abre los brazos de par en par-. El comienzo del siglo. ¡Un nuevo optimismo! Crecimiento. Idealismo. En la vida económica surgían nuevas y grandes industrias. Una nueva era nacía. Pero había un problema; ¿sabe en qué consistía?
– No.
– Nadie pensaba más que en su propio terreno del saber. Y ésa fue la gran idea que propició la fundación de la SIS: controlar el desarrollo científico, coordinar, poner en contacto a científicos que pudieran ayudarse entre sí. En una palabra:
pensar globalmente en esa maraña de unidades.
– Suena estupendo; pero ¿en qué ha derivado la SIS?
– Recibirnos apoyo económico y profesional de todas las ramas del saber. Percibimos dinero del presupuesto estatal y de nuestros propietarios, además de donaciones de universidades y ámbitos científicos de todo el mundo. Somos más de trescientos veinte empleados fijos. Contamos con un gran número de científicos en puestos de la mayor importancia. Tenemos contactos en las principales universidades. Estamos representados en todos los lugares donde se llevan a cabo investigaciones trascendentes.
– Nunca había oído hablar de ustedes.
– ¡Eso sí que es extraño!
– No hasta que averigüé que la SIS estaba detrás de las excavaciones que me habían contratado para…, ¡je, je!, supervisar.
Winthrop hojea, con el pensamiento en otra parte, unos folios que hay sobre el escritorio.
– ¿Qué puede contarme sobre Michael MacMullin? -pregunto.
Winthrop levanta la vista de sus papeles.
– Un gran hombre -dice en tono de devoción-. Es el presidente de la junta directiva de la SIS. Todo un caballero, ya mayor y muy rico. ¡Un cosmopolita! Lo nombraron catedrático de Oxford justo después de la guerra. En mil novecientos cincuenta se retiró de la investigación para dedicar su vida a la SIS.
– ¿Dónde está ahora?
– Creemos que a punto de volver. Pronto tendrá ocasión de reunirse con él. Tiene mucho interés en verlo.
– ¿Cuál es su especialidad?
Winthrop enarca las cejas.
– ¿No lo sabe? Es arqueólogo. Como usted. Como su padre.
***
Diane está sentada tras el mostrador, y mira con los ojos entornados el ordenador con letras verdes. Está mona cuando entorna los ojos. También está mona cuando no lo hace.
El sol entra a raudales por las grandes ventanas. Acabo de cruzar la puerta. En la mano estrujo el folleto enrollado de la SIS que me ha dado Winthrop. Al separarnos, ha reído con su boba risa de payaso y me ha dicho que le alegraba verme tan dispuesto a colaborar. ¿Dispuesto a colaborar? Al parecer pensaba que había hecho su trabajo y que yo iba a irme corriendo a casa a buscar el maldito cofre. Debe de creer que soy fácil de persuadir. Y bastante tonto.
Con un carraspeo discreto, que resuena en el silencio catedralicio, doy un paso hacia el interior de la biblioteca. Diane me mira con expresión ausente. La concentración se diluye en una sonrisa. La luz me engaña: por un instante me parece que se sonroja.
– Tú otra vez -dice.
– Acabo de estar con Winthrop.
Se levanta y viene hacia mí. Esta mañana, al elegir la ropa (me la estoy imaginando), ha puesto cuidado: lleva una blusa de seda blanca, una falda negra ceñida que le sienta bien a su figura, medias de nailon negro y zapatos de tacón.
– Lo llamamos el Hombre de la Luna. -Suelta una risa contenida y pone una mano sobre mi brazo. Sonrío forzadamente. El contacto desencadena en mi cráneo un chaparrón de hormonas.
– Diane, ¿podrías ayudarme?
Ella vacila un momento, luego responde:
– Claro.
– Lo que necesito quizá no sea del todo sencillo.
– Haré lo que pueda, pero lo imposible lleva un poco más de tiempo.
– Se trata de datos que tenéis en el ordenador.
– ¿Sobre qué?
– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar? -Bajo la voz y añado-: Preferentemente, donde no tengamos que susurrar.
Me agarra la mano (suavemente, con ternura) y me guía a través de la biblioteca hasta un despacho con una puerta de cristal mate. Es un despacho impersonal. Estanterías llenas de grandes carpetas de anillas. Un escritorio antiquísimo con una pantalla de ordenador impresionante sobre un pedestal a la última moda. Un teclado unido con un cable de espiral a la unidad central del ordenador, en el suelo. Un cenicero vacío. Una taza de plástico con un resto de café y colillas. Una silla de oficina poco estable sobre la que se sienta Diane. Me mira. Yo trago saliva. Me abruma la certeza de estar solo con ella y de que (de modo puramente hipotético) puedo inclinarme hacia delante y besarla. Y sí responde a mi beso y suspira con dulzura, puedo cogerla en mis brazos (todavía en teoría), subirla al escritorio y follarla de forma brutal. Y después escribir una carta sobre el asunto a una revista de hombres.
– ¿Qué problema tienes? -pregunta.
Mi problema es que tengo algunos problemas de más.
La silla de madera cruje con mi peso.
– ¿Eres buena buscando? -digo, indicando el ordenador con la cabeza.
– Mmm, sí. Se supone que es mi trabajo.
– Necesito saber más sobre Michael MacMullin.
Me dirige una rápida mirada. No soy del todo capaz de interpretarla.
– ¿Por qué?-pregunta con frialdad.
– No sé lo que estoy buscando -contesto con franqueza.
Su mirada no me suelta. Sólo cuando percibe lo incómodo que me siento, se acerca al teclado, aprieta el F3 de «Búsqueda» y escribe a toda velocidad «Michael MacMullin». El ordenador masca la pregunta y suma antes de responder: «16 documentos hallados. 11 codificados.»*
– ¿Quieres que te imprima los archivos a los que se puede acceder?
– ¿Acceder?
– Once de los archivos están protegidos. Para obtener la información se necesita una contraseña.
– ¿No tienes contraseña?
– Claro. Pero atiende…
Teclea su contraseña.
«No autorizado. Se requiere nivel 55», responde la máquina en inglés.
– ¿Qué significa eso?
– Operamos en distintos niveles. Al nivel once tienen acceso todos los usuarios, incluida la gente ajena a la fundación. El nivel veintidós protege los datos que es preciso documentar y se tiene derecho a consultar. Por ejemplo, proyectos de investigación que se están desarrollando en estos momentos. El nivel treinta y tres protege los archivos con datos que esté prohibido hacer públicos. Los bibliotecarios tenemos autorización hasta ese nivel. El cuarenta y cuatro atañe a los datos personales y las condiciones internas. Y luego hay un nivel cincuenta y cinco que sólo los dioses saben qué protege. Esto es, la dirección de la SIS.
* En. Inglés en el original. (N. de la T.)
– ¿Estáis ligados a una base de datos?
Diane me mira como si fuera una pregunta tonta. Es una pregunta tonta.
– Somos una base de datos. ¿No has oído hablar de nosotros? El tablón de anuncios de la SIS. O www.soinsc.org.uk. ¡Líder mundial en su terreno! Tenemos abonados en universidades e institutos de investigación por todo el mundo.
– ¿ Qué tipo de datos?
– ¡De todo! Todo lo relacionado con la ciencia y la investigación en la que está involucrada la SIS. Es decir, casi de todo. La base de datos está formada por todo nuestro material histórico, actualizado y con referencias cruzadas. Todos los informes y las descripciones de campo están aquí. Además, guardamos artículos relevantes de Reuter, Associated Press, el Times, el New York Times y algunos medios de comunicación serios más.
– ¿Puedes buscar cualquier cosa?
– Más o menos.
– Prueba con el cofre de los secretos sagrados.
– ¿El qué?
– Es una reliquia.
– ¿El cofre de qué?
Se lo repito. Ella teclea. Encontramos nueve entradas. La primera remite al tratado que escribieron en 1973 papá, Llyleworth y DeWitt. La segunda es un resumen del mito:
La reliquia de los secretos sagrados: mito sobre un objeto sagrado o un mensaje en un cofre. Según el filósofo Didactdemus (aprox. 140 d.C), el mensaje sólo estaba destinado «al círculo más interno de los iniciados». El contenido del mensaje no está claro.
El cofre con la reliquia se guardó en el monasterio de la Santa Cruz, aprox. 300-954, año en que fue robado. Se dice que los cruzados lo entregaron a la orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén en 1186, pero apenas se dispone de pistas seguras sobre el cofre después de que cayera Acre en 1291. La tradición oral apunta a que fue ocultado por monjes en un octógono. Según diversas tradiciones, el octógono debería estar en Jerusalén (Israel), Acre (Israel), Jartum (Sudán), Agia Napa (Chipre), Malta, Lindos (Rodas), Varna (Noruega), Sebbersund (Dinamarca).
Referencias cruzadas:
Arntzen/DeWitt/Llyleworth ref 923/8608hg
Bérenger Saumére ref321/231lab
Los rollos del mar Muerto ref231/4968cc
Varna ref 675/6422ie
La orden de los hospitalarios ref911/1835dl
Monasterio de la Santa Cruz ref154/5283oc
Rey persa Cambises ref184/0023fv
Rennes-le-Cháteau ref167/9800ea
El sudario de Turín ref900/2932vy
Clemente III ref821/4652om
Instituto Schimmer ref113/2343cu
Profeta Ezequiel ref424/9833ma
Q ref223/9903ry
Nag Hammadi ref223/9904an
Para acceder al resto de los documentos -una sorprendente colección de mitos antiguos europeos, dinastías reales, linajes aristocráticos, ocultismo, saber hermético y referencias incomprensibles- se necesita contraseña. Diane teclea la suya. «No autorizado. Se requiere nivel 55», responde el ordenador de nuevo.
– Qué raro -dice Diane-. No solemos proteger con contraseñas la información general. Sólo los datos sobre el personal. ¿Es posible que alguno de estos reyes o profetas haya trabajado para nosotros? -añade entre risas.
– ¿Un proyecto temporal? -propongo.
Me mira de reojo.
– ¿Qué es esta reliquia?
– Dios sabe. Busca en Ezequiel.
– ¿Quién?
– El profeta
Ezequiel. Había una referencia cruzada.
Encuentra cuatro entradas. Tres están bloqueadas. La que está abierta remite al Instituto Schimmer.
– ¿Sabes qué es el Instituto Schimmer? -pregunto.
– Un centro que concilia investigación de base arqueológica y teológica. Entre otras muchas cosas.
– Prueba con Varna -digo, y deletreo la palabra.
Encontramos siete documentos. Uno remite al tratado de papá. Otro, a los hospitalarios de San Juan. Otro remite a un monasterio de Malta. Otro atañe a las excavaciones en curso del profesor Llyleworth. Otro, al Instituto Schimmer. Los otros tres están bloqueados.
– ¡Busca en Rennes-le-Cháteau!
Diane me mira.
– ¡Rennes-le-Cháteau!-repito.
Carraspea, y le cuesta un rato escribirlo bien y encontrar el símbolo â.
Nos da dieciocho entradas. La mayoría tiene el acceso bloqueado.
Diane imprime la información accesible, que habla del joven cura pobre que encontró unos pergaminos cuyo contenido permanece aún desconocido, pero que le hizo ganar una fortuna. Se insinúan conexiones con las cruzadas, las órdenes de caballería y con conspiraciones vinculadas a los masones y a linajes letrados.
– ¿Podrías buscar todas las excavaciones en las que ha participado la SIS? -pregunto.
– ¿Estás loco? ¡Tendríamos que quedarnos aquí hasta mañana!
– ¿Y las excavaciones que han dirigido MacMullin y Llyleworth para la SIS?
– Claro. Pero va a llevar su tiempo.
Lleva su tiempo. La lista es larga. Cuando paso la mirada por la serie de lugares y fechas, me paro casualmente en Agia Napa en Chipre, Hsi feng-kow en China, Tyumen en Siberia, Karbala en Irak, Aconcagua, junto a la frontera chilena, Thule en Groenlandia, Sebbersund en Dinamarca, Lahore en Pakistán, Ciatzacoalcos en México, Jartum en Sudán.
En el margen de varios de los puntos pone ASSSA y una fecha. Diane me explica que ASSSA responde a Archaeological Satellite Survey Spectro-Analysis Available. Se trata de una foto de satélite basada en mediciones magnéticas y electrónicas de la composición de la Tierra. Una fotografía geofísica de ese tipo puede desvelar ruinas muchos metros por debajo del nivel del suelo actual. También en el margen de Varna (monasterio de Vaerne), Noruega, hay una referencia. La fotografía por satélite fue tomada el año pasado. He leído algo sobre la técnica usada en revistas internacionales.
– Lanzaron el satélite en enero del año pasado -dice Diane.
– ¿Podrías encontrarme la foto? ¿De Varna?
Con un suspiro de paciencia y una sonrisa que difícilmente le dedicará a todos los investigadores, Diane baja al almacén del sótano a buscar la fotografía del satélite. Pero no está allí.
Graham Llyleworth en persona ha firmado el resguardo para sacar la carpeta.
– Sigamos -digo-. ¿Qué tienes sobre los hospitalarios?
Tiene un montón de cosas. Encontramos referencias cruzadas al Instituto Schimmer y al mito del cofre de los secretos sagrados, que a su vez remiten al monasterio de la Santa Cruz, al sudoeste de la ciudad vieja de Jerusalén.
El monasterio fue fundado alrededor del año 300, en el lugar en que las leyendas y la historia bíblica sostienen que Lot plantó los bastones de tres sabios enviados por el Señor.
Los bastones echaron raíces y se convirtieron en un árbol. La leyenda dice que la cruz de Jesús fue hecha precisamente con esa madera.
Según el mito, el cofre sagrado estuvo guardado en el monasterio de la Santa Cruz hasta el año 954, momento en que fue robado y ocultado en un lugar secreto.
No hay ninguna referencia histórica al cofre hasta que los cruzados lo entregaron en custodia a los hospitalarios de San Juan en 1186.
– ¡Busca Graham Llyleworth! -pido.
El ordenador localiza cuarenta documentos. Casi todo son artículos de periódico y citas en revistas científicas. Pero los cinco últimos documentos tienen bloqueado el acceso.
– ¡Busca Trygve Arntzen!
La máquina encuentra cinco documentos. Están todos i cerrados.
– ¡Prueba conmigo!
Diane me mira interrogativamente. A toda velocidad escribe «bjorn _ 1 belto».
La máquina responde: «0 documentos hallados.»
– Escríbelo con «oe»-propongo.
Debería sentirme honrado.
El sistema informático de la SIS ha registrado al famoso albino Bjoern Beltoe de Noruega. «1 documento hallado.»
No sólo eso. El registro está cerrado. Lo que saben de mí es secreto.
– Mete tu contraseña.
Miramos la pantalla.
«No autorizado. Se requiere nivel 55.»
Seis palabras. No es gran cosa. Sólo seis palabras en letras verdes.
***
Se dice que los delincuentes que han pasado muchos años en la cárcel echan de menos el encierro cuando consiguen la libertad. Desean volver a la comunidad que existe entre los muros de la prisión, a las rutinas diarias, a la camaradería, a la absurda seguridad entre bandidos y violadores condenados por asesinato.
Puedo entenderlos. Lo mismo me pasa a mí con la clínica.
Diane conoce un agradable café para almorzar en un callejón junto a la calle Gower. A mí no me parece muy agradable. Todos los adornos, mesas y bancos son de cristal y espejo. Mire a donde mire, veo mi aturdida expresión.
Mientras le hablo del hallazgo del cofre de oro, de mis vivencias sin sentido en Oslo, de las insinuaciones veladas de Grethe y de mi objetivo en Londres, disfruto de su mirada y de su atención. Me siento como un aventurero con una misión emocionante. Creo que Diane también lo interpreta así.
Cuando volvemos a la SIS para recoger las hojas impresas que nos hemos dejado, Diane me pregunta qué planes tengo para la noche. La pregunta detona una bomba de metralla de expectativas. Me echo a un lado para no pisar a una desenfadada paloma urbana y le digo que no creo que tenga ningún plan especial. No hay por qué parecer completamente desesperado. Cuatro pasos más adelante me pregunta si quiero que me enseñe Londres. Me lleno a partes iguales de dicha y pánico.
– Suena bien -digo.
Me quedo esperando ante la SIS mientras Diane entra corriendo a buscar las hojas impresas sobre Michael MacMullin. Tarda su tiempo. Cuando por fin sale y me da el montón de papeles, pone los ojos en blanco y se ríe forzadamente.
– ¡Siento haber tardado tanto! -se disculpa con un gemido afectado. Parece que tenga en mente darme un beso. Vacilante, interrogativa, añade-: Oye… lo de esta noche quizá no sea tan buena idea… -La frase se diluye en la nada. Me mira a los ojos-. ¡Ay, es igual! -exclama de pronto-. ¡El pub King's Arms! ¡A las siete y media! -Yo aún no he abierto la boca. Ella toma aire para añadir algo, pero se corta. Una moto pasa acelerando-. Oye… Tengo una amiga que trabaja en la biblioteca del Britísh Museum. ¿Quieres que la llame? Quizá pueda ayudarte.
– ¡Fenomenal! -respondo. Y me quedo esperando el beso que nunca llega.
Diane me mira. No consigo interpretar su mirada. Hay en ella algo no dicho.
– Nos vemos esta noche -se despide. Luego sonríe y desaparece.
En una tienda en la que las paredes con discos desaparecen en la eternidad, compro un CD recopilatorio para Rogern. Se llama Satán's Children: Death Metal Galore. En la portada hay un dibujo del diablo tocando la guitarra eléctrica. Llamas de azufre le lamen las piernas. Una cosita mona que Rogern sabrá apreciar.
***
También yo tengo mis malas costumbres. Cuando has ganado la carrera entre los balones y el huevo y has pasado dando tumbos por la infancia sin ser arrollado por un conductor borracho, cuando has ganduleado a través de la adolescencia sin encontrar el sueño eterno con una sobredosis de heroína en un portal con luz azul, cuando no has sufrido un fallo de riñones agudo ni un tumor cerebral, entonces, joder, has de tener derecho a apretar el tubo de pasta de dientes por el medio y a dejar levantada la tapa del váter cuando has meado. Tener malas costumbres es un derecho humano. Me alegro de no tener mujer.
Me gusta dejar el cepillo de dientes en el borde del lavabo. Así sé dónde está. Vale, es una mala costumbre. No es racional. Me importa un bledo.
Ahora el cepillo de dientes está sobre el suelo de baldosas.
No es gran cosa. Puede haber sido el servicio de habitaciones. Puede haber sido la corriente de la ventana ligeramente entreabierta. Puede haber sido Enrique VIII, que ha resucitado en una nube de vapor y azufre.
Lo recojo y vuelvo a dejarlo sobre el borde del lavabo, para que la chica de la limpieza pueda tener la alegría de meterlo en el vaso de plástico del estante del espejo.
Cuando era pequeño, no eran los cuentos sobre brujas, caníbales o trols sanguinarios los que más me asustaban. Era la historia de Ricitos de oro y los tres osos.
Cuando los osos decían: «Alguien ha dormido en mi cama», me hundía en un pozo sin fondo de miedo. Creo que se debe a mi exagerado respeto por la inviolabilidad del hogar.
La cremallera del neceser está cerrada. Siempre la dejo abierta. Para poder encontrar la caja de condones a toda velocidad (extrafinos, sin lubricante) cuando por las noches entro en la habitación del hotel con mi harén de modelos.
Son las tres y media de la tarde. Marco el número de Grethe en el anticuado teléfono del hotel.
Cuelgo cuando ha sonado diez veces.
Un pellizco de miedo hace que llame a Rogern. Diría que lo he despertado. Cosa que probablemente he hecho. Le pregunto si todo va bien. Me gruñe algo en respuesta que debe de significar que sí. Le pregunto si el cofre sigue a buen recaudo. Gruñe que sí. Junto a él, alguien se ríe entrecortadamente.
Llamo a Caspar para pedirle que averigüe si le ha ocurrido algo a Grethe.
– ¿Desde dónde llamas?-pregunta.
– Londres.
Silba en voz baja en el auricular, suena como el pito de una tetera hirviendo.
– Ten cuidado.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Estás en Londres por el cofre?
– ¿Y qué? v
– Alguien ha entrado por la fuerza en tu casa.
– Ya lo sé.
– Ah, bueno. Pero ¿ tienes idea de quién ha sido? '
– Espera. ¿Cómo sabes tú que han entrado en mi casa?
– Porque el director general de Patrimonio Histórico, y me estoy refiriendo al mismísimo Sigurd, fue convocado por la policía y por el Ministerio de Asuntos Exteriores para responder por su todopoderoso Graham Llyleworth. -La risa seca de Caspar suena a papel crujiente.
– Ya sé que fue él. Lo vi.
– Pero ¿sabes quién lo acompañaba?
– ¡Dime!
– Uno de los ladrones tenía estatus diplomático. ¿ Qué vas a darme? ¡Estatus diplomático! Se dice que es del servicio secreto. La embajada británica ha montado un buen escándalo. Podría dar la impresión de que atañe a la segundad nacional. ¡Esto ha llegado a lo más alto, Bjorn! ¡Hasta lo más alto! El Ministerio de Asuntos Exteriores ha intentado arreglarlo del mejor modo posible. ¿Qué coño habéis encontrado?
Me quito los zapatos de dos patadas, me tiro en la cama y despliego la tira de papeles, de varios metros de longitud, con información sobre Michael MacMullin.
Primero leo un apunte, a modo de palabras clave, sobre su vida. No facilita el lugar y la fecha de nacimiento. Beca especial en Oxford, donde fue nombrado catedrático de Arqueología en 1946. Profesor invitado en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Central para la labor de traducción e interpretación de los manuscritos del Mar Muerto en 1948. Presidente de la junta directiva de la SIS desde entonces. Catedrático honorífico del Instituto Weizmann. Presidente de la Asociación Geográ fica de Londres desde 1953, de la Compañía Histórica de Israel en 1959. Uno de los fundadores de la British Museum Society en 1968. Presidente de la junta de gobierno del London City Finance and Banking Club en 1969.
Sigo leyendo artículos de revistas especializadas y periódicos. MacMullin ha participado en seminarios, congresos y simposios de Arqueología, Teología e Historia por todo el mundo. Representó a la SIS en las primeras excavaciones. Por medio de la SIS ha financiado una serie de proyectos. Cuando encontraron los manuscritos del mar Muerto en Qumrán, MacMullin fue uno de los primeros científicos occidentales que convocaron. A lo largo de los años ha ejercido de intermediario en las disputas entre científicos judíos y palestinos sobre el derecho de propiedad de los fragmentos de los manuscritos que están repartidos entre la Universidad Hebrea de Jerusalén y el Instituto Schimmer. Aún destacan un par de detalles en la lista de minuciosas referencias: desde 1953 es director de la Asociación Internacional de Amigos del Sudario de Turín, y desde 1956, miembro de la junta directiva del Instituto Schimmer.
Vuelvo a llamar a Caspar y le pido aún otro favor. Que me recomiende para una estancia de investigación en el Instituto Schinimcr. Es por puro impulso, pero tengo la sensación indefinida de que puede ser de utilidad. Caspar ni siquiera me pregunta por qué. Me promete enviarme la recomendación al
día siguiente. Por telefax. Con el sello de la Dirección General de Patrimonio Histórico. De ese modo seguro que le abren sus puertas, cajones y armarios a un curioso de Noruega.
***
No me resulta fácil ponerme guapo.
Las mujeres pueden hacer milagros con el maquillaje. Las no guapas se vuelven bellas. Las bellas, irresistibles. Los hombres pueden peinarse el pelo, dorarse la piel con agua de castañas, dejar que les crezca la barba. En mi aspecto nada hace mella.
En las ocasiones especiales lo compenso con la ropa.
Esta noche me pongo un calzoncillo de CK, un traje de Armani, camisa blanca, corbata de seda con flores de loto pintadas a mano, medias negras, zapatos de cuero. Me abotono los puños de la camisa con gemelos de oro.
Del cuello para abajo
no tengo mala pinta.
Me palmeo la cara con aftershave Jovan. Me pongo gomina en el pelo. Cuando era más joven, intentaba adornarme un poquitín las pestañas y cejas descoloridas con el rímel que le cogía a escondidas a mi madre. He dejado de hacerlo.
Salgo al pasillo y me miro en el espejo grande.
Desde luego un semidiós griego. Pero no está mal.
Desgarro el sello del envase de Cho-San y saco un condón. Soy un eterno optimista. Y abajo, en el pantalón, hay alguien que se hincha y tiene esperanzas.
Linda, la de recepción, me mira de arriba abajo cuando le doy la llave-tarjeta.
– Elegante, señor Balto -dice con gesto de aprobación.
¿Será una pervertida? ¿Le pondrán los albinos? Linda, el lirio libidinoso.
– No sabía que estaba aquí -añade-. He recibido un mensaje para usted.
Me tiende la nota. Ha llamado Charles DeWitt. Sea tan amable de ponerse en contacto.
– ¿Cuándo ha llegado este mensaje? -pregunto.
– ¿Se me ha olvidado apuntarlo? ¡Ooooh, cuánto lo lamento! Hace un par de horas. No, más. Justo después de que empezara mi turno. Sobre las cuatro, quizá.
Se ríe disculpándose con coquetería; debería darme cuenta de que tiene cosas más importantes que hacer en este mundo que recordar cuándo ha llegado un mensaje para un albino presumido en la recepción de un hotel de clase media de Bayswater.
Miro el reloj. Las siete y media.
Subo al cuarto y llamo a la Asociación Geográfica de Londres. Me responde el portero de noche. Está de mal humor. Seguramente acaba
de levantarse. Nunca ha oído hablar de Charles DeWitt, tengo que llamar en horario de oficina. Le pido que compruebe el listín interno de teléfonos, por si acaso. El auricular chasquea cuando lo estampa sobre la mesa. Lo oigo pasar las hojas. Al fondo se oye la histérica voz de un comentarista deportivo. Luego vuelve. Como había dicho, no ha encontrado a ningún DeWitt en el listín de teléfonos, tengo que llamar en horario de oficina.
En la guía telefónica sólo encuentro una DeWitt, Jocelyn, Protheroe Road. Marco el número.
– Residencia DeWitt -dice una voz negroide de mujer.
Me presento y pregunto si estoy hablando con Jocelyn DeWitt. No es ella. La señora Jocelyn no está en casa, hablo con el ama de llaves.
– Quizá pueda ayudarme. ¿Es ésa por casualidad la familia de Charles DeWitt?
Se hace el silencio. Finalmente dice:
– Sí, ésta es la familia de Charles DeWitt. Pero sobre eso tendrá que hablar con la señora Jocelyn.
– ¿Cuándo estará de vuelta?
– La señora Jocelyn está pasando unos días en casa de su hermana en Yorkshire. Volverá mañana.
– ¿Y el señor DeWitt?
Silencio.
– Como he dicho, tendrá que hablar con la señora Jocelyn sobre eso.
– Sólo una pregunta más: ¿es Charles DeWitt su marido?
Titubeante:
– Si lo desea, puedo darle a la señora Jocelyn el recado de que ha llamado.
Le dejo mi nombre y el número de teléfono del hotel.
***
Diane me está esperando en una mesa de barril al fondo del pub. A través del humo de los cigarrillos no la reconozco hasta que, con un gesto de mujer de mundo, me hace una seña con los dedos.
La seductora idea de las almas gemelas -que la caza del gran amor no es en el fondo más que la búsqueda, que dura toda la vida, de nuestra mitad perdida de lo supraterrenal- se me representa como la idea metafísica más romántica.
Una mera bobada, evidentemente, pero, a pesar de todo, un atractivo curso de pensamiento. No debería descartarse que Diane pudiera ser mi alma gemela. Claro que pienso lo mismo de toda la gente de la que me enamoro.
Los hombres que hay en torno a Diane siguen su gesto con la mirada. Cuando me ven a mí, vuelven a examinar a Diane, quizá para comprobar si está mal de la vista o es un poco retrasada. O un contacto de apoyo de viajes organizados con su cliente. O quizás una elegante nena que he encargado por teléfono.
Me abro paso a disculpas a través de la vociferante muchedumbre y consigo hacerme un hueco entre Diane y un alemán que está cantando una canción de borracho. Hay más de siete mil pubs en Londres. En muchos de ellos hay exclusivamente turistas. Los británicos ocultan su bar de la esquina. Yo los entiendo. Atraemos a un camarero a la mesa con un billete. Diane encarga dos cervezas rubias. Las bebemos rápido.
El tráfico fluye como un torrente de metal. Las fuentes de luz de los anuncios de neón se distorsionan en los bordes por los cristales de las gafas. Me siento extraviado, en otro planeta. Para Diane esto es su casa. Me ha cogido del brazo y charla relajadamente, llena de la autoestima surgida de la imagen que ha visto en el espejo tras pasar horas entre la coqueta y el armario ropero. Se ha puesto medias rojas, falda negra y blusa roja bajo una torera de terciopelo. Sobre la ropa interior no puedo sino fantasear. Lleva un bolsito cuya correa le cruza el pecho. Se ha recogido el pelo en una coleta con una goma de tela.
– Me he acordado de hablar con Lucy. ¿No soy estupenda?
– ¿Lucy?
– La de la biblioteca. Del British Museum. Está más que dispuesta a ayudarte.
– ¿Más que dispuesta?
Se ríe.
– Lucy tiene mucha curiosidad por todas mis historias de hombres.
Mientras Diane me habla de la alegre Lucy, medito sobre si yo seré una historia de hombres.
Me gustan las mujeres calladas. Las mujeres tímidas, un poco introvertidas. No esas que les silban a los hombres en los bares. Me gustan las mujeres que están llenas de pensamientos y sentimientos, pero que nos los comparten con quien sea cuando sea. No tengo ni idea de qué tipo de mujer es Diane ni por qué me siento tan atraído por ella. Menos idea aún tengo de qué verá en mí.
En la calle Garric hay un restaurante vegetariano francés que es famoso por sus fantásticos menus potages y sus considerables precios. Si se va a invitar a una mujer hermosa a una comida vegetariana, está uno condenado al camino de la perdición si no se aspira a lo perfecto.
Persuado a Diane para que pruebe un guiso de judías gratinado con queso. Yo, por mi parte, pido un gratinado de berenjenas y espárragos con vinagreta. De primero compartimos creps con espinacas y champiñones, que es lo que a regañadientes nos ha recomendado el camarero de ojos semicerrados y pronunciación ceceante. Una de las ventajas de los restaurantes vegetarianos reside en que los camareros están libres de prejuicios y que, por tanto, tratan a un albino con el mismo desdén con que tratan a todos los demás clientes.
Cuando el camarero ha tomado nota del pedido, ha encendido las velas y se ha retirado, Diane apoya los codos sobre la mesa, junta las manos y me mira. Porque el restaurante está en penumbra y porque mi rostro se está bañando en las sombras que ocultarán mi rubor, me atrevo a mencionar lo innombrable:
– Ya sé por qué has salido conmigo.
Las palabras la desarman. Se yergue.
– Ah, ¿sí?
– ¡Tienes curiosidad por saber qué les pasa a los albinos a medianoche!
Me mira fijamente, sin comprender, después se echa a reír.
– ¡Pues dime por qué! -le pido.
Carraspea, se recompone y me mira de lado.
– ¡Porque me gustas!
– ¿Te gusto?
– Nunca he conocido a nadie que sea exactamente como tú.
– No hace falta que me lo jures.
– No me malinterpretes. Lo digo como algo positivo.
– Eh, gracias.
– No eres de los que se rinden con facilidad.
– Creo que tozudo es otra manera de llamarlo.
Se ríe para sus adentros y me mira.
– ¿No tienes novia? ¿Allí en casa?
– Ahora mismo no. -Se trata de una ligera exageración. No quisiera parecer un pobrecito-. ¿Y tú?
– Justo ahora, yo tampoco. Pero seguro que he tenido cien. -Durante un segundo oscila entre la risa y la desesperación. Por suerte vence la risa- ¡Ese mierda! -le dice al vacío.
Yo callo. Campear con las penas de amores de los demás no es mi lado fuerte. Ya tengo suficientes problemas con los míos propios.
Diane me mira a los ojos. Yo intento devolverle la mirada. No me resulta del todo fácil. Mi mala vista ha desarrollado contracciones en los músculos de los ojos. La enfermedad se llama nistagmus. Los médicos creen que se debe al intento de enfocar y repartir la luz que entra a raudales por el iris al mismo tiempo. Para la mayoría de la gente no es más que un movimiento nervioso de los ojos.
– No eres como los demás-dice ella.
Llega el primer plato y comemos en silencio.
Por fin, cuando el camarero ha servido el segundo plato y el vino, cuando nos ha bufado «Bon appétit» y
ha serpenteado de regreso a su oscuro y húmedo escondite junto a la cocina, Diane vuelve a animarse. Se pasa un buen rato contemplándome mientras sonríe y se mordisquea el labio inferior alternativamente. Engarza una judía y se la mete en la boca.
– ¿Por qué te hiciste arqueólogo? -pregunta.
Le cuento que me hice arqueólogo porque me gusta la historia, la sistematicidad, la deducción, la interpretación, la comprensión. Teóricamente, habría podido hacerme psicólogo. La psicología es el arte de ejercer la arqueología del alma. Pero soy demasiado tímido para ser buen psicólogo. Además, los problemas de los demás me interesan muy poco. No porque sea un egoísta, sino porque mis propios problemas son ya lo bastante grandes.
– ¿Qué pasa con ese cofre, Bjorn?
Empujo un espárrago de acá para allá sobre el plato, mientras respondo:
– Están ocultando algo. Algo muy grande.
– ¿Qué podría ser?
Miro por la ventana. Una furgoneta con cristales tintados está mal aparcada junto al borde de la acera. Pincho el tenedor en el espárrago y me recorre un escalofrío. Tras los cristales tintados imagino cámaras y micrófonos. A veces tengo problemas con mis paranoias.
– Algo lo suficientemente grande como para que estén dispuestos a llegar muy lejos para mantenerlo en secreto -digo en voz baja.
– ¿Quiénes son?
– Todos. Nadie. No lo sé. MacMullin. Llyleworth. El profesor Arntzen. La SIS. El director general de Patrimonio. Todos ellos. Quizá también tú.
No dice nada.
– Lo último era una broma.
Me guiña un ojo y hace una mueca sacando la punta de la lengua.
– Debieron de descubrir algo, en mil novecientos setenta y tres -apunto-. En Oxford.
– ¿En Oxford?
– Todos los hilos se reúnen allí.
– ¿En el setenta y tres?
– ¿Sí?
Un gesto de dolor le cruza el rostro.
– ¿Hay algún problema? -pregunto.
Detrás de nosotros se vuelca una botella de vino. El camarero acude corriendo con cara de reproche.
Diane sacude la cabeza.
– Ninguno -responde algo ausente.
– Hay tantas cosas que no consigo explicar… -continúo-. Cosas que no encajan.
– Quizá seas tú quien no ve la relación.
– ¿Tú qué crees? ¿Cómo podía la SIS saber exactamente dónde estaba enterrado el cofre?
La pregunta la coge por sorpresa.
– ¿Lo sabíamos?
– Claro. El profesor Llyleworth, DeWitt y mi padre ya especulaban, en su tratado de mil novecientos setenta y tres, con la posibilidad de que hubiera un cofre sagrado en el sitio del hallazgo. Pero hasta este año no se han decidido a buscarlo.
– No es de extrañar. Hasta el año pasado no dispusimos de las fotografías por satélite que desvelaban con exactitud dónde se hallaba el octógono.
Yo debería haber caído en eso.
– La realidad no es nunca tal y como la percibimos -digo-. Alguien tira de hilos que no podemos ver.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Sabían bien lo que estaban buscando. Y dónde tenían que buscar. Y lo encontraron. Y entonces aparecí yo y me inmiscuí en todo el asunto.
– ¡Eso es lo que me gusta de ti! ¡Que te inmiscuyas!
– No creo que a ellos les entusiasme tanto.
– Pues eso es cosa suya.
– Ahora me he convertido en una china en su zapato.
– ¡Les está bien merecido!
Me río.
– Realmente pareces tenerles bastante manía.
– Es que son tan… -Sacude la cabeza y aprieta los dientes.
– ¿ Te ha gustado el guiso de judías?
– ¡Delicioso!
– ¿Te apetecería hacerte vegetariana?
– ¡Nunca! ¡Aprecio demasiado la carne! -Me guiña un ojo.
No ocurre con mucha frecuencia que cruce las calles de Londres estrechamente abrazado a una chica preciosa. Lo cierto es que no es muy frecuente que camine abrazado a ninguna chica.
El aire está caliente, denso, cargado. O si no, soy yo. Saludo a los coches que pasan. Les guiño el ojo a las chicas. Un mendigo está sentado, medio durmiendo junto a una cabina telefónica. Diane me ha metido la mano en el bolsillo trasero del pantalón.
Nunca le he dicho a Diane en qué hotel estoy alojado. Pero es ella quien me guía por Oxford Street hasta Bayswater Road. A no ser que sea mi subconsciente. Me arriesgo a echarle el brazo por encima del hombro.
– Me alegro de haberme topado contigo.
Cruzamos corriendo una calle lateral con el semáforo en rojo. Nos pita un Mercedes.
– Me alegro mucho -repito, y la atraigo hacia mí.
De pronto ella frena en seco y empieza a agitar la mano. No entiendo qué está haciendo. Yo me pongo a buscar mosquitos, si es que hay mosquitos en el centro de Londres. Un taxi se para junto a la acera. Cuando se gira hacia mí, Diane tiene los ojos inundados en lágrimas.
– ¡Perdóname! -dice-. Gracias por hoy. Eres un encanto. ¡Perdón!
Cierra la puerta de golpe. Yo abro la boca para decir algo, pero ahí dentro no hay ninguna palabra que quiera salir. Diane le indica algo al taxista. Algo que no oigo. El coche sale a toda velocidad. Diane no se da la vuelta. El taxi dobla la esquina. Desconcertado, me quedo plantado en medio de la acera mirando el tráfico.
Me quedo allí parado.
Linda sigue en recepción. La gata. Linda, la pantera de largas piernas.
– ¿Lo ha pasado bien? -pregunta con profesionalidad.
Asiento con la cabeza sin decir ni palabra.
– Tengo otro recado para usted. Y una carta. -Me entrega su nota escrita a mano y un sobre.
Leo que me ha llamado DeWitt y que me pide que me ponga en contacto con él.
Mientras subo hacia el cuarto desgarro el sobre. Contiene una hoja blanca con un mensaje corto.
Recibirá 250.000 libras por el cofre.
Sea tan amable de aguardar ulteriores instrucciones.
Me pregunto cuánto costará comprarme. Mi orgullo. Mi imagen ante mí mismo. Mi respeto por mí mismo. Lo cierto es que no estoy seguro. Pero 250.000 libras no está ni cerca de tentarme.
Debería haberme puesto en contacto con un psicólogo.
***
– Diane tiene una relación bastante retorcida con los hombres.
Estoy sentado en una dura silla de la sala de lectura del British Museum. Sobre mí, la bóveda del techo se eleva a treinta y dos metros de altura de vértigo. Las mesas se despliegan formando rayos desde el centro, redondo como un círculo, de la sala. La memoria escrita de la civilización anglosajona. Una montaña de gruesos libros se apila sobre la mesa ante mí. En el suelo hay dos cajas de cartón con documentos del archivo de manuscritos. Todo -el aire, mi ropa, la yema de mis dedos- huele a polvo de papel. Pero Lucy huele a Salvador Dalí.
Llevo cuatro horas hojeando y anotando. He rellenado doce folios A-4 con apuntes, comentarios y observaciones. Lucy acaba de volver. Ha plantado su bonito trasero sobre la mesa libre que hay junto a mí y está sentada balanceando los pies. Tiene el pelo rojo, lleva los párpados pintados de azul y un jersey abolsado. Minifalda. Resulta evidente que piensa que yo subrayo la retorcida relación de Diane con los hombres.
No estoy acostumbrado a que hablen de mí en esos términos. No estoy acostumbrado a que las mujeres hablen de mí de ningún modo. A no ser que les dé lástima.
– Bueno, los hombres hombres son -murmuro, e intento disimular lo cohibido que me siento.
– ¡Están bien para lo que son! -dice ella.
– ¿Has encontrado algo más? ¿Sobre el monasterio de Vaerne?
– Lo siento, te he dado todo lo que teníamos. -Está afónica, como si llevara algún tiempo de más saliendo de juerga con demasiada frecuencia-. Sobre todo cartas y referencias a manuscritos. Pero, en cambio, hay mucho más sobre los hospitalarios de San Juan, si quieres echarle un vistazo. ¿Por qué te interesa?
– Se trata de un hallazgo arqueológico.
– Me ha dicho que eres arqueólogo. ¿Encuentras lo que buscas?
– Ni siquiera sé lo que estoy buscando.
Ella se ríe.
– Diane me ha dicho que eres bastante particular.
La orden de los hospitalarios de San Juan de Jerusalén fue fundada con fines caritativos en un hospital de Jerusalén en el año 1050 y consagrada a Juan Bautista. Los monjes cuidaban a ancianos y enfermos, pero más tarde (inspirados por la orden de los templarios, fundada en 1119) asumieron también la responsabilidad de proteger militarmente los lugares sagrados.
Cuando Jerusalén fue conquistada en 1187, los hospitalarios de San Juan trasladaron su cuartel general al castillo cruzado de Acre. Desde allí, mano a mano con los templarios, lucharon contra los musulmanes. Al mismo tiempo empezaron a viajar por el mundo. Curiosamente también a Noruega. Cuando Acre cayó en 1291, los hospitalarios trasladaron su sede primero a Chipre y luego a Rodas.
A través de los siglos, los hospitalarios fueron llevados de batalla en batalla, de huida en huida, de tiempos de grandeza a derrotas y de nuevo a tiempos de grandeza. La orden creció hasta hacerse rica y poderosa. Recibían regalos de reyes y príncipes. Los cruzados volvían de sus saqueos cargados con grandiosos tesoros. Dice lo suyo el que la orden siga existiendo hoy en día.
Mientras los hermanos de Europa luchaban contra poderosos enemigos, los hospitalarios del monasterio de Vaerne disfrutaban de mucho apoyo. El Papa de Roma envió cartas de protección, la población local y el rey los cuidaban bien.
Pero los monjes de Vaerne no tardaron en encontrar oposición. En una carta del papa Nicolás II dirigida al obispo de Oslo, pide que les devuelvan a los monjes los terrenos que les han sustraído. Sólo cabe adivinar lo que se oculta tras esa carta.
El gran maestro de la orden sólo reconocía al Papa como su superior. Las tres clases de los hospitalarios -caballeros, monjes y hermanos servidores- extendieron la orden por toda Europa. En los monasterios seguían cuidando a ancianos y enfermos, pero, bajo tanta virtud, vibraba el deseo del gran maestro de conseguir más posesiones, más oro y piedras preciosas, más poder todavía. Para reyes, príncipes y clérigos, las órdenes de los hospitalarios y los templarios acabaron por convertirse en peligrosas competidoras. En 1312, Felipe IV de Francia cortó por lo sano y disolvió la orden más poderosa, la de los templarios. Los algo más inofensivos hospitalarios se quedaron con gran parte de las inconcebibles riquezas de los templarios, pero no pudieron disfrutarlas durante mucho tiempo. Sus posesiones y tesoros fueron confiscados. En 1480 los hospitalarios derrotaron a los turcos cuando éstos atacaron Rodas, pero en 1522 capitularon ante el sultán Suleimán. Los turcos permitieron que el gran maestro viajara
a Mesina y, durante las negociaciones con el emperador Carlos V, lo convencieron para que les cediera Malta, Gozo y Trípoli en 1530.
Dos años más tarde se acabó la estancia de los hospitalarios en el monasterio de Vaerne.
Lucy lleva medias rojas. Me distraen. El nailon produce un ruido de fricción entre sus muslos cada vez que mueve las piernas. Un ruido que fácilmente puede desatar la imaginación.
– ¿Quién era? -le pregunto-. El anterior de Diane.
– George. Un gilipollas. Se aprovechó de ella. Es muy confiada. -Hace una elocuente mueca-. Se lo encontró con una… pendona.
– ¿Rompió ella?
– ¿Diane? ¡Ja! Estaba loca por él. Yo se lo decía: «¡No es más que un cuerpo!»Carne y músculos. Un buen culo y nada de cerebro. Pero a ella le iba bien.
– Da la impresión de ser más inteligente que eso.
– Diane es más lista que el hambre. Pero ser inteligente no te convierte en una experta en hombres. Diane está muy desarraigada. En busca de algo. No sé qué le pasa. Es un poco especial.
– A mí me da la impresión de ser bastante normal.
– Sí, claro. Pero tuvo una infancia triste. Supongo que eso te influye como persona.
– ¿Triste en qué sentido?
– Creció interna en colegios. Su padre la visitaba todos los meses. Ella lo adora. Y lo odia, creo.
– ¿La abandonó?
– ¿El padre?
– El anterior. George.
– ¡Eso es obvio! Se mudó directamente a casa de su pendona. Que era más estilizada que Diane, pero diez veces más tonta. Formaban una pareja mejor avenida, si quieres saber mi opinión.
– ¿Y tú? ¿Estás casada?
– ¿Yo? -Pega un alarido. En el silencio que nos rodea los demás nos miran. Lucy se tapa la boca con la mano y se manda callar a sí misma-. ¿Casada? ¿Yo? -susurra-. ¡Tengo veintitrés años!
Como si eso fuese una explicación.
Si no hubiera sido por Lucy, habría
tardado un día sólo en obtener el acceso a la biblioteca y a los manuscritos. Ella me ha conseguido un pase de lector y para consultar los manuscritos sin tener que esperar turno. Me han hecho una fotografía, he entregado mi pasaporte noruego y he rellenado dos páginas de impresos.
En mi gran cuaderno con rayas he apuntado un montón de datos que no sé si son relevantes. Gran parte del archivo del monasterio de Vaerne -Domus hospitalis sanctijohannis sancti Johannis in Varno en las fuentes latinas- estaba intacto en 1622. Las más antiguas de las cartas de privilegios papales, firmadas por el papa Inocencio III, fueron promulgadas para los monjes del monasterio de Vaerne en 1198. A esas alturas el Papa ya había excomulgado al rey Sverre, por lo tanto el monasterio ha de ser anterior a esa fecha. Como poco de 1194. Pero lo más probable es que sea de 1188: justo después de que los hospitalarios tuvieran que abandonar Jerusalén y mudarse a Acre. El papa Clemente III (que nunca fue reconocido como Papa) escribió entonces una carta al gran maestro de los hospitalarios. Con posterioridad, los investigadores han tenido problemas para interpretar su significado. En suma, la misiva era una exhortación a la orden para que ocultara y custodiara el cofre sagrado. No es ninguna carta central en la historia de la religión. Ni siquiera está entera. Pero en la copia del documento desgarrado veo, en medio del roto del papel, tres letras: V A R. Nadie debe de haber reaccionado ante ellas; como he dicho, no es más que un documento entre miles de otros. Pero no se puede descartar que las letras formaran la palabra «Varna».
Avanzado el día Lucy me lleva a un despacho, allí me espera un teléfono descolgado.
Al otro lado oigo a Diane.
Casi susurrando me pide perdón por lo de ayer por la noche. Hay una fría distancia en su voz, como si no supiera del todo lo que quiere ni lo que pretende. No tenía intención de abandonarme tan repentinamente, pero es que se sentía mal. Espera que no esté ofendido.
Le digo que quizá no le sentó bien la comida vegetariana.
Me pregunta si me puse triste.
¿Triste? Lo digo con alegre incomprensión. De todos modos estábamos de camino a casa, je, je.
Me pregunta si puede compensarme. Si quiero verla esa misma noche. En su casa.
¿Por qué no? No creo que tenga nada que hacer.
***
Hace ya un rato que me he fijado en él. Un señor mayor con un abrigo demasiado grueso. Sus facciones son ligeramente exóticas, como si alguno de sus ancestros hubiera sido un príncipe oriental de excursión por Londres. Tiene el pelo blanco plateado y más largo de lo normal en hombres de su edad. Tendrá alrededor de sesenta años. Es alto y delgado. Distinguido. Los ojos tienen forma de almendra y son despiertos. Camina de acá para allá sacando libros y fichas de registro sin ton ni son. Pero en ningún momento me quita el ojo de encima. Ahora se acerca despacio a la mesa en la que estoy sentado.
Estoy cansado. Llevo todo el día entre libros y documentos que no resuelven ningún enigma. He leído hoja tras hoja sobre hospitalarios, mitos religiosos y cruzados. Acabo de encontrar una pila de documentos que narran los hechos de Rennes-le-Cháteau. He estudiado escritos sobre la visión del mundo de los monjes medievales y sobre la evolución histórica de la postura de la Iglesia ante propiedades y valores materiales. De cuando en cuando me pregunto a mí mismo por qué me estaré tomando la molestia. ¿Qué importancia tiene? ¿No podría simplemente entregar el maldito cofre? No es mío. No es asunto mío. Pero algo en mi naturaleza se resiste. Y quiere saber.
– ¿Señor Belto? ¿Señor Bjorn Belto?
Es el primer inglés que consigue pronunciar bien mi apellido. Las os suenan claras, no lanudas. Debe de ser porque en algún momento del pasado aprendió la pronunciación precisa. Por ejemplo porque era colega y amigo de papá.
Por ejemplo en Oxford.
Por ejemplo en 1973.
Charles DeWitt…
Por fin lo he encontrado. Aunque en realidad el que me ha encontrado es él.
Cierro la extraña carpeta sobre los códigos de la orden Rosacruz (que por alguna razón estaba entre los documentos de Rennes-le-Cháteau) y lo miro.
– Soy yo -confirmo, y dejo la carpeta sobre la mesa.
Está medio inclinado sobre mí. Una de sus manos descansa sobre el panel de separación de las mesas. Le echa una mirada rápida a la carpeta, después posa la vista sobre mí. Tiene una irradiación monumental. Me recuerda a un antiguo aristócrata, un lord del siglo XVIII que ha dado un paso fuera del tiempo. Normalmente me habría
achicado ante su intensa mirada. Pero se la mantengo con una sonrisa diabólica.
– Se ve que mi aspecto me dificulta desaparecer. Incluso en Londres -digo con chulería.
No puedo describir del todo los siguientes segundos. En realidad lo único que pasa es que él sonríe ante mi broma autoirónica. Pero es como si esa sonrisa nos elevara a los dos por encima del British Museum y nos llevara a un vacío donde el tiempo se ha detenido. En algún sitio del fondo de la cabeza oigo el tictac del reloj de la casa de campo de la abuela, junto al fiordo, oigo a mamá susurrar: «¡Principito! ¡Bjorn!», oigo los gritos de papá, oigo a Grethe decir: «Esperaba que nunca lo supieras», palabras, voces, sonidos entretejidos con el brillo de un rayo de recuerdos.
En ese mismo momento la realidad vuelve a su sitio. Me muevo en la silla. No da la impresión de que DeWitt haya notado nada.
– ¿Ha preguntado por mí? -dice.
Yo pienso: «¡Dios mío, como esto pase de nuevo, voy a tener que llamar al doctor Wang cuando regrese a casa!»
– Supongo que sí -murmuro. Estoy dolorido y confuso. ¿Qué es lo que ha ocurrido?
– ¿Qué quiere de mí?
– Supongo que ya lo sabe.
Ladea la cabeza, pero no responde.
Suspiro.
– Todo el mundo sabe más de lo que quiere admitir -digo-. Pero actúa como si no supiera nada.
– Así suelen ser las cosas.
– Tenemos algunos intereses en común.
– Ah, ¿sí? ¡Qué interesante! ¿Cuáles?
– Yo tengo algunas preguntas. Y creo que usted tiene algunas respuestas.
– Eso, evidentemente, depende de las preguntas.
– Y de quien las plantee.
Endereza la espalda y echa una ojeada a la sala.
– Un sitio fascinante. ¿Sabía que una donación testamentaria de cincuenta mil volúmenes, hecha por sir Hans Sloanes en mil setecientos cincuenta y tres, constituyó la base de la biblioteca del museo? ¿Y que en mil novecientos sesenta y seis se catalogaron las colecciones del museo, y que sólo el catálogo tenía doscientos sesenta y tres tomos?
– A alguien se le habrá olvidado contarme eso. -Le sonrío.
– Siento haberlo hecho esperar, señor Belto; acabo de llegar del extranjero. Tengo un coche aguardando ahí fuera; ¿me honraría aceptando una invitación para tomar una taza de té en mi casa? Así podremos discutir nuestros asuntos comunes en un entorno algo más íntimo.
– ¿ Cómo sabía que estaba aquí?
Una sonrisa turbada le comba los labios.
– Estoy bien informado.
No lo dudo.
Vive en una zona elegante; unas amplias escaleras conducen a la puerta y una escalerita estrecha (tras una verja de hierro) lleva a la entrada de servicio. Una limusina de cristales oscuros ha aparecido ante la acera cuando salíamos del British Museum. Durante veinte minutos, el chófer, a quien vislumbraba tras el cristal de separación, ha serpenteado por un laberinto de callejuelas. Me pregunto si será para despistarme. Por eso me fijo en la placa con el nombre de la calle en la que nos paramos. Sheffield Terrace.
La dirección de Jocelyn DeWitt era Protheroe Road.
DeWitt abre la puerta con llave. Dos agujeros de tornillos y un tono más oscuro indican el lugar donde debería de haber estado la placa con el nombre. Es una vivienda elegante y, al igual que muchas viviendas elegantes, da la impresión de que nadie ha vivido en ella y de que está recién terminada. Ni los muebles, ni los cuadros, ni las alfombras consiguen darle calor de hogar. No veo raíces. Nada personal. Ningún pequeño objeto que rompa con el conjunto pero que está ahí porque el habitante lo relaciona con algo alegre. Todo está tan esterilizado como sería de esperar en un hombre recién divorciado que se ha ido de casa y está montando su nueva vivienda.
– ¿Así que tu mujer se quedó con el ama de llaves? -le
digo cuando nos quitamos los abrigos.
DeWitt me mira ofendido.
– ¿Mi mujer?
Podría haberme mordido la lengua. Ha sido un comentario poco fino y no deliberado. Típico de mí. Uno de esos comentarios descuidados que puede uno permitirse con un buen amigo. Pero para un aristócrata como Charles De-Witt, el divorcio -sólo se me ocurre que se trate de un divorcio entre él y Jocelyn- tiene que ser una catástrofe social, no apta para bromas por parte de un total desconocido.
– Lo siento -digo con docilidad-. Miré en la guía telefónica y la llamé. A tu mujer. Pero no estaba en casa.
– ¿Disculpa? -replica secamente. Parece aturdido.
– Jocelyn -tanteo.
– ¿Cómo?
– No conseguí dar con ella.
– ¡ Ah! -exclama de pronto. Me mira muerto de risa-. ¡Jocelyn! ¡Ya comprendo! Ah… ¡Ya comprendo!
Entramos en el salón y nos sentamos junto a una ventana donde el sol corta columnas de plata en el polvo flotante.
– ¿Querías hablar conmigo? -pregunta.
– Quizá sepas de qué se trata.
– Quizá. Quizá no. ¿Qué te ha traído hasta mí? ¿Hasta nosotros?
– Encontré tu nombre en el tratado. En casa de Grethe.
– Grethe. -La voz es frágil, tierna; como la que usaría un padre al hablar de su hija instalada en un país lejano.
– ¿La recuerdas?
Ciérralos ojos.
– Oh, sí -dice simplemente. Después le atormenta la cara un gesto de tristeza.
– ¿La conocías bien?
– Durante un período fuimos novios. -Dice «sweethearts». Cosa que arroja una luz dulzona sobre el romance. Si conozco bien a Grethe, la relación debió de ser todo menos dulzona. Pero al menos explica un poco el comportamiento de ella. Después pasa algo asombroso. A DeWitt los ojos se le ponen brillantes. Se rasca el rabillo del ojo-. Por favor -musita algo aturdido-, no te sorprendas tanto. Grethe siempre ha sido una mujer… ¿cómo diría? apasionada. De sangre caliente. Y un alma cálida. Demasiado buena y complaciente. No es de extrañar que tuviera muchos…, eh…, amigos a lo largo de los años. Esto fue hace muchos años.
– Le pedí consejo. Referente a un hallazgo arqueológico. Y entonces tropecé con esto. -Le enseño su tarjeta de la Asociación Geográfica de Londres.
Mira fijamente la tarjeta amarillenta con gesto ausente. Se esfuerza por retener algo.
– Al parecer, allí nunca han oído hablar de ti -digo.
– Todo se debe a un malentendido.
– ¿ Un malentendido?
– No pienses en ello. Pero desde luego deberían haber reconocido el nombre de Charles DeWitt.
– He venido a causa de un hallazgo arqueológico.
– ¿Sí?
– Encontramos un cofre.
– Interesante.
– De oro.
– ¿ Lo has traído contigo?
– ¿Cómo?
– ¿Para que le echáramos un vistazo?
– No lo entiendes. ¡El asunto es que tengo que proteger el cofre!
Arquea la ceja izquierda.
– Ah, ¿sí?
– Intentaron robarlo. Querían sacarlo del país.
– ¿De quién estás hablando?
– Llyleworth. Arntzen. Loland. Viestad. ¡Mis superiores! ¡Todos! Están todos implicados, de un modo u otro.
Su risa suena auténtica.
– ¿Crees que exagero? -pregunto-. ¿O que me lo estoy inventando todo?
– Creo que estás comprendiendo mal una serie de cuestiones. Cosa que no es tan rara, en el fondo. -Me mira-. Pareces una persona desconfiada, Bjorn. Muy, muy desconfiada.
– Es posible que sea un paranoico. Pero quizá se deba a que tengo razones para serlo.
Está claro que se está divirtiendo. Aunque yo no entienda por qué.
– Entonces, ¿qué has hecho con el cofre?
– Lo he escondido.
Su ceja vuelve a arquearse.
– ¿Aquí? ¿En Londres?
– No.
– ¿Dónde?
– ¡En un sitio seguro!
– ¡Eso espero! -Toma aire, intenta concentrarse-. Cuéntame por qué te estás implicando tanto en esto.
– Porque todo el mundo quiere quitármelo. Porque yo era el supervisor. Porque intentaron engañarme.
Su rostro adquiere un matiz como de satisfacción.
– El protector -susurra.
– ¿Perdón?
– Te ves a ti mismo en el papel del protector. Eso puede gustarme.
– Yo hubiera preferido no tener que proteger nada.
– Se entiende. Hablame de las excavaciones.
– Estábamos trabajando en un prado junto a un viejo monasterio medieval en Noruega. Dirigía las excavaciones el profesor Graham Llyleworth, de la SIS. Bajo la supervisión noruega del profesor Trygve Arntzen y el director del Instituto Frank Viestad. Y del director general de Patrimonio Histórico, Sigurd Loland. Yo era el supervisor de campo. Ja, ja. Buscábamos un castillo redondo. Eso decían. Lo que encontramos fueron las ruinas de un octógono. Quizá conozcas el mito. Y en esas ruinas estaba el cofre. Abracadabra.
– ¿Y partir de eso deduces que hay una conspiración?
– El profesor Llyleworth se escapó con el cofre. Se lo llevó al profesor Arntzen, mi superior.
– De todos modos yo diría que, hasta ahora, todo se ha hecho cumpliendo las normas. ¿Por qué interviniste?
– Porque planeaban sacar el cofre de contrabando de Noruega.
– ¿De qué manera?
– Probablemente con un avión privado. Habían convocado a alguien de Francia.
– Ah, ¿sí? ¿Y cómo sabes eso?
– Lo oí a través de la puerta.
Me mira y se desternilla.
– ¡Ya lo he entendido! ¡Eso explica un montón de cosas! ¡Lo oíste a través de la puerta!
– Me permití interrumpir esa pequeña conspiración.
– ¡Es una manera de decirlo!
– Robé el cofre a mi vez.
– ¡Qué sentido de la responsabilidad!
No sé si me está tomando el pelo.
– ¿Y qué te ha traído precisamente hasta mí?
– Tenía la esperanza de que pudieras explicarme qué es lo que pasa con ese cofre.
– ¿ Por qué iba yo a saber nada de eso?
– Todo apunta hacia Oxford. Mil novecientos setenta y tres. Y el tratado.
– Ah, ¿sí?-dice vacilante.
Me retuerzo las manos.
– Ahora me estoy moviendo sobre hielo fino, pero como no estabas implicado en las excavaciones… me figuro… espero que puedas ayudarme.
– ¿Cómo?
– Contándome qué fue lo que encontrasteis hace veinticinco años.
Pensativo, se acaricia la barbilla mientras me mira.
– Permíteme que te sea sincero -dice-. Seamos sinceros los dos. Yo sé más de lo que quiero mostrar.
Nos medimos mutuamente con los ojos.
– ¿Sabes lo que contiene el cofre? -pregunto.
– Primero deseo saber dónde está.
– En un sitio seguro.
– ¿No lo habrás abierto?
– Por supuesto que no.
– ¡Bien! Bjorn, ¿confías en mí?
– No.
Mi respuesta directa vuelve a desencadenar la risa en él.
– Amigo mío, te entiendo. Entiendo tu escepticismo. Pero reflexiona… No conoces el alcance de lo que estás haciendo. ¡Hay muchas cosas que ignoras! Debes devolver el cofre. -Su mirada es suplicante.
– ¿Porqué?
– ¿No podrías confiar en mí sin más?
– No. Quiero saber lo que contiene.
Cierra los ojos y respira un rato a través de la nariz.
– Créeme cuando te digo que te comprendo. Tienes curiosidad. Tienes tus sospechas. Inseguridades. ¿Miedos? Y quizá pienses que en última instancia se trata de dinero.
– La idea me ha rondado.
– Pero no es así.
– ¿Y entonces de qué se trata?
– Es una larga historia.
– Dispongo del tiempo que haga falta.
– Una historia complicada y prolija.
– Se me da bien escuchar.
– No lo dudo.
– Ahora sólo espero una explicación.
– Ya lo veo. Pero he de pedirte que aceptes que la solución al enigma es tan delicada que no se puede compartir contigo.
– ¡Vaya bobada tan pomposa!
Mi exabrupto lo divierte.
– ¡Bien dicho, señor Belto¡ ¡Vaya que sí! ¡Bien! Das la impresión de ser un hombre al que se le pueden revelar secretos.
No es una pregunta. Es una constatación. O quizá más bien una orden. Pero yo no digo nada.
– Se puede decir que no tengo elección -continúa. No es conmigo con quien está hablando. Habla consigo mismo y a mí me deja escuchar la conversación-. No me queda más remedio que confiarte nuestro pequeño… secreto. ¡No me queda más remedio! -repite-. ¡No me queda otra opción!
Yo sigo sin abrir la boca. Pienso: «Es imposible que se ponga aún más melodramático.»
Pero me equivoco.
Está a punto de levantarse, pero se queda sentado.
– Señor Belto, ¿podría hacer un juramento?
– ¿Un juramento?
Pienso en el juramento que el director Viestad se tomó tan en serio.
– He de pedirle, como caballero y como científico, que me prometa no revelar nunca lo que ahora voy a contarle.
No está claro si me está tomando el pelo.
– ¿Lo prometes, Bjorn?
A medias espero que se abra la pared y que aparezca un equipo de veinte personas de Cámara oculta con flores, micrófonos y risas. Pero no pasa nada.
– Vale. Lo prometo -afirmo, pero no sé si lo digo de corazón.
– Bien -le dice al aire; sigue sin dirigirse a mí, sino más bien a algún espíritu que flota en algún sitio por encima de mi cabeza-. ¿Por dónde empiezo? -se pregunta a sí mismo-. Bueno… Se podría decir que es un club de chicos. Un club para iniciados. Para sabios. Un club masculino de arqueólogos.
– ¿Un club arqueológico?
– No para arqueólogos cualesquiera. Somos los más destacados. Lo llamamos sencillamente The Club. Lo fundó Austen Henry Layard hace cien años. Layard reunió en torno a sí a cincuenta de los más relevantes arqueólogos, expedicionarios y aventureros del momento. El número de miembros nunca puede superar la cincuentena. Cuando un miembro muere, los restantes se reúnen para votar a quién quieren invitar a participar en el club. No es muy distinto de un concilio papal. Claro que no es tan importante -añade de un modo que deja una pequeña duda acerca de si piensa lo que dice.
– ¿Y tú tienes la suerte de ser miembro de The Club?
El tono ácido le pasa inadvertido.
– Con toda modestia -responde con solemnidad-, yo soy el presidente.
Me contempla mientras deja que esa revelación cause efecto. Cosa que no sucede. Pero siempre puedo fingir que sí.
– Es importante que comprendas el peso que tiene nuestro pequeño club -continúa-. Informalmente y en tono jovial, en total intimidad, se reúnen los cincuenta mejores arqueólogos del mundo. Ocurre dos veces al año. La mayoría ocupa cátedras en las mayores universidades. Discutimos, intercambiamos experiencias, evaluamos teorías. Y, no hemos de escamotearlo, nos divertimos…
– ¡Ay, que divertido! -exclamo.
Me mide con la mirada.
– Sin duda -dice. Mi actitud lo confunde. Debe de estar acostumbrado a que lo traten con mucho respeto y humillada admiración.
– ¿No habrá por casualidad sitio para un profesor adjunto albino de Noruega?
– Creo que no te estás tomando esto del todo en serio.
Me limito a mirarlo porque tiene toda la razón del mundo.
Se le estrechan los ojos, dirige la mirada al cuarto.
– Las discusiones de nuestro club han desembocado en algunos de los descubrimientos arqueológicos más destacados de las últimas décadas. De modo completamente extraoficial, por supuesto. El club nunca se ha llevado los honores por nada que fuera asunto de alguno de sus miembros, aunque pudiera decirse que, como colegio, había
sido la causa directa de que se iniciaran las excavaciones o de que se realizaran en un lugar concreto y no en otro. El club funciona como un banco de conocimientos. Un banco común en el que cada uno introduce sus saberes y del que, a cambio, podemos sacar rentas en forma del saber reunido en nuestros cincuenta miembros.
Me reclino en la silla y cruzo los brazos. La gente que sabe mucho cae con facilidad en altisonantes obviedades cuando tiene que hablar de sí misma y de lo suyo. Sólo que no se dan cuenta.
– Quizá creas que somos un grupo de viejos académicos resecos y sin sentido del humor. -Lanza una carcajada-. Amigo mío, disfrutamos de las alegrías de la mesa y nos servimos los mejores vinos y los jereces más nobles.
– ¿Y quizás alguna pajarilla elegante hacia el anochecer? Me mira con cara de ofendido.
– No. Pero sí jugamos.
– ¿Jugáis?
– Organizamos concursos. Tareas. Algo completamente particular. Una combinación de acertijos históricos, cartografía y, por supuesto, arqueología. Llámalo una búsqueda del tesoro avanzada. Cada cinco años proponemos una tarea nueva. El que primero encuentra la solución y trae a casa el objeto que hemos escondido entra en la presidencia del club. Que en estos momentos tiene cinco miembros.
Empiezo a entrever adonde se dirige.
– La penúltima vez ocultamos una vara con runas en una tumba mesopotámica. Un divertido anacronismo -se ríe alegremente-. Diseñamos un acertijo que tenía su punto de partida en las esfinges de toro de cinco patas de Layard, en el British Museum, que a su vez condujeron a los más despiertos a Nimrud.
– Y esta vez -lo interrumpo- habíais enterrado un cofre de oro en el monasterio de Vaerna.
– Eres agudo, pero no es tan sencillo. Este año celebramos el centenario del club. Por eso queríamos un reto especial. Lo dividimos en diez. -Carraspea, vacila-. Le confiamos a Michael MacMullin la labor de diseñar el acertijo. Se basó en el mito de la reliquia de los secretos sagrados. Cuando estudiaba, en los años setenta, tu padre y Graham Llyleworth escribieron un tratado en el que se insinuaba que el cofre podía estar enterrado en un octógono en Varna, Noruega.
No menciono que, modestamente, ha evitado decir que él era el tercer autor.
– Era un acertijo bastante sofisticado -dice-. Solucionarlo era posible, pero difícil. Un magnífico reto.
Preveo adonde va.
– Y entonces algo salió mal -aventuro.
– ¡Exacto! Por desgracia. Exacto. Resultó muy incómodo. Para nuestro club anónimo. Para la SIS. Para el British Museum. De hecho, lo fue incluso para todo ámbito académico británico. -Hace una mueca-. Podría haber sido un escándalo. Un escándalo muy delicado. -Clava su mirada en la mía-. Pero aún no se ha evitado del todo. -Toma aire-. Permíteme que te hable de Michael MacMullin. Es uno de los miembros más destacados del club. Está en la presidencia. Un eminente catedrático. Quizás hayas oído hablar de él. MacMullin es un hombre con visiones, pero también sin inhibiciones. Robó el cofre del British Museum.
– ¿Lo robó? ¿El cofre?
– El cofre de oro que hallasteis es un objeto que originalmente fue desenterrado en Jartum en mil novecientos cincuenta y nueve, y que desde entonces ha estado en el British Museum.
Según me va llegando la información, me invade un desagradable estupor. Jartum, en Sudán, es el lugar sobre el que escribía papá en la carta que estaba en el tratado de Grethe. ¿Por qué nadie ha sabido, ni ha dicho, que la reliquia fue encontrada hace cincuenta años? ¿Me oculta Grethe algo?
No quisiera desvelar lo que sé y lo que no sé, así que lo dejo continuar.
– MacMullin salió del museo con el cofre en su maletín. Al parecer lo enterró en el monasterio de Vaerne, en Noruega.
Podría haber apuntado que yo estaba presente cuando el cofre fue hallado. Si él mismo no hubiera sido arqueólogo, le habría hablado de las estructuras del suelo, de cómo se compactan la tierra y la arena con el paso de los siglos y cómo forman capas en paralelo que desaparecen cuando alguien excava un agujero y vuelve a llenarlo. Habría podido explicarle que la tierra estaba aglomerada sobre el cofre y que la estructura del suelo no tenía interrupciones. Pero no lo hago.
– Fue una vergüenza. Transgredió todos sus poderes. Me atrevería a decir que el club nunca se ha visto envuelto en un escándalo de semejantes dimensiones. Pero sólo podíamos hacer una cosa, enderezar la fachada. Desde luego, comprendimos dónde había enterrado MacMullin el cofre, el único problema era saber exactamente el lugar. Hasta que encontramos la fotografía por satélite que había encargado ex profeso. Estaba tomada con película infrarroja, para que pudiéramos ver las estructuras que hay bajo la superficie. Pudimos observar tanto un octógono como un castillo circular en el suelo de Varna. El resto fue bastante sencillo. La operación recibió incluso un nombre en clave. Operación Reliquia.* Organizamos unas excavaciones. Habría sido imposible localizar el octógono sin un cierto margen de variación basado en las fotografías del satélite. Nos habrían descubierto si hubiéramos intentado sacarlo a escondidas. Por eso procedimos como habríamos procedido si hubiéramos estado buscando un castillo circular. Seguimos las reglas del juego. Pedimos los permisos. Pagamos nuestras tasas. Incluso aceptamos tener un supervisor noruego. Un agudo joven que acabó creándonos problemas inesperados.
Se ríe ligeramente y me mira.
– El gobierno británico ha informado a las autoridades noruegas sobre el alcance de este asunto. La embajada británica en Oslo nos apoya en el trabajo. Bjorn, no creo que tengas elección. Has de devolvernos el cofre.
Me siento como un niño en Nochebuena. Cuando ya se han repartido los regalos y te apoltronas en el sofá, acalorado, vacío y agotado porque la tensión se ha relajado. A tu alrededor están tus padres, tus abuelos, tus tías y tíos, sonriendo, tomando sorbitos de sus copas, y sabes que ya ha pasado y que falta un año para la próxima vez. Por fantástica que sea, la explicación llega como una ducha fría, como un anticlímax.
– Entiendo. -Esta vez soy yo quien habla al aire.
– ¿Com… prendes?
– Lo devolveré. -
– Me alegro. Mucho. ¿Lo tienes aquí?
– Lo siento. Está en Noruega.
Se levanta.
– Venga -dice-, tengo un avión en Stanstead.
– Esta noche tengo una cita. Una cita que no pienso perderme por nada del mundo. Pero podemos marcharnos mañana.
– ¿Una chica?
*En inglés en el original. (N. de la T.)
– Una diosa.
Me guiña el ojo. Si los años han enfriado su pasión, aún brilla en los recuerdos.
Al salir, paso por el servicio. El rollo de papel está pegado. El jabón, sin usar. La toalla, recién planchada. Pero el espejo está lleno de huellas dactilares. Nadie se ha molestado en quitarle el precio. 9,90 £. Un timo, si me preguntas a mí.
DeWitt me estrecha la mano cuando me voy. Acordamos encontrarnos delante de mi hotel a las diez de la mañana siguiente. Me agradece que esté tan dispuesto a colaborar.
En el momento en que bajo las escaleras, la limusina aparece junto a la acera. Abro la puerta y me siento. DeWitt se despide con la mano. Tiene el aspecto de un tío huraño y rico. La limusina se pone en marcha. No le he dicho adónde voy. Pero cinco minutos después se para ante el hotel.
***
– Mañana vuelvo a casa.
Diane se ha encerrado en una quesera de lejana indiferencia. Me mira.
– ¿Tan pronto? -Hay algo pesado en su mirada, como si se hubiera refugiado en una raya de consuelo blanco.
Vive en el decimonoveno piso de un bloque con tales vistas que acabo preguntando si no es la torre Eiffel lo que se ve en la lejanía. La entrada es un tablero de ajedrez en blanco y negro, alargado por un mosaico de cristal en la pared y con un arco que conduce a un estrecho apéndice que es la cocina. El salón desaparece en el cielo. Toda una pared es ventana. A esta altura, Diane tiene que salir todos los días al balcón a limpiar las nubes.
El sofá de cuero del salón relumbra en negro y rojo. La mesa de cristal es tan gruesa que podrías buscar refugio en ella si a alguien se le ocurriera dispararte con una bazuca.
Me sitúo junto a la ventana. A mis pies se despliega Londres en un abanico de casas, calles y parques.
– ¡Unas vistas magníficas! -exclamo.
Ella me da las gracias.
Algo vibra entre nosotros, pero no consigo agarrar lo que es.
– ¡Vaya pisazo! -Estoy a punto de añadir que tiene pinta de haber sido amueblado por un decorador de interiores. Pero no sé si se lo tomará como una cortesía o como un sarcasmo.
– La mayor parte es obra de Brian.
– ¿Quién?
– Un tipo con el que estuve. Brian. Era decorador de interiores.
Una salida de los bomberos arrastra calle abajo una cola de brillos azules.
– Lucy me ha ayudado hoy -digo-. Ha estado magnífica.
– ¿Has sacado algo en claro?
– En el museo no. Pero ha pasado algo cuando estaba allí.
– Lucy me ha llamado. Le has parecido majo.
– ¿Majo?
– Y bastante peculiar.
– ¿Peculiar?
Se ríe de mí.
– ¿Qué ha pasado en el museo?
– Me ha encontrado un hombre con el que estaba intentando ponerme en contacto.
– ¿Quién?
– Se llama DeWitt. Charles DeWitt.
No dice nada, aunque comprendo que el nombre despierta reconocimiento y extrañeza. Pero no me decido a preguntar.
Ha preparado un guiso vegetariano según la receta de una revista que sigue abierta sobre el banco de la cocina.
– Espero haberlo hecho bien -dice, y junta las manos con un nerviosismo que resulta enternecedor y típico de quienes creen que la comida vegetariana exige unos conocimientos que están reservados a pocos.
Estoy sentado ante una mesa redonda en el rincón del salón más cercano a la cocina. Diane revolotea de acá para allá, cada dos por tres se acuerda de algo que se le ha olvidado. Me sirvo calabaza gratinada con salsa de queso y ensalada. Ella sirve vino tinto. Me ofrece una baguette, que yo parto en dos, y un cuenquito con mantequilla de ajo. Con las manos sobre el respaldo de la silla se queda de pie mirándome con expectación.
– ¡Delicioso! -exclamo con la boca llena de comida.
Sonríe y se ajusta la falda detrás de los muslos antes de sentarse. Hay algo ancestralmente femenino en el modo en que lo hace. Alza su copa de vino y me dedica un gesto con la cabeza. El vino es seco.
– Un tipo fascinante ese DeWitt -digo.
– ¿Ha podido ayudarte en algo?
– Lo ha intentado.
– ¿Qué te ha contado?
– Una larga historia. Repleta de agujeros.
– Ah, ¿sí?
– Cosas raras.
– ¿No confías en él?
– Me pregunto cuánto ha evitado contarme.
– El mundo está lleno de mentirosos -dice con contención. Los ojos se le vuelven cristal.
– Creo que me han seguido hasta aquí -añado un poco después.
– ¿Cómo?
– Un coche ha salido detrás de mí desde el hotel. Espero que no tenga importancia.
– ¿Te han seguido? -pregunta indignada, sorprendida-. ¿Aquí? ¡Esos cabrones!
Está a punto de decir algo, pero se contiene. Fija su mirada a la mía como un cerrojo. Es como si quisiera decirme algo triste. Quizá que no tengo que tomarme la invitación muy en serio. Que no debo creer que estamos hechos el uno para el otro. Pero que soy un tipo agradable y que está considerando incluirme en su lista. Junto con Brian, George y los otros noventa y ocho.
Comemos casi sin intercambiar palabra. De postre ha hecho un pudin de frutas. En el fondo del cuenco, enterrado bajo el pudin, descubro una fresa y un trocito de chocolate. Llama al postre Tentación del Arqueólogo.
Diane pone un anticuado elepé de Chicago. Atenúa la luz. Enciende dos velas rojas sobre la mesa de cristal. Sus medias de nailon brillan en el destello de las dos llamitas.
El cuero crepita cuando se apoltrona en el sofá junto a mí. Del mismo modo que crepita la música. Tiene que haber escuchado el disco muchas, muchas veces. Durante algunos minutos no hacemos ni un ruido, inseguros, con miedo a rozarnos. O a no rozarnos.
Me pregunta si quiero una copa. Yo acepto. Busca en la cocina ginebra Beefeater, tónica Schweppes, dos vasos y cubitos de hielo. Brindamos y nos reímos sofocados. Después nos quedamos bebiendo en silencio. Ninguno sabe a quién le toca empezar. Yo estoy buscando algo romántico que decir. Algo que pueda romper el hielo.
Ella se me adelanta.
– ¿Te parece que avanzas algo? ¿En tu investigación?
Quizá no sea muy romántico, pero es mejor que el tenso silencio.
– Sé exactamente igual de poco que cuando salí de viaje. En realidad estoy aún más confuso.
Se ríe por lo bajo.
– Es tan raro pensar que tienes una… vida allí en Noruega.
– Vida, vida. Así lo siento yo también. Pero habría quien no la caracterizaría como una gran vida.
– ¡No sé nada de ti!
– Entonces ya somos dos.
– ¡Háblame de ti!
Le hablo de mí. No me lleva mucho rato.
Fuera, Londres clarea en un millón de pinchazos de alfiler hechos de luz.
– ¡Esos mierdas!-susurra para sí misma.
– ¿Quiénes?
– ¡Creen que soy propiedad suya!
– ¿Quién lo cree?
– Papá. Y todos sus entusiastas sirvientillos. «Haz esto, haz aquello. Diane, sé obediente. ¡Diane, haz lo que te decimos!» ¡Es como para vomitar!
Diane ha vaciado la copa, la mía sigue medio llena. Le veo en los ojos que empieza a estar bebida. Se sirve una copa más y pone otro elepé. Hotel California. Tiene reproductor de CD, pero hoy sólo está eligiendo discos de los setenta. On a dark desert highway… Coolwindin my hair… Una ligera ráfaga de nostalgia se arremolina en mí. Warm smell of colitas… rising up through the air… Cierro los ojos y me desvanezco en los recuerdos.
– Me recuerdas a un chico que conocí una vez -dice.
Abro los ojos y la miro en silencio.
Toma un par de sorbos de su copa y le echa dos cubitos de hielo.
– Se llamaba Robbie. Robert. Lo llamábamos Robbie.
Yo sigo sin decir nada.
– En realidad no me he dado cuenta hasta esta noche. De a quién me recordabas. Pero ahora lo veo. Me recuerdas a Robbie. -Me mira a mí al mismo tiempo que mira a través de mí-. Robbie Boyd. Estuvimos juntos un verano.
– ¿Hace muchos tiempo?
– Teníamos quince años. Estábamos los dos internos en colegios.
– ¿Era albino?
Su expresión es de sorpresa.
– Has dicho que te recordaba a mí-le explico.
– No de esa manera. Tenéis la misma esencia.
– ¿Qué fue de él?
– Murió.
– Oh.
– Un accidente de coche.
– Oh.
– Me enteré por casualidad. Nadie sabía que estábamos juntos. No podía contárselo a nadie. En algún sentido nunca lo he superado. Cada vez que estoy con un hombre, siento como si estuviera traicionando a Robbie. Quizá por eso nunca consigo atarme a nadie. -Diane se ríe sofocada y pensativamente, inspira hondo y vuelve a soltar el aire despacio-. ¿Alguna vez te sientes solo? -pregunta, y me alborota el pelo.
– Alguna vez.
– No me refiero a… sin pareja. ¡Quiero decir… solo!
– De vez en cuando.
– Cuando era joven, me sentía como la persona más solitaria de este mundo. Nunca tuve una madre. Murió cuando yo nací. Y papá, él… -Bebe un trago.
– ¿Qué pasa con él?
– Siempre… -Se encoge de hombros-. Siempre ha sido muy distante. Habría podido ser un bondadoso tío cualquiera. Supongo que por eso quise tanto a Robbie. Por fin había encontrado a alguien, no sé si me entiendes.
– Perdí a mi padre cuando era niño.
– Eso debe de ser peor. Lo conocías. Perdiste a alguien a quien querías. Yo nunca tuve una madre que perder.
– Así que tampoco tienes un vacío que llenar.
– O quizás el vacío sea tan grande que no consiga descubrir que estoy en medio de él. -Me mira-. Algunas veces me siento tan jodidamente sola… Incluso cuando estoy con un hombre.
– Puedes sentirte solo en una multitud.
– ¿Has estado con muchas chicas?
– No con demasiadas.
– ¡Yo sí! Bueno, ¡no con chicas! ¡Chicos! ¿Y sabes qué?
– No.
– Te sientes igual de jodidamente sola. Aunque hayas tenido cien novios, te sientes igual de jodidamente sola.
Me encojo de hombros. Cien novios es para mí una teoría equivalente al último problema de Fermat, ni siquiera concibo el problema.
– ¿Has tenido cien novios?
Ella se ríe sofocada.
– ¡Así lo siento! ¡Noventa y nueve! No sé. En algún sentido sólo he tenido uno. Robbie. Los demás sólo han sido…, tú sabes… -Se apoya sobre mí. Yo la rodeo con el brazo izquierdo-. ¡A veces lo odio! -exclama.
– ¿A Robbie?
– ¡No, a papá! No me malinterpretes. Lo quiero. ¡Pero algunas veces lo odio intensamente! -Suspira, se gira hacia mí y me mira con detenimiento-. ¿Te ha dicho alguien que eres bastante mono?
– Claro. Después de dos o tres copas.
– No estoy de broma. Es muy fácil enamorarse de ti.
– Diane, sé el aspecto que tengo.
– ¡Eres mono!
– ¡Tú también!
Se ríe desgarradamente y me clava un dedo en el costado.
– ¡Adulador! -Su mirada se hunde en la mía-. ¡Me alegro tanto de haberte conocido…!
– ¿Por qué?
– Porque me gustas. Porque nunca he conocido a nadie como tú. Que es completamente él mismo. A quien le importa una mierda el mundo. Eres muy especial.
– Casi es como si no tuviera otra opción.
– Tú crees en algo. No te rindes nunca. Da igual a quién te estés enfrentando. Siempre he admirado a la gente como tú. ¡Mientras que a esos mierdas…!
– ¿Quiénes?
– Se creen que pueden… -Se contiene-. Si tú supieras… ¡Oh, que les den! -murmura.
«Ahora va a pasar algo», pienso.
Entonces ella se inclina hacia delante y me besa.
La primera vez que besé a una chica tenía dieciséis años. Ella, catorce. Se llamaba Suzanne. Era ciega.
Al besar a Diane, pienso en Suzy. No sé por qué. No he pensado en Suzy en muchos años. Pero algo en el modo en que besa Diane (con una cierta insistencia torpe, como si quisiera y no quisiera al mismo tiempo) ha abierto un cajón con recuerdos olvidados. Recuerdo el cuerpo delicado de Suzy y sus formas inacabadas, el modo en que nos respirábamos pesadamente en la boca.
El aliento de Diane sabe a ginebra. Su lengua es un gusanillo revoltoso. No sé qué hacer con las manos.
Se echa un poco hacia atrás, me coge la cara y me mira. Sus ojos tienen el aire marchito, enrojecido, que se le pone a uno cuando no está acostumbrado a beber. También hay algo más ahí dentro: ¿enfado?, ¿pena?, ¿confusión?
Sin mediar palabra, empieza a desabrocharse la blusa. Pasmado de expectación, sigo cada movimiento. Cuando termina, me coge la mano y se pasa mis yemas de los dedos por el sostén.
Me mira de reojo. Bjorn, el albino agradable* Uno entre un millón.
Me lleva al dormitorio. Las paredes son rojo fuego. Sobre la cama doble hay una manta negra desgarrada por un rayo amarillo. Sobre la mesa hay un montón de brillantes revistas de moda.
Arranca la colcha, se mete en la cama y serpentea para salirse de la falda. Se ha arreglado para la ocasión. El sujetador rojo y transparente va a juego con las
* En inglés en el original. (N. de la T.)
braguitas. Se retuerce en la cama mientras me espera. Yo me desabrocho la camisa y tengo problemas con el cinturón. El cinturón siempre me da problemas cuando tengo que quitármelo ante los ojos de una mujer impaciente. Claro que tampoco se puede decir que sea un problema muy recurrente.
Cuando me siento en el borde de la cama, Diane se inclina hacia mí y me besa con hambre. Me siento tonto. Desamparado. Sé lo que tendría que hacer, pero no lo hago, me quedo parado y dejo que ella abra camino.
Todo un camino, por cierto. Abre un cajón
de la mesilla y saca cuatro cortos lazos de seda. Se ríe nerviosa.
– ¿Tienes ganas de atarme?
Está borracha. Definitivamente borracha.
– ¿Perdona? -murmuro. He oído lo que ha dicho, pero es como si no me entrara del todo.
– ¿Quieres atarme?
Me quedo mirando las cuerdas.
– ¿Estás escandalizado?
– ¡Qué va!
Como si no hiciera otra cosa que atar mujeres y follarlas hasta volverlas locas.
– ¡Estás escandalizado! ¡Te lo noto!
– ¡Para nada! ¡He leído sobre cosas así!
– ¿No tienes ganas? ¡Dímelo si no tienes ganas!
Pero claro que tengo ganas. Sólo que no entiendo del todo lo que quiere decir. Me enseña cómo se hace. Le ato las muñecas y los tobillos a los cuatro palos de la cama. Respira entrecortadamente. Todos tenemos nuestros placeres.
Nunca lo he hecho de esta manera. No soy quisquilloso. Pero siempre he ido al grano.
Me tumbo a su lado con inseguridad. Da la impresión de que apenas se puede resistir cuando la enciendo con las yemas de los dedos.
Entonces surge un problema. Nunca me ha pasado antes. Sigue llevando las braguitas puestas, pero sus piernas abiertas están atadas. Si suelto los lazos, desaparecerá la magia. Me pregunto cómo voy a librarme de la prenda. Al final desisto. Simplemente aparto la goma de la braguita. Ya está.
Después, cuando estamos abrazados bajo el edredón, me pregunta:
– Oye, ¿puedo irme contigo? A Noruega.
Ella entiende mal mi silencio.
– No pretendo acoplarme. Perdóname-dice.
– No, no, no. Suena… agradable.
– Me quedan un par de semanas de vacaciones. Pensaba que podía tener su gracia. Ver Noruega. Contigo.
– Me marcho a casa mañana.
– Me da igual. Si es que quieres que vaya contigo.
– Claro que quiero.
Me despierta a las tres de la mañana.
– ¿Lo habrás escondido bien, no?-pregunta.
No entiendo a qué se refiere.
– ¡El cofre! -dice-. Me he acordado de algo. De algo que dijiste. Espero que esté seguro.
Estoy tan cansado que veo doble. Dos encantadoras gemelas Diane.
– Está seguro -murmuro.
– No puedes imaginarte lo buenos que son averiguando cosas. Cuando quieren. No son cualquiera los tipos a quienes te enfrentas.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque quiero que sepas que estoy de tu lado. Aunque trabaje para la SIS y todo eso. Entiendo que no puedas confiar completamente en mí. Pero, pase lo que pase, siempre estaré a tu lado.
– Claro que confío en ti.
– Eso espero. De todos modos, no lo hagas. Quizás hayan metido un micrófono en mi bolso. O algo así. No debes contarme nunca dónde está el cofre ni nada importante. ¿Vale?
– Es un amigo. Tú no lo conoces. Y yo confío en ti -digo, y me doy la vuelta.
Ella se acuesta a mi lado. Sus pechos se aprietan contra la sensible piel de mi espalda. Así me quedo dormido.
***
No he visto antes al recepcionista. Es un hombre. Alto, de pelo rubio claro y con el aspecto de un dios guerrero ario. Pero cuando abre la boca, tiene la voz tan nasal y una entonación tan coqueta que creo que me está tomando el pelo. Con mirada dulce me dice que debo de ser un caballero muy solicitado. Luego me entrega dos mensajes. Un telefax y un mensaje escrito a mano de la reina de la noche, Linda. Es corto y casi no tiene faltas de ortografía. Me ha llamado Jocelyn DeWitt.
El telefax está escrito sobre el papel de cartas de la Di rección General del Patrimonio Histórico.
¡Bjorn! He estado intentando llamarte. ¿Dónde coño estás?
No consigo dar con Grethe. Lo siento. ¿Tiene algún familiar con quien pueda haberse reunido? Llámame, ¿vale?
En el cuarto todo está tal y como lo dejé. Casi. Antes de irme, metí un palillo bajo la tapa de la maleta, que está debajo de la cama. Sólo por si acaso. Para convencerme a mí mismo de que soy un bobo paranoico. Ahora el palillo está sobre la alfombra.
En la ducha me lavo todos los olores de Diane y sus jugos resecos.
Cuando me he cambiado, y antes de ponerme a hacer la maleta, llamo a Jocelyn DeWitt. No porque necesite hablar con ella, sino porque soy un joven bien educado. Y porque, es mejor confesarlo, tengo curiosidad.
Es el ama de llaves quien contesta. Aunque ponga la mano sobre el auricular, la oigo decir que es el caballero que llamó por el señor Charles.
Jocelyn DeWitt coge un aparato supletorio.
Yo me presento. BJ0rn Belto. Arqueólogo de Noruega.
– ¿Arqueólogo? -exclama-. Ya comprendo. Eso explica un montón de cosas.
Su voz es suave y tierna y llega a mí como de un siglo pasado.
– ¿Explica?
– La arqueología era la vida entera para Charles. Aunque a veces también era… Bueno. Hace ya mucho tiempo. Veinte años.
Algo me detiene.
– No hay muchos DeWitt en Londres -le digo.
– La familia de mi marido era francesa. Se mudó a Inglaterra durante la Revolución. ¿ Qué es lo que querías saber sobre Charles?
Le confieso que llamé al azar al único DeWitt que encontré en la guía telefónica de Londres.
– Me entró mucha curiosidad, claro -dice ella-. Me he preguntado tanto quién serías y qué querrías. Tendrás que perdonarme, pero es que Charles lleva tantos años muerto ya… ¿En qué puedo ayudarte?
Son las ocho y media. Dentro de hora y media vendrán a buscarme.
***
Jocelyn DeWitt es una mujer con pinta de cisne, cuello largo, movimientos gráciles y una entonación soñolienta con resonancia a cristal, a la caza del zorro y a largas sobremesas a la fresca sombra del pabellón del jardín. La mirada encierra una seguridad en sí misma divertida y relajada. Todo en ella indica que nunca ha tenido que levantarse de madrugada para echarle carbón a la estufa. Por eso resulta aún más sorprendente cuando se cuelan jugosas y fuertes expresiones en su refinado lenguaje y explotan como una granada en sus labios.
Dirige a su ama de llaves, regordeta y negra, con rápidos movimientos de los dedos. Deben de haber desarrollado un lenguaje codificado. Tal y como hacen los señores y los sirvientes cuando llevan tanto tiempo juntos que se han convertido en un solo organismo. El ama de llaves sabe cuándo los movimientos y los chasquidos significan «Lárgate de aquí y cierra la puerta cuando salgas» o «Trae el licor de plátano» o «¿Por qué no le ofreces un cigarro al noruego?».
Nunca he estado aquí antes. Ni siquiera es el mismo barrio en el que estuve cuando fui a casa de Charles DeWitt. O de su fantasma.
Entramos en un salón cargado de arañas de cristal, ventanas con arcos, gobelinos y gruesas alfombras, muebles barrocos, una chimenea sobredimensionada y, sorprendentemente, incluso una estufa de azulejos en el rincón.
Me coge de la mano y me lleva hasta la chimenea con elefantiasis.
– ¡Aquí está! -dice-. Mí querido Charles y los demás. La sacaron en mil novecientos setenta y tres.
Ha colgado una ampliación de una fotografía porosa y enmarcada en el lugar de honor sobre la chimenea. Está descolorida. Los hombres llevan el pelo largo, las camisetas tienen dibujos psicodélicos. Te invade la certeza de que las personas te están mirando fijamente desde el instante que ha sido atrapado en el tiempo.
Están reunidos en una piña junto a un hoyo de unas excavaciones. Unos se apoyan sobre las palas. Otros se han atado un pañuelo a la cabeza
para protegerse del sol.
En el extremo de la derecha, detrás de Grethe, está papá.
Grethe está extraña. Joven y espléndida. Juguetona. Le brillan los ojos. Se coge la tripa con las manos.
Sobre un montón de residuos, de manera que se eleva por encima de todos los demás, reina Charles DeWitt con los brazos en cruz. Parece un tratante de esclavos, propietario de todo el puto grupo. Así que era él. El anciano no me engañó. Sólo ha engañado a su mujer.
No sé qué secreto estará escondiendo. O por qué simuló estar muerto. O cómo ha conseguido vivir oculto todos estos años sin que lo descubran. En medio de Londres.
Pienso: «Soy demasiado cobarde para decirle la verdad.»
¿Puede haberse cansado de ella? ¿Haberse ido con otra mujer? ¿O es que conoció a un monaguillo irresistible? ¿Quizá descubriera algo en Oxford, junto con papá y Llyleworth, algo que lo hizo dejar de existir?
La señora DeWitt me conduce a un salón estilo Luis XVI, donde nos sentamos. Con las piernas en cruz. Como el genio de una lámpara, aparece el ama de llaves con una botella de cristal.
– ¿Un poco de licor de plátano? -me ofrece la señora DeWitt.
Asiento cortés con la cabeza. La mujer ha adiestrado al ama de llaves para que no mire a nadie a los ojos, así que sirve las dos copitas sin encontrarse con mi mirada. El licor me llena de almíbar la cavidad de la boca.
– ¡Jodidamente delicioso! -dice la señora DeWitt. No creo que sea el primero que se toma hoy-. ¿ Qué es lo que querías saber? -pregunta, y se inclina con confianza hacia mí.
– Como ya he dicho, soy arqueólogo…
– Pero ¿por qué preguntaste por Charles?
– He encontrado algo que requiere ciertas averiguaciones. Y en ese contexto surgió el nombre de tu… difunto marido.
El licor de plátano es como un sirope en la boca. Me quedo saboreándolo.
– ¿De qué modo?
Me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo explicarle nada. Y aún menos que su marido está vivito y coleando. Intento eludir su curiosidad.
– Has mencionado algo de que la familia DeWitt huyó de Francia durante la Revolución.
– Charles estaba muy orgulloso de sus antepasados. Se libraron de la guillotina por los pelos. ¡Una familia de advenedizos aristocráticos, si me lo preguntas! Pero cuidaron las relaciones con la nobleza, sobre todo las mujeres. ¡Prostitutas de clase alta! Luego saltaron el Canal. El bisabuelo de Charles fundó una asesoría jurídica: Burrows, Pratt & DeWitt Ltd. El abuelo y el padre se hicieron cargo de ella sucesivamente. Se esperaba que Charles ocupara el puesto de su padre. Charles tenía… estudios, ¿sabes? Empezó a estudiar Derecho. Luego, de pronto, se lanzó a la arqueología. Fue el profesor quien, por decirlo así, lo convirtió. Para la familia de Charles fue pura rebeldía. ¡Una puta revolución! El padre se negó a hablar con él durante años. Hasta que Charles fue nombrado catedrático, el padre no retomó el contacto. Lo hizo para felicitarlo. Pero nunca lo perdonó.
– ¿Y tu marido murió en…?
– Mil novecientos setenta y ocho.
La respuesta me deja helado. Veo ante mí un saliente en la montaña. Una cuerda. Un bulto sobre la pedregosa ladera.
Ella no percibe la conmoción que me desgarra.
– Pero dime, joven, ¿qué es lo que quieres saber?
– ¿Qué sabes de las circunstancias de la muerte de tu marido? -tartamudeo.
– Estaban buscando una especie de tesoro. ¡Los locos! Lo mantenía todo en secreto. Y eso que normalmente me contaba más de lo que quería saber sobre su trabajo. Ay, me aburría como una ostra con sus historias. ¡Chorradas académicas! Pero esa vez sólo me explicó que estaban buscando un cofre. ¡Un puto cofre santo prehistórico!
«Ay, Dios…»
– ¿Lo encontraron?
– ¿A quién coño le importa? Cuando Charles murió, me fui a casa de mi hermana en Yorkshire. Viví con ella cerca de un año. Para… recuperarme del golpe. ¿Has perdido alguna vez a alguien cercano?
– A mi padre.
– Entonces sabes de lo que estoy hablando. Se necesita tiempo. Silencio. Tiempo y silencio para recordar. Reflexionar. Elaborar la pena. Quizás intentar contactar a través de un médium. Ya sabes. Dime, ¿dejó Charles papeles que te han impulsado a venir?
– Sólo una tarjeta de visita. ¿Cómo murió?
– De una infección. Se hizo un rasguño en el brazo izquierdo. Una ridiculez, en realidad.
– ¿Que le quitó la vida?
– La herida se le infectó. En cualquier otro sitio habría
sido algo bastante inofensivo.
– ¿Dónde estaba?
– ¡Lejos de la civilización! Antes de que consiguieran llevarlo a un hospital, se le había, gangrenado la herida.
– ¿Dónde?
– ¡En el brazo! ¡Te lo estoy diciendo! ¡Se lo amputaron! ¡Todo el brazo! Pero esos descerebrados babuinos… perdona mi lenguaje, no estaban acostumbrados a tratar casos complicados. Murió dos días después de la amputación.
– Pero ¿dónde?
– ¡En la puta jungla!
Me quedo callado unos segundos antes de preguntar:
– ¿La jungla?
– Eso he dicho, ¿no?
– ¿Quieres decir… en África?
Arquea las cejas.
– ¡Te aseguro que no quiero decir en Oxford Circus!
– ¿No ocurriría por un casual en Sudán?
– ¿Por qué me lo preguntas si has sabido todo el rato la
respuesta?
– ¿Qué pasó con las excavaciones?
Hecha la cabeza hacia atrás.
– ¡No tengo ni idea! Para decirte la verdad, nunca he pensado en ello. O más bien: me ha importado una mierda. Antes de morir me escribió. Una carta de despedida, como se vio luego.
Chasquea los dedos. El ama de llaves, que está de pie en un rincón como una estatua de Buda tiesa y gorda, se despabila, abre el cajón de un escritorio y le lleva una caja a la señora. Dentro hay cinco hojas escritas a mano y atadas con una cinta de seda. Ella suelta el lazo y me tiende las hojas crujientes. Yo vacilo.
– ¡Adelante! -me ordena.
Junto al Nilo, Sudán del sur Lunes, 14 de agosto de 1978
Mi queridísima Jocy:
¡Mira qué mala suerte! Caminando del campamento a la zona de excavaciones iba despistado (¡sin comentarios, gracias!), tropecé con una raíz y me caí por un terraplén de piedras y barro. No te asustes, querida, no fue una gran caída, pero me he contusionado ligeramente la rodilla, y una piedra afilada me ha desgarrado un poco el brazo. Estuvo sangrando mucho un rato, pero un boy me vendó la herida y me ayudó a volver al campamento. Pero luego resultó que no encontrábamos el botiquín. ¿No te parece típico? MacMullin me ordenó que me fuese a la tienda y descansase lo que quedaba de día, para que se cerrara la herida. No es horrorosamente profunda, así que espero que no sea necesario darle puntos.
Pero debemos ver lo positivo del asunto, porque ahora estoy aquí sentado en mi cama de campaña aburriéndome, así que por lo menos -¡por fin!- tengo ocasión de escribirte unas líneas. Ya lo sé, ya lo sé, que tendría que haberte escrito antes, ¡pero MacMullin no es de los que piensan que el tiempo libre y el descanso sean buenos para la humanidad…!
Hace aquí más calor del que me temía, en realidad es bastante insoportable, pero de todos modos lo peor es la humedad, que se me pega como la pintura fresca. ¡Y todos los insectos, ni te cuento! (Pero ya que tienes una relación tan entrañable con los insectos, no voy a decirte ni lo grandes que son -¡¡¡enormes!!!… ¡¡¡gigantes!!!- ni dónde se encuentran -¡en la cama! ¡En los zapatos! ¡En la ropa!)
Hemos llegado bastante lejos (¡¡o bastante profundo!! Je, je, je) con las excavaciones. No te aburriré con los detalles técnicos, pero: buscamos rastros de una campaña persa. No sé cuántas veces le he dicho a MacMullin que el cofre nunca estuvo en manos de los persas, que los hospitalarios debieron de ocultarlo en un octógono en su monasterio de Noruega. Pero nadie me escucha. Sólo Birger. La paz sea con él…
Oooops, ¡llega la comida! ¡Más tarde, más, gatita!
Noche
Es la una y media (¡de la madrugada!), no consigo dormir, la oscuridad ahí fuera está llena de ruidos extraños y de pesados olores.
La noche africana alberga algo que nunca he experimentado en casa, es como si te susurrara, como si algo se despabilara. No estoy pensando en los anímales y los insectos, sino en algo infinitamente más grande. Perdóname si digo tonterías.
Creo que tengo fiebre. Estoy helado, a pesar de que debe de haber por lo menos 35 grados aquí dentro de la tienda, y está tan húmeda como un maldito invernadero.
La herida del brazo me duele muchísimo. Joder, joder, joder…
Tendré que intentar dormir. ¡Te echo de menos, cariño! Besos.
Martes
Llevo todo el día tirado como un pedazo de carne muerta sobre mi camilla. Ocho personas se han turnado en llevarme. Nativos. Charlaban y se reía alternativamente, y yo noentiendo ni palabra de lo que dicen. Por suerte MacMullin ha mandado también a dos ingleses. Jacobs y Kennedy. Me hacen compañía, ¡pero el calor no nos deja fuerzas para hablar de gran cosa!
El calor y la humedad son insoportables. La jungla es densa y vaporosa, estoy a muchos kilómetros del mar más cercano, pero a pesar de todo estoy mareado.
Miércoles por la noche
¡Vaya noche! Ya te contaré más cuando vuelva a casa.
Cuando por fin hemos llegado al hospital esta mañana, se ha armado un gran jaleo. Creo que era la primera vez que veían un paciente blanco. Tiene buena pinta, me van a tratar como a un dios que acaba de caer del cielo.
Ahora estamos esperando al médico. Han de buscarlo en un pueblo que está a algunos kilómetros de aquí. ¡Ay, Dios, estoy tan impaciente, Jocy! El hedor es insoportable. Debe de ser la gangrena. Pero por suerte nos hemos dado prisa.
No me siento del todo bien.
Viernes noche
¡¡Ay, Jocy, Jocy, Jocy, cariño!! ¡Tengo que contarte algo espantoso! ¡Prométeme que vas a ser una niña valiente para mí!
¡Me han cortado el brazo, Jocy!
¿Me oyes? ¡¡Me han amputado el brazo!! Ay, Dios mío. ¡Cuando miro hacia la izquierda, no veo más que un bulto con un vendaje sanguinolento! ¡Como me temía, era gangrena! ¡Ay, Jocy!
Por suerte los dolores no son tan terribles como sería de creer, ¡pero vomito todo el rato! ¡Me han atiborrado de morfina!
¡Siento mucho tener que contártelo de este modo! ¡Debería haberte hecho caso y haberme quedado en casa!
¡Ahora no tengo fuerzas para escribirte más!
Noche
¡Te echo de menos! No consigo dormir.
Me duele mucho
Helado
Sábado
Querida, queridísima Jocy hoy- – [ilegible] – -
y yo – - [ilegible] – - el cura
Pero – - [ilegible] – - Mi J[ocelyn]! ¡Te amo! – -
podrás perdonar- -[ilegible]
Noche
Son las [ilegible] – -
Jocy, querida, la fiebre me [ilegible]
¡estoy tan cansado!
Escribiré más lúe
Es una pieza poética arrebatadora. Charles DeWitt debió de relatar su muerte con una sonrisa maligna. La primera página está escrita con letras poderosas, inclinadas hacia la derecha, que se aprietan contra el papel. Meticulosamente, ha ido debilitando la letra y haciéndola ilegible. Cerca del final las letras se diluyen.
Dejo la hoja a un lado.
– Murió en algún momento de la noche del domingo -dice la señora DeWitt abiertamente-. Lo encontraron con las hojas en la cama.
No sé qué decir.
– Toda una despedida, ¿no?-murmura ella.
– ¡Tiene que haber sido terrible leer esta carta!
– En cierto sentido. Al mismo tiempo, me dio la impresión de haber estado allí. Sabía cómo había pasado. Lo que pensó y sintió. Si sabes a lo que me refiero. MacMullin trajo personalmente la carta desde África. Y me la entregó en mano.
Le da un sorbito a su licor. Me levanto y vuelvo hasta la fotografía de la chimenea. La señora DeWitt viene dando pasitos detrás de mí.
– ¿Sabes quién es ésta? -pregunto señalando a Grethe.
Ella resopla.
– ¡Esa puta! Una ninfómana follada de Noruega.
Después cae en la cuenta de que yo también soy noruego. Y de que la mujer teóricamente podría ser mi madre. Que yo podría haber ido por eso.
– ¿Tú la conoces? -pregunta dócilmente.
– Algo -miento-. Me dio clases en la universidad.
– Se quedó embarazada.
Me quedo con la boca abierta.
– ¿Embarazada? -tartamudeo. ¿De papá? Me pregunto a mí mismo. ¿O de DeWitt? Él mismo dijo que eran sweethearts. Pero no me atrevo a plantear la cuestión.
– Todos hicieron como si no lo supieran-resopla ella.
Señalo a Charles DeWitt.
– Y éste -digo en voz baja, tengo que esforzarme para que no se note lo conmocionado que estoy-, ¿es tu difunto marido?
– ¡Dios mío, no! -se ríe ella-. ¡Tampoco es que me hubiera importado que lo fuera!
Riéndose de su frívolo exabrupto, señala a un tipo enjuto y moreno que está sentado de cuclillas en el extremo izquierdo de la foto. Tiene el aspecto de un vendedor de turba español e insatisfecho.
– ¡Ése es mi Charles! Dios lo acoja.
– Pero… -farfullo sin entender, y golpeo con la uña al hombre que está en medio de la foto- ¿quién es éste?
– Ese -responde, muerta de risa- es el jefe de las excavaciones. Un arqueólogo y científico muy reconocido. Un buen amigo de Charles. ¿No lo he mencionado? ¡Michael MacMullin!
***
El coche de mudanzas es tan grande como un petrolero, y llena la acera a lo largo de Sheffield Terrace de tal modo que los peatones son empujados a la calzada. Le pido al taxista que espere. Colmado de un inexplicable miedo de Día del Juicio Final, me aproximo corriendo a uno de los braceros. Tiene los ojos tontos y los brazos como vigas de madera. Pregunto por el propietario de la casa. El no me entiende. Llama a un tipo que debe de ser el encargado. Repito la pregunta. Se quedan mirándome y se ríen groseramente de mi acento. Para ellos soy una especie de atracción de feria viviente, un pelele alterado, pálido como un muerto, que cuelga agitándose ante sus caras.
– ¿El dueño de la casa? -repite al fin el encargado-, no sé nada de él.
– ¿ Quién ha vivido aquí? -grito para que se me oiga por encima de una moto que pasa. Ellos se encogen de hombros-. Es importante -insisto-, soy un cirujano extranjero, se trata de un trasplante de corazón, corre prisa, ¡está en juego la vida de un niño!
Se miran entre ellos con inseguridad, luego el encargado se mete en la cabina del camión y contacta con la central. Cuando vuelve, tiene pinta de aturdido.
– Debes de tener mal la dirección, esto es un piso de alquiler, ¿entiendes? No tenemos nombres, no podemos desvelar la identidad de nuestros clientes, ¿verdad?, normas de la empresa… -Se distrae con las cinco libras que le meto en el bolsillo de la camisa, y se inclina hacia mí-: Y, además, tendrías que hablar con las autoridades, ¿verdad?, que son las dueñas de la casa. Éste no es un piso cualquiera, ¿verdad?
Evidentemente puede ser una casualidad. Las casualidades pueden tener su gracia. A veces se ensamblan y generan un patrón.
Charles DeWitt, el compañero de estudios y colega de papá en Oxford en 1973, se apagó en una jungla sudanesa una noche de agosto de 1978. Poco más de un mes después de que papá se precipitara a la muerte en un accidente que la policía archivó por falta de pruebas.
Falta de pruebas.
La formulación hace que me estremezca. Como si supiera, pero no del todo.
La Asociación Geográfica de Londres está cerrada por ser sábado, pero sigo llamando hasta que una voz malhumorada responde al telefonillo. Pregunto por Michael MacMullin.
– Estamos cerrados -responde el guarda.
Alzo la voz y vuelvo a preguntar por MacMullin, es importante.
– Tendrás que venir el lunes -responde el guarda.
Le pido que contacte con MacMullin y que le diga que lo está buscando el señor Belto de Noruega, es extremadamente importante que le llegue el mensaje.
– You miss a bell thrumfrom nowhere? -crepita la voz.
– ¡Belto¡ -le chillo en inglés con tanta fuerza que los peatones me miran asustados y se apresuran a seguir-. ¡Dile que el albino loco quiere hablar con él!
El telefonillo deja de silbar. Llamo varías veces, pero no contesta. Me lo imagino detrás del objetivo de la cámara de vigilancia; gordo, satisfecho consigo mismo y seguro tras sus gruesas puertas y metros y metros de cable de cámara. Con los labios formo las palabras: «Llama ahora mismo a MacMullin, ¡hijo de la grandísima puta!» Es posible que no lo entienda; le hago un corte de manga y vuelvo corriendo al taxi.
Se ha ido. El taxista ni siquiera ha cobrado su dinero.
***
– ¡ Ay, Dios! ¿Eres tú? ¿Ya?
Incluso distorsionada por el telefonillo de la SIS reconozco la voz de mi vieja amiga, la abuela canosa que hacía punto. Le dedico mi mejor sonrisa a la cámara y saludo con un par de dedos.
Las lenguas tienen gracia. El lenguaje nos separa de los animales. «Ya.» Una palabra
tan inocente… Pero algo revela. Revela que ella sabía que yo iba a acudir. Porque alguien le ha dicho que iba de camino.
– ¡Dios mío! Justamente ahora no hay nadie aquí. Nadie ha dicho nada de que…
Mientras habla, abre la puerta, y cuando entro, aún sigue sentada tras su escritorio con el dedo sobre el botón hablando conmigo por el telefonillo. Lleva la capa sobre el brazo. No sé si acaba, de llegar o si está a punto de irse. Me mira con una expresión aborregada, asustada. Siento lástima por ella. No sabe del todo qué hacer conmigo.
– ¿Estáis abiertos hoy? ¿En sábado? -pregunto.
– En absoluto. Quiero decir… no, normalmente no. Pero hoy… Ay, no sé… ¿Qué es lo que quieres?
– Tengo que hablar con MacMullin.
Su cara pierde algo del gesto de tensión. Ladea la cabeza.
– Anda. Qué curioso. Está de camino. Tenía la esperanza de que estuvieras aquí. ¿Estabais citados…? ¿Para veros…? ¿Para ir al aeropuerto…? Dijo que tú… -Se contiene y deja la capa sobre el respaldo de la silla-. En todo caso, pronto estará aquí. Quizá deberíamos subir a su despacho.
Me conduce escaleras de mármol arriba y por el pasillo de columnas. La acústica resalta el hecho de que sólo estamos ella y yo en todo el edificio. Cruzamos las baldosas de mosaicos, el universo del señor Anthony Lucas Winthrop Jr. y doblamos otra esquina más. Así nos plantamos ante la puerta doble de iglesia del despacho de Michael MacMullin. Su nombre está atornillado en la madera oscura con pequeñas letras de latón recién pulido. Cuando tienes todo el poder en tus manos, puedes permitirte ser discreto.
El recibidor de Michael MacMullin es tan grande como una sala de conferencias noruega. El parquet del suelo relumbra. El escritorio de la secretaria está junto a un exclusivo salón francés donde los invitados pueden esperar sentados hasta que a su excelencia le plazca invitarlos a entrar en lo más sagrado. Las librerías se curvan con las primeras ediciones de libros sobre los que uno sólo ha leído. Dos ventanas dan a la calle, profundos pozos hacia la luz. La gran fotocopiadora y los ordenadores están tan arrinconados en la sombra como ha sido posible. La puerta que conduce propiamente al despacho de MacMullin está equipada con una cerradura normal y dos de seguridad. El marco está reforzado con metal. Sobre la pared parpadea una bombilla roja en una caja con números sobre el panel. Michael MacMullin debe de sentirse como una feliz y segura hucha de cerdito dentro de la caja fuerte más segura del mundo.
– Bueno, ¡tendrás que sentarte a esperar! -dice la abuela. Le falta el aire. Luego sale de espaldas y cierra la puerta.
Me siento en el marco de la ventana. Mientras oteo la calle, cavilo sobre lo que voy a decirle a MacMullin.
No pasa mucho tiempo antes de que un BMW 745 beis tuerza la esquina. Llega a tanta velocidad que una señora tiene que pegar un brinco desde el paso de peatones a la acera. Por eso capta mi atención, odio a los gamberros al volante.
En la acera, debajo de mí, el coche pega un frenazo. Casi da la impresión de que chirrían las cubiertas. Cuatro hombres salen del coche, al conductor no lo he visto nunca. Después sale MacMullin (alias DeWitt). Y mi viejo y buen amigo Graham Llyleworth.
Pero es el último hombre quien me intranquiliza. Nos hemos visto antes. Es King Kong.
Me pregunto por qué llevan consigo a su quebrantahuesos si sólo pretenden conversar conmigo.
Cuando salgo del recibidor, los oigo entrar en la planta baja.
– ¡Está arriba! -exclama la voz de la abuela.
Me quito los zapatos y salgo corriendo por el pasillo de columnas con un zapato en cada mano. Al ver a los cuatro hombres en la escalera, me echo a un lado y me pego a una columna.
Si se dan la vuelta en el momento en que pasen, me descubrirán. Pero no lo hacen.
Espero a que hayan doblado la esquina antes de echar a correr hacia la escalera y bajarla. Abajo del todo me pongo los zapatos.
La abuela se da la vuelta.
– Pero… ¿eres tú? -me pregunta sorprendida, y le lanza una ojeada a la escalera-. ¿Aquí?
– Desde luego.
Desde el despacho de MacMullin suena un grito.
– Pero… -dice ella, y da un paso hacia mí cuando avanzo. Como si fuera cinturón negro en jiu-jitsu y pensara tirarme al suelo con sus propias manos.
– ¡Detenlo! -grita una voz.
Ella me sigue de puntillas hasta la puerta mientras gimotea asustada.
Yo me lanzo a la calle y me hago invisible.
***
La maleta de Diane está lista en la entrada. Por la expresión de su cara se podría pensar que lleva las cinco últimas horas sentada encima de ella, esperándome.
– ¡Por fin! -exclama-. ¿Dónde has…?
La corto en seco.
– ¡Creo que los mataron!
Diane no consigue cerrar del todo la boca.
– ¡Tenemos que irnos! -añado.
– ¿Quién mató a quién?-tartamudea.
– Mi padre. Y DeWitt.
– ¿A quién mataron?
– Los mataron a ellos.
– ¡Ya no entiendo nada! ¿Por qué los mataron?
– Sabían algo.
– Ay, Dios. ¿Sobre el cofre?
– No lo sé. Pero murieron casi al mismo tiempo. En accidentes.
– ¿Y?
– Ha de haber alguna conexión.
– No creo que…
– ¡Diane! No sabes nada de todo esto. ¡Vamos! ¿Tienes tus cosas listas? Vamos, que nos vamos.
– ¿Tantísima prisa?
– ¡Vienen por mí!
– Espera un momento.
– ¡No hay tiempo!
– ¿Quién viene por ti?
– ¡MacMullin! ¡Llyleworth! ¡King Kong! ¡ La CÍA! ¡Darth Vader!
– ¿Cómo…?
– ¡Vamos!
– ¿Por ti?
– Me he escapado en el último instante. ¡Antes de que me pillaran!
Me mira con preocupación.
– Bjorn… ¿No te parece que estás exagerando un poquito?
– ¡Diane!
– ¡Vale, nos vamos, nos vamos! ¿Tu equipaje está abajo?
– Tendrá que quedarse en el hotel.
– Pero…
– Tengo el pasaporte y el dinero.
– ¡Bjorn, tengo miedo! ¿Qué ha pasado?
– Te lo contaré más tarde. ¡Ven! Hemos de darnos prisa si queremos alcanzar el avión.
– Pero ¿no deberíamos…?
– ¿No deberíamos qué?
– Tengo que llamar a mi padre.
– ¿Ahora?
– Bueno, él…
– ¡Llama desde el aeropuerto! ¡Llama desde Noruega!
– Me llevará sólo un minuto. Medio.
– ¡Pues llama! ¡Date prisa!
Diane descuelga el auricular. Yo la miro. Ella me mira a mí. Vuelve a colgar.
– Da igual. Puedo llamar desde Noruega.
En ese momento suena el teléfono. Confusa, coge el teléfono. Responde «sí» varias veces, impaciente, distante.
– ¿Qué quieres decir? -inquiere.
Y escucha.
– ¿Por qué motivo?-pregunta entre dientes.
Me mira y pone los ojos en blanco.
– ¿Explicar qué cosa? -le grita al auricular. Después cuelga-. El trabajo. Parecería que el mundo va a hundirse sólo porque una se toma unas vacaciones.
Llevo la maleta hasta el ascensor. Diane cierra con llave, pero se acuerda de pronto de que se ha olvidado de hacer pis. ¡Mujeres! Vuelve a entrar. Tarda una eternidad. He retenido el ascensor colocando la maleta ante la célula fotoeléctrica, y hace «ping» cuando la puerta se cierra detrás de nosotros. Diane aprieta un botón con la figura de un coche. Siento un cosquilleo en la entrepierna.
En el garaje abre el maletero del Honda. Yo meto la maleta.
Diane sale marcha atrás de la plaza de garaje. Las cubiertas chillan cuando acelera, la resonancia suena a vacío. Me echo para atrás en el sillón y tomo aire. Me duelen las piernas.
Tenemos que esperar a que se haga un hueco, antes de que Diane consiga salir del garaje e introducirse en el tráfico. Uno de los coches que pasa, y que pega un frenazo ante la entrada del edificio, es un BMW 745 beis. No consigo ver el interior. Es imposible que sean ellos.
Segunda parte . EL HIJO
Capítulo 4 – OMISIONES, MENTIRAS Y RECUERDOS
Fue el verano que murió papá.
En torno a la cicatriz de terrenos talados y líneas de alta tensión, se extendía el bosque viejo como por rabia. Ahora hace veinte años. Pero cuando cierro los ojos, todavía puedo recrear las imágenes y los ambientes de aquellas vacaciones de verano. Bolsillos de cobijo en mi arboleda privada de recuerdos. El largo viaje en coche… El cielo sobre nosotros que estaba translúcido. La radio en una frecuencia que parpadeaba. Yo dormitaba mareado por el coche en el asiento trasero y oteaba a través de la ventana medio abierta. En el arcén, nubes de jejenes flotaban sobre la hierba amarilla y alta. El calor estaba denso por los aromas. Fríos lagos relumbraban como pedazos de espejos rotos entre los troncos de los árboles. Recuerdo una barraca de troncos carcomida que estaba siendo degustada por el musgo y la podredumbre. Una bolsa de plástico casi vacía, con publicidad de café Ali, colgaba de una rama. Una cubierta de coche tirada. Enormes bloques de peñascos. En el costado de la loma borboteaban riachuelos que desaparecían en tuberías grises de hormigón. Pasamos junto a lagunas cercadas por el boscaje. Yo me tragaba las náuseas. Mamá me acariciaba la frente. Papá iba al volante, silencioso y distante; Trygve Arntzen, a su lado, eufórico y berreante, con los pies sobre el salpicadero. Huellas fangosas de ruedas, dejadas por la maquinaria de construcción, cruzaban el camino del bosque. Granjas con las ventanas selladas con tablones y los patios asalvajados. Túmulos del pasado. En uno de los patios había un viejo sentado sobre el tronco de la leña, estaba tallando madera. Como un trasgo dejado de la mano de Dios, o como un viejo tío petrificado en el tiempo. No levantó la vista. Quizá no existiera.
La vereda subía serpenteando prado arriba desde el aparcamiento. Había oscuridad entre los árboles. En la penumbra, las raíces que asomaban semejaban serpientes fosilizadas. El musgo húmedo florecía sobre los troncos. Papá estaba silencioso. Mamá canturreaba. Trygve caminaba un poco por detrás de ella, yo iba el último. Debíamos de parecer cuatro sherpas desorientados. El aire de la montaña nos pasaba por encima, fresco y crudo.
– ¡Bjornillo!
Distante y cálida, la voz de mamá se me colaba en el sueño. Como una caricia.
– ¿Bjorn? ¡Mi niño!
Incluso a través de la lona de la tienda, me deslumbraba el sol. Eran casi las nueve. Busqué a Trygve, compartía tienda con él. Su saco de dormir estaba vacío; desinflado, medio vuelto del revés, como una piel de serpiente abandonada. Ahogado por el sueño, me hundí en la húmeda oscuridad de mi propio saco de dormir.
– ¡Principito! ¡Bjorn!
Con un ruido suave, mamá abrió la cremallera e introdujo la cabeza en la tienda. Una cara de ángel rodeada de pelo revoloteante.
– ¡Deeeeesaaaayuuuunoooo! -cantó.
Empezó a tirar del saco de dormir. Yo luchaba en contra. De forma contenida. En los últimos tiempos había empezado a despertarme erecto, pero difícilmente podía contarle eso a mamá.
El desayuno estaba dispuesto en platos de cartón sobre una manta extendida entre las tiendas. Rebanadas de pan cortadas toscamente con la navaja. Mantequilla. Salami. Embutido de cordero. Mermelada de frambuesa. Huevos y beicon muy fritos en el hornillo.
Trygve me golpeó el hombro con camaradería. Hacía algunos días que no se afeitaba.
A mamá no le gustaba que papá escalara. Papá y Trygve habían comprobado el sistema de seguridad delante de ella. Cuerda, empotras, cintas, mosquetones y ochos. Pero no sirvió de nada. Ella tenía miedo de que pasara algo.
Después de desayunar, mamá y yo nos encaminamos al lago para bañarnos. El agua estaba oscura y brillante. Le pregunté si creía que había sanguijuelas en el abismo. Ella creía que no. Cuando nos metimos, sentimos el agua tibia. A nuestro alrededor flotaban los nenúfares. Como en una laguna de trols. Nadamos hasta unos peñascos y nos encaramamos a ellos. Mamá cerró los ojos y cruzó las manos detrás de la cabeza. Dentro del bosque un pájaro echó a volar, pero no se veía. Con la mirada perezosa, seguía las gotas de agua que caían por el cuerpo de mamá. Moviéndose a tirones, como gotas de lluvia sobre un cristal, se deslizaban sobre su piel y goteaban sobre la montaña, donde pasaban mucho rato evaporándose hasta volver a casa.
También esto es un momento:
Había pescado dos peces y estaba muy contento conmigo mismo, fui silbando todo el camino de vuelta al campamento. Llevaba la caña de pescar al hombro y los peces en una bolsa de plástico, olían mal.
No había
nadie allí cuando llegué.
Coloqué la caña junto a un árbol y colgué la bolsa de una rama quebrada para que los gatos salvajes o los osos pardos no cogieran los peces.
Entonces:
La voz de mamá, a través de la lona de la tienda: «¡Tontorrón!»
Pegué un respingo. A mi alrededor, el bosque estaba en silencio. Me transformé en un espíritu que deambulaba invisible, inaudible, en torno a la tienda.
Su voz no era tal y como yo la conocía. Había adquirido algo extraño. Algo repulsivo. Que no estaba pensado para mis oídos.
Tierna, suave, llena de una humedad pegajosa.
Susurros profundos, risueños, desde un saco de dormir. Me quedé completamente quieto en la hierba, escuchando.
Mamá (como un suspiro, casi inaudible): «Eres tan gustoso.»
Silencio.
Mamá: «Oye. Ahora no.»
Risa burlona.
Mamá (juguetona): «¡No!»
Silencio.
Mamá: «Oye, pueden volver en cualquier momento.»
Movimientos.
Mamá (arrullando): «¡Ooooyee!»
Un animal salvaje gruñía desde el fondo del saco.
Mamá (riéndose por lo bajo): «¡Estás completamente loco!»
Pausa.
Gruñidos.
Silencio repleto de sonidos. El viento en los árboles. El lejano bramido del río. Los pájaros.
Mi voz, débil, enclenque: «¿Mamá?»
Durante largo rato hubo silencio.
Después sonó la cremallera de la tienda. Trygve salió a gatas y miró a su alrededor. Cuando me vio, se enderezó muerto de sueño y bostezó.
– ¿Ya has vuelto?
– He pescado dos peces. ¿Está mamá aquí?
– ¿Dos? ¡Vaya! ¿Son grandes?
Descolgué la bolsa de plástico del árbol y se los enseñé.
– ¿Está mamá aquí?
– Justo ahora no. ¿Quieres que vayamos a limpiarlos?
Me cogió de la mano. Nunca antes lo había hecho. Yo vacilé.
– ¿No quieres que vayamos a limpiarlos? -me preguntó con impaciencia, y me llevó a rastras.
Así que nos fuimos a limpiarlos. No tardamos mucho. Cuando volvimos, mamá estaba sentada sobre la gran piedra tomando el sol. Le sonrió a Trygve, con un poco de disculpa, con burla. Le pareció que los peces tenían un aspecto delicioso y prometió asarlos para la cena.
Cuando se piensa hacia atrás, es de los pequeños episodios de los que más cuesta desembarazarse. Mientras que todo aquello de lo que uno cree que va a recordar hasta el último detalle pasa huidizamente por la memoria.
Una mañana muy temprano, acompañé a papá de caza. Me despertó a las cuatro y media. Ni mamá ni Trygve querían ir. Pero Trygve me guiñó risueñamente un ojo cuando me vestía. Estaba bien despierto, listo para levantarse y talar una docena de árboles con su pequeña hacha de scout.
El sol brillaba pálido. De la tierra salía un vapor frío. En el fondo del valle, junto al gran lago, la niebla extendía largas lenguas que se adentraban por el bosque. Yo tiritaba. El frío del sueño me hacía estremecer. El cansancio se me acumulaba como algodón mojado al fondo de los ojos.
Encerrados en nuestros propios pensamientos, papá y yo ascendimos a lo largo del río y pasamos por delante de los peñascos en los que acostumbraban a escalar. Del río salía un rebufo gélido. Papá llevaba su Winchester al hombro. Los cartuchos pesaban en los bolsillos de mi anorak y se rozaban los unos contra los otros como los cantos rodados del cauce de un río.
El bosque estaba salvaje e intransitable. Troncos de árboles caídos, barrancos, pendientes con brezo, el cielo como un espejo lleno de vaho sobre las coronas de los abetos. La tierra pantanosa y los arroyos gorgoteaban bajo nuestras suelas. El musgo empapado y el agua podrida olían a rancio. Tocones astillados, raíces volcadas, helechos en los claros de sol. Más arriba, en el collado, canturreaba un pájaro. El mismo tono una y otra vez. ¿Cómo conseguía no volverse loco? La luz era azul brillante y casi se podía tocar.
En la linde de un terreno de árboles talados ya repoblado, junto a un abeto derribado por una tormenta hacía mucho tiempo, papá se detuvo y miró a su alrededor. Asintió con la cabeza. Chasqueó la lengua. Hizo seña de que nos sentáramos. Le di un puñado de cartuchos. El cargó
el arma. Esperaba encontrar un zorro rojo. Quería tener un zorro disecado en la entrada. Uno que pudiera señalar cuando tuviéramos invitados para decir desenfadadamente: «Lo cacé este mismo verano. En los caminos de las profundidades de los valles.»
Nos quedamos tumbados en silencio mirando el terreno talado. Olía a hojarasca, a hierba y a tierra pantanosa. Los pájaros cantaban y silbaban al abrigo de la vegetación. Pero todavía era temprano, y el canturreo sonaba a media voz y como obligado. No era fácil permanecer quieto. Cada vez que bostezaba, papá me mandaba callar. Me arrepentía de haber ido. Era mamá la que se había empeñado en mandarme con él.
Yo lo vi primero. Salió majestuoso del boscaje, al otro lado del terreno talado. Temamos el viento en contra, así que no nos percibió. Un magnífico ciervo coronado.
Lenta y graciosamente entró en el claro. Mordisqueó las hojas de un pequeño abedul y oteó el paisaje con gesto de propietario. Tenía la piel rojiza y resplandeciente, como el bronce. Los picos de la cornamenta dibujaban una corona.
Miré a papá. El negó con la cabeza.
Se nos acercó más aún. Papá y yo casi no nos atrevíamos a respirar. Nos habíamos hundido completamente detrás del tronco.
De pronto el animal giró la cabeza.
Dio un paso hacia atrás.
Se volvió.
Entonces se oyó el disparo.
Yo giré bruscamente la cabeza. El Winchester de papá estaba apoyado sobre el tronco entre nosotros.
Se llevó el índice a los labios.
El venado cayó de rodillas e intentó arrastrarse hasta algún cobijo. El siguiente disparo lo derribó. Se desplomó de costado. Durante algunos segundos terroríficos estuvo pataleando y temblando.
De algún sitio del claro emergió un grito de triunfo. Y otro más.
Estuve a punto de levantarme, pero papá me retuvo.
Eran dos. Cazadores furtivos, según me explicó papá más tarde. Uno de ellos sacó una petaca de bolsillo, le pegó unos tragos y se la pasó a su compañero. Llevaba un largo cuchillo en una funda sobre el muslo. Desenvainó el cuchillo y eructó. Mientras el compañero sostenía el vaso de plástico de un termo debajo del cuello del animal, él le hizo un tajo en la artería. Llenaron el vaso de sangre y la mezclaron con el aguardiente de la botella.
Y bebieron.
Agarraron las patas delanteras y pusieron al ciervo boca arriba. En un único y largo movimiento, uno de los hombres le abrió el vientre. Con un sonido repugnante, gorgoteante, echó los intestinos sobre la tierra, metro tras metro de intestinos azul acero que echaban vapor. Luego siguieron el resto de las vísceras. El hedor nos llegaba por oleadas a papá y a mí.
Los dos se sentaron en cuclillas. Encontraron lo que estaban buscando. El corazón caliente. El hombre del cuchillo tenía la lengua en la comisura de los labios y entrecerraba los ojos mientras cortaba el corazón en dos. Como si estuviera practicando cirugía cardiovascular avanzada, en medio del más negro de los montes. Le dio al compañero una de las mitades.
Luego se entregaron a comer.
Me estaba mareando. Los oía masticar. La sangre les corría por la barbilla.
Papá me sujetó mientras vomitaba silenciosamente.
Descuartizaron el animal y arrastraron el cuerpo a través del claro, al tiempo que cantaban y berreaban. Cuando papá y yo nos incorporamos, la cabeza
del venado estaba abandonada sobre la tierra, mirándonos.
Las moscas ya habían empezado a exigir sus derechos sobre los restos. En el bosque se oía una bandada de cuervos.
Hay quienes creen que te vuelves vegetariano para hacerte el interesante. Quizás haya algo de verdad en eso, pero muchos de nosotros nunca hemos tenido elección. Nos hemos visto empujados a ello. Por la barbarie de la sangre.
***
Grethe no está en casa.
Casi no esperaba otra cosa. De todos modos, me he pasado unos cinco minutos en la calle acariciando su timbre, con la esperanza de que su telefonillo de pronto se pusiera a jadear o de que ella apareciera, girando la esquina, con un sorprendido «¡Hola, Bjornillo!» y una bolsa de plástico del Rema 1000.
El tranvía de Frogner pasa traqueteando, con el jaleo de una carga de chatarra, cosa que no está tan lejos de la realidad. Sobre mí, en el baldaquín de granito, retozan un sátiro y una ninfa. La imagen recuerda a Diane y a mí.
El día de ayer casi está sacado de una película que apenas recuerdas. Un poco como un sueño. Intento recrear la atropellada huida a Heathrow, el vuelo a casa, el viaje a bordo de Bola desde el aeropuerto de Gardermoen hasta la casa de campo de la abuela, junto al fiordo. Pero no consigo atrapar bien las imágenes.
Llegamos a la casa de campo temprano por la noche. El mar estaba apacible. En mi cuarto de la azotea, entre los libros de Hardy, las revistas y las ediciones destrozadas de Lo Mejor de 1969, en el olor de polvo calentado por el sol, nos amamos intensamente y con la dulzura del verano. Avanzada la noche Diane sacó sus cintas de seda y quiso que la atara y que volviéramos a hacerlo. Un poco más duro. Así estuvimos un rato. Al final solté a Diane y dejé las cintas colgando de los cuatro postes de la cama.
En medio de la noche me despertó su llanto. Le pregunté qué ocurría, pero dijo que no era nada. Pasé la noche escuchando su respiración en la oscuridad.
Una mujer mayor que avanza con dificultad por la acera ha fijado su mirada en mí. Se para y suelta sus bolsas.
– ¿Sí? -me dice a la cara. Con voz alta y desafiante.
Como si fuera la dueña del edificio. Y de la acera. Y de grandes partes del centro de Oslo. Y como si se hubiera dejado el audífono.
– Estoy buscando a Grethe Lid Woien -respondo. Igual de alto. Tal y como hablan a los viejos y retrasados las personas desconsideradas.
– ¿La señora Woien? -pregunta. Como si Grethe hubiera sido alguna vez la señora de alguien. Su voz se suaviza-. No está en casa. Vinieron a buscarla.
– ¿Quién vino a buscarla?
La pregunta sale un poco demasiado rápido, un poco demasiado cortante. Ella me mira asustada.
– ¿Quién es usted en realidad? -inquiere.
– ¡Un amigo!
– ¡La ambulancia!
Grethe está incorporada en la cama. El periódico Aften-posten está extendido sobre el edredón.
– ¡Bjornillo!
La voz es débil. Su rostro parece un cráneo vestido con algo de piel de más. Las manos le tiemblan tanto que el papel del periódico cruje. El sonido recuerda al de la hojarasca seca en el viento de una mañana temprana de noviembre.
– He intentado llamarte desde Londres. Varias veces -le digo.
– No estaba en casa.
– No sabía que estabas ingresada.
– Sólo unos días. Soy de cuero recio. No quería molestarte con esto.
– ¡Por favor!
– No tiene mucha importancia. ¿Qué tal te ha ido en Londres?
– Todo es bastante confuso.
– ¿Qué has sacado en claro?
– Que sé menos de lo que sabía cuando me marché.
Se ríe calladamente.
– Eso es lo que pasa con el conocimiento.
Me siento en el borde la cama y le cojo la mano.
– Tienes que contarme una cosa -digo.
– Pregunta, mi niño.
– ¿Quién es Michael MacMullin?
– Michael MacMullin…
– ¿Y Charles DeWitt?
Los párpados se le cierran lentamente, su interior se convierte en una pantalla para sus recuerdos.
– Michael… -Se contiene, pasa algo con su voz-. ¡Un buen amigo muy cercano! Era mi superior cuando estuve de lectora invitada en Oxford. Bueno… -Su rostro adquiere un aire socarrón-. Más que un superior. Mucho más. Un hombre sabio y bueno. Si todo hubiera sido distinto, quizás él y yo habríamos podido… -Abre los ojos y aleja la idea-. Hemos mantenido el contacto a lo largo de los años.
– ¿Y DeWitt?
– Charles DeWitt. Amigo y colega de tu padre. Escribió el tratado junto con él y Llyleworth. Un dulce inglesito, un tipo curioso, casado con un rallador de mujer. Murió. En Sudán. Se le gangrenó una herida.
– ¿Y todo eso ya lo sabías?
– Claro. Eran mis amigos.
– Pero no me contaste nada.
Me mira sorprendida.
– ¿Qué quieres decir? ¿Acaso me lo preguntaste? ¿Por qué es importante?
Le aprieto ligeramente la mano.
– Tengo aún otra pregunta. -Vacilo porque sé lo descabellado que puede sonar-. ¿Podrían haberlos matado?
Grethe reacciona de un modo muy natural: con asombro.
– ¿Podría haber matado quién a quién?
– ¿Podría alguien haber matado a DeWitt?
– ¿Qué estás diciendo? -Me mira inquisitivamente-. ¿Quién haría algo tan horroroso?
– ¿MacMullin?
– ¿Michael?
– ¿Porque DeWitt sabía demasiado? ¿O porque se enteró de algo de lo que no debería haberse enterado?
Se ríe de modo cortante.
– ¡Anda, que sí! Eso es impensable.
– ¿O algún otro? Alguien de la SIS. ¿Llyleworth? No sé. Alguien…
Se ríe para sus adentros.
– ¡Tú has leído demasiados libros, Bjornillo!
– Pasó algo. En mil novecientos setenta y tres. En Oxford.
Se pone rígida. Hay algo que no quiere soltar.
– ¿Qué fue, Grethe? ¿Qué es lo que averiguaron? Algo relacionado con el cofre. ¿Qué fue?
Suspira profundamente.
– Si se me hubiera pasado por la cabeza… Se vieron envueltos en algo, Bjornillo. Pero no sé ni si ellos mismos lo entendieron.
– ¿Quiénes?
– Tu padre. DeWitt. Y Llyleworth.
– Dos de ellos murieron.
– También a mí iban a iniciarme.
– ¿Pero?
Se vuelve hacia la ventana. No me mira cuando dice:
– Me quedé embarazada.
El silencio se hincha.; -Un descuido -añade-. Cosas que pasan.
– Yo… -comienzo, pero no sé cómo seguir.
– Hace ya mucho tiempo.
– ¿Qué ocurrió luego?
– Los últimos meses me marché. Tuve el bebé. En Birmingham. No lo sabe nadie, Bjornillo. Nadie.
Yo callo
– No podía tenerlo conmigo -dice.
– Comprendo.
– ¿Sí? No lo creo. Pero así era.
– ¿Has mantenido algún tipo de contacto con…?
– ¡Nunca!
– Pero ¿cómo…?
Alza la mano. La cara vuelta hacia otro lado.
– ¡No quiero hablar de eso!
– No es importante. Quiero decir… no para mí. No ahora.
– ¿Sigues teniendo el cofre?
– A buen recaudo.
– Buen recaudo… -murmura, mastica y saborea las palabras.
– Grethe, ¿qué hay en el cofre?
– No lo sé. -Suena a disculpa.
– Pero ¿qué sabes? ¿Es el manuscrito Q? ¿O es algo completamente distinto?
Se recuesta a medias en la cama. Es como si estuviera intentando sacudirse de encima la enfermedad, la debilidad, la decrepitud. El esfuerzo le entrecorta la respiración. Me mira con los ojos llenos de obstinado entusiasmo.
– ¿Sabías que hay quien cree que las ramas más antiguas de la aristocracia francesa y británica son descendientes de tribus precristianas que fueron expulsadas de Oriente Medio?
– Saber, saber.
– ¿Y que algunas de las familias reales actuales descienden de nuestros antepasados bíblicos?
– Puede que haya oído alguna especulación al respecto -respondo con vaguedad. Me pregunto si los médicos le estarán administrando algún medicamento fuerte.
– Pero qué sé yo… -se dice a sí misma, como si se le hubiera contagiado mi incredulidad-. Tendrá un derecho a adivinar, ¿no? A deducir. A razonar.
A través de la puerta oigo a un niño pequeño que grita encantado: «¡Buelo!»
– Hay una… agrupación -continúa.
En el pasillo alguien ríe. Me imagino al abuelo levantando al nieto.
– No sé mucho sobre ella -explica Grethe. Oscila entre hablarse a sí misma y hablarme a mí. Como si fuera a sí misma, y no a mí, a quien quiere convencer-. Pero sé que existe.
– ¿Una agrupación? -intento ayudarla.
– Hunde sus raíces en la aristocracia francesa. Una congregación.
– Pero ¿qué hace?
– Llámalo una orden masónica, si quieres. Una secta hermética. Secreta. No sé casi nada sobre ella. Nadie sabe gran cosa sobre ella.
– Entonces… ¿por qué la conoces tú? -Me echo a reír-. Quiero decir, ¿cómo puedes contarme todo eso si es tan secreto?
Me mira cortante, airada. Como si yo debiera saber no preguntar. Pero enseguida se le suaviza la expresión.
– Quizá conozca a alguien que… -Se interrumpe a sí misma-. Incluso para los iniciados en la orden, el resto de los miembros es desconocido. Un miembro conoce, como mucho, a otros dos o tres. Cada uno sabe sólo la identidad de un único superior. La estructura es intrincada y secreta.
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– Quizá sean ellos quienes busquen el cofre, Bjornillo.
– ¿ Una orden secreta?
La pregunta suena muy incrédula. Despectiva sería aún más preciso. Ella no responde.
– Entonces, ¿ellos también saben lo que contiene el cofre?-inquiero.
Grethe mira ante sí.
– Siempre han estado buscando. Siempre. Creo que lo que buscaban era el cofre. Todo empieza a encajar en su sitio. Todas las piezas. -Me mira de soslayo. Los ojos le dan vueltas. No sé si está del todo consciente.
Me levanto y me acerco a la ventana. La potencia de la luz me obliga a entrecerrar los ojos. Unos obreros están montando un andamio en el edificio vecino. Parece algo cojo, pero supongo que saben lo que hacen.
– Estás cansada. Yo ya me voy.
– No tiene sentido -murmura. Y más alto-: ¡Se lo dije a Birger!
No sé de qué está hablando.
– ¡Se lo advertí! ¡Se lo dije!
Respira pesadamente, traga, pero luego se le avivan los ojos. Es como si volviera a la realidad. Una especie de realidad.
– ¡Nada es como se cree, Bjornillo!
Le aprieto la mano.
– Es hora de que me vaya. Estás cansada.
– Hay muchas cosas que en realidad no deseamos saber. -Me mira, como si quisiera contarme algo o, sobre todo, como si hubiera algo que quisiera que entendiera yo mismo.
– Ya lo sé. Pero ahora tengo que irme.
– Muchas cosas que no deseamos saber -repite-. Aunque lo creamos. Muchas cosas que tampoco deberíamos saber. Muchas cosas que no nos conviene saber.
– ¿Qué es lo que intentas decirme?
Cierra los ojos y ni siquiera la resonancia de las palabras proporciona ningún sentido.
– ¿Tienes miedo, Grethe?
Abre de nuevo los ojos.
– ¿Miedo? -Niega con la cabeza-. No te mueres hasta que nadie sabe que has existido.
De vuelta del hospital me paro en una cabina telefónica. Supongo que debería haberme agenciado un teléfono móvil. Pero estoy más a gusto sin él. Me da una absurda sensación de libertad. Nadie sabe dónde estoy. A no ser que yo mismo quiera.
Primero llamo a Diane. Sólo para oír su voz. No responde. Debe de estar en la terraza.
Luego llamo a Gaspar.
Está agitado, tembloroso. Han asaltado su casa y su despacho. No consigue entender por qué alguien ha entrado en ambos sitios. ¡El mismo día! Está demasiado alterado para hablar conmigo. Quizá sea lo mejor.
***
Por si acaso, aparco a Bola en una calle lateral, más abajo del edificio, y avanzo sigilosamente hasta la entrada por el sendero que hay entre los árboles junto a la pista de deporte.
Hace diez años los pisos eran grises y funcionales. Feos como el demonio. Ahora los arquitectos los han engalanado. Fachadas nuevas, colores nuevos, balcones nuevos, ventanas nuevas. Feos como el demonio.
Cojo el ascensor hasta el décimo y entro en mi casa. El piso huele a cerrado. Tal y como huele cuando he estado de vacaciones. Percibo otro aroma más: cigarro habano viejo.
El desorden que dejó el robo sigue desparramado. Han quitado incluso las sábanas. Mis libros están apilados a lo largo del suelo. Los cajones están abiertos.
Algo va mal. No sé qué. Es de nuevo mi intuición. No debería haberme pasado por aquí.
Compruebo el contestador telefónico. Cuatro mensajes de mamá. Ocho de la universidad. Uno de la SIS. Seis silenciosos. Y tres de la Voz de Pito que, con creciente irritación, insiste en que me ponga en contacto con la policía.
¡Inmediatamente!
Con un suspiro descuelgo el auricular y hago lo que tengo que hacer. Llamo a mamá.
Responde enseguida, con voz fría recita el número de teléfono. Como si su apellido fuera algo demasiado personal para compartirlo con cualquiera que marque su número.
– Soy yo -digo.
Se queda callada un ratito. Como si no consiguiera situar del todo mi voz. Como si yo fuese cualquiera que ha marcado su número.
– ¿Dónde has estado?-pregunta.
– En el extranjero.
– He intentado dar contigo.
– Tuve que irme al extranjero. A Londres.
– Ah.
– Trabajo -añado, como respuesta a su pregunta no formulada.
– ¿Llamas desde Noruega?
– Acabo de volver a casa.
– Hay mala conexión.
– Yo te oigo bien.
– Te he llamado varias veces. Trygve también tiene que hablar contigo. Es muy importante, Bjornillo.
– Tuve que marcharme sin previo aviso.
– He estado muy preocupada por ti.
– No te preocupes, mamá. Pensé que sería mejor pedirte perdón.
– ¿Perdón?
Actúa como si nada. Pero sabe perfectamente de qué estoy hablando. Y sabe que yo lo sé.
– Por… aquella noche. Por lo que dije. No estaba del todo en mis cabales.
– No pasa nada. Corramos un tupido velo.
Por mí está bien, porque tampoco sé hasta qué punto estoy siendo sincero.
La conversación discurre hacia trivialidades. Una ocurrencia me empuja a preguntarle si puedo pasarme por su casa para hablar con ella sobre algo. Me arrepiento en cuanto lo digo, pero se pone tan contenta que no consigo retirar la propuesta. Mamá se despide y cuelga. Me quedo de píe con el auricular en la mano.
Después se oye otro «clic».
– ¿Mamá?-pregunto.
Pero sólo hay silencio.
– ¿Eres tú?-dice Rogern.
Está completamente despierto y vestido. Aunque sólo son las doce y media. Se ha encendido una colilla. La mirada le destella. Se ríe para sí y me deja entrar.
El salón huele a incienso dulce, denso. Podrías colocarte con sólo inspirarlo. El olor se hincha, se dilata y presiona las paredes y ventanas para conseguir más espacio. Rogern se ríe entre dientes.
En la entrada, el correo que me ha recogido se apila en un montón. Entre los periódicos, la publicidad y los recibos encuentro, en un sobre de Caspar, un telefax del Instituto Schimmer a la Dirección General de Patrimonio Histórico. Le desean cordialmente la bienvenida a Mister Bjoern Beltoe durante la estancia de estudios para la que ha sido recomendado por la Dirección General de Patrimonio Histórico. No sólo eso: me ofrecen una beca de viaje e investigación que cubrirá la mayor parte de los gastos. Como tienen tan poca relación con el ámbito de investigación noruego… Indican un número de teléfono y un nombre. Peter Levi. Será mi contacto si decido ir. Cosa que esperan que haga. Lo antes posible. No hay más que llamar.
Me meto la carta en el bolsillo y le digo a Rogern:
– Tengo algo para ti.
Gruñe con expectación.
Le doy el CD que le he comprado. Él desgarra el papel. Cuando ha leído todos los nombres de la contraportada, cierra el puño en señal de agradecimiento.
– Dime, ¿qué hay en ese cigarro? -inquiero.
La pregunta desencadena una explosión de risa. Hace un gesto con la cabeza hacia algo que está a su espalda. Yo me vuelvo.
Una chiquilla sale del dormitorio. A primera vista da la impresión de que está buscando su peluche, su osito rosa. No puede tener más de catorce o quince años. Tiene una cara dulce y maquillada, un pelo negro como el carbón que le llega hasta la cintura. Lleva puestas unas braguitas negras y una de las camisas de Rogern. En torno a las muñecas y los tobillos se ha enroscado cintas trenzadas de cuero. En uno de los antebrazos luce un tatuaje que parece una runa o algún símbolo oculto.
– Nicole -dice Rogern. Nicole me mira inexpresiva-. Bjorn -le explica-, el tipo del que te hablé.
Ella se apoltrona en el sofá, echa una pierna sobre la mesa, recoge la otra en el sofá y empieza a liarse un cigarrillo. No sé muy bien para qué lado mirar. Tiene las uñas de los pies pintadas de negro. Le descubro otro tatuaje más. En la parte interior del muslo. Una serpiente que parece deslizarse hacia arriba.
– En forma, ¿eh? -dice Rogern, y me da un empujón.
Pierdo el equilibrio y casi me caigo. La cara se me inflama en fuego.
Nicole le hace una mueca a Rogern. Tiene la lengua roja y puntiaguda. En la punta lleva un piercing. Enciende el cigarrillo. El modo en que echa el humo por las fosas nasales le confiere un aspecto curtido. Como si en realidad tuviera cincuenta años y hubiera pasado cuarenta de ellos en un prostíbulo de Tánger. Sus ojos cazan los míos cuando le echo un vistazo. No consigo mirar hacia otro sitio. Aunque lo intento. Su mirada es azul hielo y mucho más vieja que el cuerpo. Busca en mi interior, a través de las pupilas y hasta el cerebro, donde hurga en los rincones más oscuros y abre la tapa de baúles que yo creía que estaban cerrados. Se desliza lubricada y suave en torno a la hipófisis, aprieta y me hace hipar. Después me suelta. Me sonríe. Con dulzura de niña. Una confidente que comparte mis secretos.
– Has vuelto a tener invitados -dice Rogern.
– ¿Invitados? -pregunto mecánicamente. Intento ordenarme y airear mi cerebro tras la visita de Nicole y no entiendo de qué me está hablando.
– Dos veces. Por lo menos. Los oí. -Mira hacia el techo.
La realidad me da en todo el mentón.
– ¿Quieres decir que han entrado por la fuerza? ¿En mi casa? ¿Otra vez?
– Sí. ¿Qué tienes pensado hacer ahora? -pregunta.
No tengo ni idea de lo que tengo pensado hacer ahora.
– ¿De qué estáis hablando? -pregunta Nicole.
– De unas cosas -contesta Rogern.
– ¿Qué pasa?-insiste.
– ¡Cosas de hombres!-la despacha.
– Bah -bufa, y saca el labio inferior.
Es una casualidad que me acerque a la ventana, e igual de casual es que vea el Land Rover rojo. Sube a toda velocidad por la calle.
– Uhoh-musito.
Rogern me sigue la mirada.
– Joder. ¿Tienes la queli vigilada, o qué?
– ¿Problemas con la pasma? -pregunta Nicole-. ¡Cómo mola!
– ¡Mi bolsa! -le digo por lo bajo.
– ¡Un momento! -Saca la bolsa con el cofre de un cajón cerrado de la cómoda con cedés.
– ¡Chao! -nos grita Nicole cuando Rogern y yo nos precipitamos por las escaleras, que nos parecen más seguras que el ascensor en estos momentos. Llevo el bolso debajo del brazo.
En la planta baja, me quedo esperando tras la puerta mientras Rogern sale a echar un vistazo. Cuando vuelve, pone los ojos en blanco.
– Tienen el coche fuera -susurra-. Uno de ellos está dentro. ¡El ascensor está en el décimo!
Tiene los ojos desorbitados. Lo que ocurre no es del todo real para él. Participa en un juego de televisión interactivo en tres dimensiones.
Muy por encima de nuestras cabezas se abre la puerta de las escaleras. Primero una y luego dos cabezas nos miran desde el décimo piso.
Echo a Rogern a un lado -«¡Sal tranquilamente y date un buen paseo!»- y llamo a la puerta de la señora Olsen del primero. La viuda del viejo portero.
Zumba el ascensor y pasos acelerados repiquetean en las escaleras.
La señora Olsen entreabre la puerta. Resuenan los dientes sueltos, las joyas y las cadenas de seguridad. Me mira con ojos desbordados por la sospecha. Toda su existencia gira en torno al miedo a que la atraquen en su propia casa.
– Soy Belto-le chillo en el audífono.
– ¿Quién ha muerto?
– ¿No me reconoce usted?
Ella asiente con escepticismo. Nos hemos saludado yendo y viniendo de la tienda. Y hemos charlado junto a los buzones. Pero sigue negándose a excluir la posibilidad de que mi fachada oculte a un malvado demonio con los ojos rojos y los dientes afilados.
– Tengo que comprobar el nuevo balcón -le digo.
– ¿Qué pasa con el ratón?
– ¡BALCÓN! Hay peligro de que algunos de ellos puedan desprenderse.
– Nunca he oído nada de eso -objeta. Mira mi bolsa. Como si contuviera mi equipo portátil de herramientas de tortura.
– ¡Me manda la dirección!-grito.
El ascensor se detiene.
Para una vieja socialdemócrata como la señora Olsen, «la dirección» es una contraseña mágica. ¡Sésamo! Me deja pasar y me sigue de cerca dentro del piso. Todo está perfectamente adornado y ordenado. Como si la Asociación de la Casa Cui dada estuviera a punto de aparecer en cualquier momento. Se pone a charlar sobre lo ineficaces que son los obreros, que la comunidad de vecinos nunca debería haberse gastado tanto dinero en los balcones nuevos, que ella desde luego votó en contra y que su Oscar, que en paz descanse, nunca habría tolerado ese tipo de tonterías.
Abro la puerta del balcón y salgo. Por lástima hago como si inspeccionara la junta que hay entre el suelo y la pared.
– ¡Buenas noticias! Usted lo tiene todo bien, señora Olsen -le chillo-, no creo que su balcón se hunda en el futuro más cercano.
– ¿No cree? ¿En el futuro más cercano?
– Además, vive usted en el primero. ¡Ja, ja! Si pasara lo peor, quiero decir. ¡Hay que ver lo positivo en todo!
Ella está a punto de preguntar algo. Le digo:
– Hay muchos balcones que inspeccionar, ¡mire por dónde creo que voy a coger un atajo!
Entonces me subo a la barandilla y bajo de un salto a la hierba. Aterrizo un poco mal y la señora Olsen se queda mirando cómo me alejo cojeando por el sendero de entre los árboles.
Allí me vuelvo. En el décimo piso, detrás de la luz de mi ventana, vislumbro el contorno de un hombre.
En el piso de abajo, Nicole mira por la ventana.
La saludo.
Ella me saluda a su vez.
En su balcón, la señora Olsen levanta la mano y la agita vacilante de lado a lado.
Desaparezco entre la arboleda.
Para despistar los misiles termodirigidos del enemigo, paseo durante un buen rato por las callejuelas del barrio. Saludo risueñamente a jóvenes señoras guapas con carritos de bebé. Saludo risueñamente a los perros y los pajarillos. Saludo risueñamente a los niños, que se quedan mirando sin contemplaciones al hombre pálido y loco.
Por fin me aventuro a acercarme a Bola. No lo han descubierto al pobre.
Dejo el bolso con el cofre en el asiento de atrás. Pongo mi chaqueta encima.
***
El jardín que rodea al palacio de la parte baja de Holmekollen está lleno de colores. Los arbustos florecen con alegría. Todo es asquerosamente exitoso. Incluso el césped se desborda satisfecho de sí mismo.
Paso algunos minutos hiperventilándome en las escaleras para reunir el valor suficiente para llamar al timbre. Cuando mamá abre, veo que ha bebido. El maquillaje semeja emplaste en sus diminutas arrugas. Tiene los ojos pesados por el vino y el Valium. Los labios parecen haber sido besados hasta hacerlos añicos. Se me ocurre que es como una mamá de burdel que acabara de ser convertida por una oscura secta religiosa.
– Pero, querido, ¿eres tú? ¿Ya?
No pretende ser una pregunta. Tengo la impresión de que algo ineludible la ha retenido.
– Soy yo. ¿Dónde está el profesor?
– ¿Trygve? Ha tenido que salir de viaje. De pronto.
– ¿Adónde?
– ¿Qué importa eso? ¿Pasa algo? ¿Qué te traes entre manos últimamente? ¿Cómo te sientes?
Las preguntas le salen a chorros. Cada vez que me comporto de un modo inusual, mamá cree que he tenido una recaída. Que los cuidadores de la clínica corretean por la ciudad buscándome con sus redes y sus camisas de fuerza. Con frecuencia parece que se avergüenza de mis nervios. Que hubiera preferido algo más tangible. Como cáncer. Infarto. Creutzfeldt Jacobs. Sida. He intentado explicarle que el cerebro, en realidad, no es nada más que un corazón
o un riñón. Una pasta de células nerviosas, fibras, materias grasas y líquido en la que nuestros pensamientos -todo lo que sentimos, todo lo que somos-, en el fondo, pueden reducirse a señales químicas y electrónicas. Y que un padecimiento psíquico no es más que un desequilibrio. Pero mamá es de esas que pegan un respingo cuando alguien le dice que tiene problemas con los nervios. Se retrae. Como si hubieran pensado cortarle la cabeza. Y comérsela.
Cruzamos el salón, haciendo un gran arco para sortear la alfombra persa, y vamos a la cocina. Breuer alza
la cabeza y eructa. Su cola golpea dos o tres veces el suelo. Esa es la alegría de verme que consigue movilizar antes de dejar que la cabeza se hunda de nuevo sobre sus pezuñas.
Deposito la bolsa con el cofre en el suelo. No creo que mamá sepa lo que contiene.
Silencio.
– Así que… ¿querías… hablar conmigo? -dice.
Nunca consigue disimular. Ella pretendía que sonara digno de confianza, así como mira-qué-bien-que-te-hayas-pasado-por-aquí, pero le sale como un hipido.
He ensayado a solas esta conversación desde la adolescencia. Así que se puede decir que estoy preparado. He hecho carpintería con las réplicas, las he repasado, lijado y pulido, y he adivinado las respuestas de mamá. Pero todo lo que he estudiado desaparece en un sumidero de olvido.
Miro a mamá. Ella me mira a mí.
Finalmente me limito a decir:
– ¡Os vi!
No sé qué estaba esperando ella que dijera, pero no creo que fuera eso.
– ¿Nos viste? -pregunta sin entender.
– En la acampada.
– ¿En la acampada?
De fondo oigo un jaleo de voces y risas que me confunde hasta que comprendo que hay una radio encendida en una habitación contigua.
– Aquel verano. Tú. El profesor.
Cada palabra es un torpedo. Pasan algunos segundos hasta que alcanzan el objetivo. Mamá pega un respingo. Cinco veces. Todas las palabras han alcanzado su objetivo en lo hondo de su alma.
Al principio no dice nada. Los ojos se le ponen translúcidos. Miro en el fondo de su cerebro. Está rebobinando. Como en un proyector de cine hacia atrás, veo cómo rememora aquel verano. Y revive las caricias empalidecidas del profesor.
– ¿Nos viste? -repite, como para brindarme la oportunidad de decirle que es todo una broma, que no vi nada, que estoy de guasa.
Pero me limito a mirarla.
– ¡ Ay, Dios mío, Bjornillo! Ay, Dios mío, corazón.
Siento cómo se me tensan los músculos de la mandíbula.
Ella toma aire profundamente.
– ¡No significaba nada! -exclama. La voz es fría, de rechazo. Se diría que se está defendiendo ante papá-. ¡No en aquel momento!
– Te casaste con él. Así que algo debía de significar.
Tiene la mirada sacudida, indignada.
– Eso fue más tarde. Entonces ya habíamos… Pero aquel verano… -Busca palabras
que no encuentra.
– Fuiste infiel.
– Papá y yo… teníamos un acuerdo. Nunca nos traicionábamos. Papá también… -Se frena-. Si papá hubiera seguido viviendo… -Las palabras se le atragantan en la garganta.
– Era amigo de papá -le reprocho.
Ella me coge de la mano.
– No parasteis ni en la acampada -sigo-. ¡Delante de las narices de papá y de las mías!
– ¡Pero, Bjornillo! ¡Cariño! ¡Nunca se me ocurrió que…! Creía que ninguno de los dos…
– ¡Pues creíste mal!
Me aprieta la mano. Fuerte.
– Ay, Dios. Bjornillo… No sé qué decir. No sabía que tú lo habías notado. O comprendido. Eras tan pequeño…
– Era lo suficientemente mayor…
– Lo siento muchísimo. Papá y yo teníamos una relación abierta sobre eso. Habíamos hablado al respecto. Eran otros tiempos, Bjornillo. Otro… estado. Debes tratar de entenderlo.
– No creo que papá lo entendiera.
Mamá mira al suelo.
– No, en el fondo creo que nunca lo entendió. -Tiene la respiración llena de picos-. Nunca conociste a tu padre tanto como yo -dice al recuperar el control sobre su voz-. No siempre era… -Evita mi mirada con tristeza-. Siempre parecía tenerlo todo bajo control, pero por dentro era…
Nos miramos.
– Pero no creo que se tirara. Si es eso lo que quieres saber.
La cuestión debe de llevar macerándose en su mente más de veinte años. Me sorprende que pase a hurtadillas sobre sus labios como un pensamiento cualquiera.
– Pudo caerse de muchas maneras-digo.
La ambigüedad y la insinuación no hacen ninguna mella en ella.
– Trygve se lo tomó todo muy en seno. Nuestra relación, quiero decir. Mucho más en serio que yo. Para mí era… no sé. ¿Una huida? ¿Un flirteo? ¿Un entretenimiento? ¿Una variación? ¿Una ruptura de la vida cotidiana?
Me mira interrogativamente, pero yo, desde luego, no tengo respuesta.
Se queda sentada, pensando.
– No era más que una aventura. Un idilio. Algo que se habría pasado. Pero entonces ocurrió el accidente.
Permanecemos un rato callados.
– ¿Y has llevado esa carga todos estos años? -dice mamá. Se lo dice sobre todo a sí misma.
En silencio dejo que el alcance de la pregunta haga su efecto.
– ¿Por qué nunca has dicho nada? -exclama. La voz ha adquirido un tono duro.
Me encojo de hombros, no la miro a los ojos.
– Por Dios, Bjornillo, ¡qué pensarás de mí!
Preferiría no tener que responder a eso.
– Cuando murió papá… -comienza, pero no consigue seguir hilando-. No creas que ha sido fácil. Todos los días he intentado olvidar.
– ¿A mí también?
Ladea la cabeza.
– ¿A ti?
Inspiro profundamente para recuperar el control de mi voz
Ella se me adelanta.
– ¿Te has preguntado alguna vez si has sido injusto conmigo?
Sólo la miro. Trago saliva.
– No sólo tú perdiste a tu padre. Yo perdí a mi marido. Al hombre al que amaba. A pesar de… eso con… Trygve. Pero creo que nunca has pensado sobre eso, Bjornillo. Ahora ya entiendo por qué, claro. ¡Dios, qué injusto has sido!
– Yo…
– ¿Sí?
– Nada.
Ella asiente para sí. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
– Siempre se pretende que los hijos no se enteren de esas cosas. ¡Eso lo comprenderás, supongo! -exclama.
Me siento como una mierda. Quizá lo sea.
– Supongo que fue un shock para los dos -murmuro. No es una gran excusa. Pero pretendía serlo.
– Trygve nunca ha querido hablar de lo que pasó aquel día. Nunca. Se lo reprocha a sí mismo. Pero no quiere decir por qué. Había cambiado los ochos la mañana que salieron. Porque Birger había cogido prestados los suyos. Así que en realidad tendría que haberse caído Trygve. Pero no he querido presionarlo. Hay que intentar olvidar. Dejar las cosas atrás.
A mamá se le da mejor que a mí eso de dejar las cosas atrás. Quizá porque yo abarco
más cosas que ella.
***
La chica de ojos azules de la recepción me mira confusa y exclama:
– Pero, Torstein, ¿te has comprado un abrigo nuevo?
Nunca la había visto. No me llamo Torstein. No me he comprado un abrigo nuevo. Pero paso por delante de ella con un guiño y un saludo y abro la puerta de una jungla climatizada de voluntariosas palmeras de yuca y helechos de plástico aún más voluntariosos. Aquí, en un alargado paisaje de despacho que pretenciosamente es denominado redacción central, hay tres periodistas sentados junto a sus ordenadores con pinta de estar intentando formular Los Diez Mandamientos. De la pared cuelga un póster con la foto de un ordenador que presume de los músculos de los antebrazos que le salen de la pantalla, donde pone: «¡PC! ¡La revista musculosa para la Noruega informática!»
Empujo una puerta de cristal translúcida. Detrás del escritorio hay una réplica exacta de mí mismo.
Torstein Avner tiene la piel pálida, el pelo blanco y ardientes ojos rojos. Cuando la gente nos ve juntos, cree que somos gemelos idénticos. En la adolescencia fantaseábamos con catar a la chica del otro. No habrían notado la diferencia. Pero nunca llegamos a hacerlo. Ninguno de los dos tenía ninguna chica que intercambiar.
Me mira entrecerrando los ojos, tras lentes aún más gruesas que las mías, y cuando por fin me reconoce en la bruma que le impide la visión, se levanta y se echa a reír.
– ¡Viejo águila! – grita, y me saluda risueño-. ¡Que te den por culo, eres tú! ¡Creía que por fin estaba teniendo una de esas experiencias extracorporales!
Nos estrechamos las manos.
– ¡Mi viejo y querido Bjorn! -sonríe. No quiere soltarme la mano.
Le murmuro cohibido:
– Hace mucho que no nos veíamos.
Finalmente me suelta. Su sonrisa está llena de dientes.
– La chica de la recepción ha creído que yo era tú -digo.
– ¿ La Lena? -canturrea Torstein en el dialecto del norte de Noruega-. Lo hace lo mejor que puede.
Torstein y yo nos conocimos en un curso sobre albinismo hace quince años. Nos hemos mantenido en contacto.
En cierto modo. Él se ha pasado de vez en cuando por mi casa. Yo me he pasado un par de veces por su trabajo en los últimos años. Empezó en ¡PC! como una especie de chico para todo que cobraba un suplemento sobre la pensión social. Después pasó a trabajar de periodista y le dieron su propia columna: @rtículos de @vner. Me enseñó algunos de sus artículos. No entendí ni palabra. Ahora es el director técnico. Ahora entiendo, si cabe, aún menos que antes.
– Bueno, bueno. ¿Se te ha jodido el disco duro? -pregunta.
Me siento como un pariente avaricioso que visita a su tía agonizante. Cada vez que me pongo en contacto con Torstein es porque tengo un problema con el ordenador.
– Necesito un poco de ayuda.
– Siendo tú quien pide, supongo que es algo más que un poco -dice, y se echa a reír.
– ¿Podrías ayudarme a encontrar algo en internet?
– ¡Claro! ¿Qué estás buscando?
Le entrego una hoja en la que he escrito una lista de palabras que buscar:
Los hospitalarios de San Juan
SIS
Instituto Schimmer
Michael MacMullin
Monasterio de Vaerne
Varna
Rennes-le-Cháteau
Bérenger Sauniére
Manuscritos del mar Muerto
Monasterio de la Santa Cruz
El sudario de Turín
Manuscrito Q
Nag Hammadi
– ¡Hala! -exclama-. ¿Seguro que no necesitas nada más?
– ¿Es mucho? Quizá debas traducir algunas palabras al inglés.
– ¡Hala!
– No lo necesito ahora mismo.
– ¡Dame por lo menos una hora!
No sé si habla en serio o está siendo sarcástico.
– Con que me des las respuestas mañana me basta -digo.
– ¿Qué buscador quieres que use?
Hago como si estuviera considerando la pregunta. En realidad no la entiendo.
– ¿Yahoo? ¿Alta Vista? ¿Kvasir? ¿Excite? ¿HotBot? ¿MetaCrawler?
– ¿Cómo?
– Ya veo, ya veo -dice, y se echa a reír-. ¿Quieres que te dé las cinco primeras entradas de cada concepto? ¿Como URL?
– ¿Cómo? ¿Podrías imprimirlo?
– ¿En papel?-grita.
– Encantado.
Pone los ojos en blanco.
– Bjorn, Bjorn, Bjorn… ¿Aún no te has enterado de que vivimos en una sociedad sin papel? Con tal de que queramos… ¡Y queremos! ¡Piensa en los árboles!
– Ya lo sé. Pero yo me resisto lo mejor que puedo.
– Será mejor que te copie los sitios web en un disquete.
– Torstein, preferiría que me lo dieras impreso. Además, alguien me ha birlado el disco duro.
– Papel -dice con desprecio. Como si lo considerara un medio tan anticuado como el papiro o las tablas de escritura cuneiforme. Probablemente haga bien-. ¿Te han birlado el disco duro? -pregunta de pronto con sorpresa, pero no se molesta en escuchar la respuesta.
Antes de irme, cojo prestado el teléfono de «la Lena» para llamar a Diane a la casa de campo de la abuela. Lena me mira confusa mientras yo me quedo escuchando el ruido en la oreja. Tras el moreno de solárium, el agua de castaña y el colorete, percibo un ligero rubor cuando se da cuenta de que no soy Torstein.
Diane no responde.
***
De vuelta a la casa de campo junto al fiordo, escondo el cofre en el último sitio del mundo donde a alguien se le ocurriría buscarlo. Estoy satisfecho con mi propia ingeniosidad. El sentimiento al menos me proporciona la sensación de tener las riendas del asunto.
La brisa del atardecer llena a Bola con un aroma suave y salado de final de verano. Me deslizo sobre las huellas de las ruedas del camino que lleva a la casa de campo de la abuela. Los jardines de las casas están repletos de ciruelos y cerezos a punto de reventar. Entre los árboles, el fiordo se mece brillante y soñoliento. Los jóvenes berrean allá abajo en el muelle. Un pequeño yate ha echado el ancla a poca distancia del tablón de anuncios de la Compañía de Salvamento. Un hidroavión arrastra su sombra sobre los montes pelados.
Aparco a Bola pegado al pino retorcido al final del camino y llamo alegremente a Diane. La puerta de la cabaña está abierta. El mantel de la mesa de la terraza ondea.
Cuando la he dejado esta mañana, dormía con la boca entreabierta y el pelo en la cara. No he tenido corazón para despertarla. El aire estaba helado, los cristales, empañados. He arropado su cuerpo desnudo con el edredón, la he besado en la mejilla y le he apartado el pelo. Antes de salir para Oslo, le he escrito dónde estaba en una nota que he dejado bajo el vaso de agua de la mesilla. Para «Mi ángel», firmado: «Tu príncipe». ¿No somos encantadores?
Toco el claxon -el pito de Bola suena como un silbato con saliva- antes de cerrar de un portazo el coche, esperando que ella salga corriendo. «¡Bjorn! ¡Por fin!», gritará. Impaciente pero contenta. Temblando de expectación, comprendo que lo primero que vamos a hacer, cuando me haya abrazado y me haya preguntado por qué he estado tanto tiempo fuera, es follar cruda y sudorosamente en el crujiente sofá del salón.
Despacio y silbando, para darle tiempo a terminar con lo que sea que anda haciendo, asciendo las escaleras de piedra hasta la terraza, paso a la entrada -«¡Diane! ¡Soy yooooo!»- y la busco en la cocina. Ha estado comprando algunas cosillas para la cena en la tienda del pueblo. Huevos, cebollas, tomates, patatas, cerveza. Seguramente por eso no contestaba al teléfono. En la cocina están el ticket y un montón de monedas de una y diez coronas. Me pregunto un momento de dónde habrá sacado dinero noruego. Un plato con comida que ha preparado para mí está cubierto con celofán. Huevos revueltos, verduras troceadas. En una nota sobre el plato ha escrito mi nombre con grandes letras. Como para asegurarse de que algún duende no se lo comiera antes.
La busco. En el cuarto de baño, donde su cepillo de dientes, en el vaso de plástico rosa sobre el estante de cristal, hace que se me ensanche el corazón. En el dormitorio de la abuela. En el cuarto de invitados. En el desván, donde está su maleta sobre el suelo, abierta. En la despensa. En el jardín de detrás de la cabaña.
Tiene que haber salido a dar un paseo.
Cojo la comida y una cerveza y me siento en la terraza. Abajo, en el monte pelado, hay un hombre pescando. Debe de ser del camping, porque todo el mundo de por aquí sabe que no se consiguen piezas tan cerca de tierra. En medio del fiordo un velero rompe las olas. Unos prismáticos brillan en el yate que hay frente al muelle.
¿ Dónde podrá estar?
Me tomo la comida, vacío la cerveza y vuelvo a entrar. Estoy
empezando a asustarme. Nunca se le habría ocurrido salir a dar un largo paseo sabiendo que yo estaba a punto de regresar. Me siento en el sillón de terciopelo verde que tanto le gustaba a la abuela. Los muelles crujen. El sonido me lleva de nuevo a la infancia, cuando el canto quejumbroso de los muelles llevaba al rottweiler devorahombres de la abuela, Grim, a esconderse debajo del sofá, donde se quedaba tumbado, temblando y gañendo. Ya en aquel momento se me ocurrió que debía de haber sonidos que sólo oían algunos pocos. Visto así, tampoco hay motivos por los que sea imposible para algunos ver fantasmas.
Salgo al jardín trasero y me tiro en la hamaca, que se mece dulcemente. El aire está lleno de pájaros. Una lancha cruza la superficie del agua. El viento mueve el cordel del mástil de metal de la bandera del vecino y genera un ruido hueco y alegre. Miro el reloj.
Hasta ese momento no caigo en la cuenta.
Se la han llevado.
Conocían la casa de campo. Nos han espiado.
Lo de tener yo las riendas es una ilusión. Un autoengaño.
Entro para buscar algo que ella pueda haber dejado; una nota, una señal secreta. Vuelvo a mirar en todos los cuartos. Me silba la cabeza. Como si hubiera bebido demasiado. Desesperado, bajo corriendo al borde del agua. Como si tuviera miedo de encontrármela flotando sobre el agua. Con la cara algunos centímetros bajo agua.
Cuando me acerco de nuevo a la casa, oigo que suena el teléfono. Subo corriendo las escaleras de piedra, pero llego demasiado tarde.
Cojo una cerveza de la nevera. Tomo un trago. Respiro con dificultad.
Intento comprender. ¿Por qué se la han llevado? Si es que es eso lo que ha pasado. ¿Por qué a ella? ¿Dónde está? ¿Qué quieren de ella? ¿Usarla para presionarme? Me bebo la cerveza a grandes sorbos, eructo y coloco la botella vacía entre las moscas muertas del marco de la ventana.
El teléfono vuelve a sonar. Cojo el auricular y grito:
– ¿Diane?
– Ella se encuentra bien. Ahora está con nosotros.
La voz es oscura, extraña. Bien modulada. Hay algo cálido en ella que le confiere un aire de falsedad.
No consigo articular ninguna respuesta. El interior del salón se me representa en todo detalle. Como si nunca antes lo hubiera visto.
– Nos gustaría charlar un rato contigo -dice el hombre.
– ¿Qué habéis hecho con ella?
– Nada. No tienes por qué preocuparte. ¿Has comido?
– ¿Dónde está?
– No pienses en eso. Está bien. ¿Estaba rica la comida?
– ¡Que la jodan a la comida! ¿Por qué la habéis secuestrado?
– Tranquilízate. Reunámonos para charlar un poco.
– Ya he oído más charlas vuestras de las que necesito. ¡Voy a llamar a la policía!
– Adelante. Pero no creo que puedan hacer gran cosa.
– ¡Diane no tiene nada que ver con esto! -grito.
– ¿Cuándo vas a darnos el cofre?
Cuelgo el auricular y salgo corriendo a la terraza. ¡Necesito aire! Me estoy mareando. Con las manos apoyadas sobre la barandilla, intento recuperar la respiración.
Allá a lo lejos, en el fiordo, un grupo de barquitos se ha aglutinado junto al banco de peces. Las gaviotas de Revlingen se deslizan sobre los barcos en una nube de chillidos. Un gran ferry invisible da sus golpes de pulso sobre la superficie del mar. Cierro los ojos y me froto el puente de la nariz con las yemas de los dedos. Camino vacilante hacia atrás y me desplomo en la silla de mimbre. Tengo frío. El frío se extiende en rayos desde mi entrepierna hasta los dedos de pies y manos. Me agarro al borde de la mesa.
¿Qué me pasa?
La mitad derecha del cerebro empieza a hincharse y a picar. El cráneo se ha quedado pequeño para mi cerebro inflado.
Tengo la boca seca, la lengua se me pega al paladar. Emito unos ruidos horrorosos, me agarro la cabeza y trato de chillar. Pero sólo un hipido consigue soltárseme de los labios. Intento levantarme, pero los miembros se me han soltado del cuerpo y están tirados en un montón sobre el suelo de la terraza.
Un coche baja rodando por el camino. Las ruedas rechinan contra la grava. El motor gorgotea. Se detiene detrás de Bola. Apenas consigo levantar la cabeza. Es un Land Rover rojo.
Me echo las manos a la boca y aúllo.
Las puertas del coche se abren.
Son dos. Dos viejos conocidos del robo en casa. King Kong y el hombre refinado con traje.
Como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, pasean hasta la terraza.
– Buenas noches, señor Belto -dice él refinado. Británico hasta las puntas de sus uñas con manicura.
Intento responder, pero las palabras se me atascan en la lengua y se reducen a un balbuceo sin sentido.
– Lo lamento profundamente -sigue el inglés-. Teníamos la esperanza de que quisiera colaborar. De manera que… todo esto fuera innecesario.
Me agarran por debajo de los brazos y me arrastran por la terraza.
Mis piernas golpean contra los escalones. Me meten en la parte de atrás del coche.
Luego no recuerdo nada más…
***
Cuando era pequeño, conseguía siempre percibir que día de la semana era antes de despertar del todo. La callada somnolencia del domingo, el suspiro de aburrimiento del miércoles, el palpitar del viernes. Con los años perdí aquella facultad, como tantas otras. Ahora, de vez en cuando, me pillo a mí mismo a mediodía preguntándome qué día es. Y qué año.
La ventana cuadriculada está dividida en seis cristales astillados por el sol.
Me tapo la cabeza con la manta y me tomo unos minutos para volver en mí. No es del todo fácil. Pero finalmente asomo la cabeza.
La habitación está desnuda. Como yo.
Sobre el respaldo de una silla, alguien ha doblado mi ropa de forma meticulosa. Me repugna: ¡alguien me ha desvestido! ¡Un desconocido me ha quitado la ropa y me ha acostado en una cama completamente desnudo!
Hay una puerta y un armario. Un grabado de Jesús con los corderos. Una litografía de un castillo de piedra. Y una fotografía de Buckingham Palace.
La cabeza me palpita y me duele.
Sobre la mesilla hay una vaso de agua junto a mis gafas. Bajo los pies al suelo. El movimiento hace que el cerebro se me hinche al doble de su tamaño. Me pongo las gafas. Me bebo el agua de un trago largo, pero después sigo igual de sediento.
Mi reloj de pulsera tiene las correas de cuero extendidas, cada una hacia un lado, y el aspecto de algo que ha fallecido. Pero sigue funcionando y son las diez y media.
Me levanto y me acerco con paso vacilante a la ventana. Me mareo.
Tengo que agarrarme al marco de la ventana. Es blanco y huele a recién pintado.
El jardín no es grande. Algunos coches están aparcados sobre una tira de asfalto a lo largo de la casa. Los castaños bloquean la vista a la calle en la que oigo pasar el tranvía. Así que supongo que estaré en Oslo. En el segundo piso de una casa con jardín.
Me visto. Me resulta complicado abotonarme la camisa. Los dedos me tiemblan fastidiosamente.
No me han quitado nada. La cartera sigue en el bolsillo de atrás. Y el dinero.
La puerta está cerrada. La zarandeo. Al otro lado oigo voces y pasos. Como en una cárcel, un llavero
repica de forma ruidosa. Luego giran la llave.
– ¡Hola, amigo mío! -me saludan en inglés.
Es Michael MacMullin, o Charles DeWitt, o quien elija ser hoy.
Los segundos se vuelven largos.
Al final digo:
– ¡Para llevar veinte años muerto, tienes un aspecto sorprendentemente bueno!
No suelo ser hábil para improvisar réplicas con tanta chulería. Ésa la había tramado en el avión desde Londres.
Todo el tiempo he tenido la sensación de que volveríamos a encontrarnos.
– Lo explicaré.
– ¿Dónde está Diane?
– En buenas manos.
– ¿Qué le habéis hecho?
– Más tarde, amigo mío, más tarde. ¡Lo siento muchísimo! -Lo extraño es que parece que lo dice de corazón-. ¿Serías tan amable de acompañarme?
¿Sería tan amable?
El pasillo está empapelado en terciopelo rojo, tiene apliques entre antiguos retratos de reyes y reinas, aristócratas, caballeros andantes, cruzados y papas. Todos ellos me siguen con la mirada.
La mullida alfombra nos guía pasillo adelante, tras subir unas escaleras, hasta una puerta maciza. No sé si debería llamarla sala de reuniones, habitación para fumar o quizá, mejor que todo, sala de fiestas, una ostentosa y sobreamueblada sala de haya y palisandro, pesadas cortinas y lámparas de araña. Huele a pulimento de muebles y a puro habano.
Lo primero que atrapa mi mirada es un enorme óleo de dos druidas en Stonehenge. Lo segundo es una gran mesa de madera oscura y pulida, con un tapete de fieltro verde ante cada una de las doce sillas de respaldo alto. Lo tercero son los dos hombres sentados en los sofás del rincón. No los descubro hasta que veo el humo de sus puros. Ambos se han girado hacia nosotros y nos contemplan con tensa atención.
Son Graham Llyleworth y el director general de Patrimonio Histórico, Sigurd Loland.
Se ponen en pie. Loland no sabe exactamente dónde fijar la mirada. Llyleworth me ofrece la mano primero. Luego Loland hace lo mismo.
– Gracias por la última vez -dice con torpeza. Como si tuviera la más mínima idea de cuándo fue «la última vez».
Ninguno decimos nada.
Sobre la mesa hay una cafetera de porcelana y cuatro tazas.
– ¿Azúcar? ¿Nata? -pregunta Llyleworth. El puro le relumbra entre el dedo índice y el corazón.
No me gusta el café.
Le digo a Loland, en noruego:
– No sé mucho de derecho criminal, pero apostaría a que secuestrar a una mujer extranjera y después drogar y secuestrar a un noruego valdrá
para entre cinco y siete años de cárcel. A no ser que hayáis
pensado hundirme en el mar con los pies en un barril de cemento. En cuyo caso estamos hablando de veintiún años. Y prisión preventiva.
Loland carraspea con nerviosismo y mira a MacMullin.
MacMullin emite un ruido paternal, como si hubiera entendido todo lo que he dicho.
– Lo siento, quizá prefieras té.
– ¿Dónde está Diane?
– No tienes por qué preocuparte. Está bien.
– ¿Qué habéis hecho con ella?
– Nada en absoluto. Por favor, no te preocupes. Todo tiene su explicación.
– ¡La habéis secuestrado!
– De ningún modo.
– ¿Quién eres? En realidad.
– Me llamo Michael MacMuilin.
– Es curioso. La última vez que hablamos, te presentaste como Charles DeWitt.
Graham Llyleworth lo mira con sorpresa.
– ¿Eso hiciste? ¿De verdad? -No consigue contener una risa corta.
MacMullin hace una pausa de efecto.
– Ah… pero ¿lo hice? -Me mira burlón, frunce el entrecejo-. Ciertamente. Cuando nuestros amigos de la Aso ciación Geográfica de Londres nos avisaron de que Bjorn Belto de Noruega había preguntado por Charles, trazamos un pequeño y estúpido plan. Tienes toda la razón, te dejé creer que era el bueno y viejo Charlie. Pero en nombre de la justicia, diré que nunca me presenté.
– ¿Por qué voy a creer entonces que eres Michael MacMullin?
Me ofrece la mano y yo la cojo por puro reflejo.
– Yo… soy… Michael… MacMullin -declara, con un apretón por cada palabra.
Su aura de seguridad y amabilidad me confunde. Llyleworth, Loland y yo parecemos chuchos asustadizos gruñendo en torno al hueso que todos queremos. MacMullin es distinto. Es como si levitara por encima de nosotros, está elevado por encima de las pequeñas rencillas y la desconfianza. Todo su ser -su cálida mirada, su voz profunda, la serenidad- emana una apacible y cordial dignidad.
Loland me saca una silla. Me siento en el borde. Nos miramos.
– Eres duro de pelar, Belto -dice MacMullin.
Los otros dos se ríen con nerviosismo. Loland me guiña un ojo. Parecen creer que todos hemos cruzado una frontera invisible y que de pronto estamos en el mismo bando, aquí sentados, riéndonos de algo que ya ha pasado. Poco me conocen. Soy duro de pelar.
– La verdad es que me alegra que seas tan leal -afirma el director general de Patrimonio Sigurd Loland. Tiene la cara alegre como un pepinillo en vinagre-. Deberíamos contar con más gente como tú entre nosotros.
MacMullin percibe mis reservas. Me echa un vistazo.
– Caballeros, sean tan amables… Le debemos una explicación a nuestro amigo.
De vez en cuando es sabio callar. Yo callo.
Se miran entre ellos. Como si todos tuvieran la esperanza de que comenzara otro. De nuevo es MacMullin quien toma la palabra.
– ¿Por dónde empezamos?
– Empecemos con DeWitt-propongo yo.
– DeWitt… Fue una tontería por mi parte. Te infravaloré. Burdamente.
– ¿Qué es lo que esperabais conseguir?
– Pensamos que todo sería más fácil si te hacíamos creer que yo era Charles. Que te harías
de él. Es decir, de mí. Teníamos la esperanza de que le confiaras a DeWitt el cofre si él te daba las respuestas que estabas buscando. Fuimos muy ingenuos. Te pido disculpas.
– ¿Para que no averiguara que os lo quitasteis de en medio?
– ¿ Cómo? -preguntan todos a la vez.
– El mismo verano que murió papá. -Los miro uno por uno-. ¿Pretendéis decirme que fue una simple casualidad que ambos murieran prácticamente al mismo tiempo?
Sus expresiones de sorpresa parecen tan veraces que durante un momento me planteo la posibilidad de confiar en ellos. Pero sólo durante un momento. -¿Por qué crees tú otra cosa?-pregunta MacMullin.
– ¡Lo que me faltaba por oír! -exclama Loland.
– ¿Una simple coincidencia?-inquiero.
– ¡Por supuesto!-dice MacMullin.
– No somos unos bárbaros -asegura Llyleworth.
Loland sacude la cabeza.
– ¡Lees demasiadas novelas de misterio! Tu padre murió en un accidente. Charles murió de una infección. Que murieran el mismo verano fue una casualidad.
– La vida está llena de coincidencias como ésa -añade Llyleworth.
– Por no decir la muerte -respondo yo.
Los miro. Uno por uno.
– Dejémoslo estar -digo finalmente-. Por ahora. Todavía no entiendo por qué no me habéis contado la verdad. Yo tengo el cofre. Todo lo que pido es la respuesta a qué contiene. Cuando lo averigüe, lo devolveré. Todas estas mentiras y pistas falsas, ¿por qué?
– La verdad. Ay…
¿Qué es en realidad la verdad? -suelta MacMullin. Me contempla medio sonriente, medio desafiante, mientras deja que penetre la pregunta.
Yo me encojo indiferente de hombros.
– ¿Y con qué derecho exiges que se te comunique esa llamada verdad?
– ¡Represento a las autoridades noruegas!
– ¡Chorradas! -dice Loland-. Yo soy quien representa a las autoridades noruegas.
– ¿Tú? -escupo-. ¡Tú formas parte de esta confabulación!
– Bjorn, Bjorn -ronronea MacMullin-, ¡no te enfades tanto! Intenta ver el asunto desde nuestro punto de vista. No sabíamos dónde te situabas. Si estabas con nosotros o no.
– ¿Con vosotros?-grito.
– Sí, o en contra de nosotros. Si eras sincero.
– ¿Sincero?
– Si lo que querías era dinero. No entendíamos por qué nos habías robado el cofre.
– ¡Yo nunca lo robé! Lo recuperé. Porque vosotros teníais la intención de robarlo.
– No se puede robar aquello de lo que eres propietario legal -dice MacMullin.
– ¡Vosotros no sois los propietarios! El cofre es noruego. Fue encontrado en suelo noruego.
– Podemos volver a discutir ese tema.
– ¿Nunca se os ha pasado por la cabeza
que puedo tener intenciones honradas? -pregunto-. ¿Que simplemente quiero llegar al fondo de este asunto?
– Creíamos que nos entregarías el cofre. Como es tu obligación.
– Así que te metiste en el papel de un hombre muerto. Y alquilaste un apartamento y lo amueblaste para un día.
Me mira sorprendido.
– No. De hecho nos lo prestaron. En realidad es un piso que las autoridades usan para cosas… eh, así. -Remueve su café con una cucharilla de plata-. Tras nuestra conversación creí que todo iba bien, hasta que Diane me contó lo escéptico que estabas.
Me recorre un escalofrío. ¿Diane?
MacMullin lo nota.
– Algún día lo entenderás -dice-. Ella no tiene nada que ver con este asunto. En realidad, no. No se vio implicada hasta que tuvimos noticia de tu… amistad con ella. Contra su voluntad. -Algo se oscurece en su mirada-. La sacamos de esto por su propio bien.
Esperan que diga algo. Yo no lo hago.
El silencio tiene su efecto en ellos.
– Cuando oímos que habías hablado con la viuda de Charles, nos dimos cuenta de que te habíamos juzgado mal -prosigue MacMullin.
– Completamente -confirma Loland.
– Todo fue demasiado rápido en Londres. Eras más listo que nosotros, todo el rato ibas un paso por delante.
Intento comprender el papel de Diane. No consigo que nada encaje.
MacMullin alza su taza y sorbe un poco de café.
– Al final vi que el único modo de resolver el enredo era hablar claramente contigo. Cosa que tenemos pensado hacer ahora. Explicarte cosas. Lograr que entiendas.
– Ah, ¿sí? -murmuro con incredulidad.
– Cuando acudiste a la SIS, creímos que por fin te teníamos. Y de nuevo te infravaloramos. ¡Eres duro de pelar, Belto¡ ¡Duro de pelar!
MacMullin le echa una ojeada a Loland, que entreteje su mirada con la tupida alfombra.
– ¿Y todo eso os da derecho a secuestrar a Diane y a drogarme y secuestrarme a mí?
– Un inofensivo medicamento en tu comida, Bjorn. Casi un somnífero. De veras que lo siento. Pero no creo que nos hubieras acompañado voluntariamente.
– ¡Puedes estar seguro de que no!
– Hemos de conseguir que lo entiendas. -Baja la mirada-. Para eso, a veces, debemos usar métodos poco habituales. No acostumbramos emplear a propósito los medios más dramáticos para resolver nuestros problemas.
– Tengo una pregunta -digo.
– ¿Sí?
– ¿Qué hay en el cofre?. -No es un objeto noruego -responde Loland rápidamente.
– El cofre es de oro -señalo yo-. Sólo su valor en oro asciende a varios millones de coronas.
– En el mercado comercial, el cofre vale más de cincuenta millones de libras esterlinas -puntualiza MacMullin-. Pero a nosotros nos da igual de qué esté hecho. O cuánto valga.
– Porque dentro tiene algo aún más valioso -digo yo.
MacMullin se inclina hacia delante.
– ¡Y ni el contenido ni el cofre son noruegos!
– Fue hallado en Noruega.
– Ciertamente. Por una casualidad está aquí. Pero no es noruego. Por eso las autoridades arqueológicas noruegas no tienen nada en contra de que se nos entregue.
El director general asiente con demasiado énfasis.
– Al contrario -continúa MacMullin-, es de gran importancia que las instancias adecuadas reciban el hallazgo para su análisis. Noruega es un paréntesis en la historia del cofre. Aunque no lo sea en el tiempo.
– No entiendo lo que quieres decir. ¿Qué historia? -pregunto.
MacMullin inspira profundamente.
– Una larga historia. ¿No es cierto, caballeros? ¡Una larga historia!
Loland y Llyleworth confirman que sí, que es larga.
– Dispongo del tiempo que haga falta -respondo yo, y me cruzo de brazos antes de recostarme en la silla.
– Permíteme empezar con la SIS -dice MacMullin-, mi aparato de apoyo. La asociación, en su forma actual, fue fundada en mil novecientos. Pero sus raíces se remontan a siglos atrás. La SIS integra científicos y ramas del saber transversales. Pero en lo oculto, la SIS representa algo que se podría caracterizar como unos… eh, servicios de investigación científicos. Reunimos información de todas las ramas del saber relevantes y buscamos… huellas. La SIS ha supervisado, por lo general abiertamente, todas las excavaciones arqueológicas importantes de los últimos cien años. A veces porque hemos enviado a nuestros representantes, como el profesor Llyleworth, al amparo de un proyecto de investigación. Pero por lo general porque la dirección de las excavaciones nos ha mandado informes.
– Yo me adherí en mil novecientos sesenta y tres -dice Loland-. He sido responsable de la supervisión de las excavaciones noruegas. Y le he mandado a la SIS todos los informes y tratados relevantes que se han escrito en este país.
– Qué amable -aplaudo.
– Y permíteme añadir que todo se ha realizado de un modo completamente correcto. No somos unos criminales.
– Tenemos contacto con hombres buenos, como Sigurd Loland y tu padrastro, el profesor Arntzen, por todo el mundo -continúa MacMullin-. Y tenemos hombres del calibre del profesor Llyleworth como agentes de campo.
– Igual que cero cero siete -apunta Llyleworth sin expresión alguna. Es la primera vez que lo oigo bromear. Incluso MacMullin y Loland lo miran sorprendidos. El les devuelve un aro de humo.
– Ya nos estamos acercando al núcleo -dice MacMullin-. El caso es que la SIS administra un secreto. Que está indirectamente vinculado con el cofre.
– ¡Por fin!
Carraspea. Hay algo solemne en él. Algo irreal.
Pasan algunos segundos.
– Lo he hecho del modo siguiente, me he representado un torrente. Y quiero que tú hagas lo mismo. Hazme ese favor, Bjorn. Cierra los ojos. Imagínate un torrente.
Me represento un torrente. Es ancho y discurre en silencio. Como acero fundido bajo un sol tropical. El día está avanzado. Los insectos cuelgan en indolentes racimos sobre juncos a lo largo de la orilla. En los remolinos flotan ramas pequeñas y capas de verde. El torrente fluye a través de un paisaje de desierto y cipreses. Sobre un peñasco hay un templo de mármol. Pero no veo personas.
MacMullin deja que la imagen se fije antes de proseguir:
– Imagínate a un grupo de viajeros. No muchos. Dos o tres, quizá. De expedición. Sobre una embarcación. Torrente abajo. Adentrándose en un paisaje extraño y misterioso.
En mi interior aparece la escena como sobre una pantalla de cine: la embarcación es una balsa. Troncos unidos por gruesas cuerdas. Tras el mástil hay un cobertizo hecho de ramas y lianas trenzadas. Los hombres están sentados en la parte delantera. Uno de ellos ha metido sus pies desnudos en el agua. El otro chupa una pipa. Sudan en el calor.
– Han sido seleccionados. A causa de sus cualidades. Y de su valor. El viaje es peligroso. Transcurre a través de países extraños. De paisajes que nunca han visto. O visitado. Sobre los que sólo han leído.
Cierro los ojos para visualizar mejor la imagen.
– El torrente es infinito. Sigue, sigue y sigue su curso.
– Hasta que llega al mar.
– Oh, no. No acaba en ningún sitio.
– ¿En ningún sitio?
– Tienes que representártelo sin nacimiento ni desembocadura.
– Todo un torrente.
– Simplemente continúa y continúa. Y la nave de los viajeros sólo puede ir a la deriva, pero no con la corriente, sino en contra de ella. La expedición está condenada a desafiar la voluntad del torrente. Nunca pueden dar la vuelta. No pueden regresar al punto de partida. Sólo pueden navegar contra corriente.
– ¿No pueden subir a tierra?
– Pueden. Pero entonces encallarán. No podrán seguir. Pueden montar un campamento. Pero no podrán volver ni seguir bajando el río.
– Que nunca acaba.
– Exacto. Que nunca acaba.
– Un viaje sin final.
– Justo.
– ¿Y sin meta?
– El viaje en sí mismo es una meta.
– A la larga debe de resultar aburrido.
Se ríe. Luego junta las palmas de las manos y
separa los dedos de manera que forman cinco aspas y
dice:
– No mantienen ningún contacto con aquellos a quienes abandonaron. Y sólo con algunos elegidos por el camino. Pero dejan tras de sí un… bueno, llamémoslo un mensaje en una botella. Para que vuelva a casa, a aquellos a los que abandonaron. Narraciones del viaje, se podría decir. Donde cuentan todo lo que observan y experimentan. Anotaciones científicas. Todo, visto a la luz del saber que llevan consigo.
– ¿Así que el mensaje en la botella sí puede regresar?
– Si se le da tiempo al tiempo. -Asiente para sí mismo-. ¿Podrías acaso decirme lo que es el tiempo?
No puedo.
– El tiempo -dice él- es una cadena infinita de instantes.
Yo intento comprender la metáfora. Pero no lo consigo. Hago un intento:
– ¿Acaso ese torrente es el universo? ¿La expedición proviene de otro planeta? ¿De allá fuera en la inmensidad?
Es un pregunta descabellada. Lo oigo cuando las palabras salen rodando de mí. A pesar de todo, MacMullin me mira de un modo que se me antoja haber adivinado bien. Que el chiflado Winthrop Jr. me dijo la verdad. Que la metáfora versa sobre un grupo de criaturas del espacio con una tecnología tan avanzada que han dejado atrás los años luz que separan la Tierra de un sistema solar extraño. Eso explicaría muchas cosas. Podrían haber llegado hace cientos de años. Y haber dejado aquí sus tarjetas de visita tecnológicas. Que habrían asombrado a los arqueólogos que las encontraran entre los fragmentos de vasijas y las puntas de flecha. Humanoides. Criaturas altamente desarrolladas con un mensaje para los habitantes de la Tierra.
– ¿Es así? -pregunto, exaltado e incrédulo.
MacMullin me pasa un recorte del periódico Aftenposten, un anuncio:
Las partículas juegan al escondite con los científicos del CERN
Meyrin, Suiza.
Un grupo de investigación internacional del acelerador de partículas CERN, en Suiza, ha descubierto en experimentos a la velocidad de la luz que hay materia que desaparece sin despedir energía.
El director del proyecto, el profesor Jean Pierre Latroc, declara a la agencia de noticias Associated Press que no tienen ninguna explicación para aquello que califica como «una imposibilidad física».
«Según las leyes de la Física, la masa no puede desaparecer sin más -dice Latroc-. Por eso ahora estamos concentrando nuestros esfuerzos en averiguar dónde se meten las partículas.»
– El CERN -dice MacMullin-. Organisation Européenne pour la Recherche Nucléaire. -Lo pronuncia impecablemente, como un francoparlante nativo.
– ¿Qué es eso?
– El laboratorio europeo de física de partículas. Fundado a mediados de la década de los cincuenta. Ubicado en Meyrin, Suiza. ¡De enormes dimensiones! El laboratorio está en un túnel a ciento setenta metros de profundidad bajo tierra. El perímetro es de veintisiete kilómetros. El mayor del mundo.
– ¿El mayor laboratorio del mundo?
– ¡Un acelerador de partículas!
– ¿Cómo?
– ¡Un agujero por el que mirar la creación!
– ¿Eh?
– ¡Un acelerador de partículas! Que transforma un haz de partículas, a la velocidad de la luz, en masa.
A veces me cuesta encontrar las palabras adecuadas. Me limito a decir:
– ¡Hala!
– Así podemos estudiar lo que pasó en las primeras millonésimas de segundo posteriores al nacimiento del universo. Conseguimos recrear, en los experimentos, estados como los que surgieron justo después del big bang.
– ¡Hala!
– Para comprender la creación, tenemos que investigar los ladrillos más pequeños del universo. Los átomos, los electrones, los protones, los neutrones. Los quarks. La antimateria.
Se toma una pausa en la que yo descanso el cerebro.
– ¡Hala! -digo por tercera vez. No es una gran aportación a la charla. Pero la física nunca ha sido mi fuerte. Sobre todo la física experimental de partículas.
– ¿Hablo demasiado rápido para ti? -me pregunta MacMullin.
– Rápido o despacio… de todos modos, no entiendo nada.
– Lo que hace el acelerador de partículas es dividir las partículas más pequeñas de todas, lo creas o no, en pedazos aún menores.
– Te creo.
– Y luego se encarga de que las partículas choquen frontalmente. Para estudiar las consecuencias físicas.
– Pero, oye… No comprendo ni una palabra de todo esto. ¿Qué intentas explicarme? ¿Qué tiene esto que ver con el cofre?
MacMullin me pasa otro recorte de periódico, del New York Times:
El concepto de la luz bajo la lupa
De Abe Rosen
Científicos del prestigioso CERN, el laboratorio europeo para la física de partículas, han colocado el tiempo bajo su enorme lupa. Si se muestra que las teorías y conjeturas de los científicos se dejan documentar, las perspectivas son sobrecogedoras.
Durante un experimento llevado a cabo este año en el acelerador de partículas, los físicos descubrieron para su sorpresa que había partículas que desaparecían sin emitir energía.
El experimento-conocido como Experimento Wells: por la famosa novela de H. G. Wells La máquina del tiempo (1895)- ha sido repetido varias veces con el mismo resultado.
El director del proyecto, el físico de partículas francés Jean Pierre Latroc, dice que los científicos no han conseguido encontrar una respuesta plenamente satisfactoria a esta paradoja física.
«En este primer estadio, nuestra teoría es que las partículas se han acelerado hasta salirse del tiempo», dice Letroc.
Subraya que la teoría ha de considerarse exclusivamente como una hipótesis de investigación.
«Si consiguiéramos demostrar que las partículas se han trasladado en el tiempo y se han quedado allí-dice Latroc-, estaríamos hablando de una comprensión fundamental de las leyes de la naturaleza completamente nueva. No podríamos hablar de algo antes ni después. Ni de causa o efecto. Una esfera sin tiempo y sin espacio. Algunos lo definirán como una dimensión, un universo paralelo, un hiperespacio.»
Latroc es precavido a la hora de extraer conclusiones, pero señala que incluso destacados científicos como los astrónomos y físicos Stephen Hawking y Kip Thorne están discutiendo seriamente la posibilidad de los viajes en el tiempo a través de los denominados «agujeros de lombriz» del universo.
Algunos insinúan la posibilidad de que los agujeros negros sean las entradas y salidas de estos «agujeros de lombriz», que son atajos entre las distancias infinitas del universo. Si esta conjetura teórica de la astrofísica tiene algo de verdadero, la barrera mágica y absoluta del tiempo se habrá
roto.
Un experimento austríaco con fotodetectores documentó recientemente el fenómeno de la física cuántica de la «no-localización». El concepto implica que las partículas que alguna vez han estado unidas seguirán vinculadas con independencia del lugar del universo -y del lugar del tiempo y el espacio- en que se encuentren las partículas separadas.
La teoría del grupo de investigación de Latroc ha provocado un escándalo académico entre los físicos más
relevantes de los ámbitos universitarios punteros de Europa y EE.UU.
Uno de los más destacados críticos, el físico atómico y premio Nobel de la Paz Adam C. G. Thrust III, dice que la noción de tiempo es el último reducto inamovible de la física. «Incluso en la naturaleza hay absolutos -dice Thrust-. La velocidad de la luz es uno de ellos.»
Pero la crítica no sorprende a Latroc y su equipo de investigación. «Nosotros somos los primeros en admitir que la teoría suena descabellada -dice Latroc-. Varios de mis propios investigadores creen que la solución es algo muy distinto. ¡Pero personalmente no veo ninguna otra solución a la pregunta de dónde se han metido las partículas!»
Levanto la vista del recorte de periódico.
– ¿Lo entiendes?-pregunta MacMullin.
– Para nada.
– ¿No ves la conexión?
– ¿Cuál? ¿Qué puedo sacar de esto? ¿Qué tiene todo esto que ver con el cofre?
MacMullin inspira muy profundamente y muy despacio. Me siento como un alumno duro de mollera que no se ha estudiado bien la lección.
– Imagínate que los científicos, dentro de doscientos cincuenta años, por fin consiguen atravesar la barrera del tiempo. Tal y como la NASA consiguió en mil novecientos sesenta y nueve mandar al hombre a la Luna. Imagínate que los científicos del mañana hicieran posible que el hombre viajara hacia atrás en el tiempo.
Intento imaginármelo. Pero no lo consigo.
– ¿Estás hablando de viajar hacia el pasado?
MacMullin respira por la nariz con un sonido silbante.
– Imagínate -continúa despacio- que esos viajeros del tiempo tropezaran y cayeran de su nave en un lejano pasado. Tan indefensos como Armstrong en la Luna. Imagínate que dejaran tras de sí un mensaje. No exactamente una bandera norteamericana, pero de todos modos un mensaje para aquellos a los que abandonaron en el futuro. Un mensaje de que han llegado sanos y salvos.
– Espera -digo, intentando ponerle pies y cabeza a esa incomprensible metáfora-. Entonces podrán leer su propio mensaje antes de partir en su viaje hacia atrás en el tiempo… Porque si tienen éxito en el pasado, necesariamente habrán de poder leer su mensaje en el futuro…
– Llevado al límite, sí. Pero seguimos enfrentándonos a la paradoja eterna: ¿qué pasaría si se viajara hacia atrás en el tiempo y se matara a los propios padres antes de que uno mismo hubiera nacido? Creemos que se trata de cursos del tiempo diferentes. Universos o esferas paralelos.
Me quedo callado. Finalmente digo:
– ¿Intentas decirme que eso es lo que contiene el cofre? ¿Un mensaje de un grupo de viajeros en el tiempo? -Me cruzo de brazos.
Los tres me miran con solemnidad. El tiempo pasa. Si hay algo que me sobra es tiempo. Dejo que transcurran los segundos.
– Hemos encontrado la cápsula del tiempo -dice MacMullin-. Su nave. La máquina del tiempo, si quieres.
– ¿En el monasterio de Vaerne?
– El cofre de oro del monasterio de Vaerne guarda el mensaje que dejaron.
– Bueno. Está bien. ¿Y cómo acabó allí el cofre?
– Es una larga historia. Los egipcios consideraban a los viajeros del tiempo como divinidades. Cuando el cofre con sus escritos fue llevado de Egipto a Oriente Medio, se consideraba que era sagrado. Una reliquia religiosa. Con el tiempo fueron los hospitalarios de San Juan quienes se hicieron cargo de él. También ellos creían que se trataba de escritos divinos. Pensaron que el monasterio de Vaerne era un buen escondite. El final del mundo.
Asiento para mí mismo. Como si por fin entendiera.
– ¿Y dónde habéis hallado esa cápsula del tiempo?
– En Egipto.
– ¿Egipto?
– No era una nave espacial lo que había bajo la pirámide de Keops. Era la cápsula.
Ya no consigo aguantarme más. De nuevo se me escapa la risa. Es un problema que tengo.
– ¡Por favor! -exclamo.
Llyleworth se sienta pesadamente y coge el puro del cenicero. Se le ha apagado. Enfurruñado, enciende una cerilla y le insufla vida al puro.
– ¿Sí? -pregunta MacMullin de forma relamida.
– ¡Por favor! -repito-. ¿Por quién me tomáis?
MacMullin me examina con los pulgares bajo la barbilla y los dedos en aspa ante la nariz. Si las circunstancias hubieran sido otras, me habría parecido que se estaba divirtiendo.
– Por mí podéis intentar engañarme -digo-. Por mí podéis pensar que soy un idiota fácil de engañar.
– ¿Por qué crees que intentamos engañarte? -pregunta Loland con tono de ofendido.
– ¿Viajeros del tiempo? ¡Por favor! Incluso un bobo profesor adjunto de Arqueología sabe que es una imposibilidad física. Ciencia ficción.
– Eso mismo dijeron de las expediciones a la Luna. Muchas de las cosas que nos rodean hoy en día eran ciencia ficción hace cincuenta años.
– ¡Aun así! ¿Tengo que creerme que en un cofre de oro antiguo encontrado en el monasterio de Vaerne, en Ostfold, se oculta un mensaje que dejó alguien del futuro después de haber viajado a través del tiempo y haber acabado en el pasado?
– Exacto.
– Anda ya!
Me río y suspiro de manera teatral, abro los brazos de par en par; en suma, monto todo un número.
– Chicos, estáis olvidando una cosa. Un detalle importante.
Me miran interrogativamente. Son hombres de poder. Están acostumbrados a conseguir lo que quieren. Se sienten desconcertados por mi patrón de conducta.
– Estáis olvidando que soy yo quien sabe dónde está el cofre.
– Cierto, cierto -suspira MacMullin.
No logro evitar servir la pelota que entregaría el partido.
– Además, sé lo de Rennes-le-Cháteau.
MacMullin se queda petrificado. Recobra enseguida el control de sí mismo. Pero ya se ha delatado.
– Ah, ¿sí? -dice con confianza.
Yo carraspeo elocuentemente.
– ¿Algo más?
MacMullin posa una mano sobre mi hombro.
– Dentro de poco -dice, y mira de reojo a Llyleworth-. Hablaremos de Rennes-le-Cháteau dentro de un rato.
Con la mano posada sobre mi hombro, me conduce al pasillo y de vuelta al cuarto.
***
Deambulo inquieto por la alfombra verde. El aire está cargado y caliente. Al entreabrir la ventana, huele a césped recién cortado y a polución.
Un abejorro se cuela por el hueco de la ventana. Inquieto, comienza a embestir contra el cristal. No está a gusto aquí, yo lo entiendo. Es grande y lanudo. Se dice que los abejorros, según los cálculos aerodinámicos, en realidad no podrían volar. Los abejorros tienen algo que me gusta. No sé exactamente qué es. Quizá me reconozca en su obstinación. Tengo la manía de identificarme con todo tipo de cosas.
No comprendo qué han hecho con Diane. O dónde la han escondido. Y me pregunto cómo reaccionará la policía si aparezco con una denuncia. Y con una explicación aproximada a la verdad. Dudo que Voz de Pito vaya a dejar todo lo que se lleve entre manos para apresurarse a ayudarme. Por Dios, ni siquiera sé cómo se apellida Diane. Cuando reservé nuestros billetes de avión, insistió entre risas en que la llamaran señora de Belto.
No soy ningún héroe. Reventar la puerta para buscar a Diane entre la multitud de cuartos me resulta impensable. Tampoco conseguiría reventar ninguna puerta -probablemente me desencajaría el hombro- y, aunque lo consiguiera, cualquier hombre musculoso lograría amenazarme hasta la obediencia con tan sólo una mirada de enfado.
Estoy tan nervioso que pego un respingo al descubrir un sobre en la mesilla. Un sobre blanco, ordinario. Mi nombre aparece escrito con letras grandes.
Lo abro con la uña del dedo índice y saco una carta manuscrita:
¡Bjorn!
¿Qué puedo decir, querido, sino perdón? Si pudieras perdonarme. ¡Por favor! Lo siento tanto…
No saben que estoy escribiendo esto. Así que no se lo enseñes. Ni a ellos ni a nadie. Estas palabras quedan entre tú y yo. Y nadie más.
Debes de tener muchas preguntas. Ojalá yo pudiera proporcionarte algunas respuestas, respuestas que den sentido, que expliquen un poquitito de lo que ha ocurrido. Pero no puedo hacerlo. Ahora no.
Pero quiero que sepas esto: ¡te quiero! ¡Nunca te he traicionado! No he fingido tener sentimientos hacia ti que no fueran auténticos. Por favor, confía en mí. No soy una puta. Aunque quizá sí lo sea…
¿Quién ha dicho que las cosas tienen que ser jodidamente sencillas? La vida no es una ecuación que se resuelve si los factores son los correctos. La vida es una ecuación que no se resuelve nunca. ¿Mi vida? Una catástrofe continuada. Una catástrofe que comenzó el día que nací.
¡Bjorn! Siento haberme cruzado en tu camino. Perdóname que cayera a tus pies. Y que te metiera en esto. Te habrías merecido algo mejor. Quizás un día aprenda. Pero me estoy enrollando. Y tú no entiendes nada. Porque la intención no es que entiendas.
Si estás preocupado por mí, no hay ningún motivo para ello. No me han hecho nada. Quizá pueda explicártelo cuando todo esto haya pasado. No lo sé. Quizá no. Pero todo tiene su explicación.
¡¡Ojalá hubiéramos podido escaparnos!! ¡¡Tú y yo!! A una isla desierta. Donde nadie pudiera incordiarnos.
Claro que debería haberme dado cuenta. Debería haberme dado cuenta de lo que iba a pasar. Pero soy tan testaruda, tan autosuficiente, estoy tan empeñada en seguir mi propio sendero… Si papá decía: «Ponte el vestido rojo, porque estás muy guapa con él», yo me ponía los pantalones grises y la blusa morada. Si papá decía: «Ese chico no te conviene», yo me lo follaba sin tregua. He dicho que me lo follaba, no que lo amaba. Pero a ti te amaba, Bjorn.
¿Comprendes algo de lo que intento decirte? Ni siquiera yo sé lo que pretendo decir. Sólo que no quiero que me odies.
¡Olvídame sin más! ¡Olvida que una vez conociste a una chica que se llamaba Diane! ¡Olvida que quizá te
pareciera un poco mona! ¡Olvida que cayó a tus pies! Mira, aquí tienes una goma de borrar, ¡bórrala de tu memoria y vive tu vida!
Tu ángel,
XXX
Diane
Desgarro la sábana en dos trozos que ato por las puntas a la funda de la manta. Abro las dos ventanas de par en par. El bulto de ropa sale a trompicones.
El abejorro se pone eufórico.
Enrosco la tela en torno al poste central de la ventana. Después me encaramo al alféizar y me descuelgo. En el último metro y medio me dejo caer.
***
El grito no duró más de un segundo o dos. Pero en mi cabeza ha resonado durante veinte años.
La noche anterior al accidente, papá estaba callado y ausente, como si tuviera la intuición de que algo terrible se estaba fraguando.
Al anochecer, Trygve encendió la hoguera. Los troncos estaban colocados en diagonal y rodeados por cantos rodados. De una soga que cruzaba por encima del fuego colgaba una cafetera negra como el carbón. Una simpática construcción campestre. Como en un dibujo de cuento infantil.
Trygve estaba sentado con su puro cantando «Blowing in the Wind».
El bosque olía a café, a agujas de abeto y al perfume de mamá. Papá había, sacado una espiral para mosquitos que humeaba y despedía un olor terrible, pero que por lo demás no parecía molestar mucho a los mosquitos. Papá estaba medio recostado sobre un tronco. Mamá estaba sentada entre sus piernas, apoyada en su cuerpo. Él hablaba del hallazgo de grandes cantidades de perlas, oro, plata y obras de arte en Gaalaashaugen, en Nes, en Hedemark, a principios de verano. Mamá no le hacía mucho caso. Pero yo estaba como embrujado, intentando imaginarme el tesoro invaluable.
Trygve tenía una voz profunda, limpia. Al cantar, cerraba los ojos. Las llamas hacían que relumbrara su pelo largo y rubio y su barba. Sus robustos antebrazos sujetaban tiernamente la guitarra. Mamá le echaba miradas repletas de pequeños besos invisibles.
Los tonos de la guitarra ascendían entre los árboles. El cielo estaba blanco de estrellas. A través de la maleza
relucía la laguna. En la parte alta de la ladera una sierra acababa la jornada. El bosque se cerraba en torno a nosotros, mágico e inmenso.
Por la noche, papá fue a revisar el equipo de escalada. Siempre se preocupaba mucho. Todavía lo veo como si lo tuviera delante. Había trasladado las mochilas a la parte de atrás de la tienda de campaña y estaba inclinado sobre el equipo cuando yo lo sorprendí. Se dio la vuelta con expresión de cordero. Como si lo hubiera pillado en algo. Justo después lo olvidé, y la imagen de papá doblado sobre los sacos se convirtió en un corte del tiempo, en una rendija que se encendió veinte años después.
Trygve le abrió una cerveza. Pero no tenía sed. Más tarde se bebió toda la botella de un solo trago.
Papá se acostó pronto. Mamá y Trygve se quedaron-risueños y con secretos, cada uno con su cerveza y hablando en voz baja- asando nubes de gominola en la hoguera.
Cuando me acosté en la tienda, todo estaba oscuro y en el cielo despejado se veían las estrellas. Estaba medio mareado e inquieto. Antes de dormirme, me quedé escuchando la noche. Y la risa baja de mamá.
Yo estaba sentado sobre un tronco tallando una flauta cuando papá cayó. No estaba muy lejos.
Al precipitarme a través del boscaje, deseé con toda mi alma que fuera Trygve quien había gritado. Pero en el fondo de mi corazón sabía que había sido papá.
En momentos como ése, la conciencia se escinde en fragmentos, breves imágenes petrificadas y añicos de sonidos que se graban en la memoria.
El cielo azul.
Un pájaro.
Voces estridentes.
La montaña gris brillante que se eleva sobre los bosques.
Trygve, una mancha de colores allá arriba en el hueco de la montaña.
Un grito: «¡Bjorn! ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete de aquí!»
La línea vertical de la montaña.
La cuerda.
El chillido de mamá.
La sangre.
El montón de ropa al pie de la pared de la montaña. Ropa no. Papá.
El tronco del árbol contra mi espalda. La corteza que me araña la nuca cuando caigo al suelo.
Hasta la mañana siguiente, el equipo de salvamento no consiguió bajar a Trygve de la montaña. Papá había arrastrado la cuerda con la caída.
Hubo una investigación. Se escribió un informe.
Al ser el más experimentado, era Trygve el responsable de la segundad. Por eso se había quedado en el hueco. Para controlar que todo estaba bien. Pero no era así. El ocho se había
desgarrado en la bajada. Desgaste del material, según concluyó el informe. A pesar de que nadie fue capaz de explicar cómo había sucedido el fallo. Era uno de esos fallos que simplemente no pueden ocurrir. Papá no tuvo ni una oportunidad.
Pero nadie quería acusar a Trygve Arntzen. Ni mamá ni la comisión de investigación. El se tomó el accidente muy a pecho.
Medio año más tarde se casó con mamá.
Capítulo 5 – EL DESIERTO
El sol está incandescente. El cielo, descolorido.
Acabo de abrir los ojos. No debería haberlo hecho. Los rayos del sol estallan al fondo de mi cabeza. La luz me lancea los ojos y me taladra el cráneo. Cuando me dormí con la frente contra el cristal de la ventanilla, todavía era de noche. Y hacía algo de fresco. Hace cuatro horas que aterrizó el avión. El sol no ha desperdiciado el tiempo. Los alrededores parecen una olla a presión, a todo vapor.
Aparto la mirada de la luz del desierto y saco unas gafas que me compré en el aeropuerto de Gardermoen por setecientas cuarenta y cinco coronas. De oferta, RayBan. Pero ¿setecientas cuarenta y cinco coronas? ¿De oferta? Si la dependienta no hubiera sido tan mona, seguramente habría refunfuñado con desdén y dejado las gafas sobre el mostrador. Pero ahora me las coloco sobre la nariz.
El camino se dispara en línea recta por un paisaje yermo y accidentado. La raya de asfalto desaparece en la bruma del calor que desdibuja el resplandeciente horizonte.
Voy sentado en un autobús con aire acondicionado. Por un desierto de piedra. O quizá por otro planeta. Por ejemplo, en Júpiter. Los peñascos al límite de la visión son de color rojo óxido. Entre las piedras del borde del camino crece algún que otro hierbajo, de esos que uno esperaría encontrarse en un terrario. O en un herbario. O entre las baldosas de un jardín abandonado y dejado a la mano de Dios. A lo largo de la colina se extiende una línea de cipreses. Como en uno de esos paisajes bíblicos bordados sobre los cojines de las tías entusiastamente religiosas del suroeste del país.
Por cincomilésima vez en este viaje, saco la carta de Diane y la leo; palabra por palabra, línea
por línea. Me la sé de memoria, pero sigo intentando encontrarle algún sentido.
Sólo estamos el conductor y yo. Sin mediar palabra avanzamos a través de un desierto que no acaba
nunca. El conductor tiene un aire que me lleva a preguntarme si lo fijarían tras el volante al salir rodando el autobús de la cadena de montaje. Si estará diseñado y desarrollado por un buen equipo de bioingenieros y genetistas, y luego construido, con cuidado y esmero, en un ala propia de la fábrica. Lleva una camisa de manga corta y tiene los brazos peludos. Manchas de sudor bajo los sobacos. Poco pelo, sin afeitar. Cejas pronunciadas. De vez en cuando me echa un vistazo por el enorme espejo retrovisor. Pero no reconoce mi presencia ni con un movimiento de la cabeza.
Nunca me ha resultado fácil acercarme a la gente. Con el paso de los años he ido cubriendo mi timidez con una red de camuflaje de sarcasmos y alegría
fingida. Hay quien habría aprovechado esta oportunidad para entablar una animada conversación con el moreno conductor. Sobre los judíos y
los árabes. O sobre los coches deportivos y el fútbol europeo. Sobre el cristianismo y el islam. Sobre la pesca con mosca en Namsen o las prostitutas de Barcelona. Pero yo no. Y por la expresión de su cara veo que a él le da igual.
Rodeamos un saliente de peñascos y se despliega un frondoso oasis en el valle, a nuestros pies. Un jardín del Edén de olivos, arbustos de olíbano, sándalo, alcanforeros y cedros. Un campo de higueras viste la ladera de un verde pálido. Desde un pozo con una bomba impulsada por un ruidoso generador de diesel, corre el agua por elaborados canales de riego.
Es en ese oasis donde han decidido establecer el Instituto Schimmer. No me preguntes por qué. Pocos sitios están más alejados de la gente.
Así que por lo menos hay paz para trabajar.
El instituto constituye una prueba flagrante de que el hombre siempre intentará conciliar lo antiquísimo con lo hipermoderno. Con suerte variable. Hace setecientos años, unos monjes establecieron un monasterio en medio del oasis. Un edificio levantado con piedras del desierto, labradas con precisión geométrica, pulidas, ajustadas y montadas hasta formar un complejo de celdas, pasillos y salas. Un santuario para la contemplación y profundización religiosas. En torno a este centenario monasterio del desierto, arquitectos e ingenieros construyeron a principios de los años setenta un mastodonte de cristal, espejos y aluminio. Un chillido de modernidad en la atemporalidad. El instituto no se eleva a las alturas, sino que se extiende en horizontal como algo que se hincha y crece, que relumbra y brilla al sol.
***
– ¡Bjorn! ¡Amigo mío! ¡Bienvenido!
El autobús ha entrado en la rotonda atiborrada de plantas, se ha detenido y ha soltado el aire tras el largo viaje.
Está esperándome sobre la acera, ante la recepción del instituto. Es pequeño y regordete, tiene ojos burlones y cálidos, calva y las mejillas rechonchas; y si hubiera llevado hábito, habría parecido la parodia de un monje.
Su nombre es Peter Levi.
El Instituto Schimmer es un centro de investigación que atrae a estudiantes e investigadores de todo el mundo. Se pueden alquilar habitaciones en el hotel del complejo durante semanas o meses, para enterrarse en la exuberante biblioteca. En un ala propia, restauran restos de manuscritos e interpretan palabras fijadas a pergaminos o papiros hace miles de años. Teólogos, historiadores, lingüistas, paleógrafos, filósofos, arqueólogos y etnólogos en divina mezcolanza. Todos quieren arrojar luz aclaratoria sobre el pasado.
Peter Levi me recibe con tal entusiasmo que creo que se equivoca de persona. Pero una vez más exclama «¡Bjorn!» y me estrecha la mano al tiempo que me mira a los ojos sonriendo de oreja a oreja.
– ¡Bienvenido a nuestra casa! ¡Espero que podamos serte de ayuda! -Habla inglés con un profundo acento que marca las erres.
Ya hemos hablado una vez. Hace dos días. Lo llamé desde casa de Torstein Avner después de escapar de MacMullin. No era más que el nombre que figuraba en la invitación del instituto. Va a ser mi guía y tutor. A cada visitante se le asigna un padrino con residencia permanente en el lugar. Un nombre, nada más, una persona de contacto cualquiera. Pero Peter Levi se comporta como si hubiéramos ido a la guerra juntos. Como si nos hubiéramos salvado mutuamente la vida en las trincheras mientras los proyectiles silbaban sobre nuestra cabezas, el gas mostaza se extendía y nosotros compartíamos con fraternidad una máscara antigás, que no funcionaba del todo.
No sé si me fío de él. Pero me cae bien.
Insiste en llevarme la maleta que el conductor ha bajado del autobús con una reverencia. Con la mano izquierda sobre mi hombro, Peter me guía hasta la recepción, donde recogemos la llave del cuarto y yo me registro.
NOMBRE: Bjorn Belto
PROFESIÓN: Ayudante de investigación/arqueólogo
PROCEDENCIA (CIUDAD/PAÍS): Oslo,Noruega
INSTITUCIÓN ACADÉMICA: Universidad de Oslo
ESPECIALIDAD ACADÉMICA: Arqueología
MOTIVO DE LA VISITA: Investigación
Peter me conduce hasta mi habitación, la 207, que está en un ala especial y parece un cuarto del Holiday Inn. Allí me deja a solas para «que el alma reencuentre al cuerpo tras el viaje». Deshago las maletas y cuelgo la ropa en el armario. Con un suspiro que se debe más al agotamiento que al aburrimiento, me apoltrono en el pequeño sofá verde. Tengo en el regazo todos los recortes que me ha dado Torstein Avner.
Ha sido muy eficaz. Tomando los nombres y palabras clave que le di, buscó por Internet e imprimió todas las páginas web en las que encontró la información que yo andaba buscando. Hay muchos datos que no acabo de ubicar, como que «hospitalarios de San Juan» conseguía treinta y dos entradas en el buscador Alta Vista, pero sólo diecisiete en el MetaCrawler. Hay páginas web históricas y seudocientíficas sobre los hospitalarios, los masones y las sectas herméticas. Paso las hojas con impaciente irritación, no sé lo que estoy buscando, pero soy bombardeado con conocimientos que no preciso.
Soy injusto al canalizar mi irritación hacia Torstein. El ha hecho lo que le he pedido. Es mi propia impotencia lo que maldigo.
¿Dónde estará Diane? ¿Qué papel juega en este juego? ¿Qué significan las insinuaciones de su carta?
¿Por qué mienten todo el rato? ¿Por qué me doparon para luego contarme un montón de flagrantes mentiras? ¿Están tratando de aturdirme?
¿Qué hay en el cofre? ¿Qué secreto esconden en realidad?
¿Intentan ocultar su secreto inventándose otro aún más fantástico? Este tipo de preguntas me ronda una y otra vez. Pero ni siquiera estoy cerca de vislumbrar las respuestas.
Torstein estuvo insistiendo en que acudiera a la policía con todo lo que sabía, y en que les entregara el cofre. Estuve tentado de hacerlo. Pero todo el que lucha contra algo grande y no completamente visible acaba desarrollando una pizca de manía persecutoria. No me fío de la policía. Habrían seguido el manual y la lógica, y habrían acabado entregando el cofre a la Colección de Objetos Antiguos. Y me habrían denunciado por robo. Así no habríamos avanzado nada.
¿Y cómo podía la policía encontrar a Diane? No sé nada sobre ella, sólo que se llama Diane. Que vive en un rascacielos londinense. Que trabaja en la SIS. Y que fui terriblemente ingenuo al confiar en ella. Aunque sé que nunca fingió cuando hacíamos el amor. Me quedo cerca de una hora hojeando la pila de papeles de Torstein. Leo sobre los hospitalarios de San Juan y la aristocracia francesa, sobre el renombre internacional del Instituto Schimmer, sobre el monasterio de Vaerne, leo sobre Rennes-le-Cháteau y Bérenger Sauniére, sobre los manuscritos del Mar Muerto y el monasterio de la Santa Cruz, sobre el sudario de Turín, el manuscrito Q y Nag Hammadi. Encuentro incluso
un artículo firmado por Peter Levi sobre la influencia de los mandeos en las sectas no cristianas, y treinta y cuatro hojas sacadas de la página web de la SIS, incluidas unas breves biografías de MacMullin y Llyleworth. Pero nada me ayuda a avanzar.
***
Descanso. El alma reencuentra al cuerpo en algún momento a media tarde.
Tras una siesta demasiado larga, deambulo por el instituto con la desagradable sensación de que me estoy inmiscuyendo. Tengo mucha facilidad para sentirme fuera de lugar. Una frenética desazón impregna el Instituto Schimmer. Es un hormiguero académico. Soy una hormiga negra de visita entre las hacendosas hormigas rojas. Caminan con determinación por invisibles senderos marcados. Se detienen. Charlan. Se apresuran a continuar. Entusiasmados estudiantes (¡que no paraban de gesticular!) avanzan por un pasillo que sigue y sigue. ¿Quizás hasta la cámara de la reina? Mientras tanto, no me quitan ojo en ningún momento, me juzgan, me analizan, cuchichean y murmuran sobre mí. Seguramente el doctor Wang hubiera dicho: «Eso no son más que imaginaciones tuyas, Bjorn.»
«¿Qué tiene este sitio?», me pregunto. Y me estremezco.
En medio de la recepción, en una isla circular formada por helechos esparcidos por un suelo de pizarra, hay un poste con flechas y señales que muestran el camino hacia los departamentos de investigación, los laboratorios, las aulas, las salas de conferencias, los comedores, los quioscos, la librería, el cine, la biblioteca, los estudios y las salas de lectura.
En los rincones, a la altura del techo, hay pequeñas cámaras de seguridad con bombillas rojas. No se me escapa.
____________________. ____________________
Noche.
Peter Levi está sentado en un sillón orejero bebiendo café y coñac en un local oscuro y abarrotado de gente, que se conoce por el nombre de Cámara de Estudiantes. Un bar de biblioteca, equipado a la última moda e inundado de humo de cigarrillos. Como un club de caballeros inglés. Las ventanas están tapadas como para crear la ilusión de una noche eterna. Hay velas sobre las mesas, música suave de piano. Las voces son bajas e intensas. Alguien se ríe a pleno pulmón y es acallado. Intensas discusiones en idiomas extraños. Al descubrirme, Peter me reclama a su lado. Me sorprende su entusiasmo, su alegría al verme.
Peter llama a un camarero, que se apresura a acercarse con una bandeja con una taza de té y un vaso de coñac en forma de tulipán. El té está fuerte como la pólvora. No sé si la idea es bajarlo con el coñac. Pienso: «¿Té?»
– Me alegra que reunieras fuerzas para bajar -dice Peter.
– ¿Reuniera fuerzas?
– Tienes que estar agotado del viaje.
– Me cuesta mucho decir no cuando alguien me tienta con un coñac.
Nos reímos un poco para disimular todo lo que no hemos dicho.
– Tenemos mucho de que hablar-dice Peter.
– Ah, ¿sí?
– Sobre tu investigación -se explica, en tono medio interrogativo-. Tu interés por los hospitalarios de San Juan, por el mito del cofre sagrado. Y sobre aquello con lo que podamos ayudarte.
Le pregunto si conoce a Uri, que era el enviado del Instituto Schimmer en las excavaciones del monasterio de Vaerne. Lo conoce. Uri sigue fuera.
Peter enciende un cigarrillo e inhala placenteramente. Me mira con curiosidad a través de la nube de humo.
– ¿Por qué has venido aquí en realidad? -pregunta, girando el cigarrillo entre los dedos.
Le respondo. Al menos un poco. No le cuento nada sobre todas las mentiras y los misteriosos episodios vinculados al cofre, sino que hablo como si estuviera investigando el particular hallazgo arqueológico. Le explico que estoy buscando información sobre los hospitalarios. Y sobre todo aquello que pueda vincular el monasterio de Vaerne con el cofre de los secretos sagrados.
– Todo eso ya lo sé. Pero he dicho: ¿en realidad?
Nos medimos con la mirada.
– Si piensas que me guardo un secreto, es que también sabes por qué -replico con ambigüedad.
Peter no dice nada. Se limita a mirarme y a inhalar profundamente.
Para llenar el silencio, le hablo sobre las excavaciones del monasterio de Vaerne, cosa que le interesa de forma moderada. Mientras hablo, comienza a girar el vaso de coñac en la mano. Mira con fijeza el remolino dorado, como si sus pensamientos giraran y giraran en el coñac. Los ojos son pacíficos. Justamente ahora parece uno de esos tipos que esperas encontrarte sobre una banqueta junto a una barra de Respatex, en un bar de un callejón de Nueva York. Junto a alguien con medias de rejilla negras y una mirada pesada como el plomo.
Cuando por fin me callo, Peter me observa con una expresión que recuerda a la condescendencia, pero que quizá no sea más que pura curiosidad.
– ¿Crees en Jesús? -inquiere.
La pregunta me llega de pronto. Hago como él: olfateo el aroma del coñac.
– ¿El histórico? -replico. Una leve ebriedad ya ha empezado a picotearme la cabeza-. ¿O el divino?
Se limita a asentir, como si le hubiera dado una respuesta. Pero no era mi intención responderle. Le pregunto cómo ha acabado en el instituto. En voz baja, como si no quisiera que lo oyera nadie más, me habla de su infancia en un barrio pobre de Tel Aviv, de un padre fanático religioso y una madre exigente, de su búsqueda de una fe y de sus estudios. Peter es historiador de la religión. Especialista en las sectas que surgieron y se extinguieron en torno a la época de Jesús, y en cómo influyeron sobre el cristianismo.
– ¿Te interesa el cristianismo temprano? -pregunta, en un tono que hace algo más que insinuar que debo responder que sí.
– ¡Absolutamente!
– ¡Bien! Me parecía que tú y yo teníamos mucho en común. Mucho de lo que hablar. -Inclinándose sobre la mesa con una sonrisa torcida, dice-: ¿Sabías que los hospitalarios tienen muchos rasgos en común con la secta gnóstica de los mandeos?
– Eso -digo despacio mientras le doy sorbos al té- creo que se me ha escapado.
– ¡Pero así es! Los mandeos rechazaron a Jesús y consideraban a Juan Bautista como su profeta. Pensaban que la salvación se alcanzaba
por medio del conocimiento, o manda.
Pienso que mamá debió de ser mandea cuando yo era niño.
Peter continúa:
– Los textos sagrados de los mandeos, El Tesoro y el Libro de Juan, tenían quinientos años cuando fue fundada la orden de los hospitalarios de San Juan. Los mandeos tienen su Rey de la Luz. La cosa, mi confuso amigo, viene ahora. -Vacila antes de soltar la bomba-: ¡Jesús y sus contemporáneos disponían de un detallado conocimiento de los textos de los esenios!
Me mira triunfal y desafiantemente al mismo tiempo.
– ¿Y qué?-pregunto yo.
Abatido por mi falta de comprensión y entusiasmo, vacía la copa de coñac de un solo trago. Le cuesta respirar.
– Tienes razón. Eso se sabe hace mucho tiempo. Todo esto ya lo sabes.
Me contengo un poco.
– Bueno. Los detalles no.
Me mira interrogativamente y me da un empujoncillo riéndose por lo bajo. Vuelvo a probar el té y tengo que controlarme para no hacer una mueca. En algún sitio del local el pianista empieza a tocar de nuevo. No he llegado a darme cuenta de que había parado. Un camarero aparece de la nada con otro coñac para Peter.
– Estarás deseando hablarme de los esenios -le digo.
– ¡Es muy interesante!
Alza su copa y brindamos.
Deja a un lado la copa y carraspea.
– Los esenios, o nazarenos, como también se los llamaba, tenían una fe marcada por la religión babilónica. Creían que el alma estaba compuesta de partículas de luz de una figura luminosa atravesada por fuerzas malignas. Estas partículas de luz quedaban atrapadas en el cuerpo humano hasta que el anfitrión moría. Entonces podían reconciliarse con la figura de luz.
– Peter… -Busco las palabras-. ¿Por qué me cuentas todo eso?
– Creía que te interesaba.
– Me interesa. En cuanto comprenda qué es lo que estás intentando explicarme.
Se inclina hacia delante y posa su mano morena sobre la mía. Está a punto de decir algo. Pero algo lo impulsa a callar.
– Mañana lo habré olvidado todo -le confieso.
Le entra hipo. Los dos nos reímos.
Luego dice:
– Quizá sea lo mejor. Yo hablo demasiado.
– Con que me explicaras la relación, creo que todo esto me parecería bastante emocionante.
– ¡Claro que es emocionante! -Mi discreto halago le devuelve el entusiasmo-.La cosa es que la influencia de los esenios sobre el cristianismo parece ser mucho mayor de lo que se supone.
– No tenía ni idea de que hubiera ninguna influencia.
Baja la voz, como si quisiera desvelar un misterio.
– Muchos piensan que partes del Nuevo Testamento proporcionan una imagen desvirtuada e idealizada del fundamento religioso del cristianismo.
– Bueno… -Me hago el entendido, como si estuviera metido en el juego-. De eso empieza a hacer ya mucho tiempo. Quizá no tenga tanta importancia.
– ¡Pero seguimos viviendo en armonía con el espíritu de la Biblia!
– Porque muchos creen que es la palabra de Dios -apunto yo.
– Y porque la Biblia es el libro más inspirador que jamás se haya escrito.
– Y el más bello.
– Una guía en la vida y en la muerte. En la moral y el amor al prójimo. Un ABC de la dignidad humana y el respeto.
– Grandes palabras…
– Un gran libro -afirma Peter con devoción.
Los dos miramos al aire, frente a nosotros. Los focos ocultos del techo lanzan rayos plateados a través de la bruma de humo de tabaco. Las voces, la risa, la música… todo eso no es más que una pared de ruido que no llega a alcanzarnos. Peter apaga el cigarrillo en el cenicero y posa en mí la mirada.
– Pero ¿de verdad es la Biblia la palabra de Dios? -inquiere con sorprendente intensidad.
– A mí no me preguntes.
– ¡Dios no escribió ni una palabra! Los veintisiete textos del Nuevo Testamento fueron seleccionados por medio de un largo y doloroso proceso.
– ¿Con intervención divina?
– Me refiero a peleas puras y duras.
Me echo a reír, pero me reprimo al darme cuenta de que no está bromeando.
Se lleva la copa de coñac a los labios, la olfatea y bebe. Cierra los ojos un momento. Deja la copa con cuidado sobre la mesa.
– Lo que no pasó, claro, es que un grupo de escritores sagrados se sentara a redactar la Biblia de una sola tacada. La Iglesia evaluó muchos escritos a lo largo de los siglos. Algunos fueron rechazados, otros, incluidos. Es importante saber que la canonización de los textos sagrados tuvo lugar al mismo tiempo que una lucha de poder, de la que fue parte, dentro del seno de la Iglesia y también fuera de él, en el debilitado Imperio romano.
– ¿Una lucha de poder? Suena frío.
– Pero recuerda que la Iglesia era una tenaz participante en la pugna por el poder cultural, político y económico en el vacío que dejó tras de sí el Imperio romano. -Peter mira a su alrededor, medio sonriendo-. Si la caída del Imperio romano no hubiera coincidido con la división entre los judíos y con el surgimiento de una religión completamente nueva, el mundo tendría hoy un aspecto muy distinto.
– Nunca había pensado en eso -admito-. Nuestra civilización es una ensalada de valores y costumbres romanos, griegos y cristianos.
– Si volvemos al lugar y al papel de la Biblia en todo este proceso, pasaron casi cuatrocientos años entre el nacimiento de Jesús y la consolidación de la Biblia que tenemos hoy en día. Pero incluso muchos de los textos que fueron incluidos en el Nuevo Testamento, y que hoy son absolutamente centrales, fueron muy polémicos.
– ¿Quién decidió todo eso?
– Los sacerdotes, por supuesto. La Iglesia primitiva.
– Los curas…
– Más bien los obispos. Que recibían su autoridad directamente de los apóstoles.
– ¿Como el Papa?
– El mismo principio. Los obispos se pelearon con intensidad por lo que debía ser incluido en la Biblia. El conjunto de los textos que constituyen hoy en día la Biblia fue reconocido en los sínodos de Roma del año trescientos ochenta y dos, de Hipona en el año trescientos noventa y tres y de Cartago en el trescientos noventa y siete. Desde luego no fue Dios quien ensambló la Biblia. Fueron los obispos. Y más tarde la comunidad de creyentes. Los protestantes, por ejemplo, no reconocen algunos de los textos del Viejo Testamento, a diferencia de los católicos. La Iglesia protestante se atiene a un canon del Viejo Testamento que compusieron sabios hebraicos en Jamnia en el año noventa. Sólo aceptaron los treinta y nueve textos que estaban escritos en hebreo y en territorio palestino. El canon de la Iglesia católica y romana fue traducido al griego en Alejandría, Egipto, doscientos años después de Cristo y contiene cuarenta y seis escritos. A esa versión es a la que se refiere el Nuevo Testamento en más de trescientas ocasiones. ¡Y ni siquiera hemos mencionado aún los escritos sagrados de los judíos!
No consigo contener una sonrisa.
– Me imagino un montón de gordos sacerdotes incluyendo y excluyendo condescendientemente manuscritos bíblicos.
Peter aspira entre los dientes frontales produciendo un ruido desagradable.
– Una idea vulgarizada y simplificada. Pero hay algo de verdad en ella.
– Hombres poderosos.
– Poderosos, calculadores, determinados. ¿Qué motivos tenían? ¿Eran creyentes? ¿Eran cristianos? ¿Eran charlatanes que usaban la nueva fe como lanzadera para sus ambiciones personales?
– ¿Por qué preguntas? Salió como salió.
– Porque la cuestión es si los textos de la Biblia proporcionan una imagen representativa de la enseñanza de Jesús.
– Lo harán, ¿no? Al fin y al cabo, lo pone en la Biblia.
– Hummm. Pero imagínate que la selección y organización de textos del Nuevo Testamento fuera el resultado de un proceso político. Una pieza en la lucha por el dominio. Al poco de morir Jesús, la Iglesia ya se dividió en congregaciones y sectas con visiones teológicas muy distintas. Y piensa, además, que los escritos seleccionados al final eran los que convenían a las ambiciones de los obispos y la Iglesia. ¿Que por qué pregunto?
Intento digerir lo que está diciendo. Una incipiente sospecha se me ha arraigado en el vientre. No consigo asirla del todo. Pero se me antoja que Peter es judío. Que el Instituto Schimmer es judío. Y que algo del cofre del monasterio de Vaerne va a confirmar la comprensión judía de la historia de la Biblia.
– ¿Me estás diciendo que la Biblia desvirtúa lo que realmente sucedió? -inquiero.
Hace un ruido largo y silbante.
– Pregunto… Me pregunto si la selección de los textos bíblicos proporciona una imagen correcta y completa de la enseñanza de Jesús. Pregunto si alguien tenía necesidad de adaptar la nueva religión de tal modo que encajara con los objetivos personales de los obispos y la Iglesia.
Me encojo de hombros.
– Muchos dirán, a pesar de todo, que la Biblia es un libro sobre cómo concebían los judíos la existencia y su contemporaneidad.
Peter agarra su copa de coñac, pero cambia de idea.
– Para no olvidar un conjunto de reglas de vida -dice.
Apuro mi propia copa y me levanto. Estoy cansado. Ya he oído suficiente historia de la Biblia. Ahora quiero dormir.
– Personalmente -digo-, estoy inclinado a considerar el cristianismo como una superstición de dos mil años de antigüedad proveniente de Oriente Medio.
***
Un olor peculiar, como a papel y a caramelo quemado, llena la biblioteca del Instituto Schimmer.
Es pronto por la mañana. La luz del desierto cae hacia dentro a través de las cúpulas de cristal del techo y descansa sobre las hileras de estanterías en forma de columnas torcidas. El polvo flota por encima de fila tras fila de libros y cajas repletas de manuscritos en papiro, pergamino y papel. Un pelotón de investigadores y estudiantes está sentado con la espalda encogida sobre las mesas: americanos de pelo largo, judíos ortodoxos, mujeres con chal y coleta, enérgicos asiáticos, pequeños hombres con gafas que muerden con frenesí sus lápices. De pronto me doy cuenta de que encajo como una parte natural de este entorno ligeramente excéntrico.
La colección de libros y manuscritos está sobre todo vinculada a Oriente Medio, Asia Menor y Egipto. Hay secciones enteras de tomos en idiomas cuyos símbolos ni siquiera soy capaz de interpretar. La colección de libros especializados en inglés es sorprendentemente pequeña.
Y por todas partes hay mujeres y hombres encerrados en sus propios mundos de extrañas especialidades y ámbitos, personas cuya identidad consiste en ser el mayor experto mundial en temas de lo más oscuros: tablas escritas sumerias, los auténticos autores del Pentateuco, la interpretación de los mitos babilonios antiguos, y la influencia de los rituales mortuorios egipcios en los dogmas precristianos. Deambulo por este éter de saber como un aturdido colegial que no sabe muy bien dónde meterse. Yo no soy experto en nada de nada. Y, abatido, empiezo a asombrarme ante nuestra infinita ansia por conocer el pasado. De pronto me he convertido en un arqueólogo que se pregunta por qué necesitamos saber tanto sobre el pasado, cuando hay tantas cosas que ignoramos del mundo actual.
No descubro a Peter hasta que casi choco con él. Está buscando un libro de puntillas en una sección de estantes marcada como «Mitología antigua: Egipto-Grecia»"'.
– Uy -digo.
Nos saludamos. Me sonríe inescrutable, como si encontrarse conmigo siempre lo llenara de alegría.
– Gracias por lo de ayer -dice guiñándome un ojo.
– Gracias a ti.
– ¿Qué tal estás de forma?
Lo último debe de ser una broma. Quizá piense que estoy un poco pálido.
Nos alejamos para no molestar a quienes están inmersos en sus libros.
– ¡Me duele la cabeza! -exclama con una suspiro fingido.
Nos paramos junto a un estante con microfilmes. Nos miramos tentativamente. Como dos amantes que se preguntan cómo de en serio se tomó el otro el día anterior.
– Me contaste algo -digo, tanteando.
– ¿Eso hice? Vaya, vaya. Seguro que te conté demasiadas cosas. Se me suelta tanto la lengua cuando bebo… Tengo que pedirte que guardes todo lo que he dicho con discreción. -Con una risa silenciosa, mira hacia la biblioteca-. ¡Ven!
Me coge del brazo y me conduce a través de un laberinto de pasillos, me hace subir escaleras, bajarlas y cruzar puertas hasta que llegamos a un pequeño despacho con su nombre en la puerta. Es un recinto estrecho y alargado, atiborrado de libros y pilas de papeles. Ante la ventana cuelga una persiana. Un ventilador gira en el techo.
Suspira satisfecho.
– ¡Aquí! Aquí se habla mejor -dice, y se sienta en una silla.
Yo, por mi parte, me dejo caer en un puf al otro lado del escritorio. Tengo que luchar para adoptar una postura que sea mínimamente cómoda y no del todo indigna.
– ¿Y qué es lo que contienen esos manuscritos que estáis analizando aquí? -pregunto.
– Detalles. Detalles. Detalles. Te diré una cosa: empleamos la mayor parte del tiempo en repasar de nuevo viejos manuscritos.
– ¿De nuevo? ¿Por qué?
– Porque hemos aprendido. Porque sabemos más que los que leyeron y tradujeron los manuscritos por última vez. Los leemos y traducimos con el saber actual. ¿ Cómo de precisas son las traducciones de los textos bíblicos? ¿Puede el saber actual arrojar nueva luz sobre la comprensión y la interpretación de los textos antiguos? ¿Influye el hallazgo de nuevos manuscritos, como los del Mar Muerto, en nuestro entendimiento de los textos bíblicos hallados hace más tiempo?
– Preguntas sin parar.
– Y estoy buscando nuevas respuestas. La traducción de textos de varios miles de años de antigüedad tiene tanto que ver con nuevas versiones e informaciones como con la lingüística y la comprensión de las lenguas.
– ¿Y quizá también con la fe?
– Desde luego, también con la fe.
– ¿ Qué pasa si encontráis datos capaces de hacer que se tambalee la fe?
Me mira a los ojos. A la luz que dejan pasar las persianas, me doy cuenta de lo turbio que tiene el blanco de los ojos.
– ¿Por qué crees que lo hacemos todo con tanto secreto? -pregunta, contenido.
Me retuerzo en un intento bastante inútil de sentarme más alto en el puf.
– Permíteme que te ponga un ejemplo -dice Peter-. ¿Separó Moisés las aguas del Mar Rojo con ayuda de Dios, para que los israelitas fugitivos pudieran salvarse y el ejército del faraón se ahogara al volver las aguas a su lugar? -Coloca los codos sobre el escritorio, junta las manos y apoya la barbilla contra los pulgares-. El instituto ha empleado varios años en estudiar el mito de Moisés y la separación de las aguas. Nuestros lingüistas descubrieron un posible error de traducción, o de interpretación, de la frase hebraica Yam suph. Que significa «un lugar tan poco profundo como para que crezca el junco». Yam suph -repite lentamente.
Intento imitarlo, pero suena a error de pronunciación.
Peter saca un atlas histórico de una estantería y busca la S de Sinaí.
– Antiguamente, el golfo de Suez se extendía mucho más hacia el norte. -Levanta el libro y señala el mapa-. Y toda la zona era de poca profundidad y estaba cubierta de juncos. Nuestros investigadores, un equipo interdisciplinar de lingüistas, historiadores, geógrafos y meteorólogos, se agarraron a ese detalle lingüístico. Averiguaron que los israelitas podrían haber cruzado el mar junto a lo que hoy en día llamamos el lago de Bardawil.
Presiona el dedo índice con fuerza sobre el papel. Yo entrecierro los ojos mientras me oriento en la geografía.
– Hicimos pruebas con una serie de modelos en nuestros simuladores de datos. Aquí las condiciones del fondo son tales que, si el viento tuviera la fuerza suficiente, si soplara el tiempo suficiente, sería capaz de apartar los tres o cuatro metros de agua. -Con las yemas de los dedos hace como si apartara el agua-. De ese modo Moisés habría
podido cruzar el casi seco fondo marino. Pero… -prosigue, elevando el dedo índice- o bien cuando el viento amainara o bien cuando cambiara de dirección, las masas de agua volverían a raudales. -Con un golpe seco, estampa la palma de la mano sobre el atlas.
– ¡Hala! -exclamo yo. No creo que suene muy científico. Pero no se me ocurre otra cosa.
Satisfecho de sí mismo, Peter se recuesta en la silla.
– O el diluvio universal. ¿Qué pasó en realidad? Nuestros arqueólogos, paleontólogos y geólogos han encontrado pruebas de que unas inundaciones expulsaron del Mar, Negro a una cultura de agricultores, hace más de siete mil años.
– Yo creía que el diluvio universal afectó a los asentamientos que había entre el Tigris y el Éufrates.
– Bueno, ésa es una apuesta tan buena como cualquier otra. Aquí todo se basa en aventurar. En hipótesis. Pero hemos reconstruido lo que pasó estudiando fuentes antiguas.
– ¿Cuáles?
– Bueno, muchas. La Biblia. Las tablas de escritura cuneiforme de cuatro mil años de antigüedad, la epopeya de Gilgamesh, la colección de textos hindúes del Rig-Veda. Y otros documentos transmitidos, pero menos conocidos.
– ¿Y qué es lo que habéis averiguado?
– Empecemos con los geólogos. Encontraron sedimentos de animales de agua salada de siete mil años de antigüedad en el Mar Negro. Se habían sedimentado con rapidez. Como por una inundación. Recuerda que el Mar Negro tenía originalmente agua dulce, era un lago interior, separado del Mediterráneo por una lengua de tierra junto al estrecho del Bósforo. Imagínate cómo el Mediterráneo fue penetrando poco a poco, con intensidad creciente, la frágil barrera de tierra. Hasta que la reventó. ¡Qué majestuoso debió de ser! Un mar que inunda otro… El estruendo de las masas de agua debió de oírse en quinientos kilómetros a la redonda. A los dos mares les llevó trescientos días nivelar sus aguas. El Mar Negro se elevó ciento cincuenta metros. Pero como se trata de un territorio tan enorme, las fértiles tierras de cultivo del norte debieron de inundarse lentamente. Día a día la gente se vio empujada tierra adentro por la crecida.
– Toda una experiencia. -Me estremezco.
– Y ahora llegamos al siguiente indicio. Los hallazgos arqueológicos muestran que una cultura agraria muy desarrollada apareció, justo en esos momentos, en Europa del Este y Europa Central.
– ¿Refugiados del Mar Negro?
– No sabemos. Pero es probable. El ámbito lingüístico apoya una suposición de ese tipo. Casi todas las lenguas indoeuropeas provienen de una lengua original que relata el mito de una terrible inundación. Esos relatos pasaron de boca en boca hasta que fueron escritos dos mil quinientos años más tarde, cuando surgió la lengua escrita. Creemos que ése puede haber sido el origen del mito del diluvio universal bíblico.
– ¿El mito? Creía que lo que más os preocupaba era demostrar que la Biblia tiene razón.
Hace una mueca incomprensible.
– No digo que Dios no metiera mano en esto.
Se levanta de pronto, la clase ha terminado, y volvemos a la biblioteca. Ninguno de los dos dice nada por el camino.
– Hablamos más tarde -murmura dándome un golpe en el hombro, y se va.
Yo me quedo indeciso, solo y aturdido por todas las insinuaciones veladas.
***
Sobre la cresta de Potala ondeaba un dragón solitario.
Siempre me he sentido atraído por los monasterios. El silencio, la contemplación, la atemporalidad. La música suave. La cercanía a algo mayor, inaprensible. Pero no hay nada en el Instituto Schimmer que me lleve a sentir que estoy en un monasterio. Pienso en Potala, el monasterio de Lhasa sobre el que corren muchos mitos, con sus techos y cúpulas doradas. Enmarcado entre las altas cumbres del Tíbet. «Sobre la cresta de Potala ondeaba un dragón solitario.» De ese modo tan intenso acaba, el libro que me proporcionó mi primer encuentro con la vida en un monasterio. La Biblia hippy, El tercer ojo, de 1956, es una autobiografía escrita por el lama tibetano Lobsang Rampa. Un seductor relato sobre la vida en y en torno a los monasterios tibetanos, una existencia que incluía estudios, vuelos amarrados a dragones, oraciones, filosofía y viajes astrales. Grande fue mi sorpresa al averiguar que Lobsang Rampa no era en absoluto un pequeño monje tibetano envuelto en los trajes del Este, sino un larguirucho inglés con acento de Devonshire, fascinado por la música new age mucho antes de que el concepto se hubiese inventado siquiera. No sólo se veía a sí mismo como un lama tibetano en el cuerpo de un inglés, sino que sostenía también que los gatos se han encarnado desde otro planeta para observarnos. ¿Es tan raro que no pueda soportar a los gatos?
Estoy siempre alerta contra las ilusiones. Todo aquello que no es como nos lo imaginamos. Hay algo que no consigo asir en el Instituto Schimmer. No tiene por qué ser muy importante. A veces también hay algo que no consigo asir en mi despacho de la Colección de Objetos Antiguos. O en mi piso al amanecer de un domingo.
Después de la siesta me quedo mucho rato escribiendo en mi diario. Me gusta el ruido que hace el bolígrafo al raspar contra el papel. Es como oír los pensamientos. Uno de mis pensamientos, que está ahora raspando el papel, es que el Instituto Schimmer es un instrumento para MacMullin. Puede que sea un paranoico. Pero por lo menos soy terco.
Dejo que mis reflexiones se adentren, divagando, en un nebuloso bosque de preguntas y miedos. Si el instituto tiene raíces judías, quizá quiera publicar el contenido del cofre para desvelar de una vez por todas que los cristianos se equivocaron. Pero si el instituto es cristiano, quizá lo que quiere es destruir el contenido del cofre para proteger la fe, la Iglesia y el poder. El bosque se me queda algo grande, la niebla es demasiado espesa. Aquí hay mucho donde elegir. ¡Dos conspiraciones por el precio de una!
***
Por la noche, apesadumbrado por mis propios pensamientos forzados y mis absurdas ideas, bajo a la recepción y entro en el bar.
No veo a nadie que conozca. Pero pocos minutos después llega Peter apresuradamente. Nos saludamos y encontramos una mesa detrás del piano. El camarero está atento. Viene con café, té y coñac antes de que nos dé tiempo a pedirlo. Peter alza la copa y brinda.
– ¿Podría preguntarte algo? -le digo con cautela, bebiendo sorbitos del coñac.
– Claro.
– ¿Qué crees tú que contiene el cofre?
– La reliquia de los secretos sagrados -dice lánguida mente, con respeto. Frunce el entrecejo, pensativo-. Como todos los mitos, es un retorcimiento de la verdad. A lo largo de los siglos, la Iglesia ha maquillado la historia. Como acostumbra.
– ¿ Qué piensas tú?
– En uno de los manuscritos que hemos revisado aquí, y estamos hablando de textos del siglo tercero, se insinúa que Jesús el Cristo dejó una colección de textos que él mismo escribió o dictó.
– ¿Lo estás diciendo en serio?
– Mmm.
– ¿Qué tipo de textos?
– ¿Cómo voy a saberlo? Nadie los ha leído. Al fin y al cabo no es más que una hipótesis.
– Pero ¿qué ponía en el manuscrito en que lo leíste?
– Se apunta que puede tratarse de un conjunto de reglas de vida. De mandamientos. Nuevos mandamientos, si quieres. El manuscrito estaba en un ánfora sellada en una cámara mortuoria egipcia. Hemos retenido la información. Hasta que la comprendamos mejor. Al principio no entendimos el alcance de lo que habíamos descubierto. Pero más tarde caímos en la cuenta de su relación con el cofre sagrado.
– Es increíble.
– El Vaticano perdió los nervios cuando les llegó la noticia. Una delegación papal vino a visitarnos. Pero nunca los implicamos en esto. El Vaticano tiene muchas consideraciones que atender. La verdad sólo es una de ellas y, para decirlo como es, bastante secundaria. Ahora el Vaticano está a la deriva, sabiendo que nosotros sabemos algo, pero no exactamente qué. No están del todo entusiasmados.
– ¡Espera! ¿Estás diciendo que el cofre de oro que encontramos en el monasterio de Vaerne puede contener un manuscrito dictado por Jesús?
Peter abre los brazos de par en par.
– Todo es posible.-Me mira de reojo.
– ¿Puede ser el Vaticano el que ha lanzado a sus agentes sobre mí? ¿En su persecución del cofre?
– ¿Agentes? -Se ríe-. El Vaticano tendrá sus métodos. Pero seguro que está tan acostumbrado a que lo obedezcan que no debe de saber muy bien cómo tratar a quien se niega a actuar como él dice. No, no creo que el Vaticano vaya por ti.
– Si ese manuscrito existiera, aunque sólo fuera en teoría, ¿no debería saberse más sobre él?
– A no ser que alguien haya querido mantenerlo en secreto.
– ¿Porqué?
– Supongo que eso puedes imaginártelo tú sólito.
Le doy un trago al coñac.
– Sería fantástico -digo-. Datos religiosos desviados… Datos que transformarán nuestra comprensión del cristianismo.
– Una idea amenazadora para muchos.
– ¿Amenazadora?
– La noticia más llamativa de la historia del mundo. Mayor que el aterrizaje en la Luna. El evangelio propio de Jesús.
La idea hace que la cabeza
me dé vueltas. A no ser que sea el coñac.
***
El bar de la biblioteca cierra a las once. Los investigadores eficientes se acuestan pronto. Al menos en el desierto, donde los pecados no esperan haciendo cola. Salimos flotando a la recepción, con su brillante suelo de mármol, casi vacía. Peter está algo bebido.
– ¿Tomamos un poco de aire fresco? -pregunta.
Le digo que me parece buena idea.
Fuera está todo completamente oscuro, se ven las estrellas. El aire tiene una fragancia dulce y espinas de frío. Peter me enseña las instalaciones, subimos la colina y nos adentramos entre las higueras y los olivos. Nos abrimos paso a la débil luz del cielo y las ventanas iluminadas del instituto.
A media ladera, nos paramos bajo un árbol que extiende las ramas sobre nosotros como un techo. La corteza está agrietada por las garras de los siglos. La luna brilla en la hojarasca como un farolillo japonés. El aire del desierto, sorprendentemente fresco, tiene un efecto embriagador. Como si a la vuelta de la esquina hubiera un cactus burlón soltando gases y jugos narcóticos.
– En tiempos hubo aquí un oasis natural -dice Peter. Inspira hondo por la nariz, como para saborear los aromas-. Fueron los monjes quienes plantaron los árboles. Y los cuidaron. Es un milagro que pueda crecer algo aquí fuera.
– ¿Quiénes eran los monjes?
– Un grupo de judíos y cristianos. Disidentes, rebeldes. Querían encontrar una nueva comunidad. -Se ríe; la risa tiene un tinte venenoso.
Mi mirada busca en la oscuridad. Desde aquí el instituto parece una nave espacial que ha realizado un aterrizaje forzoso y está al rojo vivo, derritiéndose sobre el paisaje. Como si fuera un truco de cine encargado con antelación, una estrella fugaz cruza el cielo.
– ¡Qué visión! -digo.
– Estrictamente no es más que un grano de arena que se prende al entrar en contacto con la atmósfera terrestre.
Todo está oscuro, negro, en silencio. El ambiente provoca en mí la confianza.
– ¿Quién eres, Peter?
Con una sonrisa, se saca una petaca del bolsillo. Desenrosca el tapón y me ofrece la botella plana y cubierta de cuero.
– ¿En el contexto general?
– Empecemos por ahí.
– Nadie en absoluto.
Bebo. El coñac arrastra una cola ardiente tras de sí.
– ¿Y en un contexto menor? -Le devuelvo la petaca titubeando.
Peter toma un trago, se estremece, luego otro.
– En un contexto menor soy la abeja más hacendosa del panal -exclama.
Nos miramos. El me guiña un ojo, como si se diera cuenta de que su respuesta no es en absoluto una respuesta.
– Pareces saber mucho sobre el cofre.
– Son teorías -dice en voz baja-. Soy un hombre de ciencia. Mi vida es saber ese tipo de cosas.
– Pero lo que sabes es muy preciso.
– ¿Quién ha dicho que sé? Estoy conjeturando.
– Pues sigamos conjeturando.
– ¿Qué es lo que tienes en la cabeza?
– Si el cofre sagrado existiera realmente, y si fuera la reliquia que encontramos en el monasterio de Vaerne… -comienzo, pero me interrumpo para mirarlo-. ¿Por qué sería importante para algunos hacerse con él?
– Supongo que más bien están a la caza de lo que hay dentro.
– ¿Quiénes?
– Puede ser tanta gente… Investigadores. Coleccionistas. El Vaticano. Agrupaciones secretas.
– ¿Y por qué?
– Imagínate que el mensaje del manuscrito es delicado.
– ¿Como por ejemplo?
– Por ejemplo algo que pueda tocar los dogmas.
– ¿De qué modo?
– De un modo tal que la historia de la Biblia tuviera que ser reescrita.
– ¿Y qué?
– Te estás haciendo el tonto. La Biblia no contiene, por definición, ningún error. No se puede corregir.
– Pero ¿tendría alguna importancia práctica que ese manuscrito le diera la vuelta a alguna que otra idea previa?
Frunce el entrecejo.
– No lo estás diciendo en serio, amigo mío. ¡Piénsalo! Las reglas de vida cristianas podrían derrumbarse. La fe de la gente empezaría a tambalearse. La posición de la Iglesia se vería amenazada. Ese tipo de minucias.
Silbo. El tono es frágil y tembloroso.
– ¡En el peor de los casos! -añade. Levanta la petaca y da un sorbo sin desviar la mirada. Traga ruidosamente-. Pero no estoy haciendo otra cosa que suposiciones.
– ¡Emocionantes teorías!
– La historia es emocionante. Desde luego también porque la historia es interpretación.
– Interpretar con los ojos de la posteridad.
– ¡Exacto! Para sus contemporáneos, Jesús era ante todo una figura política.
– Y el hijo de Dios.
– Bueno. Ha sido más bien la posteridad la que se ha centrado en su divinidad.
– ¿La posteridad?
– Casi. Para situar a Jesús en la historia, hay que recurrir tanto a la milenaria espera de la llegada
del Mesías de los judíos como a la situación política de Judea y Palestina. -Se lame los labios y se los seca con la mano.
– No soy exactamente un experto en eso -admito.
– El Imperio romano se había vuelto muy poderoso. Judea era una especie de reino local que tenía a Herodes como rey, pero que en realidad estaba regido por Roma a través de Poncio Pilato. Para sus habitantes, Roma era una herida lejana e irritante. La sociedad era una casa de fieras de sectas y agrupaciones, renegados y traidores a la patria, sacerdotes y profetas, bandidos, asesinos y timadores.
– Como cualquier gran ciudad de hoy en día -digo, cogiendo la botella. El coñac sabe caliente, es anestésico.
La expresión de Peter es distante, tiene el gesto absorto de quienes están infinitamente interesados en un asunto y piensan que todos los demás están igual de fascinados.
– ¡Eran tiempos de revueltas! -exclama-. Los zelotes reunieron a los fariseos, los esenios y otros en un movimiento político y militar, coincidiendo más o menos con el instante del nacimiento de Jesús. Jesús nació en medio de una revuelta de ciento cuarenta años de duración. Y todo, todo el mundo estaba esperando la llegada de un Mesías. De El Salvador. De un guía político y religioso.
– Y lo tuvieron.
– Bueno… -Frunce la nariz-. ¿Sí? Busquemos en la lengua, en la semántica. En nuestros días Mesías y Salvador tienen un significado distinto al de aquel tiempo. Mesías es Christos en griego. En hebreo y en griego significa «el Elegido». Una especie de rey o líder.
– ¿La figura de un guía?
– Exacto. En realidad, todos los reyes judíos descendientes de David habían llevado el nombre de Mesías. Incluso los sacerdotes a los que los romanos designaron como reyes se llamaban a sí mismos Mesías. Su salvador debía descender de la estirpe de David. El sueño del Mesías rayaba en la histeria. Pero recuerda: no era ante todo una divinidad lo que estaban esperando, sino un rey. Un guía. ¡Un líder! «Mesías» era un término político. La idea del hijo de Dios, tal y como conocemos hoy a Jesús, les debía de resultar bastante ajena. Creían, en cambio, que el reino de Dios podía llegar en cualquier momento.
– Pero es en el hijo de Dios en quien creemos y a quien adoramos en nuestros tiempos. Todavía. Cientos de millones de personas. En muchas partes del mundo.
Peter recoge una piedra y la arroja a la oscuridad. Oímos cómo alcanza el suelo y rebota un par de veces antes de quedarse quieta.
– Así es -dice.
Tomo un trago del coñac.
– Pero ¿ahora me estás diciendo que el cofre de oro puede contener algo que haga tambalearse esa fe? -pregunto.
– No lo sé. ¡La verdad es que no lo sé! Quizás… -Inspira profundamente-. ¿Me preguntas qué creo? Creo que tu cofre contiene algo…
Se interrumpe, como si se hubiera dado cuenta de que hay alguien en la oscuridad espiándonos. Intento vislumbrar algo en la noche, escuchar a ver si distingo algún sonido, el roce de una tela, un pie contra una rama. Pero no oigo nada. Me vuelvo hacia Peter. Él mira hacia otro lado. Le paso la petaca. Le da varios tragos pequeños. Después se refresca la garganta con profundas bocanadas de aire fresco.
Escuchamos el silencio.
– Has dicho que crees que el cofre contiene algo…
– … que puede cambiar nuestra comprensión de la historia -continúa-. Y del cristianismo.
Yo no digo nada. Pero pienso que eso, desde luego, explicaría el histérico interés por el cofre.
Peter encuentra otra piedra y la tira a la noche. Quizás haya estado tranquila durante quinientos años. Su paseo por la oscuridad debe de haber sido todo un shock, pero ya está quieta de nuevo. Quizá durante otros quinientos años.
– ¿Podrías ser algo más preciso? -pregunto.
El sacude la cabeza
de forma débil.
– Pero ¿por qué ese manuscrito tiene que ser necesariamente tan importante? -pregunto-. Quizá sólo guarde… salmos, poemas, las cartas de amor secretas de un Papa. O algo así.
Se echa a reír.
– Cuando se lleva un manuscrito dentro de un cofre de oro hasta el fin del mundo, te aseguro que no tiene instrucciones para la compra y venta de burros, eso está claro.
– ¿De qué crees que se trata entonces?
Se lo piensa. Mientras reflexiona sobre mi pregunta, me escruta descaradamente.
– ¿Algo sobre el cristianismo? -inquiere. O afirma. No estoy del todo seguro.
– ¿El manuscrito Q?-tanteo.
Hace un ruido aprobatorio.
– Quizá. Quizá no. La verdad es que no me sorprendería. Pero tengo la sensación…; no, no creo que sea Q.
– ¿ Por qué no? Eso corroboraría tu hipótesis.
– Bjorn -me para-, ¿qué sabes del Instituto Schimmer?
Le echo una mirada al palacio incandescente. Peter me pasa la botella. Sólo le doy un traguito.
– La mayor parte de la investigación que realizamos aquí se publica en las revistas más destacadas del mundo. O sale en forma de informes, tratados o tesis doctorales. Pero también llevamos a cabo investigaciones que nunca compartimos con nuestros colegas. Investigaciones que están reservadas para unos pocos elegidos.
– ¿Sobre qué? -pregunto.
– Sobre textos antiguos.
Por suerte no me mira, porque no creo tener aspecto de estar muy impresionado. Creo que esperaba algo más emocionante. Tesoros ocultos. Antiguas tumbas de reyes. Misterios de la Antigüedad nunca resueltos. El secreto de las pirámides. Extraños mapas para llegar a valles apartados e impenetrables donde el elixir de la juventud surge azul y brillante de los glaciares prehistóricos. Mi imaginación es bastante simple.
– Textos antiguos -repite, y chasquea la lengua-, los códigos del ADN de las civilizaciones y del saber, si quieres. Las fuentes de nuestra comprensión del pasado. Y, por tanto, la comprensión de quiénes somos hoy en día.
– Pomposas palabras. Pero entiendo lo que quieres decir.
– Manuscritos originales. Registros y transcripciones. Cartas. Leyes y decretos. Himnos. Evangelios. Textos bíblicos. Los rollos del Mar Muerto. Nag Hammadi. Manuscritos que perfectamente habrían podido formar parte de la Biblia, pero que nunca llegaron a incluirse. Porque alguien quiso que fuese así.
– ¿Alguien que no era Dios?
Resopla.
– Desde luego, Dios no.
– Si nadie sabe lo que hay en el cofre de oro, o lo que pone en los supuestos manuscritos, ¿por qué lo están buscando tan desesperadamente?
Peter alza la mirada. El aire está claro. Las estrellas son como leche a través de la hojarasca. Me invade la idea de que las luces que brillan en el cielo son el pasado. Las estrellas más lejanas dejaron de brillar mucho antes de que se formara la Tierra.
Caminamos algunos pasos. Peter se sienta sobre una peña.
– Si se me permite apostar, creo que se trata de textos bíblicos.
Me dejo caer a su lado. Siento la piedra fría a través de la tela del pantalón.
– ¿Quieres decir manuscritos originales de la Biblia?
– Por ejemplo. O bien textos completamente desconocidos, pero de todos modos cruciales. O los manuscritos originales de textos conocidos, que demuestran cómo la posteridad ha alterado el contenido.
– ¿De la Biblia?
Ladea la cabeza.
– Sí. ¿Te sorprende?
– En realidad, sí. ¿Alguien se ha atrevido a retocarla?
– Por supuesto.
Peter saca un cigarrillo y lo enciende. La llama del mechero forma un mar de luz en la oscuridad. Presiento enjambres de mosquitos que no estamos viendo. El olor del tabaco expulsa el aroma de árboles y flores del oasis.
– La Biblia no se escribió de una vez -dice-. La Biblia fue una tarea colectiva de comprensión e interpretación. Unos empezaron. Otros terminaron. Entre tanto, iban maquillando las historias. -Inhala y suelta el humo por las fosas nasales-. Para entender el Nuevo Testamento, debemos también entender la historia. No se puede resolver la Biblia desgarrándola de la realidad histórica en que vivían los profetas y evangelistas.
Yo gruño. Me tomo otro trago. Alguien enciende la luz de la biblioteca. Las cúpulas de cristal del techo ofrecen resistencia a brillar en su azul neón. Como si los tubos de neón se hubieran quedado profundamente dormidos y se opusieran a ser despertados.
– Me cuesta ver la línea de conexión entre la historia de la Biblia y los hospitalarios de San Juan -señalo.
– Ellos llegaron mucho más tarde. Como administradores y protectores del conocimiento que ocultaba el cofre. Y que oculta. Los hospitalarios trasladaron su sede general al castillo de cruzados de Acre cuando Jerusalén cayó en mil ciento ochenta y siete. Allí se quedaron durante más de cien años. -Vacila-. No son muchos los que saben que los hospitalarios se dividieron en dos durante su estancia en Acre.
– ¿ Se dividieron en dos?
Tengo la intuición de que ese dato es importante, pero ignoro por qué. En la oscuridad, los ojos de Peter son como brasas.
– Puede parecer que carece de importancia. Muy pocos historiadores e investigadores de religiones saben que se dividieron. Y mucho menos por qué. La rama conocida históricamente se trasladó a Chipre y a Rodas, y más tarde a Mesina y a Malta.
– ¿Y la otra?
– ¡Desapareció! O más bien se pasó a la clandestinidad.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– ¿Pero?
– Podemos especular. ¿Y si la rama oculta administrara un secreto? ¿ Y si su única función fuera la de transmitir un conocimiento? Y la de custodiarlo.
– ¿Y quién iba a encargarse de todo eso?
– Quizá todavía haya un gran maestro.
– ¿Insinúas que los hospitalarios todavía tienen un gran maestro?
– Uno que no conocen ni siquiera los hospitalarios. Un gran maestro secreto.
– ¿Y para qué lo quieren si es tan secreto?
– Quizá él sea quien custodia el conocimiento del pasado. Quizá sea él quien necesita el manuscrito.
– ¿Lo estás preguntando?
– Estoy conjeturando.
– Sabes algo.
Peter arquea las cejas.
– ¿Yo? ¿Qué sé yo? ¿Qué narices pintaban los hospitalarios en la gélida Noruega? ¿Por qué se les ocurriría esconder algo en un octógono cerca del fin del mundo?
No respondo. Tampoco señalo que sabe lo del octógono. Yo no se lo he mencionado. Debe de estar inusualmente bien informado.
– Quizá se trate de unas instrucciones-digo.
– ¿Para qué?
– ¿Para encontrar un tesoro?
– ¿Un tesoro? -Parece que Peter no me entiende-. ¿Qué tesoro?
– Bueno… ¿La fortuna olvidada y oculta de la dinastía merovingia?
Se echa a reír.
– ¿Así que tú eres de los que creen en esas historias de bandidos? ¿De los que creen que alguna vez en la historia hubo personas que de verdad escondían sus fortunas tan bien que todavía no se han encontrado?
– La verdad es que yo no creo nada. Estoy especulando. Como tú.
– Déjame que te diga una cosa: al igual que las teorías históricas sobre conspiraciones de masones y judíos, las leyendas de tesoros deben de ser de las más resistentes y duraderas que hay.
– ¿Entonces? Quizás haya algo de verdad en ellas.
– El problema es que presuponen que a una persona increíblemente rica se le ocurriría una idea tan increíblemente estúpida como la de enterrar o esconder una fortuna en vez de entregársela a alguien en quien pudieran confiar. -Sonríe-. ¡Recuerda que la gente rica suele llegar a serlo porque ama el dinero y todo lo que conlleva! Nadie escondería sus riquezas sin comunicárselo a sus más allegados.
– Si alguien pudiera descubrirlo, supongo que seríais vosotros.
Gruñe algo que quizá sea una confirmación.
Yo carraspeo nerviosamente.
– Peter, ¿tu fe es cristiana o judía?
Toma aire con un ruido silbante y esforzado.
– Lo que yo crea -dice en voz baja- no tiene gran importancia. Lo que más me interesa es lo que sé.
Más tarde, una vez vaciada la petaca, al volver hacia el instituto, Peter está a punto de caerse al tropezar con una raíz. Sólo mi rápida intervención evita que ruede por un despeñadero. Murmura unos agradecimientos que o bien van dirigidos a mí o a un Dios cuya llama de la justicia arde en estos precisos instantes en el corazón de Peter.
Nos damos las buenas noches en la recepción.
Estoy borracho y mareado y tengo bastantes náuseas. Antes de hundirme en la cama y dejarme centrifugar por el sueño, me arrodillo ante el inodoro de porcelana blanca (de un modo no muy distinto al de los monjes) y vomito.
***
Después de tomar el desayuno, tan tarde que con cierta verosimilitud podría ser caracterizado como almuerzo -a base de tostadas, huevos revueltos algo demasiado crudos, yogur de ciruelas y zumo de naranja natural-, dirijo mis pasos hacia la biblioteca. En el anticuado archivo alfabético busco hasta encontrar Varna, que me remite un centímetro más atrás hasta Vaerne, donde encuentro referencias a cuatro libros, y una colección de manuscritos que me cuesta tres cuartos de hora hallar sobre un estante a dos metros del suelo en el almacén del sótano de la biblioteca. El bibliotecario, que parece haber sido formado en una escuela de suboficiales de Uruguay y estar deseando poder recuperar algunos de los trucos que aprendió en la asignatura optativa Tortura Refinada V-IX, saca los manuscritos de la caja y los deja sobre una mesa cubierta de fieltro. Pero inmediatamente me doy cuenta de que no van a servirme de nada: las letras son hebraicas.
Paso la siguiente hora hojeando una obra inglesa sobre órdenes de caballería, en la que hay más de doscientas páginas dedicadas a los hospitalarios de San Juan y tres veces más dedicadas a los templarios. Encuentro una tesis doctoral de 1921 que analiza la fuerza literaria del evangelista Lucas. Según el investigador, el médico Lucas (que probablemente fue compañero de viaje del apóstol Pablo) es lo más cercano que tenemos a un novelista moderno. Lucas escribe con un empuje épico que fue del gusto de sus cultos y sofisticados lectores grecorromanos. En su evangelio, y en los Hechos de los Apóstoles, dibuja una imagen de Jesús como mayestático profeta al modo del Antiguo Testamento. Inspirado por los poetas griegos, lo representa como una figura heroica y semidivina. Eso leo.
Encuentro un tratado de hace sesenta años que versa sobre la exposición de Lucas y Juan sobre la ruptura entre el judaísmo y el incipiente cristianismo. Leo que es Lucas quien crea el concepto de «cristianos» en su relato sobre el surgimiento de la nueva fe en el Imperio romano. Leo sorprendido que el propio Lucas era pagano y que sus lectores eran, ante todo, personas que se preguntaban si sería posible ser cristiano y, a la vez, un feliz ciudadano del Imperio. Tan pragmática no es la disposición de Juan. Más que al resto de los evangelistas, lo que le interesa es el espíritu, la divinidad y la mística celestial. El investigador, que se llama J. K. Schulz y que según la portada nació en 1916, destaca el modo en que Juan deja hablar a Jesús en largos monólogos en los que se declara abiertamente como divino. Juan describe cómo los judeocristianos fueron apartados primero de la sinagoga y después del judaísmo. Pero lo que hay en juego es más que una disputa teológica, según afirma el autor. La lucha entre cristianos y judíos es una lucha por el poder económico y político. En resumen, por el dominio.
Me paso horas metiéndome en los pensamientos de otros, en las interpretaciones de otros. Estoy buscando algo que me ayude a avanzar, a comprender. Pero no sé lo que estoy buscando y tampoco lo encuentro.
Al ver que uno de los ordenadores se queda libre, me apresuro a adelantarme a un investigador judío. El terminal está conectado con la base de datos de la biblioteca y del instituto.
Me conecto con ayuda de un nombre común que está escrito con rotulador sobre la pantalla del ordenador. El método es sencillo: puedo buscar por temas, palabras clave y autores.
Y sus combinaciones.
Para empezar por algún sitio tecleo «reliquia de los secretos sagrados». Salen nueve entradas. La primera es el tratado de papá, Llyleworth y DeWitt. Una ráfaga de orgullo me recorre revoloteando.
Luego encuentro un resumen del mito. Después una serie de referencias cruzadas a Bérenger Sauniére, los rollos del Mar Muerto, Varna, la orden de los hospitalarios de San Juan, el monasterio de la Santa Cruz, Cambises, Rennes-le-Cháteau, el sudario de Turín, Clemente III, Ezequiel, Q, Nag Hammadi y la biblioteca del Instituto Schimmer. El resto de los documentos sobre el mito está sujeto a una clave de acceso.
Hay algo en las referencias que despiertan en mí un turbio y desagradable cosquilleo. Como cuando reconoces en la cola del autobús la cara de quien te hacía la vida imposible en la infancia.
Llamo a uno de los bibliotecarios y le pregunto si conoce la clave con la que acceder a los documentos bloqueados. Me pide que mire hacia otro lado mientras teclea los signos secretos. Luego carraspea. Yo miro la pantalla.
«No autorizado. Se requiere nivel 55», dicen brillantes letras en inglés.
Me recorre un escalofrío.
***
Camino ensimismado por el largo pasillo que lleva a mi cuarto. La alfombra del pasillo es verde oscura. Mis pasos, silenciosos. Me saco la llave del bolsillo y entro.
Lo veo enseguida.
La pila de páginas de Internet está exactamente donde la dejé. Pero el hilo gris que metí entre dos de las hojas ha desaparecido. El trocito de celo que pegué a la parte superior de la puerta del armario se ha soltado. La cerilla que introduje en el pliegue de la maleta está en el suelo.
No me asusto. Me cabreo. Con ellos. Conmigo mismo, que no me he dado cuenta de que están por todas partes. También aquí. Quizás aquí más que en ningún sitio. Peter Levi puede estar pagado directamente por la SIS, qué se yo. Quizá sea el asistente personal de Michael MacMullin. Quizá Llyleworth esté sentado en una habitación llena de monitores y altavoces, espiándome con la ayuda de sus cámaras de vigilancia y sus micrófonos. Y se está riendo de las mentiras que me cuenta Peter para velar lo que contiene el cofre.
Me vuelvo hacia el techo y amenazo con el puño al poder superior. Por si me está vigilando a través de una lente invisible.
***
Se han de respetar las costumbres propias. Incluso las costumbres que a uno le cuesta mantener. Me gusta dormir la siesta. Incluso cuando no he comido. Es un modo de desconectar el cerebro.
Apago la luz, corro las cortinas beis y me meto en la cama. Me echo encima la sábana fresca y rígida. Me encojo hasta formar una pelota de piernas, piel y pelo.
Duermo dos horas. Los sueños no me dejan tranquilo. Son rápidos, intimidatorios y turbadores. Me siento rodeado de enemigos que se ríen de mí con desdén. Entre ellos veo al profesor Arntzen y a mamá. A MacMullin y a Llyleworth. A Sigurd Loland y a papá. Cuchichean, insinúan, se ríen. Pero se apartan y desaparecen en la bruma del sueño cuando intento acercarme a ellos.
Al despertar, me siento como si estuviera agujereado.
Como si todo lo que tengo dentro estuviera a punto de derramarse por el suelo. Necesito tres cuartos de hora para que la conciencia vuelva a sí misma.
Cuando aparezco entrada la noche, Peter Levi me está esperando, medio oculto entre las sombras del bar. Sus ojos reflejan la luz de la vela. Alza la copa de coñac en señal de saludo. Lo saludo con la mano.
– No podemos seguir viéndonos de este modo -bromeo, y me siento.
– ¿Has encontrado algo interesante hoy?
– ¿Y vosotros?
Actúa como si no entendiera.
– Acabo de echarme la siesta -digo.
– ¿Tan tarde?
– Duermo cuando tengo sueño, no cuando me lo manda el reloj.
– Pero entonces no vas a poder dormir por la noche -señala, velando por mí.
– No pasa nada. Cuando me muera, no habrá
de faltarme el sueño.
Se ríe.
– Ayer dijiste algo que me pareció interesante -digo.
– Bueno, ¡eso espero!
– Algo de que la Biblia era un proceso. Y que hubo quien maquilló las historias.
Me
coge bajo el brazo.
– No me gusta hablar de estas cosas aquí dentro. ¡Hay muchos oídos!
– ¿No podríamos volver a la arboleda? Allí estoy a gusto.
Vacía su copa de coñac. Sin mediar palabra, nos levantamos y salimos del bar. Tengo la sensación de que cien miradas me arden en la nuca. Pero al volverme, no veo a nadie observándonos.
***
Pasamos por encima de los adoquines y la plaza asfaltada y nos adentramos en la arboleda. Todo está en silencio. Empiezo a sentirme en casa bajo las copas de los árboles.
– Para entender el hilo de mis pensamientos -dice Peter cuando caminamos ladera arriba-, hay que entender el tiempo que estás estudiando. Supongo que la mayoría tiene una imagen interior de los tiempos de Jesús. Pero está teñida por la versión de la Biblia. Y en el Nuevo Testamento todo gira en torno a Cristo.
– ¿Y no era así?
– Jesús vivió en tiempos turbulentos. Y las cosas no mejoraron cuando desapareció. Los evangelios fueron escritos mucho después de que Jesús viviera y muriera. Relataban lo que les había sido relatado a ellos. Reescribieron las fuentes escritas. Pero también ellos, los cronistas, eran hijos de su tiempo. Tocados por sus circunstancias, por el espíritu de su época.
Nos ayudamos a pasar sobre un tronco derribado. Tiene las ramas llenas de hojas satisfechas que parecen seguir creyendo que todo anda bien. Peter se sacude restos de corteza del pantalón antes de seguir adelante.
– Tenemos que ver como punto de partida la sublevación judía -dice-, la caída de Jerusalén y la destrucción del templo. Y el sentimiento que embargaba a los judíos tras la humillación que representó la derrota. Los rebeldes más enconados huyeron al castillo de Masada. Cuando los soldados romanos por fin tomaron el castillo, no encontraron a nadie. A nadie en absoluto. Todos se habían suicidado, mejor eso que someterse a los romanos. Así, Masada llegó a simbolizar el honor judío.
– ¿A pesar de que perdieran?
– Sufrieron una derrota, es cierto, pero, de todos modos, una derrota llena de orgullo y arrojo. Eran demasiado pocos, los romanos eran demasiado fuertes. Pero el fracaso de la revuelta sembró la duda tanto entre judíos como cristianos. Necesitaban respuestas. Jerusalén estaba destruida. El templo estaba en ruinas. ¿Dónde estaba su Dios? ¿Qué quería Él? ¿Qué opinaba Él? Al no contar con el templo como lugar de reunión, la vieja casta de sacerdotes perdió la base de su poder.
– Pero alguien estaría preparado.
– Desde luego. Los fariseos, es decir, los rabinos. Ellos llenaron el vacío que dejaron los sacerdotes. Fueron los rabinos quienes condujeron al judaísmo por su dirección actual.
– ¿Y los cristianos?
– Los nuevos cristianos seguían perteneciendo al judaísmo. Y estaban aún más aturdidos, si cabe. ¿Dónde estaba el reino de Dios que les habían prometido? ¿Dónde estaba el Mesías? Ésas eran las preguntas que intentó responder Marcos. Redactó su evangelio en el año setenta. Cuarenta años después de la crucifixión de Jesús. Fue él quien escribió el primer evangelio, aunque esté colocado el segundo en el Nuevo Testamento. Pero cuando lo hizo, habían pasado ya cuarenta años de la muerte de Jesús. Eso es mucho tiempo.
Nos detenemos. Peter enciende un cigarrillo, lo gira hacia sí y contempla la brasa al tiempo que dibuja círculos en la oscuridad.
– Durante aquellos años, la historia de Jesús era transmitida en forma de narraciones orales e himnos -continúa-. En las pequeñas comunidades cristianas se relataba, a la luz de las hogueras y las chimeneas, lo que se les había relatado a ellos. Algunos alteraban un poquito las historias. Quitaban algo, añadían algo. Contaban las parábolas y los milagros de Jesús. Repetían sus palabras y sus acciones. Lo que compartían eran recuerdos, pero coloreados de esperanzas y sueños, de anhelos históricos del pasado. Hechos fundidos con leyendas, mitos e himnos.
En algún sitio a no mucha distancia, comienza a funcionar el generador eléctrico del sistema de riego.
– Muchos investigadores piensan que Marcos escribía desde Roma; otros, que desde Alejandría o Siria. Pero todos están de acuerdo en que tanto Marcos como sus lectores estaban en el exilio, fuera de su patria, que hablaban griego y que, por lo tanto, no conocían bien las costumbres judías.
– ¿Eran casi como extraños?
Asiente, pensativo.
– En cierto modo. Esas personas estaban buscando sus raíces. El evangelio de Marcos fue escrito justo después del fracaso de la revuelta. ¡Imagínate su estado de ánimo! Estaban desesperados. ¡Indignados! Necesitaban volver a creer, necesitaban esperanza. Muchos de ellos habían sentido el abuso de los romanos en su propio cuerpo.
Una agradable brisa recorre la arboleda. Arrastra consigo vagos aromas que durante un momento enmascaran el olor a tabaco perfumado.
– De acuerdo con el espíritu de sus tiempos, dibujó una imagen de Dios misteriosa, divina. En Marcos, Jesús no es un revolucionario; en cambio, para muchos lo fue hasta la revuelta. Jesús tenía una dimensión más profunda. Una cualidad que ha generado lo que los historiadores de la religión llaman el misterio del Mesías.
– ¿Qué quieres decir?
– La gente debe intuir, pero no comprender quién es. Envuelve su identidad en niebla. Sólo Jesús sabe lo que Jesús tiene que hacer. Su misión en la Tierra no es la de obrar milagros. En aquel tiempo los milagros no eran más que lo que hacía cualquier hombre sabio. Pero sólo Jesús sabía que era el hijo de Dios. Llegó a la Tierra para sufrir y morir. Para salvar a la humanidad.
– No es poca cosa.
Peter sostiene el cigarrillo entre las puntas de los dedos e inhala el humo con los ojos medio cerrados. Abajo, en el instituto, veo que en una habitación se enciende la luz y en otra se apaga. Intuyo una sombra tras una cortina. Peter saca su petaca y me la tiende. La ha rellenado. Bebo un trago de coñac y se la devuelvo. El mira hacia el frente, bebe un poco, me la pasa de nuevo y dice:
– Mateo tenía un círculo de lectores completamente distinto al de Marcos. Mateo era un judío cristiano que escribió su evangelio quince años más tarde. Había leído a Marcos e incluyó la mayor parte en su texto. Los lectores de Mateo son judíos y cristianos de su tiempo. Han huido a pueblos del norte de Galilea y el sur de Siria. También allí los rabinos se han hecho con gran parte del poder. Los cristianos son una minoría. Para Mateo es importante destacar que Jesús es tan judío como cualquiera. No es una casualidad que abra con la tabla genealógica de Jesús, que se remonta hasta Abraham. Aunque es una paradoja que sea la línea de José la que sigue, ya que no se considera que José sea padre de Jesús.
Nos reímos quedamente.
– Mateo intenta crear una imagen de Jesús al modo de Moisés. En su obra, Jesús habla a su pueblo desde una montaña, como Moisés, y se le atribuyen cinco sermones como ése, que se corresponden con los cinco libros de Moisés. Yo diría que Mateo quería que sus lectores creyeran que Jesús
era aún más grandioso que Moisés. Si los fariseos destacan tanto en Mateo, se debe a que son precisamente los fariseos quienes indignan a sus lectores. Tras la revuelta, su poder creció. Los fariseos y los cristianos se estaban disputando la evolución del judaísmo.
Peter hace una breve pausa y suspira. Mira su cigarrillo, aplasta la brasa entre las yemas de los dedos y tira la colilla.
– Fue otra insurrección la que, de una vez por todas, separó a judíos y cristianos -prosigue-. Sesenta años después de Masada, otro popular revolucionario judío, Bar-Kochba, lideró una nueva revuelta contra los romanos. Se decía descendiente del rey David y se llamaba a sí mismo Mesías. Los judíos empezaron de nuevo a moverse. ¿Era él a quien habían estado esperando? ¿Había llegado por fin su Salvador? Fueron muchos los que se reunieron en torno al nuevo héroe. Pero no los cristianos. Ellos ya tenían su Mesías. Bar-Kochba condujo a sus partidarios a unas cuevas no muy alejadas de Masada. Los romanos encontraron el escondite y lo sitiaron. Algunos de los judíos se rindieron. Otros murieron de hambre. En la cueva de los Horrores, los arqueólogos han encontrado recientemente cuarenta esqueletos de mujeres, niños y hombres. En la cueva de las Cartas se encontraron cartas de Bar-Kochba que muestran que aún tenía la esperanza de poder aguantar. Eso no fue lo que ocurrió. Con Bar-Kochba murió también la fe de los judíos en la llegada de un nuevo Mesías.
– ¿Y los cristianos?
– Seguían aguardando que volviera Jesús, tal y como había prometido.
– Pero ¿no pasó nada?
– Nada de nada. Tanto entre cristianos como entre judíos, la esperanza del Reino de Dios se tornó más abstracta, más espiritual y menos concreta. Se puede decir que el cristianismo tiene dos fundadores: Jesús, con su enseñanza cálida y, en realidad, sencilla. Después el apóstol Pablo, que transformó a Jesús en una figura divina y mitológica y añadió a su doctrina abstractas dimensiones religiosas y espirituales.
– Pero si Jesús no era más que una figura política, desaparece el fundamento del cristianismo.
– Y una de las vigas maestras de la herencia cultural de la civilización occidental.
Con ese tipo de pensamientos nos quedamos contemplando la oscuridad.
Algo empieza a pitar. Al principio no entiendo qué es ese sonido. Pero proviene de Peter.
– Es el busca. -Sonríe a modo de excusa. Lo saca de un bolsillo rebelde y entrecierra los ojos para leer el mensaje sobre la pequeña pantalla-. Hace frío -dice-. ¿Volvemos? Nos da tiempo a beber algo caliente antes de que cierren.
Con la mirada fija sobre el oscuro sendero, bajamos con cuidado hacia el instituto.
– ¿Crees que será algo así lo que podría revelar el manuscrito del cofre? ¿Algo que puede poner la figura de Jesús bajo otra luz? -inquiero.
– No es una suposición nada inverosímil.
– Me pregunto qué será.
– En eso -dice riéndose- creo que no estás sólo.
***
La recepción está caliente y acogedora, llena de ruidos. Música y voces de la Cámara de Estudiantes. Un teléfono suena impaciente. Tras el mostrador, una alarma pita decididamente por lo bajo.
Peter me mete en el bar y me encarga que pida mientras él se ocupa de algo imprescindible.
– La vejiga -susurra arqueando las cejas.
Acaban de servir el café y el té cuando vuelve. Su cara tiene un gesto extraño.
– ¿Ocurre algo? -pregunto.
– Nada de nada.
Me lanzo sin rodeos:
– Peter… ¿Conoces la SIS de Londres?
– Por supuesto.
Que lo admita me sorprende. Pensaba que seguiría haciéndose el ignorante.
– ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Qué sabes de ellos?
Arquea las cejas.
– ¿Qué quieres saber? Financian gran parte de nuestra investigación. Colaboramos estrechamente en varios proyectos.
– ¿Estoy yo implicado en alguno de ellos?
– No sabía que estuvieras siendo investigado.
– Al menos soy objeto de atención.
– ¿Por parte de la SIS?
– Desde luego.
– Qué curioso. Van a organizar una conferencia aquí el fin de semana. Nuevos conocimientos sobre etimología etrusca.
– Qué curioso -repito.
– ¿Por qué están interesados en ti?
– Eso ya lo sabes, hombre. Están buscando el cofre.
– Ah, ya. -No dice nada más.
– Y empiezo a entender por qué.
– ¿Has contemplado la posibilidad de que puedan tener legítimo derecho a reclamarlo?
Lo he estado esperando. La señal que mostrara que también Peter es más que un casual satélite en órbita en torno a mi existencia.
– Quizá… -concedo.
– Supongo que lo único que pretenden es estudiar lo que hay dentro del cofre.
– Seguro.
– Pareces escéptico.
– Están intentando engañarme. Todos. Tú también, supongo.
Los labios se le retuercen en una sonrisa.
– ¿Así que esto es un asunto personal?
– Un asunto personal en grado sumo.
El camarero que nos ha traído el café y el té se nos acerca con una nota que le entrega discretamente a Peter. Él le echa una mirada y se la mete en el bolsillo.
– ¿Está pasando algo? -pregunto.
Él mira la copa sin pestañear.
– Eres duro de pelar, Bjorn Belto. -El tono parece de admiración. Y por primera vez casi consigue pronunciar correctamente mi nombre.
– No eres el primero que me lo dice -apostillo.
– ¡Me caes bien!
Al acabar la copa, los ojos se le han vuelto pacíficos y distantes. Después me sorprende al levantarse y desearme buenas noches. Había pensado que se quedaría para interrogarme. O para ofrecerme dinero. O quizá para amenazarme veladamente. En su lugar me da la mano y me la estrecha con fuerza.
Al irse, me quedo bebiendo el té tibio mientras contemplo a las personas de mi alrededor; un bullicio tenue, rodeado de humo y risas.
A veces parece que todos los demás no son más que extras en tu vida, contratados para estar todo el rato donde estés tú, pero sin pedirte cuentas, y que las casas y los paisajes son decorados construidos a toda prisa para perfeccionar una ilusión.
El té tiene en mí un efecto extremadamente diurético. Tras dos tazas me veo obligado a atravesar el montón de gente, pasar la salida de emergencia e ir al servicio de caballeros, que está limpio como una patena y huele a antiséptico. Intento evitar verme en el espejo mientras hago pis.
Supongo que es pura suerte. Al volver a salir vislumbro, a través de la multitud de brazos y cabezas, al camarero conversando con tres hombres. Me quedo completamente quieto. Si alguien me hubiera mirado, habría creído que me había convertido en una columna de sal. Completamente blanco y completamente inmóvil.
A través de la gente veo a Peter. Veo a King Kong. Y veo a mi viejo y buen amigo Michael MacMullin.
Ante la entrada principal encuentro un soporte con modernas bicicletas de montaña, que se usan entre los edificios del complejo. No tienen candado. Están para cogerlas prestadas. ¿A quién se le ocurriría robar una bicicleta en el desierto?
***
La luna brilla. A mi alrededor todo es oscuro e infinito. Intuyo las montañas en la lejanía, pero no con los ojos, intuyo una curvatura en la oscuridad. Todo es grande, llano y negro. Tengo la impresión de que avanzo sobre puro aire. Mi atención alterna entre el cielo que forma cúpulas sobre mí y la proyección del faro de la bicicleta que, temblorosamente, se arrastra por el asfalto.
Tengo frío. Tengo miedo. Así es como debe de sentirse el astronauta cuando, flotando, se aleja cada vez más de su nave espacial.
No hay ningún ruido. No hay coyotes ladrando ni lejanos silbatos de tren ni grillos cantando. Todo lo que oigo dentro de esta cúpula de silencio es el sonido de la bicicleta.
La noche no tiene fin. La luz de la luna es plana y fría. En la tenebrosa oscuridad, la luz del faro de la bicicleta se va comiendo la línea central metro por metro.
Hacia el amanecer, una raya amarilla se desliza a lo largo del horizonte. He intentado pedalear hasta empezar a sudar, pero los dientes me siguen castañeteando de frío.
Me paro junto a una piedra rojo óxido, sin aliento y tiritando. Me quedo sentado sobre el duro sillín de la bicicleta, disfrutando de la aurora.
____________________. ____________________
Cuando tenía ocho años, papá y Tiygve me llevaron por primera vez a una sauna. Habíamos hecho una larga excursión esquiando con un frío intenso, y, cuando me propusieron entrar en la sauna, fue como si me invitaran a participar en los rituales secretos de los adultos.
Me pasé los primeros minutos sentado firme, buscando el aire. Luego papá vertió un cazo de agua sobre las piedras incandescentes de la estufa.
En el desierto no hay ninguna puerta de madera por la que huir.
El calor me rodea como una toalla empapada en agua hirviendo. El aire está cargado y denso. El calor se me ciñe al cuerpo. Me duele respirar. Los rayos de sol me taladran y aprisionan.
Pedaleo con movimientos mecánicos. Cada pedalada es una superación. De pronto descubro que me he bajado de la bicicleta y que la empujo con la mano.
El aire vibra. El calor es una pared de goma pegajosa.
Oigo el coche mucho antes de que aparezca. Por eso me da tiempo a salir de la carretera y a esconderme en una zanja. Algunos minutos más tarde pasa a toda velocidad.
Un Mercedes con cristales tintados.
Por si acaso, y para reunir fuerzas, me quedo tirado en la zanja. Alguna vez hubo allí un arroyo. De eso hace mucho tiempo. Debió de ser en la Antigüedad.
Tengo sed. No he cogido nada para beber. No hacía mucho calor cuando me he escapado. Creía que me costaría unas cuatro horas llegar desde el complejo hasta la civilización. Cuatro o cinco horas podría apañármelas sin agua. Eso pensaba. Si es que a eso se le puede llamar pensar.
En el lecho seco del arroyo la pizarra y la arena rojiza se distribuyen en capas irregulares. El surco se extiende hacia un peine de montañas violetas y lejanas. Justo delante de mis ojos corre un insecto de largas patas. Tiene el aspecto de una mutación radiactiva entre un abejorro y una araña. Así que hay alguien que vive por aquí.
El sol me rasguña la cara y las manos y me presiona con impaciencia los hombros. Los rayos de sol pesan varios kilos. Si no hubiera tenido la boca tan seca, habría escupido sobre una piedra para ver si el agua se evaporaba.
Empujo la bicicleta de vuelta a la carretera. Tras apenas unos minutos empiezan a subirme llamaradas por la espalda. Durante un trecho pruebo a caminar de lado guiando la bicicleta. El asfalto está hirviendo. Voy pisando pegamento. Sobre la carretera vibra la bruma. El corazón me martillea. El sudor de la frente se me mete en los ojos. Lentamente el aire va perdiendo oxígeno. Me cuesta respirar, he de concentrarme para no hiperventilarme. A través de la película de lágrimas voy buscando un arroyo, una fuente, algo que dé sombra. El calor me comprime. Los ojos me hormiguean en negro. La franja de la visión se estrecha. Como cuando miras mal a través de unos prismáticos. Pero la sed todavía no me ha llevado a la locura. ¡Si por lo menos se me hubiera concedido una alucinación, una fata morgana, un colorido oasis del pato Donald! Pero todo lo que veo es un yermo mar de piedras, calor y montañas lejanas.
***
Arrodillado sobre unas rocas junto al borde de una hondonada, que en algún momento pudo ser una fuente de agua, vuelvo en mí. La bicicleta ha desaparecido.
Me levanto a duras penas y me quedo tambaleándome y buscando el camino, la bicicleta, algo en lo que pueda fijar la mirada. Tengo la lengua encajada en la garganta, hace ruidos secos y
chasqueantes. Mi cabeza está a punto de reventar. Estoy mareado. Tengo náuseas. Pero no sale nada. Me caigo de rodillas y jadeo. Miro hacia arriba. El sol arde en blanco.
Después, ya no recuerdo más.
***
Capítulo 6 – EL PACIENTE
Me han taladrado el cráneo con una clavija, me han untado la cara con sosa cáustica y han introducido mis manos en jarrones con lava hirviente.
Oigo las pulsaciones de un aparato electrónico. El sonido evoca la resonancia del tictac del reloj de pared de casa, del palacio de grajos. Hueca y regular. La respiración del tiempo. Se descomponía al sonar cada hora.
Mamá dejó de darle cuerda el día que enterramos a papá. Inmóvil, llevaba el testimonio de la desaparición de papá y de su propia muerte interior y silenciosa.
***
– Bjorn Belto, ¡eres duro de pelar! La luz es tenue. Inspiro con cuidado, espiro, vuelvo a inspirar. Los dolores arden sin llama.
Bjornillo…, tienes que despertar… BJ0rnito…, principito…
Estoy tumbado en una habitación con techos infinitamente altos. El cuarto huele a viejo. Las paredes están limpias y encaladas. Una grieta finísima cruza el techo con manchas de humedad.
– ¡Despierta! -dice la voz.
Un biombo de tela verde claro, medio transparente, protege la cama.
Al humedecerme los labios cortados con la lengua, se me agrieta la piel desde la comisura de los labios hasta las sienes. Mi cara es una máscara de porcelana que ha pasado demasiado tiempo en el horno y que se resquebraja en cuanto alguien le da con la punta del dedo.
Bjornillo, ¡despierta ya…!
En el antebrazo me han abierto una vía. De una bolsa colgada sobre la cama sale un tubo. El líquido se desliza lentamente por las agujas y penetra en mi sangre. «¿El suero de la verdad?», pienso. Sodium Pentothal, que engrasa con aceite las zapatas de frenos de la mente.
La voz:
– ¿Estás despierto?
No sé si estoy despierto o si estoy soñando. Quizás esté en un hospital. Parece que han abarrotado una habitación cualquiera con equipos médicos. Para cuidarme. O quizá para engañarme.
Alzo las manos vendadas. Es como levantar dos pesas de plomo ardiente. Me quejo.
– Autocombustión -dice la voz.
Hay algo conocido en ella.
Dejo caer la cabeza
hacia un lado.
Le veo las rodillas.
Tiene las manos recogidas sobre el regazo.
Como un abuelo preocupado, Michael MacMullin está sentado en una silla junto a la cama. Sus ojos me miran de arriba abajo.
– Quemaduras de segundo y tercer grado en las manos, la cabeza y la nuca. Insolación, por supuesto. Deshidratación. Podría haber acabado muy mal.
Jadeo. Con cuidado alzo la cabeza. En realidad, tengo la sensación de que ha acabado muy mal. Con torpes movimientos intento incorporarme. Me mareo. Me agarro con ambas manos a los tubos de acero de la cama.
– Casi no te encontramos.
No lleva armas, pero eso no significa nada, claro. Seguro que tienen maneras más humanas de deshacerse de albinos molestos. Como una inyección. O quizá nos aten desnudos a un poste en el desierto y convoquen a las hormigas.
Detrás de la tela intuyo una figura en forma de sombra gris; ligeramente echada hacia delante, escuchando.
No creo que hayan transcurrido muchos días. El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. Al otro lado de la ventana el viento suena entre las hojas. ¿Roble? ¿Álamo? Estoy tumbado demasiado bajo para poder verlo. Pero noto en el cuerpo que ya no estamos en el desierto. El sol es más bondadoso, la luz, más suave. El aire huele a abono y a vegetación.
– ¿Dónde estoy? -consigo decir. El desierto me ha llenado las cuerdas vocales de arena.
– Aquí estás seguro, Bjorn. No tengas miedo. -Su voz es templada, suave, cálida.
No consigo apartar la mirada de la figura que hay tras la tela.
– Te están dando morfina para los dolores -continúa-. Y una pomada estupenda a base de áloe vera. Quizá la morfina te provoque algo de sueño o mareos.
Mientras lo miro, sin responder, los ojos se me cierran solos. Un poco más tarde lo oigo marcharse.
La sombra ha desaparecido.
Esa noche bebo algo así como mil litros de agua. Una enfermera viene de vez en cuando para comprobar que estoy bien y que la morfina funciona. Funciona perfectamente, gracias, las fantasías son deliciosas, la mayoría implican a Diane.
Delirando, espero su siguiente paso.
Es Diane.
Un leve toque en la puerta me saca del sopor al amanecer. Busco las palabras hasta que recuerdo que «adelante» se dice igual en inglés que en noruego.
Una voz clara pregunta:
– ¿Qué tal estás hoy?
El tono es cálido y frío al mismo tiempo -tímido, solemne, vacilante-, como si yo llevara dos años en la guerra y me hubieran devuelto a mi amada sin brazos ni piernas.
Diane cruza directamente hasta la ventana. Allí se queda, casi dándome la espalda. Ha cerrado los puños y los aprieta contra el pecho. Por la espalda veo que respira rápida y hondamente. O que llora.
Ambos esperamos que el otro diga algo.
– ¿Dónde estoy?-pregunto.
Ella se gira despacio. Tiene los ojos rojos y llenos de lágrimas,
– ¡Qué pinta tienes!-dice.
– Me di una vuelta. Por el desierto
– ¡Podrías haber acabado muerto!
– Eso es lo que temía. Por eso huí.
– Es mi padre.
Está tan mona ahí de pie… Angelical.
– ¿Me estás oyendo? ¡Es mi padre! -repite.
– ¿Quién?
– ¡Michael MacMullin!
Me miro las manos. No me llega ni un sentimiento a la superficie. No se suelta ni una palabra. La miro. Ella espera que diga las palabras clave. No lo hago. Me limito a intentar comprender.
– No lo malinterpretes -dice en voz baja. Se acerca. Se aprieta los puños contra el pecho-. No es lo que tú crees.
Me quedo callado.
– Fue una casualidad que nos conociéramos. Tú y yo. Que nos… gustáramos. Fue una casualidad. Me fascinaste. Lo siento… Descubrieron mis búsquedas en el ordenador -explica, y carraspea-. Papá me pidió ayuda.
Finalmente la miro a los ojos.
– ¿Y los ayudaste?
– No creas que… -Se interrumpe, las palabras se le agarran a la garganta.
A mí me cuesta respirar. El corazón me late con mucha fuerza.
– Ya entiendo por qué tenías tanto interés en acompañarme a Noruega.
Ella da un paso hacia mí y se para.
– Bjorn, ¡no fue así! No como tú crees. Es todo tan difícil… No pretendía… No quería que… Son muchas las cosas que no sabes. Mucho lo que no comprendes.
– En eso tienes razón.
– No fue nada planeado por nadie. No es que yo hiciera un trabajo para ellos. Tú y yo… Lo de papá habría ocurrido en cualquier caso. Sólo que nos lo fastidió.
– Podríamos decirlo así.
– ¿Por qué no se lo entregas y ya está? El cofre. No te sirve para nada.
Ahí de pie, Diane me recuerda bastante a mamá. Tanto la figura como el modo en que gesticula. Es curioso que no me haya dado cuenta antes.
– ¿Me odias? -Se sienta sobre la cama y me mira profundamente a los ojos.
– ¿No estás escuchando lo que digo? -pregunta contenida. Parece que no puede soportar lo que ha hecho-. Los ayudé
para acabar con esto. ¡Por ti!
Digiero las palabras una a una. Como irresistibles canapés untados de veneno de efecto lento. Estudio sus ojos. Para ver si lo dice de corazón. O si dispone de un arsenal de clichés y frases hechas para casos como éste.
– Pero hay algo más…-añade.
– ¿Sí?
– Nosotros…
– ¿Qué?
– Tú y yo…-empieza otra vez.
– ¿Qué intentas decirme?
– Bjorn, nosotros…
Cierra los ojos con tanta fuerza que da la impresión de que les está exprimiendo las lágrimas.
– ¿Diane?
– ¡No… aguanto… más! -Cada palabra es un parto.
Poso mi mano vendada sobre la suya. Juntos escuchamos nuestras respiraciones. El ruido del aparato. Fuera oímos un tractor lejano. El viento acaricia las hojas. Alguien está dando martillazos. Una Vespino con un defecto en el silenciador arranca y, lentamente, es absorbida por el silencio.
– ¿No podrías asumir que esto te queda demasiado grande? -pregunta con delicadeza.
– ¿Qué estás haciendo aquí, Diane?
– Fueron a buscarme.
– ¿A Londres?
– Me trajeron en avión.
Los latidos del corazón resuenan en mi respiración.
– ¿Qué es lo que está pasando en realidad?
Ella hace algo curioso. Se echa a reír. Hipidos de risa claros y altos. Al borde de la histeria. No entiendo lo que le ocurre. Pero se me pega. Sonrío, y con la risa se me enciende tal dolor que me deja amodorrado.
Cuando vuelvo a despertar, Diane ha desaparecido.
Más tarde la enfermera regresa con una inyección gigante. Se ríe al ver mi gesto de pánico y me tranquiliza con la mano.
– ¡Medicina! -dice en mal inglés, señalando la bolsa suspendida-. Buena para ti, oui?
– ¿Dónde estoy?
Ella introduce la jeringuilla en el grifo del tubo y mueve la cabeza para reconfortarme mientras inyecta el líquido.
– Por favor, ¿dónde… estoy?
– ¡Sí! ¡Sí!
Sigo con la mirada la corriente amarillenta que se desliza lentamente hacia el tubo del brazo y me borra los dolores y las preguntas.
***
MacMullin vuelve a visitarme por la tarde. La pomada y las medicinas palian el dolor, pero la piel me escuece y me pica, y la morfina me deja el cerebro como una aguachirle por la que flotan los pensamientos.
– ¡Ah! ¡Tienes mucho mejor aspecto!-exclama.
Mentiras.
Acerca la silla al borde de la cama.
Intento incorporarme. La piel se me ha quedado dos tallas demasiado pequeña. A pesar de la membrana de entumecida indiferencia de la anestesia de morfina, no consigo reprimir un gemido.
– Se te pasará -dice-. El médico asegura que las quemaduras son superficiales.
– ¿Cuándo podré irme a casa?
– En cuanto estés lo bastante recuperado.
– ¿No estoy prisionero?
Se ríe.
– Supongo que prisioneros estamos todos. Pero tú no eres mi prisionero.
– Quisiera pensar una serie de cosas.
Se pasa los dedos por el pelo plateado.
– Imagino que tú nunca haces nada apresuradamente, Bjorn.
– Bueno, puedo ser espontáneo. Al menos un poco. ¿Dónde está Diane?
– ¿Diane? -La mirada se le oscurece. No dice nada. Abre la boca, pero vuelve a cerrarla. Intento leerle el rostro.
– Ya sé que eres su padre.
No responde enseguida. Es como si tuviera que pensárselo.
– Sí-dice al fin en voz baja. Suena a suspiro. Como si no estuviera seguro del todo.
– Eso explica bastantes cosas.
Me clava una mirada hosca.
– ¡Escucha! ¡Ella nunca te ha hecho nada malo! ¡Nunca te ha traicionado! ¡Nunca!
– Ella…
Alza la mano para frenarme.
– No más. Ahora no. -Un pensamiento que evidentemente le hace gracia le anima la cara. Los labios se le mueven en silencio, medio sonriendo. Embrujado, contemplo su cambio de escena interior. Es como escuchar a escondidas una conversación que mantiene un ermitaño consigo mismo-. Somos un par de cabezotas, Bjorn.
– Habla por ti mismo.
– No quieres soltar el cofre hasta que hayas exprimido mis conocimientos.
– No es tu conocimiento lo que estoy buscando, MacMullin.
– ¿Qué es entonces?
– Sólo la verdad. Sobre el cofre. Sobre lo que hay dentro.
Me mira a los ojos y respira con dificultad.
– Para proteger ese secreto, amigo mío, la gente ha dado la vida.
– A veces eres un poco melodramático.
Su expresión de sorpresa se resuelve en una risa alegre y cantarina. Las ofensas nunca le hacen mella. Para aquellos de nosotros que usamos la ironía y el sarcasmo como arma, se trata de una cualidad insoportable.
– Resulta curioso ver cómo dos testarudos como tú y yo estamos tirando de cada uno de los extremos de la cuerda. Yo quiero el cofre para proteger su secreto. Y tú no quieres soltarlo hasta que sepas lo que oculta
– No vayas a creer que me das pena.
– Tampoco te lo estoy pidiendo.
– Dime, ¿por qué iba a creerte?
Ladea la cabeza a modo de pregunta.
– Me has hablado de una máquina del tiempo, MacMullin. Winthrop aseguraba que se trataba de una nave espacial. Peter no para de hablar de sus etéreas teorías teológicas. ¿Qué he de creer? ¡Estáis mintiendo, todos!
Me mira durante un buen rato. Su sonrisa es socarrona.
– Queríamos aturdirte -confiesa.
– Pues lo habéis conseguido. ¡Felicidades! Misión cumplida. ¡Estoy aturdido!
– Nada de lo que hacemos sucede sin sentido.
– ¡Te juro que me lo creo!
– Pero intenta, si es que puedes, entender. La idea nunca fue que el cofre acabara en tus manos. No eres más que un factor molesto, Bjorn. No debes juzgarnos por que hagamos lo que sea para recuperarlo.
– ¿Lo que sea?
– Ya sabes a lo que me refiero. :
– Claro. Queríais aturdirme…
– …Y darte una explicación que nadie fuera a creer si la contabas. Pero que de todos modos fuera tan fantástica que pudiera justificar nuestros esfuerzos para salvar el cofre.
– ¿Salvarlo? Pero si lo tengo yo.
– Justo.
Se levanta y me coge con cuidado la mano vendada. Me mira largo rato. Al final he de apartar la vista. El se inclina sobre mí y me acaricia el pelo. Parece que tiene lágrimas en los ojos. Debe de ser por el reflejo de la luz.
– ¿ Quién eres? -pregunto.
Mira hacia otro lado. No me responde.
– En realidad -insisto-. ¿Quién eres en realidad?
– Pronto se separarán nuestros caminos. Para siempre. Tú volverás a Oslo. Dicen que dentro de un par de días habrás pasado lo peor.
– ¿Quién lo dice?
– Te darán una pomada para que te la lleves. Para aliviar el escozor y el picor.
– Qué bien.
– Nos encargaremos de conseguirte un avión.
– ¿Quiénes?
– Eres un escéptico, Bjorn.
– No estoy acostumbrado a que todo el mundo vaya por mí.
– Quizá no vayan por ti.
– Ja, ja.
– Quizá vayan por algo que está en tu poder.
– Quizás esté dispuesto a desprenderme de ello.
– ¿A qué precio?
Resulta tentador decir diez millones de coronas. Un Ferrari. Una semana en las Malvinas con una danzarina peruana que lleva toda la vida teniendo pecaminosas fantasías con un albino. Pero me conformo con esto:
– Una explicación.
– ¿Qué es lo que quieres saber?
– La verdad. No sólo una parte de ella.
– ¿Aún no lo entiendes?
– No. Hay quien dice que los albinos somos algo cortos de entendederas.
Se ríe sin alegría.
– ¿Es el manuscrito Q? -pregunto.
Arquea las cejas.
– ¿Q? ¿En el cofre? Sería una decepción. Claro que no podemos descartar nada.
Lo miro, pero no tiene ninguna intención de contarme nada más.
– Hay otra cosa que quiero saber -digo-. Algo completamente distinto.
– ¿De qué se trata?
– La relación entre la muerte de mi padre y la de DeWitt.
– No hay ninguna.
– ¡Corta el rollo! Todo está relacionado.
– Murieron. Ninguno de ellos fue asesinado. Casualidades, mala suerte, circunstancias. Todo el mundo muere antes o después.
– ¿Por qué estás tan seguro de que no fueron asesinados?
– Los conocía a los dos. Incluso estaba presente cuando murió DeWitt. Estábamos realizando unas excavaciones en Sudán. Yo tenía la teoría de que el cofre podría haber sido enterrado durante una campaña a lo largo del Nilo. Charles estaba completamente convencido de que me equivocaba, de que el cofre estaba enterrado en Noruega. Tropezó. Una estúpida infección en una herida. Estábamos en los trópicos, a mucha distancia de toda posible ayuda. Las cosas acabaron como tenían que acabar. Pero nadie lo mató. Y nadie mató a tu padre.
– Estás muy seguro.
– Deja descansar las viejas historias.
– ¿Cómo murió papá?
– Pregúntale a Grethe.
– Ya le he preguntado. No quiere decirme nada. ¿Qué sabe ella?
– Grethe lo sabe casi todo.
– ¿Qué significa eso?
– Tendrás que preguntárselo a ella. Grethe y yo…, nosotros…, nosotros… -Por un instante busca las palabras. Después recobra el control de sí mismo-. Éramos novios, como quizá sepas. La cosa se fue calmando con los años. Con el tiempo nos hicimos amigos. Todo lo que yo sé sobre la muerte de tu padre me lo ha contado ella.
– Grethe ni siquiera estaba allí cuando sucedió. Pero yo sí.
– Ella sabe, y por eso sabemos nosotros.
– ¿Cómo puede Grethe saber algo sobre la muerte de papá?
– Era muy amiga de tu padre.
– Eran colegas.
– ¡Y amigos! Amigos íntimos.
Me estremezco.
– ¿Amantes?
– No. Pero tenían tanta confianza como pueden llegar a tener dos personas.
– Eso nunca me lo ha contado.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
Me callo.
– Se escribían cartas -dice MacMullin-. Las tenemos en el archivo. Miles de cartas en las que plasmaban sus reflexiones y sentimientos. Se podría decir que se usaban el uno al otro. Como amigos, como terapeutas. Por eso lo sabemos nosotros.
***
Esa noche duermo mal. La cara me arde y escuece. Cada vez que caigo dormido, me despiertan los sueños que llaman a la puerta y quieren entrar.
Me quedo acostado en la oscuridad pensando en la abuela. Ella vivía en el primer piso del palacio de grajos. Por la noche parecía un fantasma hueco que deambulara por los rincones más oscuros del lugar. Dejaba los dientes en un vaso de agua sobre la mesilla y llevaba un camisón blanco que arrastraba por el suelo. Cuando mamá y papá salían por la noche, yo nunca quería quedarme a dormir en su oscuro dormitorio, entre los aromas del alcanfor y los bálsamos. Prefería los miedos de mi propio cuarto y la certeza de que iba a oírme si gritaba.
Por el día era dulce, alegre y de pelo canoso. En su juventud había sido una bella cantante muy solicitada. Resultaba difícil imaginar que aquel cuerpo hundido alguna vez hubiera despertado la pasión de los hombres. Pero seguían acercándosele viejos por la calle que le preguntaban si no había actuado en el teatro Tívoli después de la guerra. Y se referían a la Primera Guerra Mundial.
En su dormitorio, en el cajón de la mesilla, la abuela tenía el programa de una representación de 1923. Salía una foto oval de ella. No había quien la reconociera. Desde el papel amarillento, resplandecía como una estrella del cine mudo. Debajo de la foto aparecía su nombre de soltera: Charlotte Wickborg. Si yo lo cubría todo con los dedos menos los ojos, veía que era ella. En otros tiempos.
No sé gran cosa del abuelo. Había algo tenso y astuto en él. Estaba en los huesos y llevaba los pantalones demasiado anchos, los tirantes se los subían casi hasta el pecho. El aliento le olía a caramelos de alcanfor y a rapé. Y bajo todo lo demás, un fuerte olor a brandy Eau de Vie, que bebía de botellas dispersas por escondites que creía que nosotros no conocíamos. Eran reservas imprescindibles para la existencia del abuelo.
No sé cuándo me dormí por fin. Pero el día ya está avanzado cuando lucho por cruzar la densa membrana del sueño
***
Los ojos son cálidos. La mirada alberga una leve comprensión. Las pupilas son como oscuras lagunas de bosque. Mirar en su interior es como hundirse en agua tibia y entregarse a la lenta muerte por ahogamiento. Como si lo único que desearas en la vida fuera perderte en esos ojos y complacer a quien te muestra su compasión al dejarte mirar.
He dormido. Y he despertado. Y me he encontrado con la mirada. Algo de mí se ha quedado en la locura del sueño.
Michael MacMullin dice:
– Aquí estamos otra vez los dos.
Está de pie junto a mi cama, con los brazos cruzados, observándome de un modo que expresa algo que sólo podría caracterizar como ternura. Intento despertar, espabilarme, volver en mí después del sueño.
– Supongo que te habrás traído una nueva cesta de sorpresas.
– ¡Eres duro de pelar, Bjorn Belto!
Algo dentro de mí se tensa.
Me dice con solemnidad:
– He venido porque deseo mantener una conversación contigo.
Fuera es ya por la tarde. O de noche. La ventana está oscura. Una superficie tan negra que la oscuridad podría haber estado pintada sobre el cristal. Aún no sé dónde estoy. Si estoy en la enfermería del instituto. O en un hospital en alguna ciudad.
– ¿De qué quieres hablar? -pregunto.
MacMullin se vuelve y se acerca lentamente a la ventana. Su rostro se refleja en el cristal, pero las arrugas desaparecen, los rasgos se borran y se suavizan, parece un hombre joven.
– ¿Alguna vez has cargado con un secreto tan profundo que quisieras llevártelo a la tumba?
Pienso en papá. En mamá y el profesor. En Grethe.
Sigue dándome la espalda y hablándole a su propia imagen reflejada.
– He heredado mi destino -dice.
«Tiene que ser toda una carga -pienso yo-, por eso te has vuelto tan pomposo con los años.»
– Mi padre, y todos los padres anteriores a él, custodiaron el secreto con sus vidas. -Se gira hacia mí con un gesto de prevención-: Perdóname si sueno un poco melodramático. Pero es que esto no me resulta del todo fácil.
– Si te sirve de consuelo, yo tampoco lo he tenido demasiado fácil.
Con una sonrisa, se deja caer pesadamente sobre la sillar junto a la cama.
– ¿Cuánto has conseguido adivinar?-pregunta.
– No gran cosa.
– Entiendo que has estado hablando con Peter.
Callo.
– No pasa nada -se apresura a decir-. No hizo nada malo.
– ¿Qué hay en el cofre?
Tiene la boca tan estrecha como una raya. Sus ojos albergan algo oscuro, indeterminable.
– Yo sigo creyendo que es Q -digo.
– Quizá. Déjame que profundice en algunas de las cuestiones que indudablemente Peter ya te ha desvelado. Cuando los hospitalarios se dividieron en mil ciento noventa y dos, fue a causa de una reliquia que la posteridad llamó «El cofre de los secretos sagrados». Ellos la llamaban «La reliquia», sin más. Un objeto sagrado que han intentado encontrar muchos. Reyes y soberanos, príncipes y sacerdotes, cruzados y papas, de aquel tiempo y de la posteridad.
– ¿Porque contiene algo valioso?
– Lo curioso es que nadie, al menos muy pocos, ha sabido lo que contenía. Más allá de que el contenido era algo fantástico. Algo sagrado. Muchos han especulado. Algunos llamaban al cofre el Arca de la Alianza. Cosa que es mera ficción. No es más que mitologización de la Edad Media.
– ¿Lo que encontramos en el monasterio de Vaerne es la reliquia?
– Tras la división de mil ciento noventa y dos, fue la parte secreta de la orden la que asumió el control del cofre. Pero ¿dónde podían esconderlo? ¿En quién podían confiar? Todo el mundo lo estaba buscando. Debían ocultarlo tan bien como fuera posible. Y entonces tuvieron un golpe de inspiración. Se unieron a los hermanos que se mandaron al monasterio de Vaerne. Tres monjes, llamados los «Custodios del Cofre», los acompañaron al lejano norte. En total secreto. Nadie conocía su verdadera misión. Eran tres monjes muy respetados. Uno de ellos era el gran maestro. Los hermanos con los que viajaban ignoraban que pertenecían a un ala que se había separado de los hospitalarios. Tenían un cometido sagrado. Y nadie les hizo preguntas. Todos aceptaron en silencio que los tres fueran con ellos a Noruega y que vivieran en el monasterio separados de los demás. Lo único que ganaron, a ojos del resto de los monjes, es que ordenaron construir un octógono al que atribuían fuerza sagrada.
MacMullin baja la mirada. Algo en mí tiembla. Estamos empezando a acercarnos a una fuente.
– Había un pequeño escollo en ese arreglo -dice-. Sólo los tres monjes sabían dónde estaba oculto el cofre. -Se muerde el labio-. Eso acabó resultando trágico. Uno de ellos murió de una enfermedad en mil doscientos uno. El otro fue asaltado y asesinado por unos bandidos cuando se dirigía a la catedral de Nidaros en mil doscientos tres. Y al año siguiente, el gran maestro emprendió viaje para asegurarse de que su sucesor, su primogénito, el siguiente gran maestro, conociera el contenido del cofre y el lugar donde estaba oculto.
MacMullin toma aire. Como por reflejo, se peina la gris cabellera con los dedos.
– ¿Cómo le fue? -pregunto.
– El gran maestro cayó enfermo durante el viaje. Lo acogió y cuidó un cura de un pueblo de montaña del norte de Italia, donde murió al cabo de tan sólo pocas semanas. Ahí la historia se bifurca. Algunos piensan que dejó una carta. Otros piensan que lo que quería comunicarle a su hijo le llegó a éste y a la orden a través de un mensajero. El mensaje que le transmitieron era, dicho con suavidad, incomprensible. Explicaba que la reliquia estaba escondida en el octógono. Pero nadie sabía dónde se hallaba éste. ¿Entiendes? Nadie informó de que estaba en Noruega. ¡Nadie lo sabía! Nadie era capaz de juntar todos los datos. -MacMullin niega con la cabeza e inspira profundamente-. En algún punto del curso de la historia, se perdió la información sobre el cometido de los tres monjes. Todo adquirió un tinte mítico, de misterio. Lo único a lo que ha podido agarrarse la orden secreta durante todos estos siglos es a la certeza de que el cofre perdido estaba en un octógono.
Yo permanezco en silencio. Tengo la sensación de que por fin estoy escuchando la verdad. Por lo menos parte de ella. La parte que MacMullin quiere que conozca.
Él se levanta. Vuelve a colocarse junto a la ventana.
– Hasta hoy en día sigue habiendo un gran maestro -dice.
– ¿Cómo lo sabes?
No me responde directamente.
– Nadie sabe quién es. O dónde se encuentra.
– De ese mismo modo se podrá argumentar a favor de la existencia de Dios.
– El gran maestro no es ninguna divinidad. Sólo es una persona.
– Pero dudo que sea un cualquiera.
– Como los grandes maestros que lo han precedido, desciende del primer gran maestro.
– ¿Y quién era él?
– Los ancestros del gran maestro pueden rastrearse hasta la historia bíblica. Hasta una estirpe de antigua aristocracia francesa. Hasta la dinastía merovingia, la familia de caciques franceses que fundó el gran reino franco y conservó el poder hasta mediados del siglo octavo.
– Qué barbaridad…
– Pero nadie, Bjorn, prácticamente nadie, sabe quién es. La secta secreta tiene un Consejo compuesto por doce hombres. Esos doce son los únicos que conocen su identidad y le han jurado fidelidad. Incluso los puestos en el Consejo son hereditarios. Los vínculos de sangre tienen siglos de antigüedad. ¡Bueno, incluso más! ¡Tienen miles de años!
Se vuelve hacia mí. Yo no digo nada.
– El Consejo no está compuesto por creyentes fanáticos -dice-. Es mucho más que eso. Son hombres poderosos. Al igual que el gran maestro, muchos de ellos tienen antepasados reales. Algunos son de la nobleza. Son dueños de impresionantes palacios, de enormes áreas de tierra. Todos son ricos. Inmensamente ricos. La fortuna de sus familias tiene su origen en los tesoros medievales de la Iglesia. Algunos de ellos son famosos. Por su riqueza. Por sus conocimientos.
Pero nadie ajeno sabe quién está en el Consejo, nadie sabe lo que es el Consejo, nadie sabe qué secreto oculta el Consejo. Muy pocos conocen su existencia.
– ¿Y cómo sabes tú todo eso?
– Fue el Consejo el que, en el año mil novecientos, fundó y financió la SIS. Querían intensificar la búsqueda de la reliquia. Un nuevo siglo estaba despertando. Una nueva época. Comprendieron que necesitaban una herramienta para coordinar todo el conocimiento que estaba disperso entre los diferentes ámbitos de investigación, las universidades, los científicos y los aficionados. La SIS.
Carraspea, se retuerce las manos. Me doy cuenta, sin poder explicar por qué, de que me está contando la verdad al mismo tiempo que la está velando.
– De ese modo encontramos por fin la solución -dice-. Después de ochocientos años. Hacía mucho que sabíamos que corrían mitos sobre la existencia de un octógono en el monasterio de Vaerne. Pero a pesar de décadas de estudios e investigaciones de campo desde los años treinta hasta hace poco, nos fue imposible hallar la más mínima pista que pudiera indicarnos dónde estaba el octógono. Hasta que la tecnología moderna acudió en nuestra ayuda. ASSSA. El año pasado tuvimos acceso a fotografías de satélite que mostraban claramente el lugar donde estaba el octógono: el monasterio de Vaerne. ¡Así de fácil! -Chasquea los dedos-. ¡Metro y medio por debajo de un prado! -Se ríe suavemente-. ¿Puedes imaginar el entusiasmo que nos entró? Después de ochocientos años, por fin teníamos la oportunidad de encontrar la reliquia. De abrirla. De quitarle el cofre de madera y sacar el de oro. De abrirlo y ver lo que había dentro.
Respira pesadamente por la nariz.
– El resto no fue difícil -continúa-. Conseguimos las autorizaciones para excavar. Recuerda que el Consejo dispone de infinitos recursos. Dinero, contactos… El director general de Patrimonio Histórico noruego es amigo de la SIS. Como lo era tu padre. Como lo es el profesor Arntzen. Pero ni siquiera ellos saben ni un poquito de lo que yo te he contado esta noche. Eres un privilegiado.
– Estoy inmensamente agradecido.
Algún pensamiento lo induce a reírse, pero la risa está dirigida hacia dentro. No me muevo. Es como si no tuviera derecho a estar aquí. Y como si el menor ruido por mi parte, el menor movimiento, pudiera provocar que él se cerrara y callara.
– Queríamos proceder del modo correcto -dice-. Así que, evidentemente, no nos negamos a que fuera un supervisor noruego quien controlara las excavaciones. Un profesor adjunto. Supongo que en realidad no nos preocupaba lo más mínimo. Nuestros contactos nos aseguraban que no iba a dar problemas. Un joven complaciente y dispuesto. Alguien en quien apenas necesitábamos pensar.
– Pero en eso os equivocasteis.
MacMullin me mira con seriedad. Entonces hace algo inesperado: me guiña un ojo y me da un suave golpe en el hombro con el puño.
– Se podría expresar así. En eso nos equivocamos.
Una enfermera entra con un bacín, pero vuelve a irse en cuanto descubre a MacMullin.
– Sigo sin entender qué puede haber en el cofre que sea tan inconcebiblemente valioso -digo-. ¿O es tan atractivo por el valor del oro? ¿Es así de sencillo?
– El cofre no es más que el envoltorio. El paquete.
– Entonces…
– ¡Es el contenido, Bjorn! ¡El contenido!
– ¿Que es qué?
– Conocimiento.
– ¿Conocimiento?-repito.
– Conocimiento. Información. ¡Palabras!
– ¿Un manuscrito?
– Que sólo tiene valor en las manos adecuadas.
– ¿Que son las tuyas?
– Ni siquiera las mías. Yo no soy más que la llave hacia la comprensión.
– Sigo sin entender lo que estás insinuando.
– Piénsalo. ¡Un manuscrito!
– ¿Así que se trata de Q? -La pregunta me sale en forma de suspiro. Suena a decepción. Después de todo lo que he pasado, esperaba que fuese algo más concreto. La corona de espinas de Jesús. Una astilla de la cruz.
– Un manuscrito -repite quedamente, con respeto-. Un testimonio escrito. Pero sin la adecuada comprensión, no es más que una pieza histórica de dos mil años de antigüedad. Hay que leerlo con los ojos idóneos para poder comprenderlo.
– Dos mil años.
– El manuscrito estuvo bien cuidado durante los mil años anteriores a su entrega a los hospitalarios de San Juan. Los grandes maestros lo guardaban personalmente en sus castillos e iglesias hasta el siglo cuarto, cuando fue ocultado en el monasterio de la Santa Cruz. Sabemos que hubo varios intentos de robar el cofre. El miedo a que alguien lo robara debió de ser la causa de que implicaran a los hospitalarios. El desacuerdo entre éstos sobre el destino del manuscrito fue la causa de la división de la orden.
– ¿El manuscrito? ¿Qué cuenta?
La cara de MacMullin parece casi transparente, allí donde está sentado. Bajo la piel veo una red de finísimas venas. Si la luz hubiera caído de otro modo, tengo la impresión de que habría podido ver a través de él. Abre la boca para respirar con más facilidad. Carga con un secreto que le cuesta soltar.
– Dos mil años… -digo-. ¿Me permites que adivine? Esto tiene algo que ver con Jesús. Con el Jesús histórico.
Sus labios se tuercen en una sonrisa.
– Está claro que has hablado con Peter.
– ¿Y ahora quieres hacerme creer que Peter no actuaba a tus órdenes?
MacMullin se queda mirándome.
– ¿Y que no me desveló exactamente lo que tú querías que supiera? -continúo-. ¿Que no me cebó con datos y medias verdades?
Con un gesto coqueto, MacMullin ladea la cabeza. Chasquea la punta de la lengua. Pero sigue sin responder a mis acusaciones.
– Creo que te gusta este juego -digo. Una pizca de enfado se me cuela en la entonación.
– Juego?
– ¡Pistas falsas! ¡Mentiras! ¡Insinuaciones! Secretismos… Es todo una especie de juego para ti. Un concurso.
– En ese caso, tú serías un digno competidor.
– Gracias. Pero nunca me has explicado las reglas del juego.
– Eso es verdad. Pero tú no te dejas engañar. Eso me gusta.
Presiona las puntas de los dedos entre sí.
– Mi joven amigo, ¿alguna vez te has planteado la pregunta de quién era Jesucristo?
– ¡No! -se me escapa.
– ¿Quién era en realidad? -Me mira-. ¿El unigénito de Dios? ¿El Salvador? ¿El Mesías, rey de los judíos? ¿O era un filósofo? ¿Un ético? ¿Un revolucionario? ¿Un sermoneador? ¿Un político?
Supongo que no espera que le responda. Tampoco lo hago.
– Algunos dirán que era todo eso y mucho más -dice.
– No sé adónde quieres llegar. Peter ya ha repasado esa lección conmigo. Me ha contado y explicado. No hace falta que me lo repitas. ¡Ve al grano!
Mi impaciencia no lo afecta.
– ¿Por qué crees tú que la crucifixión es el episodio singular de la historia de la humanidad que mayor impresión ha causado en nosotros?
– ¡No tengo ni idea! -Casi se lo ladro-. Y, sinceramente, tampoco me preocupa mucho averiguarlo.
– Pero ¿has pensado en eso alguna vez? ¿Fue la brutalidad de la propia crucifixión? ¿Fue porque Dios sacrificó a su hijo? ¿O porque Jesús se dejara sacrificar? ¿Por el bien de los hombres? ¿Por tu bien y el mío? ¿Por la salvación de nuestra alma?
– MacMullin, yo no soy creyente. Nunca he pensado en esas cosas.
– De todos modos, no me cabe duda de que puedes compartir tus ideas conmigo. ¿Qué hubo en la crucifixión capaz de crear una religión?
– ¿ Quizá que Jesús resucitó de entre los muertos?
– Justo. Exactamente. ¡Todo empieza con la crucifixión! Nuestra herencia cultural occidental comienza con la crucifixión. Y con la resurrección.
Intento interpretar su expresión… lo que quiere decir, adonde pretende llegar.
– La crucifixión… Intenta imaginar el conjunto, Bjorn… -Su voz es tierna, susurrante. La mirada se le llena de imágenes que sólo puede ver él-: Jesús es llevado hacia el Gólgota por sus guardianes romanos. Está agotado. Tiene la piel de la espalda reventada por los latigazos. La corona de espinas le levanta la piel y la sangre se le mezcla con el sudor, dibujándole rayas de rojo claro por las mejillas. Tiene la piel lívida, los labios secos. Los espectadores lo reciben con escarnio. Voces chillonas gritan contra él, con desprecio. Algunos lloran de compasión, le dan la espalda. Los olores… Los olores de los prados y las arboledas se mezclan con el rancio hedor de las cloacas, la orina, el sudor, las cabras, el estiércol de los burros. Sobre los hombros, Jesús lleva un madero en el que tiene atadas las manos. Se tambalea por el peso. De vez en cuando cae de rodillas, pero los soldados vuelven a levantarlo brutalmente, con impaciencia. Al encontrarse con Simón de Cirene, los soldados obligan a éste a cargar con la cruz. Poco después pasa un grupo de mujeres llorando. Jesús se detiene, las consuela. ¿Te lo imaginas? ¿Puedes representarte cómo debió de ser? La atmósfera está cargada, eléctrica… Ya en el Gólgota, a Jesús le dan vino mezclado con mirra, que es tranquilizante y anestésico. Pero sólo toma un pequeño sorbo.
MacMullin se interrumpe, tiene los ojos distantes.
Estoy tumbado en la cama, en silencio.
– Luego lo clavan a la cruz.
– Sí -digo finalmente, para llenar el silencio.
MacMullin carraspea antes de proseguir:
– Alguien ha grabado su nombre en la cruz. «Jesús, rey de los judíos.» Mientras aún está colgado, con el rostro retorcido de dolor, los soldados se reparten su ropa por sorteo. Imagínatelo. Se reparten su ropa. Mientras él está ahí colgado, clavado como la víctima de un sacrificio, siguiéndolos con la mirada. ¡Se reparten la ropa entre ellos! Luego se quedan sentados custodiándolo. En cierto momento, en su desesperación, él llama a su padre y le pide que lo perdone. Exhausto, con voz casi inaudible, le habla a su madre María, a quien consuelan tres mujeres, entre ellas María Magdalena. Los espectadores, los sacerdotes y los letrados… bueno, incluso los dos ladrones que están crucificados a los lados de Jesús, empiezan a burlarse y a retarlo para que se saque a sí mismo del apuro. Entonces, Bjorn, cae la oscuridad sobre el monte. Quizá sean nubes arrastradas por el viento, quizá sea un eclipse. Jesús grita: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Un viento cruza el campo. O quizás el calor vibre sin vida sobre el suelo. No sabemos. Alguien coge una esponja con vinagre, la amarra a un palo y se la da a beber. Jesús dice: «Padre, ¡en tus manos pongo mi espíritu!» Y luego muere.
MacMullin mira el reloj. Sin mirarme a los ojos se levanta y va hacia la puerta. Es pesada. La madera está decorada con coronas de flores talladas.
– ¿Adónde vas? -grito detrás de él.
Él abre y se vuelve hacia mí.
Confuso, le pregunto:
– ¿Nada más?
– ¿Más?
– ¿Por qué me has contado todo eso?
– Bjorn, reflexiona sobre la siguiente idea… -Duda, mira al vacío-. Imagínate que Jesús no hubiera muerto en la cruz.
Una parte de mi cerebro capta lo que dice. La otra parte se aferra a los segundos anteriores a que pronunciara estas palabras y logra del todo seguir el inesperado giro.
– ¿Qué? -digo, a pesar de haber oído lo que ha dicho.
Sin hacer ruido, cierra la puerta y me deja con mis preguntas y con la noche.
¿Hay, en un punto dado de la vida de un hombre, un punto de inflexión, un momento de tu existencia en que algún suceso arroja luz sobre todo lo que te ha ocurrido hasta entonces en la vida y que ilumina el sendero que tienes delante?
La vida es un círculo. El comienzo y el final de la vida se encadenan en un punto que las religiones exprimen hasta donde pueden.
Para los mayas, el tiempo era un círculo de repeticiones. Los estoicos pensaban que el universo iba a hundirse, pero que un nuevo universo surgiría del anterior.
Hasta cierto punto me consuela pensarlo.
Pero para los cristianos, el tiempo es una línea recta e ineludible que conduce directamente al día del Juicio Final.
Elevados hasta una perspectiva cósmica, todos pueden tener razón.
Y en un ciclo infinito semejante, a un pobre hombre quemado por el sol, con las uñas agrietadas y un abono de metro caducado, puede resultarle difícil encontrar su sitio.
Hay tantos enigmas… No estoy destinado a resolverlos. En el fondo no es tan importante. En el fondo, supongo que me da igual.
***
Crepúsculo. Los retales de los prados se engarzan suavemente. Rectángulos de colores tenues en un puzzle de prados y verde, de amarillo y gris. Las suaves colinas se extienden a lo lejos. Con paciencia, con esmero, los campesinos han ido domesticando el paisaje y han insuflado vida a los terruños. Pero hay algo terco y rebelde en la frondosidad. El paisaje ha luchado y se ha resistido. La montaña se abre paso como un tumor a través de los terruños, agudos peñascos parten la tierra en dos, los prados están desgarrados por heridas de piedra.
Contemplo el paisaje a través de una ventana. Es la ventana de un castillo. Un castillo medieval de piedra rojiza. Habrá quien lo llame palacio. El marco de la ventana es tan profundo que quepo sentado.
El castillo se extiende sobre una tupida loma. No tengo ni idea de dónde estoy. Apuesto a que es la Toscana. ¿O quizá la meseta española? La alternativa es que sea un asilo en el que todo lo que me pasa, todo lo que oigo y percibo, no ocurre más que en mi cabeza. La última posibilidad me parece, en estos precisos momentos, la más plausible. Y la más tentadora.
***
– ¿Dónde estoy?
MacMullin recibe la pregunta con las cejas levemente arqueadas. Está de pie en la puerta. Yo sigo sentado en la profundidad del marco de la ventana. Llevo ya algunas horas aquí. Pero el paisaje no ha desvelado ninguno de sus secretos.
– Veo que has conseguido salir de la cama. ¡Me alegra que estés camino de recuperarte!
– Gracias. ¿Dónde estoy?
– En Rennes-le-Cháteau.
Doy un respingo.
Rennes-le-Cháteau. Señoras y señores, la representación está a punto de comenzar, otro trozo más del telón se ha levantado, los actores esperan entre bastidores, pero nuestro honorable autor todavía tiene que acabar de escribir la obra.
MacMullin cierra la puerta y entra en la habitación.
– Al este de los Pirineos. En el sur de Francia.
– Ya sé dónde está -digo en voz baja-. Es el pueblo del cura.
– Tienes buena memoria.
– ¿Qué hago aquí?
– Te trajeron aquí.
– ¿Cómo? ¿Por qué?
– En mi jet privado.
– No lo recuerdo.
– Estabas inconsciente.
– ¿Cuánto tiempo?
– Cierto tiempo. Se vieron obligados a darte anestésicos y tranquilizantes. Después de encontrarte en el desierto. Estabas algo transido.
– Así que me drogaron. Otra vez.
– No nos quedaba otra opción.
– ¡Es una mala costumbre que tenéis!
– Por tu propio bien.
– ¿Por qué me trajeron aquí?
– La enfermería del instituto no es gran cosa.
– Pero ¿por qué aquí?
– Podíamos haberte ingresado en un hospital privado en la ciudad más cercana. O en Londres. O en Oslo, ya puestos. Pero el caso es que te trajimos aquí. Porque queríamos invitarte a Rennes-le-Cháteau. A mi casa. No tardarás en entender por qué.
– ¿Qué clase de casa es ésta?
– Para decirte la verdad, es un castillo. ;
– Tu propio castillito privado, ¿no?
– Un antiguo castillo de cruzados, en realidad. Es propiedad de mi familia desde hace un tiempo.
– Ya sé a qué te refieres. Mi familia también tiene algunos castillos medievales por ahí.
Más tarde MacMullin me conduce fuera de la habitación, por un pasillo en penumbra y escaleras arriba. Caminamos despacio. El me sujeta por el brazo.
Al final de las escaleras abre una maciza puerta y nos encontramos sobre un tejado, entre torres y capiteles, sobre un estrecho pasadizo rodeado de parapetos. Las vistas son formidables. El aire, opresivo y repleto de fragancias.
Contemplamos el paisaje.
– Hermoso, ¿no? -pregunta él. Apunta al sureste-. La montaña que ves se llama Bézu. Allí hay una fortaleza medieval en la que vivieron e impartieron clases los templarios. Aquí hay cientos de iglesias. Muchas de ellas están construidas sobre tierra santa. Es probable que en sepulcros olvidados descansen apóstoles, profetas y santos. ¡A cientos! Hacia el este -prosigue, volviéndose parcialmente y señalando-, están las ruinas del palacio de Blanchefort. El cuarto gran maestro de los templarios, Bertrand de Blanchefort, vivió allí en el siglo doce.
– Tu agente inmobiliario no tendrá problemas para decir que se trata de una buena zona, si alguna vez se te ocurre deshacerte del castillo.
MacMullin se ríe cortésmente.
– En la Edad Media había aquí mucha densidad de población. Hay quien opina que en torno a Rennes-le-Cháteau vivían cerca de treinta mil personas. La región estaba cerca del Mediterráneo y las rutas comerciales, cerca de España e Italia; bueno, era una parte de Francia que estaba bien ubicada para casi todo.
– ¿Pretendes ofrecerme el castillo a precio de saldo? ¿O intentas contarme algo?
MacMullin se acerca al muro y se sienta entre dos almenas.
– En la década de los sesenta, una revista francesa publicó una historia que despertó el interés de los lectores capaces de leer entre líneas. El artículo contribuyó a que un puñado de escritores seudocientíficos se pusiera a especular sobre los enigmas que podía ocultar esta zona. Esos libros han atraído a un número creciente de turistas.
– ¿ Enigmas?
– La revista contaba la historia de Bérenger Sauniére.
– El cura…
– Un hombre de treinta y tres años que llegó a Rennes-le-Cháteau para ser el cura del pueblo en junio de mil ochocientos ochenta y cinco.
– ¿Qué pasaba con él?
– Era un misterio por qué acabó aquí, en un apartado pueblo de apenas doscientos habitantes. Le habían augurado un grandioso futuro durante sus estudios. Debió de suceder algo. Probablemente provocó a sus superiores, ya que lo mandaron a este lugar.
– Bueno, esto es bastante bonito.
MacMullin se apoya contra el muro.
– Entre mil ochocientos ochenta y cinco y mil ochocientos noventa y uno, Sauniére tuvo unos ingresos modestos, lo justo para vivir decentemente. Al fin y al cabo, aquí no había mucho en que gastar el dinero. -Le echa una mirada al despoblado territorio-. Sauniére era un cura muy activo. Empezó a estudiar la historia local con ayuda del cura del pueblo vecino, al abad Henri Boudet de Rennes-les-Bains.
Me indica con el dedo dónde está situado Rennes-les-Bains. Una nube oscurece las colinas.
– Durante mucho tiempo, Sauniére quiso restaurar el templo. El edificio era del año mil cincuenta y nueve, pero ya entonces había sido erigido sobre los fundamentos de una iglesia del siglo séptimo. En mil ochocientos noventa y uno, Sauniére dio comienzo a la restauración. Pidió prestada una pequeña cantidad de dinero a la caja del pueblo y se puso en marcha. Una de las primeras cosas que hizo fue quitar las piedras del altar. Entonces descubrieron dos columnas, y una de ellas estaba hueca. Dentro encontraron cuatro rollos de pergamino metidos en tubos de madera sellados. Se dijo que dos de los pergaminos contenían tablas genealógicas. Se dijo que los otros dos contenían documentos transcritos en mil setecientos ochenta por el predecesor de Sauniére, el abad Antoine Bigou. Bigou era también cura de la corte de la familia Blanchefort, que antes de la Revolu ción francesa era una de las mayores terratenientes de la zona. Los documentos de Bigou provenían del Nuevo Testamento. Eran copias. Pero el texto ofrecía un aspecto bastante absurdo. No había espacio entre las palabras, y había letras superfluas resaltadas y esparcidas por todo el texto de un modo aparentemente casual. Como si portaran un mensaje oculto. Algunos de esos escritos que parecían codificados no se dejaban descifrar, ni siquiera con los ordenadores modernos. Tampoco Sauniére entendía el texto ni los códigos. Pero sí entendió que había
encontrado algo que podía ser importante. Le llevó los pergaminos a su superior, el obispo de Carcassonne, que les echó un vistazo y, por su propia cuenta, mandó a Sauniére a París para que viera a los religiosos más destacados. Se quedó tres semanas en París. Lo que pasó allí sigue sin estar claro. Pero el cura pobre de pueblo fue introducido en los círculos más exclusivos. Se rumoreaba que entabló una relación con la célebre cantante de ópera Emma Calvé. Ella vino aquí a verlo en varias ocasiones en los años siguientes. Después de su estancia en París, él regresó a Rennes-le-Cháteau y prosiguió con la restauración de la iglesia. Lo inexplicable, sin embargo, era lo rico que se había vuelto. La financiación para renovar el templo había dejado de ser un problema. Entabló correspondencia con gente de dentro y fuera del país. Se implicó en negocios. Encargó construir una carretera moderna hasta Rennes-le- Cháteau. Compró exquisitas porcelanas, coleccionaba sellos valiosos, reunió una formidable colección de libros. Montó un zoológico y un naranjal. Derramaba dinero y alegría sobre los miembros de su congregación. Recibía visitas de grandes hombres del país y del extranjero. Lo creas o no, hasta su muerte en mil novecientos diecisiete, le dio tiempo a gastar varias decenas de millones de coronas. ¿De dónde salía el dinero? Él se negaba a responder. Un obispo joven y desconfiado intentó trasladarlo, pero él hizo algo tan inaudito como negarse. Fue víctima de maliciosas acusaciones y se le suspendió de su cargo. Pero entonces intervino el mismísimo Vaticano y volvieron a nombrarlo cura del pueblo. El diecisiete de enero de mil novecientos diecisiete tuvo un ataque. Murió algunos días más tarde. Pero, todavía, la gente de este pueblo se pregunta: ¿de dónde surgió su repentina riqueza?
MacMullin se levanta de las almenas y viene hacia mí.
– Supongo que intuyes la conexión. Y te estarás preguntando qué contenían los rollos de pergamino que encontró en el hueco de la columna bajo el retablo. ¿Qué ponía en los documentos que llevó a París… antes de que la fortuna transformara al cura de pueblo, que en tiempos fue tan pobre, en un hombre pudiente y con secretos?
– No tengo ni idea -digo-. Pero es verdad que me planteo esas preguntas.
– Ya me lo imaginaba. Eres curioso por naturaleza.
– Y sin duda conoces las respuestas.
Me coge del brazo como si se estuviera mareando, pero me suelta inmediatamente.
– Pero no piensas contármelo -apunto.
– Los pergaminos contenían, de forma codificada, una genealogía, una tabla o un árbol genealógico, si quieres, que seguía las líneas de la realeza hasta el comienzo de nuestro cálculo del tiempo. Y contaban también cómo habían de ser interpretadas las líneas genealógicas.
– ¿Una tabla genealógica real?
– Nombre por nombre. Rey por rey. Reina por reina. País por país. De siglo en siglo.
– ¿Tiene eso algo que ver con tus insinuaciones de anoche? ¿Sobre la crucifixión de Jesús?
– Ésa supongo que sería una conjetura completamente insensata.
Agarrándome con firmeza del brazo, me lleva de vuelta hacia la puerta.
– Pero los documentos encontrados en mil ochocientos noventa y uno en la iglesia contienen otro conjunto de informaciones más -continúa-. No sabemos de dónde proceden. No sabemos quién guardó esas informaciones ni cómo fueron transmitidas. Pero nos dieron las primeras pistas sobre dónde se había metido la reliquia sagrada. Nos dieron la clave para seguir buscando. Y por eso, nueve años más tarde, se fundó la SIS. Resultado directo de la información codificada. Por fin teníamos pistas concretas. Sabíamos más sobre dónde buscar el cofre. Sobre el octógono. Pero, a pesar de todo, nos llevó casi cien años lograrlo.
Cierra la puerta con una enorme llave, y la cerradura cruje por el óxido.
– En sentido estricto -le digo cuando bajamos las escaleras-, es algo pronto para decir que lo habéis logrado.
***
Mamá siempre me arrastraba a misa en Nochebuena. En medio del Pato Donald de la televisión sueca, llegaba tarareando, con sus pantorrillas de nailon brillante, en una nube de risa y perfume, y empezaba a arreglarse para ir a misa. «Las tradiciones nos hacen falta», solía decir. Se le dan bien los tópicos. Nunca entendió que, para mí, los dibujos animados eran una tradición más importante que la iglesia. Cuando nevaba, las campanas repicaban y el viento movía las llamas de las antorchas sobre las tumbas; no niego que la experiencia generara en mí cierto espíritu navideño. Pero no tanto como Donald.
Lo mismo pasaba antes de todas las vacaciones de verano. Pero en ese caso bajo la dirección de la escuela infantil. En grupos por clases, nos obligaban a ir a misa. Nunca he sido cristiano, pero debajo del imponente retablo en que Jesús abría los brazos, hipnotizado por el órgano, la voz y las amonestaciones del sacerdote, juntaba obedientemente las manos. En momentos como ése despertaba el creyente que hay en mí; una pequeña criatura contrahecha que busca consuelo donde pueda encontrarlo.
El éxtasis religioso me duraba unos quince minutos. Luego el verano cogía el testigo.
Más tarde busqué otros modos de paliar los anhelos de la criatura contrahecha. Al hacerme mayor, encontraba el mismo consuelo entre los muslos de una mujer. El deseo de ser abrazado por el calor y la ternura de alguien a quien le importes y que tenga ganas de estar contigo. En toda su patética sencillez.
Estoy tumbado en la cama. Todo está oscuro. La cara y las manos me escuecen y pican.
El cuarto es grande, está vacío y silencioso.
Una idea me ronda la cabeza. Como una mosca que no se queda nunca quieta. La idea es ésta: ¿hay sólo una verdad?
No quiero creer en las conspiraciones de MacMullin. Me van demasiado grandes. Son demasiado irreales. Crucifixión, cruzados, templarios, castillos medievales, dogmas, misteriosos masones, formidables fortunas, tesoros ocultos, secretos atemporales. Ese tipo de cosas no pertenecen a la realidad. Al menos no a mi realidad. ¿De verdad han conseguido mantener un secreto durante dos mil años? No puedo concebir que sea posible.
En algún sitio del castillo, aunque casi no se oye, suena una pesada puerta.
Capa por capa, MacMullin va pelando las mentiras y las pistas falsas y va sacando el núcleo a la luz. Pero ¿es también el núcleo un espejismo?
No sé si MacMullin está mintiendo. No sé si él mismo cree estar diciendo la verdad. O si realmente la está diciendo.
Eso mismo pensaba siempre sobre el sacerdote. Mientras estaba ahí sentado, sobre el duro banco de madera, mirando hacia el pulpito, cavilaba sobre si realmente se creía todo lo que decía. O si al sacerdote también se le colaba la duda, dejándole algo carcomida la esperanza de que todo fuera, en la tierra y en el cielo, tal y como él predicaba.
***
Llevo un rato dormitando cuando se abre la puerta y oigo los pasos ligeros de Diane a través del biombo.
Debo de estar en vías de recuperación. Lo primero que pienso es que ha venido a echar un polvo rápido. Me incorporo sobre los codos. Estoy más que dispuesto a jugar el papel del paciente desamparado en manos de la enfermera voluptuosa. En mis fantasías, soy partidario de todo corazón de la mayoría de los fetichismos oscuros.
Pero ella tiene la cara triste. Se deja caer pesadamente sobre la silla. No quiere encontrarse con mi mirada. Algo la está torturando.
– ¿Diane?
– Tenemos que hablar.
Yo espero un rato a que siga.
– Papá me ha contado que… -comienza. Luego se calla.
Con movimientos cuidadosos, me levanto y me visto. Sin mirarme, ella me coge de la mano, con ternura, como si tuviera miedo de hacerme daño, y salimos juntos de la habitación, bajamos las escaleras y salimos a la arboleda.
Está oscuro. Una farola ha atraído un enjambre de insectos a los que no quiere soltar. La brisa es fresca y supone un alivio para mi piel, que no deja de cosquillear y arder todo el rato. Pienso: «Diane quiere contarme algo que yo no quiero saber.»
Me conduce por un sendero de gravilla hasta llegar hasta un banco junto a un estanque en el que hace mucho que el musgo ha tomado el poder y acallado las fuentes. El agua huele a podrido.
– Bjorn -susurra-. Tengo que contarte algo.
Su voz alberga algo desconocido.
Me siento en el banco. Ella se queda de pie ante mí con los brazos cruzados. Me recuerda a la hermosa estatua blanca, La monja solitaria, que hay en el jardín del monasterio de Vaerne.
De pronto lo entiendo. ¡Está embarazada!
– Lo he estado pensando -dice. Su respiración es frágil-. Al principio no quería. Pero es lo correcto y lo que está bien. Que te lo diga tal y como es. Que tú lo entiendas.
Yo sigo callado. Nunca he pensado en mí mismo como padre. La idea me resulta extraña. Entonces tendremos que casarnos. Si es que ella me quiere. ¿Y quiere? Me imagino al feliz matrimonio, Bjorn y Diane, rodeados de pequeñines gateando y babeando.
Ella me había soltado la mano, pero ahora se sienta y me la agarra con demasiada fuerza. «¿Vamos a vivir en Oslo o en Londres?», pienso yo. Me pregunto si será un niño o una niña. Le miro la tripa plana. El siguiente pensamiento: «¿Cómo puede saber que está embarazada habiendo pasado tan poco tiempo?»
– Algunas veces -dice-, te enteras de cosas que preferirías no haber sabido nunca.
– Aunque eso no lo sabes hasta que es demasiado tarde. Porque hasta que no sabes, no te das cuenta de que no querías saber.
Creo que no me está escuchando. La verdad es que ha sonado bastante críptico.
– Se trata de mi madre -añade.
En el agua estancada, una rana se pone a croar. Intento avistarla, pero es sólo un sonido.
– ¿Qué pasa con ella? -pregunto.
Diane solloza. La rana le responde tentativamente desde el estanque.
– Es curioso que tuviera que conocerte a ti para averiguar quién es mi madre.
– ¿Qué tengo yo que ver con tu madre?
Diane cierra los ojos sin responder.
– Creía que tu madre estaba muerta.
– Eso creía yo también.
– ¿Pero?
– Nunca me dejaron conocerla. Ella no quería saber nada de mí.
– No entiendo. ¿Quién es?
– Quizá puedas imaginártelo. Tú la conoces.
Intento leer su rostro.
Lo primero que pienso es: «¿Mamá?»
Después: «¿Grethe?»
– ¡MacMullin estuvo saliendo con Grethe! -exclamo-. ¡En Oxford!
Ella se queda callada.
Ahora es mi respiración la que ha empezado a cornear y golpear.
– ¿Es Grethe tu madre?
La rana se ha movido. El ruido proviene ahora de otro sitio. ¿O quizá por fin le esté respondiendo otra rana?
– Hay algo más. Soy la única hija de mi padre. Su único descendiente.
– ¿Y?
Sacude la cabeza.
– ¿Qué más da eso para nosotros? -digo.
– Eso lo da todo. ¡Todo!
– Explícate.
– Verás, papá no es…
Pausa.
– ¿No es qué? -pregunto.
– Cuando él muera, yo…
Pausa.
– ¿Sí? Cuando él muera, ¿tú qué?
Se contiene.
– No puedo evitarlo. Créeme. Pero así es.
– No entiendo.
– Jamás funcionaría -dice.
– ¿Qué es lo que jamás funcionaría?
– Tú. Yo. Nosotros.
– Chorradas, no hay nada que no podamos arreglar entre nosotros.
Ella niega con la cabeza.
– Creía que ibas en serio, Diane.
– ¿Sabes…? Cuando nos conocimos, eras tan diferente…, tan tentador… completamente distinto de todos los demás hombres que he conocido. Lo que sentía entonces era… algo real. Algo que no había sentido antes, no del mismo modo. Pero luego llegó papá y lo estropeó todo.
– Pero tú seguiste. Fuiste por mí.
– Pero no para complacerlos. Todo lo contrario. Para desafiarlos. Intenta comprenderlo, Bjorn. Si te he usado, ha sido por mí. Por rebeldía. Porque me importas. Porque quería demostrarles que no soy parte de su juego. Pero, a pesar de todo… -Sacude la cabeza.
– Podemos lograr que funcione, Diane. Podemos dejar todo esto a nuestras espaldas.
– Nunca funcionará. Nos lo han estropeado todo.
– Pero, de todos modos, ¿no podríamos…?
– No, Bjorn. -Se levanta de golpe-, Así son las cosas. -No me mira-. Lo siento.
Me mira a los ojos, sonríe brevemente, con tristeza.
Luego se da la vuelta y baja a toda prisa por el sendero. Lo último que oigo de ella son sus pasos crujiendo en la gravilla.
Al morir papá, hubo muchas discusiones entre mamá y la funeraria sobre si el ataúd debía estar abierto o cerrado en la capilla durante el funeral. El señor de la funeraria nos aconsejaba que cerráramos el ataúd. Para que pudiéramos recordarlo tal y como había sido. Sólo cuando mamá se negó a rendirse, el hombre se vio obligado a ponerse desagradable.
– Señora, cayó desde treinta metros de altura, directamente sobre las piedras.
Mamá no parecía comprender. Estaba un poco fuera de sí.
– ¿No podrían maquillarlo? -propuso.
– Señora, no lo entiende. Cuando un cuerpo choca contra las piedras tras una caída de treinta metros…
Al final el ataúd estuvo abierto.
La capilla estaba adornada con flores, un organista y un violinista tocaban salmos. Junto a una puerta trasera había cuatro hombres de la funeraria. Mantenían un gesto profesional y aspecto de ir a echarse a llorar en cualquier momento. O a reír.
El ataúd estaba en alto en medio del recinto.
Adagio. Frágiles notas en el silencio. Sollozos callados. La tristeza se entretejía con la música.
Le habían juntado las manos, que estaban enteras, y le habían metido un ramo de flores silvestres entre los dedos. Lo poco que se veía de la cara brillaba a través de un agujero oval que habían hecho en el paño de seda en que estaba envuelta la cabeza. Para ahorrárnoslo. Debieron de trabajar mucho con él. Intentado recrear su aspecto con algodón y maquillaje. A pesar de todo, estaba irreconocible. No era papá el que yacía allí tumbado. Cuando le toqué los dedos, estaban tiesos y helados. Recuerdo que pensé: «Es como tocar un cadáver.»
***
Mañana. La luz es tenue. Los colores aún no han despertado en las colinas.
Entumecido de cansancio, estoy sentado con los codos sobre el marco de la ventana. Me he pasado toda la noche mirando fijamente el gran vacío negro y he visto cómo la oscuridad se disolvía en una pálida claridad, he visto el baile de los murciélagos contra las estrellas. Desde el amanecer, los pajarillos han estado canturreando y revoloteando en el árbol del otro lado de la ventana. Como flechas, han perseguido a los insectos hasta las alturas. Abajo, en el patio, un gato negruzco se para y se estira satisfecho. Una furgoneta adormilada traquetea carretera abajo
cargada con fruta y verdura.
Diane se ha marchado. La he visto irse. En medio de la noche alguien le ha llevado las maletas al minibús y se la ha llevado. Durante varios minutos he estado siguiendo con la mirada la lenta bola de luz hasta que la ha absorbido la oscuridad.
***
– ¿Has tenido alguna vez la impresión de que nada en esta vida es tal y como te lo imaginas?
Está sentado a la luz de las llamas, ante la chimenea de la biblioteca. Es de noche. Un neanderthal de prietas mandíbulas y ojos esquivos ha ido a buscarme al cuarto y me ha llevado en silencio a través de los corredores del castillo hasta lo que MacMullin, con exagerada modestia, llama el «rincón de lectura».
Las paredes de la gran sala están cubiertas de libros. Miles y miles de libros antiguos, desde el suelo hasta el techo; un mosaico de lomos amarillentos y carpetas con sinuosos títulos en latín y griego, francés e inglés. El recinto huele a polvo, a cuero y a papel.
MacMullin ha servido dos copas de jerez. Brindamos sin mediar palabra. Los leños del fuego crepitan y chisporrotean.
Él carraspea.
– He oído que has hablado con Diane.
Yo miro las llamas.
– Grethe es su madre.
– Así es.
– Tenemos mucho en común, tú y yo.
– Siento que tuviera que acabar de esta manera. Contigo. Con Diane. Y… todo…
– ¿Por qué te llamas MacMullin?
Me mira sorprendido.
– ¿Cómo te gustaría que me llamara?
– Eres de vieja estirpe francesa. ¿Por qué tienes un nombre escocés?
– Porque me gusta como suena.
– ¿Así que no es más que un apodo?
– Tengo muchos nombres.
– ¿Muchos? ¿Por qué? ¿Y por qué escocés? -repito.
– Es el nombre que más me gusta. Uno de mis antepasados, Francisco II, se casó con María Estuardo, que creció en la corte francesa y tenía fuertes vínculos con Francia. Supongo que sabes de historia. Antes de morir repentinamente, tuvo una aventura con una distinguida dama del poderoso clan escocés de los MacMullin.
Le da un sorbito al jerez. Ente nosotros vibra una membrana invisible de inseguridad mutua. MacMullin desaparece dentro de sí mismo. Yo mando mi mirada y mi atención de paseo por la gran sala.
Al final tengo que rendirme a la presión del silencio.
– ¿Me has pedido que venga? -pregunto.
Su mirada encuentra la mía con un brillo juguetón. Como si intentara ver hasta qué punto puede forzar mi paciencia.
– Ayer te hablé de los pergaminos que encontró el cura Bérenger Sauniére al restaurar la vieja iglesia.
– ¿Y esta noche? -inquiero, riendo desafiante. Me siento transportado a Las mil y una noches. Aunque Sherezade debía de ser más mona que MacMullin.
– Esta noche quiero contarte lo que revelaron los pergaminos.
– ¿Algo sobre un árbol genealógico?
– Una genealogía. Y otra cosa más. -Inspira profundamente, retiene el aire y lo suelta a través de los labios. Suena como si todo fuera un único gran suspiro-. Pistas sobre lo que realmente ocurrió.
– ¿Realmente?
Se frota las manos con vehemencia, como si estuviera tratando de arrancarse un par de guantes invisibles.
– El otro día te conté algo que debió de costarte mucho aceptar.
– ¿Te refieres a la crucifixión?
Él no responde inmediatamente. Es como si no quisiera desvelar nada en absoluto.
– La crucifixión de Jesús es tanto un acontecimiento histórico como un símbolo religioso. El cristianismo se fundamenta sobre el dogma de que Jesús resucitó de entre los muertos.
– MacMullin -pregunto, inclinándome hacia delante en la silla-, ¿cuál es tu fe?
Él hace oídos sordos a la cuestión y continúa:
– Si Jesús no murió en la cruz, y si la resurrección es una mentira, bueno, ¿quién era entonces?
– Un revolucionario. Un predicador. Y un gran filósofo humanista – propongo-. Ya hemos pasado por todo eso.
– Pero no una divinidad -completa él-. Desde luego, no el hijo de Dios.
– Debes de ser judío.
– Mi fe no tiene ninguna importancia. No pertenezco a ninguna Iglesia. Creo en una fuerza que no se deja describir ni atrapar entre solapas. Y que desde luego no es propiedad ni de curas ni de profetas. -Niega con la cabeza-. Pero lo que yo creo, y por qué, podemos discutirlo otra noche.
– Explícame por qué piensas que Jesús sobrevivió a la crucifixión.
MacMullin mira las facetas de la copa de jerez a contraluz y la gira.
– Estoy tentado de invertir la pregunta.
– Quieres decir… ¿por qué murió?
– Más bien… ¿por qué murió tan rápido?
– ¿Rápido?
Deja la copa sobre la mesa baja y redonda que hay entre nosotros.
– En los evangelios no hay nada que apoye que las heridas causadas a Jesús, que eran sólo en la carne en realidad, fuesen a producirle una muerte rápida.
– ¡Lo crucificaron! -exclamo-. ¡Lo clavaron a una cruz! ¡Lo torturaron! ¿Por qué no iba a morir rápidamente?
MacMullin junta las yemas de los dedos y presiona.
– Todo creyente, todo médico, todo historiador tiene derecho a su propia opinión. Pero es indudable que, a no ser que estés muy enfermo, o tengas profundas heridas internas, se tarda mucho en morir. El cuerpo es un organismo recio. Todas sus partes están preparadas para vivir.
– Por lo que puedo recordar, Jesús estuvo colgado de la cruz durante horas.
– Eso no significa nada. Pasaban días hasta que la muerte liberaba a los crucificados. A menudo muchos días. A no ser que los guardianes tuvieran la misericordia de romperles las piernas o darles un golpe de gracia con la lanza.
Intento representarme el dolor.
– Para que comprendas el hilo de mis pensamientos -continúa-, has de saber cómo ejecutaban los romanos sus crucifixiones. Todo seguía un esquema rutinario.
– No estoy seguro de querer escucharlo.
– En el verano de mil novecientos sesenta y ocho, un grupo de investigadores dirigido por un arqueólogo llamado Tzaferis encontró cuatro cuevas usadas como tumbas cerca de Giv'at ha-Mivtar, al norte de Jerusalén. En las cuevas había treinta y cinco esqueletos. Los enterramientos se habían realizado desde finales del siglo segundo antes de Cristo hasta el año setenta. Cada esqueleto contaba su horrorosa historia. Un niño de tres años recibió un disparo de flecha en la cabeza. Un adolescente y una mujer algo mayor fueron quemados hasta la muerte. A otra mujer, de unos sesenta años, le aplastaron el cráneo. Otra, de unos treinta años, murió en el parto; los restos del feto seguían en su pelvis. Pero lo más interesante era un hombre al que habían crucificado.
– ¿Jesús?
– No, eso hubiera causado sensación. Nuestro hombre debía de ser algo más joven. Pero el hombre, que según la lápida se llamaba Jehohanan, fue crucificado en el mismo siglo que Jesús. Y no sólo prácticamente al mismo tiempo, sino también en el mismo sitio, cerca de Jerusalén, y lo hicieron los romanos. Por eso podemos suponer que la crucifixión de Jesús tuvo muchos rasgos comunes con ésta.
– Preferiría no tener que oír los detalles.
– El método de ajusticiamiento era horroroso. Indescriptiblemente brutal. Tras el juicio, la víctima era azotada y debilitada. Después le fijaban los brazos, ya fuera con cuerdas o clavos, a una pesada viga de madera que le ponían en horizontal sobre la nuca y los hombros. Se le obligaba a llevar esa viga hasta el lugar de la ejecución, donde se colocaba el madero sobre un poste vertical.
MacMullin apoya las manos sobre los muslos y cierra inconscientemente los puños.
– Lo interesante de Jehohanan es que el segmento inferior del hueso del antebrazo mostraba signos de que un clavo lo había rozado. En otras palabras: no fue clavado a la cruz a través de las manos, sino por el antebrazo. La palma de la mano no soporta el peso de un hombre adulto. Después presionaron y doblaron las piernas de Jehohanan de tal modo que las rodillas sobresalían del poste. Introdujeron un clavo a través de los dos talones. Los investigadores suponen que la cruz tenía un pequeño soporte sobre el que Jehohanan podía descansar el trasero. En otras palabras, estaba colgado de un modo muy poco natural y retorcido.
MacMullin le da un sorbito al jerez. Miramos las llamas de la chimenea.
– Estar colgado de los brazos hacia delante, de ese modo, dificultaba la respiración. Astutamente, los verdugos alargaban a menudo el sufrimiento dejando que los pies o el trasero del crucificado pudiera apoyarse sobre algo. Así quedaba más de pie que colgado, si me entiendes. Con un soporte para los pies, un hombre podía seguir vivo en la cruz durante un día o dos, a veces hasta una semana. -MacMullin me mira y traga saliva-. No creo que haya un modo más inhumano de ajusticiar que ése. Las víctimas no morían de dolor ni de hemorragia. ¡Morían por agotamiento, por sed, por asfixia o por envenenamiento de la sangre! -Se frota los pómulos con la yema de los dedos mientras se sobrepone-. A veces los verdugos se apiadaban de los condenados. Paradójicamente, rompiéndoles las piernas. Era un modo de ayudarlos a morir. Porque con las piernas rotas no podían mantener el cuerpo erguido y se ahogaban. Eso le pasó a Jehohanan. Mientras colgaba de la cruz, le partieron las piernas. Por su propio bien.
– ¿Y Jesús?
– Los pies de Jesús estaban fijados a la cruz. Tenía buen apoyo para el cuerpo. Pero a pesar de todo sólo estuvo colgado unas horas antes de morir. No hay razones médicas para que muriese tan pronto. Nada en la descripción de la Biblia indica que la tortura a la que fue sometido, los latigazos, la corona de espinas, los clavos, los pinchazos de las lanzas… pudiera llevar por sí misma a una muerte rápida.
– ¿Por qué no? -lo interrumpo-. ¿No podía estar tan debilitado por la tortura que simplemente no soportó la crucifixión?
– Los romanos tenían cierta experiencia en estas cosas. Incluso Poncio Pilato se sorprendió de lo deprisa que había muerto Jesús. Estaba tan desconcertado que convocó a un oficial para que confirmara su muerte.
Me retuerzo en la silla. No sé hasta qué punto debo dejarme arrastrar por el extraño entusiasmo de MacMullin, o si se trata de otra pista falsa para confundirme y ocultar la verdad.
Él se levanta y se acerca a la chimenea. Se da la vuelta y cruza los brazos.
– ¿De qué pudo morir Jesús tan rápidamente? No por haber sido clavado en la cruz. No por las heridas de lanza en el costado, que según las Escrituras le fueron inflingidas después de su muerte. La única causa plausible es, como has dicho tú, el agotamiento por los sufrimientos previos a la crucifixión. Pero Jesús era un hombre joven, sano y fuerte. Era demasiado resistente para que sea verosímil que muriese de agotamiento.
– Siempre he pensado en la crucifixión como algo especialmente horroroso. Algo que te quita la vida de forma veloz y dolorosa.
MacMullin suspira a fondo.
– Horrible sí. Pero rápido no. Todo lo contrario. La crucifixión era un método de matar largo y angustioso.
Vuelve a sentarse en la silla y vacía la copa de jerez de un solo trago.
– Una cosa más: a Jesús le dan de beber de una esponja con vinagre justo antes de expirar. ¿Vinagre? ¿Porqué? El vinagre es una bebida estimulante que se usaba para mantener conscientes a las víctimas. En vez de morir, debería haberse espabilado al tomarlo. -Gira la copa vacía entre los dedos-. Pero es ahora cuando podemos empezar nuestro juego mental, nuestro experimento intelectual. -Durante algunos segundos se pierde en un monólogo interno-. Imagínate que la esponja no contiene vinagre, sino algo completamente distinto. Por ejemplo una sustancia anestésica, narcótica. Una sustancia que provoque que Jesús se desmaye, se derrumbe. Para todos los que estaban presentes, parecería una muerte repentina.
Intento imaginármelo. Pero sigo sin saber qué pensar.
MacMullin se reclina en la silla y me contempla con una precavida sonrisa en la comisura de los labios. Como si entendiera a la perfección lo que me pasa por la cabeza en estos momentos.
– Las preguntas se agolpan una vez que empiezas a leer los evangelios con mirada crítica. Según la Biblia, la crucifixión tuvo lugar en el Gólgota, que significa «cráneo». Cerca de un jardín… un jardín con un sepulcro en la montaña, que era propiedad de José de Arimatea, un seguidor de Jesús. Cualquiera no tiene un sepulcro privado en el jardín. Debía de pertenecer a la clase alta. Al mismo tiempo, la crucifixión era un método de ajusticiamiento que los romanos reservaban para la clase baja. Todo resulta bastante incomprensible. Las descripciones de la Biblia insinúan que la ejecución pudo ser de carácter privado y realizarse en terreno privado. Y que de ningún modo fue en un lugar de ajusticiamiento público. Pero el proceso fue público.
– ¿Por qué iba alguien a poner en escena una farsa como ésa?
– ¿Cómo te tomarías la afirmación de que la crucifixión fue una farsa apoyada por las autoridades? -pregunta en voz baja.
– ¿Qué quieres decir? ¿Que los romanos tomaron parte en el farol?
– ¿Por qué no? ¿Qué era Poncio Pilato sino un bandido corrupto? ¿Cómo de difícil crees que era sobornarlo para que hiciera la vista gorda con una crucifixión falsa? Un pequeño arreglo que, de paso, le resolvía todos los problemas que tenía con ese agitador judío, Jesús.
Pongo los ojos en blanco, pero él no lo ve.
– Debemos mirar las circunstancias que rodean la crucifixión desde la imagen de Jesús que tenían sus contemporáneos. ¿Quién era él para ellos? ¡Un agitador político! ¡No una divinidad! Recuerda que los autodenominados profetas florecían en aquel tiempo. Predicadores, dicentes de la verdad, faquires, adivinos… Uno de cada dos charlatanes era capaz de realizar milagros.
– ¿Y por qué seguimos adorándolo? Algo debía de diferenciarlo de la multitud.
– Tenía la palabra en su poder. ¡La palabra!
– ¿Y eso era todo?
– Su palabra era distinta. Su imagen de los hombres era distinta. Creó una nueva visión del mundo, con la dignidad humana como centro de la existencia. Jesús era sabio. Suave. No amenazaba a sus seguidores para obtener su obediencia, como los profetas del Juicio Final del Antiguo Testamento. Introdujo el evangelio del amor. Nos enseñó la bondad. La virtud. El amor al prójimo. Y de ninguna de estas cosas, dicho con todo el respeto, había mucho en aquel tiempo.
– Pero no era, como has señalado, el único profeta.
– Eran muy pocos los que creían que Jesús era el Mesías del Viejo Testamento. Los judíos no lo querían. Contradecía a los letrados. Atacaba antiquísimas enseñanzas judías. Fue la posteridad, conducida por los apóstoles y los evangelistas, la que creó la imagen de un Jesús divino adornando la historia de su vida y enseñanza, escribiendo los evangelios a medida para sus lectores y su contemporaneidad. Tachaban, añadían. Otros tacharon y añadieron aún más. ¿Por qué tendríamos que fiarnos de unas copias de copias tan antiguas y poco contrastables? No hay ninguna documentación escrita sobre Jesús que sea de su propio tiempo. Todo aquello a lo que podemos atenernos está escrito con posterioridad.
– Hablas y hablas. Nada de lo que dices confirma que la crucifixión fuera un farol.
– ¡Pero es que no fue ningún farol! -Se inclina hacia mí-. ¡Escucha lo que te estoy diciendo! La crucifixión se ejecutó. Lo que trato de explicarte es que tuvo unas consecuencias muy distintas a las que cuenta la historia bíblica.
– ¿Y una afirmación tan absurda la basas en simples indicios?
MacMullin se ríe a carcajadas.
– ¡Qué difícil eres! ¡Eso me gusta! No intento demostrar mi afirmación. Yo conozco la verdad. Intento mostrarte cómo parte de la Biblia y de las paradojas de la historia cobran sentido cuando se las mira desde un nuevo punto de vista.
– ¿Un nuevo punto de vista? ¿Cuál? ¡No entiendo nada de nada!
Los ojos le brillan risueños. -Permíteme que te ponga otro ejemplo.
– ¿Una prueba?
– Un indicio. Tras la crucifixión, Poncio Pilato rompió todas las reglas romanas al permitir que Jóse de Arimatea se llevara el cadáver de Jesús. En la traducción griega de la Bi blia, José pide que se le entregue el soma: un cuerpo vivo. Pilato responde ptoma: un cadáver. ¿Cómo surgió esa interpretación?
– ¿Me lo preguntas a mí? No sé gran cosa de traducciones de la Biblia.
– ¿Por qué iba Pilato a permitir que se entregara el cadáver de Jesús a uno de sus seguidores? ¡Corrían el riesgo de convertirlo en un mártir! Muchas veces a los crucificados ni siquiera se los enterraba. Al contrario, muchas veces se los abandonaba a las fuerzas de la naturaleza y a los pájaros. Para los romanos, Jesús era ante todo un molesto rebelde. Un agitador que querían borrar de su presente y de la atención del pueblo. La afirmación de que era hijo de Dios la veían sobre todo como una curiosidad. Los romanos tenían sus propios dioses. No entenderían bien por qué el Jehová de los judíos iba a criar a su hijo humano con una chica pobre prometida a un carpintero. Toda la tradición contradecía la amabilidad que los romanos mostraron tras la crucifixión de Jesús… a no ser que algunos hombres poderosos hubieran comprado y pagado a Poncio Pilato.
– Pareces estar muy seguro.
– Tú mismo has visitado el Instituto Schimmer. Hay otros manuscritos, testimonios, documentos secretos que insinúan lo que pudo haber pasado. Pero incluso en los textos conocidos podrás encontrar huellas que apoyen esta teoría.
MacMullin se acerca a la estantería y saca una Biblia encuadernada en piel roja.
– Busquemos en el Evangelio según Marcos -dice; se humedece las puntas de los dedos y pasa las páginas-. Fue el primero que se escribió. En los más antiguos manuscritos originales, copias, la historia termina con que Jesús muere y es llevado a su tumba. Cuando las mujeres llegan al sepulcro, está abierto y vacío. Su cuerpo ha desaparecido. Un misterioso hombre vestido de blanco, ¿un ángel?, les dice que ha resucitado. Ellas huyen despavoridas. Se les ha metido el miedo en el cuerpo y no le cuentan a nadie lo que les ha pasado. Eso escribe Marcos. Y es todo un misterio cómo pudo entonces enterarse del incidente. Pero eso no era un final feliz como el que exigía su tiempo. Nadie aceptaba un final sin sentido como ése. ¿Y qué hicieron? Lo cambiaron. Escribieron otro.
– ¿Quiénes?
– ¡Los autores! ¡Los otros evangelistas!
Con frenético entusiasmo pasa las páginas hasta el capítulo 16 y lee en alto:
Pasado ya el sábado, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé compraron sustancias aromáticas para ir a ungirlo. Y muy de mañana, en el primer día de la semana, van al sepulcro apenas salido el sol. Iban diciéndose entre ellas mismas: «¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?» Pero levantando la vista ven que la piedra, que era muy grande, estaba ya retirada. Y cuando entraron en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la parte derecha, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad, éste es el lugar donde lo pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os dijo él.» Ellas salieron corriendo del sepulcro, porque estaban sobrecogidas de temor y espanto. Y nada dijeron a nadie porque tenían mucho miedo.
MacMullin alza la vista.
– Aquí termina el Evangelio según Marcos.
– ¡Pero si hay más!
– Sí. Hay más. Pero no fue Marcos quien lo escribió. El primer evangelista, aquel en quien se basaron los otros, concluye su relato con la promesa del Jesús resucitado. ¿Ves lo natural que resulta que la historia acabe aquí? Pero la posteridad no estaba satisfecha con este final. Querían algo más concreto. ¡Un final con garbo! Con promesas y esperanzas. Por eso alguien añadió el resto. Y fíjate en la ruptura de estilo, lo añadidos y breves que resultan los últimos versículos:
Habiendo resucitado al amanecer, en el primer día de la semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios. Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con él, que estaban sumidos en la tristeza y el llanto. Ellos, cuando oyeron decir que vivía y que lo había visto ella, se resistieron a creer.
– Date cuenta -señala MacMullin-. No la creyeron cuando contó lo que había visto. Y hay más:
Después de esto se manifestó, bajo otra figura, a dos de ellos, que iban de camino a un caserío. Entonces éstos regresaron a dar la noticia a los demás. Pero tampoco a ellos los creyeron.
– Y esto es llamativo -apunta MacMullin-. Porque el propio Jesús había,
anunciado su retorno. Sus más allegados lo aguardaban. Esperaban que volviera. Eso dice la Biblia. Entonces, ¿por qué ninguno de sus más cercanos seguidores lo cree cuando pasa? Jesús cumple lo que ha prometido… ¿y ninguno de sus discípulos lo cree? ¡Deberían haber estallado en júbilo! ¡Deberían haber loado al Señor! Pero no, ¿qué es lo que ocurre? No se lo creen. ¡Lo rechazan! Si lees estos versículos detenidamente, verás cómo toda la revelación aparece como algo añadido con posterioridad. ¿Por qué? Bueno, porque han retocado los manuscritos. Los han corregido. Mejorado. Como un guión de cine. Fueron los autores y los otros evangelistas los que hicieron resucitar a Jesús, en carne y hueso, para exhortarlos a enseñar el evangelio a todo el mundo. Un final mucho más amable para los lectores; es como si Hollywood hubiera actuado de corrector.
MacMullin arrastra el dedo hasta el versículo 14 y lee:
Finalmente se manifestó a los once, mientras estaban en la mesa, y les recriminó su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber dado crédito a quienes lo habían visto resucitado. Luego les dijo: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda la creación.»
– ¿Notas cómo prende el entusiasmo en el escritor? -pregunta MacMullin-. ¿Cómo intenta llevar el relato a una cumbre, a un fulgurante clímax literario? Y después despega completamente, primero con promesas y amenazas.
El que crea y se bautice, se salvará; pero el que se resista a creer, se condenará. Estas señales acompañarán a los que crean: en virtud de mi nombre arrojarán a los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en sus manos serpientes, y, aunque beban algo mortalmente venenoso, no les hará daño, impondrán las manos a los enfermos y éstos recobrarán la salud.
MacMullin frunce la frente.
– ¿Debemos tomarnos esto literalmente? ¿Exorcismo? ¿Don de lenguas? ¿Inmunidad a los venenos? ¿Imposición de manos? ¿O estamos ante un escritor lleno de ardiente fe y exaltación que quiere elevar la historia hasta un clímax espiritual? Así termina:
«Así pues, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios.
Ellos fueron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando su palabra con las señales que la acompañaban»
MacMullin cierra el libro.
– En Marcos el final es vago, difuso, incompleto. Incluso después de que el original fuese adornado por los que copiaban y difundían sus textos, se reveló como muy pobre. Los otros evangelistas no estaban nada contentos con su relato. Así que colorearon aún más sus versiones. Querían que hubiera pathos. ¡Acción! Hacen que sea Jesús, y no un ángel, quien recibe a las mujeres en el sepulcro. Que Jesús se encuentre cara a cara con los discípulos. ¿Qué versión es la correcta? ¿Cuál cuenta la verdad? ¿Cuál lo ha entendido todo mal? Así que lo que yo me pregunto es: ¿qué es lo que saben el resto de los evangelistas que el primero de ellos, Marcos, desconocía por completo? ¿Por qué saben más que Marcos? Ninguno de ellos estuvo allí, todos disponen de las mismas fuentes donde beber. ¿Cómo pueden ser tan detallados y precisos en su descripción de la resurrección de Jesús y de su revelación… cuando el primero no lo fue en absoluto?
Puede que MacMullin pretenda que sea una pregunta. Pero yo ni siquiera intento contestar.
– Los evangelios -continúa- surgieron de la necesidad de la Iglesia primitiva de confirmar su fe en Jesús como señor resucitado de la Iglesia. El dogma de su resurrección era una premisa. Una necesidad. La requerían como fundamento de sus relatos. Porque sin la resurrección, en el fondo, no tenían ninguna religión. A los evangelistas no les interesaba demasiado el Jesús histórico. A quien describían era al espiritual. Y creían en él. Estaban convencidos de que su espíritu se hallaba entre ellos. No tenían el propósito de dar una visión histórica o cronológica de la vida de Jesús. Su único objetivo era la prédica. Convencer a sus lectores de que Jesús era el hijo resucitado de Dios. Basándose en los numerosos testimonios de que disponía la Iglesia primitiva, compusieron sus evangelios. Pero si prescindes de la resurrección en la Biblia, te quedas con historias sueltas sobre la heroica vida de un gran humanista.
Sirve jerez para los dos. Estamos sentados en silencio. Pasan los minutos.
– Así que si todo lo que me cuentas es correcto… ¿qué fue en realidad lo que sucedió? -pregunto.
El traga el jerez y chasquea la lengua para saborear los pequeños matices. Lenta y concentradamente -como si estuviera levantando una pesa de pensamiento puro y duro-, traslada la mirada desde la chimenea hasta mí.
– No es fácil darte una explicación que te resulte fiable -responde, y deja la copa sobre la mesa.
Yo asiento despacio con la cabeza.
– Cuando se nos ha machacado con cierta representación durante dos mil años de historia -dice-, es muy difícil aceptar una presentación diferente. No se está abierto a creer otra versión.
– Ya me has contado lo más importante: Jesús sobrevivió a la crucifixión.
Hasta ahora no he advertido el agotamiento que muestra MacMullin; viejo y cansado. Es como si la conversación lo hubiera dejado sin fuerzas. Tiene la piel pálida y húmeda, los ojos sin brillo.
– Algunos dirían que fue un complot -apunta. Las palabras salen despacio, pensativas-. Otros dirían que fue un golpe de ingenio. En todo caso debe de tratarse del mayor timo de la historia de la humanidad.
– Pero ¿qué le ocurrió a Jesús?
Su cara sufre una transformación. Es como si me contara algo que hubiera presenciado él mismo, pero que le cuesta recordar porque ha pasado mucho tiempo.
– ¿Que qué le ocurrió? -Se queda un buen rato callado antes de continuar-. En estado de inconsciencia, Jesús fue descolgado de la cruz y envuelto en el lienzo que más tarde se haría tan famoso y controvertido. Sin duda es su huella la que está impresa en el sudario de Turín. Un proceso químico, ni más ni menos. Aparentemente sin vida, Jesús fue llevado a la cueva. Sólo iba con él su círculo más cercano. Los que sabían que no estaba muerto. Para todos los demás, los espectadores, los soldados… era evidente que nos había abandonado.
– ¿Y entonces?
– Nadie conoce los detalles sobre lo que pasó después. No contamos más que con insinuaciones veladas en antiquísimos escritos herméticos. Pero en algún momento, cuando se consideró que era seguro, y probablemente al abrigo de la oscuridad, Jesús fue despojado del sudario, que se quedó en el sepulcro, y trasladado a un escondite secreto. Suponemos que debió de pasar varias semanas oculto, mientras las mujeres le cuidaban las heridas y lo atendían. Y, además, se encargaban de extender la historia sobre el ángel junto al sepulcro vacío.
– La historia que los evangelistas adornaron cuarenta años más tarde -completo yo.
MacMullin me observa con una mirada insondable.
– ¡Continúa!-lo apremio.
– No es mucho lo que sabemos sobre ese período de tiempo. Pero supongo que podemos presumir que fue recuperando lentamente las fuerzas. Me lo imagino detrás de un biombo en la residencia de algún hombre rico. Protegido y cuidado por sus más cercanos. Y cuando por fin estuvo sano y dispuesto… huyó de Tierra Santa.
– ¿Huyó? -Empiezo a vislumbrar una conexión hasta ahora oculta para mí.
– Su tiempo había llegado a su fin. No tenía elección, aparte de la muerte. Huyó del poder con sus seres más cercanos. Abandonó Jerusalén disfrazado, junto con María Magdalena, José de Arimatea y algunos de sus más leales y entregados seguidores. Ni siquiera todos los apóstoles conocían la huida. Se les sirvió la cortina de humo. La resurrección. La versión oficial. Y como sabes perfectamente, aceptaron el relato. Llegó a convertirse en un hecho histórico. Y en una religión.
– ¿Qué le pasó a Jesús?
– Se marchó.
– ¿Adónde?
– A un lugar en que pudiera vivir seguro.
– He leído algo sobre que pudo haber viajado hasta Cachemira y fundado allí una congregación.
– La leyenda de Cachemira es una mentira bien construida.
– ¿Qué fue entonces lo que ocurrió?
– Jesús y su grupo marcharon hacia el oeste por la carretera, hasta la costa, donde los esperaba un barco. Desde allí viajaron a un lugar seguro donde esconderse.
– ¿Cuál?
Me mira sorprendido.
– ¿Todavía no lo has entendido?
– ¿Entender qué? ¿Adónde fueron?
– Aquí. El último escondrijo de Jesús fue Rennes-le-Cháteau.
***
A veces tiene uno que recurrir a la naturaleza para reencontrarse a sí mismo. A los abejorros que desafían la aerodinámica, a los zorros que se roen la pata hasta que pueden liberarse del cepo, a los peces que se confunden con los corales para evitar ser devorados. En el reino vegetal siempre le he tenido cariño al Argyroxiphium sandwicense. Recordarás la planta a la que le dije a mi profesora que quería parecerme. La espada de plata va creciendo año tras año, pequeña y modesta, sin querer llamar demasiado la atención. Me reconozco en ella.
Lentamente se convierte en una bola de medio metro de alto cubierta de pelo plateado. Luego un tallo de dos metros surge de la bola.
Después de veinte años, florece de pronto. Un florecimiento tan exuberante que le causa la muerte.
No se puede sino admirar su terca paciencia.
***
MacMullin viene a buscarme al amanecer. Abro los ojos en medio de un sueño y en la viscosa luz tengo la impresión de que flota sobre mí como un fantasma atado a tierra.
Intento despertar. Intento entender lo que quiere. O si será parte del sueño que no acaba de soltarme.
– ¿Qué pasa? -murmuro. Las palabras se me ondulan dentro del cráneo como un eco pegajoso y chirriante.
Por primera vez parece inseguro. Se restriega el puño contra la palma de la mano izquierda.
– Bjorn… -empieza. Como si hubiera algo que prefiriera no decirme.
Me incorporo en la cama. Trato de sacudirme el sueño. La habitación se amplía en todas las direcciones. Veo a dos MacMullin. La cabeza se me cae sobre la almohada.
– Han llamado -dice.
Cierro los ojos con fuerza y vuelvo a abrirlos, vuelvo a cerrarlos y los abro de nuevo. No debo de tener un aspecto muy normal. Pero me limito a intentar despertarme.
– ¿Quién ha llamado?-pregunto.
– Se trata de Grethe.
– ¿Está…?
– ¡No! Todavía no. Pero ha preguntado por ti.
– ¿Cuándo podemos marcharnos?
– Ahora.
***
El jet privado nos espera en el aeropuerto de Toulouse. La limusina blanca de MacMullin atraviesa barreras y puestos de control y se detiene suavemente junto al Gulfstream. Pasados veinte minutos nos hallamos en el aire.
– Pronto estaremos al final del camino -dice.
Me siento en un profundo sillón junto a una gran ventana ovalada con vistas directas al cielo. La inconcebible coordinación entre la aerodinámica y el arte de la ingeniería nos ha elevado a siete mil pies de altura. El paisaje es como una colcha de retales de aguados matices y sombras.
Entre MacMullin y yo hay una mesa incrustada en el fuselaje. En el centro de la mesa hay una fuente con manzanas rojas y verdes. Me atrapa la mirada.
– Supongo que no te resulta sencillo concebirlo.
– No -respondo ambiguamente, porque no sé si se refiere a todo lo que ha contado o a Grethe-, no es del todo sencillo.
Los dos motores a reacción de Rolls-Royce del Gulfstream generan una pared trasera de estrépito constante. A lo lejos distingo un banco de nubes que parece pintura derramada en agua.
MacMullin se pela una manzana. Con un pequeño cuchillo frutero separa la piel en una única y larga espiral. Divide la pieza en cuatro y saca el corazón.
– ¿Quieres? -pregunta, pero yo niego con la cabeza-. A fin de cuentas -dice, y se mete un pedazo de manzana en la boca-, mucho en la vida está fundado sobre ilusiones. Sólo que no lo sabemos. O no queremos reconocerlo.
Vuelve a ponérmelo difícil para que conteste de un modo concreto. No sé de qué habla.
– Me queda un poco grande todo esto… -murmuro.
Él asiente y mastica.
– Tampoco espero que me creas -añade.
Al principio no respondo. Después digo:
– Quizá precisamente por eso te creo.
Se mete otro trozo de manzana en la boca. El ácido jugo de la fruta le provoca una mueca.
– Creer es una elección -afirma-. Ya se trate de creer en algo que te cuente una persona o de creer en la Palabra.
– No es fácil saber qué creer -digo evasivamente.
– La inseguridad y el escepticismo son un valor en sí mismos. Porque demuestran que se piensa.
– Es posible. Sigo sin saber qué pensar sobre todo lo que me contaste ayer.
– Tampoco espero otra cosa.
– No son nimiedades lo que quieres que acepte.
– No tienes que aceptar nada en absoluto, Bjorn. Por mí, puedes rechazar todo lo que te he contado. Con tal de que me des el cofre -añade con una risa baja.
– Das por perdida la Biblia entera.
– Pero ¿qué es en realidad la Biblia? Una colección de escritos antiquísimos sobre el espíritu de unos tiempos. Prescripciones, reglas de vida, ética, testimonios manuscritos, interpretaciones y sueños adornados y redactados, relatos que han pasado de boca en boca y, finalmente, han sido reunidos entre dos cubiertas y han recibido el sello de aprobación de los sacerdotes. -Masca los últimos pedazos de la manzana y se humedece los labios con la punta de la lengua.
– ¿Y tu versión? -pregunto-. ¿Cómo acaba tu versión de la historia?
– No es mía. Yo sólo la transmito.
– Ya sabes a qué me refiero.
– No es mucho lo que podemos establecer con seguridad. No después de tanto tiempo. Hay pocos testimonios. Fragmentos poco claros. Fragmentos de información.
– Eso es lo que he vivido yo las últimas semanas.
MacMullin se ríe un poco y se recoloca en la silla, como si no estuviera bien sentado.
– ¿Sabéis en realidad lo que pasó después de la crucifixión? -pregunto.
– Sabemos bastantes cosas. Aunque no las suficientes, ni mucho menos. Pero algo sabemos.
– ¿Como que Jesús llegó a Rennes-le-Cháteau?
– Sabemos mucho sobre la huida. Sencillamente porque disponemos de manuscritos redactados por dos de los participantes. Relatan el trayecto desde Tierra Santa hasta Rennes-le-Cháteau.
– ¿Sí?
– Cuando Jesús, tras la crucifixión, recuperó las fuerzas suficientes, huyó con su grupo de seguidores cercanos en una nave que lo estaba esperando. Primero llegaron a Alejandría, en Egipto. Desde allí se dirigieron al norte hasta Chipre, después hacia el oeste hasta Rodas, Creta y Malta, y finalmente otra vez hacia el norte hasta Vieux Port, el puerto viejo de Marsella. Desde allí viajaron por carretera un trecho hacia el suroeste del país y se establecieron en Rennes-le-Cháteau.
– Resulta difícil de creer.
MacMullin aprieta los labios y mira por la ventanilla del avión. Los motores braman. Después extiende el brazo con gesto de seguridad en sí mismo.
– Pero a fin de cuentas… ¿la versión de la Biblia es más digna de crédito?
Me quedo un ratito cavilando sobre esa pregunta.
– Estás realmente convencido de que es así-digo.
Me mira. Largo rato.
– ¿Cuántos años llegó a cumplir? -pregunto.
– No lo sabemos. Pero tuvo varios hijos con la mujer con la que se casó, María Magdalena.
– ¿Jesús se casó? ¿Y tuvo hijos?
– ¿Por qué no iba a hacerlo?
– Es que suena tan…, no sé.
– Tuvieron siete hijos. Cuatro chicos y tres chicas.
Una azafata que ha estado preparando el desayuno en la estrecha antecocina nos lo sirve sobre platos calientes. Me sonríe. Yo le sonrío a mi vez. MacMullin mira la comida y chasquea la lengua alegremente. Dividimos los panecillos en dos, servimos zumo de naranja en los finos vasos con cubitos de hielo, abrimos los pequeños cuencos de cristal con mermelada casera.
MacMullin coge un trozo de panecillo y se limpia la boca con una servilleta que lleva su monograma.
– Los hijos de Jesús custodian el secreto de sus orígenes -dice-. Fueron sus hijos y nietos, no el propio Jesús, quienes prepararon el terreno para lo que más tarde serían las órdenes de caballería, los movimientos masónicos, las sociedades herméticas. Pequeñas congregaciones conspiratorias cuyo objetivo fundamental era el de conservar un secreto que en estos momentos no saben ni cuál es. -Sacude pensativo la cabeza-. Hay cientos de ellas, Sectas, Clubs, Movimientos, Logias. Todas rozan la parte externa de la verdad. Han escrito cientos de libros. Los poetas han seguido hilando sobre cuasiconocimientos y mitos. En Internet hay foros de debate consagrados a especulaciones y adivinanzas. Pero nadie ve el conjunto. Nadie lo comprende correctamente. Son como las moscas que ignoran que eso contra lo que están chocando es un cristal.
– O el abejorro -añado con rapidez, pero es evidente que MacMullin no le ve mucho sentido.
– O el abejorro -repite sin entender.
Cojo el frío vaso. El zumo de naranja está recién exprimido.
– ¿Dónde se metieron al final los descendientes de Jesús? -pregunto. Chupo y mordisqueo un cubito de hielo que me cruje entre los dientes.
– Esa pregunta no se deja responder.
– ¿Por qué no?
– Porque no «se metieron» en ningún sitio. Vivieron sus vidas. Tuvieron sus hijos, que aún siguen entre nosotros. Una estirpe poderosa y orgullosa. Entre nosotros.
– ¿Saben ellos mismo quiénes son?
– Prácticamente ninguno de ellos. Sólo unos pocos. Menos de mil. Y ahora también tú.
– Sus descendientes siguen viviendo -digo de forma respetuosa y reflexiva.
– Bueno, sí. Claro. Pero han transcurrido dos mil años. Que no se te olvide que también esa familia se ha aguado. Al fin y al cabo, estamos hablando de muchas generaciones. El primogénito de Jesús fue el primer gran maestro. Fue él quien encargó y selló el cofre de oro. Al morir el primer gran maestro, su hijo mayor asumió la responsabilidad sobre el cofre. Así la reliquia fue pasando de padre a primogénito a través de los siglos. Hasta que desapareció.
– ¿Y qué ocurre con todas las insinuaciones de que Jesús es el patriarca de las estirpes reales europeas?
– Como tantas otras cosas, es una exageración. Con una pizca de verdad. Tras algunos siglos, los descendientes de Jesús establecieron lazos matrimoniales con la dinastía merovingia y pasaron a formar parte de la familia que mantuvo el poder real en el reino franco hasta el año setecientos cincuenta y uno. Pero casi nadie, a excepción de unos pocos miembros de la realeza y los sucesivos grandes maestros y sus círculos más cercanos, pudo conocer el conjunto. El secreto. Esto es, saber de la huida de Jesús y de sus descendientes. Y con el tiempo también eso se convirtió en un mito, algo sobre lo que ni siquiera los iniciados sabían bien qué pensar.
Me como el panecillo y me bebo el zumo. Esto empieza a ser demasiado para mí.
– ¿Y qué hay en el cofre? -pregunto en confianza.
MacMullin tiene pinta de que lo que más desea en el mundo es que retire la pregunta.
– ¿Qué hay en el cofre? -repito.
– Nosotros creemos… -vacila-, creemos que dos cosas.
Apoya las manos sobre la mesa. Traga. No quiere soltar el secreto. En él, callar es un reflejo del sistema nervioso central. Desvelar la verdad a un extraño es algo que nunca ha hecho. Algo se resiste en su interior. Pero se da cuenta de que no tiene opción. Soy duro de pelar.
Me mira suplicante.
– Por última vez, Bjorn, ¿vas adarme el cofre?
– Que sí.
La respuesta lo desconcierta.
– ¿Sí?
– Cuando me hayas dicho lo que contiene.
Percibo cómo sus últimos restos de resistencia se desmoronan.
Cierra los ojos con fuerza.
– Una indicación -dice-. Probablemente un mapa.
– ¿Un mapa?
– Unas indicaciones que muestran el camino hasta el sepulcro de Jesús. Quizá la gruta en que fue alojado para su descanso. Su tumba terrenal. Pero aún más importante…
Abre los ojos, pero no me mira.
Calla.
Mira a través de mí.
– El evangelio de Jesús. El relato que escribió el propio Jesús sobre su vida, su obra, su fe y sus dudas. Y sobre los años posteriores a la crucifixión.
MacMullin se vuelve y mira por la ventanilla: el cielo, el paisaje bajo nuestros pies, la luz, las nubes.
Por medio de respiraciones breves y rápidas va soltando todos los pequeños demonios que lo invaden.
Yo le concedo el tiempo que necesita.
Pasado un rato se gira hacia mí. Tiene los ojos vacíos.
– Así es -dice.
– Un manuscrito. Un manuscrito y un mapa.
– Eso creemos.
Nos quedamos un rato callados.
– Suena a algún tipo de conspiración judía -señalo.
– Estás un poco obsesionado con las conspiraciones.
– Y qué pasa si lideras una red judía cuyo objetivo es demostrarle al mundo, de una vez por todas, que Jesús no fue el hijo de Dios.
– Todo es posible.
– Si el manuscrito evidencia que Jesús no murió en la cruz, y que tampoco resucitó, eso ocasionará un derrumbamiento en el orden mundial religioso.
– Eso es verdad. Pero yo no soy de fe judía.
– Si, en cambio, eres de fe cristiana, tendrás interés en destruir la prueba que desvela que el cristianismo está construido sobre una mentira.
– Otro agudo análisis. Pero no tengo ninguna razón oculta para creer que al mundo le beneficia conocer la verdad. Lo digo abiertamente. Es mejor para todos que se mantenga en secreto. La alternativa parece demasiado peligrosa. A nadie, absolutamente a nadie, le conviene saber la verdad. No tenemos derecho a desgarrar la historia. No puede salir nada bueno de eso. Destruiríamos millones de vidas. Arrebataríamos la fe a naciones enteras. No vale la pena. Nada lo vale.
– Un manuscrito redactado por Jesús… -digo quedamente-. Unas indicaciones sobre la ubicación de su sepulcro terrenal…
– Eso es lo que creemos.
– ¿Creer?
– No podemos estar completamente seguros. No hasta que hayamos abierto el cofre y lo veamos por nosotros mismos. Pero sea lo que sea el contenido, sabemos que el primer gran maestro, el mayor de los hijos de Jesús, lo selló y custodió hasta que se lo dejó a su primogénito, el siguiente gran maestro de la línea. Todos ellos consagraron su vida a la custodia del cofre. Hasta que se perdió. En el monasterio de Vaerne en el año mil doscientos cuatro. -Luego añade-: Y cayó en tus manos, claro. Ochocientos años más tarde.
– ¿El cofre nunca se ha abierto?
– Por supuesto que no.
– ¿Y qué pasará ahora con él?
– Lo llevaré personalmente al Instituto Schimmer.
– No me sorprende. Quizá Peter sea uno de los que están esperándolo.
– Peter, ¡desde luego! David, Uri, Moshe… Y varias docenas de los investigadores más destacados del mundo, reclutados por la SIS. Historiadores, Arqueólogos, Teólogos, Lingüistas, Filólogos, Paleógrafos, Filósofos, Químicos.
– Entiendo que has invitado a todos tus amigos.
– Hemos construido toda un ala, que está lista para recibir el cofre. No podemos correr el riesgo de que el aire húmedo o seco, el calor o el frío, provoquen que se desintegre el manuscrito. Nuestros especialistas han desarrollado un método que adaptará gradualmente la atmósfera del interior del cofre, de dos mil años de antigüedad, al aire del laboratorio. Se calcula que sólo la apertura nos llevará meses.
– Visto así supongo que es una ventaja que no lo abriera en el despacho.
MacMullin se estremece.
– Cuando por fin lo hayamos abierto, habrá que sacar el contenido cuidadosamente. Página por página. Quizás el papiro se haya desintegrado y sea necesario pegar las hojas, pedazo a pedazo, como en un puzzle. Hemos de fotografiar los fragmentos y preservarlos. No sabemos en qué estado vamos a encontrarlos. Pero del mismo modo que se puede leer escritura en copos de ceniza, podremos leer los signos. El trabajo será meticuloso. Primero técnicamente, luego lingüísticamente. Los traduciremos. Habrá
que comprenderlos a partir del contexto. Si se trata de un manuscrito largo, el trabajo costará años. Muchos años. Si hallamos un mapa o indicaciones de cómo llegar al sepulcro de Jesús, el profesor Llyleworth estará listo para acudir con sus arqueólogos. Todo está preparado. Sólo nos falta el cofre.
Mi mirada no encuentra descanso en ningún sitio.
– Bueno -suspira-, ahora todo depende de ti.
– Supongo que todo el rato dependía de mí.
– Ya me doy cuenta. -Mira por la ventana. Estamos entrando en un banco de nubes-. Bjorn. -Se vuelve hacia mí-. Por favor, ¿vas a darme el cofre?
Su mirada pesa varias toneladas. Lo miro. Comprendo quién es, claro. No sé cuánto hace que lo sé. Pero ya no me cabe duda.
Algo dentro de mí se afloja. Incluso en el más rebelde, la fuerza de oposición se debilitará en algún momento. Pienso en los episodios de las últimas semanas. En las mentiras. En las pistas falsas. En la gente que me ha engañado. Están expuestos en fila.
Las piezas se han colocado en su sitio. No me queda más remedio que aceptar la explicación de MacMullin. Porque confío en él. Porque ya no tengo opción.
– Por supuesto -respondo.
Él ladea la cabeza, como si no captara del todo lo que digo.
– Voy a entregarte el cofre.
– Gracias.
Se queda callado. Luego dice:
– Gracias. Te lo agradezco mucho.
– Tengo una pregunta.
– No me sorprende.
– ¿Por qué me lo has contado todo?
– ¿Tenía otra opción?
– Podrías haberte inventado una mentira que pudiera tragarme.
– Lo intenté. Varias veces. Pero no funcionó. Eres un demonio desconfiado. -Lo último lo dice con una sonrisa.
– Imagínate que le cuento todo esto a alguien.
Su expresión es pensativa.
– Existe la posibilidad, naturalmente.
– Podría acudir a los periódicos.
– Sí.
– Podría escribir un libro.
Calla.
– Evidentemente, podrías hacerlo -dice al fin.
Hay una breve pausa.
Luego él añade, burlón:
– Pero ¿te creería alguien?
***
EL FINAL DEL CÍRCULO
Tiene aspecto de estar muerta. Su cabecilla de gorrión descansa sobre una gran almohada. La piel se le adhiere al cráneo. La boca está entreabierta, los labios, secos y sin color. Tiene un tubo verde de ácido metido por la nariz y fijado a la mejilla con celo blanco. Sus brazos, escuálidos y con manchas azules, yacen cruzados sobre el edredón. Desde una bolsa que cuelga de un soporte, le entra líquido en la vena del antebrazo.
Le han dado una habitación individual. Ha sido con buena intención, pero recuerdo que una vez me dijo que su mayor miedo era morir sola.
El cuarto está inundado de luz cálida. Cojo una silla que está junto al lavabo; las patas de tubo de acero arañan el suelo.
Le tomo la mano con cuidado. Es como levantar una bolsa de piel tibia llena de huesos. La acaricio y entrelazo sus dedos flojos con los míos.
Sonidos. Su respiración. El tictac de un aparato electrónico. El ruido del motor de un coche de la calle. Un suspiro. Proviene de sus labios.
En la pared, sobre la puerta, cuelga un reloj que va cinco minutos atrasado. Con movimientos abruptos, el segundero lucha por mantener el ritmo. Algo en la maquinaria está a punto de romperse.
Sobre la mesilla hay un ramo de flores en un brillante jarrón del hospital. La tarjeta cuelga medio abierta. El mensaje está escrito con pluma y una letra recargada:
¡Que tengas un viaje lleno de paz, Grethe!
Eternamente tuyo,
MMM
MacMullin me ha dado una astilla de la verdad. Nada más. Una astilla de la verdad. Quizá no sepa nada. No sé qué explicación creer. No sé siquiera si debo creer alguna de ellas. Pero una cosa sé: cuando le entregue el cofre a MacMullin, cofre y contenido desaparecerán para siempre. Si han conservado su secreto durante dos mil años, supongo que conseguirán conservarlo dos mil años más. El monasterio de Vaerne no será nunca un centro turístico internacional. Sus prados no se convertirán nunca en aparcamientos atestados, nunca habrá impacientes turistas americanos haciendo cola para mirar el octógono a través de cristales de plexiglás a prueba de bombas, o para estudiar las copias -con traducción a seis idiomas- del manuscrito del cofre. Porque éste jamás se dará a conocer.
Será como si nunca hubiera ocurrido.
Le vibran los párpados. Alza la mirada, que es pesada, aletargada, anclada en una oscuridad sin sueños. Me reconoce lentamente.
– Bjornillo -susurra.
– Grethe…
Sus ojos intentan enfocar y establecer una imagen de una realidad de la que ya no forma parte.
– ¡Qué aspecto tienes! -murmura.
Primero no respondo. Luego entiendo lo que quiere decir.
– Sólo me he quemado con el sol.
Su mirada desaparece. Luego se recompone.
– ¿Encontraste algo? -pregunta.
– Sí.
Y luego se lo cuento todo.
Cuando acabo, ella no dice nada. Se limita a asentir para sí misma. Como si nada la sorprendiera.
– De modo que así fue -susurra finalmente.
A nuestro alrededor, el silencio está lleno de sonidos.
– ¿Cómo está él? -pregunta de pronto.
– ¿Quién?
– Michael. ¿Está bien?
– Está bien. Vino a Oslo conmigo. Pero no quería… molestar.
– Está conmigo. A su manera.
– Se lo diré.
– Siempre a su manera -continúa, y mira las flores.
– Hay algo más.
– ¿Sí?
– MacMullin y tú…
– Sí-susurra. Es como si paliara los dolores a base de hablar bajo-. MacMullin y yo en Oxford. -Sus ojos me miran con ternura-. Es muy buen hombre. Como tú. Muy buen hombre.
Le echo un vistazo al reloj, sigo la tozuda lucha del segundero contra la maquinaria.
– ¿Cómo murió papá, Grethe?
Ella cierra los ojos.
– Aquello no tuvo sentido.
– Pero ¿cómo fue?
– ¡Tenía celos! De Trygve y tu madre.
– Así que él también lo sabía.
– No pudo soportar ver cómo tu madre se enamoraba de Trygve.
– Eso puedo entenderlo.
– Pero no habría tenido mayor trascendencia. No a la larga. Ella habría vuelto con él. Pero no soportó ver cómo su mujer se entregaba a otro.
– ¿Qué pasó?
– Eso no es asunto mío. Ni tuyo.
– Pero ¿tú lo sabes?
Suspira.
– Por favor, Grethe. ¿Qué pasó?
– ¡No me martirices ahora con eso, Bjorn!
– Por favor.
– Pregúntale a tu padrastro, Bjornillo. Él lo sabe.
– ¿Mató él a papá?
– No.
– ¿Sabe mamá lo que pasó?
– No.
– Pero ¿cómo…?
– No preguntes más.
– ¿Por qué no quieres contármelo?
– Porque es mejor así.
– ¿Mejor?
– Para ti.
– ¿Cómo?
Tiene los ojos agotados, sin vida.
– No quieres saberlo.
– ¡Por favor!
Enrosca los dedos sobre el edredón, un movimiento frágil y tierno.
– ¡Confía en mí! ¡No quieres saberlo!
– ¡Sí quiero!
– Como gustes -suspira.
Espera un rato antes de seguir.
– Supongo que sabes todo lo de Trygve y tu madre…
Yo bajo la mirada. Como si me avergonzara de mi madre. Cosa que es cierta.
– Lo entendí ya en aquel momento-digo.
– Empezaron a quererse.
– Es extraño lo mucho que se quería todo el mundo.
– Son cosas que ocurren.
– Y papá era un estorbo.
– Como pasa siempre que dos personas se encuentran y una de ellas pertenece a otra.
– ¿Y entonces lo mataron?
Me sorprende lo cotidiana que consigo que suene la palabra.
Ella me mira de reojo.
– ¿Lo hicieron entre los dos? -insisto-. ¿Fue sólo el profesor? ¿O mamá, también estuvo implicada?
Grethe aprieta los dientes.
– No -dice, tan bajo que casi está susurrando-, ¡no fue así!
– ¿Quién de ellos lo hizo?
– Nadie mató a tu padre.
– Pero…
– ¿No podrías conformarte con eso? Nadie mató a Birger.
– ¿Así que fue un accidente?
– No.
– No entiendo.
– Piensa, Bjornillo.
Pienso. Pero no me lleva a ningún lado.
Entonces se revienta una membrana en Grethe. Una lágrima le cae por la mejilla.
– Mi niño… Era Trygve quien iba a morir aquel día. ¡No Birger!
– ¿Cómo?
– ¿Lo entiendes ahora? -pregunta. La voz esconde irritación-. ¡Iba a morir Trygve!
Intento reunir mis ideas, intento comprender lo que hay debajo de la superficie.
– ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Me encojo de hombros.
– No… -respondo.
– Fue Birger quien hizo algo con el ocho, para que Trygve cayera.
Se vuelve hacia el otro lado. No tiene fuerzas para mirarme a los ojos. Como si fuera culpa suya todo esto.
– Era Trygve quien iba a morir aquel día -dice otra vez. Breve y frío-. Justo antes de que os fuerais, Birger me contó que tenía pensado… -Se interrumpe-. ¡Algo con el ocho! ¡No sé qué! De modo que… Pero nunca pensé que realmente… Nunca pensé, claro, que… nunca. ¡Nunca! -Se gira hacia mí, busca mi mano-: Fue tu padre quien intentó matar a Trygve. Y luego algo salió mal.
Nos quedamos largo rato cogidos de la mano. No tengo palabras dentro de mí. Sólo imágenes sueltas: la montaña gris brillante, la cuerda enrollada a la piedra, los gritos de mamá, el montón de ropa al pie de la pared rocosa, la sangre, el tronco del árbol contra mi espalda, la corteza que me arañó la nuca cuando me derrumbé.
Me pregunto si mamá y el profesor lo han sabido todo durante todos estos años.
Grethe se adormece. Yo salgo al pasillo. Me dejo caer sobre una silla justo al otro lado de la puerta. Se me agolpan los pensamientos.
En la pared de enfrente, entre dos puertas, cuento quince azulejos a lo alto y ciento cuarenta a lo ancho. Dos mil cien azulejos. Sobre una mesa con ruedas han reunido un herbario de ramos de flores secas.
Un rato después vuelvo a entrar. Los ojos se le han cerrado. Está tumbada, quieta.
– ¿Grethe?
Hilos invisibles le tiran de los párpados. Luchan por abrirse.
– Soy de cuero viejo y muy resistente-dice.
– Diste a luz una niña.
Me mira con los ojos entrecerrados. La mirada sufre una rápida transformación.
– La he conocido.
Grethe mira fijamente al techo.
– Está bien. Diane. Una joven despampanante.
La sonrisa le sale de muy adentro.
– La niña más bonita del mundo. -Su voz es muy frágil, muy débil. La sonrisa pierde fuerza. Suspira profundamente-. Yo no era la madre que ella necesitaba. -De sus labios se escapa un jadeo-. No lo llevaba dentro. Michael… para él era otra cosa. Pensé que era mejor así. Que se quedara… con él. Que nunca supiera… nada de mí.
Tose dolorosamente. Quiere decir algo. Yo la freno. Se le mueven los labios. Me está contando algo sin voz.
– Me quedo contigo -digo en voz baja.
– Muy cansada -susurra.
Le acaricio la mano. Ella se encoge y me mira. Trata de decir algo, pero el cuerpo no quiere. Sigue tosiendo. Incluso a la tos le faltan las fuerzas. La respiración es baja y esforzada.
Intenta incorporarse sobre los codos, pero se derrumba.
– Descansa -susurro, y le acaricio la frente. Está fría y húmeda.
Pasa una hora…
Le sujeto la mano. Ella entra y sale del sueño. De vez en cuando me mira.
Vacilante, dejo su mano sobre el edredón y bajo a la cafetería, donde me como un sándwich envuelto en celofán que también sabe a celofán. Cuando regreso, la mano de Grethe yace exactamente donde la había dejado. La cojo y la aprieto. Siento que intenta devolverme el apretón.
Nos quedamos así un buen rato. Al final respira tan bajo que ya no la oigo. Los sonidos del pasillo se deslizan hacia nosotros. Pasos suaves, risa contenida, un niño lloriqueando. Una enfermera llama a otra.
La mano de Grethe está floja en la mía. La aprieto. Ella no dispone de fuerzas para apretarme a su vez. Podríamos habernos pasado horas así. Si no hubiera sido por el aparato. Unos cables que asoman de su pijama de hospital están acoplados a un panel de interruptores y pantallitas con números luminosos. El aparato empieza a pitar al tiempo que dos tiras de papel con curvas de tinta van saliendo de él. Una sacudida recorre a Grethe. Abre la boca de par en par y jadea.
Yo le acaricio la mano.
Una enfermera acude corriendo. Luego un médico.
Le suelto la mano. Cae sobre el edredón. Al levantarme, retrocedo y vuelco la silla, que cae al suelo de golpe. Dejo paso al médico.
Primero apaga el aparato. El pitido muere. El silencio es atronador. Presiona las yemas de los dedos contra el cuello de Grethe y asiente hacia la enfermera. Cuidadosamente le desabrocha el pijama a Grethe y le aprieta el estetoscopio contra el pecho.
– ¿No vais a hacer nada?-pregunto.
– Es mejor así-dice el médico.
La enfermera me acaricia el brazo.
– ¿Eres su hijo?
El médico le cierra los ojos a Grethe.
Fuera, a través de la ventana, veo a un hombre que se balancea sobre un andamio.
– De algún modo-respondo.
Nadie dice nada.
– Ahora está bien -afirma la enfermera, y me aprieta el brazo.
Miro a Grethe.
– ¿Quieres quedarte a solas con ella? -pregunta la enfermera.
– ¿A solas?
– Antes de que la preparemos. Y la bajemos.
– No sé…
– Por si deseas tener un rato para vosotros solos.
– Da igual.
– Podemos irnos unos minutos.
– Muy amable. No es necesario, gracias.
– No hay más que decirlo.
– Gracias. Muy amable. Pero da igual.
A pesar de todo, salen y me dejan solo. Con ella.
Intento encontrar una comprensión, un calor, un pacífico sosiego en su rostro. Pero sólo tiene aspecto de muerta.
Salgo de la habitación sin mirar atrás. Cuando abandono el hospital, empieza a llover, a lloviznar levemente.
***
Al otro lado de la valla de plástico naranja, nos quedamos sentados mirando por la luna delantera de Bola. La lluvia se desliza y gotea. Las tiendas de campaña están recogidas. La mayor parte del equipo sigue en el contenedor cerrado. El viento barre los prados y forma velos de lluvia. Las tiras de plástico atadas a la parte alta de las varas de señalización ondean como estandartes. Mi silla plegable está volcada junto a la arboleda de arbustos. Nadie se ha molestado en meterla en el contenedor.
Me imagino las capas de tierra de las excavaciones, al profesor bajo la sábana, a Moshe y a Ian revoloteando en torno a las capas como mosquitos sedientos de sangre.
Cuando el profesor Llyleworth se largó, el trabajo se disolvió. Supongo que ahora todos se están preguntando qué va a pasar antes de que las excavadoras tapen de nuevo los hoyos.
Me giro hacia MacMullin.
– Preguntó por ti-le digo.
Él mira hacia delante. Sus ojos son profundos, están húmedos.
– Han pasado ya tantos años… -Sus palabras están dirigidas hacia dentro-. Otra vida. Otro tiempo. Pronto me tocará el turno a mí. Quizás entonces vuelva a encontrarla.
Tiene el rostro viejo, apergaminado, pero lleno de un ardor juvenil, un impaciente entusiasmo. Parece más joven que nunca. Como si la certeza sobre lo cercana que está la meta le encendiera una bombilla interna que brillara a través de la fina capa de piel.
Algo dentro de mí tiembla.
– ¿ Quién eres? -pregunto.
Primero calla. Luego dice:
– Habrás sacado tus conclusiones. Ya que preguntas.
El silencio vibra entre nosotros.
Se frota las palmas de las manos.
– Tú no eres nada tonto.
Incrédulo, replico:
– Sé quién eres. Ya lo he entendido.
– Ah, ¿sí?
– Supongo que no sólo eres miembro del Consejo, ¿no?
Se ríe, comedido.
No dejo de mirarlo. Él estira los dedos. Tiene hecha la manicura. En la mano izquierda le veo, por primera vez, un sello con un enorme ópalo.
Silbo por lo bajo, hacia dentro.
– ¡Tú eres el gran maestro! -exclamo.
Él abre la boca para decir algo. Se le encienden las mejillas.
– ¿Yo? Bjorn, tienes que entenderlo, sólo doce hombres en todo el mundo conocen la identidad del gran maestro. ¡Doce hombres!
– ¡Y tú eres el gran maestro!
– Sabes que no puedo responder a esa pregunta.
– No es una pregunta.
– De todos modos…
– Joder-murmuro-. ¡Eres el gran maestro!
– ¿Podemos ir ya a buscar el cofre?
Me lleva un ratito sobreponerme. No hay quien se lo crea. Lo miro de arriba abajo. El rasgo esotérico de su aspecto. Los ojos cálidos y benignos.
– A eso se refería Diane. Es tu única hija.
Me mira.
– ¿Vamos a buscar el cofre? -pregunta de nuevo.
– No tenemos que ir a ningún sitio.
Me observa dubitativo.
– Está aquí.
– ¿Aquí? -Confuso, mira a la lluvia.
– ¿Quieres ver el octógono?
– ¿Está el cofre aquí?
– ¡Ven conmigo!
Salimos del coche, nos adentramos en la lluvia. Me cuelo por una raja en el plástico naranja con su cartel de «PROHIBIDO EL PASO» y le hago un hueco a MacMullin. Con los movimientos, el agua gotea del plástico.
Me paro junto al foso. MacMullin contempla los cimientos octogonales.
– ¡El octógono! -Sólo dice eso. Algo parecido a la devoción se ha apoderado de él.
La lluvia ha lavado la tierra de las piedras que asoman del barro.
– El octógono-repito.
Él está impaciente.
– ¿Buscamos el cofre ya?
Bajo al hoyo de un salto, me pongo en cuclillas y empiezo a excavar.
Hasta ese momento no cae en la cuenta.
MacMullin empieza a reírse. Primero por lo bajo. Después a pleno pulmón.
Y mientras él se ríe, mientras su risa rueda y burbujea sobre los hoyos y los prados, a través de las nubes, yo desentierro el cofre de su escondite. Exactamente el mismo sitio en que lo encontramos. El último lugar donde buscarían.
La tierra gorgotea cuando saco la bolsa con el cofre del barro que la abraza.
Me vuelvo con cuidado y se lo tiendo a Michael MacMullin. A nuestro alrededor, el olor a tierra y lluvia es acre y atemporal.
***
Con caligrafía temblorosa tejo mi telaraña de recuerdos.
Al otro lado de la ventana, sobre el patio de la casa de campo de la abuela, las hojas se aferran a las ramas del roble. Como si comprendieran que el otoño pronto va a venir a buscarlas.
Aquella noche de hace mucho tiempo en que le confesé a Grethe que me había enamorado de ella y ella me rechazó tan tierna y amorosamente que durante mucho tiempo creí que estaba ocultándome sus sentimientos más profundos, me fui caminando bajo la lluvia desde su casa en Frogner hasta mi habitación alquilada en Grünertakken. Me empapé. Sigo recordando sus palabras de despedida. Estaba sentada con su mano en la mía y me la acariciaba con ternura, como una madre que quiere consolar a su hijo.
– Nada termina nunca -dijo-; simplemente, sigue de otro modo.
Los hombres del Land Rover rojo se fueron con MacMullin. Me estaban esperando cuando aparqué a Bola ante la casa de campo. Supongo que nunca andarán lejos.
Antes de marcharse, MacMullin me estrechó la mano y me dijo que había hecho lo correcto.
Fue la última vez que lo vi.
Cuando el Land Rover había alcanzado la carretera y las luces traseras habían desaparecido entre la hojarasca, entré y subí las escaleras crujientes hasta mi cuarto de chico.
Era obvio que habían estado allí.
Como espíritus invisibles registraron la casa desde el sótano hasta la troj. Sin dejar ninguna huella. Hacía mucho que se habían llevado las cosas de Diane. Pero no eran infalibles. Sus cuatro cintas de seda colgaban lacias de los postes de la cama. Quizás ellos creyeron que eran mías. Y sacaron sus conclusiones.
***
Arrastro el escritorio hasta la ventana y saco el diario. Las gotas de lluvia caen a trompicones por el cristal empañado. A través de los hilos de agua, el fiordo semeja un torrente tranquilo, brillante y frío tras el campo bajo.
La piel me arde y me pica.
Pienso. Escribo. Las palabras se disuelven en la nada; palabras sobre hechos que parece que no han sucedido nunca y no han sido nunca vividos por persona alguna. Huidizos, efímeros. Como las palabras de un libro que leíste una vez y luego metiste en el estante del olvido.
***
Así acabó la historia. O así podría haber acabado. Porque en el fondo nunca hay un final. Todo continúa, pero de otro modo. ¿Dónde empieza y dónde termina un círculo?
Después de que MacMullin se llevara el cofre al silencio, me quedé en la casa de campo para, a falta de una explicación mejor, reunir mis ideas. Durante los días que siguieron estuve aguardando un final que nunca llegó. Por la noche esperaba que alguien llamara a la puerta: Diane, MacMullin, Llyleworth, Peter. O que alguno telefoneara. Pero no ocurrió nada.
Pasada una semana, cerré la llave del agua y las esperanzas y volví a Oslo.
Lenta y obedientemente, regresé a mi antigua existencia.
Paseaba todas las mañanas hasta el cruce de Storo para coger el tranvía hasta el centro. En el despacho cumplía mis tareas laborales con un amodorrado e indiferente sentimiento de responsabilidad. De vez en cuando alguien me preguntaba qué era lo que había sucedido en realidad en el monasterio de Vaerne, pero los despedía con explicaciones cansadas de la vida.
Algunas noches, cuando la oscuridad se tornaba demasiado oprimente, Diane venía a mí con un susurro de sabor, olor y añoranza. A veces yo cogía el teléfono y marcaba las cifras de su número, menos la última. A medida que fui reuniendo valor lo dejaba sonar un par de veces antes de colgar. Un sábado por la mañana esperé hasta que contestó. Sólo quería desearle feliz Año Nuevo. Pero no era Diane. Estaría atada a algo. Como a los postes de la cama. Colgué antes de que el adormilado señor tuviera tiempo de preguntarme quién era y qué quería.
En algún momento de enero solté el asa de la realidad. No recuerdo exactamente cuándo o cómo sucedió. Pero no fui al trabajo en varios días. Mamá y el profesor me encontraron sentado en una silla en el salón de mi apartamento. Me llevaron a la clínica en ambulancia. Fue como volver a casa. En la clínica no tienes que aparentar nada. No tienes que actuar como si brillara el sol y como si todo fuera a ser mejor a la mañana siguiente. Como si una pared de piedra reluciente e irremontable no se irguiera en la niebla entre ti y el soleado valle en que hubieras podido vivir como un hobbit, feliz en el bosque junto al arroyo. En la clínica puedes lanzarte al mar revuelto y dejarte hundir. Y puedes quedarte en las profundidades todo el tiempo que quieras. En la escafandra de tu existencia. Tras meses de espera y cavilaciones, estaba convencido de que me habían engañado. Encontraba grietas en las explicaciones, quiebras en la lógica, huecos en las historias que clamaban al cielo. Creía ser víctima de una burla meticulosamente planeada y puesta en escena. Creía haber interpretado con tanta pasión el papel del guardián autocomplaciente y fácil de engañar que mi nombre estaba ya grabado sobre la placa de una estatuilla de Óscar. «Gracias, gracias… En primer lugar, me gustaría agradecer a mis padres…» Me los imaginaba a todos allí sentados, riéndose a carcajadas de mí. Aunque presionara las manos contra los oídos y me balanceara adelante y atrás, seguía oyendo su risa chillona, histérica. «¡Máquinas del tiempo!», bramaban a coro Llyleworth y Arntzen. «¡Platillos volantes!», se desternillaba Anthony Lucas Winthrop Jr. «¡Manuscritos de la Biblia!», se reía Peter Levi. «¡Jesús conspirando!», se carcajeaba MacMullin. «¡Tesoros merovingios!», chillaban Diane y mamá. Y luego se golpeaban los muslos y se partían de risa. Un día, babeando de rabia, llamé a la SIS exigiendo que me pasaran con MacMullin. Obviamente no estaba. «¿Mac-Quién?» Intenté sin éxito rastrear su número de teléfono en Rennes-le-Cháteau, pero nadie parecía saber nada de él. Llamé varias veces al Instituto Schirnmer, pero nunca conseguí abrirme paso a través de la fina red de corteses evasivas de la centralita.
Poco a poco fueron desapareciendo la rabia y la indignación. Bueno, pues me habían engañado. ¡Gran cosa! Al menos les había presentado batalla. A fin de cuentas, no podía resultar determinante para el bienestar de la humanidad que el cofre acabara, después de ochocientos años, en manos de los bandidos y no en un expositor esterilizado en un somnoliento museo de la calle Frederik. En última instancia había, que agradecerle a MacMullin que hubiera aparecido. Sin él, la tierra lo habría ocultado durante otros ochocientos años. Se merece el secreto del cofre. Aunque sea el elixir de la vida eterna.
Me dieron el alta en mayo y me mandaron a casa. Mamá fue a buscarme en su Mercedes y me acompañó hasta el décimo piso.
A finales de junio volví a la casa de campo junto al fiordo. De vacaciones esa vez. De camino pasé por el monasterio de Vaerne. Todo estaba recogido. El granjero había alisado nuestros montones de restos y sembrado centeno. Sólo el hoyo en torno al octógono estaba vallado con una rejilla de plástico naranja. Las autoridades todavía no saben qué hacer con el monumento.
Al abrir la puerta de la casa, fue como si el perfume de Diane me saliera al encuentro. Estupefacto, me quedé con la mano en el pomo de la puerta. Esperaba a medias oír su voz, «¡Hola, cielo, llegas tarde!», y un beso en la mejilla. Pero al cerrar los ojos y olfatear, sólo olía a polvo y a cerrado.
Deambulé en silencio de cuarto en cuarto, descorrí las cortinas, me llevó un rato poder abrir la llave del agua tras el invierno.
Luego dejé que las vacaciones me penetraran, pesadas, indolentes, cálidas. Días soleados y noches de bochorno se encadenaban en un armonioso aburrimiento.
Me he sentado en la terraza, en pantalones cortos y sandalias. En la radio declaman la temperatura de las aguas. Hace mucho calor. En la lejanía flota Boléeme en la bruma. Al otro lado del fiordo, justo enfrente, Horten y Asgárdstrand son puntos desordenados en la línea azul de la costa. Siento una profunda calma. He cogido una cerveza fría y la destapo con un abridor. Unos jóvenes gritan y ríen en la plataforma de salto junto al agua. Una chica cae chillando al agua. Un chico se tira detrás. Con un movimiento desganado me quito de en medio una avispa que está demasiado interesada en mi cerveza. Dos golondrinas se balancean contra el viento.
Un pronto me impulsa a levantarme y bajar hasta el buzón de la verja. Entre los folletos de publicidad y las circulares informativas de Fuglevik, encuentro un gran sobre amarillento. No sabría decir cuánto tiempo lleva ahí. No tiene remitente. Pero está sellado en Francia.
Como un sonámbulo voy con el sobre a mi cuarto de niño. Lo abro con unas tijeras y vierto el contenido sobre el escritorio.
Una carta breve. Un recorte de periódico. Una fotografía.
La carta está escrita a mano, la letra es irregular, forzada:
Rennes-le-Cháteau, 14 de julio
Señor Belt0:
Usted no me conoce, pero mi nombre es Marcel Avignon y soy médico jubilado aquí en Rennes-le-Cháteau. Me dirijo a usted por petición de nuestro común amigo Michael MacMullin, que me proporcionó su nombre y dirección de verano. Me duele tener que informarle de que el grand-seigneur MacMullin falleció anoche. Murió calladamente mientras dormía, tras una breve y, por suerte, poco dolorosa enfermedad. Eran las cuatro y media de la madrugada cuando desapareció. Junto con su querida hija Diane, que pasó la noche con él, estuve presente durante sus horas finales. Una de las últimas cosas que hizo fue darme instrucciones para que le escribiera y le mandara esto. Luego dijo que usted (y ahora tengo que citar de mi deficiente memoria), «que es muy duro de pelar, hará lo que le dé la gana con la información». Por mi parte, quisiera permitirme añadir que pronunció estas palabras con una devoción que me convenció de que era usted un amigo al que valoraba infinitamente. Por eso es para mí un honor y una alegría realizar el pequeño favor que me pidió el señor MacMullin, a saber, mandarle un recorte de periódico y una fotografía. Él pensaba que usted sabría de qué se trataba. Eso espero, porque yo no puedo ayudarlo. Permítame por último que le presente mis condolencias, con mi más profunda y sincera simpatía, ya que comprendo que la pérdida de su amigo le hará sufrir como he sufrido yo. Si puedo ayudarlo de algún modo, no vacile en ponerse en contacto con el abajo firmante.
Afectuosamente,
M. AVIGNON
La fotografía es en blanco y negro. Muestra pedazos de un antiquísimo manuscrito extendidos sobre un cristal blanco mate con una luz debajo. Una mano con guantes de látex le quita un polvo invisible.
Es un puzzle de copos de papiro, un aparente caos de fragmentos que demandan una totalidad.
Los signos son incomprensibles. La letra, homogénea y recta.
Los ojos me cosquillean de humedad.
Un manuscrito…
Aunque no soy capaz de leer el texto ni de descifrar uno solo de los extraños símbolos, me quedo sentado estudiándolos. No sé durante cuánto tiempo. Pero cuando vuelvo en mí, con la respiración pesada, inclinado sobre la mesa y con el diario abierto junto a la fotografía y el recorte de periódico, son casi las once.
El recorte es del periódico La Dépéche du Midi, que sale en Toulouse:
Los curas protestan contra la restauración de la antigua iglesia de Le Lieu
BÉZIERS: Activistas locales, entre ellos dos curas, fueron apresados ayer por la policía en Béziers durante unas manifestaciones ilegales ante la antigua iglesia de Le Lieu, conocida como «Descanso de Cristo».
La deteriorada iglesia, situada un kilómetro al este de Béziers, fue comprada el mes pasado, por cinco millones de francos, por un financiero desconocido con base en Londres. Informes de los que dispone La Dépeche du Midi insinúan que la llamativa y sorprendente compra ha sido aprobada por las autoridades locales por presión del Gobierno.
Según el renombrado arqueólogo británico Graham Llyleworth, que dirige la renovación del templo, el inversor secreto «tiene genuino deseo de restaurar la iglesia hasta su antiguo esplendor». Los críticos han protestado enérgicamente contra el trabajo, que implica que el edificio sea derribado y levantado de nuevo piedra por piedra. «¡Profanación!», truena Jean Bovary, uno de los dos curas que fueron detenidos durante las acciones de ayer.
No ha atemperado los ánimos el hecho de que los arqueólogos hayan erigido una valla de tres metros de alto alrededor del terreno, fuertemente iluminado por las noches, ni que haya una tropa de seguridad patrullando la zona y ahuyentando a los curiosos. El profesor Graham Llyleworth declara de modo general que «todo trabajo arqueológico ha de ser protegido y ocultado al público en cierto grado».
Conforme a las leyendas locales, la iglesia está construida sobre una cueva en la que estaría enterrado un santo desconocido. El cura Jean Bovary, que lidera la recién fundada Campaña por Le Lieu, afirma que se trata del templo más antiguo de los Pirineos y probablemente de Francia.
«La iglesia, tal y como sigue hoy en día, fue construida en el año 1198 -dice Bovary-. Pero podemos datar con segundad parte del edificio original, la llamada ala este y el parque de ruinas, en el año 350 d. C. Pero según se cuenta, antes de eso también había allí un lugar sagrado.»
Bovary teme que los arqueólogos quieran intentar llegar hasta el sepulcro que, según la leyenda, está sellado en la roca que hay debajo del retablo. «¡Dejen a los muertos descansar en paz!», dice.
El profesor Graham Llyleworth niega que estén buscando un supuesto sepulcro. «No tenemos información sobre ningún sepulcro ni cueva bajo esta iglesia -dice-. Si así fuera, naturalmente respetaríamos la dignidad de los muertos.»
Pensativo, me quedo mirando fijamente la carta, el recorte y la fotografía del manuscrito en papiro.
Pienso en Diane y en Grethe. En Michael MacMullin. En el monasterio del desierto. En lo que se oculta bajo la iglesia de Béziers.
Miro por la ventana. Brasas de curiosas expectativas se encienden en mí. En algún lugar ahí fuera están esperando los enigmas. Las preguntas.
Abajo en el salón suena la maquinaria del viejo reloj del abuelo. Traquetea, pero nunca puntual. Vive en su propio tiempo y está contento con eso. De pronto explota en alegres campanadas. Las once y trece. «¡Ding-dang-dong!»
Dentro de mí algo empieza a cosquillear. Un motor de resistencia. De saber. De comprender.
El bolígrafo raspa contra el papel. Un tejido de palabras y recuerdos. Pero siempre hay sitio para algunos más. Nada termina nunca. Sólo tengo que averiguar cómo sigue.
AGRADECIMIENTOS
Ningún libro llega a ser sin la ayuda de otros libros.
El antiquísimo monasterio de los hospitalarios de San Juan de Vaerne -con sus enigmas arqueológicos y su mística- puedes encontrarlo hoy en día si cruzas Moss y sigues en dirección sur hacia Fuglevik. La información sobre el monasterio y la estancia de los hospitalarios en Noruega, de trescientos años de duración, la he hallado, entre otros sitios, en los libros Gárder og slekter i Rygge de Ingeborg Flood (Rygge Sparebank, 1957) y en la Bygdehistorien i Rygge hasta 1800 de Lauritz Opstad y Erling Johansen (Rygge Sparebank, 1957).
Si te engancha el misterio en torno a Bérenger Sauniére y Rennes-le-Cháteau, te remito a El enigma sagrado {The Holy Blood and the Holy Grail, 1982) de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln. Aunque haya sacado provecho de muchas de sus controvertidas especulaciones, sólo rozo la corteza de sus teorías conspiratorias religiosas.
Para análisis más profundos sobre el Jesús histórico frente al predicador, recomiendo el breve y sabio libro de Jacob Jervells, Den historiske Jesús j Mannen som ble Mesías de Karl Olav Sandnes y Oskar Skarsaune.
Gracias a Tom Koch, de la cadena televisiva WBGH. Les debo su serie de documentales From Jesús to Christ.
El manuscrito Q existe como hipótesis. Investigadores del Institute for Antiquity and Christianity de California han reconstruido el manuscrito Q palabra por palabra, versículo por versículo.
El Evangelio de Tomás, después de la publicación de El final del círculo, ha sido traducido al noruego.
Al igual que las personas que andan a trompicones por estas páginas, la SIS y el Instituto Schimmer sólo existen en mi imaginación.
Quisiera expresar mi agradecimiento a todos los pacientes especialistas y a las instituciones que me han proporcionado información, puntos de vista, propuestas y correcciones. La Universidad de Oslo, la Dirección General de Patrimonio Histórico, el British Musetim y el CERN (el laboratorio europeo de física de partículas). Por haber leído el manuscrito y haberme hecho invaluables sugerencias, quisiera darle las gracias a mi editor en Aschehoug, 0yvind Pharo, además de a Knut Lindh, Olav Njaastad, Ida Dypvik y como siempre: Ase Myhrvold Engeland. Gracias a Jon Gangdal, Sebjerg J. Halvorsen y Anna Weider Aasen. Bjorn Are Davidsen, además de reseñar amablemente El final del círculo en el fragor de El código Da Vinci, me ha apoyado con emocionantes críticas a mis afirmaciones teológicas. Gracias a la periodista Kaja Korsvold de Aftenposten, que sacó El final del círculo de las estanterías polvorientas. Gracias a mi agente Johan Almqvist en la Asche houg Agency y a 0yvind Hagen de la editorial Bazar: ambos han contribuido a lanzar mi libro al extranjero. Y a 0yvind Pharo, Even Rákil, Aleksander Opsal y a los demás de la editorial Aschehoug que, con renovado entusiasmo, devolvieron a la vida a un libro que ya tenía tres años.
Ninguno de los libros o de los especialistas que he usado como fuentes o consejeros es responsable de las ocurrencias o las infinitas licencias poéticas que me he tomado.
Gracias sobre todo a Ase, Jorunn, Vegar y Astrid… por el tiempo.
TOM EGELAND
EPÍLOGO
El final del círculo y El código Da Vinci
Fuentes y entramado de ideas
Imagínate que…
Así comienza todo escritor la labor que, con el paso del tiempo, quizá llegue a ser un libro.
Imagínate que…
Los primeros brotes para El final del círculo surgieron del siguiente seductor juego mental: imagínate que un arqueólogo encuentra un tesoro que contiene un antiquísimo manuscrito capaz de cambiar la historia del mundo.
Pero el camino entre una idea y una novela es largo. En los cinco años que me llevaron la investigación previa y
la redacción del libro, valoré con frecuencia la posibilidad de convertirlo en una pura novela policíaca… completada con agentes especiales del Vaticano, fanáticos asesinos, intercambios de disparos y arrebatadoras persecuciones de coches. Pero Bjorn Belto se resistía. El final del círculo acabó
siendo un libro a media voz sobre un enigma.
Cuando le entregué el manuscrito a la editorial Aschehoug en el otoño de 2000, lo presenté como una novela policíaca sin crimen. La intriga está construida como en las novelas negras, pero a falta de asesinato -y siendo, al parecer, el único delito algo tan poco emocionante como la transgresión de la ley de patrimonio noruega-, el motor dramático es el desenvolvimiento de un misterio.
El final del círculo salió en Semana Santa de 2001. Como libro principal del Dagens Boker del círculo de lectores, alcanzó unas ventas bastante aceptables, dentro de las medidas noruegas. Pero al igual que la mayor parte de los libros, desapareció rápidamente en el olvido de las librerías.
El código Da Vinci: un éxito ya antes de salir
El 18 de marzo de 2003, dos años después de que Aschehoug publicara El final del círculo, salió una novela policíaca que es la causa de que, en estos momentos, tengas este libro en tus manos y de que El final del círculo esté a punto de aparecer en Suecia, Dinamarca, Finlandia y Brasil.
Ya el primer día, la novela El código Da Vinci, del desconocido autor Dan Brown, vendió seis mil ejemplares.
Dan Brown, hijo de un matemático y una profesional de la música, se mudó a California al acabar
sus estudios, donde se mantuvo como compositor de pop, pianista y cantante. En 1993 volvió a New Hampshire y empezó a dar clases de inglés en su antigua facultad. Cinco años más tarde publicó su primera novela policíaca, La fortaleza digital, seguida por Ángeles y demonios (2000) y Deception Point (2001). Los tres libros vendieron en total veinte mil ejemplares.
Cuando el editor de Brown dejó Pocket Books y pasó a trabajar para la reconocida editorial Doubleday en 2001, se llevó la obra de Dan Brown consigo. «¿Dan qué?», preguntaron en la editorial. Eso fue antes de que Brown entregara la propuesta para una nueva novela que tenía en mente. Imagínate que… La editorial se encendió (para decirlo con cuidado) con su idea. Compraron los derechos. Y Dan Brown se puso a escribir El código Da Vinci.
Como bien saben todos los escritores y editores, a veces algunos libros despegan sin más: son supernovas en el centelleante cielo estrellado de la literatura. Algunas veces se debe a las cualidades literarias del texto. Otras, a oscuros mecanismos de mercado. No basta con que una obra sea buena. Tiene que llegar al mercado en el momento preciso.
¿Por qué El código Da Vinci se ha convertido en éxito mundial?
«Una novela policíaca para aquellos a quienes no les gustan las novelas policíacas», dice la editorial. Emocionante, desafiante y rico en conocimientos, según los entusiasmados lectores. El código Da Vinci es, a pesar de temas tan pesados como la teología, la historia o la simbología, una novela que se lee con facilidad. Nos reta. Nos emociona. Nos proporciona la sensación de que estamos entendiendo cosas importantes. «Como Umberto Eco», constataba lacónicamente el San Francisco Chronicle.
Pero también el efecto de bola de nieve de las fuerzas del mercado literario ha contribuido al éxito.
Para estimular el interés, Doubleday envió diez mil ejemplares de prueba a críticos y librerías seleccionadas, más ejemplares de lo que tiene una edición normal de tapa dura americana. Querían crear a bullet -«una bala»-, es decir, un superéxito de ventas. Y querían demostrar que el libro de un escritor completamente desconocido podía hacer historia editorial. Mucho antes de la fecha oficial de publicación, El código Da Vinci ya era la comidilla del sector. La atención previa alcanzó la cima cuando el New York Times hizo algo tan inusual como romper el plazo y publicar, el 17 de marzo de 2003, una reseña -que se puede resumir en una palabra como «¡Hala!»- en la primera página de la sección de cultura.
El código Da Vinci estaba a punto de convertirse en una profecía que se cumplía sola y en el sueño del departamento de ventas: la editorial había previsto una campaña publicitaria masiva y un voluminoso envío de ejemplares a los libreros de EE.UU. Mandaron a Dan Brown a una extensa gira de lanzamiento. Y como los libreros creyeron en la promesa de la editorial de que esa novela policíaca iba a ser un éxito sin precedentes, la gran mayoría pidió tantos volúmenes que no les quedó más remedio que tapizar los escaparates y los mostradores con El código Da Vinci para no quedarse con un montón de ejemplares sin vender.
No había peligro.
El código Da Vinci es uno de esos libros que no puedes dejar de leer. Todo el mundo hablaba de él. Un libro de acción masculino y, al mismo tiempo, un libro meditado, con profundo respeto por los valores femeninos. Un libro que apela a mujeres y a hombres, a intelectuales y a lectores más pendientes de la trama. Transcurrida la primera semana desde el lanzamiento, había vendido casi veinticinco mil ejemplares y había entrado en las listas de mayores ventas. Allí lleva desde entonces. En el momento en que se escriben estas páginas, ha vendido nada menos que doce millones de volúmenes en, al menos, cuarenta y dos idiomas.
En Noruega, la editorial Bazar -que, por cierto, es la que publica El final del círculo en Suecia, Dinamarca y Finlandia- se aseguró los derechos de El código Da Vinci. Bazar es una empresa nórdica de propiedad noruega que fue fundada por el editor 0yvind Hagen en 2002. Hagen, que descubrió el libro de éxito mucho antes que sus competidores, es el mismo que introdujo El alquimista y la literatura de Paulo Coelho en los países nórdicos y que en 1998 apostó por otro libro en el que no creía ninguna otra editorial noruega: Harry Potter. En Noruega, en estos momentos, se han impreso más de ciento veinticinco mil ejemplares de El código Da Vinci y lleva en la lista de éxitos de ventas desde 2004.
Y esto lo escribo antes de que empiece la campaña de Navidad…
Parecidos y diferencias
¿Qué relación hay entonces entre El código Da Vinci y El final del círculo ?
Ninguna en absoluto.
Bueno, ninguna en absoluto más allá de un serie de rasgos similares, curiosos y del todo casuales.
Aunque El final del círculo y El código Da Vinci son dos obras completamente distintas, no resultan difíciles de comparar. Como le respondí a Kaja Korsvold, de Aftenposten, cuando en septiembre de 2004 hizo un reportaje sobre el parecido entre ambos libros: «Me alegro de haber escrito el mío antes. En caso contrario me habrían acusado de plagio.»
Porque:
• Ambos libros tratan de enigmas relacionados con Jesús.
• Ambos libros cuestionan la exposición del Nuevo Testamento de la vida y doctrina de Jesús, y de su muerte.
• Ambos libros son críticos con los dogmas y los mitos entorno a Jesús.
• Ambos libros insinúan que la Iglesia ha adaptado parte de la enseñanza de Jesús para que sea compatible con la visión de los padres de la Iglesia.
• Ambos libros sostienen que Jesús se casó con María Magdalena y que sus descendientes establecieron lazos matrimoniales con las casas reales europeas.
• Ambos libros se apoyan en gran medida en las teorías de El enigma sagrado.
• Ambos libros nadan entre teorías de conspiraciones religiosas.
• Ambos libros hablan de órdenes secretas, hermandades y masones.
• Ambos libros tienen, curiosamente, un albino en el papel de protagonista.
• Ambos libros tienen a un científico por protagonista.
• El protagonista de ambos libros viaja por Europa persiguiendo la solución del enigma.
• Ambos libros juegan con nuestro gusto por lo desconocido, lo oculto, lo velado, y desvelan secretos que los pocos, los iniciados, guardan desde hace siglos.
Éstos son los parecidos que introduce El final del círculo en la estela mercantil de El código Da Vinci.
Al mismo tiempo es fácil señalar las diferencias. El código Da Vinci, desde su punto de partida americano, es especialmente crítico con la posición y los dogmas de la Iglesia católica. Envuelve la historia del arte en el telón de fondo de su espejismo histórico. El final del círculo, en cambio, parte de la arqueología. Y el arqueólogo albino Bjorn Belto no es, desde luego, un Indiana Jones. Allí donde El final del círculo es lento y susurrante, Dan Brown ha escrito un gran pasatiempo, un acertijo intelectual envuelto en novela policíaca. Un académico relato de James Bond que nos fascina y entretiene. Desafía nuestra comprensión de todo, desde la historia del arte hasta la teología.
¿O no?
Verdad… ¿o no?
En la estela del contundente éxito de El código Da Vinci, ha surgido un debate literario internacional muy poco usual. Un debate sobre el contenido de las tesis del libro… y sobre la fina línea entre verdad y ficción, entre ciencia e invención.
La polémica se produce sobre todo en círculos cristianos, pero también entre historiadores, historiadores del arte y, evidentemente, teólogos. A pesar de que Dan Brown insista en que El código Da Vinci es y será una novela, ya en la introducción, pero sobre todo en entrevistas y en su página web www.danbrown.com, insinúa que muchas de las ideas más controvertidas del libro -desde el Santo Grial y los mensajes ocultos en la obra de Leonardo da Vinci hasta la esencia y el mensaje de Jesús, la Orden de Sión y las demás hermandades secretas- son reales y están basadas en verdades que se mantienen escondidas. Una novela, muy bien, pero una novela que desvela secretos históricos.
La idea de muchos lectores de que el trasfondo de gran parte de lo que pone en El código Da Vinci es cierto ha desencadenado numerosos artículos en periódicos, debates en Internet y crónicas por todo el mundo. En Noruega la crítica está liderada por Bjorn Are Davidsen, que en una crónica del Aftenposten del 30 de julio de 2004 reprendió a aquellos reseñadores que estaban postrados de admiración por la «obra maestra de investigación» de Brown. En este país, la mayor parte del debate se ha desarrollado en internet y en las cartas al director de los periódicos. En www.forskning.no, el historiador de la religión Asbjorn Dyrendal ha escrito la reseña «Jaleo en torno a El código Da Vinci», en la que, crítica y nítidamente, le da un repaso a muchas de las afirmaciones teológicas y artísticas del libro. Uno de los apuntes de Dyrendal es que Dan Brown, al insinuar que la intriga criminal está construida en torno a una verdad oculta, invita a un debate y a una controversia que a su vez generan atención y ventas.
Internacionalmente, El código Da Vinci ha desatado un bosque de contrapublicaciones que, con base fáctica y científica, atacan las tesis de la novela (publicaciones que, por lo demás, no sólo venden bien en la estela de El código Da Vinci, sino que, paradójicamente, generan nueva atención y pompa en torno a la obra, por así decirlo, una máquina eterna del mercado). En la página web de la editorial Ignatius www.ignati-us.com/books/davincihoax, los autores Cari Olson y Sandra Miesel -que han escrito el crítico libro The Da Vinci Hoax («El farol Da Vinci») – iluminan las afirmaciones de la novela de Dan Brown. Muchas de las tesis teológicas y artísticas de Brown son repasadas y rechazadas. Simplemente no se ajustan a los hechos. No hay fundamento teológico ni histórico para afirmar que Jesús en realidad era un filósofo gnóstico, o que Leonardo da Vinci ha escondido mensajes religiosos secretos en sus obras. Leonardo sería un pillo, está bien, pero se precisan unas antenas conspiratorias muy desarrolladas y una buena porción de fantasía para ver a María Magdalena en La última cena o para encontrar otros secretos históricos en otras obras mundialmente famosas.
Lo que ha hecho Dan Brown es lo mismo que hace la mayoría de los novelistas: ha buscado información disponible que se adapte a su historia y la vista. Así, ha hallado y sacado a la luz una serie de emocionantes teorías, tesis y especulaciones que constituyen el trasfondo de la historia que ha inventado. Pocas de las hipótesis son nuevas o llamativamente verdaderas. Lo nuevo es que un libro que vende doce millones de ejemplares transmite a grandes masas de lectores ideas que antes se mantenían dócil y discretamente entre ocultos grupos de discusión de Internet, en libros new age y en fanzines caseros para los muy interesados.
Los críticos más beligerantes parecen achacar a Dan Brown que saque a la luz teorías alternativas, dicho con suavidad, poco documentadas. ¡Pero esperen! Dan Brown escribe novelas. Apela a nuestra imaginación. No pretende haber elaborado una tesis doctoral. No se dedica a la investigación. Las novelas no son verdaderas. Así que a los investigadores y a los científicos no les queda más remedio que poner la ficción en perspectiva.
Los expertos más críticos deberían alegrarse en vez de quejarse: ¿cuántas novelas desatan este tipo de debates científicos entre los legos y estimulan a los lectores a buscar más conocimientos? ¿Cuándo fue la última vez que la teología y la represiva visión de la mujer de la Iglesia primitiva fueron la comidilla en contextos festivos? Dan Brown ha escrito un libro que engancha, provoca y enciende a millones de lectores, legos y especialistas. ¡No es poca hazaña para un pobre autor de novelas policíacas!
La orden de Sión: el gran engaño
Tanto El final del círculo como El código Da Vinci basan algunas de sus teorías en El enigma sagrado (1985), de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, un libro que ha vendido más de dos millones de ejemplares y pronto saldrá en noruego. Brevemente, la principal teoría de este libro documental seudocientífico es que Jesús no murió en la cruz, sino que sobrevivió a la crucifixión (cosa que a su vez toca el dogma fundamental del cristianismo: la resurrección), huyó al sur de Francia y se casó con María Magdalena. Tuvieron varios hijos cuyos descendientes establecieron lazos matrimoniales con las líneas reales francesas, la dinastía merovingia. «El Santo Grial» -un mito medieval sobre la copa que primero usó Jesús en la comunión y que luego fue llenada con su sangre durante la crucifixión- se presenta como la línea de sangre de Jesús y María Magdalena.
Esta imaginativa idea hunde sus raíces en teorías conspiratorias de siglos de antigüedad, supuestamente protegidas por órdenes de caballería y hermandades secretas. Las afirmaciones volvieron a la vida con la historia de Bérenger Sauniére, cura del pueblo de Rennes-le-Cháteau. Se cree que durante la restauración de la antiquísima iglesia que se desarrolló a finales del siglo XIX, encontró documentos escondidos en huecos secretos, que se llevó a París y que le hicieron inmensamente rico.
Por desgracia para todos los partidarios de las teorías conspiratorias en general y de la orden de Sión en especial, toda esa historia es tan ficticia como El código Da Vinci y El final del círculo. La orden de Sión -que estaría liderada por grandes personajes como Leonardo da Vinci, sir Isaac Newton, Boticelli y Victor Hugo y que habría tenido estrechos y misteriosos lazos con la orden de los templarios- es una mera construcción creada por nacionalistas de la derecha radical francesa, nada más que un club masculino oculto. Tanto la policía como los medios han desvelado que el francés Pierre Plantard y sus seguidores crearon la orden de Sión en 1956 y buscaron sus raíces en la orden de los templarios del siglo XII. En 1956 empezaron a correr los primeros rumores sobre «el gran secreto» de Rennes-le-Cháteau. Muchas de las vigas maestras de la orden de Sión eran plagios de la orden de Rosacruz. Esta orden del siglo XV, originariamente alemana, fue reformada en el siglo XVII y en el XVIII, y estaba relacionada con todo tipo de cosas, desde la alquimia y la magia a la filosofía, y fue revivida en las décadas que rodeaban el comienzo del siglo XX por el escritor y místico francés Joséphin Péladan. Pierre Plantard redactó, a mediados de los sesenta, documentos que contenían los nombres de los líderes de la orden de Sión, dos genealogías, supuestamente desde 1244 a 1644, y diversas copias de manuscritos (los mismos documentos, en teoría, que habría encontrado el cura Bérenger Sauniére a finales del siglo XIX), y consiguió meterlos de forma subrepticia en los archivos de la Biblioteca Nacional de París.* Los diseñadores del farol lograron introducir aún más
* El facsímil del documento de la cubierta proviene de Les Dossiers Secrets, que son tan inventados como esta novela
documentos «históricos» en la biblioteca francesa. El hallazgo en 1965 de Les Dossiers Secrets causó mucho revuelo, como es natural. El compinche de Plantard, Phihppe de Chérsiey, se ha responsabilizado en varios contextos de la elaboración de esos papeles. Según los medios y las autoridades francesas, Plantard, que murió en el año
2000, admitió bajo interrogatorio en 1993 que los documentos habían sido fabricados y que la orden de Sión era un engaño. (Aunque sí es cierto que hubo una orden de Sión que dejó de existir en 1617 y fue introducida en la orden de los jesuitas, pero se trataba de una orden católica, alejada de la supuesta fraternidad hermética de Plantard y sin relación alguna con los templarios u otros custodios de misteriosos secretos.) La BBC desveló muchos de los métodos de Plantard en un documental de 1996. La página web www.priory-of-sion.com se merece una visita por parte de quien quiera enterarse de estas cuestiones.
Evidentemente, estas cuestiones no tienen ninguna importancia ni para El final del círculo ni para El código Da Vinci en tanto que novelas, pero tampoco refuerzan la presunción de que Dan Brown ha fundado sus muchas «revelaciones» en datos teológicos, históricos, culturales o artísticos. Muchos entusiasmados lectores de El código Da Vina se verán defraudados cuando comprendan que muchas «revelaciones» del libro de códigos secretos y verdades ocultas son o bien pura y dura invención, asociación de ideas de libros Pseudocientíficos e Internet, o bien, en el mejor de los casos, hipótesis sueltas que son objeto de duda y disputa entre los expertos. Los turistas que visitan la majestuosa iglesia de Saint Sulpice de París, donde el monje albino Silas espera encontrar el Santo Grial, por ejemplo, son recibidos con un cartel que dice: «Pese a las fantasiosas afirmaciones de un reciente éxito de ventas, esto no es un antiguo templo pagano.» El cartel continúa rechazando otras aseveraciones del libro sobre la iglesia rica en tradición. Pero también Saint Sulpice saca provecho de las fuerzas del mercado literario: a lo largo de medio año, diez mil turistas han visitado la iglesia a causa de El código Da Vinci.
El código Da Vinci es una novela. Punto. No desvela ninguna verdad ignota ni oculta, no más que miles de tesis poco documentadas y bien conocidas internacionalmente, especulaciones new age y fantasiosas teorías de la conspiración apoyadas por muy pocos investigadores serios. ¡Pero relájense! El código Da Vinci no es menos interesante por eso. Aunque muchas de sus teorías no sean «correctas» científica y fácticamente, a pesar de que muchas de sus afirmaciones más llamativas puedan ser refutadas, el libro sigue siendo una emocionante y entretenida novela de misterio. Aquellos que estén realmente fascinados ¡sin duda pueden investigar qué es lo que hay de verdad en ella!
Alegrar y desafiar a los lectores es la más destacada función de una novela. En ese sentido, Dan Brown ha conseguido más éxito que la mayoría de nosotros. Al contrario que la mayor parte de las novelas policíacas, El código Da Vinci estimula a los lectores para que busquen respuestas serias a muchas de las difíciles cuestiones y afirmaciones que aparecen en la obra.
Una cuestión de fe
Sobre esta base quizás alguno de mis lectores se pregunte: ¿cuánto de El final del círculo es verdad?
La respuesta es sencilla: el libro es una novela de cabo a rabo. Algunos datos históricos y teológicos son «ciertos» tomados aisladamente. Algunos son más controvertidos y cuestionados por los especialistas. Algunos están retocados. Otros son inventados. Pero en tanto que escritor, he usado las «verdades históricas» en un contexto creado de tal modo que, en suma, el libro constituye exclusivamente una ficción de principio a fin. Si he vadeado entre teorías de conspiraciones teológicas e históricas, es porque le conviene a la novela. Cuando me apoyo sobre polémicas valoraciones teológicas, es porque visten la ficción. Esta novela quería tratar sobre un enigma «más grande que la vida», y las ideas de un libro como El enigma sagrado -al igual que otras posiciones teológicas desviadas- le iban como anillo al dedo.
A pesar de todo…
Yo no soy teólogo. Ni siquiera soy creyente. Pero muchas de las cuestiones que plantea El final del círculo respecto a la formación del Nuevo Testamento son cuestiones que sinceramente me planteo a mí mismo. No tengo las respuestas. Pero tampoco los teólogos las tienen. A fin de cuentas, las preguntas y respuestas fundamentales remiten a una cuestión de fe. La teología es, en gran medida, una disciplina sin solución.
Si te han seducido las ideas de esta obra en torno al Nuevo Testamento, existe una legión de libros especializados serios que iluminan concienzudamente las principales cuestiones fácticas y las incertidumbres, vinculadas con la gestación y redacción de lo que hoy es nuestra Biblia y que forma la base de la fe del mundo occidental.
La Biblia es un producto intelectual. Alguien ha escrito los textos. Otros pueden haberlos retocado y reescrito. En muchas ocasiones, los relatos han pasado de boca en boca antes de ser fijados sobre el papel. Al final alguien ha elegido los que se incluirían en la Biblia.
Si se considera que los textos bíblicos son sagrados y dictados individualmente o inspirados por Dios, no es apenas necesario someterlos a una crítica de las fuentes. Pero ¿qué pasa si prescindimos de la fe para la comprensión de la Biblia y la consideramos a ella y su mensaje como un manifiesto histórico y filosófico?
Las investigaciones sobre Jesús son múltiples y se han desarrollado a un ritmo frenético a lo largo del último siglo y, sobre todo, de las últimas décadas. Ya a principios del siglo XX, Albert Schweitzer demostró que los investigadores modelaban a Jesús conforme a los ideales de su propio tiempo. Como en toda ciencia, hay diferentes líneas, tendencias y «escuelas» dentro de la teología. Muchas de las ideas de El final del círculo están basadas en una tradición americana relativamente radical y crítica con las fuentes.
Otros investigadores son más conservadores y positivos al respecto.
Común a la mayor parte de los investigadores en teología es el hecho de que, en grado variable, están marcados por su fe (o por su falta de fe). La teología no es una ciencia absoluta. En gran medida, los puntos de vista están coloreados por la fe personal del investigador y por su posición teológica (y, hasta cierto punto, política). Diferentes investigadores le dan peso a datos e hipótesis diferentes.
Junto con mi personaje Bjorn Belto, yo me limito a deslizarme sobre la superficie de la emocionante materia de la teología. Supongo que los teólogos especializados sonreirán con condescendencia, o con provocación, ante muchos de los diálogos y las ideas de este libro. Como la mayoría de los escritores, yo también he elegido una posición, y los ficticios teólogos e investigadores del libro representan las posturas que le convienen a la acción de la novela. Así, no son representativos de la mayoría más reconocida de los teólogos. Yo, al igual que Dan Brown, he escrito una novela. No afirmo haber encontrado la verdad.
¿Lo han hecho los investigadores?
Los evangelios que nunca llegaron a lo alto
¿Cómo de literal o críticamente ha de ser leído el Nuevo Testamento?
Cada lector ha de encontrar su propia respuesta.
El Nuevo Testamento es una colección de escritos, un así llamado canon, del que en gran medida se disponía ya en el siglo II, pero que fue finalmente compuesto y reconocido por los Padres de la Iglesia en el sínodo de Hipona (año 393) y de Cartago (397).
Los cuatro evangelistas -Marcos, Mateo, Lucas y Juan- eran, según todo indica, cristianos de segunda generación que escribieron sus textos a finales del siglo I (algunos teólogos opinan que el evangelio de Juan puede estar escrito realmente por el apóstol Juan). Mateo y Lucas conocían lo redactado por Marcos. Pero antes de que apareciera ninguno de los cuatro evangelistas, se escribió lo que más tarde se ha llamado Q.
El evangelio Q no existe. Sin embargo, es visto por muchos como el «primer evangelio», que más tarde fue usado por Mateo y Lucas como fuente (de ahí Q, de Quelle, «fuente» en alemán). Fueron investigadores alemanes quienes llegaron a la conclusión de que tenía que haber una fuente escrita para las palabras de Jesús en los evangelios de Mateo y Lucas. Tomando los evangelios de que se dispone, investigadores del Institute for Antiquity and Christianity de EE.UU. {http://iac.cgu.edu) han reconstruido Q palabra por palabra. En sentido estricto, Q no contiene nada nuevo ni desconocido, sino que es un modelo teórico que puede explicar el material común en Mateo y Lucas. Quienes se interesen especialmente por Q pueden encontrar más información en http://iac.cgu.ed//qpoject.html y en http://home-page.virgin net/ron.price.
Cuando los textos de la Biblia iban a ser reunidos -el proceso llevó varios siglos-, había una serie mucho más larga de textos de los que los «redactores de la Biblia» dieron por buenos. Los evangelios apócrifos -los evangelios ocultos y secretos- no fueron incluidos en la Biblia. Entre otras cosas, se debió a que no se consideraban originales (fueron redactados demasiado tarde, cien o doscientos años después que los otros evangelios) respecto a los hechos que describen. Otros teólogos opinan que los escritos eran considerados heréticos por los cristianos ortodoxos, o dibujaban imágenes desviadas de Jesús. Debe también mencionarse que varios virtuosos evangelios cristianos tampoco hallaron su lugar porque, al igual que los textos más controvertidos, no eran lo suficientemente originales (se puede encontrar una serie de ejemplos en www.earlychristianwritmgs.com).
Un ejemplo de texto apócrifo es el evangelio de Tomás. Allí Jesús aparece como alguien que transmite conocimientos secretos. La verdad es presentada como algo que debe averiguar cada uno. El evangelio de Tomás puede interpretarse como controvertido por varios motivos. Algunos señalan la clara influencia gnóstica de Tomás (que en muchos puntos se desvía de lo que conocemos como «cristianismo»). Una minoría de los teólogos cree que el evangelio de Tomás puede contener versiones más antiguas, y por tanto más originales, de las palabras de Jesús que las de los evangelios bíblicos. Sin embargo, la mayor parte de los teólogos parece creer que el evangelio de Tomás, tal y como lo conocemos hoy, es del siglo III.
A medida que el contenido y el alcance de estos escritos alternativos vayan estando más claros para nosotros, muchas de las representaciones sobre la enseñanza de Jesús serán desafiadas. Es fácil que Jesús sea interpretado como más radical, más crítico con la sociedad, y no siempre será conforme a la imagen más tardía de Jesús de la Iglesia. El evangelio de Tomás contiene sus palabras… sin relato ni contexto. No dice nada sobre la crucifixión ni sobre la muerte y resurrección de Jesús, nada sobre la historia de sus sufrimientos, su bautizo o la última cena. No hay milagros. Algunos piensan que tanto Q como el evangelio de Tomás demuestran que la muerte de Jesús -y los episodios posteriores- no formaba parte del cristianismo temprano, sino que esa dimensión se desarrolló más tarde basándose en los ritos sacrificiales del judaísmo. Allí donde la Biblia insiste en nuestra fe individual, el evangelio de Tomás invita a responsabilizarnos de nuestra propia evolución a través del saber (esto es, los rasgos clásicos del gnosticismo). Jesús tenía una comunidad abierta a su alrededor, compuesta de hombres y mujeres en pie de igualdad (cosa a la que Dan Brown también le da mucha importancia en su novela). Jesús no es llamado hijo de Dios ni Mesías. Junto a los rasgos gnósticos, Tomás se atiene al uso de las palabras de los manuscritos coptos y a los cambios en las traducciones de finales del siglo IV. Muchos indicios textuales indican que Tomás conocía a Marcos, cosa que debilita la teoría de que su evangelio es más antiguo (y, por tanto, más original) que los del Nuevo Testamento.
Aunque, paradójicamente, los evangelios del Nuevo Testamento a veces dibujan imágenes diferentes de Jesús, la imagen de Jesús según Tomás encontró mucha oposición entre los cristianos tempranos. Una de las razones puede estribar en que Tomás lo describe, en gran medida, como un filósofo. Eso pudo provocar a los primeros padres de la Iglesia, que pretendían delimitar la enseñanza para que fuera unitaria y autoritaria, además de divina, en un tiempo en que la fe y su comprensión era desafiada y desgarrada en todas las direcciones. También merece la pena señalar que el Jesús de Tomás se centra en lo espiritual allí donde el Jesús del Nuevo Testamento tiene visión tanto para lo espiritual como para la acción. El Jesús de la Biblia desafía a su contemporaneidad, el Jesús de Tomás responde preguntas que no tienen una pertenencia física a lo cotidiano.
Muchos creyentes se representan el tamaño de la Biblia como inamovible y absoluto. Los escritos apócrifos demuestran que el canon bíblico está creado por los hombres: es el resultado de valoraciones y selecciones, de retoques y omisiones.
Muchos teólogos afirman que los escritos apócrifos no «revelan» más que lo bien que eligió la Iglesia temprana los textos correctos. De hecho, el hallazgo de Nag Hammadi (www.nag-bammadi.com) muestra lo meticulosamente que procedieron los Padres de la Iglesia en su labor de incluir y rechazar escritos para el Nuevo Testamento. Aunque es evidente que los apócrifos no puedan refutar nada en absoluto del Nuevo Testamento, nos proporcionan un marco alternativo para comprender no sólo los propios evangelios, sino también su selección y el turbulento tiempo y proceso que configuró el canon bíblico. Pero con independencia del punto de vista teológico, también pueden ser leídos como una prueba de que el autoritario canon parece el resultado de la mejor selección histórica y teológica.
Aunque no se crea en la divinidad de Jesús, podemos asegurar con gran plausibilidad que existió como figura histórica (se puede encontrar más sobre el Jesús teológico en la página web noruega www.jesus-messias.org). A mis ojos, su filosofía -en una palabra: amor al prójimo- es igualmente valiosa, aunque no creamos en los dogmas de la resurrección y el perdón de los pecados.
Estaría encantado si El final del círculo -tal y como lo ha hecho El código Da Vinci- estimulara a los lectores a buscar sus propias respuestas y, al mismo tiempo, desafiara las verdades que nos han enseñado las autoridades, ya sea la Iglesia, los catedráticos, los curas o, en realidad, los escritores. Con El final del círculo mi primera ambición ha sido la de escribir una novela de misterio un poco diferente, que deje tras de sí preguntas que nadie puede responder, pero que es importante plantear.
Las fuentes golpean a su vez
Para acabar, una enrevesada nota a pie de página: En octubre de 2004, el Daily Telegraph publicó que Dan Brown iba a ser denunciado por plagio. ¿Por quién? ¡Por nada menos que dos de los autores de El enigma sagrado: Michael Baigent y Richard Leigh! Según el Telegraph, Leigh había dicho: «No es que Dan Brown haya tomado prestadas ilegalmente algunas ideas, porque eso lo han hecho muchos. Sino que ha usado toda la estructura y la investigación previa -todo el puzzle- y las ha colgado sobre un gancho de ficción.»
Resulta tentador considerar la demanda como un truco publicitario por parte de Leigh y Baigent… bastante injusto con Brown. Dan Brown cita abiertamente El enigma sagrado remitiendo al capítulo 60, además de una curiosidad en el espíritu de El código Da Vinci: el nombre del personaje sir Leigh Teabing está compuesto por el apellido de Richard Leigh y por el anagrama realizado con las letras del apellido de Baigent. En el libro, Teabing coge de la estantería precisamente una copia de El enigma sagrado y elogia la «premisa básica» de los autores.
Eso no basta, según Leigh y Baigent, que quieren meter una pajita en la exuberante cuenta bancaria de Dan Brown.
Sea cual sea el veredicto de un eventual juicio, hay poca razón para creer que la publicidad pueda influir de alguna manera notoria en la venta de los dos libros. La publicidad, la controversia y la atención giran en un círculo eterno, y resulta tentador insinuar que esto, ciertamente, es un círculo sin final.
TOM EGELAND
Oslo, octubre de 2004
BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES
Quienes deseen profundizar en las cuestiones teológico-históricas de la novela y el epílogo -cuestiones vinculadas con El código Da Vinci- tienen abundantes libros a los que recurrir. Se pueden encontrar en las librerías locales o en Internet. He aquí una pequeña selección:
Baigent, Michael y Leigh, Richard, The Dead Sea Scrolls Deception, Simón & Schuster. [El escándalo de los manuscritos del mar Muerto, Martínez Roca, Barcelona, 1992.]
– , y Lincoln, Henry, The Holy Blood and the Holy Grail, Dell. [El enigma sagrado, Martínez Roca, Barcelona, 1987.]
– The Messianic Legacy, Dell. [El legado mesiánico, Martínez Roca, 1987.]
Barber, Malcolm, The Trial of the Templaars, Cambridge University Press. [El juicio de los templarios, Editorial Complutense, Madrid, 1999.]
Brown, Dan, Da Vinci koden, Bazar. [El código Da Vinci, Umbriel, Barcelona, 2003.]
Fredriksen, Paula, From Jesus to Christ: The Origins of the New Testament Images of Jesus, Yale University Press.
Gilus, Ingvild Saelid, y Thomassen, Einar (eds.), Gnostiske skrifter, Verdens hellige tekster, De Norske Bokklubbene.
Jarvell, Jacob, Den historiske Jesus, Lang og Kirke.
– , (ed.), Jesus. Bibelen fire evangelier, Verdens hellige tekster, De Norske Bokklubbene.
Jenkins, Phillip, Hidden Gospels, Oxford University Press.
Meier, Joseph, Marginal Jew; Rethinking the Historical Jesus, Anchor Bible.
Moxnes, Halvor, y Tomasen, Einar (eds.), Apokryfe evangelier, Verdens hellige tekster, De Norske Bokklubbene.
Olson, Cari, y Miesel, Sandra, The Da Vina Hoax, Ignatius Press.
Picnett, Lynn, y Prince, Clive, The Templar Revelation, Touchstone.
Sandnes, Karl Olav, y Skarsaune, Oskar, Mannen som ble Messias, Norsk Kristelig Studierád, NRK, IKO.
Woje, Svein, y Klep, Kari, Jesus dode ikke pa korset. Urevangeliet Q., Boglund.
– , Thomasevangelist, Boglund.
Wright, N. T., Jesus and the Victory of God: Christian Origins and the Questions of God, Augsburg Fortress Publishers.
– , The Contemporary Quest for Jesus, Augsburg Fortress Publishers.
Algunas otras páginas web que ilustran los temas de la novela y del epílogo:
www.bibelen.no
www.katolsk.no
Evangelio según Tomás: www.thomasevangeliet.no
Evangelio según Tomás: http://dromsmia.no/tomas.htm
Claremont Graduate University: www.cgu.edu
School of Religion at CGU: http://religion.cgu.edu
Ancient Biblical Manuscript Center: www.abmc.org
Claremont School of Theology: www.cst.edu
Society of Biblical Literature: www.sbl-site.org
American Schools of Oriental Research: www.asor.org
Instituto Oriental de la Universidad de Chicago:
www.oi.uchicago.edu
AechNet, WWW Virtual Library: http://archnet.asu.edu/
archnet Duke Papyrus Archive: http://scriptorium.lib.duke.edu/
papyrus Journal of Religión and Society. www.creighton.edu/
JRS
Crisler Biblical Institute: www.crislerinstitute.com Estudios sobre Jesús: www.jesusstudies.net Sobre Mateo, Marcos y Lucas: http://www.mind-spring.
com/~scarlson/synopt/faq.htm
Tom Egeland
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