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220 dias en una nave sideral

Gueorgui Martinov


Gueorgui Martinov
220 días en una nave sideral

(Viaje a Venus y Marte)
   Traducción: Setaveni
   © 1958 Ediciones El Barrilete
   Vidal 1743 — Buenos Aires
   Edición digital: Urijenny
   Revisión: Sadrac

ANTES DE LA PARTIDA

   Moscú, Julio 1º de 19…
   Mañana partiremos. A las diez en punto de la mañana, la nave cósmica, conducida por Serguei Alejandrovich Kamov, despegará de la Tierra…
   ¿Hubiera podido soñar jamás con la posibilidad de acompañarlo en uno de sus famosos vuelos?
   ¡Claro que no! Como todo el mundo, seguía de lejos sus hazañas y lo admiraba. Kamov, y también Paichadze, me parecían seres extraordinarios, y tan lejanos como ese cielo que habían atravesado. Nunca imaginé siquiera que pudiese acompañarlos en un vuelo, aunque lo anhelara como todos los jóvenes que me rodeaban.
   ¡Qué extraño, pues, que semejante deseo haya dejado de ser un imposible para transformarse en realidad!
   Durante este largo viaje veremos cosas maravillosas. ¿Sabré describirlas certeramente, de tal manera que mis lectores puedan verlas como yo? Así tiene que ser. Para eso me han admitido entre los miembros de la expedición. Debo anotar y registrar todo: sobre el papel, en las fotos, en las películas cinematográficas. Mi diario, que comienzo hoy, será la base del libro que espero crear sobre este vuelo, a mi regreso a la Tierra, después de siete meses y medio de vuelo interplanetario. No deberé perder ningún detalle.
   Ahora son apenas las nueve de la noche y tengo bastante tiempo para escribir, pero a las doce me acostaré. Quien sabe si podré dormir…
   Cuando le manifesté a Serguei Alejandrovich que sería difícil cumplir su orden de dormir la última noche antes de la partida, me dijo:
   — Sin embargo, es mejor que se acueste, aunque no logre conciliar el sueño. Lo principal es el descanso físico.
   Se lo prometí y cumpliré lo prometido, pero entre tanto escribiré todo lo que precedió a la noche de hoy, comenzando por el principio.
   El 29 de abril, hace casi dos meses, nuestro Director me llamó a su despacho. Yo acababa de regresar a Moscú y estaba ordenando mis notas del viaje que había hecho por cuenta de mi diario, de manera que no pasó por mi mente la idea de una nueva misión.
   Cuando entré a su despacho, el Director me invitó a tomar asiento.
   — Deseamos proponerle una misión especial — me dijo observándome; y al ver que yo quería contestar, añadió rápidamente—: Es una expedición excepcional, que puede resultar peligrosa.
   Un segundo antes había tenido la firme intención de rechazar la proposición, pues estaba cansado y sin deseos de emprender viajes a ninguna parte, pero las últimas palabras del jefe despertaron mi curiosidad.
   — Los peligros no me asustan — respondí —. Cuanto más insólita sea la tarea, tanto más me interesa.
   — Esperaba de usted semejante respuesta. Usted es joven y sano. Es buen fotógrafo y hábil periodista y además sabe filmar. Son justamente las cualidades que se necesitan en este caso. Sin embargo, no insistiré en obtener su consentimiento. Tiene usted el derecho de rechazar la oferta.
   — No tengo la intención de rechazar nada.
   Me miró con una expresión que me pareció algo enigmática y con sonrisa un poco burlona, me dijo:
   — Tanto mejor. ¿Usted ha oído hablar de Kamov, no?
   Me estremecí. ¿Kamov? ¿El constructor y comandante de la primera nave cósmica del mundo? ¿El hombre que ya dos veces abandonara la Tierra? ¿Habré oído bien? ¿No estaré equivocado?
   — ¡Claro! — contesté— ¿Quién no lo conoce?
   Ahí está la clave, pensé. Por eso dijo que se trataba de una expedición excepcional. El nombre de Kamov indica que se trata de una astronavegación, quizá de un vuelo a uno de los planetas. ¿Quién no ha deseado hacer semejante viaje? Pero una cosa es el deseo y otra la posibilidad concreta de realizar tal vuelo…»
   — Si usted quiere, puede tomar parte en la nueva expedición.
   — ¿Hacia dónde se dirige?
   — Eso no lo sé. Si usted está conforme, se lo dirá el mismo Kamov.
   — Pero, ¿por qué es usted quien me lo ofrece?
   — Porque usted reúne las condiciones necesarias y parece la persona más indicada.
   Todo esto fue tan repentino y extraordinario que sentí la necesidad de pensarlo bien antes de tomar una determinación.
   — No se apresure — dijo el Director —, hay que reflexionar serenamente antes de arriesgarse así, para no lamentar luego la decisión tomada.
   No diría la verdad si afirmara que pasé bien la noche. No soy novicio en materia de expediciones. Como corresponsal, estuve en muchas partes del globo: en la Antártida, en el África Central, en el Himalaya… Pero todo fue sobre la Tierra. Y ahora, en cambio, me ofrecían abandonarla para volar quién sabe hacia dónde, a decenas o quizá centenas de millones de kilómetros de distancia…
   Recordé los libros que había leído sobre el Cosmos. El Universo, con sus espacios infinitos donde, como partículas de polvo, se mueven las estrellas…, distancias que exceden la imaginación humana…, las tinieblas…, el frío…
   Con toda nitidez me imaginé la minúscula nave cósmica rodeada por un vacío sin límites. Tuve que sentarme, vencido por una repentina debilidad.
   ¿Renunciar…? Nadie me censuraría por ello… ¡Quedarme en esta querida Tierra, tan familiar…!
   «¿Y guardar para siempre el recuerdo de tal flaqueza…? pensé. ¿Perder semejante oportunidad y luego lamentarlo toda la vida…?»
   Eran las tres de la madrugada y todavía no había resuelto nada. El deseo y la indecisión luchaban entre sí, venciendo por turno. Por fin, abrumado por un intenso dolor de cabeza, abrí la ventana y dejé que el fresco aire nocturno me bañara el rostro.
   Desde el octavo piso, donde vivía, se dominaba una amplia vista de la ciudad. En muchos lugares brillaban los fuegos de la iluminación festiva y a lo lejos se veían las estrellas rojas del Kremlin.
   ¡Moscú, mi ciudad natal! ¡Capital del país que me diera todo lo que tengo!
   «¿De qué te asustas? me dije. ¿Acaso no fueron peligrosas las expediciones en que has participado? ¿Acaso no has arriesgado ya otras veces tu vida?»
   Me acerqué a la mesa y saqué del cajón un retrato de Kamov, al que algunos diarios extranjeros llamaban «El Colón de la Luna». Estaba de perfil y sus frondosas cejas, su nariz aguileña y las líneas bien marcadas de sus labios y barbilla, le hacían muy parecido al famoso explorador polar Roald Amundsen.
   «Este hombre, pensaba yo mirándolo, este hombre no teme abandonar la Tierra por tercera vez. Marcha con paso firme y seguro hacia su meta.»
   Instantáneamente se apoderó de mi un sentimiento de vergüenza insoportable. ¡Cómo pude haberme dejado dominar, aunque fuera por un instante, por esa indecisión vergonzosa! ¿Qué me había ocurrido? Mi patria me llama para el cumplimiento de un deber, me están confiando una tarea de responsabilidad y yo… ¿qué?
   Con todas las fuerzas de mi imaginación, traté de evocar nuevamente la nave cósmica suspendida en el vacío tenebroso y frío, pero ya no me impresionaba.
   La ráfaga de pusilanimidad había pasado.
   A la mañana siguiente dije al Director que estaba dispuesto a volar donde quiera me mandaran.
   — No hemos dudado de ello ni por un instante — me contestó.
   Al atardecer del mismo día y con comprensible emoción, tocaba yo el timbre del departamento de Kamov.
   Me abrió la puerta Serafina Petrovna Kamov.
   — Serguei Alejandrovich le está esperando — dijo cuando me presenté.
   Nunca había estado con Kamov, pero lo reconocí, gracias a las fotos que de él se publicaban. Era alto y fornido, de movimientos seguros y medidos y de su persona emanaba algo poderoso que inspiraba confianza en la fortaleza de su carácter y en su voluntad inquebrantable. Lo que más me impresionó fueron sus ojos muy negros, tan negros que parecían insondables y llenos de una extraordinaria calma. El cabello gris acerado enmarcaba suavemente su alta frente. Su rostro no podía llamarse hermoso, a causa de las cejas demasiado tupidas y de la mandíbula un tanto pesada. Pero era un rostro varonil.
   Me estrechó fuertemente la mano.
   — Me alegra verlo, camarada Melnicov.
   Me invitó a sentarme en un cómodo sillón y se instaló enfrente.
   — Conozcámonos. Ante todo ¿cuántos años tiene usted?
   — Veintisiete.
   — No le habría dado más de veinticinco. ¿Dónde se tostó tanto? Contrastado con su rostro, el cabello parece blanco.
   Le conté que estuve dos meses en el Kazajstán, de donde acababa de regresar hacía dos días.
   — ¿Y otra vez quiere emprender una expedición? — dijo sonriendo —. ¿Está usted firmemente decidido a volar con nosotros? ¿Lo ha pensado bien?
   — No conozco el itinerario de su viaje, pero su solo nombre indica que nos llevará fuera de los límites de esta Tierra. Si está usted conforme en llevarme consigo, no cambiaré de decisión.
   — ¿Cómo está usted de salud? Tendrá que someterse a un riguroso examen médico.
   — De mi salud respondo. El año pasado, antes de tomar parte en la expedición al Polo Sur, fui revisado por una comisión que me halló perfectamente sano.
   Se tomó el mentón con la mano. Más tarde noté que era un gesto característico en él.
   — Basta mirarlo para creerle. Bueno, si es así, me alegro. Resulta entonces que somos otra vez cuatro personas. Cuando se decidió nuestra expedición, quisimos tomar solamente auxiliares científicos. Conmigo irán tres personas. Habían sido presentadas tiempo atrás y durante casi un año estuvieron en adiestramiento especial. Pero hace un mes, perdimos a uno de nuestros compañeros en un accidente.
   Se calló y me miró fijamente. Luego sonrió, con una mirada aprobatoria.
   — Su rostro dice que mis palabras no lo han impresionado. Usted podía haber pensado que el hombre pereció por causas relacionadas con los preparativos de la expedición.
   — Eso es lo que pensé, precisamente — respondí.
   — ¿Y no lo intimidó?
   Me encogí de hombros.
   — Sé perfectamente que vuestra expedición no es un paseo de turistas.
   — Nuestro compañero pereció en un accidente automovilístico. Su coche se precipitó a un abismo. Así perdimos a un participante del próximo viaje y es imposible sustituirlo por otro trabajador científico, ya que hay poco tiempo. El trabajo científico en un vuelo cósmico requiere una prolongada etapa de adiestramiento.
   — ¿Y por eso decidieron reemplazarlo por un periodista?
   — No, no del todo. Tuve la idea de que una persona reúna en sí al periodista, al fotógrafo y al «cameraman». Lo principal era que la astronave contara con la presencia de un especialista de topografía astronómica. Nuestro compañero desaparecido siguió un curso especializado y si tendremos que arreglarnos ahora sin el astrónomo, no podemos prescindir en cambio del fotógrafo y del «cameraman». Por eso le invitamos a usted.
   — Pero si yo no tengo idea de la topografía astronómica.
   — Le enseñaremos. Es precisamente por ello que necesitábamos una persona experimentada. No nos será tan difícil enseñarle algunos métodos de topografía astronómica y resultará útil su experiencia como periodista, puesto que al regreso tendrá que contar al público las alternativas del vuelo interplanetario.
   — Haré todo lo que esté a mi alcance, pero quisiera saber una cosa: ¿hacia dónde se dirigirán?
   — Es un deseo muy plausible. En general no hacemos ningún misterio de nuestras intenciones, pero no daremos publicidad al asunto hasta el día de la partida. Nuestra expedición no tiene fines deportivos, sino puramente científicos, pero, con todo, no queremos ceder la primacía — sonrió —. Por eso hemos guardado reserva. A usted naturalmente se lo diré, porque usted tiene que saber adonde va.
   Se quedó callado mirándome largo rato con sus extraños ojos calmos.
   — Los requerimientos médicos a que son sometidos los participantes del vuelo — comenzó —, difieren de los habituales. Es posible que usted no sea admitido…
   Hubo un nuevo silencio; luego prosiguió, ya en tono normal:
   — Pero si ello ocurriera, usted ha de guardar el secreto. Usted sabe que mi primer vuelo fue un ensayo, y lo hice solo. La nave voló alrededor de la Luna y regresó a la Tierra. El segundo vuelo lo hice con el astrofísico Paichadze. Descendimos en la superficie lunar y pasamos allá varias horas. Ambos vuelos demostraron que la parte material no tiene fallas y entonces se decidió realizar una tercera expedición: alcanzar al planeta Marte y de paso observar a Venus. ¿No le asusta eso?
   — ¡Ni en lo más mínimo! — respondí —. Ahora deseo aún más tomar parte en este vuelo, pero me cohíbe la insignificancia del trabajo que se me asigna. ¿Podré justificar mi participación?
   — ¿Por qué prejuzga que su futuro trabajo será insignificante?
   Yo sentí que me ruborizaba.
   — Me pareció.
   — Que no le parezca nada — me interrumpió Kamov —. Su tarea es de mucha responsabilidad. El análisis de las fotos que saque usted tendrá un gran valor científico y nuestros sabios le encomendarán una vasta tarea. En los momentos libres usted me ayudará a pilotear la nave.
   Lo miré con asombro.
   — ¡No se sorprenda! — sonrió Kamov —. No es tan terrible ni tan complicado pilotear una nave cósmica durante el vuelo. Otra cosa es levantar vuelo, aterrizar o volar cerca de los grandes planetas. Entonces sí que se complican las cosas. Nuestro puesto de mando está equipado con los más extraordinarios aparatos, con los cuales usted se familiarizará en los primeros días del viaje.
   — ¿Cuánto tiempo durará la expedición?
   — ¿Cuánto supone usted?
   — Supongo que un año o dos.
   Kamov se puso a reír.
   — La técnica atómica se desarrolla con mucha rapidez. Teniendo en cuenta que el primer vuelo a la Luna nos llevó dos días y el segundo un solo día, puede decirse que hemos dado un gran paso adelante. Toda la expedición ha sido calculada para 225 días, es decir 7 meses y medio.
   — ¡Tan poco…!
   — Durante estos 7 meses y medio cruzaremos una distancia un poco superior a los 500 millones de kilómetros. La velocidad promedio de la nave será de 102.600 kilómetros por hora.
   — Parece un cuento de hadas.
   — Esta velocidad no es tan grande como le parece, — dijo Kamov —. La técnica logra velocidades suficientes para permitir el vuelo a cualquier planeta sin que haya que atenerse a una fecha fija, pero nuestra astronave tiene que fijarse un itinerario puesto que su velocidad es inferior a la de la Tierra en su órbita. Es decir que, en caso contrario, no podríamos alcanzarla de vuelta.
   — Me parece que estos 102.600 Kms. son ya una enormidad. En tres horas estarán cerca de la Luna. En dos segundos la nave quedará invisible desde la Tierra.
   — No — dijo Kamov —. Si arriesgáramos semejante velocidad desde el principio, la nave continuaría su vuelo con una tripulación muerta. El organismo humano no puede soportar semejante aceleración. Empezaremos el vuelo con relativa lentitud y sólo a los 23 minutos y 46 segundos se alcanzará la velocidad máxima de 28.500 metros por segundo. Y recuerde que la velocidad de la Tierra en su órbita es de 29,76 Km. por segundo.
   Enumeraba esas cifras abrumadoras con un aire tan imperturbable, como si se tratara de un paseo en automóvil.
   — Si voláramos hacia la Luna en línea recta, la alcanzaríamos en 3 horas 53 minutos pero nuestro camino será casi perpendicular al eje Tierra-Luna. A la Luna ni la veremos de cerca, podrá usted admirarla a una distancia aún mayor de la habitual.
   — ¡Qué lástima!
   — Pero en cambio verá el lado que generalmente no vemos desde acá.
   — Gracias a usted — le dije —, el mundo entero sabe que el lado invisible de la Luna en nada difiere del visible; pero, naturalmente, sería muy interesante cerciorarse con los propios ojos. Permítame preguntarle algo.
   — ¡Cómo no!
   — Usted dijo que, de paso hacia Marte, quiere dar un vistazo a Venus. No lo entiendo.
   — ¿Qué es lo que no entiende?
   — Cómo alcanzar a Venus en camino hacia Marte si sus órbitas están en direcciones opuestas a la Tierra.
   — Su perplejidad sería comprensible si los planetas fueran inmóviles, pero se mueven y a velocidades diferentes. Suele ocurrir que ambos, es decir Venus y Marte, se encuentran de un mismo lado de la Tierra. Para que usted entienda más claramente nuestro derrotero, se lo dibujaré en el papel.
   Tomó un lápiz e hizo rápidamente varios círculos. Aunque los hacía sin compás, salieron muy parejos. Conservé el dibujo como recuerdo.
   — Vea — dijo Kamov—; el punto en el centro de este pequeño círculo, representa al Sol. La primera circunferencia, es la órbita de Venus. Entre ella y el Sol está el planeta Mercurio, pero no introduzco su órbita porque no la necesitamos. La segunda circunferencia es la órbita de la Tierra y la tercera, la de Marte. Si yo mantuviera la escala correcta sería imposible representar a los planetas en esta hoja de papel, pero esto no es un mapa sino un esquema. Los circulitos que marco con un «1» corresponden a la posición de los planetas en el momento de nuestro despegue. El movimiento de todos los planetas en su órbita tiene la misma dirección de derecha a izquierda. Desde el circulito que representa a la Tierra señalo nuestra ruta con una línea de puntos. ¡Así! En este punto encontramos a Venus.
   Dibujó una segunda circunferencia en la órbita de Venus, marcándola con un «2».
   — Desde aquí nos dirigiremos a Marte y lo encontraremos acá, luego regresaremos a la Tierra, que, durante ese lapso, habrá recorrido más de la mitad de su ruta anual y habrá de encontrarse más o menos aquí…
   — ¡Claro! — exclamé.
   — Este dibujo no es más que un bosquejo, prosiguió Kamov. Las órbitas de los planetas no se cierran, puesto que el Sol, arrastrándolos consigo, se mueve también en el espacio; pero así usted ha de entender mejor, ¿verdad?
   — Gracias. Ahora, todo me parece claro.
   — Ahora usted entenderá perfectamente por que no podemos postergar el «decolage» ni por un solo día, pues con ello se trastornarían todos los cálculos.
   — Comprendo.
   — Bien, por hoy basta. En siete meses y medio tendremos tiempo para conversar de todo. Su participación en la expedición comienza desde mañana por la mañana, cuando lo revise la comisión médica. Para prepararlo para el vuelo, no se puede perder ni un solo día.
   Así terminó mi primera conversación con Kamov. Era más de medianoche cuando regresé a casa. La Luna estaba ya levantándose por encima de los techos. El hombre con el cual yo había conversado hoy la había visitado. Quizás yo también me hallaré un día en su reluciente superficie. «¿Reluciente?» Me acordé de un artículo de Kamov, donde decía que la superficie de la Luna era tenebrosa y tétrica, cubierta de rocas obscuras, y me pareció irónico mi entusiasmo.
   Allí, a medida que uno va aproximándose, todo parece diferente de lo que vemos desde la Tierra. En realidad, los planetas que nos parecen brillantes no son cuerpos luminosos. Pronto yo mismo estaré en uno de ellos.
   Pero, ¿seguro que estaré? ¿Y si me rechaza el veredicto médico? ¡Entonces me quedará para siempre vedado este camino y la decepción será muy dolorosa!
   Dormí muy mal aquella noche, escuchando con los ojos abiertos el lento tic-tac del reloj, que a veces me parecía detenerse. Recién a la madrugada concilié el sueño, siempre perseguido por el pensamiento de un posible fracaso de mis aspiraciones.
   Pero mi aprensión resultó sin sentido. La comisión examinadora, integrada por tres médicos bajo la presidencia de un célebre profesor, me auscultó y me examinó durante largo rato. Puso a prueba la vista y el oído, me hizo girar en una especie de tiovivo, estar cabeza abajo durante varios minutos, colgado de unos lazos especiales, después de lo cual me volvió a auscultar detenidamente.
   Por fin me dijo el viejo profesor, palmeándome la espalda, estas palabras que resonaron en mis oídos como una dulce melodía:
   — ¡Un organismo ideal! ¡Puede viajar a la Estrella Polar, si está tan aburrido de nuestra Tierra!
   Los médicos se pusieron a reír y el profesor prosiguió ya seriamente:
   — Prepárese para el vuelo, pero recuerde que si antes del despegue llegara a resfriarse, no será admitido. Aténgase al más riguroso régimen — y señalando a uno de los miembros de la comisión, añadió—: aquí, el doctor Andreev está especialmente designado para asesorar a la expedición. Consúltelo con frecuencia. El trabajo, el descanso, la alimentación, las distracciones, todo tiene que hacerse bajo su control. Usted ya no se pertenece.
   Aprobado por la comisión, me fui directamente a casa de Kamov, para recibir sus instrucciones. Me estaba esperando y expresó su complacencia de que todo estuviera en orden.
   — Sentiría perderlo. Me alegro que no haya ocurrido. Aquí — dijo llevándome hacia un hombre alto y delgado, sentado ante el escritorio— le presento a Constantin Serguevich Belopolski, mi ayudante en el vuelo cósmico.
   Cuando Kamov me nombró y dijo que yo participaría en el próximo vuelo, Belopolski me estrechó la mano, pero lo hizo con absoluta indiferencia. No hubo ni rastros de sonrisa en su rostro surcado de profundas arrugas (a pesar de que sólo tenía cuarenta y cinco años) y no dijo nada de lo que suele decirse en circunstancias análogas. Recuerdo la impresión desagradable que me produjo este silencio. Pensaba que no sería nada ameno tenerlo como compañero de travesía. En la actualidad ya sé que este silencio es una característica de este hombre que solamente gusta de conversar sobre temas de astronomía o matemáticas.
   El cuarto participante de la expedición, Arsenio Georgievich Paichadze que conocí dos días después, me recibió de un modo totalmente distinto.
   Joven aún, de no más de treinta y cinco años, era ya conocido como perito sobresaliente en análisis espectrales. Era un enamorado de la astronomía a la que llamaba «la ciencia suprema». Paichadze podía hablar durante horas de una estrella o una nebulosa. Hablaba el ruso con cierto acento caucasiano. Yo sabía que los estudiantes universitarios de quienes era profesor de astronomía, lo escuchaban con apasionado interés.
   — ¿Boris Nicolaevich Melnicov? — preguntó, estrechándome la mano con tal fuerza, que no pude reprimir una mueca de dolor —. He oído hablar de usted. Usted tomó parte en la expedición al Polo Sur.
   — Así es.
   — En aquel entonces se iba al Polo Sur y ahora nos vamos a Marte. ¿No le asusta la idea?
   — Hablando francamente: un poco.
   Posiblemente, yo no habría contestado así a otra persona. Pero toda su presencia, su silueta esbelta, su rostro tostado, sus bigotitos, su mirada cariñosa y todo su semblante daban la impresión de haberle conocido siempre.
   — No es extraño — dijo —. Antes de volar a la Luna, yo tenía mucho miedo y no comía ni dormía.
   — ¿Y ahora no teme nada?
   — Ahora no. El vuelo cósmico no es nada terrible; no hay por qué temerle.
   — Estoy muy preocupado. ¿Podré justificar la confianza depositada en mi?
   — Si usted duda, no podrá hacerlo. Hay que estar seguro de sí mismo. ¿Piensa usted que es por casualidad que ha sido elegido? No, no es así. Serguei Alexandrovich no tomaría una persona al azar. Averiguó, consultó, hasta convencerse.
   Me hizo hablar de mí, me contó cosas de sí mismo y cuando nos separamos ya éramos amigos. Durante los dos meses transcurridos desde entonces, me convencí de que Paichadze era un hombre cordial, sociable, que será un buen compañero de vuelo. En nuestra nave se me ha asignado el mismo «compartimiento» con él y estoy muy contento.
   Siguieron días de trabajo intenso y apasionante. Se cumplió el pronóstico de Kamov, de que se me encargaría una tarea importante, pues yo no suponía el vasto campo de aplicación de la fotografía: las tomas con rayos infrarrojos y ultravioletas, las de objetos recubiertos de una nebulosidad ahumada, las tomas del Sol y de su «corona» y muchas, muchas otras cosas. Tuve que seguir un curso especializado. Aparte de los dos asesores especialmente adscriptos a mi persona para enseñarme topografía astronómica, se ocupaban de mí mis futuros colegas, Kamov y Belopolski. Serguei Alexandrovich me familiarizaba con el equipo de la nave y con el trabajo de los aparatos de dirección, mientras Belopolski me enseñaba los conceptos básicos de la navegación sideral.
   Los días parecían cortos. Trabajaba 18 horas y frecuentemente al llegar a casa, en vez de acostarme, me sentaba a estudiar ante mi mesa-escritorio.
   Así continuamos hasta que nuestro médico Andreev protestó.
   — Yo no puedo permitir que Melnikov trabaje sin parar. Si sigue así, no será admitido para el vuelo. Yo respondo por él y por todos ustedes ante la Comisión Estatal.
   — Comprendo — contestó Kamov —, pero ¿qué puedo hacer? Nosotros nos preparamos durante un año, mientras Melnikov dispone sólo de dos meses.
   — Es igual. Yo no le permito no dormir de noche — insistía el médico —. Tiene que dormir 8 horas. El resto del tiempo está a vuestra disposición.
   Así se decidió. Desde aquel día me llevaba a casa personalmente y se iba cuando me veía dormido. Terminó el asunto con que Andreev se instaló en mi habitación, lo que me fue muy grato, pues era un maravilloso narrador. Cuando se acostaba solía contar algún caso de su experiencia médica. Consideraba que con ello distraía mi mente de las cuestiones estudiadas. Pero a veces, entusiasmado por sus recuerdos olvidaba la hora y al notar repentinamente que se había hecho muy tarde interrumpía su cuento en el momento más interesante, refunfuñando:
   — ¡A dormir, a dormir! ¿En qué está pensando usted?
   Una vez empezamos a conversar sobre el próximo viaje y sobre la influencia de la imponderabilidad en el organismo humano, ya que íbamos a experimentarla durante todo el tiempo del vuelo. El doctor lamentaba no poder tomar parte en la expedición.
   — Sería muy interesante para mí estudiar la actividad de los órganos en semejante circunstancia.
   — Me sorprende mucho que en la expedición no haya ningún médico.
   — ¿Por qué no? Ustedes tienen un médico.
   — ¿Quién?
   — Serguei Alexandrovich.
   — ¡Cómo! ¿Acaso es médico también?
   — ¿Usted no lo sabía? Kamov se graduó en la Facultad de Medicina especialmente para evitar la necesidad de llevar una persona más que no tendría casi nada que hacer durante el vuelo. Sabía que no se permitiría una expedición sin médico a bordo.
   — ¿Pero cuándo tuvo tiempo…?
   Había razones para extrañarse. Yo sabía que Kamov se había graduado en el Instituto de Aeronavegación Civil y luego en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, pero no estaba enterado de que se las hubiese ingeniado para seguir además el curso de medicina.
   — ¿Pero cuándo tuvo tiempo? — repetí yo, abrumado.
   — Kamov es un hombre extraordinario — dijo Andreev, pensativo —. No sólo obtuvo el diploma de médico sino que trabajó algunos años en los hospitales de Moscú. No hace nada a medias. La vida íntegramente dedicada a una idea, triplica las fuerzas de un hombre.
   Así, en medio de un trabajo intenso, se aproximó imperceptiblemente el día de la salida. La nave y la tripulación estaban listas. Tres días antes del «decolage» acompañamos a Kamov para una última revisión de la astronave. Se ensayaron todos los aparatos, se verificaron las cargas. Se revisó todo el aparato. Kamov y Belopolski examinaron la nave en general. Paichadze la parte astronómica, y yo mi equipo foto-cinematográfico. Tengo a mi disposición tres aparatos de filmación: uno portátil y dos montados en las paredes de la nave, de funcionamiento automático; cuatro magníficos aparatos fotográficos, cada uno con 6 objetivos de repuesto y un pequeño laboratorio fotográfico. Todo ello asombra por su perfección técnica, como desde luego, toda la nave. La expedición de Kamov, gracias a la generosa provisión propia de nuestro país, está equipada con todo lo que pueda necesitarse en cualquier eventualidad. Nada ha sido omitido ni olvidado. Con esmero y sumo cuidado se ha previsto y hecho todo lo que pueda asegurar el éxito.
   La siguiente anotación en mi diario se hará durante el vuelo.
   Por hoy basta, son las 12 y 10 de la noche. Vendrán a buscarme a las 7 de la mañana. ¡Es la última noche en la Tierra!
   ¡Mañana salimos hacia lo ignoto!

LA SALIDA

   3 de Julio de 19…
   Las 18, hora de Moscú.
   Treinta y dos horas de vuelo. Ya vamos por el segundo día de viaje. Lo sé por el reloj. En nuestra nave no hay cambio entre el día y la noche, y no lo habrá. El sol, lo tenemos siempre a estribor y la nave se da vuelta suavemente a intervalos regulares, para que toda su superficie mantenga una temperatura igual.
   Los motores cesaron de funcionar hace tiempo y continuamos el vuelo por inercia, con una velocidad de 28,5 kms. por segundo, sin sentirlo, pues parece como si la nave permaneciera inmóvil. Dejamos la Tierra a lo lejos.
   Estamos rodeados de innumerables puntos luminosos. La Vía Láctea se ve como un aro gigantesco. Aunque brille el Sol con claridad enceguecedora, se ven las estrellas. ¡Qué espectáculo extraño! El sol y los astros sobre un fondo negro. Desde la Tierra, el cielo no parece nunca tan negro. A simple vista se ve que aquella estrella es más lejana y ésta más cercana, pero, ¡cuan alejadas están todas…!
   La nave está suspendida en medio del espacio infinito…
   Ese mismo cuadro que tanto me asustara en la Tierra, acá no me produce ningún temor. No se experimenta la sensación de tener un abismo a los pies, porque ese mismo abismo encuéntrase en todas partes, y los conceptos de «arriba» y «abajo» se hallan alterados. Apenas dejaron de funcionar los motores y la nave empezó a volar por inercia con una velocidad constante, el peso desapareció y con él las nociones comunes. Por hábito, considero que bajo mis pies es «abajo», y encima de mi cabeza «arriba», pero no me cuesta nada darme vuelta a 180º y entonces lo que era arriba se torna abajo y viceversa. Para ello basta hacer un pequeño esfuerzo, tomando como punto de apoyo algún objeto firmemente apoyado en la pared.
   ¡Yo no peso nada! Esta sensación de imponderabilidad, en la que tanto pensara antes del vuelo y aun con cierto temor, resultó algo nada terrible y hasta agradable. En un día me familiaricé enteramente con ella.
   Ahora estoy escribiendo en la mesa. Estoy cómodo, pero, ¿qué aspecto tiene ésto?
   Nuestra cabina no es grande. Una pared semicircular, es el borde de la nave. Tiene una ventanilla redonda. Cuando no está en uso se cierra por fuera con una pesada chapa de acero (pesada en la Tierra, pero que aquí no pesa nada). La pared trasera es recta y va de un borde al otro. Tiene una «puerta» redonda de un metro de diámetro. Cuando tengo que salir de mi cabina, debo tomar impulso desde algún punto firme y entonces nado a través de esa abertura como un pez. Ambas paredes laterales son dos semicírculos regulares sin aberturas. En una de ellas encuéntrase la mesa atornillada a la pared y estoy sentado ante ella, en el aire. Mi mano izquierda está posada en la mesa atajando el cuaderno en el que escribo. Si retirara la mano, el cuaderno volaría inmediatamente debido a mi respiración. Volaría aunque pesara media tonelada (en la Tierra), puesto que aquí todos los objetos son igualmente imponderables. Basta un esfuerzo muscular como el que ataja mi cuaderno para mantenerme a mí también en mi lugar.
   Excepto la mesa, en la cabina hay un armario donde guardamos los instrumentos y efectos personales. Es de aluminio y ocupa toda la pared frente a la mesa. Cuando estoy «sentado» frente a la mesa, el armario viene a encontrarse «en el techo», pero si me diera vuelta con los pies hacia el armario, es mi mesa la que se encontraría en el «techo».
   No hay camas en la cabina. A ambos lados de la ventanilla hay dos hamacas con presillas metálicas, y en ellas dormimos. Se procede así: con un ligero impulso uno se aproxima en el aire hacia la hamaca y una vez en ella se abrochan las presillas. El cuerpo imponderable no ejerce presión sobre nada y se puede dormir en cualquier postura como en el más blando lecho. La red no permite que mi cuerpo se mueva dentro de la cabina durante el sueño. Es que en nuestro mundo imponderable de vez en cuando aparece una fuerza de peso apenas perceptible. Se produce esto cuando la nave gira sobre su eje longitudinal. Por más insignificante que sea esa fuerza, es suficiente para que yo me despierte a medias en el mismo lugar donde me acosté. Hablando con más precisión, diría que no es el peso sino un efecto centrífugo. Cuando se produce el giro, todos los objetos no afirmados empiezan a moverse.
   La misma causa produce la hermosa ilusión que podemos admirar por la ventana. En el momento del giro se crea la impresión de que el universo entero se mueve para dar vueltas alrededor de la nave: ¡y es un espectáculo indescriptible!
   Como he mencionado ya, la ausencia de peso se hizo tan común que ni la notamos. Pero recuerdo bien cuántas conversaciones suscitó esta característica de la nave, que Kamov tuvo que respetar velando por el interés de los estudios astronómicos. La creación de un peso artificial mediante una rápida rotación complicaría el trabajo del telescopio. Por eso, la Comisión Estatal permitió finalmente que se prescindiera de esa comodidad, tanto más cuanto que los más eminentes médicos de la Unión Soviética declararon que el estado de imponderabilidad en nada perjudicaba al organismo humano. Por esa misma razón, Kamov desistió de acondicionar la temperatura interna de la nave mediante la pintura de la superficie externa con unas escamas movedizas — método sugerido ya por Tziolkowski —. Las revoluciones de la astronave alrededor del eje longitudinal daban la posibilidad de dirigir el telescopio a cualquier parte.
   Cabe mencionar un detalle de suma importancia. La puerta redonda está siempre cerrada con una tapa hermética. Al trasladarnos de un compartimiento al otro, tenemos que cerrar todas las puertas — lo que se hace por la simple presión de un botón— porque el espacio interplanetario no es un vacío. Se mueven en él innumerables partículas de materia, desde el tamaño de una partícula de polvo hasta enormes masas. Según la opinión de Kamov, el encuentro de la nave con tales cuerpos errantes es casi imposible, pero podría ocurrir en un caso excepcional. Si una de esas piedras chocara contra la nave, en vista de la enorme velocidad de ambos cuerpos, se produciría una explosión más o menos violenta. En la superficie de la nave se formaría una brecha, por la que se precipitaría el aire contenido en su interior. En pocos segundos toda la tripulación perecería. Pero encontrándose la nave dividida en trozos herméticamente cerrados, semejante fin de la expedición se torna improbable.
   Si la superficie de la nave sufriera una brecha en un momento en que alguien se encuentre en la cabina, y siempre que la explosión no sea demasiado fuerte, podría salvarse aplicando un emplasto a la brecha. Estos emplastos están preparados por todos lados; son de tamaños diferentes y tienen que tapar la abertura de manera que no salga el aire, que dentro de la nave tiene sobre los objetos la misma presión que en la tierra, es decir de un kilogramo por centímetro cuadrado, mientras afuera no hay presión. Claro está que en semejante caso habría que actuar con la rapidez de un relámpago.
   Acaba de «entrar» en la cabina Paichadze: para abrir la puerta del armario tuvo que ocupar una posición tal, que se encontró colgando por encima de mi cabeza en ángulo recto.
   Yo sabía que tanto él, como los objetos del armario, no podían caer sobre mí, pero la fuerza de las costumbres «terrestres» me hizo retroceder. Naturalmente, el cuaderno voló al otro lado.
   Paichadze lo observó y se puso a reír. Sacó del armario el aparato que necesitaba y dándose vuelta diestramente en el aire se encontró en la misma posición que yo, habiendo agarrado de paso mi cuaderno.
   — ¿Puedo leer? — me preguntó.
   Asentí, y se puso a leer atentamente las últimas páginas.
   — Los fenómenos físicos que suceden en la nave — dijo devolviéndome el cuaderno —, están bien descriptos, pero ¿por qué no describió el momento del «decolage»?
   — Lo haré sin falta.
   — Habría que proceder cronológicamente.
   — Este diario — le contesté —, no es más que materia prima. Lo escribo como venga.
   — Nunca hay que hacer nada «como venga» y «así nomás» — dijo poniéndome la mano en el hombro, lo que me hizo bajar inmediatamente en el aire —. No se vaya a ofender.
   Salió cerrando la puerta y yo volví a «sentarme» a la mesa y releí atentamente todo lo escrito.
   Claro, Paichadze tiene razón. Mis apuntes son caóticos. Hay que describir punto por punto lo ocurrido desde el principio…
 
   A pesar de mis aprensiones, logré dormir bien en la noche que precedió a la partida. A las 7 en punto llegó a buscarme Paichadze. Con una pequeña valija que siempre me ha acompañado en mis viajes, tomé asiento en el coche con un sentimiento de alivio.
   Se terminó la espera… No hay vuelta atrás.
   Paichadze estaba silencioso. Yo comprendía su estado de ánimo y no le molestaba con mi conversación. En Moscú dejaba a su esposa y una hija de seis años, de las cuales le dolía separarse. Acababa de despedirse de ellas porque en el aeródromo no se permitían acompañantes.
   El coche pasó el Estadio Dinamo y se lanzó por la Avenida de Leningrado. Nuestra astronave debía despegar desde la orilla del río Kliazma desde donde Kamov lo había hecho en sus dos vuelos anteriores. Eran las 9 cuando llegamos al lugar.
   El cohetódromo, rodeado de un alto cerco, era un enorme campo de 15 kilómetros de diámetro, la entrada al cual estaba terminantemente prohibida. En medio de la pista encontrábase nuestra astronave colgada a una altura de 30 metros del suelo, sostenida por el esqueleto enrejado de la plataforma de «decolage». En el gran edificio de dos pisos que llamábamos en broma «estación interplanetaria», donde hallábanse los laboratorios y talleres, nos encontramos con Kamov, Belopolski y los miembros de la Comisión Estatal. Paichadze y yo fuimos los últimos en llegar.
   Kamov estaba conversando con el Presidente de la Comisión, el Académico Volochin, mientras Belopolski, después de saludarnos, tomó su coche y se dirigió a la nave cósmica.
   Kamov llamó a Paichadze y yo quedé solo. Se me acercó el único extraño admitido en la pista, el representante de la prensa y corresponsal de la Agencia Tass, Semionov, al que conocía bien. Me preguntó cómo me sentía y me transmitió el saludo de los trabajadores de la Tass, que agradecí.
   A las nueve y media Kamov se levantó y estrechó la mano de Volochin.
   — Es tiempo — dijo.
   El viejo Académico, visiblemente emocionado, le dio un abrazo.
   — De todo corazón le deseamos éxito en su empresa. Todos esperaremos vuestro regreso con muchísima impaciencia.
   Abrazó también a Paichadze y luego a mí. Nos despedimos de los otros miembros de la Comisión, que estaban también bastante emocionados. Solo Kamov parecía imperturbable. Cuando nos sentamos en el coche me miró y sonrió.
   — ¿Qué tal? — preguntó —. ¿Durmió?
   Sólo pude asentir con la cabeza. Las últimas despedidas, los últimos votos, y el coche se puso en marcha. A los 8 minutos llegamos a la nave. Belopolski nos esperaba al lado del ascensor, con el ingeniero Larin que dirigía los preparativos para el vuelo. Los demás trabajadores del cohetódromo ya habían abandonado el lugar.
   Sobre nosotros, a la altura de un edificio de diez pisos, brillaba al sol la superficie blanca de la nave cósmica. Tenía 27 metros de largo por 6 de ancho, y por su forma recordaba un melón gigantesco. Su interior me era ya familiar. En la proa estaba escrito en letras de oro: «U.R.S.S. - L.S.2».
   Kamov habló al ingeniero y éste se despidió y se sentó en su coche. Eran las diez menos cuarto. Con su partida se rompía nuestro último contacto con los hombres.
   — Vamos — dijo Kamov.
   El ascensor nos llevó rápidamente a la plataforma de despegue. Al acercarme vi que la nave no pendía a plomo, sino haciendo un pequeño ángulo hacia el oeste. La entrada redonda era estrecha y se podía pasar por ella a gatas. El primero en entrar fue Belopolski, luego Paichadze, y después yo. Desde esa altura se veía toda la pista. Noté que se alejaba a gran velocidad el coche del ingeniero. Lo último que vi al entrar por la abertura fue un cohete rojo que se alzaba en el horizonte.
   — Pronto — dijo Kamov. Me siguió, entró, y apretando un botón cerramos la tapa hermética.
   — ¿Qué es ese cohete? — le pregunté.
   — La señal de que quedan diez minutos para despegar.
   Nos encontramos en la parte superior, o mejor dicho en la proa de la nave donde estaba el observatorio y el puesto de comando. El recinto se hallaba iluminado por luz eléctrica. Paichadze nos dio grandes cascos de cuero. Le pregunté para qué.
   — Para tapar los oídos. Póngase el casco, sujétese las correas y acuéstese — dijo, señalando un gran colchón en el suelo.
   — Aceleración, 20 metros. No es mucho, pero es mejor soportarlo acostado. Durará casi media hora.
   — ¿Entonces no veremos nada? — pregunté yo, decepcionado.
   — Sí, abriremos las ventanas cuando dejen de funcionar los motores.
   Se puso el casco y se acostó también en el colchón al lado de Belopolski. Kamov, con un casco igual, se sentó en un sillón de cuero al timón, sin sacar la vista del segundero. Este sillón, que formaba un conjunto homogéneo con el tablero de mando, podía girar en todas direcciones, según la posición de la nave. Se lo necesitaba sólo en el momento de despegar y al volar sobre los planetas. Durante el trayecto, cuando dentro de la nave desaparezca la gravedad, por supuesto que no hará falta.
   Miré mi reloj; eran las diez menos diez.
   Es difícil describir lo que se siente en tales momentos. Ya no era emoción, sino algo aún más intenso, casi doloroso…
   Queda un minuto y medio… Un minuto…
   Miré a mis compañeros recostados a mi lado. El rostro de Belopolski mostrábase tranquilo, con los ojos entornados. Paichadze, con el brazo en alto, miraba su reloj. Recordé que era ya la segunda vez que abandonaba la Tierra. ¿Pero Kamov? Lo experimentaba por tercera vez…
   Treinta segundos… Veinte… Diez…
   Kamov movió una de las palancas de maniobra, luego la otra.
   A pesar del casco que me tapaba los oídos, pude oír un rumor creciente que iba en incesante aumento. Sentí el estremecimiento de la nave. Luego una fuerza blanda me apretó contra el piso. La mano con el reloj bajó por sí sola. Hice un esfuerzo para levantarla de nuevo. Era mucho más pesada de lo habitual.
   Las diez y un minuto… Quiere decir que ya volamos.
   El rumor no aumentaba, pero era tan fuerte que comprendí que sin el casquete especial no habría podido soportarlo.
   La nave volaba con rapidez creciente; la velocidad aumentaba a razón de veinte metros por segundo.
   Yo sentía no poder filmar la Tierra que se alejaba. Habría resultado una película excepcionalmente interesante, pero Kamov no me autorizó a utilizar los aparatos cinematográficos automáticos, montados en las paredes de la nave. Sus objetivos estaban tapados por fuera por viseras metálicas.
   Era insoportable permanecer acostado: tan grande era el deseo de mirar todo lo que nos rodeaba. Envidiaba a Kamov, que podía utilizar dos periscopios cuyos oculares estaban a su alcance, en el tablero de mando. De vez en cuando miraba, para controlar el vuelo.
   ¿Cuánto tiempo se precisará para atravesar nuestra atmósfera — me preguntaba —, si se considera que tiene unos 1.000 kilómetros de profundidad? Durante el primer segundo, la nave hizo 20 metros, durante el segundo, 40, y así consecutivamente. Entonces, la hemos pasado cinco minutos después del arranque…
   Haciendo este cálculo mental observé que a pesar de haberse duplicado la gravedad, mi cerebro trabajaba normalmente. Entonces, para acortar el tiempo de ocio forzado, me puse a calcular a cuánta distancia de la Tierra nos encontraríamos cuando dejaran de funcionar los motores. Recordaba que debían trabajar durante veintitrés minutos y cuarenta y seis segundos. No pude resolver el problema mentalmente. Saqué mi anotador y empecé a hacer el cálculo en el papel. Belopolski me miró con reproche. Escribí en una hoja: «¿Cuántos kilómetros volaremos con los motores en marcha?» y se la pasé con el lápiz. Pensó un momento y luego apunto: «20.320,5 km». «Quédese tranquilo.»
   Desde el momento del arranque habían transcurrido unos quince minutos. Nos encontrábamos ya lejos de la atmósfera y volábamos en el vacío. Se apoderó de mí una impaciencia febril. Tornábase más y más penoso quedarse quieto. El monstruoso ruido de nuestros motores, reactores atómicos, trastornaba los nervios y despertaba el intenso deseo de que cesara aquel ruido, ensordecedor a pesar del casco. Si dentro de la nave y con el casco puesto era tan insoportable, ¿cómo sería en la popa? ¡Qué espectáculo abrumador debía ser ese del cohete gigantesco con una larga cola de fuego en la popa, lanzado a increíble velocidad por el espacio tenebroso…!
   Envidiaba la absoluta quietud de Belopolski que esperaba pacientemente el fin de esta tortura. Paichadze, más nervioso, miraba su reloj con frecuencia.
   Más o menos a los veinte minutos desde el momento del arranque, Kamov se levantó y se acercó a una de las ventanas. Aparentemente, se movía con facilidad. Movió un poco la losa que tapaba la ventana y miró por la angosta rendija. ¡Cuánto habría dado yo por encontrarme en su lugar!
   Los últimos minutos se arrastraban con penosa lentitud. Diríase que las manecillas del reloj hallábanse entorpecidas…
   Quedaban tres minutos… luego dos…
   La velocidad de nuestra nave había alcanzado una cifra gigantesca: veintiocho kilómetros y medio por segundo. Una vez acallados los motores, volaremos a esa velocidad durante setenta y cuatro días, hasta llegar a Venus.
   Cuando sólo faltó un minuto, cerré los ojos y me preparé a la enorme alteración que debía producirse al pasar desde una gravedad doble a la imponderabilidad. Sabía que habría que moverse con suma cautela hasta que el organismo se adaptase. De repente ocurrió algo. Los oídos sentían el mismo rumor, pero en todo el cuerpo repercutió una reacción. Un pequeño mareo, que pronto se disipó. El colchón donde yacía me pareció repentinamente muy blando. Sentía como si estuviese flotando en el agua. El ruido iba apaciguándose y comprendí que seguía resonando sólo en mis oídos. Todo estaba quieto, los motores habían dejado de trabajar.
   Abrí los ojos. Kamov estaba frente al tablero de mando. De pie, pero sus pies no tocaban el suelo. Estaba suspendido en el aire sin ningún apoyo.
   Este cuadro fantástico, contemplado por vez primera, me llenó de asombro, aunque ya sabía que así iba a suceder. La nave se transformó en un mundo aparte, carente por completo de pesantez.
   Seguí recostado sin aventurarme a esbozar el menor movimiento. Paichadze se sacó el casco y se levantó. Ningún acróbata en el mundo hubiera podido hacerlo de igual manera. Dobló su pierna, posó el pie en el suelo y suavemente se enderezó.
   Belopolski se sentó y también se sacó el casco, pero con extraños movimientos vacilantes. Vi por sus labios que estaba diciendo algo. Paichadze le tendió la mano y Belopolski se encontró súbitamente en el aire. Hizo un ademán como para ponerse de pie, pero resultó todo lo contrario, pues se dio vuelta con la cabeza abajo y en su cara, siempre imperturbable, noté signos de emoción. Riendo, Paichadze le ayudó a recuperar la posición deseada. Decía algo, pero yo no podía oír nada debido al casco y me rodeaba el silencio más completo.
   Los dos astrónomos se dirigieron a la ventana, o más bien se dirigió Paichadze, pues Belopolski se movía detrás agarrado por doquier y con eso aparentemente se sintió más estable. Paichadze presionó un botón y el postigo metálico se deslizó lateralmente.
   La curiosidad me impelía a abandonar el colchón salvador. Muy despacio desabroché las correas y me saqué el casco. Era extraña la sensación de no sentir el peso de las propias manos. Tiré el casco en el colchón, pero no cayó sino que quedó suspendido en el aire.
   Con mucha cautela, tratando de no hacer movimientos bruscos, comencé a ponerme de pie. Todo iba muy bien y ya empezaba a jactarme para mis adentros pensando que no seguiría el ejemplo de Belopolski, cuando de repente, al notar que estaba suspendido en el aire, hice un movimiento involuntario para apoyarme en algo; mis pies tocaron el suelo por un breve instante y volé como un plumón hacia el techo, o más bien a la parte del recinto que hasta aquel momento consideraba como techo.
   La nave pareció darse vuelta en un instante. «El piso» y todo lo que en él se encontraba se halló «arriba». Kamov, Paichadze y Belopolski quedaron suspendidos con la cabeza abajo.
   Mi corazón palpitaba a un ritmo acelerado y sólo con dificultad pude reprimir una exclamación. Kamov me miró, diciéndome:
   — No haga ningún movimiento brusco. Recuerde que carece de peso. Recuerde lo que le dije en la Tierra. Nade en el aire como en el agua. Apártese de la pared sin brusquedad y diríjase hacia mí.
   Seguí su consejo, pero no supe medir la fuerza del envión, cuyo ímpetu me precipitó por el aire, haciéndome golpear con bastante fuerza contra la pared. No me detengo a enumerar todas las veces y los gestos con que nos atropellamos constantemente en esas primeras horas Belopolski y yo. Si todas esas evoluciones las hubiésemos ejecutado allá en Tierra, nos habríamos roto el pescuezo, pero en nuestras circunstancias inverosímiles eso transcurrió impunemente y al solo costo de algunos moretones. Kamov y Paichadze que habían tenido ya la experiencia anterior, nos ayudaron a evitar mayores imprudencias y a adquirir hábitos nuevos para nuestros movimientos, pero ellos también cometieron algunas fallas. Era interesante, en tales ocasiones, observar las experiencias de cada uno de mis compañeros de viaje: cuando hacía un movimiento errado, Paichadze se reía y se notaba claramente que no le molestaba haber parecido cómico a los demás, mientras Kamov fruncía las cejas, se tornaba ceñudo y le fastidiaba haber cometido una torpeza. Belopolski, cada vez que cometía algún traspié involuntario, miraba de soslayo en su derredor y en su cara seria y arrugada aparecían signos de angustia. Era el temor al ridículo, pero ni siquiera Paichadze, que despiadadamente se reía de mí, sonrió jamás al ver cualquier ademán de Belopolski. En cuanto a mí, hacía caso omiso de las bromas de Paichadze y efectuaba diferentes movimientos intencionalmente, para aprender cuanto antes a «nadar en el aire».
   En general nos adaptamos bastante pronto. Antes de haber transcurrido tres horas, yo ya podía moverme hacia donde quisiera, cambiando la dirección valiéndome de las correas, paredes o cualquier objeto conveniente.
   Este libre flotar en el aire creaba una sensación indescriptible, que recordaba la niñez lejana, cuando en sueños solía volar con la misma libertad, despertándome siempre con la añoranza del sueño interrumpido.
   Pasamos varias horas en la ventana del observatorio. No era muy grande, — medía cerca de un metro de diámetro —, pero extraordinariamente transparente, a pesar del vidrio de considerable grosor.
   El mundo sideral producía una impresión aplastante por su grandiosidad. La contemplación de la Tierra y de la Luna, en estas primeras horas de vuelo, fue un espectáculo extraordinariamente maravilloso e incomparable. Nos encontrábamos a una distancia tal, que ambos cuerpos celestes nos parecían aproximadamente del mismo tamaño. Dos enormes bolas, una amarilla, y la otra celeste pálido, estaban suspendidas en el espacio, detrás y un poco a la izquierda de la nave cósmica. El Sol iluminaba más de la mitad de su superficie visible, pero la parte no iluminada se adivinaba sobre el fondo negro del cielo. Así como me lo dijera Kamov durante nuestra primera conversación, dos meses atrás, veíamos aquella parte de la Luna que no era visible desde la Tierra. Parecía que no fuera el habitual satélite de la Tierra sino algún otro cuerpo celeste desconocido.
   Quizás fue sólo en aquellos minutos, al mirar al planeta natal tan lejano, que sentí las primeras angustias de la separación. Recordé a mis amigos, de los cuales me había separado en vísperas de la partida, recordé a mis compañeros de trabajo. ¿Qué harían en este momento? En Moscú es de día y la ciudad se encuentra bajo un claro azul que oblitera la minúscula partícula de nuestra nave cósmica que se aleja más y más en el negro abismo del universo. Miré a mis compañeros. Las caras de Kamov y Paichadze conservaban su calma habitual, pero el rostro arrugado de Belopolski estaba triste y me pareció que en sus ojos brillaban lágrimas. Bajo el impulso involuntario de un arrebato espontáneo tomé su mano y la estreché. Contestó el gesto pero no se volvió hacia mí.
   Sentí un peso en el corazón y me di vuelta. La calma aparente de Kamov y Paichadze me fue desagradable en ese momento, pero comprendí que aunque sabían dominarse mejor que nosotros, seguramente estaban experimentando los mismos sentimientos.
   Yo pensé: «No es la primera vez que estos dos hombres abandonan la Tierra. Tal vez no se sentían tan tranquilos cuando volaban hacia la Luna.»
   Durante casi una hora reinó un absoluto silencio a bordo. Todos mirábamos la lejana Tierra, en cuya esfera no se podía discernir ningún detalle que la asemejara a un globo terráqueo escolar.
   — Parece como si en la Tierra hubiese neblina — dije.
   — ¿Por qué le parece? — preguntó Paichadze.
   — No se ve casi nada.
   — Las nubes no tienen que ver nada con eso. Aunque no las hubiera, quedarían poco visibles los detalles de la superficie de la Tierra. La atmósfera refleja los rayos solares con mayor fuerza que los continentes o que las partes obscuras de los continentes. Si estuviéramos en invierno veríamos a Europa con mucha más claridad. Si quiere convencerse, mire el hemisferio del sur.
   Efectivamente, pude ver claramente la silueta de Australia. Asia podía distinguirse vagamente a través de un vapor blanquecino.
   Durante las horas que pasamos frente a la ventana, la Tierra y la Luna parecían inmóviles, como si la nave no se alejara de ellas.
   — Eso le parece así, nomás — dijo Kamov, cuando llamé su atención sobre el fenómeno —. La distancia aumenta paulatinamente, a razón de sesenta kilómetros por segundo.
   — Cincuenta y ocho y medio — corrigió Belopolski.
   — Yo dije un número aproximado — replicó Kamov —. Pero si usted quiere más precisión, son cincuenta y ocho km. y doscientos sesenta metros.
   No pude reprimir una sonrisa, al ver que Belopolski apretaba sus labios finos, aunque las palabras se hubieran dicho con toda naturalidad. Paichadze sonrió también.
   Belopolski tenía un pequeño defecto: a veces cometía torpezas y como nadie, Kamov sabía rectificarlo suavemente. La última cifra mencionada era absolutamente exacta.
   Al contemplar el globo terráqueo desde la ventana de la nave cósmica, pensé en los siglos y siglos durante los cuales la humanidad había considerado a esa pequeña esfera suspendida en el espacio infinito, como el centro del universo. Quise acercarme al aparato, pues tenía el deseo de dejar grabado en la película este cuadro abrumador, para que millones de hombres pudiesen ver lo que veíamos nosotros, cuatro felices mortales, cuatro emisarios de la ciencia soviética.
   — ¡Miren! — dijo Kamov —. Allá a lo lejos brilla un pequeño cuerpo celeste. Es nuestra patria, el planeta Tierra. Parece ahora más grande que todas las estrellas, excepto el Sol, pero aún así, ¡qué pequeña es! Pasarán semanas y apenas la podremos distinguir entre las demás, en los espacios del universo. Cuando lleguemos a la órbita de Marte, la Tierra nos parecerá sólo una estrella de primera magnitud, pero nosotros nos encontraremos en el centro del sistema planetario que rodea una estrella común que llamamos Sol. En derredor nuestro vemos innumerables estrellas que son soles como el nuestro, pero para alcanzar a la más próxima, nuestra nave debería volar treinta mil años sin interrupción. Desde allá veríamos a nuestro Sol como una pequeñísima estrellita, mientras a la Tierra, no la encontraríamos ni siquiera con el más potente de los telescopios.
   Belopolski se volvió hacia nosotros, para decirnos:
   — El cuadro que nos ha trazado Serguei Alejandrovich puede ampliarse. Todas las estrellas que vemos, así como otra cantidad innumerable que no puede discernirse por la insuficiencia de la vista humana, no son más que un solo sistema astral llamado galaxia. Para volar desde aquí hasta las márgenes más cercanas de nuestra galaxia con la velocidad que tiene actualmente nuestra nave, se necesitarían noventa millones de años, pero si nos dirigiéramos al extremo opuesto, lo alcanzaríamos sólo a los setecientos millones de años de vuelo constante. Pero nuestra galaxia no es la única en el universo. En los momentos actuales se conocen ya más de cien millones de galaxias como la nuestra. Se supone que todas entran en un solo sistema llamado Megagalaxia. No hay ningún motivo para suponer que la Megagalaxia sea la única y es probable que existan innumerables cantidades…
   — Por piedad, Constantin Evguenievich — dijo Kamov —, con eso es más que suficiente.
   Mi imaginación estaba aplastada por las palabras de Belopolski, que habían achicado a nuestra expedición grandiosa, convirtiéndola en un vulgar paseíto.
   — ¿Se logrará algún día que la humanidad pueda concebir la inmensidad del universo y se podrán revelar sus misterios? — pregunté.
   — Nadie puede concebir lo inconcebible — dijo Paichadze —. Pero no, Boris, estoy bromeando, claro que se podrá. Se podrá cuando la ciencia y la técnica hayan adelantado mucho. Ya se dijo que no hay en el mundo cosas inconcebibles sino que hay todavía cosas desconocidas que serán reveladas paulatinamente gracias a la ciencia y la práctica.
   De nuevo prodújose un largo silencio a bordo.
   De la manera más inesperada, fue Belopolski el que lo interrumpió diciendo, al mirar su reloj:
   — ¡Cuánto tiempo perdido en balde! Hay que empezar las observaciones.
   Paichadze lo miró con sorpresa.
   — ¿Se siente usted capaz de ocuparse de trabajos científicos en este momento.
   El otro ni siquiera le contestó y encogiéndose apenas de hombros se dirigió al telescopio, asiéndose a las correas. Kamov tuvo una sonrisa apenas perceptible.
   — No, yo no puedo trabajar ahora — insistió Paichadze —. Voy a mirar a la Tierra, mientras se encuentra cerca.
   La conducta de Belopolski me pareció extraña. ¿Es posible que permanezca tan indiferente a todo lo que ha abandonado en la Tierra? ¿No tiene ningún sentimiento por la separación? En cuanto a mí, no podía apartar la vista del planeta donde nací y crecí y que me parecía achicarse por minutos. Kamov y Paichadze tampoco abandonaban la ventana.
   Así pasaron dos horas. En ese lapso, Belopolski no se apartó ni un momento del telescopio dirigido hacia el lado opuesto a la Tierra.
   «Quizá — pensaba yo —, ese hombre sufre más que todos al abandonar la Tierra y se ocupa de su trabajo con tan intensa atención para ahuyentar su pesadumbre…»
   No sé si habré acertado en adivinar los pensamientos que impulsaron a nuestro compañero a apartarse de la ventana, porque también es posible que lo haya hecho llevado por su habitual manera de ser. Pero yo deseaba en mi fuero interno que mi primera suposición fuera la más acertada.

EN CAMINO

   10 de setiembre, según el calendario terrestre.
   Dentro de ciento veinte horas llegaremos a Venus. Se aproxima el fin de la primera etapa de este largo viaje. ¡Cuan lejano e inaccesible parecía de lejos ese planeta luminoso cuyo hermoso brillo vemos en las horas matinales y del atardecer desde nuestra Tierra…! y ahora nos encontramos cerca de él.
   ¡Cerca…! Es evidente que la constante compañía de los astrónomos me acostumbró a los conceptos astronómicos, si digo que una distancia superior a quince millones de kilómetros me parece corta.
   Venus se encuentra ahora entre nosotros y el Sol, mostrándonos su zona no iluminada, pero la vemos sobre el fondo del disco solar, y ambos astrónomos están en constante observación, tarea que les resultaría imposible realizar en la Tierra.
   He terminado todo el programa de fotografías que se me encomendara para esta etapa de la travesía. Hubo tanto trabajo, que durante los dos meses transcurridos no tuve tiempo libre para continuar las anotaciones en mi diario.
   Todas las películas y negativos han sido revelados y controlados: son irremplazables. Paichadze me ayudó a llenar las tarjetas correspondientes a cada fotografía. A pesar de su enorme actividad, este hombre encuentra siempre tiempo para ayudarme; es infatigable. Trabaja largas horas en el observatorio olvidando el reposo.
   Belopolski no se queda rezagado. Además de sus trabajos astronómicos, tiene que solucionar, junto con Kamov, los complicadísimos cálculos diarios sobre el derrotero y la posición.
   Aunque en la Tierra ya habían sido preparados los cálculos completos para todo el trayecto, Kamov considera necesario hacerlos nuevamente aquí, día por día. Los resultados se comparan con los anteriores y aún no se han registrado diferencias. En el espacio infinito nuestra nave vuela como si anduviera sobre rieles invisibles. Hacemos más de dos millones de kilómetros en las 24 horas y es fácil comprender que la menor falla en el cálculo nos llevaría lejos del pequeñísimo punto que representa en este espacio el planeta Venus, «la hermana de la Tierra», casi idéntica a ella por su volumen y masa.
   Kamov verifica el vuelo de la nave cada 24 horas y siempre a la misma hora, guiándose por el Sol y las estrellas. Midiendo las distancias visibles entre determinadas estrellas y su situación con respecto al Sol y a la trayectoria del vuelo, calcula nuestro lugar en el espacio. Dos veces enchufó uno de los motores y durante esos minutos descansamos de nuestra imponderabilidad, puesto que en la nave apareció cierta fuerza de gravedad, aunque muy débil.
   Fuera de la labor fotográfica, figura entre mis obligaciones el turno ante el tablero de mando, donde la guardia es constante de acuerdo a un horario establecido con anterioridad; es una obligación para todo el equipo, pero Kamov y yo tratamos de liberar a los dos astrónomos cuyas tareas ya están bastante recargadas.
   Las obligaciones del guarda de turno no son muy complicadas: hay que impedir que uno de los lados de la nave se caliente demasiado; para ello hay que hacerla girar por su eje longitudinal, a fin de que los rayos solares puedan calentar toda la superficie con regularidad. Se consigue esta rotación mediante un disco masivo de dos metros de diámetro, cuyo movimiento es impulsado por un motor eléctrico. La rápida rotación de ese disco produce una lenta rotación de la nave. Como regla, el guarda de turno tiene que prevenir a los demás cuando debe producirse el giro, para no interferir con el trabajo del telescopio. Una demora en el momento de la vuelta no reviste mucha importancia, puesto que la superficie blanca refleja muy bien los rayos solares y se calienta muy lentamente.
   Luego hay que controlar el estado del aire dentro de la nave, eliminando el anhídrido carbónico y reemplazándolo por oxígeno, lo que se consigue mediante la presión de los botones correspondientes en el tablero de mando, verificándose por medio de aparatos cuyas reacciones marcan absolutamente todas las alteraciones que puedan producirse tanto con la nave como en su interior. Por ejemplo, como he mencionado ya, tenemos que cerrar todas las puertas detrás de nosotros; pero si alguien se olvidara de ello, el foco correspondiente en el tablero de mando llamaría inmediatamente la atención del guarda de turno por los centelleos de su luz roja. La distracción también ha sido prevista. Si la superficie exterior se calienta demasiado, el disco que hace girar la nave se conecta automáticamente y se detiene después de una vuelta de 180º. Si el guarda de turno olvida conectar el suministro de oxígeno, la canilla se cierra automáticamente en cuanto la concentración del aire llega a su punto normal. Y así en todo.
   Nuestra extraordinaria nave está absolutamente automatizada. Todo se hace mediante aparatos ultrasensibles e «inteligentes» alimentados por corriente eléctrica, abastecida por acumuladores portátiles de gran capacidad fabricados especialmente para Kamov por una de las usinas de Leningrado. La carga de estos acumuladores será suficiente para los siete meses y medio del viaje. Pero tenemos también una estación de carga fotoelemental, que convierte directamente los rayos solares en corriente eléctrica. Esta helioelectroestación es para casos de emergencia. Todo lo que existe en la nave — excepto los motores— puede sustituirse, pero algunos aparatos muy importantes tienen doble y triple repuesto.
   Cuando pienso en el enorme peso que lleva esta nave, siento una inmensa admiración ante la capacidad de la técnica atómica contemporánea. Nuestros motores son muy pequeños en comparación con la astronave, pero a pesar de ello son tan poderosos, que pudieron impartir a la nave cósmica esta velocidad tremenda, aunque Kamov la considera insuficiente. En una ocasión, cuando la conversación tocó los vuelos interplanetarios y del porvenir y él dijo que lamentaba la excesiva lentitud de nuestro vuelo, yo le pregunté por qué no había prolongado el funcionamiento de los motores al abandonar la Tierra ya que de ese modo la velocidad alcanzada habría sido mayor. Me respondió:
   — Técnicamente es cierto, pero en la práctica el asunto se complica. El problema de la obtención de grandes velocidades se basa en la calidad del material de las partes componentes del motor. En la fisión atómica se desarrollan temperaturas altísimas, pero hasta ahora no poseemos metales que puedan resistir semejantes temperaturas durante largo tiempo. Se ha establecido mediante numerosísimos ensayos cuánto tiempo pueden trabajar los canales de escape de los gases, y ese lapso alcanza sólo para el arranque desde la Tierra, Venus y Marte. La reserva que hay bastará para algunos minutos en caso de emergencia. Para el aterrizaje en los planetas tuve que colocar dos motores más.
   — Entonces, ¿cómo se hace para los vuelos dentro de la atmósfera?
   — Para ello tenemos un motor de menor potencia, que puede trabajar durante más tiempo, pero desarrollando menor velocidad. Nuestra astronave es la cumbre de la técnica moderna, pero está lejos de haber alcanzado la perfección. Tome por ejemplo el hecho de que no podemos demorarnos en Marte ni una hora más del tiempo ya fijado. ¿Acaso no demuestra eso nuestra relativa impotencia? Si poseyera una mayor velocidad, cuarenta o cincuenta kilómetros por segundo, por ejemplo, o si fuese capaz siquiera de desarrollar una velocidad mayor que la de la Tierra, no tendríamos necesidad de atenernos a ningún horario y podríamos quedarnos en Marte cuanto quisiéramos. Pero ahora estamos limitados. Imagínese que en Marte le pasara algo a un miembro de nuestra tripulación, como por ejemplo una enfermedad provocada por algún microbio que nos sea desconocido en la atmósfera del planeta. Al levantar vuelo de allí, la doble pesantez puede resultar peligrosa para un enfermo, hasta nefasta quizá, y sin embargo tendremos que arrancar al minuto, en nuestro regreso a la Tierra, cualesquiera sean las consecuencias, o si no ha de perecer todo el equipo, puesto que entonces no podremos alcanzar a la Tierra, debido a la diferencia en velocidad. Es el único peligro de nuestra travesía; no veo otro.
   — Me parece que hay otros — dije yo —. Hace tiempo quería preguntarle: ¿Por qué considera usted innecesario mirar adelante? La nave puede encontrarse con uno de esos cuerpos errantes de los que usted mismo hablara. ¿Acaso no convendría notar la posible aparición en la ruta de la nave de un cuerpo semejante?
   — Es inútil mirar adelante — contestó Kamov—; las partículas pequeñas son imposibles de notar a una distancia suficiente como para permitir que puedan tomarse medidas contra el choque; mientras que si hubiese un cuerpo de grandes dimensiones en la ruta de la nave cósmica, nos avisaría el radioproyector.
   — ¿Qué es eso?
   — ¿No le conté?
   — No.
   — El radioproyector — dijo Kamov —, es un aparato basado en los mismos principios que la radiolocación; trabaja con ondas ultracortas y por el mismo método reflector de ondas radiales. Si en el camino del rayo radial se encontrara algún obstáculo, el rayo sería reflejado y daría una señal referente a ese obstáculo y a la distancia hasta el mismo. En nuestra nave actúa ininterrumpidamente, tanteando la ruta de la nave como si la «iluminara». Su funcionamiento recuerda a un proyector común de luz y es por eso que así lo llaman. Yo pensaba que usted estaba enterado de ello.
   — Me entero recién ahora.
   — Eso pudo ocurrir solamente debido al acelerado entrenamiento que tuvo usted antes del vuelo. Desde luego — añadió— es dudoso que lleguemos a escuchar tal señal de peligro, pues queda casi descartada la posibilidad de un encuentro con un cuerpo voluminoso que pueda presentar peligro para la nave. Hasta entre las más ínfimas moléculas de materia que se encuentren en el espacio interplanetario hay varios kilómetros de distancia.
   — Pero con todo, ¿usted insiste en que cerremos las puertas?
   — Sí, porque no tenemos el derecho de arriesgar el éxito de la expedición, puesto que si existe un peligro, por más teórico que sea, tenemos la obligación de tomar medidas preventivas.
   — He oído decir que los meteoros vuelan por enjambres — le contesté —. Cuando tal enjambre se encuentra con la Tierra, pueden observarse verdaderos fuegos artificiales de estrellas fugaces.
   — Para la Tierra, con las enormes dimensiones que tiene, estos enjambres resultan efectivamente bastante densos, pero no para nuestra nave. Si nos encontráramos con el más compacto de esos grupos, lo atravesaríamos sin notarlo siquiera, pues cada molécula está separada de las otras por varios kilómetros cúbicos de espacio.
   — ¿Entonces resulta que los viajes interplanetarios están exentos de peligro?
   Kamov se encogió de hombros.
   — Todo es relativo en este mundo — dijo— y lo mismo pasa con los viajes interplanetarios. Una nave cósmica puede volar durante mil años sin encontrarse con ningún meteoro, pero también puede chocar con él en la primera hora de vuelo. En todo caso, una catástrofe con una astronave es centenares de veces menos probable que con un tren ferroviario, pero la gente sigue viajando en ferrocarril.
   Después de esta conversación yo dejé de preocuparme de los «cuerpos errantes» y de las consecuencias de un encuentro con ellos, aunque desde el momento de nuestra partida de la Tierra esta cuestión me tenía inquieto. Varias veces volví a tocar el tema con Kamov, pero él no mencionó el radioproyector ni una vez. En cuanto a los dos astrónomos, están tan sobrecargados de trabajo, que literalmente no tienen tiempo para conversar sobre estos temas.
   Paichadze no duerme más de cinco horas por día pero no podría decir cuantas duerme Belopolski, pues cada vez que yo entro al observatorio lo veo allí. Una vez expresé a Kamov mi temor de que la salud de nuestros astrónomos pudiera resentirse por tan incesante trabajo.
   — No hay nada que hacer — me contestó —. Es la primera vez en la historia científica que la astronomía tiene la posibilidad de trabajar más allá de la atmósfera terrestre. No hay que extrañarse, pues, de que nuestros sabios aprovechen la oportunidad con entusiasmo. Nuestra tarea consiste en facilitar su labor.
   Ya han pasado más de dos meses desde el momento que abandonamos la Tierra. Nuestra vida en la nave adquirió un ritmo estable. Se ha fijado un horario diario, o más bien para las 24 horas, puesto que no tenemos cambios entre la noche y el día. A ciertas horas nos reunimos para almorzar o cenar. No hay ni mesas ni sillas. Cada uno se ubica a su gusto, así nomás, en el aire y en la misma forma ponemos los recipientes con la comida. Nada puede caerse ni volcarse. Platos no hay, pues en estas condiciones sería inútiles. Comemos, directamente de sus envases, alimentos conservados, sabrosos y nutritivos, preparados especialmente para nosotros. No bebemos agua, sino diversos jugos contenidos en recipientes cerrados, de los cuales la bebida se chupa mediante un tubo flexible, puesto que ningún esfuerzo podría conseguir que se derramara un líquido sin peso. El menú es muy variado y no tenemos motivo de queja. La despensa de la nave guarda un millar de paquetes, marcados por números de orden, cada uno de los cuales contiene comida para cuatro personas. Todo lo que queda: potes, envases, papeles y restos de comida, se pone en un incinerador desde el cual es propulsado al exterior por un aparato que me recuerda el propulsor de torpedos en un submarino. Naturalmente, estas cenizas no tienen donde caer y siguen a la nave. Kamov decía, riéndose, que nuestra nave tenía una cola de la que nos libraríamos sólo con la ayuda de Venus, Marte y la Tierra, al penetrar dentro de sus atmósferas. Justamente porque Kamov no quería «ensuciar» la atmósfera con nuestros residuos, quemamos los restos con gran despliegue de electricidad, sin temor de que no pueda alcanzarnos.
   Los días pasan con monotonía pero con extraordinaria rapidez: no tenemos tiempo de aburrirnos. Cada uno está ocupado con su trabajo. La temperatura se mantiene siempre igual en nuestra nave. El aire es puro y carece completamente de polvo. Jamás me sentí tan bien como ahora. En estas condiciones, el trabajo físico no existe, ya que el objeto más pesado puede transportarse de un lugar a otro sin el menor esfuerzo.
   — Espere — dijo Kamov, cuando la conversación tocó ese tema —. Al regresar a la Tierra, cada movimiento le cansará y durante mucho tiempo su cuerpo le parecerá pesado y torpe. Muy pronto podrá convencerse de cuan poco tiempo necesitó, desde el momento de nuestra partida, para desacostumbrarse de la sensación de pesantez.
   — ¿A qué se refiere usted? — le pregunté.
   — Yo hablo del momento en que usted recuperará su peso habitual.
   — ¿Y cuándo ocurrirá eso?
   — Cuando empecemos la bajada a Venus. Penetrar su atmósfera con la aceleración que tenemos actualmente, significaría quemar la nave por fricción con la envoltura gasificada del planeta. Habrá que frenar la astronave y con eso se promoverá la reaparición de la pesantez. La aceleración negativa será de diez metros por segundo y eso es precisamente igual a la aceleración de la fuerza de gravedad de la Tierra.
   — ¿Y a qué velocidad penetraremos dentro de la atmósfera de Venus?
   — A 720 kilómetros por hora.
   — ¿Y cuánto tiempo se necesitará para frenar la nave?
   — Cuarenta y siete minutos y once segundos. Pero ello no significa que tengamos que sufrir por el trabajo de nuestros motores casi durante una hora, como ocurrió al partir desde la Tierra. Trabajarán con mucho menos ruido y con el casco usted los oirá muy débilmente. Además no habrá necesidad de acostarse y usted podrá seguir el aterrizaje sobre el planeta, desde la ventana.
   Espero con inmenso interés este acontecimiento trascendental y los cinco días que nos separan de él me parecen infinitamente largos. Mi impaciencia es tal, que hasta le dije a Paichadze que nuestra nave se arrastra como una tortuga. Se puso a reír.
   — Suerte que Kamov no lo oye.
   — No hay nada de ofensivo en mis palabras. ¿Acaso él mismo no estaba impaciente por llegar a Venus lo antes posible?
   — Claro que sí — me contestó alegremente Paichadze —, pero Belopolski no quiere. Está enojado y dice que la nave es demasiado veloz.
   Era la purísima verdad. Efectivamente, Belopolski expresó repetidas veces su descontento debido a que la rapidez de la nave le impedía efectuar con mayor detenimiento sus investigaciones astronómicas.
   — Si estuviese en su poder, detendría la nave y se sentaría al telescopio tal como en la Tierra, durante dos o tres meses, mientras dure el oxígeno…
   — Y regresaría a Tierra sin haber llegado ni a Venus ni a Marte.
   — O se olvidaría del regreso — añadió Paichadze riendo, porque la comparación de nuestra nave con una tortuga le había causado mucha gracia. En general, Paichadze, suele prestarse de buen grado a conversaciones amenas, aunque no tengan nada que ver con nuestro vuelo, y en eso se diferencia netamente de Belopolski, quien jamás se ríe, y sólo en muy raras ocasiones sonríe.
   En los primeros días de viaje, Paichadze solía bromear durante el trabajo, pero pronto se dio cuenta de que las bromas no eran del gusto de su colega y las dejó de lado por completo, desahogándose en sus charlas con Kamov y conmigo.
   Me parece que la pasión científica de Belopolski apaga y oblitera todos los demás sentimientos. Nunca toma parte en nuestras conversaciones atinentes al regreso a la Tierra y hasta parece tener cierta aversión hacia ellas. El movimiento «demasiado acelerado» de la nave provoca su descontento, precisamente debido a su temor de no tener el tiempo necesario para dilucidar los problemas que lo apasionan, y que son tan numerosos que nos llevarían a volar no sólo hasta Marte sino por lo menos hasta Urano. ¡Sería un viaje de unos cinco años, y de ida solamente!
   Este diario lo escribo sólo para mí. Si llego a equivocarme me sentiré encantado, pero en verdad quisiera que Belopolski, al que estimo profundamente, fuera un poco más «humano». Si se pusiera a reír con la espontaneidad de Paichadze, estoy seguro de que se desmoronaría la imperceptible muralla de contención que nos aleja de él; lástima que ese momento no parece cercano…
   Pero me parece que me voy por la tangente. El tema principal al que quise dedicar mis anotaciones de hoy, es Venus, al que nos estamos acercando.
   Antes de partir de la Tierra, leí el libro de Belopolski sobre los planetas del sistema solar, para no hacer demasiados papelones en cuanto atañe a la astronomía. Pero aún así me doy cuenta de que los conocimientos adquiridos están lejos de ser suficientes. ¿Qué es lo que contamos descubrir al penetrar bajo el manto nebuloso de Venus? ¿Qué probabilidades hay de encontrar vida en el planeta y cómo será esa vida? Con estos interrogantes me dirigí a Kamov.
   — Pregunte a Belopolski — me dijo— no hay mejor conocedor del sistema solar.
   No me animé a interrumpir el trabajo de Belopolski y esperé la hora del almuerzo. Cuando nos reunimos en el camarote de Kamov, donde se encontraban los duplicados de los aparatos del tablero de mando, para poder continuar nuestras observaciones sin interrupción, le pedí que nos hablara del planeta Venus.
   — ¿Qué es, exactamente, lo que usted desea saber? — me preguntó.
   — Lo que la ciencia sabe de él.
   — ¡Qué vasto programa! — observó Paichadze.
   — Claro que no le pido todo, sino los datos principales. ¿Qué es lo que veremos?
   — Su primera cuestión es demasiado amplia, mientras que a la segunda no hay nada que contestar. Venus se esconde bajo una gruesa capa de nubes que nunca se disipan. Todos nuestros conocimientos se refieren únicamente a las capas superiores de su atmósfera. Nadie ha visto jamás la superficie del planeta y nadie sabe a qué se parece. Las hipótesis y suposiciones, aunque tengan utilidad para el desarrollo de la ciencia, no pueden confundirse con la certeza.
   — ¿Pero, qué es lo que supone la ciencia?
   — Las suposiciones basadas en los datos se llaman «hipótesis de trabajo». Le enumeraré los datos que tenemos respecto a Venus, pero es dudoso de que haya algo nuevo. Se encuentra a unos ciento ocho millones de kilómetros de distancia del Sol, es decir, casi cuarenta y dos millones de kilómetros más cerca que la Tierra. En el espacio, es nuestra vecina más próxima, sin contar a la Luna y a algunos asteroides. La «velocidad orbital» es casi igual a treinta y cinco kilómetros por segundo. El tiempo durante el cual Venus realiza una vuelta entera alrededor del Sol, o sea un año de Venus, es igual a 0 unidades con 62 centésimos del año terrestre, o sea cerca de 7 meses y medio. El radio del planeta es de 97 centésimos del radio de la Tierra y por lo tanto su diámetro tiene sólo 557 kilómetros menos que el de la Tierra. Ambos planetas son muy parecidos en cuanto a medidas. Todavía no se conoce con exactitud el tiempo de rotación de Venus sobre su eje, o mejor dicho, la duración de su día. Es una cuestión que hemos de solucionar aquí. Los astrónomos se inclinan a suponer que la fuerza de las mareas producidas en Venus por el Sol, frena poderosamente su rotación y que un día de ese planeta es probablemente igual a algunas semanas nuestras; pero eso no puede decirse con seguridad. Gracias a su proximidad al Sol Venus recibe más luz y calor que la Tierra, y el promedio de su temperatura es más alto que el de la Tierra. La presencia de una densa capa de nubes ha de provocar debajo de ellas un efecto de «invernáculo», suponiéndose que la temperatura en la superficie del planeta sea más elevada que la tropical en la Tierra. En las capas superiores de la atmósfera de Venus los espectrógrafos terrestres descubrieron mucho gas carbónico y nada de oxígeno. Eso es todo lo que puede decir la astronomía terrestre. Se supone que la superficie de Venus está cubierta de océanos y continentes pantanosos y se considera poco probable que en el planeta haya vida. He recalcado intencionalmente las palabras «espectrógrafos terrestres» y «astronomía terrestre» porque en nuestra nave interplanetaria la astronomía ha logrado sustanciales alteraciones de este cuadro.
   Miró a Paichadze, que sonrió.
   — El análisis espectral — dijo —, tiene un enemigo en la Tierra: es nuestra atmósfera, que inhibe y deforma la luz de los cuerpos celestes única fuente de la que extraemos los conocimientos sobre la naturaleza física de los astros y planetas. En la atmósfera terrestre, por ejemplo, el ozono no deja pasar los rayos ultravioletas y limita el espectro recibido. La estructura de la atmósfera terrestre no ha sido enteramente estudiada y no hay que extrañarse de la falta de precisión de nuestros conocimientos, pero en nuestro observatorio existen otras condiciones de trabajo. Aquí no hay atmósfera y logramos conseguir espectros más amplios y más completos, descubriendo en ellos lo que se nos escapaba en la Tierra. Aprendimos más y eso nos permitió sacar conclusiones.
   — ¿Cuáles? — pregunté.
   — En la cuestión que a usted le interesa — dijo Belopolski —, es decir la cuestión de Venus, Paichadze ha establecido un hecho trascendental: que en su atmósfera no sólo hay oxígeno, sino que existe en bastante cantidad. Eso ha permitido deducir que en la superficie de Venus hay vegetación, puesto que la presencia de oxígeno libre no puede explicarse por otras causas. Y esto, a su vez, demuestra que hay vida.
   — Vegetal — completó Kamov.
   — ¿Usted quiere decir que no hay vida animal? — pregunté yo.
   — Sólo quiero insinuar que el hecho de, que haya vida en Venus no ha de interpretarse como si esa vida fuera igual a la de la Tierra — contestó Kamov.
   — ¿Pero podrían existir, en los océanos, por ejemplo, los seres más primitivos?
   — Podrían, pero no necesariamente. La ciencia considera que si en alguna parte existen condiciones que favorecen la aparición de la vida, ésta ha de surgir de uno u otro modo. En Venus existen estas condiciones y ahora puede decirse con seguridad que han contribuido ya a la aparición de la vida vegetal; pero no puede afirmarse con certeza si esa vida ha adquirido otras formas conocidas por nosotros.
   — Pero si allá existen estas formas, ¿podremos descubrirlas?
   — Depende de Kamov y de usted — contestó Paichadze —. Cuanto más se acerque nuestra nave a la superficie del planeta y cuanto mejor logren fijar en las películas todo lo visto, tanto más fácil será contestar su pregunta.
   Inquirí cuánto tiempo nos quedaríamos dentro de la atmósfera de Venus.
   — No más de diez a doce horas — contestó Kamov —. Quisiera — añadió, dirigiéndose a Belopolski— llevar la nave de tal manera como para penetrar en la atmósfera por la línea del terminador y atravesar toda la mitad diurna. Si la rotación del planeta es efectivamente tan lenta como se supone, no se necesitarán más de diez horas. Puede ocurrir que las densas nubes lleguen hasta la superficie del planeta y nos encontremos en una espesa neblina, lo que nos obligará a quedarnos en la atmósfera de Venus sólo el tiempo justo que el fotógrafo requiera para sus tomas. Usted — añadió volviéndose hacia mí— tiene que estar listo para tales circunstancias, pues tendrá que fotografiar en rayos infrarrojos y tratar de que la capa de neblina que nos separa de la superficie sea lo más delgada posible.
   — En la neblina puede uno tropezar con algunas montañas — observó Belopolski.
   — Hay riesgo, claro, pero no es tan grande y espero que si existiesen obstáculos, nuestro radioproyector nos avise con suficiente anticipación.

EL CAPITÁN ASTRAL

   Ralph Bayson, corresponsal de un gran diario neoyorkino, entró de golpe en el despacho de Charles Hapgood y, sofocado por la emoción, no se sentó sino que se desplomó en un sillón frente al escritorio de éste.
   Con aliento entrecortado pronunció una sola palabra:
   — ¡Partieron…!
   Hapgood dejó de escribir y con ceño fruncido miró fijamente a Bayson.
   — ¿Qué ha dicho usted? — preguntó con cautela.
   — Despegaron. Acabo de oírlo por la radio. Hoy a las diez, hora de Moscú, la astronave de Kamov despegó.
   Hapgood sacó su pañuelo y se enjugó la frente.
   — ¿Hacia dónde? — preguntó con voz ronca.
   — Hacia Marte… Se nos adelantaron.
   — ¡A Marte! — Hapgood se quedó con la mirada fija en Bayson, reflexionando.
   — Es extraño, Ralph. Sabía que Kamov proyectaba ir a Marte, pero ese planeta se encuentra en situación incómoda para que vuele hasta él con la velocidad que ha de poseer, según me parece, la astronave de Kamov. ¡Aquí hay algo raro! ¿Y no se dijo cuándo piensa regresar?
   — A principios de febrero del año próximo; o para ser más preciso, el 11 de febrero. Además, decían que Kamov quiere pasar por Venus.
   Hapgood levantó las cejas.
   — ¡Caramba! ¿Hasta Venus también…? ¡Vamos a ver!
   Tomó una hoja de papel y con el compás y la regla logarítmica empezó a dibujar un esquema del sistema solar. Bayson abandonó el sillón y siguió atentamente los trazos del compás.
   — Aquí está la Tierra y aquí se encuentran hoy Marte y Venus — dijo Hapgood —. Pero aquí, mire, Ralph, se hallará la Tierra en el día de su regreso, es decir el 11 de febrero. Dejando de lado por el momento la cuestión de la velocidad de esa nave cósmica, se puede suponer esta trayectoria más económica — dijo, trazando una línea de puntos —. Y entonces… — quedó en silencio sumiéndose en sus cálculos. Por su parte, Bayson esperaba pacientemente los resultados. Para no estorbar a Hapgood, volvió a sentarse en el sillón con el croquis recién trazado, pero sin poder captar la grandiosa magnitud de lo que se hallaba representado en esa hoja de papel, porque carecía de imaginación y le parecía muy fácil realizar el derrotero marcado en esa fina línea de puntitos por los que, con cada segundo, se alejaba de la Tierra la astronave rusa. Recordó el nombre del periodista que tomaba parte en esa travesía — Melnikov— y le costó reprimir el gesto de romper el papel.
   Qué derrumbe… todos los planes se habían desmoronado; el dinero y la gloria que ya parecían firmemente asegurados estaban irrevocablemente perdidos… Miraba atónito la hoja blanca, sin sospechar que tenía en sus manos una copia casi idéntica del dibujo hecho por Kamov dos meses atrás en Moscú.
   Transcurrió una hora y media.
   — De eso se desprende — dijo Hapgood, continuando la frase como si no hubiera habido ninguna interrupción— que su aceleración no ha de ser menor de 28 kilómetros por segundo, con la condición de no bajar en la superficie de Venus ni de Marte. Si no, no se puede realizar su itinerario y no me puedo imaginar ningún otro. Jamás pensé que podrían lograr semejante velocidad.
   — ¡Hay muchas cosas que usted jamás pensó, Charles! — exclamó Bayson, sin disimular su ira —. No es la primera vez que Kamov lo obliga a hacer un papelón.
   — ¡No se fastidie, Ralph! Aun no se ha perdido todo. Todavía podemos hacer mucho. ¡Aún hay esperanzas!
   — ¡Qué esperanzas, yo no las veo! La nave cósmica de usted, cuya aceleración es menor…
   — 24 kilómetros.
   — …no puede alcanzar a Kamov — terminó Bayson.
   — Alcanzar, no — replicó tranquilamente Hapgood— pero creo que podrá pasarlo.
   Bayson lo miró, atónito.
   — No comprendo — dijo.
   — Sin embargo es muy simple. El motor de mi nave puede funcionar durante diez minutos, y con una aceleración de 40 metros por segundo nos da una velocidad de 24 kilómetros, o más bien 23 con 8 décimos. Al aumentar la aceleración en el despegue, hasta 50 metros, obtendremos una velocidad final de 29 kilómetros y medio, lo que es absolutamente suficiente para ganarle a Kamov, tanto más que no haremos el desvío para visitar Venus.
   — ¿Está usted seguro de ello? — preguntó Bayson, en cuyo corazón las palabras de Hapgood despertaron un rayo de esperanza.
   — Segurísimo, pero solamente en el caso de que despeguemos no más tarde del 10 de julio.
   — Será difícil terminar nuestros preparativos con tanta rapidez.
   — Haré todo lo posible. Tenemos siete días por delante. Tendremos tiempo si nos ponemos a la obra sin demora. Venga aquí mañana a las nueve.
   Cuando el periodista salió, Hapgood se quedó largo rato pensativo. Comprendía muy bien que su decisión de llevar la aceleración a cincuenta metros entrañaba peligrosas consecuencias para su salud. Ya la cifra que estableciera anteriormente, de cuarenta metros, excedía la carga admisible sobre el organismo casi en una vez y media. La medicina estableció que el ser humano puede soportar sin vulnerabilidad una aceleración de 30 metros por segundo, con tal de que esa aceleración no dure más de un minuto. Pero él tenía la intención de someter su organismo y el de su compañero a un aumento quintuplicado de la fuerza de gravedad durante diez minutos. Es verdad que pensaba sumergirse en agua, pero no estaba seguro de que esa medida diera resultado positivo. El riesgo era muy grande, pero no había otra alternativa. O arriesgarse, o renunciar a la lucha y conformarse con ser espectador del triunfo de su competidor.
   Uno tras otro desfilaron por la mente de Hapgood los cuadros de esa larga lucha con el constructor ruso. Hasta ese momento tenía la supremacía. Ahora, Hapgood tenía la última oportunidad de resarcirse de todas las derrotas anteriores. ¡Acaso era posible rechazar esta oportunidad por cuidarse la salud!
   «Aunque yo quede mutilado por el resto de mi vida — pensó —, esta vez usted será batido, Mr. Kamov!»
 
   El nombre de Charles Algernon Hapgood era muy popular en los Estados Unidos. Ingeniero de talento y célebre teórico de astronáutica, era el constructor del primer cohete estratosférico del mundo con reactor atómico.
   Al realizar con este cohete el vuelo trasatlántico, superando así todos los récords de velocidad logrados hasta entonces (el vuelo se cumplió en una hora y quince minutos), se hizo célebre en el mundo entero. En su conferencia de prensa dada después de esa travesía, declaró que en su próximo vuelo traspasaría los límites de la atmósfera terrestre.
   Los diarios norteamericanos lo llamaron «Capitán Astral», a lo que contestó un ingeniero soviético aún desconocido, Kamov, en un artículo en homenaje al éxito del constructor norteamericano, diciendo que el título era algo prematuro.
   — Formalmente, tiene razón — dijo Hapgood en su charla con un corresponsal, cuando éste le preguntó cómo pensaba responder a esa frase —. Pero la travesía trasatlántica se diferencia en poco del vuelo a la Luna. No hay más que un paso entre un cohete estratosférico y una astronave, y pronto lo he de dar.
   Así pensaba Charles Hapgood, pero la realidad fue otra y el primer paso en la conquista de los espacios interplanetarios no lo dio él, sino aquel ingeniero Kamov cuya observación recordaba tan bien, entre el coro de loas y los artículos elogiando su hazaña.
   Desde aquel momento empezó entre ellos la pugna por la primacía en los viajes interplanetarios.
   En los Estados Unidos se daba amplio apoyo a la obra de Hapgood. La intención del constructor de ser el primero en alcanzar la Luna y luego Venus y Marte, gozaba del beneplácito de muchos magnates financieros que esperaban explotar los valiosos yacimientos que se encontrarían allá y no escatimaban medios para permitir la realización del proyecto. La primera meta de Hapgood era la Luna, porque Kamov la había sobrevolado solamente, sin aterrizar en ella. El ingeniero estaba febrilmente atareado en la construcción de su astronave, calculando que Kamov no lograría realizar su segundo vuelo antes de dos años. La nave estaba lista ya, cuando llegó la noticia de que Kamov y Paichadze habían aterrizado en la Luna en su segundo vuelo.
   Ese golpe fue muy doloroso para Hapgood. Dos derrotas seguidas minaron la confianza que en él habían depositado las personas de quienes dependía su suerte. Los diarios de su país dejaron de ensalzarlo y en cambio empezaron a elogiar las hazañas de su competidor. El título de «Colón de la Luna» dado a Kamov por los periodistas tan aficionados a sobrenombres pomposos, fue la última gota que hizo rebosar la copa de su paciencia. Con toda su alma juró aventajar al ingeniero ruso en su vuelo interplanetario. Su autoridad hallábase aún a suficiente altura y ya había recibido los medios para la construcción de una nueva nave, aunque no en las enormes cantidades deseadas. Pero no le importaba.
   Con mucha atención seguía todo lo que publicaban las revistas técnicas sobre los preparativos de Kamov para su tercer vuelo, tratando de imaginarse la nave de su rival, pero Kamov era muy prudente y hasta el último día Hapgood no había podido enterarse ni de la velocidad ni de las dimensiones de la astronave rusa. Con su aplomo característico, que no se resintió por los reveses sufridos, subestimaba las fuerzas y las posibilidades de su competidor y exageraba las propias. No obstante decidió llevar su aceleración propulsora hasta cuarenta metros por segundo, lo que consideraba la más segura garantía de éxito, pues sabía que Kamov no estaba dispuesto a seguir por semejante camino. Hapgood consideraba que la cifra máxima que admitiría el ingeniero soviético era de treinta metros, lo que no produciría una velocidad superior a la de su astronave. Asimismo consideraba como cifra tope diez minutos para el trabajo del motor, puesto que los reactores atómicos desarrollaban una temperatura tan alta que sus cajas debían fabricarse con aleaciones especiales.
   Hapgood no podía dejar de admitir la superioridad técnica de los soviéticos, pero consideraba que en ese ramo de producción no estaban más adelantados que Norteamérica la que en todo lo atinente a la técnica atómica trataba de no quedar a la zaga de nadie. Gracias a todas estas reflexiones, estaba completamente convencido de su éxito y construía su astronave con tranquilidad; pero recordando la rapidez con la que Kamov organizara su segundo vuelo, trataba de evitar demoras.
   Deseoso de no compartir su futura gloria con nadie, Hapgood proyectó una astronave de dimensiones reducidas, capaz de llevar únicamente a dos personas, y eso porque era imposible efectuar el vuelo completamente solo. Contestaba con una categórica negativa a todos los que se ofrecían a participar en el vuelo, declarando con firmeza que sólo llevaría a un representante de la prensa.
   Cuando la nave estuvo lista, Hapgood escribió una carta abierta a los periodistas norteamericanos, pero durante largo tiempo nadie le expresó su deseo de acompañarlo. Por fin, cuando ya empezaba a preocuparlo esta ausencia de candidatos, se presentó Bayson.
   — ¿Qué le indujo a venir a verme? — preguntó al joven periodista.
   — Voy a ser franco — le contestó Bayson —. Tengo muchas ganas de hacer dinero y eso es tan difícil en nuestros días. Además, soy ambicioso, y la gloria de Stanley no me deja en paz.
   — ¿Ah sí? ¿Así que es usted ambicioso? ¿Pero ha pensado en los peligros que le esperan? Quizá, en vez de la gloria, sólo encontrará la muerte.
   — Quien no arriesga no vence — replicó Bayson.
   Era un muchacho alto, fornido, no muy buen mozo pero de cara simpática. Un típico joven norteamericano de la clase media, aficionado a los deportes.
   Hapgood quedó muy satisfecho: era justamente el compañero que precisaba.
   — Yo también seré sincero — dijo —. Tengo como meta principal vencer a Kamov. — Bayson asintió con la cabeza —. Para poder batirlo con seguridad tuve que disponer una aceleración hasta cuarenta metros por segundo. No le quiero ocultar que eso es peligroso para los tripulantes.
   El rostro del periodista no expresó ninguna preocupación al oír estas palabras.
   — Poco entiendo de estas cosas — dijo con seductora simplicidad —. Usted me dice que es peligroso. Le creo. Pero si usted puede enfrentarse con este peligro, ¿por qué no he de hacerlo yo también?
   — Bueno, si es así, estoy encantado de tener semejante compañero de viaje — exclamó Hapgood alegremente, dándole un fuerte apretón de manos.
   — ¿Cuándo piensa despegar?
   — A fines de agosto.
   — ¿Por qué no antes?
   — Porque hay que esperar que Marte esté en posición favorable, pues es hacia allá adonde quiero volar.
   — ¡Entonces esperaremos! No falta mucho — contestó Bayson.

VENUS

   16 de setiembre de 19…
   El 15 de setiembre quedará por siempre grabado en nuestra memoria. Ese día atravesamos la capa de nubes que envuelve a Venus. Levantóse ante nosotros la cortina misteriosa que ocultaba la superficie del planeta. Lo que se escondía bajo las espesas nubes y parecía hasta hace tan poco inaccesible a la mirada terrestre, se presentó ante nuestra vista. Y la imparcial película grabó todo lo visto…
   Nos acercamos a Venus el 14 de setiembre, cerca de las 12 horas. El disco del planeta, que apareció primero como una estrecha hoz, se ampliaba rápidamente y hacia las 20 horas lo vimos ya en su plenitud. Venus, iluminado por el Sol, brillaba como la cumbre nevada de una montaña terrestre en un día soleado. En ese momento faltaban unos dos millones de kilómetros para llegar hasta él, y su diámetro era casi como el de la Luna en su fase de plenilunio. Se veía claramente que toda su superficie estaba recubierta por nubes blancas. Sobre el fondo del cielo negro, el albino planeta, «Hermano de la Tierra», parecía hermoso como un cuento de hadas.
   Me quedé pegado a la ventana, sin poder arrancar la vista de ese cuadro del que sacaba innumerables fotografías en colores.
   Olvidé mencionar que nuestra nave está munida de ventanas especiales cuyos vidrios, hechos con un cristal de roca, permiten fotografiar a través de ellos los objetos que se encuentran fuera. Estas ventanas son de menores dimensiones que las demás y se encuentran enteramente a mi disposición. Paichadze las llama «Ventanas de TASS».
   A las siete de la mañana del 15 de setiembre, Kamov nos hizo calzarnos los cascos que estaban ya preparados de antemano, y luego puso en marcha los motores de frenaje de la nave.
   Se oyó el rumor ya conocido, pero con menos resonancia que antes y por las ventanas vimos un fulgor de llamas.
   Todos nosotros, que nos encontrábamos hasta ese momento en las posturas más diversas, bajamos repentinamente sobre la pared delantera que así se convirtió en nuestro piso. La reaparecida fuerza de gravedad determinó enseguida dónde estaba el techo y dónde el piso, y el vuelo de la nave tomó un rumbo fijo, bajando hacia Venus que estaba a nuestros pies.
   Resultaba grato volver a sentir el propio peso normal; pero como lo había previsto Kamov, los movimientos eran torpes y el cuerpo parecía muy pesado. Un hábito conquistado en 74 días de imponderabilidad hacíase sentir.
   Pasé a otra ventana y me acosté frente a ella. Paichadze y Belopolski, que no habían abandonado su laboratorio durante 24 horas, estaban enteramente absorbidos por su trabajo y no se apartaban de sus aparatos astronómicos. Su ventana era varias veces más grande que la mía y podían seguir admirando el planeta sin interrumpir su labor. Kamov tampoco se apartaba de su tablero de mando, ante el cual tendría que permanecer durante muchas horas más, con sus manos puestas en las palancas y los ojos clavados en el ocular del periscopio. Le saqué una fotografía sin que se diera cuenta.
   El disco de Venus había aumentado en ese lapso hasta las dimensiones decuplicadas de la luna llena y el planeta encontrábase debajo nuestro en línea vertical, con la nave bajando sobre él desde una altura de 40.600 kilómetros a la gigantesca velocidad de 28 kilómetros por segundo. Labor frenadora de los motores disminuía lenta y paulatinamente esa velocidad vertiginosa. Sin ese proceso frenador habríamos hendido la atmósfera del planeta en menos de veinte minutos, porque la atracción de Venus habría aumentado aún la velocidad de la nave, que se hubiera consumido en llamas como un meteoro. Pero la potencia de nuestros motores, venciendo la gravitación del planeta reducía la velocidad en diez metros por segundo, con regularidad.
   La bajada continuó durante 47 minutos y durante todo ese lapso sólo me aparté de mi ventana para verificar el funcionamiento de los aparatos cinematográficos automáticos que fotografiaban el planeta, y para cambiar la película.
   Tenía a mi alcance cuatro aparatos fotográficos así como una gran cantidad de negativos. Todo había sido preparado de antemano, porque la comunicación entre el observatorio y los demás recintos encontrábase trabada por dificultades. La puerta se hallaba ahora «arriba», en el techo, pudiéndose llegar hasta ella por una escalerita de aluminio, colocada unas pocas horas antes. Para alcanzar mi laboratorio, instalado en la parte central de la nave, hubiera debido subir a una altura como de una casa de cuatro pisos, lo que resultaba largo y cansador. Habíamos tomado con anticipación todas las medidas para salir del observatorio lo menos posible hasta abandonar Venus y hasta que nuestra vida reingresara en la fase, ya casi habitual, de «imponderabilidad».
   El planeta se acercaba. A los veinte minutos la velocidad disminuyó hasta dieciséis y medio kilómetros por segundo y nos acercamos a una distancia de catorce mil kilómetros.
   Venus ocupaba casi todo el horizonte visible. Desde esa distancia ya no parecía de una blancura tan enceguecedora y se destacaban netamente las sombras entre masas de nubes sueltas. Con los prismáticos buscaba ansiosamente alguna hendidura entre esas masas de nubes arremolinadas pero no encontraba nada, debido a que, aparentemente el espesor de la capa era considerable, ¿será posible — pensaba yo —, que se justifiquen las aprensiones de Kamov y que esas nubes lleguen hasta la superficie del planeta? ¡Qué lástima si no logramos ver nada! Pero, ¿qué es lo que podríamos ver? Belopolski dijo que los sabios suponían encontrar en Venus sólo océanos y espacios pantanosos. Ahora se ve que casi de seguro habrá vegetación. Quizá al penetrar bajo la capa de nubes veamos un floreciente país habitado, con populosas ciudades, campos arados y sembrados, naves que surcan los océanos… ¿Qué es lo que veremos dentro de algunos minutos?
   Me sentí muy emocionado. También lo estaban mis compañeros. Hasta el imperturbable Kamov me confesó más tarde que su mente era atravesada por los mismos pensamientos que la mía. Por primera vez en la historia del mundo el hombre iba a penetrar en los misterios de un mundo distinto. Es verdad que ellos habían estado en la Luna, pero entonces ya sabían por anticipado que ese mundo carecía de vida, que era un mundo muerto, mientras aquí todo era nuevo y misterioso. Entonces se trataba de un pequeño satélite de la Tierra ya estudiado e investigado, mientras ahora era un gran planeta desconocido, casi igual al nuestro por sus dimensiones.
   Pasaron otros quince minutos y la distancia, o mejor dicho, la altura, llegó a ser de unos cinco mil kilómetros. La velocidad siguió bajando hasta siete y medio kilómetros por segundo y seguía decreciendo paulatinamente. Diez minutos más tarde nos encontrábamos ya tan cerca que mi ojo no podía abarcar toda la superficie del campo de nubes. En ese momento, Kamov rompió el silencio que no se había interrumpido en todo el tiempo de la bajada:
   — Konstantin Evguenievich, sírvase determinar la distancia hasta la capa superior de las nubes.
   — 165 kilómetros — contestó casi enseguida Belopolski.
   — Según el radar, la distancia hasta la superficie del planeta es de 177 kilómetros — dijo Kamov —, lo que indica que el límite superior de la capa nublada se encuentra a una altura de 12 a 13 kilómetros.
   Se aproximaba el momento decisivo. La velocidad de la nave habíase reducido tanto, que esa distancia de 160 kilómetros, que antes hubiéramos recorrido en cinco segundos y medio, bastaba ahora para maniobrar.
   Kamov apretó un botón y pude divisar desde mi ventana cómo desde a bordo iba desplegándose una gran ala, cuya pareja no tardo en aparecer por el otro costado.
   Unos instantes más y fuimos envueltos por una densa neblina, la capa de nubes que revestía al planeta. Oí claramente como se detuvieron los motores durante un instante, para reanudar luego su marcha con mucho menos ruido. Los frenos también dejaron de funcionar, transformándose en un movimiento progresivo.
   La nave intersideral pasó a ser un avión a reacción y empezó a hundirse a mayor y mayor profundidad.
   Belopolski dejó su lugar y se puso al lado del tablero de mando. Kamov no se apartaba del periscopio y Belopolski empezó a contar en voz alta la altura del vuelo, según el radar o radioproyector.
   — ¡Nueve kilómetros…! ¡Ocho y medio…! ¡Ocho…! ¡Siete y medio…! Una espesa bruma lactescente nos rodeaba sin disminuir su densidad.
   — ¡Siete…! ¡Seis y medio…! ¡Seis…!
   Mi corazón palpitaba furiosamente. Sólo seis kilómetros nos separaban de la superficie de otro planeta que nunca había sido mirada por ningún ojo humano. ¿Cuándo se acabarían estas malditas nubes?
   — ¡Cinco y medio…! ¡Cinco…!
   Sentí que la nave había cambiado de dirección y su vuelo pasó de la línea vertical a la horizontal.
   — El infinito — dijo Belopolski.
   Quería decir que no había montañas altas por delante.
   — Vire el proyector hacia Venus — dijo Kamov.
   En su lugar, yo habría dicho involuntariamente: «hacia tierra»; pero ese hombre no cometería semejante error. Aparentemente conservaba toda su serenidad.
   — ¡Cuatro…! — dijo Belopolski —. ¡Tres y medio…! ¡Tres…!
   En ese preciso instante sonó el timbre del aparato cinematográfico que me avisaba que la película había concluido. Saltar para ponerme de pie y cambiar la cinta fue cuestión de un minuto, pero perdí el instante en que emergimos de las nubes.
   Belopolski había dicho: «Uno y medio» cuando Kamov volvió la cabeza y dijo con voz queda:
   — ¡Venus!
   Me lancé a una ventana. Belopolski a la otra. Por debajo nuestro, adonde podía abarcar la vista, se extendía la ondulante superficie del mar. Desde la altura de un kilómetro y medio veíanse claramente las largas hileras de olas con sus encrespadas crestas blancas movidas por un vendaval. Ni el más mínimo vestigio de tierra firme. No podíamos saber si era un mar o un vasto océano y si por alguna parte existía tierra firme. Por arriba, siempre el espeso manto de nubes. Por abajo un agua obscura y plomiza, un cielo gris y una media luz opaca iluminando ese cuadro tétrico. Nos encontrábamos en la faz diurna de Venus pero la luz parecía crepuscular, pues la capa de nubes de diez kilómetros de espesor apenas dejaba traspasar la luz solar y si había alguna visibilidad era gracias a la proximidad del planeta al Sol. En condiciones semejantes, en la Tierra habría absoluta oscuridad. Por todos lados hasta el horizonte y en derredor nuestro relampagueaba incesantemente, y a través de las paredes de la nave se oían aterradores truenos. Veíamos zonas enormes abarcadas por lluvias torrenciales que parecían negras murallas entre cielo y mar.
   El mar inhóspito con sus enceguecedoras crestas blancas, las negras nubes, los relámpagos zigzageantes, todo creaba la impresión de una hermosura salvaje y maléfica.
   La nave volaba ahora en dirección horizontal y a una velocidad de setecientos kilómetros por hora manteniéndose a un kilómetro de altura. Kamov tenía que cambiar de rumbo a cada minuto tratando de esquivar los frentes tempestuosos que salían a nuestro encuentro. A los cuarenta minutos tuvimos que atravesar uno de esos frentes y nos convencimos de que nunca había habido en la Tierra tales tempestades. Parecía como si nuestra nave se sumergiera en el mar; una masa de agua cubrió todo en derredor nuestro. Los relámpagos eran tan frecuentes que se seguían casi sin interrupción, pero a través de la densa muralla de agua palidecían y perdían su fulgor. Los truenos eran tan resonantes que ni se oía el tremendo rumor de nuestros motores. Por suerte todo eso sólo duró un minuto. La nave atravesó la franja tempestuosa y el temporal quedó atrás como un recuerdo tenebroso.
   Observé que nuestra altura había decrecido sensiblemente, pues nos separaban de la superficie del agua no más de 300 metros. Por la expresión de Kamov, comprendí que lo preocupaba este pronunciado descenso. El planeta extraño no recibía a los forasteros con mucha amabilidad. La pesada masa de agua que se desmoronara sobre nuestra nave le había hecho perder 700 metros de altura. Si no hubiéramos pasado el frente tempestuoso con tanta rapidez, habríamos podido encontrarnos en el agua.
   — Serguei Alejandrovich — preguntó Belopolski —. ¿Usted no encuentra que es peligroso permanecer aquí?
   — ¿Qué nos quiere sugerir usted? — Me pareció percibir un matiz burlón en la voz de Kamov.
   — No sugiero nada — contestó Belopolski con sequedad —, pregunto nada más.
   — Claro que es peligroso — replicó Kamov—; pero no es posible abandonar Venus sin haber aclarado lo que tenemos que aclarar.
   Belopolski no contestó nada y la nave continuó su vuelo a la altura a la que había sido arrojada por la tormenta.
   Se hizo más claro y aumentó la visibilidad, lo que aproveché para sacar unas fotos del océano de Venus. Era evidente que se trataba de un océano y no de un mar, ya que volábamos desde hacía aproximadamente tres horas sin que se viera nada de tierra firme. Mi atención fue atraída por unos relampagueos rojos en las olas. Llameaban y se apagaban debajo de nosotros y no había nada a los costados. Me disponía a preguntar a Kamov, cuando me di cuenta de lo que era: el reflejo de las llamas de nuestras toberas de escape. Tomé el aparato con la película en colores para fijar ese efecto extraordinario y abrumador que causaba el reflejo de las llamas terrestres en las olas de un océano de otro planeta.
   Por delante nuestro surgió nuevamente una amplia faja negra. El frente tempestuoso era tan vasto que no había posibilidad de esquivarlo. ¿Arriesgaría Kamov someterse a semejante peligro? No había terminado de formularme la pregunta, cuando la nave subió bruscamente y al minuto nos encontramos volando otra vez en la bruma lactescente. La tempestad con toda su ira quedó atrás.
   — ¡Qué cuadro impresionante! — exclamó Paichadze —. El planeta está lleno de fuerzas jóvenes en reserva. Esas potentes tempestades se producían en la Tierra en tiempos de su juventud, es decir, hace millones de años. Ahora tengo fe y creo que en el futuro, habrá en Venus seres vivientes.
   Nos habíamos sacado los cascos y el propulsor atmosférico funcionaba relativamente despacio, de manera que podíamos oírnos al conversar.
   — ¿Habrá solamente?
   En mi fuero interno tenía la esperanza de encontrar vida ahora mismo, pero Paichadze hablaba de un lejano porvenir.
   — ¿Usted desearía que la vida existiese ya en el hermoso planeta? Bueno, estoy dispuesto a concederle algo. Es posible que en las aguas del océano se hayan formado protozoos. Dentro de millones de años se desarrollarán variadas formas del mundo animal.
   — ¿Por qué protozoos? — insistí —. ¿No habrán aparecido ya ictiosaurios o brontosaurios?
   — ¡Búsquelos! — dijo —. Atrápelos con el objetivo de su aparato.
   — Trataré de hacerlo en cuanto lleguemos.
   Entretanto, Kamov había bajado y ganado altura al ver que aún no habíamos pasado la zona de tempestades. Así transcurrió una hora y media hasta que volvimos a ver la superficie del planeta donde de nuevo no había más que océano.
   La región tormentosa que habíamos atravesado tenía más de mil kilómetros de ancho y parecía abarcar una superficie enorme. Entonces se nos hizo claro que las tempestades son un fenómeno habitual en Venus. La cercanía del Sol producía una fuerte evaporación del agua que, después de concentrarse en las nubes, se transformaba en lluvias torrenciales.
   — Pero, ¿tiene límites este océano inconmensurable o cubre toda la superficie del planeta?
   — Debe haber continentes o islas — observó Belopolski —. El planeta ha de poseer vegetación; de otro modo no se explicaría la presencia de oxígeno libre. Pronto hemos de ver tierra.
   Transcurrían las horas pero el océano era siempre el mismo. La nave volaba hacia uno u otro lado, subía, bajaba, maniobraba tratando de evitar las lluvias torrenciales cuya potencia ya habíamos conocido. Yo miraba fijamente la superficie espumosa del océano con la esperanza de encontrar en los prismáticos el más ínfimo vestigio de vida: pero en vano. El agua y el aire estaban desiertos. Puse en mi aparato el objetivo más potente y fotografié el océano de Venus decenas de veces. Podía ocurrir que la película revelara lo que mis ojos no habían visto. Habíamos hecho unos cinco mil kilómetros cuando, después de ocho horas de vuelo, la nave llegó a sobrevolar tierra firme, donde había bosques. Y esos bosques parecían inconmensurables como el océano. Era un espeso manto vegetal que se expandía a todos lados, hasta el horizonte, pero no verde como en la Tierra, sino rojo-anaranjado.
   La hipótesis del astrónomo del observatorio de Púlcovo, J. A. Tíjov, se encontraba así plenamente confirmada. Ya en 1954 expresó la suposición de que en vista del clima caluroso del planeta, en caso de existir vegetación en Venus, ésta debería reflejar los rayos rojos y anaranjados del Sol, portadores de una excesiva reserva de energía térmica. Por causas opuestas, la vegetación de Marte, en cambio, tendría que ser de color azulado. Pronto podríamos cerciorarnos de ello.
   Kamov hizo descender la nave aún más y pudimos ver los enormes árboles. Formaban bosques tan espesos que, a la velocidad de doscientos metros por segundo a que volábamos, era imposible distinguir lo que ocurría en sus entrañas. Puse el aparato cinematográfico al máximo de aceleración, dirigiendo el objetivo verticalmente hacia abajo. Además tomé cerca de un centenar de fotos con la más corta exposición posible. No hubo más que hacer. Kamov no podía reducir la velocidad por el riesgo de estrellarse en el suelo.
   — Qué lástima que no descendamos en Venus — dije yo.
   — ¿Dónde? — preguntó brevemente Kamov.
   En realidad no había dónde aterrizar. La densa muralla boscosa no tenía ni un claro, ni un campo abierto. Era una selva virgen, como las había seguramente en la Tierra en el período carbonífero. ¿Cuáles eran las plantas que la poblaban? ¿Se parecían a las nuestras? Yo esperaba que mis películas ayudaran a descifrarlo.
   Transcurridas unas nueve horas de vuelo, divisamos un río enorme, entre riberas cubiertas por una compacta arboleda, y que evidentemente desembocaba en el océano que acabábamos de sobrevolar. Kamov siguió el curso de este río, aprovechando de una tregua que nos daba el temporal, bajando hasta unos cien metros de la superficie.
   Paichadze se me acercó y ambos nos pusimos a sacar vistas de la ribera cercana. Si en este planeta hay algunos representantes del mundo animal, han de haberse grabado en nuestras películas.
   El río tenía unos cuatro kilómetros de ancho y en su superficie, lisa como un espejo, flotaban árboles que seguramente habían sido arrancados de cuajo por la tempestad.
   Al principio, pensé que quizá eran animales que nadaban, pero luego me convencí de que estaba equivocado.
   En las aguas del río se reflejaba nítidamente nuestra nave alada con su cola de llamas rojas en la popa.
   A veces observamos angostos afluentes que surgían de la selva. En ninguna parte vimos señales de vida animal.
   — Es evidente que en Venus hay solamente vida vegetal — dijo Paichadze.
   — ¿Pero puede ser que allá, en las selvas, haya algo?
   Paichadze hizo un gesto negativo.
   — Esta cuestión será dilucidada por la próxima expedición que se organice para investigar a Venus. Por el momento podemos afirmar que aún no hay vida animal en este planeta.
   — Por más lamentable que sea, parece que es así — replicó Belopolski.
   ¿Qué podía objetar yo a los dos sabios, cuya autoridad era, para mí, incuestionable?
   El río iba tornándose cada vez más angosto y pronto vimos que nos acercábamos a una alta cordillera, cuyas cimas se perdían en las nubes. Mediante el radioproyector pudimos determinar que la altura llegaba a unos siete kilómetros, pero no pudimos ver sus cumbres porque nuestra nave las sobrevoló a diez kilómetros. El vuelo transcordillerano nos proporcionó un espectáculo magnífico: el manto blanco de nubes desapareció repentinamente y nos encontramos entre dos cumbres de masas nebulosas, con un cielo azul oscuro encima de la nave y un sol radiante y enceguecedor, muchísimo más grande del que vemos desde Tierra. Las nubes en derredor y debajo nuestro eran de una enceguecedora blancura brillante.
   Simultáneamente y en coro, a todos se nos escapó una exclamación admirativa. Pero ese cuadro de indescriptible belleza desapareció con la misma rapidez con que había surgido, y la nave volvió a sumergirse entre las nubes, que nuevamente burbujearon en los cristales de nuestras ventanas. Iniciamos el descenso, la cordillera quedó atrás y otra vez teníamos al océano debajo de la nave.
   Habíamos volado alrededor de ocho mil kilómetros cuando notamos que el ambiente tornábase cada vez más oscuro. Evidentemente, concluía la faz diurna de Venus y volábamos hacia la nocturna. Kamov se dirigió a los astrónomos.
   — ¿Cómo anda vuestro programa? — preguntó.
   — Está cumplido.
   — ¿Las pruebas de aire?
   — Se han tomado cuatro.
   Llevábamos aire de Venus. Habíamos montado recipientes de platino herméticamente cerrados en las paredes de la nave. En la Tierra se había creado previamente en ellos un vacío absoluto. Eléctricamente podía abrirse y cerrarse un pequeño orificio por el cual se hizo entrar el aire de Venus, para poder analizarlo luego en la Tierra.
   — ¿Y usted, Melnicov?
   — Se hicieron unas trescientas tomas, aparte de las películas cinematográficas.
   Durante unos instantes, Kamov guardó silencio; luego, con cierta vibración emocionada en la voz, dijo:
   — ¡La nave abandona Venus!
   ¡Qué pronto habían transcurrido esas horas inolvidables! Eché una última mirada al planeta que abandonábamos.
   Esa hermosa «Hermana de la Tierra» tiene un clima riguroso. Sus temporales son terribles. ¡Pero vida hay! ¡La vida apareció…!
   Pasarán milenios, y la todopoderosa fuerza de esa vida llenará sus selvas, sus aguas y su aire con seres aún desconocidos.
   A través de largas centurias, el lento camino de la evolución permitirá el nacimiento de la fuerza de la razón. ¿En qué forma ha de manifestarse? Y entonces, bajo los ardientes rayos de su sol, empezará su historia. Confío en que sea menos dolorosa y menos sangrienta que la de su distante hermana Tierra. Si llegara a aparecer una criatura parecida al hombre, le deseo de todo corazón que viva feliz en su hermosa patria…
   ¡El hombre de la Tierra acaba de visitarla y ha de hacerlo nuevamente en el porvenir, y enseñará a los hijos de Venus cómo lograr la felicidad!
   ¡Adiós, Venus!
   Kamov detuvo la marcha del motor en funcionamiento y movió las palancas de otros.
   El potente rumor se oyó como un rugido. Con sus alas replegadas, la nave cósmica se lanzó a nuevas alturas.

EL ENCUENTRO

   8 de noviembre de 19…
   Durante casi dos meses no he escrito nada en mi diario. Es que nada ha ocurrido fuera de lo común y la vida a bordo seguía su curso normal.
   Estuvimos mucho tiempo impresionados por lo que vimos en Venus. Su potencial de fuerzas latentes, la primitiva ira de sus elementos, la majestuosa calma de su naturaleza, nos inspiraron confianza en el hermoso porvenir de ese planeta, de manera que estuvimos recordándolo con entusiasmo durante largas horas, reconstruyendo nuestras observaciones, y fantaseando a veces.
   En cuanto a mí, arde en mi mente el deseo de volver a visitar la «Hermana de la Tierra», que divisamos por los cristales de las ventanas como un inolvidable ensueño. Al alejarnos de allí, sentimos la tristeza de la separación con algo que llegó a ser querido, y no podíamos apartarnos de las ventanas, mirando la blanca hermosura sobre un fondo negro donde centelleaban innumerables puntos luminosos.
   Pero ya no existía el misterio; ya sabíamos qué era lo que se ocultaba tras el manto nebuloso y pronto lo sabría la humanidad entera, la Tierra.
   En el momento de nuestra partida de Venus, su distancia de Marte era de trescientos setenta millones de kilómetros en línea recta. Pero Marte se mueve por su órbita a nuestro encuentro y sólo tenemos que vencer doscientos cincuenta millones de kilómetros para encontrarlo, necesitándose para ello dos mil quinientas horas o sea ciento cuatro días, de los cuales ya transcurrieron cincuenta y cuatro.
   Como ya dije, no hubo ningún acontecimiento extraordinario, pero el día de ayer, siete de noviembre, jamás lo olvidaremos. En ese día que acostumbramos celebrar como la más gloriosa fiesta, sucedió algo que, según Paichadze, podía ocurrir una vez en un milenio…
   El día empezó de manera insólita: por primera vez en nuestra travesía, Belopolski y Paichadze descansaban simultáneamente. Los instrumentos y aparatos astronómicos parecían abandonados y huérfanos y el observatorio tenía un aspecto desacostumbrado y vacío.
   Yo estaba de turno en el tablero de mando, completamente solo, mientras Kamov se encontraba en su camarote, ocupado en sus cálculos engorrosos.
   Un profundo silencio reinaba en la nave, donde se oía únicamente el regular tic-tac del reloj encastrado en el tablero de mando. Como los demás relojes, mostraba la hora de Moscú. Eran las 5.
   Me sentí triste. Me acordé de mis amigos que se encontraban tan lejos de mí, recordé con cuánta premura me levantaba siempre en este día, para no llegar tarde al desfile. Era la primera vez en mi vida que pasaba el día de la gran fiesta no sólo lejos de Moscú, sino lejos de la Tierra, a millones de kilómetros de ella. Sin embargo, con todo, me encuentro en mi Patria. Esta nave, construida por manos de hombres rusos, lanzada por los aires con rapidez vertiginosa, es una partícula inseparable de la Unión Soviética. ¡Dondequiera que se encuentre, respiramos el aire de nuestra Patria!
   Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Kamov y Belopolski. Cambiadas las felicitaciones, Kamov me pidió que despertara a Paichadze. Al trasponer la puerta oí como Kamov decía:
   — Verifiquemos otra vez.
   — Todo está en regla, Serguei Alexandrovich. A las siete y dos en punto — contestó Belopolski.
   Paichadze estaba durmiendo en su hamaca y me daba pena despertarlo. Pero el pedido del comandante es una orden. Toqué levemente el hombro de Paichadze y enseguida abrió los ojos.
   — Perdone — le dije— pero Serguei Alexandrovich lo llama al observatorio.
   — ¿Qué ha ocurrido? — preguntó, alarmado.
   — Nada, que yo sepa.
   — ¿Dónde está Belopolski?
   — En el observatorio.
   La alarma de Paichadze era comprensible. Jamás había ocurrido a bordo que el sueño de alguien fuera interrumpido. Ni mi compañero ni yo sospechábamos siquiera la sorpresa que nos habían preparado nuestros amigos.
   — ¡Felicitaciones por el fausto día! — le dije. Cuando penetramos, uno detrás del otro, por la puerta redonda del observatorio, Kamov y Belopolski estaban juntos en el tablero de mando. Ante ellos había unos envases suspendidos en el aire, evidentemente para el desayuno, que por lo general tomábamos a las nueve. No se leía ninguna preocupación en sus rostros y nos recibieron con felicitaciones.
   — ¿Qué ocurre, Serguei Alexandrovich? — preguntó Paichadze.
   — Una fiesta — contestó Kamov —. ¡Propongo hacer un brindis con cognac en honor del aniversario de la Revolución de Octubre!
   Me sorprendieron las palabras, así como el tono en que fueron pronunciadas. No era propio de Kamov eso de despertar a un hombre con dos horas de anticipación para un brindis que se podía realizar un poco más tarde… ¿Qué pasaba, en realidad?
   Paichadze se sorprendía también, no menos que yo.
   — Entonces, ¿no hay nada de terrible? Me asusté cuando Melnikov me despertó.
   — Faltan tres minutos — dijo Kamov por toda respuesta —. ¡Pronto! — se dirigió a Belopolski que estaba abriendo la botella de cognac.
   Otra vez algo incomprensible. Me acordé de las palabras: «Justo a las siete y dos» e involuntariamente eché una mirada al reloj, que mostraba las siete menos un minuto. ¿Qué es lo que iba a ocurrir? Belopolski le tendió la botella.
   — ¡Amigos míos! — exclamó Kamov —. Disculpen que tengamos que tomar todos de la misma botella y por turno. Como saben, casi no hay vinos a bordo, sólo para casos extraordinarios. Beberemos dos o tres tragos cada uno en el insigne momento… ¡de cruzar la órbita de Tierra!
   Paichadze y yo lanzamos una involuntaria exclamación admirativa.
   — Este momento, de por sí notable, ha coincidido con nuestra fiesta máxima, y es por eso que nos reunimos a una hora insólita. ¡Bebamos, amigos, por el éxito de la primera travesía cósmica de envergadura!
   La astronave soviética, silenciosa y veloz, devora el espacio a razón de veintiocho kilómetros y medio por segundo. La intangible e invisible «ruta terrestre» fue cruzada como un relámpago, pero el ojo avezado de nuestro comandante la divisó y el corazón del ciudadano soviético le sugirió la idea de festejar la fecha patria precisamente en ese punto. Fue una sorpresa grande y jubilosa y expresamos efusivamente nuestro agradecimiento a Kamov.
   — Agradezcan también a Belopolski, puesto que me ayudó a determinar el momento con precisión, ocultándolo de ustedes para que la sorpresa fuera más grata.
   — Ahora entiendo — dijo Paichadze —, por qué se me contestó con tanta vaguedad cuando pregunté en qué momento llegaríamos a la órbita de la Tierra. Lo interpreté, entonces, como una demostración de indiferencia.
   Kamov se puso a reír.
   — Yo sabía, aún en la Tierra, que cruzaríamos su órbita el 7 de noviembre y quería ocultarlo a ustedes hasta el último momento, pero Belopolski hizo el cálculo por su cuenta y me obsequió el resultado; así que decidimos prepararles juntos una sorpresa con esa coincidencia.
   — ¡Qué extraña sensación esta de seguir sintiéndonos en la Tierra, aún encontrándonos tan lejos de ella! — interpuse yo.
   — No comparto esa sensación — dijo Kamov.
   — Yo tampoco la entiendo — dije —, sin embargo, sigo con ella.
   — Para mí — dijo Belopolski— es completamente normal. La gente siempre ha vivido en la Tierra, consciente de su constante presencia y ello está tan hondamente arraigado en cada uno, que es difícil convencerse, en un plazo tan corto, de que no está aquí, a nuestros pies. No es una idea, sino una sensación.
   — En todo caso yo no la tengo — dijo Kamov.
   — Ni yo tampoco — añadió Paichadze.
   — Es porque no es la primera vez que ustedes abandonan la Tierra, pero me parece que han de haberla experimentado en su viaje a la Luna.
   Kamov hizo un ademán negativo.
   — Yo no me acuerdo haberlo sentido así, aunque durante ese vuelo no tuvimos tiempo para analizar nuestras sensaciones. Fue de muy corta duración.
   — A propósito — dije —, ustedes nunca nos hablaron de aquel viaje a la Luna.
   — Tanto yo como Paichadze hemos hecho descripciones en la prensa. Yo pensaba que usted había leído todo eso, ¿no?
   — Claro que sí — dije —, pero quizá haya algo que ustedes no contaron antes.
   — Lo hemos contado todo — dijo Paichadze.
   Kamov lo miró con una sonrisa.
   — Bueno, francamente, hay un episodio que hemos omitido.
   — Cuéntelo, por favor — insistí.
   — No vale la pena — cortó Paichadze— no es interesante.
   — Pues permítasenos juzgar si lo es o no.
   — Se los contaré con gusto. Paichadze es demasiado modesto. Cuando bajamos en la Luna, teníamos que salir de la nave para recoger muestras de rocas lunares. Como era peligroso hacerlo simultáneamente, teníamos que turnarnos.
   — ¿Por qué?
   — Porque en la Luna no hay atmósfera.
   — Aún así, no entiendo. ¿No llevaban ustedes algo así como escafandras?
   — No es por eso, el peligro está en otra cosa. Usted sabe que la Tierra encuentra, en su rotación, una multitud de moléculas que muy rara vez llegan a su superficie, porque se abrasan a gran altura, debido a la fricción del aire. A menudo solemos observar el fenómeno y lo llamamos erróneamente «estrellas fugaces». Es la atmósfera terrestre la que nos protege del constante bombardeo. La Luna no posee tal protección, y miles de piedras de los más diversos tamaños caen constantemente sobre su superficie con una enorme velocidad, mayor que el vuelo de una bala, lo que hace los paseos por la Luna bastante peligrosos, pues cada piedra es mortífera.
   — Pero ustedes, ¿salían igual?
   — Salíamos corriendo. No podíamos regresar a la Tierra con las manos vacías. El hecho es que durante una de esas corridas, un pedazo de meteorito me golpeó en la cabeza, atravesando el casco de acero que llevaba puesto y clavándoseme en el cráneo. Caí, perdiendo el conocimiento. Aunque el orificio del proyectil era pequeño, empezó a. escaparse el aire y estaría muerto si no fuera por Paichadze. Hasta ahora no puedo comprender cómo logró estar a mi lado con semejante prontitud. Me desperté en la nave.
   — Usted se cayó a unos cuarenta metros de la nave — dijo Paichadze —. En la Luna la gravedad es seis veces menor que en la Tierra. Estuve a su lado en cinco saltos y pude cerrar el orificio enseguida, pues se veía claramente.
   — ¡Pero podía perecer conmigo!
   — ¡Qué extraño raciocinio! ¿Cómo habría podido no intentar salvarlo? Habría sido un asesino.
   — Además — dijo Kamov— después que me llevó a bordo, no recobré el conocimiento durante largo rato y él salió para seguir completando el muestrario; de manera que arriesgó su vida varias veces.
   — Bueno, ¿y acaso usted no hubiera hecho lo mismo?
   — Admitamos que sí — dijo Kamov —, pero con todo, su conducta salía de lo común.
   Esta vez ni siquiera Belopolski pudo reprimir una sonrisa.
   — Jamás he leído que usted recibiera una herida — dije.
   — Es que teníamos que proceder con prudencia, pues temíamos que si se llegara a saber, no nos permitieran la tercera travesía interplanetaria.
   — No creo — dijo Belopolski —. Pueden ocurrir muchas cosas, pero eso no es motivo para abandonar las investigaciones del universo.
   — Paichadze me pidió que no relatara el hecho a la prensa.
   — Pero en todo caso es una hazaña heroica — exclamé.
   — ¡No faltaba más! no diga tonterías — protestó Paichadze.
   Pasamos largo rato charlando, aquella mañana, recordando acontecimientos o exponiendo opiniones sobre el porvenir de la astronáutica y de nuestro vuelo. Las observaciones astronómicas, generalmente tan escrupulosamente llevadas a cabo sin interrupción, parecían relegadas a segundo plano, esa mañana. Transcurrieron unas tres horas y todo volvió a la normalidad. Belopolski y Paichadze retornaron a sus tareas y Kamov asumió la dirección.
   La fiesta había terminado. Pero el destino quiso que ese día memorable quedara marcado por un acontecimiento más, pues ocurrió algo que habría podido liquidar toda nuestra empresa, pero que llenó de júbilo a nuestros sabios.
   — Se realizó el ensueño de todos los astrónomos de nuestra Tierra! — exclamó Paichadze, cuando todo hubo terminado —. ¡No nos habríamos atrevido ni siquiera a tener la esperanza de semejante suerte! ¡Soy el más feliz de los astrónomos!
   — ¡Yo también! — hizo eco Belopolski, con una amplia sonrisa en su rostro generalmente hosco, y con una voz llena de rara dulzura —. Ahora ya no tengo nada más que desear. Excepto Marte, naturalmente — añadió.
   Para mí, el acontecimiento revistió un interés especial. Mi colección de fotografías se enriqueció con unos ejemplares únicos en el mundo. Gracias a que mis aparatos estaban siempre listos para toda eventualidad, pude fotografiar ese acontecimiento casi fantástico del principio al fin.
   — Si usted no hubiera estado listo, quizás no habríamos logrado sacar ni una foto — me dijo Kamov —, y eso habría resultado lamentable para la ciencia. ¿Recuerda sus dudas de si su trabajo justificaría su participación en nuestro vuelo? Su presencia está ampliamente justificada nada más que por el día de hoy.
   El encuentro casi fatal se produjo a las veintiuna y quince. Iba a retirarme a mi camarote a descansar, cuando de repente empezó a funcionar el radioproyector. Su redoble repercutía en la nave y el corazón se llenaba de angustia al intuir la amenaza de un peligro desconocido. La señal de alarma no había sonado nunca, desde nuestra partida de la Tierra.
   Kamov se precipitó hacia el tablero de mando, pero yo no lo seguí sino que me quedé clavado en el lugar donde estaba al comenzar la alarma. Paichadze se quedó como petrificado al lado de la ventana, mirando al comandante. Yo permanecí tenso, a la espera de una orden. La nave tuvo un estremecimiento, un sacudón que me proyectó fuertemente contra la pared. Un ruido espantoso abrumaba los oídos. Por un instante pensé en una catástrofe, pero enseguida me di cuenta de que Kamov había puesto en marcha uno de los motores y, sin los cascos, oíamos por primera vez el bramido en toda su intensidad.
   Por suerte el estrepitoso rugido no duró más de cinco minutos y de nuevo se restableció la calma y me sentí más libre del peso repentino. Estaba mareado, con zumbidos en los oídos, pero al ver ante el tablero de mando el rostro concentrado y serio, pero sereno, de Kamov, me di cuenta de que el peligro desconocido había pasado.
   — ¡A las ventanas del lado izquierdo! — gritó —. ¡Melnicov, a los aparatos! — y se pegó al periscopio.
   Me precipité al aparato cinematográfico montado en la pared izquierda de la nave y sin entender nada todavía pero rápido como un rayo abrí el objetivo y enchufé la cinta. Luego, con rapidez febril, tomé la cámara portátil y abrí mi ventana. Primero no vi nada más que lo habitual, un abismo oscuro sembrado de innumerables puntos luminosos. Todo parecía estar como siempre.
   Pero allá nomás, frente a nosotros, por la borda de la nave, empezó a divisarse la línea iluminada de algo inmenso que crecía y aumentaba a la vista y se precipitaba a velocidad tremenda directamente sobre la nave.
   Veía fantásticas montañas y rocas, promontorios agudos, hendiduras profundas y negras, una montaña colosal iluminada por el sol que iba a aplastar la nave intrépida que se adelantaba a su encuentro.
   Durante un instante, la masa informe tapó las ventanas, obstruyendo todo el espacio visible. Estaba tan cerca que parecía alcanzable si se pasara la mano por la ventana para tocar su superficie gris claro, en la que, saltando por las rocas y cayendo en los profundos abismos se reflejaba con la rapidez del rayo, la sombra de nuestra nave. Luego vimos un borde desigual y toda la masa pareció hundirse y derretirse en el espacio, desapareciendo con rapidez inimaginable. Otra vez volvió a centellear la profundidad estrellada del universo. Otra vez el vacío inconmensurable volvió a rodear la nave, como si jamás hubiese existido el monstruoso fragmento vertiginosamente lanzado en nuestra ruta y que casi interrumpiera nuestro viaje.
   Todo esto ocurrió en no más de veinte segundos.
   Estupefacto y aturdido dejé de dar vuelta a la manivela y detuve el aparato, pues no había nada más que fotografiar.
   Kamov dio un profundo suspiro. Su rostro estaba muy pálido. Sacó un pañuelo y con ademán cansado se lo pasó por la frente.
   — ¿Qué fue esto? — pregunté en voz baja a Paichadze.
   — Un asteroide — me contestó —, uno de los planetas enanos, desconocidos para los astrónomos terrestres.
   — Nosotros fuimos los primeros en verlo y… de tan cerca — dijo Belopolski.
   — Semejante probabilidad tenía una sola posibilidad entre millones — dijo Kamov —, pero jamás podré perdonarme mi propia presunción al declarar que era imposible.
   — ¿Por qué dice eso? — intervino Paichadze —. Es después de la órbita de Marte que habría que prever un encuentro con un asteroide. Cerca de la órbita de la Tierra son muy raros, y lo que ocurrió recién es un caso excepcional y muy poco frecuente.
   — Pero este caso poco frecuente podía costarles la vida — dijo Kamov.
   — A usted también — interpuso Belopolski —. La técnica moderna no es capaz, todavía, de prevenir semejantes accidentes, y nadie podría ser culpado si ocurriera.
   Kamov guardó silencio unos segundos, antes de replicar:
   — Usted tiene razón, claro. Pero me estoy culpando de haber mencionado la imposibilidad de semejante encuentro. Es una lección provechosa, no solamente para nosotros, sino también para todos los astronautas del porvenir. ¿Quién está de turno en el tablero?
   — Yo — dijo Belopolski.
   — Bueno, entonces siga — dijo Kamov saliendo del observatorio.
   — ¿Usted quería descansar? — me preguntó Paichadze cuando la puerta se cerró detrás de Kamov —. Vamos juntos. Por hoy basta. No ha de pasar nada más.
   Entramos en nuestra cabina y nos instalamos confortablemente en nuestras redes, a ambos lados de la ventana redonda.
   — Estoy pensando en lo que dijo Belopolski — musité —. ¿Se acuerda usted cuando dijo que la técnica moderna no estaba aún capacitada para prevenir un encuentro como el que nos amenazó hoy? ¿Acaso no se podría conectar el radar o radioproyector con un aparato que desviara automáticamente a la nave, en caso de aparecer un obstáculo? ¿Algo como un robot o un piloto automático?
   — No existe aún semejante aparato. Lo que es aplicable a un aeroplano no lo es para una nave interplanetaria. No olvide que volamos por inercia, sin que trabajen los motores. Para modificar la dirección del vuelo hay que ponerlos en marcha. Ningún aparato automático es capaz de hacer el cálculo anticipado de si ha de producirse un choque de la nave con el obstáculo potencial o no, y a qué lado hay que dirigirse para esquivar el golpe. Todavía no hay — añadió —, pero en el porvenir habrá.
   — En eso no he pensado. Por lo tanto, cabe felicitarse de que la suerte nos haya favorecido.
   «La Suerte»… — repitió Paichadze —. Nuestro comandante tiene la mirada sagaz y la mano firme. En el momento del encuentro, solo vi el obstáculo frente a nosotros, y cuando apareció el asteroide lo noté después de la señal de alarma. Se encontraba más a la derecha y más arriba de nuestra trayectoria. El choque parecía inminente. Cualquiera, en lugar de Kamov, habría desviado a un costado, pero Serguei frenó la nave y dejó pasar el planeta casi rozando nuestras narices. Hay que poseer un ojo avizor y una sangre fría excepcionales para maniobrar así. Tenga en cuenta que no tenía ni un segundo para sopesar pros y contras.
   Paichadze hablaba con aparente calma, pero observé que había llamado a Kamov por su nombre, Serguei, lo que solía ocurrir sólo en los momentos de gran emoción.
   — ¿A qué distancia del planeta estábamos?
   — A no más de seiscientos metros.
   Sólo en ese momento pude concebir hasta que grado habíamos estado en peligro, pues a tan corta distancia, podíamos haber sido succionados por el planeta.
   — Ese ínfimo miembro del sistema solar no habría podido atraernos, gracias a la vertiginosa velocidad de nuestra nave, que no se desvió ni un milímetro de su trayectoria. Ni siquiera un cuerpo de las dimensiones de la Luna podría influenciar a una astronave que vuela a razón de 28 kilómetros por segundo. Tanto menos ese enanito…
   — ¡Qué enanito, de verdad! — dije, pensando en el coloso ese.
   Paichadze se puso a reír y dijo que en astronomía la Tierra es uno de los planetas chicos, así que un asteroide de unos treinta kilómetros de diámetro no era más que una partícula de polvo.
   — Pero por más ínfimo que sea — agregó —, me sorprende que no se lo conozca todavía, pues su órbita se encuentra cerca de la Tierra.
   — No hay nombre escrito encima — dije— pero es posible que lo conozcan en la Tierra.
   Me di cuenta del papelón cuando vi la frente ceñuda de Paichadze. Pero ya era demasiado tarde. La frase ya había sido dicha.
   — Perdone usted — le dije— no fue muy acertada mi broma.
   — El cinturón de asteroides — continuó diciendo Paichadze, como si no me hubiera oído— está ubicado entre las órbitas de Marte y de Júpiter. Hay una presunción de que allá existía un planeta de grandes dimensiones que, por razones desconocidas, estalló en fragmentos; así es que los pequeños no son más que fragmentos del grande. Hoy vimos a uno de esos planetas y pudimos cerciorarnos de que es un fragmento y no un cuerpo que se haya formado independientemente, ya que en tal caso habría adquirido una forma esférica. Se confirma la teoría de la formación de asteroides como fragmentos de un planeta grande. Es un importante resultado del encuentro de hoy. Como dije, el cinturón de asteroides se encuentra entre las órbitas de Marte y Júpiter, pero los hay que salen de estos márgenes. En los momentos actuales se conocen las órbitas de tres mil quinientos veinte asteroides o pequeños planetas. Al prepararse la expedición se tuvo en cuenta la posibilidad de un encuentro. Se hicieron cálculos sobre la ubicación de cada asteroide conocido — recalcó la palabra— cuya órbita podía ser atravesada por nuestra trayectoria. No debíamos encontrarnos con ninguno. Resulta, entonces, que el fragmento que vimos es un pequeño planeta desconocido en la Tierra.
   Me miró de soslayo y mostró su habitual sonrisa afectuosa.
   — La Astronomía es una ciencia de precisión — dijo —. Buenas noches, Boris.

EN MARTE

   27 de diciembre de 19…
   ¡Marte! ¡En la Tierra parecía tan lejano e inalcanzable!
   ¡Y aquí estamos, en Marte! ¡Uno quisiera repetir esta palabra un sinnúmero de veces!
   Es de noche tras las ventanas de nuestra nave. ¡Para nosotros, es la primera noche en seis meses! El sol no se ve. Ha bajado detrás de la línea del horizonte, exactamente como lo hacía en la Tierra. ¡La Puesta del Sol…!
   Este fenómeno tan simple, tan conocido, nos pareció extraordinario y lleno de misterioso sentido. Más pequeño y más frío que mirado desde la Tierra, echó sus últimos fulgores sobre nuestra nave y se ocultó. Un sembrado de diamantes se esparció por un cielo más oscuro que el nuestro, en constelaciones conocidas desde la infancia… Un desierto arenoso, plantas azulado-grises y aguas mansas de un lago donde acuatizó la nave, todo se sumergió en las tinieblas. Mañana, al amanecer, saldremos de la nave.
   ¡Mañana…! Entre tanto, Kamov nos mandó descansar. Paichadze duerme en su hamaca, suspendida entre la puerta y la ventana. Yo estoy sentado en la, mía, ¡pero el sueño me huye! Los nervios en tensión tienen que apaciguarse. ¡El diario! sí, ése es un remedio seguro. Hablaré de la llegada a Marte.
   Nuestra estupenda astronave llegó al tiempo previsto al punto del espacio donde tenía que encontrarse con el planeta.
   Al acercarnos, lo vimos casi frente a nosotros, todo iluminado por los rayos solares, y podíamos observar diariamente su paulatino aumento. No tenía el color rojo-anaranjado que veíamos desde Tierra, sino anaranjado-amarillento. Al principio creí que era debido a la velocidad de nuestro vuelo, pero Paichadze me explicó que esta velocidad no era suficiente para producir un acortamiento de las ondas luminosas, aunque viniesen a nuestro encuentro.
   — Para que la luz roja pueda parecer amarilla — dijo— la velocidad de la nave debería ser quinientas veces mayor que la nuestra. Entonces la onda de luz roja se acortaría convirtiéndose en amarilla; es decir produciría en el ojo una receptividad correspondiente. Ello podría producirse con una sola línea espectral, pero Marte da un espectro constante.
   — ¿Pero por qué cambió tanto su color? — inquirí.
   — Esto me lo estoy preguntando yo también — respondió —. Ha de ser porque no hay atmósfera detrás de nuestras ventanas. Cuando encuentre una explicación, se la comunicaré.
   Estábamos solos en el observatorio. Kamov y Belopolski descansaban. Yo miraba fijamente el pequeño disco del planeta. La pequeña esfera parecía acercarse. ¿Qué nos esperaba allá, al término de nuestra meta?
   — ¿Qué cree usted, habrá seres racionales en Marte?
   — A semejante pregunta, se puede contestar sólo una cosa: la ciencia no se dedica a adivinanzas. No se ha observado ningún indicio de seres racionales.
   — ¿Y los canales?
   Se encogió de hombros.
   — Schiaparelli, cuando descubrió en Marte unas líneas delgadas y rectas, los llamó «canales», lo que, en italiano quiere decir «estrechos» que no son necesariamente de origen artificial. De allí el malentendido. Las líneas rectas se ven desde la Tierra. Las fotografiamos. No hay motivo para suponer que sean el resultado de una actividad consciente. Ahora, acercándonos a Marte, no veo ninguno de esos canales.
   — ¿Cómo puede ser eso?
   — Muy simple. Al principio se los veía en nuestro telescopio más y más nítidamente. Luego, al acercarnos, las líneas se tornaban más borrosas y llegaron a desaparecer por completo.
   — Entonces, ¿resulta que no son mas que una ilusión, no óptica, sino de distancia. Pero ha de haber alguna causa de ese espejismo. Los adversarios de Schiaparelli y Lowell consideraban que los canales eran una ilusión óptica causada por la distancia y es posible que tengan razón.
   Me pareció que el tema no era de su agrado y pase a otra cosa. Quizás se aclare el asunto cuando estemos ya en Marte. El descenso no fue diferente del de Venus, sólo que no tropezamos con las nubes que nos ocultaban la superficie de aquel planeta: la atmósfera de Marte era límpida y transparente.
   Así como se hiciera ciento cuatro días antes, se pusieron en funcionamiento los motores de freno. La tripulación se encontraba en sus puestos: Kamov al mando, Paichadze y Belopolski ante sus aparatos y yo ante mi ventana con los míos.
   Marte crecía a ojos vistas y parecía como si se precipitara hacia la nave. La superficie esférica del planeta se convertía paulatinamente en cóncava, como una copa gigantesca. A medida que nos acercábamos bajaban los bordes de la copa ensanchándose siempre más; y cuando estuvimos a una altura de unos mil kilómetros, esos bordes desaparecieron tras la línea del lejano horizonte.
   Nos encontrábamos en una llanura infinita. No se divisaba ninguna altura; sólo una superficie amarillenta y lisa con algunas manchas obscuras.
   — ¡Un desierto! — dijo Kamov.
   Se apoderó de mí una desagradable sensación de decepción. ¿Por qué? ¿Qué es lo que esperaba? Las deducciones de la ciencia moderna no dejaban lugar a las ilusiones. Lo sabía. Pero estaba profundamente desilusionado.
   El hombre es un ser extraño: en todas partes del universo quiere encontrar seres racionales que se le parezcan. Después del fracaso de mis esperanzas en Venus, trasladé todas mis ilusiones a Marte. Me parecía indudable encontrar sitios habitados. Volvían a surgir en mi mente todos los seres fantásticos, desde los monstruosos arácnidos de H.G. Wells hasta los habitantes altamente civilizados de Alexis Tolstoy, todos los espectros creados por la imaginación de los novelistas.
   Y he aquí nuestra nave que vuela con alas desplegadas encima de este desierto muerto y tétrico… ¡Qué contraste con Venus! Allá, en la «Hermana de la Tierra», brama el océano y se levantan sus olas gigantescas. Las nubes tempestuosas estallan en truenos y revientan en lluvias torrenciales, relampaguean los rayos enceguecedores. Árboles colosales, altas montañas y la vida… la vida aún inconsciente, ciega, pero cuyas fuerzas nacientes brotan y se abren camino hacia el porvenir, mientras aquí, ¿qué…?
   La nave descendió a la altura de un kilómetro y con los prismáticos podían verse todos los detalles del paisaje: arena… arena y algunas manchas de plantas azuladas. Volábamos del lado opuesto a la rotación del planeta, es decir, al occidente, con una velocidad de seiscientos kilómetros por hora. El paisaje iba cambiando de aspecto y eran más frecuentes las manchas de vegetación. Luego desapareció el desierto arenoso y el suelo mostróse cubierto por un manto de plantas desconocidas; pero siempre ni un árbol, ¡ni un arbusto siquiera!
   De repente vimos un pequeño lago. Luego, otros más. ¿Quizás llegaremos a un mar…? Pero no… Después de dos horas de vuelo volvimos a divisar el desierto arenoso.
   — Serguei Alexandrovich — dijo Belopolski— habría que volver atrás, donde vimos los lagos, y acuatizar en uno de ellos.
   — Vamos a investigar un poco más. Aún hemos visto muy poco, han de encontrarse otros valles.
   Las palabras de nuestro capitán se confirmaron sólo a las cuatro horas más de vuelo, puesto que durante todo ese lapso vimos siempre el mismo cuadro desolador: el desierto infinito y triste. No había ni montañas ni colinas y el valle que habíamos avistado tenía una profundidad insignificante en un ancho de más de mil kilómetros, lo que no contribuía a modificar la impresión de que la superficie de Marte era lisa como una bola de billar. Es posible que en tiempos muy remotos haya habido montañas, pero los vientos y las lluvias produjeron sus efectos de erosión de manera que no quedaron ni vestigios de esas remotas alturas.
   El sol descendía lentamente al horizonte. Pronto vendría la noche. La primera noche, para nosotros, desde hacía seis meses. Una noche en un planeta foráneo. ¿Foráneo? Pero, ¿a quién pertenecía…?
   No vimos nada que permitiera suponer la presencia de seres vivientes. ¿Pero no es acaso posible que allá, a ras de tierra, donde crecen aquellas plantas nunca vistas, se oculten los habitantes de Marte? Eso lo sabremos cuando la nave haya aterrizado.
   — Tenemos que descender antes de que llegue la noche — dijo Kamov.
   Al final de siete horas de vuelo de inspección llegamos a otro valle, donde aparecían más oasis sobre el fondo amarillento del desierto. Luego aparecieron otra vez los lagos.
   El sol había bajado ya sensiblemente sobre el horizonte, cuando Kamov decidió interrumpir el vuelo. Empezó a reducirse la velocidad. La nave ejecutaba amplias vueltas alrededor del lugar elegido para acuatizar. El bramido de los motores iba suavizándose y se sintió el estremecimiento del cuerpo enorme de la nave.
   Llegó el momento decisivo y más peligroso. El vehículo, con sus decenas de toneladas de peso, se mantenía dificultosamente en el aire rarificado. A cada segundo podía desplomarse.
   Kamov no apartaba la vista del periscopio. Sus manos expertas manejaban con firmeza las palancas y los botones del tablero de mando.
   Ya estábamos a cincuenta metros de la superficie.
   De repente se sintió una aceleración imprevista: era la atracción del planeta que superaba la inercia del vuelo. Planeando sobre sus alas, la nave empezó a descender suavemente. Los motores dejaron de funcionar. Se oyó un crujido y un rechinamiento. Se levantaron nubes de polvo arenoso y la nave cósmica, que había atravesado más de cuatrocientos cuarenta millones de kilómetros en su vuelo interplanetario, se detuvo.
   Llegamos a la meta. ¡Estamos en Marte!
   En un ímpetu espontáneo de emoción, nos abrazamos todos.
   — Serguei Alexandrovich ¿cuándo piensa usted desembarcar? — preguntó Paichadze.
   — Solamente mañana por la mañana — contestó Kamov.
   — ¿En qué latitud nos encontramos?
   — Más o menos en el ecuador.
   ¡Quiere decir que la noche durará doce horas enteras! (El día de Marte tiene 37 minutos más que el de la Tierra).
   Parecía muy larga la espera, pero ni siquiera se nos ocurrió discutir con nuestro comandante. Todos comprendíamos que el sentimiento de responsabilidad por nuestras vidas y por el éxito de la expedición lo guiaba al tomar una determinación de esa índole. ¿Quién podía saber lo que nos esperaba fuera de nuestra nave, en suelo extraño? Quizá las plantas rastreras oculten lagartos y otros reptiles desconocidos en nuestro planeta. No sería prudente aventurarse de noche, bajando de la nave segura.
   La noche cerrada sobrevino muy pronto, como suele ocurrir en los trópicos, lo que demostraba qué acertada era la suposición de que nos encontrábamos cerca de la zona ecuatorial.
   — Lo mejor es irnos a nuestros camarotes y descansar hasta la mañana — dijo Kamov —. Nos espera una tarea nada fácil. Es verdad que en Marte la fuerza de gravedad es inferior a la de la Tierra, y que el trabajo físico resultará menos pesado, pero todos nos hemos desacostumbrado a trabajar de ese modo.
   Seguí a Paichadze hasta nuestro camarote. Los movimientos eran ágiles y en todas las articulaciones del cuerpo se sentía una fuerza extraordinaria. Lo que creaba esta ilusión era la débil fuerza de atracción de Marte.
   Era muy incómodo trasladarse de un lugar de la nave a otro, pues sus estrechos pasillos y puertas redondas no estaban adaptados a las condiciones de gravedad.
   En nuestro camarote, solamente el armario conservaba una ubicación correcta, según nuestros conceptos terrestres. En cuanto a la mesa, se encontraba montada por sus patas a la pared lateral. Era difícil imaginarse que hasta hacía poco yo me quedaba «sentado» ante ella, sintiéndome muy cómodo. Nuestras redes-camas, donde tan bien habíamos dormido, colgaban a ambos lados de la ventana, fuera de nuestro alcance. Fueron reemplazados por dos hamacas en las que nos instalamos no sin grandes esfuerzos y muchas bromas.
   Paichadze no quiso conversar, se acostó y cerró los ojos. Ahora duerme y yo termino mis notas de hoy, que resultan un poco cortas, pero contienen lo principal.
   Mañana nos pondremos a la tarea. El programa se trazó en la Tierra, pero tiene tres variantes, según lo que encontremos en este planeta. Mucho me temo que habrá que atenerse a la variante más corta, trazada para el caso de que Marte resultara completamente deshabitado. Según lo que vimos por las ventanas de la nave, el planeta no es más que un desierto. No nos tomará mucho tiempo coleccionar un muestrario de plantas. El día de mañana lo dedicaremos a los preparativos y luego haremos cuatro excursiones de investigación en un radio de cien kilómetros a la redonda de nuestra astronave. La primera excursión estará a cargo de Kamov y Paichadze y la segunda la haremos Belopolski y yo. Así se estableció, puesto que en la nave siempre tiene que quedarse uno de los dos, Kamov o Belopolski, para el caso de que desaparezcan los miembros de una excursión, pues la nave tiene que regresar a Tierra en cualquier circunstancia.
   ¡Es nuestro deber ante la Ciencia!
   Las dos terceras partes de nuestra travesía se efectuaron satisfactoriamente. Esperemos, pues, que el último tercio llegue a realizarse de la misma manera.

EN LAS TINIEBLAS DE LA NOCHE

   El 10 de julio de 19…
   La astronave de Charles Hapgood, lista para el despegue, encontrábase en una plataforma especialmente erigida para ella en el centro de un vasto campo elegido por Hapgood para su cohetódromo.
   Durante los últimos días previos a la partida, la prensa norteamericana anunció profusamente el próximo vuelo a Marte y Hapgood tenía que ingeniárselas para salvarse de los innumerables corresponsales que lo asediaban.
   En sus numerosos artículos, Bayson cantaba loas a Hapgood y el ambicioso constructor le otorgaba su simpatía, sin poder reprimir algunas bromas a expensas del aplomo con que el periodista aludía a la ciencia astronáutica, pese a que la desconocía por completo.
   — Nuestro vuelo está de moda — solía decir Bayson en contestación a las mofas de Hapgood —. ¿Por qué no escribe usted mismo, entonces? El público quiere saber algo de astronáutica.
   — No tengo tiempo — replicaba el ingeniero.
   En efecto, estaba enteramente absorbido por los preparativos de su vuelo y cuanto más se acercaba la fecha de la partida, tanto más era presa de esa fiebre «anticipadora».
   El 10 de julio, una inmensa muchedumbre se había reunido en el campo de despegue, desde la mañana. La zona del cohetódromo era comparativamente poco poblada y la mayoría de la gente había acudido desde otras ciudades del país, así como de Nueva York y Washington, para presenciar la partida de la astronave. Había muchas banderas norteamericanas, izadas por espectadores de inspiración patriótica. La policía montada velaba por el orden y para que los curiosos no se acercaran a la nave.
   El despegue estaba programado para las ocho de la mañana.
   Las comisiones del deporte, especialmente invitadas por Bayson, inspeccionaron los sellos aplicados al tablero de mando y, habiéndose despedido de ambos navegantes, abandonaron la nave.
   Hapgood y Bayson quedaron solos a bordo. Ambos vestían trajes de goma, como buzos, puesto que debían sumergirse en agua para combatir los efectos de la supergravedad quintuplicada en el momento del despegue, cuya aceleración tenía que alcanzar cincuenta metros por segundo, lo que representaba un grave peligro para el organismo humano.
   Hapgood cerró herméticamente la puerta de acceso. Los dos hombres se encontraban en el camarote único de la nave, obstruido por cajones de provisiones, balones y recipientes de oxígeno líquido y otros efectos del equipo de la expedición. Casi no quedaba lugar libre.
   El ingeniero miró su reloj.
   — ¡Acuéstese! — dijo.
   Bayson, indeciso, iba a ponerse la máscara de goma, cuando dijo, mirando con temor el largo cajón de aluminio que tanto se parecía a un ataúd:
   — Y si a usted la pasara algo, ¿cómo voy a salir de allí?
   — ¡Si a mí me pasara algo, usted no tendrá necesidad de salir de allí! Si hay que morir, la manera en que eso ocurra no importa mucho. Sin mí, usted ha de perecer, puesto que no sabe manejar la nave.
   Bayson lanzó un gran suspiro y con toda resignación se puso la máscara. Con todas sus fuerzas deseaba sobreponerse a sus temores, y con ayuda de Hapgood se metió en el cajón. Oyó que el ingeniero conectaba las mangueras de aire y cerraba la tapa, y sintió cómo el agua iba llenando su «ataúd».
   Ya está encerrado y no puede salir de allí. El aire ha de bastar para cuarenta minutos y si no le sacan a tiempo se ahogará. ¡Ay! y cuántas cosas le pueden pasar a Hapgood: puede desmayarse, o puede olvidarse de Bayson… Se estaba reprochando su ligereza por emprender el vuelo, se estaba injuriando con las mayores palabrotas de su vocabulario… Es verdad, este vuelo cósmico le aportará una fortuna, pero en este momento renunciaría a todo, con tal de no encontrarse así, tan desamparado, tan a merced de Hapgood… ¿Y si se le ocurriera a ese hombre aniquilarlo? Sería tan fácil inventar algo al regresar a tierra para explicar la causa de su muerte… ¿Quién podría investigar? ¡Y toda la gloria del vuelo, todos los beneficios los cosecharía Hapgood solo! ¿Por qué es que Hapgood no le da la señal convenida, no golpea la tapa del cajón? Basta que cierre la canilla conductora de aire para que todo se acabe para Bayson. Ya no puede respirar… ya…
   Bayson oyó los tres golpecitos convenidos. No, el aire pasa bien… Puede respirar con facilidad. Los golpecitos fueron repetidos. Bayson levantó el brazo y contestó con tres golpecitos.
   Habiéndose cerciorado del estado de su compañero, Hapgood se apartó del cajón, miró su reloj, observó por la ventana y vio que los corresponsales corrían por la pista con sus aparatos fotográficos, tratando de colocarse lo más cerca posible de la astronave. La policía montada los perseguía tratando de empujarlos hacia la verja. Faltaban menos de diez minutos para el despegue. ¿Acaso esa gente no entiende a qué peligro se está exponiendo tan cerca del cohete? Bueno, tendrán la culpa de lo que pueda ocurrir. ¡La nave no puede demorarse por ellos! Apresuradamente, empezó a prepararse para el despegue. Verificó nuevamente el curso del aire para Bayson, vio que funcionaba bien el suministro de aire para ambos cajones (el de Bayson, y el propio) verificó los alambres de conexión para poner en marcha el propulsor a reacción atómica y, convencido de que todo estaba en orden, se puso su máscara y la ajustó a su buzo, que cerró herméticamente. Entró en su cajón, conectando las mangueras de aire y de agua. Cerró la tapa de su cajón por dentro y abrió la canilla del agua. Todo estaba listo. Por las viseras de su máscara miró su reloj pulsera luminoso. Faltaban dos minutos. Estaba completamente tranquilo. Aunque se daba cuenta de que su astronave estaba lejos de la perfección deseada, no temía los peligros que amenazaban el despegue, ni siquiera quería pensar en ellos. Había alcanzado la meta que se había propuesto en la vida: ¡el vuelo interplanetario! Todo lo demás estaba borrado de su mente. Si ocurriera una catástrofe, no quería vivir. ¡Vencer o morir! no había otra solución. Quedaba un minuto…
   Se acordó de Kamov. Su rival volaba ahora lejos de la Tierra, ¡sin sospechar que la astronave de Hapgood estaría en Marte antes! El segundero interrumpió sus pensamientos. Ya era tiempo…
   Pensó en los corresponsales que se encontraban demasiado cerca de su nave, en pos de fotografías sensacionales, y con mano firme apretó el botón…
   El tiempo se arrastraba con una lentitud atormentadora… Ciento setenta días de ruta — monótonos, iguales, llenos de pesado ocio— que se sucedían con alelante uniformidad.
   Pronto había cesado el hechizo de la novedad, de la situación extraordinaria, de la carencia de peso, del grandioso cuadro del universo que se divisaba por la ventana de la astronave. No había absolutamente nada que hacer. El cohete volaba según las leyes eternas de la mecánica sideral y debía llevarlos hasta la meta, a menos que ocurriera un encuentro con algún cuerpo celeste que Hapgood no hubiera observado a tiempo; pero pensaba que tal encuentro no se produciría.
   Las relaciones con Ralph Bayson habían empeorado de manera irreparable, porque el periodista tomaba whisky y nunca estaba del todo sobrio.
   Al discutir la cuestión del abastecimiento alimenticio, antes de la partida, había quedado convenido que no se tomarían bebidas alcohólicas. Pero al segundo día de travesía, dijo de repente:
   — ¡Qué aburrimiento! ¿Vamos a tomar un trago, Charles?
   — ¿Qué quiere decir? — preguntó Hapgood, poniéndose en guardia.
   No podía entender de donde sacaría Bayson su bebida alcohólica, puesto que él mismo había revisado cuidadosamente toda la carga de la nave.
   «Si ha logrado traer un par de botellas en secreto, no es tan grave» — pensó.
   Pero el asunto resultó mucho peor, pues llegó a enterarse, con la mayor indignación, de que Bayson habíase puesto de acuerdo con el proveedor para llenar uno de los recipientes de oxígeno líquido con whisky en vez de oxígeno.
   — ¡Idiota! — gritaba Hapgood enfurecido —. ¿Con qué va a respirar al final de la jornada? ¿Con su maldito whisky?
   La fechoría de Bayson podía traer fatales consecuencias. Había doce depósitos de oxígeno y la falta de uno colocaba a la expedición bajo una terrible amenaza.
   — Usted mismo dijo — contestó Bayson imperturbablemente —, que tendremos suficiente aire para todo el viaje. ¿Para qué tantas reservas? Podremos llenar nuestros depósitos en Marte.
   — ¡¿Con qué?!
   — ¡Cómo con qué! Con el aire de Marte, por supuesto. ¿Acaso no tenemos una bomba?
   Durante unos segundos, Hapgood lo miró sin poder articular una palabra.
   — ¿De dónde sabe usted que el aire de Marte es apto para nuestra respiración? ¿Acaso no sabe que nuestros bidones están llenos no de aire, sino de oxígeno líquido? No tenemos ninguna posibilidad de licuar oxígeno de la atmósfera Marciana.
   — ¿Y qué hemos de hacer ahora? — exclamó Bayson, estupefacto —. Yo no sabía nada de todo eso… Volvamos a la Tierra, entonces.
   — Yo no puedo regresar. Aquí tiene mi decisión, como comandante de la nave: su falta la pagará con su vida. Si llegara a faltar oxígeno, lo tiraré por la borda.
   — ¡Hay que respirar ahorrando el oxígeno! — musitó el periodista, alarmado —. Por favor, pongámonos a ahorrar el oxígeno.
   — Puede dejar de respirar del todo, no es asunto mío — replicó Hapgood, ya calmado, volviéndose hacia la angosta ventana.
   Desde aquel día, el periodista empezó a tomar continuamente. El cuerpo del navegante borracho se agitaba en la estrecha cabina, envenenando el aire con sus pesadas emanaciones alcohólicas. Al principio, Hapgood pensó en tirar todo el whisky, pero luego decidió dejar a Bayson en plena libertad de beber cuanto quisiera. Decidió que si la amenaza de la falta de oxígeno llegaba a ser real, dejaría a su compañero en Marte, dándose perfecta cuenta de que no podría tirarlo por la borda, por ser Bayson más joven y más robusto: perecerían ambos. Estas consideraciones le hicieron soportar pacientemente la borrachera de Bayson. En el bidón había unos doscientos litros de whisky bien fuerte. Esta cantidad le alcanzaría a Bayson para los cinco meses, y si perdía la vida tanto peor. Al regresar a la Tierra, Hapgood entablaría un juicio contra el proveedor que consintió en reemplazar el oxígeno por whisky. ¡Qué estupidez criminal! Mejor hubiera sido reemplazar una caja de alimentos envasados. Habrían pasado hambre, mientras que ahora casi tenía la certeza de la muerte de su compañero. Trató de ahorrar oxígeno renovando el aire con menor frecuencia. Había cargado cierta reserva de oxigeno, y trataba de consolarse pensando en eso y en que si llegaba a alcanzar, no se vería obligado a deshacerse de Ralph, pero en su fuero interno bien sabía que no había esperanza alguna.
   Cuando faltaban unos diez días para llegar a Marte, Hapgood ordenó categóricamente a Bayson que dejara de tomar.
   — El aterrizaje es peligroso — dijo —. Puede ser que necesite su ayuda y para eso su cabeza tiene que funcionar normalmente.
   Para gran sorpresa suya, el periodista no protestó en absoluto. Había adelgazado, estaba ojeroso y con la tez terrosa, tenía la barba crecida y parecía viejo. La bebida, la falta de aire puro y de trabajo físico, habían hecho estragos en su persona.
   Hapgood tampoco se sentía muy bien y aunque diariamente hacía gimnasia a determinadas horas, se afeitaba y se alimentaba siguiendo el régimen trazado, se sentía muy debilitado. La causa era el sueño intranquilo y nervioso. La presencia de Bayson quien, en los momentos de lucidez, guardaba un silencio taciturno y seguía cada uno de sus movimientos con una mirada llena de rencor, y cuando había bebido le increpaba con duras palabras, era un suplicio para Charles. Receloso de que su compañero lo matara en un ataque de furia alcohólica, Hapgood escondió todo lo que pudiese servir de arma y no se separaba de su revólver. Muchas veces sentía la tentación de pegarle un tiro y terminar con esa tortura, pero se sabía incapaz de levantar la mano contra un hombre desarmado. «Lo haré antes de abandonar Marte», pensaba.
   — No crea que podrá matarme y volver solo a la Tierra — le dijo una vez Bayson —. ¡Si he de perecer, pereceremos juntos!
   — ¡No diga tonterías! — le contestó Hapgood, tratando de disimular —. He tratado de ahorrar el oxígeno y confío en que nos ha de alcanzar.
   Le pareció que Bayson había creído sus palabras, pero no era así pues el joven se daba cuenta de la situación y del engaño de Hapgood.
   «Si hubiera querido matarme antes de llegar a Marte podría haberlo hecho decenas de veces. Está claro que piensa librarse de mí cuando lleguemos allá. Tengo que dejar de tomar para poder defenderme en caso de ataque. O regresaremos a Tierra juntos o no regresará ninguno. Yo no le permitiré que me sacrifique, no me dejaré sacrificar.»
   Sabía que Hapgood estaba armado, pero eso le tenía sin cuidado. El también tenía su Browning escondido en un bolsillo interior y Hapgood no estaba enterado de eso.
   «Cree que estoy desarmado. Mejor así. El ataque repentino es mi privilegio. Bajo la amenaza de mi revólver le obligaré a volver a la Tierra, le ataré y lo dejaré atado hasta el momento del aterrizaje. Entonces lo dejaré en libertad. Y si no alcanza el oxígeno, ¡pereceremos juntos!»
   Así pensaba Bayson y esa era la razón de su acatamiento a la orden de no beber más. En los días que quedaban hasta la llegada a Marte se esmeró en recuperar su estado normal.
   Hapgood lo observaba con sospecha. Veía que el organismo joven y sano se rehabilitaba rápidamente.
   «¿Cómo podré librarme de él? Es mucho más fuerte que yo. Si no lo mato con el primer tiro, podrá desarmarme fácilmente.»
   Si hubiese sabido que Bayson estaba armado, habría comprendido que sus planes estaban condenados al fracaso, pero lo ignoraba y confiaba en que su revólver le haría dueño de la situación.
   Llegó el último día de la travesía. El cohete se aproximaba a su meta. Hapgood explicó a Bayson lo que tenía que hacer en el momento del aterrizaje. Cuando se detenga el freno, usted abrirá el paracaídas apenas yo se lo diga.
   — Bueno — dijo Bayson —. Pero… ¿va a frenar el cohete?
   Al formular la pregunta estaba muy emocionado. Le molestaba la perspectiva de volver a acostarse en el cajón con agua, porque así se encontraría absolutamente a merced de Hapgood, y estaba seguro que su compañero aprovecharía la oportunidad para dejarlo en su ataúd de aluminio. Pero Hapgood ni pensaba en ello.
   — Tenemos un solo motor y no podemos emplearlo como freno. Habrá que frenar al cohete por fricción contra la atmósfera del planeta. Si son correctos mis cálculos — y no dudo de ellos —, toda esa operación ha de durar unas doce horas y requerirá enormes esfuerzos.
   Bayson suspiró con alivio. El peligro más terrible había pasado y los próximos pasos le tenían sin cuidado por estar seguro de que en lucha abierta tenían las mismas posibilidades.
   El cohete voló hacia Marte, pasándolo por la tangente y tocando su atmósfera justo a las catorce horas del 28 de diciembre, así como lo había calculado Hapgood. Con un vuelo de semicírculo, volvió a pasar el planeta pero del otro lado, y así, pasada tras pasada por una espiral extendida, penetrando cada vez más y más profundamente en su atmósfera, Hapgood iba apagando por fricción la velocidad cósmica de su cohete. Durante las últimas vueltas, el cohete ya no salió de la envoltura gaseosa de Marte. Cuando la velocidad decreció hasta 1.000 kilómetros por minuto, Hapgood decidió detener el vuelo. El armazón de la nave estaba recalentada y la temperatura interior había subido a cincuenta grados, de manera que los astronautas ya no podían soportar semejante calor. Temiendo perder el conocimiento y desmayarse y con ello arrastrar su expedición al fracaso, Hapgood dirigió el cohete hacia la superficie del planeta, distante unos cinco kilómetros. Quería aterrizar antes de la puesta del Sol, que ya se encontraba cerca del horizonte.
   — ¡Paracaídas! — gritó a Bayson.
   Era el momento decisivo: ¿Aguantaría el paracaídas el peso de la nave?
   Se sintió un golpe seco y encima del cohete abrióse una gigantesca sombrilla de seda. La velocidad decayó enseguida. El paracaídas resistió.
   Inundado de sudor, con los dientes apretados hasta el dolor, Hapgood se esforzaba por evitar a su nave una caída vertical y para ello esgrimía toda su pericia de piloto. Cuando sólo faltaba medio kilómetro para llegar al suelo, sobrevinieron las tinieblas y por la rapidez con que se hizo de noche, Hapgood se dio cuenta de que estaban en los «trópicos» marcianos.
   Había que aterrizar a ciegas. Corrían el peligro de acuatizar en uno de los lagos, de cuya profundidad Hapgood no tenía ni la menor idea. Pero no había alternativa. El cohete bajaba a toda velocidad… Un golpe fuerte… el sonido de algún artefacto roto en el tablero de mando… un grito asustado de Bayson… y la nave se detuvo. Estaban en Marte.
   Hapgood miró su reloj. Eran las trece y treinta y cuatro minutos. Se volvió hacia Bayson.
   — ¡Anote! — dijo con voz entrecortada por la emoción —. A las trece horas y treinta y cuatro minutos hora de Washington (el lector ha de recordar que hay una diferencia de siete horas entre el meridiano de Moscú y el de Washington. Así, las trece, hora de Washington, corresponden a las veinte, hora de Moscú), ¡la astronave norteamericana construida por Charles Algernon Hapgood y dirigida por él mismo, aterrizó en el planeta Marte!
   — Con una tripulación compuesta por el nombrado Charles Hapgood y el periodista Ralph Bayson — continuó Bayson —. Pero esto aún no es todo. Hay que salir de la nave y poner pie en tierra marciana para no ceder la primacía a nadie. Los astronautas rusos pueden llegar en cualquier momento.
   — Si no han llegado ya — musitó Hapgood, pero en voz tan baja que Bayson no lo oyó.
   — ¡Pronto, Charles!
   Con febril premura, el periodista sacaba su aparato fotográfico.
   Hapgood sabía cuál era su intención. Con la mayor rapidez sacaron el reloj del tablero de mando. Había sido sellado en la Tierra por una comisión Especial. Su cuadrante indicaba, además de la hora, las fechas mensuales, y había que sacarle una foto fuera de la nave para llevar con ellos una prueba indiscutible del momento de la llegada a Marte. El aparato fotográfico también estaba sellado. Munidos de sus escafandras y máscaras de oxígeno, del reloj, la cámara fotográfica y una potente lámpara de magnesio, salieron de la nave por su estrecha portezuela. Al cerrar tras sí la puerta hermética, Hapgood dijo que estaban cometiendo una gran imprudencia al bajar en un lugar desconocido en plena oscuridad.
   — ¡Pues quédese! — exclamó Bayson —. ¡Saldré solo! No quiero perder todo el valor de este vuelo por culpa suya!
   En ese momento, impulsado por su entusiasmo deportivo, se olvidó por completo de que tenían muy pocas probabilidades de volver a Tierra.
   — ¡Abra la salida! — gritó imperativo, viendo la vacilación de Hapgood. Sonaron las cerraduras. La puerta se abrió y el aire fresco invadió la cámara, refrescando sus cuerpos recalentados. Lo primero que Hapgood vio fue la constelación de la Osa Mayor muy a ras del horizonte. En la atmósfera enrarecida de Marte, las estrellas tenían más brillo.
   — Salga usted primero — dijo Bayson —. Usted tiene el derecho de ser el primero que pise tierra marciana.
   La nave había aterrizado en la ribera arenosa de un lago. Desde la puerta de salida del cohete hasta el suelo había un metro y medio o más de altura. Sobreponiéndose a un instintivo temor, Hapgood hizo un esfuerzo y saltó. La débil atracción marciana hizo el salto muy liviano, como si hubiera saltado de una silla. Bayson le pasó el reloj, la lámpara, la cámara y luego saltó también. A unos metros de distancia había unos matorrales de plantas desconocidas. En la lóbrega oscuridad, iluminados sólo por las estrellas, parecían amenazas misteriosas, llenas de ocultos hechizos.
   — Hay que alejarse del cohete para que se lo vea en la foto — gritó Bayson, cuya voz sonó como débil chillido a través de la máscara y del aire enrarecido. En derredor reinaba el más absoluto silencio, sin el más leve soplo de viento en el aire frío. Frío también era el brillo de las estrellas, destacándose una, en el horizonte, por su fuerte luz azulada.
   — La Tierra — dijo Hapgood a media voz.
   Se apartaron unos diez pasos de la nave, y se detuvieron; Hapgood tomó el reloj en la mano y Bayson, dando unos pasos más, colocó en alto la lámpara de magnesio (el «flash») abriendo el objetivo del aparato con la otra mano.
   La luz enceguecedora del «flash» iluminó por un instante los matorrales, la pista, el lago, el cohete en la ribera y la silueta de Hapgood con el reloj en el brazo extendido.
   Con su máscara que le tapaba la cara parecía un ser fantástico, un verdadero habitante marciano…
   Así, hasta el fin de su vida, lo recordaría Bayson.
   Pronto cambió la llave de su «flash» para una segunda iluminación, pero apenas lo levantó oyó un silbido chirriante…
   Sobre el fondo de la línea más clara del horizonte se delineó un cuerpo largo y oscuro que casi lo rozó. Bayson oyó un grito espantoso.
   Automáticamente apretó el botón y la iluminación le hizo ver un cuadro escalofriante. A dos pasos del lugar donde acababa de estar Hapgood brillaba la piel plateada de un largo animal parecido a una víbora gigantesca. Paralizado por el horror, Bayson vio solamente los pies de Charles que aparecían bajo el cuerpo del enorme animal desconocido que se le había echado encima. El «flash» se apagó y en la oscuridad aún más lúgubre después de la luz enceguecedora, el corazón de Bayson se llenó de un espanto mortal. Con un grito salvaje, arrojó la lámpara y casi inconscientemente se precipitó hacia la nave. Enloquecido, olvidando que en su bolsillo había un revólver, entró de un salto por la puerta de la astronave, cerrándola tras de sí. Lo sacudía un temblor tremendo y espasmos de náuseas lo trastornaban. Se echó al suelo sin fuerzas, con la cabeza vacía, incapaz de pensar, y se quedó así en las tinieblas. Ante sus ojos estaba el cuadro del compañero destrozado, con la víbora velluda encima y asomándole por debajo las piernas inmóviles.
   Inmóviles… «quiere decir que ya había muerto» fue el primer pensamiento consciente. Se disiparon las náuseas y el temblar. Bayson se sentó y se puso a escuchar. El silencio era absoluto y de afuera no llegaba ni el menor sonido. Sólo oía los latidos de su propio corazón atribulado.
   «Quizás habría podido salvarlo» cruzó por su mente la sugestión atormentada. «No, ya estaba muerto», se dijo de inmediato reviendo la escena.
   Se levantó y prendió la luz. La puerta de entrada estaba bien cerrada, pero él no recordaba haberlo hecho y se estremeció. Luego se quitó la máscara de oxígeno y entró en el cohete. Repentinamente, se apoderó de él una invencible somnolencia. Sin siquiera elegir un lugar, se recostó en el suelo durmiéndose enseguida.
 
   No habría podido decir cuánto tiempo había dormido, pero al abrir los ojos vio la luz del día que se filtraba por las ventanas. Sentóse y tomando su cabeza entre las manos pensó. Hapgood había perecido. Estaba solo en Marte, con este cohete que no le servía para nada. La muerte parecía inevitable. Nada podía salvarlo. Nada excepto… Pero, ¿cómo podía esperarse siquiera que la astronave soviética aterrizara precisamente en estos parajes? El planeta era enorme y Kamov podía aterrizar en cualquier punto de los ciento cincuenta millones de kilómetros cuadrados de la superficie de Marte. No había ni la menor posibilidad de esperanza. ¿Cuánto tiempo duraría su agonía? El aire le alcanzaría para tres meses, para él solo, tres meses… y se acordó cómo se preparaban a matarse mutuamente por este aire. ¿Vale la pena esperar tanto tiempo…? Tocó el revólver que tanto ocultara de Hapgood. La bala que destinaba a su compañero quedaba ahora para él mismo. Se acercó a la ventana para cerciorarse de la presencia del horrible habitante marciano por si aún se encontraba ahí. Cruzó su mente la idea de que sería oportuno sacarle una foto. «Sería una foto sensacional», pensó e involuntariamente sonrió. ¿Quién vería esa foto…?
   Ya era de día. Los matorrales gris-azulado iluminados por el sol y la pista arenosa estaban desiertos. Notó su «flash», que había quedado tirado en la arena. El cuerpo de Hapgood no se veía. La mirada de Bayson se detuvo en una mancha obscura en el sitio donde habían estado la noche anterior. Vio una pierna humana con los restos de la escafandra. Al lado estaba el reloj, aplastado. Bayson comprendió que la mancha obscura era sangre y el pedazo de pierna, todo lo que quedaba de su compañero destrozado por el reptil marciano. Otra vez se apoderó de él un temblor convulsivo y la debilidad en las piernas lo hizo recostarse contra la pared. ¡No, fuera de este mundo atroz! Terminar… ¡Acabar con todo, enseguida…! Sintió en su mano el acero frío y, lentamente, levantó el revólver hacia su boca. Pero repentinamente se estremeció y bajó el brazo.
   A una distancia de unos trescientos metros movíase un objeto que se acercaba rápidamente. La superficie debía ser metálica porque brillaba. Las plantas ocultaban sus formas y Bayson miraba sin comprender lo que era. Se acercó a la ventana mirando a la enigmática aparición que se dirigía hacia el cohete.
   — Se parece al techo de un automóvil — dijo en voz alta.
   ¿Pero de dónde saldría un automóvil en Marte? ¿Sería posible que el planeta estuviese habitado y que fueran los marcianos que se acercaban a la astronave? Podía ser la salvación llegada en el último momento.
   Los latidos de su corazón se aceleraron ante la esperanza renacida. Si los marcianos podían crear un vehículo a motor como un automóvil terrestre entonces su técnica se encuentra en un alto nivel de desarrollo.
   «Puede ser que lo que brilla sea la coraza de otro reptil marciano… — pensó —. ¿Quién sabe qué seres pueblan este planeta?»
   El objeto brillante se acercaba a gran velocidad y era evidente que se dirigía a la astronave norteamericana. Transcurridos unos segundos, Bayson se convenció de que lo que miraba no era un animal sino algo hecho por manos humanas o por un ser que se parecía al hombre terrestre. Veía que el techo del misterioso automóvil estaba pintado con barniz blanco y lustroso. Se le acercaban criaturas conscientes y racionales. Pasaron otros minutos llenos de angustia y en la pista arenosa, aplastando los tallos de las plantas, apareció un pequeño vehículo a oruga, de una blancura enceguecedora. Por los cristales de sus ventanas veíanse seres humanos. El hombre sentado en el volante se inclinó hacia adelante y Bayson dio un paso atrás con un grito de sorpresa.
   Reconoció el rostro, tan frecuentemente fotografiado, de Paichadze.

LA MAÑANA

   Entre todos los planetas del sistema solar, el más conocido por el vulgo es indudablemente el planeta Marte, llamado así desde la antigüedad en honor al dios de la guerra. Su color rojo anaranjado, color «ensangrentado» le hace diferente de los demás planetas o «estrellas errantes».
   En la mitología griega, el dios de la guerra, Marte, tenía otro nombre, Ares, y por ello la ciencia que estudia la superficie marciana se llama areografía, ciencia que surgió cuando en 1659 el notable astrónomo holandés Cristian Huyghens observó unas manchas obscuras en la superficie del planeta. Ninguno de los astros estudiados por el hombre ha suscitado tantas discusiones, tantas suposiciones y tantas conjeturas como Marte. Ningún planeta ha desempeñado un papel tan importante en el desarrollo de la astronomía. El genial Kepler descubrió las leyes del movimiento planetario precisamente durante sus observaciones de Marte.
   La popularidad del «Planeta Rojo» aumentó desde 1895, cuando el astrónomo italiano Schiaparelli expresó su teoría de que las líneas rectas que descubriera él mismo en el disco del planeta, eran canales artificiales creados para un grandioso sistema de irrigación elaborado por seres racionales, los habitantes marcianos. Esta idea tuvo gran éxito entre el público en general, pero encontró objeciones de peso de parte de los astrónomos. Se dudaba no sólo del origen artificial de los canales, sino de su misma existencia. Se emitieron opiniones según las cuales las manchas obscuras diseminadas en la superficie podían tener el aspecto de líneas rectas vistas a esa inmensa distancia. Las grandes oposiciones de Marte, que suelen producirse cada quince a diecisiete años, cuando el planeta se acerca más a la Tierra, no ayudaron a solucionar el problema ni pusieron término a la gran discusión. La incógnita quedó en pie.
   Marte no es un gran planeta. Su diámetro es dos veces menor que el de la Tierra. (Diámetro de la Tierra, 12.757 kilómetros; diámetro de Marte, 6.770 km.). Debido a la poca gravitación, la atmósfera es muy enrarecida y por su densidad se aproxima a la terrestre en el límite estratosférico. Marte se encuentra una vez y media más alejado del Sol que la Tierra y por lo tanto recibe mucho menos calor y energía.
   El planeta tiene dos satélites de muy reducidas dimensiones y que sólo desde Marte pueden verse como estrellas grandes. Los antiguos astrónomos de la Tierra los llamaron Fobos y Deimos, que quiere decir «Temor» y «Horror» respectivamente. (Diámetro de Fobos, 16 km.; diámetro de Deimos, 8 km.). El temible dios de la guerra, Marte, no podía tener otros satélites.
   Debido a su gran distancia del Sol, la órbita de Marte es mucho más larga que la de la Tierra y el planeta se mueve más lentamente, pues para dar una vuelta entera necesita 687 días terrestres; pero como el eje de Marte tiene un ángulo de inclinación igual que el terrestre, en ambos planetas se producen las mismas estaciones del año, con una duración doble en Marte. Las alternativas de noche y día también se producen de igual modo, con una duración casi igual, produciéndose la vuelta entera de Marte con un atraso de treinta y siete minutos y medio.
   Antes de que la astronave de Kamov visitara Venus, Marte era el único cuerpo sideral donde los astrónomos suponían encontrar la presencia de la vida. Los distintos matices en las estaciones del año, en diferentes partes del planeta, correspondían a las alteraciones en el colorido de las plantas en primavera y otoño. Quedaba en pie el interrogante de la existencia animal, y precisamente en vista del interés suscitado en la Tierra, se efectuaba el primer vuelo interplanetario, con el fin de dilucidar el enigma. Para la tripulación de la astronave de Kamov, la cuestión de los canales no se planteaba a favor de los que les atribuían origen artificial. Más aún: la existencia de largas líneas rectas que estuviesen regidas por algún ordenamiento, no era, según Paichadze, más que una ilusión creada por la distancia.
   El 29 de diciembre de 19… los astronautas del grupo Kamov vieron la primera mañana en el meridiano aerográfico marciano, cuando un Sol dos veces más pequeño que el que se veía desde Tierra se levantó lentamente en el cielo azul oscuro matizado de violeta, donde permanecían brillando las estrellas de primera magnitud.
   En los lagos, bastante numerosos en aquel paraje, se produjo un leve movimiento: era que se deshacía la capa de hielo formada durante la noche. El agua de los lagos volvió a tornarse inmóvil. Las plantas abrieron sus hojas, volviéndose hacia el Sol.
   El aspecto fantástico de esas plantas sorprendía a los ojos terrestres por las tonalidades de sus colores azulado-grisáceos y celestes. Su altura no excedía de los cien a ciento treinta centímetros. Los gruesos tallos crecían derechos como pinos. Largas hojas, rectas y con bordes dentados, crecían directamente del tronco, ralas en la parte baja y más tupidas arriba. Eran duras y flexibles, alcanzaban hasta un metro de largo y su color era gris-azulado en el centro con los bordes más obscuros, doblándose a la noche como las alas de una mariposa; entonces se veía el revés de la hoja, recubierto por un vello más oscuro. Durante el día, las hojas se abrían, volviéndose hacia el Sol, ensanchándose el borde oscuro hasta llegar casi al centro, hacia mediodía. Mirada desde arriba, toda la planta parecía azul marino. Desde el mediodía hasta la puesta del sol el proceso se invertía y a la noche toda la vegetación era nuevamente gris-azulado.
   El sol subió y sus rayos iluminaron la deslumbrante blancura de la astronave posada en la ribera del lago. Las ruedas bimetrales de la nave se hundieron en el suelo arenoso. Las amplias alas desplegadas proyectaban una sombra obscura. A su lado veíase un coche a oruga, aerodinámico y también pintado de blanco, en cuyas ventanillas, largas y estrechas, se reflejaba el paisaje marciano.
   Un animalito velludo saltó de las espesas matas. Por sus dimensiones, sus movimientos bruscos y las largas orejas, se asemejaba a una de nuestras liebres. Todo su cuerpecito estaba recubierto de un largo pelaje gris azulado en plena armonía con los colores circundantes. Sus grandes ojos redondos y negros, estaban muy cerca uno del otro, lo que indudablemente acortaba su vista. A largos saltos llegó hasta el lago y se sentó sobre sus patitas traseras; sus orejas bajaron y se apretaron contra su lomo, el cuerpecito se achicó aprestándose a huir. Pero el objeto que lo asustara estaba inmóvil y el animalito volvió a tranquilizarse. Sus orejas volvieron a levantarse, su cabecita se inclinó a un costado y diríase que estaba escuchando. Pero todo estaba en calma y del matorral saltaron otros dos bichitos para reunirse con él.
   De repente se sintió un ruido. Resonó un resorte invisible y la gran puerta pesada del cohete se movió a un costado. En el umbral apareció un hombre con un buzo de cuero y pieles y un casco en la cabeza. Una escalera metálica bajó hasta el suelo.
   Los animalitos saltaron y desaparecieron en un santiamén, volviendo al matorral. El hombre que los asustara no hizo uso de la escalera: saltó con presteza desde los dos metros de altura, seguido por otro vestido de la misma manera.
   — Estos animalitos — dijo —, no se asustaron de nosotros, sino del ruido. Jamás vieron a un hombre y por eso no aprendieron a temerle. Pero el color de su pelaje, que se asimila a la vegetación, demuestra que en Marte hay algo que temen, que los caza y de lo que tienen que ocultarse. De otra manera no se habría formado el color protector.
   — Usted tiene razón. Estas «liebres» no pueden ser los únicos habitantes del planeta y tenemos que buscar a sus enemigos.
   — Hay que proceder con prudencia. Quién sabe qué clase de seres moran por aquí.
   — Ayer no vimos a nadie.
   — Cuando estuvimos armando el coche, ayer, el ruido asustaba a los animalitos — contestó Kamov —. Pero allí donde existen semejantes «liebres» han de existir también los «lobos» y aún no sabemos lo que son.
   — Claro, hay que ser prudente — confirmó Paichadze.
   Las máscaras de oxígeno tapaban la parte inferior del rostro, pero los micrófonos insertados por dentro permitían hablar sin elevar la voz. Melnicov bajó de la astronave por la escalera, con la cámara fotográfica. A su espalda colgaban dos fusiles automáticos que entregó a Paichadze. Los astronautas tenían también revólveres y cada uno llevaba binoculares y un aparato fotográfico en estuche de cuero colgado al cuello.
   — Apenas saque una foto de nuestra partida — dijo Kamov— vuelva usted a la nave y recuerde mis indicaciones a Belopolski. Repito: no salir de la nave excepto en caso absolutamente imprescindible. Si hubiera tal necesidad puede salir usted solo, pero Belopolski no tiene que abandonarla ni por un instante. Si no regresáramos a la noche, no emprendan nada. En caso de interrumpirse la comunicación, conecte el radiofaro y téngalo conectado todo el tiempo hasta nuestro regreso. Si no regresáramos, vuelvan a la Tierra en el momento acordado.
   — ¡Será cumplido, Serguei Alexandrovich! ¡Feliz viaje!
   — Al anochecer, tenga el proyector encendido — añadió Kamov —. Podemos demorar y será más fácil encontrar la nave gracias al proyector. ¡Adiós!
   Dio un apretón de manos a Melnicov y se dirigió al coche. Paichadze ya estaba ante el volante.
   — Otra cosa — dijo Kamov, volviéndose hacia Melnicov —. Revele la película hoy mismo. Me interesa ver si los animalitos salieron bien.
   — Será cumplido, Serguei Alexandrovich.
   Melnicov sonrió en su máscara. Estaba seguro de que los animalitos habían salido bien. Esta pequeña escena tendrá mucho éxito cuando se la exhiba en los cines de la Tierra. ¡Animalitos marcianos en su ambiente natal…!
   Kamov se sentó en el coche, cerrando la puerta hermética, y abrió la canilla del bidón de oxígeno. Cuando el aire y su presión alcanzaron condiciones normales, se sacó la máscara y lo mismo hizo Paichadze. Melnicov se encontraba a unos cinco pasos y daba vuelta a la manivela del aparato. En la ventana de la nave veíase el rostro de Belopolski.
   Paichadze movió una palanca y un temblor apenas perceptible del coche demostró que su potente motor empezaba su trabajo silencioso.
   — Bueno, ¡en marcha! — dijo Kamov.
   El coche se dirigió lentamente a la muralla de plantas que rodeaba la nave.
   — Es una lástima aplastarlas — dijo Paichadze.
   — Pase más a la izquierda, parece que hay un claro por allá, si le da lástima aplastar esas plantas y afear los alrededores de nuestra nave. No tendríamos un lindo paisaje desde la ventana, ¿no le parece? — contestó Kamov, riéndose.
   Paichadze tomó la dirección indicada: efectivamente, el terreno se nivelaba y parecía más acogedor para las ruedas del coche que se lanzó rápidamente en dirección occidental.
   Melnicov se quedó mirando el alejamiento del coche, con las palabras de Kamov vibrando en sus oídos: «¡Si no volviera el coche, vuelvan a la Tierra!»
   ¡¿Si no volviera?! ¡No, eso era imposible! ¡Volverá! Tiene que volver… Suspiró y lentamente volvió a la nave. Entró en la primera cámara, alzó la escalera, apretó un botón. La puerta de entrada se cerró y a los diez segundos, automáticamente, se abrió la puerta interior la que, dejando pasar a Melnicov, volvió a cerrarse. Se sacó la máscara y pasó al observatorio. La nave parecía vacía, al faltar los compañeros preferidos que se enfrentaban en estos momentos con la incógnita misteriosa de las lejanías de un mundo extraño y desconocido.
   Belopolski se encontraba aún ante la ventana.
   — Pueden verse todavía — dijo.
   A lo lejos divisábase el techo blanco del coche. Por un instante se vio todo el vehículo y luego desapareció.
   — Ahora vamos a esperar — dijo Belopolski —. Mañana es nuestro turno.
   ¿Mañana? ¡Ojalá viniese pronto, este mañana! pensaba Melnicov, acercándose al radiorreceptor. El leve crujido del receptor y la lamparita roja de control lo tranquilizaban, demostrando que el aparato del coche funcionaba. Kamov había prometido su primera comunicación a la media hora. Durante ese lapso el coche habría recorrido una buena distancia. Se sentó al aparato. Belopolski caminó un rato por el observatorio y terminó sentándose también a su lado. Ambos esperaban con paciencia. En cualquier momento podían llamar a Kamov, pero no quisieron infringir las indicaciones del jefe de la expedición. Cuando transcurrieron, por fin, los treinta minutos, se oyó una llamada en el aparato: era la conexión de Kamov con el micrófono.
   — Habla Kamov — oyeron la voz amiga —. ¿Cómo me oyen?
   — Le oímos bien — contestó Belopolski.
   — Yo también. No hay nada nuevo. El coche pasó por parajes que se asemejan al que rodea nuestra nave. Vimos unas «liebres» y casi atropellamos a una que vino a meterse bajo la oruga, pero Paichadze supo esquivarla. Se ve que hay muchas, por acá, pero no veo ningún otro animal. Seguiremos adelante. ¿Qué novedades tienen ustedes?
   — Ninguna.
   — Sigan observando los alrededores. La próxima conversación dentro de una hora.
   — Desconecto.
   La voz se apagó. Se desconectó el micrófono.
   — ¿Usted se quedará aquí, Constantin Evguenievich?
   — Sí.
   — Entonces voy al laboratorio para revelar las fotos de hoy. Pronto estaré de vuelta.
   — Bueno, vaya.
   Belopolski miró atentamente a su joven compañero.
   — Vaya — repitió —, no se inquiete. Van a regresar a tiempo. No hay motivo de preocupación. Aunque hubiera animales en Marte, no se atreverán a atacar al coche.
   — Yo no temo al ataque — contestó Melnicov— pero imagínese que el balón de oxígeno pierda y que se queden sin aire. O que se rompa el motor o le ocurra un percance al coche. Puede sufrir una rotura una oruga y si algo ocurriera lejos de aquí, están perdidos.
   — Boris Nicolaevich — contestó Belopolski— usted ha podido cerciorarse de que todo lo que se encuentra en nuestra nave es de primerísima calidad. En cuanto al balón de oxígeno, no es el único que hay en el coche y no es de cartón, no puede sufrir pérdida alguna. Recuerde cómo Serguei Alexandrovich hizo tirar uno de esos balones desde una altura de diez metros, y quedó intacto.
   — Sí, me acuerdo, pero con todo…
   — Yo, en su lugar, me preocuparía por otra cosa — prosiguió Belopolski.
   — Hay un peligro teórico, insisto, solamente teórico. Es que en Marte suelen producirse violentas tempestades de arena. Son tan fuertes y abarcan tan amplias zonas que podemos observarlas desde la Tierra, con nuestros telescopios. En la superficie lisa y llana de Marte ha de haber fuertes vientos provocados por el recalentamiento irregular del aire en diferentes partes del planeta. Me sorprende la quietud de la atmósfera que hemos observado durante estos días. Los vientos levantan enormes cantidades de arena y la llevan a gran velocidad. Ahí está el peligro. Pero, repito, no es más que teoría y nuestro coche ha sido calculado para enfrentar ese peligro. Su motor aguantará la sobrecarga y podrían guiarse por el radiofaro. Además las tempestades son más peligrosas en los desiertos que vimos y no en parajes como estos. No olvide que nos encontramos en un valle profundo y es dudoso que el coche salga de esta zona. Así es que no debe preocuparse: nuestros amigos regresarán sanos y salvos.
   Belopolski hablaba con voz tranquila. Sus argumentos eran lógicos y bien fundamentados, pero esta calma aparente no engañó a Melnicov. Notó el prolongado discurso, tan en desacuerdo con el Belopolski habitual. Tomó su cámara y se fue a su laboratorio. Belopolski lo acompañó con una mirada de simpatía y comprensión, ya que compartía su estado de ánimo.
   “Hemos enumerado todos los peligros potenciales que están al alcance de nuestra imaginación — pensó —, ¡pero cuántos más puede haber, de los que no tenemos ni la menor idea!”
   Suspiró y miró la estación de radio. La luz roja seguía prendida y su débil fulgor anunciaba que todo iba bien en el coche. «Nosotros tememos por ellos y ellos han de preocuparse por nosotros. Así tiene que ser y así será durante los cuatro días que faltan», pensaba para sus adentros.
   Pasó la hora y hubo otra breve conversación entre el coche y la nave. Nada de nuevo. Idéntico paisaje. Todo andaba bien.
   Para Melnicov y Belopolski la mañana duró una eternidad. El Sol cumplió su itinerario en el cenit. El termómetro marcaba una temperatura de 15 grados.
   — ¡Y esto en el ecuador!
   — Sí, ¡qué planeta frío!
   Juzgando por la altura del sol debían de ser las once cuando Kamov informó que habían viajado cien kilómetros. El motor trabajaba perfectamente; andarían unos cincuenta kilómetros más y luego se dirigirían al sur.
   Pasaron dos horas después de esta conversación, llegó el momento de la conexión, pero el receptor se mantuvo silencioso. La lamparita indicadora seguía con su mensaje tranquilizador, los transmisores continuaban funcionando, pero no había conexión entre el coche y la nave.
   Belopolski se decidió a conectar el micrófono.
   — ¿Por qué se callan? — dijo en voz alta —. ¡Contesten! ¡Contesten…!
   Esperó y volvió a repetir las mismas palabras. Melnicov, reteniendo el aliento, escuchaba intensamente.
   — No pasó nada con el coche — dijo Belopolski, tratando de conservar la calma —. La estación funciona. ¿Quizás han salido del coche?
   — ¿Ambos?
   Esta pregunta lo hizo estremecer. Kamov había dicho que en ningún caso saldrían ambos del vehículo. Alguien tenía que quedar adentro. Pero, ¿por qué no contestaban?
   — ¡Kamov! ¡Paichadze! ¿Por qué no contestan? ¡Contesten…! ¡Contesten…!
   Nada. En el observatorio se hizo un pesado silencio.
   Melnicov y Belopolski, tratando de ocultar su angustiada emoción, no bajaban la vista del indicador rojo. Ambos temían que se apagara la lamparita y el zumbido de la radio, apenas audible, les parecía demasiado fuerte. A cada momento creían que se oiría el micrófono del coche.
   Pero los minutos se sucedían y la radio seguía en silencio.

EL TIRO

   El coche anfibio corría velozmente sobre la arena bien apisonada por el tiempo. Las anchas orugas dejaban una huella nítida en el camino y la carrocería blanca reflejaba los rayos del sol, de manera que el interior del coche no se recalentaba.
   Kamov y Paichadze se sentían muy cómodos en los mullidos asientos y sólo podía cansarlos la monotonía del paisaje circundante, aunque no perdían la esperanza de encontrar por fin algo más interesante; por eso observaban atentamente en torno. A veces había que dar vueltas alrededor de algún lago y una vez casi se empantanaron, pero gracias a una rápida maniobra de Paichadze, pudieron evitar la trampa del tembladeral. Habíanse alejado unos cien kilómetros de la nave, pero la distancia los tenía sin cuidado y seguían adelante, siempre adelante. Kamov estaba convencido de que el motor, especialmente construido para ellos en una fábrica de los Urales, no les iba a hacer una mala jugada. Durante las dos horas de viaje ni se había calentado y parecía que su potente máquina llevaba al coche sin esfuerzo, entre el suave acompañamiento del continuo susurro de las orugas.
   — ¡Qué ensambladura! ¿eh? ¡Y qué rápidamente hemos montado este coche…! — exclamó Paichadze.
   — No en balde lo montamos tres veces en la Tierra — aprobó Kamov —. ¿Recuerda cómo refunfuñaba Belopolski cuando exigí una tercera ensambladura?
   Paichadze se puso a reír.
   — ¿Y recuerda cómo el capataz le retó cuando usted rompió una llave?
   Kamov, sonriendo, se acordó del capataz de los Urales que les enseñara a ensamblar el coche: «Al instrumental hay que tratarlo con cuidado, con orden, con amor, mi joven amigo.» Así decía, ¿verdad?
   — Sí, así decía.
   Kamov miró su reloj.
   — ¡Pero, ya son las once y media! Hicimos ciento cuarenta kilómetros. Es tiempo de volver. Investiguemos la región al sur y luego volvamos a la nave.
   — Bueno. Entonces, ¿doy la vuelta?
   En ese momento Kamov se alzó en su asiento y empezó a escudriñar el lugar con su binóculo. En todas partes lo mismo: matorrales y arena. Ya quería bajar el brazo y aprobar la vuelta a noventa grados cuando bruscamente se inclinó hacia adelante.
   — ¿Qué es eso? — dijo —. ¡Mire usted, Paichadze! — Y le pasó los prismáticos.
   A unos dos kilómetros a la derecha y por encima del azulado manto de los matorrales, divisábase algo de forma alargada, con brillo opaco. Se alzaba ese cuerpo, destacándose en la llanura, entre las formas ya habituales del paisaje marciano.
   — Como si fuera de metal — dijo Kamov.
   Sin esperar órdenes, Paichadze se orientó en la dirección del objeto, aumentando la velocidad, y al acercarse a unos quinientos metros, Kamov dijo, sin apartarse de los gemelos:
   — Ya sé lo que es. Es una astronave, pero más chica que la nuestra.
   — ¿Una astronave? ¿Así que no estamos solos en Marte?
   — Claro. Lo más probable es que sea el cohete de Charles Hapgood.
   — ¡Qué encuentro original! ¿Vamos a comunicarlo a Belopolski?
   — Ya tendremos tiempo de hacerlo. Aún no es la hora, puesto que tenemos que hablarle a las trece. No hay que alterar el plan y además estaremos allá en medio minuto.
   El coche atravesó los espesos matorrales y se encontró en la pista arenosa de un valle idéntico a aquel donde había descendido su propia nave. La semejanza del lugar era tal que en un momento dado les pareció haber vuelto «a casa», aunque esta impresión se disipó enseguida.
   Se detuvieron a unos diez pasos de la nave recostada en la arena como una ballena alada de un cuento de hadas. Era de color plateado y no tenía más de doce metros de eslora por dos y medio de ancho. Sus largas alas puntiagudas se encontraban en la parte inferior del fuselaje y no estaba munido de ruedas. Tenía el aspecto de un avión de transporte. Kamov pensó para sus adentros que las alas no se replegaban. Toda la parte trasera estaba recubierta por un montón de género de seda.
   — ¡Qué extraño! — dijo Kamov —. ¡Una astronave que baja al planeta mediante un paracaídas! Nunca se me ocurrió nada semejante. Las alas son suficientes para el descenso. ¡Qué embrollo…!
   — ¿Dónde estarán los norteamericanos? — interpuso Paichadze.
   Efectivamente, no se veía a nadie cerca de la nave.
   — O duermen, o salieron — contestó Kamov, mirando con atención; repentinamente tomó a su compañero por el hombro—: ¡Mire! — dijo con voz trémula.
   A pocos pasos de ellos había una gran mancha obscura en la arena. Un gran reloj destrozado yacía al lado de una pierna humana con un pie calzado con zapato de suela gruesa. Cerca había un «flash», también roto.
   — ¡Malo, malo! — dijo Kamov —. ¡Aquí debe haber ocurrido una tragedia! Pero ¿será posible que toda la tripulación haya perecido? Quédese acá, yo voy a investigar el asunto. — Se puso la máscara de oxígeno.
   — ¡Tenga cuidado, Serguei Alexandrovich! — dijo Paichadze, poniéndose también la máscara —. Son los «lobos» que no hemos visto todavía. Es su obra.
   Kamov desenfundó su revólver y se lo metió en la cintura. Paichadze tomó el rifle y apretando un botón, bajó todas las ventanillas del coche.
   — ¡No salga del coche en ningún caso! — le dijo Kamov, abriendo la portezuela y bajando del vehículo.
   Acercándose a la mancha obscura se agachó e inspeccionó atentamente la pierna humana arrancada cerca de la rodilla. No se veían otros restos humanos. «¿Por qué este reloj? — pensó —. ¿Cómo llegaron a encontrarse aquí? ¿Cómo averiguarlo?»
   Se enderezó rápidamente al oír el ruido de una cerradura. Se abrió una puerta en el cohete. Apareció un hombre vistiendo un buzo y con una máscara de oxígeno que le ocultaba la cara. Se detuvo en el umbral, luego saltó y se dirigió hacia Kamov, con paso vacilante.
   — ¡Buenos días! ¿Ustedes son los astronautas rusos? — preguntó con voz apagada por la máscara.
   — Sí, ¿y ustedes?
   Bayson se estremeció al oír la voz clara de Kamov, que le contestó en inglés.
   — Yo soy un miembro de la tripulación de la astronave norteamericana.
   — Así pensamos cuando vimos su nave. Por la estatura, juzgo que usted no es Charles Hapgood y supongo que es él el comandante de esta nave. ¿Dónde está?
   — Allí está todo lo que quedó de él — contestó Bayson señalando la pierna arrancada —. Anoche nos atacó un animal desconocido que destrozó a Hapgood. Yo mismo me salvé a duras penas, disparando todas mis balas, pero sin poder salvar a mi compañero.
   — ¿Y a qué se parecía ese animal? — preguntó Kamov.
   — Era un reptil velludo y grueso. Lo vi solamente en el momento de disparar el «flash» y no pude distinguirlo bien.
   — Entonces no hay que extrañarse de que no haya acertado con sus tiros, en la más completa oscuridad.
   Bayson se sonrojó, pero Kamov no lo pudo ver, a causa de la máscara.
   — ¿Hay alguien más con ustedes? — preguntó Kamov.
   — Nadie más. Éramos dos.
   — ¿Cómo se llama usted?
   — Ralph Bayson, corresponsal del New York Times.
   — ¿Entonces, vuestra expedición no tenía ningún fin científico?
   — Hapgood hacía observaciones.
   — Es verdad, era un gran sabio. ¡Qué lástima que haya muerto! — y de repente, dándose cuenta de lo que había pasado, miró directamente a los ojos del norteamericano—: Usted dijo que el animal los atacó anoche. ¿Cuándo llegaron?
   — Anoche, ya tarde. ¿Y ustedes?
   — Pero ¿por qué salieron de la nave en plena noche? ¿En las tinieblas desconocidas y llenas de peligros? ¿Por qué no esperaron al amanecer, como lo hicimos nosotros…? Aunque este reloj y este «flash» hablan por sí solos y cuentan vuestras intenciones mejor que las palabras. Pero, señor Bayson, permítame que le diga, ¡se portaron ustedes con una puerilidad inconcebible…!
   Kamov estaba profundamente indignado y lamentaba sinceramente que Hapgood hubiera perecido por una niñería.
   — Nosotros llegamos a Marte veinticuatro horas antes que ustedes — siguió diciendo al ver que Bayson no le contestaba— pero salimos de nuestra nave sólo por la mañana, sin fotografiar ningún reloj. ¡No necesitamos batir récords!
   — Queríamos ser los primeros — dijo Bayson —. Temíamos que usted, señor Kamov, nos ganara la delantera.
   — ¿Usted me conoce?
   — ¡Quién no conoce al «Colón de la Luna»! ¡Usted y mister Paichadze son tan célebres como para que se los conozca en cualquier parte, y especialmente en Marte!
   — ¿Y qué es lo que se proponía usted hacer después de la muerte de Hapgood? ¿Sabe usted manejar la astronave?
   — No — contestó sencillamente Bayson —. Quería suicidarme y lo habría hecho si no los hubiese visto en el último momento.
   Kamov sintió pena.
   — Perdone que le haya hablado con brusquedad. Lamento que Charles Hapgood haya perecido inútilmente y eso me ha sacado de mis casillas. Usted no necesita suicidarse, pues retornará a la Tierra con nosotros.
   Kamov se acercó al coche y relató la conversación a Paichadze.
   — Pagaron cara su ligereza. Este corresponsal es joven aún, pero ya está canoso. Seguramente se volvió canoso durante la noche.
   Mientras Kamov hablaba con Paichadze, Bayson pensaba intensamente en su situación. Los laureles de la primacía se habían escapado: los rusos habían ganado la partida. Era una verdadera derrota. No sólo habían llegado primero a Marte, sino que también llevarían de vuelta a Bayson, como a un perrito sacado de un charco. Nada le esperaba en el porvenir, excepto burlas y mofas por su fracasada intentona. Bayson conocía muy bien la inclemencia de su propia prensa.
   «¡Ah! si ocurriera lo contrario, si fuera la astronave norteamericana y no la rusa la que regresara, entonces sí que llegaría a ser millonario!»
   Se estremeció ante el pensamiento que había cruzado su mente. Kamov está acá. Kamov sabe manejar la nave. Bayson lo secuestrará. Lo obligará a regresar a Tierra. ¿Quién dudaría de la veracidad de las palabras de Bayson, el salvador de Kamov? Y si en la U.R.S.S. creerían a Kamov, en EE.UU. la gloria será de Bayson y su fortuna estará asegurada. ¡Su fortuna estará firmemente asegurada!
   Debilitado por la prolongada borrachera y por los acontecimientos de la noche anterior, el cerebro de Bayson funcionaba mal. No se daba cuenta de su plan. Lo único claro para él era que si aceptaba que lo salvara Kamov, eso significaría una deshonra infamante que le haría perder todo. Por eso tenía que intentar otra cosa. Kamov se le acercó nuevamente.
   — Tenemos que regresar a nuestra nave. Hasta allá hay unos ciento cincuenta kilómetros. Lleve usted sus efectos personales. ¿No tiene muchas cosas, supongo?
   — No, muy pocas — respondió Bayson —. Enseguida estaré listo. Entre conmigo en nuestra nave y véala. Es una lástima abandonarla aquí, pero qué vamos a hacer, si su comandante ha perecido… ¿Tendrán ustedes suficiente lugar para mí en su nave?
   — ¡Sí que hay suficiente, aún para otros diez!
   — Espere, le bajaré la escalera.
   Pero Kamov no esperó la escalera, sino que agarrándose del borde, dio un salto hacia arriba y entró en la antecámara. Bayson lo siguió y cerró la puerta. La cámara era tan angosta que dos personas apenas cabían. Kamov se sorprendía de la estrechez del lugar. No había espacio libre, adentro. No había más que una sola cabina para la tripulación y para los efectos y equipos. Sacándose la máscara de oxígeno, notó en seguida que el aire estaba viciado, que hacía tiempo que no se lo renovaba; que hacía calor adentro. Llamándole la atención las emanaciones alcohólicas, quiso hacerle una pregunta a Bayson, pero al verle la cara sin máscara lo comprendió todo. Era una cara hinchada, con párpados enrojecidos, con una mirada turbia que denotaba la bebida…
   Kamov tuvo asco. Se dio vuelta y acercándose al tablero de mando, lo miró atentamente.
   — Apresúrese, lleve lo que necesite pero sepa que no se permiten bebidas alcohólicas a bordo.
   Quiso darse vuelta, pero en ese mismo instante sintió que una correa le rodeaba el cuerpo, que estaba enlazado, con las manos apretadas al cuerpo. Otra vez lo envolvió el lazo y se encontró fuertemente maniatado. Sin perder el control, dijo tranquilamente:
   — ¿Qué significa esto, mister Bayson?
   Bayson no contestó y poniéndose la máscara salió a toda prisa, cerrando la puerta tras sí. Kamov puso sus músculos en tensión, pero la correa no cedió.
   «Bayson se fue hacia Paichadze. ¿Qué quiere este hombre? ¿Cuál es el objeto de este ataque?»
   La angustia por el compañero desprevenido lo embargaba. Quería acercarse a la ventana, pero se lo impedía un recipiente de acero y sin ayuda de sus manos no podía alcanzar la ventana.
   Entretanto Bayson se dirigía al coche. Ya tenía su plan de acción: mataría a Paichadze y se llevaría todo el oxígeno que había en el coche. Kamov no tendría otra salida que retornar a la Tierra en la astronave norteamericana. Así lograría lo anhelado. Bayson no pensaba en ninguna otra cosa. Además, ya era tarde para retroceder. Los rusos no le perdonarían su ataque a Kamov.
   Paichadze estaba en el coche, esperando con paciencia. Se acercaba el momento de la comunicación con la nave y estaba seguro de que su compañero y jefe no perdería la hora. Enseguida saldría y se comunicaría con los amigos y luego regresarían a bordo. Vio cómo se abría la puerta, cómo salía Bayson pero no Kamov. Bayson se acercó y se detuvo. Hubo algo en su ademán que puso a Paichadze en guardia. Se sintió angustiado y preguntó:
   — ¿Qué pasa?
   Bayson alzó el brazo y en el aire enrarecido se oyó un tiro. Bajo el peso del cuerpo que caía, se abrió la portezuela y Paichadze cayó pesadamente a tierra. «Ya está», pensó Bayson. Temblaba de emoción y nuevamente le sofocaron las náuseas. Tratando de no mirar al asesinado, se acercó un poco más.
   Había que terminar con el asunto. Había que cortarle a Kamov toda posibilidad de escape y por ello había que descomponerle el coche. Aún tenía su revólver en la mano. Lo metió en el bolsillo. El motor se encontraba bajo el «capot» metálico, fijado con tuercas. Había que buscar la llave. El periodista empezó a buscar la llave que debía encontrarse en el cajón de instrumentos. Pero ¿dónde estaba el cajón? Seguramente debajo del asiento… Bayson se inclinó.
   — ¡No se mueva! — gritó una voz detrás suyo. Girando al instante, Bayson se enfrentó con Paichadze que tenía un revólver en su mano izquierda, apuntándolo.
   — ¿Dónde está Kamov? ¡Si le ha pasado una desgracia, lo mato a usted como a un perro! ¡Responda!
   — Lo encerré solamente. Está atado.
   — ¡Si es así, tiene suerte! Dése vuelta, tire su revólver al suelo.
   Bayson obedeció. Su reciente excitación se había esfumado. Su voluntad estaba quebrada. Paichadze puso el pie sobre el arma. Luego de un instante de vacilación se metió el revólver en la cintura y con la mano izquierda palpó los bolsillos del periodista.
   — Ahora, camine adelante, hacia la nave. Le sigo. Al menor movimiento sospechoso le pego un tiro, sin fallar como usted.
   — Déjeme aquí — dijo Bayson cansado y abatido —. No quiero volver a la Tierra.
   — Hable con Kamov. En cuanto a mí, lo dejaría gustoso.
   Cabizbajo, Bayson se encaminó hacia la nave. No vio cómo Paichadze, sintiéndose mareado, se agarraba de la portezuela para no caer. Sin embargo, supo sobreponerse a una debilidad momentánea y siguió al norteamericano. La mano derecha del astrónomo pendía, inerte.
   — Tíreme la escalera — dijo Paichadze y Bayson obedeció otra vez.
   Kamov estaba de pie ante el tablero de mando y sonrió al ver a Paichadze, como si quisiera decir: «Ya lo sabía».
   Bayson lo desató.
   — Gracias, amigo — dijo Kamov tendiéndole la mano a Paichadze. Y notando en ese mismo instante la palidez de su rostro —. ¿Pero qué tiene? ¿Está herido?
   Paichadze contó en breves palabras lo que había ocurrido.
   — La bala penetró en el hombro derecho — dijo —, no es nada del otro mundo. No duele mucho. Sólo me siento algo débil.
   — ¡Eso lo veremos enseguida! — Conteniendo su ira con dificultad, le preguntó a Bayson dónde estaba la caja de primeros auxilios.
   — Ayúdeme a desvestir al herido — dijo Kamov abriendo el botiquín, y viendo que contenía todo lo necesario. El orificio de entrada de la bala se encontraba debajo de la clavícula derecha, pero no había orificio de salida. La bala había quedado en el cuerpo.
   — Habrá que hacer una operación. Pero la haremos «en casa»; y ahora tenemos que regresar a toda prisa.
   Hizo una curación, con manos hábiles y diestras.
   — Bueno, ahora quédese tranquilo por unos quince minutos. ¡Pero fue bastante imprudente tirarse al suelo con semejante herida!
   — Es que el ataque fue tan imprevisto, que no podía hacer otra cosa. Claro, es una treta primitiva, pero podía pegarme otro tiro, sin fallar. Estoy seguro de que no tiene experiencia en estas cosas. ¿Qué quería hacer? No entiendo cuál era su intención y con qué fines hizo eso.
   — Creo que adivino su intención — contestó Kamov y dirigiéndose a Bayson en inglés, continuó—: ¿Es posible que se le haya ocurrido que yo consentiría en volar con usted abandonando a mis amigos? No juzgue a los hombres de acuerdo a su propia medida, mister Bayson. Todo lo que ha sucedido, lo atribuyo al estado de sus nervios. Cuando usted recupere su estado normal se avergonzará de haberse portado como lo hizo.
   — Temo que es usted el que juzga a la gente por sí mismo — le observó Paichadze en ruso.
   — Apresúrese. Lleve sus cosas y vamos — insistió Kamov.
   — Pide que se le deje aquí. Dijo que no quiere volver a la Tierra. Yo lo entiendo.
   — Tonterías.
   Bayson sacó dócilmente una valijita. Sentía una suprema indiferencia hacia lo que pudiera sucederle. Ahora todo estaba definitivamente terminado. Le esperaba un porvenir lleno de indecible vergüenza e infamia.
   «Había que pegarle otro tiro, cuando yacía en el suelo — pensaba —. ¿Cómo pude dejarme engañar en esta forma por el ruso? ¡Erré el tiro, a tres pasos! ¡Imperdonable! Kamov dice que no habría volado conmigo, pero no son más que palabras. Habría cantado otra cosa bajo una amenaza de muerte…»
   Bayson casi no tenía efectos personales y pronto llenó la valija.
   — Bueno, vamos. — Kamov inclinóse hacia Paichadze—: ¿Cómo se siente usted?
   — No tan mal. — Paichadze se levantó, pero se tambaleó y habría caído al suelo si Kamov no lo hubiese agarrado a tiempo —. Estoy mareado.
   — Tómeme del cuello, apóyese en mí — le dijo Kamov —. Lo más difícil será llegar hasta el coche, pero luego llegaremos pronto «a casa». ¡Vaya adelante! — le ordenó a Bayson.
   Este cumplió y saltando a tierra, ayudó a Kamov a bajar al herido.
   — Lamento mucho, señor Kamov, haber intentado ese tonto atropello. No sé cómo ha podido suceder… Seguramente no estoy en mis cabales… La muerte de Hapgood me ha perturbado la cabeza.
   — No es nada extraño. Usted ha bebido mucho, últimamente. Supongo que el tribunal lo tendrá en cuenta. Ponga los restos de Hapgood dentro de la nave.
   Alzó a Paichadze en sus brazos.
   — ¿Le peso mucho, Serguei Alexandrovich?
   — De ninguna manera. ¿Se olvidó de que estamos en Marte?
   Lo llevó al coche, instalándolo cómodamente en el asiento trasero. Bayson se quedó en la puerta de la nave. Las últimas palabras de Kamov lo habían dejado anonadado. Hasta ese momento, le parecía que el comandante no atribuía mucha importancia a lo sucedido, pero súbitamente comprendió cuánto se había equivocado, pues lo que tomaba por tolerancia no era más que una prueba del estupendo dominio que tenía de sí mismo, y de su serenidad. Kamov se volvió hacia Bayson:
   — No nos haga demorar. ¿Qué es lo que pasa? — preguntó con fastidio.
   Bayson no contestó. En silencio, alzó la pierna de su compañero y la colocó en el suelo de la cámara interna del cohete, cerrando luego la puerta. Siempre callado se sentó en el coche, en el lugar que le habían indicado, al lado de Kamov.
   Antes de ponerse en marcha, Kamov conectó el micrófono.
   — ¡Por fin! — exclamó Belopolski —. ¿Qué les ha ocurrido?
   — Se lo contaremos a la llegada, Ahora escuche con atención. Paichadze está herido. Prepárenle una cama cómoda. Cuando divisen nuestro coche, que salga Melnicov para ayudarme a transportar al herido. Además, traemos a un hombre más. Hay que prepararle la cabina de reserva.
   — ¿Qué hombre? ¿De dónde…?
   — Es un miembro de la tripulación de una astronave norteamericana. No hay tiempo para explicaciones. Ya vamos a toda velocidad y no quiero hablar en marcha. En una hora y media estaremos en casa. ¿Todo está claro?
   — No, nada está claro. Pero sus órdenes serán cumplidas.
   — Hasta luego. Desconecto.
   Desconectado el micrófono, Kamov preguntó a Paichadze si estaba cómodo.
   — Estoy bien, no se preocupe.
   — Iré a la velocidad máxima, el camino es conocido y no es peligroso, pero si le molesta, Paichadze, dígalo.
   — No me pasará nada, me siento bien.
   El viaje de vuelta duró menos de una hora. El coche iba a ciento diez kilómetros, siguiendo su propia huella que se destacaba nítidamente en el suelo. Los potentes resortes y los mullidos asientos creaban favorables condiciones para el herido y Kamov esperaba que no se produjeran complicaciones. Por suerte, la herida no era de gravedad y aunque habría que efectuar una operación para retirar la bala incrustada en la espalda, eso no preocupaba al médico, que tenía todo el instrumental necesario a bordo.
   Si la herida hubiese sido grave, hubieran tenido que quedarse un día más en la nave norteamericana, donde había poca comodidad para recostar al enfermo. Además, se hubiese producido otra complicación desagradable, debido a la necesidad de partir dentro de tres días. La aceleración o más bien la super aceleración del despegue debía producir una supergravitación difícilmente soportable por el organismo humano y por ende peligrosa para un herido, y Kamov sabía que, aunque peligrara la vida de Paichadze, estaba obligado a emprender vuelo para que no pereciera toda la tripulación.
   Hasta ese día, la expedición había transcurrido con excepcional éxito. El despegue de la Tierra, la ruta interplanetaria hasta Venus, la observación del planeta, el encuentro con el asteroide, todo había salido bien. Luego el dificilísimo descenso a Marte, que en su fuero interno temía ocultando sus aprehensiones a sus compañeros, también fue feliz, pues la nave descendió con la suavidad de un aterrizaje perfecto en pleno cohetódromo… Parecía que el viaje cósmico transcurriría sin complicaciones… ¡Y hete aquí el encuentro con los norteamericanos que casi termina con una catástrofe…!
   Kamov lamentaba amargamente haber caído en la trampa de Bayson. Pero ¿quién podía suponer siquiera que este individuo intentaría semejante atropello? Se sentía salir de sus casillas al recordar la ingratitud del sujeto. Pero ¿qué era lo que quería? Aun suponiendo que su plan se realizara, ¿qué ocurriría luego? La nave soviética hubiera regresado igual. Pero la de Hapgood podría moverse sólo en el caso de que el periodista hubiese sabido indicar cómo se manejaba, cómo eran sus motores, su potencia, la velocidad que era capaz de dar y muchos otros detalles sin los cuales era imposible el vuelo cósmico. ¿Acaso sabía algo de todo eso el periodista? Nada. Pero, suponiendo que sí, el sabio soviético habría descendido de todos modos sobre tierra soviética. ¿Era posible que Bayson imaginara que hubiera podido obligarlo a bajar en los EE.UU.? Evidentemente éste era justamente el cálculo de Bayson, que juzgaba a los demás por sí mismo…
   La proximidad del hombre que ocupaba a su lado el asiento, donde antes se sentara su amigo Paichadze, lo molestaba, y estaba impaciente por llegar a destino.
   «Varias veces se volvió para mirar a Paichadze, que aparentemente sufría mucho. Su mirada era turbia y sus dientes estaban fuertemente apretados; gotas de sudor corrían por su frente y las secaba con su pañuelo, con gesto exhausto. Era evidente que para él la ruta no era tan llana como lo era para un hombre sano. Al encontrarse con la mirada de Kamov, esbozaba una sonrisa y repetía siempre la misma frase, casi sin mover los labios: «¡No es nada, todo va bien!»
   ¡Con tal que no pierda el conocimiento! Falta poco, ya. Las plantas relampagueaban por las ventanas del coche lanzado a toda velocidad. Kamov puso al máximo la palanca, aprovechando toda la potencia del motor. No temía esa vertiginosa velocidad. Las huellas de las orugas se veían claramente y en la ruta ya recorrida no había peligros en acecho. ¿El pantano? Ya había quedado atrás. Se acercaban a la nave y a cada momento se imaginaba que iba a verla. Sin embargo, apareció inesperadamente. La nave blanca, con sus anchas alas desplegadas, se erguía esbelta por encima de los matorrales marcianos. El coche se acercó a la nave, de la que salió Melnicov que saltó a tierra con un objeto largo en las manos:
   — Una camilla — adivinó Kamov.
   Miró a Bayson de reojo, cerciorándose de la impresión que le produjera la astronave rusa, y lo vio ceñudo.
   — ¡Ajá…! — pensó.
   Cuando paró el coche y Kamov miró a Paichadze, vio que éste se había desvanecido y su cara estaba lívida. Le tomó el pulso. No, por suerte era sólo un desmayo. No tenía tiempo que perder, pues ahora todo dependía de la rapidez con que se efectuara la operación…
   Con prontitud le puso la máscara de oxígeno y conectó el suministro de aire. Con un gesto le indicó a Bayson que hiciera lo mismo, abrió la portezuela y salió del coche.
   — ¿Qué le pasó a Paichadze? ¿Por qué está herido?
   Bajo la máscara se podía ver la emoción que embargaba a Melnicov. Miraba al cuerpo inmóvil del amigo sin notar siquiera a Bayson.
   Abrieron la camilla y colocaron a Paichadze encima, sin que volviera en sí.
   — Mejor así; no sentirá el transporte.
   — Pero ¿cómo ha sucedido? — repitió Melnicov.
   Instintivamente miró al norteamericano que estaba al lado, de pie.
   — ¡Buen día! — dijo Melnicov extendiéndole la mano.
   — ¡Deje! — cortó Kamov severamente —. ¡No se da la mano a un asesino!
   Melnicov, asombrado, retiró su mano con precipitación.
   — ¿Asesino?
   — Paichadze está herido por una bala de este malvado — le explicó Kamov en inglés, sabiendo que Melnicov conocía el idioma —. Es pura casualidad que no lo haya matado. ¿Preparó la cabina para él?
   — Sí, ya está.
   — Enciérrelo allí.
   Melnicov echó una mirada de asco al inesperado huésped. Quiso preguntar por qué Kamov no le había pegado un tiro a ese hombre que quiso matar a Paichadze, pero se abstuvo. Dentro de unos minutos lo sabría todo. En silencio llevaron al herido al interior de la nave, donde los esperaba el muy emocionado Belopolski. Bayson, cabizbajo, iba detrás. Notando que Belopolski iba también a darle la mano, Melnicov le transmitió las palabras de Kamov.
   — Sígame — dijo a Bayson.
   Una vez encerrado el periodista en la cabina de reserva, volvió al observatorio donde Kamov se aprestaba para la operación. Paichadze no había vuelto en sí y Kamov resolvió no emplear el narcótico, ya que la extracción de la bala no tomaría más de cinco minutos. Efectivamente, a los cinco minutos había terminado.
   — Ahora, solo necesita reposo y cuidados — declaró Kamov al terminar.
   — ¿Usted cree que está fuera de peligro?
   — Absolutamente. No es una herida grave y el desmayo fue causado por el trajín. Creo que dentro de tres días, cuando tengamos que decolar, se sentirá ya mucho mejor.
   Conversando, terminó la curación y empezó a reanimar al enfermo, que a los tres minutos abrió los ojos.
   — ¿Cómo se siente?
   — Bien.
   — Trate de moverse lo menos posible.
   — Permítame cuidarlo — pidió Melnicov.
   — Lo cuidaremos todos, por turno, constantemente.
   Paichadze los miró con suplicantes ojos, diciendo que ello interrumpiría el plan trazado, que no necesitaba atención constante, que no había nada de serio… Pero Kamov, sonriendo afectuosamente, le objetó que no tenía ningún derecho a opinar, no tenía ni voz ni voto en el asunto. Que para ellos su salud era lo más importante, y que tenía que permanecer quieto y callado.
   — Aún no nos ha dicho cómo ocurrió el percance.
   Belopolski, luego de escuchar la historia detallada del día, opinó pesaroso:
   — Resulta que también en el planeta Marte los bandidos siguen fieles a sus costumbres…
   — Claro, no podía ser de otra manera — intercaló Paichadze.
   — Usted, ¿por qué no obedece a su médico? ¿Acaso no le prohibió hablar?
   Paichadze sonrió, tapándose la boca con la mano izquierda.
   — Efectivamente, esta desgracia viene a perturbar nuestros planes trazados pero no hay por qué afligirse, puesto que este planeta es un desierto. Si Venus ha sido para nosotros una deslumbrante sorpresa, Marte, en el que depositamos tantas esperanzas, nos ha defraudado. Entre tres podemos investigar el pantano, coleccionar un herbario y organizar una caza. Yo quería subir en la nave y revisar el planeta, pero ahora no podemos hacerlo porque nuestro herido necesita reposo y tendremos que esperar la fecha del retorno a la Tierra. Mañana iremos con Melnicov a la nave norteamericana y de paso nos ocuparemos del pantano. Habría que buscar los restos de Hapgood para enterrarlos. Belopolski tendrá que quedarse otra vez en la nave.
   — Me ocuparé del herbario.
   — Después de nuestro regreso. Mientras estemos ausentes, usted no tiene que dejar la nave. No se olvide que no sabemos aún qué animales moran por acá. La muerte de Hapgood nos ha demostrado que hay que ser muy prudente.

EL LAGARTO SALTADOR

   Al día siguiente, apenas amaneció, el coche se puso nuevamente en marcha.
   — Volveremos dentro de unas seis o siete horas. Quedan en pié todas mis instrucciones de la víspera para el caso de que nuestro coche no retorne — dijo Kamov a Belopolski.
   — ¡Todo estará en orden! ¡Feliz viaje! — contestó éste.
   Kamov se sentó al volante y a su lado Melnicov con su cámara cinematográfica en la falda para que no se golpeara en la ruta. Detrás llevaban las palas, picos, sogas, alambres y hasta una grúa eléctrica.
   Kamov cerró la puerta y puso en marcha el motor, mientras Melnicov abría la llave del oxígeno.
   Sacándose las máscaras, hicieron señas de despedida al compañero que quedaba a bordo y emprendieron el viaje siguiendo las huellas anteriores, a la velocidad máxima. Los caminos de Marte eran cómodos: nada de baches, un suelo liso como una mesa. La llanura marciana era monótona e inanimada. No se veía ni una de esas «liebres» locales. Los navegantes manteníanse silenciosos y atentos.
   — ¡Atención! ¡Mire adelante! — exclamó de golpe Kamov.
   Melnicov alzó los prismáticos, pero no vio nada.
   — ¡Ahí está la cosa! Fíjese, estamos frente al pantano, pero se lo ve tan poco que es una verdadera trampa. Ayer no lo vimos y por suerte no íbamos a tanta velocidad. Tuvimos que dar marcha atrás. ¿Ve cómo la huella da vuelta?
   Se detuvieron. El pantano era apenas perceptible, sólo que la arena tenía un matiz más oscuro y los matorrales se elevaban un poco más.
   — Vamos a investigar la profundidad.
   Se pusieron las máscaras y salieron del coche.
   — Fíjese bien en derredor nuestro, Melnicov. Al menor descuido podemos pasar por alto la aparición del reptil que mencionara Bayson, y entonces pasaremos un mal rato…
   El lugar era abierto, pero había bastante vegetación como para obstruir la visibilidad y una fiera marciana podía muy bien arrastrarse hasta ellos sin ser vista.
   — Hay que terminar con esto cuanto antes — dijo Kamov en voz queda pero con emoción contenida. En la Tierra siempre se percibía algún ruido, sea el susurro del viento, el murmullo del agua, o un rumor lejano, pero aquí reinaba el más absoluto silencio. El aire, las plantas, todo parecía inmóvil, paralizado bajo un Sol que irradiaba poco calor. Las estrellas que seguían brillando en un cielo oscuro creaban un paisaje inverosímil y fantástico. Pesaba el silencio. Parecía que el suelo pisado por el pie se hundiría bajo el peso del forastero importuno. La naturaleza era inhóspita, y estaba en acecho, lista para destrozar a esos seres extraños que invadían sus dominios, como lo hiciera ya con uno de ellos.
   Melnicov apretó su revólver, con la vista fija en un arbusto cercano, bajo la impresión de que algo se movía bajo las largas hojas. Se acercó a Kamov, instintivamente, diciéndole que había algo por allá.
   Kamov escudriñó el lugar señalado por su compañero y luego alzó su pistola y disparó un tiro.
   — Como ve, no hay nada. Cuide sus nervios. ¡Qué lugar espantoso!
   El disparo le hizo bien a Melnicov, y tuvo vergüenza de su pusilanimidad. Se metió el revólver en la cintura y se puso a ayudar a Kamov. Sacaron la grúa, y la instalaron conectando su motor con los acumuladores del coche. Kamov tomó una vara con punta y avanzó lentamente probando la arena. El terreno era fangoso.
   — Esto no es un pantano como los que tenemos en la Tierra, es algo diferente.
   Había hecho unos cinco o seis pasos cuando la vara se le escapó de entre las manos desapareciendo en la arena. Se quedó petrificado.
   — Parece que debajo de la arena hay agua, pero la arena no puede mantenerse sobre ella. Suerte que ayer no tropezamos con este lugar, pues el coche se habría hundido igual que esta vara. — Dio un paso atrás —. Vamos a medir la profundidad. Déme la pesa.
   Melnicov sacó del coche una larga pértiga de acero, puntiaguda, con varios orificios transversales y la fijó al cable. Con todo cuidado colocaron la pértiga en el mismo lugar donde se había hundido la vara y la largaron. La pértiga se precipitó al fondo, llevando el cable que se desenrollaba rápidamente del tambor, comprobándose así que la pesa no encontraba obstáculos en su caída. El cable iba desapareciendo en el abismo y para controlarlo se acercaron a la grúa. En un minuto se desenrollaron los mil metros de cable… ¡Era un verdadero abismo!
   Kamov conectó el motor y el cable volvió a enrollarse sobre el tambor. Los orificios de la pértiga que contenían material del fondo del pantano estaban llenos de la misma arena que había en la superficie.
   — Podía haberse llenado desde los primeros instantes — supuso Kamov —. Esto no comprueba que la arena tiene un kilómetro de profundidad. Pero está completamente seca. Quiere decir que no hay agua debajo. ¿Pero por qué, entonces, caía la pesa con tanta soltura? Vamos a tantear con otro cable.
   Se repitió la prueba. La vara se detuvo a una profundidad de mil trescientos veinte metros y sus orificios estaban otra vez llenos de arena seca.
   Kamov se puso en comunicación radial con Belopolski y le consultó. Este le aconsejó que siguiera probando en otras partes, lo que hicieron, durante tres horas más, puesto que el pantano tenía cerca de una hectárea. Los resultados fueron los mismos, creándoseles la impresión de que había un pozo inmenso, lleno de arena movediza. La medición por el «ecoloto» dio el mismo resultado: 1.320 metros. Toda la arena extraída fue cuidadosamente guardada en tarros metálicos, para su posterior análisis.
   — Con el equipo que tenemos acá no podemos hacer nada más. Este enigma será descifrado por la próxima expedición.
   Resolvieron llevarse una de las plantas pantanales, pues eran más altas que las demás, y entonces se dieron cuenta de que era una tarea bastante engorrosa.
   Primero probaron el terreno alrededor de la planta, luego se pusieron a excavarla por turno, con pala y azada. Las plantas tenían un sinnúmero de raíces entreveradas y el trabajo era tan cansador que Melnicov sugirió sacar la planta con grúa, pero Kamov se opuso, alegando que la grúa podía romper las raíces y que había que llevar la planta entera.
   Después de dos horas de ardua tarea lograron lo que querían y la planta marciana fue cuidadosamente colocada en el techo chato del coche. Para que no se cayera la sujetaron con una correa ancha que no lastimaba el tronco. En la astronave esta carga preciosa se guardaría en una heladera especial y al llegar a la Tierra se la sometería al más prolijo estudio en el laboratorio del Instituto de Botánica. A bordo había varios frigoríficos para los especimenes de la flora y fauna marcianas.
   — Bueno, vamos. Hemos demorado demasiado aquí — dijo Kamov mirando su reloj —. Tenemos que apresurarnos.
   Y lanzó el coche a gran velocidad.
   — En este planeta hay tantos enigmas, que las expediciones futuras tendrán mucho trabajo.
   — ¿Por qué tenemos que quedarnos aquí tan poco tiempo?
   — Ya se lo dije. Debemos encontrarnos con la Tierra en un punto dado.
   — ¿No se podía calcular el itinerario de otra manera?
   — Somos pioneros únicamente. Nuestra tarea está en dar un cuadro general de lo que representan Venus y Marte. Ya se los conocerá en detalle…
   No pudieron continuar la conversación, porque a unos cincuenta metros del coche saltó sobre la ruta un enorme animal. Ambos viajeros observaron un pelaje plateado y un hocico largo, como las fauces de un cocodrilo. Al ver el coche que se aproximaba rápidamente, el animal se agachó y de un salto colosal desapareció en el matorral. En plena marcha, Kamov apretó el freno de la oruga derecha y virando rápidamente, aplastando la vegetación, se puso a perseguir a la fiera. Excitado por la caza, le gritó a Melnicov que se pusiera la máscara y que tuviese el aparato listo, para filmar a la bestia a toda costa.
   De pronto frenó tan bruscamente que Melnicov se golpeó la cabeza contra el cristal del parabrisas.
   — ¡Aquí está!
   A veinte pasos del coche apretábase al suelo la bestia perseguida, al borde de un lago que le había obligado a detener su fuga.
   Melnicov hacía girar la manivela de su aparato. Kamov colocó las máscaras de oxígeno de ambos. Por unos instantes, el animal quedó inmóvil. Luego se abrieron sus enormes fauces, descubriendo varias hileras de dientes filosos y triangulares. Medía, desde la cabeza a la punta de su cola velluda, unos tres metros y medio. Su cuerpo, del tamaño de un cocodrilo terrestre, se apoyaba en tres pares de patas, siendo las delanteras más cortas y munidas de garras, mientras las traseras eran largas y dobladas como las de un grillo, permitiéndole efectuar sus saltos gigantescos.
   Miraba el coche con ojos redondos y verdes, con una pupila como la de los gatos y de golpe, enderezando con fuerza sus patas traseras, dio un salto de doce metros hacia el vehículo.
   Melnicov se echó para atrás en el instante del repentino ataque, pero Kamov se mantuvo sereno, y aumentando la velocidad en el momento mismo del salto, se lanzó adelante con un brusco viraje a la derecha, para no dar en el lago. Así que el cuerpo del reptil pasó por encima del coche y cayó en la arena tras él. Enfurecido por el salto fallido, se dio vuelta inmediatamente y saltó otra vez, con éxito. El coche se estremeció por el golpe y Kamov desconectó el motor. El animal estaba en el techo y se sentían sus garras que arañaban el metal. La planta, conseguida a tan duras penas, cayó al suelo, destrozada.
   — ¡Prepararse! — dijo Kamov.
   Melnicov dejó de lado el aparato y tomó el rifle. Cuando el coche emprendió la marcha, lentamente, el animal se quedó en el techo. Quizá lo asustara el movimiento del vehículo, sensación que jamás había experimentado. La cola pendía y tocaba el suelo, pero no se oía más el rechinar de las garras contra el metal.
   — ¡Hay que obligarlo a bajar! — dijo Kamov —. Pero ¿cómo?
   Tocó la bocina. El aullido de la sirena desgarró el silencio del desierto. Aparentemente asustado, el animal trató de bajarse, pero sus garras patinaron sobre el metal y cayó pesadamente de espaldas al suelo, al lado mismo de la oruga. En un instante, Melnicov vio la piel más clara del vientre y sus seis patas se movían con desamparo en el aire. El animal se plegó, se dobló, logrando ponerse de pie y escaparse a grandes saltos, pero Kamov aceleró y pronto lo alcanzó, aterrorizándolo con el continuo alarido de la sirena. Abriendo la ventana delantera le dijo a Melnicov que disparara a la cabeza cuidando de no fallar.
   Melnicov seguía atentamente cada movimiento del animal, cuyos impetuosos saltos no le permitían afinar la puntería.
   — Así no se puede — gimió.
   — Se va a cansar, finalmente.
   — Quien sabe cuándo llegará a cansarse, y entre tanto nosotros podemos caer en otro pantano.
   — Bueno. Vamos a probar otra cosa.
   Kamov apagó la sirena. El brusco silencio sobrevenido hizo parar al animal que se volvió para mirar al coche. Este se detuvo a tres pasos y era imposible errar el tiro. Melnicov disparó.
   — Parece que ya está.
   Ambos observaban atentamente al reptil.
   — Yo apunté entre los ojos.
   Esperaron algunos minutos y luego se acercaron cautelosamente, arma en mano. Pero la fiera había muerto: efectivamente, la bala había entrado entre los ojos.
   — Esto demuestra que los animales marcianos tienen el cerebro en el mismo sitio que los terrestres.
   — Si es que tienen cerebro — observó Melnicov.
   — Ah, lo sabremos cuando lo presentemos en la Tierra.
   — Lástima que perdimos la planta.
   — Sí, pero podemos sacar otra.
   Hablaban con voces entrecortadas por la emoción. A sus pies yacía una bestia que había nacido y se había desarrollado en el planeta Marte, como resultado de una larga evolución transcurrida en circunstancias desconocidas. ¿Qué había en común entre esta fiera y los animales de la Tierra? ¿Cómo se diferencian sus organismos? Había cierta semejanza entre ellos, pero vivían en condiciones completamente diferentes. ¿Cuáles eran los misterios de la naturaleza que descubrirían los sabios al estudiar este ser muerto por una bala terrestre?
   — ¿Le parece que podremos alzarlo entre los dos, sobre el techo del coche?
   — ¡Intentémoslo!
   Pero ni con la desgravitación de Marte pudieron con ese cuerpo tan pesado. La grúa tampoco pudo servir, porque no tenían elementos para formar una plataforma en pendiente.
   — Tendremos que llevarlo a remolque.
   — El suelo arenoso le arrancará la piel. ¿Quizás podríamos ir en busca de tablas?
   — Es peligroso dejarlo acá. Pueden encontrarlo sus semejantes y no sabemos si se comen entre ellos. No podemos arriesgar un fracaso cuando nos tocó semejante buena suerte.
   — Entonces, váyase solo — dijo Melnicov —. Yo me quedaré a cuidarlo.
   — No hay nada que hacer — contestó Kamov —. Hay que llevarlo a remolque. Trataremos de tomar medidas para no arruinarle la piel.
   Kamov entró en el coche y habló largamente con Belopolski.
   — Está de acuerdo conmigo. Si colocamos al bicho sobre los asientos del coche, no le arruinaremos la piel.
   Así se hizo. Juntaron los cuatro asientos, formando así una blanda plataforma y con ayuda de la grúa izaron la pesada carga encima, operación que duró una hora.
   — Hoy ya no llegaremos al cohete norteamericano.
   — Iremos mañana.
   El viaje de regreso duró seis horas. El coche iba despacio. Hubo que detenerse varias veces para reajustar la plataforma o volver a izar el cuerpo que se deslizaba.
   El sol se inclinaba al ocaso cuando llegaron, cansados, a su nave. La tarea de transportar el enorme animal hasta el frigorífico resultó también muy fatigosa. Kamov no quiso valerse de la ayuda de Bayson y los tres hombres lucharon hasta el obscurecer.
   — De los cinco días ya pasaron tres — se lamentó Kamov, cuando terminaron su pesada tarea —. Sin embargo, hicimos muy poco.
   — Trataremos de recuperar el tiempo perdido durante los dos días restantes — lo consoló Belopolski —. En realidad, no se hizo tan poco. Es una verdadera hazaña el haber conseguido este lagarto.
   — ¿Cómo dijo usted? ¿L-a-g-a-r-t-o?
   — Sí, lagarto saltador. Me parece que es el nombre que más le conviene.

LA TEMPESTAD DE ARENA

   Al cuarto día de su estada en Marte, Belopolski y Melnicov se levantaron antes del amanecer. Se había observado que los animalitos tipo liebre aparecían cada mañana cerca de la nave y Kamov quería que se matara uno sin falta. En cuanto despuntó el sol se instalaron en una de las alas de la nave, con sus fusiles munidos de miras ópticas. No tuvieron que esperar largo rato, pues igual que en los días anteriores, las «liebres» aparecieron con los primeros rayos del sol, y cinco animalitos se aproximaron a largos saltos a la orilla del lago. Se oyeron dos tiros simultáneos y dos «liebres» fueron presa de los cazadores, que muy contentos se los llevaron a otro frigorífico preparado para la fauna marciana.
   Kamov apuraba con el almuerzo. Había que ir hasta la nave norteamericana y de paso conseguir otra planta de la ciénaga en reemplazo de la que rompiera el lagarto.
   — Podemos dedicar cinco horas a todo esto.
   — Hasta ahora no ha pasado ni un día sin sorpresas marcianas — observó Belopolski.
   Estaba malhumorado y fastidiado. Ya eran cuatro días consecutivos de reclusión en la nave, sin poder mirar la naturaleza marciana con sus propios ojos, porque Kamov tenía que ausentarse diariamente en el coche.
   — Es lo mismo en todas partes. La naturaleza marciana es idéntica en todas partes — lo consolaba Kamov.
   — Esto no suele ocurrir, ¡la naturaleza es siempre variada, infinitamente multiforme…!
   — Mañana irá usted con Melnicov a inspeccionar la zona norte y este y a la noche abandonaremos el planeta.
   Estas palabras tranquilizaron a Belopolski que los acompañó para despedirlos.
   — No demoren demasiado — les dijo. El coche recorrió rápidamente los cincuenta kilómetros hasta la ciénaga y los viajeros hablaban otra vez del «lagarto» de la víspera.
   — ¿Qué animal extraño, verdad, Serguei Alexandrovich? Su cuerpo es de lagarto; sus patas traseras, de grillo; sus fauces, de cocodrilo; sus ojos de gato y su piel como la de un oso blanco. Una de las próximas expediciones cazará a uno de esos monstruos vivo y lo llevará a la Tierra.
   — Quizá no pueda respirar nuestro aire más denso que el de Marte.
   — Se hará un cajón especial con aire enrarecido y se lo alimentará de conejos.
   — ¡Cómo quisiera tomar parte en semejante cacería! — exclamó Melnicov.
   — ¿Usted volaría otra vez a Marte?
   — No sólo a Marte, sino adonde usted quiera.
   — Esto está muy bien, pues habrá muchas oportunidades. Los vuelos cósmicos están en sus comienzos. Pero para participar en ellos, hay que estudiar mucho.
   — Es lo que me propongo hacer.
   — Está bien. Llegará a ser un verdadero «Capitán sideral». — Kamov sonrió pensando en el título que la prensa norteamericana otorgara a Hapgood.
   En la ciénaga demoraron menos de una hora, porque la tarea les pareció menos dificultosa o la planta tenía raíces menos entreveradas o quizá la práctica adquirida el día anterior les resultaba útil. Con la preciosa carga en el techo, se lanzaron hacia la nave norteamericana. Eran las diez de la mañana cuando divisaron la meta en el horizonte y las diez y dos minutos cuando la alcanzaron. Kamov miraba en torno suyo atentamente. A primera vista nada había cambiado desde su primera visita, dos días atrás.
   Los restos de la lámpara «flash» y el reloj destrozado yacían en el mismo lugar. La puerta estaba cerrada. Pero fijándose detenidamente observó numerosas huellas en el suelo y más aún en el ala de la nave, que estaba muy llena de arañazos.
   — Aquí hubo animales. Seguramente más de uno. Hay que tener mucho cuidado. Esos lagartos saltadores y velludos son peligrosísimos. Vamos a buscar los restos de Hapgood sin bajar del coche. Abriremos las ventanas. Fusil listo. ¿Con qué balas está cargado?
   — Explosivas.
   — Bien. Entonces, adelante.
   El coche iba lentamente y giró en los alrededores casi una hora. Todo estaba tranquilo y no se veía ni una bestia, aunque sus huellas eran visibles en la arena. La búsqueda no dio ningún resultado. Había que apresurarse. Volvieron a la nave y saliendo por turno del coche, cavaron con las palas un hoyo profundo. Kamov reunió los restos de la lámpara y del reloj, y luego entró en la nave. Depositó en el tablero de mando un gran sobre sellado y lacrado, conteniendo el acta de la llegada de los norteamericanos, así como la descripción del desastroso fin del comandante Hapgood. El acta estaba escrita en ruso y en inglés llevando las firmas de Kamov y de Bayson. Kamov encontró una bandera norteamericana, así como una caja de metal en la que depositó los restos de Hapgood, y salió de la nave, cerrando la puerta.
   La caja con la pierna, envuelta en la bandera estrellada, fue depositada en el hoyo y recubierta, hasta formarse un montículo. No había nada más que hacer. Eran casi las trece. Dentro de una hora y media estarían en «casa». Emprendieron la marcha. Al darse vuelta para echar una última mirada a la astronave americana, Melnicov notó que la superficie del lago se había puesto muy obscura y rizada. Se levantaba viento. Kamov miró al cielo pero no vio ni una nube.
   — En estos tres días no hubo nada de viento. Tiene que haber vientos en Marte. No podía prolongarse la bonanza.
   Se oyó la conexión del micrófono, y la voz de Belopolski preguntó si se le oía bien.
   — Sí, oímos bien.
   — ¿Dónde se encuentran?
   — Cerca del cohete norteamericano. Acabamos de dejarlo.
   — ¿Qué tiempo hace?
   — Hay un poco de viento.
   Se oía que Belopolski consultaba a Paichadze.
   — Les pedimos que vuelvan ustedes cuanto antes. Hay síntomas de que se aproxima una tormenta de arena.
   — Bien.
   — Pregunta Paichadze si no les convendría quedarse en la nave norteamericana hasta que amaine.
   — No, no se sabe cuánto tiempo puede durar el temporal. Si dejamos el coche, puede sufrir algún percance o quedar cubierto de arena, lo que nos complicaría las cosas más aún. Tengo fe en esta máquina. Ya llegaremos.
   El coche se lanzó a toda velocidad. El viento soplaba de frente pero a esa máquina tan potente no le producía ninguna dificultad.
   — ¿Son peligrosas estas tempestades? — preguntó Melnicov mirando intensamente por el parabrisas —. Belopolski me dijo que a esta máquina no la podía perjudicar la tormenta marciana. ¿Y si no hay tal tormenta?
   — Belopolski se equivoca pocas veces — murmuró Kamov.
   El viento iba en aumento y se levantaba un polvo arenoso ocultando el horizonte con una cortina brumosa.
   — Está muy cerca la tormenta — murmuró Kamov entre dientes.
   Otra vez la radio:
   — Habla Belopolski.
   — Escuchamos.
   — Se acerca a la nave por el lado Este una gran muralla de arena, que se mueve con gran rapidez. Nos tememos que no lleguen hasta acá. ¿Ya pasaron la ciénaga?
   — Todavía no.
   — ¿Cuánto falta?
   — Unos 20 kilómetros.
   — Sería bueno que la pasaran antes de la tormenta. Dice Paichadze que es el lugar más peligroso.
   — Creo que podremos. Dentro de doce minutos llegaremos al pantano.
   — Espero que la tempestad termine pronto.
   — En todo caso no antes de dos o tres horas. Acuérdese de lo que usted mismo escribiera en su libro sobre los temporales de Marte — dijo Kamov riéndose —. Ahora vamos a poder verificar sus cálculos.
   — ¡Me sentiría feliz de haberme equivocado!
   — Temo que no.
   — ¿Cuánto falta hasta la ciénaga?
   — Unos diez kilómetros.
   — La nube se encuentra ya a un kilómetro de nuestra nave. ¡Se mueve con una velocidad monstruosa! — exclamó Belopolski. Y luego de un instante añadió—: Ya no se ve nada por las ventanas. Oscuridad completa.
   Ni Kamov ni Melnicov contestaron nada. Luego Melnicov dijo al micrófono:
   — Ya vemos la muralla. Faltan tres kilómetros hasta el pantano.
   En el horizonte, de borde a borde, se alzaba vertiginosamente una muralla gigantesca. Era una masa compacta de arena que el viento levantaba llevándola consigo directamente contra el coche. Quedaban contados segundos hasta el encuentro. Kamov comprendía que si lograba pasar la ciénaga el peligro disminuiría. En la oscuridad que había de producirse de inmediato el pantano era una amenaza terrible. La nube se acercaba, implacable. Se podían distinguir los torbellinos de arena que giraban furiosamente.
   Kamov ya podía divisar la vuelta que habría que dar para costear el pantano. Un poco… ¡Un poquito más…!
   Melnicov habíase inclinado hacia adelante, con todo el cuerpo, como si pudiese ayudar a la potente máquina.
   El coche se encontraba ahora a la misma distancia de la vuelta que la nube fatal. ¿Quién alcanzaría la ciénaga primero? Esta era la cuestión, quizás de vida o muerte.
   — ¡Gracias, muchachos! — exclamó Kamov en voz alta cuando el coche, dando una impetuosa virada, se lanzó por la recta que él mismo trazara hacia la nave.
   — ¿A quién lo dice? — inquirió Melnicov, sorprendido por ese entusiasmo.
   — A los obreros del Ural, les digo gracias por este magnífico motor que nos hicieron…
   El horrible sitio ya estaba atrás. Ahora se trataba de no perder la huella en la oscuridad.
   Pero, como si fuera una venganza por el éxito logrado, se desencadenó un furioso torbellino encima del cochecito que ya no podía hacer más de cuarenta kilómetros por hora. Todo quedó sumido en las tinieblas. Pesadas masas de arena golpeaban las ventanas, arañándolas como si fuera esmeril.
   — Pida el faro, Melnicov.
   Como si hubiese escuchado su pedido, apareció en el parabrisas un arco verde con una rayita negra en el centro.
   — ¡Bravo! Se dio cuenta — se alegró Kamov.
   Ahora se trataba de no perder la orientación, para que la rayita no se ensanchara, lo que significaría que el coche se desviaba de su ruta. Lo demás dependía del motor, y de la fuerte carrocería, del chasis…
   — ¿Qué tal, Melnicov?
   — Todo va bien, Serguei Alexandrovich. Lástima que no se pueda sacar una película de este temporal.
   — ¡Cada cual con lo suyo! ¡En realidad, con semejante iluminación ha de descomponerse la película!
   Alrededor de ellos bullía la tempestad. Diríase que los iracundos elementos marcianos se enardecían contra la resistencia de la impertinente maquinita venida desde la lejana Tierra, que seguía avanzando tenazmente a pesar de todo. Les rodeaba una noche impenetrable y parecía extraño pensar que estaban en pleno día, que fuera del temporal brillaba el sol. Melnicov trató de conectar el reflector del techo, pero viendo que su luz no lograba penetrar las tinieblas arenosas volvió a desconectarlo.
   La luz azulada de los aparatos en el tablero de mando era el único punto donde podía descansar la vista enervada por la lóbrega oscuridad circundante.
   — ¿Usted no teme que la arena vaya llenando los cojinetes? — preguntó Melnicov.
   — No, no lo temo. Por indicación de Belopolski y bajo su control directo, se hicieron pruebas especiales en la planta con fuertes chorros de arena finísima. Las detalladas inspecciones y análisis posteriores demostraron que no penetró ni un grano de arena en las partes conductoras del motor.
   Pasó casi media hora. Ante ellos brilló repentinamente un puntito luminoso.
   — ¡El reflector! Quiere decir que estamos muy cerca de casa.
   — Es sorprendente que se lo pueda ver en semejante tormenta.
   — Son cuatrocientos kilowatios, imagínese… Casi un faro de aviación.
   Melnicov conectó el micrófono.
   — ¡Veo el relector!
   — ¡Extraordinario! ¡Hace quince minutos que lo prendimos! Quiere decir que ya se encuentran cerca. ¿Lo ven bien?
   — Nítidamente.
   — ¿Cómo se porta el coche?
   — Perfectamente. Serguei Alexandrovich pide que apaguen el faro.
   — Apago.
   La máquina disminuyó la marcha. La nave estaba muy cerca. El reflector ardía como una estrella y en su luz podían divisarse los torbellinos de arena. El temporal no amainaba, sino que se tornaba a cada momento más fuerte. Pero ya no era peligroso puesto que los viajeros se aproximaban a su hogar.
   El rayo de luz los unía a su nave como un hilo intangible, los acercaba a los amigos en angustiosa espera tras las inexpugnables paredes de su astronave.

EL MONUMENTO

   No fue tan fácil salir del coche. El huracán los derribaba y la tromba no les permitía dar un paso. El coche detenido fue instantáneamente cubierto por la arena, hasta las ventanas. La astronave que tenían ya a su lado apenas se veía y únicamente el reflector les permitía orientarse en ese torbellino. La máquina se acercó a la nave y se refugió bajo su ala que fue abierta un poco más para cubrir al coche. La puerta de la nave estaba frente mismo a la portezuela del coche y en esas condiciones pudieron abandonarlo para introducirse, por turno, en la nave que se encontraba a ras de tierra, ya que sus ruedas habían sido recogidas. Las alas también fueron replegadas luego, para ofrecer menor resistencia al viento.
   Una vez dentro y apenas sacada la máscara, Kamov se dirigió inmediatamente hacia Paichadze. Durante todo el transcurso de aquel día no lo había mencionado ni una vez, pero Melnicov se daba cuenta de que los pensamientos del médico estaban cerca de su paciente. Este se sentía bien. Kamov le cambió la curación, le tomó la temperatura y sólo entonces se tranquilizó.
   — Creo que todo está bien y que para pasado mañana, cuando despeguemos, se encontrará ya sano.
   — Con semejante herida yo no habría salido de las filas, en tiempo de guerra — le contestó el astrónomo.
   — Eso es otra cosa. Pero la guerra con la naturaleza no debe tener víctimas.
   La tormenta duró un par de horas más y terminó tan bruscamente como había empezado. La muralla de arena galopó frente a la nave y desapareció en el horizonte. El viento siguió soplando y gimiendo unos minutos más y también se calmó. El paisaje en derredor de la nave recuperó su aspecto matinal.
   — Es extraordinario — musitó Belopolski —, si hubiésemos dormido durante el temporal, no hubiésemos creído que había pasado por acá.
   Realmente, no había dejado huellas. La capa de arena parecía la misma. Los espesos matorrales no habían sufrido cambio alguno y sólo del lado derecho de la nave había un montículo de arena que tapaba las ventanas de estribor.
   — ¡Levantemos la nave! — dijo Kamov.
   Melnicov apretó el botón del tablero de mando. El motor se puso en marcha y las ruedas salieron de sus nichos. La nave se levantó lentamente. La arena que ceñía los bordes se derramó y las ventanas se despejaron. Se vio el agua del lago, inmóvil y brillosa como si fuera mercurio.
   — Nuestros sabios meteorólogos han de romperse la cabeza con la naturaleza marciana — exclamó Kamov al ver este brusco cambio.
   — ¡Ea! Los botánicos también van a tener su tarea. Las plantas han de haberse plegado y encogido, durante la tormenta. Pero ¿cómo habrán podido doblarse los gruesos troncos? Su estructura ha de diferir de la de las terrestres.
   — Todo es diferente acá — interpuso Kamov —. Sólo por su aspecto exterior se asemeja algo a la Tierra, pero en realidad la evolución marciana se ha producido por otras rutas. Para un estudioso de cualquier especialidad hay aquí un vasto terreno de investigación.
   — ¿Y nuestra planta? — exclamó repentinamente Melnicov, precipitándose a la ventana.
   — No es posible que tengamos que hacer un tercer viaje por esa malhadada planta — dijo Kamov.
   Pero fue una vana alarma. La planta que habían olvidado durante el temporal había quedado en su lugar, en el techo del coche y pronto, limpiada de la arena que la recubría, fue instalada en el frigorífico.
   Había tiempo hasta la puesta del sol. El resto del día se consagró al monumento que, según el plan de la expedición, tenía que erigirse en el sitio donde aterrizara la nave. Fue una tarea de varias horas, en la que participaron todos excepto Paichadze, a quien Kamov prohibió bajar de la nave. Bayson estaba encerrado en su camarote y no se le dejaría salir hasta el despegue.
   El sitio del monumento fue elegido cerca de la nave, en un campito rodeado de vegetación. Desde el centro de la «plaza» elegida, hasta las plantas, había unos veinte metros o más, de manera que la aparición de un «lagarto saltador» no podía pasar inadvertida. Además, estaban todos bien armados.
   Paichadze insistió en que se le permitiese quedarse en el umbral de la puerta.
   Desde aquella altura se divisaba todo el paraje y un animal de tamañas dimensiones se vería enseguida. Además su persona estaría protegida por el coche anfibio estacionado frente a la puerta de entrada.
   Con todas esas precauciones pudieron trabajar tranquilamente. Hubo dificultades al descargar los pilotes de acero que debían de hincarse en el suelo arenoso, para asegurar los cimientos del monumento. Cada uno de esos pilotes tenía doce metros de largo y no se podía hacerlo pasar por la puerta de entrada, debido al estrecho corredor. Hubo que valerse de la escotilla del observatorio, por la cual habían penetrado en la nave cuando la cámara de entrada estaba obstruida por la plataforma de despegue erigida en la Tierra.
   Los cuatro pilotes fueron transportados primero al observatorio, cerrándose luego herméticamente la puerta redonda que daba acceso al interior de la nave. Las ruedas fueron entradas y la escotilla bajó de nivel, acercándose al suelo. Kamov se quedó en el observatorio y pasó los pilotes por la escotilla a sus compañeros, que los recibían afuera. Luego cerró la escotilla, renovó el aire y levantando nuevamente la nave sobre sus ruedas, salió.
   — En esto no habíamos pensado — dijo —. Había que prever esta operación al construir la nave. ¡Fue un descuido, una inadvertencia!
   La tarea de hincar los pilotes fue pesada, aun estando en Marte, porque en la Tierra no hubieran podido efectuarla entre tres, pero en este caso la desgravitación les facilitó los esfuerzos. Mediante la grúa eléctrica levantaron el primer pilote y lo colocaron a plomo. Parados en una liviana escalera de tijera de aluminio, Melnicov y Belopolski colocaron un pesado martillo encima, en uno de sus extremos. Así como la grúa, el martinete funcionaba a corriente eléctrica suministrada por los acumuladores del coche. En la Tierra el mazo pesaba unos trescientos kilogramos, pero en Marte su peso se redujo a ciento veinte. Pero aun así, era bastante para ellos y fue con el máximo esfuerzo que lograron instalarlo a la altura debida. La estaca debía hincarse con muchas precauciones. Se hundía en el suelo arenoso a razón de medio metro bajo cada golpe. Kamov conectaba la corriente para dos o tres golpes de mazo y luego la desconectaba, para que Melnicov y Belopolski pudieran bajar unos peldaños en su escalera. Así se hizo hasta que el extremo superior de la estaca estuvo a ras de tierra. Se dieron un corto descanso y continuaron hasta terminar con las cuatro estacas. Una gruesa plancha de acero fue colocada encima, asegurándola con fuertes pernos y así estuvo lista la base del monumento. El resto ya era más fácil y para las ocho de la tarde se terminó la obra.
   En la plataforma de arena, entre fantásticas plantas azuladas y grisáceas, quedaba para muchos años por venir un obelisco de tres metros, de acero inoxidable. En su cúspide brillaba a la luz del sol poniente una estrella de rubíes montada en oro. Los esforzados constructores miraban su obra con emoción y orgullo. El aliento de la Patria socialista había llegado con ellos cruzando los espacios inconmensurables para dejar aquí este símbolo de una gran victoria científica.

LA ROCA

   Al Norte y al Este de la nave, el paisaje era idéntico al que habían visto al Oeste.
   Creaba la impresión de que la naturaleza marciana era igual en todas partes, en todo caso en aquella parte del planeta donde estaba la nave.
   Comparando con lo que habían visto al sobrevolar el planeta, los sabios soviéticos llegaron a la conclusión de que era casi un desierto, y que los únicos representantes de su fauna eran las «liebres» y los «lagartos saltadores».
   Así les parecía a los primeros hombres llegados a Marte desde la Tierra. Pero si era así en realidad sólo podía decirlo el porvenir.
   «Para el desarrollo de la vida — había dicho Belopolski —, tiene importancia primordial la cantidad de energía que recibe el planeta del astro central, el Sol. El proceso de evolución depende enteramente de ese factor. No es necesario considerar que en todos los planetas donde haya surgido la vida, el proceso haya debido llevar a la aparición de seres parecidos al hombre. Marte siempre ha recibido mucho menos energía solar que la Tierra y es muy lógico suponer que su evolución haya progresado a ritmo más lento y no haya evolucionado aún en la aparición de un ser racional como el hombre, mientras que en la Tierra, que recibe más energía, el proceso evolutivo fue más rápido. En Venus, que se encuentra en condiciones mejores aún, ha de producirse a un ritmo más acelerado, y es muy posible que la vida de Venus se adelante a la nuestra. La naturaleza es infinitamente variada, y así como lo comprobamos en el planeta Marte, se adapta a todas las condiciones.»
   Kamov se acordó de estas palabras de Belopolski, mientras contemplaba el paisaje por la ventana de su parabrisas. El coche se dirigía al Sur, que no habían visitado aun. Por la mañana, Melnicov y Belopolski habían recorrido el Norte y Este en un paseo de tres horas, sin encontrar nada nuevo. Kamov decidió completar el programa trazado partiendo solo a la última excursión.
   — Este paseo no es más que una formalidad para un descargo de conciencia, para que no se pueda decir que no hemos cumplido nuestro plan. El trabajo ha terminado y no hay por qué arriesgar dos vidas.
   — Una tampoco — intercaló Paichadze.
   — No ha de pasarme nada. Iré despacio, haré unos cien kilómetros y volveré. Hay que enterarse de lo que hay en el lado sur. Pero si pasara algo, Melnicov le puede ayudar, puesto que Paichadze está fuera de combate y le sería difícil manejar todo solo — añadió Kamov dirigiéndose a Belopolski.
   Todos los argumentos fueron infructuosos. Kamov insistió en lo suyo. Sus compañeros accedieron muy a regañadientes, a que el comandante partiera solo. Belopolski le hizo que prometiera que no saldría del coche en ningún caso.
   El coche iba a unos cuarenta kilómetros por hora y Kamov miraba atentamente la ruta para no pasar por alto el pantano. La llanura parecía hundirse y había lagos por todas partes; la vegetación era más alta y más tupida y sería imprudente internarse en una muralla semejante. Habría que maniobrar el coche para volver atrás. No se veían huellas de los lagartos y Kamov no pensaba que apareciesen. Ya estaba a unos setenta kilómetros de su nave. Era tiempo de volver. Se necesitaban dos horas para desensamblar y cargar el coche. La nave tenía que salir a las veinte horas en punto. No, no encontraría nada nuevo ni en este último viaje. Detuvo el motor, conectó el micrófono y comunicó su intención de regresar.
   — Volveré por otro camino — dijo —. Dentro de una hora prendan el faro.
   Cambió de dirección e hizo unos veinte kilómetros hacia el Este, pero al convencerse de que todo era igual por allá también, tomó decididamente el rumbo Norte, hacia «casa».
   Siempre con atención, pero ya casi sin esperanza alguna de hallar algo nuevo, seguía observando el paisaje monótono que desfilaba ante sus ventanas. Un pequeño lago rodeado de plantas grises y azules, pero hay decenas de lagos semejantes. Una plataforma, como la del obelisco. Combinaciones de colores quizá muy hermosas, pero ya vistas. Paralelamente al coche aparecieron huellas y Kamov redujo la marcha para observarlas: eran huellas de los «lagartos», dueños y señores de Marte, con sus fauces de cocodrilo y su cuerpo velludo. ¿Quizás el animal esté en acecho? ¿Tal vez esté ya mirándolo con sus ojos de gato y con sus largas patas traseras en tensión para dar el salto?
   ¡Cuántos enigmas en este organismo animal! ¿Cómo estará organizado su aparato respiratorio? ¿Respiraría el aire enrarecido que ningún animal terrestre podría soportar? Sus enormes saltos requieren un gran desgaste de energía, y ¿de dónde saca esa energía?
   ¿Y el enigma del «pantano»? Una ciénaga en la que crecen plantas y se mantiene arena. Sí, hay muchos misterios que la ciencia tendrá que descifrar en este planeta donde la evolución ha ido por caminos diferentes a los de la Tierra.
   Kamov se acordó de Venus. Allí había menos misterios. Por todo lo que vieron al sobrevolarlo, su desarrollo es paralelo al de la Tierra. Por eso será que los astrónomos lo llamaron «hermana de la Tierra».
   Los pensamientos de Kamov fueron bruscamente interrumpidos por la aparición de unas colinas a su derecha, a una distancia de un kilómetro. Estaba tan acostumbrado a la llanura de Marte, que de buenas a primeras no pudo concebir que fueran rocas. No podían ser colinas de arena, puesto que los vientos las habrían dispersado y allanado. ¿Pero rocas? ¿Cuándo no habían visto ni siquiera una piedra en Marte? El coche franqueó la distancia y a medida que se aproximaba al lugar, una creciente emoción embargaba a Kamov. ¡Por fin! ¡Por fin había encontrado algo fuera de lo común!
   En la distribución de esas protuberancias rocosas, porque ya podía ver que no se trataba de arena, le pareció notar cierto orden. ¿Serían tal vez ruinas de algún edificio construido por habitantes racionales del planeta?
   El coche se aproximó a las rocas que tenían una altura de diez a quince metros. Cubrían una superficie de algo así como un hectárea y había varias decenas de picos. La piedra parecía granito de biotita. Quizá eran los restos de una cordillera que había existido. Hay que fotografiar todo esto. Tiene una enorme importancia científica. Quizá eso ayude a los geólogos a hallar lo que eran estas rocas en tiempos remotos. Y, claro, hay que llevarse algunas muestras de este granito.
   Llevaba lentamente su coche por la orilla de esa «cordillera», pero las rocas se encontraban muy cerca una de otra y el vehículo no podía pasar entre ellas. Además, era difícil darse cuenta de su distribución, que al principio parecía ordenada pero que quizá era caótica, como suele ocurrir en la naturaleza. Pero esa cuestión revestía una colosal importancia. ¿Era una formación natural, o eran los restos deteriorados de un extraño edificio de los desaparecidos habitantes del planeta?
   «¡Tengo que aclarar esta cuestión! Si subiera hasta la cumbre de una de las rocas centrales, me sería posible fotografiar el conjunto desde arriba. Así podré entender esta agrupación casual o edificada».
   Miró su reloj. Apenas le alcanzaba el tiempo.
   «No es nada. Volveré por el camino antiguo, así podré ir más rápido, siguiendo mis huellas anteriores; entre tanto aprovecharé el tiempo.»
   En ese momento se oyó la conexión de la radio y dijo la voz de Belopolski:
   — ¡Habla la astronave!
   — Escucho.
   — A su pedido, prendo el faro.
   — No es necesario, decidí volver por el mismo camino.
   — ¿Por qué?
   — Porque mi coche se encuentra al pie de unas rocas de granito. Tuve que perder mucho tiempo en inspeccionarlas.
   Por el micrófono se oyeron exclamaciones de asombro.
   — ¿Rocas? ¿Pero ¿dónde las encontró?
   — A unos ochenta kilómetros de la nave, al Sur. Las fotografié casi todas, pero hay que averiguar si es una formación de la naturaleza o si son restos de edificación. Para ello tengo que penetrar en ese laberinto, lo que no puedo hacer con el coche.
   — Entonces, ¿usted quiere salir del coche?
   — Es absolutamente necesario. Además tengo que tomar unas muestras.
   Hubo unos instantes de silencio.
   — ¡Tenga usted cuidado, Serguei Alexandrovich! — dijo Paichadze.
   — ¡Por supuesto! Pero no hay ningún motivo de preocupación. El lugar es completamente desierto. Espérenme dentro de dos horas.
   «¿No me estaré equivocando? — se dijo, pero enseguida apartó el pensamiento —. ¿Qué es lo que me puede amenazar? ¿Las bestias? Pero si no las he visto, y además salen a cazar de noche… ¿Por qué han de aparecer ahora?”
   Kamov se acordaba muy bien de la conformación de esos ojos de fieras nocturnas.
   ¿Qué más había que presentaba peligro? Nada. Preparó su arma, su bidón de oxígeno en la espalda, con las correas bien apretadas para que no lo estorbaran al escalar la roca, y llevó una cuerda larga, por si la necesitaba. La roca estaba a unos cincuenta metros del coche y tenía por lo menos diez metros de altura. Desde su cumbre vería a lo lejos.
   «Me falta sólo el bastón de alpinista, pero el alpinismo ha de ser más fácil en Marte que en la Tierra.»
   Se colocó la máscara y salió del coche, cerrando bien la portezuela.
   Al acercarse vio que la roca era bastante escarpada y llena de hendeduras. Casi en la cúspide había una protuberancia a la que podía enlazarse para facilitar su ascensión. Así lo hizo, con todo éxito. Aquí su cuerpo pesaba unos treinta kilos solamente, de manera que la subida que anticipaba pesada le resultó fácil y pudo escalar la roca en contados minutos. Arriba, no se podía mantener de pie y tuvo que recostarse para mirar. Desde aquella altura divisábase todo el panorama y Kamov se dio cuenta enseguida de que no había ningún orden en la distribución rocosa y que por ende era un producto de la naturaleza. Aunque decepcionado, sacó varias fotos y se dio vuelta para el otro lado, a fin de seguir observando. Al pie de la roca había un espacio vacío de unos veinte o veinticinco metros de diámetro. Al echar una mirada a ese pozo, sintió un escalofrío, ¡pues toda esa superficie estaba recubierta por aquella piel plateada, harto conocida! ¡»Los l-a-g-a-r-t-o-s»!
   Había muchos, muchísimos… Recostados uno al lado del otro, parecían dormir. Era extraño que no hubieran sentido su presencia, pues había estado al lado de ellos, antes de escalar la roca. ¿Tal vez era porque las fieras marcianas carecían de olfato, tan altamente desarrollado en sus hermanas terrestres? Había que irse pronto, mientras dormían. Sin sospecharlo, Kamov había caído en su guarida y bastaría que se despertara una, para que el camino quedase cortado. Sacó rápidamente unas fotos. No pudo dejar de hacerlo, aunque el clic del aparato habría despertado a los animales terrestres. Pero aquí, gracias al aire enrarecido, los sonidos tenían poca repercusión. Los lagartos seguían durmiendo.
   Guardó la cámara. Bajó hacia su cuerda. Con tal de que no se despertaran en los tres o cuatro minutos siguientes, enseguida estaría a salvo en su coche. Tomó la cuerda y bajó la vista para saltar…
   Su corazón comenzó a latir con angustia. Una ola de frío lo invadió.
   Abajo, allá donde se proponía bajar, veíase un largo cuerpo plateado… Kamov vio los ojos verdosos y felinos, fijados en su persona, vio al animal en acecho, apretado al suelo, listo para saltar.
   ¿Podría dar un salto de diez metros hacia arriba? Kamov empuñó su revólver y, sin sacar la vista del lagarto, tornó a la cúspide. Lástima que estaba sin fusil. Con un disparo quedaría libre. El revólver podría herir al animal, pero no matarlo. Además, el ruido del disparo despertaría a los otros. No, nada de disparos.
   Se apretó a la roca, tratando de no moverse y mirando a su adversario. El lagarto no trataba de saltar. También observaba a su adversario con mirada fija, sin pestañear. «Si el animal se queda, la situación se tornará trágica — pensó —. No hay posibilidad de bajar a la vista de la fiera. ¿Esperar? Pero ¿cuánto tiempo puede durar esta situación? ¿Cuánta paciencia tendrá la bestia? ¿Qué es lo que es capaz de pensar? ¿Qué es lo que piensa de ese ser desconocido que ha invadido sus dominios?»
   Kamov decidió esperar media hora, sin intentar nada. Si el lagarto no se iba, trataría de pegarle un tiro que si no lo mataba, al menos, lo espantaría. Podía ser que el disparo no despertara a los otros lagartos… Los minutos pasaban…
   Dejaría el coche en Marte, puesto que no habría tiempo para desmontarlo. Así dispondría de más tiempo. En ese lapso podrían ocurrir muchas cosas… A pesar de lo trágico de su situación, Kamov no perdía su serenidad habitual y revolvía en su mente las escapatorias posibles.
   Si izara la cuerda, podría enlazarla a otro pico y pasar así a otra roca. No eran más de cinco metros. Allá había una saliente. Si lograba enlazarla y sujetar la cuerda, podría pasar por un puente aéreo. La cuerda tenía cincuenta metros de largo. Le quedará bastante para repetir la maniobra con otro punto saledizo y alejarse de la bestia, acercándose al coche…
   Cuidadosamente empezó a izar la cuerda que estaba abajo, al lado mismo del lagarto; observaba con interés las reacciones posibles de la fiera, que, al sentir un leve movimiento a su lado, volvió la cabeza, para posar enseguida su mirada nuevamente en el hombre, tal vez por encontrarlo más interesante.
   Toda la cuerda estaba ya en manos de Kamov. Decidió esperar que transcurriera la media hora que se fijara, antes de llevar a cabo su arriesgado plan.
   En un momento dado, tuvo la impresión de que el animal lo había olvidado. Dejó de mirarlo y se paseó varias veces al pie de la roca. ¡Pero no! Volvió a instalarse, vigilándolo con sus ojos gatunos sin pestañear…
   «¡Qué tenacidad!» pensaba Kamov.
   Transcurrió el tiempo que se había fijado y decidió emprender la arriesgada tentativa. Se alzó cautelosamente y se puso de rodillas. Arrojó el lazo. Jamás se había ejercitado en ese lanzamiento y ante su gran sorpresa el nudo agarró la saliente… «Así es como se descubren talentos que ni se sospechaban» pensó con ironía. Ahora, apoyándose con un pie en una hendedura de la roca, dio un brusco tirón a la cuerda, para cerciorarse de su seguridad, antes de lanzarse por el puente aéreo. Pero la cuerda cedió y la saliente granítica que parecía tan sólida, se vino abajo con estrépito. Kamov casi perdió el equilibrio. Con enorme tensión de todos los músculos de su cuerpo logró resistir el impulso de precipitarse desde esa altura de diez metros, directamente en medio de las fieras.
   El saledizo granítico se había caído a un paso del lagarto el que, asustado, dio un salto entre las rocas para reunirse con sus compañeros. El manto plateado se alborotó, las bestias se diseminaron entre las rocas y pronto rodearon por completo el refugio de Kamov. Dondequiera que mirase veía sus espaldas velludas y plateadas. Ahora no podía ni pensar en escaparse. Mientras estuviesen allí, tenía que permanecer en aquella cúspide. Quizás se alejarían al obscurecer. El sol se pone a las ocho y veinte «hora de Moscú». ¡Y a las ocho en punto tenía que despegar la astronave! Ahora eran las cuatro de la tarde. Quedaban cuatro horas hasta la puesta del sol. Los lagartos no hacían ninguna tentativa para llegar hasta él, cosa que habrían intentado sus hermanos terrestres. Todo estaría bien si no hubiese la partida de la nave a las ocho. El oxígeno duraría hasta entonces. A las siete debería librarse de esta jauría, pues si no era la muerte segura: no habría esperanza alguna de alcanzar la nave a tiempo. Belopolski le había prometido que partiría a la hora justa, sucediese lo que sucediese.
   — ¿Aunque usted demorara? — había preguntado Belopolski.
   — Sí, aun así — le había contestado. Y Belopolski, dándose cuenta de las terribles consecuencias de una demora, cumpliría.
   Los minutos pasaban. Las bestias iban y venían al pie de la roca, se detenían a mirarlo con sus verdes ojos y apretándose al suelo, como si fueran a saltar.
   A pesar de su situación desesperada, Kamov mantenía la calma. Diríase que en su subconsciente había una firme convicción de que todo saldría bien. No podía explicar por qué se había adueñado de él semejante sentimiento, pero ahí estaba esa inexplicable seguridad.
   Corrían los segundos. ¿Vida… Muerte? ¡Vida… Muerte! La situación no cambiaba.
   Pensó en la angustia de los amigos que lo esperaban. ¡Qué preocupados estarían!
   Los veía a los tres, mentalmente: Belopolski, más ceñudo que nunca, con sus idas y venidas, del tablero de dirección a la puerta y viceversa. Melnicov en la ventana, mirando al horizonte por si aparecía la silueta blanca del coche. Paichadze, aparentemente tranquilo, mira el reloj a cada minuto. No lo abandona ese dominio tan inveterado de sí mismo, pero Kamov sabe que nadie sufre tanto como él, como ese amigo fiel a toda prueba. Las seis… Queda una hora…
   Kamov deja caer su cabeza en el brazo y en su mente cansada y en sus oídos resuenan las últimas palabras de Paichadze, como un amargo reproche. «¡Tenga cuidado, Serguei Alexandrovich!»

EL REGRESO

   2 de enero de 19…
   El último día de nuestra estada en Marte fue el más penoso entre todos los que pasamos en ese planeta.
   Es muy difícil relatar todo lo que tuvimos que experimentar, pero tengo el deber de hacerlo.
   A mediodía acompañé a Kamov hasta el coche en el que partía para su última excursión. Estaba de excelente humor.
   — ¡No vayan a extrañarme! — me dijo bromeando al sentarse en el vehículo. El coche se fue… Volví a bordo. Belopolski estaba sentado al lado de Paichadze, acostado. La radio estaba a su lado.
   Me fui a mi laboratorio, para poner orden en mis cosas y preparar lo necesario para el despegue. Además, Kamov me había pedido que revelara la foto del aparato de Bayson. Kamov le pidió su autorización para ello y tuvo que consentir, aunque a desgano. Dijo que la película no tenía más que dos fotos. A Kamov le interesaba precisamente la segunda foto, la que según Bayson, mostraba al animal que había atacado a Hapgood. ¿Era el mismo lagarto que matamos nosotros o algún otro animal que no habíamos visto aún? Si era otro habitante marciano, ¿a qué se parecía?
   Al revelar la película, comprobé que el ataque al comandante norteamericano lo había hecho uno de esos «lagartos». Esta foto siniestra salió muy bien, pues tanto el animal como su víctima estaban en primer plano.
   Terminadas mis tareas en el laboratorio volví a reunirme con los dos astrónomos. Charlaban de algo que no tenía relación con Marte ni con nuestra estadía. De Kamov no tenían noticias.
   Me acerqué a la ventana y empecé a mirar el desierto marciano. El día era claro y completamente sin viento.
   A las catorce Kamov nos dijo que iba a regresar. Pedía que se prendiera el faro dentro de una hora, pues iba a tomar otro camino. Pasó la hora y Belopolski conectó el micrófono. Hubo una corta conversación de la que no olvidé palabra.
   ¡Serguei Alexandrovich nos comunicó una noticia extraordinaria! Había encontrado unas rocas. Paichadze se sentó en la cama, impulsado por su emoción. ¡Cómo! ¡Rocas en Marte…!
   — ¡Por fin! — musitó.
   Kamov dijo que iba a salir del coche para inspeccionar su hallazgo y reunir unas muestras. Paichadze le pidió que tuviese cuidado y Kamov pareció apresurarse a terminar la conversación, quizá para evitar que comenzaran a pedirle que desistiese de su plan.
   Cuando desconectó el micrófono, Paichadze saltó bruscamente y se puso de pie. Belopolski meneó la cabeza con reproche.
   — No hay motivo de preocupación — dijo.
   — Puede ser — contestó Paichadze.
   — Entonces, ¿por qué está tan emocionado?
   — No lo sé, pero lo estoy.
   En ese momento me acordé de la foto que acababa de revelar con la cabeza de Hapgood en las fauces del «lagarto», y dije involuntariamente:
   — ¿Y el lagarto…?
   No hubo comentarios.
   Cayó un pesado silencio en el observatorio. Paichadze, olvidado de las recomendaciones de Kamov de quedarse acostado hasta el despegue, iba y venía lentamente entre el tablero de dirección y la puerta. A veces se detenía y miraba la radio, por largo rato, como si le pidiera que hablase. Belopolski observaba su reloj con frecuencia poco habitual y ello delataba su emoción oculta.
   «Espérenme para dentro de dos horas» había dicho Kamov.
   Pasaba hora tras hora sin noticias. Belopolski conectó el micrófono varias veces, pero sin resultado. La lamparita de control decía que la estación del coche estaba conectada y funcionaba bien.
   — Si tuviésemos un segundo coche — dijo Paichadze —, me iría a buscarlo siguiendo sus huellas.
   — Aunque tuviésemos un segundo coche anfibio, usted no iría a ninguna parte — le contestó Belopolski.
   — ¿Por qué?
   — Porque yo no lo habría autorizado. Durante la ausencia de Kamov yo respondo por usted y por nuestra nave.
   Paichadze no contestó. Echó una mirada al comandante interino y reanudó sus idas y venidas.
   — Sería mejor que se acostara — le sugirió Belopolski.
   Paichadze siguió el consejo sin protestar; se acostó y no abrió la boca hasta las ocho.
   Era un suplicio ver como pasaba el tiempo. No podía apartarme de la ventana y miraba, miraba hasta que me dolían los ojos escudriñando el horizonte del lado donde debía aparecer el vehículo. Por momentos me parecía divisar el coche blanco, el corazón latía furiosamente, pero al instante la imaginaria visión desaparecía.
   La hora que Kamov indicara para su regreso ya había pasado. El coche no llegaba. La lamparita de Control indicaba que la radio del coche funcionaba aún y esto era, quizá, lo más doloroso. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba Kamov? ¿Qué era lo que lo retenía tanto tiempo alejado del coche…? ¿Estaría vivo? El tiempo, inexorable, se iba… Temía mirar al reloj. Quedaba poco tiempo.
   «La astronave debe salir a la hora justa, pase lo que pase». En mis oídos resonaba la voz de Kamov, y luego la contestación de Belopolski: «se lo prometo».
   ¿Cómo podrá Belopolski resolverse a cumplir su promesa?
   Yo sabía que estaba obligado a decidirse. La insuficiente velocidad de la nave nos sometía al horario preestablecido. La astronave no podía demorarse en Marte, pues eso causaría la perdición de toda la expedición. Si Kamov no aparecía a tiempo, Belopolski no tenía otra alternativa que regresar a la Tierra sin él. Por más terrible que fuera su pérdida, no se podía sacrificar a los demás miembros de la expedición y asestar un golpe tan rudo a la ciencia astronáutica. En el observatorio reinaba el más completo silencio. Todos estaban ensimismados, temiendo mirar a los ojos de los demás para no leer en ellos sus propios pensamientos.
   El primero en romper el silencio fue Belopolski. Se levantó de golpe, casi corrió a la ventana y se quedó mirando fijamente la lejanía, con ojos extrañamente petrificados. Gruesas gotas de sudor brillaban en su frente.
   ¿Qué sentía ese hombre, llamado por el destino a pronunciar la terrible decisión? Reemplazaba al comandante de la nave, y ahora era su único comandante. Tenía la voz de mando y lo que debía decir equivaldría a una sentencia de muerte para el compañero ausente: «¡En marcha!»
   Se dio vuelta y dijo muy despacio:
   — ¡Quedan veinte minutos!
   Me estremecí. Paichadze no se movió. No contestamos nada.
   — Traiga aquí a Bayson — me dijo Belopolski.
   Traer a Bayson… él iba a reemplazar a Kamov… Regresaríamos a la Tierra cuatro, así como cuatro habíamos llegado a Marte…
   Abrí la puerta del camarote de Bayson y le dije: «Sígame».
   — ¿La nave sale de Marte? — me preguntó.
   No le contesté.
   Todo el tiempo había tratado de no mirar el reloj, pero ahora no podía apartar la vista de él. Paichadze también lo miraba. El minutero se acercaba inexorablemente y con demasiada premura a la hora ocho.
   — Pónganse las máscaras — dijo Belopolski en inglés, pues evidentemente no quería pronunciar la frase dos veces. Alcanzó la máscara a Bayson y observé que le daba la suya propia; la de Kamov, la dejó para sí.
   Así es que todo se acabó. ¡Nos vamos!
   — ¡Constantin Evguenievich! — musitó Paichadze.
   Belopolski lo miró interrogativamente, pero Paichadze no dijo nada más.
   Transcurrió otro segundo infinitamente largo…
   — Bueno — dijo Belopolski— esperaré otros veinte minutos.
   Paichadze se levantó de golpe y dijo en voz alta y calma:
   — El coche puede haberse roto. ¡Serguei Alexandrovich nos espera!
   Belopolski señaló la lamparita roja de la radio y dijo en voz baja:
   — ¡El aire!
   El rostro tostado de Paichadze se puso lívido. Ambos entendimos enseguida lo que quería decir Belopolski.
   La lamparita roja indicaba que la radio del coche marchaba bien. Si el micrófono no respondía, eso significaba que Kamov estaba fuera del coche. No se puede respirar en la atmósfera de Marte y la reserva de oxígeno que él debía llevar consigo al salir del coche podía alcanzar para unas seis horas. Desde la última conversación con Kamov ya habían pasado más de cinco: o sea, que tenía aire para menos de una hora…
   — ¡Hay que buscarlo! — dije yo.
   Belopolski respondió con voz extraña:
   — ¡Bueno! La astronave buscará a su comandante durante diez minutos más. — Luego casi gritó— ¡Basta!
   Bayson escuchaba atentamente la conversación incomprensible. Se daba cuenta de que había tensión nerviosa a bordo, pero ignoraba la causa.
   — ¿Dónde está mister Kamov? — preguntó.
   Paichadze se volvió:
   — ¿No oyó la orden del comandante de la nave? — preguntó iracundo, olvidando que Bayson no entendía el ruso —. ¡Póngase la máscara! ¡No hable!
   Bayson, perplejo, me miró, y le repetí la frase en inglés. Se puso la máscara enseguida.
   El segundero corría, corría… Se hizo noche tras las ventanas.
   — ¡Ponerse las máscaras! — vino la segunda orden.
   Ya no había duda de que Kamov no volvería. Quedaba la esperanza de localizarlo desde arriba. El poderoso reflector lo encontraría…
   — ¡Ocupar las redes!
   En el observatorio estaban preparadas unas hamacas.
   En Marte no había plataforma de despegue y la nave iría cambiando de dirección de vuelo.
   Belopolski ocupó su lugar frente al tablero de dirección. Su hamaca quedó vacía.
   En la Tierra, en el primer despegue de mi vida para un vuelo sideral, no estaba tan emocionado ni sentía tanta angustia.
   Miraba sin cesar el rostro de nuestro nuevo comandante. Estaba muy pálido, pero reconcentrado y sereno. ¡Con qué esfuerzo sobrehumano habría conseguido esta aparente tranquilidad!
   Toda la nave se estremeció. Los motores producían un rumor creciente que aumentaba por segundos y parecía ahogar el universo entero…
   ¡La astronave se puso en marcha! Pero aún se encontraba sobre la superficie marciana.
   Belopolski apretó el botón ya conocido. Entraron las ruedas. Ya estábamos en el aire. Un rápido movimiento de las manos… Se callaron los poderosos motores propulsores y entró en acción el «atmosférico». El vuelo fue interrumpido en su ascensión fuera de la atmósfera marciana y la nave, dócil al mando de su comandante, sobrevolaba el planeta como lo hiciera cinco días atrás. Paichadze y yo nos precipitamos fuera de las hamacas y a las ventanas…
   La nave realizaba una amplia maniobra, sobrevolando el lugar recién abandonado, y el reflector permitía divisar la superficie. Se vio el lago, la pista con el obelisco de acero con su estrella de rubíes en la cúspide.
   La velocidad era muy grande y no se podía reducirla. Volábamos hacia el Sur, allá donde se había ido el coche de Kamov. A los cuatro minutos la máquina giró, pues Kamov no podía haber ido más allá de ochenta kilómetros. Cien kilómetros al sur, cien de vuelta, otros cien al sur… pero no vimos nada.
   ¡El desierto marciano estaba oscuro y despoblado! Me sentía desfallecer…
   ¡Todo se acabó! ¡Serguei Alexandrovich Kamov ha perecido!
   La astronave cambió bruscamente de dirección: volábamos por otros rumbos.
   Eché una mirada al rostro de Belopolski. Se había inclinado sobre el periscopio. En sus labios firmemente apretados leí una determinación inflexible.
   No nos hacía el menor caso. Diríase que se había olvidado de nuestra existencia.
   Paichadze se apartó de la ventana y se dirigió a su lugar. Automáticamente lo seguí. Su rostro estaba inundado de lágrimas.
   No tuve tiempo de acostarme. Un brusco golpe me echó en la hamaca y la desagradable sensación de supergravitación invadió mi cuerpo, petrificándolo como si pesara diez veces su peso natural.
   En los oídos repercutía en precipitación creciente, el poderoso rumor ensordecedor.

¡SOLO!

   Las obscuras rocas de granito se yerguen, siniestras y lúgubres, en el aire frío del anochecer. A sus pies, moviendo lentamente sus mal desarrolladas patas delanteras, rondan las velludas bestias. Su piel plateada tiene a veces reflejos escalofriantes cuando uno de los animales se acerca al pie de la roca, se acurruca como si quisiera saltar, y mira hacia la cumbre con sus ojos felinos.
   Arriba hay un hombre. Está recostado en la roca, apoyando la cabeza en el brazo izquierdo. En la mano derecha aprieta su revólver. Hace tiempo que el hombre yace en la roca. Está cansado, muy cansado, física y moralmente. Ha perdido toda esperanza de salvación. No puede bajar al pie de la roca donde se encuentra su coche blanco con ventanillas de cristal… ¡En él están la salvación y la vida! Pero entre ellos, en el camino, acecha una muerte horrible en las fauces de las bestias…
   ¡No, cualquier cosa, pero no acabar así! Mejor que se extinga la dosis de oxígeno que alimenta su máscara.
   El sol desaparecerá enseguida en el horizonte y caerá la noche tan rápida de los trópicos. El aire se enfriará hasta helarse. Hará mucho frío. Pero el hombre no piensa en esto. ¿Qué le importa el frío, si el oxígeno no ha de durar ya más de una hora? Allá, en el coche blanco, hay balones de gas vivificador, hay aire y vida, pero son inalcanzables y es tan difícil transponer esta barrera de cincuenta metros como si se tratara de llegar a uno de los satélites marcianos que se ven tan nítidamente ahora en el cielo ya en tinieblas.
   El hombre reconoce su condena. Sus ojos negros miran, bajo las frondosas cejas, con firmeza y serenidad. Sus gestos son seguros y medidos. Lleva la muñeca a los ojos y mira su reloj luminoso. Son las veinte y diez. Se alza un poco sobre el codo y parece escuchar. Pero no oye nada, ni un sonido perturba el silencio del desierto. Con un gesto de fastidio vuelve a recostarse sobre el granito.
   Pasan otros diez minutos. El sol ha desaparecido por completo. El aire se enfría por momentos y llegan las heladas nocturnas.
   Los oídos del hombre perciben un rumor. Se levanta con precipitación y se inclina con fervor hacia el lado del que le llegara el ruido tan esperado, que va creciendo, como si desde lejos se precipitara un alud de piedras infernales.
   El hombre palidece, pero sus labios sonríen con aprobación.
   El ruido se amortigua poco a poco, se desvanece y el hombre reasume su posición anterior, con infinito y mortal cansancio. ¡Ya está! Se encuentra solo en Marte. En todo ese enorme planeta… La muerte no ha de hacerse esperar, ¡todo acabará dentro de unos treinta o cuarenta minutos!
   El hombre de la roca no teme a la muerte. Le duele solamente no haber realizado todos sus planes, no haber tenido tiempo para llevar a cabo todas sus intenciones, aunque ya sabe que otros se dedicarán a ello. El mismo tiene la culpa de esta muerte prematura.
   ¡Qué lentos parecen los minutos que pasan…!
   Pero, ¿qué es eso…? Se oye el mismo rumor, nuevamente. Más y más cerca… En el horizonte apareció un rayo de luz enceguecedora. Iluminó la tierra arrancando de la oscuridad las plantas, las aguas del lago helado. El hombre de la roca apretó su cuerpo contra la piedra, como si temiera que lo pudieran ver. Efectivamente lo temía. La imagen del coche blanco cruzó por su mente: si el rayo del reflector lo tocara, el techo de la máquina brillaría como un espejo, tornándose visible a los que manejaban el reflector.
   Pareciera que mil explosiones de pesados obuses se fundieran en un solo ruido insoportable para los oídos. Fue una conmoción en el aire. Un viento huracanado atravesó las montañas con un silbido estridente y las amplias alas de la astronave pasaron encima de la cabeza del hombre. La luz del reflector pasó de lado y toda la zona y el paisaje se iluminaron con un reflejo rojo. Tras la cola de la máquina lanzada a toda velocidad brilló una larga llama roja que luego se esfumó con el ruido decreciente.
   El hombre suspiró con alivio pasándose la mano por la frente como si quisiera librarse de pensamientos inútiles. Otra vez se oyó el ruido que se acercaba; la máquina volvía y llegó hasta unos dos kilómetros de la roca donde el hombre seguía los movimientos de la nave. La luz del proyector corría por el suelo y por un breve segundo iluminó las rocas que lo rodeaban. Pero este segundo fue bastante para que pudiese notar lo que llenó su corazón de arrebatadora alegría: ¡las bestias habían desaparecido, no se las veía más entre las rocas!
   En los reflejos rojos de las llamas que se iban, divisáronse las sombras de los lagartos que se alejaban a grandes saltos: estaban asustados y escapaban. El hombre estaba libre.
   Pronto bajó por la cuerda anudada en la saliente de la roca y se precipitó hacia su coche blanco. Tropezó y cayó varias veces, lastimándose contra las piedras. Pero ¡qué era el dolor en comparación con la perspectiva de verse devorado por los horrorosos soberanos marcianos, de los que ahora estaba a salvo!
   Aunque el porvenir le prometiese sólo la muerte, su cuerpo no sería presa de las ávidas fauces.
   Ya instalado en el mullido asiento de su coche vio otra vez en el cielo la silueta de su hijo predilecto, su astronave perdida por siempre jamás, que ya estaba en la lejanía. Pero sabía que al apretar un botón aparecería el reflector del coche que les llamaría la atención. El pájaro sideral bajaría a tierra para salvarlo, puesto que estaban buscándolo.
   Los astronautas estaban buscando a su comandante desaparecido pasando y repasando sobre la zona donde podía hallarse. Los compañeros tenían esperanzas de encontrarlo aún. Habían perdido mucho tiempo en esa búsqueda. La lejana Tierra se acercaba inexorablemente al punto de su órbita donde tenía que alcanzarla la nave.
   Cuando el planeta pase ese punto ya no será posible alcanzarla y todos estarán perdidos.
   En el cerebro fatigado corren los pensamientos con velocidad afiebrada… Los motores tienen una reserva de potencia… Podría acelerarse el vuelo de la nave y lograr encontrarse a tiempo con la Tierra… El botón del reflector está aquí… Habría que prender el reflector… Salvar su vida…
   El instinto de conservación conduce la mano hacia el botón salvador.
   Los dedos ya rozan la superficie pulida… un pequeño esfuerzo más… pero la voluntad y el raciocinio vencen al instinto.
   ¿Acaso él, el comandante de la nave tiene el derecho de arriesgar la vida de sus camaradas, arriesgar los resultados del primer vuelo cósmico en la historia de la humanidad, para salvar su propia vida?
   La astronave tiene que regresar a la Tierra. Y regresará.
   Kamov retira su mano del botón. Recién, en la roca, se apretaba a las piedras temiendo que lo viesen de a bordo. Entonces ¿por qué ahora pudo su mano dirigirse hacia el botón traicionero?
   Evidentemente, la inesperada liberación de los lagartos, el aparente cambio de la muerte hacia la vida habían alterado su equilibrio mental y debilitado su voluntad. Sólo él es culpable y ha de sufrir las consecuencias de su culpa. No tiene el derecho de arriesgar la vida ajena.
   Allá lejos, en el horizonte, apareció una rayita roja que ascendió lentamente en el cielo convirtiéndose poco a poco en un punto que luego se desvaneció en el aire. Es la astronave que regresa a la Tierra. Kamov cierra los ojos.
   …Acelera la velocidad, la potente fuerza de la fisión atómica impulsa al cohete con mayor y mayor velocidad. La nave lleva a su planeta natal la noticia de un gran triunfo. Pasará un mes y medio y entre la muchedumbre jubilosa bajará en la pista del cohetódromo un gran pájaro blanco…
   Lentamente mudábanse en el oscuro cielo marciano las figuras de las constelaciones. La Osa Mayor se inclinaba hacia el horizonte y el primer satélite del planeta, Pobos, que en el curso de una noche pasaba dos veces por el cielo de Marte, se movía de oeste a este. Crecía la helada nocturna. En el desierto arenoso, entre lagos helados y plantas azul-grisáseo, desfilaban las sombras saltarinas de los lagartos fantásticos cuyos ojos felinos reflejaban la luz opaca de la luna marciana. En el aire enrarecido oíase el lastimero quejido de alguna liebre devorada por un lagarto.
   Era la eterna lucha por la existencia que se repetía en todos los cuerpos siderales donde había aparecido la vida. La sombra de la roca llegó a tapar la blanca máquina estacionada a sus pies, construida en la lejana Tierra a muchos millones de kilómetros de aquí…
   Kamov levantó la cabeza y dijo: «¡Adiós!», cerrando con esa palabra el último resumen de su vida mentalmente recorrida en esas horas. Su rostro había envejecido y profundas arrugas, antes inexistentes, se marcaron en las comisuras de sus labios, siempre firmemente apretados. Nada podía alejar la muerte cercana e inevitable, no había ninguna esperanza…
   El coche marchaba lentamente, siguiendo sus viejas huellas. La astronave ya no estaba en su lugar para orientarlo por su faro radial. Kamov decidió volver al sitio donde habían descendido. A la madrugada, con la luz del día, inspeccionaría el lugar del despegue para cerciorarse de las huellas dejadas por la máquina al decolar. Esa observación lo ayudaría a completar el mecanismo que quería sugerir en lugar de las ruedas, que le habían parecido de manejo incómodo. Este proyecto, ideado mucho tiempo atrás, no lo había anotado y ni siquiera lo había comunicado. Por lo tanto, había que apuntarlo en el papel para que su pensamiento no se perdiera con él. Dejaría el coche al lado mismo del obelisco erigido, de manera que la próxima expedición lo encontrara enseguida. En el coche encontrarían la carta de Kamov.
   Seguramente, el segundo vuelo a Marte se efectuaría a los dos o tres años. En este clima seco, el coche no sería perjudicado y podría ser utilizado con solo cambiarle los acumuladores.
   Kamov prendía el reflector muy de vez en cuando para orientarse. No quería utilizar la luz temiendo atraer a las fieras que rondaban por los alrededores. Era difícil ver las huellas a la luz de las estrellas y en caso de perderlas no podría encontrar el obelisco en esas llanuras arenosas. Iba lentamente porque no había motivo de apuro: faltaba mucho tiempo hasta el amanecer. La reserva de oxígeno era tan grande en el coche que Kamov estaba asegurado por lo menos para dos semanas. La energía de los acumuladores alcanzaría para unas cuarenta horas de movimiento seguido a máxima velocidad. Quizás podría encontrar alimentos en la astronave de Hapgood en el caso de poder dar con ella. De este modo podría vivir cerca de quince días, hasta que se acabara el oxígeno. Ni se le ocurrió la idea de un suicidio, porque tal modo de terminar la vida le parecía el colmo de la pusilanimidad. En la nave norteamericana esperaba encontrar papel. Así tendría trabajo para todo el tiempo restante. Podía y debía dejar una herencia a sus sucesores, a los que continuarían su obra; les dejaría todos sus pensamientos, todos sus cálculos sobre los vuelos cósmicos que se había propuesto efectuar.
   En la nave norteamericana también encontraría oxígeno. De quererlo, Kamov podría prolongar su vida más allá de los quince días, pero no quería ni pensar en ello y se daba cuenta de que era una intención subconsciente. Trataba de no analizar sus sentimientos recónditos. En su situación no se le podía pedir más.
   Cualquier hombre que se encontrara en la Tierra en una situación análoga, podría abrigar la esperanza de que la casualidad le trajera la ayuda de otros hombres. Tendría que luchar por su vida hasta lo último, ya que sólo un cobarde pierde la esperanza. Pero Kamov no tenía absolutamente nada que esperar, nadie podía ayudarle. Estaba solo, en el enorme planeta.
   A una distancia inimaginable estaba la Tierra; el cohete la alcanzaría dentro de un mes y medio. Suponiendo que saliera inmediatamente otra vez (lo que de por sí era imposible) volvería a Marte sólo a los cuatro meses. Ni con el oxígeno de Hapgood podría aguantar tanto tiempo. Y era absurdo suponer que pudiese aparecer otra ayuda.
   Sopesaba metódicamente todas las variantes de salvación que pudieran presentarse, aunque estaba convencido de que ni siquiera teóricamente tenía posibilidad alguna…
   ¡El cohete norteamericano! A primera vista era el más fácil camino de salvación: instalarse allá y volar hacia la Tierra. Así pensaría cualquiera que no estuviera familiarizado con la técnica del manejo de naves cósmicas y que no supiera lo que era la astronáutica.
   En los espacios inconmensurables del sistema solar, la Tierra y Marte no son más que puntitos. Para volar de uno de estos puntos al otro, hay que calcular con escrupulosa precisión muchísimas influencias casi imperceptibles procedentes de ambos planetas, del Sol y de otros astros, especialmente Júpiter, que afectan a la nave. El comandante de una astronave debe conocer a la perfección su peso, dimensiones, posición de los motores y potencia. Tiene que saber manejar y regular la potencia de los motores, conocer las velocidades que puedan impartir al cohete y saberlo con una exactitud de hasta un centímetro por segundo. Sin todo esto, la nave se perdería en los espacios siderales sin poder llegar a su meta.
   Kamov comprendía muy bien. Volar a tierra en una nave extraña sin conocer su construcción y sus motores, era lo mismo que disparar un rifle con los ojos vendados esperando dar en el blanco de una monedita de 5 centavos que se encontrara a dos kilómetros de distancia. ¡Vano intento!
   Todas las variantes de salvación, ¡hasta las más inverosímiles! habían pasado por su mente. La conclusión era clara, por lo tanto no valía la pena seguir pensando en ello. Todos sus pensamientos debían concentrarse en cómo pasar los días restantes con la mayor utilidad. Prendió el reflector y miró el camino, pero no vio las huellas de sus orugas. Eso significaba que, absorto en sus pensamientos, había extraviado el camino.
   Dio vuelta atrás y volvió a encontrar el camino. Desde aquel punto faltaban 70 kilómetros hasta el obelisco.
   Fuera del coche había una fuerte helada pero adentro no se sentía el frío, puesto que las puertas y ventanas herméticamente cerradas no dejaban pasar el aire y las paredes se calentaban eléctricamente, así que la temperatura era agradable.
   Kamov desabrochó su buzo de piel y se sacó la máscara. Sentía apetito, pero no tenía ningún alimento consigo. Generalmente, el coche contenía una cantina de emergencia, pero en su última expedición había salido sin llevarse nada, pues pensaba regresar enseguida. «Esto también es una lección para el porvenir, pensó. Los que viajen por planetas extraños siempre tienen que llevarse provisiones de emergencia.»
   Faltaba como una hora y media para el amanecer cuando el coche llegó a la pista de la nave. Se veían reflejos del obelisco de acero, de la estrella de rubíes y del oro de los bajorrelieves. Pudo divisar en la oscuridad los rastros dejados por el chorro ígneo del escape del cohete al despegar.
   Cuando aclarase, vería todo en detalle.
   La falta de alimentos se hacía sentir más y más, pero Kamov decidió que iría a la nave americana sólo después de haber averiguado todo lo que le interesaba. Podría producirse otro huracán de arena que borrara todos los efectos del despegue.
   Estaba tan cansado que le pareció mejor tratar de dormir hasta el amanecer. No vio ese amanecer y durmió hasta el mediodía pues su organismo fatigado había reconquistado sus derechos. Apenas despierto se dedicó a la inspección, que duró un par de horas. El fuego del cohete había quemado una larga picada entre las plantas, sin dejar ni rastros de vegetación. A ambos costados quedaban troncos chamuscados y ennegrecidos. Hasta la arena se había vitrificado donde el huracán ígneo se había manifestado con más fuerza. Las ruedas se habían incrustado profundamente en la arena, en el momento del «decolage.»
   Kamov anotó concienzudamente todas sus observaciones y conclusiones. Ahora podía pensar en alimentarse, pues empezaba a sufrir los tormentos del hambre. Había comido por última vez en la mañana de la víspera y durante las 24 horas transcurridas había experimentado toda clase de emociones.
   Decidió buscar la nave de Hapgood, donde hallaría alimentos, y luego regresar al lugar del obelisco. Ni quiso pensar en que le sería más cómodo instalarse en la nave americana. Viviría sus últimas horas al lado del monumento…
   Las huellas de las orugas habían desaparecido: el viento y la arena las habían borrado. Kamov se dirigió al oeste. Allá, a los ciento cincuenta kilómetros encontraría la nave de Hapgood. Recordaba que durante su primera expedición con Paichadze iban directamente hacia el oeste, sin desviarse. Por suerte se acordaba, porque si no fuera así, no habría esperanza de volver a encontrar la astronave de Hapgood. El único punto de referencia era la ciénaga, que se encontraba a cincuenta kilómetros. Al encontrarla se convenció de que iba bien encaminado. Desde allá siguió a mayor velocidad. Cuando el manómetro mostró que había hecho ciento cincuenta kilómetros, se detuvo, salió del coche, subió al techo y escudriñó los alrededores, pero no pudo ver lo que buscaba. Claro, se había desviado. ¿Cómo encontrar la ruta, ahora?
   Decidió ir a la derecha, en ángulo recto, y hacer unos diez kilómetros; si no daba con la nave, volvería sobre sus nuevas huellas y haría otros diez kilómetros a la izquierda del punto de partida. Si aún así no la encontrara haría unas circunferencias alrededor de esa línea, porque regresar al obelisco sin hallar la nave de Hapgood era condenarse a una muerte por inanición.
   Kamov estaba seguro de que no podía haberse desviado mucho y de que su meta no estaba muy lejos. Efectivamente, a unos ocho kilómetros, vio una colina de arena. En el primer instante pensó encontrarse otra vez cerca de las rocas, pero fijándose bien divisó la nave, que había sido casi recubierta por la arena de aquel terrible huracán. La puerta de entrada estaba tapada y perdió unas tres horas hasta poder abrirla. Por suerte habían quedado las palas en el coche, porque si no habría tenido que luchar contra la arena con las manos. Entró por tercera vez en la nave americana. La primera vez había estado con Paichadze y Bayson. La segunda con Melnicov. Ahora estaba solo.
   En el tablero de mando estaba el gran sobre sellado que él mismo colocara, con el acta de la muerte del capitán de la nave.
   — ¡Qué extraño capricho del destino! — pensó —. ¡Ambos capitanes vienen a perecer en Marte! ¡Los dos constructores de las naves marcianas!
   Enseguida encontró un cajón de aluminio con productos alimenticios, y se sorprendió de la poca variedad de su contenido: tarros de carne conservada de cerdo, frutas, azúcar y galletitas. Nada más. ¿Y qué es lo que tomaban? Aunque fuera agua. ¿Dónde estaba el agua? Ahora, más que hambre, sentía sed y se puso a buscar en ese desorden caótico, entre balones, cajones y otros envases y recipientes, en medio de los cuales era difícil moverse.
   Al abrir la canilla de uno de los envases de acero, encontró alcohol.
   «¿Qué ocurrencia era esa, de llevar semejante cantidad de alcohol para un vuelo interplanetario? ¡Y además, en un recipiente tan pesado…!»
   Encontró oxígeno en los otros recipientes, pero muchos ya estaban vacíos. En un gran tanque de aluminio encontró agua. Pero tenía un fuerte olor a metal y a goma. Del tanque salían dos tubos de goma hacia dos cajones alargados, parecidos a ataúdes. Era evidente que no se trataba de agua potable. Por fin encontró varios balones con jugo de naranja. «¡Menos mal, algo es algo!»
   Apagados la sed y el hambre, empezó a buscar papel para sus apuntes. Nada de papel.
   «Hapgood era un sabio — pensaba Kamov —. Debe haber hecho observaciones, y haberlas apuntado. Tiene que haber cuadernos de apuntes.»
   Al lado del tablero de mando había una gran valija de cuero, con cerraduras. No había llave.
   «Debe ser la valija de Hapgood. Sus apuntes han de estar aquí. Tendré que romper las cerraduras, por desagradable que sea. No hay otro remedio.»
   Para no perder tiempo inútilmente, se fue al coche a buscar las herramientas para abrir la valija.
   Cuando logró abrirla, por fin, encontró encima de todo dos gruesos cuadernos. Les echó una mirada: no tenían más que apuntes astronómicos, ropa interior, agua de colonia, máquina de afeitar. Ni papel, ni cuadernos en blanco. En el fondo de la valija halló un portafolios de cuero y un rollo de dibujos.
   Abrió el portafolios. En hojas sueltas, manuscritas con letra menuda había algo que le hizo temblar. Le bastó una mirada para darse cuenta de lo que era. Sintiendo cómo lo embargaba una repentina emoción que le cortaba el aliento, tomó el rollo de dibujos y lo abrió.
   ¡Oh, si lo hubiera sabido antes…! ¡Si hubiese venido aquí enseguida habría podido salvarse! ¡Lo que tenía a la vista era el proyecto de la nave norteamericana!
   ¿Pero por qué estaba aquí el proyecto? ¿Por qué Hapgood lo había llevado consigo?
   Evidentemente, para que en caso de catástrofe nadie más que él aprovechara su invento. Parecía inverosímil, pero no había otro explicación.
   ¡Qué ironía del destino, ese hallazgo que le resultaba inútil ahora! ¡Era demasiado tarde! Kamov estaba ojeando mecánicamente los apuntes de Hapgood, con la íntima esperanza de encontrar datos sobre la velocidad de la nave.
   «¡29,5 km. por segundo!»
   — ¡Y la Tierra se mueve a razón de 29,76 km.! — dijo en voz alta.
   Las hojas se le cayeron de las manos.
   ¡Demasiado tarde!
   Un kilómetro más por segundo no podía compensar el tiempo perdido. Daba la posibilidad de economizar sólo treinta horas, pero no le alcanzaban tres horas para familiarizarse detalladamente con la nave. La chispa de esperanza que se había encendido, se apagó enseguida.
   ¡Otra vez, la muerte inexorable se aproximaba al hombre solitario abandonado en la vastedad de un planeta desconocido! Durante unos minutos quedó sumido en la inmovilidad, sin pensar en nada, luego se levantó y recogió las hojas sueltas caídas. El ataque de desesperación había pasado.
   Su templada voluntad le ayudó a dominarse y se puso a leer con calma. Le interesaba la cuestión puramente técnica: cómo era que el constructor americano había logrado una mayor velocidad que él. Kamov consideraba que 28,5 km. por segundo era el límite máximo que permitía la técnica moderna. Hapgood escribía con letra menuda pero clara y Kamov conocía el idioma a fondo. Los dibujos ejecutados con esmero ampliaban el texto matemático y la experiencia personal del constructor le permitía formarse un criterio de lo leído.
   Si en lugar de él hubiera estado allí Belopolski, no habría captado lo mismo que Kamov, a pesar de toda su pericia. Había que ser constructor también. Había que saber proyectar astronaves para entender el sentido de las fórmulas cortas, abreviadas sin ninguna explicación: Hapgood escribía solamente para sí.
   Durante dos horas estuvo estudiando el proyecto. Sumido en el mundo de la técnica, se olvidó completamente de su desesperada situación. El tiempo había cesado de existir para él. De golpe se estremeció y se quedó mirando fijamente una breve fórmula que ocupó todo su pensamiento, borrando lo que había leído hasta entonces. Con el método que había aplicado Hapgood, él — Kamov —, hubiera podido alcanzar con su nave una velocidad de ¡setenta kilómetros por segundo! Pero al ingeniero ruso no se le podía ocurrir semejante cosa. ¡Cincuenta metros! Una aceleración que excede cinco veces el peso normal. ¡Cómo pudo Hapgood arriesgar semejante cosa! Condenarse a sí mismo ya su acompañante a 10 minutos de semejante prueba implicaba un daño irreparable a la salud. Aunque lo hubiese querido, Kamov no habría podido proceder de este modo porque la Comisión Estatal jamás se lo habría permitido. Ahora comprendió qué objeto tenían los ataúdes de aluminio con su tanque de agua, aunque Kamov no creyese que la sumersión en el agua pudiese amortiguar el daño infligido al organismo por una aceleración tan elevada.
   Pero si Hapgood no estaba ligado por la condición del peligro acelerador, quizás su motor era suficientemente potente para aumentar esa cifra…
   Por tercera vez en estas 24 horas surgió ante Kamov la ilusión de una esperanza.
   Buscó las características técnicas del motor y se convenció de que podía alcanzar una aceleración máxima de cincuenta y cinco metros.
   Esto decidía la cuestión. Es verdad que semejante aceleración lo amenazaba de muerte desde los primeros minutos del vuelo, pero de otra manera no podría alcanzar a la Tierra. Además del peligro en el momento del despegue, había el mortal peligro que amenazaba al aterrizar Según los cálculos de Hapgood, su motor no podía funcionar después del “decolage” de Marte, y el americano proyectaba aterrizar mediante el paracaídas mientras Kamov no poseía esta posibilidad porque estando solo no podría volver a doblar el paracaídas. Podía fiarse en la posibilidad de que Hapgood hubiese considerado su motor con demasiado pesimismo. Tal vez funcionara todavía. En todo caso no había elección posible. Se trataba de arriesgarse o de resignarse a una cercana e inevitable muerte.
   «Es mejor morir al despegar o llegar a estrellarse en la querida Tierra» decidió Kamov.

¡TIERRA!

   12 de febrero de 19… Las 10, hora de Moscú.
   Por fin tengo el derecho de escribir «hora de Moscú».
   Estoy en Moscú. Hoy siento con especial agudeza la felicidad del retorno. Ayer nos sentíamos abrumados, pero jamás olvidaré el menor detalle de lo ocurrido. Quiero describir el último día de nuestra travesía cósmica. Será la última anotación de mi diario. Son muchos los acontecimientos que llenaron sus páginas. Las escribí en Moscú, a bordo de la nave sideral y también en Marte, y las termino en la misma mesa de mi cuarto donde las empezara la noche memorable del 2 de julio. Ante mis ojos desfila todo lo visto…
   El despegue de la Tierra… El hermoso planeta poético, ¡Venus! La masa informe del asteroide que pasó ante nosotros por un brevísimo instante, pero que por siempre quedará grabado en la memoria…
   Las llanuras desiertas de Marte… El disparo de Bayson… La nave norteamericana… La siniestra tempestad de arena…
   Veo los felinos ojos verdosos con las tremendas fauces de dientes filosos triangulares… El enorme salto del cuerpo plateado…
   Veo el monumento que dejamos en la pista, el obelisco de acero coronado por una estrella de rubíes…
   La partida de Marte, un mes y medio de retorno angustiado…
   Belopolski hizo todo para que la nave volviera a la Tierra al minuto exacto fijado por Kamov… «Tengo que hacerlo en memoria de Serguei Alexandrovich», solía decir ¡y lo hizo!
   Según el plan de la expedición, el aterrizaje de la nave debía efectuarse el 11 de febrero, entre las 12 y las 14 horas. Nos demoramos en Marte 36 minutos, pero, con todo, las ruedas de la nave tocaron la pista del cohetódromo a las 12 horas y 32 minutos. ¿Qué más podía pedirse?
   Es muy grande el mérito de Belopolski: condujo la nave que había perdido a su comandante, por las inconmensurables rutas del Universo, como si fueran rieles de un ferrocarril, directamente a la plataforma de la estación.
   ¡Gloria al meritorio sucesor de Kamov ante el tablero de dirección de la primera astronave…!
   A las 8 de la mañana del 11 de febrero nos reunimos todos en el observatorio. Eran las últimas horas de vuelo. La Tierra estaba ya muy cerca. A bordo todo estaba listo para el aterrizaje. Paichadze se ocupaba de su equipo astronómico preparándose a las observaciones. En las últimas semanas había adelgazado mucho; sufría más que todo la pérdida del amigo. Se querían mucho con Kamov. Las inolvidables horas de su histórico vuelo a la Luna, los habían ligado para siempre. Durante todo el tiempo del retorno no interrumpió su trabajo, reduciendo hasta el mínimo sus horas de descanso. Con su labor tesonera quería aplacar su dolor.
   Belopolski, ante el tablero de mando, con un cuaderno en las rodillas, calculaba algo llenando páginas con fórmulas matemáticas. Bayson miraba tristemente por la ventana. Durante un mes y medio se había quedado en su camarote rehusando salir de él. Lo esperaba la vergüenza del Tribunal y un duro castigo. Ahora se encontraba con nosotros por orden de Belopolski. El enorme disco de la Luna nos tapaba la Tierra. Debíamos pasarla y parecía acercarse por minutos. La fotografiaba sin cesar. Los dos aparatos de cine también la filmaban. Su costado, invisible desde Tierra, era el que teníamos enfrente, pero el Sol iluminaba sólo un cuarto de esta faz que tanto nos interesaba.
   A las ocho y treinta estuvimos a unos doscientos kilómetros del satélite de la Tierra y enseguida pudimos divisar nuestro planeta. El corazón latió con júbilo… ¡Se nos formó un nudo en la garganta! ¡La Tierra…!
   Brillaba en el fondo oscuro como un disco azulado, rodeado de una aureola atmosférica… La nave se dirigía directamente hacia ella. El negro vacío parecía retroceder. El pájaro blanco se lanzaba hacia su nido cubriendo los últimos kilómetros con vertiginosa velocidad.
   La Tierra se acercaba, aumentando por segundos. En estos minutos de angustiosa alegría sentimos más dolorosamente la terrible pérdida que habíamos sufrido: ¡Si Kamov estuviera con nosotros…!
   Una vez dijo Paichadze: «¡Si Kamov hubiese podido aprovechar la nave americana!» No dijo nada más, pero luego Belopolski amplió estas palabras, explicándome que, aunque estuviese con vida, Kamov no habría podido volar en la nave americana sin conocer su construcción. ¡Entonces ya no había esperanza posible!
   Así como sucedió en Venus, la nave tenía que efectuar la bajada en cuarenta y siete minutos, empezando la maniobra a una distancia de cuarenta y un mil kilómetros desde su superficie. Esta distancia bastaba para apagar nuestra velocidad cósmica, la que, disminuyendo a razón de diez metros por segundo, caería en ese lapso de cuarenta y siete minutos de 28,5 kilómetros hasta cero.
   Cuando empezó la acción frenadora de los motores, estábamos ya tan cerca que pude reconocer el Asia, toda iluminada por el sol, mientras Europa se encontraba aún envuelta en sombras. En toda la superficie del globo terrestre no se veían grandes masas de nubes. Toda la tierra parecía dar una acogida jubilosa a sus hijos.
   Cuando nos sumergimos en la atmósfera el momento pasó casi desapercibido. El aire era muy transparente y nuestra Patria se extendía en todo su esplendor. Con nuestros potentes prismáticos, veíamos la superficie lustrosa del Océano Pacífico, y la línea apenas perceptible de la cordillera de los Urales. Al norte, en una bruma lechosa, adivinábamos los hielos árticos.
   La astronave bajaba. Luego desplegó sus amplias alas.
   La travesía cósmica había terminado. El avión a reacción volaba en la estratosfera. Yo creía que íbamos a bajar directamente sobre Moscú, pero cuando, a una altura de 30 kilómetros tomó un rumbo horizontal, vi que nos encontrábamos en los Urales. Belopolski conducía la nave hacia el occidente, bajando paulatinamente.
   Vimos la ciudad de Gorki. A los veinte minutos ya era la antiquísima ciudad de Vladimir… Luego nos acercamos a Moscú.
   La nave se encontraba a un kilómetro de altura cuando divisamos el panorama de nuestra capital. No sobrevolamos Moscú, sino que nos dirigimos a la pista lanzacohetes. Más y más bajo… Cesa el rumor de los motores… La nave termina su vuelo de siete meses, con amplias vueltas alrededor del campo de aterrizaje… Un campo enorme… Allá empezamos nuestro vuelo y hasta allá volvemos nuevamente. Está desierto en su inmaculada blancura invernal. En el alto cerco que lo rodea ondean innumerables banderas… Como pequeños puntitos se divisan los autos estacionados en filas y filas. No lo veo, pero sé que hasta en el techo de la «Estación Interplanetaria» hay un gentío enorme. Nos esperan.
   No estoy seguro, pero me pareció que Paichadze había dicho en voz alta: «Serafina Petrovna también está acá».
   Serafina Petrovna es la esposa y la fiel amiga de Kamov. Ella también se encuentra en la plataforma de la azotea, mirando al pájaro blanco y esperando ver al ser amado. No sabe nada…
   La última vuelta. Las enormes ruedas se posan suavemente en el suelo…
   Entre las lágrimas de felicidad que obscurecen mi vista, veo como se lanzan seis automóviles desde la estación hacia la nave detenida.
   Belopolski abre las puertas de la cámara de acceso: ya se puede abrir todo, afuera respiraremos el buen aire de la Patria. ¡Tierra!
   La escalerita de aluminio cae en la nieve. Aquí no podríamos saltar, como en Marte, y bajamos por turno.
   De uno de los automóviles baja el presidente de la Comisión Estatal, el Académico Voloshin, y se dirige hacia nosotros. Le siguen otras personalidades. Hay varios cineoperadores con sus aparatos.
   He sacado muchas fotos en viaje. Ahora he terminado y es el turno de ellos.
   Belopolski se adelanta hacia Voloshin y en ese momento, interrumpiendo la solemne ceremonia del encuentro y de la bienvenida, sale corriendo a espaldas del académico la hijita de Paichadze, Marina, que se refugia en los brazos de su padre.
   Belopolski lleva la mano a su gorra, para dar parte de la desaparición del capitán de la nave, mientras Serafina Petrovna está a tres pasos, radiante y feliz, con un gran ramo de flores en la mano. ¿Acaso no ve que su marido no está entre nosotros? ¿Por qué Voloshin no expresa ninguna sorpresa de que el informante sea Belopolski y no Kamov…?
   Las terribles palabras del informe oficial han sido pronunciadas, pero Serafina Petrovna sigue con su sonrisa.
   El informe ha terminado y Voloshin da un gran abrazo al comandante de la nave.
   — Lo felicito — dice en voz alta— por la brillante terminación del primer viaje interplanetario. Con su feliz regreso, ha rendido usted un gran servicio a nuestra Patria. ¡Reciba usted nuestro regalo!
   Los miembros del comité se apartan y se nos acerca el hombre cuyo recuerdo nos ha obsesionado durante estas últimas seis semanas.
   Vivaz, alegre, con ojos llenos de júbilo está ante nosotros Serguei Alexandrovich Kamov.
   No recuerdo cómo Marina se encontró en mis brazos…
   — ¡Serguei…!
   — ¡Arsen…!
   Kamov y Paichadze se abrazaron.
 
   Reteniendo el aliento y con temor de perder una palabra, escuchamos el relato de Kamov sobre lo sucedido en Marte y su extraordinaria salvación.
   Hablaba de manera breve y concisa, sin exteriorizar sus propios sentimientos; pero del corto relato se desprendía la figura heroica del hombre para el cual su obra era más cara que la propia vida.
   — Los cincuenta y cinco metros de aceleración me dieron la posibilidad no sólo de salvarme, sino también de llegar a Tierra veintiuna horas antes que ustedes. La velocidad de la nave, después de diez minutos de funcionamiento del motor dio treinta y dos kilómetros con cuatrocientos cincuenta metros por segundo. En el momento del despegue perdí el conocimiento, pero lo recobré cuando la nave ya volaba por inercia. Claro que no me sumergí en el agua, porque no tengo fe en que ese método atenúe los efectos nocivos sobre el organismo. Di a la nave el rumbo necesario y en lo demás dejé que obraran las leyes de la mecánica y mi buena suerte. Pueden imaginarse cómo me sentí, solo. Al acercarme a la Tierra pude apreciar qué tesoro tenía Hapgood a su disposición, sin haberlo aprovechado. Estoy hablando del motor de su nave. Es un mecanismo excelente y de absoluta seguridad. No quise frenar la nave por fricción con la atmósfera y el motor se desempeñó espléndidamente. Di rumbo a ciento ochenta grados y me puse a frenar la nave con el mismo motor y para el momento de sumergirme en la atmósfera tenía una velocidad casi nula. La nave empezó a caer. No tenía paracaídas. Se quedó en Marte, con nuestro coche. Entonces empecé a hacer funcionar el motor a golpes cortos. Y logré lo que quería: la nave interrumpió su caída vertical y entró en vuelo planeador…
   Se quedó en silencio. Todos estaban callados en el gran comedor. Esperaban que continuara su relato. Voloshin estaba removiendo el azúcar en su té ya frío. La esposa de Paichadze trataba de apaciguar a su hijita Marina. Belopolski, Paichadze y yo mirábamos a nuestro comandante recuperado.
   — En general — agregó —, puede decirse que desde el momento en que la nave U.R.S.S.-LS2 espantó a las fieras, hasta el aterrizaje, tuve mucha suerte. Parece que aún no es tiempo de que quede viuda mi esposa — añadió, pasando cariñosamente su mano sobre la de Serafina Petrovna —. La nave estaba en la estratosfera. Abajo estaba Siberia. Bajando paulatinamente pasó los Urales y bajé cerca de la ciudad de Saransk. El golpe fue muy fuerte, pero como ven, no he sufrido, aunque no así la nave. Luego, no hay nada más que contar. Mandé un telegrama y me llevaron a Moscú en avión. ¡Así pude presenciar la triunfal llegada de nuestra astronave!
   Tendió su mano a Belopolski.
   — Hay que agradecer a Evguenievich por su pericia. Nuestra nave aterrizó a horario. ¡El primer gran raid cósmico pudo efectuarse a horario! ¡Es un gran triunfo!
   — ¿Adónde se propone efectuar su próximo viaje? — preguntó Voloshin.
   — A Marte, por supuesto. Los enigmas de ese planeta tienen que dilucidarse. Sólo que este vuelo ya no lo podré realizar yo mismo!
   — ¿Por qué?
   — Temo que este vuelo haya sido el último para mí — dijo Kamov con tristeza en la voz —. La supercarga que tuve que soportar al despegar de Marte tuvo sus consecuencias en mi organismo.
   Nos miramos con espanto.
   — ¿No es posible que te equivoques? — preguntó Paichadze.
   — Temo que no.
   — Lo curaremos — interpuso Voloshin —. Esto no puede ser. Los mejores médicos del país le asistirán.
   Hubo un doloroso silencio.
   — ¡No se aflijan, amigos! — dijo Kamov —. En Belopolski tenemos un buen capitán para el próximo vuelo en la astronave que le voy a construir. Espero que mis otros compañeros quieran seguir también. Para mí, basta. Entre nuestra juventud habrá centenares de nuevos capitanes siderales. Los vuelos cósmicos continuarán.
   — Uno de esos capitanes está a mi lado — dijo la señora de Paichadze —. Nuestra Marina no habla más que de estrellas.
   — ¡Claro que sí — exclamó la chiquita.
   Todos rieron.
   — ¡Bueno, está decidido! — dijo alegremente Kamov.
   — ¿Cuándo ha de realizarse ese segundo vuelo a Marte? — preguntó Belopolski.
   — Dentro de un par de años — contestó Kamov —. Hay que construir una nueva astronave, perfeccionada. Además la velocidad de veintiocho y medio es escasa.
   — ¿Y Venus? — preguntó Voloshin.
   — Venus es hermoso. Es un planeta lleno de vida y de fuerzas, pero no tiene enigmas. Sigue el camino de la Tierra. Sólo empieza a vivir. La ciencia terráquea, como la de una hermana mayor, tiene que ayudarle en sus primeros pasos. Pero ello no ha de ocurrir tan pronto. Es asunto de las generaciones venideras. Hay que ayudar a la naturaleza, pero no hay que forzarla en su trabajo.
   — Así será — respondió el viejo académico.
   El raid cósmico ha terminado.
   El primer experimento de comunicaciones interplanetarias ha sido coronado por el más completo éxito. En siete meses y medio, la astronave U.R.S.S.-LS2 visitó dos planetas del sistema solar y, habiendo efectuado un vuelo de más de quinientos millones de kilómetros, regresó a la Tierra. Ha sido un gran aporte a la ciencia.
   Nos prepararemos para los próximos vuelos. Habrá muchos. Las astronaves soviéticas cubrirán los espacios interplanetarios con decenas de vuelos. Descifrarán todos los enigmas tan celosamente ocultados por la naturaleza. El ojo sagaz del hombre penetrará en los más recónditos y lejanos límites de nuestro sistema solar. Alguna vez también este espacio les ha de resultar pequeño. Entonces lo trascenderán, pues no hay límites ni fronteras que no sepa franquear la audacia de la libre inteligencia humana.
   ¡No hay límites para el conocimiento humano!
FIN

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