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El latido del pájaro

Mo Hayder


Mo Hayder
 
El latido del pájaro

   Traducción de María Beneyto
   Título de la edición original: Birdman

CAPÍTULO I

   Greenwich Norte. Finales de mayo. Tres horas antes del amanecer, el río está desierto. Amarradas, las oscuras gabarras se balancean mientras la marea disuelve lentamente el lodazal donde han pasado la noche. La neblina se levanta, avanza tierra adentro, rebasa los sombríos barcos, el solitario Millenium Dome y, a través de parajes desolados y extraños paisajes lunares, se detiene envolviendo un fantasmagórico desguace medio abandonado.
   De repente todo se ilumina. Un coche policial, con las luces azules destellando, se acerca por la calle de servicio. Durante veinte minutos siguen llegando policías: ocho coches, dos Ford Sierra sin distintivos y la furgoneta blanca del equipo forense. En la calle se dispone un control y un destacamento local impide el acceso por el río. El primer agente del CID llega al cruce de Croydon preguntando por los números de busca de los miembros del AMIP, departamento de investigación de la zona. Diez kilómetros más allá es despertado el detective inspector Jack Caffery, AMIP equipo B, que estaba durmiendo tranquilamente en su cama.
   Acostado, parpadea en la oscuridad, intenta poner en orden sus pensamientos y lucha contra el deseo de darse la vuelta y dormirse de nuevo. Hace un esfuerzo, inspira profundamente, se levanta de la cama y se dirige al cuarto de baño para lavarse la cara. No más whiskis estando de servicio, Jack. Lo juro, de veras, lo juro. Y empieza a vestirse parsimoniosamente. Mejor llegar despejado y tranquilo. La corbata, no muy chillona; a los del CID les fastidia que alardeemos más que ellos. Él busca. Y café. Mucho café instantáneo con azúcar y sin leche, nada de leche y, sobre todo, no comas: nunca sabes lo que tendrás que ver. Toma dos tazas y busca las llaves del coche en el bolsillo de sus tejanos.
   Luego, atiborrado de cafeína y con un pitillo recién encendido, conduce por las desiertas calles de Greenwich hasta la escena del crimen donde su superior, comisario Steve Maddox, un hombre bajo y de cabello prematuramente cano, impecable, como siempre, con su traje marrón oscuro, le espera fuera del desguace paseándose alrededor de una solitaria farola y haciendo girar en su dedo las llaves del coche.
   Observa cómo se detiene el coche de Jack. Luego cruza la calle, apoya un codo en el techo, se inclina y dice:
   – Espero que no hayas comido nada.
   Jack pone el freno de mano y saca el paquete de tabaco de la guantera.
   – Precisamente lo que me hacía falta.
   – Éste ha superado su fecha de caducidad. -Maddox se aparta para que Jack salga del coche-. Hembra, parcialmente enterrada.
   – ¿La has visto?
   – Todavía no. El CID me ha pasado e informe. Además bueno -echa una ojeada hacia donde forman corrillo los oficiales del CID-, alguien le ha hecho una autopsia. El habitual corte en canal.
   Jack se detiene en seco.
   – ¿Autopsia?
   – Eso he dicho.
   – Seguramente la sacaron de un laboratorio forense para dar un paseo.
   – Ya.
   – Una trastada de estudiantes de medicina…
   – Mira, no es exactamente de nuestra incumbencia -le interrumpe Maddox alzando las manos. Vuelve a mirar por encima del hombro y se inclina hacia Jack-. Pero ya sabes lo amables que son los chicos del CID de Greenwich. Sigámosles la corriente. No creo que nos perjudique ocuparnos de una pequeña carnicería.
   – Ya.
   – Bien -masculla Maddox incorporándose-. ¿Estás preparado?
   – ¿Preparado? -Caffery cierra el coche de un portazo, y se encoge de hombros-. Por supuesto que no. ¡Cómo podría estarlo!
   Se dirigieron al portón de entrada rodeando la valla. El tenue resplandor amarillo de las dispersas farolas de sodio y los esporádicos destellos de las cámaras del equipo forense iluminaban el desolado paisaje. Un kilómetro más allá, dominando el horizonte, el Millenium dome se alzaba con sus rojas luces de posición parpadeando contra las estrellas.
   – La han metido en una bolsa de basura o algo parecido -dijo Maddox. Señaló bruscamente con la cabeza un grupo de coches-. ¿Ves aquel Mercedes?
   – Sí.
   Caffery siguió andando. Un hombre de anchas espaldas con un abrigo de pelo de camello se encorvaba en el asiento delantero de un Mercedes mientras hablaba con un agente del CID.
   – Es el propietario. Ese asunto del Millenium lo ha puesto todo patas arriba. Dice que la semana pasada contrató a un equipo para que limpiara todo esto. Seguramente la maquinaria pesada removió la fosa, y a la una de esta madrugada…
   Se detuvo un momento al llegar a la barrera, y luego se adentraron en la escena del crimen.
   – A la una de esta madrugada, tres tipos estaban aquí bebiendo cerveza y se tropezaron con el fiambre. Ahora están en comisaría, la coordinadora nos contará algo más, ya ha hablado con ellos.
   Fionna Quinn, de la policía científica, desplazada del Yard y coordinadora en la escena del crimen, los esperaba al lado de una furgoneta en un claro iluminado por focos, enfundada en su mono blanco. Se quitó la capucha mientras ellos se acercaban.
   Maddox hizo las presentaciones.
   – Jack, la doctora detective Quinn. Fionna, mi nuevo inspector, Jack Caffery.
   Caffery le tendió la mano.
   – Encantado.
   – Lo mismo digo.
   La mujer se sacó los guantes de látex y estrechó la mano de Jack.
   – Es su primer caso, ¿verdad?
   – En el AMIP, sí.
   – Bien, me hubiera gustado poder recibirlo con algo menos desagradable. Algo le partió el cráneo, seguramente una máquina. De la cintura para abajo está enterrada bajo un prefabricado de hormigón, probablemente de una acera o algo así.
   – ¿Ha estado ahí durante mucho tiempo?
   – No creo. A primera vista -dijo volviendo a ponerse los guantes y tendiendo a Maddox una mascarilla-, menos de una semana. Demasiado tiempo para que valga la pena andarse con prisas. Creo que deberían esperar a que amanezca para sacar al patólogo de la cama.
   – ¿El patólogo? -preguntó Caffery-. ¿Está segura de que necesitamos un patólogo? Los del CID opinan que se le practicó una autopsia.
   – Correcto.
   – ¿Y pretende que la examine un patólogo?
   – Sí. -La expresión de Quinn siguió inmutable-. Incluso ustedes deben verla. No estamos hablando de una autopsia profesional.
   Maddox y Caffery intercambiaron una mirada. Se quedaron en silencio y luego Jack asintió con un gesto.
   – De acuerdo. Vamos allá.
   Carraspeó, cogió los guantes y la mascarilla que Quinn le tendía y, con gesto rápido, se remetió la corbata dentro de la camisa.
   – Echemos un vistazo.
   Incluso con guantes de látex, la inveterada costumbre del CID obligaba a Caffery a andar con las manos en los bolsillos. De vez en cuando, inquieto, perdía de vista el haz de la linterna que empuñaba la detective Quinn. A medida que se adentraban en el astillero aumentaba la oscuridad. El equipo de fotografía había terminado su trabajo y se había encerrado en su furgoneta blanca para revelar la película. La única iluminación procedía de la débil incandescencia de la cinta fluorescente que Quinn había utilizado para señalar el borde del camino o para proteger las pruebas recogidas, que esperaban la llegada del agente que se ocuparía de ellas. Avanzaban entre la niebla con recelo, dando un respingo ante la silueta de una botella, de una lata aplastada o de cualquier objeto informe.
   Las cintas transportadoras y las grúas, grises y silenciosas como abandonadas montañas rusas, se elevaban más de diez metros contra la oscuridad del cielo.
   Quinn levantó la mano.
   – Es aquí. -Se dirigió a Caffery-. ¿La ve? Ahí, de espaldas.
   – ¿Dónde?
   – ¿Ve ese bidón de aceite? -dijo al alumbrarlo con la linterna.
   – Sí.
   – Mire hacia abajo en esa dirección.
   – ¡Joder!
   – ¿La ve ahora?
   – Sí -respondió, intentando conservar el equilibrio-. Claro que la veo.
   ¿Acaso eso era un cuerpo? Creyó que se trataba de un montón de espuma expandiéndose, algo amarillo y brillante que parecía salido de un aerosol. Luego vio pelo y dientes. Y reconoció la forma de un brazo. Por fin, inclinando la cabeza, comprendió qué era aquello que estaba viendo.
   – ¡Por el amor de Dios! -exclamó Maddox-. ¡Tapadla!

CAPÍTULO 2

   Al amanecer, cuando el sol ya había disipado la niebla del río, todos los que habían visto el cuerpo a la luz del día sabían que no se trataba de una novatada de estudiantes de medicina. El patólogo forense, Harsha Krishnamurti, llegó y estuvo una hora dentro de la blanca tienda que cubría el cadáver. Se dio instrucciones precisas a un equipo experto en huellas y, a las doce del mediodía, se extrajo el cuerpo del hormigón.
   Caffery encontró a Maddox en el asiento delantero del Sierra del equipo B.
   – ¿Estás bien?
   – Aquí sobramos, tío. Dejemos que Krishnamurti tome el relevo.
   – Si lo prefieres, vete a casa y échate un rato.
   – ¿Y tú?
   – Yo me quedaré un rato más.
   – No, Jack. Tú también te vas. si quieres entrenarte para el insomnio ya lo conseguirás en los próximos días. Créeme.
   Caffery levantó las manos.
   – De acuerdo. Lo que usted diga, señor.
   – Así me gusta.
   – Pero no podré dormir.
   – Me parece bien. -Señaló el baqueteado y viejo Jaguar de Caffery-. Vete a casa y finge dormir.
 
   Cuando llegó a casa, Caffery no podía desprenderse de la imagen de aquel cuerpo amarillento.
   A la luz del amanecer parecía aún más grotesco de lo que le había parecido por la noche. Sus uñas, mordidas y pintadas de azul claro, clavadas en las tumefactas palmas de las manos.
   Se duchó y afeitó. La cara que veía en el espejo lucía un leve bronceado. El sol pronunciaba las pequeñas arrugas que tenía alrededor de los ojos. Sabía que no podría dormir.
   La rápida inoculación de savia nueva en el departamento de investigación, agentes más jóvenes, serios y mejor preparados, había suscitado cierto resentimiento entre los veteranos, lo que hacía comprensible su satisfacción cuando cambió el turno de ocho semanas y entró en servicio el equipo B, coincidiendo con el primer caso de Caffery.
   Veinticuatro horas de servicio siete días a la semana. Noches en vela: irrumpir directamente en el caso sin tiempo ni para afeitarse. No le pillaba en su mejor momento. Y por todos los indicios parecía de los complicados.
   No lo dificultaba únicamente el lugar en que habían descubierto el cadáver ni la ausencia de testigos. Con la luz del amanecer habían visto las oscuras cicatrices ulceradas de las agujas.
   Mientras estaba en el cuarto de baño, Caffery intentó no pensar en lo que el asesino había hecho en los pechos de la víctima. Se secó el pelo con una toalla y sacudió la cabeza. Deja de pensar en todo esto, no permitas que te obsesione, se dijo. Maddox tenía razón: necesitaba descansar.
 
   Estaba en la cocina sirviéndose un whisky cuando sonó el timbre de la puerta.
   – ¡Soy yo! -gritó Verónica por la ranura del buzón-. Hubiera telefoneado pero olvidé el móvil en casa.
   Abrió la puerta. Llevaba un traje de lino crema y gafas de Armani. Sostenía varias bolsas de tiendas de Chelsea. Su descapotable, un Tigra rojo, estaba aparcado en el camino del jardín bajo la luz del atardecer. Caffery vio que sostenía las llaves de la puerta, como si hubiese estado a punto de abrirla.
   – Hola, princesa -dijo, inclinándose para besarla-. ¡Mmm!
   Ella cogió su mano y le hizo retroceder para observar su leve bronceado, sus tejanos y sus pies descalzos. Sujetaba una botella de whisky en la otra mano.
   – ¿Estabas descansando?
   – Estaba en el jardín.
   – ¿Vigilando a Penderecki?
   – ¿No crees que puedo estar en el jardín sin vigilar a Penderecki?
   Vamos, Jack, sólo estaba bromeando. Mira -dijo mientras le tendía una bolsa de Waitrose-. He ido de compras gambas, eneldo, cilantro fresco y ¡oh!, el mejor moscatel. Además, esto -añadió al entregarle una caja-. De mi parte y de papá. -Levantó su larga pierna y apoyó la caja en la rodilla para abrirla. Contenía una cazadora de cuero marrón-. Uno de los nuevos modelos que importamos.
   – Ya tengo una cazadora de piel.
   – ¡Oh! -exclamó ella-. Bueno, no importa.
   Cerró la caja. Por un instante, ambos se quedaron en silencio.
   – Puedo devolverla -dijo ella.
   Jack se sintió culpable.
   – No, no lo hagas.
   – Puedo cambiarla por otra cosa.
   – No, de verdad. Anda, dámela.
   Ésta, pensó, cerrando con la rodilla la puerta y siguiéndola hacia la sala, es la forma de actuar de Verónica. Proponía algo que él rechazaba, pero ella hacía un puchero, él se encogía de hombros y se sentía culpable, se echaba atrás y capitulaba. A causa de su pasado. Sencillo pero eficaz, Verónica. En los escasos seis meses de su relación, su desordenado y cómodo hogar se había transformado en algo desconocido para él: atestado de plantas aromáticas y de electrodomésticos destinados a ahorrar tiempo; el armario repleto de ropa que nunca se pondría: trajes exclusivos, chaquetas cosidas a mano, corbatas de seda, tejanos de piel, todo cortesía de la empresa de importación del padre de Verónica.
   Después, mientras ella utilizaba la cocina como si fuera suya, con las ventanas abiertas, el Guzzini zumbando y el aceite crepitando en sartenes brillantes, Jack salió con el whisky a la terraza.
   El jardín. Ahí, pensó mientras tomaba un sorbo de su whisky, estaba la prueba perfecta de que su relación pendía de un hilo. Plantado mucho antes de que sus padres compraran la casa -hibiscos, guisantes de olor, una nudosa y vieja clemátide-, cada verano lo dejaba crecer hasta que la vegetación casi cubría las ventanas. Pero Verónica quería cortar, podar y abonar para cultivar limoncillo y alcaparras en alegres macetas dispuestas en el alfeizar de las ventanas, hacer proyectos de parterres y discutir sobre caminos de grava y laureles. Y, finalmente, una vez los hubiera reorganizado tanto a él como a su casa, le gustaría que la vendiera, que abandonara el pequeño chalet victoriano en el sur de Londres donde había nacido, con sus vetustos ladrillos y vanos de ventanas, y con su descuidado jardín. Quería dejar su trabajo de mentirijilla en el negocio familiar, abandonar la casa de sus padres y organizarle un hogar a Jack.
   Pero él no quería eso. Su historia estaba demasiado enraizada en el lodo de ese barrio por el que pasaba el tren como para dejar arrancársela por un mero capricho. Además, después de seis meses de conocer a Verónica estaba seguro de algo: no la amaba.
   La contempló a través de la ventan pelando patatas y haciendo rizos de mantequilla. A finales del año anterior él había cumplido cuatro años en el CID, aburrido, esperando que pasara algo. Hasta que un día, en una fiesta del CID, se dio cuenta de que una chica con minifalda y sandalias de tiras doradas le observaba con una inconfundible sonrisa.
   Durante dos meses, Verónica desencadenó en Jack una obsesión hormonal. Satisfacía todas sus expectativas sexuales. Cada mañana le despertaba pidiendo sexo y durante los fines de semana paseándose por la casa vestida únicamente con sus tacones de aguja y lápiz de labios brillante.
   Despertó en él nuevas energías y también empezaron a cambiar otros aspectos de su vida. En abril ya se veían las marcas de los tacones de aguja en la cabecera de la cama y le habían trasladado al AMIP, la brigada criminal.
   Pero en primavera, poco antes de empezar a perder su atractivo para Jack, Verónica cambió de estrategia. Decidió tomárselo en serio y atarle corto. Una noche hizo que se sentara y le habló con seriedad sobre lo mucho que había sufrido antes de conocerse: había perdido dos años de su adolescencia luchando contra un cáncer.
   La estratagema surtió efecto. Sintiéndose de pronto con la soga al cuello él no supo cómo poner fin a su relación.
   ¡Qué vanidoso eres, Jack!, se decía a sí mismo. ¡Como si seguir con ella pudiera compensarla de su dolor! ¡Qué engreído puedes llegar a ser!
   Mientras él pensaba todo eso, Verónica, en la cocina, apoyando su fina barbilla contra el pecho, desmenuzó una ramita de menta, Jack se sirvió otro whisky y se lo bebió de un trago.
   Se lo diría esa misma noche. Tal vez durante la cena…
 
   En una hora todo estaba listo. Verónica encendió todas las luces y puso en el patio espirales antimosquitos.
   – Beicon y ensalada de alubias salpicadas, gambas con salsa de soja y, de postre, sorbete de mandarina. ¿Soy o no soy la mujer perfecta?
   – Sacudió la melena y por un momento dejó ver la carísima perfección de sus dientes-. No obstante, tómalo como un ensayo general para la fiesta que pensamos ofrecer.
   Él lo había olvidado completamente. La fiesta.
   Ella le dio un leve codazo mientras pasaba a su lado llevando una cazuela le creuset repleta de patatas. Las cristaleras del salón que daban al jardín estaban abiertas de par en par.
   – Creo que esta noche será mejor que cenemos aquí y no en el comedor.
   – Dejó de hablar y miró con ceño su arrugada camiseta y su revuelto pelo oscuro-. ¿No crees que deberías vestirte para cenar?
   – ¿Bromeas?
   – Bueno- respondió ella poniéndose la servilleta sobre las rodillas-, podría ser agradable.
   – No- dijo él mientras se sentaba-. No puedo ensuciar mi traje. Me han asignado un caso… Vamos, Verónica, pregúntame de qué se trata. Interésate por algo que no sea mi vestuario.
   Pero ella siguió sirviéndole patatas.
   – Tienes más de un traje, ¿no es así? Papá te mandó uno gris.
   – Está en la tintorería.
   – ¡Oh, Jack, deberías habérmelo dicho! Hubiera podido recogerlo.
   – Verónica…
   – De acuerdo. -Levantó las manos-. Lo siento. No volveré a mencionarlo. -En el recibidor sonó el teléfono-. ¿Quién será? -Ensartó una patata-. ¡Como si no lo supiera!
   Caffery apartó la silla y se levantó.
   – Dios… -suspiró ella soltando el tenedor-. Realmente tienen un sexto sentido. ¿No puedes dejar que siga sonando?
   – No.
   Fue al recibidor y descolgó el auricular.
   – ¿Sí?
   – No me lo digas: estabas durmiendo.
   – Te dije que no podría.
   – Ya.
   – Vale. ¿Qué pasa?
   – Estoy aquí de nuevo. El comisario jefe ha traído un equipo. Uno de los investigadores ha descubierto algo.
   – ¿Equipo?
   – GPR.
   – ¿GPR? Eso… -Caffery se interrumpió.
   Verónica le empujó al pasar por su lado y subió por la escalera cerrando tras ella la puerta de la habitación. Jack se quedó en el estrecho recibidor mirándola fijamente.
   – ¿Sigues ahí, Jack?
   – Sí, perdona. ¿Qué me estabas diciendo? GPR, ¿tiene algo que ver con estudio del suelo?
   – Georadar.
   – Ya. -Caffery hizo un agujerito en la pared con la amoratada uña de su pulgar-. ¿Así que hay algo más?
   – Sí, lo hay -dijo Maddox con tono grave-. Cuatro más.
   – Mierda. -Se pasó la mano por la nuca.
   – ¿Enterrados más abajo o qué?
   – Acaban de empezar a sacarlos.
   – ¿Dónde vas a estar?
   – En el astillero. Podemos ir con ellos hasta Devonshire Drive.
   – ¿El depósito?
   – Exacto. Krishnamurti ya ha empezado con el primero. Esta noche ofrecerá una sesión continua en nuestro honor.
   – De acuerdo. Te veré allí dentro de treinta minutos.
   Verónica estaba en el dormitorio del piso de arriba con la puerta cerrada. Caffery se vistió en la habitación de Ewan, miró por la ventana para comprobar si había movimiento en casa de Penderecki al otro lado de la vía del tren. Nada. Anudándose la corbata, se asomó al dormitorio.
   – Tenemos que hablar. Cuando vuelva…
   Verónica estaba sentada en la cama tapada con la manta hasta el cuello, aferrando un frasco de píldoras.
   – ¿Qué es eso?
   Ella levantó la vista hacia él con hosquedad.
   – Ibuprofén. ¿Por qué?
   – ¿Qué estás haciendo, Verónica?
   – Me duele la garganta.
   – ¿La garganta?
   – Eso he dicho.
   – ¿Desde cuando?
   – No lo sé. -Verónica abrió el frasco, sacó dos píldoras y le miró.
   – ¿Vas a algún sitio agradable?
   – ¿Por qué no me dijiste que te dolía la garganta? ¿No deberías hacerte un análisis?
   – No te preocupes. Tienes cosas más importantes en que pensar.
   – Verónica…
   – ¿Qué quieres?
   Jack se quedó en silencio por un momento.
   – Nada.
   Terminó de anudarse la corbata y se dirigió a la escalera.
   – No te preocupes por mí -dijo ella mientras él se iba-. No te esperaré despierta.

CAPÍTULO 3

   Dos y media de la madrugada, Caffery y Maddox esperan en silencio en la sala de autopsias alicatada en blanco. Cinco mesas de disección de aluminio. Cinco cadáveres rajados del pubis hasta la carótida, despellejados, dejando al descubierto las costillas veteadas con grasa y músculo. Un líquido goteando en las cazoletas puestas debajo de los cuerpos.
   Caffery reconocía esa atmósfera gélida, ese olor a desinfectante mezclado con el inconfundible hedor de las vísceras. Pero eran cinco. Cinco. Etiquetados y fechados el mismo día. Nunca había visto nada igual. Los forenses, enfundados en sus batas verdes, se movían rutinariamente. Una de ellos le sonrió tendiéndole una mascarilla.
   – Sólo un momento, caballeros -les saludó Krishnamurti desde la mesa de disección más alejada.
   El cuero cabelludo del cadáver había sido separado del cráneo hasta la cavidad nasal y apartado de forma que pelo y cara colgaban como una húmeda máscara de caucho hasta el cuello. Krishnamurti sacó los intestinos y los depositó en un recipiente de acero.
   – ¿Hay alguien por ahí?
   – Yo.
   Un delgado forense apreció a su lado.
   – Bien, Martin. Péselos, extiéndalos y coja muestras. Paula, ya he terminado, puede coserlo. No suture encima de las heridas. Vamos, caballeros… -Apartó la lámpara halógena, retiró su visera de plástico y, con los guantes puestos y goteando, se dio la vuelta hacia Maddox y Caffery con las manos extendidas.
   Delgado, de alrededor de cincuenta años, de ojos de un intenso color castaño, y barba cana cuidadosamente recortada, Krishnamurti era un hombre bien parecido.
   – Menudo despliegue, ¿verdad?
   Maddox asintió.
   – ¿Ya sabemos la causa de la muerte?
   – Creo que sí. Y, si estoy en lo cierto, también hemos encontrado algo muy interesante. -Señaló la puerta de la sala-. Entomología les dará más datos, pero puedo adelantarles algunas cosas: la primera que encontraron fue la última en morir. Llamémosla la número cinco. Murió hace apenas una semana. En cuanto al resto debemos remontarnos a un mes atrás, luego cinco semanas y otro mes y medio. La primera debió de morir alrededor de diciembre, pero el tiempo transcurrido entre los asesinatos se fue reduciendo. Hemos tenido suerte, los factores climáticos no han influido demasiado y los cuerpos se han conservado bastante bien.
   Señaló un lastimoso amasijo de carne ennegrecida dispuesta sobre la segunda mesa de disección.
   – Ésta es la primera. El desarrollo de los huesos confirma que todavía no había cumplido los dieciocho. Hay algo parecido a un tatuaje en su brazo izquierdo. Tal vez sea el único elemento para identificarla. Eso o la odontología. Prosigamos. -Alzó un dedo-. Cuando las trajeron todas iban maquilladas. Muy maquilladas. Claramente visible, incluso después de haber estado enterradas durante tanto tiempo. Sombra de ojos, lápiz de labios. El fotógrafo lo ha registrado con detalle.
   – Maquillaje, tatuajes…
   – Sí, señor Maddox. Dos de ellas sufrían infecciones vaginales. Una tenía el ano queratinizado, evidencia de consumo de drogas y endocarditis de la válvula tricúspide. No quiero adelantar conclusiones…
   – Sí, claro -masculló Maddox-. Pero me está insinuando que tal vez fueran una pelanduscas. Ya lo sospechábamos. ¿Qué puede contarnos sobre las mutilaciones?
   – ¡Oh, interesante! -Krishnamurti se acercó a uno de los cadáveres.
   No por primera vez, Caffery pensó que el cuerpo humano despellejado era exactamente igual a un pedazo de carne colgando de un gancho.
   – Como podrán observar, he hecho otra incisión en T muy ajustada, soslayando la que hizo nuestro hombre y evitando las mamas a fin de poder hacer un biopsia de las incisiones y echar una ojeada por dentro.
   – ¿Y bien?
   – Han sido extraídos algunos tejidos.
   Maddox y Caffery intercambiaron una mirada.
   – Sí. Coincide aproximadamente con la incisión estándar que se utiliza para la ablación de mamas. También la suturó. Supongo que resultará significativo que su sospechoso no se molestara en decorar a las víctimas menos bien dotadas.
   – ¿A cuáles se refiere?
   – A las víctimas dos y tres. Dejen que les muestre algo interesante
   – dijo señalando a un forense que estaba suturando un destrozado torso del que había extraído los intestinos-. En las uñas hemos encontrado restos que demuestran que se resistió, pero no he encontrado señales de lucha en ninguna víctima excepto en ésta, la número tres.
   Rodearon el cadáver. Era pequeño, tanto como el de un niño, y Caffery supo que a causa de este parecido recibiría una consideración especial por parte del equipo.
   – Pesaba unos cuarenta kilos, casi como un pajarito. -Como si adivinara lo que Caffery estaba pensando, añadió-. Pero no era una adolescente, tan sólo una mujer menuda. Tal vez por eso no le mutiló los pechos.
   – ¿Color del pelo?
   – Teñido. El pelo se degrada muy despacio. Este tono berenjena no debe de haber cambiado demasiado desde el momento del óbito. Ahora, vean. -Señaló unas marcas en las muñecas-. Resulta difícil distinguirlas de las que aparecen durante la descomposición, pero éstas se deben a que fue atada de pies y manos antes de morir. Y también le pusieron una mordaza. Las demás murieron sin enterarse, sólo -fue alzando una mano -traspusieron el límite. Como si cayeran al vacío… Con ésta fue distinto.
   – ¿Distinto? -Caffery levantó la cabeza-. ¿En qué fue distinto?
   – Se resistió, caballeros. Luchó por su vida.
   – ¿Las demás no opusieron resistencia?
   – No. -Alzó las manos-. Enseguida me ocuparé de esto. Les ruego tengan paciencia conmigo.
   Apartó una balanza y se acercó al supurante e hinchado cuerpo de la primera víctima descubierta.
   – Veamos -levantó la cabeza esperando que Maddox y Caffery le siguieran-, este cuerpo pertenece a la número cinco. Espeluznante… Sin duda la lesión en la cabeza fue posmortem, causada por maquinaria pesada. Seguramente aciertan al suponer que se trató de una excavadora. No será sencillo identificarla. Confiamos en encontrar huellas, aunque no resultará fácil. -Con la mano rozó suavemente la piel-. ¿Ven cómo se desliza? No tenemos ninguna posibilidad de conseguir un juego de huellas completo. Lo único que podremos hacer será desollarla y sacar las huellas. Consumía drogas, pero murió de forma instantánea, no de sobredosis. -Dio la vuelta al cuerpo y señaló una serie de marcas verdosas en las nalgas-. La mayor parte se debe a la putrefacción, pero ¿ven debajo unos puntos de sangre coagulada?
   – Sí.
   Volvió a poner el cuerpo en su posición inicial.
   – Hipostenia dispersa, que indica que fue trasladada después de fallecer. También está presente en los brazos. Incluso, lo que no es frecuente, en los tobillos.
   – ¿No es frecuente?
   – Sólo en los ahorcados. La sangre se acumula en pies y tobillos.
   Caffery se estremeció.
   – Pero con lo que queda de cuello puedo afirmar que no fue ahorcada.
   – ¿Y?
   – Estuvo de pie durante cierto tiempo posmortem.
   – ¿De pie? -exclamó Caffery-. ¿De pie? -Miró a Maddox como quien espera una explicación tranquilizadora. Pero éste no le respondió, sólo frunció en entrecejo y sacudió la cabeza como diciéndole «no me mires cada vez que no sepas la respuesta».
   – Tal vez la sostuvieron -continuó Krishnamurti-. No se aprecia ningún indicio que revele cómo lo hicieron, es estado de putrefacción lo hace imposible, pero tal vez la suspendieron por debajo de los brazos o la sujetaron con algo que la mantuvo de pie. Inmediatamente después de fallecer, cuando la sangre todavía no había empezado a coagularse…
   – Se interrumpió-. Miren, la había pasado por alto…
   – ¿Qué pasa?
   El doctor se inclinó y con unas pinzas sacó algo del cuero cabelludo.
   – ¿Qué es?
   – Un pelo.
   Caffery se inclinó.
   – ¿Un pelo púbico?
   – Tal vez. -Krishnamurti lo acercó a la luz-. No. Es un pelo de la cabeza. No servirá para el análisis de ADN, no tiene folículo suficiente. -Lo puso en una bolsa y se lo entregó a un funcionario para que lo etiquetara-. Ya he recogido muestras de pelos rubios en tres víctimas. Están camino del laboratorio. -Se acercó a la mesa siguiente-. Número dos. La muerte se produjo hace unas catorce o quince semanas. Un metro sesenta y cinco, alrededor de treinta años. Los dedos se han secado, pero aun así obtendremos sus huellas digitales. Existe un excelente producto a base de gelatina. Infla las yemas de los dedos. Normalmente se seccionan las manos y se mandan al laboratorio, pero desde el escándalo que se armó con la «marquesa» no he vuelto a cortarlas. Lo haremos aquí mismo, por complicado que sea.
   Se dirigió a la mesa siguiente, donde yacía un cuerpo abierto en canal. Un amasijo de músculos refulgía entre las costillas. Su pelo, rubio tintado, estaba echado hacia atrás descubriendo la frente. Tenía la garganta abierta a lo ancho dejando ver una cuerda vocal.
   – Víctima cuatro, señores.
   Caffery le rozó ligeramente el tobillo.
   – Perfecto.
   Unos centímetros más arriba del tarso podía apreciarse un tatuaje: Bugs Bunny con su típica zanahoria.
   – ¿No había indicios de sobredosis?
   – No. Ni traumatismos.
   – Entonces ¿cómo murieron?
   Krishnamurti alzó un dedo y esbozó una sonrisa.
   – Observen -insertó los dedos en la cavidad del cuello y ensanchó la garganta, separando la tráquea del esófago, hasta que apareció, resbaladiza y grisácea, la espina dorsal-. Ese cabrón es muy inteligente, pero no tanto como yo. Si se extrae suficiente líquido encefalorraquídeo de este lugar, se produce la muerte instantánea y difícilmente aparecerán huellas. Incluso una punción lumbar corriente debe realizarse con mucho cuidado: si uno se entusiasma demasiado extrayendo líquido, el paciente se te muere entre las manos. Pero estos cadáveres tienen más o menos la cantidad normal en la espina dorsal y no se aprecian punciones en su espalda. Por eso me pregunto si tomó el camino de en medio y fue directamente… -movió ligeramente el escalpelo entre las vértebras y extirpó delicadamente una pequeña porción de membrana blanca – al bulbo raquídeo.
   – ¿Bulbo raquídeo?
   – Eso he dicho.
   Krishnamurti procedió a una segunda incisión y se inclinó para observarla.
   – No, no era eso… me he confundido -murmuró para sí mismo al tiempo que manejaba con precaución el escalpelo. Se estremeció y levantó la vista-. No lo hizo extrayendo líquido encefalorraquídeo.
   – ¿No?
   – Pero ha habido algo. Mire, superintendente Maddox, el bulbo raquídeo es una estructura muy delicada. Basta con introducir una aguja y moverla para que se colapsen todas las funciones vitales… exactamente eso les ha ocurrido a estas mujeres.
   – Muerte instantánea.
   – Exactamente. Bien, prosigamos. No se aprecian los daños que cabría esperar, pero esto no significa que no se inyectara nada. Incluso el agua hubiera provocado el mismo resultado. Sencillamente, el corazón y los pulmones se hubieran detenido instantáneamente.
   – ¿Y cree que, exceptuando la víctima tres, ninguna de ellas se resistió?
   – Eso he dicho.
   – Pero ¿cómo…? -Caffery se frotó las sienes-. ¿Cómo consiguió que permanecieran sumisas y tranquilas?
   – En cuanto recibamos los análisis del contenido del estómago, sangre y tejidos, sabremos lo que las sedó. -Ladeó la cabeza-. Podemos presumir que cuando les clavaron la aguja estaban semiinconscientes.
   – Bien. -Caffery cruzó los brazos-. En Lambeth hacen análisis buscando alcohol, rophinol, barbitúricos y sustancias extrañas, pero esas marcas en la frente… -dijo haciendo un gesto hacia una de las víctimas.
   Un centímetro por debajo del pelo aparecía una línea horizontal con unas marcas ligeramente ocres.
   – Extraño, ¿verdad?
   – ¿Las tienen todas?
   – Todas excepto la número cuatro. Se extienden alrededor de toda la cabeza. Casi un círculo perfecto. Y siguen un patrón muy peculiar: unos pocos puntos y luego un corte.
   Caffery se inclinó un poco más. Punto, punto, raya. ¿Acaso era una broma macabra?
   – ¿Cómo se hicieron?
   – No tengo ni idea; lo estudiaré.
   – ¿Y esta sutura?
   – Sí. -Krishnamurti guardó silencio por un instante-. Es profesional.
   Caffery se enderezó. Maddox le observaba por encima de la mascarilla con sus ojos grises.
   Caffery enarcó las cejas.
   – Muy interesante.
   – No dije que la técnica fuera profesional, caballeros. -Krishnamurti se sacó los guantes, los echó en una cubeta y se dirigió al lavabo-. Tan sólo el tipo de material. Se trata de seda. Pero la incisión no sigue el procedimiento xifoideo. Muy burdo. La incisión de las mamas no es más que la técnica clásica que se enseña en las facultades de medicina.
   – Cogió una pastilla de jabón antiséptico y se la pasó por los brazos-. Ha extraído tejido adiposo casi del lugar correcto, y la incisión es limpia, hecha con bisturí. Pero la sutura no es profesional. En absoluto.
   – Sin embargo, si sospechara que nuestro hombre tiene conocimientos de cirugía, ¿qué me diría?
   – Le diría que acierta. Ha sido capaz de llegar hasta el bulbo cefalorraquídeo, lo que es meritorio. -Se secó las manos-. Bien. ¿Quieren ver lo que hizo antes de coserlas?
   – Naturalmente.
   – Síganme.
   Los condujo hasta una antesala donde su ayudante mascaba chicle limpiando los intestinos en una pileta. Los mantenía debajo de un grifo y enjuagaba el contenido en una palangana examinándolos por las dos caras en busca de señales de corrosión. Al ver a Krishnamurti los dejó a un lado y se lavó las manos.
   – Muéstreles lo que encontramos dentro de la cavidad torácica, Martin.
   – Desde luego.
   Mantuvo el chicle contra la mejilla y cogió una palangana de acero cubierta con papel de estraza. Lo apartó y mostró su contenido.
   Maddox se inclinó para mirarlo y se echó hacia atrás como si le hubieran abofeteado.
   – ¡Joder! -Se dio la vuelta sacando de su bolsillo un pañuelo.
   – ¿Puedo verlo?
   – Por supuesto.
   Caffery echó una cautelosa mirada. En el maloliente fondo de la palangana salpicada de sangre se amontonaban, como para conservar el calor, cinco diminutos cadáveres.
   Alzó la mirada hacia el forense.
   – ¿Son lo que parecen?
   – ¡Oh, sí! -asintió el forense-. Son exactamente lo que aparentan ser.

CAPÍTULO 4

   Caffery se acostó a las cuatro de la madrugada. A su lado, Verónica, con un leve ronquido, dormía profundamente. Debía de molestarle la garganta y eso significaba que tenía las glándulas inflamadas. La inflamación de éstas había reaparecido al manifestarse la enfermedad de Hodgkin, ese linfoma mortal.
   Justo a tiempo, Verónica, en el momento preciso. Como si lo hubieras adivinado.
   A las cuatro y media consiguió conciliar un sueño ligero e inquieto, para volver a despertarse una hora después.
   Se quedó mirando al techo mientras pensaba en los cinco cadáveres de Devonshire Drive.
   Una de las lesiones se repetía en todas las víctimas: las marcas en la cabeza -¿algo que les había obligado a ponerse?, ¿parafernalia sadomasoquista? -excepto en la número cuatro. Ninguna había sido violada, no presentaban signos de penetración traumática anal, oral o vaginal y, sin embargo, Krishnamurti había encontrado restos de semen en el abdomen, lo que, unido a la mutilación de los pechos en tres de las mujeres y su total desnudez, confirmaba a Caffery que se enfrentaba a un asesino sexual en serie, a alguien tan enfermo que ya no podía detenerse. Y lo que no dejaba de obsesionarle eran los cinco pequeños cadáveres en el fondo de aquella palangana. Seguía viéndolos como en una pesadilla.
   Al comprender que ya no podría volver a conciliar el sueño, tomó una ducha, se vistió y, sin despertar a Verónica, condujo a través de las calles de Londres hasta las oficinas del equipo B.
   El equipo B, también conocido como Shrivemoor por la calle donde tenía su sede, compartía un funcional edificio de ladrillo con los TSG, los grupos de apoyo.
   Su fachada era anónima, pero daba para pensar que se trataba de una comisaría en pleno funcionamiento y la gente acudía con sus problemas cotidianos. Finalmente se puso un cartel en el que se leía: «Diríjanse a la comisaría que hay al final de la calle».
   Para cuando Caffery llegó, el sol ya iluminaba las casas adosadas y los niños eran conducidos a la escuela en el Volvo de sus papás. Aparcó su viejo Jaguar, otra cosa que Verónica pretendía cambiar por un modelo nuevo y flamante. «Podrías venderlo y conseguir uno moderno», solía decirle ella. «No quiero uno moderno. Quiero el coche que tengo», respondía él. «Al menos deja que lo adecente», insistía ella.
   Sacó su tarjeta de identificación y pasó por delante de los quince Ford Sherpa blindados del TSG aparcados sobre las manchas de aceite que iban perdiendo. En las oficinas del AMIP todavía estaban encendidos los fluorescentes. Cuatro analistas de datos, todas mujeres, mecanografiaban sentadas ante sus escritorios.
   Encontró a Maddox en su despacho, recién llegado después de desayunar con el superintendente jefe. Entre el té y las pastas de harina integral en el club de golf Chislehurst, el superintendente había pergeñado un plan de actuación.
   – Ha dado en las narices a la prensa con una moratoria. -Maddox parecía agotado. A juzgar por su aspecto, Jack adivinó que todavía no se había acostado-. Cualquier oficial de sexo femenino que no soporte este caso puede solicitar su traslado, además… -cogió un lápiz que alineó exactamente con los demás objetos de su escritorio -va a mandarnos refuerzos… El equipo F va a desembarcar aquí al completo.
   – ¿Dos equipos en el mismo caso?
   – Exacto. Al jefe le preocupa mucho. No le gusta que Krishnamurti queme etapas antes que nosotros. Además…
   – ¿Sí?
   Maddox suspiró.
   – Ese pelo que Krishnamurti encontró en esa chica… el pelo negro.
   – También encontró pelos rubios. Tratándose de prostitutas ese tipo de evidencias puede inducir a error.
   – Tienes razón, pero el jefe está convencido de que las organizaciones de derechos humanos le acechan entre las sombras. -Alguien llamó a la puerta y Maddox fue a abrir-. Se niega en rotundo a que el sospechoso sea negro.
   – Buenos días, señor -dijo el sargento detective Paul Essex con su habitual desaliño: nudo de la corbata flojo y mangas dejando al descubierto sus gruesos antebrazos. Sostenía en la mano un sobre de color naranja.
   – ¿Algo nuevo?
   – Así es. -Se apartó el pelo de su ancha y rubicunda frente-. La víctima número cinco tuvo la decencia de darse de alta como prostituta. Una tal Shellene Craw.
   Caffery abrió el sobre.
   – Así que estaban inscritas en el registro de pelanduscas… Resulta curioso que no lo estuviesen en el de personas desaparecidas, ¿verdad? Lo que significa que alguien tiene mucho que contarnos.
   – Concretamente un tal Harrison. -Le tendió el sobre-. Barry Harrison de Stepney Green.
   – ¿Quieres que inaugure tu agenda hoy? -dijo Maddox.
   – Desde luego.
   – Essex, imagino que en este caso actuarás como enlace con las familias, ¿verdad?
   – Sí, señor. Especialmente seleccionado por mi delicadeza.
   – Entonces será mejor que acompañes a Caffery. Alguien puede necesitar tu delicado hombro para llorar a gusto.
   – Lo haré. Acaba de llegar esto, señor. -Entregó a Caffery una hoja de ordenador-. Del Yard. El nombre del caso será «operación Alcatraz».
   Caffery, ceñudo, cogió la hoja.
   – ¿Es una tomadura de pelo?
   – No.
   – De acuerdo. Ponte en contacto con ellos y diles que lo cambien.
   – ¿Por cuál?
   – Hombre Pájaro. El hombre pájaro de Alcatraz.
   – ¿No has visto las primeras conclusiones postmortem?
   – Acabo de llegar.
   Maddox suspiró.
   – El asesino nos dejó un regalito con las víctimas.
   – Dentro de las víctimas -le corrigió Caffery cruzando los brazos-. Concretamente, dentro de la caja torácica, cosidos junto al corazón.
   El rostro de Essex se demudó. Se quedó mirándolos a la espera de que siguieran hablando.
   Maddox carraspeó y clavó sus ojos en Caffery. Ambos seguían en silencio.
   – ¿Y bien? -Essex, hizo un gesto mostrando las palmas de sus manos-. ¿De qué se trata, qué fue lo que dejó?
   – Un pájaro -dijo finalmente Caffery-. Un pajarillo, seguramente un pinzón, metido en cada abdomen. Y no menciones una palabra al resto del equipo. ¿Me has entendido?

CAPÍTULO 5

   A las diez de la mañana el NIB disponía de una serie de huellas digitales pertenecientes a la víctima número dos, una tal Michelle Wilcox, prostituta de Deptford. Esa misma mañana, mientras Caffery y Essex conducían por el túnel de Rotherhithe para interrogar al novio de Shellene Craw, su ficha era enviada desde Berdmonsey a Shrivemoor. Era un día fresco y radiante. El intenso color del follaje de los escasos árboles de Londres hacía que, incluso el East End, pareciera lleno de vida.
   – Ese tipo, Harrison -dijo Essex mirando, una vez pasada una hilera de alegres casitas georgianas recién pintadas y orgullo de sus endeudados propietarios, la casa victoriana de ladrillo rojo, ennegrecida por años de polución, que se levantaba en la frontera del barrio burgués donde vivía Harrison-. Estoy seguro de que no crees que sea el psicópata que buscamos.
   Caffery detuvo el coche.
   – Por supuesto que no lo creo.
   – ¿Qué opinas, entonces?
   – No lo sé. -Salió del coche y estaba a punto de cerrar la puerta cuando, vacilando, volvió a meter la cabeza-. Lo único que sé es que nuestro asesino tiene coche.
   – ¡Conque tiene coche! ¿Eso es todo?
   Essex salió del Jaguar y cerró de un portazo.
   – ¿No tienes nada mejor que decir?
   – No. -Guardó las llaves en el bolsillo-. Aún no.
   En el edificio de Harrison el ascensor estaba averiado, así que subieron a pie los cuatro pisos. De vez en cuando Caffery se detenía a esperar a Essex, que jadeaba.
   Maddox le había hablado de Essex. «Todos los equipos tienen su bufón y en el B tenemos a Essex. A los muchachos les encanta burlarse de él. Aseguran que en cuanto llega a su casa se pone una bata para pasar el aspirador. No son más que gilipolleces, por supuesto. Tenlo en cuenta pero no cometas el error de no tomarle en serio. Lo cierto es que es sólido como una piedra».
   Y poco a poco, Caffery empezaba a confiar en la humanidad de esa mula de carga. Trataba a Essex como lo hacían las mujeres: como a un viejo oso herido. Flirteaban con él, se sentaban en sus rodillas y le daban ligeros cachetes riéndose de sus ocurrencias. Sin embargo, en su fuero interno, quizá sabían que su nivel emocional era mucho más profundo de lo que ellas eran capaces de comprender. A sus treinta y siete años, el detective Essex seguía viviendo solo, lo que hacia que de vez en cuando Daffery se sintiera culpable comparando su cómoda vida con la de Essex. Incluso en ese momento las diferencias físicas hablaban por sí mismas mientras Caffery llegaba tan campante al descansillo del apartamento de Harrison, Essex arrastraba jadeando los pies, sudoroso y congestionado, abrochándose ele cuello de la camisa y tirando de los pantalones que se le habían quedado pegados a las piernas. Tardó unos momentos en recuperarse.
   – ¿Listo?
   – Adelante -dijo asintiendo con la cabeza mientras se enjugaba la frente.
   Jack llamó a la puerta de Harrison.
   – ¿Quién es? -respondió una voz soñolienta.
   Caffery se agachó para hablar por la ranura del buzón.
   – ¿Señor Harrison, Barry Harrison?
   – ¿Quién lo pregunta?
   – Inspector Caffery -miró de reojo a Essex. Se olía a marihuana-. Nos gustaría hablar con usted.
   Un siseo y el ruido de un cuerpo saliendo de la cama. Luego un grifo, el sonido del depósito del retrete vaciándose y finalmente la puerta que se entreabre con la cadenilla de seguridad puesta. Protuberantes ojos azules y una cara sin afeitar.
   – ¿Señor Harrison? -preguntó Caffery mostrándole su placa.
   – ¿Qué ocurre?
   – ¿Podemos entrar?
   – Si me dicen qué quieren. -Era delgado y pecoso; llevaba el torso desnudo.
   – Nos gustaría hablar con usted acerca de Shellene Craw.
   – No está, hace días que no aparece por aquí.
   Fue a cerrar la puerta pero Caffery apoyó el hombro.
   – He dicho que quiero hablar de ella, no con ella.
   Harrison los evaluó con la mirada como si estuviera considerando con cuál de los dos tendría más posibilidades si llegaban a las manos.
   – Miren, ya habíamos terminado. Si se ha metido en líos lo siento, pero ni estábamos casados ni nada de nada, no tengo ninguna responsabilidad hacia ella.
   – No tenemos nada contra usted, señor Harrison.
   – No van a irse, ¿verdad?
   – No, señor.
   – ¡Mierda!
   La puerta se cerró y oyeron cómo quitaba la cadenilla.
   – Bueno, acabemos de una vez. Pasen.
   La sala era pequeña y mugrienta, abierta por un lado a una terraza y por el otro a una cocina decorada con algunas amarillentas plantas trepadoras. Colillas, papeles y tabaco desparramados por el suelo.
   Caffery se sentó cerca de la ventana en una silla y cruzó los brazos.
   – ¿Cuándo vio a Shellene por última vez?
   – No tengo ni idea… Un par de semanas.
   – ¿No puede ser más preciso?
   – ¿En qué se ha metido ahora?
   – Un par de semanas. ¿Una semana o un mes?
   – No lo recuerdo.
   Se puso una camiseta y sacó un paquete de cigarrillos de sus tejanos. Recogió un encendedor caído en el suelo.
   – Fue después de mi cumpleaños.
   – ¿Que cae…?
   – El diez de mayo.
   – Estaba viviendo aquí, ¿no es así?
   – Es usted un lince.
   – ¿Qué ocurrió?
   – Qué sé yo. Se largó. Salió una noche y ya no volvió. Pero así es Shellene. Dejó la mitad de sus porquerías en la habitación.
   – ¿Todavía las conserva?
   – No. Me sentía tan harto que las tiré… sus trastos para el strip tease y cosas así.
   – ¿Hacía strip-tease?
   – Cuando estaba bien. Pero Shellene siempre está al límite del puterío. Pilla a sus jodidos árabes en Portland Place, ¿lo sabía?
   – ¿Comunicó su desaparición?
   Harrison chasqueó la lengua.
   – ¿Desaparición? ¿De qué habla?
   – Dejó aquí sus cosas. ¿No le extrañó?
   – ¿Por qué debería extrañarme? Cuando se instaló aquí solo trajo su maquillaje, su equipo de música y jeringuillas, ya sabe, lo habitual.
   – ¿Se ha preguntado si algo ha ido mal?
   – No -sacudió la cabeza-. De todas formas estábamos a punto de terminar. No me sorprendió que no regresara aquella noche… -Su voz se fue apagando y contempló la expresión de Essex, luego la de Caffery-. ¡Eh! ¿Qué han venido a hacer aquí? ¿Ha ocurrido algo?
   Ninguno de los dos respondió y la mirada de Harrison se ensombreció. Encendió un cigarrillo y dio una profunda calada.
   – Sé que no me gustará, pero, será mejor que lo suelten de una vez. ¿Qué le ha pasado? ¿Está muerta o algo por el estilo?
   – Sí.
   – Sí, ¿qué?
   – Muerta.
   – ¡Mierda! -Se uso lívido-. Debería haberlo imaginado -dijo dejándose caer en el sofá-. Debería haberlo comprendido en el momento en que aparecieron ustedes. Una jodida sobredosis, ¿no?
   – Seguramente no. Estamos considerando la posibilidad de un asesinato.
   Harrison miró a Caffery sin pestañear. Después, como si así pudiese protegerse de las palabras, se cubrió las orejas con las manos. En sus pálidos antebrazos se veían marcas de agujas.
   – ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Dios mío! -Dio caladas a su Silk Cut con lágrimas en los ojos-. Un momento -dijo de pronto, y se precipitó hacia el pasillo.
   Caffery y Essex se miraron el uno al otro. Le oyeron moverse en la habitación, abriendo cajones.
   – No lo sabía, ¿verdad? -dijo Essex.
   – No.
   Se quedaron en silencio. Alguien en el apartamento de abajo puso a todo volumen un estéreo. Trance, el mismo tipo de música que Caffery había oído miles de veces en los clubes nocturnos. Se revolvió en su asiento.
   – ¿Qué demonios estará haciendo?
   – No lo sé… -Essex se interrumpió-. ¡Dios! ¿No creerás qué…?
   – ¡Mierda!
   Caffery corrió al recibidor y aporreó la puerta del baño.
   – ¡No intentes colocarte, Barry! -ordenó-. ¿Me oyes? ¡No me jodas! ¡Te encerraré por esto!
   La puerta se abrió.
   – No podéis enchironarme por unas cápsulas -dijo Harrison-. Tengo recetas. De antes de la prohibición.
   Con el brazo izquierdo doblado y sujetándose el codo, los empujó para pasar al salón. Caffery le siguió, mascullando.
   – Tenemos que hablar contigo. Pero no podremos hacerlo si estás colocado hasta las cejas.
   – Así les seré más útil. Estaré más despejado.
   – ¡Más despejado! -masculló Essex sacudiendo la cabeza.
   Harrison se dejó caer en el sofá y recogió las piernas rodeándolas con los brazos en un gesto extrañamente femenino.
   – Casi todo el tiempo que pasé con Shellene estaba ciego.
   Echó la cabeza hacia atrás y por un instante Caffery creyó que iba a romper en sollozos, pero apretó los labios y dijo:
   – Está bien. ¿Dónde estaba?
   – Al sureste.
   – ¿Greenwhich?
   Caffery levantó la mirada.
   – ¿Cómo lo sabe?
   Harrison dejó caer los brazos y sacudió la cabeza.
   – Siempre andaba por allí. Era donde encontraba casi todo su trabajo. ¿Cuándo ocurrió?
   – La encontramos ayer por la mañana.
   – Sí, ya, pero… -tosió-. ¿Cuándo…?
   – Más o menos cuando la viste por última vez.
   – ¡Mierda! -Harrison suspiró. Encendió otro cigarrillo, echó la cabeza hacia atrás y exhaló el humo hacia el techo-. Bueno terminemos de una puta vez. ¿Qué quieren saber?
   Caffery se sentó en el reposabrazos del sofá y sacó su bloc de notas.
   – Vamos a tomarte declaración, así que dime si estás en condiciones de prestarla. -Al ver que no contestaba, Caffery hizo un gesto de asentimiento-. De acuerdo, considero que nos permites seguir adelante. El inspector Essex es nuestro oficial de enlace para todo lo que quieras tratar con nosotros. Se quedará contigo una vez yo me haya ido, examinará tu declaración y te pedirá que nos ayudes a localizar a la familia de Shellene. Queremos detalles: qué ropa llevaba, qué maquillaje utilizaba, su ropa interior, su telenovela preferida. -Hizo una pausa-. Supongo que sería una pérdida de tiempo aconsejarte que vieras a una asistente social para evitar que tus venas se conviertan en pulpa.
   – ¡Dios! -exclamó Harrison llevándose las manos a la cabeza.
   – Eso creía -suspiró Caffery-. Sigamos. ¿Sabes adónde iba Shellene esa noche?
   – A uno de sus bares. Tenía una actuación.
   – ¿Cuál?
   – Ni idea. Pregunte a su agente.
   – ¿Nombre?
   – Little Darling.
   – ¿Little Darling?
   – No tiene muy buena reputación. Está en Earl’s Court.
   – Bien. ¿Sabes otros nombres? Cualquiera con los que hubiera tenido relación
   – Sí, deje que piense. -Harrison apretó el Silk Cut entre los dientes-. Estaba Julie Darling, la agente. -Empezó a enumerar los nombres con sus dedos-. Pussy, resulta gracioso que siempre haya una Pussy, ¿verdad? Y Pinky y Tracey o Lacey o alguna gilipollez por el estilo, Petra y Betty y eso… -se golpeó las rodillas con las manos súbitamente enojado -suma seis y eso es todo lo que sé de la vida de Shellene y encima me dicen que les sorprende que no comunicara su desaparición, como si yo supiera o hubiera hecho algo.
   – Bien… tranquilízate.
   – Sí, claro, me lo estoy tomando con mucha tranquilidad. Estoy jodidamente tranquilo. -Se dio la vuelta y miró por la ventana. Durante un minuto sólo hubo silencio. Los ojos de Harrison vagaban por los tejados de Mile End Road, por las verdosas cúpulas de los grandes almacenes Spiegehalter que se elevaban contra el azul del cielo. Una paloma se posó en la terraza y Harrison se encogió de hombros, suspiró y se dio la vuelta hacia Caffery.
   – De acuerdo.
   – ¿Qué?
   – Será mejor que me lo diga ahora.
   – Decir qué.
   – Ya sabe. ¿Ese cabrón, la violó?
 
   Cuando llegó a Meckelson Mews, Earl’s Court, el sol había conseguido poner a Caffery de mejor humor. Encontró la agencia con facilidad: LITTLE DARLING, rezaban sobre la puerta unas descascarilladas letras doradas.
   Julie Darling era una mujer de pequeña estatura de algo más de cuarenta años, con un brillante pelo teñido de negro cortado a lo paje y una nariz inverosímilmente chata en medio de su tersa cara.
   Vestía un chándal de terciopelo color fresa haciendo juego con unas sandalias de altísimos tacones y, mientras acompañaba a Caffery a través del suelo de corcho del vestíbulo, mantenía la cabeza muy erguida. Un gato persa blanco, molesto por la intrusión de Jack, huyó por una puerta abierta. Caffery oyó una voz de hombre dentro de la habitación.
   – Mi marido -dijo Julie-. Lo pesqué en Japón hace veinte años.
   Cerró la puerta. Caffery vislumbró a un hombre corpulento en camiseta, sentado al borde de una cama, rascándose la barriga como se fuera una morsa. Un resquicio en las cortinas permitía que la luz entrara en la oscura habitación.
   – Fuerza aérea norteamericana -murmuró en voz baja como si eso pudiera explicar la razón por la que no los acompañaba.
   Caffery la siguió hasta su oficina: una luminosa habitación de techo bajo con dos ventanas de vidrio emplomado donde revoloteaban insectos disfrutando de los rayos de sol. En algún lugar cercano alguien practicaba arpegios en un piano.
   – Bien. -Julie se sentó detrás de su escritorio, cruzó las piernas y miró a Jack-. Caffery, menudo apellido. ¿Es usted irlandés? Mi madre siempre me ponía en guardia contra los chicos irlandeses. O estúpidos o peligrosos, decía.
   – Espero que le hiciera caso, señorita… Darling.
   – Es mi auténtico apellido.
   – Sí, claro. -Se metió las manos en los bolsillos y contempló la pared. Estaba cubierta con satinadas fotografías publicitarias, numerosos rostros que le observaban-. Quisiera que me hablara de…
   – Leyó un nombre bajo una bonita cara sonriente: «Shellene Craw».
   Así que ése era tu aspecto-. ¿Tiene registrada a Shellene Craw?
   – ¡Ah!, está buscando a Shellene. No me sorprende, inspector.
   Me debe dos meses de comisiones. Doscientas libras. Y encima consigue que usted venga a mi casa preguntando por ella. Supongo que tendrá que ver con drogas, ¿no?
   – No creo que pueda cobrar su dinero. Está muerta.
   Julie ni siquiera parpadeó.
   – Sabía que iba a ocurrir… era la candidata idónea para una sobredosis. Los clientes se quejaban. Comentaban que tenía marcas de agujas en los muslos, y eso los asustaba. Doscientas libras… no creo que me las haya dejado en su testamento.
   – ¿Cuándo supo de ella por última vez?
   – Hace dos semanas. El miércoles pasado no se presentó en una actuación y no llamó para avisar. -Se interrumpió tamborileando con sus uñas en el escritorio-. Ya no han vuelto a llamarme de ese local.
   – ¿Cuál?
   – El Nag’s Head, en Archway.
   – ¿Y cuál fue el último lugar en el que se presentó?
   Julie se inclinó y, mojándose un dedo con saliva, rebuscó en una carpeta. Jack veía las raíces grises de su pelo y el rosa de su cuero cabelludo.
   – ¡Aquí está! Debió de presentarse en el Dog and Bell, porque no se han quejado. Era una actuación al mediodía, el lunes pasado.
   – ¿Dog and Bell?
   – En Trafalgar Road. Está en…
   – Lo sé. -Caffery sintió un hormigueo de excitación-. Está al este de Greenwich. A menos de una milla del astillero. ¿Shellene trabajó sola ese día?
   – No. -Ladeó su cabeza y le observó-. ¿Piensa decírmelo? ¿Fue una sobredosis?
   – ¿Había otra chica en el espectáculo?
   Julie le miró un momento, con la boca levemente crispada.
   – Pussy Willow. Sólo actúa en Greenwich.
   – ¿Tiene algún nombre auténtico?
   – Todas tenemos nombres auténticos, señor Caffery. Sólo los clientes muy estúpidos creen que nuestros papás y mamás nos pusieron realmente Frooty Tootie o Beverly Hills. Se llama Joni Marsh y está conmigo desde hace muchos años.
   – ¿Tiene su dirección?
   – No le gustará que se la dé a la pasm… -Sonrió suavemente-.
   A un policía.
   – No lo sabrá.
   Ella le miró de reojo y garrapateó una dirección en una tarjeta de visita.
   – Lo comparte con Pinky. Antes, también tenía su ficha. Ahora que se ha retirado se llama Becky.
   – Gracias.
   Cogió la tarjeta. El marido de la fuerza aérea estaba escupiendo flemas en el dormitorio.
   – ¿Tiene una chica llamada Lacey?
   – No.
   – ¿Betty?
   Negó con la cabeza.
   – ¿Y el nombre… -miró sus notas – Tracy le dice algo?
   – No.
   – ¿Petra?
   – ¿Petra? Sí.
   Caffery la miró.
   – ¿Sí?
   – Sí. Petra. ¡Qué cosita tan bonita!
   Él enarcó las cejas.
   – ¿Cosita?
   – Pequeña, quiero decir. -Le dirigió una mirada maliciosa-. No nos dedicamos a la pornografía infantil, señor Caffery. Me refiero a una de nuestras chicas. Me la jugó, y yo que creía que sabia distinguir a las personas…
   – ¿Desapareció?
   – De la faz de la tierra. Escribí a su pensión, pero jamás me contestaron. -Se encogió de hombros-. No me debía demasiado así que lo dejé correr. Esas cosas las pongo a cuenta de la experiencia, ¿no le parece?
   – ¿Cuándo ocurrió?
   – En Navidad… no, a principios de febrero. Lo recuerdo porque acabábamos de regresar de Mallorca.
   – ¿Drogas?
   – ¿Ella? No. Ni se acercaría a ellas. Las demás, sí, pero no Petra.
   – Cuando dijo que era pequeña…
   – Con huesos de pajarillo. Y muy delgada.
   Se revolvía incómodo en la estrecha silla.
   – ¿Recuerda cuál fue su última actuación?
   Julie le dedicó una mirada pensativa y después la dirigió al archivador.
   – Mire, aquí. -Su dedo se deslizó por la página-. En el King’s Head de Wembley, el veinticinco de enero.
   – ¿Estuvo alguna vez en el Dog and Bell?
   – Muy a menudo. Su pensión estaba cerca, en Elephant and Castle. Joni la conocía. -Se mojó con saliva la yema del dedo y pasó la página-. Extraño -musitó-. Estuvo en el Dog and Bell un día antes de estar en el King’s Head. El día anterior a su desaparición.
   – Bien. Necesito su dirección.
   – Bien. -Julie se reclinó en la silla y puso las manos sobre el escritorio-. Dígame de una vez de qué se trata.
   – Y una fotografía de Petra -añadió él.
   – Le he preguntado qué pasa.
   Caffery señaló la pared con la cabeza.
   – Y esa de Shellene.
   Ella resopló y sacó una carpeta de la que extrajo dos fotos de medio cuerpo de Shellene y una mala copia en color de una jovencita morena vestida con leotardos de malla. Se las tendió a Caffery sin siquiera mirarle la cara.
   Petra no era bonita. Era diminuta, con los ojos oscuros y la obstinada barbilla triangular de un pilluelo. Su único maquillaje era una línea oscura que perfilaba su boca. Caffery cogió la foto de forma que recibiera la luz del sol y la contempló.
   – ¿Qué pasa?
   – ¿Se tintaba el pelo? -preguntó él.
   – Como todas.
   – Parece…
   – Púrpura, sí. Horrible, ¿verdad? Le dije que no lo hiciera.
   Guardó la fotografía en su Samsonite recordando el cadáver aniñado que yacía en el depósito de Greenwich, el único que no había sido mutilado. Cerró su maletín, súbitamente conmovido por una pobre anoréxica atada, amordazada y luchando por su vida.
   – Gracias por su ayuda, señora Darling.
   – ¿Va a decirme qué tiene que ver Petra con Shellene?
   – Todavía no lo sabemos.
   – También está muerta, ¿verdad? ¡La pequeña Petra! -exclamó de pronto.
   Se observaron por encima de la mesa. Caffery se aclaró la garganta y se levantó.
   – Por favor, señora Darling, no hable de esto con nadie. La investigación apenas se ha iniciado. Agradecemos su colaboración.
   Le tendió la mano pero ella no se la estrechó.
   – ¿Me contará algo más cuando pueda hacerlo? -Parecía muy pálida bajo su pelo negro azabache-. Quisiera saber lo que le ha pasado a la pobre Petra.
   – Tan pronto lo sepamos -respondió Caffery.

CAPÍTULO 6

   En gran parte, el AMIP depende del Home Office Large Major Enquirement System, el sistema de comprobación de datos, conocido por su acróstico HOLMES. El eje central de cualquier equipo es el «receptor», el oficial que compulsa, recoge e interpreta los datos.
   En Shrivemoor esa persona se llamaba Marilyn Kryotos.
   A Caffery, Marilyn le había gustado instantáneamente: rellenita y lánguida, se pasaba el día hablando con su curioso tono de voz acerca de los animales, las enfermedades y los problemas de sus hijos. Kryotos, como la imagen de la madre universal, parecía ocuparse de un asesinato de la misma resignada forma con que lo haría de un pañal sucio, como si se tratara de un ligeramente desagradable -pero fácil de corregir – hecho de la vida cotidiana. Le complacía que hubiera elegido en primer lugar a Paul Essex como su compañero dentro del equipo: como si su amistad refrendara la opinión que Caffery mantenía sobre ambos.
   Esa tarde, cuando Jack regresaba con sus notas a Shrivemoor, tropezó con Marilyn. Llevaba las actas de las declaraciones al centro de investigaciones e inmediatamente adivinó que algo la había alterado.
   – Marilyn -se inclinó hacia ella-. ¿Qué pasa? ¿Los niños?
   – No -masculló-. Es ese maldito equipo F. Se trasladan aquí y me están volviendo loca. Quieren esto, no quieren aquello… Lo último que han pedido es una maldita oficina, como si se creyeran más importantes que el resto de nosotros. -Se apartó un mechón de pelo oscuro de los ojos. Al jefe le están machacando con este caso y nos lo está haciendo pagar a nosotros. Fíjate, Jack, este lugar: ni siquiera hay espacio para un solo equipo, así que figúrate cómo vamos a caber todos.
   Caffery lo sabía. Cuando pretendía clasificar sus notas en el centro de investigación, se veía obligado a abrirse paso a codazos. Todos los detectives del equipo F vestían camisa almidonada y corbata. Jack sabía que, después de un turno de quince horas, este esmerado atuendo quedaría reducido a nada.
   – Perdona -sintió que le cogían del brazo.
   Era un hombre de cara angulosa, más bajo que Caffery, bronceado y de pálidos ojos azules. Su lacio pelo rubio brillaba como un casco sobre su cabeza. Vestía un traje verde recién estrenado y llevaba dos más en una bolsa de tintorería.
   – ¿Sabes dónde puedo dejar esto?
 
   Caffery encontró a Maddox en la oficina del SIO firmando formularios de horas extra. Dejó las llaves del coche sobre el escritorio.
   – El Dog and Bell.
   – ¿Perdón?
   – El Dog and Bell, un pub en East Greenwich.
   Maddox se reclinó en su sillón y le observó.
   – ¿Y bien? ¿En qué estás pensando?
   – En una encuesta. Quiero averiguar qué clientes habituales tienen relación con la medicina.
   – Esto hará que la prensa empiece a saltar de alegría. Si abrimos la boca en público no respetarán la moratoria. Se lo comentaré al jefe, pero dirá que no. Todavía no. Seguro que tienes alguna otra pista.
   – Nombres. Tal vez la identificación de la víctima número tres.
   – De acuerdo, pásaselos a Marilyn para que los reparta. ¿Cuál tiene más posibilidades?
   – Joni Marsh. Estaba trabajando en el Dog and Bell el día que Craw desapareció.
   – Bien, mañana te ocuparás de esto. Pero no vayas solo, por el amor de Dios. Ya sabes cómo pueden ser esas mujeres.
   Una llamada a la puerta y Maddox suspiró.
   – ¿Sí?
   – Mel Diamond. Detective inspector Diamond.
   Adelante.
   El rubio detective entró estirando las mangas de su chaqueta para que cubrieran los puños de la camisa.
   – Buenas tardes, señor -saludó ignorando a Caffery. Tendió su bronceada mano hacia Maddox dejando ver fugazmente un finísimo reloj pulsera-. Nos hemos visto en el club náutico Met.
   Maddox le miró inexpresivamente.
   – Chichester -añadió Diamond.
   – ¡Claro! -Maddox rodeó el escritorio y le estrechó la mano-.
   Por supuesto, ahora lo recuerdo. Así que es usted -se apoyó en la mesa cruzando los brazos -el afortunado detective que va a trabajar con nosotros. Bienvenido a Shrivemoor.
   – Gracias, señor. -Su voz sonaba demasiado fuerte para el pequeño despacho, como si estuviera acostumbrado a que le prestaran atención-. Llegado directamente del apacible Eltham.
   – Enseguida les pondremos al corriente: mañana usted y sus hombres tendrán que patear las calles. Un radio de tres kilómetros. ¿Le parece bien?
   – Me lo tiene que parecer. El jefe quiere que nos acostumbremos a la rutina, que formemos un verdadero equipo.
   Maddox guardó silencio por un momento.
   – Sí, claro -dijo al cabo-, pero no hay mucho que podamos hacer al respecto, ¿verdad?
   – Por supuesto -respondió-. Y no tengo ningún problema. En absoluto. Aunque no necesite decirlo, si el jefe está de acuerdo, yo también.
   Dando por concluido el tema, sonrió, señaló con la mano las fotos que colgaban de la pared y dijo:
   – Bonito yate, ¿es suyo?
   – Sí. -Maddox parecía renuente.
   – es un Valiant.
   – Así es.
   – Buenos yates. Algunos opinan que son demasiado anchos, pero me gustan. Además son unos excelentes cruceros.
   – Tiene razón. -Maddox estaba entrando en materia-. Detesto admitirlo, pero los yates americanos normalmente nunca fallan.
   Pueden permitírselo, claro.
   – Este año un cutter se llevó la copa en la regata Met’s Frostbite.
   – Diamond chasqueó la lengua-. No sería…
   – Sí -asintió Maddox modestamente-. Sí, en efecto.
   Apoyado contra la pared y con los brazos cruzados, a Caffery le sorprendió lo mucho que le estaba irritando esa conversación. Como si el apoyo y la afabilidad de Maddox fueran exclusiva suya y no algo que pudiera despertar cualquier otro inspector. Por irracional que fuera no es tu padre, Jack, no tienes ningún derecho sobre él, le irritaba aceptar que Maddox fuera vulnerable a la adulación, y cuando el inspector Diamond sonrió con un «¡Vaya por Dios!, lo que van a decir mis compañeros cuando sepan con quién estoy trabajando», Caffery se dio la vuelta y salió de la habitación.

CAPÍTULO 7

   Esa tarde, Jack se sentó a su mesa de trabajo en la habitación de Ewan y contempló la pantalla del ordenador. Las ramas más altas de la vieja haya al final del jardín reflejaban sus cambiantes y cobrizas sombras en la pared. No necesitaba darse la vuelta para saber que las nuevas hojas ocultaban unos oxidados clavos hendidos en el tronco y unos pocos tablones enmohecidos: restos de la cabaña en al árbol en la que solían refugiarse cuando eran pequeños él y Ewan, gritando a los estrepitosos trenes que pasaban por debajo.
   A veces, Jack se esforzaba en verse tal como era. Un niño, más ligero que el aire, flotando sobre los tejados hasta el cielo sin que nada pudiera detenerle.
   Y entonces llegó aquel día. Una serie de espasmódicas escenas unidas al desgaire, ligeramente polvorientas, como si hubiera hecho trampa y sus recuerdos no pertenecieran a la vida real sino a una antigua película casera olvidada en la buhardilla de sus padres.
   Fue a mediados de septiembre. Era un día ventosos y el sol calentaba muy poco. Los resecos tablones de la cabaña del árbol crujían mientras el haya, todavía tierna y verde por la savia del verano, se inclinaba a merced del viento. Jack y Ewan no estaban de acuerdo. Habían encontrado cuatro piezas de una tarima en un contenedor. Ewan quería construir una plataforma en un extremo del árbol, así podría ver los trenes traqueteando por las vías desde la estación de Brockley. Pero Jack quería situarla al otro lado para contemplar los brumosos puentes de New Cross y ver a los obreros cuando regresaban a sus casas con el London Evening News bajo el brazo.
   Jack, un exasperado chiquillo de ocho años con poco aguante, empujó violentamente a su hermano mayor contra el tronco del árbol.
   La respuesta de Ewan fue feroz y sorprendente: recuperó el equilibrio y se lanzó contra Jack gritando: «¡Se lo contaré! -Le salía espuma por la boca-. ¡Se lo contaré a papá!»
   Jack se tambaleó y, dando tumbos, alcanzó el borde de la cabaña, con medio cuerpo fuera de la plataforma, sus pantalones cortos rasgados por un clavo, con las piernas colgando y un dedo atrapado entre dos tablones. El dolor le enfureció. «¡Cuéntaselo, capullo! ¡Anda, cuéntaselo de una maldita vez!» «Lo haré. -Ewan tenía el ceño fruncido y adelantaba el labio inferior-. Te odio, rata asquerosa. ¡Maldita rata asquerosa!» Con una expresión de rabia concentrada, bajó por la escala de cuerda dejándose caer junto a la zanja del tren. Blasfemando, Jack liberó su pulgar, se arrastró al interior de la cabaña y se tumbó, respirando despacio, con la mano palpitando entre sus desnudas rodillas, rabioso y exasperado.
   Debajo del árbol, donde los taludes iban decreciendo hasta transformarse en una amplia franja de maleza, los hermanos habían inventado un entramado de senderos para sus juegos. Cada uno era meticulosamente explorado, cartografiado y bautizado: una pisoteada telaraña que describía espirales entre las correhuelas.
   Mientras Jack vigilaba desde la cabaña, Ewan eligió el sendero del sur, el denominado «sendero de la muerte» porque bordeaba un oxidado calentador eléctrico: «¿Ves, Ewan?, es una bomba sin estallar. Probablemente una V2». Su hermosa y morena cabeza se inclinó varias veces sobre la maleza, su camiseta color mostaza se veía fugazmente. Alcanzó el claro que llamaban campamento I, lejos de la zona desmilitarizada, la letal V2 y el país de los Gooks.
   Jack se desinteresó. Ewan se enfurruñaba con demasiada facilidad. Ya estaba harto. Enfadado y dolorido, bajó del árbol para poder quejarse de la moradura que latía en su pulgar.
   Más tarde fue esa misma cabaña del árbol lo que provocó el mayor dolor a su madre. A veces, impulsada por sus recuerdos, la señora Caffery salía como un autómata al jardín y se quedaba de pie, con la mirada fija en el árbol, donde había visto por última vez a su hijo. Y luego, casi histérica, estallaba ante su marido: «¡Dime por qué está ahí, Frank! ¡Por qué todavía está ahí esa cabaña y él no! ¡Dímelo!».
   Y el padre de Jack, incapaz de soportar la angustia de su mujer, se tapaba los oídos y se hundía en el sillón con el periódico sobre las rodillas, hasta el día en que agarró un mazo y salió bajo la lluvia con sus zapatillas a cuadros hundiéndose en el barro.
   Jack había acudido a esta misma habitación en que se encontraba ahora, para espiar desde la ventana cómo la madera se deshacía en mil pedazos bajo los implacables martillazos, mientras su madre, de pie en la hierba, sollozaba. Y en ese momento, entre las desnudas ramas de los árboles, al otro lado de la vía del tren, había visto a alguien: Iván Penderecki. Pálido, son sus gordezuelos brazos apoyados en la desvencijada valla de su jardín, con una socarrona sonrisa en la cara. Penderecki siguió allí durante veinte minutos. Detrás de él, la silueta de la casa se recortaba contra las oscuras nubes. Luego, se dio la vuelta y se alejó en silencio.
   Para Caffery, un niño de nueve años de edad con su naricita apretada contra el empañado cristal de la ventana, era la prueba de lo inconcebible y lo innombrable. «Hemos buscado en cada casa de la zona, y ampliaremos la búsqueda al otro lado de la vía del tren, más allá del puente de New Cross», había dicho la policía, pero eso era imposible.
   Gracias al instinto que tienen los niños para saber lo que no se les cuenta, Caffery lo sabía. Sabía que Penderecki podía haber llevado a la policía hasta el lugar exacto donde estaba Ewan.
 
   Los Caffery se rindieron cuando Jack cumplió veintiún años. Se trasladaron a Liverpool y le vendieron la casa rebajando su precio a cambio, comprendió, de no tener que volver a ver su cara nunca más. Jack, el respondón, el difícil, el que no obedecía ni se quedaba sumiso y callado. El que hubieran preferido perder. Nunca se lo dijeron, pero lo leía en la cara de su madre cuando la sorprendía mirando fijamente la uña de su pulgar. Aquel hematoma se había negado a desaparecer, lo que a los ojos de su madre era una prueba evidente de que su segundo hijo se obstinaba en recordarle ese día para siempre. La desaparición de Ewan había hecho algo más que simplemente menoscabar a Jack ante su madre.
   Caffery sabía que, incluso ahora, en algún lugar de los suburbios de Liverpool, seguía esperando algo. Pero ¿qué? ¿Que encontrara a Ewan? ¿Que muriera? Caffery no sabía qué esperaba de él, qué compensación exigía por seguir viviendo en lugar de su hermano. Incluso después, a pesar de Verónica y de las mujeres que pasaron antes por su vida, se sentía agobiado por la pérdida y la soledad.
   Así que dedicó toda su energía a ingresar en la policía metropolitana. El nombre de Penderecki fue lo primero que introdujo en el ordenador de la policía. Y descubrió la verdad: John Iván Penderecki, acusado de pedofilia, dos condenas cumplidas en los sesenta poco antes de trasladarse al mismo vecindario londinense donde vivían Jack y Ewan Caffery.
   Ahora, en las estanterías del estudio, todavía «la habitación de Ewan», alineados y ordenados por colores, se conservaban doce archivadores atiborrados de trozos de papel, del celofán que envuelve los cartones de John Player, de descoloridas cajas de clips o con un clavo oxidado o un pedazo de una factura del gas medio quemada, las trivialidades cotidianas de la vida de Penderecki acumuladas durante veintiséis años por un obsesivo Caffery. En este momento se disponía a trasladar el contenido de las carpetas a su ordenador.
   Se puso las gafas y entró en la base de datos.
   – ¿Otra vez con lo mismo?
   Se sobresaltó. Verónica estaba en el umbral con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. Sonreía.
   – Te he estado observando.
   – Ya veo. -Se quitó las gafas-. Has entrado sin llamar.
   – Quería darte una sorpresa.
   – ¿Te has hecho los análisis?
   – No.
   – Hoy es lunes. ¿Por qué no te los has hecho?
   – He estado todo el día en la oficina.
   – ¿Tu padre no te ha dejado ir?
   Frunció el entrecejo y se frotó la garganta. La chaqueta amarilla dejaba ver un tatuaje en su esternón, recuerdo de la radioterapia sufrida durante su adolescencia.
   – No tienes por qué enfadarte.
   – No estoy enfadado. Sólo preocupado. ¿Por qué no vas a urgencias? Ahora.
   – Tranquilízate. Mañana llamaré al doctor Cavendish, ¿de acuerdo?
   Se dio la vuelta hacia la pantalla mordiéndose el labio, intentando concentrarse en su trabajo, deseando por enésima vez no haber dado entrada a Verónica en su vida. Ella le observaba desde la puerta, suspirando, apartándose el pelo de la cara, pasando las uñas por el marco de madera mientras sus anillos y pulseras -la mejor forma que tiene un padre de demostrar el amor que siente por su hija -tintineaban suavemente. Caffery sabía que esperaba que la mirara, pero pretendía no darse por aludido.
   – Jack -suspiró finalmente ella, acercándose a su silla para acariciarle-, quisiera que habláramos de la fiesta, sólo faltan unos días…
   Su boca junto a la mejilla de él, las manos alborotándole el pelo, su pierna izquierda apoyada en el reposabrazos, su melena haciéndole cosquillas en el cuello.
   – ¿Jackie? ¡Hola! ¿Me estás escuchando?
   Movió los dedos delante de su cara. Sus dedos, que siempre olían a mentol y a perfume caro, y se contoneó arrebujándose en su costado.
   – Verónica… -A pesar suyo se estaba excitando.
   – ¿Sí?
   Se desembarazó de ella como pudo.
   – Necesito quedarme aquí, solo, una hora.
   – ¡Dios! -gimió levantándose-. Estás enfermo, ¿lo sabías?
   – Probablemente.
   – Obsesión compulsiva. Si no tienes cuidado te morirás aquí mismo.
   – Ya hemos hablado de eso.
   – Estamos en el siglo XXI, Jack. Ya sabes, un nuevo comienzo en todos los sentidos. -Se acercó a la ventana y contempló el jardín-. En nuestra familia nos educan para apartarnos de nuestras raíces, para que sigamos avanzando y prosperemos.
   – Tu familia es más ambiciosa que yo.
   – Querrás decir que yo soy más ambiciosa que tú -le corrigió ella.
   – Sí. Y le dan a todo más importancia que yo. ¡Dios!
   – ¿Qué pasa?
   Él se quitó las gafas y se frotó los ojos. Por la pantalla del ordenador cruzaban peces tropicales coloreados. Tenía treinta y cuatro años y aún así se sentía incapaz de decirle a esa mujer que no la amaba. Lo haría después de los análisis y de la fiesta. Cobarde, Jack, eres un cobarde… Sí el resultado de los análisis era negativo resultaría fácil. Se lo diría. Le diría que habían terminado, que le devolviera las llaves de la casa.
   – ¿Qué pasa? -repitió ella-. ¿Qué he dicho ahora?
   – Nada -contestó él, y siguió trabajando.

CAPÍTULO 8

   Caía ese sol plomizo que provoca jaquecas y reduce las sombras a oscuras líneas. Mientras conducía, Caffery dejó las ventanillas abiertas pero Essex se quejaba tanto del calor, se pasaba tan aparatosamente los dedos por el cuello de la camisa, que, cuando aparcaron, Jack abrió el maletero del Jaguar para guardar sus chaquetas, y luego echaron a andar por Greenwich South Street mientras se arremangaban las camisas.
   El número 8 era una casa de dos pisos de estilo georgiano encima de una tienda de segunda mano.
   – Harrison recordaba lo que Craw llevaba puesto -dijo Essex mientras entraba por el pequeño portal de la izquierda-. Sandalias claras con reflejos rosa en los tacones, medias negras, minifalda y tal vez una camiseta. -Se acercó al portero automático.
   – ¿Cómo se lo han tomado sus padre?
   – Como si les importara un carajo. No piensan venir a Londres, no tienen dinero para el viaje. «Era una verdadera putilla, detective, si le sirve de algo», es lo que mamá considera colaborar con la policía.
   De pronto el portero automático crepitó y ambos se sobresaltaron.
   – ¿Quién es?
   – Inspector Jack Caffery. Busco a Joni Marsh -respondió quitándose las gafas de sol.
   Un momento después se abrió la puerta y una joven delgada de pelo castaño se quedó mirándolos. Debía de rondar los treinta años, pero la larga melena, los delicados y pequeños zapatos de piel y un corto vestido de peto de pana azul le daban aspecto de colegiala.
   Sacó su placa.
   – ¿Joni?
   – No. -De los bolsillos de su peto sobresalían pinceles como si la hubieran interrumpido en medio de una clase de pintura en un elegante colegio femenino-. Vive aquí, sí, ¿puedo ayudarles?
   – ¿Cómo se llama usted?
   – Todos me llaman Becky, pero mi verdadero nombre es Rebecca. Joni y yo compartimos piso -respondió con una sonrisa.
   – ¿Podemos pasar?
   – Bueno, es que nosotras… -Parecía sentir embarazo-. Bien, pues… no. No pueden, lo siento.
   – Tenemos que hacerle algunas preguntas sobre una persona a la que conoce la señorita Marsh.
   Rebecca se apartó el flequillo de sus ojos verdes y se quedó mirando la calle como si esperara ver francotiradores apostados en la acera y los tejados.
   – Es algo complicado. -Su voz era suave y educada. Una voz que podía interrumpir una conversación sólo con un susurro.
   – ¿Podemos hablar aquí afuera?
   – No buscamos estupefacientes -dijo Caffery.
   – ¿Cómo?
   – Desde aquí huelo a marihuana.
   – ¡Oh! -exclamó, bajando azorada la mirada.
   – Tiene mi palabra.
   – Bien. -Se mordió el labio inferior-. De acuerdo. Adelante, pasen.
   La siguiente dentro de la fresca penumbra de la casa pasando por delante de una bicicleta apoyada contra la pared. Essex miraba con ojos vidriosos el pelo ondulante y las largas y bronceadas piernas que subían la escalera delante de él.
   Ya dentro del apartamento, mientras los conducía a través de un pequeño recibidor hasta un salón. Jack vislumbró, antes de que Rebecca cerrase la puerta, unas bragas tiradas en el suelo de una habitación bañada por el sol.
   – Mi estudio -dijo.
   La luz entraba a raudales por dos ventanas de guillotina que se reflejaban en el entarimado del suelo. De las paredes colgaban cinco acuarelas de luminosos colores.
   En el centro de la habitación, en medio de un tintineo de pulseras, una joven, vistiendo una blusa sin espalda color lima y pantalones de campana negros, olisqueaba alrededor pulverizando precipitadamente nubes de ambientador. Apenas los oyó dejó el aerosol, cogió de la mesa un paquetito envuelto en celofán y lo escondió a su espalda, mirándolos como un niño pillado en falta. Tenía el pelo tintado como una vikinga y la cara pintarrajeada como una muñeca de porcelana, enormes ojos azules y nariz muy chata. Caffery advirtió que estaba colocada.
   – ¿Joni Marsh? -preguntó con su placa en la mano.
   – Mmm… sí. -Echó una ojeada a la placa-. ¿Y usted quién es?
   – Policía.
   Sus ojos se dilataron.
   – ¿Policía? Becky, ¿qué diablos…?
   – No te preocupes. No están buscando drogas.
   – ¿No? -Parecía muy nerviosa.
   – No -aseguró Caffery.
   Joni se apartó el pelo de la cara y le observó -desvaídos ojos azules revoloteando con desconfianza, la boca apretada-, fijándose en la camisa arremangada, en el despeinado pelo, en el vientre liso. De pronto soltó una risita nerviosa.
   – No cuela -se cubrió la boca con la mano-. ¿De verdad es la pasma, estás segura?
   – Oye, Joni -Caffery se guardó la placa en el bolsillo de la camisa-, ¿quieres deshacerte de esa porquería? Si lo haces podremos hacer nuestro trabajo.
   Incongruentemente le guiñó un ojo a Caffery, luego a Rebecca y de nuevo a Caffery. Su maquillaje recordaba a fotografías de autopsia, la brillante sombra de ojos y los labios perfilados en forma de corazón.
   – ¿Estás seguro de que eres de la pasma?
   – Joni -insistió-. ¿Quieres llevarte la china y tirarla en cualquier parte?
   – Joni- Rebecca la cogió del brazo-, ven conmigo.
   Se la llevó a la cocina y ambos hombres oyeron cómo le hablaba en tono tranquilizador.
   Por el resquicio de la puerta, Caffery vio una mesa de roble, reproducciones de Matisse en las paredes y un congelador en la despensa. Al cabo de un momento oyó los pasos de Joni en la escalera, un portazo, el taconeo de sus pies al regresar y, luego, las oyó cloquear otra vez en la cocina.
   Caffery empezó a pasearse por la habitación mirando unos dibujos esparcidos sobre tableros. Algunos eran borrosos desnudos al carboncillo en los que podía adivinarse un brazo o un rostro. Uno de ellos, una acuarela de gran tamaño, representaba a una mujer mirando de medio perfil al artista mientras se agachaba para subirse una media por la pantorrilla.
   – Mira, Jack -Essex estaba contemplando una pintura casi terminada colocada sobre un caballete-, fíjate en esto.
   Una mujer de pie frente a una cortina color burdeos adornada con borlas, con los brazos levantados en actitud disipada. Los espectadores, un público formado por tres hombres, habían sido dibujados sobre la aguada con unos amplios trazos de carbón.
   – Sabía que lo descubrirían- musitó Joni desde la puerta-.
   Soy yo.
   Los hombres se dieron vuelta.
   – Hace strip-tease, ¿saben? -dijo Rebecca, de pie a su lado y sujetando un cubo de hielo con cervezas.
   – Lo sabemos -mintió Essex.
   – Sí, ya… -Joni se apoyó sobre una pierna con las manos en los bolsillos -aunque tal vez si lo supierais.
   – ¿Lo has pintado aquí, en el estudio? -preguntó Caffery.
   – No, empecé a pintarlo en el pub. Estoy dando los últimos retoques.
   – ¿Trabajas muchos con las chicas? ¿Las conoces?
   – No, son monstruos, ¿sabes? -Le sonrió ladeando la cabeza-.
   Yo me dediqué a lo mismo durante algún tiempo, gracias a eso pude matricularme en bellas artes, en el Goldsmith.
   – Tal vez podríamos… -Miró alrededor de la habitación-. ¿Por qué no nos sentamos y hablamos un poco?
   Rebecca dejó el cubo sobre la mesa y se secó las manos. Su vestido de pana estaba salpicado de agua.
   – Suena muy siniestro.
   – Tal vez lo sea…
   – Pues bien, si va a ser duro -exclamó Rebecca, sacando las cervezas del cubo-, yo necesito una. -Tendió una botella a Essex-. ¿Puedo tentarte y vender la noticia a los periódicos?
   Essex no vaciló:
   – Naturalmente.
   Le ofreció una cerveza a Caffery, que la aceptó sin decir palabra. Ella fue a sentarse en el alféizar de la ventana con sus desnudas pantorrillas recogidas y sujetando una botella entre sus delgados tobillos. Essex estaba cerca de la cocina, balanceándose sobre los pies, abriendo su botella y echando miradas furtivas a los pechos de Joni.
   – Bien -Jack se aclaró la garganta-, vayamos al grano.
   Lo contó rápidamente, presentando los hechos de forma concisa y sin tapujos: las cinco mujeres que estaban unas calles más allá en el depósito de cadáveres, la conexión con el pub. Cuando acabó de hablar, Joni sacudió la cabeza. Ya no se reía estúpidamente. La diversión había terminado.
   – ¡Oh, tío, es terrible!
   Rebecca seguía inmóvil, mirándole consternada con sus claros ojos felinos.
   Caffery y Essex esperaron a que ambas mujeres se recuperaran de la conmoción y luego hablaron durante mas de una hora, primero con incredulidad («Decídmelo otra vez. ¿Shellene, Michelle y Petra…?»), luego examinando la cruda realidad. Enseguida quedó claro que el Dog and Bell era un punto clave tanto para los adictos a las drogas como para la prostitución. Parecía que cualquier cosa que ocurriera en esa zona de Greenwich tuviera relación con el cochambroso pub de la calle Trafalgar. Fue en ese mismo lugar donde Rebecca y Joni conocieron a Petra Spacek, Shellene Craw y Michelle Wilcox. También creían conocer a la víctima número cuatro.
   – ¿Con el pelo muy decolorado, de un rubio casi blanco como el mío? Joni se señaló el cabello. Ya estaba sobria, con la cabeza despejada-. ¿Y con un tatuaje de Bugs Bunny aquí?
   – Exactamente.
   – Es Kayleigh.
   – ¿Kayleigh?
   – Sí, Kayleigh Hatch. Es… bueno, ya sabes -simuló pincharse en el brazo-. Está enganchada de verdad.
   – ¿Tienes su dirección?
   – No. Vive con su madre, creo. En un barrio del este de Londres.
   Caffery anotó el nombre. Se había sentado en un taburete cerca del caballete. Rebecca trajo más cervezas, cogió una silla y se puso muy cerca de él, inclinada con sus delgados brazos apoyados en las rodillas. Inocente, pero a Jack le inquietaba su proximidad.
   Desvió la mirada y se dirigió a Joni:
   – Hay algo más.
   – ¿Sí?
   – La semana pasada trabajaste con Shellene Craw.
   – Sí, lo había olvidado.
   – Intenta recordar. ¿Se fue con alguien? ¿Fueron a recogerla?
   Joni se humedeció los labios y se estudió las uñas pintadas.
   – Estoy pensando. -Levantó la mirada-. ¿Becky?
   Rebecca se encogió de hombros pero Caffery sorprendió la mirada que Joni había dirigido a su amiga. Apenas fue un segundo, lo que le hizo preguntarse si lo habría imaginado.
   – No -dijo Rebecca-. No se fue con nadie.
   – ¿También estabas allí?
   – Estaba pintando. -Señaló los bocetos desparramados sobre la mesa.
   – De acuerdo. Quiero… -Se interrumpió al advertir que las piernas de Rebecca se ponían con carne de gallina. Esta repentina y cercana percepción de su piel le dejó en blanco.
   Y ella se dio cuenta. Bajó su vista hacia donde Jack estaba mirando, comprendió y clavó sus ojos en los suyos.
   – ¿Sí? -musitó dulcemente-. ¿Qué más quieres de nosotras, qué más podemos hacer?
   Caffery se ajustó la corbata… ¡Por el amor de Dios!, es un testigo, pensó. Carraspeó y dijo:
   – Necesito que alguien identifique a Petra Spacek.
   – Yo no puedo -repuso Joni-. Vomitaría hasta la primera papilla.
   – Y tú, Rebecca, ¿lo harás?
   Después de un momento, apretó los dientes y asintió en silencio.
   – Gracias -dijo él, y se acabó su cerveza-. ¿Estáis seguras de que no visteis a Shellene Craw abandonar el club acompañada?
   – No; te lo hubiéramos dicho.
 
   Volvieron al coche. Essex parecía extenuado.
   – ¿Estás bien?
   – Sí -dijo con voz ronca, tocándose el corazón y sonriendo burlonamente-. Lo superaré. ¿Crees que son lesbianas?
   – Te encantaría, ¿verdad?
   – No, en serio.
   – Tienen habitaciones separadas. -Vio la expresión de Essex y le entraron ganas de reír-. Además, no eran auténticas.
   Essex se paró en seco mientras abría la puerta del coche.
   – ¿De qué estás hablando?
   – Las tetas de Joni son de silicona. No son auténticas.
   Essex apoyó los codos en el techo del vehículo y le miró fijamente.
   – ¿Y cómo eres tan experto en esas cuestiones?
   Caffery sonrió.
   – Experiencia, tal vez, o tres años viendo transformaciones en Men’s Only. No lo sé con exactitud. ¿Y tú?
   – No -respondió Essex boquiabierto-. No, ya que me lo preguntas, no, no sabría qué contestarte.
   Subió refunfuñando al coche y se puso el cinturón de seguridad. Al cabo de un momento miró a Caffery:
   – ¿Estás seguro?
   – Naturalmente que sí.
   Essex suspiró con cansancio y miró por la ventanilla.
   – ¿Adonde irá a para el mundo?
   Todavía era de día cuando Caffery llegó a casa. Verónica estaba echada en una tumbona en el patio, taciturna y silenciosa, mirando cómo las sombras se cernían sobre el jardín. Al lado de la tumbona había una botella de vino medio vacía.
   – Buenas tarde -saludó él.
   Hubiera querido preguntarle qué hacía de nuevo en su casa, pero algo en su rígida postura le advirtió que le encantaría iniciar una discusión. Se dirigió al final del jardín, apoyando las manos sobre la cerca, sin mirarla.
   Más allá de las vías una ligera nube de humo se elevaba hacia el cielo del atardecer, Caffery apoyó su cara contra la cerca. Penderecki.
   Algunas veces, por la tarde, Caffery vigilaba a Penderecki cuando éste paseaba por su jardín con un cigarrillo entre los labios, rascándose el trasero como un viejo gorila que se dispone a dormir. El jardín no era más que una pequeña parcela de tierra gris entre la casa y la vía del tren, con motores viejos tirados aquí y allá, una nevera y el eje oxidado de un camión. Esa zona al otro lado de la vía del tren había sido una cantera de arcilla y los propietarios de las hileras de casas de los cincuenta todavía removían arcilla con sus azadas.
   Tierra dura de cavar. Caffery no creía que Ewan estuviera enterrado en ese lugar.
   Penderecki, de espaldas a Caffery, con una mano apoyada en un rastrillo, llevaba su acostumbrada chaqueta color tabaco. A su lado, el decrépito incinerador escupía humo. Diecisiete años antes, Penderecki había descubierto que Jack solía rebuscar en su basura llevándose todo lo que podía proporcionarle una pista sobre Ewan. Y desde entonces procedía a hacer lo que se había convertido en un rito: quemar sus desechos y, para asegurarse de que Caffery se enteraba, lo hacía en la parte trasera del jardín, a la vista de todos.
   Mientras Caffery lo observaba, Penderecki carraspeó, escupió flemas al suelo y se quedó inmóvil sujetando con una mano la tapadera del incinerador, dándose cuenta de la presencia de Jack. Su estudiada pose, sus caderas femeninas, su pelo gris y lacio cubriendo su calva de un rosa brillante… Caffery sintió renacer un odio antiguo y lo arrojó fuera de él como si pudiera golpear a Penderecki a través de los treinta metros que los separaban.
   Muy despacio, Penderecki se dio la vuelta para mirarle y sonrió.
   La sangre acudió al rostro de Caffery. Rabioso por haber sido descubierto, se apartó de la cerca a grandes zancadas.
   Verónica le contemplaba atentamente.
   – ¿Qué pasa? -preguntó él-. ¿Por qué me miras así?
   En lugar de contestar, ella resopló y frunció el entrecejo.
   – ¿Qué pasa? -insistió él. Y de pronto lo recordó: los análisis-.
   Dios mío, perdona. -Sacudió la cabeza-. Lo siento. ¿Te han dado los resultados?
   – Sí.
   – ¿Y?
   – Pues me temo que ha vuelto a aparecer. Mi Hodgkins ha regresado. -Sus ojos se entrecerraron y se le demudó el semblante, pero las lágrimas no acudieron a sus ojos.
   Caffery se quedó mirándola fijamente. Así que se trataba de eso.
   – Ha llamado el doctor Cavendish -explicó ella-. Debo reanudar la quimioterapia. -Se puso el jersey alrededor de los hombros-.
   Pero no vamos a hacer una tragedia de todo esto, ¿de acuerdo?
   Caffery inclinó la cabeza.
   – Lo siento.
   – No lo sientas. -Le cogió la mano y le dio unas ligeras palmadas-. No es culpa tuya.
   – Vamos a suspender la fiesta.
   – ¡No! No quiero que nadie sienta pena por mí. No la suspenderemos.

CAPÍTULO 9

   Cuando empezó la reunión de la mañana, Caffery ya había hablado con una agencia del este de Londres que representaba a Kayleigh Hatch, de veintidós años de edad, bailarina de strip-tease, prostituta a media jornada y drogadicta a tiempo completo.
   Recordaban el tatuaje de Bugs Bunny y cuando Caffery se enteró de que su última actuación había sido en el Dog and Bell les pidió que le enviaran una fotografía del mensajero.
   La clavó con chinchetas al lado de las fotos de Petra Spacek, Shellene Craw y Michelle Wilcox.
   – Este pub es nuestro punto de partida. -Apoyó los codos en el escritorio y dirigió una mirada a los investigadores que estaban presentes-. Hemos dispuesto vigilancia desde esta mañana, pero el jefe quiere que antes de que entremos a saco se identifique a las víctimas. Así que nos estamos ocupando de eso. -Señaló con la cabeza la nueva fotografía-. Veamos… Hatch. Al menos tenemos un nombre. Creo que se trata de la víctima número cuatro. Y la única, si recuerdan el informe posmortem, que no tenía lesiones en la cabeza. Una más que se ajusta al modelo: consumo de drogas y prostitución. Y, como las demás, no fue violada. Si mantuvo relaciones sexuales fue de mutuo acuerdo ya que se utilizó un condón. -Hizo una pausa para que asimilaran lo que estaba diciendo-. Hace dos semanas, la madre de Hatch denunció su desaparición. Vive en Brentford. Essex, tal vez quieras ocuparte de esto esta mañana. Tengan en cuenta, sin embargo, que la única otra víctima de la que se comunicó su desaparición fue Wilcox. Todas las demás se volatilizaron con mucha facilidad. No lo olviden. Logan -preguntó al agente encargado de las pruebas-, ¿qué ha pasado con el ADN?
   – Sólo ha podido obtenerse el grupo sanguíneo, señor. Demasiado degradado incluso para una cadena de polimerasas.
   – ¿Qué grupo?
   – AB negativo. No es el de Harrison.
   – ¿Algo de toxicología?
   – Nada hasta el momento.
   – ¿Así que todavía no sabemos cómo las sedaba?
   – Pues no.
   Caffery se quitó las gafas y se frotó los ojos. Estaba cansado. Verónica, la noche anterior, no había tenido ninguna dificultad en conciliar el sueño, mientras que él, desasosegado y con los ojos abiertos de par en par, se quedó hasta la madrugada mirando fijamente su espalda, como si pudiera ver el espectro del cáncer abriéndose camino a través de su cuerpo.
   – De acuerdo, Logan, comuníquenos lo que vaya averiguando.
   – Hizo una seña a Maddox con la cabeza-. Bien, eso es todo.
   – Muy bien -dijo Maddox-. Veamos… sé que no servirá de nada, sin embargo voy a rogarles que nadie del equipo le ponga un mote a este caso. Nos referiremos a él como «el objetivo» o «el asesino». Nada de ese estúpido «hombre pájaro» que he estado oyendo por ahí. Y no quiero volver a entrar aquí y encontrar las persianas levantadas. Me da igual el calor que haga, los periodistas están sobre ascuas, como resulta fácil de imaginas; así que espero que sean muy discretos.
   Con su mirada gris los observó a todos, que a su vez lo miraron sin pestañear. Satisfecho, asintió con la cabeza.
   – Perfecto. Ha terminado el sermón. -Se guardó su estilográfica-. Eso es todo, señores. Hagan lo que tengan que hacer, llamen cada dos horas y estén de regreso a las siete.
   Ya se había levantado de su silla y estaba recogiendo sus papeles cuando alguien dijo desde el fondo de la sala:
   – Perdón, señor, hay algo más.
   Todos se volvieron. El inspector Diamnod, recién afeitado y vestido con su traje gris de Pierre Cardin, estaba sentado tamborileando sobre sus rodillas. Todos los presentes le miraron con expectación.
   – ¿Sí, inspector Diamond? -dijo Maddox volviendo a sentarse.
   – Se trata de algo que observamos en el lugar de los hecho, señor.
   La sala se quedó en silencio. Caffery volvió a abrir su carpeta y se puso las gafas. Diamond debería haberlo expuesto cuando empezó la reunión.
   – ¿Algo que observaron? -Maddox frunció el entrecejo-. ¿Por qué no…?
   – Es algo delicado, señor.
   – ¿Qué quiere decir?
   – Se trata de un individuo de color. Estaba en un coche rojo aparcado fuera del astillero, con los intermitentes encendidos, y siguió así durante horas.
   – Bien. -Maddox abrió su carpeta-. ¿Qué pasó después? ¿Lo identificó?
   – No. Pensé, como comprenderá, que tratándose de un hombre de color podría ser un tema delicado. Y, además, esto. -Se agachó y sacó una bolsa de debajo de su silla.
   Se trataba de una bolsa de plástico para guardar pruebas, marcada y doblemente etiquetada. La mantuvo en alto para enseñar su contenido: unas botellas manchadas de barro.
   – No lo entiendo -dijo Maddox.
   – Ron Wray & Nephew. -Diamond estaba pálido, tenso, como si contuviera una sonrisa de satisfacción-. Fueron encontradas alrededor del primer cadáver. Cerca de los demás se encontraron otras.
   Maddox parecía perplejo.
   – Wray & Nephew, señor. Es tan jamaicano como la cola del paro.
   Caffery y Kryotos intercambiaron una mirada.
   – Ni pertinente ni útil, señor Diamond -espetó Maddox-, y recuerde que necesita mi autorización para retirar cualquier cosa de la sala de pruebas.
   – Se trata de una pista.
   – ¿Una pista? ¡No me jodas! -masculló Caffery.
   Diamond le miró con frialdad.
   – ¿Tienes una idea mejor?
   – Varias…
   – Muy bien -interrumpió Maddox golpeando impaciente con su pluma-. Vamos a añadir un matiz a todos los interrogatorios. Si aparece un nombre, averigüen sutilmente de qué color es. Y he dicho sutilmente. Solicitaremos que se refuerce la vigilancia en el astillero. Incluso si no se trata de nuestro objetivo necesitamos hablar con él. Y, Diamond…
   – ¿Sí?
   – Olvide esas gilipolleces racistas -concluyó-, ¿de acuerdo?

CAPÍTULO 10

   Caffery abandonó la reunión sin hablar con Maddox. No le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas. No creía que el asesino fuera negro: creía, según las conclusiones a las que había llegado Krishnamurti, que encontrarían el rastro del hombre de los pájaros en algún lugar entre la calle Trafalgar y un hospital de la zona. No sería ni un médico ni un trabajador auxiliar no cualificado, sino alguien relacionado con la profesión médica, probablemente alguien con experiencia. Tal vez un técnico o un administrativo. Incluso un enfermero.
   Aparcó enfrente de la tienda de segunda mano y estaba a punto de echar unas monedas en el parquímetro cuando oyó un portazo y vio a Rebecca dirigirse presurosa hacia el coche. Llevaba un traje recto de un rosa pálido y su largo pelo de color canela le caía hasta la cintura. Se sentó con agilidad en el asiento de atrás y el desvencijado Jaguar se llenó de pronto con su perfume.
   Caffery se dio la vuelta.
   – ¿Está todo bien?
   – ¿Por qué n iba a estarlo?
   – No lo sé -dijo con sinceridad, poniendo el motor en marcha.
   Mirándola por el retrovisor, condujo en silencio hacia el depósito de cadáveres. Rebecca miraba por la ventanilla. Tenía una mano apoyada en su regazo y extendía sus largas y tersas piernas mientras la sombra de las farolas y las casa desfilaba ente ella. Resultaba especialmente difícil encontrar y conservar a alguien que quisiera colaborar en una identificación como lo había hecho Rebecca, y él n estaba seguro de si podría conseguir que mantuviera su promesa. Llegaron y bajaron del coche.
   – ¿Te importa si te pregunto algo personal? -le dijo mientras andaban por el jardín del cementerio hacia recepción.
   – ¿Acerca de lo que hace Joni? ¿Sobre lo que yo hice? -recalcó estas últimas palabras sin mirarle, manteniendo altiva su cabeza con una solemnidad de primera dama-. ¿Vas a preguntarme cómo pude dedicarme a esto?
   – No. -Palpó sus bolsillos buscando tabaco-. Iba a preguntarte por qué compartes apartamento con Joni.
   – ¿No debería hacerlo?
   – Sois muy distintas.
   – ¿Tal vez porque ella procede de una clase más baja?
   – No. Yo… -Se interrumpió. Tal vez era precisamente eso en lo que estaba pensando-. Parece mucho más joven.
   – Estamos enamoradas. ¿No te has dado cuenta?
   Caffery sonrió y sacudió la cabeza.
   – No me lo creo.
   – Pero es lo que querías oír. Es lo primero que la mayoría de los hombres quieren saber, si somos lesbianas.
   – Sí -asintió-. También soy humano y fue lo primero que me pregunté. Pero estoy pensando en algo distinto. Tú tienes la pintura, una meta, pero Joni va…
   – ¿A la deriva?
   – Sí.
   – ¿Porque toma drogas?
   – No creo que tú las tomes.
   – Lo hago si me apetece. -Le deslumbró con una sonrisa-. Soy una artista, señor Caffery. De mí se espera que sea una depravada. Y Joni pronto descubrirá cuál es su meta en la vida. Yo tardé mucho en encontrarla.
   – ¿Vas a quedarte con ella hasta que ocurra?
   Con la cabeza inclinada, se pensó la respuesta.
   – Pues sí -dijo al cabo, echando atrás su melena-. Se lo debo, creo… -Hizo una pausa para elegir las palabras que mejor expresaran lo que sentía-. Parecerá estúpido, una estúpida razón para aferrarse a alguien, pero Joni… -Vio su mirada y se interrumpió sonriendo-. No. Te lo estoy poniendo muy fácil.
   – ¡Oh, vamos!
   – He dicho que te lo estoy poniendo muy fácil. -Al llegar a recepción se paró y se dio la vuelta para mirarle-. De todas formas, ahora eres tú el que debe decirme algo.
   – Pregunta.
   – ¿Conseguiré superar lo que voy a ver?
   – La gente reacciona de distintas maneras.
   – ¿Cómo reaccionas tú?
   – ¿Quieres saberlo?
   – Por eso lo pregunto.
   Caffery echó una mirada a la sala de recepción.
   – Opino que, a fin de cuentas, acabar aquí es mejor que desaparecer para siempre. Podían no haberlas encontrado nunca.
   Rebecca se quedó mirándole pensativa, con los temblorosos labios apretados.
   – Bien -dijo él, manteniendo la puerta abierta para que pasara-, ¿entramos?
   En la cabina de reconocimientos oyeron el ajetreo del forense que se ocupaba del cuerpo de la Spacek. Rebecca se puso de espaldas al cristal.
   – Huele como un hospital -dijo-. ¿Ella también olerá?
   – No estarás tan cerca.
   – Muy bien. Estoy preparada.
   Las cortinas que cubrían el cristal se abrieron lentamente.
   Petra Spacek tenía la boca y los ojos cerrados. La sutura, donde Krishnamurti había vuelto a coser el cuero cabelludo sobre el cráneo, estaba disimulada bajo un satén púrpura. Habían puesto pequeñas bolas de algodón debajo de los párpados para disimular el vacío de los globos oculares. Sin embargo, Caffery se dio cuenta, demasiado tarde, de lo destrozada y deformada que estaba la cara de Spacek. Había olvidado que durante la carnicería de la primera autopsia posmortem había podido comprobar lo mucho que se había degradado durante los meses pasados en el astillero.
   – Rebecca, escucha, tal vez no haya sido una buena idea…
   Pero ella ya se había dado la vuelta. Durante unos segundos sus ojos escudriñaron aquel rostro. Soltó un gemido gutural y apartó la mirada.
   – ¿Estás bien?
   – Sí…
   – No debería haberte traído. Es imposible reconocerla.
   – Es ella.
   – ¿Lo crees así?
   – Sí… bueno, tal vez. No lo sé. Concédeme un segundo.
   – Todos los que quieras.
   Ella respiró profundamente y enderezó los hombros.
   – De acuerdo -murmuró.
   Despacio, se dio la vuelta para mirar otra vez el cadáver. Sus ojos recorrieron el rostro lentamente, desafiándose a sí misma a no apartar la mirada.
   – ¿Qué son esas marcas en la frente?
   – No lo sabemos.
   Le miró. Intentaba parecer natural, pero Caffery sentía que era para evitar seguir viendo el cadáver.
   – Creo que es ella.
   – ¿Lo crees?
   – No. Estoy segura.
   – Sus facciones casi han desaparecido.
   Rebecca entronó los párpados y sacudió la cabeza.
   – Era muy delgada. Se podían ver sus… huesos.
   Abrió los ojos y le miró; estaba temblando.
   – ¿Podemos irnos ya?
   – Tranquilízate -dijo él, y le puso una mano en el brazo, sintiendo la repentina frialdad de su piel-. Terminaremos el papeleo en recepción.
 
   Le llevó un vaso de agua.
   – Gracias -dijo ella.
   – Quiero que firmes esto.
   Se sentó a su lado y le entregó un formulario sin darse cuenta de que también llevaba las fotos del cadáver.
   – Oh, Dios, ¿qué es esto? -dijo ella.
   Las fotos posmortem de Spacek se veían claramente dentro de una funda de plástico transparente.
   – Siento que las hayas visto.
   – ¿Estaba así cuando la trajeron? ¿Tenía ese aspecto?
   – No debí dejar que las vieras…
   – ¡Dios mío! -Estrujó el vaso de papel.
   – Firma aquí. -Destapó un bolígrafo y señaló con una cruz algunos espacios en los documentos-. Declaras que has visto el cuerpo y… -Se interrumpió. Alguien había carraspeado como advirtiendo «cállense».
   Ambos levantaron la mirada.
   El inspector Essex estaba en la puerta de recepción, manteniéndola abierta y con una mano extendida para que entraran dos mujeres vestidas, de forma casi idéntica, con tejanos y cazadoras de piel. Entraron dócilmente y se sentaron sin decir una palabra donde les indicó Essex.
   – Voy a comprobar que todo esté a punto. -Essex, cogió la mano de la mujer mayor-. Si necesita algo, dígaselo a su hermana, ¿de acuerdo?
   Ella asintió blandamente y apretó un pañuelo contra su boca. Su cara no reflejaba expresión alguna, parecía perpleja. Llevaba unos tejanos muy ceñidos y los tobillos irritados por el roce de las sandalias.
   Rebecca tenía la mirada estúpidamente fija en las dos mujeres, intuyendo que eran familiares de otra de las víctimas. Caffery guardaba silencio. Él sabía con certeza que se trataba de la madre y la tía de Kayleigh Hatch.
   La tía, que había estado mirando al jardín del cementerio a través de los macetones con palmeras que decoraban la sal de espera, se revolvía inquieta en su silla y suspiraba mientras abrazaba a la otra mujer. Un crujido de suave cuero.
   – Tal vez no sea ella. Mantén la esperanza, Dor.
   – Pero puede que lo sea, ¿verdad? ¡Dios mío! -Con ojos ausentes miró por la ventana-. ¿Crees que aquí se puede fumar?
   Las puertas de cristal se abrieron dejando entrar a un miembro del equipo F.
   Le seguía el inspector Diamond, quitándose las gafas de sol. Echó una mirada a Rebecca y luego los dos hombres se dirigieron a la oficina del juez forense; apenas desaparecieron tras la esquina del corredor se oyeron sus risas.
   – ¿Y sabes éste? -decía Diamond-. Escucha.
   – Veamos.
   – ¿Sabes cuál es la diferencia entre una puta y una cebolla?
   – No.
   – Está tirado; una puta y una cebolla.
   – Me rindo.
   – Bien. -Hizo una pausa y Caffery supo que Diamond se había detenido-. Pues que a una puta puedes cortarla sin echarte a llorar.
   Las cuatro personas que había en recepción miraron fijamente al suelo. De pronto Caffery se levantó y se plantó en la esquina del corredor.
   – ¡Eh, vosotros! -exclamó.
   Diamond le dirigió una fría mirada.
   – ¿Algún problema?
   – ¿No tienes ni una pizca de decoro? -siseó-. Ya sabes lo que se viene a hacer aquí.
   – Perdona, tío. -Diamond levantó la mano-. No volverá a ocurrir.
   Siguieron andando hacia la oficina del forense, conteniendo la risa que sacudía sus hombros como si la intervención de Caffery hubiese hecho más divertido el chiste. Jack suspiró y regresó a su asiento. El daño ya estaba hecho. El rostro de la madre de Kayleigh estaba anegado en lágrimas.
   – ¡Oh, Doreen, mi Dor!- La tía escondía su cara en el cuello de su hermana-. No llores, Doreen.
   – ¿Y si mi niña está ahí, mi niña, mi pequeña…?

CAPÍTULO 11

   Kayleigh Hatch fue identificada por su tía.
   – Se ha cortado el pelo, pero es ella. estoy segura.
   El AMIT ya disponía de cuatro identificaciones positivas de las cinco que tenía pendientes. El superintendente había decidido levantar esa misma tarde la moratoria que había impuesto a la prensa y Maddox supuso que ya podía arriesgarse a visitar el pub.
   La lluvia caía sobre Londres con una deprimente familiaridad. Comparada a la llovizna grasienta a la que estaban acostumbrados parecía fresca y vivificante, pero seguía siendo lluvia.
   Siete personas, con sus impermeables, se acomodaron en dos coches. En un Sierra, Diamond llevaba a dos miembros del equipo F. Caffery condujo su Jaguar llevando como pasajeros a Maddox, Essex y Logan.
   El Dog and Bell, con la pintura descascarillada y mugrienta, se encontraba en la estrecha calle Trafalgar, entre una desvencijada agencia de viajes y una lavandería. Olía a tabaco rancio y desinfectante.
   Se hizo el silencio y, bajo una nube de humo, los clientes habituales, protegiendo sus pintas de cerveza, volvieron sus inexpresivos rostros hacia los siete detectives. El inspector Diamond se dirigió hacia la salida de emergencia mientras Logan se quedaba vigilando la gran escalera de caracol con su pulida barandilla victoriana. Maddox cerró la puerta con el pie. La camarera, una mujer de unos sesenta años, enjuta como un alambre, con sombra de ojos de un azul intenso y pelo negro teñido, siguió detrás de la barra fumando tranquilamente, observándolos con sus brillantes ojos.
   – Bien, señores -dijo Maddox exhibiendo su placa-. Mera rutina. No os preocupéis.
   Caffery se dirigió a la barra y, en apenas diez minutos, ya había obtenido dos de los nombres que constaban en la lista de Harrison. La camarera se llamaba Betty y la bailarina que actuaba ese día, una alta e irascible rubia escandinava, de ojos azules y pies y manos de adolescente, respondía al nombre de Lacey.
   Llevaba medias debajo de un amplio jersey que le llegaba hasta las caderas y, cuando Caffery llamó a su puerta del primer piso, estaba en el cuarto de baño maquillándose.
   – Cierra la puerta -masculló-. Aquí uno se congela y eso que se supone que estamos en verano.
   Él lo hizo y se sentó en un taburete. Apoyada en el lavabo, Lacey, con un cigarrillo entre los labios y sacando humo por la nariz, le observaba mientras él le contaba lo ocurrido.
   – Es lo que pasa con esos tipos -dijo al cabo, encogiéndose de hombros y mirándose en el espejo-. No vas a conseguir asustarme.
   Soy muy precavida.
   – Sabemos que conocías a Shellene.
   – Las conocía a todas. Lo que no quiere decir que confiara en ninguna. Ni que me gustaran.
   Dejó el cigarrillo en el borde del lavabo, donde se fue consumiendo añadiendo una nueva marca a los innumerables rastros rojizos de nicotina.
   – Una no podía dejar sus bártulos en el vestidor si ella estaba cerca. Es lo que pasa con los que están enganchados al caballo. Si me lo preguntas, te diré que fueron a hacerle algún numerito a algún jodido lunático para poder quitarse el mono.
   – ¿Y Petra?
   – No era adicta, así que no lo hacia por drogas. Pero eso no significa que nunca se largara con un cliente, ¿verdad?
   – ¿Conoces a los clientes?
   – No vengo con mucha frecuencia. -Dio una última calada y tiró la colilla al inodoro-. Pregunta a Pussy Willow… aparece en casi todos los shows. Hoy no hay nadie, pero cuando ella está aquí no cabe ni una aguja. Todos están locos por sus tetas infladas.
   – ¿Alguno de los habituales trabaja en un hospital?
   – Abogados, funcionarios, estudiantes. ¿Sabes?, este lugar no está reservado exclusivamente para la hez de la tierra. -Tomó un sorbo de vodka-. Y hay un par de tipos que vienen de punta en blanco, creo que son médicos o algo por el estilo.
   Caffery cogió u cigarrillo y lo desmenuzó.
   – ¿De dónde vienen esos médicos?
   – Del St. Dunstan.
   – ¿Recuerdas a algún nombre?
   – No.
   – ¿Hay alguno de ellos abajo?
   Ella pensó.
   – No, creo que no.
   Inclinó la cabeza para encender un cigarrillo.
   – Gracias por tu ayuda, Lacey.
 
   Caffery se detuvo al pie de la elaborada escalera victoriana.
   Maddox, frente a él, observaba la sala con los brazos cruzados.
   Los agentes se habían desperdigado por el pub, enseñando fotos de las cuatro chicas. Diamond, sentado con la chaqueta desabrochada, se subió ligeramente los pantalones dejando entrever la última novedad de la Warner Brothers: unos calcetines con el diablo de Tasmania. Frente a él, dos obreros fruncían en entrecejo con la mirada fija en sus jarras de cerveza.
   Se abrió la puerta y entró un joven negro de unos veinte años. Ágil y musculoso, con una gorra de béisbol de Tommy Hilfiger gris y dorada, unas zapatillas Nike y una funda de oro recubriendo su canino izquierdo. Casi había alcanzado la barra del bar cuando advirtió que todas las miradas estaban fijas en él.
   Diamond, avanzando con la emoción del cazador, tardó apenas unos segundos en acercársele. Puso una mano, suave pero significativa, en su hombro y le condujo hacia una mesa.
   – ¿Dejarás que le interrogue? -murmuró Caffery al oído de Maddox.
   – No interfieras -dijo Maddox.
   – Diamond ya ha decidido a quién está buscando, y eso no es justo.
   – Te he dado una orden -le cortó Maddox.
   Jerry Henry, conocido en los alrededores de Deptford como Géminis, nunca había sido arrestado. Lo atribuía a que era un delincuente de poca monta, lo que era una ventaja. Para la pasma, simplemente, era una pérdida de tiempo ocuparse de él. Se consideraba un listillo, merodeando por las afueras de Deptford, pillando cualquier cosa que le ofrecían las dos grandes mafias de la zona.
   Lo que no perjudicaba a nadie. La otra cara de la moneda era que su manera de trabajar le dejaba indefenso. La policía no era estúpida: sabía que esos artículos procedían de alguna parte. Algunas veces la emprendían contra alguien como él, acosándole hasta que los conducía hasta un pez gordo. La policía no dudaría en sacrificarle si con ello tenía la posibilidad de acabar con una de las grandes mafias del sur de Londres.
   Sea lo que sea, se decía mientras seguía al polizonte hasta la mesa, no te precipites, niégalo todo, deja que lo prueben. Repasó lo que llevaba encima. Dog, de New Cross, había escamoteado para él un poco de coca de uno de los laboratorios de Peckham, que Géminis había desmenuzado. «Métetelo en la boca, socio -le había dicho Dog-. Y trágalo si te metes en un lío.» Pero Géminis no lo había hecho. Lo había metido en sus botas y ahora iba a costarle caro.
   – Niégalo todo -musitó Géminis para sí.
   – ¿Qué estás diciendo? -preguntó el inspector.
   – Nada -masculló Géminis, hundiéndose en la silla.
   – Muy bien… Veamos, esto no es más que una investigación rutinaria.
   El policía se sentó en una silla con su barriga asentándose sobre sus caderas y apoyó los codos en la mesa. Géminis, con una mano metida en la cintura de sus Calvin, la cabeza gacha, la boca seca y rasposa, se encogió de hombros.
   – Tranquilo. Niégalo todo. Deja que sean ellos los que la encuentren. Disimula todo lo que puedas -murmuraba entre dientes.
   – ¿Qué estás mascullando? -le espetó Diamond acercando su cara-. ¿Tratas de engañarme?
   – No te cabrees, hermano. -Géminis aguantó sin rechistar el acre aliento del poli-. ¿Qué pasa? -dijo mostrando la palma de las manos.
   El policía, golpeando la mes con su bolígrafo, tragó saliva y se echó hacia atrás.
   – Inspector Diamond -se presentó, deletreando cuidadosamente su cargo-. ¿Vienes a menudo por aquí?
   – ¿Y a ti qué te importa, hermano?
   – ¿Conoces a alguna de las chicas que trabajan aquí?
   – No -respondió Géminis haciendo chasquear la lengua-. No las conozco
   – ¿Nunca las has visto? Me parece sorprendente. -El policía, empujando unas fotografías a través de la mesa, sostuvo su mirada-. ¿Te refresca la memoria?
   Géminis las reconoció de inmediato. Especialmente a la rubia Shellene. Él había sido su camello durante meses y unas semanas atrás le había hecho una mamada en el asiento trasero de GTI a cambio de un poco de heroína. Se preguntó qué le habrían contado las chicas a la pasma.
   – Ni idea, quizás ésta. Baila aquí, ¿no?
   – Sabes muy bien que así es.
   – La he visto.
   – ¿Cuándo la viste por última vez?
   Géminis se encogió de hombros.
   – Hace mucho, creo.
   – ¿Has visto a alguien irse con alguna de estas chicas?
   Géminis soltó una risita burlona ante la pretendida inocencia de la pregunta.
   – ¿A qué juegas, tío? ¡Y dicen que la policía inglesa es lista!
   – Contesta.
   – Ya veo qué clase de poli eres.
   Diamond se quedó en silencio y Géminis vio cómo iba poniéndose lívido de rabia. cuando levantó los ojos, sus pupilas parecían cabezas de alfiler.
   – ¿Cómo te llamas?
   – Para ti, señor nadie.
   – Bien, señor Nadie – levantó las manos de la mesa dejando un rastro de sudor-, no he comprendido muy bien tu último comentario. No estarías criticando a la policía de este país, ¿verdad? -Le dijo en voz baja rechinando los dientes-. Del país que te está manteniendo a ti y que mantendrá a todos los negritos que te salgan de los huevos, que te alojará, alimentará y recogerá a cualquier pobre anciana a la que atraques para robarle su miserable pensión. ¿Es a eso a lo te referías?
   – Eres un racista, tío -dijo Géminis, esbozando una lenta sonrisa-. Puede que yo sea un jodido chico negro, pero conozco mis derechos.
   El policía no se inmutó.
   – Has de saber que llevas todas las de perder. Nadie puede oír lo que te estoy diciendo. Puedo llamarte lo que me dé la gana, negro de mierda, retinto, guarro tiznado. -Sonrió, disfrutando-. ¿Y sabes lo mejor? Será tu palabra contra la mía. ¿Crees que alguien te hará caso, mierdecilla?
   Géminis perdió el aplomo.
   – No tengo por qué seguir escuchando esto. -Se levantó-. Escucha, racista, si quieres que te ayude, ya me buscarás.
   El policía se levantó de un brinco.
   – ¿Dónde diablos crees que vas -dijo con aparente afabilidad-, jodido negro?
   Géminis estalló. Cogió una jarra de cerveza y se la arrojó a la cara.
   – ¡Cabrón!
   Antes de que nadie pudiera reaccionar, Géminis salió corriendo por la puerta.
   Caffery, de pie en la escalera, creía estar viendo a cámara lenta una escena surrealista de una película muda. Los dos hombres habían estado hablando relajadamente y, un instante después, ocurría aquello. Caffery esperaba ver sangre, pero Diamond se secó rápidamente los ojos y se precipitó hacia la puerta en estampida. Dos miembros del equipo F salieron presurosamente en pos de su inspector en jefe.
   No estuvieron fuera mucho tiempo. Diamond reapareció en la entrada del pub con la respiración agitada y la chaqueta empapada por la lluvia y la cerveza.
   – No pasa nada- dijo. Se inclinó y escupió en el suelo-. Tengo los datos de ese cabrón.
 
   Caffery condujo de regreso a Shrivemoor. Maddox iba a su lado con su húmedo impermeable doblado sobre las rodillas. Essex y Logan iban en el asiento trasero oliendo ligeramente a cerveza. Caffery guardaba silencio. Conducía Diamond con el parabrisas empañado. Las ventanillas del Jaguar se mantenían claras y limpias. Caffery le observaba hablar y reír.
   – Todos han accedido a declarar -suspiró Maddox mientras pasaban por delante de las azules cúpulas gemelas del colegio naval-. Todos, menos el nuevo amigo de Diamond. Conduce un GTI rojo, dos testigos le vieron irse con Craw…
   – Blancos -murmuró Jack-. Blancos, una y otra vez.
   – ¿Perdón?
   – Los asesinos en serie difícilmente pertenecen a otros grupos raciales. Simplemente no existen. Es tan obvio que lo de Diamond resulta ridículo.
   Nadie dijo nada.
   Maddox carraspeó.
   – Jack, deja que te explique: no hay nada sobre la faz de la tierra que ponga tan furioso al jefe como los tópicos. Creí que ya te lo había dicho cuando nos fuiste transferido.
   – Sí -asintió con un gesto-. Y creo que ya es tiempo de hablemos.
   – Adelante, habla.
   Caffery echó una mirada por el retrovisor a Essex y Logan.
   – En privado.
   – Bien, ahora mismo. Vamos, para el coche.
   – ¿Ahora? Muy bien.
   Aparcó al borde de la calzada y encendió las luces de emergencia. Salieron del coche.
   La lluvia había amainado un poco. Maddox se puso el impermeable sobre la cabeza como si fuera la capucha de un monje.
   – ¿Qué pasa?
   Caffery también se cubrió con su impermeable. En el coche, Essex y Logan miraban discretamente en otra dirección.
   – Parece, Steve, como si tú y yo siguiéramos caminos distintos.
   – Adelante, desahógate -le animó Maddox.
   – Estoy convencido de que tengo razón. No se trata de un crimen de negros.
   Maddox puso los ojos en blanco.
   – Cuántas veces tendré que… -Se interrumpió sacudiendo la cabeza-. Ya hemos hablado de eso. Te expliqué cuál era la postura del jefe.
   – Pero si supiera que hemos considerado como prueba un par de puñeteras botellas de ron, unas botellas que nos trajo nuestro inspector nazi, y decidido que nuestro objetivo era de raza negra, ¿qué postura adoptaría? Piénsalo. -Levantó la mano con el puño apretado-. Recuerda el pájaro. ¡Por el amor de Dios! ¿Realmente crees que ese pequeño bastardo del pub podría hacer, o tan siquiera imaginas, algo así?
   – Jack, tal vez tengas razón. Pero considéralo desde mi punto de vista. No tengo el menor deseo, exactamente igual que tú y el superintendente, de que esto se transforme en un caso que pueda ser tildado de racista, pero para eso debemos descartar las pistas más evidentes…
   – ¿Más evidentes? -Jack suspiró-. ¿A eso le llamas «más evidente»?
   – Se encontró un pelo afro caribeño en el cuero cabelludo de Craw y vieron aparcado un coche rojo al norte del desguace, además de toda la mierda que hemos averiguado durante la última hora. Lo suficiente como para que me preocupe. Recuerda que la responsabilidad del equipo B es mía, no tuya. Y si debo elegir entre prestar atención a un nuevo inspector o lamerle el culo al superintendente, pues bien, Jack… -Se interrumpió y suspiró-. ¿Qué harías tú en mi lugar?
   Caffery le miró en silencio.
   – Entonces quiero que quede constancia de lo que voy a decirte.
   – Adelante.
   – Hemos tomado la dirección equivocada porque alguien cree que el asesino es médico. Pero deberíamos buscar a un trabajador de hospital. De raza blanca.
   Maddox enarcó las cejas.
   – ¿Basándonos en…?
   – En lo que nos dijo Krishnamurti. Nuestro asesino tiene unos conocimientos médicos rudimentarios. Steve, hoy no era un día normal en el pub… hemos metido la pata. Un día corriente está lleno a rebosar, y algunos de los clientes habituales trabajan en un hospital.
   – De acuerdo, tranquilízate. Resérvala para la reunión de mañana y lo examinaremos todo con calma.
   – Quiero empezar ahora mismo.
   – ¿Qué piensas hacer? ¿Montar una operación de vigilancia en todos los hospitales de la zona cuatro?
   – Empezaré por aquí, por el St. Dunstan. Es el que está más cerca del pub. Iré cribando al personal y luego procederé a un interrogatorio encubierto. Si no obtengo ningún resultado, me dedicaré al de Lewisham, tal vez al de Catfor.
   Maddox meneó la cabeza.
   – No van a soltar prenda. Esa clase de gente mantiene la boca bien cerrada.
   – Deja que lo intente.
   Maddox se quitó la gabardina de la cabeza y levantó la mirada hacia el cielo entrecerrando los ojos para protegerlos de la lluvia. Cuando bajó la vista su semblante parecía sereno.
   – De acuerdo, tú ganas. Puedes llevarte a Essex y dispones de cuatro días a partir del lunes para obtener algún resultado.
   – ¿Sólo cuatro?
   – Sólo cuatro.
   – Pero…
   – No me vengar con peros, tendrás tiempo de sobra. Y que no se te ocurra escaquearte de ninguna reunión del equipo. Además, si te necesito, te sacaré de donde estés sin previo aviso. ¿Algo más?
   – Sí. ¿Sigue pensando venir a nuestra fiesta, señor?
   – Pregúntamelo cuando no esté cabreado contigo.

CAPÍTULO 12

   La chica que estaba sentada en el asiento trasero del GTI vestía una falda de licra verde y sandalias de plataforma. Su melena, cortada a la altura de la mandíbula, estaba salpicada con motas doradas. Tenía los ojos oscuros y la piel tostada. Géminis intuía que llevaba a África en la sangre.
   La noche anterior se le había acercado en el Dog and Bell, antes de que apareciera la policía, y le había pedido que la esperara en la salida norte del túnel de Blackwall para llevarla en coche hasta Croom’s Hill. Tenía algo que resolver en ese lugar. Cuando se lo pidió no sospechó nada, pero, desde la redada de esa misma tarde, se sentía nervioso.
   Géminis no era más que un fantasmón nacido en Deptford y, a pesar de su forma de moverse y de hablar, lo más cerca que había estado de los hispanos era la botella de ron que sus tías solían traer a Londres cuando venían de visita. Dog, su contacto principal, lo sabía y se aprovechaba de ello utilizándolo para repartir la droga que no ofrecía garantía para él: pastillas, crack, coca. La semana anterior habían sido sesenta gramos de Ketalar, un anestésico para caballos. Géminis, disgustado, no tuvo más remedio que colocarlo, y ahora todo parecía indicar que una de esas chicas por las que preguntaba la policía se había ido de la lengua. O tal vez, y sólo de pensarlo se le helaba la sangre, alguna de ellas había muerto por algo que él le había vendido. Seguramente el crack era puro pero en cuanto al caballo… en Deptford todos esperaban que el caballo local estuviera cortado. Pero ¿cortado con qué? ¿Con laxante infantil? ¿Leche deshidratada, o, tal vez con amoníaco o una sustancia aún más mortífera? Si era esto lo que había ocurrido no sólo tendría problemas con la policía.
   Géminis sabía que, hasta que los traficantes supieran quién los había puesto en el candelero, se desencadenaría una auténtica caza de brujas.
   Y en ese momento se le ocurrió que la chica que llevaba en el coche podía tenderle una trampa. Mientras conducía la observaba por el retrovisor. Ya habían pasado por delante del St. Dunstan cuando ella se inclinó y le tocó el hombro.
   – Me han dicho en el pub que quizá puedas ayudarme.
   – ¿Cómo?
   – Coca, caballo, algo.
   Se la quedó mirando por el espejo. Fuera lo que fuese lo que buscara la policía, no podía permitirse rechazar una venta. Era su pan de cada día.
   Puso el intermitente y giró hacia un callejón sin salida.
   Había dejado de llover. Las cuatro torres de la central eléctrica de Londres se recortaban contra el cielo del atardecer. Una columna de humo se alzaba de los mojados huertos que bordeaban la vía del tren. Paró el motor. La chica fumaba en silencio mirando por la ventanilla con indiferencia. Estaba convencido, tenía que estarlo, que no era una agente de policía. Se dio la vuelta apoyando la cabeza en su brazo derecho.
   – ¿Qué puedo hacer por ti?
   Ella ni siquiera le miró.
   – ¿Qué tienes?
   – No soy tan estúpido, ya sabes a qué me refiero. Desde que tengo a la bofia pegada a los talones no puedo meter la pata.
   – Quiero heroína, caballo, jaco… como quiera que llames a esa mierda, ¿vale? Y no tengo nada que ver con la pasma.
   Géminis se relajó.
   – Vale, vale. Tengo un poco. Me dedico sobre todo a la coca, chinas, ya sabes.
   – Dame una papelina.
   ¿Sólo una?
   – Sí, van a traerme más.
   Creía que la venta iba a ser mayor pero no perdió la sonrisa.
   – Tranquila. Dame diez talengos.
 
   Del bolsillo de su cazadora azul sacó un pequeño sobre. Cogiéndolo con dos dedos, metió su mano entre los asientos delanteros. Rogó que no se le cayera ni una partícula. Por la noche iría directamente a Creek Road para que le limpiaran el coche por dentro y por fuera. Había oído comentar que la policía podía detectar el menor atisbo de droga pasando una aspiradora por un coche.
   La chica comprobó el contenido de la papelina y le pagó.
   – Vámonos.
   Géminis dio marcha atrás.
   – ¿Croom’s Hill?
   – Sí. Al final de Blackheath.
   Al llegar se pararon en un semáforo.
   – Gira a la derecha y déjame ahí mismo.
   – ¿Vives aquí?
   – Yo no, amigo.
   – ¿De veras? -Tamborileó en el volante mientras la miraba por el retrovisor. Durante los últimos meses había dejado a un par de chicas en el mismo sitio y todas le habían dicho lo mismo. Tal vez allí había un cliente potencial-. ¿Y quién es tu amigo, nena?
   – Sólo un amigo.
   Miró por la ventanilla y siguió fumando. Tenía un pequeño lunar encima de la comisura izquierda de la boca.
   – Ya he dejado aquí a otras chicas.
   – ¿Sí? -contestó con indiferencia.
   – Un par de chicas blancas.
   – ¿De veras?
   El semáforo se puso en verde. Géminis giró a la derecha.
   – Entraron en una de esas casas grandes. ¿Sabes a la que me refiero? -Le dirigió una sonrisa a través del espejo pero ella siguió ignorándole.
   – Para aquí.
   Géminis acercó el coche a la acera y lo dejó en punto muerto.
   – Cuatro talegos por el taxi.
   La muchacha salió del coche y dio un portazo. Dejó caer un billete de cinco libras por la rendija de la ventanilla.
   – Y deja de hacerte el chulo -dijo levantando un dedo y alzando sarcásticamente las cejas-.
   Sólo oyéndote hablar ya pareces un auténtico gilipollas.
   Se dio la vuelta y echó a andar. Géminis recogió el billete y miró cómo sus piernas se alejaban en la penumbra. No se sentía ofendido.
   – Y tú tienes un precioso culo negro debajo de esa falda, nena murmuró, sonriendo-. Esta noche alguien va a pasarlo muy bien.
   La muchacha se perdió de vista en Croom’s Hill y Géminis avanzó unos metros con el coche. Pero ya había desaparecido. Los insectos revoloteaban perezosamente alrededor de una farola junto a una casa de ladrillo; la calle estaba desierta. Chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza, Géminis, cambió de marcha y se dirigió hacia East Greenwich.
   Hasta que llegó al pub no consiguió recordar cuándo había visto por última vez a esa Shellene por la que había estado preguntando la policía. El lunes de la semana anterior. Después de la mamada la había dejado exactamente en el mismo lugar.

CAPÍTULO 13

   Una encantadora casona estilo Regencia separada de la calle por la valla de un jardín dominado por un bosquecillo de encorvados cedros. Antaño había pertenecido a un acaudalado miembro del grupo Bloomsbury que había encargado que pintaran unos muros ciegos en trompe l’oeil. Incluso se comentaba que el invernadero de más de doscientos metros cuadrados era obra de Lutyens. Las dimensiones de sus jardines superaban con mucho a las habituales de las casas de ciudad. Se podía desaparecer en uno de sus rincones o perderse entre topiarias y ciruelos en espaldera. En verano, blancas rosas florecían en pérgolas y cenadores mientras las abejas zumbaban en largos corredores de tejos buscando piracantos y fucsias.
   Pero ahora las hojas se pudrían amontonadas contra los muros y, casi escondidos junto a la entrada del garaje, yacían los restos del esqueleto de un perro. Las cortinas estaban echadas durante el día. A causa de los problemas, la asistenta había sido despedida meses antes para que no molestara y, gradualmente, ciertas partes de la casa habían ido deteriorándose hasta resultar inhabitables.
   Harteveld sólo pasaba por aquella zona cochambrosa por la noche. Durante el día la pesada puerta de caoba permanecía cerrada. No podía correr el riesgo de que aparecieran visitantes inesperados y que accidentalmente vieran sus cosas. Sus pertenencias…
   Esta noche había cerrado la puerta y estaba en la «zona pública»: la parte de la casa que podía permitirse enseñar a los extraños y que incluía el vestíbulo, la cocina, los baños destinados a las visitas, el pequeño estudio y el salón, donde se encontraba en ese momento, junto a la chimenea donde colgaba el retrato de sus padres.
   Había pasado toda la tarde limpiando y ordenando para que esa noche todo fuera seguro. Conectó una manguera al grifo del fregadero de la cocina para desinfectar la fosa séptica, que despedía una fetidez terrible. Pero en cuanto llegó a la trampilla se detuvo, descorazonado. No podía hacer nada con la porquería que se había acumulado allí dentro.
   Se tragó dos buprenorfinas con un sorbo de agua. Luego abrió una cajita de cocaína y con la larga uña de su meñique se llevó una pizca a la nariz. Frotó el resto contra su encía y cerró los ojos.
   Estallaría si la muchacha tardaba en llegar.
   Se mordió el labio y levantó la mirada hacia el retrato de sus padres, Lucilla y Henrick.
   No, no estallaría. Lo que haría sería arrastrarse hasta la repisa de la chimenea, y luego, con mucho cuidado, inclinarse y arrancar de un mordisco el rostro de Lucilla de la tela del cuadro.

CAPÍTULO 14

   «El desguace de la muerte».
   La frase asaltó a Caffery desde los carteles de los quioscos de prensa cuando conducía hacia el St. Dunstan. Apenas la policía confirmaba oficialmente los hechos, la prensa invadía Greenwich, acosando a los residentes, husmeando alrededor del desguace. El titular del Sun, «Terror del milenio», se ilustraba con unas instantáneas de Shellene, Petra, Wilcox y Kayleigh encima de una fotografía del almacén. El Mirror publicaba una foto de Kayleigh en la que aparecía con un vestido de satén rosa sin hombros y con una copa en la mano brindando hacia la cámara. Como era de esperar, se hacían las inevitables comparaciones con el caso de los West utilizando fotografías del número 25 de la Cromwell Street. «Cómo ha podido suceder de nuevo?», se preguntaba el Sun. El Mirror empleaba para el asesino el predecible titular de «El destripador del milenio». Caffery ya había apostado con Essex que precisamente ése sería el favorito.
   El AMIP estaba manteniendo una estrecha colaboración con los servicios de información de Dulwich, centrando su atención en Géminis para averiguar si ya estaba fichado o si le buscaba la policía metropolitana. Caffery, consciente de que ya había empezado la carrera, se dirigía al hospital de St. Dunstan. Dejó el coche al pie de Maze Hill, hasta donde llegaban los limoneros y las vallas rojas de Greenwich Park.
   «Esa gente es de lo más corporativista, Jack. Ningún juez te dará una orden para que husmees en los archivos de personal de todo un hospital sólo porque tienes una corazonada», le había dicho Maddox.
   Pero Caffery tenía más que una simple corazonada: sabía que el hombre que estaba buscando conocía ese edificio. Estaba seguro de que por más caminos que emprendiera la investigación todos conducirían a ese lugar. El ascensor exterior reflejaba los rayos del sol. Por un momento, se quedó mirando el hospital, imaginando lo que iba a descubrir en el corazón de aquel edificio. La chimenea del incinerador se recortaba contra un cielo del mismo azul intenso de la sombra de ojos de Joni, creando la sensación de la perspectiva plana de los cubos de Mondrian. Entonces se dio cuenta de que estaba remodelando el cielo, el mundo, para que ese lugar fuera como él esperaba que fuese. Se ajustó la corbata y entró por una puerta de emergencia.
   El estado del hospital era lamentable. En los pasillos el calor era insoportable a causa del vapor procedente de las cocinas y las unidades de esterilización. La luz de un fluorescente defectuoso fluctuaba. No vio a nadie. Sólo oía el sonido de unos pasos cuyo eco llegaba desde un recodo del pasillo y un estornino que agitaba sus alas entre las tuberías del techo. Cuando Caffery abrió la puerta señalada con el rótulo «Personal», cayó un trocito de metal blanco a pocos centímetros de sus pies.
   Tómatelo con calma, se dijo. Si te precipitas adivinarán que estás desesperado.
   La oficina era muy amplia y estaba dividida por mamparas.
   Sólo se oía el entrecortado repiqueteo de un teclado.
   Caffery echó un vistazo por encima de las mamparas. Un administrativo, bajito y encorvado, con entradas en el pelo y vistiendo una camisa gris, estaba mecanografiando.
   Caffery carraspeó.
   El administrativo levantó la mirada.
   – Buenos días. ¿Viene por el comité?
   – No, no es eso, señor… -leyó el nombre en la placa encima del escritorio- señor Bliss. Detective inspector Caffery. ¿El jefe de personal está…?
   – La jefa de personal le corrigió-. Está en el comité. Estarán reunidos hasta las once -añadió, tendiéndole la mano-. Tal vez pueda ayudarle, detective…
   Caffery. Me gustaría consultar sus archivos de personal.
   – ¡Oh! -el funcionario se reclinó en su asiento entrecerrando los ojos. ¿Si me niego traerá una orden judicial?
   – Exacto. -Se secó discretamente la mano en los pantalones.
   Como todo el hospital, la mano del administrativo estaba húmeda-. Si se niega volveré con una orden judicial.
   – Y finalmente conseguirá la información que necesita, ¿verdad?
   – Exacto.
   – ¿Puedo pedirle que me enseñe su placa?
   – Por supuesto.
   Caffery se quedó de pie delante del escritorio observando cómo el administrativo anotaba los datos de su placa de identificación.
   – Gracias, detective Caffery -dijo devolviéndole la placa-. Se lo entregaré a mi jefa en cuanto vuelva de su reunión. ¿Necesita averiguar algo sobre una persona en particular?
   – Nadie en particular. Médicos, forenses, enfermeras. Cualquiera con experiencia en quirófano.
   – Mmmm -gruñó el oficinista rascándose una rosada oreja-.
   ¿Qué busca, direcciones?
   – Edades, direcciones, números de teléfono.
   – Llevará su tiempo. Puedo mandárselo por fax. Supongo que nuestro aparato seguirá funcionando.
   Caffery garrapateó un número al dorso de su tarjeta. Por azar acababa de conseguir su objetivo.
   – ¿Hay algún lugar tranquilo donde pueda entrevistar a las personas que me interesen?
   – Déjeme ver… Wendy se está ocupando de la biblioteca. Tal vez pueda ofrecerle la sala de consultas de la parte de atrás. Vayamos a echar un vistazo.
   Salieron y el hombre cerró el despacho antes de irse.
   – Espero que haya aparcado en un buen sitio. Ésta es una zona peliaguda.
   – En la colina, cerca del parque.
   – Hoy en día resulta un engorro encontrar plaza, sobre todo por culpa de los cochazos de los miembros del comité y sus permisos de aparcamiento.
   Pero yo no tengo elección. No puedo dejar del coche en casa y al regresar encontrarme el parabrisas destrozado. Así que vengo y peleo todos los días con los peces gordos. Van a estar aquí toda la semana y no hay forma de evitarlos… Ya hemos llegado. -Abrió la puerta de la biblioteca-. ¿Wendy?
   Detrás de un panel corredizo de cristal, una mujer con gafas en forma de mariposa apartó los ojos de su Reader’s Digest y escondió, levemente ruborizada al ver a Caffery, un pañuelo en la manga de su jersey.
   – Le presento a Wendy. Habitualmente está conmigo en el departamento de personal.
   Wendy dirigió a Caffery una tímida sonrisa y le tendió la mano.
   – Hola, Wendy.
   Sus mejillas se sonrojaron más cuando Caffery le estrechó la mano. Una mano tan blanda y húmeda como la de su colega.
   – El detective Caffery necesita un lugar tranquilo para llevar a cabo algunas entrevistas. ¿Está libre esa pequeña sala trasera?
   Wendy se levantó ajustándose el jersey y Caffery advirtió que era más joven de lo que aparentaba, sólo se vestía como una mujer mayor.
   – No veo por qué no. En esta casa somos muy anticuados respecto a la policía. Nos gusta ayudarla en todo lo que está a nuestro alcance.
   – Entonces ya puedo retirarme -dijo el administrativo, y volvió a tenderle la mano a Caffery.
   – Gracias por su ayuda -dijo éste-. Espero su fax.
   Una vez solos, Wendy se quedó mirando a Caffery con embeleso reverencial hasta que el detective dijo:
   – ¿Me muestra la sala?
   – ¡Ay, perdón! -Se sonrojó, frotándose la nariz-. Soy una tonta. No solemos recibir muchos policías por aquí, pero admiramos su trabajo. La verdad es que son maravillosos. Mi hermano quería unirse al cuerpo, pero no dio la talla. Bueno, acompáñeme, por favor. Es la pequeña sala acristalada de ahí atrás. Voy a abrirla para que vea si le sirve.
   La biblioteca estaba muy tranquila. El sol entraba a través de las sucias ventanas e iluminaba el polvoriento suelo. Unos pocos médicos estaban sentados en pequeñas cabinas, absortos en sus estudios. Una preciosa mujer india vestida de blanco le miró sonriendo; estaba leyendo un texto cuyo título rezaba «Secuencia de ruptura de bolsa amniótica», y más abajo había una fotografía macabra: un niño sin cabeza, como un pollo deshuesado, yacía extendido junto a una cinta métrica. Caffery no le devolvió la sonrisa.
   Llegaron a una habitación acristalada con las persianas echadas para aislarla de la biblioteca.
   – Es aquí. -Abrió la puerta-. ¡Oh, señor Cook!
   Detrás de un escritorio, entre la penumbra del fondo de la habitación, vio levantarse a alguien. Llevaba una bata verde desabrochada sobre una colorida camiseta desteñida. Tenía los ojos inyectados, extrañamente descoloridos, y su pálido pelo rojizo era lo bastante largo como para llevarlo recogido en una corta coleta.
   Cuando los ojos de Caffery se acostumbraron a la oscuridad, observó algunas canas que asomaban por el cuello de su camiseta.
   Cook sorprendió su mirada.
   – ¿Tan mal me sienta? -preguntó dirigiendo una lastimosa mirada hacia su camiseta-. No tengo ni idea de colores. Cuando tengo que elegir ropa me siento indefenso como un niño.
   – Es demasiado… juvenil.
   – También yo lo creo. A esas vendedoras les encanta engañarle a uno, es como un juego.
   Caffery vio que tenía un libro encima de la mesa. Apenas pudo entrever la imagen de un hueso cuando Cook lo cerró de golpe, se lo puso debajo del brazo y se dirigió hacia la puerta.
   – Me marcho. -Sacó unas gafas de sol de su bata y se frotó los ojos-. La sala es vuestra.
   Salió y cerró suavemente la puerta.
   Caffery y Wendy se quedaron callados hasta que ella rompió el silencio.
   – Algunas veces da pena ver a quiénes contratamos. -Se sonó con el pañuelo que llevaba en la manga y se enderezó las gafas-. Bueno, señor Caffery, ¿le apetece una taza de té? Temo que es de máquina, pero todavía tengo un poco de Earl Grey en mi escritorio y con mucho gusto yo…
   En la oficina de Maddox y Caffery las persianas estaban levantadas y el sol de la tarde que atravesaba las polvorientas ventanas hacía arder todo lo que había sobre el escritorio. El teléfono olía a plástico quemado. Caffery bajó las persianas y luego marcó el número de Penderecki. Dejó que el teléfono sonara mientras observaba el segundero del reloj. Sabía que no respondería.
   Hacía ya un año que había empezado a telefonearle con regularidad. La primera vez que lo hizo, ya conocía tan minuciosamente sus movimientos que se quedó perplejo al no obtener respuesta.
   Dejó que el teléfono sonara mientras miraba por la ventan, preguntándose si había ocurrido lo inimaginable y Penderecki yacía muerto en el suelo de su casa. Pero la corpulenta silueta de Penderecki apareció por la puerta de atrás, vestido con una raída chaqueta. Jack atisbó su cara entre los árboles, y tardó un instante en darse cuenta de que Penderecki estaba haciéndole señas despectivas sonriendo burlonamente con su desdentada boca; le estaba diciendo que sabía muy bien quién estaba telefoneando.
   A partir de ese día, tanto si le llamaba desde la oficina como desde casa, Penderecki no contestaba casi nunca. En las raras ocasiones en que descolgaba el auricular, le respondía con un «Hola, Jack». Caffery dedujo que había comprado un aparato para comprobar de dónde procedían las llamadas. El único placer que obtenía era el de saber que, mientras quisiera, el timbre del teléfono resonaba en todos los rincones de la casa de Penderecki. Un estúpido placer infantil, Jack. Tal vez Verónica tenga razón respecto a ti, se dijo. Con frecuencia le llamaba varias veces al día.
   Dejó que siguiera sonando unos minutos antes de colgar y encaminarse a la oficina para comprobar si había llegado el fax del St. Dunstan.

CAPÍTULO 15

   Lucilla, ítalo alemana, era una presencia explosiva entre los Harteveld. De huesos grandes y piel color avellana, alta y ancha como un armario, resultaba imposible impedir que cantara en las fiestas recostada en el Steinway, llorando a lágrima viva al ritmo de un aria cualquiera mientras se le corría el rimel por toda la cara. Toby Harteveld, distante desde su arrogancia de chico inglés de clase alta, no podía creer que esa mujer con su resplandeciente melena negra y sus arrebatos de celos, fuera realmente su madre. Pronto aprendió a odiarla.
   Ocurrió durante el verano entre la escuela primaria y Sherborne. Entró en el cuarto de baño y la encontró desnuda con una pierna apoyada en el bidé mientras se afeitaba el vello púbico.
   – Hola, cachorrito, acércate… -Le tendió la cuchilla de afeitar-. Ven a ayudarme.
   – No, mamá.
   Estaba tranquilo. Como si lo hubiera sabido desde siempre.
   – ¿No? -rió.
   – No, mamá.
   – ¿Eres mariquita, Toby? -dijo ella ladeando la cabeza-. Anda, dime si eres un pequeño maricón.
   – No, mamá.
   – Le diré a tu padre que has intentado meterme mano.
   – No, mamá.
   Le miró con sus brillantes ojos negros ladeando la cabeza como si estuviera decidiendo por dónde empezar a comérselo.
   Luego, sacudiendo exasperada su melena, se precipitó hacia la ventana, la abrió y sacó el cuerpo hacia el patio con sus caídos pechos desparramándose sobre el alféizar.
   – ¡Henrick! ¡Henrick! ¡Ven, por favor! ¡Ven por tu hijo!
   Toby aprovechó la oportunidad para marcharse. Ignorando los indignados chillidos que llegaban desde el cuarto de baño, bajó corriendo la escalera, pasó por delante de tintineantes arañas de cristal y de sorprendidos criados, y salió al jardín. Cerca del lago, se agazapó junto al tronco de un olmo hasta que cayó la noche.
   Cuando regresó, la casa estaba en calma, como si no hubiera pasado absolutamente nada. Su padre, con sus delgados labios más pálidos que de costumbre, estaba sirviendo una crema de langosta para la cena. Nunca se habló de lo ocurrido.
 
   Durante los meses que siguieron Toby se volvió muy retraído. Pidió que le pusieran una cerradura en la puerta y por las noches se acostaba con las manos cruzadas sobre el vientre oyendo cómo estallaba el furor de Lucilla en los pasillos. Su mera existencia hacía que se le contrajera el estómago. Podía olerla en todas partes, a veces creía que se había frotado contra sus fundas de almohada para impregnarlas con su flujo. Aprendió a dormir boca abajo por si Lucilla conseguía entrar en su dormitorio. Nunca se dormía hasta estar completamente seguro de que su madre estaba en su habitación al otro lado de la casa.
   Dos años más tarde, en la biblioteca familiar, después de su primera cacería, Toby conoció a Sophie, hija de un abogado de la localidad. Esbelta, delgada, y fría como el mármol, se mantenía erguida, apoyada contra los lujosos artesonados. Era la antitesis de Lucilla. Un Toby de catorce años le llevó una copa de champán y pudo constatar, con sorpresa y emoción, que aquellos dedos estaban aún más gélidos que el tallo de cristal.
   Lucilla advirtió que él se sentía atraído por ella y decidió ayudarlo en su rito de iniciación a la virilidad. En verano, envió a padre e hijo al extranjero. Llegaron hasta el Sudeste asiático.
   Luzón, para ser exactos, y Henrick, seguro de la forma en que debía educar a su muchacho, llevó a Toby a un prostíbulo en Makati donde le fueron presentadas quince chicas que arrastraban los pies embutidas en sus salung-puwets detrás de un escaparate de cristal.
   Toby eligió a la chica más delgada y pálida. Ya en la cama, le pidió que no hablara y que no se moviera. Que no hiciera ni aspavientos ni gimiera. Por la mañana, mientras bebía su café y comía sinangag fritos en la terraza que dominaba el Pasay bañado por el sol, se sobrecogió al sentir que algo anormal acababa de nacer en él.
   Un mes más tarde su madre le sorprendió con Sophie en el topiario de tejo con sus jodhpurs por las rodillas. Con expresión seria y tranquila, él cerró los ojos y permaneció inmóvil como si estuvieran haciéndole una radiografía.
   Cuando Toby se hubo vestido y regresado a la casa, Lucilla ya había desencadenado la tormenta. El servicio se mostraba distante y Toby apenas pudo evitar que un Henrick de expresión adusta lo arrollara cuando daba marcha atrás con el Land Rover para marcharse de la casa.
   El mensaje resultaba claro: Toby debía enfrentarse solo a Lucilla.
   Observado por los criados, Toby subió por la escalinata y, con los ojos entrecerrados, puso su blanca mano en la pesada puerta de caoba como si esperara percibir los sutiles temblores que le indicarían en qué parte de la casa le estaba aguardando su madre.
   Estaba en el comedor, paseándose a lo largo de la pared debajo de los tapices de Antwerp, resoplando. Tenía huellas de lágrimas en las mejillas. Era la primera vez que estaban a solas desde el incidente del baño.
   – Mamá.
   – Siéntate.
   Lo hizo en la cabecera de la mesa, en el lugar que solía ocupar su padre. A su izquierda la ventana dejaba ver el césped y los umbríos cipreses, pero en el artesonado comedor reinaba la penumbra como si en ese lugar se hubieran acumulado años de tensión. Lucilla se dejó caer en la silla de caoba en la que solía sentarse, cerró los ojos y sacudió la cabeza.
   – Pero cómo has podido hacerlo con esa criatura anémica. Su padre es un pederasta y ella un error de la naturaleza.
   Toby estaba tranquilo.
   – No dispongo de tiempo para reproches, mamá. Tan sólo dime qué quieres que haga.
   A Lucilla se le dilataron las pupilas y sus manos empezaron a temblar.
   – ¿Qué he hecho para merecer un hijo como tú?
   – Dime qué quieres que haga.
   – Permanecerás interno en Sherborne hasta que vayas a la universidad.
   – ¿Es todo?
   – Y durante las vacaciones, ya que me sigues desafiando, te quedarás con los Chase-Greys en Connetica. Te pasaremos una asignación.
   – ¿No quieres volver a verme?
   Ella se santiguó, un gesto que él recordaba haberle visto hacer antes.
   – No. No quiero volver a verte.
 
   Toby regresó a Sherborne y no volvió a ver a Sophie. Tres años más tarde, ella se casó con un asesor fiscal y se fue a vivir a
   Walton-on-Thames. Toby lo aceptó con facilidad. Comprendía que Sophie no era la causa, sino el síntoma de algo mucho más importante. Tenía la sensación de que se avecinaba algo oscuro, algo cargado como una tormenta.
   Durante el último año que pasó en Sherborne se concentró en ser admitido en la facultad de medicina. Era un alumno brillante y la recién creada United Medical and Dental Schools del Guy y el
   St. Thomas, la UMDS, lo aceptó.
   Fue a la UMDS donde el Hombre Pájaro empezó por primera vez a desplegar sus alas.

CAPÍTULO 16

   A las nueve en punto de la noche se encendieron las farolas en Shrivemoor Street, el sodio amarillo hendiendo la calurosa noche. El edificio estaba en silencio, sumido en la oscuridad salvo una franja de luz fluorescente que asomaba a través de las persianas de una habitación de la primera planta, donde Caffery y Essex, sin corbata y con el cuello de las camisas desabrochado, estaban sentados examinando un listado. A su lado había un paquete de seis cervezas Speckled Hen y un menú del Kentucky Fried Chicken.
   Cuando regresó esa misma tarde del centro de investigaciones, Caffery decidió no contarle nada a Maddox sobre sus progresos. Cuando a las cuatro de la tarde llegó el fax, precisamente mientras el detective inspector Diamond iba a salir para conseguir una orden de requisa para el GTI rojo de Géminis, Jack llamó a Essex para que le acompañara a la oficina del inspector de servicio.
   – ¿Tienes algún plan para esta noche? -le preguntó enseñándole un papel enrollado-. Esto hace que adelante, pero es sólo el principio.
   Ahora el fax estaba desenrollado encima del escritorio, deslizándose como una ola hasta el suelo.
   – Ciento sesenta y ocho mujeres -dijo Essex mientras masticaba un bocado de pollo-. Si lo restamos de trescientos veinte, nos quedarán… veamos…
   – Ciento cincuenta y dos.
   – Gracias. -Garabateó esa cantidad al final de la lista dejando unas manchas de grasa con sus dedos-. Eliminaremos a los que tengan más de, digamos… ¿cincuenta años?
   – Que no serán muchos.
   – Más o menos unos veinte, con lo que nos quedarán ciento…
   – Treinta y dos. -Caffery arrancó la lengüeta de un bote de cerveza. Pásalo por el HOLMES y si no aparece nada les interrogaremos. Durante el fin de semana no podremos hacer nada, pero si empezamos el miércoles y con una media de veinte minutos por interrogatorio, entre los dos conseguiremos liquidar unos cincuenta al día e ir reduciendo la lista hasta el miércoles… exactamente a tiempo.
   – Será pan comido -dijo Essex cogiendo su cerveza.
   – Mientes -Caffery levantó su bebida-, por lo que te estaré eternamente agradecido.
   Brindaron.
   – Es gracioso. -Essex se secó la boca y se reclinó en su asiento. Es gracioso que no te des cuenta.
   – ¿Cuenta de qué?
   – De la confianza que te tiene Maddox.
   – ¿Confianza? -Sacudió la cabeza, sonriendo por la ironía. ¿Esto es confianza? Sólo me ha dado cuatro días.
   – Cuatro días más que a cualquier otro detective. Es un hombre de manual, Jack. Un currante. Y tú… -Al otro lado de la habitación la impresora cobró vida. Bueno, considéralo desde su unto de vista.
   – Essex se acercó a la impresora y levantó la tapa de plexiglás. Te está dando carta blanca a pesar de lo que le preocupa que jodas el caso. Piénsalo. -Echó un vistazo al papel que se estaba imprimiendo. ¡Ah!, es de nuestro especialista en Lambeth.
   – ¿Del laboratorio? -Caffery estaba encantado de cambiar de conversación.
   – Pues sí. -Essex sonrió. Es de Jane Amedure. Jane Amedure… el genio de la lámpara. Me lo enseñó todo cuando fui agente de pruebas en el caso Ambleside.
   – ¿Ambleside?
   – El año pasado -Essex no levantó la mirada. Un argelino acabó con su madre y la dejó en un congelador en un piso de protección oficial en Old Kent Street. La encontraron seis meses después. -Tomó un trago de cerveza. Durante tres estuvo sin electricidad.
   – Ya nada te asombra, ¿verdad?
   – Bueno… Luego hubo lo de nuestro amigo Colin Ireland. Mataba al gato de sus víctimas y ponía su boca alrededor de…
   – Sí, sí, no sigas. Ya me lo han contado, gracias. -Caffery se frotó los ojos, súbitamente cansado. Continuemos. ¿Qué nos cuentan los del laboratorio?
   Essex ojeó el informe.
   – Veamos: toxicología e histología, análisis capilar. Bien, aquí está: toxicología. Nuestra víctima no identificada, la que murió primero, era adicta. Han descubierto benzoilecgonina y diamorfina en los tejidos internos.
   – Benzoilecgonina y diamorfina… ¿Cocaína y heroína?
   – Exacto. En cuanto a Shellene Crawn necesitamos que no lo confirmen, pero nuestra especialista dice que da positivo en caballo, crack, coca, todo el muestrario. En Wilcox se confirma el caballo. Hatch, tal como suponíamos, positivo, y, sorpresa sorpresa… -levantó la mirada, negativo en Spacek. Ni siquiera crack. Limpia.
   – ¿Causa de la muerte?
   Echó otro vistazo al informe y lanzó un silbido de asombro.
   – ¡Krishnamurti! ¡Ese hombre es un Einstein! Metió un gol. -Excitado, miró a Caffery. Heroína. Directamente inyectada en el bulbo raquídeo. Todas sus funciones deben de haberse detenido instantáneamente, corazón, pulmones, todo.
   – ¿Lo comprendes ahora? -dijo Jack. ¿Comprendes lo que estoy buscando?
   – Sí… todo eso del hospital.
   – El bulbo raquídeo, ¡por el amor de Dios! ¿Puedes imaginar a un miserable camello sabiendo dónde encontrar el bulbo raquídeo? Quiero decir…
   – Predicas a un converso -murmuró Essex, leyendo el informe. Mira -levantó el documento, esto también va a gustarte, Jack. El Hombre Pájaro… ¿puedo llamarle así?
   – Siempre que no salga de esta habitación.
   – Muy bien, el Hombre Pájaro es un auténtico bicho raro o sabe lo suficiente acerca de medicina legal para no dejar rastros. -Depositó el informe sobre el escritorio. Parece que hubieran mantenido relaciones sexuales consentidas, pero el Hombre Pájaro utiliza un condón y Amedure dice que después obliga a la chica a lavarse.
   Eso o las lava posmortem. Todas tienen restos de jabón en la vagina. Cada muestra tiene la misma concentración de estearina de sodio para el sebo. Fabricante: nuestro viejo amigo Wrigts Coal Tar.
   – Si es tan precavido, ¿cómo explicas las manchas de semen en el abdomen?
   – ¿Al sacarse el condón salpica unas gotas? -Essex se encogió de hombros. O la saca, se quita el condón y se hace una paja, perdón, se masturba sobre su vientre. Luego hace que se lave, o lo limpia él mismo después de matarla. Sin embargo -levantó la mano, no es tan cuidadoso como parece.
   Terminó la cerveza y estrujó el bote.
   – Veamos… aquí tenemos hepatología, un análisis espectométrico de los restos encontrados junto a los cadáveres, como aquel cabello negro que, al parecer, no tenía folículo y no han podido averiguar el ADN, pero sí que procedía de una cabeza afro caribeña. Y fíjate en esto.
   – Levantó la mirada. Nuestro asesino lleva peluca.
   – ¿Peluca?
   – Sí, mira. ¿Recuerdas los pelos rubios que Krishnamurti encontró en las víctimas?
   – Sí.
   – Amedure dice: «Los pelos, tintados, son de origen asiático, todos carecen de raíces y están limpiamente cortados. No rotos ni arrancados. Reúnen las características necesarias para presumir que proceden de una peluca».
   – Eran largos -dijo Caffery. Una peluca de mujer.
   Essex alzó las cejas.
   – Michael Caine.
   – ¿Qué dices?
   – Vestida para matar. ¿No la has visto?
   – Paul… -suspiró Caffery.
   – Vale, vale -levantó la mano. Sigo olvidando que en esta pareja yo soy el payaso y tú el imbécil sin sentido del humor.
   – Y orgulloso de serlo.
   – Sí, ya, y triste. -Volvió a estudiar el informe, mordiéndose el interior de la mejilla. Y sin amigos, no lo olvides. -Hizo una pausa. Mira, fíjate en el análisis de sedimentos.
   – ¿Análisis de sedimentos? ¿Y eso qué es? ¿Comprobar que es sangre humana?
   – Más o menos. Distinguirla de la de animal.
   – ¿Estamos hablando de pájaros?
   – Exacto.
   Essex siguió escudriñando las hojas.
   – Aquí dice que en las bolsas de aire del pájaro había tejido humano.
   – ¿Qué? -exclamó Caffery mirándole.
   – Lo que he dicho, humano.
   – ¿Sabes lo que eso significa?
   – Pues no lo tengo muy claro.
   – ¿Cómo crees que llegó a los pulmones?
   – ¿Lo aspiraron?
   – Sí. Lo que quiere decir…
   – Lo que significa que… ¡oh…! -De pronto Essex comprendió. ¡Mierda! -Se sentó en el escritorio de Kryotos sin ninguna sombra de veleidad. ¿Quieres decir que los pájaros estaban vivos? ¿Que murieron allí adentro?
   Caffery asintió con un gesto.
   – ¿Sorprendido?
   – Pues sí. Lo estoy.
   Se quedaron en silencio reflexionando sobre esta posibilidad.
   De repente la atmósfera de la habitación pareció cambiar, como si la temperatura hubiera bajado uno o dos grados. Caffery se levantó, terminó su cerveza y señaló el informe.
   – Continúa.
   – De acuerdo. Essex se aclaró la garganta y cogió el documento. ¿Qué quieres saber?
   – ¿Cómo las sedaba?
   Recorrió con un dedo el informe.
   – Hematología dice que… bueno, dice que…
   – ¿Qué?
   – Dice que no lo hizo.
   – ¿Cómo?
   – Que no las sedaba.
   – Imposible.
   – Es lo que dice aquí. Nada excepto alcohol, un poco de cocaína, pero no lo suficiente para dormirlas. Nada de fenol ni benzoínas, ni barbitúricos excepto en Wilcox y la joven Kayleigh. A ver… -Sus ojos recorrieron la hoja. Nada si dejamos de lado a nuestra anónima señorita número uno que estaba atiborrada de caballo. Pero las consecuencias de la heroína siempre son difíciles de prever, no todos tienen el mismo nivel de tolerancia.
   – Debe de haber usado algo.
   – No, Jack. No lo hizo. Hay restos de esa mierda en todas ellas, pero nada que pudiera tener ese efecto.
   – ¿Estás seguro?
   – Completamente. Si Jane Amedure lo dice, no hay duda posible.
   Caffery estaba exasperado.
   – ¿Entonces cómo pudo mantenerlas quietas para clavarles una maldita aguja en el cuello?
   – No son precisamente unos magos -dijo Essex de repente, apartando los ojos del informe. Esos asesinos no son especialmente listos. Si miro hacia atrás, me doy cuenta de que en la mayoría de los casos fueron muy poco listos.
   – ¿Poco listos? -repitió Caffery, y se preguntó cuán poco listo era el Hombre Pájaro. O Penderecki. ¿Cuánto de listo se necesitaba ser?
   – Les acompaña un poco de suerte -dijo Essex. No es más que eso.
   – No. El Hombre Pájaro no sólo tiene suerte. Él sabe. -Se acercó a las fotos. ¿Verdad que sabe? -interpeló a la mujeres muertas que le observaban con mirada vacía desde la pared. Decidme, ¿cómo lo hizo?
   – Jack. Mira esto.
   Caffery siguió contemplando las fotografías: Petra, brazos delgados, radiante sonrisa y leotardos. Michelle Wilcox, pobre infeliz, alborotando el cabello de su hija…
   – Jack…
   La gordita y apetitosa Shellene. Kayleigh con su traje rosa de fiesta, brindando hacia la cámara.
   – ¿Cómo lo hace?
   – ¡Jack!
   – ¿Qué pasa? -exclamó dándose la vuelta.
   – Entomología. -Essex sacudía la cabeza. Ahora comprendo por qué parece que no las viola. ¡Bastardo cabrón!
   – ¿Por qué?
   – ¿Sabes lo que tenemos entre manos, Jack?
   – No.
   – Tenemos a un necrófilo. A un auténtico necrófilo. Sacudió el informe antes de tendérselo a Caffery. Ahí lo tienes todo. Con pelos y señales.

CAPÍTULO 17

   Principios de 1980. UMDS. Prácticas de Anatomía. Laboratorio Grupo I.I.B.
   En medio de una clase de diez alumnos, dispersos alrededor de formas amortajadas dispuestas sobre mesas de acero, con el penetrante olor dulzón del formaldehído invadiéndole las fosas nasales, un Harteveld de diecinueve años sentía que algo iba a suceder, algo que iba a cambiarle la vida.
   A él y a su joven compañera de estudios se les había asignado el cadáver de una mujer de edad mediana. Durante el resto del año académico, por la noche sería almacenado en un depósito para sacarlo todas las mañanas bajo su sábana de algodón para ser diseccionado, destrozado y recompuesto por sus temblorosas manos.
   Era de complexión angulosa con unas pequeñas bolsas amarillas en lugar de pechos, escaso vello púbico, afiladas caderas sobresaliendo bajo una piel fina como papel. Su pelo, rubio oscuro, caía lacio hacia atrás.
   – ¿Doris ya está despierta y preparada? -interpeló alegremente su compañera a los ayudantes forenses al entrar en el laboratorio poniéndose los guantes.
   – Esta mañana se ha quedado dormida, mírala, no se puede hacer nada con ella -dijeron mientras la sacaban. ¡Hola, Doris, despierta! ¡Tienes que trabajar!
   Y se la entregaron a Harteveld que, ajeno a las bromas, esperaba, en silencio, sudando de sólo pensar en la estimulante frígida inmovilidad que había bajo la verde mortaja. A veces, cuando estaba cerca del lánguido cuerpo, temblaba de forma tan incontrolable que el escalpelo se le escurría entre los dedos.
   – No tienes estómago para esto -bromeaba su compañera de estudios, dándole un codazo mientras estudiaban la tipología peritoneal y del intestino grueso. ¿Lo has cogido? No tienes… bueno, ¡olvídalo!
   Ahorró la asignación que le enviaban sus padres y se compró un piso en Lewisham, una planta baja con un jardín cuadrado. Después de las clases se echaba en su habitación, con las cortinas corridas, y fantaseaba obsesivamente sobre el cadáver. En su mente había adoptado proporciones de diosa: cerúlea, de rostro inmóvil, sereno y frío, musa de mármol, cabello rubio esparcido sobre la almohada… sólo para él. Rezumando un infinito sosiego. Era precisamente ese sosiego y esa palidez lo que atraían a Harteveld: tan diferente a la carnosa y contoneante Lucilla.
   Presa del pánico, hizo torpes intentos de seguir a solas una terapia de rechazo. Escribió a investigadores estadounidenses pidiéndoles le proporcionaran Depo-Provera. Cuando se lo negaron, intentó conseguir los mismos efectos inyectándose diamorfina antes de entra en clase de anatomía. Pero le daba tantas náuseas que apenas podía mantenerse en pie. Y lo que era peor, no mitigaba sus fantasías.
   Fue sólo seis semanas después, casi al final del primer trimestre, poco antes de Navidad, cuando estalló la catástrofe.
   Los técnicos del laboratorio se habían quedado más de la cuenta y no habían vuelto a colocar los cadáveres de anatomía en los depósitos de la antesala. Harteveld, mareado y tembloroso ante la posibilidad que se le brindaba, aprovechó el desorden del último día de clase de anatomía de ese trimestre para esconderse en una esquina, con los ojos al nivel de las pulidas válvulas neumáticas que se utilizaban para subir y bajar las mesas de disección.
   Eran las dos de la tarde y la cruda luz del sol empezaba a declinar. El viejo sistema de calefacción crujía y se estremecía en las tripas del edificio, pero la atmósfera del laboratorio estaba gélida y viciada. Harteveld se rodeó las rodillas con los brazos y se meció suavemente. Los cuerpos yacían silenciosos bajo la débil luz invernal con la piel pulcramente arrancada en secciones desde los brazos, con abrazaderas, hemostáticos y retractores brotando como pequeñas espinas de sus fríos y grisáceos vientres.
   Ella estaba en el centro de la habitación. Desde donde estaba, él podía contemplar cómo caía su pelo castaño.
   Y en ese instante se abrió la gran puerta que había al otro lado del laboratorio.
   Seguridad.
   Harteveld dio un respingo. No debían descubrirle. Se levantaría y simularía estar buscando algo. Deprisa. Pero sus piernas no le respondían. La frente se le perló de sudor frío. Estaba atrapado.
   Y entonces sucedió algo que lo cambió todo.
   El guarda de seguridad cerró la puerta. Por dentro. Y luego bajó las persianas.

CAPÍTULO 18

   Cuando Caffery, a las diez y media, se fue de Shrivemoor la noche todavía no estaba muy fría. Apagó la radio y condujo en silencio, prometiéndose un baño y un saludable vaso de whisky en cuanto llegara a casa. Bajo las preocupaciones de ese momento -su cansancio, los semáforos, las cegadoras farolas de la circunvalación sur -subyacía el nuevo inquilino de sus pensamientos, como una imagen borrosa al fondo de un lago revuelto. Una imagen del Hombre Pájaro.
   Un necrófilo. ¿Cómo no lo habían advertido antes?
   Giró a la izquierda en Honor Oak y siguió recto por Peckham Rye. A través de los árboles se vislumbraban fantasmagóricos reflejos de las lápidas del cementerio de Nunhead. En su mente la sangrienta trayectoria del Hombre Pájaro iba tomando cuerpo. Un hombre. ¿Alto? ¿Bajo? Agazapándose como un incubo, como un ave carroñera, con los ojos desorbitados por la excitación, deslizando sus manos por un cadáver. Los muertos y los no muertos. Una relación sacrílega.
   Las preguntas sin respuesta seguían acosándole: un pájaro vivo cosido dentro del cuerpo después de su muerte. ¿Por qué? Los extraños y precisos cortes en el cuero cabelludo… excepto en Kayleigh. ¿Por qué no Kayleigh? Y ¿cómo conseguía mantener inmóviles a sus víctimas para ponerles la inyección? Esto era muy preocupante. Sonaba a control mental, o aún peor, a una toxina que la moderna medicina forense era incapaz de identificar.
   Aparcó debajo del desnudo plátano de su vecino y bajó fatigosamente del coche con la cabeza a punto de estallarle. Todo lo que quería era tranquilidad. Se colgó la chaqueta del hombro. Un whisky y un baño.
   Pero algo le estaba esperando delante de la puerta. Se paró con la mano en el pomo mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad. Y cuando comprendió qué era aquello que brillaba suavemente al resplandor de la luna, adivinó que procedía de Penderecki: dos muñecos de plástico desnudos, un niño y una niña, se abrazaban grotescamente con los genitales frente a frente. Al lado había una nota escrita en un papel rosa de jovencitas: «Telefonearme a mí es como llamar a tus problemas».
   La muñeca, pelo rubio de nailon, era una Barbie o una Sindy.
   Suaves pechos sin pezones, cintura de avispa y un enorme garabato obsceno entre sus piernas de plástico: una desnuda vulva pintada con tinta roja.
   Muy propio de Penderecki.
   Empujó el otro muñeco, que cayó de espaldas. Los mismos ojos ciegos mirando fijamente y los genitales pintados. Las mismas rígidas manos suplicantes y la marca Hambro estampada en la espalda.
   Y Caffery lo reconoció. Ese juguete había sido de Ewan.
   Recordaba claramente su extraña desaparición, ocurrida una soleada tarde a principios de los setenta. Antes del almuerzo el muñeco estaba tirado en el césped del jardín de atrás, derribado por granadas en miniatura, pero después de la comida había desaparecido. «Veamos, Ewan -decía su madre, ante su desconcierto, echando una desconfiada mirada hacia el cielo, tal vez lo ha robado un cuervo». Al día siguiente compró un Action Man en el Woolworths de Lewisham. «Mira sus manos, Ewan. Pueden cerrarse. ¿Acaso no es mucho mejor que el otro?»
   No era una novedad en Penderecki esa sutil perversidad.
   Caffery recogió los muñecos, abrió la puerta y entró en la casa.
   La luz de la cocina estaba encendida y vio un montón de camisas recién dobladas sobre la tabla de planchar.
   Verónica.
   Estaba tan cansado que no había visto su coche.
   Sé bueno con ella, Jack, se dijo. Está enferma. No lo olvides, sé bueno.
   En la cocina, arrojó su chaqueta en una silla, cogió un rollo de plástico autoadhesivo y empezó a envolver los muñecos por separado para guardarlos en la habitación de Ewan.
   La cazuela de Le Creuset estaba sobre el fogón y del salón llegaba la Rapsodia en azul de Gershwin mezclándose con el delicioso aroma del jengibre y el cilantro. Cogió un vaso y el whisky de la estantería y se sirvió una generosa copa. Le dolía el cuerpo de cansancio. Necesitaba silencio, su whisky, un baño y acostarse. Nada más. Ciertamente no necesitaba a Verónica.
   – ¿Jack?
   – Sí, hola -respondió desde el recibidor.
   – Espero que no te importe que haya venido.
   Vamos, Verónica, y si me importara ¿qué cambiaría?, pensó.
   – ¡Sube!
   Estaba en la habitación de Ewan. ¿Por qué estaría siempre gravitando alrededor de esa habitación? Con los muñecos y el whisky en la mano, empezó a subir por la escalera.
   Verónica estaba sentada en el suelo vestida con un refinado conjunto de falda y chaqueta con puños almidonados sujetos con gemelos de oro. Se había sacado los zapatos y Jack pudo ver las pálidas uñas de sus pies enfundadas en medias color natural. A su alrededor estaba esparcido el contenido de sus ficheros sobre Penderecki.
   – Pero qué…
   – Sí, dime.
   – ¿Qué estás haciendo?
   – Ordenando tus archivos. He pensado que durante la fiesta tal vez haya gente que quiera dar una vuelta por la casa, así que estoy ordenándolos.
   – Pues no lo hagas. -Dejó el whisky y los muñecos sobre el escritorio y empezó a recoger. Simplemente, no lo hagas.
   Ella le miró fijamente.
   – Sólo intentaba ayudar…
   – Te pedí que no entraras en esta habitación. Se dio la vuelta. Voy a repetírtelo por última vez: no entres aquí. Y no toques los ficheros.
   Verónica arrugó la frente y apretó las mandíbulas.
   – Lo siento, deja que los ponga en su sitio…
   – No. -La apartó bruscamente. ¡No hagas nada más!
   Verónica se echó hacia atrás y él se detuvo en seco. Estás gritándole, Jack. No debes gritarle.
   – Mira -respiró profundamente, lo siento… pero es que…
   Demasiado tarde. Verónica, con la boca temblorosa, se levantó y las lágrimas anegaron sus ojos.
   – ¡Dios! -Apretó los párpados.
   Él se obligó a acercarse a ella y rodearle los hombros.
   – Cariño, lo siento. He tenido un mal día…
   – Es por el cáncer, ¿verdad? Quieres dejarme por culpa del cáncer.
   – Claro que no quiero dejarte. Nunca lo he pensado. -La estrechó contra su pecho y apoyó la barbilla en su cabeza. Mira, he estado acumulando guardias y estoy exhausto. Si quieres puedo pedir un par de días y acompañarte a las sesiones de quimio.
   – ¿Días libres?
   – Quiero estar contigo.
   – ¿En serio?
   – Sí, en serio. Ven, siéntate. -La cogió del hombro y se sentaron juntos en el suelo apoyados contra la pared. No quiero hablar más sobre esto, ¿de acuerdo? -Entrelazó sus dedos con los de ella. El Hodgkins no me da ningún miedo.
   – Lo siento, Jack. -Se secó los ojos con el dorso de la mano. Siento que eso me pase a mí. Quisiera poder cambiar las cosas, de veras.
   – No es culpa tuya. -Hundió la cara en su pelo. Y no olvides…
   – Se aclaró la garganta. No olvides que en esto estamos juntos.
   – No lo olvidaré.
   Siguieron sentados en silencio, observando los insectos de la noche rebotar contra la ventana. Se llevó la mano de Verónica a los labios, la besó y le dio la vuelta para mirar la palma.
   – ¿Estás bien?
   – Sí -musitó ella.
   La besó en el pelo y miró su mano esbozando una sonrisa.
   – ¿Por qué ésta vez no se notan las marcas del análisis de contraste?
   – ¿A qué te refieres?
   – A aquel del que me hablaste. El que te hicieron la última vez.
   – Las tenía.
   Él estudió la mano de ella. Su piel era pálida, con unos delicados lunares. Pero no había rastro de líneas, ningún trazado subcutáneo.
   – Creí que después podía verse el líquido de contraste.
   – No exactamente. Desaparece con rapidez.
   Con un gesto se apartó el pelo de la cara y le miró. El rimel subrayaba sus ojeras.
   – ¡Jack!
   – ¿Qué?
   – Tal vez sería mejor que fuera sola. Me gustaría demostrar al doctor Cavendish que no necesito a nadie que me sostenga.
   – ¿Estás segura?
   – Sí, de veras.
   – De acuerdo.
   Subió ligeramente el dobladillo de su falda sobre sus muslos y observó la superficie curva de su rodilla. Nunca había visto llorar a Verónica y, curiosamente, eso le excitó.
   – ¿Te dejan tomar una copa? -Dejó que su mano se deslizara hacia el interior de los muslos. Si te apetece queda algo de Gordons en la nevera.

CAPÍTULO 19

   En 1984. Lucilla Harteveld, de cincuenta y cuatro años y más de cien kilos, fue ingresada en el hospital Eduardo VII de New Cavendish Street con dolores en el pecho. El electrocardiograma que le hicieron en la unidad coronaria demostró que había sufrido un ligero infarto de miocardio.
   Le administraron anistreplasto y disopiramida. Henrick Harteveld se puso inmediatamente en contacto con su hijo.
   Después de un cauteloso encuentro entre madre e hijo -Lucilla hedía en su cama de hospital como si hubiera hecho algo bajo el secreto de sus sábanas y disfrutara del malestar que provocaba a sus visitas, Toby y Henrick fueron hasta Mayfair para cenar en un restaurante elegante. A solas, después de muchos años de estar siempre bajo la atenta mirada de Lucilla, los dos hombres conversaron hasta medianoche. Henrick, que esperaba perder a su esposa, se sentó muy erguido en su silla y pidió un whisky. Toby le dijo que había abandonado la facultad de medicina y que pasaba los días sin hacer nada en su pequeño apartamento del sudeste de Londres.
   Al día siguiente Henrick puso manos a la obra.
   Sin consultarlo con Lucilla sacó su compañía farmacéutica, la Harteveld Chemicals, al mercado de valores, conservando la mayoría de las acciones y poniendo a nombre de su hijo un millón y medio de libras de los beneficios obtenidos. Estaba prescindiendo de Lucilla y eso le hacía temblar. A solas en la artesonada biblioteca se sentía embargado por el miedo y la excitación tan sólo de pensar en cómo reaccionaría ella ante ese acto de locura.
   Para dar al acontecimiento un aire de respetabilidad, puso a Toby como adjunto al director de marketing, un cargo tan representativo que sólo le exigía llevar de vez en cuando un traje y aparecer en el edificio de acero y cristal en las afueras de Sevenoaks donde estaba situada la sede central de la compañía.
   Y de esta forma Toby Harteveld llegó a ser un hombre acaudalado.
   Lo primero que hizo fue abandonar el pequeño apartamento en Lewisham, con sus ancianos vecinos y soñolientos gatos paseándose por los muros, y adquirió la casa de Croom’s Hill, contratando paisajistas, constructores, personal de limpieza y jardineros. Utilizando el prestigioso nombre de Harteveld dentro de la industria farmacéutica, consiguió que le invitaran a formar parte del comité que representaba al sector privado en el consorcio del hospital St. Dunstan. En su mansión, celebraba fiestas a las que acudía la elite: cirujanos del corazón y herederas, magnates navieros y actrices, mujeres despampanantes y hombres que podían hacer acudir a un camarero con sólo mirarlos. Las conversaciones versaban sobre importantes transacciones comerciales, arte experimental y regatas de vela. Intentaba dar forma y significado a su vida y durante cierto tiempo consiguió mantener una ilusión de cordura.
   Pero, mientras luchaba para conseguir una apariencia de triunfador y su vida adquiría los matices del éxito, interiormente aumentaba su desesperación y enajenamiento. Su secreta enfermedad iba creciendo dentro de él.
   Ninguno de sus conocidos sabía de las chicas que pagaba, de cómo las encontraba en la calle y las llevaba a Croom’s Hill, de cómo las mandaba desnudas al jardín hasta que, ateridas, acudieran tiritando a su cama. O cómo les exigía que se quedaran inmóviles e inertes, con los ojos en blanco.
   – No puedo, me da dolor de cabeza -se quejaban ellas.
   – Puedes al menos cerrar la boca y quedarte quieta.
   Mientras las fornicaba, sólo capaz de alcanzar el clímax cerrando fuertemente los ojos, se adentraba ferozmente en sus fantasías.
   Un día, mientras estaba sentado en su oficina de Sevenoaks con doble cristalera climatizada, con el aperitivo del mediodía a su lado, observando a los gansos canadienses posarse en el lago artificial, de repente vio la carga que le agobiaba bajo una nueva luz.
   Tal vez, pensó, tal vez fuera incurable. Esta idea le provocó malestar. ¿Sería posible, se preguntaba, que cada ser humano estuviera sentenciado durante toda su vida con la obligación de asumir sus defectos con elegancia y valor? Y ¿acaso era posible que en su obsesión hubiera descubierto la razón de ser de su propia vida?
   Respiró profundamente y se incorporó en la silla. Muy bien. Lo soportaría. Viviría llevando consigo un defecto perpetuo.
   Pero necesitaba ayuda. Acarició con un dedo el lechoso vaso de pastis. Pero necesitaba algo a lo que aferrarse, y debería ser algo mejor que alcohol.
   Dos semanas más tarde descubrió la válvula de escape que necesitaba: fue durante una cena con un amigo de su antigua escuela de Sherbone, recién llegado de las selvas de Tanjung Puting donde había llevado a cabo unas investigaciones para su doctorado. Después de cenar, su amigo sacó una bolsa y la puso sobre la mesa.
   – ¿Cocaína, Toby? ¿O quizás algo que te haga volar? Mira, opio. Sólo dulce y aterciopelado opio. -Frotó sus dedos. Cultivado con mimo por los malayos.
   Harteveld sólo vaciló un momento. Abrió las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba en un gesto de alivio y gratitud.
   Ahí estaba lo que había estado buscando. La perfecta y ansiada vía de escape.

CAPÍTULO 20

   – Señor Henry, soy el detective inspector Diamond. Nos encontramos el otro día en el Dog and Bell.
   Se oyó levantarse la tapa del buzón y asomar rápidamente una placa de identificación.
   – Le estoy metiendo unas fotografías por el buzón. Creo que ya las ha visto antes.
   Una lluvia de copias de ocho por diez cayó por el buzón. Géminis, apoyado contra la pared, clavó la mirada en los rostros que se desparramaron por el suelo del recibidor.
   – Varios testigos aseguran haber visto al menos tres de estas mujeres en su compañía.
   Géminis no dijo nada. Al otro lado de la puerta, el inspector Diamond tosió.
   – ¿Tal vez quiera acompañarme a comisaría para hablar con calma?
   Esperó un momento. Géminis seguía en silencio, mirando fijamente el buzón y oyendo cómo el policía plegaba una hoja de papel. Su madre todavía estaba durmiendo en la habitación al final del pasillo; no quería que se despertara, no quería que se la molestara.
   – También le dejo una copia de una orden de incautación. Según estipula la ley, debo preguntarle si consciente que se incaute su coche, matrícula Cg66 HCY y ofrecerle la oportunidad de entregarme las llaves por voluntad propia.
   Géminis se deslizó por la pared hasta sentarse en el suelo.
   – Consideraré este silencio como un «no». -Un papel cayó revoloteando. La orden, señor Henry. Le traeremos un listado de todo lo que requisemos, lo que en este caso significa el coche y su contenido.
   – ¡No podéis llevaros mi coche!
   Un pálido ojo azul asomó parpadeando por la rendija del buzón.
   – ¿Vais a llevaros mi coche?
   – Exacto.
   – ¿Por qué cree que esas chicas estuvieron en mi coche?
   – Usted ya sabe por qué estamos interesados en ellas. -Incluso desde detrás de la puerta, podía oler el acre aliento de Diamond. ¿Verdad que lo sabe?
   – Quizá -musitó Géminis. Quizá.
 
   – No ha sido Géminis -dijo Caffery. Es imposible.
   Maddox, alzando el cuello de su gabardina para protegerse de los últimos coletazos de una tormenta, levantó su ojerosa mirada. Estaban al pie del edificio de apartamentos de protección oficial, contemplando cómo los mecánicos del FSL cargaban el GTI rojo de Géminis en la grúa. Encima de ellos las nubes eran arrastradas lejos de Deptford, hacia el Támesis, por un viento invisible. Era sábado, los interrogatorios en el St. Dunstan estaban programados para el lunes y Caffery había decidido utilizar su tiempo libre en seguir los pasos de su equipo.
   – ¿Sabes algo sobre la serotonina? ¿Histaminas libres?
   – No soy científico.
   – Las lesiones eran posmortem -dijo Caffery, y quiero decir muy pos.
   Maddox se metió las manos en los bolsillos.
   – Eso ya lo sabíamos desde que les hicieron la autopsia.
   – No. Creímos que se las habían hecho en el mismo momento, apenas habían muerto, formando parte del asesinato.
   Miró de reojo al hombre que estaba sujetando un cartel en los limpiaparabrisas del GTI en el que se leía: PROPIEDAD INCAUTADA.
   – Escucha, Steve -prosiguió, las mujeres fueron violadas. Utilizó un condón porque es un pirado muy limpio o está obsesionado con el sida, y, además, lo hizo posmortem.
   – ¿Posmortem?
   – Por eso no había señales de violencia, ni contusiones en los genitales. Los tejidos muertos no reaccionan.
   – ¿Y cómo has sabido todo esto?
   – El informe forense dice que las lesiones fueron producidas tres días después de la muerte.
   – ¿Tres días?
   – El que no hubieran sido violadas era un enigma. Y ésta es la respuesta. Conservaba los cuerpos. Seguramente las violaba y mutilaba a la vez, quizá repetidamente y casi seguro cuando ya había desaparecido el rigor mortis. -Caffery vio cómo la cara de Maddox se endurecía. Es un necrófilo, Steve. Lo que no explica la facilidad con que las mata, pero sí explica por qué quiere matar sin perder el control, por qué no había signos de lucha ni moraduras.
   – Menudo bastardo.
   – La muerte debía ser rápida y sencilla. Matar no le interesa. Lo divertido es el cadáver. Sólo los utiliza cuando están putrefactos.
   Maddox se estremeció. Seguía lloviznando. Caffery se metió las manos en los bolsillos y se acercó a Maddox.
   – El Hombre Páj… el asesino conserva los cuerpos durante tres días y luego las mutila. ¿Sabes lo que significa?
   – ¿Además de estar mucho más pirado de lo que creíamos?
   – Significa más que eso.
   Maddox se mordió el labio. Unos rayos de sol bailaron en los bloques de hormigón y de pronto se sintió muy viejo. Recorrió con la mirada el edificio hasta detenerse en la planta en que vivía Géminis.
   – ¿Que vive solo?
   – Sí, y además tiene un congelador. -Caffery siguió la mirada de Maddox. Las cortinas del apartamento estaban echadas.
   Maddox carraspeó.
   – Podemos obtener una orden de registro.
   – Muy bien.
   Caffery echó a andar hacia la entrada del edificio.
   – ¿Adónde vas?
   – Tengo algo que enseñarte.
   – ¡Eh! -Maddox le alcanzó. No quiero que le pongas sobre aviso, Jack.
   – No pienso hacerlo.
   En la entrada, una niña de unos diez años, con una sucia melena rubia y un niño pequeño con la nariz llena de mocos apoyado en su cadera, estaban mirándolos a través del cristal. Llevaba puesta una vieja camiseta rosa y sus pies descalzos estaban cubiertos de arañazos. Caffery llamó al cristal. La niña abrió la puerta, se echó hacia atrás y los observó en silencio.
   – Gracias.
   Pulsó el botón del ascensor y las puertas se abrieron. Entró y se dio la vuelta para mirar a Maddox.
   – ¿En qué piso vive?
   – Diecisiete. No vamos a hablar con él, tío. Aún no.
   – No te preocupes. -Caffery apretó el botón de 17. -Entra y veamos lo que pasa. Veamos cuántas veces se abre la puerta desde aquí hasta el diecisiete. Veamos hasta qué punto es factible la idea de Diamond.
   Ambos hombres se quedaron de pie, con las manos en los bolsillos, observando cómo avanzaba la luz roja en el panel situado encima de la puerta.
   – Imagina que eres él, Steve. Tienes un cuerpo en una bolsa de basura, justo aquí, en el suelo. Estamos hablando de un cuerpo de mujer acuchillado y doblado. Apestando.
   el ascensor seguía ascendiendo: 9, 10, 11. Maddox estaba callado, mirando cómo avanzaba la luz roja: 12, 13, 14. Se detuvo y las puertas se abrieron. Una vieja con un impermeable y un tembloroso perrillo sujeto con una correa se quedó mirándoles.
   – ¿Bajan?
   – Subimos.
   – Hummm… iré con ustedes. -Entró sonriendo, sujetando una pequeña capucha a su impermeable. Nunca se sabe si parará cuando vuelva a bajar.
   Caffery miró a Maddox y murmuró.
   – Recuérdalo. En el suelo.
   Una mujer con dos niños pequeños subió en el piso 15, y después de la parada en el 17 el ascensor continuó hasta el último piso.
   En la cabina ya iban seis personas y un perro. Maddox, incómodo, no dejaba los pies quietos. Durante el descenso hubo tres paradas más. En cuanto llegaron a planta baja, el ascensor iba repleto.
   – Es de día -dijo Maddox al salir a la calle, frotándose la cara con cansancio. Así pues, las bajó por la noche.
   – Ya. Pero ¿puedes imaginártelo bajando todos estos pisos de día o de noche? Y después sacarlas del ascensor.
   Echó a andar hacia el coche. El GTI se tambaleaba precariamente sobre la grúa.
   – Luego tuvo que recorrer toda esta distancia. Mira hacia arriba.
   ¿Cuántas ventanas ves?
   – Jack, estamos en un barrio pobre. No sería la primera vez que alguien arrastrara un bulto sospechoso en medio de la noche.
   – Has visto esos cadáveres -bajó el tono de voz. No me dirás que no notaste cómo olían. Incluso tres días después de muertos ya hieden. Lo sabes muy bien. Es un olor que no se olvida, un olor que lo impregna todo.
   – Tal vez lo hizo en otro sitio.
   – Seguro -asintió Jack. Bien, sigue aferrándote a esa idea, no pierdas la esperanza.
   La expresión de Maddox cambió. Una vena empezó a latirle en la sien y cuando habló su voz sonó profunda y queda:
   – Esta mañana he hablado con el jefe. Se ha enterado de que tenemos a un novato en el equipo, así que he tenido que cubrirte.
   – ¿Me estás diciendo que el jefe prefiere las casualidades y las pruebas circunstanciales? -Sacudió la cabeza. Steve, el equipo F seguramente ha hablado con todos los racistas del este de Greenwich y estarán encantados ante la posibilidad de encerrar a un miserable camello. Enciérralo y te los quitarás de encima por unos días. El inspector Diamond estará encantado, lo lleva en las venas. Me pregunto si se comporta de este modo porque sabe que puede hacerlo, porque…
   – hundió las manos en los bolsillos y fijó su mirada en los ojos de Maddox -porque tú se lo permites.
   – Todavía estás en período de prueba, Jack. No lo olvides.
   – No lo he olvidado.
   – Te veré en Shrivemoor. Dile a Verónica que le deseo suerte con la quimioterapia.
   – Steve, espera…
   Pero ya se estaba alejando y Caffery tuvo que gritar para que le oyera por encima del ruido de la grúa.
   – ¡Comisario Maddox! -Su voz resonó contra el edificio. Los niños que estaban en la entrada asomaron la cabeza sorprendidos. ¡Voy a demostrar que estás acusando a la persona equivocada! ¡El asesino ni siquiera es negro!
   Pero Maddox siguió andando. La grúa se puso en marcha y el GTI de Géminis, cubierto con una lona blanca, dispuesto como un dosel en una boda india, se alejó por las calles de Deptford.
 
   El pub estaba vacío. Un pastor alsaciano que se había echado a dormir cerca de la chimenea de gas abrió un ojo para observar a Caffery acercarse a la barra. Betty, la camarera, vestida con una escotada blusa de nailon, gafas con una montura desproporcionada y una cadenilla alrededor del cuello, ni siquiera se molestó en saludarle. Se sacó el cigarrillo de la boca y siguió inmóvil, esperando que Jack fuera el primero en hablar.
   Caffery sacó su placa y dijo:
   – Lo siento, otra vez la pasma.
   – Ya. ¿Quiere una copa?
   – ¿Por qué no? Un Bell’s. -Buscó unas monedas en su bolsillo. ¿Cómo va el negocio?
   – No tiene más que verlo con sus ojos. Los periodistas han acudido en jauría y ahuyentando a la mitad de la clientela.
   – ¿Ha hablado con ellos?
   Betty pegó un respingo que hizo tintinear sus pendientes turquesa.
   – No quiero su asqueroso dinero. Ojalá no hubiera sucedido nada de esto.
   – Todos lo deseamos. -Caffery se sentó en un taburete. Betty, ¿recuerda al joven que interrogamos hoy?
   – ¿Ese chico de color?, ¿el que se largó?
   – Sí.
   – Se llama Géminis. ¿No le parece que ponen a sus niños nombres muy divertidos? Acérquese -dijo ella. No había nadie más en el pub, pero pareció quedarse más tranquila cuando Caffery se estiró lo suficiente por encima de la barra para poder oírla. Géminis… -musitó. Los periódicos dicen que las chicas eran adictas, ya sabe, drogas…
   – Ya.
   – Pues debían conseguirlas en algún sitio, ¿no cree? -Se dio un golpecito en la nariz con aire conspirador. Y no digo más. -Pasó un paño por un vaso, comprobó que estaba limpio y lo puso frente a él. Finge que sólo las lleva de acá para allá en su coche, pero no soy ciega. Estoy segura de que eso les sirve para llevar a cabo sus pequeñas transacciones, ya sabe a qué me refiero.
   – ¿Le conoce Joni?
   – Por supuesto. -Betty entornó los ojos obsequiando a Caffery con la visión de sus brillantes párpados. Géminis siempre la lleva. A ella y a Pinky, si no ha venido en bicicleta.
   – A ella y ¿a quién?
   – Cuando estaba trabajando la llamaban Pinky.
   – Rebecca -murmuró él, sintiéndose extrañamente confuso al oír su nombre en labios de esa mujer.
   – Así se llama. Ahora es artista. Se sienta con sus pinturas en ese rincón del bar, ceñuda y sin pronunciar palabra en toda la noche.
   De pronto, el alsaciano empezó a gruñir. Caffery se volvió y alcanzó a ver cómo se cerraba la puerta y la sombra de un hombre que se apartaba del cristal opaco.
   – ¡Entra, cariño, está abierto! -le llamó Betty poniéndose el paño encima del hombro y saliendo de detrás de la barra. Abrió la puerta y por un instante escudriñó la calle, antes de darse la vuelta y dejar que se cerrara. Debía de ser uno de nuestros clientes habituales. Seguramente creyó que usted era de la prensa. Recogió el vaso de Jack, limpió la barra y lo puso sobre un posavasos limpio. Eso o sabía que es polizonte.
   El perro se sentó cerca de la estufa y, bizqueando de placer, se rascó la oreja con la pata trasera.
   Cuando Caffery salió del pub, las calles estaban vacías. El suelo ya se había secado pero de los árboles todavía caían gotas de lluvia. Súbitamente fue consciente de una sombra que le seguía y del débil chirrido de los frenos de una bicicleta.
   – Buenas tardes, detective.
   Rebecca paró su bicicleta y afirmó un pie en el bordillo para conservar el equilibrio. Llevaba pantalones cortos de color marrón y jersey ancho, su larga melena recogida en una coleta. Una carpeta de cuero iba sujeta al sillín de atrás.
   Jack se metió las manos en los bolsillos.
   – ¿Coincidencia?
   – No exactamente. -Del lilo encima de ellos caían gotas sobre su jersey. Sigo yendo al pub, como ya debes saber… Te he visto salir.
   – Comprendo. Él adivinó que ella tenía algo que decirle. ¿Has recordado algo?
   – Pues sí. -Esbozó una mueca de disculpa. Seguramente no es nada, sólo una pérdida de tiempo…
   Jack había olvidado lo bonita que era.
   – Adelante -le dijo.
   – De acuerdo… -Hablaba con ligereza, como si estuviera a punto de reírse. He recordado algo acerca de Petra.
   – ¿Qué?
   – Algunas veces antes de caer profundamente dormida, justo en ese momento en que parecen juntarse todos los sueños de noches anteriores…
   – Sé a qué te refieres. -Caffery conocía muy bien ese instante. Era en ese lugar donde a menudo encontraba a Ewan y a Penderecki.
   – Tal vez no tiene importancia, pero anoche estaba medio dormida y recordé a Petra diciéndome que era alérgica al maquillaje. Nunca se lo ponía. Puedes comprobarlo en mis pinturas. Siempre esta muy pálida. El sol rasgó las nubes e hizo parpadear a Rebecca. Pero en la foto que me enseñaste de ella parecía una… una muñeca. He visto objetos inanimados que parecían más reales que ella.
   – Siento que lo vieras.
   – No lo sientas.
   – Rebecca…
   Ella ladeó la cabeza y le miró. Una gota de lluvia cayó en su mejilla.
   – ¿Qué pasa?
   – ¿Por qué no me hablaste de Géminis? -preguntó Caffery.
   – ¿Qué pasa con él?
   – Ese día se fue con Shellene. ¿Por qué no me lo dijiste?
   Ella cruzó los brazos y se miró los pies.
   – ¿Por qué crees que no lo hice?
   – No lo sé.
   – No seas ingenuo. Trafica con drogas, se las pasa a Joni. Por eso no te lo dije.
   – ¡Joder! -Caffery sacudió la cabeza. Rebecca, ¿no te das cuenta de lo importante que es?
   – Por supuesto que sí. ¿Crees que he podido pensar en otra cosa? -Se mordió el labio. Pero Géminis no tiene nada que ver con esto.
   – Muy bien, de acuerdo. Él se frotó la frente. Coincido contigo, pero el problema está en que soy el único. Todos los mandamases opinan que Géminis es su mejor opción. Está metido en un lío, Rebecca, en un auténtico y jodido problema.
   – No ha sido él. No comprendo cómo siquiera puedes pensar…
   – ¡No lo pienso! Acabo de decírtelo: ¡No creo que sea él!
   – ¡Caray! -Sintiéndose aturdida giró el manillar para alejarse de él. No hace falta que te pongas así.
   – Rebecca, escucha… -se suavizó sintiéndose estúpido. Lo siento. Es sólo que necesito un poco de ayuda. Necesito que alguien sea honesto conmigo y, para variar, me dé una tregua.
   – ¡Por el amor de Dios! -murmuró ella. Todos necesitamos una tregua. Y a ti te pagan para que pongas esto en claro.
   – Rebecca…
   Pero ella no se dio la vuelta. Siguió pedaleando, con su jersey resbalando sobre su hombro moreno, dejando a Caffery en medio de la calle durante varios minutos, enfadado y confuso, mirando fijamente el punto exacto en que había sido tragada por la ciudad.

CAPÍTULO 21

   Lucilla, sin haber conseguido perder los cuarenta kilos que le recomendaban los médicos, sufrió un segundo infarto en 1985 que le produjo arritmias incontrolables y resultó fatal en menos de treinta minutos.
   Después del funeral, Henrick regresó a Greenwich con Toby y pasearon juntos por el parque.
   Henrick se detuvo al lado de la Figura de pie de Henry Moore. Se quedó mirando a su hijo y, tranquilamente, le contó con su acento holandés la historia que había mantenido en secreto durante casi sesenta años. Le contó que ella había sido una enfermera holandesa a la que había visto por última vez en Ginkel Heath el 20 de septiembre de 1944. Más tarde la habían dado por muerta en la batalla de Arnhem, junto al resto de los miembros de la brigada en que prestaba servicio. Siguió creyéndolo así hasta que, treinta y cinco años después, ella reapareció como viuda reciente de un acaudalado cirujano belga y trabajando en un orfanato de Sulawesi.
   Mientras Henrick hablaba, Toby miraba hacia el valles, donde el rosa pálido de las columnas de la Quenn ’s House resplandecía como el interior de una concha. Poco a poco iba comprendiendo que, durante la mayor parte de su matrimonio, su padre había estado cumpliendo condena.
   Un mes después de su conversación, Henrick vendió la finca de Surrey, entregó otros dos millones de libras a su hijo y se trasladó a Indonesia.
   Con su padre en el extranjero y el dinero reciente, Toby se hundió más y más y sólo acudía a las oficinas de Sevenoaks en contadas ocasiones. Tan sólo se ponía el traje para asistir a las reuniones del comité del St. Dunstan.
   El resto del tiempo ni siquiera se afeitaba. Lo pasaba como si estuviera en vacaciones perpetuas, vistiendo chaquetas de lino, carísimas camisas y mocasines de piel. El opio, y más tarde la cocaína y la heroína, estaban haciendo su labor. Enmascaraban sus peores impulsos, le sedaban y tranquilizaban, no dejando rastro de deterioro físico. Tenía mucho cuidado en no almacenar gran cantidad en Croom’s Hill, utilizando el solitario apartamento de Lewisham como piso franco. Ninguno de sus contactos sabía la dirección y siempre podía acudir a ese lugar e ir aumentando sus reservas.
   Durante más de una década mantuvo un precario control sobre su vida.
   Pero a final de los noventa las fiestas adoptaron un matiz distinto, un nuevo desenfreno. Ahora, junto a los vasos helados con Cristal o Stolichnaya servía cocaína en boles japoneses miso decorados con ramas de sauce. Chicas que había conocido en los clubes de Mayfair deambulaban fumando cigarrillos St. Moritz y tirando del dobladillo de sus minifaldas. También compraba más cerca de su casa utilizando una discreta red de contactos que le llevaba hasta los proveedores. Algunos de sus viejos conocidos intentaron verle acudiendo a sus fiestas, pero pronto fueron superados por el nuevo tipo de invitados: las chicas y sus acompañantes.
   – Esto es una locura, ¿verdad? -le dijo una de las chicas a Harteveld, que se había refugiado en el sillón de nogal de la biblioteca después de inyectarse un chute de heroína.
   – ¿Perdón? -dijo levantando la vista con aire confundido. No te he entendido, perdona.
   – He dicho que todo esto es una locura.
   Era una chica de unos veinte años, alta y delgada, con una larga melena color castaño y cimbreante cintura. Era la primera vez que la veía. Parecía extrañamente fuera de lugar con su ligero maquillaje, su vestido de lana gris con botones y sus zapatos bajos.
   ¿Es de verdad una de las chicas?, se preguntó, y contestó:
   – Sí. Imagino que debe de serlo, supongo.
   – Nunca he visto nada igual. Aparentemente ese tipo proporciona chutes a todo el mundo. Solamente tienes que ir al cuarto de baño y ahí está… repartiéndolos como si fueran caramelos. Incluso te pincha él mismo si te da miedo hacerlo.
   Incrédulo. Harteveld la miró con ceño.
   – ¿Sabes quién soy?
   – No. ¿Debería conocerte?
   – Soy Toby Harteveld, y ésta es mi casa.
   – ¡Ah! -sonrió sin pestañear. Así que tú eres Toby Harteveld.
   Encantada, Toby. Por fin te conozco. Tienes una casa maravillosa. Y ese Patrick Heron que tienes en el descansillo… ¿es un original?
   – Por supuesto.
   – Es exquisito.
   – Gracias. Dime… -Se levantó del sillón haciendo un esfuerzo y extendió una mano temblorosa. En cuanto a la heroína, supongo que no rechazarás una invitación, ¿verdad?
   – No, gracias -repuso ella con una sonrisa. Con las drogas soy un auténtico desastre. O vomito o hago algo igual de lastimoso.
   – Pues… ¿un schnapps tal vez? Vamos al invernadero. Allí tengo… déjame pensar… un Frida Khalo. Creo que puede interesarte.
   – ¿Un Frida Khalo? ¿Me tomas el pelo? ¡Claro que me interesa!
   El invernadero, en la parte de atrás de la casa, estaba helado. De la casa llegaban haces de luz color mango que iluminaban las macetas con arbolitos arrojando sombras aterciopeladas sobre el suelo de piedra. El bullicio de los invitados se oía amortiguado y se olía a fertilizante y a tierra fría y húmeda. Mientras sus pensamientos vagaban, Harteveld se rascaba los brazos. ¿Qué estaban haciendo en ese lugar? ¿Qué pretendía de ella?
   El vivido azul de sus venas. Toby, evocador y gélido. Su pelo empapado dejando su frente descubierta.
   La joven se dio la vuelta para mirarle.
   – ¿Y bien?
   – ¿Qué?
   – ¿Dónde está el cuadro?
   – El cuadro… -repitió.
   – Sí, el Khalo.
   – ¡Oh, sí, claro! -Harteveld se rascó el estómago mirando su suave rostro. No; creo que me confundí. No está en el invernadero, lo tengo en el estudio.
   – ¡Por el amor de Dios! -Ella se volvió pero él la cogió por el brazo.
   – Escucha, hay algo que necesito que hagas. Normalmente… -le estallaba la cabeza, normalmente doy doscientas libras, pero a ti te daré trescientas.
   Le miró incrédula.
   – Oye, de qué vas, tío. He venido con mi compañera de piso. Eso es todo.
   – ¡Vamos! -dijo él, repentinamente alarmado ante su negativa. Digamos… cuatrocientas. No soy un tipo difícil… todo lo que tienes que hacer es quedarte inmóvil, sólo eso. No voy…
   – He dicho que no me interesa.
   – No tardo mucho -repuso él, y apretó con más fuerza su brazo. Si te quedas inmóvil termino en unos minutos. Anda, vamos…
   – Que no. -Sacudió el brazo para liberarlo. Deja que me vaya o gritaré.
   – Por favor…
   – ¡No! -gritó ella.
   Harteveld, sorprendido, soltó su brazo y se echó hacia atrás. Pero, fuera de sus casillas, la joven no estaba dispuesta a olvidar lo ocurrido. Se abalanzó furiosa sobre él.
   – No me importa… -arremetió contra él hincándole las uñas bajo la barbilla hasta hacerle sangrar -quién diablos seas…
   – ¡Mierda! -exclamó él llevándose las manos al cuello, atónito. ¿Te has vuelto loca?
   – Así aprenderás a aceptar un no como respuesta. -Giró sobre los talones. Lo tienes bien merecido.
   – ¡Tú! la llamó él agarrándose al cuello. Escucha, pequeña puta, lárgate de esta casa ahora mismo. Pero ella ya se alejaba, orgullosa y satisfecha de sí misma. Vienes aquí y aceptas mi hospitalidad, mi vino, mis drogas… y me haces esto, pequeña zorra. ¡Fuera! ¡Sal de esta casa!
   Pero ya se había ido y supo, mientras miraba las manchitas oscuras que perlaban sus manos, que estaba perdiendo el control, que los problemas estaban a punto de aparecer.
   No volvió a la fiesta. Al día siguiente, la asistenta le encontró acurrucado en el sofá hasta el que se había arrastrado a primeras horas del amanecer, con la cabeza entre las manos, la cara anegada en lágrimas y el cuello de la camisa manchado de sangre. Ella no dijo nada. Abrió las ventanas de par en par y vació los ceniceros.
   Más tarde le llevó café, fruta y un vaso de Perrier. Puso la bandeja sobre la mesa de mármol de Carrara mirándole con compasión. Harteveld se enderezó y respiró el vivificante aire frío que entraba por las ventanas con una promesa de invierno, lluvia y nieve. Y algo más. Algo perverso se estaba acercando. Lo presentía.
   Cuatro de diciembre, su treinta y siete cumpleaños. Y sucedió. Justo antes de las tres de la madrugada, cuando la fiesta ya estaba terminando, vio a la chica debajo del piano. Tenía los ojos en blanco, y con los brazos se cogía los hombros. De vez en cuando emitía un gemido y se movía como un orondo capullo de seda. Estaba rellenita y llevaba un vestido azul muy juvenil. Un tatuaje parecía querer escaparse de su brazo y su boca rezumaba una sustancia blancuzca.
   Divertido, se acodó en el piano y se agachó para mirarla.
   – Hola, ¿cómo te llamas?
   Ella movió los ojos tratando de enfocarlos hacia el sonido. Antes de pronunciar palabra alguna, cerró y abrió dos veces la boca.
   – Sharon… Dawn… McCabe.
   – ¿Sabes que tienes un buen colocón?
   Ella hipó y, con los ojos cerrados, asintió con la cabeza.
   – Lo sé.
   Se llevó a la pobre y gordita Sharon a su habitación, la desnudó en la oscuridad y la metió en la cama. La folló rápida y silenciosamente agarrando desde atrás sus fríos pechos. Ella se mantuvo inmóvil, sin emitir siquiera un gemido. Abajo la fiesta había terminado y el servicio estaba recogiendo los vasos. Por la ventana veía nevar en medio de la oscuridad.
   A su lado, Sharon Dawn McCabe empezó a roncar. Antes de dormirse, él la folló de nuevo pensando que estaba tan borracha que no se enteraba de nada.
   Soñó que regresaba a aquella tarde de invierno en el laboratorio de anatomía, cuando, agazapado tras un mueble, observaba con horrorizada excitación cómo el guarda de seguridad se masturbaba con la mano del cadáver para que aumentara su esmirriada erección, inclinándose sobre la mesa de disección, con una expresión de intensa concentración, se disponía a penetrar a la muerta.
   Harteveld soltó un débil gemido.
   El guarda de seguridad se detuvo, y miró en todas direcciones. No era un hombre muy alto, pero a Harteveld, agazapado en el suelo, le parecía un gigante. Su mirada era fría y húmeda.
   Habría podido intentar largarse de allí, pero estaba paralizado por el miedo. Y en ese mismo instante el guarda de seguridad, con la frente perlada de sudor, comprendió que el enclenque estudiante de medicina allí agazapado, había estado esperando en la oscuridad para hacer exactamente lo mismo que él estaba haciendo.
   Por un instante todo quedó en suspenso. Luego, el guarda sonrió…
   Ahora, años después, Harteveld despertó en la casa de Greenwich aullando de terror, con la imagen de aquella sonrisa taladrándole la mente. La habitación todavía estaba a oscuras. Un rayo de luz se filtraba por las cortinas. Estaba acostado y sudaba copiosamente, con la mirada fija en el techo, oyendo cómo se calmaban los latidos de su corazón, esperando que su mente se sosegase.
   «Te comprendo -le había dicho esa sonrisa. Soy como tú, los pervertidos humanos y los enfermos, por más alejados que se hallen, al final se encuentran».
   Harteveld se mesó el pelo y gimió. Se dio la vuelta, vio lo que yacía a su lado sobre la almohada y tuvo que taparse la boca para contener un grito.

CAPÍTULO 22

   Sharon Dawn McCabe estaba boca arriba y con los ojos abiertos a sólo unos centímetros de él. Un hilo sanguinolento le salía por la nariz y la boca dejando un rastro por su barbilla y cuello.
   – ¡Dios! -suspiró sobrecogido Harteveld. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué has hecho?
   Le cogió la mano para tomarle el pulso.
   En la mesilla de noche, el reloj marcaba las 4.46.
   Con el corazón desbocado, se precipitó hacia el cuarto de baño, llenó el lavabo con agua y metió la cabeza dentro.
   Contó hasta veinte.
   Días, semanas, años, conteniendo sus ansias y ahora esto. Esta burla del destino yaciendo inerte en su cama. Exactamente lo que había esperado durante todos esos años, lo único que no podía obtener pagara lo que pagase.
   Se incorporó chorreando agua, boqueando.
   Su cara le observaba desde el espejo. La luz le hacía aparecer demacrado, poniendo de relieve sus treinta y siete años. Como si le hubieran chupado desde dentro, como si la tensión le hubiera exprimido. Se pellizcó las mejillas, esperando recobrar la sensatez. Pero sólo consiguió aquella sorda y familiar sensación en la boca del estómago.
   – Ayudadme, ayudadme, por favor…
   Su voz sonó profunda, apenas como un suspiro. Nada podía ayudarle. Lo sabía. Se secó la cara y regresó al dormitorio.
   La luz del amanecer había invadido la habitación. Ella seguía con los ojos fijos en el techo, la boca abierta, las sábanas tapándola púdicamente hasta el cuello como si hubiese querido morir de forma pulcra.
   Con paso vacilante, Harteveld cruzó la habitación y abrió la ventana. La brisa era fría y suave, salpicada con nieve. El cedro del Líbano parecía quebrarse contra el cielo.
   Tembloroso, se acercó a la cama y, despacio, bajó la sábana descubriendo su torso. Le puso los brazos a lo largo del cuerpo. El rastro de baba sanguinolenta sobre su barbilla refulgía bajo la luz mortecina. Edema pulmonar. Fue al cuarto de baño por una toalla húmeda y se la pasó con suavidad. Luego la lavó entre las piernas y cambió las sábanas. Todavía no había rigor mortis y podía moverla con facilidad. Un inerte amasijo de blandos círculos blancos bajo la luz azulada: redondos pechos, redondo vientre, rodillas gordezuelas, ovalados muslos, líneas deslizándose suavemente hasta encontrarse en la oscura hendidura del pubis.
   La cara interior del brazo derecho estaba cubierta de marcas. Se dijo que seguramente se había chutado un poco de la excelente heroína con que él obsequiaba a sus invitados. Debía de estar acostumbrada al caballo de Gorbal Street y su organismo no había resistido la pureza de su heroína. Abatida por la pureza. Harteveld sonrió ante la ironía de lo ocurrido.
   Se puso en cuclillas para juntar los pequeños y pálidos pies. La piel, fruncida sobre los tendones del empeine, parecía la de un pescado en salazón. Sus ciegos ojos brillaban bajo la luz púrpura. Cautelosamente dejó que sus dedos ascendieran por los tobillos, notando el vello recién afeitado; la frialdad de la piel le aceleraba el corazón. Era suave. Suave y fría… y estaba inmóvil, indefensa…
   La casa estaba silenciosa cuando finalmente él se tumbó encima del cadáver.
 
   Más tarde, asqueado de sí mismo, se bebió una botella de pastis. Lo vomitó casi todo y se sintió furioso al comprobar que seguía vivo. El ya usado y ceniciento cadáver seguía a su lado.
   Cerró con llave la puerta de caoba y regresó a la cama, donde se quedó todo el día junto al cadáver, con los brazos rígidos, mirando fijamente por la ventana. La asistenta llamó a la puerta varias veces, pero desistió al no obtener respuesta. Poco después empezaron a oírse los ruidos cotidianos: el aspirador por el pasillo, el tintineo de la vajilla al ser colocada en su sitio.
   Harteveld seguía con los ojos fijos en la ventana.
   Se sentía extrañamente sereno. Había cruzado el puente, transpuesto la barrera y ya no había vuelta atrás. Sabía que el mundo había terminado para él.
   Se dio la vuelta y acarició con suavidad los rígidos pezones.
 
   Cuando la asistenta regresó al otro día, Harteveld la recibió en la puerta principal con un sobre blanco conteniendo doscientas cincuenta libras y una nota rescindiendo sus servicios. Había decidido prescindir de ella. Sabía exactamente lo que iba a ocurrir durante las semanas siguientes. No podía permitirse testigos.
   No le fue difícil empezar a matar, la mecánica de la muerte resultaba sencilla para alguien con su formación. Durante los seis meses siguientes aparecieron otras víctimas. Más o menos una cada cinco semanas. Harteveld sentía que se estaba muriendo, que se consumía por dentro. Sólo se tranquilizaba durante las horas que pasaba con mujeres.
   A finales de mayo era responsable de cinco cadáveres.
 
   Peace Nbidi Jackson, de veinte años de edad y la segunda adorable hija de Clover Jackson, había aparecido por la casa el miércoles por la noche, precisamente cuando el comisario jefe de Eltham estaba haciendo una declaración a la prensa, por lo que, cuando sonó el timbre de la puerta, Harteveld todavía ignoraba el descubrimiento de la policía, esos grotescos cinco cadáveres roídos por los gusanos que habían aparecido en un descampado al este de Greenwich.
   Dejó su vaso en la repisa de la chimenea, rozó ligeramente con los dedos el rostro barnizado de Lucilla y se dirigió a la puerta.
   – Hola -dijo Peace cuando él abrió.
   – ¡Qué sorpresa! -respondió Harteveld. ¡Me alegro que hayas venido! -La miró largamente, sabiendo que sería la última persona en el mundo que vería a esa muchacha con vida.
   – ¿Puedo pasar o qué?
   – Sí, claro. Perdona.
   Se apartó y dejó que la chica entrara abriendo con asombro los ojos. La casa era tan grande como una catedral. Si notó algún olor extraño, no pareció que le molestara.
   – Adelante, te prepararé una copa.
   Lo siguió hasta el salón. Él encendió la luz y abrió el mueble bar.
   – ¿Te apetece algo fuerte o prefieres vino?
   Peace se sentó muy tiesa y educada, apoyándose en los cojines de seda.
   – ¿Tienes Bailey’s?
   – Por supuesto.
   Harteveld lo buscó en el fondo del mueble. Debería haberlo imaginado. Las chicas siempre quieren algo dulce. Sirvió el Bailey’s en una elegante copa de cristal.
   – Supongo que tendrás algún nombre. -Alzó la copa hacia la luz con sus largos dedos. ¿O no?
   – Peace.
   – Muy bonito -dijo él sin sonreír.
   Ella le miró de reojo.
   – ¿Por qué no puedo hablar con nadie sobre todo esto?
   Harteveld puso la copa de licor sobre la mesa y se dispuso a servirse un pastis.
   – Peace, disfruto de una posición en la que me preocupa menos el dinero que la discreción. Mira. -Abrió su billetera de piel y sacó diez billetes de veinte libras, doblándolos hábilmente mientras de los tendía. Mantengo mi parte del trato y, créeme, me enteraré si has mantenido la tuya.
   Peace miraba alrededor con admiración: el piano de cola, el retrato de Lucilla y Henrick sobre la chimenea, las licoreras de cristal, y se sentía satisfecha. Cogió su Bailey’s y se recostó contra los cojines.
   – No se lo he dicho a nadie.
   – Bien. Y ahora… -Se sentó en el reposabrazos del sofá. Si miras la mesilla verás una cajita de marfil. ¿La ves?
   La caja descansaba sobre la mesilla de laca china junto a una exquisita talla Ju. Peace se inclinó para verla.
   – Sí.
   – Ábrela.
   Ella lo hizo. Una cucharilla de plata reposaba sobre un lecho de polvo blanco.
   – La mejor. La más pura. Pero tal vez… -hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa -tal vez prefieras un poco de heroína.
   – ¿Heroína?
   – Sí.
   – Si es buena, por supuesto que sí -dijo levantando la mirada con una deslumbrante sonrisa.
   – De la mejor.
   Harteveld se levantó y su camisa despidió cierto brillo luminiscente ante la oscura ventana.
   – Acompáñame -dijo tendiéndole la mano, vamos a buscarla.
 
   Peace se preguntaba qué había tras aquella puerta de caoba.
   – Huele mal -dijo, ¿n limpias nunca aquí arriba?
   – No te preocupes por eso. -Harteveld la apartó de la puerta conduciéndola hacia el vestíbulo.
   – ¿Qué hay ahí dentro? ¿Es el resto de la casa?
   – Luego te lo enseñaré -le prometió con un apretón en el hombro, no te preocupes.
   Ya en la cocina calentó una dosis de caballo en un pequeño recipiente. Peace sonreía mientras observaba cómo se formaban las burbujas en el centro sin que se mancharan los bordes.
   – Buen material -dijo.
   – Puro. Yo mismo te lo inyectaré, no te haré ningún daño.
   – ¿De veras?
   – Soy médico.
   – Pero no en el brazo, ¿vale? Mi madre me los mira.
   – De acuerdo.
   La sentó en una silla y ató un paño de cocina debajo de su pantorrilla y, cuando se hinchó una vena azul entre la suave piel color café y el hueso del tobillo, clavó la aguja y vació la jeringuilla.
   – ¡Ay! -gimió débilmente ella, agarrándose el tobillo con las manos. Eres un carnicero -añadió sonriendo mientras la recorría una sensación de placer y se dejaba caer en el sillón de cuero rojo. Seguro que no eres médico, sólo un carnicero. -Echó la cabeza hacia atrás. La oscura ventana se reflejaba en sus ojos desmesuradamente abiertos. ¡Dios mío! ¡Es buenísima!
   Harteveld cogió su pastis y se quedó observándola. Pensaba en lo que podía hacer con ella esa noche, en lo que podía hacer por él, y sintió un estremecimiento en el vientre. Podía ayudarle a olvidar de una forma que ni la heroína conseguía hacerlo. Una dulce forma de amnesia.
   – Si quieres, puedes probar algo todavía mejor. -Tomó un sorbo de su copa. ¿Quieres intentarlo?
   – Sí, claro. -Sonrió perezosamente y se levantó del sillón con la cabeza agachada. Antes creo que voy a vomitar, si puedo hacerlo.
   – Ahí está el fregadero.
   – Vale. -Siguió sonriendo mientras se apartaba el pelo de los ojos y vomitaba sobre platos y vasos. ¡Qué asco! -Le miró y se secó la nariz. Odio esto, ¿tú también?
   – ¿Quieres probarlo ahora?
   – ¡Sí! -Cerró el grifo. Cabeceaba suavemente. ¡Sí quiero! ¡Sí quiero! -Ser reía al oír el tono cantarín de su propia voz. Peace lo quiere, dáselo a Peace.
   Mientras él llenaba una segunda jeringuilla, Peace se dejó caer en el sillón y reclinó la cabeza con los ojos fijos en el techo y moviendo con fuerza un pie.
   – Dáselo a Peace.
   Sacudía los hombros y boqueaba, se revolvía en el sillón como al compás de una melodía, dejando caer pesadamente los brazos, riéndose como si aquello fuera lo más divertido del mundo.
   Harteveld la observaba mientras preparaba la nueva dosis. Incluso en su nerviosa excitación conservaba suficiente sangre fría para tomarse su tiempo y disfrutar del momento.
   En los últimos minutos, el aliento de la muerte realza la vida: solo una vez aquella chica había sido tan hermosa, así, desmadejada, tarareando bajito, tan sólo una vez: el día de su nacimiento. Ahora, iluminada por la suave luz de la cocina, recuperaba aquella misma esencia reflejada en ámbar.
   – Recógete el pelo, Peace -dijo lentamente para que su voz no temblara. Levántatelo y deja que me ponga aquí detrás. No sentirás nada.
   Ella obedeció con los ojos vidriosos mirando hacia la ventana para ver su propio reflejo.
   – ¿Qué es?
   – Sólo heroína. Pero si te la metes de esta forma, volarás como nunca lo has hecho.
   Una gota de sudor cayó de la frente de Harteveld sobre el sillón de cuero, pero no tembló. Una vez, una sola vez, le había salido mal. La chica no quería y había tenido que maniatarla de pies y manos y amordazarla con una toalla. Se había revuelto como un animal, pero era menuda y Harteveld había conseguido aprisionarla contra el suelo, ignorando la caliente orina que le salpicaba las pantorrillas, y clavarle la aguja entre las vértebras cervicales…
   Peace cabeceó una sola vez. Fue su último movimiento.
   Harteveld se apoyó contra la pared y empezó a temblar.
 
   Dos noches después, Harteveld estaba sentado en la oscuridad con Peace envuelta en plástico transparente a sus pies. Ya había estado con él lo suficiente. Había llegado el momento de decirle adiós y de hacer lo que debía.
   Buscó las llaves del Cobra y abrió la puerta del invernadero.

CAPÍTULO 23

   Soñó con Rebecca debajo del lilo, con el pelo empapado por la lluvia, y despertó sobresaltado a las seis y cuarto de la mañana. Cuando bajó, Verónica ya estaba en la cocina preparando el desayuno y subiendo las persianas para que entrara sol. Llevaba un vestido sin mangas de seda tailandesa color aguamarina. Cogió una sartén de la repisa y puso un rizo de mantequilla en los arenques; había dos manchas de sudor bajo sus axilas. Picó un poco de perejil y Jack, medio dormido en el quicio de la puerta, se dio cuenta de que ella aún no había reparado en su presencia.
   – Buenos días -dijo.
   Ella levantó y se quedó mirándolo. Tenía el pelo desgreñado y llevaba la camiseta y el pantalón de deporte que había empezado a ponerse para dormir. Hasta ahora no le había hecho ningún comentario sobre su vestimenta, y desde luego no pensaba hacerlo en ese momento. Sacó la cafetera, le sirvió un tazón y se lo tendió.
   – ¿Cómo te encuentras?
   – Digamos que hoy no pienso ir a la oficina. -Sacudió la sartén y añadió un puñado de hierbas molidas. No es para mí, no puedo probar ni un bocado.
   – ¿Qué te pasa?
   – Anoche me sentí fatal. Esta mañana mi orina tenía un color rojizo y estos arenques me huelen petróleo.
   – No pensaba despertarte -dijo él y le puso una mano en el hombro. Una mano neutra, sin una caricia. ¿Cómo te fue?
   – Imagino que como cabía esperar. -Se apartó el pelo de la cara. ¿Qué significa eso?
   – ¿Qué?
   – Esa cosa que hay en el vestíbulo.
   – ¡Ah, eso! bueno… – La Barbie de Penderecki seguía envuelta en plástico en el recibidor encima de su Samsonite. No había conseguido sacársela de la cabeza en toda la noche. A las dos de la madrugada se había despertado con la convicción de que tenía relación con el Hombre Pájaro y se había levantado para sacarla de la habitación de Ewan y dejarla en el vestíbulo para no olvidarlo. No es nada -murmuró, sólo una corazonada. -Sin advertirlo cogió un trozo de verdura de la tabla. ¿Qué es esto, ginseng?
   – Jengibre, tonto. Estoy preparando mi Dal Kofta para la fiesta.
   – ¿Estás segura de que quieres organizar esa fiesta?
   – Naturalmente que sí. Quiero comprobar si todos se parecen a David Caruso.
   – No lo creo. -Caffery asomó la cabeza por la ventana echando una ojeada al jardín trasero de Penderecki. Desde que me dejó la muñeca se ha quedado muy tranquilo.
   – No seas tan curioso -dijo ella, y exprimió zumo de limón sobre los arenques y los puso en una fuente. Ven, siéntate y come.
 
   A las siete ya estaba desayunando, vestido y afeitado. Tengo que decirle a Verónica que me gustaría planchar mi propia ropa, pensó.
   En la oficina. Essex tenía noticias.
   Había conseguido encontrar a la familia de Petra Spacek y Rebecca estaba en lo cierto. Petra había sido alérgica al maquillaje, nunca se lo ponía. La ausencia de una reacción alérgica demostraba que le había sido aplicado poco antes de asesinarla o posmortem.
   Por lo que Caffery sabía acerca del Hombre Pájaro dudaba que hubiera sido antes de matarla.
   Se refugió en su despacho para fumar un cigarrillo antes de que él y Essex se dirigieran al St. Dunstan. La muñeca, en su mortaja de plástico, yacía como una crisálida de plata sobre el escritorio. Junto a ella, un portafolios azul con una copia de una carta dirigida a Paul Condon de Spanner, la asociación de derechos del sadomasoquista, unida a un comentario de un agente anónimo del departamento de pruebas.
   Dentro, perfectamente ordenadas, fotografías de cada una de las muestras de la parafernalia sadomasoquista incautada por la brigada antivicio durante los últimos diez años. Caffery se había enterado más de lo que hubiera querido sobre potros y barras para colgar, máscaras con penes, ataduras guateadas, anillos con pinchos y de esparto, pinzas de cirugía y máscaras de caucho para el «sometido».
   Todavía pensaba en las marcas en la frente de las víctimas. En vano había buscado algo que habitualmente utilizaran los sadomasoquistas para perforar la piel. Los cortes que exhibían las víctimas eran demasiado pequeños, demasiado limpios para haber sido causados por cualquiera de los instrumentos que aparecían en las fotos. Si el Hombre Pájaro les había puesto una máscara con pinchos o rasposa, la carne hubiera aparecido irritada, escoriada, con marcas esparcidas por toda la cara. Pero las lesiones eran tan precisas y regulares como los orificios en el cuero cabelludo de una muñeca.
   Una muñeca.
   Desenvolvió la Barbie y cogió su cabeza. Recordó a Rebecca hablándole sobre Petra mientras se apoyaba en el sillín de su bicicleta, con sus bronceados dedos hurgando en las puntadas de las correas de lona y sus preciosos ojos oscuros deslumbrados por el sol.
   Con todo ese maquillaje parecía una muñeca, le había dicho.
   ¡Ya lo tenía! Sintió un hormigueo en las manos. Ése era el eslabón. Maquillaje. Pinchazos. Maquillaje. Orificios de pinchazos. Sigue. ¡Vamos, Jack, piensa! ¿Por qué no se los hizo a Kayleigh? ¿En qué era distinta?
   Era la única que no presentaba esas marcas. Hacia el momento de su muerte, le habían cortado por los hombros su larga melena. Era rubia, casi tan rubia como los pelos de peluca que habían encontrado. Peluca. Maquillaje, pinchazos. Los dedos morenos de Rebecca. Como una muñeca ton todo ese maquillaje. El corte de pelo había dejado la melena de Kayleigh casi del mismo largo que el cabello de la peluca.
   Dejó la muñeca enfrente de él, deslizó sus uñas por las hileras de perforaciones en la cabeza. De cada una salían unos pelos de nailon y de pronto vislumbró la respuesta.
   Puntadas.
   – Marilyn -llamó. Marilyn.
   Sorprendida, la chica levantó la mirada.
   – ¿Qué pasa?
   – ¿Dónde está Essex?
   – En el depósito de pruebas.
   – Bien. Necesito echar una ojeada a las fotos posmortem. Creo que sé qué son esas marcas.
 
   En las estanterías de la pequeña habitación donde se almacenaban las pruebas sólo cabían las de la investigación en curso. Las de los casos anteriores se habían guardado en cajas en otra sala.
   – Essex, necesito… -dijo Caffery, y se interrumpió en medio de la frase. Había irrumpido en medio de una conversación.
   Essex, con aspecto cansado, estaba sentado delante del pequeño escritorio. Detrás de él, Diamond, sonriendo levemente, revolvía una estantería con la camisa arremangada. Logan, el agente responsable del depósito de pruebas, estaba sentado con una caja amarilla entre los pies, una copia de impresora en una mano y una etiqueta en la otra. Cuando vio entrar a Caffery, se levantó tan precipitadamente que las bolsas que tenía sobre las rodillas cayeron al suelo.
   – Mierda -masculló intentando recogerlas torpemente. Buenos días, inspector.
   – Las fotos posmortem, Logan.
   – Por supuesto, señor.
   Sobresaltado, volvió a poner todas las bolsas sobre el escritorio y empezó a revolver una caja azul que había en una esquina. Essex clavó la mirada brevemente en Caffery. Era suficiente. Caffery cerró la puerta tras él y se apoyó contra ella con los brazos cruzados.
   – Bien -dijo, ¿qué pasa?
   – En Lambeth han estado inspeccionando el coche de Géminis -dijo Diamond.
   – Ya veo. ¿Algo nuevo?
   – Se han encontrado cuatro pelos. Ninguno pertenecía a las victimas.
   – Bien. ¿Y…?
   – Pero eso no es lo importante -prosiguió. Logan tosió con nerviosismo y Essex se quedó mirando sus manos. Diamond hizo una pausa y se mesó el pelo. Sorbió aire por la nariz, se enderezó y agarró el informe de la mesa con un movimiento exagerado. Encontramos varias huellas parcialmente borrosas. Alguien utilizó Kodian-C dentro del coche.
   – Un líquido para limpieza industrial -explicó Logan.
   – Lo que resulta sospechoso -Diamond entrecerró los párpados como un lagarto al sol. Pero los muchachos de Lambeth han encontrado tres huellas lo bastante claras como para descubrir a quién pertenecen.
   – Ya veo.
   – Una es de Craw y la otra de Wilcox.
   – Las llevaba y traía en su coche.
   – Pero él afirma que ni siquiera las conocía.
   – De acuerdo. -Caffery se apartó de la puerta. ¿Se le ha comunicado al comisario?
   – Por supuesto. Se lo dijimos cuando iba a ver al jefe -Diamond sonrió mientras se bajaba las mangas y se abrochaba los puños-, ya está en contacto con Greenwich. Vamos a darle a esa rata una oportunidad para que declare voluntariamente. Y si no lo hace, le arrestaremos. No pienso dejarle que vuelva a su casa y desaparezca.
   – Es comprensible -dijo Essex.
   Caffery sintió que se le agotaba la paciencia.
   – Supongo que sí -dijo con frialdad dándose la vuelta para salir y deteniéndose un momento mientras abría la puerta. Essex.
   – ¿Señor?
   – Sigo queriendo ver esas fotos posmortem en mi escritorio.

CAPÍTULO 24

   La señora Frobisher, con el sombrero y los guantes puestos, se sacó el abrigo y lo colgó en el perchero del despacho del detective inspector Basset de la comisaría de Greenwich.
   – ¿Una taza de té, señora de Greenwich?
   – Me encantaría -respondió sonriendo.
   Basset se quedó mirándola discretamente mientras levantaba las persianas y encendía la tetera. Cierta inquietud le revolvía es estómago. La señora Frobisher era bien conocida por el personal de la comisaría de Greenwich: durante los últimos seis meses se había transformado en una visitante habitual denunciando desde las peleas que tenían lugar en el bloque de viviendas de protección oficial que tenía enfrente de su casa o el ruido y la suciedad que provocaban las obras del municipio, hasta el comportamiento escandaloso del inquilino del piso de abajo. Se había negado a que la remitieran al departamento de medio ambiental y era considerada como parte de las obligaciones a que estaba sometido el equipo que estuviera de servicio los lunes por la mañana.
   Así fue hasta ese lunes a las diez de la mañana, cuando, como de costumbre, entró vistiendo su mejor abrigo y sombrero en un caluroso día de verano, para presentar una denuncia que provocó que el sargento de guardia cogiera precipitadamente el teléfono. El inspector Basset, que había sido uno de los primeros agentes del CID en acudir al desguace el fin de semana anterior, canceló la cita que tenía esa mañana con el funcionario responsable de las relaciones del municipio con el departamento de policía e hizo pasar a la señora Frobisher a su oficina.
   Se sentó, como un gorrión, en el borde de la silla, mirando por la ventana cómo el sol iluminaba un anuncio de productos lácteos Mullins.
   – Es muy bonito, ¿verdad? -suspiró.
   – Claro -respondió Basset. A mí también me lo parece. Veamos -sacó las bolsas de té con una cuchara y las tiró a la papelera, señora Frobisher, el sargento me ha dicho que ha tenido algunas molestias. ¿Quiere que hablemos de ello?
   – ¡Oh!, eso… Hace meses que me ocurre y nadie parece haberse dado cuenta. Se sacó los guantes, los guardó en el bolso de piel sintética y cerró la cremallera. Se dejó puesto el sombrero. Me he presentado aquí cada semana y hasta hoy nadie me ha hecho caso. No querían escucharme. Puedo ser vieja pero no soy estúpida, y sé muy bien que comentaban «esa vieja loca». Les he oído decirlo más de una vez.
   – Vaya, vaya. -Le tendió una taza. Lo siento, señora Frobisher. Lo siento sinceramente. Supongo que se ha debido a que algunos de nuestros muchachos han tenido que hacer horas extra y se sienten…
   – ¡Fueron los zorros! En esa época del año se dedican a mantener sus pequeños romances o lo que sea, y ¡menudo ruido arman!
   Parecen mujeres gritando. Sabe, en estos tiempos y a mi edad, tengo que ser muy precavida. -Cogió la taza de té y la apoyó en las rodillas. Cuando mi George estaba vivo solía tirarles piedras. Él hubiera distinguido la diferencia entre los chillidos de un zorro y los de una mujer. -Se inclinó hacia adelante, feliz de saberse escuchada. Nací en Lewisham, detective, y hace ya cincuenta años que vivo en Brazil Street. A pesar de todo lo que ocurre, le tengo un cariño muy especial a este barrio. He visto cómo caían las bombas alemanas, cómo el ayuntamiento seguía destrozándolo, cómo llegaban los extranjeros y, ahora, los promotores. Han derribado todo lo que me importaba para construir de nuevo. Hiper por aquí, hiper por allá, remodelación de espacios comerciales y no sé cuántas cosas más.
   – Señora Frobisher. -Basset dejó su taza de té al lado de su bloc de notas y se sentó al otro lado de la mesa. En la declaración que ha hecho al sargento, usted hablaba sobre uno de sus vecinos, ¿estoy en lo cierto?
   – ¡Ése! -Echó la cabeza hacia atrás y apretó los labios. Sí. ¡Como si ya no tuviera bastantes problemas!
   – Hábleme de él. ¿Es el dueño de la planta baja?
   – Sí, pero eso no significa que se ocupe de ella. Nunca está en casa.
   – ¿Hace mucho tiempo que la compró?
   – Años. Desde que mi George murió. Tan pronto lo tuve bajo tierra, mi hijo decidió que la antigua casa era demasiado grande para mí e hizo tapar la escalera, abrir una puerta a un lado y construir una especie de horrible garaje a la americana. Luego le vendieron el piso a ese hombre y desde entonces yo y mi gato vivimos encerrados como un par de leprosos en nuestra propia casa. Y se ha quedado con el jardín. No es que se ocupe de él, ¡oh no! -Suspiró y sacudió la cabeza. No, no. Además no podría hacerlo porque nunca está. A este paso en julio ya estará lleno de hierbajos. Pero si lo cuidara daría igual. ¿A quién podría gustarle sentarse allí afuera con todo el ruido, el polvo y los martillazos que se oyen continuamente?
   Y si no fuera por eso sería por el griterío y las voces que llegan desde la calle. No puede hacerse nada, detective, nada en absoluto.
   – Entiendo -asintió Basset. Estoy convencido de que no puede evitarlo. Ahora, si le parece, nos centraremos en lo que le estaba contando al sargento acerca de su vecino.
   – Le estaba diciendo al sargento que me parece que ha vuelto a dejar desenchufado su dichoso congelador. ¡Cómo apesta! No puede ni imaginarse cómo apesta, detective. Sea lo que sea, no es nada saludable. Por lo que sé, al principio, cuando ocupó la casa la cuidaba razonablemente bien. Pero ahora se va durante días enteros y no se ocupa de nada. Y ésta… -dijo golpeando el escritorio con un dedo artrítico para enfatizar sus palabras -ésta es la clase de cosas que suelen suceder. Cualquiera hubiera esperado que, tratándose de un hombre con estudios, mostrara algo más de respeto. -Puso su taza en la mesa de Basset para quitarse el sombrero, como si ya se sintiera a sus anchas. Siento lástima por sus pacientes.
   – ¿Es médico?
   – Tal vez no sea médico, pero tiene algo que ver con la profesión médica, al menos eso me contó mi hijo.
   En cualquier caso debe de ser importante. Tiene un precioso coche y dos propiedades. Lo que no impide, visto el estado de abandono de su casa, que sea un tipo muy raro.
   – Creía que había algo que la molestaba especialmente -insistió Basset. ¿De qué se trataba, señora Frobisher? ¿No le comentó al sargento algo relacionado con… con animales? -Se interrumpió para observarla. Ella parpadeó perpleja. Por un instante él se preguntó si el policía la habría entendido mal. ¿No mencionó a unos animales? ¿Algo sobre que eran maltratados?
   – ¡Oh, se refiere a eso! Sí, eso también. No los cuida de la forma adecuada. Encontré a dos en la basura. Parecían haber muerto de hambre. -Tomó un sorbo de té y suspiró. Un té delicioso, debo admitirlo, se diga lo que se diga sobre las bolsas de té.
   – Señora Frobisher -Basset respiró profundamente para conservar la calma, ¿se refiere a pájaros? ¿Los animales que encontró en la basura eran pájaros?
   – Eso he dicho. -Le miró como si estuviera hablando con un retrasado. Pájaros.
   – ¿Qué clase de pájaros? ¿Grandes? ¿Palomas? ¿Cuervos?
   – ¡Oh, no!, nada de eso. Eran pequeños. -Separó unos centímetros sus artríticos dedos. Pequeñitos, de esos que pueden tenerse en una jaula si no hay un gato por los alrededores. Con plumas rojizas.
   – ¿Tal vez pinzones?
   Reflexionó mirándole fijamente.
   – Precisamente, pinzones, eso es. Apostaría cualquier cosa.
   – Bien -Basset se enjugó la frente, muy bien. -Se inclinó y puso las manos sobre la mesa. Me pregunto si le parecería bien contarle todo esto a uno de mis colegas.
   – ¿Hará algo al respecto?
   – Con seguridad estará muy interesado.
   La señora Frobisher se reclinó en la silla, complacida ante la atención que se le prestaba.
   – Me sentiré más tranquila. -Cruzó las manos sobre el regazo. ¿Vendrá a hablar conmigo?
   – Voy a llamarle ahora mismo.
   Basset marcó el número de la centralita de Croydon para que le pusieran con Shrivemoor. Mientras esperaba, observó a la señora Frobisher bebiendo su té.
 
   Essex se estremeció cuando vio los ciegos ojos de la muñeca fijos en él.
   – No cierres las ventanas o esta cosa cobrará vida. ¿No has visto nunca al doctor Who?
   Caffery apoyó la cabeza entre las manos. Se sentía profundamente cansado.
   – Géminis mintió.
   – Sí, no es buena cosa. -Miró alrededor. ¿Dónde quieres que deje las fotos?
   – Con una sola palabra le hubiera dado la vuelta a la tortilla. Con un simple «sí». Sí, conocía a Shellene. Sí, estuvo en mi coche. Sí, le pasé droga. Sí, follé con ella o lo que fuera. Sabemos que llevaba a las chicas en coche, sólo tenía que decírnoslo. -Caffery se reclinó en su asiento y abrió las manos. Todo lo que tenemos es el grupo sanguíneo de esa muestra. Con la suerte que tenemos, seguro que coincide. ¿Tenemos ya la orden para registrar el piso?
   – Diamond acaba de salir a buscarla. Luego le arrestarán para interrogarle.
   – ¡Dios! -Caffery golpeó el escritorio con impaciencia. Creo saber el origen de las heridas en la cabeza. -Sacó las fotos del sobre y las extendió sobre la mesa. ¿Ves esos cortes tan limpios? Krishnamurti todavía no tiene la seguridad de que fuera un arma blanca.
   – Pero ¿tú si sabes cómo fueron hechos?
   – Sí.
   – ¿Y bien?
   – Los agujeros son puntadas.
   – ¿Puntadas? -Cogió la foto de Shellene y la acercó a la ventana, entrecerrando los ojos para examinarla. Vale, te sigo. Pero ¿qué es lo que cose?
   – ¿Recuerdas lo que dijo la tía de Kayleigh?
   – ¿Qué?
   – Que Kayleigh había cambiado de estilo de peinado.
   – ¿Y?
   – Pues Kayleigh no tenía esos pinchazos. Su pelo era casi del mismo color que el de la peluca. El rubio de Shellene era más oscuro. Dorado, no ceniza.
   – ¿Y?
   – Que no cosió nada en la cabeza de Kayleigh porque no necesitaba hacerlo. Le cortó el pelo del largo que quería. Esa peluca que creíamos que se ponía el asesino, la peluca de tu Vestida para matar, ¿recuerdas?
   – Sí, claro que sí. Sigue.
   – No era él quien la llevaba. Eran las chicas. Se la cosía para evitar que se cayera mientras abusaba de los cuerpos. Luego, cuando se la sacaba, la piel se rasgaba entre las puntadas. Ese cabrón intenta que todas las chicas parezcan iguales. -Caffery metió las fotografías en el sobre. Ésa es la razón del maquillaje y de los pechos mutilados. Está haciendo clones. Posiblemente las mantenga durante días en su cama. -Se levantó y se puso la chaqueta. Si averiguamos a quién quiere que se parezcan sus víctimas, habremos recorrido la mitad del camino. -Sacó las llaves. ¿Vamos?
   – ¿Adónde?
   – Al St. Dunstan.
 
   La oficina de investigación estaba en plena actividad. Detectives con camisas de manga corta, como augurando la inminente llegada del verano, se paseaban llevando legajos de un lado a otro. Las cortinas estaban echadas y la luz encendida. Kryotos se había descalzado debajo de la mesa y estaba comiendo un trozo de pastel mientras preparaba todo para las entrevistas que Jack iba a mantener en el hospital St. Dunstan. Debería abrir hasta ciento ochenta carpetas más, sólo para comprobar los datos obtenidos.
   – Oh, Jack -murmuró, ¿en qué estarás pensando?
   La impresión que Jack causaba en las mujeres no pasaba desapercibida para la atenta mirada de la maternal Kryotos.
   Se daba cuenta de que, cuando Jack entraba en la habitación, las chicas, detrás de las pantallas de sus ordenadores, se atusaban el pelo, cruzaban y descruzaban las piernas deslizando distraídamente las manos hasta las pantorrillas y para acariciarse los zapatos. Kryotos no albergaba ninguna duda sobre lo que les gustaría hacer con él cuando remoloneaba indiferente por allí recién afeitado. Pero Caffery parecía no darse cuenta de nada, como si siempre estuviera absorto en cosas más importantes. Kryotos sentía curiosidad por conocer a Verónica, aquella valiente chica que seguía adelante con la fiesta que tenía prevista para esa misma semana, a pesar de estar recibiendo sesiones de quimioterapia.
   Cuando después de cinco tonos nadie respondió al teléfono en el despacho del SIO, la llamada del inspector Basset fue automáticamente transferida a la oficina de investigación, a la mesa contigua a la de Kryotos. El inspector Diamond, que estaba poniéndose la chaqueta para ir en busca de la orden para detener a Géminis, se paró un momento y contestó.
   – Oficina de investigación -respondió. El inspector Caffery no está. ¿Quién pregunta por él?
   Kryotos levantó la mirada y vocalizó en silencio: «Está en su despacho».
   – Está ocupado, ¿puedo hacer algo? -dijo, rascando una pegatina del teléfono. Si tiene una pista sobre este asunto, tómele declaración y envíela por mensajería interna, si nos parece interesante la tendremos en cuenta… De acuerdo, como quiera. -Sacó un bolígrafo y se dispuso a escribir. ¿Qué es eso que tiene para mí?
   Garabateó unas notas, miró el pastel de crema de Kryotos y sujetó el teléfono con la barbilla, miró de nuevo el pastel y se rascó el tobillo justo encima de sus calcetines. Más calcetines temáticos, se dijo Kryotos. Esta vez de Wallace y Gromit. Esta vez se había superado. Se volvió hacia el ordenador.
   – Escuche, Basset, deje que le diga algo. Gracias. Y ahora, dígame, ¿estamos hablando de un individuo varón de raza blanca? ¿Sí?, bien. ¿Y dice que esa mujer los visita con asiduidad? -Sonrió mientras escuchaba la respuesta. Ya veo. No, no, comprobamos cualquier chivatazo que nos den. Gracias por la información. La haré circular entre el equipo. ¿De acuerdo?
   Al colgar el teléfono arrancó la página del bloc, se levantó, se desperezó y se rascó la barriga.
   – ¡Dios mío! -bostezó. Apenas la gente se entera de algo te mete en un montón de mierda. -Se lamió los labios. ¿Dónde está tu archivo secreto, muñeca?
   Kryotos levantó la mirada.
   – ¿Perdón?
   – ¿Dónde está la basura?
   Con su pie descalzo ella sacó de debajo de la mesa una bolsa de papel con el sello «confidencial».
   – La trituradora está estropeada. Tendrá que conformarse con esto.
   – ¿Sabes que eres una chica muy simpática? -Estrujó la hoja del bloc, retrocedió unos pasos hacia atrás y la encestó en la bolsa. ¡Ni Michael Jordan lo hubiese hecho tan limpiamente!
   – ¡Y un cuerno! -murmuró Kryotos para sí misma.
   Se quitó una pizca de crema de los dedos, se limpió las manos con un pañuelo de papel y volvió a su trabajo.

CAPÍTULO 25

   Mientras Diamond, completamente seguro de sí mismo, se autoproclamaba jefe de la misión que detendría a Géminis y conducía victoriosamente hacia Depthford, Caffery y Essex se dirigían hacia el St. Dunstan en Greenwich. Hacía un día claro y luminoso y bajo las ramas de los castaños del parque, mujeres vestidas con trajes primaverales paseaban cochecitos de bebé parándose de vez en cuando para esperar que un niño rezagado las alcanzara. Los coches se alineaban junto a las aceras y tuvieron que aparcar casi medio kilómetro más allá.
   – Me pregunto qué estará haciendo en un día como hoy -dijo Essex mirando el cielo mientras aparcaban. ¿Pensando en su siguiente víctima?
   – Pensando en una mujer de pelo rubio.
   – El clon, ¿será alguien que conoce?
   – O alguien a quien cree conocer. Caffery dejó una rendija abierta en las ventanillas, cerró el coche y se puso la chaqueta.
   – Así que estamos buscando a alguien que tiene conocimientos de anatomía y está encoñado con una rubia de tetas pequeñas.
   – Muy poético.
   – ¡Gracias! -Se separaron para dejar pasar a una mujer haciendo jogging con una sudadera Nike blanca. Essex se dio la vuelta para mirarla con su coleta rubia balanceándose. Quizá ya tiene a la siguiente. Miró a Caffery. Quizá se lo está haciendo ahora mismo.
   Caffery consideró esta posibilidad mientras se dirigían hacia el hospital. Durante un rato ninguno de los dos pronunció palabra. Fue Essex el que rompió el silencio, cuando de pronto giró sobre los talones y exclamó:
   ¡Vaya! ¡Fíjate en eso!
   Cerca de la entrada del hospital, en una zona donde aparcaban los residentes, centelleando al sol, había un Cobra descapotable. Ruedas radiales, tapicería color crema, volante de nogal.
   Essex se acercó con la misma expresión vidriosa que puso al ver a Joni y Rebecca.
   – ¡Mamma mía! ¡Qué preciosidad! Perdóname si me corro.
   Caffery puso los ojos en blanco y suspiró.
   – ¡Por el amor de Dios! Si no puede aguantarse, al menos hágalo de forma discreta. Y rápida, detective sargento Essex. Esta honrada ciudad le necesita.
 
   Wendy, la bibliotecaria, con su habitual conjunto de jersey y rebeca, enrojeció apenas vio entrar a Caffery. Ya había preparado la sala.
   – Casi no pude guardársela porque uno de los comités se reúne hoy y al principio pensé que sería en esta sala. Les habrá resultado muy difícil aparcar, ¿verdad?
   Las persianas estaban cerradas, y encima de la mesa había un bloc de notas y dos humeantes tazas de té con leche desnatada. Essex, discretamente, las vació en los urinarios y luego fue a la cantina por café y chocolatinas. Luego se fue con su lista en busca de los que tenía que interrogar.
   Cuando Cook entró eran las doce y media del mediodía y Caffery ya había interrogado a tres terapeutas y a un oftalmólogo. Llevaba su desgreñado pelo cobrizo recogido en una redecilla y se había sacado el mandil, dejando aparecer una vistosa camiseta sin mangas con una hoja de marihuana estampada en medio del pecho. Llevaba unas grandes gafas oscuras que se quitó tras cerrar la puerta.
   A Caffery volvieron a llamarle la atención sus ojos, tan húmedos e irritados.
   – Creo que ya nos hemos visto -dijo tendiéndole la mano.
   – Thomas Cook. Supongo que se trata de esas chicas -dijo ignorando la mano que Caffery le tendía y cogiendo una silla sin esperar a que le invitaran a sentarse. Desde que le vi por aquí, he estado esperando su visita.
   Caffery hizo crujir los dedos.
   – ¿Sabe algo sobre eso?
   – Ha salido en todos los periódicos y, además, Krishnamurti lo estuvo comentando. Según dicen, parece una versión de Jack el Destripador.
   – Hablaba con voz suave, nasal, casi femenina. Ese tipo las raja, ¿no es así?
   – ¿Conoce a Krishnamurti?
   – Soy técnico. Le asistí en algunas autopsias antes de que alcanzara el estrellato en el Ministerio del Interior.
   – ¿Usted es ayudante forense?
   – Quería ser medico -dijo inexpresivamente. Este puesto está en lo más bajo del escalafón, pero paga las facturas.
   – Señor Cook, esto no es más que un interrogatorio rutinario. Supongo que mi detective ya le habrá dicho que no está obligado a responder a mis preguntas. ¿Debo entender que todo lo que me diga lo hará libremente y sin coacción alguna?
   – Para eso he venido.
   – Usted reside en… -Caffery se puso las gafas para buscar la dirección en el listado -¿en Lewisham?
   – En la parte que pertenece a Greenwich, cerca del Ravensbourne.
   – ¿Conoce un pub de Trafalgar Street, el Dog and Bell?
   – Yo no bebo.
   – ¿No lo conoce?
   Cruzó sus pálidas y lampiñas manos sobre el regazo.
   – Yo no bebo.
   Caffery se sacó las gafas.
   – ¿Lo conoce o no lo conoce?
   – Sí, lo conozco, pero nunca he entrado.
   – Gracias. -Volvió a ponerse las gafas. ¿Reconoce a esta mujer?
   Puso la foto de Shellene encima de la mesa.
   – ¿Es a ella a quien le aplastó la cara una excavadora?
   – Se ha enterado de muchas cosas.
   – La gente murmura. -Ladeó la cabeza y echó una ojeada a la fotografía. No, no la conozco.
   Caffery deslizó sobre el escritorio las fotos de Petra, Kayleigh y Michelle. Cook puso un dedo sobre el sonriente rostro de Kayleigh y la acercó a él.
   – ¿La conoce?
   Volvió a poner la fotografía en su sitio y miró a Caffery con sus insulsos ojos.
   – No; la recordaría.
   – Si nuestra investigación lo requiriera, ¿consideraría usted la posibilidad de entregarnos una muestra de saliva para un análisis de ADN?
   – Por supuesto…
   Caffery le observó.
   – ¿No tendría ningún inconveniente?
   – ¿Cree que porque parezco hippie voy por ahí enarbolando la biblia de los derechos civiles? Pues no lo hago: creo en la ciencia.
   Soy un científico… o algo parecido.
   – ¿Puede decirme qué hizo las noches del dieciséis de abril y del diecinueve de mayo, hace dos semanas?
   – No tengo ni idea. Lo preguntaré en cuanto llegue a casa. Seguro que ella lo recordará. Es mi norte, mi sur, mi este y mi oeste. -No cambió de expresión. Mi secretaria social, mi memoria.
   Caffery le entregó una tarjeta.
   – Llámeme cuando lo recuerde.
   – ¿Eso es todo?
   – A menos que tenga algo más que decirme.
   – Evidentemente no tienen mucho a lo que agarrarse.
   – Tenemos ya algunas pruebas de ADN.
   – Ya. -Cook se levantó. No era muy alto. Sus miembros eran gordezuelos y sus manos enormes. Ya me pondré en contacto con usted.
   Sacó las gafas del bolsillo de su pantalón, se las puso y salió hacia la iluminada biblioteca.
   Caffery levantó la nariz y olisqueó el aire. Cook había dejado un ligero olor acre, algo que recordaba una mezcla de leche agria y pachulí.
   Pensativamente empezó a tamborilear con el lápiz sobre la mesa. Pasado un rato escribió: «Cook: dice estar casado/vivir con alguien. ¿Le creo?». Se quedó meditando por un momento y luego garrapateó: «No».
 
   Almorzó con Essex espaguetis con funghi y cerveza Spitfire en el Asburnham Arms. Cuando regresaron al hospital para la sesión de la tarde, la biblioteca estaba en silencio. Essex fue a buscar al personal de radiología y Caffery se sentó junto a la ventana para repasar las notas tomadas durante la mañana. Poco a poco advirtió la presencia de una persona con pelo gris y bata blanca con la cabeza inclinada estudiando con intensidad, sentada en un sillón al final de los estantes donde se apilaban las publicaciones. Algo en él le resultaba familiar.
   Caffery se acercó.
   – Buenas tardes.
   El hombre se quitó las gafas de montura metálica y levantó lentamente la mirada.
   – Buenas tardes.
   – Siento interrumpirle.
   – No pasa nada. ¿Puedo ayudarle en algo?
   – Sí -Caffery se sentó y apoyó los codos en la mesa. Usted es Cavendish.
   – Sí, lo soy.
   – ¿Ha dejado el Guy’s?
   – No, no. -Cerró el libro y se guardó las gafas en el bolsillo. He venido para realizar una consulta. Depranocitosis. Está teniendo una incidencia inhabitual en el sudeste de Londres.
   – Ya fuimos presentados.
   Cavendish parecía confundido.
   – Disculpe. Si existe una laguna en mi personalidad es mi incapacidad para recordar caras. No suelo reaccionar ante los estímulos visuales, peculiaridad que a lo largo de los años ha resultado especialmente beneficiosa para la señora Cavendish.
   Caffery sonrió.
   – Nos presentaron hace cuatro meses. Usted atendía a una amiga mía que padece la enfermedad de Hodgkins. Le administró ultrasonidos.
   – Sí, es posible. Para comprobar el estado del bazo.
   – Le estamos muy agradecidos.
   – Gracias. ¿Cómo está ahora?
   – No muy bien. Ha tenido una recaída. Ayer por la tarde estuvo con usted en el Guy’s.
   Cavendish entrecerró los ojos.
   – Creo que me confunde con el doctor Bostall.
   – No; estoy hablando de Verónica Marks. La visitó ayer.
   – Si usted lo dice… reconozco el nombre pero yo no… -Se interrumpió y movió las piernas debajo de la mesa. Usted comprenderá que me rige el secreto profesional. Aun a riesgo de parecerle grosero, no pienso discutir casos individuales.
   – Pero ¿usted la visitó ayer por la tarde?
   – Mmm… -Abrió el libro y se puso las gafas. Creo que será mejor que dejemos esta conversación, ¿señor…?
   – Caffery. Doctor Cavendish, tengo que preguntarle algo.
   – Será mejor que no. Esto es muy embarazoso.
   – No está relacionada con ningún caso en particular. Se trata sólo de que siento curiosidad por los nuevos métodos de diagnóstico del Hodgkins.
   Cavendish levantó la mirada.
   – La curiosidad es sana y debe ser fomentada. Especialmente entre los jóvenes.
   – Es acerca del análisis de contraste.
   – ¿No relacionado con un caso específico?
   – No.
   – ¿Galio o linfático?
   – El que se introduce por los pies. El que se puede ver.
   – El linfagiograma. Indica si el cáncer se ha extendido hasta la parte inferior del cuerpo. Mis pacientes han conseguido convencerme de lo desagradable del procedimiento.
   – ¿Ha cambiado recientemente de método de análisis? ¿Utiliza un líquido de contraste distinto, uno que desaparezca con más rapidez?
   – No, no. Todavía utilizo aceite de linaza. Tarda varios días, incluso semanas, en desaparecer. -Se pasó un dedo por los labios resecos. Señor Caffery, si está realmente interesado en este tema le aconsejo que lea un artículo aparecido este mes en el British Medical Journal sobre la vinblastina. Muy interesante. A pesar de que el autor es un colega, lo recomiendo dentro de la más estricta imparcialidad.
   – Gracias -dijo Caffery tendiéndole la mano. Creo que me ha dicho todo lo que necesitaba saber.

CAPÍTULO 26

   A las siete de la tarde se levantó un fuerte viento que arrastraba nubes cargadas de lluvia. Los automovilistas bajaron las viseras de sus coches para que no les deslumbrara el sol del atardecer, que brillaba intermitentemente.
   Caffery no quería regresar a casa. Verónica le estaría esperando: falsa palidez y falsa debilidad. Temía lo que podría decirle. O hacerle. Tampoco le apetecía volver a la oficina y que las conversaciones fueran apagándose a su alrededor. Todos sabían que, contra todo pronóstico, estaba apoyando a un perdedor, defendiendo a Géminis, incluso a pesar de que en ese momento le estaban llevando a comisaría. Lo que Caffery quería era ver a Rebecca. De pronto se le ocurrió una excusa perfectamente verosímil.
   Apenas dejó a Essex en comisaría se puso a llover a cántaros.
   Dando la vuelta, desanduvo el camino metiéndose por Trafalgar Street en hora punta. Al llegar a Bugsby Way dejó de llover tan repentinamente como había empezado y el sol del atardecer asomó, centelleando en el Támesis y proyectando en la calzada las sombras de las vallas publicitarias. Por las vacías calles de servicio sólo se movían, arrastradas por el viento, unas bolsas de plástico abandonadas y, Caffery, una vez más, se quedó sobrecogido ante la extraña desolación apocalíptica de ese paisaje.
   El aspecto del desguace había cambiado drásticamente. La policía todavía no había terminado su trabajo. La cinta transportadora y los tamices seguían en el mismo sitio. El precinto con que la policía había acordonado la zona ondeaba sujeto a una valla.
   El detective Betts estaba calentándose discretamente al sol del atardecer sentado en el coche patrulla aparcado al final de la calle de servicio.
   Caffery le conocía y pasó por debajo del precinto. Desde la última vez, una fina capa de verdor había brotado sobre la tierra húmeda. Se dirigió hacia Bugsby Way, siguiendo el mismo camino recorrido con Fionna Quinn aquella primera noche. No resultaba fácil andar entre aquellos extraños y altos hierbajos y el barro que se pegaba a sus zapatos. Cuando consiguió llegar al límite de la valla había empezado a oscurecer y tenía los calcetines empapados y tachonados con rastrojos.
   Levantó la cara con los ojos entrecerrados, oliendo el desagradable y acre perfume de las amapolas mezclado con los olores procedentes del río. La búsqueda sólo había revelado un boquete lo suficientemente grande en esa parte de la valla, mientras que había varios en la que daba a la calle de servicio. La teoría más aceptada era que el Hombre Pájaro aparcaba en la calle de servicio y cargaba con los cuerpos durante casi un kilómetro a través de un terreno difícil y luego regresaba al coche para recoger la azada que, creían, había utilizado para cavar la fosa. Caffery opinaba que el Hombre Pájaro debía haber tenido alguna razón para acudir a ese lugar antes de los asesinatos o que había pasado por allí mientras de dirigía a otro sitio. Para un trabajador del St. Dunstan podía formar parte de sus desplazamientos cotidianos a varios puntos de la ciudad: Kent o Essex, incluso ciertas zonas de Blackheath.
   A los pies de Caffery había un pedazo de la cinta fluorescente que Quinn utilizaba cuando se recogían huellas. La examinó atentamente dándole vueltas entre las manos. Todas y cada una de las botellas y latas recogidas en ese lugar estaban ya en la sala de pruebas de Shrivemoor espolvoreadas con nitrato de plata y etiquetadas: Heineken, Tennants, Red Stripe, Wray & Nephew.
   Wray and Nephew, Géminis, drogas. Algo en esta asociación de ideas le pareció especialmente significativo. Drogas y las marcas de ataduras en las muñecas y tobillos de Spacek.
   Sólo Spacek se había resistido. Debía haber una conexión en alguna parte. Dos gaviotas pasaron volando en picado sobre el desguace. Los pensamientos de Caffery transcurrían lentos como las nubes.
   Cuatro de las chicas eran adictas. Sólo Spacek no lo era. Había una continuidad. Dejó caer la cinta y le dio la vuelta con la punta del zapato.
   Algo (¿cinta?) para atar a Spacek. Drogas.
   Y entonces, bruscamente, lo supo. Echó la cabeza hacia atrás y suspiró, sorprendido al oír los latidos de su propio corazón: el asesino tuvo que atar a Spacek porque era la única que no iba a quedarse inmóvil. No consumía drogas, no podía convencerla de que le dejara clavarle una aguja en la nuca. El asesino no drogaba a las chicas para que permanecieran inmóviles ni tampoco las obligaba a hacerlo. La verdad era mucho más sencilla, y más trágica.
   Las víctimas accedían voluntariamente. Se daban la vuelta, tal vez incluso se recogían el pelo para facilitarle el acceso a ese vulnerable punto donde se juntan hueso, ligamentos y fluidos y que es el centro neurálgico que mantiene vivo al cuerpo. El bulbo raquídeo. Las convencía de que era lo que estaban deseando, la forma más rápida de colocarse «la forma más rápida de que penetre en la corriente sanguínea». Y ellas estaban lo bastante desesperadas para querer intentarlo. Y él disponía de suficientes conocimientos médicos, confianza y jerga. Ésta era una posibilidad, especialmente si las chicas, con su voluntad erosionada por años de heroína, ya conocían y confiaban en su asesino.
   – ¡Eh! ¡Tú!
   Caffery se dio la vuelta. El hombre que se dirigía hacia él era alto y fornido. Vestía un traje oscuro a rayas con la chaqueta abierta dejando al descubierto unos tirantes sobre una camisa y corbata azules. Como Diamond, llevaba su escaso pelo engominado y peinado hacia atrás. En su cuello y muñecas relucía el oro.
   – La pasma no debería haberte dejado entrar. Ya me he cansado de ver rondando a tipos de tu calaña.
   Caffery le enseñó su placa y el hombre se detuvo.
   – No, socio, lo siento. No basta por mucho que brille. Ande, pásamela dijo señalando su mano. Otra puñetera tarjeta de prensa, ¿verdad?
   Caffery se acercó enseñándole su placa.
   – ¿Satisfecho?
   El hombre se frotó la nariz y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones.
   – Vale, vale. No puede culparme. Ayer esto estaba lleno de gente.
   – ¿Usted es North, el propietario?
   – Sí, lo soy.
   – No nos presentaron, pero la primera noche que estuvimos aquí tuve ocasión de verle. -Volvió a guardarse la placa en el bolsillo. Estoy echando una ojeada.
   – ¿Piensa que volverá a husmear por aquí? Dicen que los perros siempre vuelven al lugar donde han meado. -Se dio la vuelta y levantó los ojos hacia el cielo. Bien, ¿cuándo voy a conseguir que salgan de mi propiedad?
   – Tan pronto podamos inculpar a alguien.
   – Esta tarde he estado con su superior. Me pareció oír que han llevado a alguien a comisaría. ¿Es cierto?
   – No puedo hablar sobre esto.
   – Un chico negro, ¿no?
   – ¿Quién se lo ha contado?
   North cambió de postura y se restregó la nariz.
   – Se comenta que desde esta mañana toda la zona está bajo mandato judicial. Cuando el río suena, agua lleva, ¿verdad? -Hizo que las monedas tintinearan en sus bolsillos mientras miraba el cielo donde se acumulaban las nubes. Tal vez debería empezar a pensar en pedirles una indemnización.
   – No puedo impedir que lo intente. -Caffery se dio la vuelta. Ahora, si me disculpa.
   – Vale, vale…
   North se quedó inmóvil mientras Caffery reemprendía su tortuoso camino hacia la carretera. No se movió hasta que lo perdió completamente de vista. Dejó caer la cabeza y se puso en cuclillas con la cara entre las manos.
   Sobre la esclusa del Támesis había empezado a llover de nuevo.
   Después de haberse desembarazado del cuerpo de Peace, siguió conduciendo. Sólo podía hacer una cosa: seguir adelante.
   No mires hacia abajo, Toby.
   Pasó el resto del día conduciendo como si con el continuo viajar pudiera olvidarlo todo: condujo a través de las frondosas calles de Camden, de las verdes curvas de Hampstead, del pegajoso barro rojizo de los caminos de Hyde Park. Condujo hasta que el motor del Cobra se recalentó y el sol se ocultó detrás de Westminster.
   El crepúsculo le sorprendió en el puente de Londres. Se quedó sin respiración. Londres se extendía como un diamante, desde el espigón del muelle Canary, pasando por el millón de luces que se reflejaban hacia es este en el Támesis hasta el edificio del Parlamento.
   Paró el motor del Cobra y sacó de su bolsillo la caja de cocaína.
   Con la uña cogió una pizca y se la llevó a la nariz. A su derecha, detrás de la torre del Guy’s, donde todo había empezado, la luna asomaba tranquila. Harteveld se reclinó en el asiento y la miró con los ojos fijos.
   Debajo de él, el agua lamía los pilares del puente.
   Se frotó las sienes y arrancó el motor del Cobra.
   No mires hacia abajo.

CAPÍTULO 27

   Un corto vestido sin mangas color caléndula, una pesada pulsera cara de cobre: Rebecca se disponía a salir cuando Jack llamó al timbre. Normalmente hubiera buscado una excusa para no asistir a una sesión privada en el Barbican, pero la ayudaría a olvidar Greenwich durante toda la tarde. Necesitaba distraerse. Desde que los detectives Caffery y Essex se presentaron ante su puerta, Rebecca no había podido pensar en otra cosa. Pasaba el día sentada frente al caballete, jugueteando ausente con un pincel mientras exorcizaba una y otra vez los rostros de Kayleigh, Shellene y Petra. A su lado, Joni, canturreaba por lo bajo, esperando que llegara la hora de irse a la cama, liando canutos y tomando té y tostadas. Había dejado muy claro que no quería hablar de lo que estaba ocurriendo y, las raras veces que estaba en casa, un extraño silencio se instalaba entre las dos.
   En aquel silencio, Rebecca sentía por primera vez que algo empezaba ligeramente a cambiar.
   ¡Dios mío! Ya era hora.
   Mundos aparte, todos lo decían, eran mundos aparte. Y su único punto en común, que una vez fue tan importante, ya se estaba desvaneciendo. Rebecca procedía de un condado de los alrededores de Londres. Su padre, un hombre alto y solemne de aspecto conservador y meditabundo, sólo se encontraba a gusto entre sus ediciones con cantos dorados de sonetos de amor isabelinos. Su mujer, entretanto, daba traspiés en el piso de arriba tragándose a puñados píldoras de trazodona. Los médicos opinaban que adolecía de trastornos de personalidad. A veces se quedaba en la cama durante varios días, olvidando lavarse o comer. Olvidando que tenía una hija de la que ocuparse.
   Así que Rebecca creció entre el Amoretti de Spenser y la amitriptilina. Y las azotainas antes de acostarse. Si la pequeña Becky estaba alborotada, los tranquilizantes de mamá aparecían en su zumo de naranja.
   Se convirtió en una adolescente menuda y reservada que se sentía sola e incomprendida.
   Teóricamente son los padres los que abusan, no las madres. En los periódicos y en la televisión nunca aparecen noticias sobre las madres, se había dicho cuando niña.
   Huyó de Surrey para ir a la universidad, pero en realidad acabó en Londres. Y de repente apareció Joni, con un canuto entre los labios, pavoneándose por las calles de Greenwich con sus pantalones cortos y sus gafas en forma de corazón, despotricando sobre su jodida infancia. Se había criado en bloques de beneficencia, ente escaleras llenas de vómito y palomas copulando en el alféizar de su ventana.
   Rebecca la escuchó, y ambas se hicieron amigas.
   – Fue mi madre la que me metió en esto de las drogas -contaba Joni. Si había tenido un mal día me obligaba a tomar sus tranquilizantes. Me los metía en la boca y, si no me los tragaba, sus gritos se oían en toda la casa. Deberían haber encerrado a esa jodida vaca loca en un manicomio antes de que yo naciera.
   Luego seguía Rebecca:
   – Una vez me obligó a bañarla. Estaba llorando. Yo sólo tenía ocho años y también empecé a llorar. Me dio caramelos para que me tranquilizara.
   – No me digas. ¡Tofranil, eso es lo que te dio!
   – Sí, o algo parecido. Y si ella no se alimentaba bien, tampoco lo hacía yo. Una vez viví a base de Nesquik durante una semana. Mi padre comentó que estaba adelgazando y eso la asustó. Se fue al Benjams de Guildford y volvió con cinco botes de helado italiano y me obligó a tragármelo hasta que lo devolví todo.
   – Y después imagino que te reprendería.
   Sabían que eran muy distintas, pero juraban que eran como hermanas.
   Habían vivido juntas sus felices y desenfadados veinte años, compartiendo novios y lápices de labios, sin pararse a pensar que, mientras Joni se quedaba durmiendo todo el día la juerga de la noche anterior, Rebecca madrugaba para coger el autobús que la llevaría al Goldsmiths College. Lentamente su intimidad se fue deteriorando y Rebecca sólo le contaba a Joni lo mismo que le contaría una niña pequeña.
   Sobre todo no le contaba lo que pensaba sobre el detective inspector Jack Caffery.
   ¿Un policía? ¡Por Dios! ¿Estás loca?, le diría.
   Pero el otro día, al salir del pub, se había quedado momentáneamente traspuesta al ver su cuello. Se había sentido obsesionada por algo tan nimio como el contraste entre el bronceado de su cuello y el blanco de su camisa, por su ralo pelo. Se sorprendió preguntándose qué aspecto tendría cuando se corriera.
   Sentada en el estudio con su traje de fiesta, intentó alejar esa imagen de su mente.
   Por favor, Becky, métete en esa loca cabecita algún pensamiento tierno, decente y burgués.
   Esperó que el rubor desapareciera de su cara y abrió el portero automático. Al cabo de un momento Jack estaba delante de la puerta, cansado y sin afeitar.
   – Adelante. -Abrió la puerta de par en par y encogió la pierna para ponerse un mocasín de piel. No tengo mucho tiempo. -Se puso el otro zapato y le acompañó a la cocina encendiendo las luces a medida que avanzaba. ¿Un vaso de Poully?
   – Si está abierto…
   – El vino siempre está abierto cuando estoy nerviosa.
   – Nerviosa, ¿por qué?
   – ¿Aparte de lo obvio? ¿Del Destripador del Milenio?
   – ¿Ocurre algo más?
   – Miedo a las reuniones artísticas, ya sabes, terror a los cuellos altos, a las barbas de chivo, a las discusiones inacabables. La vanguardia versus el expresionismo alemán y bla, bla, bla. Ya puedes imaginarte. De modo que, si tengo que salir de mi taller y hacerme la intelectual, me siento infinitamente mejor si cojo fuerzas tomándome un inteligente fuissé.
   – Al ver que él seguía sin sonreír, sacó la botella de vino del refrigerador y la puso encima de la mesa. ¿Querías hablar conmigo?
   – dijo poniéndose de puntillas para alcanzar las copas del armario.
   – Han detenido a Géminis para interrogarle.
   Rebecca se detuvo en seco con las dos copas suspendidas en el aire.
   – Vaya.
   – Creí que te gustaría saberlo.
   Bajó los talones y se quedó mirando fijamente el refrigerador.
   – Ya hablamos sobre esto.
   – Lo sé -dijo él.
   – Entonces ¿qué ha ido mal?
   – Hablamos demasiado tarde. Si me hubieras contado desde el principio lo de Géminis y Shellene…
   – ¿Me estás culpando?
   – O cuando estuvimos en el depósito.
   – De modo que me estás culpando.
   – ¿Acaso no era más importante aquel cadáver que el que tus amigos siguieran consiguiendo drogas? Tal vez debí dejar que vieras de cuerpo entero a Petra. Ese cabrón las mutila, les corta los pechos, las abre…
   Ella se dio la vuelta para mirarle. Caffery se arrepintió de su salida de tono.
   – ¡Mierda! Lo siento.
   Un escalofrío recorrió Rebecca.
   – Está bien, no te preocupes. -Puso las copas sobre la mesa y las llenó de vino. Sus manos temblaban. Acostumbraba a trabajar en ese pub. Hubiera podido ser yo. O Joni -le miró. Es ahí donde las encuentra, ¿verdad?
   – Eso es algo sobre lo que debemos hablar. Tú y yo.
   – Así que es ahí donde las encuentra.
   – Seguramente.
   – ¿Las sigue cuando salen?
   – Sólo es una suposición. -Levantó la copa y la miró pensativamente mientras le daba vueltas intentando que reflejara los últimos rayos de sol que entraban por la ventana. Pero tienes que saber lo que yo creo.
   – Adelante.
   – Creo que habían quedado para verse con él. Para tirárselo o para colocarse. Creo que le conocían, incluso que confiaban en él hasta cierto punto. Al menos lo suficiente para irse a algún sitio a solas con él: a su coche, o, incluso, seguramente a su casa. Creo que es alguien bien situado socialmente, tal vez medico o asistente de laboratorio. -Se interrumpió para elegir sus palabras. Con seguridad se trata de alguien en quien confiaban lo suficiente para permitirle que les inyectara algo.
   – ¿Qué? -exclamó Rebecca mientras se llevaba la copa a los labios.
   – Les dijo que era la mejor manera para colocarse rápidamente. Tal vez ya habían tenido algún contacto con él. Alguien que ya les había proporcionado drogas.
   – ¿Por qué me cuentas todo esto?
   – Porque creo que le has visto alguna vez. Incluso que le conoces. Y creo que Joni también. Por eso ahora vuelvo a preguntarte si estás protegiendo a alguien por alguna razón, por insignificante que sea.
   – No sigas. -Levantó una mano. No estoy protegiendo a nadie. Lo juro.
   – Te creo. -Bebió un sorbo de vino observándola por encima del borde de la copa. ¿Recuerdas haber conocido a alguien en el pub que trabajara en el hospital St. Dunstan?
   Frunció el ceño.
   – No… bueno, imagino que a Malcom. Tiene algo que ver con un hospital. Joni le conoce desde hace años.
   – ¿Su apellido?
   – No lo sé. Sale con él cuando no tienen nada mejor que hacer, deja que le invite a una copa, esa clase de cosas.
   – ¿Tiene aspecto de hippie?
   – En absoluto.
   – ¿Conoces a un tal Thomas Cook?
   – No.
   – Pelo largo, pelirrojo, con ojos muy peculiares.
   Ella negó con la cabeza.
   Caffery suspiró.
   – Bueno, supongo que en cuanto se enteren de todo lo que te he contado recibiré una carta de despido. Tal vez me dedique a la crítica de arte.
   – No pienso perderme ni una.
   – Gracias.
 
   Ella se quedó delante de la puerta mientras él bajaba por la escalera. Cuando iba a salir del edificio ella le llamó.
   – ¿Caffery?
   Su cabeza apareció en el hueco de la escalera.
   – Sí, ¿qué pasa?
   Las palabras salieron de su boca antes de que fuera consciente de lo que estaba diciendo.
   – Estoy asustada. Ese asesino me asusta.
   Caffery no respondió.
   – Lo siento -dijo con agotamiento mientras se frotaba la frente, pero tengo que irme. Llámame si recuerdas algo.
 
   En el centro de Greenwich ya habían encendido las farolas y las luces blancas y dorada de los edificios lucían alegremente festivas como transatlánticos amarrados a puerto. Al oeste, más allá de los tejados, todo lo que quedaba del día era una delgada franja de tono rosa. Los taxis paraban, la gente hacía cola fuera del cine y Rebecca, con un jersey echado por los hombros, buscaba un taxi.
   Se sentía inquieta. Desde que salió de High Road tenía la incómoda sensación de que la vigilaban desde las gárgolas de St. Alfege. Sentía un hormigueo en la nuca y un sudor frío. Impaciente, no veía el momento de salir esa noche de Greenwich.
   De la terraza del restaurante Spread Eagle llegaba un discreto tintineo de cubiertos y cristalería.
   Las temblorosas hojas de los naranjos y laureles plantados en macetas arrojaban sus magnificadas sombras sobre la blanca pared. Algo en ellas le hizo recordar.
   ¿Qué había dicho Jack? Al parecer, las víctimas confiaban en sus asesino como para dejar que él mismo las inyectara. La respuesta la golpeó como un rayo. El invernadero en Croom’s Hill. Toby Harteveld.
   Sacudió la cabeza. Harteveld. Hasta ahora ni siquiera se le había ocurrido. Ni una sola vez le había cruzado por la cabeza esa posibilidad. Ahora todo aparecía ante sus ojos meridianamente claro.
   Aunque la noche era cálida, empezó a temblar y, abrochándose su abrigo, se dio la vuelta para regresar a casa. Nada de la fiesta en el Barbican, sólo quería hablar con Jack Caffery.

CAPÍTULO 28

   Sentada ante la mesa de la cocina con un vaso de vino, Verónica picaba lechuga y tomate para la fiesta. Llevaba una blusa de seda con un broche de oro en el cuello y se había anudado un delantal sobre sus pantalones a rayas. El couscoussier hervía suavemente sobre el fogón empañando las ventanas.
   – Estaba a punto de pedir una orden de búsqueda y captura -dijo sonriente cuando entró Jack. Te esperaba a las siete.
   Él cogió la botella de whisky de la estantería. Se sirvió una copa, mojó un dedo en el licor y se lo llevó a la boca.
   – En la terraza hay un par de cosas que necesito -dijo ella. Podrías limpiar el mortero y, si te apetece, empezar a preparar un poco de garam masala para las espinacas.
   Él dejó su vaso sobre la nevera y sacó del bolsillo tabaco y papel de fumar.
   – No encontré ningún vaso decente, así que mamá nos ha prestado sus copas florentinas -añadió Verónica. Tendremos que cuidarlas, ¿vale? Exprimió dos limones mirándolo por encima del hombro. Jack, ¿has entendido lo que te he dicho?
   Caffery dejó caer una pizca de tabaco en el papel, lo enrolló, se lo puso entre los labios y se tanteó los bolsillos buscando un mechero.
   – ¿Me has oído, Jack?
   – Sí, te he oído.
   Dejó el limón y pasó el brazo sobre el respaldo de su silla.
   – ¿Y bien?
   – Y bien, ¿qué?
   – Mi madre nos los presta como si fueran hijos suyos. Piensa que son sus copas favoritas. Confía en que nuestros aviesos amigos no los romperán. Se supone que debemos arrodillarnos para darle las gracias.
   – Yo no.
   A Verónica le cambió la expresión.
   – No, en serio, deberíamos estarle agradecidos.
   Jack se sacó de la lengua una brizna de tabaco.
   – Estoy hablando en serio -dijo.
   Ella le miró sorprendida y soltó una risita.
   – De acuerdo, Jack -dijo volviendo a sus labores, todavía tengo que preparar un millón de cosas para mañana y no me quedan fuerzas para…
   – Me has mentido.
   – ¿Cómo? -Se dio la vuelta con lentitud. ¿Qué has dicho?
   – Creí que podías morir -dijo él.
   – ¿Qué?
   – Te creí. Creí que el Hodgkins había vuelto.
   Ella apretó los labios sacudiendo la cabeza.
   – Estás enfermo -dijo. Realmente enfermo. ¿De veras crees que me inventaría algo así?
   – He hablado con el doctor Cavendish.
   Verónica enmudeció. Él advirtió en sus ojos cómo rebobinaba la cinta de las mentiras, de las excusas convincentes. Al cabo de un rato apretó con tanta fuerza los labios que se le tensaron los músculos del cuello. Se dio la vuelta y empezó a cortar furiosamente los limones, exprimiéndolos y vertiendo el zumo en una jarra con movimientos espasmódicos.
   – He dicho que he hablado con el doctor Cavendish -repitió él.
   – ¿Y qué? -Puso la ralladura de limón en un montoncito. Creía que estaba recayendo. No puedes culparme, Jack. Eres alguien muy complicado. Me resulta muy difícil estar contigo.
   – Pues, gracias. También ha sido jodidamente difícil estar contigo.
   – Creo que no te das cuenta que cuando te conocí eras un desastre. Un verdadero desastre. Sólo te levantabas de la cama para ir a trabajar o para espiar a ese gordo repugnante, deprimiéndote por lo de tu hermano. He conseguido sacarte todo eso de la cabeza -dijo sin dejar de cortar limones.
   Yo he sido la que consiguió que dejaras de autocompadecerte. Todos, papá y mamá, absolutamente todo el mundo decía que era una pérdida de tiempo, pero no les hice caso. ¡Dios, qué idiota fui!
   – No te quiero, Verónica. Y deseo que te marches de mi casa.
   Cuando te vayas, deja la llave.
   Ella dejó caer el cuchillo y se quedó mirándole con tal expresión de estupor que Jack no supo si estaba pensando en cómo contestarle o tratando de no echarse a llorar. Al final estalló en una risa forzada.
   – Perfecto, Jack, perfecto, porque yo también he estado pensando. Le señaló con un dedo tembloroso. Tampoco yo te quiero a ti, Jack. Creo que nunca he estado enamorada de ti.
   – Así estamos a la par.
   – Sí, a la par. -Estaba temblando. Voy… voy a quedarme para la fiesta y luego saldré de tu vida. Y no creas que no voy a hacerlo, porque lo haré.
   – Vamos a cancelar la fiesta.
   – No, no vamos a hacerlo. No puedes hacerlo, ya no. Si la cancelas te juro que… -Se interrumpió con lágrimas en los ojos. ¡Por favor, Jack! Me matarás si lo haces.
   – ¡Por el amor de Dios!
   – ¡Por favor, Jack! También es mi fiesta, mis amigos también están invitados. Por favor, hazlo por mí, no lo estropees.
   Caffery cogió su vaso.
   – ¿Dónde vas? -preguntó ella.
   – A tomar un baño.
   – Por favor, escucha. -Se levantó y le puso una temblorosa mano sobre el pecho. Perdóname, Jack, lo siento, de verdad, lo siento mucho. Ha sido por lo mucho que te quiero…
   Él la miró con tanto desprecio que los ojos de Verónica volvieron a llenarse de lágrimas. Apartó los dedos de su pecho y la empujó hacia atrás. Verónica se dejó caer en la silla llorando desconsoladamente.
   – ¡Hijo de puta, maldito hijo de puta! ¡Te he mentido por tu culpa! Tú y tu maldita obsesión…
   Caffery cogió la botella de encima de la nevera, cerró la puerta y subió la escalera.
 
   Más tarde, cuando consiguió sosegarse, puso la botella al lado de la bañera y se deslizó dentro del agua con los ojos cerrados, sosteniendo el vaso empañado por el vapor. Una oleada de cansancio le recorrió el cuerpo. Se quedó inmóvil, respirando por la nariz, sintiendo lástima de sí mismo mientras pensaba, por absurdo que pareciera, que todo eso era por culpa de Penderecki. Penderecki le había dejado una piedra en su corazón. Una piedra que no le había permitido crecer con alegría, que le había negado algo a lo que todos tenían derecho por el mero hecho de nacer: el derecho a amar.
   Le pareció oír a Verónica en el piso de abajo moviendo algo pesado y cerrando la puerta principal con suavidad. Bebió más whisky y hundió la cabeza bajo el agua. La medalla con la imagen de san Cristóbal, regalo de su madre, que llevaba alrededor del cuello flotaba en la superficie y oscilaba suavemente bajo su barbilla.
   Pensó en Rebecca. En la expresión de su cara en el hueco de la escalera. «Estoy asustada. Ese asesino me asusta».
   Oyó crujir un peldaño. Alzó la cabeza, alerta.
   Silencio. Volvió a hundirse en el agua. Rebecca. Sintió cómo se le contraía el vientre por el deseo. ¿Le haría lo mismo que les había hecho a las demás, obligarla a abrirse, despojarla de su frágil dignidad y luego perder interés por ella, abandonarla porque tenía algo más importante en lo que pensar?
   Se incorporó y terminó su bebida. Salió de la bañera y se secó. Verónica, muy inquieta, estaba en la cama boca arriba.
   – ¿Verónica?
   Con la mirada ausente, ella no respondió.
   – ¿Verónica? Lo siento.
   Silencio.
   – He estado pensando en todo esto.
   – ¿Cómo? -preguntó ella quedamente. ¿En qué has estado pensando?
   – En la fiesta. La daremos.
   Ella suspiró y se dio la vuelta para no verle.
   – Gracias.
   – Esta noche dormiré en el sofá.
   – Sí -dijo Verónica sin volverse, como quieras.

CAPÍTULO 29

   La enfermería de la comisaría de Greenwich no tenía ventanas. Su única decoración era un amarillento cartel de advertencia contra la heroína y una fotocopia plastificada sobre el derecho de los detenidos a que les asistiera un abogado. En una mesa de formica había unos folletos que nadie leería nunca: «VIH, grupos de riesgo», «Crack/Cocaína: información legal y grupo de apoyo para las víctimas», «Ayuda a las víctimas del crimen».
   – Súbete la manga.
   El médico forense, con las manos limpias y embutidas en guantes de látex, rasgaba un paquete estéril: jeringuilla, recipiente para orina, viales, etiquetas, algodón. Géminis mantenía la mirada fija en un hilo suelto en el tercer ojal de la bata blanca. La situación no tenía muy buen cariz.
   Desde que un par de días antes el inspector Diamond había metido su nariz por el buzón, diciendo: «¿Verdad que sabes por qué te estamos haciendo estas preguntas?», Géminis no había visto las noticias. La actuación de la policía le había impresionado lo suficiente como para imaginar que las chicas estaban muertas y que la droga que había colocado en el Dog and Bell era la responsable. Pero cuando Diamond fue a buscarle a su casa por segunda vez, Géminis ya se había enterado de la verdad por los periódicos y las cosas habían empeorado. Sabía que no se trataba de un asunto de drogas. Había estado demasiado cerca de las personas equivocadas, y ahora estaba tan asustado que sólo podía encomendarse a Dios.
   Sin embargo no iban a arrestarle, le tranquilizó el inspector Diamond. No tenía ninguna obligación de contestar, pero querían hacerle algunas preguntas para poder descartarle como sospechoso.
   Además, ¿acaso no había oído hablar de los deberes cívicos? Así pues, sintiéndose helado por dentro, se puso una sudadera y le acompañó.
   Calma, tranquilízate, se decía.
   En comisaría todo el mundo parecía distendido. Le dieron café y cigarrillos y le prometieron que le devolverían su GTI muy pronto. Alguien volvió a enseñarle las cuatro fotos y, a pesar de que esta vez se sentía aterrorizado, se encogió de hombros.
   – No, no las he visto nunca.
   Sonrieron y le preguntaron si no le importaría facilitarles una muestra para un análisis.
   – Sólo será una formalidad, señor Henry, luego podrá irse.
   Un pelo de la cabeza arrancado con unas pinzas. Pelo púbico (mismo procedimiento). Orina: el médico se quedó a su lado observando cómo meaba dentro de un vaso de plástico. Pero luego, cuando volvía por el pasillo desde los servicios, el inspector Diamond le retuvo con brusquedad.
   – No te confundas, jodido embustero -le susurró para que no le oyera el médico, Todos sabemos que estás mintiendo.
 
   – Súbase la manga.
   – ¿Cómo? -preguntó Géminis levantando la vista.
   – Su manga. -El médico hizo chasquear una cinta de goma que restalló como un látigo y se inclinó para anudarla alrededor del bíceps de Géminis.
   – ¿Qué quiere ahora?
   – No se preocupe.
   El médico dio un golpecito en una vena, le frotó un algodón con antiséptico y le clavó una cánula. Géminis pegó un respingo.
   – ¡Duele, tío! ¿Cómo va a probar esto si me lo hice con las chicas?
   El médico le miró sin parpadear.
   – Puede negarse, pero técnicamente la ley dice que la negativa a proporcionar una muestra de sangre para su posterior análisis podrá considerarse como prueba de culpabilidad.
   – ¿Qué?
   – Y que si no me deja extraerle sangre, podemos obligarle a que escupa, lo consienta o no. -Empezó a sacar despacio el émbolo y la jeringuilla empezó a llenarse. No se mueva, señor Henry.
   Géminis apartó el brazo con gesto brusco.
   – No, tío. Desembucha de una vez lo que tienes contra mí y dime cómo, a partir de que mee en un vaso, puedes demostrar que he hecho todo eso que dices.
   El médico no apartaba la mirada de la aguja.
   – Usted ha dado su consentimiento, y las cosas serían más fáciles si se quedara quieto.
   – ¡Pues escuchadme! -gritó dando un puñetazo en la mesa.
   El médico forense retrocedió levemente. La aguja seguía hundida en la vena.
   – No, no lo consiento, ya se lo dije a aquel tipo. Le dije que no conocía a esas mujeres. ¡No he hecho nada!
   El forense apretó los labios.
   – Muy bien, señor Henry. -Extrajo la aguja y salió de la habitación para reaparecer unos segundos después acompañado por el inspector Diamond, que se quedó en el quicio de la puerta sonriendo.
   – ¡Señor Henry!
   – ¡Usted! -La rabia le hacía castañetear los dientes. ¿Cómo se atreve a decir que estoy mintiendo?
   – Nos está mintiendo. Esas chicas estuvieron en su coche. El análisis de las huellas lo ha demostrado.
   – ¡Y un cuerno, soplapollas!
   Diamond entrecerró los ojos y se dirigió al policía que estaba en el pasillo.
   – Busque al agente de vigilancia.
   – La última vez que vi a esa chica se encontraba muy bien. Debería investigar a uno de sus gordos clientes de la fantástica casa de Croom’s Hill.
   Mel Diamond se cruzó de brazos.
   – Jerry Henry…
   – No he hecho nada -insistió Géminis.
   – Jerry Henry, le detengo bajo sospecha de violación y asesinato de Shellene Craw de Stepney Green, la noche del diecinueve de mayo pasado en Londres.
   – ¡No he violado a nadie!
   – No está obligado a confesar, pero su defensa puede verse perjudicada si se niega a responder a preguntas que luego tendrá que contestar ante un tribunal. Y, ahora, según me autoriza el artículo 54, le ordeno que se desnude. -Miró al médico, que se había retirado detrás de la mesa. Traiga uno de esos ridículos camisones.
   – ¡No he violado ni matado a nadie! -De repente, la sangre manó a borbotones de su brazo.
   Instintivamente, Diamond retrocedió hacia el corredor. Dos agentes aparecieron a sus espaldas.
   – ¿Le esposamos, señor?
   – Tengan cuidado con la sangre. Es un yonqui.
   – Sí, soy un negro yonqui y pienso contagiaros el sida. -Géminis les señaló con el dedo, enseñándoles los dientes. ¡Cerdos! -Miró al forense, que sin perder la calma abría una caja de guantes de látex. ¿Qué está haciendo?
   El médico ni siquiera parpadeó.
   – Proteger a mis colegas, señor Henry -respondió tendiendo unos guantes a Diamond y a los agentes.
   – ¿Quiere cabrearme o qué? -Géminis hizo una mueca y se le acercó con el brazo hacia arriba mientras la sangre goteaba al suelo. ¿Quiere pillar el sida?
   – Tranquilícese.
   – Bueno, bueno. -Diamond, otra vez seguro de sí mismo, se ponía los guantes. Creo que quiere que le esposemos.
   – ¡No he hecho nada! -le espetó Géminis. ¡Sólo les pasé un poco de crack! ¡No he matado a nadie!
   – De acuerdo, hijo. -El más viejo de los agentes le dobló el brazo a la espalda y le esposó. Acabemos con esto de una vez.
   – ¡No he matado a nadie! ¡No soy un jodido asesino! -le gritó a Diamond como un poseso mientras se revolvía furiosamente. ¡Si quiere a un asesino busque a su cliente de Croom’s Hill!
   Diamond suspiró y levantó una mano.
   – Tiene derecho a que le asista un abogado, si no puede pagarlo se le nombrará uno de oficio. Si renuncia a este derecho, debe exponer sus razones. Según ordena el Código Penal, el tiempo de arresto empieza a contarse desde ahora, no desde el momento en que entró en comisaría. Y ahora, que alguien traiga al jodido agente de vigilancia.
 
   Un viejo y encorvado jamaicano apareció con cubo y fregona para limpiar el suelo de la enfermería. El comisario Maddox, recién llegado de Shrivemoor con una jaqueca terrible, se encontró con la comisaría sumida en el caos.
   – ¿Que has hecho qué?
   – Estaba siendo violento.
   – Bien, ahora sí estamos hundidos en la mierda. -Maddox se llevó una mano a la cabeza. Del calabozo le llegaban los gritos de protesta de Géminis. Dispones de veinticuatro horas… o sea, las diez de la mañana. Sabes, Diamond, tú puedes ser el listo que interrumpa el desayuno del juez pidiendo una prórroga.
   El médico se asomó por la puerta de su despacho agitando un manojo de formularios frente a Maddox.
   – ¿Quién quiere estos formularios?
   – Vale, mandaré al agente responsable de las pruebas.
   – Hemos repartido las muestras para su análisis. Cuando llegue el sumario ya estarán listas.
   – Será mejor que nuestro inspector Diamond las bendiga antes de enviarlas. Es la única oportunidad que nos queda.
   Diamond suspiró con los ojos en blanco.
 
   A diez kilómetros de distancia, Caffery, aprovechándose de que la oficina de investigación de Shrivemoor estaba casi desierta, encendía un cigarrillo.
   – No, no fumes -le reconvino Kryotos alzando la vista de su ordenador.
   – Lo necesito.
   – Vale. -Bebió un sorbo de su refresco, se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Y bien, ¿cuál es tu última teoría?
   – Algo completamente absurdo.
   – Sí. -Se puso las gafas y, de pie detrás de ella, miró la pantalla. Creo que le he descubierto. Creo que lo tenemos por algún sitio aquí dentro. ¿Puedes sólo…? -Señaló el archivo de nombres y lo accionó dejando que se deslizaran por la pantalla como luciérnagas verdes. Deja que siga así.
   – Claro.
   Se quedaron observando cómo los nombres iban pasando en rápida sucesión y que resumían los últimos días de la investigación: nombres aparecidos durante los interrogatorios, personas sin rostro que nunca habían sido investigadas, falsas pistas, callejones sin salida, bares en Archway, coches deportivos rojos, Lacey, North, Julie Darling, Thomas Cook, Wendy…
   – ¡Para!
   Kryotos, conteniendo la respiración, pulsó el teclado con un dedo.
   – ¿Qué has visto?
   – Ahí. -Caffery se inclinó y señaló la pantalla. Al lado del nombre de Cook. ¿Qué significa ese número dos ahí?
   – Sólo que aparece dos veces en la base de datos.
   – ¿Y esta entrada?
   – De tus interrogatorios en el St. Dunstan.
   – ¿Y la segunda? ¿Por qué aparece otra vez?
   – Porque… espera. -Bajó el ratón por la lista de nombres. Aquí está
   – dijo señalando la pantalla. Mira, es de esta mañana. ¿Ves esa T?
   – ¿Sí?
   – Significa que ha dejado un mensaje por teléfono -dijo ella. Y parece que me lo ha dejado a mí. ¿Ves mi número, el veintidós?
   – ¿Has hablado con él?
   – Me dijo que lo había comprobado y que se había quedado en casa las dos noches en que estabas interesado.
   – ¡Ah, sí, ya recuerdo! La supuesta novia… No acabo de creérmelo.
   – Jack se golpeó los dientes con el pulgar. Dijo que no distinguía los colores, que no tenía a nadie que le ayudara a elegir la ropa.
   – Ergo, no existe tal novia.
   – Raro, ¿verdad? -Caffery apagó el cigarrillo, levantó un poco la persiana y miró fuera. Era un día claro y caluroso. Creo que voy a hacerle una visita.
   – Será mejor que te des prisa, mañana piensa irse a Tailandia.
   Caffery dejó caer de golpe la persiana.
   – ¿Bromeas?
   – Pues no. Le encanta el aire de las montañas del Triángulo de Oro.
   – Vaya por Dios.
   Recogió su chaqueta y las llaves de su coche del despacho del SIO y ya casi había salido de las oficinas cuando oyó la voz de Kryotos.
   – ¡Jack! -Tenía el teléfono apoyado contra el pecho. Es Paul. Será mejor que vayas a Greenwich, alguien quiere hablar contigo. Dice que tú sabes de quién se trata. Cito textualmente: está para comérsela.
   – ¡Dios! -exclamó él poniéndose la chaqueta. Rebecca.
   – Dice que los tíos la miran babeando y que la chica se está poniendo nerviosa.
   – Dile que ya voy. Por favor, en cuanto me vaya telefonea a Cook. Procura que no sospeche nada, pero averigua dónde estará hoy.
   – Lo haré.
   – Te veré esta noche.
   – ¿Estás seguro? Recuerda que también irán los niños.
   – Naturalmente. Tengo muchas ganas de verlos -le respondió mandándole un beso y cerrando la puerta.
   Kryotos se preguntó por qué a ella, casada y con hijos, le molestaba que Caffery se interesara por una chica llamada Rebecca.

CAPÍTULO 30

   Cuando Caffery llegó, Maddox estaba en la escalinata de la comisaría de Greenwich, al sol, comiendo una grasienta samosa y mirando con aire ausente a los estudiantes que bebían cerveza fuera del Funnel and Firkin. Las líneas de su frente parecían más profundas. Cuando Caffery le preguntó qué le pasaba, frunció el entrecejo señalando la puerta de la comisaría.
   – Ese descerebrado ha arrestado a Géminis sin siquiera consultarme. Menudo gilipollas.
   ¿Te sorprende, Steve?, pensó Jack. ¿De verdad te sorprende?
   – Supongo que tendré que suspender la fiesta -dijo.
   – ¡Caray!, me había olvidado -dijo Maddox dándose un golpe en la frente. No. -Sacudió la cabeza con exasperación. Que se jodan, además ya hemos hecho demasiadas horas extra. Dejaremos a Diamond en la oficina para que al menos haga algo útil. Betts puede empezar con el interrogatorio y yo ya pasaré más tarde.
   – Sólo tienes que decirlo, Steve, y la suspendo. Sólo la hago por…
   – Lo sé. Todos lo hacemos por ellas. Ésa es la cuestión. Es la última gran idea del jefe: los hogares felices hacen policías felices. Ni maridos violentos, ni alcohólicos, ni suicidas.
   – Muy años noventa. -Jack abrió la puerta para entrar. ¿A las ocho entonces?
   Maddox terminó su samosa, arrugó la bolsa entre las manos y la tiró en una papelera situada al pie de la escalera.
   – Muy bien, a las ocho.
   Caffery evitó pasar por la sala de vigilancia y se dirigió directamente a las dependencias del segundo piso reservadas, en todas las comisarías metropolitanas, para uso exclusivo del AMIP.
   Vestida con unos anchos pantalones verde oliva y una delicada blusa de popelín, Rebecca le esperaba sentada, mirando por la ventana, moviendo con gesto distraído un elegante pie y jugueteando con un colgante mejicano de plata que llevaba al cuello.
   – Hola -saludó a Caffery.
   – Encantada de verte.
   – ¿Ah, sí?
   Se quedó mirándola.
   – ¿Estás enfadada?
   – Sí.
   Él se sentó frente a ella y se miró las manos.
   – Cuéntamelo.
   – ¿Te estoy incordiando? No quiero que pienses que soy una pesada, pero te lo dije muy en serio. Creo que él es muy importante.
   – Me he perdido. ¿De qué estás hablando?
   – Hablé con tu servicio de mensajes.
   – ¿Mi servicio de mensajes? -Caffery se reclinó. ¿Y cuándo fue eso?
   – Ayer por la tarde.
   – ¿Llamaste a mi móvil?
   – Sí.
   Verónica. Caffery meneó la cabeza.
   – Rebecca, no recibí el mensaje. Lo siento.
   Ella suavizó la mirada.
   – No pretendo agobiarte, pero he estado toda la noche despierta, pensando en aquello que me dijiste acerca de que debía tratarse de alguien bien situado, alguien en quien ellas podían confiar. Al extremo de… -se estremeció -dejar que les inyectara lo que fuera.
   – No debería haberte contado todo eso. Espero que…
   – No se lo he dicho a nadie. -Se echó hacia delante y su larga melena cayó sobre sus hombros. El año pasado Joni me llevó a una fiesta. El dueño de la casa no ocultaba que disponía de heroína y que se la inyectaría a quien quisiera un chute. Era médico y sabía hacerlo sin que doliera y exactamente en qué cantidad, bueno, toda esa clase de cosas. -Se reclinó en la silla. Y te aseguro que no le faltaban voluntarios.
   – ¿Dices que era médico?
   – Lo fue o estudió para serlo. Ahora es alguien importante en una compañía farmacéutica y creo que está relacionado con el St. Dunstan. -Se apartó el flequillo de la frente. Muchas chicas de la zona suelen terminar la noche en su casa. Tiene lo mejor de lo mejor, a la vista de todos. Casi siempre, al final de sus fiestas, se lleva a la cama a alguna chica que quiera echar un polvo. Un buen cliente. Hace años que funciona así.
   – No ha sido mencionado durante los interrogatorios.
   – Es un hombre muy discreto. Si una quiere que vuelvan a invitarla no debe soltar prenda. Tiene buen aspecto, es inteligente y posee un extraño atractivo. ¡Oh!, y además tiene un Patrick Heron alucinante.
   – Sacudió la cabeza. Lo tiene precisamente allí, colgado de la pared, y todas esas putitas esnifando coca, ríen como unas idiotas y no se enteran de lo que tienen delante de las narices. -Se dio la vuelta y el sol provocó reflejos de miel en sus ojos verdes. Aquella noche creyó que yo era una puta y me pidió que me quedara. Le contesté que no y, bueno, nos peleamos. Nada importante. Le clavé las uñas en el cuello y le arañé bastante fuerte.
   – ¿No insistió?
   – Al final, ya no. Pero si me preguntas si es capaz de crueldad, de violar, o quizá de asesinato…
   – ¿Qué responderías?
   – No sé por qué, pero… respondería que sí. Hay algo desesperado en él.
   – ¿Dónde vive?
   Rebecca se dio la vuelta y señaló hacia la ventana.
   – En la colina. En una de esas grandes casas de Croom’s Hill.

CAPÍTULO 31

   – ¡Otro plato roto! -dijo Verónica al entrar en la cocina con los trozos para arrojarlos a la basura. Estoy pensando en esconder los vasos de mamá antes de que se rompa alguna.
   Caffery descorchó una botella de Sancerre. Se había refugiado en la cocina para descansar unos instantes y no le sorprendió que Verónica eligiera el mismo momento para aparecer por allí. Sacó un recipiente del frigorífico y, cuando advirtió que Jack no pensaba contestarle, cerró la puerta con brusquedad.
   – ¿Sabes quién es muy rara?
   – No, ¿quién?
   – No pretendo ser grosera, Jack, pero me refiero a Marylin. ¡Menuda imbécil! Yo estaba hablando tranquilamente con su marido, que es encantador, y de repente, sin razón alguna, ella viene y empieza a tratarme con distancia, como si estuviese ofendida.
   Jack no respondió. Sabía exactamente lo que ella pretendía. Se había hecho la mártir durante toda la noche, llevando y trayendo, con una sonrisa triste y valiente en la cara, fuentes repletas de crostini, pimientos asados y tapénade. Ahora necesitaba atraer la atención, ansiaba una pizca de desasosiego para que la velada fuera completa.
   – No me estás escuchando, ¿verdad? -dijo sirviendo humus mientras golpeaba la cuchara en el borde del bol. Creí que al menos podríamos seguir siendo amigos pero, al parecer, ni siquiera podemos mantener una conversación.
   – No te esfuerces, Verónica, no pienso picar. -Sacó una botella de Médoc del armario. Estaba agotado y la fiesta le parecía un sacrificio que le estaba quitando parte de su precioso tiempo. No pienso discutir contigo, así que no te molestes.
   – ¡Dios! -sacudió la cabeza con aire resignado. Eres un neurótico, Jack, endiabladamente neurótico. Sinceramente creo que deberías pedir ayuda.
   – Estás borracha.
   – No, no lo estoy. ¡Vaya contestación! -Dejó caer el bol en una bandeja y de pronto su expresión se relajó, como si no hubiera ocurrido absolutamente nada. A ver. -Buscó un paño de cocina. ¿Qué vamos a hacer con el champán? Saca las botellas del congelador, antes de que estallen. Se acercó a la ventana y apartó las cortinas con un dedo, como esperando ver algo más aparte de su reflejo en el cristal. Esos niños… -dijo con desaprobación. Es demasiado tarde para que sigan despiertos. Ahí fuera no puede pasarles nada bueno.
   Y dejó caer la cortina.
 
   La noche era pálida y, a pesar de que las cristaleras estaban abiertas de par en par, los invitados, al igual que las moscas que, precursoras de la tormenta, se habían arremolinado sobre las luces halógenas del patio, sentían que el cielo presagiaba lluvia y sólo los niños habían salido al jardín. Los adultos estaban dentro, de pie, formando corrillos, manteniendo en equilibrio platos y vasos. Nadie hablaba sobre el caso, ni siquiera cuando los niños no podían oírlos, como si un simple cuchicheo pudiera atraer la mala suerte. Caffery, con el Sancerre en una mano y el Médoc en la otra, se paseaba por el salón llenando vasos. En cierto momento se entretuvo para que Marilyn Kryotos le metiera un trozo de nan en la boca.
   – Jack -dijo ella con voz queda, ¿todavía te interesa tu compinche Cook? Te lo digo porque no has vuelto a preguntarme nada y…
   – ¡Mierda! -Intentó limpiarse la boca con el dorso de la mano sin derramar el vino. Lo siento, Marilyn, perdona. He estado ocupado en otra cosa y lo olvidé completamente.
   – Tiene una reserva para el vuelo de Air India de mañana a las dos de la tarde. Si quieres puedo retenerlo.
   – No; deja que se vaya. Supuse que él… bueno, no sé, creo que me estaba agarrando a un clavo ardiendo.
   Ella dejó su plato y le tendió el vaso para que se lo llenara.
   – De acuerdo, pero si cambias de opinión…
   Se interrumpió. Su hija pequeña, Jenna, había irrumpido en el salón desde el jardín para aferrarse a las piernas de su madre, berreando y sacudiendo la cabeza.
   – ¡Mamá! ¡Mamá!
   – ¿Qué pasa? -preguntó Marilyn agachándose. Díselo a mamá.
   – Hay alguien en el jardín -balbuceó con su media lengua.
   – ¿Alguien?
   – Monstruo.
   – Jenna -Marilyn cogió la pequeña y regordeta mano de su hija y la sacudió suavemente, habla bien, por favor.
   – Monstruo en… en… -se interrumpió para coger aire mirando por encima del hombro hacia el jardín -en el jardín.
   Marilyn miró a los que la rodeaban y puso los ojos en blanco.
   – ¿Podéis creéroslo? Justo cuando empezábamos a sentirnos a gusto y resulta que ahora hay un monstruo en el jardín.
   – Es verdad, mamá -dijo Dean, el hermano mayor de Jenna, entrando por las puertas de cristal con la cara tan pálida como la luna. Lo hemos oído.
   A su madre se le subieron los colores.
   – Dean, te advertí que debías portarte bien.
   – ¡Es verdad!
   – ¡Dean! -le reconvino señalándole con un dedo. ¡Ya basta!
   – Te diré lo que vamos a hacer, Jenna, princesa -dijo Maddox arremangándose con la solemne gravedad de alguien que no ha olvidado lo que es ser padre de niños pequeños. ¿Qué te parece si yo y mis detectives salimos fuera y arrestamos al monstruo? Deberás decirnos exactamente qué clase de monstruo es, así sabremos cómo esposarle.
   – No sabemos de qué clase es -dijo Dean con seriedad. No le hemos visto, sólo le hemos oído arrastrarse entre las hojas.
   – ¡Ah, bueno! Ahora todo está claro -exclamó Essex levantándose de su silla. Seguramente se trata de uno de esos monstruos invisibles que se agazapan en el lodo.
   – Seguramente -convino Dean.
   – En la policía nos las tenemos que ver a diario con montones de ellos. Incluso tu anciana mamá podría detenerlo con las manos atadas a la espalda.
   – ¡Noooo! -aulló Jenna agarrándose a la falda de su madre y dando patadas en el suelo. ¡No salgas, mamá!
   Marilyn le acarició la cabeza.
   – Mamá se va a quedar aquí. Mira, la policía va a comprobar que el monstruo ya se ha ido.
   – ¡Cazafantasmas! -exclamó Essex, y salió corriendo al patio aterrizando sobre el césped con las rodillas. ¡Astro de la Noche contra Suzie Wong, flor de oriente y gran Doshu del camino del Loto, dueña de la técnica secreta de dislocación kan-pum-set-pum-su-waza! imitó al presentador de un combate.
   Una sonrisa cruzó el rostro de Dean.
   – ¡Ataco desde el inconsciente, Ki-ai!
   Caffery, agradecido por la forma en que sus compañeros distraían a los niños, dejó las botellas en el alféizar de la ventana y se dirigió al centro del jardín donde Essex simulaba atacar a los arbustos arrojando una sombra como la de Kali, la diosa de los innumerables brazos. Maddox siguió sus pasos golpeando las plantas, buscando debajo de los guisantes de olor, apartando las ramas de un sauce llorón.
   – ¡Aquí no hay nadie! -gritaba. ¡No hay ningún monstruo!
   – ¡Por aquí tampoco hay nadie! -confirmaba Caffery a Jenna, que se arriesgó a separar su cara cubierta de lágrimas de la falda de su madre para mirar de reojo al jardín mientras se mordía los nudillos.
   Essex, sorprendentemente ágil para su tamaño, lanzó unas patadas al aire.
   – Suzie Wong dice: «¡Apártate de mis amigos, monstruo!».
   Jenna, con la timidez propia de los niños, sonrió con el dedo en la boca y volvió a apoyar su cabeza en el regazo de Marilyn con la risa bailándole en la comisura de la boca.
   – Suzie es un nombre de chica -murmuró, no de chico. Es tonto.
   – ¿Verdad que sí? -coincidió Marilyn.
   – Munen mushin! Ki-ai, ki-ai!
   – Sí, ki-ai, ki-ai -repitió pacientemente Caffery y subió los escalones hasta la casa sonriendo a los que estaban mirando por la ventana. ¿Verdad que nos sentimos más seguros sabiendo que hombres como Essex nos protegen?
   Marilyn ladeó la cabeza para mirar el jardín.
   – Parece como si se lo hubiera tragado la tierra.
   – ¿Cómo?
   – Essex ha desaparecido.
   Caffery se dio la vuelta. En el jardín reinaba el silencio.
   – Se lo ha comido -dijo Marilyn con una risa nerviosa.
   – Mmmm… ¡Menuda porquería tendremos en el jardín!
   – Lo dudo, Jack -dijo Maddox, con las mejillas encendidas y sonriendo burlonamente, tendiendo un vaso para que se lo llenara. No creo que ni un monstruo pueda tragarse a Essex.
   – No te preocupes -suspiró Caffery. Mañana por la mañana veré lo que queda de él.
   – No, será mejor que no lo hagas -repuso Maddox meneando la cabeza. Olvídalo. La carne de cerdo cruda es buena para los rosales.
   – ¡Qué asco! -exclamó Marilyn.
   Del silencioso jardín sólo llegaba el suave murmullo de la brisa meciendo las hojas del sauce y anunciando la tormenta. Essex efectivamente, parecía haberse desvanecido. Caffery recorrió con la mirada los oscuros rincones del jardín intentando adivinar cuál era el truco, dónde habría podido esconderse.
   – ¿Dónde estará?
   – Se lo ha llevado el monstruo -sollozó suavemente Jenna.
   – No seas tonta.
   Maddox lanzó una mirada a Caffery con las cejas levantadas.
   Caffery se encogió de hombros.
   – A mí no me mires.
   – Se lo ha comido el monstruo -insistió Jenna.
   – Todo esto es ridículo -dijo Verónica en voz baja, saliendo para buscar por el jardín. En tu jardín no hay monstruos, ¿verdad Jack?
   Caffery dejó las botellas y bajó despacio los peldaños que conducían al césped.
   – ¿Paul?
   En los parterres reinaba e silencio; las pequeñas manchas de Clematis stellata parecían flotar en la oscuridad fantasmagóricamente. Apartó las ramas del sauce y miró hacia abajo. En la vía del tren la oscuridad era aún más profunda. Penderecki tenía las luces apagadas.
   – Voy a matarle -dijo Maddox detrás de Jack. En cuanto te encuentre, te mato. Ya está bien de bromas. Estás asustando a los niños. -De pronto se interrumpió. ¿Qué ha sido eso? ¿Lo has oído?
   – ¿Qué?
   – Eso.
   Algo oscuro se abalanzó sobre ellos desde las sombras. Instintivamente, Maddox se agachó. Dean soltó un grito desde el patio y Caffery dio un ágil salto hacia atrás.
   – ¡Pero qué…! -Sorprendido, vio a Essex corriendo grotescamente por el césped, meciendo los brazos como un mono.
   – Ki-ai, Ki-ai!
   – Idiota -dijo Caffery riendo.
   Entre risas, los invitados regresaron a la sala.
   – Maldito loco -le increpó Maddox señalándole con el dedo. Esto va a costarte caro.
   – Ki-ai, Ki-ai? Munen mushin? -repuso Essex con tono lastimero.
   – ¿Dónde estabas escondido?
   Se mesó el pelo y sacudió la cabeza.
   – Lo único que sé es que me llevaron en una nave espacial.
   – Supongo que se dedicaron a hacer experimentos sexuales contigo, ¿verdad?
   – ¡No me digas que también te ha pasado a ti! ¡Vaya, vaya! -Rodeó los hombros de Maddox y Caffery para llevarlos de vuelta hacia la casa. ¿En qué año estamos? ¿Todavía ocupa el trono la adorable señora Thatcher?
   En el salón, Jenna se quedó mirando fijamente a Essex sin saber si reír o llorar. Marilyn, aún pálida, le dio un golpe en el brazo.
   – No vuelvas a darme un susto así. -Suspiró y bajó la cabeza para hablar con Verónica.
   Dios no les dio sangre suficiente para irrigar a la vez su cerebro y sus fantasías, y si intentamos que ambos funcionen al mismo tiempo… -Agitó la cabeza con expresión compungida. Creo que la palabra «calamidad» no es lo bastante adecuada.
   – Y que lo digas -respondió Verónica con voz inexpresiva.
 
   A medida que se acercaba la tormenta el calor iba aumentando y el hielo se fue fundiendo en las cubiteras de acero. Las fuentes de queso y embutidos se apartaron una vez vacías y del montón de baguettes sólo quedaron unas migas. Alguien había propuesto un CD de los valses de Strauss y Marilyn estaba bailando con Essex, tropezando con todo el mundo y riéndose. La habitación se iluminaba intermitentemente con el fulgor de los relámpagos.
   Caffery, con una copa de vino en la mano, estaba en un rincón observando a Dean. Cuando desapareció Ewan tenía más o menos la misma edad. Seguro que la habitación le parecía igual de grande, tenía los mismos miedos y el jardín le producía el mismo desasosiego. De pie, la barandilla le llegaba a la altura de los ojos, igual que a Ewan.
   – Bonita casa -dijo Maddox, arrancándole de sus recuerdos.
   Seguro que no la has conseguido con tu sueldo.
   Caffery lo miró.
   – No, claro que no. -Contempló su copa de vino. Era de mis padres, me dejaron con ella.
   – ¿Te la dejaron?
   – No. Me dejaron a mí con ella. -Sonrió haciendo girar el vino en la copa. Me la vendieron tirada de precio. Les alegró mucho perderla de vista. A mí también.
   – ¿Todavía viven?
   – Sí, en alguna parte.
   – Vaya. -Maddox asintió pensativamente con la cabeza. Resulta muy curioso que nunca lo hayas mencionado.
   – Sí, supongo que sí. -Incómodo, Jack tosió para aclararse la garganta. ¿Vino?
   – Gracias. Una más no me hará ningún daño. -Jack le tendió una copa. Romaine le ha dado oficialmente un sobresaliente a la cocina de Verónica. Esta noche se ha superado. -Se bebió de un trago la mitad de la copa. Pero ya tengo que irme. Quiero pasar por Greenwich para ver cómo le van las cosas a Betts.
   – ¿Cómo va todo?
   – Una vez lo sepa la prensa, bastante mal.
   – No crees que salga bien, ¿verdad?
   Maddox escrutó el rostro de Caffery, luego le cogió de un brazo y se lo llevó a un aparte.
   – Si quieres que te sea franco…
   – Sí.
   – Nunca conseguiremos que la acusación contra Géminis se sostenga.
   – No te recordaré que ya te lo había advertido.
   – Ya -suspiró Maddox. A las nueve de la mañana empieza el primer aplazamiento y cuando haya concluido deberemos acusarle, tengamos o no tengamos pruebas: serología está remoloneando y en el registro del apartamento no conseguimos nada. Los del departamento de órdenes de registro creen que somos unos chicos muy graciosos, el hazmerreír de Greenwich. Pero… -Maddox apuró su copa y removió el vino dentro de la boca como si no le gustara lo que estaba a punto de decir. Nos ha dado una pista. Asegura que las chicas tenían un cliente en Croom’s Hill. Acompañó a la última hasta allí unos diez días atrás. Cree que se trataba de Shellene Craw y afirma que tuvo relaciones sexuales con ella, lo que explicaría el pelo.
   – ¿Croom’s Hill?
   – Sí. ¿Te suena de algo?
   – Steve -Caffery se le acercó con excitación, esta tarde Essex y yo estábamos trabajando en ello…
   – Continúa.
   – Se trata de alguien de buena posición. Pero padece un pequeño problema: tiene mono. Lo soluciona con un simpático colombiano, y el opio es del Triángulo de Oro. Un cliente habitual. También es el accionista mayoritario de DCC Plc.
   – ¿De qué?
   – Una compañía farmacéutica. ¿Has oído hablar de Snap-Healer?
   – Me suena.
   – Es un producto para el asma. DCC acaba de conseguir la exclusividad, las ventas se han disparado y la vida le sonría. También…
   Un trueno retumbó en el jardín haciendo vibrar una bandeja llena de copas de pie alto. Algunas mujeres se sobresaltaron y Marilyn soltó una risita nerviosa. Essex fue a cerrar las cristaleras pero Verónica le detuvo.
   – No, déjalas así. Me gusta la lluvia. -Contemplaba el jardín como si esperara que algo fuera a suceder.
   Las gotas de lluvia empezaron a caer en el patio y un olor a tierra húmeda inundó el salón. Jack se dio la vuelta hacia Maddox y murmuró:
   – También es miembro del comité de dirección del St. Dunstan.
   Maddox guardaba silencio contemplando la lluvia. Cerró brevemente los ojos y asintió.
   – Continúa.
   – Hizo estudios de medicina. Chuta con heroina a sus invitados. Yo estaba a punto de investigar a otro, a un técnico del St. Dunstan, pero de pronto aparece éste y todo empieza a encajar.
   Y ahora vienes tú y me hablas de Croom’s Hill. -Vació su copa de un trago. Deja que me encargue de esto. Dama una semana. Me ocuparé de todo personalmente.
   Jack, no puedo chascar los dedos y… De acuerdo, conseguiré un permiso de cuarenta y ocho horas del jefe. Luego ya veremos.
   – Mira, Jack -terció suavemente Romaine, enlazando su brazo con el de Maddox mientras sonreía a Caffery, debes aprender la regla de oro: fuera del trabajo no hablar de trabajo.
   – No estábamos haciéndolo -dijo Maddox.
   – Mientes. Puedo verlo en tu cara.
   – NO le hagas caso, Jack. Quiere que pida la jubilación anticipada.
   – Debes comprender a mi marido. -Le dio unos golpecitos en el pecho. Intenta que todos estén contentos y eso repercute en él.
   Maddox cogió su mano y le besó la muñeca.
   – Ya lo habíamos dejado, te lo prometo. Sólo estaba mirando a Marilyn y a sus niños. Ya sabes, recordando a Steph y Lauré cuando tenían su edad.
   – ¡No me digas que te estás poniendo sentimental! -Le besó y se echó hacia atrás frunciendo la nariz. ¡Uf!, qué aliento. Ya veo que esta noche tendré que conducir yo.
   – Sólo he tomado… -abrió la boca para que su mujer le rociara con un aerosol para refrescar el aliento -un par de copas.
   – Es culpa mía -dijo Caffery, soy el camarero y…
   De pronto la cara de Romaine cambió de expresión y se llevó un dedo a la boca pidiéndole silencio.
   – Mira -articularon sus labios con los ojos clavados en las puertas que daban al jardín, date la vuelta.
   Caffery tomó conciencia de que todas las conversaciones se iban apagando y los invitados se volvían para mirar las puertas cristalera.
   – Mira… -repitió Romaine, señalando el jardín con un dedo.
   Casi horrorizado, presintiendo lo que iba a ver, Jack se dio la vuelta.
   Dean, paralizado, estaba sentado en el umbral de la puerta con la cara pálida y tensa. Detrás de él, Verónica, fascinada ante lo que veía, sonreía levemente. Las cristaleras estaban abiertas de par en par hacia la noche y, bajo el pálido reflejo de la luz, empapado por la lluvia y sujetando algo entre los brazos, estaba Penderecki con su pelo, ralo y alborotado, fosforescente bajo el resplandor de los relámpagos.
   En el salón reinaba un absoluto silencio. Caffery, atónito, tenía la mirada clavada en los ojos de Penderecki, incapaz de adivinar qué llevaba entre los brazos.
   Penderecki se lamió sus gruesos labio y sonrió avanzando un paso. Todos se apartaron y él, muy despacio, guiñó un ojo. Luego, con un sonido que recordaba un suspiro, dejó caer una brazada de huesos a los pies de los invitados.

CAPÍTULO 32

   Sólo Logan y Essex se quedaron hasta la una de la madrugada.
   Maddox tenía que irse a Greenwich y los demás invitados se fueron apresuradamente lanzando incómodas miradas a Caffery que, sentado en los escalones, no apartaba la mirada de sus manos, respirando profundamente y haciendo esfuerzos para sosegarse.
   Verónica, con tranquilidad casi surrealista, intentaba evitar que se fueran:
   – No hay por qué preocuparse. No os vayáis, podemos pasar al comedor.
   Cuando por fin comprendió que la batalla perdida, cerró la puerta principal y, de mal humor, se refugió en la cocina para llenar e lavaplatos. Logan fue a Shrivemoor a buscar una bolsa y Essex se quedó con Caffery.
   – Bueno -dijo Essex, ¿piensas contármelo?
   Caffery fijó la mirada en la puerta de la sala, donde seguía aquella pesadilla, aquellos huesos desperdigados por el suelo.
   – Creo que puede ser mi hermano.
   La expresión de Essex se demudó.
   – ¿Tu hermano?
   – Se fue por la vía del tren, por detrás de la casa, el catorce de septiembre de 1974. Nunca más volvimos a verle.
   Y entonces Caffery se desahogó, le contó a Essex aquella discusión que mantuvieron en la cabaña del árbol y que le había dejado para siempre el pulgar morado. Le habló de Ewan alejándose por el talud de la vía del tren («Le llamábamos el sendero de la muerte. ¡Qué ironía!»), de cómo su madre sollozaba y gritaba en el jardín de atrás, mordiéndose las uñas mientras la policía registraba la casa de Penderecki para finalmente salir con las manos vacías, sin el menor indicio que permitiera suponer que Ewan había estado allí.
   Luego las sospechas se dirigieron hacia su propio padre, al que detuvieron durante dos días… ¡Dios mío!, eso casi acabó con su matrimonio.
   El nivel de la botella de whisky iba bajando de una manera considerable.
   – Finalmente todos se dieron por vencidos, lo olvidaron. Supongo que tenían que hacerlo. Pero yo no podía. Verás, yo sabia que él había escondido el cuerpo de Ewan, al menos cuando registraron la casa. Tal vez se lo llevó al campo, hay algunos indicios, facturas, cartas -señaló el piso de arriba con la cabeza, pistas que he ido recogiendo a lo largo de los años, que he guardado intentando descubrir lo que me decían, frente a las que me he sentado durante horas tratando de que me condujeran a alguna parte. Pero de lo que estaba convencido… -dijo, llenando su copa y bebiéndosela de un trago -era de que Penderecki tenía a Ewan.
   – Así pues, ¿esperas que te lo devuelva algún día?
   Caffery se quedó con la mirada fija en su pulgar morado, tratando de contener las lágrimas.
   – Quizás acaba de hacerlo. ¿Crees que ese montón de huesos pertenece a Ewan?
   Essex se levantó despacio con una expresión de pesar mientras la sangre volvía a circular por sus entumecidas piernas.
   – No lo sé, Jack. Pero lo sabremos.
 
   La tormenta estival se había alejado de Greenwich hacia el sudoeste, la antena plateada del Crystal Palace temblaba bajo la luz de la luna. Incluso las casas que tachonaban el límite de Blackheath parecían agazapadas contra los rastrojos que arrastraba el viento.
   Harteveld, sentado a la mesa de caoba del salón con un ejemplar del Times y una botella de pastis junto a su codo, parecía taciturno. Le dolían las sienes. No importaba cuántos analgésicos tomara o cuánta coca utilizara: no conseguía librarse del dolor. Y sus manos estaban frías como el hielo. Estaba leyendo un artículo sobre los cuerpos encontrados en el Millenium.
   Kayleigh Hatch, Petra Spacek, Shellene Craw y Michelle Wilcox, además de una chica que no había sido identificada a causa de su avanzado de descomposición. Sabía exactamente de quién se trataba: aquella joven de las calles de Glasgow que había muerto mientras él dormía. Nadie había comunicado su desaparición.
   De repente dejó el periódico y se cubrió la cara con las manos. Siguió así unos momentos, sin cambiar de posición, balanceando la cabeza de un lado a otro. Luego, temblando violentamente, se levantó, cogió la botella de pastis y fue dando traspiés hasta el invernadero. El viento bramaba en el jardín hiriéndole en la cara, golpeando las contraventanas.
   Toby recibió el vendaval en pleno rostro, viendo cómo las altas hierbas del parterre se inclinaban produciendo un sonido sibilante. Se acercaba la tormenta. Se precipitaba desde la noche hacia él, más rápida que n cometa. Su objetivo era el centro de su pecho.

CAPÍTULO 33

   Donde Croom’s Hill serpentea hacia arriba, una vez pasado en antiguo convento de las ursulinas, un camión de la basura estaba parado en medio de la calle detrás de una furgoneta blanca. Minutos más tarde, el camión reemprendía su marcha hacia la colina, deteniéndose, como de costumbre, frente a la casa de Harteveld. La furgoneta dio la vuelta y, dando un amplio rodeo a través de Blackheath, llegó a la última curva en la cima, que también quedaba oculta desde la casa, justo a tiempo para encontrarse de nuevo con el camión. El chófer recogió las dos bolsas de basura que le tendían los empleados municipales y se las entregó a u colega que iba en la parte trasera de la furgoneta. Luego ajustó el espejo retrovisor hasta que vio, en un recodo de la colina, un Sierra gris emboscado debajo de las ramas de un roble. Sin volverse, se limitó a levantar el pulgar frente al retrovisor.
   Aguardó hasta que los dos hombres del Sierra le hicieron una seña, luego arrancó y la furgoneta emprendió el ascenso final a la colina.
   Detrás de los muros de su jardín, Harteveld no veía esos movimientos. Estaba apoyado en un banco de piedra, parpadeando por la luz de la mañana con los ojos inyectados en sangre. Cerca de él, en el suelo, en medio de parterre de violetas y margaritas, había una botella vacía de pastis y un montón de colillas aplastadas. No se había movido en toda la noche, escuchando los sonidos de la tormenta y las sirenas por las calles de Greenwich, esperando a que las nubes estallaran dejando caer la lluvia sobre su cara y convirtiendo los intrincados senderos en torrentes. Al amanecer, algunas ramas de los frutales yacían rotas en el suelo, el césped estaba anegado y los maravillosos iris que bordeaban el muro oeste se inclinaban exhaustos.
   Por la mañana las puertas del invernadero seguían abiertas y las hojas del Times habían sido arrastradas por el viento. El rostro de Kayleigh Hatch colgaba de las ramas de un cedro.
   Ahora, mientras desaparecían las sombras del jardín y el sol de la mañana secaba las telarañas empapadas por la lluvia, Harteveld empezó a reaccionar.
 
   En el Sierra, Betts se dio la vuelta y miró a Logan. En alguna parte del camino que conducía a casa de Harteveld, alguien puso en marcha un automóvil. Al cabo de un rato se abrieron las puertas del garaje y un precioso coche clásico salió al camino. Giró a la izquierda en Croom’s Hill y avanzó en la luminosa mañana.
   La boca de Betts se crispó ligeramente mientras ponía en marcha el motor.
 
   A cinco millas de allí, en las oficinas centrales de Shrivemoor, el teléfono de Caffery empezó a sonar.
   – ¿Inspector Caffery? Soy Jane Amedure, su asesora en el Instituto Anatómico Forense. Tengo en mi poder dos bolsas de plástico y vamos a cotejar su contenido con las autopsias ya realizadas. A última hora de la tarde tendré los resultados. -Se aclaró la garganta. Y… bueno, esta mañana el inspector Essex me ha traído algo más.
   – Sí -respondió Caffery, que se sentía exhausto. Es personal.
   Se lo ha llevado de mi parte.
   – Lo sé, Essex me ha puesto al corriente. Si queda entre nosotros, podré incluirlo en el caso Walworth.
   – Muy amable.
   – Sí, bueno, me he enterado de la historia.
   – ¿Puede decirme algo?
   – Con un examen meramente visual no puede decirse mucho. Son antiguos y están muy fragmentados. Si llegara a demostrarse que son humanos los sometería a la prueba de ADN por lo que debo preguntarle si su madre vive todavía.
   – Sí, mi madre aún… ¿Cree que pueden se humanos?
   – Podré decírselo con seguridad a última hora de la tarde o quizá mañana.
   – Gracias, doctora Amedure.
   Colgó el auricular, se reclinó en su sillón y se quedó absorto mirando por la ventana. Sentía una punzada en el entrecejo. Mientras Verónica embalaba las copas de su madre y las guardaba en dos cajas de madera, habían estado trabajando durante más de una hora. Essex se encerró en la sala para etiquetar y poner en bolsas los huesos. A las diez de la mañana, precisamente cuando empezaba la prórroga de la detención de Géminis, en comisaría todos estaban al corriente de lo ocurrido y todos sabían acerca de Ewan y Penderecki, Todos comprendían a Caffery un poco mejor. Las mujeres de la oficina le miraban con un brillo nuevo en los ojos, algo que, curiosamente se asemejaba al miedo.
   – ¿Tienes un minuto? -Maddox estaba de pie en el dintel de la puerta. Alguien pregunta por ti.
   – Sí, adelante.
   – ¿Prefiere estar a solas? -preguntó Maddox a la silueta que estaba en el pasillo.
   – Me da igual que oiga lo que tengo que decir.
   North, propietario del desguace, entró en la oficina. Vestía un suéter de cuello alto, traje, zapatos de charol, una pesada cadenilla de oro le colgaba sobre el pecho y sudaba profusamente. Se sentó en la silla que le acercó Maddox.
   – Me siento como un gilipollas por venir aquí.
   Jack y Maddox se sentaron frente a él y entrelazaron las manos. Maddox ladeó la cabeza.
   – ¿Y bien?
   – Estos últimos días me ha estado rondando por la cabeza y mi mujer… bueno, se ha puesto de tan mal humor que no piensa dejarme entrar en casa hasta que haya hablado con ustedes.
   – ¿A qué se refiere?
   – A ese chico de Greenwich…
   – ¿Qué sabe de él?
   – ¿La verdad?
   – Sí.
   – Tengo un amigo en este departamento…
   Caffery y Maddox intercambiaron una mirada.
   – Han detenido a un chico negro, ¿verdad? -preguntó North.
   – ¿Tiene alguna importancia que sea negro?
   – En cierto sentido. -North tenía la mirada fija en la raya de los pantalones y Caffery notó que trataba de disimular el apuro que sentía. Tal vez dije algo… improcedente.
   – ¿Cuando se le interrogó?
   – No; más tarde, en el pub. El detective Diamond…
   Maddox suspiró.
   – Sí, ¿qué pasa con él?
   – Es un viejo conocido. Somos viejos seguidores del Old Charlton. -Se mordió el labio. Miren, mi hija vive en Greenwich Este, cerca del desguace. Ha tenido problemas con sus vecinos nigerianos. Ruidos… olores. Son como animales, conviven con ratas que se cuelan en sus casas por las grietas de las paredes y se aventuran hasta donde duermen los niños. -Hizo una pausa. No es que tenga nada en contra de ellos, pero ahí están, paseándose en sus flamantes coches que sólo Dios sabe cómo han conseguido, porque ninguno de ellos trabaja, y ahí está mi hija, buscándose la vida y sin conseguir ningún empleo decente porque, tal como están las cosas, cada puesto de trabajo vacante se lo lleva un negro.
   – ¿Dónde quiere llegar, señor North?
   – Mentí.
   – ¿Mintió?
   – Ustedes hubieran hecho lo mismo si su hija viviera donde vive mi chica.
   – ¿Cuándo mintió?
   – Le dije a Mel Diamond que había visto a un nigeriano con un deportivo rojo merodeando por el desguace. Pensé que de esa manera podría asustar un poco a esos chicos… pero de pronto ustedes han detenido a uno.
   – Teníamos varios testigos que aseguraron haberlo visto.
   North hacía girar su alianza alrededor del dedo.
   – Bueno, no sé lo que les habrán contado, pero la verdad es que nunca he visto a nadie merodeando por allí. Ya está. He quedado como un auténtico imbécil pero ésa es la verdad.
   – Señor North -Maddox se levantó extendiendo la mano. El teléfono empezó a sonar en su escritorio. Agradecemos su honestidad. Ahora, si no perdona…
   Apenas salió North, Maddox contestó al teléfono.
   Era Betts para comunicarle a Jack que Harteveld había salido de Croom’s Hill.
 
   El olor a cuero del tapizado del Cobra se mezclaba levemente con el de alquitrán recalentado que llegaba por los conductos del aire acondicionado. Se detuvo en el semáforo donde la pendiente de Tooley Street se une al puente de Londres. Era un día azul y luminoso, el sol arrancaba destellos a los nuevos edificios a orillas del Támesis, dándoles la apariencia de haber sido construidos con azúcar.
   Desde su hermética burbuja, miraba con ojos vacíos todo lo que le rodeaba. No había advertido el bruñido Sierra gris que estaba cinco coches por detrás de él, ni tampoco a sus dos ocupantes, inmóviles detrás de sus gafas de sol. Estaba muy delgado, al menos debía de haber perdido doce kilos desde las últimas Navidades, pero aun así sudaba profusamente.
   El semáforo se puso verde, pero el coche de delante no se movió. Harteveld apenas se daba cuenta. Sus largas manos aferraban el volante con ansiedad.
   Tal vez, pensó anhelante, su cuerpo se estaba rindiendo.
   Desde la calle llegaba el habitual rumor de la gente: trajes grises, mujeres con tacones y medias color carne, algún interno en chaqueta blanca corriendo apresuradamente hacia el Guy para ocupar su puesto. A la izquierda de Harteveld se alzaba la torre del hospital Guy, tachonada de antenas, como si le estuviera espiando. Se estremeció.
   Debería buscar un sitio donde aparcar, salir del coche y andar el corto trecho que le separaba de la clínica York, pero le parecía más fácil acarrear la Tierra sobre sus hombros por toda la galaxia.
   Su plan era vago y desesperado. Después de varios días de haber estado deseando que su corazón estallara espontáneamente para no tener que tomar una decisión, había comprendido que necesitaba ponerse en manos de un psiquiatra. Hacerlo en la clínica York, en su alma máter, donde se había plantado la semilla., le parecía simbólico y adecuado. Catártico, si es que todavía existía una catarsis para él.
   Pero mientras se lo imaginaba, mientras se imaginaba aliviándose de su carga y dejándola en el diván de psiquiatra, sus ojos se llenaron de lágrimas. Ningún profesional podría disculparle por lo que había hecho. Incluso el mejor profesional retrocede ante el hedor de la mierda. Estaba atrapado. No había escapatoria.
   Siguió sentado con sus manos aferrando el volante. El semáforo cambió una vez. Dos veces. El tráfico no se movía. Harteveld se inclinó hacia un lado y advirtió que sólo le separaban dos coches de un control policial.
   Silenciosa y discretamente, rompió a sollozar.
 
   Diamond alcanzó a North fuera del edificio.
   – ¿Qué cojones crees que estás haciendo aquí?
   North siguió andando.
   – Te he preguntado qué haces aquí.
   – Debía contar la verdad.
   – ¿Qué les has dicho?
   – Que nunca vi a nadie rondando por el desguace.
   – ¡Mierda!
   – Lo siento.
   – Sentirlo no sirve de nada. Me lo creí y seguí adelante. Construí un buen caso basándome en lo que me contaste.
   North se paró en seco.
   – Pero tú sabías que yo estaba mintiendo -replicó.
   – ¡Y una mierda!
   – Claro que lo sabías. Cuando te dije que había visto a un negro por allí te pusiste muy contento.
   Diamond se metió las manos en los bolsillos y sacudió la cabeza.
   – No es así como lo recuerdo. Desde luego que no.
 
   El agente Smallbright de Vine Street estaba de muy buen humor. Era bien parecido y estaba enamorado. Hacía un día precioso, de un cielo rutilante, y el sargento les había autorizado a ponerse camisas de manga corta debajo de las chaquetas fluorescentes de la policía de tráfico.
   Diez de ellos estaban en el puente de Londres con sus blancas camisas ondeando al viento. Era maravilloso sentirse vivo, pensó mientras se agachaba para mirar al conductor de un Cobra verde.
   – Buenos días, señor. -La cadavérica expresión del conductor no apagó la sonrisa de Smallbright. Golpeó educadamente en el cristal. Podría… -Al bajarse el cristal, una bocanada de aire frío y el pálido rostro de su ocupante le obligaron a pestañear. Sentimos molestarle, señor, pero estamos haciendo un control rutinario. ¿Le importa, señor?
   Tomando su silencio por aquiescencia, se dirigió a la parte trasera del Cobra mirando de reojo hacia atrás, y cierta desazón ensombreció de pronto sus pensamientos. El conductor, extrañamente, parecía estar llorando.
 
   Maddox apoyó la frente contra la ventana y suspiró.
   – Me pregunto qué he hecho para merecer esto. Son mis pelotas las que están en juego, no las de Diamond.
   – ¿Crees que se inventó los interrogatorios puerta a puerta?
   – ¿Y tú qué crees?
   – Creo que deberíamos averiguarlo. Si Géminis ha estado pudriéndose en una celda a causa de una declaración falsa…
   – Ni lo menciones, Jack, no se te ocurra ni mencionarlo.
   Harteveld se quedó inmóvil mientras el policía examinaba la parte trasera del Cobra pasando sus dedos por el parachoques y las luces traseras. Ya no sudaba. El intenso resplandor del sol en el agua se reflejaba en los edificios de cristal. Al norte del río, una nubecilla pasaba sobre la azulada cúpula de la catedral de San Pablo como si un espíritu estuviera abandonando un cuerpo. Vapor que cambiaría de forma en otra capa de la atmósfera, mezclándose con otros vapores, cristalizándose, licuándose para, un día, volver a caer sobre la tierra purificado, limpio como un diamante.
 
   – ¿Quién es el ciento sesenta? -preguntaba Caffery elevando la voz por encima de las cabezas de las telefonistas y los policías que pululaban por la habitación. Estaba en mangas de camisa con una mano apoyada en el escritorio mientras miraba el monitor. En la pantalla el cursor centelleaba destacando el siguiente mensaje: «Informe retenido por conexión 160».
   – ¡He preguntado quién es el ciento sesenta, coño!
   Sobre los montones de informes apilados y los expedientes amarillos, una docena de pares de ojos le miraron sin pestañear. En la esquina, al lado de la sala de pruebas, una única persona no levantó la vista. La cabeza de Diamond resplandecía inclinada sobre su ordenador. En la etiqueta pegada al monitor se leía 160.
   Caffery y Maddox se acercaron a él.
   – ¿Qué diablos estás haciendo?
   Diamond les dirigió una mirada inocente.
   – Únicamente introducir algunos datos.
   – Eso es tarea de Marilyn.
   – ¿Ah, sí? -dijo sencillamente empujando el teclado. Lo siento, espero no haber jodido nada.
   – No tengo tiempo de informarme sobre cómo aplicar medidas disciplinarias por falsificación de datos -le espetó Maddox.
   – No será necesario, señor.
   Pero más tarde, cuando Marilyn Kryotos repasó su ordenador descubrió que varios datos sobre Géminis habían sido eliminados o nunca habían sido introducidos.
   – Detective Diamond.
   Maddox le encontró en la sala de pruebas.
   – ¿Señor?
   – Acompáñeme, por favor.
   Caffery, en el corredor, vio cómo Maddox se encerraba con Diamond en la oficina del equipo F.
 
   Cuando el agente Smallbright se acercó de nuevo a la ventanilla del Cobra, se quedó pasmado ante el cambio experimentado por el conductor. Era como si una mano le hubiera borrado las líneas de la cara, dejándosela inexpresiva y serena. Sus ojos estaban fijos en algún punto en la otra orilla del río.
   – ¿Sabe que tiene una luz de frenos rota, señor?
   – ¿De veras?
   Harteveld bajó del coche como un zombi, con los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el cielo como si nunca hubiera sentido los rayos del sol. Sus brazos se balanceaban por pura inercia.
   – ¿Señor?
   – Sí.
   – Sólo es la luz de frenos. Nada importante.
   – Desde luego. Por favor, tenga también en cuenta a las chicas muertas.
   – ¿Señor?
   – Por favor, ¿sería tan amble de contarles lo que he hecho?
   El agente Smallbright lanzaba nerviosas miradas a su sargento, que estaba inclinado sobre la ventanilla de un Mazda. Se dirigió a Harteveld.
   – ¿Quiere decirme algo, señor?
   – No, muy amable por su parte, pero tengo que irme.
   El agente Smallbright nunca había visto nada parecido a lo que sucedió a continuación.
   El río nunca había estado más tranquilo, ni sus aguas más azules y brillantes, contaría más tarde. Pero aquel tipo parecía un cadáver gris amarillento. Y mientras Harteveld localizaba con toda precisión el lugar en que iba a morir, cinco coches más atrás, dos hombres no mucho más jóvenes que él presintieron lo que únicamente Harteveld sabía.
   Por algún motivo, el detective Betts comprendió lo que iba a ocurrir.
   – ¡Vamos, vamos!
   Salieron precipitadamente del coche, empujando a dos empleados municipales que se echaron hacia atrás intimidados por aquellos hombres de traje y gafas de sol, con las corbatas ondeando al viento. En menos de veinte segundos recorrieron los doscientos metros que los separaban del puente, pero Harteveld, a pesar de moverse más despacio, lo alcanzó antes que ellos. Si advirtió su presencia sólo lo demostró con una ligera inclinación de cabeza, como si fugazmente hubiera oído algo lejano. Se subió al bajo parapeto del puente casi sin cambiar de paso, como si el siguiente no fuera distinto a los anteriores, y simplemente se arrojó al vacío.
   El agente Smallbright soltó un grito. Los dos detectives se precipitaron, sorteando el tráfico, hacia la barandilla del puente. Smallbright los alcanzó unos segundos después. Los tres hombres jadeantes, se quedaron mirando cómo a veinte metros por debajo de ellos un sereno Harteveld rompía la superficie del agua, agitando los brazos como un muñeco, y desaparecía bajo las verdes aguas.

CAPÍTULO 34

   – ¿Te encuentras bien? -le preguntó Maddox a Caffery en la oficina.
   – Sólo estoy cansado.
   – Acerca de lo que pasó, tu hermano…
   – Tal vez ahora reabran el caso.
   – Puedo darte un permiso de dos semanas por motivos familiares.
   Caffery asintió con la cabeza.
   Gracias.
   – ¿Cuándo piensas…?
   – No, no voy a tomarlo.
   – Como quieras. -Jugueteaba con un clip. Me habría gustado que me lo contaras. Hubiéramos podido hacer algo.
   – Hubiera preferido que antes hicieras algo con Diamond.
   – Le he dado un buen rapapolvo. Un error más y la reprimenda se transformará directamente en sanción.
   – Ha salido bien librado, ¿no?
   – Por el momento lo único que podía hacer era reprenderle verbalmente.
   – ¡Mierda! -Caffery tiró ruidosamente su lápiz.
   Maddox le miró sorprendido.
   – ¿Qué pasa?
   – No sé, Steve, pero Mel es un cabrón. Jode todo lo que toca, y tú…
   – vaciló -parece que quisieras encubrirlo. Tú y tu Met Boat Club, tus regatas y tu amiguismo.
   – Alto ahí. -Maddox levantó la mano. No soy idiota, Jack. Todos sabemos que Diamond es un lameculos. Y todo eso que dices del amiguismo no es verdad.
   Tal vez exista en otros lugares, pero no en el AMIP. -Bajó el tono de voz. Escucha, Jack…
   – ¿Qué?
   – No debería decírtelo, pero tú eres mejor policía que él. Tarde o temprano meterá la pata, en tanto que tú -rompió el clip y lo tiró a la papelera, tú, Jack, no la joderás. Tú… -Se sentó de nuevo, apoyó los brazos en el escritorio y miró a su inspector con algo parecido a la satisfacción. No te preocupes, ¿de acuerdo?
   – Señor -Marilyn apareció en el marco de la puerta chupando una barra de chocolate, ha llegado el mensajero del Instituto Anatómico Forense.
   – Gracias. -Maddox se levantó con cansancio. Esto debería ayudarnos a decidir si presentamos cargos o no.
   Salió de la habitación.
   – Sí, ¿qué pasa? -preguntó Jack a su amiga. ¿Por qué me miras?
   – ¡Oh, no pasa nada! Sólo que espero que estés bien. Eso es todo. Estamos preocupados por ti.
   Caffery sentía que se hundía en la silla, abochornado por su propia ira.
   – Eres muy amable.
   – No es amabilidad, sólo humanidad. -Se dio la vuelta para irse y se paró en la puerta. ¿Debo entender que ya no te interesa interrogar a Cook?
   – Sí.
   – Bien, espero que estés seguro porque el vuelo de la Thai despega dentro de una hora.
   – Déjale marchar.
   – ¡Ah, se me olvidaba! Tenías un mensaje de ayer noche a última hora. Llama a Julie Darling, no te olvides -dijo Marylin sonriendo.
 
   Al oír su voz, Jack comprendió que la había despertado.
   – Lo siento.
   – Está bien, no pasa nada -respondió ahogando un bostezo. Me levanto muy tarde, gajes del oficio.
   – Recibí su mensaje. -Se sujetó el auricular con la barbilla.
   ¿Ha recordado algo?
   – No, no es eso. Se trata de algo que ha pasado.
   – La escucho.
   – Me dijo que le llamara si le perdía la pista a alguna chica.
   – Sí.
   – Pues una se ha largado.
   Caffery se quedó un momento en silencio.
   – Dígame su nombre.
   – Se llama Peace. Peace Nbidi Jackson. Es, no sé, medio guineana o algo por el estilo. No se presentó a hacer un número en Earl’s Court y desde entonces no he sabido nada de ella.
   – ¿Cuándo actuó por última vez?
   – El miércoles pasado en el Dog and Bell.
   El día antes de que nos presentáramos allí, pensó Jack. Llegó antes que nosotros…
   – Julie -dijo, y sació un bolígrafo del cajón, ¿tiene su dirección?
 
   En la oficina de investigación, Marilyn Kryotos tenía todos los datos sobre Peace Nbidi Jackson.
   – Es una de las muchas de las que nos ha llegado orden de búsqueda del Yard. -Bajó el ratón por la pantalla. Aquí está. Clover Jackson, la madre de Peace, comunicó ayer su desaparición. Peace tiene un problema de drogas. Heroina. Tomó un autobús desde East Ham hacia algún punto cerca del túnel de Blackwell. Su madre cree que estuvo en Greenwich y, como no regresó a casa, llamó a la policía.
   – Que alguien vaya a su casa. Tal vez nuestro hombre haya metido la pata por primera vez llevándose a alguien de quien se ha denunciado su desaparición. -Levantó la mirada hacia Maddox, que estaba de pie en la puerta con un papel en la mano. Caffery reconoció el membrete con el rombo azul y rojo del Instituto Anatómico Forense. Sólo podía significar una cosa.
   – Bien -dijo Maddox. Las buenas noticias son que ya podemos dejar tranquilo al juez. Ese pobre negro se va a casa. Incluso si hubieran dispuesto de una muestra en mejores condiciones, no la hubieran necesitado. Ni siquiera tiene el mismo grupo sanguíneo.
 
   Reclinado en una silla, Diamond apretó con fuerza la mandíbula.
   Sobresaltándolos, el teléfono de Kryotos sonó. Era Betts, desde el puente de Londres, Kryotos oyó lo que tenía que decirle, dirigió una mirada a Maddox y Caffery y, silenciosamente, tendió el auricular a este último.
 
   Géminis, con los ojos clavados en la sucia pared de la celda, se preguntaba si las manchas eran lo que parecían. ¿Acaso nunca limpiaban esos apestosos agujeros? La puerta se abrió y un agente entró con una bolsa que contenía la ropa de Géminis. Las Nikes colgaban de la parte de arriba con dos hogazas de pan recién sacadas del horno.
   – Señor Henry.
   – ¿Y ahora qué?
   – Puede irse.
   Géminis le miró con recelo.
   – ¿De veras?
   – Sí. -El agente se agachó para dejar la ropa en el camastro, se enderezó y le dirigió una mirada penetrante. De veras.
 
   Caffery estaba hablando por teléfono con Fionna Quinn cuando Essex y el detective Logan llamaron a la puerta. Essex tenía una expresión sombría.
   – Para lo de Harteveld -dijo enseñando el conocido maletín amarillo.
   – Iré después de vosotros. Hemos quedado allí con la doctora Quinn.
   – Jack.
   – ¿Qué pasa?
   Essex se le acercó para que Logan no pudiera oírlos.
   – La doctora Amedure ha intentado localizarte desde el laboratorio.
   – ¿Sí? -Caffery se puso rígido y tapó el auricular.
   – Ha descubierto algo.
   – ¿Qué?
   – Dice que son huesos de cerdo.
   Caffery se hundió en su asiento.
   – ¿Estás bien?
   – Sí; no es precisamente una sorpresa.
   – Seguramente podrías acusarle de provocación. Denúnciale, tienes testigos de sobra.
   – No. -Caffery estaba cansado. Cansado de lo que estaba pagando por Ewan. Gracias, pero lo dejaré pasar. No será la última vez.

CAPÍTULO 35

   Las puertas del invernadero seguían abiertas. Caffery pegó la orden judicial en el cristal de una ventana y se apartó para que entraran la doctora Quinn y el detective Logan enfundados en sus blancos monos como un par de amables fantasmas. Él se quedó fuera con Essex, examinando un empapado montón de colillas en un parterre de margaritas. No parecía un día de principios de verano sino de cuando empieza a apuntar el otoño. El viento soplaba con fuerza y los rayos de sol ondulaban como un calidoscopio sobre los grandes árboles, los arces del Japón, el imponente gingko, llenando el jardín con reflejos verdes y amarillos. Como el día en que Ewan se alejó siguiendo la vía del tren, pensó Caffery. Huesos en un anónimo banco de laboratorio. Huesos de cerdo. Penderecki hurgando una vez más en la herida.
   Luego, la doctora Quinn salió e intentó abrir la puerta principal de la casa, pero no lo consiguió. Llamó a Caffery.
   – Está cerrada -dijo cuando éste acudió. Las llaves no se ven por ningún sitio.
   – Huele fatal. ¿Qué opina?
   – Estoy deseando averiguarlo. -Echó la cabeza hacia atrás y olisqueó el aire. Apesta.
   – Sí -asintió Caffery, huele desde el jardín.
   Essex encontró un escoplo en el garaje y forzó la puerta. El intenso olor los hizo retroceder.
   Quinn sacó de su maletín una mascarilla.
   – Ustedes quédense aquí -dijo.
   Despacio, ella y Logan encendieron una linterna y entraron en el vestíbulo.
   – Menudo pestazo -dijo Logan.
   – Y que lo digas -repuso Jack.
   Logan y Quinn se internaron en la casa, dejando a Caffery y Essex con gesto expectante.
   – Bueno -dijo Essex tras un largo silencio, ¿qué piensas que es esa peste?
   Essex estaba nervioso. A pesar de sus bravatas, le asustaba lo que podían encontrar allí adentro.
   – ¿Qué crees que es?
   – ¿Pájaros?
   – Puede ser.
   – ¿Peace Nbidi Jackson?
   – Eso espero.
   – Bien. -Essex se aflojó el cuello de la camisa y se restregó la cara. Eres más valiente que yo, Jack. Lo digo en serio.
   Al poco, Quinn volvió a asomarse por la puerta.
   – ¿Y bien? -preguntó Caffery. ¿De dónde venía ese olor?
   – Hay comida tirada por todas partes. Pero… -Miró por encima del hombro.
   – ¿Pero?
   – Pero sobre todo procede del cuarto de baño que está en el segundo piso. Ven y te lo enseñaré.
   Avanzaron con cuidado por la planta baja. Quinn les permitió echar una rápida mirada a las habitaciones, pero no los dejó entrar en ninguna de ellas.
   – Todavía no. Quiero que antes pase el equipo de fotografía.
   Había encendido todas las luces y señalado un camino pegando cinta fluorescente en el suelo. En la primera vieron el equipo Dolby de música de Harteveld, una botella vacía de pastis y dos vasos con restos de leche reseca, una mesa con mantel y periódicos, sillas y paquetes de comida diseminados por el suelo. En un pequeño estudio en la parte delantera de la casa, una nube de moscas ocultaba un montón de platos sucios coronados con restos de pollo. Todas las cortinas de la casa estaban echadas.
   – Bien, vayamos arriba.
   La doctora Quinn los precedió hasta la escalera. Logan los esperaba en el pasillo, delante del cuarto de baño.
   – El olor viene de aquí -dijo. Ahora verán por qué.
   Logan abrió la puerta.
   – ¡Joder! -exclamó Essex.
   El cuarto de baño era pequeño y de techo alto, con una alegre cortina a rayas en una gran ventana ovalada. Encima de la repisa de mármol había tubos aplastados de dentífrico, metros de hilo dental, cuchillas de afeitar usadas, paquetes de preservativos, una mugrienta pastilla de jabón. Todo estaba cubierto de polvo.
   – Ahí. -Logan señaló el inodoro. El olor procede de ahí.
   La tapa estaba levantada. En la taza de porcelana flotaban heces mezcladas con papel higiénico. El algún momento una compota de excrementos y papel se había desbordado alcanzando las paredes alicatadas, el borde de la bañera, el plato de la ducha. Luego el agua se había evaporado dejando un pestilente sedimento negro salpicado con manchas de papel rosa.
   – ¿Algún indicio sobre Peace? -preguntó Essex.
   – No. Sólo algunos pelos púbicos. Vamos a tomar muestras de eso -dijo señalando el líquido cenagoso que llenaba el inodoro. También he descubierto algunas huellas. -Bajó la tapa señalando la impresión de dos pulgares en la parte de atrás. Volvió a levantarla para mostrar cuatro huellas invertidas de unos dedos pequeños femeninos, en la parte de abajo de la tapa. Observen la separación entre los dedos. ¿Qué suponen que estaba haciendo?
   Caffery puso su mano en la misma posición.
   – ¿Sujetando la tapa? ¿Vomitando? Tal vez heroina.
   – Con toda esa porquería no se necesita heroina para vomitar.
   – ¿Qué lo ha atascado? -preguntó Caffery mirando con asco dentro de la taza.
   – Comprobémoslo. -Quinn se puso la mascarilla y se subió los puños de sus guantes de caucho para cerrar herméticamente su mono.
   Se agachó y hundió un brazo en el sifón. Como un veterinario ayudando en un parto difícil, pensó Caffery. Logan desplegó un plástico en el suelo.
   – Ya lo tengo.
   Essex, lívido, miró a Caffery mientras Quinn entornaba los ojos con la cara contra el borde de la taza para poder agarrarlo mejor.
   – ¡Allá voy! -exclamó, y sacó el brazo dando un brusco tirón.
   Un revoltijo de pelos, preservativos, papel higiénico y heces aterrizó, goteante y pestilente, en el plástico extendido en medio del cuarto de baño. Essex se tapó la boca y retrocedió con cara de asco. Quinn resopló y escarbó con un dedo en aquella porquería. Sacó dos pedazos de tela enredados entre aquella inmundicia y los echó dentro de la bolsa que Logan mantenía abierta delante de ella.
   – Una falda y un par de leotardos. -Caffery parecía decepcionado.
   – En el laboratorio tendrán que ponerlos a secar.
   – Sólo es ropa.
   – ¿No era lo que esperaba?
   – No exactamente. No.
   Essex, todavía tapándose la boca, observaba a Logan etiquetar y rotular la bolsa.
   – ¿Sabes una cosa? -le dijo más tarde dándole unos amistosos golpecitos en la espalda. Eres fantástico en este tipo de trabajo. Si en el próximo caso me asignan la recogida de pruebas, pienso contratarte.

CAPÍTULO 36

   Al terminar el día habían descubierto huellas digitales de Shellene en un vaso, en un tenedor con mango de hueso y en una botella de mueble bar del salón. Recogieron dos pelos color berenjena en el guardarropa de la planta baja, y Logan encontró jeringuillas en una caja lacada, así como pequeñas cantidades de heroina y cocaína en dos tinteros antiguos de cristal.
   – No es suficiente -admitió Fionna Quinn en la reunión que mantuvieron por la tarde. Esperaba encontrar pruebas orgánicas de las mutilaciones, pero no ha sido posible.
   Tampoco encontró material de sutura, ni el bisturí que Krishnamurti creía había utilizado, ni el jabón antiséptico Wright’s Coal Tar.
   – Todo debería estar más sucio. Deberíamos haber encontrado restos de sangre, de materia pútrida, al menos en los sumideros. Los del Instituto Forense han recogido muestras del maletero de su coche, y supongo que será ahí donde los encontraremos… Debió de llevárselas a otro sitio, seguramente después de haberlas asesinado. Probablemente es en ese lugar donde tenía la jaula con los pájaros.
   – El bufete de abogados Schloss-Lawson y Walker nos entregará una lista con el resto de sus propiedades -dijo Caffery.
   Maddox meneó la cabeza.
   – Si no nos damos prisa tendremos que pedir una orden de registro.
   – Sí, y coincido con Quinn en que debemos seguir buscando.
   – Sí -musitó Quinn. En cuanto encontremos restos orgánicos creo que encontraremos a Peace Nbidi Jackson.
   Por un momento todos se quedaron callados. Lo primero que debía hacer Essex por la mañana era llamar al padre de Peace, Clover Jackson, pedirle que se presentara al día siguiente para ver las fotografías que se habían hecho de los artículos encontrados en el cuarto de baño de Harteveld y comprobar si la falda verde lima era la misma que llevaba su hija la noche de su desaparición.
   – Bien -suspiró Maddox. Marilyn, por la mañana se debe reanudar la búsqueda en el resto de las residencias de Harteveld. No quiero que el tiempo siga haciendo mella en la familia Jackson.
 
   Después de la reunión, Caffery se sacó la corbata y llamó a Rebecca.
   – Iba a salir al parque -dijo ella con excesiva jovialidad, quiero pintar la escuela naval.
   – ¿Podemos encontrarnos allí?
   – ¡Claro! ¿Media hora? -contestó Rebecca con un entusiasmo que sonaba forzado.
   – ¿Estás bien?
   – Sí. ¿Por qué?
   – Pues… -hizo una pausa -no lo parece.
   – Estoy bien, de veras.
   Cuando Jack colgó, Essex empezó a tomarle el pelo.
   – Pero qué listillo eres, ¡qué escondido lo tenías! A ver si consigues que ligue a Joni, cuéntale lo sensible y comprensivo que soy.
   Caffery guardó la corbata en un cajón de su escritorio, fue al lavabo para mojarse la cara, cogió su teléfono móvil y se dirigió a Greenwich. Cuando llegó al parque, el sol del atardecer se reflejaba en las antiguas ventanas del Royal Observatory prestándoles un brillo dorado. La muerte de Harteveld debería haberle tranquilizado, pero se sentía incómodo, con los nervios a flor de piel y a punto de estallar, como si se estuviera preparando para enfrentarse a nuevos problemas. Sólo estás cansado, Jack, se dijo. En cuanto duermas una noche, el mundo te parecerá distinto.
   Rebecca estaba sentada frente a la cúpula en forma de bulbo de Flamsteed con un bloc para acuarela apoyado sobre las rodillas y sujetando un pincel entre los dientes mientras mezclaba las pinturas con otro.
   Caffery se detuvo para disfrutar del lujo de observarla sin ser visto. El sol iluminaba la curva de su mejilla, el suave vello dorado de su piel. Con su corta falda escocesa parecía sorprendentemente vulnerable, como si esa extensión de hierba esmeralda cobrara vida con su mera presencia.
   Dejó el pincel en el suelo, se pasó un trapo por las manos y, como si le adivinara, levantó la mirada dándose ligeramente la vuelta con los ojos envueltos en sombras por el sol del atardecer.
   – Hola.
   No se había maquillado y Caffery vio cómo las comisuras de su boca iniciaban una sonrisa.
   – Hola, Jack.
   – Así que sabes mi nombre.
   – Sí. -Bajó la cabeza y el pelo escondió la expresión de su cara.
   Mira, he traído un borgoña -dijo abriendo una mochila y sacando una botella y un sacacorchos. Y una bolsa de nectarinas. Espero que no quisieras ir a un McDonald’s.
   – Conque vamos a tomar una copa, ¿eh?
   – ¿Y?
   Jack se encogió de hombros, se sacó la chaqueta y se sentó en el césped cogiendo la botella.
   – No era precisamente yo el que estaba preocupado.
   – Pero eras tú el que quería verme.
   – Cierto.
   – ¿Por qué? ¿Qué quieres?
   – ¿La verdad?, pensó él. Me gustaría, me gustaría… Carraspeó y empezó a sacar el precinto de la botella.
   – Lo encontramos. Era Toby Harteveld. Hace apenas una hora se lo comunicamos a la prensa.
   – ¡Oh! ¿El asesino era Toby?
   – Hay algo más.
   – ¿Qué?
   – Ha muerto. Quería que lo supieras antes de que lo vieras por televisión. A las diez de la mañana saltó desde el puente de Londres.
   – Dios mío… -Suspiró con los ojos fijos en la ciudad que se extendía a sus pies: río arriba el puente de Londres se alzaba como un naufrago en medio de la niebla y, más abajo, el Millenium Dome, como un esqueleto destacando contra el azul del cielo, rielaba en un horizonte cubierto de bruma. Más allá, el desguace. Así que todo ha terminado.
   – Supongo.
   Rebecca se quedó en silencio. Al fin, muy decidida, como si ya hubiera superado la sorpresa, sacó dos copas de la mochila y las puso sobre la hierba. Miró a Jack con una sonrisa.
   – Tú y yo tenemos algo en común.
   – ¿De veras? -Caffery cogió el sacacorchos. ¿Qué?
   – Las uñas. Miró sus manos. Desde que todo esto empezó no he sido capaz de tocar nada sin que se me rompieran las uñas, como si así descargara la tensión. -Hizo una pausa. ¿Cuál es tu excusa?
   Él sonrió levantando su amoratado pulgar.
   – ¿Te refieres a esto?
   – Sí, anda, cuéntamelo.
   – ¿De verdad quieres saberlo?
   – Naturalmente.
   – Bien, veamos. Teníamos una cabaña en un árbol. Eso es lo primero.
   – ¿Una cabaña en un árbol?
   – Ya casi ha desaparecido, quizás un día te enseñe dónde estaba.
   – Me gustaría.
   – Mi hermano Ewan me empujó. Yo tenía ocho años. El morado debería haber desaparecido, pero ahí está, desconcertando a los médicos. Soy un fenómeno médico.
   – Espero que lo mataras.
   – ¿A quién?
   – A tu hermano.
   – No, yo… -Vació. No. Supongo que le perdoné.
   Se quedó en silencio y Rebecca frunció el ceño.
   – ¿Qué he dicho…?
   – Olvídalo. -Descorchó la botella y llenó las copas.
   – Lo siento, no he pensado lo que decía. A veces me comporto como una bruta…
   – No pasa nada -levantó la mano, de verdad. No te preocupes.
   Se miraron a los ojos. Rebecca, asombrada; Caffery, con una sonrisa en los labios. Dentro de su bolsillo, el teléfono móvil, sobresaltándolos, rompió la magia del momento.
   – Vaya. -Dejó la botella y, alargándose, cogió la manga de su chaqueta y la arrastró hacia sí. Muy oportuno. Perdona.
   Ella se reclinó, casi agradecida de que el teléfono la sacara del atolladero. Jack respondió a la llamada.
   – Lo he hecho -oyó una débil voz.
   – ¿Verónica?
   – Lo he hecho. Por fin he conseguido hacerlo.
   – No me hables con enigmas. -Silencia. ¿Verónica?
   – Eres un cabrón. -Sorbió como si estuviera llorando. Te lo merecías.
   – Escucha…
   Pero ya había colgado.
   Caffery suspiró, dejó el teléfono y levantó los ojos. Sin mirarle, Rebecca estaba trazando líneas con un pincel.
   – ¿Quién era? -preguntó al fin.
   – Una mujer.
   – Verónica, ¿así se llama?
   – Sí.
   – ¿Qué quería?
   – Atención.
   Apoyó la barbilla en la mano y la miró.
   – ¿Y piensas dársela?
   – No.
   – Ya -repuso Rebecca asintiendo con la cabeza.
   No te está creyendo, Jack, se dijo él. Se palpó los bolsillos buscando tabaco y, de pronto, por detrás de los rojos tejados del observatorio, una bandada de estorninos emprendió el vuelo. Caffery se sobresaltó inexplicablemente.
   – Pájaros -musitó.
   Rebecca volvió la cabeza para verlos y los últimos rayos de sol iluminaron su cara. Sonrió.
   – «No naciste para la muerte, pájaro inmortal -declamó. Cientos de generaciones hambrientas no han conseguido detener tu vuelo.»
   Los estorninos ascendieron en el aire hasta que, de pronto, detuvieron su aleteo para caer luego en picado con un batir de alas. Lanzando una exclamación de sorpresa, Rebecca se protegió con los brazos.
   – Creí que iban a atacarnos -se reía atusándose el pelo y bromeando ante su propio nerviosismo. Se calló al ver la expresión de Jack. ¿Qué te pasa?
   – No lo sé.
   Sacudió la cabeza. Había visto cómo se acercaban los pájaros.
   Había visto sus ojos y algo se había removido en su interior. Pensó en Verónica y en aquel montón de huesos. Pensó en la aviesa sonrisa que sorprendió en su cara cuando Penderecki entró en la habitación, como si hubiera sido ella quien lo había planeado. De pronto aplastó el cigarrillo en el suelo y se levantó.
   – Será mejor que me vaya.
   – Así que vas a prestarle la atención que te ha pedido.
   – Sí. -Se bajó las mangas. Supongo que voy a hacerlo.
 
   El Tigra rojo de Verónica estaba aparcado fuera de la casa. Pretenciosa. Como si tuviera todo el derecho a estar allí. Ya había caído la noche y una delgada columna de humo se elevaba sobre los tejados de la zona donde vivía Penderecki. La casa estaba sumida en la oscuridad. Caffery entró con cautela, esperándose lo peor.
   – ¿Verónica? -llamó desde el umbral de la puerta, nervioso en su propia casa. ¿Verónica?
   Silencio. Encendió la luz del recibidor y parpadeó deslumbrado. Todo estaba tal como lo había dejado: la alfombra ligeramente arrugada y la bolsa para la tintorería todavía hecha un guiñapo. Por la puerta de la cocina atisbó sobre la mesa la taza de su desayuno. Cerró la puerta, colgó la chaqueta en el perchero y entró en la cocina.
   – ¿Verónica?
   Le faltaba el aire. Le pareció que desde el alféizar de la ventana, una de las plantas de Verónica, una buganvilla, desplegaba sus flores de un rojo obsceno absorbiendo con sus carnosos pétalos el oxígeno de la casa. Se precipitó hacia la ventana y la abrió, dejando que el penetrante olor de la noche entrara en la cocina. Luego tomó un trago de whisky directamente de la botella.
   La sala estaba tranquila. Las preciosas copas de Verónica seguían esperando en sus cajas a que las recogieran. Fue en el comedor donde notó su presencia: lo habían limpiado a conciencia, obsesivamente. El aroma a lavanda de la cera para muebles todavía flotaba en el ambiente. De pie en la puerta, reparó en una tarjeta bordeada de negro, como las esquela mortuorias. El texto era muy sencillo: «Que te jodan, Jack. Con amor, Verónica».
   – Gracias, cariño -murmuró guardándose la tarjeta en el bolsillo.
   Abrió las ventanas y salió al pasillo. Sólo se oía el tictac del reloj de pared del abuelo y el perezoso zumbido de una mosca. Arriba. Debía de estar arriba.
   – Ya he llegado, Verónica. -Se paró en el descansillo de la escalera mirando las cerradas puertas de la habitación. ¡Verónica!
   Silencio. Subió lo últimos peldaños y se detuvo con la mano en el tirador de la puerta.
   De pronto se sintió harto de todo. Si Verónica se había tomado una sobredosis y yacía tirada sobre su cama, pasaría otra noche sin dormir. Urgencias. Lavado de estómago. Examen psiquiátrico. Su estoica familia sentada en silencio, dándole a entender que él era el responsable.
   O podría (y tembló sólo de pensarlo) simplemente llamar a Rebecca, decirle que sentía haberla dejado, invitarla a tomar una copa y pasar la noche seduciéndola para llevársela a la cama mientras Verónica se acurrucaba silenciosamente en la oscuridad, sola… Permaneció de pie con el pulso acelerado hasta que esa posibilidad se agotó en sí misma. Luego inspiró profundamente, muy despacio y abrió la puerta del dormitorio.
   – ¡Joder!
   También había hecho la cama y quitado el polvo. Pero no había nada que recordara la muerte: ni salpicaduras de sangre en las paredes, ni botes vacíos de píldoras. Ni Verónica.
   Examinó rápidamente los armarios: todo estaba en su sitio, pulcramente ordenado. El despertador atestiguaba tranquilamente el paso del tiempo sobre la mesita de noche. De pronto Jack pensó en la habitación de Ewan.
   Bajó hasta el descansillo y encontró la puerta abierta. Verónica estaba dentro. Mirándole.
   Se observaron fijamente. Ella vestía una blusa blanca de seda y unos pantalones anchos de lino. Alrededor del cuello llevaba un fular estampado con diminutas hebillas doradas sujeto con un broche de diamantes. Estaba pálida y parecía estar conteniéndose. Nada en ella sugería que hubiera intentado hacerse daño.
   – ¿Por qué estás en mi casa?
   – He venido a buscar las copas de mamá. ¿Se me permite hacerlo?
   – Recógelas y vete.
   – Educación -siseó y enarcó las cejas. ¿Conoces esa palabra, Jack, educación?
   – No pienso discutir…
   De pronto se interrumpió: las estanterías estaban vacías, los archivadores tirados por el suelo, despanzurrados y aplastados. Se quedó paralizado, intentando dar crédito a sus ojos.
   Sabe exactamente cómo provocarme, pensó, y la maldijo mentalmente. Luego se puso en cuclillas para recoger el estropicio de carpetas. La mayoría estaban vacías. Jack sabía muy bien lo poco que recuperaría de su archivo. Sabía muy bien cómo actuaba un corazón vengativo como el de Verónica.
   – ¿Y bien? -dijo por fin, sentándose sobre los talones y respirando con fuerza. ¿Qué has hecho, dónde lo has metido todo?
   Ella se encogió de hombros y se dio la vuelta para mirar por la ventana. A su pesar, Jack siguió la dirección de sus ojos. Detrás de los visillos, lentas guedejas de humo se alzaban hacia la luna.
   – ¡Mierda! -exclamó. Claro, debí haberlo imaginado.
   Se acercó a la ventana y allí, tal como había esperado, al otro lado de la vía del tren, iluminado por las ardientes ascuas, silbando y sonriendo como si hubiera estado aguardando la llegada de Jack, estaba Penderecki con la tapa del incinerador en la mano y dispuesto a echar más material al fuego.
   – ¡Oh, Verónica! -exclamó Jack exhalando un largo suspiro. Hubiera sido mejor que me arrancaras el corazón.
   – ¡Vamos, Jack! No dramatices.
   – Puta -masculló él, maldita puta.
   – ¿Qué? ¿Qué me has llamado?
   – Puta. La miró con frialdad. Te he llamado jodida puta.
   – Estás loco -repuso ella incrédula. A veces me haces desear que ese pervertido haya matado realmente a tu hermano. Y muy despacio. -Hizo una mueca. Te lo merecerías por la forma en que me estás matando, maldito cabrón. ¡Me estás matando! -Caffery la agarró con rudeza por un brazo. ¡Jack! ¡Déjame!
   La arrastró hasta la puerta, aplastando y pateando las carpetas vacías con los pies.
   – ¡Jack! -ser revolvía. ¡Suéltame, Jack!
   – ¡Cállate! -La ira le hacía sentirse firme y fuerte.
   Tiró de ella por los peldaños disfrutando de su impotencia, disfrutando con sus vanos insultos y sus inútiles forcejeos. Al llegar abajo se paró y la cogió por los hombros, manteniéndola apartada y mirándola con fría tranquilidad.
   Ella consiguió soltarse de un tirón y, con los ojos desorbitados y el pelo alborotado, retrocedió frotándose un codo. Ninguna lágrima humedecía su cara. Él comprendió que había conseguido asustarla.
   – No vuelvas a tocarme, ¿te enteras?, no…
   – Cierra la boca y escúchame.
   – Por favor… si te atreves a tocarme papá te lo hará pagar caro…
   – Acercó su cara a la suya. No lo repetiré: si vuelvo a verte te mato, y hablo en serio… ¡Te mataré de una jodida vez! ¿Ha quedado claro?
   – Jack… por favor…
   Él la zarandeó con violencia.
   – ¡Te he preguntado si ha quedado claro!
   – ¡Sí, sí! -estalló de pronto en sollozos. ¡Y ahora quítame las manos de encima! ¡Aparta tus malditas manos!
   – Fuera de mi casa. -La soltó con una mueca de asco. Vete ahora mismo.
   – Está bien -balbuceó ella y se alejó con la respiración entrecortada, mirando por encima del hombro para comprobar que no la seguía. Ya me voy.
   Caffery entró en la casa, cogió la caja y la llevó hasta la puerta de entrada. Verónica estaba delante del jardín marcando con dedos temblorosos un número en su teléfono móvil. Cuando la puerta se abrió, retrocedió estremecida de espanto. Luego vio lo que él llevaba y, de pronto la expresión se le demudó.
   – ¡Oh no! -gimió. ¡Cuestan una fortuna!
   Pero él lanzó la caja a la calle: describió una graciosa curva en el aire dejando caer cristal y terciopelo verde, rebotó en el techo del Tigra y acabó por hacerse añicos en medio de la calzada.
   – Te juro, Verónica -dijo él antes de regresar a la casa, que te mataré.
   Dio un portazo, echó el cerrojo y fue a la cocina a buscar el whisky.

CAPÍTULO 37

   El despertador sonó a las siete de la mañana y Jack siguió acostado mirando las sombras de los árboles reflejadas en las paredes de su habitación. Al cabo de una eternidad se volvió boca arriba, se tapó los ojos y empezó a respirar con fuerza.
   Demasiado lejos. Esta vez todo había llegado demasiado lejos.
   Había habido otras como Verónica. Otras relaciones que se habían roto a los pocos meses. Pero, incluso aunque se rompieran con amargura, la venganza nunca se le había desatado con tanta violencia. Nunca habían conseguido herirle.
   Tal vez deberías extraer alguna lección de todo esto, se dijo.
   Una lección de vida.
   Se apretó las sienes y pensó en Rebecca, apartándose su pelo castaño de los ojos. Se preguntó si también metería la pata, cuánto tiempo tardaría en estropearlo. Seis meses, quizás. O un año si se esforzaba mucho. Y luego estaría en el mismo sitio. Solo. Sin hijos. Pensó en sus padres, optimistas, ilusionados iniciando la vida de sus dos hijos allí mismo, en esa habitación bañada por el sol.
   – Maldita sea, Jack -masculló para sí mismo. Contrólate.
   Se apoyó en los codos, parpadeando por la luz de la mañana y tiró del teléfono hacia la cama.
   Rebecca, soñolienta, respondió enseguida.
   – ¿Te he despertado?
   – Sí.
   – Soy el detec… Rebecca, soy yo, Jack.
   – Lo sé -respondió ella con tono monocorde.
   – Siento lo de anoche.
   – No pasa nada.
   – Me preguntaba si…
   – ¿Sí?
   – Si esta noche… ¿Una copa o cenamos juntos?
   – No. -Hizo una pausa. No, no me parece una buena idea.
   – Y colgó.
   Esto te enseñará, pensó Jack, y se levantó.
 
   Maddox, recién afeitado con una camisa de manga corta, le encontró en el pasillo de Shrivemoor con una taza de café en la mano.
   – Jack, ¿qué te pasa? No será otra vez ese pervertido, ¿verdad?
   – No es nada.
   – Pareces recién salido de una cloaca.
   – Gracias.
   – ¿Cómo estaba el tráfico?
   – Pasable. ¿Por qué?
   Maddox sacó del bolsillo las llaves del coche del equipo y las hizo tintinear delante de sus narices.
   – Porque ahora mismo vas a volver por donde has venido.
   – ¿Pasa algo?
   – Tal vez hemos encontrado a Peace Jackson. Una mujer encontró el cuerpo en un contenedor de basura hace apenas quince minutos.
 
   Royal Hill, que une Greenwich con Lewisham, sube serpenteando como si quisiera alcanzar Blackheath y por el camino perdiera las fuerzas. Al cabo de medio kilómetro gira a la izquierda y cae en picado hasta juntarse con South Street. Cuando llegaron y consiguieron aparcar el coche ya había una multitud de curiosos en el lugar de los hechos. Los vecinos, apartando los visillos, miraban con los brazos apoyados sobre los alféizares de sus ventanas. El juez de instrucción se presentó con los de pompas fúnebres, dos tipos fornidos con corbatas negras que esperaban de pie junto a su Ford Transit. Un agente de policía estaba precintando el pequeño jardín delantero mientras sus colegas impedían el acceso al sendero pavimentado donde estaba el contenedor con la tapa abierta.
   Basset estaba en la calle con la cabeza gacha, absorto en la conversación que mantenía con Quinn. Apenas advirtió la presencia de Maddox se le acercó con la mano extendida.
   – Bien, Basset -le dijo Maddox estrechándole la mano, ¿qué tenemos aquí?
   – Tiene el aspecto de ser obra de Harteveld, señor. Hembra, desnuda, parcialmente envuelta en tres bolsas de plástico. Quinn le ha echado un vistazo y puedo asegurarle que hemos hecho bien en llamarle. Tiene algunos cortes reveladores en los pechos y el esternón abierto en canal. No hemos podido ver la cabeza, la tiene hacia abajo, pero, por si sirve de algo, le diré que es afro caribeña.
   – Bueno, creo que sabemos de quién se trata.
   – Ya he perdido el rigor mortis, de lo contrario no tendría las piernas dobladas sobre el pecho.
   – ¡Encantador! -Maddox arrugó la nariz y levantó la mirada hacia el cielo. ¿Cuándo podremos ocuparnos de algunos deliciosos cadáveres frescos? -Cogió la mascarilla y los guantes de látex que le tendió Logan y se dio la vuelta. Jack, habla con la mujer que la encontró, Logan y yo nos ocuparemos del resto.
 
   La mujer estaba con una oficial en la cocina de la pequeña casa adosada, contemplando la tetera eléctrica. Dieron un respingo al oír entrar a Jack.
   – Lo siento, la puerta estaba abierta.
   La agente frunció el entrecejo.
   – ¿Y usted quién es?
   – AMIP. Detective inspector Caffery.
   – Perdón, señor. -Se sonrojó. Estaba preparando un té con la señorita Velinor. ¿Le apetece una taza?
   – Gracias.
   La mujer, vestida con un caro traje sastre hecho a medida, le dirigió una lánguida sonrisa. Resultaba atractiva con su rostro egipcio de facciones severas y angulosas y su oscuro pelo recogido en un moño.
   Había dejado su maletín junto a unas revistas tiradas sobre la mesa: tres publicaciones sobre negocios, un montón de hojas con los tests psicométricos de Saville & Holdsworth y un ejemplar del Guardian con la fotografía de Harteveld. En la ventana colgaban de un tendedero cuatro toallas de baño.
   – Si quiere preguntarme alguna cosa -dijo, tendrá que esperar a que me tome una taza de té. Por desgracia he vomitado.
   – No hay prisa, tranquilo.
   Les ayudó a poner la esa llevando la leche y el azúcar. Se sentaron cerca de la ventana y, poco a poco, el semblante de la señorita Velinor se relajó, volviéndole el color a medida que tomaba su té.
   – Ya me siento mejor.
   Caffery sacó su libreta de notas.
   – Cuénteme qué ha pasado. ¿Fue cuando iba a tirar la basura antes de irse a trabajar?
   Asintió y puso la taza en el plato.
   – Creí que alguien había tirado algo asqueroso para gastar una broma. Mi compañero es blanco pero yo, como puede ver, soy una mezcla de razas y a la gente no le hace mucha gracia. Hace dos semanas hicieron una pintada en la puerta principal, y no se imagina lo que llegan a meter por el buzón. Pensé que sería algo por el estilo.
   – ¿Y la ha mirado dentro?
   – Olía tan mal que sentí curiosidad. Esperaba encontrar algo… -se apretó la nariz e hizo una mueca, pero no eso; nunca lo hubiera esperado.
   – ¿Cuánto tiempo cree que llevaba ahí?
   – No tengo ni idea.
   – Inténtelo.
   – Imagino que desde anoche. Pero no puede ser porque, dígame, ¿cuándo murió Harteveld? ¿Ayer por la mañana? -Miró el Guardian. Esa… esa chica tendrá algo que ver con él, ¿no cree?
   – ¿Qué le hace pensar que fue la noche pasada?
   – Pues… -dijo con desconcierto -no lo sé. El contenedor tenía la tapa bien puesta y si esta mañana no hubiera sacado la basura hubiera pasado por delante sin enterarme de nada.
   – ¿Cuándo fue la última vez que tiró su basura?
   – Déjeme recordar… Los basureros pasaron el lunes. Mi compañero tuvo libre la noche del martes y tomamos unas copas. Era su cumpleaños y llenamos una bolsa con botellas y papeles de regalo, ya sabe, y estaba segura de haberla sacado anoche, pero debí de tirarla ayer por la mañana.
   – ¿Dónde trabaja, señorita Velinor?
   – En el hospital St. Dunstan.
   Caffery enarcó las cejas.
   – ¿St. Dunstan?
   – Sí. ¿Por qué?
   – ¿Sabe por qué motivo la eligió el señor Harteveld?
   – ¿Elegirme? -Meneó la cabeza. No lo creo. Le había visto un par de veces en la junta del hospital, conocía a uno de mis colegas, pero no creo que se fijara en mí más que en cualquier otra persona.
   Apenas sabía de mi existencia.
 
   Cuando Caffery hubo terminado se dirigió a la puerta principal, el contenedor, cubierto con un polvo plateado para recoger huellas digitales, había sido volcado sobre una gran tela de plástico. En cuclillas, Logan, con un mono blanco, observaba a Quinn que, a cuatro patas, tenía el tronco casi enteramente metido dentro del contenedor. Maddox, de pie fuera de la zona acordonada, frunció el entrecejo por encima de su mascarilla blanca.
   Quinn salió arrastrándose y miró a Maddox.
   – ¡Bingo! -dijo con la voz amortiguada por la mascarilla. Tiene las marcas en la cabeza. Saquémosla de aquí.
   Caffery se paró en los peldaños de la puerta con las manos en los bolsillos. Estaban muy cerca del piso de Rebecca. Seguramente pasaba por el final de esa misma calle cuando se dirigía al centro de la ciudad. Extraño, pensó, la vida teje hilos invisibles.
   Quinn y Logan tiraron del cadáver. La forma en que lo sacaron del contenedor le recordó a un parto: la piel manchada y húmeda, el pelo, cubierto de limo, pegado a la cabeza por la descomposición como una viscosa capucha. Los miembros inertes, los dos policías vestidos de blanco. La arrastraron fuera con la cabeza colgando y la dejaron sobre el plástico como una masa húmeda e informe.
   El agente que estaba en la calle se cubrió la boca con las manos y se dio la vuelta para no verla. La putrefacción había borrado sus facciones, pero pudieron ver el ya conocido maquillaje en los ojos y el carmín en los labios, el azul cobalto de la sutura en los pechos, la brutal incisión en la caja torácica.
   Con ceño, Quinn se inclinó para ver más de cerca la cara y, luego miró a Maddox mientras se quitaba la mascarilla.
   – Creo que tiene un lunar encima del labio superior.
   Maddox asintió con el rostro tenso.
   – Es ella. Es Peace Jackson.

CAPÍTULO 38

   Malpens, a cien metros del jardín delantero de la casa de Lola Velinor, es una calle tranquila y bordeada por árboles. Las altivas mansiones eduardianas se esconden tras los limeros, jazmines e hibiscos de sus elegantes jardines.
   Esa noche, poco antes de las nueve, en la cocina del sótano, con la ventana abierta para que entrara el olor a madreselva, Susan Lister estaba preparando una salsa a base de vino tinto para la cena. Había corrido por el camino de siempre a lo largo de Trafalgar Street, pasando por el St. Dunstan hasta el parque, y todavía llevaba puestos sus pantalones grises de chándal y una sudadera Nike sobre un sujetador de deporte. Su melena rubia, ligeramente húmeda, estaba recogida en una coleta. No iba a tener tiempo de tomar un baño antes de recoger a Michael en la estación. Trabajaba hasta muy tarde y cogía el tren de las nueve menos cinco en el puente de Londres. En la mesa de pino, un televisor portátil estaba sintonizado en las noticias de la BBCi. Pellizcó la punta de un diente de ajo y lo peló. Detrás de ella sonó la campanada de un reloj y la cabecera de las noticias del día.
   «Un nuevo cadáver encontrado en el sudeste de Londres. Scotland Yard no ha descartado que pueda relacionarse con los asesinatos de Harteveld».
   Susan subió el volumen y se apoyó contra la encimera con un vaso de vino en la mano.
   «Al conocerse los detalles del caso, la fiscalía ha exigido una rápida evaluación del PRCU. Programa de Investigación Criminal». En la pantalla apareció la imagen del subsecretario del Ministerio del Interior en el césped que rodea el parlamento con la brisa revolviendo su escaso pelo.
   Expresó su condolencia a los familiares de las víctimas y empezó a desgranar las cifras anuales del crimen. Luego, sir Paul Condon, en una conferencia de prensa, aseguró ante las cámaras que el CID de Greenwich y el AMIP eran perfectamente competentes y que muchas gracias y que no, que no podían confirmar ni negar que se tratara de una víctima de Harteveld.
   Susan bebía su vino pensativamente. Harteveld había vivido sólo a un kilómetro de distancia. Se había estremecido al descubrir que el peculiar coche verde que solía ver aparcado delante del St. Dunstan cuando salía a correr, había sido el suyo. Y ahora esto, otro cadáver.
   Las imágenes mostraron una calle de Londres, reconocible como Royal Hill, con tres detectives vestidos de gris llevando una caja amarilla. Luego una toma de un helicóptero, una fugaz pasada sobre los tejados de Malpen Street y luego la repetición de tres fantasmagóricas figuras enfundadas en monos blancos trajinando dentro del cordón policial.
   «Con este nuevo asesinato la cifra no oficial de cadáveres se eleva a seis, de los que sólo cuatro han sido identificados. Esta noche, el comisario jefe Days, del departamento de homicidios del sudeste de Londres, se ha negado a confirmar que estuvieran investigando una posible conexión de este nuevo crimen con Toby Harteveld».
   De pronto sintió un miedo irracional y cerró la ventana. Un cadáver en Royal Hill. ¿Tan cerca? Sobrecogida, terminó de picar el ajo, consciente de que sus cavilaciones la llevaban más allá de la madreselva de la ventana. Especies chinas, un poco de soja y la carne de cerdo. Se lavó las manos y cogió las llaves del coche de encima del refrigerador. Michael debía de estar esperándola.
   Fuera el aire era suave y cálido, la noche olía al jazmín que ya había florecido en el jardín de al lado. Se detuvo un momento. Todo había terminado pensó. Harteveld había muerto y su cuerpo yacía en algún depósito de cadáveres. Ya no había razón para temer nada. La calle tenía el mismo aspecto de todas las noches, las palmeras del jardín de sus vecinos prestaban al aire un aroma a ciénaga como si fuera a oírse el sonido de las cigarras. Nada que se saliera de lo habitual.
   Un coche que no reconoció, francés, tal vez un Peugeot. Vacío.
   Quizás esta noche le propondría a Michael que pusieran una alarma en la casa. Se sentiría más segura si él seguía trabajando hasta tan tarde. O un perro. Caminó los pocos metros que la separaban de su Ford Fiesta. Eso sí era una buena idea: un perro.
   Dentro del coche todavía hacía calor después de haber pasado todo el día al sol y despedía un olor penetrante. Su marido tenía la costumbre de dejar durante días enteros su ropa de criquet usada en el maletero.
   – Te mataré, Michael -murmuró mientras buscaba la llave del encendido.
   Le haría sacar la bolsa y lavar la ropa antes de acostarse y le recordaría que ambos trabajaban y que él tenía que hacer algo por la casa.
   Se mordió el labio y se abrochó el cinturón de seguridad. Un perro era una excelente idea. Un bóxer o un doberman. Uno grande y fiero. Podría llevárselo cuando saliera a correr, tal vez con eso lograría que los camioneros que pasaban por Trafalgar Street lo pensaran dos veces antes de meterse con ella. Se inclinó para buscar la llave del contacto bajo la luz de una farola, arrancó y miró por el espejo. Del asiento de atrás se incorporó un hombre. Sonriéndole.

CAPÍTULO 39

   A la mañana siguiente sacaron el cuerpo de Harteveld de río en Wapping y lo llevaron a Greenwich para practicarle la autopsia, mientras sus abogados, Schloss-Lawson y Walker, se dirigían al AMIP con la cartera de propiedades de su cliente. Maddox y Caffery le echaron un vistazo e inmediatamente descubrieron lo que estaban buscando.
   – ¿Pedimos una orden para Halesowen Road?
   Maddox asintió.
   – ¿Y la autopsia de Peace Jackson?
   – Esta tarde, después de la de Harteveld.
   – Bien, ocúpate de la Jackson. Dejaremos que Logan y Essex se encarguen del piso.
   Cuando Caffery llegó al depósito de la calle Devonshire, el cadáver de Peace ya había salido de rayos X y se había completado el examen externo. La habían fotografiado, cogido muestras de pelo y fibras, y realizando un frotis oral, anal y vaginal. Un forense le tendió una mascarilla y aceite de alcanfor.
   – Su móvil -murmuró. Si todavía no lo ha…
   – Sí, claro. -Desconectó su teléfono, se sentó en la rampa de descarga y contempló la zona de disección.
   – Buenas tardes -le saludó sin levantar los ojos Krishnamurti, embutido en su mandil verde de hule. Estaba rebanando la cabeza de Peace de oreja a oreja. Ya veo que le ha tocado bailar con la más fea.
   – Qué remedio.
   – Me han dicho que ese Harteveld que conocí esta mañana en mi mesa de trabajo era el mismo Harteveld responsable de que no haya podido dejar de trabajar durante las últimas semanas.
   – Cogió el cuero cabelludo de Peace entre el índice y el pulgar y tiró suavemente hacia abajo, dejando a la vista el cráneo recubierto de sangre coagulada. ¿Estoy en lo cierto?
   – Lo está. ¿Tenemos ya una fecha aproximada de la muerte de Peace Jackson?
   – No soy entomólogo, pero si quiere eche un vistazo. -Señaló una hilera de frascos cerrados a un lado de la mesa de disección. Creo que descubrirá a los culpables de siempre. Diptera y calliphorae, en primer o segundo estadio, en boca, nariz y vagina, además de larvas de mosca de la carne en las heridas. Encontrará un informe de la autopsia en la sala de esterilización.
   – ¿Diría que es parecido a los demás?
   – Exactamente, Caffery. Idéntico a los demás.
 
   Susan Lister despertó a menos de un kilómetro de distancia. Un pájaro piaba y una luz cálida se abría paso a través de sus párpados. Desde algún lugar llegaba el sonido de risas enlatadas de una serie de televisión. Creyó que estaba en casa, en su cama, hasta que la invadió un olor a orina y notó humedad en la cara interna de sus muslos. Entonces recordó.
   Una taladradora ululando en su sien, ¿o era una sierra eléctrica?
   Abrió los ojos e intentó incorporarse, pero algo la retenía contra el suelo. Poco a poco se fue calmando y se quedó inmóvil con el corazón palpitándole.
   No llames la atención, Susan. Espera. Piensa.
   Se humedeció los resecos labios y miró alrededor.
   Estaba tendida sobre una alfombra de esparto en una habitación iluminada por un fluorescente. A un metro, debajo de un sofá marrón, distinguió rizos de pelo y envoltorios de chocolate. Todo estaba cubierto con una fina capa de polvo gris. Lo sentía como arena en la boca y las pestañas. Ese hombre la había puesto de lado, con las manos y los pies atados por detrás, debajo de las nalgas, con una cuerda de nailon. Pero lo peor, mucho peor, y ese detalle la hizo estremecer, era que estaba desnuda.
   Iba a violarla.
   ¡Oh, Dios mío, no! Respiró profundamente intentando no gritar. Vamos, Susan, intentó darse ánimos, conserva la calma, piensa con la cabeza. Harteveld está muerto. Van a violarte y siempre has dicho que si te ocurriera algo así, podrías soportarlo. Has leído mucho sobre esto, sobrevivirás si no te resistes, accede a todo lo que te pida y anota mentalmente todo lo que veas y oigas. Notas claras y precisas. Todo. ¿Vale? ¿Preparada?
   Hizo cuatro inspiraciones profundas y miró en derredor.
   Techo alto. Pintado con textura. Dos puertas. Una chimenea empotrada, rodeada por estanterías con libros de lomo duro, algunos sobre temas técnicos. Las risas distantes procedían de un episodio de Embrujada en un pequeño televisor, lo que podía significar que llegaba por cable, lo que limitaría el número de calles donde podía estar encerrada. Por un momento recobró la confianza. Pero luego vio lo que estaba clavado en las paredes y un gemido escapó de su garganta.
   Fotografías arrancadas de revistas pornográficas. Actos que nunca hubiese imaginado ni en lo más recóndito de sus pensamientos. Una de ellas mostraba a un niño sodomizado.
   Empezó a temblar.
   ¡Susan! No cedas al pánico. El pánico y tú podéis morir. Pon distancia. Sé imparcial, una espectadora. ¡Sé una espectadora!
   Pero su instinto de supervivencia se estaba debilitando. Torciendo su cabeza pudo ver, a unos centímetros de donde estaba, seis o siete libros esparcidos por el suelo. Algunos estaban abiertos, otros cerrados, con los títulos grabados en oro. Aguzó la vista: Estudio sobre las técnicas quirúrgicas, Atlas de la cirugía plástica craneofacial, Tratamiento quirúrgico de los carcinomas inoperables, Biopsia esterostática de las mamas.
   De nuevo el pánico le atenazó su pecho.
   Inclinó la cabeza y rompió en sollozos.
 
   Krishnamurti ya casi había terminado la autopsia. Trasvasaba los fluidos que extraía de las cavidades del cadáver a un frasco colgado en la mesa de disección sobre las piernas de Peace.
   – Bien, muchachos -se enderezó y miró alrededor, hoy, para no perder la costumbre, nos hemos superado. Pinzas, Paula.
   Su asistente le puso los fórceps en la palma de la mano. Con delicadeza sacó el diminuto cadáver del cuerpo de Jackson y lo depositó en una balanza. Paula anotó el peso en una pizarra. Nadie pareció asombrarse por el pájaro. Conocían el caso Harteveld y todos sabían lo que podían esperar.
   – Bueno, sigamos… -Krishnamurti observó la cavidad torácica. Exactamente igual que en las demás víctimas: avulsión extensiva de la placa mamaria.
   – ¿Avulsión? -repitió Jack desde la rampa. ¿Qué es eso?
   – Tejido arrancado del hueso o de su tejido conectivo -Krishnamurti le miró. Dígame, Caffery…
   – ¿Sí?
   – Su asesor científico, Jane Amedure, me ha dicho que esta víctima no apareció en el mismo lugar que las demás.
   – Así es.
   – Y que nunca estuvo en el descampado.
   – No; ha habido vigilancia durante las dos últimas semanas. ¿Por qué?
   – Pues tiene polvo de cemento en el pelo y en la cara, como las otras. Creí que procedía del desguace.
   Caffery frunció el entrecejo.
   – Comprendo -dijo, frotándose las sienes.
   El piso de Halesowen Street.
   – Esta tarde el CSC registrará otra dirección. Le diré que lo tenga en cuenta -dijo Jack levantando la mirada.
   ¿Con qué se van a encontrar, Dios mío?, pensó.
 
   Susan le oyó entrar en la habitación e inmediatamente se quedó inmóvil y silenciosa. Le oyó cruzar la habitación y golpear ligeramente la pared, inquieto.
   Existen formas para salir de esto, pensó. Háblale, oblígale a pensar en ti como en un individuo. Te considera un objeto. No se lo permitas.
   Despacio, con el cuerpo tenso, dispuesta a hablar y a luchar por su vida, se atrevió a abrir los ojos.
   Ni siquiera la estaba mirando.
   Estaba de pie, a unos tres metros, de lado. Con un gorro de los utilizados en los quirófanos, llevaba puesta una bata azul de hospital y una mascarilla quirúrgica. A sus pies tenía una caja de herramientas. Era bajo y regordete, pero ágil. Lo sabía por la forma en que casi había saltado por encima del asiento del coche la noche anterior. Y era fuerte, mucho más de lo que hubiera imaginado.
   Estaba mirando la fotografía de un rostro de mujer y le daba ligeros golpes con un dedo. Tenía la cara pequeña y suave de una muñeca. Cabello rubio intenso. Exceso de maquillaje. Sombra de ojos azul y labios de un brillante color ciruela. Apretaba sus manos contra la foto, tapando sus facciones con sus enormes pulgares sobre la boca como si deseara que atravesaran sus dientes, su lengua, sus amígdalas.
   De pronto se dio la vuelta.
   – ¿Y bien? -dijo.
   Susan se sintió desfallecer. Sabía que ella le había estado observando. Sin siquiera mirarla, lo sabía.
   – ¿Y bien? -repitió.
   Por encima de la mascarilla asomaban sus ojos vivaces.
   – Me llamo Susan -dijo deprisa, sin tartamudear. No demuestres que estás asustada, pensó. Mi padre es magistrado. Tiene muchas influencias.
   – ¡Un magistrado! -Su voz sonaba ligera, divertida. ¿Eso quiere decir que debo preocuparme?
   – No… Yo… ¡Oh, Dios! ¿Qué quiere de mí?
   – ¿Qué crees que quiero?
   Reza para que sólo te viole, Susan. Reza para que no te haga nada más.
   – Por favor, no me haga daño. -Se acurrucó, sollozando. Por favor…
   – ¿No resulta incómodo tener unas tetas tan grandes? -Unas manos húmedas se acercaron y cogieron sus pechos, intentando que dejara de forcejear. ¿Cómo puedes sentarte a comer con eso delante de ti? ¿No te molestan?
   Por favor, no, por favor…
   – Sabes muy bien lo que tengo que hacer, ¿verdad?
   Ella sacudió la cabeza y gimió.
   – Contesta.
   – No me haga daño…
   – ¡Te he preguntado si sabes lo que tengo que hacer con tus jodidas tetas! -Le dio una patada en el costado y de repente su voz sonó tranquila. Y deja de llorar de una vez o conseguirás preocupar a la señora Frobisher.
   Susan, entre sollozos, abrió la boca y giró la cabeza. Él se puso a horcajadas encima de ella, le inmovilizó los hombros entre sus rodillas y la obligó a mirarle tirándole del pelo.
   – ¡Mira! -Se inclinó y abrió la caja de herramientas.
   Susan vio unas tijeras Wilkinson, pinzas, un fino pincel de marta, una gama de irisados maquillajes en tonos turquesa, melocotón, fucsia, rojo…
   – Creo que éste. -Sonido de metal, chasquido de guantes de látex, ruido de algo extraído de la caja de herramientas.
   ¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¿Un bisturí?
   Él se agachó y agarró uno de sus pechos.
   – Vamos allá. -Una gota de sudor cayó de su frente sobre el pelo de Susan. ¿Estás preparada?
 
   A las tres de la tarde, los detectives Logan y Quinn llegaron al apartamento en el límite de Lewishan y Greenwich. Acompañados por un policía uniformado, se acercaron con expresión severa y sus placas en la mano. No esperaron a que contestaran su llamada. Quinn hablaba en voz alta grabando todos sus pasos en su Sony Professional:
   – Son las tres y catorce de la tarde, y estamos en el número siete de Halesowen Street. Hacemos constar que la vivienda está desocupada, nadie nos facilita la entrada, no hay vecinos, así que según nos autoriza la ley… -Pulsó pausa y se echó hacia atrás para dejar que el agente de policía se adelantara hasta la puerta.
   Cumpliendo la orden de registro H/OO estamos utilizando la fuerza para acceder a la vivienda… ¡Mierda!, sujeta esto.
   El móvil estaba sonando dentro de su bolsillo. Desconectó la grabadora y cogió el teléfono. Era Caffery.
   – ¿Qué impresión tiene?
   – Cuando entre podré decírselo.
   – Busque polvo de cemento, quizás un cobertizo… un garaje tal vez. Si lo encuentra, ése es el lugar en que estuvieron los cadáveres.
   – Lo haré. ¿Ya puedo seguir con mi trabajo?
   – Por supuesto.

CAPÍTULO 40

   En Shrivemoor a los equipos de investigación no les preocupaba que aún no se hubieran resuelto las últimas formalidades del caso. Intuían que muy pronto quedaría cerrado. Maddox les advirtió que no se relajaran, que todavía debían ultimarse las pruebas. Kryotos había subido las persianas y por primera vez durante las últimas semanas el sol inundó la habitación. Sobre el tablero, habían vuelto del revés las fotos de las chicas asesinadas y, mientras Betts y Essex salían a buscar cerveza, acercaron sillas a las ventanas, se pusieron cómodos e incluso descorcharon un par de botellas de vino.
   Superado, Maddox sacudió divertido la cabeza.
   – Vale, de acuerdo, pero no olvidéis que mañana tenemos que trabajar.
   Lavaron unos vasos para la cerveza. Los informáticos, viendo que ese día ya no se trabajaría más, dejaron que Betts les sirviera vino en vasos de plástico. Caffery, recién llegado del depósito de cadáveres, abrió una Pilsen, se aflojó la corbata y se repatingó en una silla, mientras Essex, feliz como un cachorro, se anudaba la suya alrededor del cuello desnudo, y buscaba un lugar para descansar con los pies encima del escritorio. Echó un vistazo alrededor buscando al equipo F, que se había reunido en torno a una mesa con una cerveza frente a cada hombre.
   – Por fin nos libraremos de vosotros. Vais a volver al trote a Eltham.
   – Así podréis volver a leer revistas del corazón sin avergonzaros -respondió uno de ellos. Lejos de nuestras embarazosas miradas de reprobación.
   – Y podré ponerme de nuevo mi traje favorito -dijo Essex afectando nostalgia, el de color melocotón.
   – Y así podrás estar con la gente que te entiende.
   – Te sentirás más a gusto.
   – Más tranquilo.
   – Más satisfecho.
   – Más guapo.
   Caffery se reclinó en su silla mirando hacia el pasillo. La puerta al lado de su despacho estaba abierta: la oficina del equipo F, el cuartel general de Diamond, que en ese momento recogía sus pertenencias moviéndose de un lado a otro con nerviosismo.
   Todos seguían festejando y bromeando. Essex había sentado a Kryotos en sus rodillas.
   – Con la ayuda de la adorable Marilyn, voy a demostraros cómo se debe economizar en estos tiempos austeros…
   Caffery se levantó sin que se dieran cuenta. Abrió otra lata de Pilsen y salió de la oficina.
 
   Diamond estaba inclinado sobre una caja amarilla, apartándose de vez en cuando el pelo que, por una vez sin fijador, le caía sobre la frente. Las pequeñas macetas de cactos, las fotos de familia sobre la mesa… Caffery comprendió que Diamond había esperado quedarse más de dos semanas. Se detuvo en el quicio de la puerta y observó cómo descolgaba un calendario Michelin de la pared. Tardó más de un minuto en hacerlo. Finalmente pasó un trapo por el tablero de la mesa, se inclinó para tirar una serie de cosas en la papelera y de pronto, sintiéndose observado, levantó la cabeza.
   – ¿Sí?
   Caffery entró en la oficina.
   – ¿Quieres una cerveza? -La puso en la mesa y señaló la fotografía de unos niños muy elegantes con sus corbatas azules del colegio. Se te parecen. Debes de sentirte muy orgulloso de ellos.
   – Gracias. -Diamond le dirigió una larga mirada con sus ojos desvaídos. El sudor perlaba ligeramente su cara y se enjugó la frente con la manga de la camisa. Dio la vuelta a la foto, empujó la cerveza por el escritorio y, dando la espalda a Caffery, cerró con cinta adhesiva la caja. Pero no bebo cuando estoy de servicio.
 
   Cuando Susan despertó, ya se había ido. Estaba en un dormitorio atada a la cama, atontada y desorientada, con el pulso palpitándole en las sienes. Tenía los párpados tan inflamados que las pestañas se le metían dentro de los ojos.
   La había amordazado con cinta de embalar y fotografiado con una Polaroid mientras la torturaba. Luego le enseñó las fotos. Susan no pudo contener las lágrimas en cuanto vio la primera. No se reconocía en aquellos ojos tan hinchados, en aquella cara destrozada. Pero, poco a poco, entrando y saliendo de la inconsciencia, empezó a recordar.
   El reloj de la pared señalaba las cinco y media. Había dormido durante ocho horas. Sabía que tenía fiebre y que eso significaba que sus heridas estaban infectadas. Podía olerlas. Una inflamada cicatriz amoratada rodeaba a un pezón amarillento.
   Yacía inmóvil, oyendo el sonido de un pájaro en algún lugar del apartamento. No era un trino, sino un débil piar. Fuera se oía un chirrido, un zumbido -¿qué sería?, ¿una grúa?, y de vez en cuando las estruendosas sacudidas de un volquete. Obras. Así que no estaba cerca de Malpen Street. En esa zona no se estaba construyendo. ¿Dónde estoy?, se preguntó con lágrimas en los ojos. Algo le decía que no muy lejos de casa, que seguía en Greenwich o en Lewisham.
   Cerró los ojos y se esforzó en recordar dónde estaban haciendo obras cerca de Malpen. ¿Dónde? Pero el esfuerzo la dejó exhausta. Descansó un momento. Luego intentaría mirar por la ventana.
 
   La fiesta estaba tocando a su fin. Essex recogía las latas vacías de las mesas y Kryotos, con tantas como podía sostener colgando de los dedos de ambas manos, estaba de pie al lado de la impresora leyendo un informe que estaba entrando. Mientras tanto, Betts quitaba del tablero las fotografías de las mujeres asesinadas.
   Caffery no había podido relajarse con la misma facilidad que sus colegas: tenía los ojos irritados por el formaldehído y quería que la investigación llegara realmente a su fin, que se averiguara de dónde procedía el polvo de cemento. Había pasado casi toda la tarde sentado frente a una ventana que daba a la calle, fumando con aire pensativo. Pasaban de las siete cuando vio detenerse el coche de Fionna Quinn.
   Se asomó a la ventana y tiró el cigarrillo. Algo andaba mal. Pudo adivinarlo por la forma brusca en que la doctora Quinn se apeaba, seguida de Logan.
   Salió a su encuentro en el pasillo.
   – ¿Qué ha pasado?
   Logan dejó en el suelo la caja amarilla de las pruebas y, desalentado, se mesó el pelo.
   – No preguntes.
   En la oficina de investigación todos le miraban expectantes. Maddox, apenas vio las caras de Quinn y Logan, cambió de expresión.
   – ¡Por los clavos de Cristo, dejad que lo adivine!
   – Lo sentimos, señor. Algunas drogas, casi medio kilo de heroina, pero nada más.
   – Nada orgánico -explicó Quinn.
   – ¡Mierda! -masculló Maddox. ¡Esta pesadilla no tiene fin!
   – ¿Señor? -Kryotos miraba perpleja el ondulante papel de impresora que sostenía.
   – ¿Qué pasa?
   – Tenemos una emergencia en Greenwich. La víctima es una mujer, y la han encontrado en un contenedor de basura. Está viva, pero… -levantó la vista -pero el criminal ha practicado un poco de cirugía con ella.

CAPÍTULO 41

   Cuando llegaron a urgencias, Susan Lister seguía inconsciente. El enfermero que la había traído en la ambulancia, Andrew Benton, un joven negro de aspecto saludable y con el pelo cortado a rape, estaba impresionado. Se sentaron a hablar en una pequeña habitación contigua a la enfermería.
   – De verdad, ha sido muy duro. Mire, he visto muchas cosas, pero esto… -Sacudió la cabeza. Esto me ha superado. Y en cuanto a él, su marido…
   – ¿Fue él quien la encontró? -preguntó Maddox.
   – ¿Puede imaginárselo? Encontrar a tu mujer en ese estado. Estaba en un contenedor de basura enfrente de su casa. Ése es el valor que ese cabrón da a la vida humana, como si fuese basura.
   – ¿A qué hora le llamaron?
   – A las once. Me dijeron que era una emergencia absoluta. Le miró a los ojos. Cuando el señor Lister llamó, creí que le daría un colapso. Esa bestia la había arrojado a la basura dándola por muerta. -Su cara se contrajo. ¡Dios!, si ni siquiera yo podré conciliar el sueño esta noche, ya puede imaginarse cómo se sentirá ese pobre diablo.
   – Hábleme de ella. ¿Estaba vestida?
   – No. Estaba envuelta en una bolsa de basura. Creo que uno de sus hombres se la ha llevado como prueba o algo así. Han buscado por todas partes. Antes de que me llevara a esa pobre mujer ya estaban acordonando la zona.
   – Es mejor proteger la escena del crimen. -Maddox se sentía violento. Así evitamos que desaparezcan pruebas.
   – Ya. No quería ofenderle.
   – No se preocupe. ¿Heridas?
   – La han rajado tanto que seguramente morirá desangrada, si no por septicemia. El especialista dice que tiene una infección bronquial y fallos renales. Cuando la vi estaba semiconsciente.
   – ¿Dónde tiene los cortes?
   – En los pechos. -Se frotó la cara. La habían cosido. Lo primero que pensé es que se había sometido a una operación de cirugía a manos de un matarife. Pero después oí a su marido sollozar mientras contaba cómo había desaparecido, luego la vi en la camilla y…
   – ¿Y?
   – Pues que comprendí que había algo raro.
   – ¿Raro?
   – Resulta difícil de ver, pero los puntos eran… bueno, obra de un loco.
   Caffery se miró las manos. Recordaba haber oído pronunciar unas palabras semejantes a un agente del CID en el desguace de North aquel primer sábado.
   – ¿Y la cabeza?
   – La golpearon un par de veces en un lado. Estaba cubierta de maquillaje, como una fulana. Su marido cree que le cortaron el pelo. No dejaba de repetirlo una y otra vez. ¿Por qué le ha cortado el pelo? ¿Por qué le ha cortado el pelo?, como si fuera lo más importante del mundo.
   – Sin peluca. A ésta la eligió a su medida -murmuró Caffery.
   Benton le dirigió una mirada de incomprensión.
   – ¿Qué ha dicho?
   Caffery se levantó y se puso la chaqueta.
   – Nada. -Miró a Maddox. Voy a echar un vistazo a la señora Lister. Te veré en el lugar de los hechos dentro de… ¿un par de horas?
   – ¿Dónde piensas ir?
   – No tardaré mucho. Tengo una idea, pero deja que hable con alguien de Lambeth, a ver si me confirma que voy en la dirección correcta.
   Estaba tumbada boca arriba con los brazos extendidos y la cara vuelta hacia la puerta, como si esperara una visita y se hubiera dormido cansada de esperar. El pelo que caía sobre sus amoratados ojos era de un rubio casi blanco, del color de la arena bañada por el sol. Alguien había intentado limpiarla, pero su boca todavía estaba manchada con carmín y sus manos y uñas, advirtió Caffery, estaban sucias de polvo.
   El aliento de Caffery empañaba la ventana. Pasó el puño de su camisa por el cristal. Una enfermera apareció en su campo de visión y se quedó observándolo. Jack se apartó de la puerta. Había visto todo lo que necesitaba ver.
   Exactamente igual a las demás, pensó, comprendiendo por fin lo que estaba ocurriendo.
 
   Cuando aparcó en Lambeth Street enfrente del Instituto Anatómico Forense, ya estaba oscureciendo y el parabrisas de su Jaguar estaba salpicado de insectos. Las luces del vestíbulo arrojaban las largas sombras de las yucas en el suelo de mosaico del pasillo.
   El guarda de seguridad se levantó del mostrador y le tendió un pase a Caffery.
   – Le diré que sube, pero vamos a cerrar dentro de diez minutos, señor… Deberá salir dentro de diez minutos.
   Le esperaba en la puerta del ascensor. Vestía unos pantalones de chándal gris marengo, una sudadera verde, una Reebock y sostenía una lata de coca-cola. La doctora Jane Amedure, con su pelo gris cortado a lo paje, su cuerpo esbelto y casi con los hombros a la altura de los suyos, le pareció a Jack extrañamente hermosa.
   – Lo siento, detective Caffery. -Le condujo por silenciosos pasillos con copias de Audubon colgadas de las paredes pasando por delante de guardias de seguridad haciendo su última ronda, de técnicos sacándose sus batas de laboratorio desechables. Lamento las noticias y siento haber tenido que confiárselo a terceros. Intenté ponerme en contacto con usted, pero…
   – No se preocupe. Gracias por su ayuda pero he venido por otra razón.
   Le miró de reojo.
   – Desgraciadamente no creo que hay venido para invitarme a salir. Así que mi astuta mente científica deduce que ha venido por el asunto Walworth. ¿Correcto?
   Jack sonrió.
   – Correcto.
   – Adelante. -Le abrió la puerta de su oficina. Hoy hemos recibido muchas cosas de usted… las muestras para los análisis de Harteveld, un pelo que me ha interesado especialmente…
   – ¿Gusanos?
   – ¡Oh, sí! También esos bichos asquerosos. Gracia a Dios, ya han sido enviados al Museo de Historia Natural. El doctor Jameson piensa redactar un informe comparando las condiciones en que se habían desarrollado desde el estado de larvas. -Empujó una silla para que se sentara y ella se aposentó detrás de un escritorio repleto de montones de documentos, latas de coca-cola y ceniceros. Una lámpara de mesa enfocaba el tablero y, desde la repisa de una ventana a espaldas de la doctora Amedure, una máscara nigeriana dominaba la habitación con su penetrante mirada. A primera vista todo parece seguir el patrón de costumbre -explicó, sólo un par anomalías, pero por lo demás no hay diferencias con las demás víctimas.
   – Sí, lo sé. Es exactamente lo que ha dicho Krishnamurti. Y eso es lo que me preocupa.
   – ¿Preocuparle?
   Él acercó su silla al escritorio.
   – Por favor, explíqueme por qué las moscas, esas que ponen sus huevos en las heridas…
   – No, no son huevos. Nuestra amiguita, la sarcóphaga, no se molesta en poner huevos, sino larvas.
   – ¿Siempre en las heridas?
   – Sí. -Cogió una lata de coca-cola y la sacudió. Vacía. Movió la siguiente intentando descubrir cuál acababa de dejar sobre la mesa. Veamos, a pesar de mis escasos conocimientos en entomología, intentaré explicárselo. Las moscardas ponen sus huevos en las membranas mucosas. Es decir, en la boca, el ano, la vagina, ojos y fosas nasales, etc.
   En las muertes accidentales suele haber heridas y sangre. Entonces, mientras las dípteras hacen su trabajo, la mosca de la carne se dirige hacia las heridas.
   – Pero eso no fue lo que le pasó a Peace Jackson.
   – Ni a ninguna de las víctimas. La sarcóphaga estaba en estado de larva, como la díptera, pero la mosca de la carne todavía no se había desarrollado; por ello supimos que había hecho su aparición más recientemente. Eso nos puso en el buen camino: comprendimos que las heridas habían sido infligidas posmortem. Los niveles de serotonina en la sangre nos ayudaron a reducir aún más las posibilidades. -De pronto localizó la lata de coca-cola. Aproximadamente después de sesenta a setenta y dos horas.
   – ¿Sesenta? ¿Es el mínimo?
   – Sólo es una estimación.
   – Vale… pero ¿cuándo es lo más pronto que pudieron poner los huevos?
   – ¿Aproximadamente? Diría que… bueno… el miércoles por la mañana. Pues como las demás, después de tres días… -Se interrumpió. Señor Caffery, ¿hay algo que le preocupe especialmente?
   – Sí. -Se llevó los dedos a las sienes. Harteveld estaba bajo vigilancia desde el martes por la tarde. A las diez de la mañana del miércoles ya estaba muerto. Doctora Amedure, había polvo de cemento en todas las víctimas.
   – Lo sé. Todos supusimos que procedía del desguace. Imagino que debería sonrojarme… pero estamos en ello. Hemos puesto en marcha una difracción por rayos X. Cuando se haya completado nos pondremos en contacto con la base de datos del CCRI en Gaithersburg.
   – ¿No existe una base de datos en el Reino Unido?
   – Maryland tiene la mejor, pueden trabajar con un difractograma o con una fase del análisis, imprimirlo y comparar los cloratos, la metacaolinita, los sulfatos, con sus patrones.
   – ¿Cuánto tardará?
   – ¿Nosotros? Menos de veinticuatro horas. En cuanto a Maryland… no sé. Normalmente son bastante rápidos.
   – ¿Puede empezar esta misma noche?
   – ¡Pero bueno, señor Caffery! -le sonrió por encima de su coca-cola. Supongo que no será necesario recordar lo mucho que paga el AMIP por pasar una noche en vela.
   – No se ha enterado, ¿verdad? -se revolvió incómodo. Esta noche ha pasado algo que lo ha dejado todo de nuevo en el aire. No estamos seguros, pero puede haber algún otro maníaco por ahí.
   La expresión de la doctora se demudó. Dejó la lata en la esa, cogió el teléfono y marcó un número.
   – Voy a hablar con el jefe de servicio. Si conseguimos el personal necesario, podremos hacerle un hueco.
   Mientras esperaba que le contestaran, rebuscó entre sus papeles y sacó una espectrografía.
   – El pelo del que le estaba hablando. Mismo color y largo que el de la peluca pero con una sección perfecta… Caucásico, decolorado.
   Y cayó de forma natural.
   – ¿De alguna otra víctima? -Caffery se inclinó y cogió el papel que le tendía. ¿Tal vez se quedó enganchado en algún mueble?
   – No coincide con el de ninguna víctima -respondió negando con la cabeza, ni siquiera superficialmente. Y todo lo que podemos averiguar es su ADN y algunos hábitos de su propietario. ¿Ve ese precioso punto en el medio? Revela la presencia de marihuana en el metabolismo.
   – ¿Y ése?
   – Aluminio.
   – ¿Aluminio?
   – Bueno -se cambió el auricular de oreja, digamos que puede indicar casi cualquier cosa. Una vez estudié un pelo que se salía de lo común. Al final pertenecer a un enfermo con una depresión obsesiva compulsiva, y su compulsión era el desodorante.
   – ¿Lo que significa que puede existir otra víctima que desconocemos?
   – Exactamente.
   Caffery dejó la hoja de papel sobre el escritorio y se puso de pie.
   – Doctora Amedure, ese análisis de Maryland es necesario.
   Cueste lo que cueste.
   – Si usted lo dice… -puso la mano sobre el auricular -y si el AMIP dispone del dinero, no hay nada que no podamos hacer.
 
   La una de la madrugada de una noche de verano y empezaba a refrescar. Greenwich había proporcionado los focos y acordonado la calle. La prensa, que hacía poco se apiñaba en esa zona, se dirigía hacia el hospital para olisquear de cerca la sangre de Susan Lister. Caffery y Maddox estaban sentados en el Jaguar debajo de una farola justo dentro del perímetro policial.
   – Polvo -le contaba Jack a su comisario, polvo de cemento. -Se dio la vuelta con un crujir de cuero, pasó un brazo por el respaldo del asiento y miró a Maddox. Deja que te lo explique.
   Le expuso detalladamente sus ideas, sus sospechas, contándole por encima cómo llegó por primera vez a intuir lo que estaba sucediendo. Sin elaborar y cobrando forma, pero creía que estaba en el camino correcto. Explicó cada conexión, justificó cada uno de los pequeños pasos de su intuición.
   – No sé, Jack -dijo Maddox después de un prolongado silencio, no estoy muy convencido… -Tamborileaba con sus dedos en el salpicadero.
   El inspector Basset, de pie debajo de un foco fuera de la zona acordonada por la policía, bebía un café observando a Quinn, inconfundiblemente embutida en su fluorescente uniforme blanco, mezclando un polvo en un pequeño contenedor de plástico. Al cabo de un rato, Maddox se enderezó y empezó a abrocharse la chaqueta.
   – Tengo que pensar en todo esto. Durmamos un poco. Vuelve a Shrivemoor a las… ¿digamos a las seis?, así podrás contárselo a Essex y a Kryotos antes de la reunión… ya veremos cómo reaccionan.
   Después de irse Maddox, Jack lió un último cigarrillo y dio un paseo por la calle. Los jardines olían intensamente a jazmín. Se detuvo para mirar un rectángulo de luz en el tejado de un garaje. Fue cuando advirtió dónde estaba.
   Malpen es una bocacalle de South Road. Habían llegado por una dirección distinta, pero de pronto se dio cuenta de que se encontraba solamente a cuatro o cinco portales de la tienda de segunda mano.
   Una valla baja bordeaba los jardines que daban a la calle y desde donde se encontraba alcanzaba a ver las fachadas posteriores de las casas, cortadas en diagonal por el techo de un garaje. Una ventana iluminada estaba ligeramente abierta para dejar entrar el aire de la noche.
   La cocina de Rebecca.
   Volvió sobre sus pasos y, apartándose de las farolas, se apoyó contra el coche para sacar el móvil del bolsillo de su chaqueta. El sonido del teléfono de Rebecca se oyó en la noche.
   – ¿Oiga? -Pero la línea crepitó y Jack se dio cuenta de que estaba hablando con un contestador.
   «Sentimos que te molestes y gastes tu dinero llamándonos cuando no tenemos la decencia de quedarnos en casa esperando tu llamada», decía la voz de Joni.
   Caffery juró por lo bajo.
   – Escucha, sé que hay alguien en casa. Soy Jack, el inspector Caffery. Coge el teléfono. -Esperó. Nada. Suspiró. Rebecca, Joni, escuchadme, por favor. Debéis tener mucho cuidado, esto todavía no ha terminado. Mantened vuestras ventanas y la puerta bien cerrada. Y, Rebecca… llámame cuando puedas.
   Colgó y se quedó en la oscuridad mirando la ventana. Unos momentos después, la luz de la cocina se apagó y una silueta se acercó a cerrar la ventana. Caffery no distinguió quién era. Se puso el móvil en el bolsillo y subió al Jaguar.

CAPÍTULO 42

   Con la ayuda de media botella de whisky consiguió dormir durante tres horas antes de despertarse sobresaltado por un pensamiento.
   Susan Lister no había sido abierta en canal.
   Suspiró y se dio la vuelta tapándose los ojos con las manos.
   Ningún pájaro cosido dentro. Ningún pájaro.
   ¿Por qué? ¿Por qué esta vez no encerraste ningún símbolo?
   Jack se estremeció. Se incorporó sobre los codos y parpadeó con el corazón palpitándole.
   Si no es un símbolo, ¿qué es?
   Susan Lister estaba viva. Ningún pájaro. ¿Y las seis lastimosas carroñas del depósito de cadáveres? Un pájaro vivo, debatiéndose. Debatiéndose con tanta fuerza que llegó a desgarrar el tejido. El trabajo de Harteveld parecía ir incluso más allá de la muerte.
   El claro de luna y Caffery acostado boca arriba respirando lentamente, escuchando su corazón. Creía saber qué significaba el pájaro. Y creía saber cómo encajaba exactamente en el rompecabezas. Ya sabía adónde se dirigía.
 
   El equipo F, algunos de cuyos miembros ya se habían llevado sus pertenencias, recibió aviso de que acudiera a la reunión matutina. Caffery se reunió una hora antes con Maddox, Essex y Kryotos. Estaban cansados y desmoralizados. Caffery se quedó de pie durante unos minutos en medio de la oficina de investigación con las gafas en la mano: pensando, poniendo sus ideas en orden, mientras Maddox le observaba desde la esquina donde estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos.
   Marilyn Kryotos estaba en la cocina preparando café. Oyeron el sonido de las cucharillas chocando contra las tazas cuando se acercaba por el pasillo. Al entrar con el café, canturreaba como se esperara aliviar el ambiente depresivo que flotaba en el aire.
   Maddox suspiró.
   – Bien. -Se pasó las manos por la cara y miró a Essex y Kryotos. Supongo que ya estáis al corriente de lo que pasó ayer por la noche.
   – Sí.
   – Y que ha aparecido un pelo desconocido en Peace Jackson. Debe de pertenecer a otra víctima… así que me importa un rábano lo cansados que estéis, pensad «mierda» y os la tragáis. Jack, ¿estás listo?
   – Sí.
   – Adelante -agitó una mano en el aire. Anda, empieza, cuéntales lo que me dijiste.
   – De acuerdo.
   Con los ojos clavados en el suelo, pareció titubear. Luego su cara se iluminó. Se puso las gafas y los miró.
   – Ha sido el Hombre Pájaro -dijo simplemente.
   Essex y Marilyn intercambiaron una mirad.
   – ¿Un imitador? -preguntó Essex.
   – No. Quiero decir que éste es el Hombre Pájaro. La prensa no se cansa de buscar imitadores. Harteveld era el asesino. El Hombre Pájaro es el mutilador. Harteveld está muerto. El Hombre Pájaro sigue actuando.
   Marilyn dejó se servirse azúcar y le miró de hito en hito. Essex tenía el ceño fruncido y movía su taza de café en círculos sobre la almohadilla del ratón del ordenador. Maddox apoyó su barbilla en la mano para observar sus reacciones. Luego sus ojos se dirigieron a Caffery.
   – Vas a tener que convencerlos
   – Puedo hacerlo. -Abrió su maletín y le tendió a Marilyn las notas que había tomado en el Instituto Anatómico Forense.
   Jane Amedure opina que las heridas infligidas a Peace Nbidi Jackson se habían producido como en el resto de las víctimas… tres días después de la muerte.
   – ¿Lo que significa?
   – Que Harteveld ya estaba o bajo vigilancia o muerto. Quinn y Logan no pudieron encontrar ninguna evidencia en Halesowen Street porque no fue Harteveld el que practicó las mutilaciones. Fue otra persona.
   – Como un pequeño club. -Marilyn le tendió las notas a Essex y volvió a revolver el azúcar de su café. Un club de necrófilos. Reglamento, el habitual: no se permiten negros, ni judíos ni zapatillas en la sede del club…
   – Alto ahí. -Maddox levantó una mano. Dejadle continuar. Ya nos reiremos cuando presente su plan de trabajo.
   – Perfecto. -Caffery se sentó enfrente de ellos. Extendió las manos sobre la mesa. Creo que sucedió lo siguiente: Harteveld es necrófilo, ninguna duda sobre esto. Pero es alguien inhabitual dentro de este tipo de parafílicos porque es un hombre instruido: sabe en qué mierda puede meterse, así que lo guarda en secreto, no actúa como tal: si cayera dentro de la estadística de los perversos, hubiera podido incubarlo durante años. Así pues, hace unos siete meses algo hizo que estallara… Le ocurre algo crucial, tal vez una decepción, un trastorno profesional, tal vez nunca sepamos exactamente qué, pero empieza a manifestarse. Actúa sin pensar, se divierte, y entonces, cuando todo ha pasado, se da cuanta del lío en que se ha metido. Se encuentra con un cadáver. Y le da pánico deshacerse de él. Pero puede arreglárselas porque conoce a alguien que puede ayudarle. No se trata de otro necrófilo, sino de un oportunista: un inadaptado sexual o un sádico, alguien tan enfermo que no le preocupa se la víctima está viva o muerta. Es él, no Harteveld, el que limpia los cuerpos.
   – Limpieza de artículos de segunda mano -murmuró Essex.
   – Quinn no encontró ese tipo de jabón en casa de Harteveld.
   – Maddox abrió un pequeño envase de leche. ¿Cuál era?
   – Wrights Coal Tar.
   – Mmm -gruñó, quedándose en silencio por unos instantes. Se puso la leche en el café y miró pensativamente a su detective.
   Vamos, Jack, sigue. -Tiró el envase a la papelera y se acomodó en la silla. Convéncenos.
   A eso iba. ¿Recordáis que no podíamos entender cómo cojones se las arreglaba Harteveld para elegir a víctimas que no se daban por desaparecidas? Pues bien, Logan le enseñó a Géminis una foto de Harteveld y ni se inmutó. La camarera tampoco. Como si nunca hubiera estado en el pub. Géminis llevaba a las chicas a Croom’s Hill para una cita previamente concertada. Así pues, creo que era este segundo criminal el que hacía los preparativos. Buscando a las chicas, averiguando cuáles no serían dadas por desaparecidas, cerrando los tratos. Por eso nunca vieron a Harteveld en el pub: alguien les seleccionaba las víctimas.
   – ¿Y es el mismo criminal el que aparece después?
   – Y es él, no Harteveld, el que dispone la decoración: el maquillaje, las pelucas…
   – ¿Estamos hablando del asesino de Lister? Marilyn ya parecía más convencida. ¿Trabajando por su cuenta?
   – Exactamente. Le ha tomado gusto.
   – Esto contestaría muchas preguntas -dijo Essex, como por qué esa tía de Royal Hill no se enteró durante dos días de que tenía un cadáver en el cubo de la basura. Tal vez tenía razón al creer que sólo había estado allí durante esa noche. Tal vez ese otro tipo se deshizo de ella después de que Harteveld cantara el canto del cisne.
   – Sigamos -Caffery se inclinó hacia delante. Peace Jackson tenía polvo de cemento en el pelo, el mismo polvo que tenían las otras. Al principio creímos que procedía del lugar donde las encontramos, el desguace, pero Peace nunca estuvo allí. Lister tampoco, pero al limpiarla los forenses encontraron un poco de polvo gris. Tal vez nos enfrentamos a otro Fred West, tal vez está en el ramo de la construcción o está haciendo obras en su casa. Pero lo más importante es que creo que tiene alguna relación con el St. Dunstan.
   – Marilyn -Maddox se levantó golpeándose los dientes con un bolígrafo, comunícame con el comisario jefe. Todo esto va a encantarle. Por cierto, Jack -se sentó a la mesa y miró a su inspector, sé que estás tramando algo.
   – ¿Lo sabes?
   – ¡Oh, sí! Seguro que ya tienes una idea de quién es, ¿no es así?
   – Sí. No debería haber dejado que se me escapara.
   – Adelante. Llévate a Essex. También puedes llevarte a Logan cuando llegue.
   – No tan deprisa… no tan deprisa -Marilyn tenía el ceño fruncido. Creí que el forense te había dicho que no había marcas en la cabeza de Lister.
   – Ni debía haberlas -dijo Caffery. Igual que Hatch, su pelo era del color adecuado. Se lo cortó para que fuera exactamente igual. La eligió porque se parecía a lo que él deseaba. Corría para hacer ejercicio, el St. Dunstan estaba en su ruta habitual. Supongo que fue así como la descubrió. Fue la primera vez que no tuvo que coger lo que le daban: esta vez eligió. Ahora está cazando por su cuenta.
   – Pero no la habían… bueno, ya sabes cortado para abrirla y meterle el pájaro. No había ningún pájaro.
   – Sí… -Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Cuando volvió a mirarlos todos se dieron cuenta de lo cansado que estaba. Eso es porque no estaba muerta.
   – ¿Qué?
   Caffery apoyó las palmas en la mesa y apretó los pulgares mirándolo fijamente.
   – Las abrió para meter el pájaro. No es como Harteveld, no ha elegido a unas víctimas muertas. Es un violador sádico, pero la muerte no es lo que le divierte. Preferiría que estuvieran vivas para disfrutar de su miedo. -Miró a Marilyn, esperando que no le resultara demasiado desagradable. No abrió a Lister por la simple razón de que su propio y sano corazón estaba latiéndole dentro del pecho. Un corazón que podía oír reaccionar bajo la tortura.
   – ¿Qué nos estás contando? -preguntó ella con voz desfallecida. Los pájaros estaban vivos cuando los metió. Debieron de debatirse, como -se bajó las mangas de la camisa como si de pronto el frío hubiera invadido la habitación -el latido de un corazón.
   – Exactamente. -Caffery se levantó y se puso la chaqueta. Exactamente.
   Con la excitación de la última noche se había retrasado. Tenía muchas cosas en la cabeza. Su próximo cumpleaños, Joni y, por supuesto, la persona que había pasado, destrozada y encogida, un día y una noche en su piso.
   Se estremecía al pensar lo fácil que le había resultado el secuestro, y luego deshacerse de ella: en su propio jardín para que la encontrara su marido. Y, por supuesto, lo que ese éxito auguraba para e futuro.
   Al principio, cuando se sentó en el asiento de atrás empuñando el serrucho, sencillamente perdió los nervios. Creyó que estaba teniendo un ataque epiléptico: retorcía la cabeza, sus pies daban patadas, abría la boca sin poder emitir sonidos, los dientes le castañeteaban. Pero una vez se decidió a dejarla sin sentido, golpeándola en la sien con el mango del serrucho, todo resultó muy fácil.
   Sólo había habido un inconveniente: después de haberla observado durante muchos días correr por las mañanas por delante del St. Dunstan, creyó que había elegido a la persona adecuada, que no iba a necesitar operarla. Pero sufrió una amarga decepción cuando la desnudó en su piso, vio sus pechos y comprendió que sería necesario cortarlos un poco. A pesar de todo, sólo había sido un pequeño detalle comparado con el éxito abrumador del conjunto de la operación. Y su confianza, ya acrecentada durante los últimos meses, salió reforzada. Para su cumpleaños ya estaría preparado para el momento de la verdad. Reflexionaba sobre todo esto en su repugnante y enrarecida cocina mientras abría una bolsa de M & M y meneaba distraídamente un dedo a través de los barrotes de una jaula donde tiritaban cuatro abatidos y medio calvos pinzones. No recordaba la última vez que los había alimentado, pero eso ya no tenía importancia.
   Faltaba un día para su cumpleaños. Un solo día. Cogió las chocolatinas y se dirigió al cuarto de baño. Debía prepararse.
 
   A las nueve en punto de la mañana, el teléfono del departamento de personal del St. Dunstan empezó a sonar.
   – Personal. Soy Wendy.
   – Wendy -Jack se apoyó en la mesa de su despacho, soy el inspector Caffery del AMIP, al que usted ayudó con aquella pequeña habitación de la biblioteca.
   – ¡Oh, claro! Buenos días, inspector. Me estaba preguntando cuándo tendríamos noticias suyas. Todo esto nos ha pillado de sorpresa. ¿Sabía que el señor Harteveld era bastante conocido en personal? Debo decirle que estoy consternada, terriblemente consternada. Espero que su comportamiento no haya empañado la imagen del St. Dunstan, inspector. Sentiríamos mucho que… bueno, estamos muy orgullosos de nuestra reputación y si creyera por un momento que ese espantoso hombre la ha perjudicado, yo…
   – Wendy -la interrumpió él.
   – Sí -tragó saliva, disculpe.
   – ¿Tiene una lista de los empleados que están de permiso?
   En cuanto le dio el nombre de la persona por la que estaba interesado, ella dijo:
   – Inspector Caffery, voy a dejarle en espera mientras busco su carpeta.
   Le dedicó un fragmento del Canon de Pachelbel y regresó en menos de un minuto, sin aliento y muy excitada.
   – ¿Inspector?
   – ¿Sí?
   – Es señor Thomas Cook está de permiso, debe reincorporarse el ocho de junio.
   – O eso dice.
   – ¿Perdón?
   – Olvídelo. ¿Tiene su dirección?
 
   Cook vivía en la planta baja de un remodelado edificio de dos pisos en Lewisham. En la calle no estaban haciendo obras ni tampoco en la fachada de la casa. Dejando a Logan en el coche con el agua cayendo de firme sobre la capota, Caffery y Essex se cubrieron la cabeza con las gabardinas para protegerse de la lluvia, y avanzaron sigilosamente por el patio hasta la puerta que daba al jardín. Las plantas estaban muy crecidas y tampoco se advertían restos de cemento o trabajos de construcción.
   La casa estaba en silencio, las ventanas cerradas y las cortinas de la planta baja, corridas.
   Se encontraban de pie en la hierba húmeda viendo cómo la lluvia caía por el tejado a dos aguas, cuando sus transmisores cobraron vida.
   – Bravo 602 a bravo 606. -Absurdamente, Logan musitó un «señor».
   Caffery sacó su transmisor.
   – Bravo 602, adelante.
   – Hay movimiento, señor. Dentro de la casa.
   – Te recibo. Estamos en camino. ¿De quién se trata?
   – Una vieja, señor.
   – ¿Una vieja?
   – Ya sabe, pelo gris, lentes bifocales.
   – ¿La vecina del piso de arriba?
   – Pues si es la vecina me gustaría saber qué está haciendo en el piso del sospechoso, señor.
   – Mira -le dijo Essex a Jack.
   Se dieron la vuelta. Por la ventana de la fachada principal de la planta baja entrevieron un par de manos corriendo una cortina.
   – Vamos allá. -Caffery echó a andar hacia la casa. Tal vez me haya confundido.
   – Jack -Essex trotaba para mantenerse a su altura, ¿qué crees que estás haciendo?
   – Tal vez me haya equivocado y el veintisiete A sea abajo y el veintisiete B arriba. -Llamó al timbre mientras Essex se estremecía a su lado.
   – Esto no me gusta, Jack.
   – ¿Qué te pasa? Sólo es una viejecita.
   – Vestida para matar -siseó Essex.
   En el recibidor resonaron unos pasos pesados. Caffery sacó su placa del bolsillo y Essex dijo:
   – Lo digo en serio, Jack. Esto no me gusta nada.
   Su cara, reflejada en el manchado espejo encima del lavabo, con sus dientes estropeados y su piel enrojecida, le confirmaba su convicción de que tenía derecho a la rabia, que tenía permiso para hacer sentir su saña. Ni un solo día había dejado de avergonzarse de su aspecto: tenía tendencia a engordar y nunca había conseguido aligerar sus caderas de aspecto femenino y sus rechonchas piernas de bebé. Cuando andaba, sus muslos se rozaban y cada noche le escocían.
   Pero tenía la lujuria de un toro. El sexo le obsesionaba, aunque no le sorprendió llegar a los veinte años todavía virgen. Su primera miserable conquista fue en un húmedo callejón de Camden a cambio de media botella de Pink Lady; más tarde, en Hackney, una prostituta por un billete de diez libras, cuatro Pernod y jarabe de grosella. Fue a la edad de veintidós años cuando, mientras estudiaba para volver a presentarse a los exámenes de biología, física y química, consiguió que le contrataran como guardia de seguridad en la UMD.
   Sus obligaciones, a la sombra de la estación del puente de Londres, le dejaban tiempo para estudiar e incluían comprobar los pases, información a visitantes, tiritar en la cabina del aparcamiento del departamento de patología y, cada dos semanas, por la noche, una ronda de vigilancia por los pulidos pasillos, la cantina vacía, las aulas, el laboratorio de patología, el de anatomía…
   El laboratorio de anatomía, donde dieciséis años atrás su vida se había unido inexplicablemente a la de Harteveld.
   Había sido un peculiar encuentro de dos mentes perturbadas. Observándose mutuamente por encima de los cadáveres envueltos en mortajas verdes y de las mesas de disección, sabían, con el convencimiento de los amantes, que habían encontrado a su alma gemela. No necesitaban expresar con palabras el infierno en que vivían. El arrogante aristócrata que miraba con condescendencia a las clases más bajas lo sabía.
   No aprobó los exámenes de ingreso y poco después abandonó su sueño de convertirse en médico y se marchó de la empresa de seguridad. Harteveld también dejó la UMD, pero el pacto secreto entre el heredero de una fortuna farmacéutica y el ex guardia de seguridad resistió el paso del tiempo. Sus peculiares intereses siguieron siendo los mismos.
   Con el paso de los años tuvo en su haber varias violaciones, en aparcamientos o en el bosque, siempre chicas demasiado borrachas para recordar la matrícula o al hombre bajito que las recogía en su coche. La primera vez que llegó hasta el sur del río se encontró con una chica que era bailarina de strip-tease en Greenwich. Eran las dos de la madrugada del día de su cumpleaños cuando la vio deambulando por las calles al norte del túnel de Rotherhite, intentando que alguien la llevara. Con su minifalda de flecos y chaqueta de cuero, con su pelo de un rubio nórdico cortado con flequillo recto, era la mujer más bonita que él había visto en su vida.
   Incluso ahora, en su frío y húmedo cuarto de baño de Lewisham, gemía involuntariamente sólo de pensar en el amor que había depositado en Joni.
   Él se había inclinado hacia ella en el asiento emitiendo unos ruidos guturales para sobar su suave cuerpo apresado bajo el cinturón de seguridad. Debajo de su cazadora de cuero su corazón aleteaba como un frágil pajarillo. Pero cuando él intentó levantarle la falda ella opuso resistencia. Salió precipitadamente del coche dando traspiés y se sentó en la acera tiesa como un palo, corriéndosele su lívido maquillaje. Él bajó del coche e intentó seguir tocándola, pero ella le dio un empellón.
   – Ahora no, ¿vale? -murmuró. Estoy mareada.
   Él se quedó de pie a su lado contemplando su pelo rubio ceniza, sus calcetines a cuadros y, de pronto, decidió no violarla. Así, sin razón alguna.
   La acompañó a su casa y le deseó buenas noches. Así, sin razón alguna. Como si no tuviera ninguna importancia. Como si fuera de lo más normal para él.
   Después se sintió virtuoso, eufórico, radiante. Rápidamente decidió que su generosidad había sido una expresión de amor. La deseaba tanto que el miembro se le ponía tieso cuando pensaba en ella.
   Pero Joni rechazaba sus proposiciones, se enfadaba cuando aparecía durante sus actuaciones en el pub y aún se enfadó más cuando se enteró de que había conseguido un trabajo en el St. Dunstan y que había comprado un piso en la planta baja de una casa reformada en Lewisham, a menos de dos kilómetros de donde ella vivía en Greenwich.
   Su indiferencia no consiguió hacerle desfallecer. Joni era la razón de su vida. Su piso era un santuario dedicado a ella. La fotografiaba por la calle y en el pub se afanaba por llevarle copas. Algunas veces Joni le procuraba momentos de placer. De vez en cuando fumaba o bebía tanto que se distendía y le permitía llevarla a su casa para dormir la mona en la cama de invitados. No había vuelto a tocarla. Ni una sola vez. Ésa no era la cuestión. La cuestión era que ella debía acercarse a él. Esto era crucial. Mantenía el piso impecable con la esperanza de que acabara comprendiendo lo mucho que ella le importaba. Cuando se quedaba con él tomaba todas las precauciones posibles: escondía sus preciosas fotografías y rociaba el piso con ambientador, a Joni le encantaba que todo oliera bien.
   Y finalmente, por puro cansancio, ella se resignó a tolerarle. A cambio él aprendió a soportar su desconsideración, sus infidelidades, sus devaneos, su desdén. Incluso cuando le condujo hasta el borde de la locura apareciendo un día, cuatro años atrás, recién salida del bisturí del cirujano con sus nuevos e inflamados pechos, él consiguió guardar la compostura.
   No importaba lo que Joni hiciera en el presente, en la realidad, ya que él la conservaba en sus fantasías tal como había sido aquella primera noche, con sus pequeños y firmes pechos, y vivió de ese recuerdo.
   De regreso a la cocina vio que uno de los pinzones había encontrado fuerzas suficientes para encaramarse a la alcándora. Le miró fijamente con sus pequeños ojos. Gruñó y sacudió la jaula hasta que el exhausto pájaro perdió el equilibrio y cayó, demasiado aturdido para agitar sus alas. Él se quedó allí, jadeando y parpadeando a su lado hasta que se terminó su M &M, estrujó el envoltorio y fue a vestirse.

CAPÍTULO 43

   Abrió la puerta una mujer que, efectivamente, llevaba gafas bifocales. Discretamente ataviada con un jersey, falda de tweed y unos cómodos zapatos de piel marrón, tenía el pelo gris muy corto y las manos grandes. Cuando Caffery le enseñó su placa y le explicó que estaban interesados en su vecino del piso de arriba, les dedicó una sonrisa y los invitó a entrar.
   – Supongo que les apetecerá una taza de té.
   Pasaron al vestíbulo mientras Essex se preguntaba si podían confiar en esa mujer. Por un instante Caffery contempló la puerta de arriba de la escalera. Pasó un dedo por la barandilla. Nada.
   – No sé cómo se llaman -dijo la mujer. Me refiero a la pareja de arriba.
   – ¿Pareja? -Jack se dio la vuelta. ¿Ha dicho pareja? -Así que existe una novia, pensó.
   – Preguntaba por ellos, ¿no?
   Les indicó que la siguieran por un pasillo cuyo techo había sido rebajado con placas de escayola. Cuando vio la clase de pósters que decoraban las paredes -mujeres de pechos plateados, héroes melenudos, rutilantes motos aladas y dragones -Essex tiró de la manga de Caffery.
   – Es una trampa -susurró mientras seguían a la mujer hasta la sala de estar.
   Del techo colgaban chales indios con espejuelos y flecos, y había una lámpara de lava junto a una pipa de agua afgana de teca.
   – Hemos hablado alguna vez sobre ellos -cogió un cojín de arpillera naranja del sofá y lo ahuecó. Mi hijo debe de saber cómo se llaman, pero se ha ido de vacaciones… -Se interrumpió con el cojín balanceándose en su mano y los tres se miraron desconcertados.
   De pronto, ella se echó a reír. ¡Oh, lo siento!, todavía no me he presentado. -Dejó caer el cojín y se pasó las manos por la falda. Perdonen. -Tendió su mano a Caffery. Soy Mimi Cook. Paso tanto tiempo en esta casa intentando que esté limpia y ordenada que a menudo olvido que no vivo aquí.
   – ¿Cook? -murmuró Essex mirando por encima del hombro para ver si alguien se le acercaba por detrás.
   – Sí, el apartamento es de mi hijo. Soy su metomentodo particular.
   – Señora Cook -dijo Caffery, encantado de conocerla.
   – Lo mismo digo. Y ahora -empujó suavemente a Essex para apartarle de la puerta -un té y después hablaremos en serio.
   Mientras ella estaba en la cocina, Caffery y Essex se dedicaron a husmear. Essex repasó los títulos de los libros y alzó las cejas al ver una edición de los cincuenta de los Cien días de Sodoma y un delgado volumen de la obra de Klossowski, Sade, mon prochain, entre los Kerouac y Colin Wilson. Caffery, consciente de su aspecto demacrado al verse en un espejo, pasaba su dedo entre los cacharros y ceniceros que había en la repisa de la chimenea. Desde un paquete de viejas postales sujetas con un elástico, le observaba la pecosa cara de Cook y, al lado, enmarcada, una pequeña foto en blanco y negro con una señora Cook y, al lado, enmarcada, una pequeña foto en blanco y negro con una señora Cook mucho más joven, con un traje de baño en cloqué y el pelo peinado hacia atrás. Estaba sentada, frunciendo los ojos hacia la cámara, en una manta a cuadros escoceses entendida sobre las piedras de una playa. En las rodillas tenía a un niño en bañador. Incongruentemente, el chiquillo llevaba unas gafas oscuras que le prestaban, con la montura sobresaliendo de su cara, el aspecto de un pequeño escarabajo. Cuando la señora Cook regresó con una bandeja, Caffery cogió la fotografía y preguntó:
   – ¿Su hijo, señora Cook?
   – Sí.
   – ¿Tiene algún problema de visión?
   – ¡Oh, sí! Acromatopsia. Seguramente le suena a chino. -Se alisó la falda sobre sus firmes y anchas caderas inglesas y se sentó en el sofá para servir el té. Para simplificarlo, le diré que no soporta la luz solar.
   Como comprenderá, Tailandia no es precisamente el lugar más adecuado para él, pero mi Thomas tiene una capacidad especial para hacer cualquier cosa que le perjudique.
   – ¿Acroma… qué? -Essex se sonrojó de forma encantadora. No soy muy bueno con las palabras largas.
   – Acromatopsia. -La señora Cook sonrió con condescendencia. Congénita. Sus ojos no tienen bastoncillos, ¿o son palos?, nunca lo recuerdo. Sea lo que sea, su mundo es en blanco y negro, como si fuera un gato. Es muy injusto. Lo que significa que se le considera incapacitado. No es que le incapacite mucho, si vamos a eso, excepto que no puede conducir y… -sonrió con aire de disculpa -y que le hemos mimado más que a sus dos hermanos. Y dígame -le tendió a Caffery una taza de té, ¿quería hablarme de los vecinos de arriba? ¿Es él quien le interesa? El padre de Thomas siempre decía que los de aspecto normal son los más peligrosos.
 
   – Creí que me hablaba de su novia -le contaba Caffery a Maddox llamándole desde el coche, pero se trataba de su madre. Va a su casa tres veces por semana para limpiar. Él no puede conducir.
   – ¿Quién lo dice?
   – Ella. Dice que tiene problemas de visión.
   – ¿Debemos creerle?
   – Estoy yendo al St. Dunstan para comprobarlo, pero parece que es verdad. Por ahí no conseguiremos nada.
 
   Todos los empleados de personal estaban almorzando excepto el metódico señor Bliss. Recibió a Caffery en la puerta con la mano tendida, el labio superior escondiendo su estropeada dentadura, su tersa cara, rosada y brillante como si esa mañana le hubiera sacado brillo frente al espejo mientras se afeitaba.
   – ¿No almuerza, señor Bliss?
   Bliss señaló a Caffery con un dedo.
   – El almuerzo es para los flojos, señor Caffery, ¿no lo sabía?
   – Soltó una extraña y entrecortada risita atusándose se escaso cabello.
   Siento no haber estado esta mañana para contestar a su llamada. Estaba ahí afuera, peleando otra vez para conseguir una plaza de aparcamiento. Lamento tener que informarle que la situación no ha mejorado en absoluto…
   – Sí, claro -le interrumpió Caffery, ya recuerdo. Señor Bliss, me preguntaba si podría ayudarme. Todavía están trabajando duro en ese caso, ¿verdad?
   – Así es.
   – ¿Y cómo podemos ayudar?
   – ¿Tienen informes médicos sobre su personal?
   – ¿Informes médicos? No. Si han suscrito un seguro de vida a través de su plan de pensiones, tal vez conservemos una copia del informe, pero eso es todo.
   – Pero ¿saben si padecen alguna minusvalía?
   – El hospital mantiene una política de igualdad de oportunidades, lo que significa que estamos obligados a emplear cierta cuota de minusválidos. Seguramente consta en el cuestionario que deben cumplimentar cuando se los contrata. Pero no encontrará al señor Har… Harteveld. No lo teníamos en nómina.
   – No, ya lo suponía. Busco al señor Cook.
   – ¿Se trata de ese forense del que habló con Wendy?
   – El mismo.
   – Esta mañana saqué su ficha para usted, todavía debe estar…
   Estirándose desde su silla se dio la vuelta para mirar en unos archivadores.
   – No -giró para mirar en la repisa de la pared de enfrente. Ah, sí, debe de estar ahí.
   Caffery le observó dirigirse al archivador. Esa mañana había algo raro en el aspecto de Bliss. Algo en su saltarina forma de andar sugería un entusiasmo soterrado.
   – ¡Aquí está! -Volvió al escritorio con expresión de triunfo golpeándose la pierna con una carpeta. Es una suerte que no me la haya llevado para archivarla otra vez. Bueno, echémosle un vistazo.
   Sus pálidos ojos azules pasaban rápidamente por encima de las páginas, hablando para sí mismo y restregándose de vez en cuando las manos en la chaqueta. Caffery se fijó en el sarro que cubría sus dientes.
   – Aquí está -señaló una página. ¿Alguna minusvalía? Cook responde: Sí. El formulario pregunta: Por favor, descríbala. -Se pasó la lengua por los labios. Y Cook responde: Acromatopsia. -Bliss miró a Caffery con las cejas enarcadas.
   – Significa que no tiene bastoncillos en la retina. Incapacita para ver en color.
   – Y que no tolera bien el sol… -Bliss dirigió la mirada a un punto por encima de los hombros de Caffery como si tratara de recordar algo. ¿Estamos hablando de un hombre con el pelo rojo bastante largo?
   – Sí, precisamente.
   – Le he visto por aquí. Recuerdo las gafas de sol. Así que es forense. -Se frotó la barbilla pensativamente sonriendo a Caffery. En este trabajo se trata con personas tan distintas que resulta imposible recordar todos los nombres. -Sacó dos fotocopias colocadas al final de la carpeta. Aquí tenemos un informe médico que lo confirma. Acromatopsia. Inscrito como parcialmente vidente. -Miró a Caffery. Esto parece preocuparle.
   Caffery se frotó la barbilla.
   – No, no estoy preocupado. Sólo me complica la vida. -Tendió la mano a Bliss. Gracias por su ayuda, señor Bliss. Siento haberle molestado.
   – No ha sido ninguna molestia. -Se puso en pie y estrechó la mano en Caffery. Una mano caliente y ligeramente húmeda. No dude en volver si quiere saber algo más. Wendy le atenderá si yo no estoy, mañana empiezan mis vacaciones.
   – Gracias -dijo Caffery. Por cierto, ¿hoy celebra algún acontecimiento especial?
   – Por supuesto. -Bliss se sentó detrás del escritorio y extendió los brazos. ¡Mi cumpleaños!

CAPÍTULO 44

   Cuando el inspector Caffery se fue, Malcom Bliss se reclinó en su silla clavando la mirada en la puerta. Aunque se sentía con una nueva confianza, eufórico, vibrando de excitación, algunas veces le asaltaba una intermitente y estúpida ansiedad. La visita de Caffery no había mejorado las cosas. Cuando le atenazaba esa angustia maldecía a Harteveld por haberle metido en esa situación.
   De no haber sido por mí, Harteveld, se dijo, ¿a quién hubieras recurrido cuando te encontraste con una jodida muerta bien follada entre las manos?
   – Eres la única persona que puede ayudarme -le había dicho Harteveld. Ha ocurrido lo inimaginable.
   Harteveld apareció a primeras horas de un día de diciembre. Entró en el aparcamiento con su Cobra y le enseñó a Bliss la crisálida que guardaba en el maletero. Una chica gorda.
   – Escocesa. Creo que es de Glasgow.
   Envuelta de la cabeza a los pies en una fina película plástica de la utilizada para envolver alimentos.
   – Es lo único que encontré para envolverla, no quiero que queden huellas en el coche.
   – ¿Te la has follado?
   El dinero cambió de manos y llevaron a la mujer-crisálida hasta el apartamento de Bliss, donde la depositaron en la cama. Harteveld estrechó la mano de Bliss y al tocarle sintió repugnancia.
   – Eres el único que puede comprenderlo -le dijo. Sé que puedes solucionar esto, porque me temo que yo soy incapaz de ello.
   Después de irse Harteveld, Bliss cerró la puerta y deambuló por el apartamento mordiéndose el labio y bebiendo licor de cereza. Durante un rato se dirigió a sí mismo largas frases incoherentes.
   Ella estaba en la cama del dormitorio, con las manos plegadas sobre su vientre, con la cara manchada y aplastada debajo de su envoltura. Le gustaba esa envoltura, le gustaba cómo la contenía. Incluso si hubiera estado viva no habría podido debatirse. Lamiéndose los labios, con una ligera capa de sudor en la frente, Bliss se acercó a la cama y empezó a desenvolverla, extendiendo sus brazos, dándole la vuelta, examinándola.
   Tenía un tatuaje en el antebrazo. Una ligera lividez cubría su frente, casi toda su sangre se había depositado en la parte posterior de sus muslos, nalgas y hombros. Harteveld debía haberla dejado boca arriba durante algún tiempo.
   – Eso es. Descansa, estira las piernas. -Hincó un dedo en las marcas del muslo y sonrió. Cerda tetuda.
   La risa le brotó incontenible desde lo más profundo de su ser. Recordaba la UMDS, la primera maravillosa constatación de que los muertos no pueden oponerse a ser aporreados, aguijoneados, escupidos, follados. Podía correrse en su cara, en su boca, en su pelo. No podía negarse a nada. Una gran muñeca jugosa para él solito.
   Pero entonces, estremeciéndose, se le ocurrió que ya había sido usada, que Harteveld debía de haberle hecho todo lo que él pensaba. Tal vez quedaran restos de semen. Corrió hacia el cuarto de baño a buscar una palangana, una pastilla de jabón Wriht’s Coal Tar y una toalla. La fotografía de Joni, cien veces fotocopiada y colgada en las paredes, le sonreía.
   Llenó de agua la desportillada palangana y metió la toalla dentro. Los pinzones saltaban de un lado a otro de la alcándora picoteándose unos a otros y agitando sus plumas. Bliss se sentía incómodo bajo la mirada de Joni observándole, pensativo, se rascó el cuello, todos esos pequeños ojos mirándole…
   Y, despacio, fue cobrando forma la idea de qué hacer con el cadáver.
   De vuelta en la habitación, mientras cavilaba su plan, separó las piernas de la chica y empezó a lavarle la vagina con agua y jabón, dejando que se escurriera en una toalla que le puso debajo de las nalgas.
   Lo repitió una y otra vez hasta que estuvo seguro de que había desaparecido cualquier rastro de Harteveld. La quería limpia, nueva para él.
   Cuando terminó estaba amaneciendo y debía estar en el hospital a las nueve de la mañana. Lola Velinor, su jefa, era muy exigente en cuanto a la puntualidad. Él le haría pagar su intransigencia. Todavía no sabía cómo, pero se vengaría. Sudando, a pesar del frío de diciembre, metió el cadáver en el congelador y se fue a trabajar.
   Durante los años que había pasado en el departamento de personal, se había asegurado el acceso a todos los armarios, despachos, oficinas, salas y habitaciones. Conocía el St. Dunstan como la palma de su mano y encontró enseguida lo que estaba buscando: sutura, un par de pinzas de arterias Halsted, una aguja quirúrgica y un bisturí. En Lewisham compró una peluca, maquillaje, un juego de pinceles y unas tijeras Wilkinson.
   De regreso a casa, sacó a la chica del congelador y la metió en la bañera para que se descongelara mientras se ocupaba en disponerlo todo. A las ocho y media ya estaba preparada: en su cama, con la peluca bien puesta y maquillada. Ya había tirado por el sumidero, con ayuda de agua hirviendo y un poco de detergente, la grasa mezclada con sangre y tejidos que había extirpado de los pechos, y depositado en un recipiente de plástico. Había consultado el procedimiento en la biblioteca y creía haberlo hecho bastante bien. Los puntos de sutura azules no mejoraban precisamente el aspecto de los pechos, pero era mejor que aquellas enormes y gordas tetas de vaca: le recordaban cómo Joni había destruido deliberadamente su propio cuerpo, ese cuerpo que casi había poseído, tan honestamente, aquella primera noche en el coche.
   El último detalle, realmente inspirado, era el pájaro. Si abría el tórax y cortaba ese carnoso pectoral mayor que tenía forma de abanico y, suavemente, levantaba la tapa intercostal que había debajo, los huesos quedarían al descubierto. Exactamente igual que medio buey. Exactamente igual que los cadáveres de la facultad de medicina.
   El pájaro se debatió cuando lo metió dentro. Por un instante pensó que podía liberarse y revolotear por el techo, pero se inclinó y mantuvo la herida cerrada mientras la cosía rápidamente.
   Apoyó la oreja en los helados pechos.
   El pájaro aleteaba débilmente. Exactamente igual que el susurrante latido de Joni de aquella noche.
   Luego la follo, dos veces, agarrándose a sus fríos hombros, expirando su acre aliento sobre su cara amoratada. Al terminar pensó que había sido, si no perfecto, al menos mejor que una masturbación en solitario.
   – Puta -le dijo, tirando el condón a la alfombra. Puta. -Estaba helada, como un pedazo de carne de cerdo pegada al hueso. No podía responderle. La abofeteó y la peluca se deslizó hacia atrás dejando al descubierto su abundante pelo. Puta.
 
   A pesar de sus esfuerzos por mantener el cadáver congelado cuando no lo utilizaba, éste empezó a descomponerse muy pronto. Lo metió en dos bolsas de basura, cogió una azada del garaje y condujo hasta el comienzo de la A 2. Conocía muy bien ese trayecto porque era el que recorría cada fin de semana para ir al chalet en Kent Heredado de su madre. A la sombra del nuevo Millenium Dome, había un terreno abandonado y cubierto de maleza. Durante el día era solitario y por la noche desértico. Buscó un lugar tranquilo e hizo lo que debía hacer.
   Semanas más tarde, Harteveld, volvió a casa de Bliss, con su figura aristocrática enfundada en un traje Gucci y con otra blancuzca criatura envuelta en película transparente dentro de su coche.
   Después de que el cuerpo estuviera seguro dentro de la casa, Harteveld se sentó en el sofá con sus perfectas manos apoyadas en sus rodillas.
   – Ese pub al que vas, Bliss -dijo.
   – Sí -se arrancó un pedazo de piel escamosa de la frente, el Dog. ¿Qué pasa con él?
   – A las chicas que van allí no se las echaría de menos. No durante un día o dos, ¿verdad? -Las cejas de Harteveld estaban húmedas por el sudor. Pasaría al menos un día antes de que se dieran cuenta de que habían desaparecido.
   – ¿De qué estás hablando?
   – Te conocen. Nadie se sorprendería si hicieras algunas preguntas sobre ciertas chicas. Averigua cuáles son seguras. Podrías… -se revolvió con desasosiego. Harteveld siempre había aparentado sentirse incómodo en su propio cuerpo -podrías mandármelas.
   Y de esta forma Malcom Bliss y Toby Harteveld sellaron un pacto diabólico, un acuerdo que les convenía a ambos. Harteveld nunca aparecería por el pub y Bliss, que al cabo de los años se había hecho para los dueños del Dog and Bell tan inadvertido como una sombra, se enteraría de qué mujeres mantenían escasa relación con sus familias, de cuáles no se denunciaría su desaparición a los pocos días. A cambio recibiría una compensación económica y, más tarde, el pleno uso y disfrute de los cadáveres. Además podía impedir que Joni se mezclara en el asunto.
   Gradualmente fue haciéndose más osado. Intentó convencer a Harteveld de que le entregara los cuerpos en Wildacre Cottage, el chalet de su madre. Sería el lugar ideal, tranquilo y aislado: hecho a medida para sus propósitos. Pero Harteveld, que quería tardas lo mínimo en transportar su carga, le dejó muy claro quién mandaba. Bliss, que tampoco quería asumir el riesgo que representaban los cuarenta minutos de viaje, tuvo que ceder y seguir disfrutando silenciosamente y con todas las contraventanas cerradas en su caluroso apartamento de Brazil Street.
   Ya llegaría su momento. Su confianza iba en aumento.
   Empezaba a arriesgarse. En una ocasión dejó uno de los cuerpos en la sala durante un día entero. El rigor mortis lo invadió allí, en la sala, al lado del televisor, como un maniquí. Así podía masturbarse mirándola. Cuando más tarde la rigidez desapareció, el cadáver se desplomó en el suelo, despertando a Bliss en la otra habitación. Su estómago había reventado partido y tuvo que deshacerse de ella. La experiencia le decía cuándo los cadáveres empezaban a apestar.
   Su mayor placer era dejarlas en su cama mientras iba al Dog a tomarse una copa. Algunas veces veía a Joni y le sonreía gentilmente.
   Era feliz. Poderoso. Cada noche poseía a un simulacro de Joni. Y poco a poco, comprendió que iba perdiendo interés en esas posesiones simuladas. Algo en sus sentimientos empezaba a erosionarse. Y comenzó a dejar de molestarse en limpiar la casa.
   Al involucrarse la policía tuvo que cambiar de lugar: dejó el último regalito de Harteveld de forma que lo encontrara Lola Velinor. Le pareció adecuado dejar a la mulata su mulatita, se dijo; cada oveja con su pareja. Estaba orgulloso de su ingenio. Y ahora que Harteveld había muerto, tenía el control.
   Condujo hasta un hipermercado de bricolaje con el corazón palpitándole. Las taladradoras y los serruchos eléctricos, relucientes en sus fundas de plástico, estaban expuestos colgando de ganchos. Pasó casi una hora deambulando por el pasillo observándolos en detalle, eligiendo, por fin, un serrucho eléctrico portátil Black & Decker de 2.700 rpm. Estaba concebido para trabajar pequeñas piezas de madera, se cargaba con una pequeña batería alojada en la empuñadura, pesaba menos de tres kilos, medía treinta centímetros de largo y, además, entraba perfectamente en la guantera del Peugeot. Ya en casa, sacó un trozo de jamón de la nevera y empezó a practicar en la cocina, cortándolo pulcramente en rodajas.
   Armado con su nuevo amigo se transformó en un auténtico cazador. Había vigilado a la chica durante unos días y ella demostró ser mucho mejor que las demás. Era cálida. Sangró y vociferó, especialmente cuando él utilizó la aguja de aneurismas para coserla. Cuando apoyó su oreja sobre los ya vaciados pechos, parecía que iba a salírsele el corazón y Bliss se preguntó por qué había esperado tanto en salir de caza.
   Ahora sabía que estaba preparado. Joni. Joni.
   Sólo un día por delante…
   Malcom Bliss se levantó mesándose el pelo. Había sido una mañana agotadora, merecía una copa. Devolvió la carpeta de Cook al archivo, cogió su chaqueta y abandonó la oficina.

CAPÍTULO 45

   La mujer que estaba detrás de la barra siempre le saludaba con un gesto. Era una vieja vaca reseca que desperdiciaba el maquillaje con que se embadurnaba la cara como si estuviera en carnaval. Alguna vez se había forzado en responder al saludo, pero, un día de la semana pasada, pasó por el bar antes de lo acostumbrado y la sorprendió hablando con el inspector Caffery. Bliss, en la puerta, furioso y nervioso, decidió que por su ligereza merecía que la ignorara. No se acercó a la barra y tomó la copa en el salón.
   Joni no tardaría en llegar y, a pesar de excitación, estaba decidido a mantener la compostura. Después de todo el tiempo que había pasado, tenso y sufriendo, porque Joni restregaba sus tetas artificiales en la cara de cualquiera, había aprendido a dominarse y adoptar la conducta que se esperaba del cliente de un pub, lo que facilitaba la petición de Harteveld de recoger información sobre las mujeres que frecuentaban el local. Bliss nunca se precipitaba, tan sólo invitaba a copas y escuchaba. Era tan inofensivo que las chicas miraban directamente a través de él como si no existiese, charlando sobre sus cosas personales y él se enteraba de lo difícil que sería que se denunciara su desaparición a la policía.
   Hubieran estallado en carcajadas si se les hubiera insinuado o pellizcado sus pequeños muslos. Así que se quedaba tranquilo esperando el día en que las chicas llegarían a él, mucho más cariñosas en la muerte que en la vida.
   Se abrió una puerta y la luz entró en el bar. Joni. Sorprendido, Bliss se alzó levemente, saboreando el momento, pasándose la lengua por los dientes. Unos pasos detrás, la seguía su amiga. Bliss se dejó caer en la silla sintiendo que le invadía la rabia.
   La amiga Joni no le gustaba. Era una puta arrogante que se consideraba pretenciosamente «una artista» y que andaba pavoneándose por los bares pintando a las chicas como si pudiera dignificarlas a través del arte. Y a los clientes también. El propio Bliss había sido pintado varias veces por ella, pero él no se olvidaba de cuando ella era una de las «chicas». Su nombre de batalla era «Pinky». Se hurgó la nariz observándola pensativamente. Se dirigió hacia la barra con la cabeza muy alta, sin molestarse en mirarlas.
   Joni se acercó con aspecto aburrido.
   – Hola, Joni -sonrió él.
   – Hola, Malcom -suspiró ella resignada, debí imaginar que estarías aquí. Nada cambia, ¿verdad?
   Dejó caer su bolsa en el suelo y se sentó en un taburete tapizado, estirando las piernas con su trasero justo en el borde del asiento. Llevaba unas botas de piel hasta la rodilla y una falda de ante que le llegaba hasta medio muslo. Su pelo rubio, sujeto con dos pasadores de plástico, tenía el mismo corte que el de todas las chicas que veía por la calle. A Bliss no le gustaba. Le irritaba esa manía de Joni en arreglar lo que no estaba estropeado, esa obsesión por el cambio.
   Se esforzó en sonreír.
   – ¿Una copa, Joni?
   – Está bien. -Se miraba las uñas con el labio inferior hacia fuera.
   Se comportaba como una niña. Desde que Bliss la conocía no había madurado en absoluto. Ya no resultaba graciosa; debía decírselo. Decirle que ya no tenía gracia, que le cabreaba más de lo que podía soportar.
   – Vino, supongo.
   Más allá, la artista esperaba con la cabeza en alto, como un caballo al que tiran del bocado. Demasiado buena para ese lugar. Él se acercó sonriendo amablemente.
   – Buenas tardes.
   Ella le dirigió una mirada despectiva.
   Bliss sonrió para sí mismo. Puta. Cogió la copa que le tendía la mujer detrás de la barra y limpió cuidadosamente donde sus dedos habían tocado el vaso de Joni.
   Cuando le llevó la copa, Joni no le dio ni las gracias, pero a él no le importó. Estaba acostumbrado.
   – ¿Estáis bien, chicas? -preguntó. Su misma excitación le había llenado la boca de saliva y debía hablar cuidadosamente para no escupir. Parece que las cosas os van muy bien, ¿verdad?
   – No, no nos van bien. -Joni apretó los labios haciendo un puchero. Han encontrado el cadáver de una mujer negra en la calle justo detrás de la esquina de casa.
   – Vaya. -Bliss tomó un sorbo de cerveza. ¿Ya saben quién es?
   – No. -Lanzándole una mirada asesina, Joni cogió con un gesto de impaciencia su bolso, apuró su copa y se dirigió a la escalera meneando su rubia cabeza.
   Bliss y la artista se quedaron en silencio. Ella bebía su cerveza despacio.
   – Bueno -dijo él, debo admitir que nunca había visto a Joni tan perturbada.
   La artista asintió con un gesto.
   – Está preocupada -dijo mirando su copa. Dice que está considerando largarse de Greenwich.
   Bliss sintió un escalofrío, pero antes de replicar dejó que desapareciera el nudo de su estómago y la tensión de su polla.
   – ¿Ah, sí? -repuso mirando hacia la escalera. Y ¿adónde piensa ir?

CAPÍTULO 46

   De regreso a Shrivemoor, Caffery no podía relajarse. Iba de un lado a otro de la oficina buscando entre los papeles, observando las pizarras, poniéndose detrás de las analistas para mirar las pantallas por encima de sus hombros. Finalmente telefoneó a Jane Amedure.
   – ¿Ha sabido algo sobre ese cemento?
   – El difractograma ya ha salido hacia Maryland. Tal vez sepamos algo mañana por la mañana.
   Luego sacó el fax personal que Bliss le había enviado desde el St. Dunstan la semana anterior y lo repasó buscando en vano alguna pista por nimia que fuese. Se sentó y se cogió la cabeza entre las manos mientras la oficina se iba quedando vacía de gente. Maddox, con la chaqueta ya puesta, le dijo:
   – Es muy noble de tu parte, pero, por favor, un poco de realismo. Ya sé que os he estado fustigando esta mañana, pero no pretendía que te mataras.
   – Vale, vale.
   – Vete a dormir, ¿de acuerdo?
   – Lo haré.
   Volvió a llamar a la doctora Amedure.
   – Déles un poco de tiempo, inspector Caffery. Le prometo que lo primero que haré mañana será llamarle. Ya nos estábamos yendo.
   Alrededor todo era tranquilidad y silencio. Sentado en la desierta oficina, fumaba, mientras miraba por la ventana cómo una jornada agotadora llegaba a su fin.
   Un sol de lluvia estaba ocultándose detrás de las cuidadas viviendas, un nuevo cartel iba a ser colgado en la valla publicitaria que tenía enfrente.
   Había sido demasiado rápido echándole el ojo a Cook, su instinto le había traicionado, y admitir que se había equivocado le sacaba de quicio. Maddox tenía razón, debería irse a casa, pero sentía la presencia del Hombre Pájaro tan fuerte y cercana que casi podía tocarle.
   En la calle, un empleado de una agencia publicitaria desenrollaba y pegaba, desenrollaba y pegaba, desplazaba la escalera y volvía a empezar. Las palabras «Estée Lauder» aparecieron en la parte de abajo de la valla y encima de ellas la radiante curva del cuello de la modelo. Él lo contempló con mirada ausente, pensando en el pelo que se había enredado en Peace Jackson. Habían supuesto que pertenecía a otra de las víctimas, a alguien que el Hombre Pájaro todavía no había matado o que todavía no había aparecido. Caffery se apretó suavemente la nariz, intentando concentrarse.
   ¿Otra explicación?
   El color y el tamaño coincidían con tanta precisión con el pelo de la peluca que ni siquiera Krishnamurti había apreciado la diferencia. Tal vez el pelo no perteneciera a otra víctima sino a la persona que el Hombre Pájaro estaba recreando. Tal vez esa persona había estado en casa del Hombre Pájaro. O tan cerca que había podido quitarle ese trofeo.
   Estabas tan empecinado con Cook que ni siquiera lo consideraste, se dijo. Y había algo, algo…
   Caffery levantó la mirada hacia el satinado cartel que tenía enfrente y de repente lo supo.
   El metabolismo de la marihuana en un único pelo rubio. El aluminio revelado en el espectógrafo del Instituto Anatómico Forense. Joni pulverizando la habitación con ambientador, aquel aroma que impregnaba el apartamento… No tenía sentido. Joni no se ajustaba en absoluto al patrón: rolliza y alta, no era precisamente la Galatea del Hombre Pájaro. A pesar de todo, mientras apagaba las luces y cogía las llaves para irse, dejando el fax encima de la mesa, Jack sentía un hormigueo de excitación en el estómago.
   A las dos de la madrugada la artista se fue con sus pinturas, su tablero y su aire de superioridad, dejando a Joni a solas durante su segunda actuación en el pub. Bliss la conocía muy bien. Sabía que una vez atrapara a Joni invitándola a un par de copas no se le escaparía con facilidad. El resto de los clientes estaban abandonando el local, dejándole a solas con ella para rematarla con Liebfraumilch.
   A las tres y media Joni estaba vomitando en el lavabo de señoras y, ya en casa de Bliss, dos veces más en el baño.
   Él intentó no mostrarse enfadado. Lo limpió, lo fregó todo y le dejó dormir la borrachera hasta la hora del almuerzo, hecha un ovillo como un bebé, rubia y rosada, con sus braguitas y camiseta, en la habitación de invitados para que no viese su colección de fotografías. Temía que las obras que estaban haciendo en el edificio de la antigua escuela pudieran despertarla.
   Sentado en la sala, toqueteándose pensativamente un lunar en la barbilla, recordaba cuántas veces había consentido, con infinita paciencia, que Joni utilizara su casa como un improvisado centro de desintoxicación. Y él nunca había hecho nada para impedirlo. Cuántas veces había fregado y ordenado, sacado, mientras estaba durmiendo, sus fotografías del pasillo, del cuarto de baño, de la sala, poniéndolas a buen recaudo en una caja, rociando todas las habitaciones con ambientador. Tan sólo para que, apenas despierta, se pusiera el walkman y se largara inmediatamente. Ignorándole. Tratándole como a un mierda.
   ¡Cómo habían cambiado las cosas ahora! Su vida había sido escrita de nuevo. Como si un día descubres que el sol tiene un color distinto.
   Se dirigió a la cocina y preparó té y un plato con pasteles. Llevó la bandeja hasta la habitación y la puso en la mesilla de noche de Joni que se rebujó llevándose las manos a la cara.
   – Despierta, te he preparado té.
   Ella estiró el cuello y miró alrededor con los ojos enrojecidos. Apenas vio a Bliss se dejó caer sobre la almohada con un gruñido.
   – ¡Oh, no!
   – Tómate el té.
   – No; tengo que irme a casa.
   Se apoyó en los codos y lo miró con cara de sueño.
   – Lo siento, Malcom, no tenía la intención de terminar aquí.
   – Primero toma un pastel. -Tenía la lengua espesa y su voz sonaba ronca.
   – No, gracias.
   – Insisto.
   – De verdad, no me apetece.
   – ¡Insisto!
   Joni le miró con asombro.
   – Perdona -balbuceó él, quitándose la saliva de los labios. Quiero que comas algo, lo necesitas. Mírate, toda piel y huesos. -Pretendía ser un gesto cariñoso, pero Joni reaccionó con violencia empujándole.
   – ¡Apártate!
   – Pero Joni…
   – Déjame sola, Malcom.
   – Tan sólo déjame tocar…
   – ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? ¡No! -Se deslizó hasta el otro lado de la cama y puso los pies en el suelo, pero Bliss se abalanzó sobre el colchón y la sujetó por la camiseta. Joni se revolvió e intentó zafarse hincándole sus afiladas uñas en los dedos. ¡Aléjate de mí!
   – ¡Joni!
   – ¡Quita tus jodidas manos! -Se llevó sus manos a la boca y le clavó los dientes en el pulgar. ¡Vete de una puta vez!
   – No me hagas esto, Joni…
   Tenía los dedos cubiertos con una mezcla de saliva y sangre. Se dobló por la cintura, cerró los ojos y la retuvo con fuerza. Joni perdió el equilibrio y cayó golpeándose contra el zócalo.
   Él la soltó y, boquiabierto, se echó hacia atrás.
   Se miraron fijamente, asombrados de su propia violencia. Joni estaba con la camiseta por encima del estómago, con la sombra del pubis transparentándose a través de sus bragas rosa pálido. Parecía una muñeca, perpleja al haber sido rota tan fácilmente. Por un instante pareció que se esforzaba en respirar.
   Bliss se acercó tendiéndole la mano.
   – Joni…
   – Déjame… déjame de una puta vez.
   – Pero yo te amo.
   – ¡Y una mierda! -Se llevó la mano al hombro e hizo una mueca de dolor.
   – Sólo te pido que pases mi cumpleaños conmigo. Mañana. Es todo lo que te pido. Me lo debes por haberme dejado como lo hiciste.
   – ¡Nunca te dejé! ¡Nunca hubo nada entre nosotros, maldito lunático! ¡Nunca fuiste mi novio!
   Bliss la miraba boquiabierto.
   – Yo estaba enamorado de ti.
   – ¿Enamorado? Casi follamos una noche, casi, hace miles de años y sólo porque estaba tan jodidamente borracha que no podía tenerme en pie. Si hubiera estado sobria nunca me hubiera acercado a ti.
   – ¡No digas eso!
   – Eres patético.
   – Lo he dejado todo por ti -dijo cabizbajo y con los brazos colgando, incluso abandoné mi sueño de ser médico.
   – ¡Anda ya! Nunca lo hubieras conseguido. -Empezó a incorporarse con una mueca de dolor. Admítelo, Malcom, eres un jodido funcionario y lo seguirás siendo.
   – No -gimoteó, no me dejes. Por favor, no me dejes.
   Pero le dejó allí, sacudido por los sollozos, mientras se levantaba dolorosamente y cojeaba por la habitación recogiendo su ropa y poniéndosela.
   – Este lugar es repugnante. -Sacó un aerosol de su bolso y roció el aire. Apesta.
   Con un sollozo, Malcom se desplomó contra la pared, haciéndose un ovillo con la cabeza entre las manos y el cuerpo tembloroso.
   – Por favor, no me dejes.
   – Tranquilízate, tío. -La voz de Joni se había suavizado. No seas niño.
   Se acercó a él.
   – ¡No me dejes! -sollozó, y acarició sus botas de ante. No te vayas…
   – Tengo que irme. Vamos, contrólate, podemos seguir siendo amigos.
   – No.
   – Malcom, déjalo ya. Tengo que irme, ¿de acuerdo?
   Pero esta vez él fue más rápido.
   Con un solo movimiento la agarró del tobillo y la hizo caer al suelo violentamente. Bliss se puso de rodillas y le hincó el codo en el estómago. Un puñetazo en la cara le arrancó un chorrito de sangre de la nariz y Joni perdió el conocimiento.
 
   Caffery se detuvo frente a la casa de Susan Lister. Las cortinas estaban echadas y, grapada a la puerta, una nota mecanografiada metida dentro de una funda de plástico, emborronada donde había sido mojada por el rocío.
 
   Miembros de la prensa:
   Mi hermano y su esposa están atravesando un momento muy doloroso. Por favor, respeten la intimidad de nuestra familia y no nos lo hagan más difícil con sus preguntas. Ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir.
   Gracias.
   T. LISTER.
 
   Se metió en el bolsillo las llaves del coche, dio la vuelta a la esquina y se quedó frente a la tienda de oportunidades con una mano apoyada en el marco de la puerta y la otra en el timbre.
   – ¿Sí? -preguntó Rebecca a través del intercomunicador. ¿Quién es?
   – Inspector Caffery. ¿Dispones de unos minutos? -Esperó un momento. Al no obtener respuesta, insistió: He dicho que soy Jack Caffery…
   – Sí, lo he oído. Espera, bajo enseguida.
   Tardó en abrir. De pie en el quicio de la puerta Jack iba poniéndose cada vez más nervioso. Estaba a punto de llamar de nuevo cuando oyó pasos en la escalera y el ruido de pestillo. Rebecca estaba descalza, con un ligero vestido suelto como si fuera un tulipán.
   – ¿Puedo pasar? -preguntó él.
   No le respondió.
   – ¿Rebecca?
   – Bueno, vale -suspiró ella, entra. -Se echó hacia atrás para dejarle pasar. Jack cerró la puerta, echó el pestillo y la cogió de la mano caminando hacia la escalera. Acabo de abrir una botella de Fitou. Supongo que te apetecerá.
   En el piso hacía fresco. Las persianas estaban a medio bajar y una mosca revoloteaba perezosamente alrededor de unos pinceles en una jarra de cristal.
   – Siéntate, voy a buscarlo. Lamento este desorden -dijo, yendo hacia la cocina.
   Caffery se paseó por el estudio, mirando las pinturas y bocetos que se amontonaban por toda la habitación. El retrato de Joni seguía sin terminar sobre el caballete, con el pelo de un rubio tan claro que parecía albino.
   – ¿No está Joni? -preguntó.
   – Todavía está en el pub.
   – ¿A qué hora volverá? -Podía oler el exceso de ambientador que solía rociar Joni.
   – ¿A quién has venido a visitar, inspector? ¿A mí o a Joni?
   – A ti, por supuesto.
   En la cocina, Rebecca emitió una risa burlona.
   – Ya, claro.
   – Ya, claro -repitió él para sí mismo caminando hacia el recibidor. El cuarto de baño estaba en el lado opuesto, junto a la escalera que conducía a la habitación de Joni. A su derecha, la puerta de la cocina; Rebecca estaba lavando unos vasos. Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.
   Era muy acogedor. Los colores tenían los cálidos tonos tropicales de los folletos de viajes, toallas de un rosa fucsia y paredes aguamarina. Unas medias negras estaban en remojo en una palangana y unas huellas de talco cruzaban la alfombrilla. Dejó que corriera agua del grifo, abrió el armarito e inmediatamente encontró lo que buscaba.
   Sacó el papel de fumar de su bolsillo, arrancó una hoja y la puso encima de las púas de un peine rojo. Cuando lo sacó había cinco pelos de un rubio plateado. Volvió a colocar el papel en su paquete, cerró el grifo y regresó al estudio.
   Rebecca le tendió un vaso sin pronunciar palabra. Se dio la vuelta, cogió un montón de pinturas del suelo y las puso encima de la mesa.
   – ¿Recibiste mi mensaje? -preguntó él.
   Ella no contestó inmediatamente. Intentaba parecer absorta mientras ordenaba las pinturas. De pronto se paró. Dejando caer los hombros, se inclinó hacia la mesa.
   – Sí -susurró meneando la cabeza. Sí, lo siento. También está en todos los periódicos. Dicen, bueno, sugieren que esa mujer de Malpen Street… -Agitó la mano con gesto vago. Dios, son unos sensacionalistas…
   – No estaba bromeando. Debes tener cuidado.
   Ella se dio la vuelta lentamente. Con los brazos cruzado, apoyada de espaldas contra la mesa, le miró ladeando la cabeza.
   – Está muerto, ¿verdad?
   – Sí.
   – Entonces ¿de quién se supone que debo tener cuidado?
   – Si lo supiera te lo diría. -Suspiró. De verdad, Rebecca. Ninguno de nosotros sabe a ciencia cierta qué está pasando.
   – ¡Dios! Estoy cansada, harta de estar siempre asustada. Me enferma vivir en un invernadero ni siquiera puedo abrir una ventana.
   – Volvió a darse la vuelta hacia la mesa y siguió ordenando las pinturas. Las galerías no dejan de llamarme. Mi trabajo se está vendiendo muy bien. No dejan de pedirme más y más, y ahora incluso el Time Out me ha pedido una entrevista. ¡El Time Out! ¡Dios mío! ¿Y sabes por qué? -No le miró, y Jack sabía que no esperaba una respuesta. ¿Por la genuina calidad de mi trabajo? ¿Porque soy la heredera de Rockefeller? ¿Porque he creado un nuevo estilo pictórico? -Sacudió la cabeza. No, en absoluto. Por ninguna de esas razones. Tan sólo les interesa él. Todos son unos buitres, un maldito hatajo de vampiros. ¿Y crees que voy a hacer de esto una cuestión de principios? Pues no. Soy exactamente igual a los demás y tengo la intención de aprovecharme de la situación. Imagino que debería alegrarme de que todavía el caso no haya sido resuelto.
   Mientras seguía hablando con ansiedad, la tensión de Jack empezó a desaparecer. Esa noche ya no le quedaban más puertas a las que llamar. A primera hora de la mañana iría al Instituto Anatómico Forense pero, ahora, no tenía nada que hacer. Ya era tiempo de que ese día llegara a su fin. Tomó un sorbo de vino y dejó que Rebecca siguiera hablando.
 
   Bliss pasó la tarde esperando que Joni recobrara el conocimiento. Fue dos veces al cuarto de baño para masturbarse eyaculando en un condón. Se felicitaba por la prudencia. Quería esperar a que Joni estuviera adecuadamente preparada.
   Ya eran las diez de la noche cuando entró en el dormitorio para prepararla. Puso las manos debajo de su trasero y, flexionando las rodillas, la subió hasta la cama. Ellas se desplomó fláccidamente y, entonces, él vio que tenía un hematoma en el ojo izquierdo. A pesar de la hinchazón advirtió que algo estaba mal. Cogiéndole la cara con ambas manos se acercó para mirarla. El ojo le sobresalía de forma anormal, el iris estaba hacia fuera. Lo apretó con cuidado. Más tarde lo consultaría en sus libros. De momento se humedeció el dedo con saliva y le limpió la sangre de la nariz.
   Le bajó la cremallera de las botas, se las quitó y las colocó en un rincón. Le sacó la falda de ante y cortó la camiseta dejando que sus grandes e hinchados pechos se desparramaran hacia los lados. Estrujó uno de sus pezones y se preguntó qué sensación le causarían esas tetas artificiales. Sorprendentemente eran cálidas, tersas y flexibles al tacto. Pellizcó el pezón derecho entre el índice y el pulgar y levantó toda la mama, estirando todo lo que daba de sí, más de quince centímetros por encima de las costillas, fascinado por la flexibilidad de la carne y la silicona.
   – Mmm -gruñó.
   Se inclinó para examinar de cerca la pequeña protuberancia de la cicatriz por donde le habían introducido la silicona. Bien, no necesitaría rajarla demasiado.
   – Entonces…
   Rebecca ya había terminado de ordenar sus cuadros. Estaba más tranquila. Hurgó debajo de los papeles y las pinturas hasta encontrar la esquina de un marco. Lo puso encima de uno de los bocetos y entornó los ojos para observar el efecto que producía.
   – Verónica, ¿verdad?
   Caffery la miró.
   – ¿Perdón?
   – Verónica vive contigo, ¿no?
   Él sacudió la cabeza y se apoyó contra la puerta.
   – Bueno, supongo que ella así lo creía.
   – ¿Qué es lo que falló?
   – ¿Quieres saberlo de verdad?
   – Sí.
   – Yo -sonrió. Fui yo. Soy un error de la naturaleza, ¿sabes?
   Ella se quedó callada durante un instante, mirándole.
   – Pues no lo parece -dijo.
   – A simple vista no puedes adivinarlo. Pero ahí está.
   – ¿Qué?
   – Una obsesión. Soy una obsesión viviente.
   – ¡Ah!, una mujer. -Miró las pinturas. No puedo culpar a Verónica.
   – No, no se trata de una mujer.
   – Entonces imagino que será Ewan.
   – Sí… yo… -Le pilló por sorpresa que alguien pronunciara el nombre de Ewan. Recuerdas su nombre…
   – ¿Creías que lo había olvidado?
   – Pues sí.
   – Pues no; me acuerdo. -Dejó el marco y empezó a colocar las pinturas en un extremo de la mesa. Y siento tener que decepcionarte, pero personalmente pienso que cometes una auténtica estupidez.
   – ¿Perdón?
   – Digo que refugiarte en el pasado es una excusa estúpida para no vivir tu propia vida, ¿no crees? Lo que quiero decir es que a pesar de no saber exactamente lo que ocurrió, si sé una cosa que se supone que si has crecido, que si eres el adulto que aparentas ser, deberías haberlo asimilado, evolucionar.
   – Dejó caer el último montón de pinturas y se dio la vuelta para mirarle. ¿No lees los poetas americanos? «Dejad que el pasado entierre a sus muertos» y toda esa cháchara.
   Caffery la miró con asombro pero no respondió.
   – ¡Mierda! -exclamó ella. He sido una bruta, ¿verdad? -Extendió las manos y paseó la mirada por la habitación como si su propia conducta fuera un misterio para ella, como si la explicación de su reacción estuviera en las paredes. No he podido evitarlo… quiero decir que también fui muy grosera al no responder a tu llamada y al colgarte el teléfono. ¿No crees que fui innecesariamente grosera?
   – Sí -dijo él. Fuiste una grosera. -Bajó su copa y reflexionó. ¿Me lo merecía? -preguntó.
   El rostro de Rebecca se distendió.
   – Sí -respondió sonriendo. Sí, te lo merecías.
   Jack asintió con un suspiro.
   – Eso creía.
 
   Bliss se irritó cuando comprobó que le resultaba imposible levantar las caderas de Joni para quitarle las bragas y dio rienda suelta a su mal humor, empujándola brutalmente para ponerla de lado. Luego le metió uno de sus calzoncillos en la boca, los apretó bien fuerte y se sentó de nuevo sobre la cama para mirarla.
   La mujer de Greenwich había estado atada allí mismo durante casi veinticuatro horas. Cuando la mordaza de cinta para embalar se había humedecido con su saliva y se acercó para cambiársela, ella le había suplicado que la dejara ir al baño. Al negarse él, empezó a llorar. «Por favor, déjeme, por favor». Pero Bliss sacudió la cabeza, volvió a amordazarla y se quedó observándola fríamente hasta que, entre lágrimas, ella se orinó encima. Luego le pegó por lo que había hecho, pero limpió responsablemente todo el desaguisado. Había sangre. Creyó que sus riñones padecían una infección.
   – Veamos -miró su reloj, son las diez y media, Joni. A las once volveré a prepararte. Hasta entonces, descansa.
   Once menos cuarto. Las ventanas del estudio estaban abiertas, las farolas iluminaban la calle y los coches pasaban inundándola de música. La piel de Rebecca brillaba en la media luz. Se había soltado el pelo; la noche y el vino la habían distendido. Estaba sentada frente a él, en silencio. Hacía tiempo que se habían quedado como paralizados, sin poder decirse lo que realmente estaban pensando.
   Fue Jack quien al final rompió el silencio.
   – Debería irme -dijo.
   Rebecca se limitó a beber un sorbo de vino.
   – Se está haciendo tarde y mañana tengo que levantarme temprano… -Dejó la frase en suspenso esperando que ella respondiera. Así pues, debería irme.
   – Sí -dijo finalmente ella, dejando su copa. Sí, por supuesto.
   Bajaron la escalera. Rebecca iba delante. Al deslizarse sobre sus hombros, veía las pequeñas marcas que le dejaban los tirantes del vestido. Al llegar abajo, Rebecca puso la mano en el pestillo pero no abrió la puerta.
   – Bueno… -dijo. Miraba fijamente un botón de su camisa, sin querer encontrarse con sus ojos. Gracias por el consejo.
   – De nada.
   De nuevo se hizo el silencio. Su mirada seguía clavada en el botón de la camisa, y Jack levantó instintivamente su mano poniéndola sobre el pecho. Rebecca abrió la boca, se cubrió la cara con las manos y se dio la vuelta.
   – ¿Rebecca?
   – ¡Dios! Lo siento. -Su voz sonó ronca.
   – Rebecca… -Le puso suavemente las manos en los hombros, sobre los tirantes, notando su cálida piel. ¿Tal vez deberíamos volver arriba?
   – Sí -asintió sin mirarle, eso creo.
   Trató de darle la vuelta pero, con un sonido ronco, ella cogió su mano derecha y se la llevó a la boca, besándola, mordisqueándole ligeramente la palma, chupando sus dedos uno a uno. Jack se quedó inmóvil, contemplando su nuca, con el corazón palpitándole. Rebecca se rasgó los labios con sus dedos, levantó la barbilla llevando la mano de Jack hasta su cuello bajándose el vestido, y de pronto a él le invadió el deseo con tanta violencia que no pudo contenerse.
   ¡Oh, Dios…!
   Le dio la vuelta, la agarró por los muslos y la levantó avanzando hacia el frío radiador del vestíbulo. Le levantó el vestido hasta la cintura y Rebecca, con un hondo suspiro, se apretó instintivamente contra su cuerpo mientras le besaba con ardor y con las manos le ayudaba torpemente a quitarle las bragas, absorta, sin sonreír.
   Sintiéndole.
   Sus pies desnudos encontraron a tientas un precario apoyo en la bicicleta que había junto al radiador, mientras Jack se afirmaba en el suelo y se bajaba la cremallera. A través de las ventanas las luces de los coches se deslizaban por el techo las paredes, iluminándolas mientras él la embestía una y otra vez. Ella tenía los ojos cerrados y se mordía el labio apretando sus caderas contra las suyas, ajustándose a su ritmo. La bicicleta se balanceó y los pedales rasguñaron la pantorrilla de Jack haciéndola sangrar, pero él no se dio cuenta. Todo había ido desapareciendo a su alrededor hasta que cada átomo de energía y deseo quedó reducido a ese acto que ni siquiera recordaba cómo había empezado.
   – No… -exclamó de pronto Rebecca mirándole de frente no, no te corras.
   – ¡Mierda! -exclamó, y retrocedió por el vestíbulo, dando traspiés y eyaculando en el suelo, encima de sus zapatos. Incrédulo, la miró tapándose la cara con las manos y, sacudiendo la cabeza, se dejó caer al pie de la escalera. ¡Dios mío! Lo siento… los siento.
   Rebecca bajó del radiador y se sentó a su lado con el pecho palpitante, con el pelo humedecido por el sudor pegado a su cara y su frente. Todavía tenía el vestido recogido por la cintura, pegado a la piel, dejando al descubierto su ombligo.
   – Lo lamento -dijo él. No debería haberlo hecho…
   – No ha sido… -Se secó los labios y le miró de soslayo con la cara y el cuello sonrojados. De verdad… yo… no pasa nada. Hubiera podido evitarlo.
   – Tenía que haber usado preservativo. Nunca me había ocurrido. Normalmente nunca…
   De pronto, Rebecca se cubrió la cara con las manos y empezó a reír.
   – ¿Qué pasa? -dijo él, y advirtió que le sangraba una pierna, un largo rastro oscuro se extendía hasta los pantalones, bajados hasta los tobillos. ¿Qué es tan divertido?
   – ¿A eso te referías? ¿Un error de la naturaleza? -Separó los dedos para mirarle la entrepierna con la sonrisa todavía en los labios. ¿Ha sido eso lo que enloqueció a Verónica?
   – ¡Dios mío! -balbuceó. Bueno, quizás algo tuvo que ver…
   – ¿Puedes demostrarlo?
   – Sí, puedo demostrarlo.
   – ¿Ahora mismo?
   – De verdad… ¿ahora mismo? Quiero decir que si estás seguro, que si puedes realmente hacerlo de nuevo.
   – Sí. -Él miró alrededor buscando algo para limpiar el suelo, sus zapatos, su pierna. Sí, claro que puedo. Éste es uno de mis encantos.
   – ¡Qué maravilla! -suspiró Rebecca dejando caer las manos y sonriendo. Esto puede ser amor.
 
   A las once en punto estaba preparado.
   En el dormitorio, Joni seguía inmóvil sobre la cama. Creyó que todavía esta inconsciente hasta que se acercó y vio su ojo sano observando cómo él se ponía la bata, la mascarilla y el gorro. Cuando él cogió el bisturí ella se revolvió en la cama, arqueando la espalda, sacudiendo la cabeza mientras emitía unos gorgoteos con la garganta.
   – Cálmate. -Le puso una tranquilizadora mano en el hombro apretándola contra el colchón. Será mejor que te calmes.
   Joni echó la cabeza atrás y soltó un sordo gruñido a través de la mordaza.
   – Puta -le dijo Bliss quedamente sentándose a horcajadas encima de ella. Cierra la boca, puta. He sido bueno contigo y me estás provocando.
   La empujó hasta hundirla en la cama y Joni se quedó inmóvil bajo sus manos, observándole con recelo con su ojo sano.
   – Bien -dijo él, y se levantó sobre sus talones y se enjugó el sudor de la cara. Ahora escucha. No voy a matarte. -Se inclinó sobre ella e, ignorando los escalofríos que sacudían a Joni, apoyó suavemente la cara contra su cuello. Sólo quiero que todo sea igual que aquella noche. ¿Me comprendes?
   Una única lágrima resbalando por su mejilla le dijo que ella lo aceptaba. Joni dejó de resistirse. Pero para asegurarse Bliss volvió a sujetar su torso a la cama, cruzando la cinta de embalaje sobre las caderas. La mujer de Greenwich le había enseñado que, incluso inconsciente, el cuerpo humano responde con violencia ante el dolor.
   Cogió un lápiz graso.
   – No durará mucho.
   Mordiéndose la lengua, trazó una marca justo por encima de la cicatriz señalando dónde iba a hacer la nueva incisión. Joni respiraba profunda y entrecortadamente por la nariz mientras Bliss escupía en el bisturí y lo secaba con su bata.
   – No hay mucho que cortar, Joni.
   Hizo una mueca y la suave carne cedió bajo la hoja como si fuera un queso, se contrajo y finalmente se abrió como una fruta madura. Joni emitió un ronco lamento mientras su pelvis se sacudió espasmódicamente contra el colchón. Un hilillo de sangre se deslizó entre las pecas de su vientre. Bliss se inclinó para estudiar el corte entrecerrando los ojos. Detrás de una grasa amarillenta, vio los implantes en su envoltorio de carne.
   – Tienes suerte. -Respiró hondo dándole unas palmadas en la rodilla. Están justo encima del músculo. Aguanta un momento…
   Se mordió el labio y, muy despacio, metió los dedos en el corte, deslizándolos por dentro, buscando dentro del pecho.
   Joni le miró con ojos desorbitados cuando su dedo índice rodeó la bolsa de silicona y sacudió frenéticamente la cabeza.
   – No te muevas, tranquila. -Sus dedos índice y pulgar se cerraron alrededor del implante y, con seguridad, tiró de él. No pasa nada, tranquila.
 
   Los pies de Joni se cruzaban y entrecruzaban como si fueran tijeras y tenía los muslos tensos como cuerdas, mientras el implante se deslizaba hacia afuera arrastrando sangre y tejidos con él.
   Él le puso la bolsa sobre su estómago.
   – Ya está. Fácil, ¿verdad? -Se secó la mano en la bata. Bien, pero sigamos. Uno que se ha ido y otro que se irá.

CAPÍTULO 47

   Repentinamente, el verano se alejó de Inglaterra para instalarse alegremente en la península Ibérica. La lluvia regresó de nuevo a Londres. Cuando Caffery despertó con Rebecca dormida a su lado, olió el cambio experimentado en el aire y sintió la humedad en su piel. Siguió acostado durante un momento, oyendo los latidos de su corazón, intentando descubrir qué le había despertado. ¿Algún ruido en el piso? ¿Habría vuelto Joni? ¿Sólo había sido un sueño? Escuchó atentamente hasta que, al volver la vista, el corazón le dio un vuelco. Rebecca estaba a su lado con un brazo colgando fuera de la cama y el otro doblado ligeramente, como si posase para una escultura clásica. No le veía la cara y se incorporó sobre los codos para mirarla. Estaba muy quieta. Quieta y…
   ¡Por Dios! Jack, ni lo pienses.
   Casi se echó a reír. Por un instante había imaginado que estaba muerta. Pero su pequeña caja torácica se movía rítmicamente cuando apoyó la cara contra su pecho escuchó el tranquilizador y casi inaudible silbido de su respiración, el aleteo de su corazón.
   Un pájaro moribundo.
   Se levantó bruscamente y fue a la cocina, donde puso la cabeza debajo del grifo. No quería pensar en el Hombre Pájaro, en sus atrocidades. No mientras Rebecca dormía a su lado.
   Sacudió la cabeza salpicando gotas mientras sus pensamientos se aclaraban. Joni no había regresado. La noche anterior, antes de dormirse, había puesto la cadenilla en la puerta de la calle para que Joni tuviera que despertarle cuando llegase. Encendió el gas para prepararse un té, se sirvió u vaso de agua y lo bebió con avidez mirando las fotografías que había en la repisa encima de la nevera.
   Algunas eran de Rebecca: vestida con un mono manchado con un pincel en la mano; con los ojos soñolientos arrebujándose en una almohada y levantando una mano contra el objetivo. Otra la mostraba en una playa de guijarros, en pantalones cortos y sacando la lengua, bizqueando debajo de un enorme sombrero.
   Dejó el vaso en la encimera y cogió una instantánea de Joni. Era mucho más bonita de lo que recordaba, seguramente porque la fotografía no parecía estar colocada. Miraba con ojos claros al objetivo con un cigarrillo entre los dedos, con la boca abierta en medio de una frase, señalando al fotógrafo como si tratara de explicarle algo importante. Llevaba el pelo hasta los hombros y un flequillo le cubría la frente.
   Caffery puso la foto encima de la mesa y se sentó con los codos apoyados a ambos lados del marco. Joni le miraba fijamente, intentando decirle algo. Pasó sus dedos por el flequillo.
   Las cicatrices rodeaban la cabeza de las víctimas formando un círculo perfecto. A las rubias melenas de Kayleigh Hatch y Susan Lister sólo les había sido cortado un flequillo. Caffery se pasó la mano por la frente. Las marcas en las víctimas rodeaban el nacimiento del pelo, en la frente. No era donde se ajustaba normalmente una peluca. Era demasiado abajo.
   A menos…
   A menos que tuvieran un flequillo. Como Joni.
   Se incorporó con el corazón latiéndole con fuerza.
   No la Joni de ahora, sino la de entonces… antes de que se cortara el pelo. Antes, ¡Dios!, por supuesto, antes de que se pusiera los implantes. Es a la antigua Joni a quien quiero, se dijo.
 
   – ¿Becky? -La besó en el cuello. Becky, despierta.
   Rebecca se dio la vuelta y despertó.
   – Jack… -Recordó la noche anterior: en el vestíbulo y después en su cama… en todo lo que le había hecho. Soñolienta, buscó el miembro de Jack entre las sábanas. ¿Te vas? -preguntó abriendo los ojos sorprendida al darse cuenta de que tenía puestos los pantalones y se estaba abrochando la camisa.
   – No tengo más remedio.
   – ¿Qué pasa?
   – Joni no ha vuelto. ¿Sabes dónde pueda estar?
   – ¿No está en casa? -Se dio la vuelta restregándose los ojos. No, no lo sé… algunas veces no aparece.
   Él le apartó el flequillo de la frente y la besó en la mejilla. Su pelo olía a champú para bebé.
   – Rebecca, deja que te pregunte algo, es muy importante.
   – ¿Sí?
   – ¿Tengo razón al suponer que Joni lleva implantes en los pechos?
   Advirtiendo el cambio de tono, ella le observó.
   – Sí. Pero ¿qué…?
   – Esta fotografía. -Se la enseñó. ¿Cuándo se la tomaron?
   – No sé, hará unos tres años. ¿Por qué…?
   – ¿Y lo implantes? -la interrumpió.
   – No sé… -Miró pestañeando la foto. No estoy muy segura, pero creo que justo después de conocerla, hará unos seis años.
   – Muy bien. Escucha. -Se levantó y se pasó una mano por la camisa, tratando de alisar las arrugas del día anterior. Necesito que me dejes esa pintura, la que tienes en el caballete.
   – ¿Para qué?
   – Te la devolveré.
   – Cógela. Me pone enferma mirarla. -Se puso de lado y se incorporó sobre un codo mirándole con expresión seria. Jack, ¿no estarás pensando…?
   – No. Yo… -Se interrumpió. Rebecca, no me mires así. -Se anudó la corbata. No hay nada de que preocuparse. -Le rodeó los hombros con los brazos y la besó en la cabeza. No te preocupes, de verdad. Solamente te pido que Joni me llame cuando vuelva. Y tú ten cuidado, ¿vale? Lo digo en serio. Llámame si tienes que salir y dime dónde estás.
 
   Rebecca, sentada a la mesa de la cocina, enroscando soñolienta un mechón alrededor de sus dedos, con la mirada fija en el cenicero esperaba que su manchada cafetera de dos tazas empezara a hervir.
   La lluvia caía contra la ventana trazando surcos en el polvo. Tenía un nudo en la garganta.
   No es la primera vez que Joni no vuelve a casa, pensó. No es nada extraño ni alarmante. Cuando me fui del pub la vi tan nerviosa que o se fue a descargar la adrenalina por ahí o se metió el algún antro de drogatas en Camden, o, quizá sólo ha dormido en casa de alguien y volverá con el rabo entre las piernas. Me pregunto por qué Jack de repente está tan interesado en Joni.
   Se levantó, irritada por sus pensamientos, y se fue al estudio. Fuera, en la calles, rosa violetas y amarillas se alineaban en sombrillas de vivos colores. La lluvia repicaba en el tejado. Cogió un papel para sujetarlo en el tablero.
   Jack se llevó su retrato, pensó. Así pues, cree que Joni se ha metido en un lío.
   Dejó el papel en el tablero y fue al vestíbulo para telefonear.
 
   Desde el quicio de la puerta Bliss contemplaba a Joni, que tenía la cabeza caída a un lado, mientras los implantes dejaban un rastro de sangre encima de sus costillas. Mientras la cosía había estado inconsciente y se los había dejado sobre el vientre para que fuera lo primero que viera al despertarse. Se había acostado en otra habitación, dispuesto a esperar hasta el día de su cumpleaños. Pero la señora Frobisher le había despertado temprano, incluso antes de que empezaran a trabajar en las obras de la antigua escuela, traqueteando por las escaleras como una muñeca de madera.
   Esa mujer le ponía nervioso. Siempre quejándose, siempre husmeando y mirándole con desden. Hubiera sido más seguro celebrar la fiesta de su cumpleaños en el chalet, pero no podía arriesgarse a viajar en coche. No con una Joni ensangrentada e imprevisible. Empezó a inflar los globos.
 
   Cuando Amedure se reunió con Caffery en recepción y cogió el sobre que éste le tendía: comprendió que había recuperado su sexto sentido.
   – ¿Se siente bien?
   – Muy bien.
   – ¿Qué es esto? Debe rellenar un impreso.
   – ¿Puede compararlo con el pelo de la última autopsia?
   – Seguramente. Pero, por favor, el impreso.
   – Ahora mismo voy. ¿Cuánto tardará?
   – Medio día. Menos si se porta bien conmigo.
   – ¿Se sabe algo sobre el cemento?
   – ¡Ah! -sonrió. Veo que o se ha reunido con su equipo esta mañana. El CCRI ya tiene los resultados, se los han comunicado por teléfono a Marilyn Kryotos…
   Pero Jack ya bajaba corriendo por la escalera mientras sacaba del bolsillo las llaves del coche.
   – Está bien, yo rellenaré el impreso para el laboratorio -murmuró la doctora Amedure para sí misma dirigiéndose de nuevo hacia el ascensor.
 
   Todavía era temprano, pero Betty ya estaba en el Dog and Bell. En la parte de atrás se oía ladrar al perro alsaciano.
   – Se fue con ese del hospital. Ya sabes, ese que está loco por ella. Uno que se sienta en el salón del bar a beber cerveza.
   – ¿Te refieres a Malcom?
   – Sí, ése.
   Gracia, Dios mío.
   – Ayer se gastó cuarenta billetes durante el almuerzo. La invitó a no sé cuantas botellas de Blue Nun y después se pasó al escocés. A las tres ya no sabía ni su nombre. ¿Cómo puede hacerse esto Pinky, una chica tan guapa? No tiene sentido.
   Eres una maldita paranoica, se dijo Rebecca. Joni es sólo Joni. Una vez en casa, escondido en el edredón de Joni entre pañuelos de papel y semillas de marihuana, encontró su agenda Kokai negra y plata, con páginas arrancadas y garabateadas, con dibujos de corazones y caras sonrientes en colores pastel. Joni apuntaba a sus amigos por el nombre de pila y, en la M, al lado del nombre de Malcom había garrapateado una de sus caritas rosadas.
   El teléfono de Bliss estaba comunicando. Jack también estaba hablando por el suyo. Rebecca colgó el auricular y se sentó en el estudio. Miró la dirección y el teléfono de Malcom y se dijo que podía esperar, que en realidad debía dejarlo. Hasta que no pudo más y se dirigió a su dormitorio.
   – Bueno -murmuró mientras se ponía unos pantalones cortos, una camiseta y se calzaba unos zapatos gruesos, ésa eres tú. No puedes dejar que las cosas se resuelvan por sí solas.
 
   En su Jaguar, Caffery marcó el número de Shrivemoor en su Nokia y, mientras conducía con el parabrisas empañado por la lluvia, se detuvo al llegar a un semáforo con el teléfono pegado a la oreja y miró con aire ausente el cuadro que llevaba en el asiento de al lado.
   En segundo plano estaba Joni, subida al escenario, con los brazos levantados y la cabeza ligeramente inclinada. Detrás de ella, el decorado y las ventanas del pub. El remate del anuncio de la cerveza Young se reflejaba en el cristal. Y en primer plano, justo en medio, con los labios ligeramente separados y de perfil, un rostro que le recordaba a alguien…
   Cogió el cuadro y lo observó de cerca. Esa cara con los dientes estropeados, curiosamente separados, como un niño al que empiezan a caérsele los dientes de leche, le era muy familiar.
   Te conozco, sé que te conozco. Conozco el sonido de tu voz, he hablado contigo, te he estrechado la mano… De pronto contestaron a su llamada.
   – ¿Jack?
   – Sí. Hola, Marilyn.
   – Jack, por Dios. Maddox está que trina contigo. No te has presentado a la reunión de esta mañana.
   – Lo sé, lo sé. Dile que me disculpe. Por cierto, ¿me han llamado de Estados Unidos?
   – Soy tu hada madrina, no lo olvides. Mientras todavía estabas en el país de los sueños, yo he estado trabajando.
   – ¿Y?
   – Ese cemento no se distribuye en el sur y sólo hay un constructor en Londres que lo utiliza, Korner-Mackelson. He hablado con su risueña secretaria y parece que tienen una obra en Belmarsh, otra en Canning Town y otra en Lewisham.
   – ¿Lewisham? -Levantó la mirada hacia el semáforo. De acuerdo, dame la dirección.
   – Al final de Greenwich, en Brazil Street, cerca de Blackheath Hill. Una antigua escuela que están transformando en superficie comercial.
   El semáforo se puso verde. Caffery apagó el intermitente y con un movimiento brusco del volante adelantó a un coche.
   – Marilyn, ¿sigues ahí?
   – Sí.
   – Dile a Maddox que llegaré tarde, dentro de una hora y media.
 
   Esa mañana Greenwich, con sus toldos a rayas azules, le recordaba a París. Los coches salpicaban las perneras de los peatones, los tenderos miraban por los escaparates con sus caras iluminadas por una extraña luz tropical. Pedaleó muy rápido. Como si sudando pudiera hacer desaparecer la ansiedad que la embargaba.
   En Lewisham el tráfico era muy denso. Encontró fácilmente Brazil Street. Los albañiles, desde los andamios de la vieja escuela, le dedicaron piropos y silbidos de admiración cuando pasaba ella bajo la lluvia con sus pantalones y su camiseta. Dejó la bicicleta junto al garaje del número 34, al lado del Peugeot de Bliss. La lluvia repiqueteaba sobre la capota de plástico corrugado.
   – ¿Sí? -preguntó nerviosamente él cuando abrió la puerta y la vio allí. ¿Qué quieres?
   – ¿Joni está aquí? -Se secó la lluvia de la cara y miró hacia el interior del piso. Un solitario globo verde flotaba como un fantasma en el pasillo. Necesito hablar con ella…
   – ¿Qué te hace pensar que está aquí?
   – No sé, cuando toma una copa de más a veces se queda contigo.
   – Mmm…
   – Escucha, Malcom -sacudió la cabeza, es importante. ¿Sabes dónde puede haber ido?
   – Mira, Pinky, sabes perfectamente que Joni no tiene tiempo para mí.
   – Vale, vale. -Levantó las manos dándose la vuelta para irse; su autocompasión la irritaba, lo siento. Si la ves, dile que me llame. Es muy importante.
   Al montar en su bicicleta sintió que Bliss todavía la estaba observando desde la puerta. Levantó la mirada.
   – ¿Qué ocurre?
   – Yo… -Miró con aprensión hacia la calle. No he dicho que no estuviera aquí. No he dicho eso.
   Rebecca frunció el entrecejo.
   – Pero bueno…
   – Me has malinterpretado. -Bliss señaló hacia el recibidor. Todavía está durmiendo. Entra y le diré que estás aquí.
   Rebecca apoyó la bicicleta contra la pared. Dios mío, Malcom, pensó, eres el rey de los bichos raros.
   Caminó de nuevo hacia la puerta, meneando la cabeza.
 
   Brazil Street era una calle residencial bordeada por frondosos plátanos. Los chalets victorianos presumían de sus senderos de acceso y de sus cuidados jardines. La mayoría aparentaba prosperidad, con sus garajes adosados por los que trepaban viñas y madreselvas, y sus magníficos coches. Caffery dejó su Jaguar al principio de la calle y, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, siguió el complejo diagrama de los surcos dejados por los neumáticos en la resbaladiza arcilla que conducía hasta la verja que rodeaba la obra de Korner-Mackelson.
   Dentro de la valla, dos mezcladoras de cemento amarillas a cada lado del camino parecían dos leones guardianes. Más allá, la lluvia formaba surcos en los flancos cubiertos de barro de una excavadora. El solar tenía una extensión de unos cien metros llegando hasta la esquina del edificio de una escuela de ladrillo rojo donde se quebraba en una curva muy pronunciada y seguía al menos durante quinientos metros hasta el final de los jardines.
   Jack miró a los trabajadores apiñados debajo de los andamios, fumando y bebiendo café de los termos mientras esperaban que dejara llover. El mero hecho de estar ahí, cerca, tal vez rozando el secreto que podía conducir hasta el Hombre Pájaro, le aceleraba el pulso. Con las pruebas obtenidas por el Instituto Anatómico Forense, resultaría fácil conseguir una orden que les diera acceso a los archivos de personal. Marilyn podría analizarlos, pero en ese momento, de pie bajo la lluvia, Caffery estaba más cerca de él de lo que nadie había estado nunca.
   La tentación, como siempre, era hacerlo por su cuenta, actuar en ese preciso momento, no esperar y seguir el manual. Pero sabía qué terreno estaba pisando. Se apartó de la valla encaminándose hacia el Jaguar. Abrió la portezuela, pero de pronto, con un rápido movimiento, se dirigió directamente hacia un Polo aparcado para observar los demás coches que estaban cerca, apresurando el paso para examinarlos uno a uno: un Volvo, un Corsa y un viejo Land Rover.
   Llevaban aparcados en ese lugar mucho más tiempo que su Jaguar. En todos la lluvia había dibujado un intrincado mosaico. Polvo de cemento. Flotaba en el aire desde el solar en construcción y la lluvia lo estampaba en la pintura de los coches.
   Jack se pasó un dedo por el borde de la portezuela del Polo pensando a toda prisa. Se dio la vuelta y escudriñó Brazil Street.
 
   Dentro estaba húmedo, el suelo pegajoso, como si hubiera encendido la calefacción en un lluvioso día de principios de verano. Bliss, en el recibidor con los brazos extendidos, impidió que ella entrara en la parte de atrás de la casa.
   – No; pasa aquí dentro, a la cocina.
   – Está bien, sólo quiero hablar con Joni. No voy a quedarme.
   Bliss extendió los brazos una vez más.
   – Sí, claro… Aquí, pasa por aquí.
   Rebecca suspiró. En la cocina hacía calor y olía a leche agria. Unas moscas muertas en el alféizar de la ventana flotaban en un charco formado por las gotas de condensación que resbalaban por el cristal. Tres sillas se apilaban alrededor de una mesa llena de platos sucios, tazas de té, cazuelas, todo cubierto por una fina capa de un polvo ceniciento. En el techo zumbaban otras moscas.
   Bliss cogió una silla cochambrosa y la examinó.
   – El asiento está roto, no puedes sentarte aquí. -Dejando caer la silla empezó a revolver en un cajón de la cocina. Aquí está. -Se dio la vuelta con un rollo de cinta marrón de embalar en la mano, intentando despegarla con sus sucias uñas. Siempre me cuesta mucho -se excusó tendiéndole el rollo. Quizá podrías… ya sabes, con tus uñas.
   Rebecca suspiró exasperada.
   – Anda, dámelo.
   Despegó unos centímetros de cinta con sus frágiles uñas y se la devolvió.
   – Bueno, ya está. ¿Y Joni?
   – Vale, tranquila. -Rápidamente cubrió el asiento con varios trozos de cinta y luego le acercó la silla. Ahora mismo voy.
   Con las manos levantadas en un gesto de resignación salió apresuradamente de la cocina. Rebecca, mientras consideraba seguirle hasta el vestíbulo para darle prisa, atisbó su pequeña cabeza pasando por detrás de un ventanuco situado encima del fregadero. De pronto, su extraña cara de labios gruesos reapareció tras el cristal esmerilado, consiguiendo sobresaltarla.
   – Oye, ¿te importaría…? -Abrió el cristal unos centímetros, se asomó por la abertura y señaló la mesa. Le había preparado una taza de té. Está ahí encima.
   – ¿Está despierta?
   – Sí, pero quiere una taza de té. Dámela, por favor.
   Rebecca puso los ojos en blanco.
   Por el amor de Dios, Malcom, pensó. Y le dio la taza. Él se la arrebató de las manos.
   – Gracias. Y esas galletas, por favor. -Se mesó el pelo. Joni es una damisela muy exigente.
   – Por el amor de Dios, Malcom -Rebecca le alcanzó el paquete de galletas, ¿quieres despertarla de una vez?
   – Claro, por supuesto -dijo educadamente al tiempo que le cogía la muñeca y se la retorcía con fuerza.

CAPÍTULO 48

   En Shrivemoor se estaba organizando el puerta a puerta. La oficina de investigación olía a café, a camisas recién salidas de la lavandería y a loción para después del afeitado. Cuando Jack llegó, pelo húmedo y traje arrugado, Marilyn y Essex estaban con Maddox en la oficina del SIO. Ignorando sus miradas, sacó una guía telefónica de su escritorio y buscó las páginas de Lewisham. Sabía que tenía la respuesta, que estaba tan cerca de ella como los latidos de su corazón. Tan sólo necesitaba buscar en la dirección adecuada.
   Rápidamente garabateó cinco nombres. Cada una de las calles situadas en un radio de cien metros alrededor del solar en construcción de Brazil Street.
   – Marilyn -dijo ensañándole el papel mientras se levantaba, pásalo por el ordenador y dame los resultados… -Encima de la mesa, donde lo había dejado la noche anterior, seguía el fax del St. Dunstan. En su arrugada primera página se leía la lista de nombres encabezados por la letra B: Bastin, Beale, Bennet, Berghassian, Bingham, Bliss, Bowman, Boyle.
   – ¿Jack?
   Pero la expresión de Jack había cambiado. Sus ojos miraban fijamente la dirección escrita bajo el nombre de Bliss: «34 A. Brazil Street».
   La cara en la pintura de Rebecca… los dientes estropeados. Bliss quejándose de las obras cuando le visitó en el St. Dunstan por primera vez. Maldita sea, ¿cómo he podido pasarlo por alto?
   – Jack, ¿qué ocurre?
   Levantó la mirada. Maddox, Essex y Marilyn le estaban observando.
   – ¿Dónde estás?
   – Lo siento, yo…
   – Estaba diciendo que podrías encargarte del puerta a puerta. -Maddox cruzó los brazos. Improvisa un cuestionario con Marilyn.
   – No puedo. -Jack arrancó la página del fax y se la metió en el bolsillo. Necesito que me acompañe un hombre.
   Maddox suspiró.
   – Adelante, elige al que quieras. -Señaló con la barbilla a Essex. Él, supongo.
 
   Bliss, tiró de Rebecca hacia el ventanuco, haciendo que su cadera se golpease contra la pila. Una tetera se estrelló contra el suelo salpicando de té.
   – ¡Déjame, cabrón!
   – Cierra la boca -siseó él. Cierra la boca y no grites.
   – ¡Malcom, por favor!
   Sus calientes manos le aferraron los brazos.
   – ¿Qué coño crees que estás haciendo?
   – He dicho que te calles. -Y luego la maniató con la cinta de embalar.
   La maldita cinta de embalar que yo misma he abierto, pensó ella. Se apoyó con todo su peso contra el fregadero y se debatió con desesperación, en vano.
   Este hijo de puta tiene fuerza, pensó. Nunca lo hubiera imaginado. Me ha atrapado…
   Bliss intentaba ahora amordazarla con un trozo de cinta. ¡No! Apartó la cabeza, pero él consiguió pegar la cinta y se alejó por el corredor.
   ¡Dios mío! Retorció violentamente las manos, pero la cinta se ciñó todavía más a sus muñecas. ¿Qué intentará ahora?, se preguntó presa del pánico.
   Un portazo. El piso se quedó en silencio.
   Rebecca, inclinada sobre la pila del fregadero, respiraba con fuerza por la nariz, con todos sus sentidos alerta. Fue mordisqueando la cinta que la amordazaba hasta que consiguió despegarla.
   Tenía las manos atadas alrededor de una tubería al otro lado del ventanuco. Puso una rodilla encima de la pila, encaramándose encima del fregadero. Los platos acumulados sonaron estrepitosamente.
   – ¡Joni! -gritó. ¡Joni!
   Silencio.
   – ¡Joni!
   Jadeante, Rebecca dejó caer la cabeza.
   Vamos, tranquilízate y haz bien las cosas. ¿A qué está jugando ese cabrón? ¿Qué pretende?
   La respuesta apareció cara y fría en su mente cortándole la respiración.
   ¡Dios mío! ¡No…!
   Helada, sobre el fregadero con la ropa mojada y los ojos desorbitados, con las rodillas sangrando, contuvo la respiración mientras el corazón parecía a punto de estallarle.
   No seas ridícula, Becky, no puede ser él, es imposible.
   ¿Y por qué no? Joni ni siquiera está aquí. Me ha mentido para conseguir que entrara en su casa.
   Pero… ¿Malcom? ¿Y por qué no?
   La adrenalina le recorrió el cuerpo haciéndola reaccionar. Tomando aire, retorció sus manos frenéticamente, dispuesta a arrancarse el brazo antes que quedar atrapada en ese lugar.
   Tú, la chica dura sabelotodo, ¡maldita idiota!, tú solita te has metido en esto.
   – No te muevas -le susurró Bliss al oído sobresaltándola. Y cierra tu jodida boca o me veré obligado a utilizar esto.
 
   El inspector Basset estaba sentado en su despacho con las piernas estiradas, la silla inclinada hacia la pared y las manos cruzadas sobre el estómago. Se había quedado durante más de una hora mirando por la ventana cómo la gente iba de compras por Royal Hill mientras se limpiaba las uñas con un clip pensando en Susan Lister y su marido. Esa misma mañana el comisario jefe les había endilgado un sermón sobre la conveniencia de mantener un estrecho contacto con el AMIP.
   El teléfono de su escritorio empezó a sonar.
   Basset dejó caer las patas de la silla.
   – ¿Sí?
   – Soy Violet Frobisher.
 
   Rebecca se dio la vuelta violentamente. Jadeante, con los ojos enloquecidos, enseñando los dientes.
   Bliss retrocedió con un dedo sobre sus hinchados labios. Se abrió la chaqueta y, desviando los ojos como si lo que estaba a punto de enseñarle fuera tan indecoroso que ni siquiera él fuese capaz de verlo, señaló hacia abajo: remetido en la cinturilla de los pantalones de chándal, descansando como un bebé contra su estómago, había un pequeño serrucho eléctrico.
   Lo acarició tiernamente, suspirando como si formara parte de su propio cuerpo.
   – Recuerdo tu clítoris, Pinky. He visto tu coñito rosa.
   – ¡No te acerques! -Se echó hacia atrás. El grifo se clavaba en su espalda, el agua goteaba por su cuerpo.
   – Si eres buena y te estás quietecita, lameré tu clítoris.
   Entre sus torcidos dientes se atisbaba su lengua bulbosa. Como un gato olfateando una hembra en celo. Se llevó una mano a la boca y la lamió desde la muñeca hasta la punta de los dedos.
   – Mmm, clítoris rosado. ¿Te gustaría que te lo chupara? -sonrió saboreando cada palabra. El adorable clítoris rosado de Pinky.
   – ¡Que te jodan! -Forcejeó desesperadamente. ¡Cabrón!
   – ¡No! -Bliss golpeó con fuerza el fregadero. ¡Que te jodan a ti, puta! -Empuñó el serrucho poniéndolo en marcha delante de su cara. ¡Jódete, zorra del demonio!
   Ella retrocedió frenéticamente y la cinta que la maniataba se rasgó. De pronto estuvo libre. Perdió el equilibrio y cayó contra la pila del fregadero mientras Bliss la miraba atónito. A continuación, el mango del serrucho la golpeó brutalmente en la nuca.
 
   Caffery conducía lentamente por Brazil Street.
   10, 12, 14.
   Pasó frente a la verja del edificio de la escuela. La lluvia había amainado y la excavadora estaba trabajando.
   28, 30, 32, 34… 34.
   La fachada tenía un revestimiento rugoso y en las ventanas de la primera planta ensanchado el sendero que conducía hasta un horrible garaje adosado. Vacío.
   – Le conozco -dijo Essex mientras Caffery pasaba por delante de un coche. De un Rover verde botella aparcado en el sendero y medio escondido por un murete de ladrillos, salió un hombre de pelo canoso vestido con un traje oscuro. Echó una ojeada dentro del garaje. Caffery acercó el Jaguar al bordillo de la acera.
   – ¿Qué estará pasando? -Essex se metió el teléfono en el bolsillo. Es el inspector Basset, del CID de Greenwich. Vamos.
   Se dirigieron aprisa hasta el sendero de la casa vecina para no ser vistos desde la planta baja. Basset estaba husmeando por la ventana. Cuando vio a Essex gesticulando desde el jardín de enfrente pareció perplejo y alarmado.
   Corrió hacia ellos.
   – ¡Joder! -siseó. Espero no haber metido la pata. Debería haberlo comprobado pero pensé que no ibais a hacerle caso y estaba volviéndome loco con sus llamadas…
   – Calma -dijo en voz baja Caffery, cogiéndole por la manga y llevándoselo detrás de la valla. ¿De qué me estás hablando?
   – De la señora Frobisher, ya te hablé de ella.
   Caffery y Essex intercambiaron una mirada.
   – ¿Que nos hablaste de quién?
   – Ya sabes, esa que tiene ese vecino.
   – Ya me he perdido -murmuró Essex.
   – Te telefoneé. ¿Recuerdas? Te dejé un mensaje para que averiguaras lo que estaba pasando. Al no saber nada de ti supuse… -Se removió inquieto mirándolos alternativamente. Por lo visto no sabéis nada sobre la señora Frobisher y su vecino. ¿Tampoco sobre los olores? ¿Ni del congelador que se descongela? -Se puso de puntillas y echó una mirada por encima de la verja. ¿Ni de pájaros muertos en la basura y ahora, además, que alguien grita en el piso?
   Caffery se masajeó las sienes.
   – Tenemos un sospechoso en el 34 A. Es esa casa.
   – Frobisher vive en el 34 B. Es su vecina del piso de arriba.
   – ¿Y cuándo dices que me dejaste ese mensaje?
   – Más o menos una semana, cuando la prensa publicó el asunto Harteveld.
   – ¡Mierda! -Caffery miró a Essex, que tenía los ojos fijos en sus zapatos.
   – Diamond -dijo.
   – El mismo -suspiró Caffery. Bien, ¿qué sabemos?
   – No hay nadie.
   – ¿Has entrado?
   – No. La señora Frobisher llamó hace unos veinte minutos diciendo que había oído gritos. La pobre vieja tenía un susto de muerte. No quería volver a molestarnos porque creía…
   – ¿Porque creía que nos estábamos ocupando del asunto?
   – Exactamente -Basset parecía incómodo. ¡Mierda! Al jefe le va a encantar todo esto.
   Se oyó un ruido procedente de la casa. Los tres se agacharon detrás de la valla. La señora Frobisher salió a la puerta con una bata azul y zapatillas a cuadros. Un gato se frotaba contra sus tobillos.
   – Señora Frobisher -Basset la miró la mano, y luego se la estrechó, observando por encima de su hombro a Caffery y Essex. Lo siento, señora Frobisher, permítame que le presente al inspector Caffery y al detective Essex.
   Ella inclinó la cabeza a modo de saludo.
   – Estaba preparándome un té. ¿Os apetece?
   – Gracias -dijo Essex entrando en la casa.
 
   El piso estaba limpio aunque desordenado. Las revistas se apilaban en los rincones y un ligero olor a comida subyacía bajo el aroma del ambientador. Los hombres se sentaron en una salita contigua a la cocina en unos desvencijados sillones, dejando vagar la mirada por los objetos de decoración que coleccionaba la señora Frobisher: peluches, una selección de tazas procedentes de estaciones de servicio, fotos de Gregory Peck arrancadas de revistas y con marcos imitación plata.
   En la cocina, la señora Frobisher hablaba sola mientras reunía el servicio de té. Luego abrió un paquete de galletas.
   – Recuerdo que fue ayer hacia las cuatro de la tarde, porque estaba viendo Judge Judy y acababa de prepararme una taza de té. -Dejó la bandeja en la mesa. El gato dormitaba debajo de ésta plácidamente. Tippy estaba bebiendo su plato de leche cuando oí un gran alboroto. Ese hombre estaba fuera, con una chica joven.
   – ¿Recuerda cómo era la joven?
   – Todas me parecen iguales. Rubia, con la falda corta por aquí. Andaba dando traspiés. Vomitó en el sendero y él tuvo que llevarla a cuestas hasta la casa. Bueno, pues después de eso ya no volví a verle el pelo a esa chica. Ni volví a pensar en ello hasta esta mañana cuando de repente oí… -La taza de té tembló ligeramente en su mano. La oí gritar de una forma que me heló la sangre.
   – ¿Tiene una llave del piso de abajo?
   – ¡Oh, no! No es mi inquilino, pero…
   – ¿Sí?
   – Se ha dejado una ventana abierta en sus prisas por marcharse.
   – ¿Sabe dónde ha podido ir?
   – Sé que tiene otra casa, en el campo, creo. Tal vez se ha ido allí porque ha cogido el coche. -Miró a Basset. ¿Recuerda que me dijo que me fijara en la marca?
   – ¿Lo ha hecho?
   Asintió con un gesto de cabeza.
   – Un Peugeot. Debería haberlo sabido porque mi nuera tiene uno igual.
 
   Essex entró por la ventana mientras Caffery le esperaba en el garaje, pensando en lo resguardado que estaba, en lo fácil que sería hacer marcha atrás por el camino con un coche, abrir el maletero y…
   – Jack -Essex abrió la puerta: estaba lívido, es él. Lo hemos encontrado.

CAPÍTULO 49

   Las habitaciones del piso estaban a oscuras, las cortinas echadas, el aire enrarecido. El polvo se levantaba de las mugrientas alfombras a cada paso que daban.
   – Mira esto. -Essex estaba de pie en el umbral de la puerta del dormitorio principal. ¿Puedes creerlo?
   Las paredes estaban tapizadas de fotografías: polaroids, instantáneas, algunas arrancadas de revistas. Muchas pertenecían a Joni, pero otras, procedentes de revistas pornográficas, mostraban a niños chupando penes en erección, a una mujer montada por un perro alsaciano y a un adolescente asiático atado a una cama con los brazos y las piernas separados y con sangre entre los muslos.
   De un armario empotrado les llegó el sonido de un débil batir de alas. Essex lo abrió y ambos se quedaron sin habla mirando la jaula. Un solitario pinzón agazapado en su alcándora, con el plumaje mojado y pegado al cuerpo, los observaba parpadeando. En el suelo de la jaula, sobre la arena, se amontonaban colillas y cuatro cadáveres.
   Entraron en las demás habitaciones. Essex contempló las paredes del salón y, demudado, llamó a Jack.
   – Enfermo -murmuró, ese bastardo está enfermo.
   Polaroids de las víctimas muertas.
   Craw, Wilcox, Hatch, Soacek, Jackson. Violadas, mutiladas. Una de ellas mostraba a Shellene Craw colgada de pie, como un maniquí en un escaparate, entre el televisor y la pared, con los ojos abiertos y los brazos colgando rígidos.
   – La peluca -musitó Caffery señalando la Polaroid.
   Essex se acercó.
   – Tenías razón, Jack. Diste en el blanco.
   En la pared de enfrente, una polaroid de Susan Lister, desnuda y cubierta de sangre, atada y amordazada, con los ojos amoratados e hinchados.
   – ¡Joder! ¡Por el amor de Dios!
   Su cara se veía nublada por manchas borrosas. Una forma blanca en la esquina de abajo. Caffery lo comprendió. Bliss se había fotografiado mientras eyaculaba en la cara de Susan Lister.
   En la cocina descubrieron sangre fresca en el fregadero. Platos rotos por el suelo. Examinaron el congelador y descubrieron instrumental quirúrgico en uno de los cajones. En la habitación de huéspedes, Caffery puso su mano en el brazo de Essex.
   – Mira.
   Essex se acercó con aprensión.
   – Parecen…
   – Sé lo que es. -Caffery miró los dos implantes. Bliss se los ha arrancado.
 
   Cuando el Peugeot azul llegó a Wildacre Cottage ya había dejado de llover. El chalet estaba situado al final de un sendero que dividía un campo de maíz, largo y suave como la melena rubia de una mujer. Aislado, no corrió el riesgo de miradas indiscretas mientras arrastraba a las dos mujeres con fundas de almohada tapándoles la cabeza. Las dejó apoyadas contra el cristal esmerilado de la puerta.
   Bliss se había desquiciado cuando Rebecca empezó a gritar. Comprendió que tenía que arriesgarse y emprender el viaje. Cargarlas había resultado relativamente fácil, una en el asiento de atrás y la otra en el maletero, tapándolas con anoraks y un viejo saco de dormir. A pesar de sus temores, sólo tres personas se habían molestado en mirar a ese anodino hombrecillo cargando su coche a la hora de almuerzo en un día lluvioso.
   El resguardado garaje había sido de gran ayuda. Eso, y que ambas mujeres, a raíz de los golpes con el mango del serrucho, habían perdido el conocimiento.
   Volvió al coche, cogió cuatro bolsas del supermercado Sainsbury, regresó a la casa y cerró la puerta tras él. Vació las bolsas y a continuación colgó guirnaldas de papel de las ventanas e infló globos de colores. Les dijo que era su cumpleaños y les contó sus planes para ese día. Ellas no podían oírle, pero él siguió mascullando.
   Cuando Essex salió de la casa ya había dejado de llover. Se dirigió al jardín y encontró a Jack mirando el crecido césped.
   – ¿Jack?
   Caffery se giró con la mirada perdida. Señaló el suelo.
   Essex se acercó. A los pies de Jack, sobre la húmeda hierba había una bicicleta blanca y gris. Como si la hubieran tirado para deshacerse de ella.
   – ¿Una bicicleta?
   – Es de Rebecca -dijo Caffery.
   Cuando regresaba al coche, la llamó a su apartamento. Respondió el contestador automático. Dejó un mensaje y telefoneó Shrivemoor.
   Marilyn contestó.
   – Jack, acabo de hablar con Amedure. Dice que aquel pelo… bueno, que coincide. Quiere que…
   – Marilyn, escúchame. Dile a Steve que ya lo tenemos. Necesito apoyo. Estamos en Brazil Street.
   – Vale… espera. -La oyó murmurar algo y luego la voz de Maddox.
   – Jack, ¿dónde estás?
   – Lewisham. Brazil Street, 34 A.
   Maddox se aclaró la garganta.
   – Jack, tenemos información sobre esa dirección, lo vimos en la factura telefónica de Harteveld. Llamó dos veces al 34 de Brazil Street la mañana en que se denunció la desaparición de Craw, y otras dos la semana en que se suicidó. Logan y Betts están de camino hacia ahí.
   – Es él, Steve…
   – ¿Qué has encontrado?
   – Fotos, instrumental quirúrgico, un bisturí. Se llama Malcom Bliss. Ha huido en un Peugeot azul. Lleva a alguien con él.
   – ¡Mierda!
   – Creo que se dirige a algún lugar en el campo. En diez minutos tendré una dirección. Necesito apoyo.
   – Bien. Marilyn se ocupará de coordinar la operación. Nos encontraremos en Greenwich dentro de treinta minutos.
   – Que sean veinte.

CAPÍTULO 50

   Caffery y Essex se sorprendieron al encontrar a Lola Velinor sentada en su oficina del St. Dunstan con su hermoso pelo negro recogido en un moño y un discreto collar de perlas sobre una blusa azul marino. Y comprendieron que el cadáver de Peace no había aparecido en su jardín por casualidad.
   – No me dijo que estuviera en personal.
   – No me lo preguntó.
   – ¿Quién es el responsable de este departamento?
   – Yo.
   – ¿Y Bliss?
   – ¿Malcom? Es mi ayudante. Está de vacaciones.
   – Conocía a Harteveld.
   Ella irguió la cabeza y frunció el ceño.
   – Sí, ya se lo dije cuando me interrogaron.
   – Necesitamos una dirección -dijo Jack.
   Lola Velinor le miró plantándole cara con su rostro bizantino y entrecerrando los ojos.
   – No tengo por qué darle nada, inspector.
   – Se equivoca. Sección 17, artículo 19. Si me da la gana puedo llevarme sus archivos ahora mismo…
   – Jack, hagamos esto con tranquilidad -terció Essex.
   Lola Velinor apretó los labios. Se levantó y los acompañó hasta el sitio donde Wendy, de vuelta al departamento de personal, estaba sentada como un ratón de biblioteca entre los archivos.
   – ¡Inspector Caffery! -Wendy se levantó. ¿Le apetece una taza de…?
   – Wendy -la mandíbula de Lola Velinor se endureció. Déle al inspector Caffery todo lo que tengamos sobre Malcom Bliss.
   – ¿Malcom Bliss?
   – Eso he dicho.
   – ¡Oh! -Ruborizada, abrió un cajón del archivador que tenía más cerca. Aquí está. -Abrió la carpeta. Brazil Street número 34, es su dirección en Lewisham. Y también está la de su madre, que murió el año pasado. Le dejó un pequeño chalet en Kent. Wildacre Cottage. Si lo desean puedo darles la dirección y el número de teléfono.
   Mientras Essex anotaba los datos, Wendy le miraba pestañeando detrás de sus gruesas gafas.
   – Solía bajarse la cremallera por debajo del escritorio -dijo. Me refiero a que se tocaba mientras hablaba con las mujeres. -Sacó un pañuelo de su manga y se lo pasó por la boca con mano temblorosa. ¿Es por eso que tiene problemas?
   – Por algo parecido -dijo Essex.
 
   El mango del serrucho le había producido a Rebecca un hematoma en la cabeza, provocándole momentos de aletargamiento y un dolor agudo si agachaba la barbilla. Pero su mente se mantenía incólume y sabía exactamente lo que ocurría a su alrededor.
   Se quedó tendida con los ojos cerrados, reconstruyendo lo que Bliss le había hecho. Después de desnudarla de cintura hacia abajo, le había atado los tobillos a la parte posterior de los muslos utilizando la misma cinta de embalar. Luego la tumbó de lado en el suelo y le ató las manos sobre el estómago.
   Y Bliss seguía ahí. Ella podía oírle, olerle. A unos cinco metros, ligeramente a su derecha. Hablaba como un poseso, repitiendo las mismas frases con voz cantarina y ridícula.
   Está loco, Becky. Y vas a morir.
   Una retahíla de imprecaciones tarareadas, tranquilizadoras, persuasivas: una conversación consigo mismo. Bliss siguiendo su propia y perversa lógica.
   Rebecca intentó centrar su atención en lo que la rodeaba, tratando de adivinar las dimensiones de la habitación.
   Ya no estaban en el piso de la ciudad. Lo percibía en el aire y en los sonidos que le llegaban. Todo estaba en calma. Sólo el trino de los pájaros. Ni trenes, ni coches, ninguno de los ruidos del centro de la ciudad. Tranquilo como el dormitorio de un niño. ¿Estarían en las afueras? ¿En el campo? Tal vez a kilómetros de cualquier lugar habitado y nadie sabría dónde encontrarla…
   De pronto todo quedó en silencio. Rebecca contuvo la respiración y escuchó atentamente. Cuando se convenció de que Bliss había salido de la habitación, abrió los ojos y respiró.
   La habitación, más o menos del tamaño que había imaginado, estaba en penumbras. El sol destacaba las rosas, pájaros y plumas del estampado de las cortinas. Detrás de una puerta batiente, una sombría cocina. A menos de dos metros de Rebecca, seis sillas de mimbre rosa pálido colocadas alrededor de una mesa de bambú y cristal sobre la que había platos de papel, una botella de licor de cereza, sombrerillos de cotillón y los restos de una tarta de cumpleaños. Encima, susurrantes y temblorosos como una multitud de fascinados espectadores, una veintena de globos: rosas, azules, amarillos, rojos, empujándose unos a otros, flotando blandamente en el aire. Y Joni -lo que quedaba de Joni -apoyada en una de las sillas. Envuelta en plástico adhesivo, se mantenía erguida… aunque parecía muerta.
   ¿Muerta? Oh, Dios mío… En ese momento Bliss salió de la cocina, desnudo. Rebecca se quedó inmóvil, descubierta con los ojos completamente abiertos. Pero él no la miró. Tarareando y sobándose suavemente su diminuto y goteante pene, se dirigió hacia Joni. Al llegar a la mesa la miró pensativamente y bebió un trago de licor de cereza. Se pasó la mano por los labios, dejó la botella y de un solo movimiento, ágil a pesar de su corpulencia, se subió encima de la mesa, se arrodilló delante de Joni, le dobló la cabeza y metió la polla en su boca.
   Rebecca, horrorizada, no podía apartar la mirada de Bliss mientras éste se masturbaba con la boca de Joni.
   Es un monstruo perverso, pensó Rebecca con creciente temor.
   No saldré viva de ésta.
   De pronto, la garganta de Joni se estremeció con violentas arcadas y su abdomen se sacudió espasmódicamente, pero Bliss siguió penetrándola con los ojos lascivamente entrecerrados. Cuando eyaculó, se retiró despacio de la boca de Joni, cogiendo durante un instante su cara para mirarla a los ojos. Haciendo un gesto de asentimiento, dejó caer la barbilla sobre el pecho de la muchacha. Luego bajó de la mesa y salió de la habitación.
   Rebecca no hizo ni un movimiento. Se quedó absolutamente quieta durante unos segundos.
   – ¿Joni? -musitó luego.
   Silencio. Joni, seguía sentada de perfil, desnuda y magullada, con la cabeza inclinada sobre el pecho. En la mesa, frente a ella, una porción de tarta y una copa de champán. En su regazo tenía una servilleta de papel y, debajo del flequillo que le había cortado, se extendía una mancha sanguinolenta por sus mejillas y su frente.
   – ¿Joni? -la llamó Rebecca arrastrándose unos dolorosos centímetros por el suelo. ¿Joni?
   Joni movió la cabeza. Por un instante pareció no reconocer a Rebecca, pero luego empezó a balbucear.
   – Por favor… -musitó con un hilo de voz, menos que un suspiro. Una lágrima afloró en su ojo sano. Por favor, no me mires…
   – No te preocupes. -Rebecca se lamió los labios y se apoyó sobre el codo haciendo una mueca de dolor. Saldremos de ésta.
   Intentó soltarse las piernas, pero Bliss la había atado tan ceñidamente que todos sus forcejeos fueron en vano. Jadeando, movió las manos.
   Vamos, Becky, debes encontrar una forma. ¡Piensa!
   Fue repasando los objetos que podía utilizar: al lado de la chimenea había unas tenazas, un atizador y una pequeña pala. En la cocina, sobre la encimera de formica, al lado de una ventana con las cortinas echadas, una panoplia de cuchillos de cocina. ¿Y en la mesa? Desde donde estaba no podía verlo con claridad.
   Debe de haber cuchillos, se dijo, incluso un tenedor.
   Respiró profundamente y rodó para ponerse boca abajo ignorando el dolor y las náuseas. Apoyó con fuerza las manos en el suelo y arrastró el cuerpo.
   De pronto se vio a sí misma, con los ojos hinchados, semidesnuda, magullada y cubierta de sangre, avanzando a rastras por el suelo como un perro atropellado por un coche. Apretó los dientes, no quería seguir viendo esa imagen. La mesa estaba a sólo un metro, ya casi la había alcanzado. Se arrastró más y…
   De pronto oyó la cadena del inodoro y una puerta que se cerraba.
   Con los ojos desorbitados, se quedó paralizada con el corazón desbocado.
 
   Wendy Dellaney se consideraba una persona leal. Estaba orgullosa de la reputación del St. Dunstan, orgullosa de formar parte de él. Y furiosa, verdaderamente furiosa, porque Malcom Bliss había conseguido avergonzarles una vez más. Sentada ante su escritorio bebiendo una taza de té, respiraba hondo para tranquilizarse mientras miraba la carpeta de Malcom. Descolgó el teléfono.
   – ¿Wendy? -preguntó Lola Velinor levantando bruscamente la cabeza. ¿Qué estás haciendo?
   – Voy a decirle exactamente lo que pienso de él. Es un hombre repugnante, un hombrecillo horrible y repugnante.
   – No lo hagas. -Lola se levantó y le quitó el auricular de las manos. No interfieras. No te imaginas lo grave que es esto, deja que la policía se ocupe de todo.
   Wendy, con el miedo reflejado en sus pequeños ojos, se encogió deseando desaparecer dentro de su vestido estampado con ruiseñores. Diez minutos después, cuando la señorita Velinor se fue para comunicar la visita de la policía al responsable del hospital. Wendy esperó a que cerrara la puerta y descolgó el teléfono.

CAPÍTULO 51

   Bliss estaba de pie al lado de Joni. La examinaba con curiosidad, como si se tratara de un pequeño caracol que hubiera descubierto en el suelo del salón.
   – ¿Estás despierta? -murmuró.
   – Joni se está muriendo -dijo Rebecca, e intentó mover las piernas, pero la cinta adhesiva ceñía su carne cortándole la circulación. Rendida, se dejó caer hacia atrás. Si sigues la matarás.
   – Sí -Bliss se hurgó pensativamente la nariz, puede que sí. -Se agachó para ver mejor a Joni con la cabeza cayendo desmadejada sobre su pecho. Sí -repitió pasándose las manos por sus sebosos muslos. Tienes razón, ahora te toca a ti. ¿Quieres más?
   – No me toques…
   – Demasiado tarde. Ya lo he hecho.
   – ¡Mientes!
   – No. Después de dejarte sin sentido en el suelo de la cocina te follé hasta hartarme.
   – ¡No es verdad!, pensó Rebecca.
   – Mira -apretó el glande de su pene, húmedo e hinchado, y sonrió. ¿Ves?, estoy preparado. Voy a liberarte las piernas para que puedas abrirlas para mí.
   – La policía sabe que estoy contigo. Les llamé antes de ir a tu casa… les dije adónde iba. No escaparás.
   – ¡Cállate!
   – Es verdad. -Su voz temblaba, pero no cejó. Primero van telefonearte y después llamarán a tu puerta.
   – ¡He dicho que te calles! -Se humedeció los labios. Anda, sé buena chica y…
   De pronto, el teléfono empezó a sonar en el recibidor. Bliss, crispado, miró con ojos reticentes hacia la puerta.
   – Es la policía -murmuró Rebecca, aprovechándose de ese momento de buena suerte. Ya han dado contigo.
   – ¡Cállate!
   – Contesta y compruébalo. Querrán negociar contigo… te harán creer que saldrás bien librado, pero te atraparán, Malcom…
   – ¡Cállate, coño! -gritó Bliss dándole una patada en el estómago.
   Se encogió, boqueando y conteniendo el vómito. Cerca del techo, algunos globos oscilaban y se entrechocaban como si quisieran ver mejor el espectáculo. Entretanto, Bliss revolvía con estrépito los cajones de la cocina.
   Rebecca dirigió la mirada hacia allí cuando él salió llevando un cable eléctrico y un rollo de cinta adhesiva, y vio, centelleando como si supiera a qué estaba destinado, un único gancho de carnicero asomando del techo. Bliss deslizó un bisturí entre los muslos de Rebecca para cortar la cinta.
   – ¡Separa de una vez tus jodidas piernas, coño!
   A su pesar, Rebecca comenzó a gemir.

CAPÍTULO 52

   Wildacre Cottage en absoluto era un chalet, sino un horroroso bungalow prefabricado con tejas rojas y un generador empotrado en la parte trasera. Estaba situado al norte del delta del Támesis, cerca de un pinar en medio de los amarillos campos de colza al este de Dartford. El aire era salino e hileras de árboles, azotados por el viento del mar desde su nacimiento, bordeaban los campos con sus ramas extendidas como si fueran la melena de una arpía. Tres kilómetros más al norte, en la otra orilla, el silencioso horizonte se ensanchaba en una franja rojiza que avanzaba hacia el sur.
   Caffery detuvo el Jaguar en un sendero resguardado. Al igual que Essex y Maddox, se movía inquieto haciendo crujir los asientos mientras miraban acercarse tres furgonetas del Grupo de Apoyo Territorial seguidas por un coche de bomberos y una ambulancia.
   Fue Essex quien advirtió de pronto un coche que se acercaba a ellos.
   – ¿Qué demonios…?
   El Sierra del equipo aparcó delante del Jaguar y del mismo se apeó Diamond.
   – ¡Eh! -Maddox abrió la portezuela. ¿Qué está haciendo aquí?
   Le dije que se quedara en la central.
   – ¿Molesto?
   Caffery, furioso, salió del coche y dio un puñetazo en el capó del Sierra.
   – Te ha hecho una pregunta. ¡Te ha preguntado qué cojones crees que estás haciendo aquí!
   – Detective inspector Caffery -dijo Diamond con una amplia sonrisa mientras se acercaba al coche con arrogancia, parece que estás algo, cómo lo diría, ¿tenso? ¿Algo personal tal vez?
   – Hace más de una semana Greenwich telefoneó para darnos una pista sobre Bliss y tú, detective inspector Mel Diamond, ni siquiera…
   – ¡Anda ya! -exclamó Diamond. Pecas de exceso de imaginación.
   – No es imaginación, son hechos. Y ahora llévate el coche y crúzalo en el camino.
   – ¿Para qué?
   – Te encargarás de detener el tráfico.
   – Pero bueno…
   – Y te quedarás allí hasta que yo vaya a buscarte.
   – ¡Y un cuerno! Como podrás observar, no llevo un jodido uniforme, aparte de que tú no eres quién para darme órdenes, gilipollas. -Se dio la vuelta hacia Maddox. ¿Y bien? ¿Piensa hacer algo?
   – Ya le he oído. -Maddox se puso la chaqueta y se volvió. Coja el coche y lárguese.
 
   La Unidad de Apoyo Aéreo llegó con su helicóptero negro y amarillo B0105 y sobrevoló en círculos el bungalow aplastando la hierba y dejando un penetrante olor a carburante. Cuando se alejó para girar y dar la vuelta, Diamond, de pie al principio del camino debajo de un viejo roble, oyó de nuevo el zumbido de los insectos y el crujido del motor del Sierra al enfriarse. Estaba palpándose el bolsillo en busca de un cigarrillo cuando algo atrajo su atención.
   Un hombrecillo, con chaqueta y pantalones manchados y una bolsa de plástico colgando de su muñeca, apareció como por arte de magia.
   – Buenas tardes. -Sus manos se movían inquietas dentro de los bolsillos y esbozó una rápida sonrisa dejando ver unos dientes pequeños y sucios.
   – ¿Qué quiere?
   – He visto un gran despliegue de policía. ¿Algo de qué preocuparnos?
   Diamond se encogió de hombros.
   – No, en absoluto. -Encendió el cigarrillo y, volviendo a mirarle, expelió una ligera nube de humo. No tomará mucho tiempo. -Se sacó una brizna de tabaco de los labios y, al ver que el hombrecillo seguía mirándole, añadió: Por favor, señor, váyase. Regrese a la carretera principal. Se ha acordonado toda la zona hasta el delta del río, así que procure mantenerse a este lado del camino.
 
   Bliss se alejó rascándose la frente y murmurando en voz baja. Rodeó el camino y, pisando barro y ortigas, subió un montículo cubierto de hierba. El sudor, más por la rabia que por el esfuerzo, le humedecía la espalda.
   Cuando el teléfono, del que había olvidado hasta su existencia, empezó a sonar en el recibidor, comprendió que aquella puta no había mentido. Hizo lo que debía hacer con ella. Rápida y diligentemente. El teléfono dejó de sonar cuando Bliss abandonó silenciosamente el bungalow antes de que llegara la policía. Le zumbaban los oídos y le dolía la cabeza, pero cruzó apresuradamente el bosque bajo la lluvia, alejándose del bungalow hasta encontrar un húmedo hueco cubierto de hierba donde esconderse. La lluvia había amainado. Agazapado en su escondite oyó cómo iba llegando la policía.
   Ahora, a cien metros del Sierra, dudaba, levantaba la mirada y olfateaba el aire. Sabía que allí arriba, detrás de una hilera de espesos arbustos de espino, no podía ser visto desde el camino. Sólo tenía que seguir andando hasta la carretera y subir a un autobús. Pero también sabía que todo había terminado para él. Con la muerte de Joni la copa se había desbordado. Si estaba acabado, dejaría su maldita huella en este mundo. Pelearía hasta el final.
   Pensó en la espantosa obra de carne que había creado en el bungalow. Cerró los ojos y sonrió. Era un buen comienzo.
   Canturreando distraídamente y rascándose el cuello, se dirigió de nuevo hacia la carretera hasta que vio el Sierra gris a su izquierda. Cuando llegó a su altura, el sol ya había salido de nuevo aunque todavía caían gotas de lluvia. Aminoró el paso deteniéndose detrás de un gran roble. Se le había ocurrido algo interesante.
   Se mordió el labio acariciando con sus rechonchos dedos la hoja del serrucho que llevaba en una bolsa. Al lado del Sierra se elevaba una fina columna de humo.
 
   Embutido en su jersey negro y en su chaquetón Kevlar, el sargento O’Shea del Grupo de Apoyo Territorial se sentía como un gato en un palomar en ese encantador camino en medio del campo. Sus hombres, con expresión adusta, en posición de firmes, le seguían con la mirada se paseaba entre ellos dándoles instrucciones.
   – A las trece horas la policía local ha alertado sobre la presencia de un Peugeot azul aparcado delante de la casa. Hemos intentado establecer contacto telefónico durante diez minutos, pero nadie ha respondido. Llegados a este punto debemos proceder a una solución táctica. No sabemos con qué armas cuenta el objetivo, pero se supone que no son de fuego, sino blancas, así que protéjanse las zonas vulnerables: cuello, manos. Bajen las viseras de sus cascos y ajústense al protocolo de arresto. Dadas las circunstancias, procederemos con sigilo y precaución.
   Caffery, con un cigarrillo en la mano, observaba a través de n seto de arbustos lo que ocurría en el bungalow. La carretera estaba vacía, sólo se escuchaba el rotor del helicóptero. De vez en cuando hubiera podido asegurar que llegaba hasta sus oídos el sonido del teléfono.
   – Mira, Jack. -Essex señaló unas nubes cargadas de lluvia que se cernían sobre la boca del estuario. Parece una maldita profecía.
   – Ha tenido tiempo de sobra para hacerlo, Paul. Ella ya podría estar…
   Essex se quedó mirando la expresión de Caffery y se mordió el labio.
   – Sí, debes estar preparado.
   – En cuanto a la radio, la rutina habitual. -O’Shea flexionó unas manos tatuadas. Los hombres que vigilen el perímetro comunicarán regularmente su situación. Si surgen problemas y tienen que tomar una decisión, sigan el procedimiento habitual.
   Diamond contempló a aquel hombrecillo alejarse por el camino. Luego terminó su cigarrillo y lo tiró al suelo. Había empezado a llover y Diamond cogió las llaves del Sierra, ya que no pensaba quedarse fuera empapándose. Eso lo dejaba para los héroes. Ya tenía la mano en la portezuela cuando, desde el talud, un sudoroso Bliss se abalanzó como una exhalación sobre su espalda.
   – Hola -susurró.
   Sorprendido, Diamond soltó las llaves y rebotó contra el Sierra con los ojos desorbitados por el dolor. Bliss le cogió por los genitales y brincó alegremente a su lado con sus ojos ictéricos a unos centímetros de la cara de Diamond.
   – Tranquilo, tranquilo, o vas a hacerte daño -le dijo.
   – Soy policía… Policía. -Aferró la mano de Bliss intentando que le soltara, pero el serrucho eléctrico empezó a zumbar pasando por encima de sus nudillos, con suavidad pero con fuerza suficiente para que sangrara.
   Diamond gritó apartando violentamente el brazo.
   – ¿Está loco? ¡Le he dicho que soy policía!
   – ¿Me prometes dejar las manos quietas? Ponlas encima de la cabeza.
   – Está bien -jadeó Diamond mientras levantaba los brazos apoyándolos contra el árbol.
   – Di lo juro, dilo.
   – Vale. Sí… lo juro.
   – Júralo por Dios y di que me muera si no lo cumplo.
   – Lo juro por Dios y que me… me… -Diamond empezó a temblar. ¿Qué va a hacerme?
   – Cállate. -Bliss bizqueaba furiosamente. Cállate de una puta vez. -La saliva se le acumulaba en las comisuras de la boca. Con una mano sujetaba el serrucho mientras que con la otra aferraba los cojones y la polla del detective. Bliss olía el terror en su aliento.
   – Escuche. -Los escalofríos recorrían a Diamond. Yo no pinto nada. No he sido yo el que les dio el soplo. Ni siquiera quieren que me acerque a la casa por eso me han dejado aquí arriba…
   – ¿Quién toma las decisiones?
   – ¿Decisiones? -Diamond se pasó la lengua por los labios. ¿Decisiones? Pues nuestro… nuestro…
   – ¿Sí?
   Diamond titubeó y de pronto, una chispa alumbró sus ojos.
   – Seguramente nuestro inspector. Caffery. Jack Caffery.
   – ¿Caffery? -dijo Bliss enseñando sus dientes manchados. ¿Dónde está?
   – Está arriba de la colina. ¿Le acompaño?
   – Eso estaría bien. Dame tu radio.
 
   La lluvia arreciaba, empapando a Caffery. Negros nubarrones cruzaban el estuario cerniéndose sobre la casa. Las ventanas seguían cerradas.
   – ¡Contesta, cabrón!
   Estaba junto a Essex chapoteando en medio del capo, intentando que Bliss cogiera el teléfono. Caffery nunca se había sentido tan impotente. Sabía que Rebecca estaba en el bungalow y por su imaginación pasaba un sinfín de aterradoras posibilidades. Apenas podía ver a los hombres del Grupo de Apoyo al final del camino mientras se calzaban los guantes y se echaban a la espalda unas mochilas rojas.
   Essex se dio la vuelta. Diamond estaba en el pinar, pálido y silencioso, haciéndole señas de que se acercara.
   – Qué diablos querrá ese gilipollas. -Essex se acercó a los árboles. ¿Qué estás haciendo aquí? -siseó.
   – Por aquí -susurró Diamond volviendo a entrar en el bosque.
   Essex le siguió.
   – Se supone que debías estar en la carretera.
   – Por aquí.
   – ¿Qué le ha pasado a tu mano? Estás sangrando…
   Desde el sitio en que estaba agazapado entre la húmeda hojarasca, Bliss actuó rápida y certeramente. De un solo movimiento segó, con un sonido sordo, el tendón de Aquiles del pie derecho de Essex.
   Cogido por sorpresa, Essex chilló de dolor y cayó al suelo golpeándose el hombro, como un árbol talado, soltando la radio para cogerse el pie ensangrentado.
   – ¡Y ahora el otro pie! -Bliss, con ojos desquiciados de excitación, se abalanzó sobre Essex con el serrucho zumbando.
   Pero Essex era más rápido de lo que aparentaba. Con un gruñido, hizo una finta, tomó impulso y lo golpeó con todas sus fuerzas en la espalda.
   Bliss soltó el serrucho y, sin resuello, se desplomó con un sonido sordo sobre la hojarasca.
   – ¡Jodido hijo de puta! -bramó Essex, mientras intentaba sujetarlo bajo su cuerpo. ¡Eres un jodido hijo de puta!
   Resoplando por el esfuerzo y boqueando como un pez, Essex consiguió finalmente inmovilizarlo de espaldas. Había perdido la radio y era consciente de la herida que había sufrido. Sabía que los músculos y los tendones de su pie colgaban al aire. Su única arma era su propio peso, pero bastaba para retener a Bliss hasta que llegara ayuda.
   – ¡Diamond! -gritó. Utiliza mi radio. Llama a todas las unidades.
   Pero Diamond temblaba sujetándose la mano.
   – Ese hijo de puta me ha cortado -masculló, hubiera podido llegar hasta una arteria…
   – ¡Diamond!
   – De todas formas ya está muerta -espetó Bliss, de bruces en la hojarasca. Muertas las dos, esas putas.
   Essex lo levantó por las hombreras de su camisa.
   – ¿Qué dices, cabrón de mierda?
   Pero la expresión de Bliss era beatíficamente serena. Essex le clavó el codo en la espalda.
   – ¿Las has matado? -Volvió a clavarle el codo, Bliss ni siquiera rechistó. ¿Qué has hecho, malnacido? ¿Las has matado?
 
   – ¿Essex?
   Caffery comprendió que algo iba mal cuando no vio a nadie en el lugar del bosque en que había aparecido Diamond. Avanzó unos pasos y se detuvo.
   Desde el bosque llegaba un chillido casi inaudible. Inhumano. E, intermitentemente, un breve y estremecedor zumbido mecánico.
   – ¿Essex?
   Nada.
   – ¿Paul? ¿Estás bien?
   Silencio.
   Despacio, acercándose la radio a la boca, Jack siguió avanzando. El zumbido se fue apagando lentamente. El miedo le atenazaba el estómago.
   – Bravo 6- 0 a todas las unidades.
   Rodeó un grupo de abedules blancos y se quedó paralizado.
   Diamond, apoyado contra un tronco, se apretaba el brazo contra el pecho mirando fijamente a Essex que, tirado a unos diez metros en medio del bosque, aterido y con la cara amoratada, aplastaba a Bliss contra el suelo. A unos centímetros, el serrucho giraba afanosamente sobre las hojas como un perro mordiéndose la cola.
   – Pero qué…
   Essex le miró.
   – Dice que las ha matado, Jack.
   – Tranquilo… no le sueltes. -Caffery se acercó cautelosamente. Sujétalo…
   Pero Diamond se interpuso agarrándole por el codo.
   – No pude hacer nada, de verdad, mira. -Le enseñó la mano. ¿Ves la sangre? -Sus pálidos labios temblaban. Es demasiado roja, el corte ha sido profundo.
   – Diamond -dijo Caffery y se dio la vuelta. Te lo advertí. -Y sin siquiera pensarlo y sin detener su paso, partió de un puñetazo la operada naricita de Diamond.
   Diamond se tambaleó gritando, cubriéndose la cara con las manos.
   – ¿Por qué me has pegado? -balbuceó. ¿Por qué?
   Bliss aprovechó la oportunidad que se le ofrecía. Arrastró el serrucho hacia él y, deslizándolo con suavidad, lo aplicó al brazo derecho de Essex y le rajó la muñeca. La sangre brotó a borbotones mientras de la boca de Essex salía un aullido de dolor.
   Caffery saltó hacia delante, pero Bliss fue más rápido: bizqueando, rodó en medio de los gritos y, con la velocidad del rayo, cogió la otra mano de Essex acercando el serrucho peligrosamente. Antes de que Jack pudiera alcanzarle, Bliss ya se había levantado, cubierto con la sangre de Essex. Trastabilló sobre la húmeda hojarasca, pero recuperó el equilibrio y huyó a grades zancadas.
   – ¡Paul! -Jack se arrojó al lado de Essex apretando la cara contra su fría mejilla. ¿Te ha alcanzado los dos brazos?
   Essex asintió apretando los ojos por el dolor. Sangre roja y brillante manaba de sus heridas.
   – ¡Diamond! ¡Muévete! -Jack corrió hacia Diamond y lo arrastró hasta Essex. ¡Venga! ¡Dame las manos…!
   – Déjame en paz de una puta…
   – Pon las manos aquí.
   Desprendió los dedos de Diamond de su ensangrentada nariz y los apretó contra las arterias braquiales de Essex.
   – Aprieta, aprieta más fuerte. -Se sacó la chaqueta, y la arrojó a los pies de Diamond. Presiona las arterias e intenta cortar la hemorragia. Ahí tienes la radio para pedir ayuda.
   Diamond le miró con ojos inyectados.
   – Eres un cabrón.
   – Ya me has oído… -Se levantó y, tirándole de la oreja, le obligó a levantar la cabeza. ¿Verdad que me has oído, capullo?
   – Ay. Tranquilo, vale. Yo me ocuparé de todo.
   – Hazlo o te arrepentirás.
   Jack le soltó y salió en persecución de Bliss.
   Donde los árboles empezaban a clarear, a unos cien metros, Bliss corría bajo la lluvia. Se movía deprisa. Pero Caffery era más liviano, más fuerte y más rápido. Corrió entre la maleza, acompañado sólo por el sonido de su propia respiración y por el ruido de la lluvia sobre los árboles.
   No le dio el alto para no desperdiciar fuerzas. Barro y hojas se levantaban a su paso mientras corría acercándosele. Oyó la respiración jadeante de Bliss y vio sus pequeños brazos moviéndose con esfuerzo.
   Mierda, se dijo al atisbar entre los árboles el asfalto de la pequeña carretera de la costa, es una carretera estatal…
   ¿Habrá algún control? ¿Dónde estará la policía local? ¿Y los de Apoyo Territorial? Debería haber uno detrás de cada árbol.
   De pronto, delante de él, Bliss, se agachó para pasar debajo de una rama apartando el espeso follaje, y se dejó caer por una zanja.
   Resbaló por el talud acelerando más y más hasta chocar contra una cerca de espino.
 
   Essex estaba de lado, con la cara sobre las hojas y la boca fláccida. Sabía que iba a perder el conocimiento y el frío le calaba hasta el tuétano.
   Qué raro tener tanto frío en junio…
   Miró sus manos como si fueran de otro, desmadejadas en el suelo. Diamond las sujetaba haciendo presión con trozos de la chaqueta, tapando el destrozo hecho por Bliss, llevándose de vez en cuando sus dedos ensangrentados a la nariz. A unos metros detrás de él, la radio de Caffery estaba tirada en el barro dejando oír la voz de Maddox, distante y metálica, llamando a su inspector: «Bravo 6-0. Aquí Bravo 6-0-1. Llamando».
   Más allá, el helicóptero sobrevolaba la casa. El Grupo de Apoyo Territorial iba a entrar en acción.
   Demasiado tarde, pensó Essex. Las chicas ya estaban muertas. Ya no podía hacerse nada por ellas. Y Jack estaba en algún lugar de ese bosque con Bliss…
   – Diamond… -El esfuerzo que hizo fue enorme y sintió que le estallaba la cabeza. Diamond… la radio…
   Diamond seguía sin responder.
   – ¡Diamond!
   – ¿Qué quieres? -levantó la cabeza, enfadado. No grites, no estoy sordo.
   – La radio…
   – Sí, lo sé, ya me he enterado. -Ató la tela alrededor de las muñecas de Essex. Lo hago lo mejor que puedo.
   Con una mano se tapó la cara haciendo una mueca y con la otra arrastró la radio por la hojarasca. Apretó el botón naranja lanzando una llamada de emergencia de diez segundos por todas las frecuencias.
   – Bravo 6-0-3. Ayuda urgente, repito, ayuda urgente.
   Essex, exhausto, dejó caer la cabeza. Un dolor penetrante le invadió los miembros. Su vista… los árboles, el cielo, las ramas de los arboles, Diamond hablando rápido y furioso por la radio, todo parecía aumentar de tamaño, se distorsionaba, como si el mismo aire se hinchara acercándose ondulando hacia él. También la luz estaba cambiando, cada vez más verde y fría.
   Tu corazón se está debilitando, pensó con distanciamiento. Eso te enseñará, viejo idiota. Tu puñetero corazón se está rindiendo…
 
   Su propio impulso le hizo resbalar hacia la zanja, protegiéndose con las manos de la valla que parecía acercarse velozmente hacia él. Se detuvo a escasos centímetros, con el corazón retumbándole, hincando los talones en el suelo y con los dedos entre las púas de alambre. Instantáneamente recuperó el equilibrio, dispuesto a luchar.
   Pero Bliss, a corta distancia, no había corrido la misma suerte.
   Su peso le había estampado contra la valla. Se tambaleaba ligeramente, con los pies en el suelo, las rodillas levemente dobladas y los brazos levantados como una marioneta. Las púas se habían clavado en su carne y enredado en su pelo. No hacía ningún ruido, sólo parpadeaba con expresión de intensa concentración.
   Caffery bajó despacio las manos.
   – ¿Bliss?
   No obtuvo respuesta.
   – ¡Dios! ¿Y ahora qué?
   Un paso más cerca.
   – ¿Bliss?
   ¿Por qué no se mueve?
   El rostro de Malcom Bliss parecía tranquilo, sereno, sólo su mandíbula se movía levemente, como si estuviera esforzándose para mantenerse perfectamente inmóvil. Caffery, con un escalofrío, comprendió que el dolor le impedía moverse. Estaba atrapado.
   Lentamente, espiró el aire de sus pulmones.
   Ahí estaba. Atrapado y a su alcance. Su presa. El Hombre Pájaro.
   Con manos temblorosas se enjugó el sudor de la frente y se acercó procurando no confiar demasiado en ese inesperado cambio de suerte. Mientras examinaba rápida y concienzudamente el cuerpo de Bliss, recorriendo con la mirada el entramado de púas, intentando averiguar qué le dolía, y cuánto podía soportar, Bliss, enredado en el alambre, tenía la mirada fijamente clavada en algún punto frente a él. Caffery contó innumerables heridas, pequeñas pero dolorosas, antes de descubrir, profundamente hundida en su cuello, una única púa. Todavía no sangraba, pero la pálida carne palpitaba a su alrededor: la arteria carótida estaba a punto de rajarse.
   – Ahí… -le susurró Bliss mirándole con los dedos enzarzados en el alambre, ayúdeme.
   Lo movió suavemente hacia abajo, observando cuando empezaba el dolor. Con un suspiro, Bliss entornó los ojos como si con ese gesto infantil no quisiera hacerle daño, sino simplemente humillarle con la perversidad de un niño bravucón. Caffery movió el alambre en la dirección opuesta.
   – Ése es el estilo de los cobardes, señor Caffery -oyó decir de pronto a Bliss con voz pegajosa y ronca. El de los verdaderamente cobardes.
   – ¿Lo has hecho? -preguntó Caffery acercándose a su cara. ¿Las has matado?
   – Sí. -Bliss cerró los ojos. Y follado. No lo olvide.
   Caffery le lanzó una mirada asesina. De pronto el helicóptero pasó sobre la copa de los árboles alejándose del bungalow en dirección al estuario. El rotor hizo temblar el suelo y salpicar gotas de lluvia desde los árboles. Pero Caffery siguió inmóvil, ensimismado en su propia cólera, mirando fijamente a Bliss y conteniéndose de cometer una locura.
   Y entonces, bruscamente, se tranquilizó.
   Respiró con fuerza enjugándose el sudor de la frente y sacudió la cabeza. Mascullando, sin dirigir una última mirada a Bliss, se volvió y, despacio, empezó a subir por el talud.
   El helicóptero seguía sobrevolando la zona. Essex, tendido en el suelo, miraba el cielo gris. Un pájaro revoloteaba a su alrededor inclinando la cabeza para observarle. Su corazón seguía luchando, bombeando inútilmente la sangre que se escurría por las heridas de sus muñecas.
   Qué extraño, pensó, no siento la lluvia en mi cara. ¿Qué me ocurre?
   Veinte segundos después, su corazón, con sus paredes fibrosas, resecas, se estremeció levemente y dejó de latir. Las gotas de lluvia, rebotaban contra los ojos abiertos de Essex.
 
   El helicóptero, sin advertir la presencia de Caffery y Bliss, sobrevoló de lejos la zanja siguiendo la carretera hacia el delta del río.
   Caffery, oculto por las copas de los árboles ya había subido el talud cuando, de pronto, una punzada de dolor en las sienes le hizo detenerse en seco.
   Se masajeó las sienes como se le fuera la vida en ello y luego se volvió para mirar a Bliss. Éste, cubierto de sangre, esperaba con expresión resignada. Un pinzón real, atraído por ese objeto extraño enredado en el alambre, se posó a un metro de él sobre un joven sicomoro parpadeando con la cabeza ladeada, considerando qué clase de comida era Bliss. Caffery lo contempló largamente y, al cabo, respirando hondo, desanduvo sus pasos. Protegiéndose con la camisa, cogió el alambre entre sus dedos y lo tensó.
   Un delgado chorro de sangre roció el aire. La arteria empezaba a vaciarse. Bliss aulló sacudiéndose violentamente. Pataleó en el suelo y sus manos se dirigieron instintivamente al cuello. Caffery contuvo la respiración, y siguió apretando hasta que la arteria estalló empapando de sangre el cuello y el pelo de Bliss.
   Caffery se apartó en silencio, apretando, ausente, su pulgar contra la palma de la mano mientras observaba cómo la vida de Bliss se derramaba por el suelo. Ni siquiera pensó que frente a él una vida humana estaba agonizando. Sólo sentía una sensación de serenidad y de triunfo.
   Contó hasta cien para asegurarse de que todo había terminado.
   Luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso por el talud de la zanja.
 
   Los hombres del sargento O’Shea encontraron el cuerpo de Joni bloqueando el estrecho recibidor. Bastó una mirada para comprender que estaba muerta. Nadie hubiera podido sobrevivir a sus heridas. Tenía la columna vertebral partida y una botella rota insertada en la vagina. Quinn entró en el bungalow con el equipo de fotografía. Veinte minutos después reapareció con la cara desencajada para acompañar dentro de la casa a Caffery y Maddox.
   – Ha dejado a la otra adentro. -Encendió una linterna para iluminar el pasillo. En el salón. -Quinn se detuvo. ¿Están seguros que quieren verlo?
   – Por supuesto -murmuró Caffery. Tenía la camisa húmeda de lluvia y sangre.
   Quinn abrió la puerta.
   La habitación olía a encierro. Las persianas estaban echadas, los muebles en su sitio, las silla de mimbre cubiertas con unos cojines de alegres colores. Alguien había celebrado una fiesta de cumpleaños. Encima de la mesa había una tarta aplastada. En el techo flotaban globos salpicados con sangre.
   – Aquí. -Quinn entró en la habitación. Dense la vuelta y la verán.
   – ¿Dónde?
   Quinn dirigió la linterna a las puertas del salón y hacia el techo de la cocina.
   – ¡Dios mío! -suspiró Maddox.
   Rebecca estaba suspendida, boca abajo, como si hubieran colgado una cortina encima de la cocina. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con cable, colgando de un gancho que asomaba del techo. Estaba desnuda. Una fina película de papel transparente cubría su cabeza y sus hombros. Un rayo de luz iluminó sus muslos manchados de sangre.
   Quinn tocó el brazo de Caffery.
   – Los forenses, señor.
   – No -dijo entrando en el salón. La examinaré yo.
   – Jack -le reconvino Maddox, primero tienen que hacerlo los forenses, Jack…
   Caffery no prestó atención a su superior y cruzó despacio la habitación.
   Con la punta de los zapatos rozó la fina tira de metal que separaba el pegajoso linóleo del salón del suelo de la cocina, deteniéndose con las manos apoyadas en la puerta.
   La grotesca oración de Bliss se balanceaba ligeramente como mecida por la brisa. Aplastada e hinchada debajo del papel transparente, la cara de Rebecca.
   Muy despacio, Caffery, fue recuperando la respiración. Ya ves, Jack, tu imaginación no es todopoderosa, ironizó con amargura. Nunca hubieras podido imaginar todo esto. ¡Y creías que ansiabas encontrar a Ewan! Realmente lo creías, creías que querías ver.
   Una única gota se escapó con un ligero ruido de la fina película que envolvía la nariz de Rebecca.
   – ¿Becky?
   La lágrima cayó en el suelo de linóleo.
   – ¿Becky…?
   Una vena empezó a latir.

CAPÍTULO 53

   Rebecca fue internada en el Hospital General de Lewisham, pues Caffery se negó a que la ingresaran en el St. Dunstan. Transcurrieron cuatro días hasta que los médicos confirmaron que sobreviviría. Tan pronto lo supo, Jack tomó la decisión que había meditado durante todo ese tiempo. Fue juez y jurado y decidió, fríamente, sobre la muerte de Bliss.
   Durante esos cuatro días había considerado la suerte que le esperaba: expediente disciplinario, juicio ordinario, investigación interna, despido por conducta criminal y un juicio público. Sopesó todas estas posibilidades dejando que el mundo creyera que Bliss había muerto accidentalmente antes de ser encontrado.
   Esta elección le dejaba a salvo. Había matado con premeditación, ahora el depredador era él, pero podía permanecer impune incluso en el mismísimo club de los asesinos. Acabó adaptándose, de forma sorprendentemente rápida, a su decisión. Cuando la investigación sobre la muerte de Bliss fue avanzando, al declarar sus mentiras, Caffery miraba sin esfuerzo a los ojos del juez.
   ¿Así de fácil?, se decía. Me resulta extraño no tener remordimientos de conciencia. ¿Tan sencillo es mentir y que te crean?
   Pero a pesar de haber supuesto que nadie advertiría el cambio que había experimentado, Rebecca lo supo. Sintió inmediatamente algo distinto, algo nuevo en él. Apenas recuperó el conocimiento, le acarició y, sencillamente, le preguntó:
   – ¿Qué pasa?
   Él se llevó su mano a los labios y la besó.
   – Cuando estés bien te lo contaré todo -murmuró. Te lo prometo.
   Pero su recuperación fue muy lenta. Tuvieron que hacerle tres transfusiones más antes de quedar completamente fuera de peligro y, todavía diez días después, estaba tan débil que no pudo acompañar a Jack al funeral de Joni. Él se fue solo hasta la pequeña iglesia de Suffolk y se sentó en un banco al lado de Marilyn Kryotos, incómodo dentro de su traje alquilado.
   Dos bancos más adelante, la madre de Essex estaba sentada con los ojos secos, demasiado perpleja para llorar, con un sombrero adornado con diminutos lazos. Caffery se sentía violento al ver reflejados los rasgos de Essex en los rostros de ella y su marido, como si fuera un detalle de mal gusto exhibirlos entre las azucenas que decoraban la nave de la iglesia. Se preguntó si él mismo se reconocería en la cara de sus padres si volvía a verlos alguna vez. Y se preguntó qué clase de sombrero llevaría su madre en un funeral. Se dio cuenta de que no tenía ni idea y, no saberlo, le puso la carne de gallina.
   Empezó la ceremonia. Marilyn se inclinó apoyando los codos en el reclinatorio y dejó caer la cabeza.
   – ¿Mami? -Jenna con un vestidito de terciopelo, calcetines negros, y zapatos de charol, bajó del banco y se colgó de la pierna de Kryotos, apartando el pelo de su madre para mirarla. ¿Mami?
   A la derecha de Kryotos, Dean estaba sentado muy formal, tirando del cuello de su primera camisa de adulto. Se sentía confuso. Nadie podía ignorar las lágrimas que caían sobre el cojín a los pies de Marilyn.
   Caffery, recordando sus propios sentimientos cuando era niño y veía a su madre pidiéndole a Dios que apareciera Ewan mientras las lágrimas le resbalaban por la cara, comprendía lo que Dean sentía en ese momento.
   «Es una excusa estúpida para no vivir tu propia vida», había dicho a Rebecca. Las palabras le llegaron con tanta claridad que se llevó las manos a la cara, para que nadie viese su dolor. «Se supone que ya deberías haberlo olvidado, seguir adelante».
   ¿Acaso no era lo mismo, pensó, que le habían dicho de distinta forma a lo largo de los años todas las mujeres, cada una de las novias que habían estado con él? Tal vez habían tenido razón al enfurecerse, tal vez sabían mejor que él qué debía permanecer y qué debía olvidarse.
   Y ahí estaba él, con treinta y tres años y aún anclado en el pasado. Sin saber representar su papel, el único importante, el que le permitiría tomar las riendas de su propia existencia. Parecía como si hubiera estado ignorando su vida. Contemplándola y enmendándola para permanecer en el pasado mientras el presente se le escurría entre las manos. Podía dejar que todo siguiera igual, seguir escarbando, acosar a Penderecki para que no olvidara su tormento y seguir andando, solo y sin hijos durante toda la vida.
   O podía cambiar el rumbo.
   Cuando el sacerdote empezó su elogio funerario, aliviado y ligeramente mareado, Caffery, de repente, pareció perder el equilibrio. Marilyn se secó los ojos y le miró.
   – ¿Qué te pasa? -murmuró en voz baja poniéndole una mano en el brazo.
   Él tenía la mirada fija como si hubiera visto un fantasma en la bóveda de la iglesia.
   – ¿Jack?
   Después de unos segundos se le iluminó la cara. Se sentó en el banco y la miró.
   – Marilyn -musitó.
   – ¿Qué pasa? -Esperó, conmovida, que se disiparan esa pequeñas nostalgias que despertaba en ella. ¿Qué te pasa? -repitió.
   – Nada -sonrió él. Una locura.
 
   Después del funeral se marchó a Londres conduciendo a través de la llana y soleada campiña de Suffolk. Cuando llegó a la ciudad ya había empezado a anochecer, pero el cielo aún estaba teñido de rojo sobre el horizonte.
   Tras aparcar el coche, fue directamente a la habitación de Ewan, donde no había estado en las últimas dos semanas. Arrojó todas las carpetas vacías a una bolsa de basura y la sacó a la calle para dejarla en el contenedor. Se sacudió las manos, entró de nuevo en la casa, se quitó la chaqueta, cogió martillo y clavos y clausuró la puerta de atrás.
   El mes de julio estaba cerca y el jardín había recuperado toda su vitalidad. Estallaba de vida alimentado por el sol. Flores de rutilantes colores salpicaban los parterres y el rosal plantado por su madre veinte años atrás, seguía creciendo junto a la valla con sus flores abiertas como la mano de un niño. Jack se agachó para pasar por debajo del sauce, y se dirigió hacia la vieja haya dejando caer el martillo en el césped.
   – Hazlo -se ordenó. Si lo piensas, no lo harás.
   Se arremangó la camisa, cogió aire y agarró el tablón de más abajo haciendo palanca contra el tronco para arrancarlo. Estaba flojo y podrido y se separó casi sin esfuerzo.
   – No vaciles -se dijo a viva voz.
   Arrastró la madera unos metros y la lanzó por encima de la valla, dejándola caer con fuerza sobre la maleza. Se enjugó la frente, regresó al hay y la emprendió con la siguiente plancha.
   El martillo seguía en el suelo y las sombras se extendían por el jardín. Las manos le escocían y estaba bañado en sudor, pero igualmente se dirigió al solitario tablón que colgaba del árbol. Sin embargo cuando fue a cogerlo, algo le hizo detenerse. Un nuevo y discordante elemento había reaparecido en su horizonte.
   Soltó la madera y levantó la mirada.
   Penderecki había salido a su jardín, al otro lado de las vías. Estaba de pie, junto a la valla, con tirantes y una chaqueta raída, masticando y rascándose la nuca, observándole con malicia.
   Jack respiró hondo y se enderezó. Unos días atrás se habría alejado a toda prisa. Pero ahora se quedó, erguido y frío, mirando a Penderecki fijamente a los ojos.
   En las ventanas de las pequeñas casas adosadas se reflejaban, luminosas las nubes que pasaban sobre los árboles. Una solitaria gaviota volaba en círculo observando a los dos hombres. Y fue entonces cuando los ojos de Iván Penderecki parpadearon.
   Sólo un instante, pero Jack le vio. Y comprendió que lo había conseguido. La balanza se había inclinado a su favor.
   Sonrió despacio, con el corazón exultante. Retrocedió hacia atrás y arrancó de un solo tirón la madera. La llevó hasta la valla, se detuvo lo suficiente para asegurarse de que Penderecki todavía le estaba observando y la lanzó lo más lejos que pudo en dirección al último lugar en que vio a Ewan con vida.
   La madera aterrizó, rebotó dos veces, y dio varias vueltas antes de perderse entre la maleza. Jack se sacudió las manos y levantó la mirada.
   ¡Bien!
   La expresión de Penderecki había cambiado. Titubeaba tamborileando, sobre la valla, esquivando la mirada de Jack, moviendo inquieto los ojos. Y entonces, de pronto, tensó sus tirantes, escupió hacia la vía, se secó la boca con la mano y sin levantar la vista se alejó de la valla con la espalda tiesa y los brazos colgando a los lados. Entró en su casa y cerró la puerta tras él.
   Al otro lado de la vía del tren, Jack, vestido de luto por segunda vez en su vida, con el sudor empapándole la camisa, supo que todo había terminado. Dejó caer la cabeza y se apoyó en la valla mientras se acallaban los latidos de su corazón y avanzaba la tarde.
   De pronto pasó un tren de pasajeros. Jack levantó los ojos, perplejo. Como si lo último que hubiera esperado ver en la vía del tren fuera un ferrocarril. Se asomó para ver cómo menguaba a lo lejos el furgón de cola. Cuando desapareció bajo el puente de Brockley, Jack siguió mirando la ligera vibración que se adivinaba en la distancia, hasta que no supo si era el cielo, el calor de la tarde o un efecto óptico.
   Luego entró en casa, se desnudó y, después de ducharse, volvió al hospital donde estaba Rebecca.

AGRADECIMIENTOS

   Agradezco la ayuda que me han prestado, más allá de lo que les requería su profesionalidad, a los detectives Supt D. Reeve, Porter y M. Little. También al doctor Ian West del departamento de patología forense del St. Thomas and Guy’s, doctores Elizabeth Wilson y Doug Stowton del Forensic Science Services y al patólogo Ed Friedlander de la University of Health Sciences de Kansas.
   Por su paciencia y ayuda quiero mencionar especialmente al comisario Steve Gwilliam.
   Por su amistad y confianza, gracias también a Jimmy Brooks, Karen Catling, Linda Downing, Jon Fink, Jo Goldsworthy, Jane Gregory, Dave y Deborah Head, Sue y Michael Laydon, Michael Motley, Doreen Norman, Lisanne Radice y San Serafy. Asimismo, a Caroline Shanks, que hace años me salvó la vida, y a Mairi Hitomi, que continúa haciéndolo, y a las personas más listas y cultas que he conocido jamás: mi maravillosa y solidaria familia. Y, más que a nadie, gracias a Keith Quinn.

Mo Hayder

   Nacida en Essex (Inglaterra), desde muy joven mostró un espíritu inquieto que le llevó a abandonar la escuela a los quince años y desarrollar los más variopintos trabajos: camarera, guarda de seguridad, azafata, realizadora e incluso profesora de inglés en Vietnam. Durante esos años de aprendizaje, conoció personajes, situaciones y ambientes que posteriormente ha reflejado en la que es su primera incursión literaria, El latido del pájaro. Convencida de que la vida real supera con creces la ficción, por muy macabra y espeluznante que ésta pueda llegar a ser. Mo Hayder combina en su primera novela procedimientos criminales fruto de una concienzuda investigación con el análisis psicológico de los aspectos más oscuros de la mente humana. Crítica y público han acogido con unánime entusiasmo su debut en la novela policíaca, comparando su aparición en el mundo literario con el que en su día hicieron autores hoy tan consagrados como Thomas Harris, Patricia Cornwell o Scott Turow.
 
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