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El vientre convexo
Daniel Muxica
Daniel Muxica
El vientre convexo
A Gabriela
A Rocío, Paula,
Christian, Oliver y Mariano
A Horacio Mujica
y Envar el Kadre, in memoriam
PRIMERA PARTE
No se sueña únicamente con su propia alma,
según me parece, se sueña de un modo anónimo
y común aunque con su propia materia.
El gran espíritu del cual tú no eres más que una
ínfima parte sueña a través de ti, a tu manera,
cosas que en secreto sueña de nuevo y sin cesar.
THOMAS MANN
I
Valentín Alsina no es Praga, y aunque la misteriosa tristeza de los tigres en la ciudad de oro pudiera asemejarse al sueño de extramuros en la inundación, el Riachuelo no es más que agua de arrabal sin sosiego y sin posibilidad de navegación alguna. Eso pensé recién llegado, después de tanto viaje donde se desbaratan las líneas rectas, con tantas paradas y complicaciones, que uno abandona cualquier plan para dedicarse a la reconstrucción de una historia que es un poco más de lo que se ve. La teoría cartesiana no permite distinguir las sensaciones de los recuerdos, sin embargo, venía hasta aquí dispuesto a precisar algo. Caminaba por la orilla del río en la noche, cálida para ese otoño; retuve la imagen de aquellos marinos con la luna justo sobre el mástil, que por audacia soportaron fiebres, conocieron las salvajías de una vida civilizada y luego pidieron confesión; hombres que convirtieron sus propios cuerpos en frontera, a los que un solo paso, como a mí, los beneficiaba o perjudicaba en sus planes personales. Creo que sus huesos aún siguen sedimentando los pilares de ése, uno de los más bellos puentes de estilo colonial que permiten el acceso a la Capital.
Me acomodé por unos pocos días en una pensión familiar. Me ponía durante las tardes en una mesa estrecha junto a un ventanuco para escribir mis primeras impresiones, falsas por su obviedad, que atendían más a un diario de viaje que a la necesidad de alguien que hizo una larga travesía, comparada con la corta estancia que proyectaba. La mirada es siempre desde el relámpago. La cortedad se convirtió en cuatro años, en que la transmigración del barro a la sociedad fabril de las chimeneas personalizó todavía más el recuerdo de lo que nunca pudo ser.
Muchas veces, aun después de ese viaje, me pregunté si había valido la pena haber estado allí; Valentín Alsina no es Marsella ni tampoco Liverpool, nunca hubo posibilidad ni ambición de puerto; pero la figura de un lanchón encallado, la forma concreta, detenida, sin brisas y sin corrientes, con la quilla derecha en precaución de vientos, marcaba la caída del sol mientras esperaba que un niño, atribulado, apareciera sobre el leve oleaje del poniente. Allí, al igual que en la placentera servidumbre de las casas de té de Tokio; en la zona más subterránea de la violencia del Harlem; en el mutismo premeditado de la gente de Oruro, o en el silencio que impone a sus inquilinos el Père Lachaise en París, existía el "para siempre" como voluntad del hombre ante lo finito, e implicaba desde el inicio mismo una separación; un capricho saludable, si se quiere, pero que no ofrecía posibilidad de confidencia alguna. La escenografía de las ciudades rompe deliberadamente con aquello que deviene permanencia natural, la complicidad está en aquello que no se dice y que, cuando se verbaliza, deja de serlo; los hombres comienzan entonces a ser socios y la traición cierto acto penoso al que ya no condena el sentido de la ética, sino la jurisprudencia; hombres juros, preguntando por lo que todavía acontece aunque en apariencia ya ha pasado.
Silueta de una larga noche, por falta de instrucciones precisas vagué solitario por recodos donde sólo quedaban latas, espinazos empetrolados, botellas sin mensajes, desagües, desperdicios de olores nauseabundos, descompensados; cementerios de materias contaminadas por cañerías fraudulentas que han perdido las ilustradas teorías del futuro industrial. Un buceo de sobras que acentuaba aun más las sombras en los viejos cascos de los barcos semihundidos para siempre. Un paseo por aguas tan sucias en las que sólo pudo enjuagarse Pilatos…
Más allá de toda elipsis mental y el descarrío de cualquier metáfora, bordeaba un río de barbarie abominablemente masculina, poblado en sus riberas por hombres a los que sólo se les permitía tener un trabajo mal pago, una dudosa rebeldía, y a sus mujeres, a veces, hablar de alguna planta de más arriba del trópico que, sin linaje curativo, vino a nacer en esta orilla y era utilizada por la Madame del Kimono y por la abuela Juana para provocar abortos.
Se lo dije, deme la mano, abuela, deme, esa cosa duele, se estira la panza; ¿qué saldrá de ahí adentro?, me duele, me quedo quieta, abro las piernas, eternos se contraen los tejidos, los gemidos son largos, aspiro, espiro, suelto el aire, llamen a la comadre, llamen a mi hombre; mi hombre me ama porque sólo ama a las infieles, ¿dónde está el dolor ahora?; la calma, el dolor, el hombre, todo hace que se va, pero vuelve más fuerte y más rojo; la calma, el dolor, no puedo, se dilata, ata el propio cordón, ¿se rompió la placenta?, ay, Cholito, van a calentar el agua, llamen a la comadre, ya viene, ya va, ella arregla todo este entuerto, ¿qué saldrá de ahí?, ¿qué es lo que viene?, la comadre llega y eso también se viene, el dolor, abuela, la calma, va a ser precioso, muy bonito, ¿va a tener alas?, ¿cómo puedo saber si no lo conozco?, no conocer es un razonamiento perfecto, tan perfecto como mi sexo piensa el Cholito, abuela; él me lo hizo y ahora no está, rece usted, yo grito, me retuerzo, son espasmos, hago fuerza, me agacho como para hacer caca, la comadre me ayuda a sentarme, entró el hombre ahí y va a salir niño, la palangana de agua fría, de agua caliente, se viene lo rojo, lo miótico, lo mío; se va, me salgo con eso, respiro hondo, de allí viene, ¿es un gurí?, ¿lo ve?; ay, ay, ay, respiro, ¿se asoma entre lo rojo?, aprieto, hago fuerza, no aflojes escucho, eso es, la comadre mete la mano, agarra el cuerpo, tira suavemente, está enredado en el cordón, se ahorca, se queja, me quejo, el agua fría, el agua caliente, el agua fría, cuando salga habrá que reanimarlo, no me deje, abuela, ¿qué es?, ¿usted lo ve?, no llora, es un inútil; ¿lo podré ver?, veo lo sucio, escucho lo mudo, está ahogado, lo frío, lo caliente, un grito único retumba adentro, gritó, abuela, estoy segura, gritó ahí adentro, se calló, tan calladito parece un muerto; un chirlo en el culo, un grito en el cielo, abuela; en la panza todavía tengo ecos, ¿está vivo?, estamos agotados, sucios, tengo sueño, abuela, ¿todavía no salió?, quiero descansar.
Descalza, con su bata de seda oriental desprendida, pintada a mano con tinturas en fuertes contrastes azules, amarillos, verdes y ocres, en la que se distinguía un pájaro que ha tenido el don de la palabra; sin ninguna prenda debajo para ocultar las estrías de los pechos vencidos, ni la mata negra del pubis con más de una fina cana, despidiendo un fuerte hedor selvático que disimulaba con un carísimo perfume francés; la Madame del Kimono, sentada sobre su mano tullida, almohadones de ahmardí y cojines de palio de Halap o Damasco, acostumbró usar brocatos para cubrirse, o simplemente plumas de ipacá cuando le fue necesario mostrar su naturaleza. Chaqueña cuarentona de grueso pelo azabache, labios carnosos y pequeños ojos pardos, alquilaba la pieza del frente en el conventillo bautizado el Irupé.
El Irupé estaba lejos del río en un terreno expropiado perteneciente a la terminal de tranvías, con siete casillas de madera dura, oportunamente robada en el puerto; esa que utilizaban en Europa para hacer los contenedores en que llegaban los Plymouth o los Benz importados para los niños de la alta sociedad; cuartos de madera de sello y techos de chapa acanalada, con las junturas cubiertas de brea, en el mejor de los casos, estaban separados de la cocina casi al aire libre y el baño, un pequeño cubículo en los fondos, que se extendía caprichosamente hacia el campo vecino según las urgencias. El conventillo terminaba en un improvisado gallinero con un bataraz descrestado y cuatro ponedoras flacas que estaban cada vez más lejos de la existencia y cada vez más cerca del puchero.
La Madame compartía la pieza con la abuela Juana y su hija, Anahí, en una suerte de triálogos intolerables por lo breves y por la mezcla cortada que supone el guaraní salpicado con el castellano, logrando una vocalización gutural caleidoscópica de imprecisa tonalidad. Las vocales castellanas abiertas se refractaban en los labios de una y otra, hasta desvanecer su estructura tonal en la oquedad de un quejido hacia adentro que no permitía establecer con claridad si su destino era humillar, señalar vergüenza o demostrar placer.
Sabían preparar una serie de pócimas que, de la curación al encantamiento, resultaban indescifrables, alimentando la creencia de su efectividad. Más de una vez apaciguaron heridas con polvo de bosta triturada en el mortero, que mezclaban en una olla con el sebo de las velas derretidas y así, caliente, volcaban esa pasta semilíquida sobre las heridas del hombre o del animal enfermo hasta llenarlas, por hondas que éstas fueran, esparciendo el resto a cuanto se podía cubrir. Por ésta y otras prácticas, se las sacralizó como brujas, murmurándose también sobre la eficacia de una yerba pestífera hecha con sabandijas ponzoñosas y sudor de sapos, vertida con la sangre que a las mujeres les baja en tiempo y cocinada en una cazuela; todo ese relajo descansado durante tres días lo vendían a sus clientas, convenciendo a las más ingenuas de sus pócimas y fragancias de Oriente, destinadas a destrabar al paciente, hacer "trabajos" para lograr uniones a distancia, o la temible ejecución de alguna venganza.
La Madame del Kimono ejercía su poder de pitonisa durante las tardes, como declarada vidente, lectora de tarot y cartas españolas. Invitaba con espléndidos bollos de chipá y sabrosos bocados de mandioca que sus clientes se servían arrodillados, no sin admirar en silencio la vajilla de porcelana japonesa, con dibujos esmaltados de hojas de ginkgo azul y blanco que se esfumaban desvaneciendo el color hacia los bordes laminados en oro; platillos donde, con manos en extremo pálidas, su hija depositaba los manjares indígenas. También tenía un 32 largo defensivo como el que ciertamente necesita una princesa. Cuando la ocasión lo exigía, una alfombra de origen persa, con la imagen erótica de una bailarina mazdea, recorría el piso de tierra desde la puerta de la casilla hasta donde se sentaba. Y ésa era una: poniendo su mano tullida con uñas largas y rojas sobre un as de oro echado sobre la mesa, le dijo a don Grimaldo que en el seno más profundo del río, exactamente debajo del puente que separa a los orilleros del barrio de Pompeya, había un cofre de piedras y metales prodigiosos tales como ónice, perlas, oro, plata, malaquitas y diamantes; un arcón con trece cofres repujados, confiscados por el general Belgrano cuando intervino al general Rondeau en su tienda oriental y lasciva durante la campaña del Ejército del Norte; un arcón que, según su videncia, manos poco escrupulosas y malentretenidas habían robado al gobierno del Río de la Plata para esconderlo allí.
Desde el primer día que lo escuché hablar, don Grimaldo Schmidl le echó, categórico, la culpa de las crecidas a los objetos. Aplicando el principio de Arquímedes, aduciendo la gran cantidad de ellos, que desde el principio de los siglos hasta hoy hacían presión sobre el líquido, cada vez que el río zozobraba se le escuchaba rezongar: "¡Y… le meten barcos, le meten barcos…!". Usando el mismo principio, sus hombros se elevaban en forma inversamente proporcional, con un pequeño arqueo escéptico que justificaba su lógica irrebatible.
Don Grimaldo Schmidl, de dudoso rigor histórico, creía a pies juntillas en la existencia de los cofres repujados, escuchando resonar el agua del Riachuelo como agua que cae de un sueño y se desdobla en pájaro de oro, igual al que la adivina luce en la espalda de su bata. Un golpe de oro es un golpe de sol, pensaba; el agua se traga el oro y yo me trago el agua, decía; mientras sus dedos bajaban acariciando los carrillos hasta apretar directa y suave la garganta, presionando un poco más la nuez y mostrando en sus labios el pico de una ansiedad tan delicada como oculta.
Debía mantener el secreto, y pensar en secreto era pensar sin inocencia. La cuestión consistía en no divulgar demasiado lo que escuchó en aquella pieza, lograr las uniones convenientes o las posibles para reunirse con los trece cofres. Iba a necesitar con quien hablar; no con todos, claro; actuar con suma cautela; tendría que afirmar o desmentir una historia que, de no tener cuidado, pronto sería de voces; debía encontrar límites precisos, sonreír, hipar o toser, esconder hechos y cosas, usar todos los beneficios de sus razonamientos, porque sobre todas las cosas se sabe eso, un hombre que cree más en el método que en el azar.
Cuando uno cavila de este modo, la seguridad comienza a agriarse. Se dispuso a estudiar historia, leer marinería, guardar todo el material que estuviera ligado a la búsqueda. Ni ése ni los cuatro días subsiguientes salió del sótano de su casa. Con las cosas un tanto más claras, aprovechó la noche del quinto día para ir hasta lo de Eusebio y encontrar a Ramón, un esmirriado marinero que trabajaba en un arenero de Puerto Nuevo. Necesitaba que se encargara de conseguir un lanchón o una chalana a bajo precio, la que modificaría en draga, colocando dos o tres anclas pequeñas atrás utilizándolas a modo de peine. Un rastrillaje rudimentario. Un rastreo que resultaba ansioso pero no por eso menos esperanzado.
La noche se prestaba para caminar, pensó que había llegado su hora y estaba deseoso de prolongarla; caminó conversando consigo, solo. Un fanatismo esencial del mundo le decía que ese momento era para disfrutarlo en silencio. En la vereda la sombra reflejaba un hombre gesticulante, recurrente, impresionado…
La crueldad de abril no era sólo una corriente anímica y se extendía por los caseríos y los barrios bajos a los restantes meses del año. La descomposición de las miserias del río no cesaba, impregnó las orillas y unos cuantos centenares de metros hacia adentro; los efluvios fétidos de la crecida acentuaban con una lluvia delgada el aire insoportable de los potreros y los descampados. Las tardes eran habitadas por los moscardones y los tábanos que, lejos de retirarse por la humedad, se acercaban a los humanos, demandando en el acicateo la supervivencia de una memoria involuntaria; el zumbido pesado de las hélices transparentes en ruidoso ventileteo tendía a alivianar el vaho flotante en la atmósfera, pero desequilibraba los nervios de quien, como yo, no estaba acostumbrado al contraste climático de lo seco y lo mojado.
Dentro del bar del Eusebio, los olores se escindían en distintas direcciones; vaga ramificación desde los platos servidos por Julia, el aroma fragmentado de la fritanga inundaba la tertulia parroquiana y dos hurones mal alimentados, que el dueño dejaba escapar del sótano, sobre todo cuando había clientes nuevos, demostraban que el boliche estaba limpio de ratas.
Recién llegado, escuché a don Grimaldo invocar su falso teorema, a la vez que ofrecía comprar el alcohol de Ramón. Lo invitó a hacer rancho aparte. El hombre se sorprendió por la formalidad del convite y sonrió con cierta picardía. Don Grimaldo no sólo hablaba, sino que pensaba con parquedad. La ocasión era digna de un trago para probarse en la discreción.
– ¿Ese quién es? -increpó con un golpe de cabeza mirando hacia la ventana donde estaba sentado.
– Es nuevo. Le preguntó a Julia por una mujer -contestó Ramón.
– ¿Por una mujer? -quiso saber el cantonés, tratando de resolver algo complejo, intuyendo en la búsqueda un signo de debilidad.
Un interrogante si no es una necesidad es una imprudencia, pensó; y después de repartir los vasos puso el dinero de la cuenta sobre la mesa.
– Necesito de usted, Ramón.
– Usted dirá…
– Se trata de una búsqueda más interesante que la de ese hombre. Pero acá no. ¿Le parece bien mañana en mi casa?
Necesitaba el más absoluto sigilo. Terminó el trago, tomó las monedas del vuelto y se levantó para salir.
– ¿Dijo el nombre…?
– ¿De quién?
– De la mujer.
– Esther.
– Estoy de buenas. Dígale al Eusebio que lo invite una copa y lo mande de la Madame.
– No me diga que usted cree en esas cosas.
– Hágame caso.
Agradecí desde el rincón con una leve inclinación; perpendicular, sobre mi cabeza, un soplo de aire acunaba una araña muerta entre las moscas muertas, atrapada en su propio telar. El vaivén minúsculo del bicherío me distrajo y abrí más los ojos hacia un rincón del techo donde el yeso desvencijado desnudaba los listones de madera de la estructura humedecida.
Imaginé que el cielo raso tenía charcos.
La guerra de guerrillas es la guerra revolucionaria del pueblo en armas, contra la cual se estrellan los ejércitos que son utilizados para enajenar la soberanía de la Patria. Estamos seguros de que el ejército argentino no peleará en defensa de un gobierno que traiciona a la nación y que ha cerrado al pueblo todos los caminos normales. Confiamos en que, excepto los altos jerarcas militares entregados al oro extranjero, los oficiales, suboficiales y tropa con sentido de patria no lucharán en contra de los hermanos que quieren liberarla para todos. En cuanto a la topografía elegida para la acción toda ella es buena, incluso las ciudades, si hay corazones argentinos dispuestos a cumplir con su deber. Los que traicionen nuestras filas, quienes repriman a sangre y fuego nuestra gesta de liberación nacional, o los que torturen y cometan atrocidades con los integrantes de las guerrillas o sus simpatizantes en la retaguardia serán considerados por nosotros como criminales de guerra y pasados por las armas. Estamos seguros de que millones de hombres y de mujeres sumarán sus voluntades y la resolución de ofrendar sus vidas en los campos, pueblos y ciudades, antes que ver condenados a sus hijos a la miseria y la esclavitud. Las pruebas que hemos recibido nos afirman en tal actitud. Soy y no soy el único Uturunco. Dentro de poco habrá centenares de Uturuncos en el país, incluso en los bosques de cemento armado como son las grandes ciudades. Comandante Puma, desde algún lugar del Tucumán, 1959.
No recuerdo la cantidad de ginebra que tomé. Una brisa modulante en las mejillas me encontró, por instrucción de Julia, en la calle con Ramón camino al Irupé. En el trayecto le comenté que vine a Buenos Aires investigando antecedentes familiares; quizá por eso, la sinuosidad de su despedida.
La noche era intensa, azul negra y poco estrellada, la humedad se retiró y el calor se adueñó del chaperío; los malvones formaban una cerca rojiverde, en la textura áspera de sus hojas, las nervaduras sobresalían como las líneas de mis manos. Un apegado sentido de propiedad no me permitió granjear el alambre y las maderas que hacían las veces de puerta, golpeé las palmas avanzando tímido; los relumbrones que vinieron de los fondos me recordaron una fiesta navideña. Unos metros dentro, se prefiguró un hombre de buena estatura, membrudo, de cuerpo bien proporcionado y cara morocha. Se presentó como Gauderio, un mozo, me seguí enterando, nacido en Cuatreros, un pueblo cercano a unos cuarenta kilómetros de Ingeniero White y a otros tantos de Bahía Blanca, pero con distinta suerte la suya, aunque no por eso menos contradictoria, que la de Pedrito o el Lucas Hallado, me dijo: tras ser abandonados en su niñez, encontraron las mandíbulas de las hormigas y la muerte por frío en las puertas del cementerio.
Según su relato, sus choznos eran una esclava y un contrabandista portugués escapado de las cárceles del emperador del Brasil; las líneas de descendencia arribaron aquí, a la provincia de Buenos Aires y al igual que su bisabuelo, se jactaba de un insobornable espíritu de rebeldía. Haciendo chocar una imaginación notable con la rispidez verbal que le daba el alcohol para contar historias, de camisa raída y peor vestido, procuraba encubrir con uno o dos ponchos su mala traza y se hacía de una guitarrita que aprendió a tocar muy mal, cantando desentonadamente varias coplas que estropeaba, y muchas otras que sacaba de su cabeza, las que regularmente ruedan sobre amores o casos de la pampa. Sabía de maneas, cabezales, frenos, tiradores trenzados a mano, de la vida sosegada y de los arreos cada vez más difíciles de conseguir en el mercado de Liniers; su prodigio, decían, era verlo matar una vaca, sacarle el mondongo y con todo el sebo que juntaba en el vientre o un trozo de estiércol seco del mismo animal, hacer una sola brasa que prendía en el interior vacío de las vísceras; un fuego que desde su centro voraz hasta los variados núcleos de calor empezaba a arder y a comunicarse a la carne gorda y los huesos, dando formas impensadas de una extraordinaria iluminación; una manera de asar poco conocida y menos usada aún, en que unía el vientre de la vaca, dejando que respirara fuego por la boca y por el otro orificio.
Alrededor del asado estaban la Roña, el Checho, el Vasco, la Tetona, un hombre al que algunos llamaban "profesor", la abuela Juana y cuatro morochos curtidos. Eran pobres, gente que derrochaba lo que no tenía en la esperanza de la abundancia. Me senté callado junto a los demás cerca del asador y observé el espectáculo. Guardé la distancia y la pulcritud que me distingue como hombre de cierta urbanidad, y aunque se repetían en invitaciones desistí de comer.
La reunión era una relación de órbita fastuosa, el conventillo un cine cósmico, el asado un teatro de vísceras, la vaca una fosforescencia multicolor.
Escuché una voz a mis espaldas y reconocí la cita de San Ambrosio.
– No das al pobre de lo tuyo, sino que le restituyes de lo suyo -dijo el profesor Serrao palmeándome el hombro-, la historia está llamada a terminar con la religión pero a continuar con la tragedia.
– ¿Hace mucho que lee a Camus, profesor?
– "Un campesino en medio de una prédica que arrancó lágrimas a todos los fieles, permaneció indiferente. Y, a las gentes que le reprochaban su frialdad, les explicó que no era de la parroquia…"
En la cita elusiva del francés me di cuenta de que ni el profesor, ni ninguno de los que allí estaban, me iba a preguntar nada. Pasada la sobremesa la abuela, la Tetona y la Roña se retiraron. Era una reunión de hombres borrachos, nostalgiosos, solos: una reunión de ausencias, dijo la más vieja antes de irse.
Bebieron y bromearon hasta altas horas, me avine a escuchar de boca de Gauderio una historia sobre la famosa cuchillada que aplicó un tal Benigno, que fue de revés, a la altura de la cintura, y que por la poca o ninguna resistencia de armas ni de vestidos, ni aun de hueso, o parte del cuerpo que por aquello se tenga, y también por el buen brazo de don Benigno, se la partió toda en el otro con tanta velocidad y tan buen cortar que quedó el cristiano parado y dijo a Benigno: "Quédate en paz", para caer, dichas estas palabras, muerto en dos medios…
La forma de utilizar el lenguaje me resultó extraña, el cuentista hacía giros desusados que, sin embargo, pese a lo trabado de la construcción, aportaban fluidez al desarrollo del relato. ¿Cómo hubiera redactado yo ese cuadro telúrico-bruegueliano?; sonreí tratando de disimular la distracción, y apreté con el índice y el pulgar de mi mano derecha ambos lacrimales para aplacar el efecto del humo. Le pregunté al profesor por la pieza de la Madame.
– ¿ La Madame?, casi a la entrada, guíese por el olor a remolacha, ¿o usted es de aquellos que no dominan los sentidos?; guíese por el olor del sándalo… acá le va a hacer falta olfato…
Ahora la conversación del grupo versaba sobre el Uturunco, pero le presté poca atención. Sin dejar de agradecer el convite elegí la sombra para retirarme.
– ¿Así que el mozo es escritor? -me preguntó Gauderio antes de irme.
La forma capciosa dice lo que dice y lo que se oculta.
– Si uno se pone pretencioso y quiere deslumbrar a la gente, se vuelve desagradable -agregó alcanzándome un vaso, invitándome a encontrarnos de nuevo, no sin jactarse antes del artificio logrado con el fuego; señalando desde algún costado de su borrachera, si yo era capaz, como la vaca, de sacar fuego por el culo.
II
No es que yo dijera otra cosa, abuela, vi una mancha, ¿todavía no salió?, estoy segura, una mancha y un eco adentro, créame, un eco marítimo, agua sucia como la de este río mezclada con sangre, plasma; estoy llena de odio, también hay sudor, líquidos mióticos, transparentes, mucosidad roja, tengo impaciencia por ver su cara, reconocer, ¿se parece al Cholito?, no se burle, abuela, voy a destilar miedo, voy a desaparecer en el miedo; sustancias aglutinadas en una mancha, una sombra, voy a desaparecer en el miedo; son coincidencias desdichadas, este pibe tiene un padre neutro ¿Cholito?, ¿el holandés?, no voy a entregarme, cada uno es un eco; si no lo veo es porque no nació, está ahí pero está ausente, ¿por qué no quiere salir el desgraciadito?, no, abuela, simplemente no hay nadie, no me contradiga, no quiere salir, ¿piensa crecer allí?, se me estiran los tejidos, abuela, me duele el tiempo adentro, abajo del estómago; se está colocando desde la noche anterior pero no da indicios, no puede ser; ¿se agrandó la panza?, mucha desmesura es el dolor cuando no se lo entiende como dolor, abuela; voy a desaparecer en el miedo, dígale a la matrona que meta la cabeza, que le hable, lo convenza, debe salir, ser un hombre como los demás, dígale que la soledad nunca es medida, que cuando uno está solo tampoco sabe cuán solo está; la soledad es inconmensurable como el eco de uno mismo, el eco se produce cuando no hay recuerdos, cuando no hay historia personal, cuando hay nada más que vacío; no es dolor, abuela, es la prueba de lo que uno sospecha desde hace mucho tiempo, la contundencia; primero despacio y después más fuerte, más vertiginoso; las pulsiones internas en los tejidos, llame a la matrona, tengo pérdidas; llame al padre, al Cholito para que entre por aquí como antes, que entre, lo convenza, tiene que salir, ¿si lo tentamos con caramelos, con alfeñiques?, las finísimas arrugas del vientre ahora son estrías, la juventud se me va en esto, háblele usted, abuela, háblele en castellano, en guaraní, hay que convencerlo de alguna manera.
La Madame no atendía a esa hora. Una mano deforme se asomó sin correr la cortina de la pieza y me entregó una foto ajada, a modo de tarjeta, con un horario de visita. Me impresionó la extraña contorsión de los dedos. La mano tullida, se chismeaba, era por masturbar a cambio de unas pocas monedas a los obreros que entraban de madrugada al frigorífico; la mano, acariciadora de rincones deliciosos que los hombres miraban entre el agradecimiento y el desprecio, era el resultado de una artritis que amenazaba con avanzar ante la impotencia de la medicina convencional y la extraña dejadez que produce la culpa. Insistí y me dejó pasar. Para ella era sólo un recuerdo triste, un recuerdo quieto, dijo, acariciando la deformidad con la mano sana. Se veía a sí misma como una mujer joven muy hermosa y, por eso, se comparaba con la virgencita de la vetusta fotografía que lucía un turbante, sacando procazmente la lengua hacia la cámara. En la misma postal, la Madame del Kimono levantaba entre el pulgar y el índice de su mano derecha la pollera europea un poco más arriba de las rodillas, mientras que con la otra, ahora atrofiada, escondía las delicadezas más oscuras de sus pequeñas prominencias dans la poitrine. Una foto sacada en la India, dijo; cuando todavía era amante del embajador, diplomado en Exteriores, quien la llevó durante muchos años a cuanto destino le tocara, prestándola por una noche a determinados personajes de los negocios mundiales, como una muestra del exotismo amoroso latinoamericano. Época de gloria en grandes hoteles internacionales, con bañeras desbordantes de champagne donde convirtió las vicisitudes en indiferencia, lo leve en soborno y la ilusión en insoportable brevedad.
Al diplomático le gustaba comer caviar en los pezones, recalcó, riendo con un gesto carnoso y evocativo, recordando un agregado de comercio holandés, un rubio lechoso y regordete al que le enseñó a gritar rojaiju en el momento del éxtasis. Época que lamentó con sordos quejidos matacos, en un intento malicioso de hacer pasar al niño como producto no querido de una de esas relaciones. Se tejía por ahí que vendió al niño en el extranjero, en un precio aceptable, a dos homosexuales checos; que el dinero de la venta le permitió vivir casi un año sin prostituirse, y que ese tiempo sirvió para amenguar los efectos de la culpa pero no es cierto, dijo, porque harto es sudar agua y tratar de venderla por vino. Tiempo en que el Cholito ya no está en su vida y descubre que su capacidad sensorial no se limita únicamente al placer, sino también a ver ciertas cosas del más allá, confirmando poco a poco su poder intuitivo para cada oscuridad. Edad que en épocas de inocencia la inició en lo inferior, acentuó su vena lúbrica y ese reservado juego extrasensorial, hasta que la artritis terminó por fijar, como memoria del dolor, la imagen del niño. En esa imagen descubrió que tenía lágrimas.
Un mediodía paró frente a la casilla un Káiser Carabela negro con chapa oficial. Un chofer de librea abrió la puerta trasera y descendió un mensajero portando un inmenso sobre blanco y todos saben que los sobres blancos grandes traen buenas noticias.
Se corrió la voz de una pensión graciable.
El Káiser Carabela negro se detuvo en la puerta del Irupé, atrajo la atención del Vasco y el Lutero que desviaron su mirada cuando sospecharon que otra, premonitoria e inflexible, partía desde atrás de aquellas cortinas; con las cabezas agachadas sobre el tablero de damas intentaron una concentración imposible, en los escaques se reflejaba un observador del que presentían, desde la sombra, su desprecio.
Las cortinitas de las ventanillas se mantuvieron cerradas por la cercanía impertinente de la Rupe que, nerviosa, husmeó hacia adentro como una muerta de hambre; ¿quién se escondía al amparo del improvisado telón? El asesor se dirigió hacia el conventillo con cierta prudencia y torpeza, tratando de afirmarse para saltar la zanja y esquivar el barro de la improvisada vereda. Intentaba apoyarse sobre las esparcidas lajas con suerte diversa. En la puerta, palmadas secas y fuertes lo comunicaron con la pieza, pero tuvo que esperar, porque según le dijo la abuela Juana, la Madame estaba ocupada.
– Debo entregarle este sobre a la señora…
– ¿Usted es el mensajero?
– El edecán.
– Entonces me lo deja a mí.
– Tengo que entregarlo en mano.
– Acá no entra cualquiera -dijo la abuela Juana con sequedad-, acá entran de embajadores para arriba. Dígale que baje, que deje que le reconozca.
– Imposible. Él no está en el auto.
La vieja se dio vuelta con desconfianza y pegó un grito hacia la pieza.
– ¡Icha… te buscan!…
Casi un cuarto de hora después Julia salió de la pieza con un preparado de muña muña y jazmines en un frasquito rojo que, le explicó la abuela Juana, debe frotárselo al marido por la espalda y sin despertarlo; lo va a usar durante tres noches seguidas acompañado de tres ave y un padrenuestro; se va a convertir en el mejor amante, pero si no lo reanima con esto, que siga imaginando con el radioteatro, le dijo, sin que Julia asimilara del todo la ironía.
La bocina del Káiser Carabela sonó impaciente, el edecán interrumpió los recados de la curandera.
– Pregúntele a la señora si puedo pasar…
– Decile que entre -se escuchó desde la pieza.
Una vez adentro lo invadió el aroma del sándalo y el nardo con que la Madame del Kimono acababa de sahumar. Le pidió que no fuera descortés y que se quitara los zapatos. No dudó en hacerlo. El perfume lo ayudó a relajarse como para aceptar un vaso de agua de aquella mano tullida y le entregó el sobre. Los primeros sonidos que llegaron a sus oídos fueron de una fonética irreconocible, hiedra selvática mezclada con raspaduras de zinc; una fonética olorosa, deforme para la urbanidad que se practicaba en las clases altas y las embajadas.
– ¿Él está afuera?
– No. El señor embajador está de viaje. Mi presencia se debe a que el excelentísimo desea saber si…
– Dígale que no sé nada -interrumpió la Madame.
– Bien. ¿Desea que le manifieste algo más?
– No.
El edecán se retiró. La abuela Juana y la Rupe entraron como mandadas a llamar.
– Quería saber sobre el niño -les dijo.
El Káiser Carabela, por diseño propio, tenía algo de embajada ambulante; lustroso, señorial, cercano a la pomposidad solemne de los actos oficiales, seguramente terminará su vida útil prestando servicio para otras pompas. Al menos eso pensó el escribano Farnesio, mientras esperaba su turno para comprar malva y té de seda, cuando vio pasar frente a su puerta el rodado negro con tazas que imitaban diseños de platería peruana, una franja blanca circular en los costados externos de los neumáticos y un adorno en plomo representando una cabeza de ciervo en el capó. El auto dejó de ser un sueño y pasó a ser una obsesión.
Farnesio se había asociado al doctor Germano en el servicio funerario, un invento de la Capital que sacaba a los muertos de las casas. Pensó el negocio con meticulosidad y como todo lo bien pensado, como aquello que se razona desde sus costados más oscuros e imposibles, resultó un éxito desde el primer entierro. La sociedad jamás se hizo pública, la casa de velatorios era una especie de consulado del más allá, donde se pactan las minucias de los negocios de la muerte y las instancias terrenales de tales y tan delicados menesteres. Nadie mejor que el doctor para saber el estado de los futuros clientes, los desahuciados, y hablar, en forma disimulada pero convincente, de las bondades del servicio. Nadie mejor que él, el escribano, para solucionar a la familia los engorrosos trámites sucesorios o hereditarios.
Una carroza de dos caballos tan negros como el Káiser Carabela, acompañada en cortejo por un Chevrolet del mismo color, con los tapizados raídos, permitía a los deudos mostrar su clase, reconocida como "los de casa de material"; frase que los separaba de la canalla que vivía en el Irupé a expensas de los terrenos de los tranvías.
Al paso del auto por el empedrado, Farnesio reconocía que el viejo carro de caballos con pelaje de luto era un anacronismo; mantener esos animales en buen estado no era otra cosa que luchar con la comida, el olor de la bosta y el cansancio o la enfermedad de las bestias. En más de una oportunidad el sodero lo había sacado del paso, facilitándole alguno de sus percherones. El Káiser Carabela en cambio, con alguna adaptación, era lo que se llama una embajada ambulante y, después de todo, una embajada siempre tiene algo de glorioso oropel y todo lo glorioso algo de réquiem.
Esta actitud de indisimulada envidia lo llevó a encoger nerviosamente sus dedos, empañando con transpiración el frasco estéril que le vendió el boticario, para su análisis de orina.
Para el doctor Germano la diferencia entre un cadáver y un cadáver profesional residía, a su leal saber y entender, en la realización o no de la autopsia. Con claridad pedagógica explicaba a sus pacientes que una revisación, por ejemplo, un chequeo general, o cualquier estudio por simple o nimio que fuera, era lo más parecido a una autopsia anticipada.
Los que tienen una piel dura, tirante y seca, mueren sin sudar, explicó; aquí no se abre nada pero se ve todo, dijo mientras con una cuchara aplastaba deformando lengua y paladar del Checho para auscultarle mejor la garganta.
– Tengo un buraco acá -dijo el Checho señalándose el centro del pecho.
– Esto es una angina. La pulmonía y la tuberculosis se presentan como fantasmas, aunque sin tos ni expectoración con sangre se puede pensar en daños menores.
El diagnóstico del doctor no lo convenció, no eran anginas ni nada parecido, se trataba de otra cosa, algo acerca de la naturaleza de los vientos, un aire en el interior del cuerpo de los animales, un aire que se instaló donde no hay nada.
– Tengo un grito.
– ¿Un grito?
– Sí. Un grito en La Menor -dijo, como si la sintética definición musical fuera de ayuda para la ciencia-. Un grito que no sale porque el aire se escapa por el agujero y no tengo fuerzas para sacarlo.
Hizo un círculo con el índice de su mano derecha en el medio del pecho. Los dedos pasaron del martilleo a palmadas afligidas y luego a golpes desesperados con el puño cerrado. El doctor Germano no veía ningún agujero. Para cerciorarse, le indicó que se levantara la camisa escocesa y colocándole una toallita blanca en la espalda le pidió que respirara hondo repitiendo treinta y tres, hasta dejar escapar todo el aire contenido en los pulmones.
– Exhala, carajo.
Un ronquido seco, no precisamente tabacal, le hizo insistir en la operación. El último treinta y tres fue un desafinado fragmento operístico.
– ¿Fumás? -preguntó apretándole la laringe.
– No.
– ¿Tenés hemorroides?
– No.
– Vestite.
El paciente terminó de vestirse. El doctor, de puro pensamiento hipocrático, sabía que la aparición de hemorroides es de buen pronóstico en los melancólicos.
– Si tuvieras un agujero allí -dijo, señalándole el pecho- estarías muerto…
El Checho lo escuchó con mucha atención. Con el pecho abierto y Anahí lejos, sin duda había algo de cierto.
Era difícil comprender las implicancias y los significados del as de oro invertido, ni qué sueños saboreaba don Grimaldo al despertar a un tesoro de tal naturaleza. Después de la visita, llamó al herrero que trabajaba en los carros municipales de recolección de basura para que realizara, en el comedor de su casa, el estilizado símbolo fijo de una heráldica singular.
En pocas semanas y sobre la pared más importante, detrás de la silla en la cabecera de la mesa, un escudo de dudosa genealogía era la vista obligatoria de todo comensal invitado. El blasón, de hierro forjado y pintura sin esmaltar, constaba de tres campos tan esotéricos como caprichosos: tres pelotas con forma de cápsulas copiadas del scudetto de los Médici -una roja, una amarilla y una verde, provistas vaya a saberse de qué ocultas sustancias- definían el campo superior izquierdo; mientras que el superior derecho delineaba tres bandas, parecidas a la bandera garibaldina, ostentando un contradictorio crucifijo sin la deidad. El campo inferior era uno solo y mostraba un plano alzado a mano de Valentín Alsina, con un dibujo amarillo de su casa atravesada en su centro por una línea horizontal donde se leía "Ecuador" y otra vertical donde se leía "Greenwich". En su base, dos cordeles bordó y cintas argentinas a modo de lazo imponían la presencia nacional junto a una leyenda de sello con letras góticas doradas, seguidas de otras minúsculas latinas demasiado borroneadas, que ni siquiera don Grimaldo sabía qué querían decir.
En el marco solemne de una pretendida alcurnia que el escudo no contemplaba, el cantonés, no desafecto a los placeres de aquellas cortes, acentuó en esos días sus extravagancias de hombre poco distinguido. ¿ La Madame del Kimono se habría equivocado? Con rostro más preocupado que severo, se preguntó por la identidad y la procedencia del vaticinio que lo sindicaba como el elegido. Un arrebato esperanzado de éxito le devolvió tranquilidad, pero, ¿y si fracasaba? Pensó en la muerte y en la resurrección; Dios sabe que no quiero decir nada, pero ella lo vio; el as de oro estaba sobre la mesa. El miedo sobre aquello que Dios no quiere que así sea le dio escalofríos, pensó en recluirse, mantenerse fuera de toda tentación. También por esos días pensó en ser sacerdote y llegar a Papa, cosa que lo llevó a hablar de cosas tristes y edificantes.
Aprender a vivir como un elegido era aprender a morir de igual manera. En esa convicción grandilocuente, mandó también a construir un féretro de nogal oscuro, amplio, con herrajes plateados, para lucimiento de una delicada mortaja de seda color marfil y tres almohadillas magníficamente blandas.
Un féretro, por diseño, puede navegar. Lo ubicó, cerrado, en la pared que enfrentaba al escudo, desprovista en parte del revoque fino y cruzada por una grieta que, en más de una ocasión, resultó una herida narcisista para sus pensamientos de grandeza. La grieta no cerraba por sí sola, ni era una enfermedad que se venía a manifestar justamente ahora. Decidió taparla y para ello nada mejor que encargarse un retrato. Un retrato, sí. Se dio cuenta de que eso lo había impresionado siempre.
El almacén y bar de Eusebio era el punto obligado de cualquier reunión para aquellos que nunca cruzaban el río. Los parroquianos se juntaban allí para jugar al tute cabrero y escuchar en disco de pasta a Merentino cantando con la orquesta de Troilo, o los revolucionarios discos de vinilo que, desde los parlantes adicionados al Wincofon, dejaban escuchar la voz del Tarateño Rojas.
Se está poniendo de moda
en toda la Capital,
el vaivén del zucu zucu
zucu zucu te voy a dar…
El lineal ir y venir de los versos y los naipes permitía sobradas muestras de crudeza verbal y burla en los juicios, cosa que siempre terminaba lastimando a alguien. Gauderio No Hallado insistió con la historia de los guerrilleros. Habían robado un camión de Obras Sanitarias de la provincia y lo condujeron por la ruta que va desde Catamarca a Lujan, donde se encontraron con otros guerrilleros llevados allí por un camión de gitanos. El operativo fue en Frías, tres armas para ocho personas: una ametralladora PAM, una 45 y un 36 corto; después del asalto, al mando del Uturunco, el Taño, Polo, Búfalo, Rulo, Azúcar y el Mejicano se internaron en el monte; los diarios anunciaron más de mil seiscientos allanamientos. Restregándose las manos y dele frotarse las rodillas, desafiaba las inclemencias de un invierno recién llegado, por demás duro, al que acusó de expoliador igual que el dueño de la barraca; sin olvidarse de aclarar que las cosas dejarían de ser así, que sin duda iban a ser mejores, que en poco tiempo tendría más noticias sobre los alzados.
Los presentes no entendían mucho lo que escuchaban de boca del moreno, pero la sola mención de los Uturuncos hizo que las ventanas del bar se agrandaran levemente, ampliando los resquicios del vano, dejando entrar con los vientos del noreste aires de un mundo que, paradójicamente, por fuerza de una mística todavía no corroborada en sus almas, los hacía respirar más expansivos. Las ventanas crecieron, las paredes se limpiaron solas imprimiendo una claridad inusitada y las yemas de los dedos, que se deslizaban por manteles de papel, ahora lo hacían sobre bordados cabrilleantes, con motivos de lunares celestes suspendidos, tan almidonados y sedosos, que alguien brindó desde cárceles arcaicas por los esclavos. Las copas estaban más llenas y con mejores alcoholes; a tal punto que Eusebio comprobó cómo su vino común, convertido en un frutal elixir reserva sin arenilla ni lastre, bajaba suave por su garganta y aquello que antes sólo era quemazón, ardor en la boca del estómago, era ahora un suave chardonnay de delicado y prestigioso mosto.
Los campamentos de los Uturuncos estaban en Tucumán a la vera del Cochuna, un río helado que baja de las altas cumbres despeñándose por las laderas abruptas de las montañas, enmarañadas de bosque; un balcón semicircular que asomaba a un profundo abismo verde. También estaban en la Cuesta de Zapata, en la Sierra de Belén, en Catamarca; subían y bajaban faldeando el cerro, esquivando el cerco hecho por piquetes de policías y soldados.
Mientras Alhaja y Uturunco bajaban para establecer el contacto que habían perdido, se supo que un grupo se bandeó y cayeron detenidos, dicen que el menor contaba con quince años. El comandante Puma en tanto resistía en la selva y, seguro, junto a Zupay y los que quedaron agarraron las cosas necesarias, armas y documentos, para tratar de eludir el cerco policial. Creyeron que el grupo se dirigía a Catamarca y se extremó el patrullaje, pero subieron hacia el norte, a unos tres mil quinientos metros de altura, en la zona boscosa que ofrecía cobertura contra los vuelos. Empezaron a caminar, y a caminar, y a caminar forzando la marcha y, en un día, recorriendo cincuenta kilómetros, bajaron a la zona del ingenio Providencia donde fueron protegidos en casas de obreros y luego les dieron refugio en el prostíbulo de la Turca Fernández para terminar en una iglesia donde se reencontraron con el Gallego.
Se dice también que los hay en Santiago del Estero, describe Gauderio, que hablaba del tableteo de las ametralladoras, cifradas onomatopeyas de una lucha encarnizada entre árboles gigantes en los que a su sombra florecen lirios rojos.
Bajarán desde allí, prosiguió, la tarea era convocar a la resistencia y convertir el barrio en zona liberada, ya que éste sería el paso neurálgico y obligado de las fuerzas irregulares; ¿y los terrenos?, preguntó Eusebio; ¡qué importan ahora los terrenos!, ¡los expropiaremos!, gritó el profesor entusiasmado. Ellos bajarán por todas partes, discurría Gauderio, mientras Julia sacaba de la heladera de hielo un delicioso espumante tipo chianti. El vino entonó la garganta y los genitales del Vasco: el buen alcohol hace de las bombachas de las mujeres bolsitas húmedas, pensó, mirando a la Te tona; y decidiéndose, compulsivo, volvió rápido a su casa y despertó a su mujer.
Hay que estar preparados, esto no lo puede derrumbar cualquier mal tiempo, quizás el último tramo lo hagan por el Riachuelo, especulaba Gauderio, quizá vengan por el agua como los peces… ¿y el almacén?, ¡qué importa ahora el almacén, Eusebio! ¡También lo expropiaremos!, se escuchó, cuando sobrevino la carcajada general. Los hurones corrieron a su escondrijo. La rutilancia era completa, los caireles de una araña de dieciséis lámparas cambiaron la calidad de las luces que antes daban los tubos fluorescentes. Pepe Saldívar se quejó de los oídos y se metió el meñique tratando de llegar al tímpano para serenar un zumbido pegajoso que amenazaba dejarlo sordo.
El jolgorio místico se interrumpió cuando Ramón comentó, ante el entusiasmo general, que en el piringundín de la calle Rivadavia, las chicas tienen vestidos nuevos y en el frente hay un cartel luminoso que reemplaza al de chapa, en el que puede leerse con intermitencias mayúsculas la palabra BOITE.
La mayoría de los hombres conocía a las chicas que trabajaban en el keko. Era más barato y se podía exigir. Salmuera, el dueño, las tenía cortitas y si hacía falta era pródigo en cachetazos. Pensaban, con algún criterio, que Anahí iba a terminar conchabada allí, que la vendería como al niño. Era virgen y el himen es una tela que cotiza bien a las mujeres en cualquier parte del mundo.
Todos dejan la mesa y salen apresurados a comprobar el cambio. Eusebio no fue de la partida; pasado de alcohol, siguió disfrutando de su añejo elixir y soñó por primera vez con un gran cartel cuya fuerza cortara de un solo golpe lumínico la oscuridad del río.
III
Me acomodé bajo el ventanuco de la pensión para revisar papeles relacionados con Esther y escribir impresiones tan íntimas que no sabía si se trataban de un sentimiento o de un sentido. Ella no estaba, viajaba mucho; el único recuerdo lejano es una vieja, llevándome en brazos al Hospital de Niños en el tranvía; y el niño mirando, por el vidrio de la luneta trasera, el trabajo del guarda para colocar los brazos metálicos y paralelos en los rieles. El chisporroteo de la electricidad impresionaba como bengalas despedidas hacia todos los costados, me hacían abrir bien grandes los ojos. Nunca supe si ese viaje lo hacíamos un lunes, un jueves o un domingo; sin embargo, en aquella época, la noción del tiempo comenzó a filtrarse en mi infancia.
Toda búsqueda en sus generalidades es dudosa. Me doy cuenta de que pienso según mis palabras y no según mis ideas, el principio del placer tiene en la poesía una insistencia particular. Mi época discute sobre la apropiación del relato anecdótico para la ficción, la consecuencia de "relatar" o "describir" para mostrar los verdaderos movimientos de la vida. La exigencia del "plan", "las combinaciones de efectos", los problemas relativos a los datos, "los cálculos de fondo" y el orden anecdótico, es decir, la organización de la materia a tratar en un orden temporal, me gustaba menos; quería elegir bien las palabras, resolver los problemas de nominación. Comprendí que estaba en un mundo donde no era el único que buscaba. La búsqueda guarda el anhelo de llegar, pero también se puede llegar a ninguna parte.
Sin duda, el ningún lugar, el "para nada", era el mejor recurso tanto de quien busca como de quien escribe. Llevaba ya más de ocho meses sin poder desentrañar el motivo que me trajo. Recuerdo lejos una abuela delgada, vestida de negro, a paso ligero conmigo en brazos esquivando lo seco y lo mojado, limpiando con la pollera los vidrios empañados de sus lentes. No recuerdo si la vieja justificaba o renegaba por la ausencia de Esther, pero su ausencia es la que despertó en mí la noción del tiempo.
La imaginación se ligó a lo finito y entonces el niño dio su primer paso mortal.
Aunque de entrada don Grimaldo no le comentó la totalidad de sus planes, Ramón intuía que el tema que se traía el cantonés era tan misterioso como para no preguntar de más; sobre todo porque también estaba el "profesor" y porque don Grimaldo apeló a un falso espíritu comunicativo para describir trivialidades que no coincidían con su verdadera intención.
Serrao desatendía con disimulo la perorata, pero Ramón trataba de descifrar algún indicio; los nervios le dieron al marinero más agudeza y sensibilidad; su poca altura y delgadez parecían ponerlo en permanente estado de tensión, igual que aquellos animales siempre atentos a la descarga de una escopeta del 12. Sentados a la mesa, cada uno a su manera, pensaban en oler algo.
Si no hay confesión no hay conflicto. Don Grimaldo habló de maniguetas, marchapie de gavía, eslora, burda del mastelero, y contó anécdotas costeras, añadía historias que le contó el profesor sobre Hipólito Bouchard, alférez de la incipiente armada, que se hizo corsario del gobierno del Río de la Plata, llevando a cabo operaciones piratas, apoderándose de naves surtas en los puertos del Caribe, hasta hacer flamear el pabellón argentino en las costas de la Florida.
Ramón lo comparó con el Corto Maltés.
Serrao, haciendo gala de sus conocimientos, agregó que el francés fue el arrojado granadero que, en la batalla de San Lorenzo, arrancó la vida del abanderado y la bandera enemiga que San Martín entregara luego como trofeo en Buenos Aires. El cantonés llegó más lejos en su marinería, navegó con los conquistadores en bergantín, se hizo testigo del avance sobre los Carios en la ciudad de Lambaré, estaban allí, a tiro de arcabuz. Contaba de manera entusiasta, enfático, superponiendo dichos como que el río tenía un corazón, que se trataba de una vena marrón con salida al naciente… que algo latía allí…
Ramón entendió que era el momento de preguntar, pero no se animó. El cantonés tenía en su rostro la felicidad evasiva de quien guarda un buen secreto.
– Bueno, usted dirá…
– Necesito una embarcación.
Salvo la verborragia de don Grimaldo, la cosa no tenía nada de extraño. Ramón se aburría con la charla, le parecía un verdadero dislate; pero intuyó, con cierta complicidad de ánimo, que la embarcación era para algo más que un paseo. La ginebra y la historia corrieron parejas; en confianza, le acercó la botella y le ofreció al suizo una copa, otra, luego otra y otra más, esperando que el perdigón se disparara solo.
No llegó Ramón a preguntar el para qué, cuando el cantonés se desvió de los apuntes de la historia y se largó a hablar.
– Se trata de encontrar un tesoro, Ramón, como cuando éramos niños, pero un tesoro de verdad.
Ni la más mínima alarma lo detuvo. La voz de don Grimaldo se adelantaba a sus pensamientos sin ninguna dirección, diciendo que había mucha plata de por medio, oro tan antiguo como el sol, oro que el agua usa como sedimento junto con el barro y otros elementos calcáreos; oro convertido en un inmenso caracol depositado en el fondo, que el agua vuelve tan maleable y tan blando con el paso de los años que se puede tragar; nos vamos a hacer buches con él, dijo, con cara expresiva y feliz, como quien no necesita saber nada más de sí. Va a poder tener una casa de material, rápidamente se distinguirá del chaperío asentado alrededor de un futuro cada vez más incierto; le va a agregar unos terrenos para plantar y mejor que eso, va a dejar el río y hacer jardinería. Va a vivir de rentas. ¿Rentas? Sí, no va a trabajar más, hombre; hay que conseguir un buzo, alguien que sepa nadar bien, que pueda caminar por ahí abajo; debemos hacer todo en silencio, Ramón; mantener la boca bien cerrada, hablar lo necesario sobre el río y nada de nuestros planes. Ramón asintió y le ofreció una última ginebra que don Grimaldo, por cortesía y como forma de sellar el secreto, aceptó, levantando la copa por ellos y por el profesor, quien, extrañamente para Ramón, brindó por el general Belgrano.
La inversión, la verdadera inversión, comenzaría después del brindis. Arreglaron los porcentajes, setenta y cinco por ciento para él que financiaba la expedición y el resto para el marinero. Serrao se descartó solo, no iba a participar del viaje; lo suyo era vocación, amor a la historia y además, su asesoramiento en el posible hallazgo le permitiría jerarquizar su trabajo frente a la academia, una especie de venganza personal con los historiadores de la "capilla".
Don Grimaldo extrajo de su bolsillo un pequeño paquete hecho con papel de diario y dejó en manos de Ramón parte de sus ahorros para contratar no ya una chalana, sino una pequeña balandra bautizada La Pepa y también, por consejo del marinero, a un buzo de origen irlandés que sabía trabajar en la Isla Maciel en el tirado de cables eléctricos que pronto, muy pronto, llevarían luz a los barrios más bajos.
El cansancio se apoderó de los tres. El profesor Serrao, con el entusiasmo de un licor obstinado, les detalló la muerte que en el "baile de los mendigos" le diera el capitán Abriega al comandante Mendonça, allá en Paraguay, para hacerle luego una molestísima guerra de guerrillas al mismísimo Irala. Tras el comentario se quedó dormido sobre la mesa.
Ya de madrugada Ramón se fue. ¿Hizo bien en contarle? Si el marinero abría la boca echaría todo por tierra. Estaba inseguro, el secreto explicitado es un corcho en el agua y en breve, fácil, puede salir a la superficie. La idea de encontrar el tesoro podía tentar a algún aventurero. Temió no dormir, se preparó una taza de passiflora y mientras bebía, anotó en la lista de las compras "reforzar con tilo"; se venían días de mucha ansiedad.
Pensó por un momento en los ojos de la Madame, no podía entender la videncia sin imaginar esos ojos abiertos, moviendo en el vacío el sentido de apropiación, si no ya del cofre, al menos de la videncia; buscó legitimar cada palabra, manteniendo viva la codicia y la no menos comentada lascivia del general Rondeau que, después de todo, como dijo el profesor, era un afrancesado; es decir, culturalmente un colonizado, y ya sabe uno cómo terminan las campañas que inician generales como éste.
La operación Frías se cumplió a la perfección tal cual fue proyectada. Lo mismo sucederá con las próximas. Nadie espere de nosotros operaciones diarias ni golpes espectaculares, pues nuestra misión es liberar definitivamente a la nación, y ello es una tarea larga y penosa. Hasta ahora sabemos de golpes y malos tratos a los compañeros que cayeron. Si confirmamos los malos tratos, los cobraremos oportunamente. La lucha recién comienza y termina con el regreso del General Perón a la Patria. Nosotros no hacemos discriminación ideológica respecto de los que quieren ser combatientes por la liberación de la Patria. Nuestras banderas alcanzan al ochenta por ciento de la población, que en su diferente condición social pueden y deben participar de la lucha. Comandante Puma, El Churqui, 1959.
El comunicado mimeografiado pasó de mis manos a las de ella. Caminábamos calle abajo hacia el almacén de Eusebio; en pleno mediodía decidimos protegernos debajo de un plátano de copa voluminosa. Quedamos muy juntos, el pudor la hizo vacilar. Para un porteño los lugares que citaba el comunicado parecían lejanos, otro país; pero a la Tetona, que todos sus amigos consideraban demasiado carnívora, El Churqui le sonó a comida.
– El Churqui es una localidad, Tetona -le aclaré sin saber dónde quedaba.
La Tetona dormía seguido con don Grimaldo, sabía parte de sus manías personales y estaba acostumbrada a los delirios; quizá por eso no se dejaba impresionar por el conocimiento de nadie. Mientras leía percibí que el plátano florecía en un tris cobrando verdes, dorados inusuales; una brisa de calor acompañó la complicidad; sus pechos comenzaron a inflamarse y sus muslos, descarados, con la fuerza de las bacantes, rozaban en su ropa interior, ahora de raso azul italiano y finas puntillas de seda negra; era una Nini Marlene vernácula, Mecha Ortiz, invitándome a desviar el camino con un gesto tan sensual como sugestivo.
Llegamos rápidamente hasta la puerta del Irupé. Enhiesto, el oscuro pezón quedó entre mis labios; la urgencia marcaba el camino de mi lengua. Veinte minutos más tarde, estábamos desnudos en el bañito del fondo, mojándonos en la improvisada ducha hecha con un balde agujereado.
– ¿Qué es una épica? -preguntó sin que mediara razón alguna.
Para desembarazarme, no sabiendo discernir en forma sencilla el tema, gesticulé levantando el cuello y montando los labios uno sobre otro; sus ojos, cada vez más felices, demostraron no saber y que, además, no le importaba.
Me confesó que días antes, en la cama del profesor Serrao, hizo la misma pregunta…
– Algo así como decir que el General es el Cid Campeador -le contestó el profesor.
Días más tarde, la Tetona hizo la misma pregunta entre las sábanas de Zarza.
– Algo así como decir que Fidel Castro es Espartaco -sintetizó.
No pudo terminar con su intriga, porque nada conocía de ninguno de los dos. De ninguno de los cuatro.
No pude decir que mi encuentro con Gauderio fue exactamente casual, pero algo de eso había. Nunca hablé de política desde los sentimientos, lo había hecho con intelectuales que adulteraban la emoción clasista con un desapego formal y una distancia, que desde su privilegio de "pensadores progresistas" enclaustraban a los obreros en un gueto cultural; artistas ligados al existencialismo que discutían el estreno de Los secuestrados de Altona coincidiendo con el compromiso del arte para con las causas de liberación nacional, como era el caso de Argelia, ya que bien enterados estábamos de los métodos del coronel Massu que aplicaban allí los paracaidistas franceses. Luego de la cita obligada de Fanon y Reich nos sumergíamos en las encantadoras delicias del carpe diem. En estas charlas ni la revolución ni el sexo resultaban urgentes, sino que eran signos civilizadores contra aquello que no dudábamos en llamar el establishment. No tenía conocimiento de la cotidianidad, lo que se llamaba praxis y que, en el fondo, me hizo sentir como un chef al que lo mandan a lavar las ollas.
Lo reconocí de inmediato mientras sacaba el boleto, estaba en la segunda fila y me saludó levantando la mano. No reconocí en él al héroe. Dejó el asiento para poder conversar saltando un molesto intermediario que mantuvo los ojos en el diario sin preocuparse. De pie, soportando los barquinazos, me preguntó si había leído el panfleto y comenzó a describir la ruta por la que, de seguro, andarían los Uturuncos. Algo ligado a la acción nominativa de la demostración generaba un clima distinto. No atiné a contestarle. Me comentó que se hacían estallar algunos "caños" de fabricación casera, a los que me atreví a otorgarles un poder un tanto inofensivo pero de alto valor emocional: pólvora prensada dentro de un bulón más la sal gruesa fría. Sabotaje tras sabotaje, para apoyar a los compañeros y responder a la represión que desde hacía cuatro años se había instaurado, "caños" que acompañan y refuerzan la gelinita que llegaba desde las minas bolivianas a Jujuy, donde se la colocaba debajo de los vagones hasta Tucumán para ser distribuida por todo el país.
Me comentó también que a principios de año se desató una huelga de aquellas y en la Capital, un enorme sector de la ciudad, comprendido entre las Avenidas Olivera y General Paz, que abarcaba los barrios de Mataderos, Villa Lugano, el Bajo Flores, Villa Luro y parte de Floresta, fue ocupado durante cinco días consecutivos por obreros y jóvenes que se sumaban a la lucha; cortaron totalmente el alumbrado público de la zona, voltearon árboles para obstruir calles y aprovechando el adoquinado levantaron barricadas en las avenidas de acceso; de esta manera, al amparo de la oscuridad total, los grupos combatientes pudieron moverse con relativa facilidad y neutralizar la acción del ejército.
Desconocía los lugares que nombró; el micro, sin suspensión, parecía quebrarse a cada barquinazo. Se acomodó el peine o los documentos en el bolsillo trasero del pantalón y mencionó que se venía otra igual, acá en el sur, a la que se sumarían los Uturuncos; para alquilar balcones dijo, suponiéndolo un espectáculo imperdible para alguien que escribía. Me preguntó, rascándose la cabeza, si podía darle una mano. Entendí que su deseo era que escribiera o corrigiera algún comunicado, pero no: la cosa era otra, comentó que algunos sindicatos, sobre todo los menos intransigentes, tenían trabajando a suboficiales del ejército que se habían plegado a la lucha clandestina, pero no se fiaba de ellos. Necesitaba de alguien que no conocieran para esperar unos impresos, él me diría tiempo y forma; yo le caía bien y no deseaba enterarse de mi nombre ni mi circunstancia; lo mejor era alguien que no tuviera apariencia de pobre, evitando poner en evidencia el envío.
El colectivo aminoró la marcha, se me ocurrió preguntarle por qué depositaba tanta confianza en alguien que había visto una sola vez. Se sonrió y dijo, aunque no con estas palabras, que intuía mi debilidad por las causas justas y que además él era un baqueano en viajes hacia lo extraño.
Me bajé tres cuadras antes de la pensión camino a la farmacia.
No era un lugar altamente concurrido, estaba mucho más cerca de ser una herboristería que una farmacia, como el consejo de profesionales exigía; no faltaba la carqueja para los bronquios, el té sedante de manzanilla, la muña muña, la cola de quirquincho para la virilidad y otro montón de pastos sanadores; bien podría haber sido una casa de especias, un campo perceptivo para los olores de este lado del mundo.
Ese día el viejo Zarza reetiquetaba los frascos color caramelo cuando la Rupe, acompañada por la Tetona, entró en la botica dispuesta a comprar unas gotas para los oídos del Pepe Saldívar, que después de una charla con Gauderio y un desconocido, no pudo quitarse un ruido extraño, parecido al zumbido del moscardón, que no lo dejaba dormir.
– Necesito un preparado pa' las orejas.
– Cómo no.
Aprovechó mi extranjería y la desaparición de Zarza tras la cortina floreada de narcisos rojos sobre fondo blanco, que dividía el despacho al público del laboratorio, para comentarle a la Teto na lo del sobre blanco.
– Una carta, sí, ella asegura que adentro del auto estaba el embajador en persona que no quiso verla.
– ¿El embajador?
Serrao, al que la abuela Juana recomendó largar la peperina si quería tener contenta a alguna hembra, golpeó la vidriera mirando hacia adentro, indiferente a la presencia de las mujeres.
– ¿Cuánto es? -dijo la Rupe extrayendo la plata del delantal que llevaba puesto, para retirarse mientras contaba las moneditas del vuelto.
Con un gesto de Zarza, Serrao se mandó para los fondos, dando un buen día altisonante y saludándome muy afectivamente. Nacido en Lobos, librepensador y melómano, el profesor vivía de dar clases particulares, jactándose de enseñar a pensar y que justamente por eso, por pensar, jamás alumno suyo aprobó en las escuelas oficiales. Se autoproclamaba investigador y revisionista, e intentaba demostrar por todos los medios la existencia de la batalla de El Saucecito; polemizaba sobre la historia con quienes denominó despectivamente de "la capilla", con una parafernalia de argumentos que pensaba documentar oportunamente. Fue en El Saucecito donde las tropas federales, al mando del general Estanislao López, derrotaron en el litoral santafecino a los unitarios que comandaba Luciano de Montes de Oca; una batalla que demostró la picardía de los "panzaverdes", vencedores tras enfrentar una mayoría desprevenida y, sobre todo, por las estrategias del protector confederado. Escuchábamos este aspecto de los hechos, que según su mentor necesitaban de un revisionismo exhaustivo que la historia oficial negaba, al desconocer la existencia de una localidad llamada El Saucecito y sosteniendo que Luciano de Montes de Oca era jefe naval.
– ¿Usted ve la historia como otra forma de la literatura?
– O viceversa -se sonrió-. No es para tanto, joven.
Comenzaba a impacientarme, estaba estupefacto por la tardanza, deseaba llevarme un antibiótico; el clima, lo seco y lo mojado, había hecho estragos en mi organismo, no sabía si exigir o suplicar que me atendiera; Zarza se desacodó del mostrador y me hizo señas minuteras. El profesor, atendiéndose solo, abrió la vitrina y extrajo un frasco de Bálsamo del Perú, que alejó rápido de sus ojos para sobrellevar mejor la presbicia en su lectura. Comentó sin suspicacia que, gracias a su prestigio personal como historiador, recibió un llamado de don Grimaldo para cenar en la casa de fachada amarilla, que le habló a medias de no sé qué cosa secreta sobre Belgrano y de unos cofres aparentemente sin importancia. Su amor por la historia lo llevó allí. De todos modos y aunque él era un escéptico, asistiría a una segunda cena, con la esperanza de que largara menos disparates y más datos, haciéndonos reír de los gestos ampulosos que acentuaban la demagogia de don Grimaldo al hablar de faraónicos hallazgos y nobles proyectos con una seducción grandilocuente, contrapuesta al escarnio que producía la pinza de depilar que el cantonés se metió en las fosas nasales para quitarse unos pelos largos y negros francamente desagradables; una conjunción de humedad mucosa y pilosa, comentó descriptivo, en la que preparó la descarga del estornudo.
– Una verdadera charla al pedo -remató.
Mientras le cobraba, Zarza agregó que no se preocupara por lo de la abuela Juana, ella no estaba capacitada para diagnosticar ni siquiera un resfrío. Esas brujas creían saberlo todo, pero carecían de drogas y laboratorio para una alquimia sofisticada.
– Venga a verme cuando quiera, joven -me invitó-, estoy en el Irupé.
Serrao estaba por cruzar la puerta cuando el farmacéutico, trayendo mi pedido, le preguntó.
– ¿Y si lo de los cofres es cierto?
– Cuando falta poder y sobra tiempo, se piensa en cualquier cosa… fíjese, hasta hay gente que escribe -dijo soltando una carcajada-; mire, todos esos generales de la independencia eran putos viejos, pero sabían lo que hacían; es improbable que Belgrano, uno de los pocos maricones de laya, hubiera devuelto esos cofres al gobierno del Río de la Plata sin incautarlos, al menos en parte, para comprar hierro y fundir armas para la revolución.
– ¿Belgrano era puto? -preguntó Zarza sorprendido.
– Belgrano solo, no. Todos los héroes son putos. Para ser héroe hay que estar decididamente del otro lado. Y si no, mírelo a su amigo Fidel Castro.
– Usted tomó ajenjo -le reprochó Zarza.
– No -dijo Serrao-, tomé un vino mientras charlaba con Gauderio, un cabernet tan pesado como esos cofres de los que habla don Grimaldo.
Ramón pasó a buscarlo por su casa muy de madrugada en un Rastrojero IKA cargado de palas de distintos tamaños, lámparas de querosén, ganchos, cables eslabonados, cuerdas de acero y otro montón de elementos destinados a la búsqueda, la seguridad y el rescate. Conocía la casa de fachada amarilla que hacía esquina con los terrenos tomados. Cuando detuvo el motor en la puerta, don Grimaldo, impaciente, le ordenó subir los pertrechos. Comenzaba la expedición, cargaban y enumeraban las cosas una a una, temían olvidar algo que los hiciera perder el día.
El Irlandés los esperaba debajo del puente con el bolso entre las piernas y restregándose las manos para evitar el frío. Si es cierto que los hombres cambian con el tiempo su apostura y sus olores, lejos estaba el buzo, subido a la escotilla con su chaqueta raída, los botones colgando a modo de condecoraciones y la petaca de grapa a punto de extinguirse, de parecerse al almirante Brown; aunque seguramente los unía, por origen, un catolicismo consuetudinario.
Don Grimaldo explicó la ruta a seguir. Comenzarían justo allí, debajo del puente, haciendo los descensos desde un bote, que la draga remolcará, removiendo lentamente el lecho del río.
– ¿Qué hora es? -preguntó don Grimaldo.
– Five o'clock -dijo el Irlandés.
– ¿Qué hora?
– Tea time -reafirmó.
Para el buzo siempre eran las cinco, es decir, la hora de empinar una grapa; no conocía otra manera de calentar el cuerpo para entrar en el agua.
Al borde de la ribera se encontraba La Pepa, una balandra de soldaduras sólidas, pintada de celeste y blanco, a la que le colocaron un motor de escasa potencia, reciclándola como draga. Disponía de espacio para dos marineros y un práctico. Una trinidad acuática ocupó la cabeza del capitán cuando, leve, el viento sudeste desacomodó su pelo acariciándole las mejillas y dándole a su gesto algo que los otros, sin hablar y sin saber, reconocieron como épico.
El primer paso de la draga removió siglos. Don Grimaldo Schmidl pospuso sueños para hablar de presunciones. Los sueños podían partir de cualquier lado, pero las presunciones debían hacerlo desde conjeturas y formas equilibradas: inflexión en grado cero; y qué mejor comienzo que el centro debajo del puente donde lo determinó la videncia.
Cada vez que el Irlandés sacaba la cabeza del agua meneando una negativa, don Grimaldo indicaba más a la derecha o más a la izquierda, clavando su gesto sobre el centro del río. Ramón prendía o apagaba el motor de la draga siguiendo las órdenes de mando que, pese al esfuerzo conjetural del capitán, eran un cálculo sin dirección donde los centímetros o los metros podían llegar a ser kilómetros. El Irlandés volvió a asomar la cabeza repitiendo el gesto negativo. Luego de seis horas se decidió terminar la búsqueda, el cantonés propuso que la próxima semana trabajaran sobre millas, sobre medidas inglesas, que por algo eran los mejores marinos de la historia.
Cargaron las cosas en el Rastrojero, el frío los había vencido; viajaron en el más absoluto silencio, concentrados, aunque ya con cierta lejanía, en la borrasca del río. Para don Grimaldo, ensimismado, las bocacalles se sucedían maquinalmente, sin notar las cenizas que caían sobre su pantalón; el Irlandés pidió que se detuvieran y bajó, cerrando de un fuerte golpe la puerta del vehículo. El invierno de junio suavizó la temperatura y a los pasajeros. Don Grimaldo viajaba en silencio, tenía preguntas enormes, estallaban en el adoquinado. Ya abajo, saludó el arranque de la camioneta; la mano de Ramón, fuera de la ventanilla, se perdía con las primeras sombras del crepúsculo.
– Ahora sé cuando sé -se dijo en voz alta.
Cualquier reflexión a los oídos del buscador resultaba una paradoja y a esa altura cualquier paradoja era puro veneno. Él apostaba a la intuición, Ramón apostaba a su imaginación, el Irlandés, estaba seguro, sólo a la paga.
IV
El Uturunco, también llamado Runa, era un hombre-tigre. Se trataba por lo general de un viejo indio que en horas de la noche se convertía en jaguar, revolcándose en la piel de este animal. Aparecía comúnmente en los caminos y atacaba por sorpresa a la víctima, ciego de furia, despedazándola con sus garras. Sus correrías duraban hasta el amanecer, hora en que recuperaba su forma, y si alguien lograba seguirlo comprobaba con sorpresa que las huellas de sus pezuñas se convertían en pisadas humanas.
Dicen que el diablo, a cambio de su alma, le entregó una piel mágica y que su odio estaba ligado a las injusticias sociales recibidas. Por esa razón se alejaba de los hombres y vivía entre los cerros sin otro objetivo que vengarse de los responsables de su desdicha. Cuando lo buscaban por acá, aparecía por allá y cuando lo buscaban por allá, aparecía por acá, sin que las balas le hicieran daño alguno.
Muchos mestizos se disfrazaron de tigres para cometer bajo dicha apariencia toda clase de fechorías, sirviéndose de esta vieja leyenda y acrecentando el mito. Dicen que los pobres están contentos porque saben que el Uturunco reparte lo robado entre ellos, que a los ricos les salió un domingo siete y que ya no pueden dormir tranquilos.
El dedo jugaba en el ojal del pullover, la lana se abrió deformando el trenzado del tejido; sentado en una silla de esterilla, con el dinero apretado en un puño y los pies cruzados hacia atrás haciendo palanca, yendo y viniendo hasta un poco más allá del cuadrado de la sentadera y un poco más acá de apretarse los testículos, el Checho se balanceaba maquinalmente y cuanto más nervioso, más se afirmaba en sus pies para adquirir una velocidad y una tensión inusitadas. Sentía vergüenza, pudor; bajó la mirada y escarbó con angustia el ojal de lana gris mientras ella se desvestía.
Anahí estaba molesta.
– ¿Puedo tocarla?
– No -respondió la Madame del Kimono-. Si querés, ella te toca a vos.
El Checho rehuyó de las manos pequeñas y blancas.
– ¿Y si me toco solo?
– Como quieras. El precio es el mismo.
La lana retorcida tapaba en sus pliegues la yema y la uña sucia del dedo índice que encogía o estiraba el tejido, escondiéndose y asomándose sin dirección premeditada. Anahí dejó caer su vestido rojo; sus pechos, apenas prominentes, asomaban como diminutas torres que no tenían asignada otra misión que el cuidado de un joven viñedo protegido en ese valle. Era hermosa. El Checho metió su otra mano dentro del pantalón, aplicando sentido a lo que rozaba.
El fingimiento de Anahí engendró mil sueños, todo era intermitencia volátil, suavidad, no soportó mirarla, deliró. La imagen de la niña, la bondad de la virgen, era una utopía negra, se trataba de un felino flexible que conocía sus movimientos al detalle. Checho la vio frágil, pensó que iba a herirla un poquito más; que la virgen iba a llorar, inmaculada, mientras continuaba con su operación. La tela se calentó, el miembro buscaba el exterminio o la salida.
Anahí terminó de vestirse y le dijo a su madre algo en guaraní. El pantalón del Checho tenía la mancha de lo orgánico que su cuerpo había segregado.
Las formas disgregadas recobraban sus líneas para hacer aparecer algo que, desde hacía mucho tiempo, estaba allí; la pregunta en juego tenía la apariencia de un hombre excluido, de un niño que lloraba en las faldas de la abuela y conforme a esa representación, a esa definición mínima del dolor, atravesaba un límite tan íntimo como ambiguo.
Me quedé en la pensión esperando ingenuamente que alguien, enterado de mi búsqueda, me acercara información. Tendido sobre la cama, con las manos tras la nuca, observaba en el espejo del ropero el ángulo del techo, rosa viejo, con la pintura desflecada; mis estados de ánimo habían variado con el correr de los meses, pero no dejaba que la congoja me oprimiera el pecho.
Pensé en visitar al profesor a la mañana siguiente, seguramente con él estaría de la manera que soy. Fui a la cocina y me preparé un café; con el pocillo en la mano, me acomodé debajo del ventanuco con mis escritos, releía lento buscando encontrar alguna huella, las voces que me rodeaban marcaron regiones y fronteras que necesitaba traspasar. La verdad es fatigosa y además se la odia. La mía no era curiosidad frívola, no tenía ni lo visto ni lo oído; comencé a sumar, añadir, aumentar lo relevante; aferrarme a la memoria frágil, al goce lineal de la historia que se repetía en ese viaje al hospital sobre las faldas de una vieja; el deseo de acumular experiencia me llevaba a cosas contrarias a las anteriores, la experiencia no desentraña nada por sí sola y lo problemático se mantiene tapado, escondido.
Me acosté y tomé el libro de Cocteau sobre el opio; no vomitaba bilis como él, pero "aproveché el insomnio para intentar lo imposible: describir la necesidad".
Delante de la casilla del profesor Serrao en el Irupé hay un ciruelo octogenario, rodeado por un cantero pintado a la cal. Al costado de la persiana de mimbre, en caprichoso equilibrio, un montón de objetos obsoletos y desvencijados permanecían apoyados contra la madera mal barnizada. Me llamó la atención una palangana con ropa remojándose en jabón, los grumos tomaban el efecto de la manteca cortada, se olía que llevaban muchos días allí. Desde el interior Radio Nacional dejó escuchar un piano virtuoso, extraño.
Palmeé. La voz anuente del profesor me franqueó la entrada.
– Adelante, joven -dijo, reconociendo la visita a través de las maderitas faltantes en la persiana.
Arropado, tomando un té, entre temblores de fiebre, se concentraba en un libro de Tertuliano.
– ¿Liszt?
– No, El último adiós, de Marcial del Adalid.
– No sabía que amaba a los románticos, profesor.
– Los representantes ultraterrenos.
El profesor Serrao me detuvo con su mano mientras escuchaba la caída intimista de los arpegios finales. Lo puse al tanto de mi búsqueda: la mujer debió tener más o menos cincuenta y ocho años, no muy alta, de cara trigueña; el color de pelo era dudoso, nunca supe si se teñía. Calculé que como historiador debía tener mejor registro del lugar, pero se excusó:
– No sé qué pasa en este barrio, pero todo el mundo busca seguridad en asuntos fluctuantes y borrosos. ¿Vive en la Capital?
– No. En el exterior.
– ¿Para qué vuelve? -dijo tanteándose la garganta-, la gente debe volver si realmente se espera su regreso.
Buscaba su mirada indagando, quería dialogar con ella, pero los ojos del profesor se elevaron hacia la chapa del techo. Era un hombre sensible, pero daba la impresión de que ni siquiera lograr éxito con la aceptación de su batalla lo haría saltar de la cama.
– ¿Le gusta la música clásica? Es una de mis debilidades -continuó-. Lo que acaba de escuchar no es una obra difícil ni atrevida en su concepción, el tejido nunca degenera en confusión; el piano en el romanticismo es como las velas, acompaña a esa tradición, pero si las notas no azuzan el pabilo la construcción no sirve.
No tenía esperanza de que el profesor me confirmara ningún dato.
– No hace tanto tiempo que vivo aquí, joven, aunque la relatividad marca que hace mucho que muero aquí.
Seguía dispuesto a impresionarme o seducirme con su coloquio, hablaba de variaciones infinitas, dibujando en el aire un pentagrama para mi búsqueda, señalando que no debía confundir el hecho artístico de lo que se persigue en la vida, con un mero hecho policial.
– La va a encontrar si ése es su verdadero deseo.
El deseo. Estaba decidido a contarle la historia cuando se escuchó un nuevo golpe de palmas a la puerta. Otro asentimiento del profesor dejó entrar a Saldívar. Traía un tapón de gasa en el oído y, desabrochándose el gabán azul marino, se dispuso a saludar.
– ¿Cómo anda, Serrao?
– Profesor… -sentencia.
– Me dijo Farnesio que lo venga a ver.
– ¿Quién?
Una tarjeta queda sobre la mesa y la respiración del Pepe Saldívar se vuelve más distendida. Serrao nos presenta, pero Saldívar interrumpe precisando que ya me conoce.
– Lo vi hace unos días en lo del Eusebio.
– ¿Farnesio? -pregunta Serrao volviendo a lo suyo.
– El hombre es escribano público y asesor del Ministerio del Interior, trabaja directamente en el Plan Conintes.
– ¿Un plan continental…?
– Déjese de pavadas, Serrao: "Conmoción Interior". ¿Entiende? Aunque esté vestido con esta pinta, no me confunda con esos negros de mierda, no mueva la cabeza, profesor, son "tetes nuar", por eso están proscriptos. ¿Gauderio?, no es por él que estoy acá; de ese cocoliche, Farnesio y su gente saben más que usted y que yo.
A Gauderio le debe un zumbido, que se le instaló en la oreja derecha y que cada día le resulta más difícil soportar.
– Una mecha de taladro -dice, ojeando los cigarrillos importados que dejé sobre la mesa-; a tipos como ése la autoridad no les significa nada. No me confunda, Serrao, tengo la camisa arrugada y la corbata un poco sucia, nada más; si usted nos hace un favor, nosotros, quiero decir…
– No entiendo.
– Farnesio se lo pagaría muy bien.
El mediodía pega en la ventana de la casilla, Saldívar hace visera con las manos sobre los ojos entrecerrados para mirar al profesor, exagera y se aprovecha de esa situación.
– Farnesio sabe que usted anda con don Grimaldo y don Grimaldo anda en algo… -dijo frunciendo el ceño -; ahí tiene la tarjeta, profesor, llámelo…
Dicho esto giró hacia mí y a boca de jarro descerrajó el nombre de la mujer.
– Esther, ¿no?
– Sí -respondí sorprendido.
– Yo no preguntaría tanto, es un nombre muy judío como para no estar fichada… quizá por unos pesos…
Se abrochó el gabán y alisó las solapas, abundantes manchas trazaban un paisaje tan desagradable como la visita; le extendió la mano al profesor sin que éste le correspondiera el gesto.
– El "tete nuar" es lo de menos -dijo, invocando a Gauderio-; cuando le conté a Farnesio lo de la otra noche, me dijo que no me preocupara, que un milagro siempre termina en una crucifixión.
Se nos acusa de ser terroristas, de emplear métodos guerrilleros de inspiración comunista a través de las doctrinas de Mao Tsé Tung. Y respondemos que, como los miembros del Honorable Consejo no ignoran, la guerra de guerrillas no es un invento comunista, sino que es vieja, como el arte de la guerra. Ya Vercingetórix, el gran caudillo galo, combatió a las legiones romanas de Julio César con este método. Es que siempre que un pueblo se ve invadido por fuerzas extranjeras superiores, recurre a la lucha popular por excelencia: la guerra de guerrillas. En nuestra patria, el general Martín Güemes y sus dragones infernales guerrillearon en forma eficaz y magistral contra el invasor godo. ¡Y qué son, si no la más perfecta y acabada expresión de la guerra de guerrillas, aquellas heroicas y bravías montoneras que siguieron a José de Artigas, al general Quiroga, al general Francisco Ramírez, al brigadier Juan Facundo Quiroga, al general Ángel Vicente Peñaloza, al general Felipe Varela, al coronel Santos Guayama, al general Ricardo López Jordán y a tantos esforzados caudillos para defender a punta de chuza y tacuara la integridad de nuestros territorios y las autonomías provinciales! Debe buscarse entonces la inspiración de nuestros métodos guerrilleros no en los libros de Mao Tsé Tung, sino en la Guerra Gaucha,
de Leopoldo Lugones. Uturuncos (¿?), El Lachal (¿?), 19…
O uno creía en la causa de los pobres o, como decía el profesor, Gauderio tenía mucho poder de convencimiento. Me ofrecí por única vez para recibir los panfletos. Fumaba en la parada cuando una mujer, que era mi contacto, bajó del tranvía y dejó en mis manos un paquete; era mi primera prueba en una misión, me recomendó calma y sobre todo entereza. Recordé un comentario de Zarza sobre los republicanos catalanes. Antes del combate se alentaban con estas tres palabras: "ánimo, valor y miedo". Debía llevar lo recibido a la barraca, se lo entregaría, subrepticiamente, al Vasco; la cosa estaba difícil, la visita de los cubanos le puso los pelos de punta a más de uno en el gobierno central.
El frío parecía concentrarse en esa esquina, el informe verbal de la mujer continuó: ya se dispuso la entrega de la CGT, así que, seguro, el Lobo, Rosendo y otros compañeros nos representarán, pero no hay que confiarse, se sigue en estado de alerta; Zabala Ortiz se bajó de los aviones que bombardearon Plaza de Mayo y se subió al discurso antiimperialista; pero el más peligroso es Toranzo Montero, que en otro intento golpista anda por el sur y se tuvo que mandar la gendarmería para ayudar a la policía provincial.
Nervioso, intentaba guardar los panfletos en el bolsillo del sobretodo, temblaba atemorizado. Ella se rió, dijo que me sacara los guantes, que así iba a ser más fácil.
– ¿Y los Uturuncos?
– Han incendiado una gomería en Concepción, pero falló la toma del cuartel de bomberos. La última acción fue registrada en Tafí del Valle: si logran quebrar el cerco seguramente se dirigirán a la selva, el impenetrable chaqueño -me explicó-, Gauderio dice que quizás elijan venir, por el camino de Mate Cosido o del Gaucho Lega, con ellos nunca se sabe…
– ¿Llegarán?
– No hay tiempo que perder -continuó sin responderme-, debemos movernos rápido. El comandante Puma sabrá en qué momento lanzar alguna nueva proclama.
Casi veinte minutos después, en las vías, a escaso medio metro de la plazoleta, se detenía otro tranvía; con agilidad felina se colgó del pescante camino al viaducto de Sarandí. Tenía la sensación de estar cometiendo una travesura. Con convicción inexplicable y el vagón alejándose, me gritó que debíamos encontrarnos al mediodía con Gauderio en el bar del Eusebio. La cita era allí, las disposiciones de seguridad eran las de siempre.
El calor nos iba abandonando de a poco, el sol sobre las chapas horneaba y el almacén del Eusebio no era la excepción. El mostrador en forma de U separaba el despacho de bebidas del almacén; desde las puertas, cada una destinada a distinto menester, se promovían olores tan cotidianos como inusuales por su mezcla; las mesas, dispuestas estratégicamente por su dueño, eran todos los mediodías punto obligatorio para los trabajadores de la curtiembre. Charlaban en voz alta mientras trituraban los sándwiches de salchichón o mortadela hechos por Julia con anticipación.
Ese mediodía éramos pocos. Pedí un café y planté un libro delante de mis ojos, pero no podía concentrarme. Eusebio tosía. Me acordé de Kafka: ¿cuánto tiempo habrá escupido sangre?, ¿cómo podía hacer una asociación de esa naturaleza?, ¿cómo podía emparentar las toses hemorrágicas de un escritor con las de un almacenero atragantado?; estaba nervioso, temía no poder disimularlo, en tiempos de acción la escritura no es el mejor de los oficios. Me decidí a cambiar de mesa y sentarme junto al Vasco, seguramente llegaba con noticias frescas.
– ¿Estás seguro de que va a venir…? -pregunté incrédulo.
Las horas se decantaban tensas; cuando entró la Roña, se notó en la cara de Julia que no era bienvenida. La Roña era tartamuda y tenía fama de peleadora, vivía sola en una de las casillas del Irupé; cuando se emborrachaba le daba por arrancar ciruelas, tirarlas sobre las chapas del techo del profesor y bailar descalza, hasta que tambaleando llegaba al gallinero para echarse a dormir; Saldívar aprovechaba ese estado y la refregaba, inconsciente, cuadrupeando entre las rebarbas del maíz y la mierda seca. Serrao lo confirmó, diciendo, entre la risa general, que los gallos del Irupé en vez de cacarear, jadean.
– ¿Estás seguro de que va a venir…? -volví a preguntar incrédulo.
La espera comenzaba a estirarse. Zarza, diario en mano, leyó en voz alta un párrafo del discurso de Palacios en el Senado en homenaje a la revolución cubana. La alocución se salpicaba con noticias de la Capital, los cuestionamientos militares eran cada vez más fuertes, el Presidente tuvo que suspender la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas y darle arresto a un almirante, un tal Rial, que cuestionaba a varios de sus asesores como extremistas de izquierda; un acto declarativo de menor importancia, pero la cosa pasó a mayores; Toranzo Montero, por cuestiones internas del ejército, se declaró en rebeldía, haciéndose fuerte en la Escuela de Mecánica.
– ¿Ustedes creen que éste aguanta? -preguntó Serrao refiriéndose al Presidente.
Las preguntas empezaron a rebotar; detrás de la esperanza, un aire de temor nos puso a todos en una súbita inmovilidad; queríamos cerrar los ojos o mirar de soslayo hasta que el milagro se cumpliera.
Julia tendió un mantel usado y acomodó la vajilla. Pesados, con la resaca de la noche anterior, tratábamos de mejorar nuestras dotes para la conversación. El Checho nos interrumpió tímidamente y habló de la Anahí.
– Estás caliente con la pendeja -le dijo el Eusebio.
– Con esa pendeja están calientes unos cuantos -retrucó su mujer.
La Roña, como todos los mediodías, venía a recoger las sobras; para su sorpresa esta vez eran un poco de sopa de tortuga, dos trozos de pechuga de pavita mechadas con ciruelas, una botella de mistela casi terminada y dos pedazos de torta galesa.
Mientras los hombres jugaban un truco, Julia se arregló para salir, se iba sola al cine de Avellaneda.
– Estrenan Tierras blancas, dirigida por Hugo del Carril -dijo, apoyando la mano derecha sobre el hombro de su marido.
Gauderio contó que los militares habían decidido la exhibición compulsiva de la película La cabalgata del circo, intentando disolver el aura de la abanderada, a la que mostraban como una actriz de segunda en un melodrama mediocre, cuando los comandos se robaron la copia de la cinta que se iba a proyectar para enviarla de regalo a Panamá.
En el diario se veía una foto del comandante Puma en el campamento de Santiago del Estero; se corrió la voz de que estaban todos presos. La voz respondía a una forma comedida del miedo.
– ¿Vendrán…? -preguntó el Vasco como eco de mis dudas.
Julia se acercó a una de las ventanas del bar e intentó cerrarla.
– Está cerrada -le indicó Eusebio.
– Entra frío igual -respondió Julia, colocándose un ramito minúsculo de florcitas celestes para adornar su pecho, flores que se usaban según el comentario de Serrao con la primavera, como agasajo y recordatorio de la madre.
No me olvides. No me olvides.
No me olvides.
Es el novio de la Patria,
de la Patria que le espera.
No me olvides. No me olvides.
Es la flor del que se fue.
No me olvides. No me olvides.
Con la flor del no me olvides
no olvidando esperaré.
declamó el Checho en un torpe ensayo de piropo hacia Julia mezclando los versos de manera antojadiza, mientras escapaban de su boca a la servilleta trozos del sándwich. ¿Quién le había enseñado a macanear estas cosas en voz alta?, se preguntó Eusebio, mientras un eco disminuido en los labios de su mujer completaban la estrofa con un "no me olvides, no me olvides, volveremos otra vez". El profesor le atribuyó los versos a un tal Jauretche, un campechano radical que unos cuantos años antes abrazó la causa.
La payasada del bobo nos hizo reír y olvidar que Gauderio había hecho crecer el marco la noche anterior, pero los postigos quedaron descuajeringados y para el atardecer las palabras del negro eran arpegios melancólicos.
– Todas las revoluciones tienen alguna falla -comentó Zarza, que todas sus meriendas las tomaba allí, entroncando a los muchachos de Sierra Maestra con la lucha de los Mau Mau en Kenia, la de Patrice Lumumba, el enfrentamiento de los argelinos contra la política colonial francesa y la llegada de los Uturuncos. Repitió las palabras revolución y "para siempre" alentándose a desentrañar la fórmula de lo posible.
– Ése es el problema, Zarza -dijo el profesor-, la voluntad es a la mística como el pragmatismo a la política.
Julia, con cara de escuchar, se cambiaba las alpargatas mirando distraída la tardecita a través de la ventana. Se pintaba los labios trabajando sobre ellos con torpeza. Era junio, arreciaban lo seco y lo mojado; el cielo era una esponja a punto de desbordar.
– Va a ser un invierno lluvioso -dijo, señalando al este.
– El agua se corta allá y comienza acá, vamos a estar otra vez con el barro hasta los tobillos -respondió el Eusebio.
Cada huella era un faro para los policías que, se decía, venían desde la Capital para avivar a los hombres de Sherí Campillo.
Pepe Saldívar escuchó hablar a Gauderio y comprobó que sus palabras produjeron acciones de una eficacia inexplicable; cuando nombró al comandante Puma, un rugido convertido en zarpa atacó sus sentidos con un movimiento que no pudo describir. No eran alteraciones de índole natural para las que se podía encontrar alguna explicación; no entendía qué se había dicho, no sabía bien si esas palabras le produjeron envidia o miedo, pero para su desgracia, algo se instaló en sus oídos presintiendo lo definitivo.
Si bien podía dudar de Gauderio, no podía hacerlo con los Uturuncos, sobre los que se enteró por la radio y los diarios. Aunque las noticias sobre la guerrilla eran muy escasas, se informó de la presencia de agitadores en los centros urbanos y sobre un combate durante el copamiento a una comisaría en Las Lomitas, una pequeña localidad del Chaco Central.
Mi ansiedad cesó cuando entró Gauderio. Tranquilo, vaso de vino en mano, relató una versión distinta de los sucesos. Antes de entrar al pueblo, para ver cómo procedía, habían preguntado dónde quedaba el centro a un policía, que les indicó, ingenuo, el camino correcto. Ya en la jefatura, una vez bajados del camión, encararon a la guardia ordenándole la rendición: "¡Ríndanse, la revolución ha triunfado!". La situación, de índole gloriosa en los oyentes, me resultó hilarante, tanto que tuve que tapar, disimulado, mi boca con la mano. Sin prestar atención a mi escepticismo, Gauderio terminó con el relato: los desnudaron a todos y los metieron en el calabozo; uno de los milicos quiso irse con ellos, pero no lo dejaron. El balance del operativo fue que se alzaron con las armas, setecientos cincuenta pesos y un chancho asado que se comieron en el camino de regreso.
– ¿Los apoyaban los vecinos del lugar?
– Los Uturuncos sólo han hecho que la indignación deje de ser un acto de rebeldía, para convertirse en un hecho político. La radio y los diarios informaban que el copamiento se inició a eso de las seis de la mañana, para terminar a las seis y cinco con el juicio revolucionario, pero no hablaban de ningún ajusticiamiento.
La mesa del ventanal estaba concurrida. Saldívar inspeccionó con desconfianza, comprobó que los postigos seguían agrandados. Eusebio permanecía detrás del mostrador, metía el dedo en su ginebra pasándoselo por los labios y humedeciendo aquello que el frío de la razón disecaba.
Entusiasmado, traje a cuento a los esbirros de Fulgencio Batista para despacharme sobre los sucesos del 26 de julio en La Moncada, y agregué otras mitologías revolucionarias, para terminar comparando el asalto de los guerrilleros cubanos con la gesta de los Uturuncos.
– ¿No será mucho? -dijo el profesor.
Zarza repitió por lo bajo una frase que adjudicó a Abraham Serrano, un veterano de la guerra civil comprometido con el alzamiento: "Pasó el momento de la insurrección y ha llegado el momento de la lucha armada".
– ¿No será mucho? -repitió el profesor, mientras Gauderio agregaba la audacia de quienes habían bajado a la ciudad de Tucumán y habían tomado el puesto de la policía ferroviaria, los descarrilamientos de algunos trenes azucareros, el incendio de una avioneta francesa en apoyo a la revolución argelina.
Saldívar escuchaba sin querer dar crédito a la arenga del negro sobre los Uturuncos pero vio, más asombrado aún, crecer las ventanas, y cómo la mesa se cubría con un mantel de seda blanco y el Vasco servía una picada con palitos salados y quesos que, según le dijo Eusebio, eran camembert; el jamón crudo y las botellas de vermouth completaban la comilona, mientras desde los parlantes amplificados de un combinado alemán, que según decían, para la tecnología son los mejores, se perdía la voz de Pat Boone. El profesor Serrao prefería otra cosa, algo de Saint-Saëns, pero ante la vista de todos el dial se movió solo y se escuchó la voz de Margarita Palacios.
…aguacero pasajero
no me mojés el sombrero
que a vos no te cuesta nada
y a mí me cuesta dinero…
Gauderio insistió en demostrar el éxito de los insurrectos. Serrao relativizó la demostración, diciendo que tanto La Prensa como La Razón trataron el caso como un hecho meramente policial; pero Zarza, llevando maníes a su boca, con infalible retórica, retrucó demostrando la necesidad que tenía el gobierno de minimizar este tipo de acontecimientos.
– Recuerde, profesor, que en estos días nada está más lejos de una opinión libre que la de un periodista -dijo el farmacéutico.
La pertinaz insistencia del profesor por continuar una discusión vana y estéril aburría al resto; Saldívar se levantó y abandonó el almacén para irse a dormir a su casilla; el zumbido de su oído derecho lo perseguía sin tregua.
La reunión no se extendió mucho más. Eusebio se quedó cargando la heladera con cervezas "por si las moscas" y Gauderio me invitó junto al profesor a caminar para bajar la comida: ninguno de los tres tenía nada que hacer. La chatura del paisaje no ayudaba, charlamos largamente sobre la conveniencia del voto en blanco, la inflexibilidad de la estrategia blanquista y alguna posible abstención. Poca fue mi contribución. Gauderio mechaba la convicción revolucionaria con el dribbling enloquecido de Omar Orestes Corbatta o el quiebre del debutante Rojitas; pero fútbol era el de antes, aseveró el profesor.
La noche, estrellada como pocas, nos encontró sobre el puente.
– Tenga cuidado, Gauderio, si uno solo de los presentes se va, el milagro no se sostiene.
La visita del Káiser Carabela con algún sabueso, buscando husmear datos que certificaran o desvanecieran una presencia, se convirtió en el comentario obligado del barrio; se cuchicheaba en familia o en reuniones sociales sobre el niño. La vida de la mujer, que señalaban como "disipada", contaba con la aceptación callada de algunos y la envidia de los demás; los más duros, como el Lutero, decían que se trataba de una extorsión; los más benévolos, que ella se alejó de Dios, pero que todavía no se había acercado a nadie.
Serrao, guardando cierta piedad condescendiente, justificaba a la mujer: "Es la tentatio carnis", se explayó en dudoso latín agustiniano, "y hemos de sobrellevar con dificultad esa carga". Estaban también los que sostenían, más allá del misterio, que el niño no fue parido.
– El señor está incómodo con usted, Madame.
– Dígale al señor que no tengo nada que decirle.
– El señor desconfía de la situación.
– Dígale al señor que me lo diga personalmente.
– Él no está en Buenos Aires, se ausentó del país.
La ventanilla del auto es una frontera. Desean averiguar quién corre y descorre las cortinitas desde las sombras.
– Le hemos conseguido la pensión, Madame.
– Eso arregla muy poco.
– Era parte del acuerdo. Deseamos que un desliz no se convierta en una prioridad diplomática familiar; comprenda usted, el señor embajador está grande y quiere saber si verdaderamente el niño…
– ¿No le basta con mi palabra?
– Madame, los comentarios lo perjudican. Hay amigos en la diplomacia que piensan que todo es un invento para sacarle dinero, para nosotros sería fácil hacerla pasar a usted por otra cosa y…
– ¿Me está amenazando?
– De ninguna manera.
– Dígale a ése que no va a tener noticias hasta que no le vea la cara.
El edecán se retiró no sin antes decirle que lo pensara bien, que todo tenía una solución y que económicamente había posibilidad de conseguir algo más, no mucho, pero que para ella sería más que suficiente.
El Káiser Carabela está rodeado de gente que, vaya a saberse con qué valentía, se acerca hasta la ventanilla.
Está casi todo el Irupé, menos uno…
V
El movimiento de las horas dentro del conventillo es de una concupiscencia pesada. El Pardo, exonerado de la policía de la provincia, tomaba mate en los fondos oteando el descampado; el gallo se paseaba fuera del gallinero interrumpiendo su vista como si el infinito terminara allí.
Para el Pardo no había infinito, todo se terminaba. Ya fuera por falta, ya fuera por exceso, todo se reducía a una determinación tan simple como el disparo de su arma reglamentaria. Un día se quedó sin ella. Ahora cargaba en su cintura otra pistola 45 robada en la repartición cuya culata brillante sobresalía, con dos reparos de nácar marrón, grabados con la cabeza de un caballo negro y en sobrerrelieve las crines rematando justo en el seguro del arma, siempre descorrido.
El seguro soy yo, se jactaba con energía revanchista y altiva.
El gallo era una aparición, algo que se oponía vaya a saber uno a qué cosa. El Pardo sólo quería ver detrás, intuía que era posible ver detrás.
No sabía de perversión, le era ajena, lo suyo era algo más antiguo y más atávico. Sin titubeo se acercó, tomó el arma y sacó cinco balas que mandó al mismo bolsillo, dejando una sola en la recámara.
Empuñaba el arma rígido.
El disparo sonó seco. Sangre, plumerío y polvo dejaron en su rostro un gesto desaprensivo. Ya no había ningún obstáculo, nada le impedía ahora perder la mirada donde quisiera.
Aflojó los hombros y bajó un tanto la cabeza. Volvió a concentrarse en la pava y el mate: se concentraba en el agua tibia que hacía, al caer, un agujero cada vez más profundo en la yerba.
Chupó a cielo abierto. Entre las cosas que lo preocupaban estaba la de saber que no todos los días son para uno.
No era tu día, gallo, pensó ensimismado.
VI
No es que yo dijera otra cosa, abuela, que inventara nada, vi la mancha, ¿todavía no salió?, el eco sigue adentro, créame, es un aviso, la historia de un cuerpo que quiere contar su sorpresa, la panza cada vez más redonda, más hacia adelante, llena de agua de río, sangre, plasma; estoy llena de odio, con corrientes de furia; la panza es un peñasco enorme que aumenta de tamaño sin que le importe mucho; me carcome la duda por reconocer en la risa el festejo de los desposeídos; ¿se parecerá al padre?, presiento atrás mío la burla, voy a destilar miedo, voy a desaparecer en el miedo; conciencia desdichada de una mancha, una sombra; no voy a entregarme, voy a desaparecer en el miedo; este pibe tiene un padre, seguro, no soy la virgen María; eco para un nacimiento enorme, pero todavía es nonato, es un ahí ausente, ¿por qué no quiere salir el desgraciadito?, simplemente no hay nadie; no quiere salir, es terco, piensa crecer allí, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos patadas adentro, abajo del estómago; ¿se está colocando?; es mucha desmesura, abuela; es mucho el miedo; pídale a Santa Lucía que me lo deje ver, es el capitán de un barco hundido en lo miótico, pegajoso como este río; indíquele el resquicio, hay que guiarlo, abuela, debe salir, ser como los demás; la soledad nunca es medida, ¿la compañía tampoco?; no es dolor, abuela, es la contundencia en los tejidos; le prometí un traje de embajador, un autito de plástico, también un cachorro o un yapaé púrpura; trate de convencerlo de que todo está bien, que necesita de unos pocos ensayos y un peinado perfecto, llame a la matrona; ¿se dañó la placenta?, llame al padre, hay que convencerlo, tiene que salir, ¿un llamado telefónico?, ¿una caña de pescar?; las arrugas, las estrías; se me va la juventud, abuela, háblele usted, dígale de mi fastidio, que puse un plato más a la mesa, que está bien, que se tome su tiempo, que nadie lo obliga y menos yo, que si todavía está cieguito puede salir al tanteo.
– Antes de empezar tenés que persignarte…
La Madame se hizo la señal de la cruz con la mano tullida. Las cartas, al ritmo de la adivina, cayeron en número de nueve, construyendo un caprichoso dibujo que sólo ella entendía en su cosmografía. Miré la mano deforme, el color de las uñas molestaba tanto o más que mi destino.
– El Loco -dijo, mientras destapa el arcano.
Agregó sonidos de buche de paloma mientras ese naipe con la figura de un peregrino, vagabundo indiferente del mañana, comenzaba su caminata imaginaria sobre el gobelino rojo de la mesa.
– No todas las almas son para la contemplación.
Miro sin preguntar nada.
– Vos, como todos los que vienen acá, viniste por otra cosa…
Mi rostro pintó una expresión tan extravagante como estúpida. Es algo de más lejos, hacia atrás. Me acomodé nuevamente en la silla, con los codos sobre la mesa, y apoyé el mentón: mi gesto era de parálisis por exceso de atención.
– Persígnate otra vez -dijo, mientras levantaba las cartas de la mesa y organizaba un nuevo corte.
Dejó caer el naipe y otra vez. El Loco hizo una nueva aparición. La escena, inesperada, para la bruja no era más que un nuevo significado a desentrañar, una nueva conjetura.
Otro buche de torcaza y la voz habló con claridad sobre una pierna dañada, ¿ves cómo se apoya y muerde el perro en el dibujo de la carta?, el pantalón roto permite ver la carne, ¿lo ves bien?; la pierna es la parte más baja, es donde se apoya el instinto.
– Tu instinto está herido, lastimado al menos.
La Madame del Kimono fue trazando una suerte de astrología adivinatoria con la debilidad de mi naturaleza.
– Si querés marchar a la evolución necesitas de una muleta, n apoyo, una madera, una mujer también puede ser… pero no hay mujeres de roble, no hay mujeres de pino, no hay mujeres de carne y hueso como la que vos necesitás.
Otra vez los sonidos de buche. Me detuve a mirar la alfombra persa: es lacia, la bailarina imita en su postura al peregrino rengo de la carta.
– ¿Querés un chipá? -me ofreció, mezclando la realidad con elementos de una psicología suspicaz y rudimentaria-. Sos rengo para siempre pero a la Anahí eso no le importa, te va a tocar igual, el lastre animal lo llevan todos y los defectuosos como vos, más. A ustedes el perro los apretó demasiado fuerte -dice, señalando la carta. Continué en silencio-. Dejame ver… Anahí -llama.
La voz ahora se hace suave; dejame ver, qué niña, qué niña, dice, deja que ella vea tu carne como en el dibujo del peregrino, dice, ayudando a tenderme relajado sobre la alfombra. La niña muestra un cuerpito delicado y lampiño.
– Anahí desea que la mires…
La niña desabrocha la bragueta y toma entre sus manos la vida inferior. Es una mujer en miniatura, una virgen, dejame ver, dejala ver, yo sé por qué viniste; con la caricia y el chasquido retrocedo sin pestañear al nacimiento, el recuerdo y el olvido de lo que alguna vez fue, a la ignorancia de lo que va a ser, de lo que va a pasar, qué niña, qué niña, dice la Madame del Kimono. Anahí tiene sus manos ahí, agarra todo mi instinto y lo aprieta en la punta con sus dedos, liberando más carne, la piel no debe ser impedimento alguno, la niña demuestra que sus buenos conocimientos hacen más liviano el camino.
– Estás avanzando hacia la evolución sin apatía, sin descanso -dice la Madame del Kimono quitándome las preocupaciones, estimulando mis pensamientos.
La niña mueve sus dedos, pone los ojos en blanco y chasquea la lengua. El chasquido es articulado por una lengua elemental, siento que estoy condenado a ese destino y que la niña suspende en el aire la sentencia.
Los movimientos ahora son pacientes, nada es excesivo, ¿qué es lo que se regenera en ese flujo pegajoso?, las tensiones del cuerpo terminaron, estoy desnudo, estoy más cerca de la abolición y del olvido.
La Madame del Kimono se acercó con una toallita de lamé nacarado que en el color disimula el uso de otros tantos. Me limpia en seco, me dice que le debo treinta pesos por la videncia y diez pesos por el trabajo de la niña. Antes de que diga nada me espeta que a nadie le parece caro. Le doy el dinero. Ella comienza a alisarlo, con su mano tullida, sobre el gobelino rojo y lo guarda en el bolsillo de su bata.
– Apenas llego a treinta y cinco -digo, dando vuelta los bolsillos del pantalón.
Anahí tomó cinco y se retiró en silencio dejando el resto sobre la mesa.
SEGUNDA PARTE
Las imágenes están ligadas entre sí por relaciones de contigüidad,
de semejanza, que actúan como "fuerzas dadas"; se aglomeran
según atracciones de naturaleza cuasi-mecánica, cuasi-mágica.
La semejanza de ciertas imágenes nos permite atribuirles
un nombre común que nos lleva a creer en la existencia de la idea general correspondiente, siendo sin embargo sólo real
el conjunto de las imágenes,
y existiendo "en potencia" en el nombre.
JEAN-PAUL SARTRE
VII
Acepté otra invitación de Serrao para mandarme hasta su pieza. Los ladrillos incrustados en la tierra a modo de baldosas con las junturas desniveladas dejaban asomar pequeños pastos machacados en contraste con el terracota oscuro hecho a fuerza de pisadas; el juego claroscuro en la porosidad despareja de la arcilla daba la impresión de ser un conjunto de alveolos, pulmones por los que respiraban mejor las criaturas del patio. Advertí la aspereza del malvón, arranqué una hoja para picarla y ofrendarla a las hormigas que transitaban laboriosas, sumidas en el esfuerzo que les demandaba la porosidad; era difícil a esta hora levantar la cabeza hacia el cielo, el invierno comenzaba a percibirse, el sol de la tarde era una gran linterna incidental que secaba el agua llovida la noche anterior, haciendo que mis pies buscaran mejor equilibrio sobre lo seco, para el corto trayecto que me separaba de la pieza. A través de la persiana de mimbre escuché una sonata.
– ¿Brahms?
– Ajá, o cómo la subjetividad puede transformarse en objetividad -dijo, sin inmutarse-; su música se desprende de todos los aditamentos convencionales y crea libremente la unidad de la obra. La libertad se convierte en principio regulador general, que elimina de la música todo elemento casual y consigue obtener la máxima variedad de materiales de idéntica naturaleza. ¿Leyó el Doctor Faustus?
– No.
A la vez que me retaba por mi vagancia, sacó del aparador una botella de oporto y me sirvió.
– ¿Pudo averiguar algo más?
– Nada relevante.
– No espere usted aquí alguna novedad que lo estimule, joven; todos mantenemos la misma cantidad de grasa y calorías. El Irupé es un lugar en apariencia tranquilo -dijo el profesor-, uno de esos lugares donde se piensa que se está retrocediendo o se está yendo hacia el interior; es algo más que una falla social aparente, dado que sufre la incapacidad individual de sus habitantes para enfrentar el mundo; gente que puede relacionar al médico con el curandero y al cirujano con el matarife. También es peculiar la geografía en que se mueven, apaisadas, estas almas; paseando entre chapas, alambres y maderas, con diferentes peligros a su carnalidad. ¿Piensa quedarse mucho tiempo más?
– El necesario.
– Demasiado lacónico -se disculpó-; no soy un entrometido, ni siquiera le pregunté su nombre. Nadie aquí se lo va a preguntar.
Intercambiamos cigarrillos.
– Lo más llamativo en este lugar, en el Irupé, digo, para una sensibilidad ciudadana como la suya, es la permanente sensación de provisionalidad. Esto lo descubrí gracias a esa ciencia nueva, la sociología, ¿la conoce? -dijo riéndose-; llegará el día, y espero no verlo, en que se fagocite a la historia; la frontera entre una y otra, si me permite el eufemismo, es la estadística…
Sonreí ante la forma peyorativa que le daba su humanismo a la abstracción matemática.
Intercambiamos fuego.
– ¿Le gusta la ópera?, allí nada es provisorio, en esos espectáculos nada es mortal, la monumentalidad mantiene la sensación de lo imperecedero. Sonríe usted, veo que nos estamos comprendiendo.
La conversación del profesor se volvía axiomática: cuando se vacía el campo se llena la ciudad, lo que se amplía en la imaginación de los poderosos se reduce en la geografía, y nada lo convencía, fuera el sistema político que fuera, de que tendríamos buenos gobiernos. Serrao no se entendía con la libertad de las ciudades, la reducción de espacios, y hablaba de ellas como prisiones de hacinamiento y pequeñez.
Decidió preparar unos mates.
– El Irupé es una construcción sin cosmética que contrasta con las escenografías de la Capital -agregó pensativo-; las grandes ciudades no son más que eso, escenografías hegelianas. En las casas de la Capital, a diferencia del Irupé, se puede ver a través de las ventanas la tragedia de Calderón traspasada por los melodramas de Chiappe; todo eso es muy lejano para nosotros. Aquí la comunicación con el exterior, es decir con la Capital, es a través de lenguaraces.
Luego de un breve silencio se lanzó a las carcajadas, encorvando la espalda y palmeándose las pantorrillas mientras se hamacaba sobre sus pies.
– No me haga caso, muchacho. El Irupé es la misma escenografía sólo que después del cataclismo…
– Mi nombre es…
– Mejor no me lo diga, joven: yo no soy yo pero soy mío; el nombre, como la marca en la yerra, hiere la materia.
Deme la mano, abuela, deme esa cosa, la naturaleza no da posibilidad de sacarlo y moldear afuera nuevamente, deme la mano, estoy cansada, ¿un niño demasiado grande?, ¿un niño morado?, dígale al padre que venga, que lo perdono; ¿compró ropa celeste?, la comadre limpia la transpiración, ¿qué escucha, abuela? me dice que va a ser escritor, ¿escucha?, sí, abuela, habla, será uno de esos que usan palabras desconocidas, de esos que aprenden y traicionan; va a ser un príncipe, va a tener un cuerpo acá, un cuerpo en el futuro; escritor, abuela, nos va a negar tres veces, seguro, pero igual voy a ser su modista; deme la mano, ¿me va a enseñar a acomodarlo bien en el pezón?; dele gracias a la comadre y el dinero que está debajo de la almohada, dígale que vuelva mañana, le prometí una gallina y al Cholo un varón, no se preocupe, a cada uno lo suyo, abuela, deme la mano, tengo gritos en el vacío, ecos adentro; está muy crecido para seguir ahí, creo que no voy a parir, no viene, nadie puede hacerlo salir; deme la mano, abuela, las contracciones son demasiado fuertes, eso que está ahí no viene, no hay manera de convencerlo, de vencerlo por palabra, de hacerle entender que mi panza no puede extenderse más, que hay un afuera, ¿será rengo?, ¿un godo, un dogo?, ábrame las piernas, abuela, entre la mano, ¡cuidado que no la muerda!, ¿habla?, ¿qué dice?, ¿estaqueo en emistiquios?, senda de palabra; abra, abuela, abra lo que habrá; dígale que tiene un futuro; ¿rompí la placenta?, la matrona dice que va a estar obligado, que no me preocupe, que ya va a desalojar, pero lleva meses y se mece allí, donde ninguno llega; antes me importaba quién salía, abuela, hoy no, hoy sólo quiero verlo, ¿estará incompleto?, no lo apabullen, quizás hay demasiados gritos, mucha tos, ¿estará atascado?, que venga el padre, abuela, que le pregunte de una vez por todas qué piensa hacer, que lo obligue a salir, o que lo ayude a recapacitar, ¿será discapacitado?, ¿un monstruo?, el Cholito me solía leer cuentos, ¿a esta cosa no deberá parirla un hombre?, apriete la mano, abuela, me desespera el eco; meses y pueden ser más, no hay manera de tentarlo, no hay manera de vencerlo; no deliro, no crea; voy a hacer una huelga de hambre para obligarlo; ese muchacho es un eclipse, es lunar, tiene una sola cara; no sé qué estoy esperando; creen que soy bruta, puta, pero la verdad es que me enamoré del Cholito, abuela, y lo dejé hacer, lo dejé permanecer pero no creí que lo que me pedía era por tanto tiempo; los tejidos se estiran cada vez más, siento que voy a estallar en mi propia oscuridad.
La búsqueda veintidós resultó un tanto nerviosa. El motor de la draga, aunque pequeño, emitía ruidos increíblemente fuertes, sobre todo a las 4.30, hora en que movilizan el lecho del río, removiendo barro y basura de tiempo inmemorial. Tres horas y media más tarde, don Grimaldo mandó a detener los motores y decidió que el buzo bajara a investigar.
Las inmersiones promediaron los veinte minutos, el Irlandés asomó la escafandra y repitió el gesto negativo; Ramón, que tripulaba como timonero, jugaba pertinaz con una ramita haciendo círculos que se difumaban en el agua; el estado de ánimo de don Grimaldo no permitía ningún contradicho. Las bajadas perdían promedio y decidieron que ésa era la última de la mañana; el sol estaba alto, un rito perpendicular que hacía más soportable la humedad a la que estaban expuestos. Mientras ayudaban a subir al buzo, un nuevo sentimiento de derrota se instaló en el grupo.
– Acá no hay un carajo -dijo el Irlandés en un falso castellano, mientras se desprendía el traje.
– Imposible -gritó don Grimaldo-, eso es imposible.
– ¿Cree que estoy ciego?
– Creo que se olvidó cómo se busca, los planos son bien claros -se excitó don Grimaldo, desplegando un enorme mapa trazado a mano alzada donde no sólo marcaba el puente, sino que seguía el estuario hasta el límite del río de la Plata con el océano.
El mapa, resultado de sus insomnios sobre la mesa del sótano, igualaba la arbitrariedad de los artistas y los locos; el papel, sucio, con lamparones de aceite, manchas de vino y quemaduras de colillas de cigarro, era fruto de experiencias orográficas tan vagas como subjetivas y que sólo la imaginación febril de don Grimaldo podía haber dibujado. El mapa lo llevó a asegurar que el Riachuelo terminaba subterráneamente en la bahía de Samborombón, casi en San Clemente del Tuyú. La posible subterraneidad de esas aguas, en vez de calmar, cargó a la tripulación con más incertidumbre. Intentó convencerlos, extrayendo un sextante y una brújula que colocó sobre el plano, marcando otro punto distante.
– Llevo más de quince años bajando -dijo el Irlandés.
– Pero usted siempre bajó a buscar mierda.
Al atardecer, el clima húmedo se hizo sentir, la falsa draga internada sola en mitad del río dibujaba la silueta de tres marionetas refiladas por una luminosidad cada vez menos intensa. ¿Alejarse del puente suponía un error?, ¿una prueba de Dios? Había trabajado sin pliego de instrucciones, a ciegas, sólo la fe en su dibujo daba sustento a esta testaruda continuidad. Los sentimientos dieron paso a los presentimientos: era posible que la búsqueda llevara más tiempo de lo previsto. Al finalizar el día sacaron piezas y correderas, elevando una enorme plomada incrustada en el barro del fondo, que determinaba la exacta profundidad de ese líquido marrón y coagulado.
Don Grimaldo se sabía sensato, es decir, tenía orgullo.
– Buscamos un tesoro, Irlandés, un tesoro.
Sin prestar mucha atención, como un insensible prestidigitador, el Irlandés extrajo de entre sus ropas una petaca de gin y se la extendió sin mirarlo.
Quince días antes de esa barrida de las aguas don Grimaldo había recibido una visita inesperada.
– ¿Grimaldo Schmidl?
Sentado en su sillón colonial del comedor y envuelto en una capa amarilla con cuello y ruedo de armiño gastado, dejó que Farnesio, el escribano, sin un solo gesto de cortesía, barriera el último mapa salido de su imaginación.
– Sé que anda detrás de unos cofres…
– ¿…?
– No se haga el opa, Grimaldo, sé que es un tesoro del gobierno y esto bien puede estar catalogado como una falta grave dentro de la ley de Conmoción Interna.
Don Grimaldo intentó desactivar la intriga y atribuyó a la búsqueda mero valor histórico, documentación de relativa importancia.
– ¿Habló con alguien sobre ellos? Sé que trabaja con dos personas.
La precisión de los datos de Farnesio lo desorientó, intentó deducir quién lo había traicionado, comenzó a examinar la posibilidad de desconfiar de sí mismo.
– Esto es muy importante, Grimaldo. No hable con nadie. Deje las cosas en mis manos. Yo tengo amigos por doquiera que haya próceres heridos, héroes olvidados -dijo Farnesio a modo de coartada-, tengo amigos doquiera que haya un homenaje, amigos que no se olvidan de nadie en sus oraciones y es prudente que para esta empresa, las convicciones no sean momentáneas sino absolutas.
Hombre de contextura pequeña, cara regordeta y ojos de ratón, el escribano llevaba consigo todos los premios amargos con que cargan los de su clase; metido en su traje de gabardina gris oscura, con el cuello de la camisa arrugado, escondido detrás de los anteojos con mucho aumento y grueso armazón de baquelita, ejecutó una extraña paralela con las pestañas negras que parecían postizas, manteniendo una mirada huidiza, entre glauca y roja, que exigía combinaciones misteriosas para desentrañar en el iris lo que en verdad pensaba.
No le permitió desviar el interrogatorio: don Grimaldo sintió que su sueño se convertía en una pesadilla sin fin y sin tregua alguna.
– Por favor, don Grimaldo, terminemos con las suspicacias. Usted es europeo, viene del continente de los positivistas, usted no es como estos cabecitas negras que detienen el pensamiento progresista… usted no me puede decir eso… vengo a ofrecerle, por amistad, mi asesoramiento en todas las cuestiones legales… sabe a qué me refiero -le dijo, cómplice, con su mirada de ratón -, es posible que esos cofres existan como que no.
¿Y si lo escuchado en lo de la Madame del Kimono era una falsedad? Él era un suizo, conocía la perfección del tiempo, las razones de su marcha inexorable, ¡podía descomponerlo en miríadas!, no se iba a dejar engañar por ese cobayo que hurgaba en su cabeza, reconocía bien a los de esa especie…
– No la desmintiera yo a ella, don Grimaldo -dijo Farnesio usando el pretérito imperfecto del subjuntivo con la misma adoración con que lo usan ciertos artistas y algunos abogados-, pero acordemos que la visión revelada por la pitonisa y los indicios que usted brinda son demasiado vagos.
Mirando desconfiado hacia otras habitaciones el escribano preguntó si en la casa había alguien más, le pidió que cerrara puertas y ventanas para abordar en secreto la forma legal de quedarse con lo más sustancioso de lo que fuera hallado.
– Se le van a presentar varios inconvenientes, qué digo, muchos problemas, el principal de todos ellos es la posibilidad de robo al Estado, seguramente se va a adjudicar la propiedad de los cofres.
– ¡¿Robo?!
La cara del cantonés se descompuso.
– Por desconocimiento, claro, pero robo al fin; a ellos les basta con confiscar… quizá se trate simplemente de falsear alguna escritura del Riachuelo, u obtener algún documento apócrifo que lo justifique como propietario del mismo.
– ¿Una escritura?
– Algo así… ¡En nombre de Asmodeo, el arcángel de los crímenes! Sólo los feos y los tontos no tienen enemigos. A partir de ahora los va a tener, Grimaldo; reflexione, la propiedad es el nervio de la guerra.
Farnesio siguió utilizando el singular o el plural según su conveniencia.
– Yo conozco gente de muy arriba… nos remitiremos a la historia. Usted tiene que ser el legítimo dueño del Riachuelo, de los derechos de navegación; debemos demostrar sus derechos inalienables sobre el lecho del río, apelaremos a las capitulaciones, al derecho de los adelantados durante la conquista, aquello que dio Felipe II a Pedro de Mendoza, como derecho en estas tierras…
El plan sonaba bien.
– No tengo ningún pariente español…
– Lo tendrá. Bastará documentar esto en España y falsear una orden de refrenda por parte de alguno de los Triunviros. No se preocupe, Grimaldo, con el paso del tiempo aparece el sentido de cualquier cosa.
Con voz inflamada le hablaba de la nacionalidad, lo convencía para que saliera de su ergástula y fuera al salón de estudios patrióticos de la sociedad masónica que él mismo presidía.
– Lo espero -le dijo.
Don Grimaldo me ubicó en el bar del Eusebio; parco, me citó a cenar aclarándome que invitaría también al profesor Serrao.
Tres noches después, temprano, ya que don Grimaldo comía al estilo europeo, estábamos los tres alrededor de la mesa sorbiendo tallarines e intentando hacer caso a las reglas de urbanidad que se correspondían con la ocasión. Noté que el profesor se sentía francamente incómodo, no sabiendo dónde apoyar los codos y tratando de no bajar demasiado la cabeza; en tanto que don Grimaldo nos miraba para constatar, según la tradición, que no cortáramos los tallarines.
La sobremesa fue con cognac, café y cigarros. Don Grimaldo fue directo al grano: el profesor me había hecho fama de escritor y creía pertinente mi caligrafía para falsificar un título de propiedad, en lo posible también un título nobiliario, para lo que había comprado un pergamino impreso en una librería de la avenida Rivadavia.
La reserva del secreto que la adivina le pidió que mantuviera fue tan breve que lo sorprendió, dijo, llevándose el cigarro a la boca. ¿Quién lo había traicionado? Sin saber a ciencia cierta de quién desconfiar, la intriga se había acentuado día a día hasta extremos insospechados. ¿Qué interés tiene el escribano?, nos dijo; ¿cómo llegó hasta su casa? Farnesio habló de escrituras, pero pese a tratarse de "escrituras", sus palabras no tenían nada de sagrado. Era necesario fraguar el papelerío.
Serrao recalcó que debía alejarse de esa gente, ¿qué se podía esperar de un escribano enterrador?, debía sacárselo de encima: con prudencia, debía desinformarlo sobre los resultados de los distintos dragados, debía parcelar los hechos de manera intencional, fragmentar la información, venderle "pescado podrido".
¿Quién lo traicionó? nos volvía a preguntar, ¿el Checho? No. El Checho era otra cosa, era el único que le empujaba la silla hacia adelante cuando se sentaba; el Checho, aunque era tonto, conocía el decoro con que hay que tratar a un futuro hombre de fortuna; además, contara lo que contara, nadie iba a creerle y mucho menos si boqueaba sobre un tesoro. Mientras hablaba, anotó en caprichosas columnas los nombres de leales o traidores con un lápiz pequeño, los borraba alternativamente, mojando con un dedo la hoja y descargando sobre el papel toda la rabia que le provocaba sentirse impotente frente a lo que era duda; más de una vez un agujero coronó el papel y entonces un discreto vacío estomacal, un reflejo de Pavlov, condicionaba su humor recordándole los trastornos de la úlcera.
La Tetona le alcanzó los sándwiches y el vino al féretro, confesó sin escucharnos; pocos días antes durmió allí con él… seguramente espió sus mapas cartográficos, sí; era ella. Recordó que esa tarde, mientras le pasaba la servilleta por la mandíbula y la pera empinada, le preguntó extrañamente qué era una épica, ¿qué sabía ella de esa palabra?; le importaba más la delación que la infidelidad; sí, la Tetona lo delató, sin duda fue ella; abrió la memoria y recordó que en medio del delirio amoroso, de esos en que se pierden los escrúpulos, ella reclamó con un grito agudo algo sobre un tesoro, que estaba justo allí, en la profundidad de su vagina, donde había líquidos tan impuros como el del río.
La Tetona era la emisaria del infierno. Toda brujería procedía de la lujuria carnal, debía saberlo antes de acostarse con ella y estaba seguro de que, mujer al fin, sentía más ambición por el chisme que por el oro. Reprodujo las palabras que escuchó en boca del Irlandés: "Hay sólo dos ocasiones en que las mujeres están vestidas aceptablemente; una, con el vestido de bodas; la otra, con la mortaja" y se acordó de que la Tetona se llevó la suya para lavarla.
Creí oportuno interrumpirlo para decirle, sin que se ofendiera, que era un plan descabellado y que además mi fuerte era el plagio, pero no la falsificación.
Como la noche se prestaba acompañé a Serrao hasta el Irupé. Una vez que el profesor entró, me quedé en el patio terminando el cigarro. La claridad de cielo vuelve nítidos los sonidos y se acaban los secretos. En la casilla de adelante se escuchaban los sacudones mortales de los movimientos masturbatorios que Anahí propiciaba a los distintos clientes.
Después de la masturbación que la niña ejecutaba, destinada a calmar el deseo nervioso, ninguno sabía si estaba vivo o muerto. Cruzando su mano en diagonal entre los riñones y la pelvis, la balanceaba de arriba abajo con levedad intercesora; hombres recios, capaces de degollar sin vacilaciones, descansaban tímidos entre la vida y la muerte hasta que ella terminaba su trabajo.
Anahí no se dejaba tocar ni daba besos, sus manos actuaban únicamente cuando la Madame del Kimono le ordenaba hacerlo. Siempre primero era la adivinación, el decir de no se sabe qué dioses, hablaba desde los rectángulos de cartón por su boca, buscando en la atonía alguna emoción que ablandara la cara tensa del consultor. Siempre eran ojos intrigados, cejas arqueadas inmensamente abiertas, miradas que se desconcertaban por miedo o por deseo y, en casi todos los casos, una sensación indefinible que acababa con la entrada de la niña.
Entonces sí, vestida de lentejuelas adheridas al banlon, pegadas a la transparencia, con pies pequeños y descalzos, se acercaba al cliente con los ojos puestos en su madre, esperando la orden para comenzar. La Madame del Kimono los prefería de edad mayor, los jóvenes se tentaban más, decía, la edad evita cualquier imprudencia irrefrenable, cualquier urgencia; los recostaba y la virgen comenzaba a actuar. Acostados se entregaban indefensos al accionar de la niña: una suavidad tan celestial como pecaminosa, tan esencia única, que se hacía imposible no pensar en la muerte como un descanso para la algidez seminal; ya fuera por contentura o resignación, ninguno se atrevió jamás a quebrar los códigos, ninguno se atrevió a tocar a la virgen que corría el prepucio con sapiencia, ejecutando un movimiento de tal ritmia erótica, que jamás nadie le negó una erección. Música porque sí, vana música en la humedad del paladar, saliva en el ritmo menstrual de la sirena que permitía trepidaciones en el deseo de no morir. En algunos casos se mojaba la yema de los dedos y, con total dominio de sí, ejecutaba una danza que se debatía entre el cielo y el infierno, chasqueando la lengua desde la lentitud hasta el frenesí.
El Checho, más que ningún otro, estaba dispuesto a amarla y juntaba la plata para pagar su desfloración. Sólo él quiso comprar una prenda de la niña, pero le fue negado; sólo él decía amarla y miraba con tristeza la toallita de color nácar que la Madame del Kimono colgaba todas las noches en la soga.
VIII
Hay que convencerlo, abuela, ¿qué va a salir por ahí?, convencerlo, trabajarlo con sueños, ofrecerle juguetes nunca vistos, de esos que venden en los bazares de la Capital; hable con el Cholito, abuela, él tiene plata, puede comprar lo que el gurí quiera, hable, abuela, porque esto duele mucho; la matrona dice algo, goteo, dice; llame al boticario, debe tener los remedios necesarios, tengo adentro un pájaro carpintero, golpea la madera, un juguete, uno lo trepa hasta arriba del mástil y baja golpeteando en un ritmo febril, golpea acá; dígale a la matrona, abuela; quizás ella encuentre la manera de forzarlo, hace un rato metí un chupetín; cuéntele una historia, ¿y si hubiera muerto?, ¿si se murió?, un cuento es una coartada sangrienta; las viejas como usted se las arreglan bien con el reuma, se arremangan para limpiar las manchas de humedad ahí adentro; ¿limpiar con perejil?, ¿adobarme el abdomen?, adentro el agua hace espejitos que dividen y multiplican el cuerpo, me voy a meter un caleidoscopio para entretenerlo; creo que ya va a salir vestido, me voy a meter ropa, quizá no quiere que lo vean desnudo, se niega a salir sin una recompensa, cómprele ropa, abuela; dígale al Cholito que le compre un traje de hilo como los que él usa; no se ría, el Cholito es un hombre de gustos refinados, de ropas delicadas y no permite que nadie duerma apretado a su carne, ¡ay, abuela!, el dolor, mi sangre es buena, no quiero sondas de suero, no quiero transfusiones, sáqueme el pájaro carpintero, cómprele el traje, dígale que lo natural es salir, estar afuera, permanecer al aire libre y no en un globo de agua, porque no es vidrio, Cholito, como vos pensás; es algo más parecido al nailon, a las medias que me ponía y me sacaba en las giras asiáticas; dígale que salga, abuela, quiero terminar con esto; un par de horas, un día a lo sumo, pero jamás hubiera pensado en semanas, el Cholito dice que es una fábula bárbara, ¿escuchó, abuela?, habla desde adentro, para el Cholito mi forma de pensar es precaria, ¿escuchó?, quiere una ombliguera de oro aceitada por no sé qué líquidos que la entibian, ¿será deforme?, está esperando madurar el hígado, como Prometeo; habla, abuela, hay que agarrarlo como a Aquiles, por el talón; sacarlo de un tirón; vaya y hable con Tibor Gordon, es un hombre acostumbrado con sus proezas y asombros a sacar aplausos; tengo una voz incesante allí, murmullos, juramentos, exclamaciones, sonidos desconocidos para los mortales, sonidos no reconocibles, quizá se trata simplemente de dar con la palabra justa, quizás está esperando una orden.
– Te estaba esperando -me dijo-. Si venís por el mismo secreto que don Grimaldo, te equivocaste. Acá todos se creen que el oro está a la mano de cualquiera.
El tres indicó, por medio del dos más uno, la disociación de las fuerzas neutralizadas por la intervención de un dinamismo de otra naturaleza. El cielo es claro y azul, el frío todavía vivo, pero menos; la Madame del Kimono intuyó que su visión llegaba por el río.
– Es un tres de espadas, filo central, fíjate bien, la espada central es la que entra francamente en actividad, disociada de las otras dos espadas esquemáticas, creando una separación. Vos naciste trabajosamente; pero te veo solo… te han separado, no te va a ser fácil unir las cosas. Fijate bien en la espada central, está invertida, con la punta para abajo, eso es bueno en general pero es malo para la enfermedad.
La mano tullida alisó suavemente la carta y un dedo se posó en la espada central; el dedo trazó un eje desaliñado.
– ¿A quién no lo acompaña una enfermedad durante toda la vida, un obstáculo del cuerpo o del alma?
La uña imprimió en la carta un rasguño débil.
– ¿Así que vos sos?…
– Sí.
– ¿Estás seguro?
– ¿…?
– Escuchame bien; la espada es un doble filo, ahora tenés los días de agosto limpios como una porcelana, servite algo, ¿un chipá?, pero vas a tener un dolor rabioso -me dijo, señalando las hojas de laurel amarillo que se entrecruzaban y coronaban la carta-, el fin que perseguís es noble en su sentido más elemental, no vaya a ser que esos laureles sean el asiento de toda la angustia.
La escuché atentamente. La visión que tiró era la del espectador, la ciudad de la que hablaba era el teatro de los animales, la vida física, instintiva…
– Persignate otra vez y hacé tres cortes, ¿estás seguro de que no querés preguntar nada?
Sobre la mesa se deslizaron un dos de copas y un caballo de bastos haciendo una cruz. La Madame del Kimono dijo cosas sobre un desencuentro.
– ¿Ves la espada? Esa carta es una cama donde no se puede descansar. Estás en la dificultad inicial. En los períodos de formación las dificultades suelen ser mayores. Algo de parto primerizo.
Permanecí callado.
– Vas a necesitar escribir -me dijo-, venís acá para aprender otra gramática. A una ficción se la especula, pero una preocupación de amor se lleva en todo el cuerpo. ¿Un poco más de tereré? Te veo, querés contar algo; la oscuridad no juega a favor de nadie, tenés suerte; no, dejá, no preguntes; colocaste tu escritorio contra el ventanuco -continuó la voz, mientras cerraba los ojos intentando ver más-, hay una mezcla azul siempre arriba, un amansamiento de las fuerzas, estás delante de un libro que consultás distraído en las primeras páginas, pero tu deseo no es llegar más allá del crujido que producen algunas palabras. Necesitás perseverar. ¿Ves esas bocas aspiradoras que rematan el dibujo?, allí está la expansión de la fuerza anímica.
¿Era la Madame del Kimono quien hablaba? ¿De dónde salía esa voz que perfeccionaba su castellano y dirimía opinadamente sobre la escritura? La mano tullida acarició un anillo de oro macizo en la mano sana, el reflejo jugaba a favor de esas manos; miré con indolencia esperando descubrir el truco, cada carta que caía era un golpe sorpresivo sobre el tapete, presentí que los signos cambiaban de ubicación; busqué su mirada, la habitación se asemejaba al paraíso, soñaba entre los cortinados y la chapa, la mano tullida marcaba en los cartones a las fuerzas cuaternarias y miró el cuerpo que, dijo, deseaba curar.
– ¿Que llame a la niña…?
– Sí.
– Ella no está para vos.
Incómodo, busqué calmar mi insatisfacción debajo del ventanuco en la lectura de mis anotaciones, esparcí sobre la mesa toda la papelería de la experiencia de mi viaje. La anécdota me había atrapado, pero el motivo que me trajo hasta aquí permanecía aún en la oscuridad. Los datos recabados eran nulos, nadie sabía nada y tenía la impresión de que, de saberlo, tampoco me dirían mucho.
Quería mantenerme frío, había elegido esa forma para pagar mi propio rescate, el azar en el desorden había marcado parte de mis días y los recuerdos proponían una coreografía, una trama de efectos instantáneos. Pensé en la abuela cargándome en brazos, había siglos entre cada respiración; los viajes corrían por mi cuenta y cargo; los hacía con ella, en el tranvía, y constataba emplear siempre la misma cantidad de tiempo.
¿A quién buscaba verdaderamente? Era posible que la mujer real nada tuviera que ver con la que estaba buscando. Traté de reunir los escritos prolijamente mientras me sobreponía a la desazón; me rondaba la idea de que el verbo era una obviedad de la acción, el atajo formal.
Me detuve en esta página:
Qué terror acude sacude la infancia cuando madre
salida de cuerpo
entregada a mujer es ausencia es lejos
no todas son vírgenes pariendo
escapar a las vidrieras de agua más no sea por cesárea
romper el escaparate
salir por la cruz la luz del amanecer
la vida continúa
la muerte continúa
me ha entrado usted a la historia sin más símbolo
que un ovario
dicen que la virgen estaba allí
arte es la virgen
pariendo riendo otro hijo jo jo jo sobre la tierra.
Cuando uno está desesperado acude al pensamiento mágico, permanece en la debilidad de lo incompleto. Cuando uno está sobrepasado por el dolor no desespera. La muerte separa nuestros pensamientos pesados de nuestros pensamientos ligeros, el dolor los separa un poco más.
Estaban todos alrededor de la primera página del diario Mayoría mirando las fotografías de un camión abandonado en medio del bosque, con el que se había llevado a cabo el sorpresivo ataque a la comisaría de Frías, y otra donde tres efectivos llevaban detenido a un guerrillero capturado. El epígrafe resaltaba con cierto tono alarmista que no era el Uturunco, que nadie sabía quién era o, mejor dicho, que nadie sabía a ciencia cierta cuántos eran éstos. Otra foto mostraba al grupo policial recorriendo la zona de El Calao buscando al misterioso jefe guerrillero, mientras caminaban con el agua hasta la cintura contra la corriente del río Cochuna.
Las reflexiones no se hicieron esperar. Zarza opinó sobre la desmoralización de las tropas cuando les toca reprimir conflictos de trabajo. Eusebio se preguntó si valía la pena que el gobierno enfrentara ese riesgo, si no era hora de terminar con las exclusiones políticas, en tanto que Serrao mascullaba si la actitud de los alzados en realidad no era de una desesperada decisión de rebeldía.
Se daba cuenta de que sólo en la Capital Federal se habían producido más de mil seiscientos allanamientos y detenciones a conocidos militantes de la izquierda y del nacionalismo. En esos días el gobernador de Tucumán, Celestino Gelsi, hizo publicar que los guerrilleros se enfrentaban con la policía cerca del ingenio Concepción y los padres de los adolescentes enrolados en la guerrilla concurrían en masa a pedir información sobre sus hijos, y así era como se iban enterando de los nombres de muchos de los alzados. Las fuerzas policiales concentradas alrededor del Cochuna eran recibidas a balazos, el ejército llevaba a las madres de los guerrilleros en vehículos con altoparlantes desde donde les pedían a sus hijos que se entregaran, que regresaran: "¡Pocho, volvé!", transcribía melodramático el periodista, la voz de una mujer acongojada, "¡Santi, volvé, hijo!". Los mensajes se repetían, lacrimosos, cambiando el nombre del destinatario; desde la radio LV12 se empleaba el mismo sistema. Pese a la razzia hecha en el cerro Cochuna, se podía afirmar que el comandante Uturunco se había esfumado, burlando las fuerzas gubernamentales. El mismo diario soslayaba el tema mágico sobre las apariciones y desapariciones del buscado.
Leían y discutían acalorados, los rodeaba cierto nerviosismo e insatisfacción. Nada había cambiado su apariencia. Gauderio no estaba entre ellos.
No eran los únicos insatisfechos. El Checho se tragó un diente y se le agrandó la oscuridad cavernosa del pozo bucal; primero se lo aflojó la Tetona cuando en un arrebato intentó tocarla sin su consentimiento; el diente anduvo de allí en más medio flojo, pero el mordisco en la fruta del ciruelo octogenario que principiaba en la entrada del Irupé terminó por demoler la resistencia de la encía y, junto con el carozo, el diente descendió por la tráquea hasta alojarse en el estómago hasta mejor suerte.
La caída del diente coincidió con la caída de las últimas ciruelas. El Checho volvió a lo del doctor Germano buscando una solución.
Todas las enfermedades pueden sobrevenir en cada una de las estaciones, explicó Germano, pero algunas de ellas se originan o se exasperan más frecuentemente en unas que en otras. Haciendo gala de su conocimiento, dijo que eran propias de la primavera las manías, las epilepsias, los flujos de sangre, las esquinancias, las corizas, los resfríos, la tos, la lepra, los líquenes, la farinosis del darto, los extatemas ulcerosos múltiples, los abscesos, la artritis y también las melancolías.
Nombrada la melancolía se hizo inevitable la imagen de Anahí en las retinas del Checho. La veía allí. La imagen se reprodujo en forma perpendicular a la nariz, por sobre su frente. Se puso bizco. Le bastó apenas arrugar un poco el entrecejo para que la niña se volviera más nítida; estaba arriba, desparramando una alegría indefinible, era la evolución universal de la vida, diminuta e inmensa, en el transcurso de un parpadeo; súbitamente esa hermosura podía reducirse a segundos o miríadas, según se acomodaran las arrugas de su entrecejo; forcejeaba con los pliegues restregándose los ojos hasta que una luz concéntrica en el iris le dejó ver la virgen de Lujan, vestida de azul y blanco, con los pies desnudos, ejecutando con su cabeza un sí tan cálido como distante… el movimiento desesperado de sus manos no alcanzó a rozarla…
Germano continuó diciendo que de todos modos el suyo era un caso para el dentista, pero que si no tenía dinero le extendería una receta magistral para que Zarza le preparase un calmante, y también le recomendó tomar una purga. El primero le evitaría la incomodidad y la segunda su persistente estado melancólico, el que atribuye más a cuestiones sentimentales que a cuestiones climático-administrativas.
Checho comprendió que no volvería a ver su diente estacionado en el fondo del estómago, pero todavía no estaba todo perdido: don Grimaldo podría trazarle una cartografía visceral que le permitiría dar con el objeto perdido.
– Quedate tranquilo, lo que entra por la boca sale por el culo.
Checho permaneció callado.
– Todas las desgracias tienen su seducción, Checho. Todas sin excepción -le dijo Germano, que esa mañana había andado averiguando, por pedido de Farnesio, el precio de un Káiser Carabela usado.
El Káiser Carabela apareció otra vez por el barrio con las cortinitas corridas, era muy temprano y pocos se dieron cuenta de su presencia. La Madame del Kimono estaba arreglada esperándolo, subió y partió velozmente en dirección a la Capital, pidió que no descorrieran las cortinas hasta que el automóvil saliera de los límites del barrio. El conductor manejaba en silencio, el edecán trataba de reconstruir la historia, le costaba entender la insistencia del señor embajador, la mujer ya no valía un cobre. ¿Qué cosa había conmovido a ese hombre, cuál era la necesidad de averiguar?, ¿qué certeza necesitaba ahora, pasados los setenta años? Armó su propio mapa: una puta guaraní en los centros mundiales del poder, en los mercados comerciales más exigentes, una yegua exótica para europeos, para occidentales llenos de dinero; la volvió a mirar intentando descubrir algo de aquella rara belleza, ¿y si ella delataba su mirada delante del embajador?; recorrió a la mujer con desprecio y con miedo.
El miedo está siempre un paso antes del deseo. Por fin bajó los ojos. A una orden suya el auto se desvió por el puente Pueyrredón evitando la conglomeración, para dirigirse hacia el norte de la ciudad; la orden se cumplió sin inconvenientes. No debía hablar con ella, su silencio confirmaba la tensión existente con el embajador, tenía que aprender a utilizar bien esas cosas si algún día quería dedicarse a la diplomacia; era necesario el rigor, si no entraba en razones peor, sea como sea, el embajador debía quedar limpio.
El itinerario previsto se cumplió en poco tiempo, los ocupantes se desplazaron de un mundo a otro; apenas veinticinco minutos bastaron para que el aire capitalino se filtrara con olores mecánicos. La Madame del Kimono extrajo un perfumero y se vaporizó el cuello y las muñecas con graciosos ademanes de un preciosismo olvidado; pidió avanzar más despacio, observando descuidadamente las vidrieras que ofrecían ropas caras. Pensó en el edecán: evidenciaba cierta finura en sus severos ademanes, era un pervertido.
El auto se detuvo, en este mundo ella perdía definitivamente su nombre y el edecán lo recuperaba; abajo, rodeó el Káiser Carabela y le abrió la puerta; la Madame del Kimono extendió un pie y luego su mano derecha, esperando que la tomara para ayudarla a descender; caminaron hasta la puerta del edificio, él iba detrás; un moderno ascensor los elevó al piso 18, la puerta se abrió directamente en el palier, el mucamo les hizo señas y se acomodaron en la recepción; el edecán se sacó la gorra y se arregló la chaqueta blanca; la Madame del Kimono, aunque era invierno, llevaba en su mano tullida un abanico español muy bello hecho de encaje fantasía y madera labrada; igual que a su 32 largo defensivo, ahora en el bolso, lo usaba únicamente para ocasiones importantes.
– Madame, vine observándola en el auto, no puedo comprender cómo el señor embajador…
El mucamo volvió a entrar.
– El señor Cholo estará aquí en unos instantes -dijo, mirándola.
– Gracias.
– Dice el señor embajador -dijo, volteando la cabeza y dirigiéndose al edecán- que si todo está en orden puede retirarse.
Por un momento la Madame del Kimono se sintió importante: el mucamo conocía los códigos de una diplomacia más íntima, demostrándole al edecán que su poder de gestión terminaba exactamente allí.
El edecán saludó cortés dispuesto a retirarse.
– Venga un día por el Irupé -le dijo-, que lo hago atender por la Anahí, y verá cómo comprender le resulta más fácil.
Quedó sola. ¿Le gustaría así, ahora, poco más de veinte años más vieja y con la mano tullida?, ¿se había aburrido de su compañía?; nunca un dolor duró tantos años, ¿por qué tanta intolerancia y tanto olvido? Deseaba saber por qué no volvió con ella a Europa si se lo había prometido. Miró por la ventana intentando recuperar en la memoria las pruebas de que no había mentido, que no había inventado nada, que no tenía derecho a desconfiar; deseaba ser minuciosa con los recuerdos, todas las preguntas eran válidas ante la arbitrariedad desplegada por el Cholito, ¿qué definía, después de una larga noche deliciosa, lo amargo del día?; aunque pensara que se trataba de una extorsión, ella sabía que no; la pensión era una manera de sacársela de encima, quería ser minuciosa, situar las palabras de mil modos, diversas combinatorias, mantener la voz afable ante cualquier buena plática o cualquier siniestro interrogatorio.
Miró por la ventana, el Káiser Carabela estaba abajo esperándola.
El niño nació, el niño fue parido ¿o no?; se acordó de los dolores, fueron larguísimos, tiempos enormes, tendida sobre la cama, llamándolo a los gritos, y después de mucho tiempo, años quizás, esta calma; ella no vio, no, es cierto, Cholito, no vio pero algo salió de su vientre y no tiene un nombre para darle; el niño nació a pesar de todo, no es una ilusión, no fue su deseo quedar embarazada del hombre que amaba, del hombre que ahora la desprecia; la pensión y la prefabricada son la verdadera extorsión, pensó, retornando a sus años de juventud con una nostalgia envenenada.
No saber desafía la naturaleza de lo imperturbable. La memoria le juega una mala pasada a cualquier hombre y ella inhibe al embajador como alguien demasiado presente.
– El señor lamenta no poder atenderla -dijo el mayordomo de regreso.
El auto la llevó hasta la puerta del Irupé. Estaba muy cansada, su cuerpo era carne de cataclismo, había llorado mucho tiempo, muchos años delante del Cholito asegurándole que no supo bien, que no lo vio, pero que algo salió, que todo es como es, quizá, porque vivimos así, de modo extrañamente embarazoso.
Hay que convencerlo, abuela. Que salga, que no se quede, está creciendo, va a ser más difícil; encuentre al padre, ya está grande, pesa mucho y además habla, abuela, sí, habla, dice que no va a salir; le digo que se puede ahogar, pero me dice que no insista, que no voy a lograr nada, además él es de ahí, nadie lo va a sacar; no quiere entrar en razones, abuela, yo creo que ya es mucho tiempo sin salir, sin moverse; ¿una fantasía?, no, abuela, le aseguro que no; él habla, dice cosas, no sé, a veces son insultos, es un testarudo, abuela, un verdadero cabeza dura; no sé qué hacer, no sé qué decirle, creo que debemos tentarlo con algo hasta que asome y tirar fuerte, tentarlo, abuela, pero nada lo seduce, nada lo entusiasma, sólo dice que no quiere, por miedo o por comodidad, que está bien ahí, está muy bien, para salir le tengo que dar un motivo importante; le hablo de juguetes, de la vida, del padre, de usted, de mí, de las mujeres que lo van a querer, le digo que es lindo, que va a ser todo un galán, hablo de soldaditos de plomo, de aviones para armar, de barriletes, cometas, pelotas, todos los juegos le parecen redondos y se larga a reír, cuando creo que lo estoy convenciendo, que se va a decidir, se encapricha otra vez y volvemos al principio; háblele en guaraní, abuela, necesito algo que lo conmueva, sigue creciendo, ya no sé cuánto tiempo lleva en mi panza, cada vez más crecida, ya no tengo ombligo, abuela, trate de convencerlo, llame al Cholito, él es más hábil en eso del engaño, que le cuente sus viajes por el mundo, el brillo de las embajadas, que le prometa un Káiser Carabela, eso lo va a entusiasmar, es más, creo que tiene imaginación, el otro día, sin ir más lejos, me pidió un libro.
Eran días movidos, de mucho trabajo; Anahí se retiró escondiendo, vergonzosa, en la palma de su mano, los cinco pesos que el hombre dejó sobre la mesa; la propina era patética, su esencia lo hacía más blando que la urgencia desparramada, en parte, sobre los pechos de la niña.
Salmuera y la Madame del Kimono se quedaron solos. La Madame, como siempre, se encargó de la liturgia de la limpieza utilizando la toallita nacarada con pulcritud y obsesión de cirujano, en su mano sana el miembro fláccido del cliente no se veía demasiado grande; tomó con dos dedos tullidos esa laxitud ajada, retraída, limpiando puntillosamente el orificio del escroto.
Hombrón de unos cincuenta años, taimado como pocos y con fama de mal llevado, sonreía con los pantalones bajos, mientras ella ocultaba con la misma toallita su mano enferma. Tenía cara de satisfecho. La presencia de Salmuera no era de índole adivinatoria sino profesional, entendía las cuestiones mundanas con eminente simpleza y practicidad, así que las cosas se suscitaron rápidas.
– Vine para saber si es verdad lo que hace y lo hace muy bien… sobre todo lo del chasquido… ya pasó los doce, ¿no?…
Sentado en uno de los almohadones de palio bermellón y verde, Salmuera tenía, sin saberlo, el mismo límite moral de las autoridades de Mayo con los cortijos o las casas de tolerancia del suburbio. Las que trabajaban para él eran documentadas, mayores de doce años que habían perdido la virginidad con anterioridad a la contratación, eran huérfanas, de padres desconocidos o abandonadas por sus familias.
La edad era muy importante, nunca nadie debía reclamar por ellas; no quería ningún inconveniente con la justicia, ninguno; cada tanto el padre del Lutero le paraba unas quince o veinte mujeres de la iglesia metodista, amas de casa, madres y señoras de familia, se retorcían apoyadas en la pared, en esa especie de muro de los lamentos que proveía la boite, rezando fuerte para que escucharan adentro, mientras las pupilas gritaban insultándolas porque temían que ese día no hubiera clientes.
– De veras que lo hace bien, sobre todo lo del chasquido… -dijo sin remilgos, manifestando la misma incomodidad de la Madame.
El pastor llamaba a la boite "Casa de las Ofensas", pero el eufemismo publicitario del cartel luminoso en francés la convirtió en uno de los lugares más prestigiosos del barrio. No tenía ventanas a la calle y reunía ocho mujeres que se pavoneaban por el interior con vestidos azafranados o rojos, resaltando la parte de sus cuerpos según las virtudes personales en el oficio. Las pupilas, se jactó, lo llamaban Papá o Papi y eran su verdadera preocupación. Las probaba personalmente, si las aceptaba les proveía la ropa, la comida y el médico, amén de una pequeña comisión; ninguna podía quejarse del trato que recibía. Según los requerimientos de los clientes, algunas eran preparadas para ofrecer servicios exquisitos; lo más importante era que trabajaban cómodas; podemos cerrar un buen trato, dijo; va a aprender lo que es el negocio, conmigo no trabajan pendejas; va a aprender a pintarse no sólo la cara, sino las partes más reservadas; va a aprender a colocarse sensualmente los encajes, los bastos y picadillos que les hago traer de las mejores casas de la avenida Santa Fe; porque, aunque no lo crea, las mujeres finas de la Capital gustan de imitar esta moda y vestirse con los mismos colores con que aquí vestimos a las putas.
IX
Serrao sostuvo que la política se sustenta sobre algunas certidumbres individuales que, cuando se hacen presentes en la realidad colectiva, pasan a ser rápidamente otra cosa.
– Usted es historiador -dijo Zarza-, se encuentra muy lejos de las cuestiones prácticas y cotidianas.
El discurso del boticario guardaba, paradójico, una fe inusitada en lo asequible. Serrao lo comparaba, a disgusto del interlocutor, con los que denominaba "religiosos de la materia", que se ilusionan y se tranquilizan creyendo saber dónde están sentados, y hablaba irónicamente de "plasmatismo", debido a la cantidad de sangre que esa escuela había derramado.
– Todo comentario intelectual implica cierta pereza sobre el efecto de las acciones -le dijo el boticario, completando el criterio y atacando el exceso de pensar las cosas y los hechos, que forma parte de la personalidad del profesor.
– El miedo lo vuelve pragmático.
– Está usted definitivamente perdido para cualquier causa, profesor.
– Hace rato que perdí la causa del paraíso y creo que con ella se fueron las demás, pero no sabía que usted era religioso…
– Mientras usted cree en Gauderio a pies juntillas, yo creo que, más que una fantasía, es un exceso de la razón -replicó Zarza desconcertando al profesor.
– Usted manda un remedio que me cura de una cosa pero me enferma de otra -sentenció Serrao, endilgándole al boticario su descompostura de la noche anterior.
– Para el dolor de cabeza, genioles… -dijo Zarza.
– Su practicidad me inhibe de cualquier comentario -señaló Serrao, apoyándose en la indicación profesional.
– Aquello que menciona como "importante", profesor, es un discurso válido para los que, como usted, se aprovechan de las "estrategias del espíritu", gesto que da cierta tranquilidad a quienes, a su vez, desconfían de esa estrategia.
– Todo místico es un racional por excelencia.
– ¡Por favor! ¡Eso es descabellado!
– Un místico no es necesariamente religioso. Los pragmáticos como usted se hacen cargo de la religión de la Razón, que no es otra cosa que una religión razonable.
– Mera especulación retórica, profesor. Su insensatez religiosa lo hace olvidar, justamente como pecador culposo, que ninguna religión tiene razón.
– El pragmatismo es a la política lo que la religión a la mística.
– Esa mística que usted tanto defiende esconde malversada una estrategia que se propaga peligrosamente en su discurso -exaltó el boticario-. Usted confunde la filosofía con la tentación.
– Debe ser porque los pragmáticos nunca se tientan -observó riendo Serrao-. Ustedes intentan no dejar resquicio alguno, pero ¿no son esos resquicios lo mejor de la vida? Acepte que más de una vez recomendó los preparados de la abuela Juana, y justamente eso lo vuelve a mi intuición no sólo querible, sino confiable. Su mística, Zarza, se construye sobre aquellas cosas que caprichosamente quiere volver comprobables.
– Y la suya sobre aquellas cosas que no quiere comprobar -ironizó el farmacéutico, demostrando que estaba dispuesto a discutir eternamente.
– El mayor error del pragmatismo es creer religiosamente en la eternidad, y la eternidad es un mero pretexto para no disponer del ocio. La eternidad es un señuelo. Para que haya revoluciones tiene que existir la eternidad.
– La revolución no es un accidente esperanzado, profesor, la revolución es una consecuencia. ¿Usted estuvo en España? -disparó a boca de jarro, marcando en el interrogante un tono sentencioso, una forma de censura intimidatoria con la que intentaba descalificarlo-. Usted es historiador, pero niega la experiencia histórica…
– Amo la historia porque es una vulgata triste, pero temo las interpretaciones, nada más -ironizó Serrao a pura intuición.
– Usted no ha hablado, Germán -me dijo Zarza, mientras preparaba mate cocido en una pipeta de vidrio.
La cara morocha de Gauderio pertenecía a esa especie que, salvo por cometer un crimen y ocupar las primeras planas de los diarios, se olvida para siempre. Esa tarde, sin embargo, quedó bien grabada en la cabeza del dueño de la barraca.
Decidido, reunió a todos los trabajadores en el playón alrededor de una luz que languidecía prematura. Contaba de las revueltas de Berisso, Ensenada y Dock Sud, que el ejército se tuvo que hacer cargo de la situación, que los Uturuncos estaban llegando silenciosamente para apoyarlos. El estado de asamblea despertó la desconfianza del Beto Mendoza, que bajó desde sus oficinas para desbaratar a los reunidos. El silencio ganó el playón de carga.
– ¿Qué hacés acá?
– Traigo un mensaje para los compañeros.
– Dejame ver.
– No. No es para usted.
– Si no es para mí, no es para nadie.
Gauderio extrajo un papel ajado del bolsillo y se dispuso a leer en voz alta, para que escucharan todos, sin mirar los ojos del receptor de tan pesado correo.
– ¿Qué barba te vas a poner vos para este baile, si como buen mestizo sos lampiño? -interrumpió el dueño-. ¿Sabes qué te va a pasar si el Sherí Campillo se entera de esto?
El patrón se retiró a llamar por teléfono a la policía, Gauderio se dirigió a los obreros, les habló de la importancia de las huelgas, reflejadas por los diarios como fuente de las Oficinas Técnicas de la Policía Federal, señalando que sólo en el primer semestre del año 1958 el total de horas de trabajo perdidas por huelgas sumó cincuenta millones, perjudicando a las patronales y al gobierno en seiscientos ochenta y siete mil millones de pesos moneda nacional. El olor rancio de la barraca era delicadísimo aroma de palosanto, las ventanas dejaron entrar más el sol y cada uno de los presentes sentía derecho a llevarse un cuero para su casa; los sándwiches de mortadela que sacaban del bolso eran ahora de conservado cantimpalo o extraños fiambres mechados con pimientos orientales de penetrante sabor; las ventanas se abrieron solas, las paredes se blanquearon, varios se miraban en ropas nuevas como extrañas; la mención encendida de la lucha de Argelia y la lucha palestina encontraba a más de uno envuelto en túnicas sufíes, el techo de la curtiembre tomó diseño de mezquita; ¡asado para todos!, gritó Gauderio; más de uno vio un harén y preguntó qué se fumaba en ese aparato de vidrio y cordeles rojos; miraban a través de los ventanales, ahora vitraux, con dibujos abstractos que los separaban del cielo.
– Los Uturuncos están bajando…
La asamblea se dispersó mientras el Beto Mendoza exigía al capataz y un administrativo que lo sacaran por la fuerza. Ya en la vereda, esperó que lo dejaran solo para clavar, con chinches en la puerta de madera, el mensaje medio arrugado que antes había leído.
El viejo Zarza estaba dispuesto a vivir su presencia en la policía como una aventura diplomática. Gauderio quedó demorado por los sucesos de esa tarde en la barraca. Ante la pregunta de uno de los Sosa, dijo que lo del patrón de la barraca fue una cuestión personal, en fin, lo hecho fue por las suyas y que nada sabía de los Uturuncos, a quienes el Sherí Campillo mencionaba decididamente como una banda de forajidos malhechores.
– Así que usted apoya a esos terroristas que andan robando plata para no sé qué causa.
Zarza no contestó.
– Esto es una explosión de violencia organizada, buscan un alzamiento popular, pero ya están diezmados, bajo el asedio de las patrullas del ejército, sin destino ni rumbo conocido, están más desnudos que el preso por el cual usted vino a pedir.
– Déjeme decirle, comisario, que…
– A su amigo ya lo pasamos -interrumpió el Sherí Campillo-, es duro de lengua, pero acá aflojamos hasta al más mañero. ¿Qué sabe de esto…?
Ahí nomás el Sherí Campillo tiró un volante sobre el escritorio de su despacho, que hablaba de la guerrilla popular, entroncando la lucha de los compañeros que se debatían en Santiago del Estero y la selva del Impenetrable chaqueño, mientras convocaban al levantamiento armado. "Lo que yo hago no es otra cosa que devolver a los pobres lo que todos los demás les debemos, porque se lo habíamos arrebatado injustamente", leyó de reojo el boticario.
– ¿Qué me dice? Ellos, justamente ellos, usando a Evita. Dígame, Zarza, ¿usted también rubrica este panfleto o es sólo el idiota que pasamos pa' dentro? Cómo piensa…
– Gauderio no sabe leer, menos escribir.
– No sabrá, pero buen barullo armó en la barraca.
– ¿En la barraca?
– Sí. La denuncia la hizo don Beto.
– ¿Don Beto?
– Dice que este negro de mierda lo prepeó, amenazándolo con quemarle los cueros. Mire, don Zarza -dijo el Sherí Campillo-, acá la cosa es simple, o le dice usted a ese negro que se ponga del lado de la ley o la va a pasar para el carajo. A mí estas paparruchadas del panfleto me tienen sin cuidado, pero sé bien que junto con otros mierdas me anda denunciando por negocios con el Salmuera y otras matufias que no vienen al caso. Yo sé que usted es un hombre responsable y que no va a andar tragándose esos sapos, pero hay mucha gente que le cree y eso le hace daño a la institución policial, que se representa en mi persona.
– Entiendo.
– ¿O acaso está mal que la tropa vaya a desahogarse cada tanto con las chicas de la boite?, ¡acaso estos zurdos no cogen, carajo! ¿Me van a decir que está mal…?, ¿¡o acaso un policía no puede echarse tranquilo un buen polvo…!?
Zarza asintió sonriendo.
– No sé si soy claro, si esto fuera en España, ya lo hubiera pasado a usted también y estaría tomando aceite de ricino; pero acá todavía somos legalistas… ¿Fuma?
Detrás, colgadas en la pared, se veían las fotos de Frondizi y Pío XII. El Sherí Campillo, quitándose los zapatos, estiró los pies sobre el escritorio y empezó a hablar en un tono más bajo y más conciliador.
– Le estoy diciendo que se cuide, Zarza, el horno no está para bollos, los pasquines que circulan por el vecindario hablan del retorno; en el fondo, yo también soy de la causa. Pero esto no hace más que traernos problemas a todos. Usted ya pasó una guerra. Menefregan los barbudos y toda la caca de la política, me paso por las pelotas a todos esos mierdas que agitan y pregonan el regreso, qué avión negro ni qué carajo, lo único que tengo negro es el culo y estos desgraciados me la quieren dar, embarcándome con Salmuera, ¿se da cuenta?
– ¿Cuándo lo detuvieron?
– Lo encontraron aquí nomás, en Avellaneda, repartiendo un diario de los textiles, El Alpargatero o algo así. Me lo trajo preso uno de los Sosa, hace una semana que lo tengo baldeando el patio y la celda, pero no es bueno para el trabajo, ni siquiera ceba buenos amargos…
Zarza sabía que la cuestión era esperar que el hombre se desahogara. Con las manos en el bolsillo de su chaleco aguardó el momento oportuno para confidenciar que, al igual que el Sherí Campillo y los hombres de la repartición, él también estuvo en el keko con la Rita, que el Gauderio era un buen muchacho, que pocas chicas ponen la pasión que pone ella para atender a sus clientes, que debe soltarlo por esta vez, y además eso de la resistencia es un delirio, un sueño, y… hablando de sueños no probó con Aurora, la de pelo negro, a ella sí daban ganas de dejarle la propina, cuando uno pide algo especial… puede recomendarle un preparado con aceite de nuez, muña muña y carqueja, que lo vuelve un toro.
La conversación cobró cierto aire de complicidad, el Sherí Campillo ordenó a uno de los Sosa que trajera al reo a su oficina. Refregándose los antebrazos con ambas manos en una gimnasia tensa, muerto de frío, Gauderio apareció por la puerta sin percatarse de que Zarza lo estaba esperando. Una vez allí, el comisario despachó nuevamente su artillería contra los Uturuncos y le dijo que gracias a un señor como don Zarza, porque ésa era la palabra, un señor, él zafaba, pero que no se metiera en más líos, que iban a terminar todos presos, que Cuba quedaba lejos, que Puerta de Hierro todavía a más kilómetros y que iba solito solito camino al cementerio; de seguir en la misma le convenía tener las piernas rápidas para quedar del lado de afuera, estás haciendo cosas de negro y si seguís jodiendo te vamos a devolver para el Brasil con sobretodo de madera.
– En cuanto a usted, Zarza, tiene mi permiso para llevárselo.
– Gracias, comisario.
– Espérelo afuera, en un rato se lo suelto.
Gauderio se quedó esperando que llenaran los papeles de salida. El Sherí Campillo mandó la venia al consigna y acompañó a Zarza hasta la puerta de la oficina, pintada en rosa patriótico. Ya casi en la salida retuvo al boticario por el brazo derecho…
– ¿Es cierto que Gauderio saca de la nada unas cenas impresionantes?
– Pantagruélicas.
El Sherí Campillo se quedó pensando, era la primera vez en su vida que escuchaba esa palabra y como todo lo desconocido, en el fondo de su corazón le sonó a pecado infernal.
– ¿Hace crecer las cosas?
– Así dicen…
– Me parece que vamos a tener que hablar con él antes de la próxima visita al keko…
X
El doctor Germano exhibía el cadáver de la Rita sobre la camilla del consultorio. Dos horas antes se lo trajeron Salmuera y dos de sus discípulas, le dejaron "el paquete" para que lo revisara y diera su opinión profesional sobre la causa de la defunción, no vaya a ser que se trate de alguna peste sagrada, una de esas tantas venganzas con que la divinidad castiga de tanto en tanto a las chicas y que sea más de una la que está contagiada. Se retiraron apesadumbrados; el dueño de la boite le dejó un dinero sobre el escritorio y le recordó que era necesaria la visita mensual, ahora más que nunca.
– ¡Cielos! -dijo el profesor Serrao al entrar enfrentándose con el cadáver.
– Poco tiene que ver el frío carnal de la Rita con los cadáveres exquisitos surrealistas, pero en su boca no quedaría mal algún poema de Baudelaire o Lautréamont, de esos que cada tanto lee -dijo Germano.
– Créame, doctor, no estoy para poesías.
– La lectura y la música son lo mejor para distenderse después de una autopsia -dijo, dentro del consultorio, buscando escandalizar a Serrao, mientras le pedía que se quitara el saco, la corbata y la camisa.
Serrao trató de no mirar hacia la camilla.
– Si le molesta la tapo -continuó, levantando el párpado derecho de la Rita.
– Por favor…
– No se preocupe. Es una puta muerta -explayó, con la crudeza que le proporcionaba su profesión-. ¿Dónde le duele?
– Acá -dijo el profesor, señalándose el hígado.
– Esto es un atracón.
La auscultación fue minuciosa. El doctor Germano apoyó una mano sobre el vientre del profesor mientras que con dos dedos de la otra golpeaba escuchando atentamente la solidez o lo hueco debajo de los tejidos.
– Está inflamado, profesor, está cargado de gases. ¿Cree que los juicios morales continúan después de la muerte? -preguntó más allá del interlocutor, cabeceando hacia donde estaba el cadáver de la Rita.
Serrao sentía aversión de mirarla.
– Su hígado no cree en la historia como usted, profesor -dijo el doctor, ampliando sus opiniones profesionales sobre las aptitudes medicamentosas de tal o cual droga-. La biología no se presta a interpretaciones demagógicas; a la Rita no la mató la culpa, sino una enfermedad; somos un corruptible y hemos de llevar con dificultad esa carga: gallo flaco, faisán, jamón crudo, mortadela, todo es lo mismo, cuando se trata de atragantarse de comida…
La impronta profesional del médico agregó a la Rita a la lista de descomposiciones para dentro de un rato.
– ¿Qué hace aquí?
– Ella, nada -acotó riendo-, el que hace soy yo. Tengo que abrirla.
– Una profanación siempre es de lamentar.
– Las enfermedades no deben escapar al examen de los ojos -agregó Germano-; hágase un buen té de limón y pídale a Zarza que le dé estas pastillas, va a andar bien…
– Mejor que ella.
– Mire, profesor, mire bien -dijo el doctor Germano, plegando la sábana sobre el cadáver-. El cuerpo no tiene sólo una cavidad, sino varias más. Hay, por una parte, las que reciben el alimento y lo expulsan, y luego, otras más, distintas de éstas, de las que conocemos sólo lo que nos interesa. Hay aquí muchos intersticios, muchos huecos. Cuando uno está sano, esas cavidades están llenas de aire; cuando uno está enfermo, se llenan de un líquido turbio, pus, a excepción del Checho que se queja de todo un aire, porque cuando todo es aire, todo es ausencia.
– ¿Cuándo murió?
– ¡¿Muerta…?!, profesor, eso no es más que un pronóstico…
Farnesio arregló personalmente el salón. Una habitación con paredes en blanco tiza, un crucifijo de pie, un portacoronas de aluminio, dos enormes candelabros con cirios de dos lámparas opacas que hacían de llama y dos soportes para el cajón eran el escenario del vacío para la muerta, que debía estar rodeada de la sobriedad y la pulcritud que correspondían al acto.
Contiguo al local, anexó un pequeño servicio de café y licores que ayudaban a sobornar el doble invierno que en alma y materia padecen los deudos. También abrió una florería. Las calas rodeaban a los claveles en las ruedas de coronas hechas de paja atadas con alambre, enfundadas en un papel crepé verde oscuro, que disimulaba la precariedad de las flores un tanto marchitas, devueltas del cementerio para su reventa.
Él en persona se encargaba de recibir siempre a los familiares, nadie mejor para demostrar la sensibilidad de la empresa. Llegado el momento, se ponía un poco de agua oleaginosa o vaselina disuelta a modo de lágrima; con estudiado pesar apretaba fuerte la diestra y el hombro al pariente, ejerciendo un tirón seco y único hacia abajo, sosteniendo la mano sin que el deudo pudiera soltarse, expresándole que "a partir de hoy es usted un amigo de esta casa". Completaba el gesto con una palmada definitoria sobre la misma mano que oprimía y, como si fuera una transmisión de mando, colocaba el paño de duelo en el saco o el crespón que, desde luego, estaba incluido en los gastos del sepelio.
También ofrecía servicios de maquillaje y fotografía, para lo cual contrató a la Rupe, hacía poco menos de seis semanas. La gama del maquillaje, en armonía y personalizado, se ampliaba a "artístico" o "de gala" según las pretensiones. Ella pincelaba al muerto sin perder la tonalidad ocre o mate que rodeaba al ambiente, el marrón claro del pino lustrado o el petiribí que imitaba la caoba, amén de los herrajes que iban de la falsa plata al falso oro viejo; las puntillas de la mortaja resaltaban su satinado dejando la sensación de un placentero sueño y una vestimenta elegante para enfrentar el juicio del cielo. En cuanto a la foto recordatoria, él mismo obturaba la pequeña caja cuadrada y negra, manteniendo la sobriedad del ceremonial.
Hablaba de todos los beneficios que ofrecía e insistía en denominar esta casa, dedicada a tan delicados menesteres, como un consulado del más allá.
– Brilla en la muerte con toda su magnificencia -le comentó a una perpleja amiga de la Rita, para descerrajar luego-: mis muertos, después del maquillaje, renacen en salud.
A eso de las diez y media de la noche, bastante alcoholizados, entramos al velatorio el Vasco, la Tetona y yo, saludando indiscriminadamente y lamentándonos ante cualquiera de los presentes, para dirigirnos al bar. El Vasco con el pico caliente hizo el convite, ya que en un velorio que se preciara, el anís para las damas no podía faltar. Habíamos empezado la reunión en lo de Eusebio, pero el Sherí Campillo, asesorado por oficiales de la Capital, instruyó a los Sosa para cerrar, excepto la boite, cualquier boliche antes de las once.
Temeroso de nuestro estado, Farnesio mandó a uno de los empleados a retirarnos. Nos negamos rotundamente. Alterado, aduje mi amistad con uno de los amantes de la fallecida y mi disposición para dejar una flor sobre el cuerpo inerme en representación de quien, por ser casado, no podía estar presente. Ante la triste circunstancia y la posibilidad de un escándalo, Farnesio, nervioso, se acercó pidiéndonos discreción.
– Señores…
– ¿Es cierto que lo vienen a buscar a Gauderio? -le preguntó el Vasco a Farnesio, complicando la conversación.
– Nadie busca lo que no está -intenté simplificar.
A eso de las seis de la mañana, terminados el anís, la grapa y cualquier otro alcohol, la Tetona comenzó a sentirse mal; la mezcla de bebidas con el olor de las flores descompuestas produjo un vaho muy parecido al del río; oxígeno químicamente impuro, gases cósmicos y corrientes atmosféricas cercanas a la fetidez.
– Salgamos por el portal austral del purgatorio -le dije al Vasco, decidido a llevarme a la Tetona antes de que vomitara adentro.
El Vasco no encontró de qué reírse. Cuando abrí la puerta el torrente de aire, como la máquina mortuoria, actuó en toda su potencia y antes de salir la Tetona vomitó los zapatos de Salmuera, para luego darle el pésame. Intenté disculparla, pero el empleado la empujó disimuladamente hacia la salida.
– Es el ambiente -dije, justificándola.
– Acá, salvo algunas excepciones, el clima es siempre medido -contestó Farnesio, sorprendido, con los ojos bien abiertos y fijos como un búho.
– No se confíe, Farnesio -le dije burlón-, un día de éstos, en cualquier velatorio, aparece Gauderio, habla de los Uturuncos y le arma una resurrección.
Pepe Saldívar se escapó durante el velatorio de la celosa custodia de la Rupe y fumaba, con el Lutero, un tabaco de contrabando. Sentados a la puerta de la pieza bajo el ciruelo octogenario, escuchaban los chasquidos que provenían de adentro. Cada uno esperaba su turno para entrar. El sonido comenzaba agudo y seco, espaciado, era un ronroneo inocente y desafiante, un sentimiento difuso, una severa condenación al placer físico que terminaba en el tincazo de la lengua presionada primero sobre el paladar y descontenida, con tensión y rapidez, sobre la alfombra de papilas en el piso de la boca, dejando una sensación de red húmeda a las fastidiosas prohibiciones.
Una acelerada peregrinación, un nuevo ascenso de la lengua al paladar, convierte el instante en una pasión diminuta, busca un estado purificador, un apetito libertino que explota en esa boca, buscando en el cuerpo fragmentado los atributos seculares del alma.
Tanto Saldívar como el Lutero coincidieron en que el sonido era de tal intensidad y armonía que ninguno se detuvo a pensar en la mano que frota el prepucio. Un zureo de torcaza, un aletear de la lengua del grave al agudo, según la posición de los labios de Anahí, aumentaba o disminuía el nervio y la sangre recalentada; la sensualidad sacaba un grito desgarrado al visitante, un estertor coronario. Nadie podía ahorrar allí líquido seminal.
Los chasquidos y el vaivén cesaron. El Sherí Campillo salió de la pieza junto a la Madame del Kimono que, como en la sala de espera del hospital, les preguntó quién seguía, aclarando que la toallita estaba demasiado sucia, así que lo mejor era que cada uno tuviera su pañuelo a mano.
XI
No era la primera vez que insistía en volver a lo de la Madame; lo que había comenzado como una consulta esotérica pasó a ser una tabla de correspondencia entre lo subjetivo y lo objetivo; la subjetividad era, en mi caso, la objetividad que no elegí.
Deseaba hallar a una mujer, pero lo hacía buscando otra primera instancia. Tenía edad para separar las cosas, descubrí que la soledad determina los años pero no la madurez; un niño solo es un viejo y así lloraba yo, como el viejo que soy desde que comencé este viaje.
¿Cómo era Esther?, ¿cómo era a quien yo buscaba? La vida pasaba aquí, en Valentín Alsina, sin que pudiera sustraerme del proceso social de la generación. Me inmiscuía con cierta distancia en sus vidas, hombres sujetos a todas las flaquezas de su condición. No asistía a la humillación entre reyes, sino a la humillación entre clases sociales. No podía suponer, desde lo más egoísta de mí, una conciencia de ser surgida de un mundo inmóvil. No podía aferrar los sentidos y me extraviaba, cada vez más disperso, en un barrio que sólo daba migajas para una memoria individual tan vacía como con la que había llegado: el Hospital de Niños, los rieles alzados como cañas de pescar y una abuela que tampoco estaba para darme algún dato preciso.
¿No estaba?
La escritura me ayudaba en parte a resarcirme, pero la desazón me retrotrajo, inevitable, al punto de partida. Apreté fuerte mis ojos para generar luz desde la más profunda de las sombras. Estaba perplejo, sin poder atar cabos, sin encontrar nada.
El hallazgo de una pulserita de alpaca terminó con la búsqueda de ese día. La Pepa regresó a tierra firme; sobre cubierta, desafiando a la lluvia, venían don Grimaldo, Ramón, el Irlandés y el Checho, invitado por el cantonés. Nadie pudo sacarle el mareo y la cara de susto, lo oscuro y lo pálido contrapuestos en el mismo rostro; sentado en un banco alto, con la mirada desorbitada, asomando la cabeza por el ojo de buey, gritaba noticias sobre el hallazgo a los pocos curiosos que estaban en la orilla.
– Acá está su botín -le dijo torvo y despectivo el Irlandés.
– Acá está la prueba de que tengo razón.
La pulserita de alpaca no tenía marcada ninguna fecha, pero en gruesa filigrana se leían, erosionadas, las iniciales J. R., que don Grimaldo descifró caprichosamente como José Rondeau. Con ese dato auspicioso cansó a la tripulación durante el regreso; registros esporádicos de la vida política y militar de ese hombre, que según le comentara Serrao, estuvo al mando del Sitio de Montevideo y hacia 1828 fue presidente de la Banda Oriental.
Si a don Grimaldo le hacía falta un signo para la revelación, era ése. No debía resignarse. En el periplo hidrográfico de su escritorio había recorrido varias veces esas costas hasta el estuario del río de la Plata; además el Checho le había traído suerte, estaba feliz; el hallazgo era premonitorio, por ese motivo y haciendo caso a su intuición decidió regalársela. Soñó planes faraónicos. Flexionando los dedos con las manos entrelazadas hizo sonar los nudillos y se restregó los párpados, para despejar los ojos y que los gestos adquirieran cierta inmovilidad de ceremonia. A partir de ese día, todo lo que era duda para los demás, en don Grimaldo tendría el efecto de lo incontrastable.
Ya en tierra, acompañado por Checho, decidió ir hasta la biblioteca de la Sociedad de Fomento y pedir que le abrieran la vitrina biselada con cortinas grises interiores. Lecturas de lo más eclécticas compartían los anaqueles de oscuro petiribí: un catecismo, un libro de poemas de José Santos Chocano, dos Martín Fierro, un recetario de cocina de Doña Petrona C. de Gandulfo, La Divina Comedia del Dante traducida por Mitre, un libro de matemáticas del segundo año, una edición en inglés del Finnegan's Wake, El Santo de la Espada, Upa, un Manual de Primeros Auxilios en la República, donado por Zarza, las obras completas de Séneca, Las Bases de Alberdi y una cantidad considerable de la colección de Mecánica Popular, eran alegato ocioso, procedimiento escrito de una civilización fragmentada que había perdido su etnocentrismo.
No había entre todos ellos un libro de geografía. Sin hacer muchas conjeturas entendió que nada sacaría de allí, a menos que se alquilara una nariz.
El gesto mayestático, la sagrada monería del cantonés, lo pudría. Eso le dijo a Ramón, explicándole por qué a los irlandeses en general, y a él en particular, nadie podía enseñarles sobre navegación; pocos eran tan buenos baqueanos en cuestiones vernáculas submarinas. El Irlandés sabía que no bajaba a una pecera. Mucho peores que su traje impermeable y sus zapatos con amianto eran los elementos lumínicos con los que hizo el descenso; necesitaba, por lo menos, ver qué cosas tocaba; el fondo cenagoso mantenía un vago sentimiento de zozobra para los que se apoyaban allí.
Comenzó el descenso, una lluvia imprevisible traída por un viento de sudestada no permitía trabajar en cubierta con comodidad; abajo, la tierra carcomida por la carroña subacuática negaba cualquier posibilidad de extraer cofres con carga preciada; no pasó mucho tiempo para que don Grimaldo, tapando con el puño de su camisa el reloj, ordenara desde el timón:
– Que busque sobre derecha.
– ¿A la derecha de qué? -preguntó Ramón tironeando del cable para dar indicaciones precisas-. Creo que está girando sobre sí mismo…
Al cantonés eso no pareció preocuparlo mucho. Enfrascado en sus mapas, abstraído en un punto que parecía más allá de la desembocadura, recibía un informe incidental del que seleccionaba datos ligados a su estado de ánimo. Las variaciones del humor eran constantes. Cuando decaía, hablaba de una transacción meramente comercial: venderle el oro al Estado o a los contrabandistas; cuando se deprimía, tiraba por la borda toda ambición material y la historia del Río de la Plata, pensando en comprarse un terreno en Quilmes o Punta Lara, para elaborar vino de la costa, y explicaba entonces las bondades de la uva chinche, pequeñita y dulzona, del tiempo en que los bodegueros lograban vendimias excepcionales.
Si bien, después del hallazgo, habló eufórico de los laureles y la gloria que sobrevendrían de la búsqueda, ahora lo hacía con una alegría contenida, estimando la posibilidad de hacer donaciones a la Sociedad de Fomento y a la biblioteca. Sus estados anímicos contrastaban notablemente con los de Ramón, pero aun más con los del Irlandés, que mantenía emociones lineales, cumpliendo su tarea con una profesionalidad tan mecánica y desafectada, que por momentos don Grimaldo llegó a odiarlo.
– Viene la creciente -dijo Ramón.
– Seguiremos con el rastrilleo -insistió don Grimaldo apoyado en la proa.
Era el quinto intento del día. El agua arrastraba plantas arrancadas y muertas, latas, botellas, pedazos de troncos y peces que flotaban en estado de descomposición. La correntada tomó impulso camino al noroeste de manera desagradable; el Irlandés, golpeado en el fondo por un objeto que no terminaba de reconocer, pegó un tirón de la cuerda dando las señales necesarias para que lo subieran.
Ramón intentó sacarlo.
– Ése no sale.
Los tirones de la cuerda eran cada vez más seguidos y nerviosos, un morse desesperado; pero se le respondió, en el mismo código, con señales de continuidad hacia el extremo deshilachado del fondo. La correntada era cada vez más fuerte; con los ojos fijos en el horizonte, el cantonés consideró que la pérdida estaba dentro de cualquier cálculo, pero la muerte contrastaba como un presagio.
– ¡Sácalo! -gritó unos minutos después.
Ramón corcoveó la soga con tres golpes, pasados unos segundos los repitió a modo de confirmación; el ascenso se hizo en forma lenta, las aguas se abrían con mucha presión, la mugre de la sudestada era frotación sucia e intimidatoria, el buzo presintió estar cerca de la superficie, atinó a ver cierta transparencia y la claridad lo tranquilizó; fuera del agua, Ramón lo ayudó a abordar y a desenroscar la escafandra; tirado en el piso de la chalana, a los pies de don Grimaldo, parecía su sombra.
– Una pena -dijo don Grimaldo-. Estas correntadas mueven siglos y es muy probable que los cofres estén ahora aquí, exactamente debajo del barco, riéndose de nosotros.
– Que se sigan riendo -contestó el Irlandés.
Lo dijo seco y cortante, con esa tozudez primitiva que sirve para refutar cualquier cosa.
El Checho perdió la cuenta del tiempo que no dormía. Todo empezó la primera vez que tuvo oportunidad de ver a Anahí y se guardó para sí un pedazo de eternidad. Se sentía como un muerto en la desgracia del insomnio, con los ojos abiertos, esperanzado en mantener las retinas libres para guardar la imagen de quien, y eso era cierto, le hacía perder el sueño a más de uno. Decepcionado, en un estado desmedido, se presentó delante de Marchena con dos palillos sosteniendo los párpados y confesando que llevaba quince días sin pegar un ojo. El gitano intuyó su exageración y sabiendo de su indigencia decidió atenderlo gratis. Joaquín Marchena curaba cantando, dominaba bestias y cristianos de igual manera; viejas canciones del romaní tan melódicas como arrulladoras, que tornaban en grititos agudos, exhalando una queja en el límite del quiebre. Cuando todo parecía indicar que la voz se partía, un desagradable fiato degradaba las notas a un sueño que se convertía en vidalita. No le cantaba solamente a las sensaciones auditivas, le cantaba a todo el cuerpo, a todos los sentidos y con tanto sentimiento que era imposible no vibrar de pies a cabeza según su voluntad. En su adolescencia, citado por la Facultad de Medicina de Córdoba, hizo estallar ante una corte de científicos un cáncer de ovarios; en esa ocasión, con la mujer sobre una camilla hospitalaria, de piernas abiertas en posición de parir, lanzó un grito tan al infinito, que el rebote del eco en las paredes del útero la hizo expulsar con una ventosidad vaginal toda la porquería.
Contrario a lo que el Checho esperaba, Marchena no tenía una voz cristalina. Le pidió que se quedara de pie. No hace falta que te saques nada, le dijo, poniendo un paño amarillo y blanco sobre su cabeza, mientras con los ojos cerrados se concentraba en la música adecuada. El Checho cumplió todo con cierta apatía. Marchena acercó los labios al tórax del paciente y comenzó a susurrar una melodía cerca de los ojos, bajando por la nariz, la boca, el mentón y el cuello, hasta llegar a la altura del corazón.
– En ningún catálogo de enfermedades se encuentran las representaciones tristes -dijo Marchena-, se trata de un ayuno de sueño.
El Checho lo miró sin comprender.
– No puedo hacer nada por vos, tenés un buraco y las canciones pasan de largo, es un buraco demasiado grande, ¿ves? -dijo ejecutando un ademán circular, mientras su dedo circunscribía la zona del pecho-, el alma no está y la desazón ni siquiera es un eco.
Esa misma noche don Grimaldo, acompañado por Serrao, concurrió como invitado especial a la reunión de la logia que presidía Farnesio. El altillo, un cubículo reciclado, resultaba húmedo para los bronquios del profesor, que subía observando la pared color celeste con dos mosquetes cruzados y una enorme escarapela hecha en papel crepé; sobriedad patriótica que los concurrentes elogiaban repitiendo la consigna que el anfitrión había escrito en una cartulina pegada en la puerta de acceso: "Debes luchar, amar, saber, creer". Subir los treinta y tres escalones, uno por grado de logia, cansa a cualquiera, dijo Germano, explicando los inconvenientes respiratorios que provoca en el invierno la cercanía del río. Las goteras del techo y las paredes ayudaban a su demostración.
Los asistentes se sentaron alrededor de la mesa que dominaba el centro, bajo una lámpara débil dirigida hacia la cabecera. El presidente, antes de apropincuarse, pasó por detrás de cada uno, colocando su mano sobre el hombro; apretaba fuerte, para emplazar energías esotéricas.
– Pasa lista con la yema de los dedos -le dijo por lo bajo el profesor a don Grimaldo.
El doctor Germano, la Rupe, Saldívar, el Lutero, Ramón, la Tetona, Serrao y uno de los policías de apellido Sosa, en representación del Sherí Campillo que no pudo asistir, se dispusieron a comenzar. Farnesio dio inicio con palabras que, progresivas, se convirtieron en un encendido discurso.
– Camaradas: tengo alta la mirada y la voz de la esperanza amanecida. Estamos aquí los mejores hombres y mujeres del barrio; y por esa misma razón, don Grimaldo Schmidl no podía estar ausente de nuestras reuniones. Este hombre lleva a cabo una búsqueda patriótica, rastreando el fondo, qué digo el fondo, el trasfondo de la historia, los sentidos de una nación imperecedera; así es, en las inmundicias del río, nuevas señales del pasado nos contemplan y un porvenir nos espera. Un río sucio, sí, sucio pero nuestro. Aguas en las que don Grimaldo, más allá de toda materialidad, busca un legado que nos pertenece. Nuestro amigo, y esperamos que desde hoy hermano, rastrea documentos de alto valor histórico. Estoy convencido de ese legado. No es otro que los cien libros en veinte tomos en que don Juan José Barón del Pozo escribiera su Baropedia y de cuyo índice soy poseedor y celoso custodio.
El escribano enterrador dio una particular visión de ciertas claves de la vida nacional que, según dijo, se prenunciaban en los escritos perdidos a finales del siglo XVIII. El godo, autor de la Baropedia, comprometido con la causa antinapoleónica, escribió contra el corso y los iluministas diatribas que hizo extensivas a las revoluciones americanas, que defeccionaban en la exaltación del espíritu francés, por encima de su majestad Fernando VII. Este criterio, compartido por él, reforzaba las conjeturas que despertó el índice, con una serie de elementos que eran muestrario sensible de los tiempos difíciles que se vivían. Ahora, gracias a don Grimaldo podrían llegar más lejos, entrar en un tiempo de certezas.
No le resultó difícil ante su auditorio establecer una línea de pensamiento con aquel noble, afincado en el Río de la Plata, que ponía la contradicción histórica argentina más allá de "unitarios" y "federales", tarea por cierto ímproba, hecha ciento ochenta años atrás; pero, ¿qué es el tiempo para las causas nobles? preguntó a los presentes, mirando fijo a don Grimaldo. Hablaba con gestos ampulosos disimulando la inconsistencia de sus palabras. La pregunta, vieja para la retórica, hecha en base a la relatividad evocativa, recreaba la ilusión ya de pasado ya de futuro, convirtiéndose en el recurso que disparaba de nuevo su discurso.
Dicha la introducción, Farnesio dio por abierta la reunión de la hermandad, alisando el puño derecho deshilachado de su camisa. Llegaron los aplausos. Saldívar, emocionado, se levantó para abrazarlo. Su histrionismo sólo fue interrumpido por la Rape, que hizo un comentario sobre la hilacha, pero, hábil, le restó importancia. Después de todo, intuía, ese atuendo era provisional…
Don Grimaldo, objeto de la convocatoria en la logia, recibía palmadas en su espalda y agradecía la invitación. Cuando llegó su turno, se explayó sobre el agua, el barro del Riachuelo, la remoción de materiales inorgánicos, la podredumbre, los olores que rodean el trabajo; escapaba a preguntas incómodas. Cuando el poder se emplea mal tiene caprichos de hijo único, reflexionó para sí, mientras su lengua volvía anécdota el miedo de Ramón cuando, al filo de la noche, río abajo, el Irlandés contaba de alimañas prehistóricas que posiblemente emergieran de ese fondo.
– Es todo muy húmedo -dijo Serrao que no había abierto la boca.
Luego de informar y evaluar los resultados de la colecta, levantaron la reunión. Farnesio acompañó al grupo hasta la vereda, le ofreció otra changa a la Rupe en la funeraria y saludó a cada uno, apretando nuevamente y con más fuerza los hombros, inclinando la cabeza con los ojos cerrados. Le hizo un gesto a don Grimaldo para que despidiera al profesor y se quedara. Así fue. Una vez solos en la vereda, mirando el tilo que rodeaban unas tejas en simetría circular, abandonó el "don" para tutearlo. Al cantonés lo molestó sobremanera. En forma directa, sin tapujos, le pidió algunas precisiones sobre la embarcación.
Una vez en el living el escribano fue directamente al grano.
– Te felicito por la maniobra, che; es mejor que aún no conozcan el verdadero contenido de los cofres. Debemos actuar rápido. Hay malestar en la armada, la aeronáutica y el ejército; cuestionan a Frondizi, lo acusan de veleidades castristas, el Presidente va a tener que romper relaciones con La Habana.
Don Grimaldo estaba intimidado.
– Eso no es nada. Sé también que acaba de firmar un decreto para que sean intervenidas todas aquellas provincias donde ganen los têtes noires.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó don Grimaldo, ganado por la desconfianza.
– Me lo dijo Ricardo Klement.
– ¿Quién?
– Eso no importa ahora. Se viene el golpe y ya tenemos nuestro hombre -amplía Farnesio-. El Presidente está cada vez más condicionado, se acercan las elecciones y ya se decidió no entregarle el gobierno a la Unión Popular; hay un decreto en el cajón del escritorio, sabemos que aunque no lo firme, el general Martínez Salas lo va a ejecutar igual; así que Framini, si gana, se vuelve a casa.
Don Grimaldo permanecía callado.
– El presidente de la cámara de diputados es nuestra carta -continuó-, está dispuesto a hacer todas las concesiones imaginables para mantenerse en el poder. Cuando asuma Guido nos va a firmar nuestra potestad sobre el lecho del Riachuelo, Grimaldo, ese hombre es un títere, va a firmar todo lo que queramos.
Caminando hacia su casa, recordó un comentario del profesor Serrao; sobre fines del siglo XIX un diario inglés escribía textualmente: "En la Argentina, para hacer un negocio, había que comprar desde el presidente de la República hasta el último portero". No era muy tarde, en el centro de la plaza de Valentín Alsina un telescopio apuntaba al cielo con un cartel donde el astrónomo escribió CINCO PESOS de manera muy visible. La fama de un espectáculo que se hacía en el obelisco había llegado aquí y muchas familias con sus hijos contaban sus monedas para mirar por él. Don Grimaldo también desembolsó la plata, le pareció más que conveniente el precio que la ciencia le puso al cielo. Las estrellas, minúsculas, adquirían inexplicablemente un brillo extraordinario.
XII
Encuentros y desencuentros, hallazgos y desapariciones.
Cierta terquedad me decidió a quedarme, un empecinamiento de los afectos; más que una identidad, un capricho aclaratorio que, por más edad que se tenga, todo niño necesita. Llevaba más de tres años en un paisaje agobiante, patético, desnudo esqueleto para soportar el material de la pobreza, lo seco y lo mojado. Tres años durante los cuales los acontecimientos, azarosos, desbordaban la búsqueda individual en la que, por otra parte, parecía no hallar a quién ni cómo.
Las impresiones escritas debajo del ventanuco en mis cuadernos se habían nutrido de tanto material extrapersonal, que ensayé a partir de ellos un orden diferente. Descubrí en las diversas relecturas que narrar era hacer una discriminación ideal en el interior de una totalidad desagradable ya dada.
Garabateo el cuaderno abierto: no son palabras, sino dibujos a los que la torpeza da cierto aire infantil. Creo que Vico sostenía que la literatura nació de la curiosidad, hija de la ignorancia. Mientras escribo rastros de otro pienso en mi falta de originalidad.
No busco ser original porque carezco de ingenuidad.
La perdí hace tiempo…
TERCERA PARTE
Pero el mundo que me era reconocido
se me ha aproximado, familiar,
se ha hecho conocer y poco a poco
se me ha impuesto, necesario, brutal.
PIER PAOLO PASOLINI
XIII
Llegué a la puerta de la botica muy temprano y vi colgando un papel roto; alcé del piso un trozo del rompecabezas, era una hoja mimeografiada:… ndizi, representa a espaldas de los trabajadores argentinos, los únicos y verdaderos repres(…)ntes de una alternativa revolucionaria. A(…) y (…amos el camino de la Agrupación (…)ronista de la Resistencia Insurreccional, U(…)ncos, 19(…).
Con la persiana semilevantada, Zarza se disponía a limpiar la pegatina, el agua rebotaba en las ondulaciones metálicas salpicándole el guardapolvo.
– Buen día.
Asentí con la cabeza y otra voz, dormida, dejó su aliento en mi espalda.
– Buen día -dijo la Rupe que estaba con los dolores del mes-, necesito marrubio.
– No más de veinte o veinticinco gramos por litro -indicó Zarza.
– ¿Puede ser en tintura?
– Sí, pero tres o cuatro cucharaditas por día.
Un golpe en la vidriera delató afuera a Serrao que se restregaba los dedos en la solapa del sobretodo y hacía señas invitándose a tomar mate; habíamos quedado con el profesor de encontrarnos allí; le caí bien, estimaba mi cultura sobre música popular, me sentía contento de ser aceptado.
Zarza terminó el despacho de la Rupe y con ademán de cabeza y sonrisa acogedora le hizo señas de que entrara.
– ¿ La Tetona lo puso al tanto? -la cara circunspecta del profesor delataba que no quería hablar de su problema delante de la mujer y mintió una afonía; el boticario le recomendó una infusión de yerba de perdiz, jaramago, llantén y flores de malva, a la que, una vez en ebullición, debía agregar borato y bicarbonato de sodio, y después hacerse unas gárgaras.
– Pasen para el fondo.
Las mateadas en el patio trasero bajo el parral eran una costumbre cotidiana. En semicírculo, con la pava dispuesta, absorbíamos el aire matinal impregnado con los aromas que, desde los anaqueles, despedía la herboristería.
– No sé por qué cuando lo veo a usted o al doctor Germano, me la paso hablando de ñañas -comentó Serrao.
– Estamos en edad, profesor.
Con los primeros mates la conversación derivó a pedir del historiador que, sin la afonía circunstancial, reflexionó sobre la aplicación histórica de los conocimientos en la realidad, argumentando contra la Academia que seguía rechazando sus argumentos respecto de El Saucecito. ¿Qué se puede esperar de una operación estratégica sobre un objetivo modesto y con medios insuficientes? La batalla era la parte más importante de la guerra, en ella estaban empeñadas todas las tropas de combate y toda su potencia de lucha se desplegaba para alcanzar la derrota del enemigo. Estaba en discusión la hora del veneno en los pastizales. Según su versión, el día anterior a la refriega López mandó envenenar los pastos, así que cuando la caballada unitaria comió, se quedó de a pie, y bastaron unas pocas horas para que los federales dieran cuenta de ellos. Violín y violón, dijo, pasándose el dedo índice por el cuello a modo de afilada cuchilla, en el tono épico de los cielitos. Luciano de Montes de Oca era un militar de lógica europea: "No hay medio de reducir sino por el terror y la muerte -había dicho-; es preciso fusilar por lo menos cincuenta, sólo así quedará este paraje sojuzgado y sano, para esto es preciso que me manden un capellán, porque es horrible matar a estos salvajes sin proporcionarles auxilios espirituales".
Comprobó en sus estudios, y eso lo deslumbraba, la perspicacia del mariscal para dejar al enemigo de a pie; mujeres, niños, enfermos e inválidos trabajaron en la copiosa tarea de envenenamiento. Destacaba el valor del pueblo en la lucha armada. Los pájaros estaban aletargados, los unitarios estupefactos presenciaban la muerte de sus caballos. Se preguntó qué droga o yuyo usaron. Montes de Oca intentó envolver el flanco derecho de los federales bajo el fuego directo de la artillería y realizó una desatinada maniobra de infantería. Entonces Estanislao López, guiado más que por teorías estratégicas por su propia intuición de caudillo, aferró el frente del enemigo atacando decididamente el flanco izquierdo y precisamente en ese lugar, precisamente ahí, fue donde la caballería de Montes de Oca no pudo hacerse presente. Una pequeña Austerlitz, dijo, una perfecta contramaniobra que desgravita su propio frente, un ejército superado ampliamente en número que logra, por una estratagema lúcida, la victoria. De la necesidad nace la intuición, reflexionó; porque, seriamente, no puede hablarse de disciplina ni educación militar en ninguno de los dos bandos. ¿El combate propiamente dicho? Unos cuarenta minutos, no más. Evitó describir las escenas de pánico, los caballos muertos, los cuerpos, la carne aciruelada de ése y tantos otros campos. ¿Qué veneno debieron usar?
– Posiblemente cicuta -argumentó Zarza-, que no mata sólo a los filósofos. Paracelso explicó que la cicuta puede confundirse con el perejil. Produce sed, dolor de cabeza, dolor de estómago, delirio, y por último un enfriamiento general que precede a la muerte.
– El número en una guerra es un error -amplió Serrao-, puede que en el letargo o en el delirio los unitarios vieran que la gente de López se multiplicaba.
– ¿Un amargo?
– Bueno.
– En las cenizas de la yerba se hallan sodio, potasio, magnesio, manganeso, cal, hierro, litina y vitamina C -se explayó el boticario, afecto a las demostraciones botánicas.
La ronda de mate llegó a mí.
Zarza se lucía contando que, en 1890, Alejandro Dumas escribió en Le Matin que "el mate es una bebida tonificante, de un gusto tan agradable como el té; si se le agrega, como yo lo hago, una pequeña cantidad de cognac o kirsch, se obtiene una bebida que se gusta con tanto placer como el grog americano, el más complicado".
– ¿El grog? -pregunté.
Para el historiador una complicación era algo a desentrañar; para Zarza simplemente una enfermedad o un parto.
Deme la mano, abuela, tengo un dolor insoportable, una espera insoportable, la semana pasada me pidió más libros, La montaña mágica y un libro de poesía de Catulo; me los metí por ahí, pero me negué a hacer lo mismo con el tocadiscos, dice que la música facilitaría las cosas, que está escribiendo, que le es placentero hacerlo con música, que lo inspira más, ¿se da cuenta?, ya inspiro, abuela, espiro; dice que no me queje, para él también es un esfuerzo, que la palabra es así, ¿se puede tratar así a un ser humano, abuela?, mire mi cuerpo, al Cholito no le intereso en este estado, le resulto desagradable, debo estar muy fea; ¿qué dijo el doctor?, llame al escribano, abuela, hay que desalojarlo, no lo quiero más ahí, no lo quiero más en ninguna parte; me pide que aguante un poco que ya va, que ya va, que ya termina; para cuando termine, el Cholito no me va a querer, abuela, voy a ser una mujer muerta, la partera me aconseja calor, que la temperatura le resulte insoportable, que me agache como para cagar, que haga fuerza, que se trata de una expulsión, me dice; que sea menos maternal, que lo expulse, pero no es tan fácil, a veces creo que cuando salga lo voy a extrañar, qué loco, ¿no?, el parto es un proceso, la escritura es un proceso, ¿hace demasiado calor?, ¿demasiado hacer adentro? ¿una fantasía mía?; vamos a necesitar un nombre, una manera de llamarlo, algo que confirme lo que sale; a veces pienso si entre tanto plasma estoy en mis cabales, ¿ahogado?, a veces pienso en meter mis manos y tirar de él, quizá si lo nombrara; ayer le hablé, le pedí por favor, como lo sabe pedir una madre, tiene que entender que ya no me queda líquido, que no puedo alimentarlo, que el último plazo es el día de la Virgen; me promete que va a salir antes, que me va a devolver la mujer, llame al Cholito, dígale que todo se trata de una horrible confusión, que lo siento mucho, pero que no me deje, que no me deje; el dolor, abuela, otra vez el dolor, ¿lo ablandé?, quizá si usted lo nombra, o la partera, qué sé yo, me dijo que ya falta poco, que ya termina, que lo suyo no es sólo un capricho, quizá si le diéramos un nombre, me dice que no lo llamamos de ninguna manera, que ya viene, que ya va…
Esperaba la presencia del hombre con cierta incomodidad, llevaba un viejo vestido de colección que el diplomático le compró en Praga veintidós años atrás, con motivo de una recepción que el representante de negocios inglés brindó a las delegaciones extranjeras en esa enigmática ciudad.
Conoció allí a una pareja que trataba de ocultar sus dificultades. Ella era una actriz norteamericana rubia, estilo Jayne Mansfield, que acaparaba la atención de los invitados. Cuando cruzó el vestíbulo del hotel, la reunión dejó de ser de formal etiqueta para transformarse en algo semejante a una comedia musical de Ziegfeld en pleno Broadway; se abrieron cortinas, aparecieron escalinatas, caballeros engominados, enmudecidos por la sinuosidad de las caderas y con sonrisas de oreja a oreja, que se acercaban a besar las manos enjoyadas.
Las presencias apabullantes lograban esas cosas, pero sólo una persona enigmática cambia el color de las reuniones.
Él era un diplomático belga que andaba por los cincuenta años, escondía sus sentimientos detrás de un enorme cigarro, la neblina del tabaco le daba un halo misterioso que ocultaba una neurosis pronunciada y ciertas perversiones que el Cholito se encargó de desentrañar. Una vez reconocidos, comenzaron a hablar de negocios agrícolas, comercio exterior, recibos, transacciones, duplicados, declaraciones aduaneras; el aburrimiento parecía irremisible cuando una pregunta estúpida los sacó de tema.
– ¿Tú puedes dar fuegou? -le dijo la rubia al Cholito en un castellano turístico, colocando el cigarrillo en una larga boquilla de baquelita dorada.
– Le hace juego con el pelo -dijo el Cholito.
– The tabaco también -rió la rubia-, es Virginia, como my name.
La conversación continuó en inglés, el Cholito era muy buen mozo y muy seductor, así que la noche terminó en el consulado argentino con más champagne, clarete y una charla sobre el carpe diem con ropas desparramadas y cuerpos desnudos cruzados en las alfombras del segundo piso.
– Pide el señor que lo disculpe -dijo el mayordomo interrumpiendo su memoria-, está retrasado en una reunión, en unos minutos va a estar con usted… ¿desea tomar algo?
– Un té frío, por favor.
El mayordomo volvió con la taza, ella agradeció con cierta distancia; mientras lo saboreaba, sintió que podía relajarse…
El Cholito no hacía otra cosa que mirarla y jalar morfina, un ensueño distante, tan lejano, que sólo atinaba a contemplar, desde la soledad, la fragmentación que proponían la piel de la rubia mezclada con la de su paraguaya. El belga gozaba de la exhibición, ordenaba posturas más cerca del equilibrismo que de la sensualidad, las mujeres obedecían a sus caprichos sexuales demostrando condescendencia profesional. La cansaba esa mezcla de gimnasia y fluidos que hacen de la piel un pegote escamoso. El Cholito, pasado de morfina, recomendaba aprender guaraní, una lengua muy sensual, muy bella; confirmaba con un grito álgido su satisfacción. Si se secan los líquidos, se seca la lujuria, decía, mostrando con desenfado la mancha que había dejado sobre el gobelino.
Cerca de las siete de la mañana, cuando se retiraban agotados, el extranjero sacó una flor del jarrón que estaba en el esquinero del vestíbulo y se la colocó en la mata de pelo azabache; le dijo que la poesía construye o destruye las cosas, que extrañamente, en el medio de esa construcción o destrucción, nunca hay nada.
No trató de entender, pero desde ese momento y hasta mucho tiempo después de ese encuentro, el Cholito aún le reprochaba por qué no se había cuidado.
Insiste en quedarse, abuela, me pide un libro, Dante, dice, la divina risa o algo así; este parto es demasiado doloroso, está muy crecido, la semana pasada pidió uno de Kafka y otro de Martínez Estrada, yo no tengo memoria para tantos nombres, tengo que anotarlos; se está preparando, escucho el combinado con la concha para arriba para que entre la música, pero no la usa para dormir como los demás niños, no, dice que adora a un tal Ginastera, a Antonio Tormo, a ése lo conozco, abuela, le canta a los linyeras; pesa demasiado, no puedo moverme, es el parto de un elefante, me parto, abuela, la matrona quiso convencerlo, pero él le contestó que no va a ningún lado, se retoba; no es que no quiere crecer, dice, pero no va a salir; la otra tarde se puso a cantar en voz alta "Botones y Moños", la escuchó por Dinah Shore en la radio; estoy desesperada, abuela, deben convencerlo, está cometiendo usurpación como los que estamos en el conventillo; es inútil hablarle de juguetes, es preferible hablarle de mujeres, ¿saldrá maricón?; también pidió un atlas para saber dónde está Praga, se la pasa pidiendo cosas; estoy desconcertada, dolorida, el Cholito sabría cómo solucionar esto, al menos lo retaría, los chicos escuchan la voz del padre, yo soy débil de carácter, soy la mamá, dos gritos suyos y estoy segura de que el niño se vendría, estoy cansada de hablarle, de convencerlo, es un vago, es un artista, ¿vio?, meto y meto libros por ahí; el doctor Germano dijo que le mande una revista pornográfica, pero no me atrevo, abuela, además quiero que se críe bien, quiero que el Cholito esté orgulloso y le dé su apellido.
– Preguntá lo que quieras -me dijo la Madame del Kimono.
Si pienso "mañana voy al campo", mi fotografía cerebral no será más que una parcela de césped, pero la fotografía va más lejos. Recordé los cuentos del Grial, el Rey pescador: un caballero no pregunta, basta lo que le cuentan.
– ¿Pensás como un hombre que tiene poder o como un hombre dolido?
La pregunta mordía. Los ojos de la Madame fotografiaron mi cerebro, mezcló las cartas y pidió que me persignara antes de cortar. La carta que se deslizaba desde la mano tullida hacia el tapete era el quinto arcano. El Sumo Sacerdote.
– El cinco es aquí 2+1+2. El uno, el principio unitario, equilibra el palíndromo numérico, actúa como mediador de dos aspectos del mundo material: el que tiende a la acción y el que tiende a la quietud. Esta carta viene después del Emperador y la domina, porque el Sumo Sacerdote es la inmensidad espiritual en todas las cosas y sin él no puede haber ninguna evolución. Su manto rojo es más largo y más grande que el del Emperador y la Emperatriz, es más potente, puede envolverse a voluntad en la materia, la ropa azul determina debajo del manto la potencialidad de las actividades psíquicas. Invertida es muy mala, es un ser abandonado a su criterio, a sus instintos.
El fósforo es un fogonazo civilizado, bajo control, igual que el disparo de un arma; es inevitable pensar en la muerte: la Madame encendió una pipa e hizo anillos concéntricos, la luz abrió más el iris de su ojo derecho, el fuego disparado se tornó rojo y luego de un amarillo intenso, hasta desvanecerse como una pequeña puesta de sol en azul y anaranjado, que se apagaba mientras la llama consumía la madera.
– ¿Ves ese río? -señaló con su mano artrítica-, es ese río ancho con sus ondulaciones plomizas que viran del azul profundo al verde petróleo, con marrones atigrados tan parecidos y tan distintos.
Me hablaba de agua, de líquido en su estado más vulnerable, decía algo de un líquido quieto, de una docilidad oriental.
– No preguntar es estar quieto -agregó-. El Diablo representa un principio de actividad espiritual que trata de penetrar la materia. El Diablo necesita cubrirse con ella para materializarse, es la única manera de ceder a sus instintos. No busques donde no hay, no busques lo que no hay. Vas a escribir algo que te va a salvar. Pero tené cuidado, imaginás una familia pero hay aquí violencia designada por sus conexiones, mirá bien los cuernos de la carta. La antorcha del Diablo ilumina el mundo de la ilusión. Es poco lo que tengo para decirte. Vos creés que no naciste, porque no los conocés, pero eso no debe preocuparte. Vos vas a ser parido verdaderamente en la escritura.
El humo de la caldera se mecía en el ambiente. No sentí ánimo para preguntar nada, no quería mostrar mis sentimientos, mis aspectos menos sólidos.
– Buscás una madre.
– …
– Buscas una vagina para volver.
Intuía que de no hablar, era obvio que no podría hacerlo nunca sobre ésta o ninguna otra cuestión.
– Si no preguntás vas a ser maldecido.
XIV
Según Gauderio, los Uturuncos quemaron una linera y antes de guarecerse nuevamente en el Cochuna despojaron a los dueños de una camioneta asegurándoles que eran guerrilleros, no bandidos, y que les devolverían sus relojes el día de la liberación. Los Uturuncos no estaban derrotados. En el monte, los guerrilleros caminaban y esperaban, en la ruta 65 habían atacado a tiros a un jeep de la policía que huyó sin intentar respuesta; pero Pedro Velárdez, quien conducía el camión, abandonó a sus compañeros y se entregó a la policía dando detalles precisos de los movimientos: Loco Perón y René, dos jóvenes menores de edad, se entregaron sin resistir al ser descubiertos. Aunque la información era confusa, todos creían en sus palabras sin más trámite.
– Voy a poner la mesa -dijo Julia.
– Poné lo mejor, hoy los invito.
Me dispuse a ayudar, corrimos sillas y estiramos manteles mientras esperábamos la presencia del farmacéutico y el profesor. La novedad fue que uno de los hurones había muerto y la pareja escapó para cruzarse con las ratas; mientras Eusebio se lamentaba sin justificar la calentura del bicho en soledad, Julia le recriminó que iba a hacer lo mismo cuando ella estuviera del otro lado. No pude dejar de reírme de la situación, había exuberancia moral en el modo del almacenero y paradoja en su mujer.
Serrao y Zarza llegaron impuntuales, con los manjares ya servidos, pero eso no les impidió acaparar la conversación, haciendo del resto de los comensales público ajeno a sus discusiones. Había una mesa especial para los vinos, un Antiguo Castillo Espiño, elaborado con cabernet sauvignon de las mejores zonas vitivinícolas del país; un pinot noir sobre el cuadrado blanco del mantel contrastaba su color con un Castel Chandon, cuya bodega, explicó Serrao, jactándose de buen profesor y mejor enólogo, los franceses acordaron instalar el año anterior, luego de que eminentes técnicos, particularmente monsieur Poirier, vinieran al país para estudiar las mejores zonas enológicas.
Zarza estimaba que cualquier insurrección necesitaba de la prosapia racional que le podía dar el bolchevismo euroasiático; Serrao en cambio lo consideró una falacia, agregando, irónico, que nunca viene mal un poco del positivismo de la revolución burguesa europea, con hombres como Gabriel Honoré Riquetti, ideólogo conocido como conde de Mirabeau, marqués de Lafayette o duque de Chârtres, uno de los primeros jefes militares de la gloriosa revuelta.
– ¿Habla de burgueses, profesor? -preguntó Zarza.
– Y usted de orientales.
– Me niego a hablar en estos términos con usted.
La cena y la discusión avanzaban entre palabras y nombres como comando, Che, molotov, lucha armada, tirano prófugo, gorilas estalinistas, Cooke, liberación, y la imperdible conjunción de neoniponazisfachofalanjoperonistas que Zarza descerrajó ofuscado, hasta que fragmentos efervescentes como aquel que define la buena elaboración de la champaña cayeron en las copas, comentándose con fruición y entendimiento cómo el proceso de segunda fermentación en botella asegura una conjunción íntima entre el vino base, las levaduras y los elementos clarificantes.
– Me gustaría tomar un Barón Bertrand en uno de sus tubos de análisis -le dije a Zarza.
– Quizá la Roña se preste a mear en ellos -replicó Eusebio viéndola entrar, ante un estallido de carcajadas generales.
Julia gesticuló pasando por sobre sus labios el índice y el pulgar a modo de coserse la boca; la repulsión es tal que ni siquiera la puede echar, tanta pobreza y suciedad la intimidan. La Roña tartamudea y por vergüenza habla poco; no va a hablar bien, le dijo Marchena, hasta que no encuentre el amor, pero, ¿quién se fijaría en ella?, ¿sería un amor con intermitencias como su palabra?, su casilla es la más pobre del Irupé y su sentimiento no publicado, también.
– ¿Qué querés? -le preguntó Eusebio.
– ¿Puedo llevarme algo de comida?
– Claro que podés -dijo Gauderio-. ¿Querés llevarte ropa?
– El otro día vi en un figurín viejo uno de los vestidos que Paco Jamandreu le hizo a la santa -dijo Julia, afecta a las revistas del corazón.
La Roña envolvió parte de las sobras en un trapo, hizo un atado y agradeció al tiempo que se iba.
– ¿No será una exageración? -preguntó Eusebio, viendo salir a la Roña vestida de novia.
El botín robado a las organizaciones populares por las fuerzas armadas intervencionistas, la liquidación de las estructuras nacionales de protección económica para el desarrollo independiente de nuestra patria, la derogación de la Constitución del '49, los fusilamientos, la entrega de nuestras fuentes energéticas, los crímenes contra el pueblo, la movilización de los obreros y su represión, los tribunales Conintes, el avasallamiento de la voluntad popular, constituyen todo un testimonio de falsedad de la paz que nos quieren hacer creer que gozamos. Es aun más patético este estado de guerra en cuanto aún conservan como botín la bandera más sagrada para los sentimientos de los humildes, el cadáver de Eva Perón.
Es imperiosamente impostergable que los cuadros no entregados ni comprometidos con la burocracia conciliadora realicen una valoración objetiva y valiente del marco de posibilidades. Creemos que sólo en relación con los trabajadores, junto a ellos y con ellos, descubriremos nuestro papel en la lucha por la liberación de nuestra patria. Uturuncos (¿?), 196(…).
Cuando se declaró el fuego en la barraca del Beto Mendoza, la reunión en la boite del Salmuera estaba muy avanzada. Las pupilas hacían comentarios sobre la Rita, maquillada como una novia, que daba la impresión de estar lista para un trabajo especial; el anfitrión levantó la copa en su honor y el doctor Germano, con la frialdad que lo caracterizaba, habló de lo que llamaba las perversiones de Dios.
– Ahora se acuesta con el Señor -dijo.
– Una Magdalena al fin que, con perdón del Padre -completó el Lutero-, puede dejar contento a más de un santo.
– Está vacía, es toda cavidad, es toda vagina -aseveró el médico en voz alta.
Todos presintieron la índole perversa de sus palabras, se produjeron cuchicheos reticentes, pero el doctor Germano no se amedrentó y continuó hablando sobre el rigor mortis del cadáver, con una inclinación animista tan particular que atrajo la atención de las chicas, sustraídas no por lo científico, sino por lo desconocido; la solemnidad de la muerte rodeaba la conversación y devolvía a la Rita una singularidad evanescente. El Lutero se quejó, con cara molesta, diciendo que ése no era tema de conversación para una despedida, pero el doctor Germano mantuvo su disertación, tincando la uña de su dedo pulgar sobre la de su dedo índice. La tensión cadavérica se debe a la no aceptación por parte del muerto, a su indecisa situación corpórea, que vaya a saber uno por qué razón debía ser abandonada; imaginen el susto súbito, dijo, de quien se pregunta por qué a mí, por qué yo, mientras en el purgatorio cotejan que no se trataba de un desmayo y ponen los papeles del alma en regla; los ángeles en tanto intentan disuadirlo, que se relaje, que acepte la nueva condición, que se lo venían avisando, que no hay retroceso, ya está, que no se haga el gil, que ya está bien, ya está bien… hasta que la terquedad del finado se desvanece y termina por entender que hay que empezar otra cosa.
– La cosa no es decirle que todo termina, sino que empieza algo nuevo -concibió el Lutero, reivindicando el sentido de la vida resurrecta.
– Para estos incrédulos el cielo no pasa del cielo raso -completó Farnesio.
El Vasco invocó, como emocionado comentarista de radio, la suerte astral del centroforward de El Porve, dopo del milimétrico pase que cabeceó sin despeinarse para dejar el balón dormido en el fondo de la red. La Yoli asoció el relato con el peinado de la pobre Rita, dormida, a la que le cambiaron el platinado por un severo medio luto, caoba clarito, que imitaba el lustre del cajón.
Farnesio echó a las chicas y se pasó con Germano y Saldívar a unos silloncitos, a medias iluminados. Esperaba al Sherí Campillo y a un hombre llamado Jaime Solórzano.
– ¿Qué le pasa a ése? -le preguntó malhumorada la Yoli al Vasco que miró fijo las tetas que se bamboleaban.
– Detesta que a sus espaldas las chicas lo llamen enterrador.
Recién llegado en compañía de Solórzano, el Sherí pidió café, unos whiskies, y antes de acomodarse hizo la misma pregunta.
– ¿Y el Pardo? -preguntó Farnesio.
– Pasó con Silvina -respondió Germano.
Hablaban entrecortados por la música. En una pequeña tarima alfombrada contra la pared rugosa en la que rebotaban dos focos rojos, la Yoli ejecutaba su striptease, serpenteando la lengua entre las tetas sostenidas en sus manos, se ponía bizca simulando un éxtasis tan fingido como improbable; abría y cerraba alternativamente las piernas; de espaldas, agachada, separaba con sus dedos, leves, las nalgas. El barman manejaba las luces desde la barra con direccionalidad genital; desde las sombras del salón las voces del público eran soeces, escatológicas. La Yoli bajó semidesnuda; buscaba la puerta del baño de mujeres. Otra de las chicas, en su lugar, repetía las contorsiones y los mohines; el único cambio, con suerte, era la ropa. Vestida, otra vez en el salón, la Yoli acudía a los llamados de los clientes.
– Cuánto cobrás una "francesa" -preguntó Saldívar, deteniéndola por el brazo.
– ¿Grupal? -contestó con una sonrisa, señalando a todos los de la mesa.
Se rieron de la ocurrencia, la Yoli siguió su camino y se chocó con el Pardo, a quien nada le despertaba interés y además estaba allí convocado para un trabajo.
El incendio de la barraca no era el primer atentado piromaníaco: en la zona de Alta Gracia, Córdoba, se había atentado contra la empresa extranjera Shell-Mex y ardieron tres millones de litros de nafta y cuatrocientos mil litros de gasoil, en Mar del Plata habían incendiado en forma intencional la planta de almacenaje de la dirección de Gas del Estado, destruyendo mil cuatrocientos tubos de gas.
– Hablan de prepotencia policial, ¿se da cuenta, Solórzano? -dijo el Sherí Campillo.
– Poco importa eso ahora, comisario. Hay que pensar en grande. La presencia del príncipe de Edimburgo -comentó Solórzano- es lo único que retrasa el derrocamiento de Frondizi. Me acaban de informar que se alzó Toranzo Montero, lo que hace que esta situación sea irreversible. Una vez consolidado el éxito de nuestra gente…
– El dueño de la barraca está dispuesto a colaborar con la hermandad -aclaró Farnesio sin que mediara entusiasmo por parte del invitado.
La explicación de Solórzano los retrotrajo a las elecciones de marzo, bautizadas como catástrofe para el oficialismo; completó el cuadro con una serie de estadísticas sobre votos, cantidades nominales de diputados y gobernadores que se habrían hecho cargo del país si las fuerzas armadas, noblemente sacrificadas en aras de la nación, no pactan este justo derrocamiento. ¿Cómo seguir actuando? Cada uno recibirá sus órdenes en el momento oportuno.
Farnesio hizo una seña y el Pardo se sumó a la reunión.
– ¿Qué vamos a hacer con Grimaldo? -preguntó, pecando de ingenuidad.
– Escribano, ¡¿usted en realidad piensa que esos cofres existen?! -espetó Solórzano riendo.
– ¿Y Gauderio? -saltó Saldívar, metiéndose el dedo meñique en el oído tratando de ampliar su campo auditivo.
– Nuestro informante -interrumpió el Sherí Campillo- dice que lo vio repartiendo volantes con otro tetas nuar cerca de la barraca, iban en un DKW. Uno de los Sosa quiso detenerlos pero salieron disparados.
– ¿En un DKW? Pero de dónde va a sacar plata para un auto ese muerto de hambre -interrumpió Farnesio-, sus milicos están sugestionados, comisario, no tiene un cobre partido por la mitad; si todo eso fuera verdad, los Uturuncos ya habrían recibido armas soviéticas y estarían a las puertas de la Capital.
El Salmuera se acercó a la mesa interrumpiendo la conversación, los invitó a pasar con cualquiera de sus pupilas, ¿Silvina?, ¿ la Yoli?, ¿Elvira?; Solórzano declinó la invitación sin amabilidad y le pidió al Pardo que lo acompañara; Farnesio y el Sherí Campillo -decidido a entender el ofrecimiento como una "contribución voluntaria" con las fuerzas de seguridad, por demás legal- se internaron juntos en uno de los cuartos y permanecieron acostados, con los ojos abiertos. Una humedad muy suave entre las piernas delataba la presencia de dos anguilas, la succión era perfecta; Farnesio miró al Sherí buscando una explicación más convincente sobre su situación personal, pero el comisario, con los ojos cerrados, se concentraba en otra cosa; pensó entonces en Gauderio con todo el desprecio que le era posible y una flaccidez no deseada comenzó a preocupar a la pupila que lo atendía.
– ¿Un auto? -murmuró Farnesio, pensando en su Káiser Carabela.
– No se extrañe, Farnesio, vaya a saber uno; pero dicen que ese negro hace cada cosa con las palabras que…
Después de hablar con Solórzano, el Pardo caminó solo hasta su casa recordando las plumas que el disparo hizo brillar, una explosión que le cegó el sol, una luz impune de colores terracota y negro flotando sin lugar fijo.
El frío alejó a los bichos. A puertas cerradas, el olor de la fritanga, reconcentrado, impregnaba el ambiente. Lutero tenía un mal día. Con el gorro calado hasta las orejas, se disponía a envolver la bufanda escocesa un tanto sucia alrededor del cuello cuando Gauderio lo invitó a compartir la cena.
– Acá tiene -dijo, estirándole un vaso de vino.
Lutero era el mote que le puso Serrao, por ser hijo natural del sacerdote, pero también lo llamaba "el hijo laico"; decía que el muchacho tenía el rostro por demás pálido y una expresión de rencor teológico, un conjuro de amenazas que parecía formar parte del plan universal de Dios, aunque la necedad no lo eximía ni de sus miedos ni de sus excesos.
– Quédese -invitó Gauderio.
El incentivo no le sacó sonrisa, pero ponderó con un gesto el sabor seco del tinto que le supo igual al chasquido de lengua de Anahí.
– La pobreza y el frío no se llevan bien -dijo Gauderio.
– La pobreza no se lleva bien con nada -respondió el Lutero.
Gauderio extendió el convite para la cena y con el desconcierto de la Tetona, la Rupe y el Vasco, le pidió a Julia que preparara la mesa y trajera los platos.
– Me tengo que ir.
– Quédese, hombre -insistió Gauderio sin levantar la mirada.
– Quédate -repitió Eusebio, mientras su mujer extendía un elegantísimo mantel de abopohí blanco con bordados en el mismo tono sobre tres mesas.
Lutero miraba desconcertado, ¿de dónde habían salido esas cosas? En el centro, un pavo grande descansaba sobre una bandeja de plata en cuyo lecho se desflecaban papeles celestes y blancos, decorando con apios, rodajas de ananás, sólidos rectángulos de queso y dados de manzana, la carne blanca.
– Cuando habla de los Uturuncos no repara en gastos -ofició irónico Serrao.
En el extremo, un enorme jamón desgrasado, condimentado con especias de Esmirna y adornado con soberbias ramitas de perejil, se oponía a otras tres bandejas, una con gelatina amarilla, otra con jalea de ciruela y una honda, desbordando mazamorra, con la que la Tetona manchó su pechera. Gauderio ocupó la cabecera sin vacilar, hundió el tenedor trinchando con fiereza en la carne blanca; habló con pericia: "Ya llegará nuestro día", dijo.
Nada le gustaba más que estar en la cabecera de una buena charla con una mesa bien abastecida. ¿Ala o pechuga? Dos antiguas licoreras de cristal, una con jerez y otra con oporto, esperaban el momento de ser vaciadas. Varios litros de cerveza negra y una botella de Extravis, un aguardiente catamarqueño de punzante y delicado sabor, hicieron de las suyas entre los comensales.
El Lutero, preocupado por la milagrería, temía que le pasara como a Saldívar y el murmullo lo tentara a no sabía qué cosas. El profesor le dijo que en ese caso había que hacer como Ulises y atarse a la pata de la mesa.
– ¿Como quién? -preguntó la Tetona comiendo mousse de limón.
Lutero, borracho, con ojos de conejo encandilado, acodándose en la mesa, acusó a Gauderio de paganismo, desafiándolo a que dijera la palabra "blanco" e, ipso facto, cambiara de color.
– Calmate y fumá conmigo uno de estos habanos iguales a los que el Comandante le regala a Churchill -le dijo Serrao-, los placeres están más allá de la ideología y la mística.
– Sólo el placer acepta cómplices -amplió Zarza.
Lutero olvidó su pelea con Gauderio y aceptó la invitación; se ahogaba en una bocanada interminable que le ardía en el paladar.
– No lo toree al profesor Zarza -intervine riendo.
– ¿Un poco más de Extravis? -invitó Zarza, que no se perdía ninguno de los encantamientos gastronómicos.
A esa altura la revolución se manifestaba en los botones prominentes que marcaban la pechera de la Tetona.
– ¿Supo algo de la mujer? -me preguntó el Lutero, sin despegar los ojos de los pezones.
– Lo único que sé hasta hoy -le dije- es que su amigo Saldívar no es simplemente un trabajador de la construcción y que Gauderio no es simplemente un negro liberto.
Una foto de Sartre con saco y corbata acompañado de un gato en un típico café parisino me terminó de sacar la resaca de la noche anterior. Era una foto ridícula, salvo que el filósofo quisiera resultar snob. La foto, al menos, dejaba datos precisos. De datos era lo que carecía mi búsqueda. Pensé en ella, nada era preciso y no por el mutismo, sino por el desconocimiento de los demás, que era mucho. Los acontecimientos cotidianos, vertiginosos, me habían desviado del objetivo central de mi estadía. Se me imponía saber si la historia era todo o sólo un aspecto del destino humano, si la víscera individual estaba o no por encima de la vida colectiva. Le monde c'est ta maman, me dije riendo. Busqué mantener cierta racionalidad a la hora de elegir mis actos del día y sentir menos absurda mi condición. El antes y el después son fórmulas que separan; la circunstancia, siempre azarosa, se convertía en debilidad mágica. Podía sentir correr el tiempo, captarme como una unidad de concepción.
Estar aquí era el lugar del pasado. El saco negro del filósofo en la fotografía fijó en mis ojos el estilo de corte de un traje y la textura de la tela que sentí más familiar al acariciarla entre mis dedos. Las presunciones no elucidadas oscurecen el problema del recuerdo; si el pasado era un trazo en el presente, el guarda seguiría arriando los rieles del trolebús, Gauderio pondría mesas ya puestas y la navegación de Grimaldo gozaría de cierta inmovilidad.
¿Y las cartas de la Madame?, ella esperaba mi pregunta para que se activara otra vez el mundo. Volví por un momento a las faldas negras de la abuela camino al Hospital de Niños, la caricia sobre mi cabeza se repetiría eternamente.
Sólo a veces tomaba registro de estas cosas; si el recuerdo era esbozo y localización memoriosa, la ausencia de Esther era imposibilidad.
El trato con el Salmuera no funcionó. La niña no era una prostituta, cumplía una tarea sanadora distinta de la que ejecutaban las muchachas bajo su mirada vigilante y amenazadora en la boite.
– Se la compro.
La cabeza de la Madame del Kimono giró negativa. Salmuera se dispuso a tirar una cifra…
– Quinientos.
Él mismo se encargará de que el doctor Germano la revise para garantizar la virginidad de la niña, es una operación rápida y sencilla; ella va al consultorio con la niña, puede estar presente, la abren de piernitas para un tacto, pero más delicado, claro, como le hacen a las otras pupilas: si comprueba que la telita está en su lugar, el trato está cerrado.
– Novecientos.
Se encarga de hablar con el doctor Germano para que se enguante la mano, es una conchita tan pequeña, sobre todo sin uso; va a controlar que no se tiente, por su profesión es un poco perverso; pero eso no viene al caso; se va a encargar personalmente, habla con seriedad; no habrá abuso ni impunidad profesional, no es más que una revisación médica y él es el más interesado en que la telita esté intacta…
– Mil.
No lo malinterprete, sólo quiere estar presente para protegerla, sepa entender, no para verla con las piernitas abiertas, ni para acercar su mano a ese lugar sagrado; se siente en condiciones de saber si la niña es virgen sin tocarla, pero para la transparencia del negocio, mejor la ciencia…
– Mil ciento cincuenta.
No tiene de qué preocuparse, él paga la consulta, puede quedarse con el dinero pactado en su totalidad, tampoco debe hacerse cargo de la revisación mensual ni de los gastos de permanganato o penicilina, una droga nueva, le comentó Germano, que cura cualquier complicación; Dios no quiera que alguna pudrición la perjudique; ya sabe, aunque uno toma sus recaudos… la platita es limpia…
– Mil trescientos.
Piénselo, la oferta es buena de verdad, ella es muy aprendida; le puede enseñar, no crea que es un ogro, por el contrario, es un hombre contraído al trabajo, un profesional, un papi, así lo llaman; un verdadero papá, que sabe lograr las cosas más singulares de las chicas que regentea; es más, no hay de su parte disfrute alguno, lo suyo es un trabajo profesional. Lo que hace no está nada mal, pero con él, seguro, la niña mejorará sus dotes…
– Mil cuatrocientos veinte.
Es más, si pactan, pueden hacer trabajos a medias, no en la boite, claro; tiene contacto con personas por demás influyentes, gente de la Capital, algunos vinculados directamente con el poder; de todas maneras, cualquier trato lo haría después de la revisación, una desfloración de este tipo se paga muy pero muy bien, qué le va a explicar, ella sabe de qué se trata, también se puede hablar de participación en las ganancias, él se encarga de conseguir un lugar más lujoso, un trato por demás honesto, puede dejarle algo adelantado, para que solucione algunos problemas y le compre a la niña lo que le haga falta…
– Mil quinientos…
Puede confesar la verdad, esta niña, usted lo sabe muy bien, está para más, para mucho más, cree que si aprende a hacer ese chasquido con los labios de abajo, es un producto por demás exótico, demasiado para el lugar; hay pocos que pueden apreciarlo bien, él sabe de caballeros que pagarían el doble o el triple por una sesión, que dicho sea de paso, hoy por hoy, la niña hace a un precio regalado y para gente que no lo merece; gente que saborea como bueno el vino rebajado que vende Eusebio. No tienen paladar para lo exquisito.
– Dos mil. Y es la última oferta.
XV
Era el tercer corte. La carta era fácil de desentrañar: la imagen de un esqueleto con guadaña que corta manos y cabezas sobre la tierra.
– ¿Estás preparado para la transición?
Me sentía mal, el olor del incienso era insoportable, necesitaba aire puro, quise abandonar la habitación pero algo me retenía. No era momento de mudanzas. Me ofreció un té. Apoyó el mazo de cartas sobre la mesa y extendió su mano tullida, una caricia que se deslizaba por el pelo con extraña pericia.
– Hay una suerte detenida, una suerte que no decide, es un estado de cosas cristalizado -escuché, mientras el incienso continuaba perforándome las fosas nasales-, pero las flores también salen de los camposantos; estás en plena transformación, la ausencia que buscas siempre va a ser ausencia, no te preocupes, es un estado donde el cuerpo modifica el estado de los cuerpos que se hallan en su presencia; ¿ves la carta?, ni las manos ni los pies están cortados, la acción continúa, la progresión continúa, el hombre avanza de una a otra encarnación; toda fecundidad viene de las ciencias adquiridas en el plano físico; prestá atención al dibujo, ¿ves la mano?; el mango de la guadaña es amarillo porque la muerte viene de una voluntad divina e inteligente. No está mal -dijo la Madame del Kimono-, ¿tenés algún problema de salud?
– No.
– Tenés que ser fuerte y pasar esta prueba, la carta habla de un cambio de conciencia.
– ¿Me voy a morir? -dije, algo cómico, amenguando la tensión de la pregunta.
– Eso es seguro -sonrió-, pero no se sabe cuándo, nadie puede prevenirse del destino, ni adelantarse hablando sobre las sutilezas de su naturaleza.
– La gente se muere antes de contar.
– La gente se muere siempre antes.
– Excepto los familiares -dije.
No pudo evitar reírse otra vez. Me dijo que la ironía era bella, pero que no era una circunstancia, que aprendiera a usarla. Sin preguntas esperé una explicación, el dedo de la Madame del Kimono señaló la cabeza de un niño que ha sido cortada por la guadaña; la cabeza de largos cabellos está, como la del rey, sin enterrar.
– Es preciso que la fuerza y la inteligencia sobrevivan -me dijo-, la inteligencia divina se halla siempre en estado infantil.
– ¿Esta carta es?…
– Esta carta no puede ser nombrada.
Deme la mano, abuela, por favor, no aguanto más; dice que quiere escribir, que se va a quedar allí hasta que termine, pero va a terminar conmigo, me pide hojas y una lapicera, fíjese, estoy hinchada, perdí la noción del tiempo, es muy doloroso, abuela, traiga a la matrona, dice que la escritura es destino no dicho, ¿usted lo entiende?, que sólo las mujeres sabemos escribir, que los varones describen, nada más; es un monstruo, un dios; háblele usted, abuela, dígale que se deje de pavadas, cuando llegue el Cholito todo va a ser distinto, ¿lo llamó?, no puede ser, abuela, quizá cambió el domicilio; no me diga eso, no puede haberse ido a Europa sin mí; el estómago se me cierra, los pulmones se contraen; si me dice eso me saca el aire; una placenta gigante, abuela, no me cabe en el cuerpo, es un hombre entero, la comadre va a preparar otra vez las ollas, es un demonio, un dolor constante, ¿estoy enferma?, me pide que le cuente lo que pasa afuera, ¿se da cuenta?, le hablo del barrio, le leo el diario; hablo de todo menos del padre, no me diga nada, abuela, no puede ser que se haya ido sin mí; es un suplicio, abuela, ¿cómo podría viajar con esta panza?, ¿cómo?, ¿con la mujer?, él me llevaba igual, abuela, no debí embarazarme; estoy transpirada, es un sudor frío, receloso, me duele la espalda; no debí embarazarme, se cansó de mí, ¿ingratitud?; la placenta, abuela, los líquidos mióticos, la bolsa no se rompe y resiste la hinchazón, ¿qué saldrá de allí?, el Cholito no puede desconfiar, abuela, es suyo, ningún otro semen tocaría en un lugar tan profundo; no haga ruido, no lo despierte, abuela; el otro día me pidió un traje y el libro de Barón Biza, ¿se da cuenta?; no lo despierte, abuela; quiero, puedo, necesito descansar.
El Checho no fue a la reunión de la hermandad pero nadie lo notó, apretaba fuerte en su puño la cadena de alpaca. No tenía muchas ideas, pero esta vez tuvo una, y no quiso desaprovecharla.
La Madame del Kimono no estaba. Se había ido a la Capital. Esperó que Anahí entrara en la cocina para colarse de forma subrepticia en la pieza; curioso, revisó sobre la mesa de los naipes y también debajo de la alfombra de la bailarina mazdea. Al pie de la cama vio la toallita nacarada, estaba turbado, indeciso. Sintió ruidos y se apresuró, ante lo inminente, a esconderse detrás de uno de los cortinados persas.
Miedoso, se asomó apenas, conteniendo la respiración. Anahí estaba ahí, semidesnuda, de pie en la palangana, dispuesta a darse un baño. La pequeñez de la toalla no le permitía taparse íntegramente; o bien se le destapaban los pezones, o bien se le veía parte del vello pubiano; estaba nervioso, temeroso de hacer algún ruido que lo delatara. ¿Podía ser tan hermosa?, no ejecutaba ningún chasquido ni movimiento que llamara a la incitación; estaba allí, con la toalla caída al costado de la palangana, agachándose, mezclando el agua caliente de la pava con el agua fría del jarrito; el agua se deslizaba desde el cuello hacia abajo y el Checho vio cómo se alisaban los vellos pubianos tocados por el líquido. Los rulos se enlaciaron, lo tupido, alisado por el agua, permitía ver mejor la piel y los labios inferiores.
No pudo evitar la erección, creyó que el choque de su pene contra la cortina lo delataría; una verdadera desgracia, más que una desgracia, una vergüenza; se metió la mano en el pantalón y trató de colocar el escroto hacia arriba para engancharlo con el cinturón; trámite doloroso, pero mucho peor era que Anahí descubriera su cuerpo escuálido, su indecencia. Anahí continuó el baño sin percatarse de su presencia; se pasaba el jabón por el vientre y los muslos, se entretenía acariciando un lunar en el vientre. El furtivo espectador escondía la cabeza con vergüenza. Pensó en la virgen. Vio el agua roja, luego incolora y roja otra vez, el color de la tormenta divina, cruzó sus manos y empezó a rezar un padrenuestro. ¿Es el pecado o le habrá bajado?, lo que baja va al infierno, avemaría lo que baja; es la virgen, el agua volvió a su transparencia natural y se hicieron nítidos los montículos del pecho, los pezones son marrones; no, la virgen los tiene dorados, el agua los tiñe de rojo; el cuerpo trigueño coloreado, luminoso, se apoderó de su pensamiento; ¡ay diosito!, flor abierta por el jabón en la entrepierna, no tiene labios, tiene alas, mariposas moradas por el frío, ¿debe alcanzarle la toalla?, tiene pánico, ¿acaso ve todo y finge?, ¿de qué color era el agua? Estiró el cuerpo para mirar mejor espiando por el rabillo del ojo; temía ser percibido, pero la ansiedad era más; ¡ay diosito, mi niñita! Bondad, misericordia, necesidad, ¡ay diosito! Anahí agachada vio detrás del cortinado un zapato que asomaba su indigencia.
– ¡Aaaaaaaah!
– No grites, no grites, por favor, vine a dejarte esto.
Los gritos le perforaban el tímpano. Arrancó la cortina, avanzó con la tela tapándose la cara y extendió una mano con la pulsera de alpaca.
– Vine a traerte esto… no grites…
Era un fantasma. Anahí temblaba paralizada por el miedo, se calló. El Checho acercó la pulsera, pero la niña saltó. Dejó el regalo sobre la mesa; quería salir rápido, tropezó con la palangana, trazando hasta la calle una carrera de choques y vuelcos como en una película muda. Una carrera nerviosa, dolorida.
– No grites.
Fuera de la pieza, envuelta en los cortinados, la sombra de un beduino huía sin poder evitar que en el Irupé se percataran de su presencia; tiró las telas al piso para correr diez cuadras desenfrenadas y alejarse lo más rápido que pudo. ¿Se habrá dado cuenta de quién era?, nunca había sido tan audaz, nunca había tenido el corazón tan agitado, ¿el corazón?, el aire rebotaba en el pecho sin pasar de un lado a otro.
Estoy vivo, pensó. El buraco se había cerrado.
Las pasiones del cielo declinaban entre vivos y muertos según las estrellas. El Irlandés contó que un cuerpo ahogado sólo sube a la superficie si se descompone. La crudeza del invierno demostraba que un accidente allá abajo difícilmente permitiría asomar la cabeza por largo tiempo.
Don Grimaldo escuchó con atención mientras revisaba su cartografía con la vana esperanza de encontrar algún dato que lo orientara. Luego subió al bote y remó, solitario, alejándose de la draga; parecía concentrado en el estudio de la zona, pero lo único que hacía era mirar el reflejo oscurecido de su rostro en el agua. Pasó varias horas alejado de La Pepa: las estrellas, más que una ubicación, eran una certeza, un detallado acontecimiento marítimo, científico, que mostraba su reflejo en las ondas del agua. Removía eras geológicas, ¿cómo se desentrañaría el enigma? La ambición podía convertir la búsqueda en una aventura minúscula. ¿Quién lo puso ahí?, ¿su voluntad?, ¿el azar? Remó hacia la draga pensando en el extraño orden que Dios le asignó a las cosas. El arcón no era invisible, sin duda, pero, ¿sería visible? Arrimó el bote oteando en el cielo algunas de las pasiones declinantes, ¿dónde buscar? Quizás ese puente no era el fin de nada, sino el principio de todo. Debía decidir si subir por el Riachuelo hacia adentro o buscar, resuelto, en el río de la Plata; ir aguas arriba, camino de El Dorado, o hacia abajo, a mar abierto, donde La Pepa, una inocua barcaza, sería una cáscara de nuez como las que alguna vez vinieron por ese mar.
Ramón quedó al mando del timón y el Irlandés, convencido de que eran las five o'clock, le pegó unas cuantas secas a la petaca de grapa. A bordo no tenía trabajo y la inactividad lo ponía de mal humor; se acomodó la chaqueta raída y despidió dos o tres oraciones celtas que hablaban de las pasiones celestes y las estrellas de Orión.
El bote volvió lentamente; de nuevo en cubierta el cantonés tomó por los carrillos a Ramón y le estampó un beso en la frente. Miraba el horizonte zigzagueante del agua, parecía animado; se alisó el cabello, se secó un rocío sucio, pertinaz, que acentuó su divergencia interna. Ramón se limpió el beso con el revés de su mano y la frotó en el pantalón de sarga. El Irlandés se colocó la linterna en el cinturón, apretando con sus gruesos dedos el bajo vientre como si fuera una gaita. Ofreció una grapa que don Grimaldo rechazó. Adujo que su hígado no era bondadoso por la mañana.
– Creo que esta búsqueda durará para siempre -dijo el Irlandés con los ojos clavados en el cielo.
– Junten las cosas.
– ¿Regresamos? -preguntó Ramón.
– Creo que no damos con el lugar porque esas estrellas fueron manipuladas -dijo don Grimaldo pensando en voz alta y culpando del error vaya a saber a qué fuerzas celestiales.
– Este hombre está loco -le dijo Ramón por lo bajo al buzo.
– ¿Volvemos mañana…? -preguntó el Irlandés.
El retorno era lento, el buzo deformaba con silbos una cancioncilla presuntamente festiva. El marinero se preguntó en silencio para qué lado las corrientes arrastrarían el cofre; la esperanza era un umbral tan abierto a la luz como agonizante, pensó el capitán; todo dependía de con qué pie decidiera uno avanzar en lo inminente.
XVI
El sistema de dependencia oligárquico imperialista, con más de 150 años de experiencia en la explotación de la Argentina, ha logrado una vez más, junto con las corrientes burguesas, conciliadoras y burocráticas del partido, vencer las aspiraciones populares, deteniendo en Brasil la "Operación Regreso". El éxito de su operativo por sobre las aspiraciones populares nos compromete a no dar un solo paso atrás. Pese a todo el General emerge nítidamente de la corruptela vernácula, convirtiéndose, con su planeada posición de fondo, en el mayor enemigo del imperialismo en Hispanoamérica, y preparando su acceso al poder. Fallido el regreso, ahora sólo queda esperar el combate. ¡No habrá bandera blanca! ¡Es el momento de darle armas a nuestra bronca y estrategia a nuestro coraje! Uturuncos (¿?), agosto, 1962 (¿?).
En el camino Gauderio le explicó a Zarza cómo hacer el asado desde las entrañas: despanzurrado el animal, dijo, se sacan las tripas, se meten maderas, papeles, carbones, y una vez encendido se cose la panza y se procura el equilibrio del calor en todas las partes. Zarza tiró una certeza científica aclarando que no hay tales artimañas, y que el animal mantiene el fuego más que por la mano del asador, por sus propios gases; sólo las brujas creen en la hieromancia, aseveró, solventando su exposición con los avances de la ciencia moderna, que a su buen y leal entender, separa a las brujas de los alquimistas. La materia tiene su dialéctica, ya lo dijo Marx, además de un tratadista muy serio llamado Arquelao, que relató en su Libro Séptimo de los Preceptos cómo se trabajaba en la obtención de metales puros. Oro, por ejemplo.
El boticario se colocó el guardapolvo y juntó sobre la mesada una gran cantidad de frascos. "Mirá bien, vas a ver algo formidable: tomo una libra de azufre, la trituro sobre el mármol, la empapo en aceite de oliva muy puro del que utilizan los filósofos y la reduzco a una pasta, ahora la pongo en un vaso físico y la disuelvo mediante fuego; cuando sube la espuma roja, retiro la materia, la dejo asentar, removiendo sin cesar con una espátula de hierro, la coloco nuevamente sobre el fuego hasta que vuelve a subir la espuma y repito la operación hasta obtener la consistencia de la miel; ayudame -le pide mientras explica la receta-, poné la materia sobre el mármol, ahí se va a congelar al instante como la carne o el hígado cocido, la cortaré en trozos del tamaño y forma de una uña y con un peso igual a la quintaesencia de aceite de tártaro, ponela al fuego durante dos horas; después encerramos este pastiche en un ánfora sellada con el betún de la sabiduría y lo dejamos calentarse a fuego lento durante tres días y tres noches.
"Descansemos.
"Ahora cortamos de nuevo la obra en pedazos, la ponemos en esa curcúbita de cristal arriba del alambique; ¿ves?, se destila un agua blanca parecida a la leche, ni menos que la verdadera leche de la virgen; cuando esté destilada le aumentamos el fuego y la transvasamos a otra ánfora; ¿me seguís?, ahora tomamos aire del que se parece al aire más puro y más perfecto, porque éste es el que contiene el fuego, vamos a calcinar en el horno esta tierra negra que quedó en el fondo de la curcúbita, hasta que se vuelva blanca como la nieve; ponela en agua destilada siete veces, mientras logro que esta lámina de cobre rojo, apagada por tres veces, se vuelva perfectamente blanca; si hacemos esto mismo con el agua y el aire, a la tercera destilación encontramos el aceite y una tintura parecida al fuego en el fondo de la curcúbita; volvemos a empezar una segunda y una tercera vez, recogemos el aceite, después tomamos el fuego que está en el fondo de la curcúbita y que es parecido a sangre negra y blanca, y la destilamos para probarla con la lámina de cobre, como hicimos anteriormente con el agua. ¿Ves?, así se separan los cuatro elementos, pero la forma de unirlos es ignorada por todos…
"Ahora bien, tomo la tierra, la trituro sobre una tabla de vidrio o directamente sobre el mármol, la empapo con igual peso de agua hasta que forme una pasta, la coloco en un alambique y la destilo con su fuego; esta operación se repite hasta que lo que quede en el fondo de la curcúbita sea absorbido por completo; la empapo con igual cantidad de aire utilizando éste, como lo hice anteriormente con el agua, y obtengo una piedra cristalizada, que, proyectada en pequeña cantidad sobre gran cantidad de mercurio, la convierte en auténtica plata. Esta es la virtud del azufre blanco que no arde, formado por los tres elementos: agua, tierra y aire; pero si ahora mezclo una diecisieteava parte del fuego y la mezclo con los tres elementos mencionados, destilándolos y empapándolos, obtengo una piedra roja, que no se quema, de la que una pequeña parte, proyectada sobre mercurio, se convierte en oro refinado…"
Gauderio quedó impresionado. Zarza se quitó el delantal, los guantes, y lo invitó a tomar unos tragos en el bar de Eusebio. El frío no amainaba, en el camino Gauderio convocó la experiencia entrecerrando los ojos e intentó recordar la fórmula, era imposible. Avanzaban sin aliento, los árboles quedaron atrás; el aire, enrarecido, tenía un peso distinto; de algunos adoquines sobresalían pequeños yuyos polvorientos, pronosticando un día por demás seco.
El barrio no pudo explicarse por qué la botica permaneció trece días cerrada.
No nos impresiona ni nos asusta la palabra terrorista. Es un adjetivo imperialista que han prestigiado con su sangre y su heroísmo egipcios, argelinos y chipriotas. Beresford pensó lo mismo de los criollos que desde las terrazas arrojaban aceite hirviendo. Los pueblos no tienen barca de guerra, ni aviones ni armamentos. Y luchan como pueden.
Terrorismo es fusilar a los vencidos. O poner bombas en pacíficas concentraciones populares. O ametrallar y bombardear desde el aire a un pueblo indefenso. O secuestrar exiliados en países extranjeros. O asaltar, ametralladora en mano, una embajada, para secuestrar refugiados. Todo eso, sí, causa terror en la población y es, por tanto, terrorismo.
El terror, como sistema permanente, conduce a la insurrección general.
1 – Por la huelga general para terminar con las humillaciones y vejaciones.
2 – Por la libertad de los presos gremiales, políticos y militares.
3 – Para que los sindicatos regresen a manos de auténticos trabajadores.
Por todo eso instamos a promover un estado de agitación general que permita llevar a la huelga general revolucionaria que terminará para siempre con la tiranía. Uturuncos (¿?), en algún lugar de La Pampa, mayo, 196(…).
El embajador estaba en el vestíbulo acompañado de Solórzano y le pidió al mayordomo que bajara a buscar al edecán; Ricardo Klement, el hombre que trabajaba en la Mercedes Benz y ampliaría el informe de los oficiales del ejército y la armada adeptos al golpe, tendría que haber llegado con él, pero no fue así; timbreó hasta el cansancio pero la mujer tampoco contestó, escuchó solamente el ladrido quejoso de los doberman como si esos días no los hubieran alimentado. ¿Qué le habría pasado? Se aproximaban los festejos de mayo, los presidentes Nardone del Uruguay, Dorticos de Cuba y el príncipe Bernardo de Holanda estarían en el palco oficial acompañando al Presidente; decidieron entonces levantar la reunión hasta nuevo aviso.
Una vez en el escritorio, se apresuró a comentar que debían ajustar los planes. Los sabotajes urbanos se habían intensificado. Para junio de 1961, según la misma fuente, ocurrieron ciento cuatro incendios de establecimientos fabriles, plantas industriales, vagones ferroviarios, campos de estancieros y buzones con correspondencia oficial, cuatrocientos cuarenta actos vandálicos, como obstrucción de vías férreas, pérdidas intencionales de combustible, derroches de agua corriente, destrucción de medidores eléctricos y de gas, cortes de cables telefónicos, telegráficos, y ataques a miembros de seguridad. La SIDE hablaba para ese momento de mil veintidós colocaciones de bombas, cargas explosivas y petardos, contabilizándose diecisiete muertos y ochenta y siete heridos.
El embajador resolvió comunicarse telefónicamente con la gente de Inteligencia. Algo no estaba funcionando como debía. La información lo dejó pasmado, un "judíos hijos de puta" cerró el informe que venía del otro lado de la línea, pero prefirió, en primera instancia, ocultar ese comentario; no había que levantar la perdiz; les dijo que las cosas se habían complicado un poco, era cuestión de tener paciencia y alertar a la gente del grupo; que lamentablemente no ubicaban a Klement, de seguro cuestiones personales, nada más; ¿en la fábrica?, no, tampoco estaba, pero no había de qué preocuparse, creen que salió de viaje por unos días, alguna urgencia familiar, mejor no molestarlo mucho, dejaremos pasar unos días y nos volveremos a reunir, ¿acá?, no; posiblemente en otro lado, a recaudo de los mirones…
– Farnesio quiere conocerlo -dijo Solórzano.
– ¿Conocerme?
Solórzano se dio cuenta de que no debía esperar respuesta, no había lugar para trepadores y menos en momentos como éste, no le interesaba ningún negocio sobre el Riachuelo y mucho menos con hombres que no provenían de su clase.
Ordenó al edecán que se retirara, lo llamaría a primera hora de la mañana para que fuera ya sabía adónde, debía hacerla venir como fuera, nada de justificativos, estaba cansado de no obtener respuesta; era un hombre viejo, tenía los medios y podía hacer lo que Herodes, por las buenas o por las malas: bien le hacía falta a esa mujer una prueba de su potestad.
– ¿Me puedo retirar, señor? -preguntó el edecán.
Arriba del Káiser Carabela, la radio encendida daba cuenta, en el noticiero de las ocho, que Ben Gurión anunció ante el Knesset que Adolf Eichmann, un ex militar nazi vinculado con la llamada "solución final", estaba bajo arresto en Israel para ser juzgado de conformidad con la ley de 1950 sobre los nazis y sus colaboradores. Agentes de la Mossad que actuaron como voluntarios, ingresados a la Argentina, lo habían secuestrado en un operativo incruento y anunciaron que Eichmann había firmado una declaración de propia voluntad, en la que expresaba "deseo tener paz interior, al fin".
Cambió el dial buscando música, extrajo un sobre con dinero que el embajador le entregó para ella y sacó cincuenta pesos. Los guardó en el bolsillo de su chaqueta impecable, blanca.
A la mañana siguiente la frenada del auto negro asustaría a los chicos que, desprevenidos, jugaban a la pelota en la calle.
El susto de la Anahí fue burla y estuvo en boca de los parroquianos hasta la hora de cerrar. Unos cuantos vasos vacíos en el piletón del almacén eran la muestra acabada de que, tras la orden del Sherí Campillo, los postigos fueron clausurados a desgano.
– ¿Qué leés? -dijo Julia a su marido que hojeaba una revista de historietas.
– "Puño Fuerte" -acotó Eusebio sin dejar la lectura.
Apretaba la revista entre sus manos concentrado en la historieta de Pocho Libertas, en el mismísimo cuadrito en que, sin despeinarse, le encaja un cross en la mandíbula al villano y aclara, en lenguaje neutro, que se trata de un trompis patriótico, un golpe de puño más allá de la acrobática caída del maldito, un juicio moral, una trompada ecuménica que la libertad toda le pega a una rata de albañal.
Golpearon en la persiana. El Sherí Campillo entró al bar acompañado por los Sosa. No buscaba al Checho, sino al otro; los reos pobres vuelven a sus lugares habituales. Eusebio y Julia disimulaban restándole importancia a la visita; el Sherí explicó que se trataba de una requisa, una rutina cuando se buscaba a alguien peligroso; las pericias confirmaron que ese rotoso quemó la barraca y no había juez, ni arte ni parte, para oponerse a que la justicia se cumpliera.
La cara de Eusebio se tensó, trataba de ganar tiempo e invitó al Sherí y a los Sosa con unos vasitos de vino.
– El horno no está para bollos -dijo el Sherí apretando el vaso de ginebra entre sus dedos con una fuerza inusitada-, además ellos no beben cuando están de servicio.
Los policías pasaron al otro lado del mostrador y se dirigieron, acompañados por Julia, a la cocina.
– ¿Anda armado? -preguntó uno de los Sosa.
– ¿Armado?
– Se dice que hace tantas cosas que…
Intimados a buscar al mismísimo demonio, la cara de los Sosa era un muestrario del miedo.
– Acompáñelos al fondo -exigió el Sherí Campillo a Julia.
Salió hablando en voz alta. La sombra, prevenida, esperaba el resguardo entre bolsas de harina. Una arpillera tapaba todo sin resquicios. Los Sosa avanzaron lentamente en la penumbra con una linterna de poca intensidad. Se hablaban entre sí para darse valor.
– ¿Qué hay allí? -le preguntó uno de ellos a Julia.
– El gallinero y el palomar.
La linterna apuntó sobre animales durmiendo o callados por el encandilamiento.
– Decí la verdad, dónde se esconde.
– Acá no escondemos a nadie.
– Hablá, el Sherí se va a poner quisquilloso.
Las voces eran a medias, respetando la noche; el más grandote la tomó por un brazo y le dijo que cantara, que se iba a arrepentir, que iban a ir todos a parar a la cárcel, que ese negro de mierda les dio vuelta la cabeza; la presión de los dedos amorataba la piel, las marcas serían más si continuaban con el encubrimiento.
Casi no avanzaron, los Sosa posaron sus miradas en un gato que hacía equilibrio en el filo de la pared.
– ¿Y allá?
– Un galpón.
– ¿Qué hay adentro?
– Cajones de cerveza, soda, sidra… bolsas de harina.
– Abrí la puerta -dijo uno.
– Prendé la luz -dijo el otro.
– No hay lamparita.
– Está bien, dejá.
Ninguno de los dos se animó a entrar; la linterna recorrió presurosa el interior: cajones, bolsas llenas, bolsas vacías, una cortadora de césped desarmada, una heladera de hielo, trastos; los perros de Eusebio comenzaron a aullar y todos sabían que el aullido prenunciaba la muerte de alguien en la vecindad. Fábula o atavismo, los uniformados retrocedieron. Ya dentro del almacén, el Sherí comprobó la palidez de sus hombres.
– ¿Revisaron bien?
– Sí -dijeron al unísono.
– ¿Y…?
– Nada.
Pálidas, las caras de la ley suplicaban que no las hiciera volver. El Sherí comprendió que el honor de la fuerza estaba en juego. Era un papelón que alguno se cagara encima y él tampoco estaba dispuesto a correr ningún riesgo. En todo caso volverían de mañana con refuerzos; despejada la oscuridad, las cosas iban a ser distintas.
Durante la requisa Eusebio continuó leyendo la historieta de "Puño Fuerte", otra vez Pocho Libertas, el muchachito, golpeaba la cara del villano y escapaba con la joven heroína en el jeep que robó a los malhechores. El Sherí Campillo dejó en la puerta a uno de los policías como imaginaria. Cada uno, a su modo, vivía la ilusión del justiciero.
– ¿Se convirtió en gato? -le preguntó uno de los Sosa al otro.
– No. En lobizón.
En unos y otros el miedo seguía haciendo de las suyas.
XVII
La charla era por demás amena, una reunión reposada a la sombra de una glicina entrada en años con una mesa extendida debajo y la clásica parrilla que enfrentaba a una conejera de alambre; Zarza intentó explicarnos, a la Tetona, al profesor Serrao y a mí, los beneficios de la muña muña, mezclando el olor de la hierba con historias de la Guerra Civil Española. Pese al anecdotario del ejército del Ebro, estábamos invitados a un asado argentino con carne de exportación. El convite era de Gauderio. Zarza trajo de la botica una botella de agua D'Alibour que se convirtió en aguardiente; un alcohol tan exquisito que el profesor recobró entusiasmado el relato de sus últimas investigaciones sobre la batalla del Saucecito: ciento veintinueve hombres en el bando de Montes de Oca y apenas sesenta y ocho en el de Estanislao López, ¿se dan cuenta?, pero este último sabía que los montados decidían el combate; a las nueve de la mañana estaban los santafecinos formados encima de sus matungos cuando el invasor se dio cuenta de lo que sucedía con su caballería. Nada. Ni un pingo en pie. Papeles de esa hora cuentan que Montes de Oca, perseguido por lo que llamaba una injusticia doméstica, lanzó todo tipo de improperios al cielo, creyendo que éste le negaba la suerte. El vértigo del combate, en la exaltación del profesor, hizo que todos nos sintiéramos partícipes de la epopeya, como él la llamaba; el que no era ayudante de campo era soldado heroico o simple envenenador de pastos. Sólo la Te tona eligió la enfermería; piadosa con la descripción pensó, maternal, en apoyar la cabeza del coronel vencido entre sus pechos.
– El cielo no tuvo la culpa. No había culpables, se trataba de talento -finalizó Serrao.
– Y azar… -dije.
– ¡¿Azar?! -se enojó Zarza-, eso déjelo para su novelita.
– Lo que digo -amplió Serrao- es que había un pragmático de la guerra convencional y un hombre ingenioso que lo enfrentaba.
– Usted aprovecha cualquier oportunidad para atacarme, profesor.
– López soñó con su batalla. Montes de Oca la teorizaba.
El boticario y el profesor entraron de lleno en su discusión; la Tetona sin soñar, callada, esperaba que alguno la invitara a dormir la siesta; Gauderio se apartó conmigo para contemplar el tramado caprichoso de las glicinas. Necesitaba convencerme de que me llevara fuera del país el material denunciando los excesos de las Fuerzas Armadas; es imprescindible, dijo. Acepté de buena gana. No entendía por qué el profesor alimentaba el sueño de una batalla pasada, cuando la lucha era hoy; tampoco comprendía por qué el boticario, un hombre que se decía materialista dialéctico y a mucha honra, llamaba a sus apariciones "sobrantes de la materia" y a su mezcla de laboratorio "oro científico".
El mayordomo le abrió la puerta por séptima vez.
– Dígale al señor que la traje.
Todos los paseos hechos con el edecán camino a la Capital le resultaron tormentosos, obtenía respuestas pésimas; ¿por qué tanta desconfianza?, ¿la va a atender? Debía esperar, el embajador estaba reunido discutiendo cosas importantes.
El mayordomo le ofreció un té, ella declinó la invitación con una sonrisa un tanto desvanecida. El edecán golpeó la puerta del escritorio y esperó que llegara el permiso. Cuando se abrió, escuchó la voz del Cholito que dominaba la conversación: no alcanza con retirar al embajador, necesitamos algo más contundente, esto es un atropello, señor ministro, no se puede dar una solución tan abrupta y tan estúpida; Rossene se reunió con Taboada, es cierto, pero se debían más explicaciones, que se las pida el mequetrefe que tenemos como Presidente, no pueden avasallarnos así nomás, no es posible que el Estado argentino dé por terminado tan fácilmente el entredicho; las Naciones Unidas aprobarán un rápido arreglo, pero el incidente daña seriamente la soberanía nacional.
– La Madame lo espera, señor.
– ¿Le entregó el sobre?
– Sí, señor.
– Pregúntele si acepta mi última oferta -inquirió, pidiendo disculpas a los caballeros por la interrupción.
– La Madame insiste en que no quiere dinero, señor.
– ¿Y qué quiere?
– Legitimidad.
– ¿Legitimidad?
– Eso dice. Insiste en verlo.
Legitimidad le sonó a herencia. No era el momento de ventilar nada, trataba temas importantes para los designios del país, no podía distraerse en cuestiones familiares y mucho menos con una vieja caprichosa que le negaba, sistemática, toda información.
– La recibiré únicamente cuando acepte el trato.
– Se lo diré.
– Puede retirarse.
Al retirarse el edecán llamó al mayordomo para pedirle una ronda de café. En la conversación se siguió pergeñando cuáles eran las "reparaciones adecuadas".
La Madame escuchó, no ya en la voz que venía del escritorio, una propuesta de dinero. Creyó estar frente a Salmuera. En voz baja, angustiada, le dijo al edecán que lo suyo no era vender.
"Cuando uno dice la verdad anda vestido con su mortaja", se dijo, sin recordar si el dicho era de origen ucraniano o qué. De madrugada, enfundado en un gabán negro, don Grimaldo le pidió a Ramón que lo ayudara a cargar provisiones para la embarcación. Dos bolsas de harina, treinta paquetes de arroz y otros tantos de fideos y porotos, cuarenta latas de corned beef, diez de leche condensada, dos bolsas de papas, ocho kilos de café, doce kilos de azúcar, gran cantidad de chocolate, nueve panes de jabón y cincuenta botellas de grapa. ¿Para qué tanta comida? Pese al desconcierto el marinero cumplió la orden, mientras él repasaba un botiquín. Ramón aseguró las provisiones con cuerdas, la suspensión del Rastrojero se bajaba debido al peso.
Uno de los problemas clave en la predicción de los vientos consiste en averiguar en qué sitios se producen los ascensos de aire húmedo que dan lugar a la formación de nubes; tanto las cartas de superficie como las de altura permiten a la tripulación conocer anticipadamente, con suficiente antelación, si la nubosidad se intensifica o se disipa, continuó don Grimaldo, cambiando el sentimiento animista que lo llevó a esta excursión por un lenguaje de marino experto. Si el viaje iba a ser largo, el lenguaje profesional mantendría a los subordinados tranquilos y confiados. La suya debía ser la voz del capitán, no la del aventurero.
– El tiempo está a favor -recalcó-, los dioses están a favor, la subsidencia en la atmósfera…
Ramón refregó sus manos amarillentas y algo velludas a modo de amasijo.
– El tiempo no va a llenar mi petaca -repuso el Irlandés.
– El tiempo va a llenar tus bolsillos y tu bodega -respondió de mala manera don Grimaldo, sextante en mano, alisando sobre la mesa del camarote un papel dibujado que intentaba ser un mapa.
Se trataba de navegación costera, por ahora bastaba con medir el ángulo relativo; la marcación era de las más usuales en líneas de posición costera; líneas de conjunción astronómica, rectas al sol, permitían a los navegantes determinar el único punto notable. Don Grimaldo decía haberlas encontrado.
– No hay que apresurar los cálculos -dijo abstraído sobre el plano cartográfico-, es necesario que efectúe varias modificaciones aunque el mar esté en calma. Ramón, alcánzame el talco…
– ¿Talco?…
– El transportador -le aclaró, demostrando sus conocimientos marinos-; el ángulo horizontal está bien, es una verdadera marcación ortodrómica…
Ramón, más que frente a un capitán de barco, sentía estar frente a un hábil cirujano que exigía los instrumentos para una compleja trepanación.
– ¿Más allá de Samborombón? -rió el Irlandés.
– ¿Consultó esto con la Madame? -preguntó Ramón.
– Ella ya dijo lo que tenía que decir.
La Pepa navegaba muy lejos del puente, en la boca del río de la Plata. Don Grimaldo trazó dicho ángulo hacia el sector de tierra dibujado en la carta y con el compás terminó de marcar el arco, hasta determinar con el radio el segmento correspondiente entre el centro y el punto observado. El marinero alcanzó a decir que el ángulo era agudo, arqueando las cejas y con voz de pito; su voluntad estaba quebrada, la cosa era terminar con todo esto y convencer al cantonés de que lo dejara bajar para volverse a Buenos Aires, deseaba abandonar cuanto antes la peripecia, cualquier justificativo sería un alivio a la situación.
– Está loco, Irlandés -dijo conspirando-, no hay ningún cofre, suponiendo que fueran buenas las corrientes que estamos siguiendo, nada puede ser sacado de ese fondo en estas condiciones; La Pepa es una balandra destartalada, es una locura internarnos río o mar adentro, un día de éstos enloquece del todo y nos pone a remar hasta Italia: una cosa es meterse con estos fierros oxidados por los canales del Tigre y otra cosa es el mar, la inmensidad, la humedad desértica; allá no hay dimensiones, no hay medidas que valgan, la marcación no es la isla Martín García, ni siquiera un islote, Irlandés; lo que Grimaldo llama único punto de la marcación es una golondrina y ya no está, la carta náutica es un sueño, una fijación, un delirio en la cabeza de este pobre loco, quiere arrastrarnos definitivamente mar adentro, sin objetivo alguno, sueña un faro ciego, apagado, sueña con algún pájaro que le indique para dónde carajo hay que agarrar.
Cada uno debía encontrar su razón y su destino. Don Grimaldo recordó a la Tetona sonriendo dormida dentro del ataúd. El ataúd es lo más parecido a un bote, pensó, mientras se preparaba para otra navegación…
Buenos Aires, 28 de junio de 1962
Estimado profesor:
Hace ya bastantes noches que con La Pepa dejamos ese puerto y me encuentro en La Plata, para dirigirme a Las Pipinas, en la entrada de la bahía de Samborombón. Primero fue la costa sur de Quilmes y más tarde serán los mares del Tuyú, calculo que en uno o dos meses voy a estar de regreso con buenas noticias. Ramón pidió permiso para bajar en Ensenada y no se presentó el día de la partida, así que con el Irlandés nos repartimos el trabajo de marinería. Hasta ahora hemos conseguido recolectar a bordo algunos hierros retorcidos y compramos más metros de soga gruesa y cadenas para alargar las anclas que usamos para el dragado. Compramos más alimentos en un almacén de ramos generales para aumentar las provisiones no perecederas, la nafta necesaria y el querosén de las lámparas. La proximidad del mar hace que, tanto el Irlandés como yo, estemos un poco inseguros. El paisaje comienza a volverse inconmensurable. En este preciso instante, el Irlandés está sentado sobre su escafandra, abriendo con su cuchillo uno de los dos cazones que nos disponemos a comer. Se dará cuenta de que busqué, para estos tiempos, otro tipo de organización. Como capitán de la expedición, me importa priorizar, más allá del botín, todo aquello que hace a la convivencia.
Sigo manteniendo intacta mi autoridad. Por otra parte, la fe nos lleva por buenos vientos, necesitaría que me despachara una copia del N° 253 de la Mecánica Popular, dado que se rompió un engranaje del motor suplementario y necesitamos de esas páginas para poder arreglarlo. Aunque el Irlandés se da bastante maña, hay cosas que, por el propio desgaste del viaje, parecen borrarse de nuestras cabezas. En fin, esperando que se encuentre usted bien, lo saluda muy fraternalmente,
Grimaldo Schmidl
PD: acomodo mis sueños de Riachuelo a la velocidad silícica de la capa terrestre y los cofres toman un giro de gravitación universal.
XVIII
Habían desafilado las garras del Puma y la piel del Uturunco, por algunos llamado Capiango, perdía efectividad frente a la tecnología de los nuevos calibres. El informativo radial convenía que el éxito del Plan Conintes lo garantizaban el Servicio de Inteligencia y la acción decidida del Ejército Argentino; sin embargo, a ninguno de los que estaban sentados alrededor de la caja de madera, pujando por manejar el dial, se le escapaba la trama de enjuagues políticos, en especial la del propio peronismo, para rechazar la salida armada.
Serrao trataba de mantener el mismo clima dentro de la pieza para hacer soportable la intemperancia. Su interés por desmenuzar a Bloch y el tema de las utopías estaba muy por sobre el interés de los presentes. Por eso su mirada cómplice y provocadora.
La radio continuaba informando que en Santiago del Estero y en Tucumán la guerrilla rural se desmoronaba. El fracaso de su último operativo los había desperdigado por algunas ciudades del sur de Santiago del Estero y en El Lachal, al norte de San Juan. En tanto, las radios daban cuenta oficial de que los forajidos que azotaban la zona poco a poco eran desbaratados y encarcelados en las distintas capitales provinciales. Los cabecillas serían enviados a Buenos Aires para su juzgamiento y prisión, que en todos los casos debía ser ejemplificadora.
– Lo que pasa es que para ustedes el marxismo es materia desechable -dijo Zarza a modo de reclamo.
– Y nosotros para ustedes, los primos pobres -convino Serrao con desdén, evidenciando una vez más su tendencia al sarcasmo.
Salvo ellos dos nadie se sintió destinatario del cruce de palabras.
El tono general era de miedo y curiosidad. Sin embargo, no faltó entre los presentes quien hablara de fatalismo en las causas populares. Me aparté un tanto del grupo con la esperanza de ver a la Tetona por la ventana. Era fin de semana y me dispersaba de un lado a otro de la conversación, dando tantas afirmaciones y negaciones como argumentos que me conmovieran. La especificidad de la lucha armada reclamaba otra cosa, quedó para mis oídos la frase que un detenido liberado manifestó en rueda de compañeros: "Si volviera a participar de un grupo guerrillero, propondría que luego de tomar el fusil no se hablara más de política".
Anahí se quedó con la pulserita de alpaca. A partir de entonces, contestaba a la requisitoria de sus clientes con resoplos o imprudentes monosílabos suspirados. Dejó de hacer el chasquido y cada vez que iba a tomar un miembro entre sus manos, la punzaba el dolor de ciertos estigmas. La Madame del Kimono la justificó, dijo que estaba enferma; pero esto traía muchos trastornos porque no todos aceptaban que la mano tullida terminara el trabajo.
El Sherí Campillo largó un gruñido ronco quejándose de la aspereza de esos dedos, como de las sacudidas y los zarandeos que la mano, ya insensible, provocaba. Subiéndose los pantalones, algo dolorido, se negó a dejar la propina y le habló de las conveniencias de deshacerse de la niña, el Salmuera seguía interesado, la oferta de trabajo en la boite valía la pena, era un acuerdo conveniente. Él podía, de buenos oficios, arreglarlo.
La Madame del Kimono recriminó a la niña con insultos en guaraní.
Cuando se les habla, las diosas responden con su silencio. A solas, Anahí guardó la pulserita de alpaca escondiéndola lejos del alcance de sus clientes, lejos del alcance de su madre, en un lugar intocable.
La incertidumbre no es de ahora. Me siento extirpado. Una determinación íntima me decidió a volver por el camino menos racional. Sólo cuento con una anatomía inventada, no tengo datos ni registros corporales. Tengo un nombre: Esther; pero cada vez que lo mencioné, la Madame ni se inmutó. Hay momentos en que ni siento, ni oigo, ni veo nada de lo que ella dice en esas cartas; me cuesta mucho aceptar la lógica que utiliza para hablar, aunque la suavidad de su voz me da confianza, hay en ella algo de leyenda piadosa.
¿Me encontraba en el lugar apropiado? Este mundo, desconocido, se me hacía familiar. Intenté describirlo por asociaciones, un rompecabezas en el que la única pieza era yo. ¿Se trataba de una historia más, de una astilla inmaterial en el corazón?, ¿cuántas preguntas me harían temblar por goce o por angustia? Era difícil conjurar la inseguridad del espíritu. La ausencia de Esther me llevaría, como necesidad, del otro lado del viejo puente; se trataba de percepciones, evoqué una imagen única que, sin embargo, no alcanzó. Los recuerdos ya no tenían registro.
Hay un inmenso cuadro muerto. Mi cuerpo está vestido con suntuoso atavío, detrás se ve una pequeña playa, en ella hay un montículo de modernos desperdicios que me sustraen, lejano, a la tumba de un niño.
La carta recién tirada era la sombra de una nave. La mezcla de los olores me marea, el incienso y el tabaco producían un efecto desagradable, el aire no pasaba por las fosas nasales, abrí la boca con dificultad, un viento oloroso apenas acarició la superficie de la lengua, la respiración se hizo entrecortada. Estaba nervioso y ella se dio cuenta. Sobre el tapiz bordó de la mesa se seguían desplegando los naipes: El Loco, El Diablo, El Sumo Sacerdote. La Madame del Kimono se humedeció el dedo mayor con la punta de la lengua, para facilitar el deslizamiento de las cartas; descubría, no sin intriga, otro arcano mayor que acomodó prolijamente ante mis ojos.
– Es La Luna, ¿ves?
La Magna Mater se concretaba como una realidad física. Era la Madre de todos, la de muchos pechos, donante de lluvia. El diluvio era su obra porque ella era la inundación. Diosa del amor sexual, no del matrimonio, ningún macho gobernó su conducta. Recordé a María la egipcia, la que, en su afán de negar con su peregrinaje a Tierra Santa, obtuvo el pasaje ofreciéndose como prostituta a los marineros del barco con rumbo a esa costa. Era Afrodita brillante y Hecate menguando.
– Esta luna está marcada por la oscuridad del eclipse, tenés mucha oscuridad anímica porque todo lo que buscás está lejos. Tu carta dice que tenés mucha confusión en la cabeza. ¿Ves el color azul?, es una invención puramente psíquica.
– Mi madre vive acá.
– En caso de conversaciones, mentiras -dijo la Madame del Kimono bajando los ojos.
En ella hay un gesto incipiente; las cosas, devueltas del puro espacio, vuelven a su origen.
– Tu voluntad debe intentar más vínculos, éstos no alcanzan; el error es interpretar las fuerzas invisibles que rigen el cosmos visible, eso es lo que más te debilita y más te confunde. En esta carta, La Luna, están todas las recreaciones imaginativas del hombre; la Tierra está aquí rodeada de lo que conviene a su tarea; en esta carta está el flujo y el reflujo de tus pasiones, tiene en su dibujo lágrimas cayendo al suelo. ¿Estás seguro de que deseas encontrar a alguien?, algo detiene tu pregunta, yo que vos abandonaría la búsqueda.
Perdí la cuenta de las veces que estuve en lo de la Madame del Kimono. Todos los sueños parecen concebirse en la oscuridad, bajo la influencia de las agitaciones del alma, el instinto es la causa del espejismo, hay un sentido elemental que se pronuncia en el mismo momento en que la carta cae sobre la mesa. La carta abandona el silencio cuando presiona el aire en su caída, el tapiz es un césped suave para la carta que se anuncia; la Madame del Kimono tiene una sonrisa despojada, liviana, una sonrisa que vuela por sobre el precipicio.
– Un astro puro a tus trabajos sobrevive -me dice con una voz desconocida-, vas a escribir algo sucio como el Riachuelo, vas a escribir algo sobre mí.
Sonríe. No es fácil escribir sobre estas aguas tan desprestigiadas, concentrarse transido por el olor rancio de esta orilla estancada. La carta no habla por boca de la Madame, hay una voz antigua siempre anterior.
– ¿Madre?
– Hay que sustituir un corazón muy pero muy viejo para pensar como un niño -dijo La Luna.
Las Pipinas, invierno de 1962
Estimado profesor:
Estamos dejando la bahía de Samborombón. El Irlandés es un tipo de hierro. Cargamos provisiones y en el almacén de ramos generales encontré un compatriota, el doctor Klüpfel, que se presentó como editor y después de contarle nuestra peripecia me pidió publicar el diario de navegación que estoy escribiendo. Un hombre culto, por demás interesante, que tiene sus contactos en Stuttgart y cuenta, según dijo, con dos excelentes traductores, un tal Johannes Mondschein y otro Valentín Langmantel; pensé que siendo usted tan leído quizá supiera algo de ellos.
Lo cierto es que llegamos aquí en catorce días pertrechados de los bastimentos necesarios y con el espíritu templado después de una tormenta que puso a La Pepa al borde del colapso. Nos da miedo pisar la costa, el Irlandés se peleó con unos estibadores y lo andan buscando. Esta noche, aunque no lo crea, un disparo de escopeta alcanzó el depósito de barro de la popa y otro la mesana que, por si no lo sabe, es el último mástil que se halla en popa. Nosotros en proa, agachados y puestos a resguardo, comenzamos el alejamiento vigilando una pequeña barquilla que parecía transportar un piquete de esos hombres. Falsa alarma. Así que de madrugada, una vez reparados los daños de la nave, zarpamos rápidamente, tratando de alejarnos.
Nos alejamos dos o tres leguas del camino por un fuerte ventarrón y casi volvemos al mismo puerto. Con mar calmo y tranquilidad sobre cubierta nos aprestamos a viajar hacia la Península Valdés, estimando detenernos en puntos específicos para ejecutar el removimiento con las anclas y las bajadas de mi compañero. En nuestro recorrido debemos dar con una isla habitada solamente por pájaros. Los primeros días de navegación nos permiten ver unos peces voladores y algunas toninas, así como peces de menor envergadura que nos sirvieron de alimento gracias a mi ballesta. ¿Nunca pescó con ballesta? No somos los únicos en navegar estas aguas, pero sin dudas somos los únicos en llevar adelante una búsqueda en la que, por otra parte, nadie cree.
En este tiempo a quien más extrañé fue a la Tetona, la soledad me trajo pensamientos lujuriosos y cierto pudor, por la presencia del Irlandés, no me ha permitido masturbarme. El alcohol y los naipes son la mayor diversión.
Entrada la noche, la brisa y las estrellas titilantes hacen el resto. Hay momentos en que el silencio es tan profundo que da miedo, cierto atavismo infantil, si se quiere, pero ese silencio es una purga del alma y uno teme, entonces sí, como Checho, que el corazón se le pierda en la inmensidad.
Más allá del pudor, es muy bueno contar con el Irlandés. Terminó siendo un hombre bonachón y de convicciones tan fuertes como las mías. Hoy resulta un día plácido. A las flechas de la ballesta les atamos una cuerda que permite recuperarlas, así que aquello que sólo era un acto de necesidad ahora también es un entretenimiento. Me gustaría lanzar una flecha desde aquí hasta la Tetona y traerla, como una inmensa sardina, hasta el camarote. No se asuste, profesor, es sólo calentura. Así que mejor que acertar en el corazón, sería ensartarla en otra parte del cuerpo. Creo que usted tanto como yo se preguntará si La Pepa va a soportar este viaje. En estos momentos el Irlandés está asando en cubierta un pescado que desconozco. Aquí las cuestiones del conocimiento se vuelven básicas, aquello que sirve para la supervivencia es el objetivo, así que poco estimamos los gustos y sabores. En un pedazo de quebracho, el Irlandés comenzó a tallar el mascarón de proa, un as de oro. Aunque en poco se parece a aquel que se ve en las cartas españolas, es muy bonito. Cualquier tarea nos ayuda a soportar el ostracismo.
Bueno, profesor, espero me conteste a la posta restante de Punta Alta lo más rápido posible, necesito noticias de usted y de la calamitosa hermandad. Creo que hicimos muy bien en no participar de ella, en la próxima carta le contaré lo que pienso e intuyo de Farnesio; evite comentarle que le escribo. Cuando uno no puede profundizar en las aguas se dedica a describir, y la profundidad sólo la dan la experiencia, la vivencia y el sueño. Creo que voy aprovechar este momento para irme a dormir. Un fuerte abrazo,
Grimaldo Schmidl
Valentín Alsina, Buenos Aires, 1962
Estimado don Grimaldo:
Desde su partida acá todo está igual pero más deprimente. Usted y el Irlandés se llevaron el oro del barrio; por mi parte, así como su búsqueda, yo sigo hurgando datos que legitimen la batalla del Saucecito.
Estoy casi en la convicción definitiva de que la batalla fue para la primavera de 1829. El calor le facilitó el trabajo a las mujeres y a los niños y, además, esto es lo curioso: Hipólito Bouchard, que en un tiempo fue agregado a la plana mayor del regimiento de Granaderos, participó activamente siendo aceptado como "aventurero", una condición que se les daba a los agregados de cualquier unidad del ejército. Y si Bouchard, que era marino, tuvo probada participación en la batalla de San Lorenzo, ¿por qué no aceptan entonces la participación de Montes de Oca, al mando del ejército unitario, en El Saucecito?
No sé qué grado de similitud hay entre el corsario y usted, pero es una buena excusa de introducirlo en una carta que me exime de lo cotidiano. Sepa disculpar mi obsesiva digresión. Paso a contestarle, no vaya a ser que incurra, como es modo general, en la costumbre de no escuchar, sino también de no leer a mis congéneres. Leo su carta, escucho la obertura de 1812 y cada disparo de cañón, puntualizado por el propio Beethoven en la partitura, alienta la certeza de que estoy en una gran batalla.
Usted busca un tesoro de la desprestigiada Asamblea, Gauderio espera a los Uturuncos, Zarza alaba al Partido Comunista Español, a la revolución cubana, y yo desentraño la historia de este país; una historia, a resultas, por demás violenta, que nos incluye a los cuatro.
¿Cómo está el Irlandés?, ¿cómo están de salud? Yo, como dice Sandrini, "mientras el cuerpo aguante…". Desconozco el lugar desde donde me escribió. Desconozco tanto como usted cómo se lleva adelante una búsqueda. Un tesoro siempre es renuente.
Me enteré por el doctor Germano que Farnesio está a punto de disolver la logia y mudarse a la Capital. Tengo el triste pálpito de que está haciendo alguna matufia con las escrituras del río y, lo que es peor, con la escritura de su casa. Si descubro algo le chiflo y se viene rápido. Me gustaría que si le escribe a su amigo alemán, el señor Valentín Langmantel, me ponga en contacto con él, me gustan los hombres curiosos.
Esperando que la peripecia llegue a buen fin, lo saluda con un fuerte abrazo, su amigo
Roberto Serrao
Las ñañas lo llevaron a lo del doctor Germano: parecía relajarse cada vez que hablaba del sentido decisivo de todos los fenómenos, diciendo que era bueno reclamar y apetecer desde la necesidad; sin embargo, esa misma circunstancia le producía desazón y lo mataba como la fiebre.
– Entienda, profesor, no podemos curar a todos los enfermos, aunque sea una enfermedad de la misma índole.
El catarro del profesor le permitió elaborar un diagnóstico flemático, agregando con vehemencia que éstos ya se producían desde el útero materno, porque también el cerebro se purificaba, como las otras partes del cuerpo, desde antes de nacer. Él mismo descubrió que el pobre Saldívar, debido a una excesiva delicuescencia, creció con una cabeza enfermiza y llena de ruidos que jamás soportará. Si no se produce la purificación de niño, profesor, entonces forzosamente serán flemas, úlceras en los oídos, en la piel, mocos y abundante saliva, todas las enfermedades deben ser purgadas en el útero materno, allí deben purificarse.
La conversación derivó hacia los proyectos del doctor, que acostumbrado a los muertos, aunque su profesión era alargar la vida, decidió separarse de la casa de velatorios pensando abrir la primera morgue privada.
– Faltan muertos.
– ¿…?
– ¿Sabe cuántos murieron este mes? Dos -se contestó.
Su queja merecía el silencio del profesor.
– Y además pobres -acotó-. Es un promedio muy bajo.
La situación lo deprimía.
– Yo puedo orientarlos, pero no puedo resolver su condición por ellos.
– Entiendo.
– Ninguna alcurnia. No tenemos muertos petiteros.
Serrao interpretó que ya era más de la cuenta. El doctor Germano hablaba de las enfermedades del vecindario, se explayaba con lucimiento académico. Fue así que chismeó sobre lo poco dotado que era Zarza; lo había confesado la Tetona la otra noche en su cama, mientras enumeraba sus amores y extraviaba los ojos de placer. Repitió la historia clínica de Saldívar, burlándose del zumbido que era por escuchar sus propias estupideces.
– En síntesis, hay ruido donde falta cultura -dijo con cara resignada.
El profesor, sugestionado, habló de palpitaciones.
– ¿Palpitaciones? Por la taquicardia, en invierno, no se preocupe, las venas se enfrían y violentas se baten contra los pulmones y el corazón.
Le contó también que le había vendido a Farnesio su parte en la funeraria, no lo consideraba un comercio rentable, se dedicaría a la investigación. Ampliaría el consultorio para la morgue privada y ofrecería sus estudios a empresas americanas que desearan hacer un buen negocio de la inmortalidad. Para obtener mayor rentabilidad, alquilaría las heladeras a los jueces, a las fuerzas de seguridad; ellos daban trabajo siempre.
– Pagaré bien los cadáveres -dijo sin reparo alguno-, téngalo en cuenta.
– Quizás hagamos algún arreglo y le venda anticipadamente el mío.
Germano saludó la ocurrencia.
Más que palpitaciones la noche, cada vez más cerrada, convocaba un pálpito nefasto. Caminando por el empedrado, el profesor recordó la cara del doctor hablando de la comodidad que ofrecen las heladeras, ocupadas o no, para conservar la cerveza fría.
Puerto Madryn. Invierno 1962
Mi querido profesor y amigo:
Antes de partir de Punta Alta tuve la inmensa alegría de recibir su carta, me emocionó mucho, se la leí al Irlandés en voz alta más de cincuenta veces. Manténgame al tanto sobre las intenciones de Farnesio. Mándeme al próximo puerto, de ser posible, algún preparado de esos que hace Zarza para la diarrea, parece que nos perjudica tragar agua salada, y pídale también algo para el resfrío. La última racha de viento rompió una vela y pese a que casi escoramos, pudimos recalar en el Golfo de San Matías para luego continuar viaje y entrar en el Golfo Nuevo, un poco más abajo del paralelo 42, para atracar aquí en Madryn. No queremos retrasar la partida, así que en dos o tres días continuamos la búsqueda. El oro nos sigue siendo esquivo, pero la moral está intacta. Esta misma tarde, el Irlandés estará fondeando las aguas de este puerto y a eso de las siete recalaremos en la Puerta de las Ninfas para continuar el rastreo. Decidimos que vamos a trabajar de noche y luego volveremos aquí para partir aguas adentro sobre la plataforma continental del Mar Argentino.
Las aguas son frías pero de una claridad maravillosa. Acá el trabajo se vuelve más limpio, el Irlandés estaba cansado de bajar en la mierda del Riachuelo. Dice que el lecho del río, en su profundidad, tiene una oscuridad tan desagradable que el río expulsa en cada remoción la menstruación de los citadinos.
Es de seguro que su carta no llegará antes de nuestra partida, pero de todos modos pienso ir todos los días al correo, en la esperanza de que me haya escrito. En diez días, aproximadamente, vamos a estar en Camarones.
Un abrazo enorme, esperando noticias suyas,
Grimaldo Schmidl
PD: El Irlandés tiene ideas medio locas. Ayer, sin ir más lejos, me dijo que si no encontrábamos el botín, podíamos aprovechar La Pepa y dedicarnos a la piratería.
CUARTA PARTE
Si el caballo piensa, no hay equitación.
EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA
XIX
Si hemos utilizado la violencia, ella no ha sido utilizada en forma indiscriminada, ni con la intención de causar víctimas, pues ninguno de nosotros es un criminal morboso, sino que todos somos combatientes políticos. Si hemos empleado la fuerza, ha sido por los durísimos y crueles términos en que estaba planteada la lucha después de tantos años de persecución y proscripción. Nosotros no hemos creado este clima sino que actuamos en un ambiente ya cargado intensamente por los odios y las violencias que todos los sectores del país han usado a su turno. Muchos compañeros han sufrido físicamente esa violencia secuestrados por "personas desconocidas". Parece que todos hubiéramos olvidado peligrosamente aquel llamado de Martín Fierro a la unidad nacional.
Amamos nuestra tierra en la majestad y en el silencio de sus montañas, en el rumor pujante de sus ríos, en la vastedad de sus fecundas pampas, en la magnificencia de su cielo, bandera inmensa de la patria con la cruz del sur, bandera argentina de la noche. Amamos nuestra tierra en el corazón puro y sincero de sus muchedumbres nativas, de sus gentes humildes a las que queremos ver para siempre libres de la injusticia, de la explotación y la miseria. Amamos tanto a nuestra tierra Argentina como para haberle ofrendado el duro y hermoso sacrificio de nuestra juventud, de toda nuestra capacidad y esfuerzo puestos al servicio de la noble idea de verla un día socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. Uturuncos, en algún lugar de Valentín Alsina, 1963.
Pasadas las once de la noche, Eusebio corrió la cortina de cañamazo, luego de observar hacia afuera si el almacén continuaba vigilado.
– Decile a Gauderio que puede salir.
Julia fue como otras tantas veces al fondo, pegó tres chistidos delante de la puerta del galpón, un aire de seseos entrecortados y puntuales que establecían lo que Serrao llamaba un morse autóctono que según los nervios se ubicaba entre la lechuza y el pato sirirí.
Gauderio salió compungido.
– Eusebio está cerrando, podés venir.
Así me enteré de que se había establecido una red de casas seguras para desarrollar la resistencia. Se las llamaba las casas de las "tías" o los "tíos", viviendas de viejas y viejos militantes que se jugaban en los momentos difíciles. Se mencionaba con reconocimiento a la tía Segunda, el tío Federico, la tía Yarará, también una vieja viuda y su hija que les daban refugio. Ahora era el turno del tío Eusebio.
Eran días para vivir a salto de mata, en la clandestinidad y con la policía en los talones. Tener tras de sí a un hombre como Campillo no era moco de pavo.
La Roña, el profesor Serrao, Zarza y yo hablamos bajo, con miedo, y en este caso, deslizó el boticario, tener miedo era responsable.
– Qué les dije -intentó entusiasmarnos Gauderio-, ya están aquí; algunos compañeros los vieron por Luján, por Chascomús y mucho más cerca.
– ¿Estás seguro? -pregunté.
– Tengo ganas de comerme una vaca entera.
Los Uturuncos estaban allí. ¿Quién podía negarlo? La palabra de Gauderio empezó a inundar el salón y las mesas se ensanchaban de manera exorbitante, las banquetas de caña perdían su rastro de desvencijado y se convertían en estilizadas thonet y dos sillones Luis XV con gobelinos de época.
– El sillón de Rivadavia, ¡que aparezca el sillón de Rivadavia! -repitió alegremente Serrao, mientras la luz rebotaba sobre filos de distintos colores en las facetas esmeriladas y pulidas de su copa de cristal de Baccarat.
– Ésta no es una fiesta proletaria, Gauderio -dijo Zarza.
– Ésta es la fiesta del derecho -contestó Gauderio.
– Para un pragmático como el boticario, proletario es solamente aquello que conocemos. La fantasía es burguesa -ironizó el profesor Serrao.
El jolgorio continuó sobre las mesas. Pimientos verdes rellenos de queso, tintos varietales cosecha 52 y carne de exportación; un Shorthorn, campeón 1962 en la Sociedad Rural, estaba allí, en el fondo, asándose a la vieja usanza con carbones y maderas en el lugar de las vísceras; el hambre hacía que el movimiento de la vajilla fuese más rápido, Eusebio pasaba una fuente de porcelana de Sèvres con costillas, mientras la Roña ponía en la mesa un blanco friulano digno de apagar cualquier incendio, que acababa con la mitología de las solteras, preparando el paladar para un humeante plato de papas a la crema bien salpimentadas. La Tetona recibía un plato de carne blanca, adornado por plumones de ñandú, ralladura de zanahoria y remolacha; se lo pasaba a Zarza, no sin antes devolverle una mirada llena de picardía.
Nadie quería cambiar la charla. Los Uturuncos eran los proveedores de toda esa parafernalia gastronómica de rebordes orgiásticos; mollejas asadas al vino blanco, riñoncitos a la provenzal, papa hervida mezclada con huevo duro y perejil y una exquisita entraña ante la que Eusebio se relamía. No todos los olores resultaban conocidos, pero había un aire familiar a metal ácido en el caramelo que rodeaba los flanes, las frutillas, las natillas y el arroz con leche, que se acompañaba con una cucharada o dos de canela; las narices ensancharon sus fosas en cada aspiración, la mirra y el orégano se rehogaban en las baldosas y un cimbreo en la brea de las junturas daba comienzo al baile.
– Señores, ¡el maricón nacional! -gritó Serrao, haciendo de bastonero.
Un gaucho, dos gauchos, tres, cuatro, mil, cien mil Uturuncos de florido chiripá; todos comenzaron a bailar; del techo colgaban caireles, en las paredes, desde fotos sepia los héroes de la Patagonia y la Semana Trágica sonreían, mientras Gauderio escribía en la pared: "Los infinitamente muertos, ellos hicieron nacer un símbolo". ¿De dónde había sacado esa frase? Serrao me hizo reconocer a Rilke. Las mesas se agrandaron, las ventanas ensanchaban cualquier horizonte; cada uno de los comensales elegía su ropaje, había una gama fantástica de trajes; Zarza se vistió de torero, la Roña de princesa turca, la Tetona con un pantalón pescador y una polera de banlon ajustada. Zarandearon la danza riendo de las órdenes del bastonero. Julia se abanicaba tapando y destapando el resplandor de una luna más llena y más húmeda que nunca. ¿Se viene la lluvia?, preguntó Julia. No importa, habrá capotes, le contesté. Las mujeres eran ninfas y los repasadores banderines celestes y blancos agitándose espumosos en la suspensión del éter. Eusebio escupió la dentadura postiza en un grito.
Llegó el brindis, el cristal de las copas era una marea de campanas. Me acerqué a chocar con Gauderio, estaba emocionado.
– Por vos.
– No, por los Uturuncos -replicó-. Por la patria.
Sus ojos siguieron el recorrido de la escarapela que se desprendió de mi camisa y cayó al piso.
– ¿Se vuelve? -me preguntó.
– No sé.
El futuro está en directa correspondencia con las posibilidades de presencia, las que seguramente modificaré. El futuro contiene la eventualidad, ella es autónoma; el porvenir del que me habló Gauderio me sonaba en cierto modo indiferente, externo, una nada donde se volvía temporal lo trascendente.
– Tenés que irte ahora -le dijo Serrao a Gauderio-, tenés que irte ya, aprovechá el barullo…
Cerca de las seis de la mañana, entre los vahos y el cansancio, Eusebio notó que Gauderio ya no estaba.
– Se fue -me dijo Serrao, como único comentario.
– ¿Adónde? -pregunté.
Eusebio levantó los hombros y señaló a la Roña, tirada sobre una chaise-longue, semidesnuda, con un papelito arrugado que sobresalía del bolsillo del batón. Los estilos comenzaron a mezclarse, la seda y la sarga, las velas y los fluorescentes, los vinos de la noche se volvían lentamente agua. Zarza la despertó para preguntarle si sabía dónde estaba Gauderio, dormida contestó no saber. Suave, el boticario le sacó el papelito, tenía una dirección: Canalejas 1776. El profesor Serrao se acercó al boticario.
– ¿Qué lee?
– Debe ser la dirección donde se oculta Gauderio.
– Mejor rompa ese papel… -dijo el profesor, temiendo que alguno de nosotros se convirtiera en un Judas Iscariote.
– ¿Qué día es hoy?
– Veintitrés de agosto.
La neblina en esas primeras horas no permitía ver el sol. Nos fuimos preparando para irnos, ayudé a Julia a lavar, mientras la Tetona preparaba unos mates que, según dijo, eran buenos para la resaca.
– Tire ese papel, Zarza… por las dudas -insistió el profesor-. A uno siempre lo amenazan dioses desocupados.
No siempre pudieron convencer de que está muerto a quien respira, pero era una época en que la muerte funcionaba por decreto. Entusiasmado por el leve repunte del negocio de la cochería y sin Germano como socio, Farnesio hacía planes. Estaba a punto de conseguir un Káiser Carabela de segunda mano, se preparaba para dar el gran salto; un salto que debía apurar una vez terminado el trabajo que le pidió Solórzano. Se iba a mudar a la Capital; no era lo mismo un vermouth en lo de Eusebio que un Martini con aceitunas en el Petit Café.
Quedó taciturno. Bamboleaba su cabeza hacia adelante asintiendo sus pensamientos. Saldívar bien podría ser su chofer, bastará con desnudar algún muerto de clase para darle ropa decente y enseñarle mínimos modales para que se vea presentable. Pero no todo lo que reluce es oro.
– Debe mudarse -le dijo Solórzano-, el Mossad se llevó a Klement para juzgarlo en Israel, no quedamos bien parados.
Le sonaba ese nombre, ¿quién le había hablado de él?
– ¿Tenemos que escapar?
– No se apresure, Farnesio, no es para tanto. Irse por un tiempo, nada más. Mañana es el día, el general Poggi se sumará a los golpistas, así que a Frondizi le quedan horas.
– ¿…?
– Asume nuestro hombre y se prohíbe nuevamente la propaganda de los gronchos -confirmó Solórzano.
– ¿Cómo es eso?
– El Estatuto Adrogué. Toranzo Montero presiona desde aquí nomás: puso su cuartel general en Lanús, trabajaremos para él; me pidió que nos borráramos por un tiempo, dos o tres meses, si la cosa va bien va a obtener las escrituras del río y se pondrá una casa fúnebre de primera en Barrio Norte.
– ¿Me trajo el dinero? -preguntó nervioso Farnesio.
– Lo tendrá una vez que verifiquemos que la orden se ha cumplido.
– ¿Qué hago con Saldívar?
– Que se joda. El Sherí, usted y el Pardo reciben la suya.
Solórzano se preparó para irse.
– Una cosa más. Yo le aconsejaría que no mejicanee a nadie -le dijo Solórzano, arrancando un crisantemo de la corona.
Caminaba con los hombros caídos a la izquierda, rendido, cubierto por el paño azul de solapa alta del gabán, que dejó asomar el cuello delgado y el pelo encanecido. Debía escapar por un tiempo, teñirse el pelo como la Rita, que no lo reconozcan; las manos transparentes y las uñas transparentes se enredaron en el pelo frente al espejo, se le escapó un mechón ralo, el teñido le sacará años, el teñido vuelve la historia atrás; pensó en su propio cansancio, en el cansancio de sus padres y en el cansancio de sus abuelos, deseaba recuperar el deseo y olvidar; el hombre tiránico, lleno de exigencias, volvió a aparecer en el espejo rodeado de muertos mudos a su lado.
Caleta Olivia, invierno
Estimado profesor Serrao:
Nos hizo muy bien su carta, cálida y pedagógica. Lamentamos que en Puerto Madryn no haya más noticias sobre los acontecimientos de allá. Hoy, más al sur, este lugar, aunque Argentina al fin, parece el extranjero. Cierto es que ni el Irlandés ni yo estamos en condiciones de confirmar nuestra argentinidad. Ya en tierra firme, en esas llanuras deshabitadas que parecen continuar en el Atlántico, la desconexión, como el paisaje, es cada vez más inmensa. En los días subsiguientes de dejar Madryn y el Golfo Nuevo navegamos casi sin rumbo con dirección Este, temiendo seriamente por la integridad de La Pepa, que está directamente ligada a nuestras vidas. El dinero comenzó a faltarnos y la comida escasea. El viaje de Madryn hasta aquí se hizo más largo de lo esperado ya que perdimos dos o tres singladuras girando sobre el mismo eje. El Irlandés dice que lo engañó una isla. Lo cierto es que no tuvimos nada que comer en el barco y mala pesca, conformándonos con tres medias onzas de pan en bizcocho para cada día, permaneciendo en gran penuria hasta que divisamos un pesquero polaco que parecía tan perdido como nosotros.
Sin pensarlo demasiado nos decidimos a abordarlo, con la intención de hacernos de comida y de los pertrechos necesarios para continuar. El saqueo se cumplió rápidamente y con todo éxito, la escaramuza dejó un saldo de un pescador herido de un palazo, y por suerte nada más de lo que arrepentirse. A instancias del Irlandés, decidimos hacerle arriar la bandera y saludar una improvisada tela negra con una calavera y dos clavículas cruzadas, que él mismo dibujó bastante mal por cierto. Los pobres polacos estaban tan desorientados como yo, créame, el dibujo es por demás ingenuo. Ya lejos del pesquero hicimos un brindis con un par de botellas de vino y cerveza que capturamos en esa embarcación y comimos parte del pescado que incautamos. Si no llevo mal la cuenta de los días y las comidas, llegaremos sin padecimientos ni hambruna hasta las mismas costas de Tierra del Fuego.
Vamos en busca de Bahía Laura y calculamos que en día y medio haremos un arribo, en parte obligatorio, para reparar el casco de La Pepa que colisionó con el pesquero durante el abordaje. Quedamos agotados. El Irlandés no se sintió bien en el día de hoy, pero debemos abandonar este puerto: la denuncia que seguramente pesa sobre La Pepa en pocos días traerá a la prefectura hasta aquí. Cada vez nos persigue más gente. Estamos catalogados de peligrosos, pero no matamos a nadie. Todo lo que hemos hecho ha sido para comer y continuar la búsqueda.
Cuénteme más sobre la disolución de la hermandad y algo de la Tetona, espero que en la bahía haya un prostíbulo. El Irlandés parece estar más acostumbrado que yo a lo que llama extrañamente "soledad sexual", aunque la letra no calma las urgencias, por favor, dígale a la Tetona que me envíe algún mensaje. Tengo el presentimiento de que el oro está cada vez más lejos. Estamos más preocupados por huir que por continuar la búsqueda en estas aguas; las profundidades aquí son inaccesibles y necesitamos días y días para barrer apenas la superficie. Hay veces en que el Irlandés se arrodilla y reza. Yo lo acompaño. Pero no sé si en realidad pido al cielo un milagro o una explicación. Es poco lo que nos podemos mostrar. Seguiré esperando sus cartas y le haré llegar noticias lo más rápido que pueda. Pasamos a ser tan clandestinos como esos hombres de los que habla Gauderio. No conozco mucho sobre ellos, pero en nuestro caso, créame, está ampliamente justificado. Un abrazo,
Grimaldo Schmidl
El Checho, después de mucho tiempo, tuvo los ojos cerrados y el corazón en su lugar. Se pasó un día entero acostado en las vías. ¿Por qué eran tan lejanos los sonidos que escuchaba?, ¿por qué no pasaba ningún tranvía?
Debido al levantamiento militar, el gobierno central decretó suspender transitoriamente los medios de transporte. El Checho, ni siquiera enterado de que había gobierno, seguía pidiendo al cielo que enviara un tren que lo sacara de este mundo. Anahí no estaba en el conventillo, ¿la habrían vendido? No podía hacer nada, la iban a desflorar. Si moría antes de que eso sucediera no habría traición y Anahí sería la virgen más virgen a partir de ese día.
Mejor que el tranvía viniera a gran velocidad y cargado de pasajeros, así se garantizaba un corte menos doloroso, más definitivo; por lentitud y tardanza el tranvía debía ser una caravana de moluscos o de caracoles.
– Shhh, shhh…
Estaban chistando. No quería abrir los ojos, le costaba demasiado cerrarlos, no lo iba a hacer, no quería salir de su dolor. El chistido se volvió a repetir, ahora como seseo.
– Shh, shh… ¡Checho…!
Muy pocas personas hablaban con él. La muerte o la virgen.
– ¡Checho!
La mano le tocó el hombro, el Checho miró con susto a su costado. El tobillo quedó en su reojo, tenía una pulserita de alpaca.
– Llevame de acá, Checho.
La virgen estaba frente a él, de la toallita nacarada extrajo tímida dinero arrugado; ahorros, dijo. El Checho se sentó sobre los durmientes y limpió la mano.
– Llevame con vos -escuchó.
– ¿Dónde?
XX
Cabo Vírgenes, siglo XX
Amadísimo profesor Serrao:
Vuelvo a escribir con mucha preocupación, el Irlandés empeoró y prácticamente no nos movemos de estas aguas. Apenas algún que otro sondeo a mar abierto, algún intento por rastrear los cofres y el movimiento necesario para pescar y alimentarnos. En una de nuestras incursiones, avistamos una embarcación con bandera turca a la que aún no decidimos abordar. La tripulación debe contar con más de cuarenta, pero no estamos intimidados. La idea es camuflarnos y seguirla mar adentro para abordarla fuera de la plataforma continental. Si el combate nos es bueno, dejaremos a los tripulantes a bordo de La Pepa y continuaremos nuestra meta con aquellos que se quisieran unir. Claro que habrá que discutir porcentajes. El Irlandés, que quiere el grado de alférez, dice que en una tripulación amarilla, debido al color, cualquier fiebre se disimula más. El que está con fiebre es él. Para mayor desgracia se rompió el termómetro del botiquín y no puedo tomarle la temperatura, debido a esto adapté el psicrómetro para colocárselo debajo de la axila. Sabrá usted que este bendito aparato marca el grado de humedad, así que lo único que controlo es si se orina encima.
Mañana el veterinario de un campo de ovejas cercano lo va a revisar. Si entiende a los animales, lo puede entender a usted, le dije. La fiebre no cede y en el delirio, como si cultivara las actividades superiores de los de su patria, dice de sí mismo ser herrero, carpintero, poeta, arpista, campeón, historiador, todo un "politécnico", y me pide que le consiga cerveza de Govannon. Temo que pase algo más grave, por eso decidí que hasta su recuperación nos quedaríamos cerca de la costa. Pese a todo, y por suerte, en los momentos de lucidez el buen humor de los últimos tiempos no varía. Es extraño que en un lugar con tanta agua uno tenga la piel tan reseca. Me dijo que lo usara de pergamino para escribir en su cuerpo las memorias del viaje. Escríbame cuanto antes. Un abrazo de su amigo,
Grimaldo Schmidl
PD: Acabo de enviar parte de mi diario al doctor Klüpfel. Es extraño que haya un editor para estas cosas, ¿no?
Valentín Alsina, Buenos Aires, 23 de agosto de 1962
Estimado don Grimaldo:
Espero que esta carta llegue a Cabo Vírgenes antes de su partida. Lamentablemente no tengo buenas noticias para darle, acá corre la voz de que Farnesio falsificó las escrituras del río e intenta hacer lo mismo con las de su casa. Lo da por muerto. Disolvió la logia y se irá. Es necesario que usted detenga cualquier ataque y vuelva lo más urgente posible para asentar las denuncias correspondientes.
Regrese ahora.
Ni el Irlandés es Sammy Davis Jr., ni usted es Burt Lancaster. Más que del capitán Hidalgo inglés, está cerca de otro hidalgo. Y así le va. Su regreso debe ser inminente. Usted, según la Madame del Kimono, es el elegido. Pero, ¿cuánto tiempo se espera una revelación? Lo que el Irlandés le pide no es una marca de cerveza común, Govannon es un dios celta y su cerveza da inmortalidad. Creo definitivamente que el Irlandés enloqueció. Le pasa a muchos que soportan eternamente un sueño que no se cumple. Debo decir en su defensa que quizá cada locura esté precedida de un acto sumamente racional; quizás un loco no puede enseñarnos cómo vivir, pero sí cómo hacer una elección.
Pese a que se dicen juntas, hay una diferencia sustancial entre la Fe y la Esperanza, son lo activo y lo pasivo reunidos para un mismo fin; pero todo acto de fe pierde temple sin la esperanza que debe acompañarlo. La Fe, en todos los casos, enajena; la Esperanza siempre, en el fondo de las cosas, desconfía. La Fe es para los católicos, la Esperanza para los cristianos. Entre actor y espectador se hace la obra definitiva sobre el escenario del mundo. El único arte posible es el conocimiento. Quizá por eso no soy poeta ni soy teólogo. Quizá por eso soy historiador. Por favor, don Grimaldo, regrese. No para el éxito, no para ganar, sino para que la gente acá sepa ahora que hay otra oportunidad. Suyo,
Roberto Serrao
Isla de los Estados,…
Profesor Serrao, estimado e inolvidable amigo:
Cuando la recibimos tanto el Irlandés como yo nos hallábamos velando las armas para entrar en combate. Lo cierto es que una vez entrada la contienda fuimos rotos a palos por los turcos, terminando con lo errático de la búsqueda. En ese combate perdí la utilidad de un brazo. Todo este tiempo lo dediqué al trabajo carcelario, al silencio y a la lectura. El único que, enterado de los hechos, vino a visitarme fue Valentín Langmantel, el editor de Stuttgart, pidiéndome los originales donde garabateé mis memorias. Ya llegará el momento de la escritura y la sensatez, eso que pedía en su desesperada y última carta. Ya llegará el momento. Me parece que si es por demás sesudo mantener en silencio las pasiones, no así los sueños. ¿Podré alguna vez contar todo esto desapasionadamente? Por la memoria del Irlandés que no. Él fue el mejor amigo que tuve. El oro en la Polinesia era demasiado lejos y el oro en ese vecindario era demasiado cerca. Me contó Langmantel que hace muchos años, durante una primavera en Praga, la gente salió a rastrear oro en la ribera del Vístula y no con más éxito que el Irlandés y yo. Por lo pronto, recluido de las noticias del mundo y en la seguridad de que nadie los lee, me dediqué a los poetas. El poder miente, pero da certidumbre. Los poetas dicen de lo incierto y admitamos, profesor, que así es difícil vivir. Por mi parte, sé que un día voy a salir y sin duda volveré a la navegación. De la poesía en adelante dejé de amar las cosas firmes.
Me acuerdo del Irlandés, en su nombre es que deseo y necesito aclarar que acá nadie claudicó. El oro está y la búsqueda siempre será renovada. No sé qué razón me tienta a escribirle, hubiera sido más fácil no volver a hacerlo y dejar, al menos, que la ruta naval y fantástica emprendida le diera a estos dos marinos una pizca de inmortalidad.
Si es así, dejo a su criterio la destrucción o no de esta carta. Un abrazo eterno,
Grimaldo Schmidl
XXI
En la esquina de Canalejas y Gaona, el Pardo se encontró con un tal Fiorillo y otro Medone. La orden fue estricta, el trío caminó sin hablarse. Buscaban una dirección. El Pardo se calzó su 45 reglamentaria. El Sherí Campillo sería informado oportunamente, tendría que preparar la cama y el aparatito eléctrico.
Lo bajaron a los golpes y lo metieron, agachado, con la cabeza encapuchada, en la parte de atrás de un vehículo que nadie se animó a reconocer. Durante el viaje tomaron sidra caliente y cuando llegaron a la comisaría, Fiorillo y Medone entraron con el detenido, mientras el Pardo y el Sherí Campillo fueron a la oficina para dejarlos hacer. El Sherí Campillo licenció a los Sosa para que no vieran quién era el preso. Se sentaron a jugar un truco, en tanto Fiorillo y Medone hacían su trabajo, golpeaban, reían y hablaban de la pelea en que Miguel Ángel Péndola le arrebató el título sudamericano a Jaime Gines, recordaron también la paliza que después le pegó el gallego Fred Galiana; cada uno de los golpes se reproducían en el cuerpo del detenido.
– Así que vos sos el de los asados famosos, ahora vas a aprender lo que es una "parrilla".
Después de diez horas Fiorillo salió para informar que el "pájaro no canta", que no daba para más de voltios, que su trabajo llegó hasta allí.
El Sherí Campillo miró al Pardo.
El Pardo le pidió prestado al Sherí sus anteojos negros y sin hablar se dirigió a la celda. Todavía era de día.
En el camastro, sediento, con las ropas arrancadas y la piel quemada en distintos lugares, según indicaba prolijamente el manual francés para la tortura de argelinos, estaba el hombre que apenas podía ver al que se aproximaba.
El Pardo sacó la 45 de su cintura y se la acercó fríamente a la cabeza, le daba lo mismo mirarlo que no; todo se volvió humo y después profunda oscuridad, comprobó que el trabajo estuviera completo y descerrajó otra vez el arma a la altura del corazón.
Salió de la celda y echó una mirada sobre el cuerpo inerme.
– No era tu día, gallo -dijo.
XXII
Deme la mano, abuela, se viene, esta vez sí, se vistió de novio, rompió bolsa, llame al Cholito enseguida, tenemos que darle un nombre; ¿es anormal, abuela?, qué sé yo, tardó tanto, no sé dónde estoy, no sé dónde está, se vistió para una visita; déme la mano, abuela, ahora sí, llame a la comadre, dígale que se apure, el agua fría, el agua caliente, el agua fría, la soledad del dolor, la soledad de la alegría, la soledad del miedo; esto es lo más parecido al infinito, lo ínfimo estirado a deseo; deme la mano, abuela, ya va, ya viene, se agranda el útero, se percibe la trompa, dice que sale porque ahora es necesario, tiene algo que decir, algo que contar, ¿y si lo llamo como el padre?, no es buena idea, es un niño, ¿verdad?; al menos tiene ropa de varón, sale vestido para protegerse, sale hablando para protegerse, ¿abandonarme?; se agranda el útero, abuela, se desgarra, la carne se estría y la panza baja, ¿estoy muy hinchada?, ¿estoy contenta?; ¿cómo?, ¿escritor?, temo que fabule, que diga cosas que no son, ¿se puso un frac?; ayúdelo, apriéteme el vientre, presione con fuerza, ¿lo ve?, ¿de qué color es el pelo?, ¿castaño?, castaño es el árbol del color del mundo; estoy dolorida, ansiosa, alcánceme la palangana, necesito orinar, la comadre sabe su oficio, sabe limpiarme, atendió el parto de todos; no me deje, abuela, no me deje; ¿se asoma entre lo rojo?; si él no grita yo grito por él, el cielo grita por todos nosotros; son líquidos, abuela, ya sé, no me asusto, pregúntele cómo se llama, aspiro, espiro, suelto el aire, suelto algo que se me cae; respiro desde lo hondo porque desde allí viene, veo nada más que lo sucio, ¿salió?, mi mano en la suya, abuela, mi mano en la de él, lo toco, abuela, ya tiene medio cuerpo fuera, aprieto las nalgas para contraerme mejor, ¿tiene sexo?, ¿de qué color?; estoy atontada, abuela, perdí la medida de las cosas, lo que olvide me lo recordará con su presencia, llame a los vecinos, llame al Cholito, el apellido es propiedad privada, pero un nombre sí, abuela, que le dé un nombre, un nombre es identidad; son líquidos, abuela, me siento meada, veo lo sucio, lo rojo, lo marrón, escucho lo mudo, ¿qué escribió?; está afuera, está sin mí, no lloro, es la humedad de abajo, la misma sal de abajo, las emociones saladas, la liturgia salada, el gusto amargo del cuerpo, ¿qué escribió?, tengo un sueño, abuela, un sueño largo, quiero descansar.
El embajador avanzó por un largo pasillo lleno de cuadros familiares, caminaba serio; los cuadros, colgados en marcos rococó y ordenados genealógicamente de mayor a menor, desde los tiempos inmemoriales de la Independencia, compartían la forma plana que respeta las narices aguileñas o las caras delgadas de las mujeres, generando un ambiente de museo o galería clásica francesa. Era una galería patricia, con abuelas que nunca se equivocaron de cama y maridos que los domingos se hacían preparar el coche de caballos para ir al prostíbulo. Faltaba solamente un tío directo, libertino, que amaba los juegos del calembour y asustaba a su familia diciendo que Mariquita Sánchez y Manuelita Rosas eran lesbianas o que Baudelaire bien podía haber sido el bufón del brigadier general. Cuando llegó por fin a la puerta, algo taciturno, el mayordomo abrió la recepción.
– Buenas tardes.
– Tenía muchas ganas de verte -dijo la Madame del Kimono levantándose del sillón.
– Yo no -replicó cortante.
– ¡Cholito!
El silencio maduró con el dolor y la decepción de la Madame del Kimono, prenunciando una conversación no deseada; el embajador era un fantasma de aureola fluctuante, enorme y abierta, que recorría de un lado a otro el salón.
– ¿Por qué no viniste a verme? -preguntó ella con aire desencantado.
– ¿A verla?, ¿para qué? -contestó, seco, con otra inquisición.
– El niño.
– ¿De qué niño me habla? -dijo prepotente.
– El hijo.
Las palabras de la Madame sonaron a desquite.
– Yo no tengo hijos.
– Sí.
– ¿Usted lo vio?
– Lo tuve dentro.
– ¿Lo vio?
– Nunca.
– ¿Y entonces?
– Si usted hubiera estado allí, hubiera podido verlo.
Bajaba los ojos avergonzada y mascullaba cosas en guaraní. Un golpe de puño cayó sobre la mesa de la recepción.
– ¡Fermín!
– ¿Señor…?
– ¿Usted vio un niño alguna vez?
– Sí, señor.
– ¿Y un hijo mío, Fermín?
– No, señor, jamás.
– Fermín, ¿cuánto dinero le he dado a la señora…?
– Lleva ya tres años de pensión graciable, a lo que se suma desde hoy el valor de una casa prefabricada y tres mil pesos en efectivo, lo que hace un total de…
– ¿Siete mil, quizá…?
– Algo más de esa suma, señor.
La Madame del Kimono quería explicar que se trataba de otra cosa, pero el embajador le gritó que estaba cansado de la extorsión, que no se podía quejar, que fue una puta de lujo en los lugares que ni las mejores putas sueñan, pero que ahora no valía nada, que no, él no es padre de nadie, la paternidad es un acto racional y en los hombres de su clase, un acto elegido.
La Madame del Kimono dejó escapar una mueca cargada de sobreentendidos, el mayordomo pidió permiso para retirarse pero el embajador se lo negó; ¿por qué resistir el mérito?, él podía afirmar que era muy hombre.
Ella no tenía sombra de arrepentimiento. Volvía a humillarla. ¿Se da cuenta, señora?, no sólo no soy padre, sino que usted no puede comprobar su maternidad. El niño no está. Tenía que llamarse a silencio, no la dejaría jugar con tan caros sentimientos, era una mujer de instintos bajos, de deseos primarios. ¡¿Enamorado?!, no diga pavadas, ¿escuchaste, Fermín?, ¡enamorado!; nunca estuvo enamorado, nunca; la aflicción del amor no es para los varones, ¡a otro con el cuento!, ¡se acabó!, ya le dio mucha plata, demasiada para una vieja; no hay eternidad para las putas, quería aprovecharse de su generosidad, que se fuera.
La Madame del Kimono se levantó del sillón, cerró el abanico y tanteó en su bolso el peso metálico del 32 largo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Cerca de la puerta, de espaldas, sintió la voz del Cholito…
– ¿Cómo se llama?
– No sé. El padre es el que nombra. Por eso vine a verlo.
XXIII
Eran las fiestas de fin de año, Zarza y Serrao caminaban por la orilla desnuda del Riachuelo; lejos se escuchaban los ruidos de la cohetería festiva y los disparos que algunos borrachos hacían al aire, como saludo de recibimiento. El río dejó de ser recorrido hasta por las pequeñas embarcaciones y ni siquiera los lanchones cumplían tareas; por alguna extraña razón devolvía la imagen del primer barco que lo remontara, su velamen brillaba calmo, el madero se abría paso, imperturbable, en la paciencia del fin. El tesoro nunca emergió de esas aguas y la mugre custodiaba lo intocable.
El alma estaba protegida, la silueta sombría de una fábrica abandonada era un signo desvanecido en la orilla, un castillo deshabitado, un tórax sin carne.
– ¿En qué piensa, profesor?
– Nuestras calles están tan desiertas que imagino que podemos conducir a los locos por ellas.
El boticario sonrió.
– El desierto es lo que más se asemeja a lo anónimo. El nombre de la persona le da propiedad definitiva sobre el cuerpo, mis vísceras superan el nombre científico de cada una para reunirse en un juego superior al de la biología; la gente escapa a las dos cosas, a la biología y a la cultura.
Zarza escuchaba atento y, raramente, sin contradecir.
– El cuerpo es naturaleza, el yo es cultura que aviva o mata ese cuerpo -dijo el profesor-; el río, un cuerpo que desmontó sus corrientes y la quietud, que por tanto tiempo mantuvo ese lecho cenagoso, es el mejor registro de que el oro aún está allí.
– ¿Usted cree?
– Siempre están los valientes y los cobardes, los soñadores y los pragmáticos, pero nunca supe cuál de los dos, en su fuero más íntimo, apuesta a ganar o apuesta a perder. La civilización se sostiene con las dos apuestas; el hombre, cuando puede, para la mera estadística, apenas sostiene una.
– Exagera, profesor.
– La historia busca demostrar lo que su azaroso recorrido produce en nuestro sistema nervioso -dijo Serrao.
– Su argumento es para provocar alguna conducta distinta de mi parte, pero fíjese en Valentín Alsina, esta ciudad; por más que nos auxiliemos de las ciencias y la mejor literatura, nadie puede amar un lugar como éste -contestó el boticario.
– Mi amigo Zarza -dijo benévolo el profesor-, la intemperie también es una herencia.
Serrao se tanteó los bolsillos del pantalón y sacó una carta amarillenta y arrugada, en cuyo encabezamiento se leía "Isla de los Estados".
– ¿Qué es?
– Un papel que lleva escrito, como en los verdaderos secretos, algo de lo que siempre se duda.
– ¿Es un documento importante?
– No sé.
La levantó entre los dedos y la colocó debajo del encendedor.
– ¿Qué va a hacer, profesor?
– De todas maneras hay una copia en Stuttgart -dijo, acercándola a la llama.
El pequeño chispeo en la inmensidad de la noche los reconoció más solitarios; ambos se fascinaban con el reflejo del fuego en el río. El viento dejó de susurrar, sólo se escuchaban los aletazos agónicos de un pez plateado que boqueaba en la orilla…
– ¿Y el escritor?, ¿cómo se llamaba?
– No sé, firma con pseudónimo.
– ¡Pseudónimo! -protestó Zarza.
– El nombre verdadero de la luna está grabado en la cara posterior -ironizó Serrao.
– No hay detrás, profesor, el mundo es lo que se ve.
– ¿Qué es lo que a un viejo carcamán como usted lo vuelve tan seguro? -preguntó el profesor Serrao.
La inseguridad de un "no sé" hizo que ambos rieran a carcajadas.
XXIV
Estoy sentado en mi escritorio con las luces apagadas; demasiada sombra, sin duda, es compañía. No tengo una relación natural con las cosas del mundo, su destino no está en mi deseo como sujeto, sino en el destino de los objetos. Desde aquella visita, como escribió Thomas Mann sobre su tiempo, pasaron "algunos cortos años criminales" y algunos interrogantes fueron dilucidados o quedaron en el olvido.
Las protoguerrillas tanto urbanas como rurales iniciaron el camino y fueron consecuencia de un intenso debate acerca de la conveniencia u oportunidad de formar focos guerrilleros en el campo o la ciudad. El porqué de la decisión de muchos hombres y mujeres de incorporar sus vidas a la lucha armada es mucho más complejo.
La historia hace intentos por escapar a su sentido de fracaso y también intenta llegar con formas mitigables a conclusiones aceptables. Por cartas del profesor Serrao me enteré de la caída del Uturunco: los informes del servicio de inteligencia daban cuenta de que Manuel Enrique Mena alias el Gallego, Félix Francisco Serravalle alias el Puma y Juan Carlos Díaz alias el Uturunco fueron detenidos. Supe con posterioridad que Mena escapó de un hospital carcelario y se instaló en La Habana hasta su muerte, que Serravalle cumplió su condena y vivía en Santiago del Estero; y que Díaz, amnistiado, cayó más tarde detenido formando parte del Ejército Revolucionario del Pueblo. También me enteré de la desaparición de un alias Gauderio, Felipe Valiese, considerado luego el primer detenido desaparecido, quien quizá no sea el héroe de esta novela porque desconozco sus últimas palabras; porque, como otros muchos, no tuvo posibilidad de réplica.
Para los hombres que administran, miden el curso de las cosas, dividen, cuentan, clasifican sus unidades, la realidad es la secuencia de hechos excesivos y el tiempo carece de energía moral. Valentín Alsina no es el Gdansk, ni el puerto de Montevideo; es un lugar perdido en un país austral, los barcos conquistadores quedaron atrás, en la niebla; la modernidad y el progreso demasiado adelante.
Nunca tendré certeza de cuándo este escrito verá la luz. Andrés Raveri, mi editor, acaba de rechazar la novela; dice que es pretenciosa y que el recurso del autor como personaje carece de originalidad, que mejor olvidarse. Debo admitir que nunca encontré equilibrio para describir los sucesos que conmueven mínimos el mundo o máximos la historia personal. Además aún me queda abierta la posibilidad, invocando a don Grimaldo Schmidl, de enviar los originales al doctor Klüpfel.
La luz del fósforo ilumina, lenta, el cigarro que llevo a mis labios; dejo la sombra, consiento que estas deliberaciones íntimas hacen que cualquier espera sea menos violenta. Enciendo la lámpara del escritorio dispuesto a trabajar; el trato ligero, despreocupado, comprueba la inútil objetividad de las cosas, se vuelve otro asunto cuando se quiere saber o decir qué pasa. Tomo en mis manos la foto de una joven muy bella, llamada Esther, que levanta su pollera europea mientras esconde dans la poitrine las delicadezas más oscuras de sus pequeñas prominencias.
Parece que se mueve, que viene hacia mí.
El tiempo no se queda quieto.
Praga, 19…¿?
Agradecimiento
A Roberto Bascchetti por la información cedida sobre los Uturuncos.
***
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