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Carreteras secundarias
Ignacio Martínez de Pisón
Ignacio Martínez de Pisón
Carreteras secundarias
© 1996
1
Llevaba los pantalones arremangados y el agua me mojaba los tobillos. Me gustaba estar así, de pie, inmóvil, en silencio. Me gustaba tener los ojos cerrados y sentir cómo la brisa del mar me revolvía el pelo. También me gustaba escuchar el rumor de las olas e imaginar que me estaban diciendo algo. Me ocurría como con el tictac del despertador en las noches de insomnio, que siempre me decía lo mismo: «No puede ser, sí puede ser, no puede ser.» Las olas, en cambio, decían: «Ahooora, ahooora.» O decían: «Bueeeno, bueeeno.» O también: «Vaaamos, vaaamos.»
– ¡Nos vamos! -oí, pero no eran las olas.
Abrí los ojos, me volví hacia el pretil. Mi padre estaba junto a la puerta abierta del Tiburón. Con una mano hacía sonar el claxon y con la otra gesticulaba de un modo casi violento, como quien llama un taxi en mitad de un aguacero. No sé. A lo mejor llevaba un buen rato ahí, haciendo sonar el claxon y desgañitándose.
– ¡Nos vamos! -volvió a gritar.
Cogí mis zapatillas de deporte y fui hacia él. Avancé con una lentitud premeditada, desafiante, como los futbolistas que son sustituidos con el único propósito de perder tiempo. Me encaramé al pretil con gestos desganados.
– Recoge tus cosas. Tenemos que marcharnos ya.
Yo le miré pero no dije nada. Estaba enfadado con él por lo de siempre, por lo del perro. Mi padre me instó a entrar en el coche y yo me señalé los pies e hice un ademán que quería decir: «Para no manchar.» Qué absurdo, a mí nunca me ha importado manchar.
Así pues, volví andando a la urbanización. Llevaba las zapatillas en la mano derecha y el Tiburón de mi padre me seguía a muy pocos metros por la calzada. Recorrimos de esa manera el paseo marítimo y cruzamos el aparcamiento. No se veía ningún signo de vida, ni personas ni automóviles ni ropa tendida en las terrazas. Todas las persianas de la urbanización estaban bajadas, y mi padre y yo parecíamos personajes de una película de gangsters, el coche siguiéndome como para un ajuste de cuentas.
Subí por las escaleras. La puerta estaba abierta y en el cuarto de estar no quedaba ni rastro de muebles. Ni la cómoda ni el sofá ni la mesita de cristal: sólo los horribles estaños de Marisa. De la cocina faltaban la nevera y el horno. Qué podía haber pasado, decidí no preguntarlo. También mi habitación estaba semivacía. Los timbrazos de mi padre me apremiaban desde el portal mientras yo metía en la bolsa mi ropa, mis cintas, mis cuatro o cinco libros, mi colección de recortes del doctor Barnard. Me lavé los pies y me calcé y, antes de salir de allí dejando la puerta tal como la había encontrado, rescaté también alguno de los posters de la pared.
Mi padre me esperaba con el coche en marcha. Arrancó ruidosamente, las ruedas patinando sobre la gravilla, y eso pareció ponerle de buen humor. Volvimos por donde habíamos venido, mucho más deprisa ahora, y cuando llegamos al cruce mi padre tomó el desvío que llevaba a la nacional. La carretera, flanqueada por esporádicas palmeras y por zarzas, era recta y estrecha, y no nos cruzamos con ningún coche hasta que ya estábamos cerca de la nacional. Entonces vimos aparecer un 1430 azul con ostentosos faros antiniebla y mi padre soltó un bufido. Era el coche del administrador, la única persona capaz de ponerse unos faros así en un lugar en el que nunca había niebla. Mi padre y él intercambiaron un saludo sobre la marcha, y luego mi padre se echó a reír como un loco y dijo:
– ¡Cabrón! ¡Ahora verás qué sorpresa!
Cogimos la nacional en dirección norte. Mi padre parecía contento y ni siquiera protestaba por no poder adelantar una caravana de camiones. De vez en cuando sacudía la cabeza y decía como para sí:
– Me gustaría poder ver su cara…
No nos detuvimos hasta que el indicador de la gasolina señaló la reserva. Llenamos el depósito y, cosa rara en él, mi padre dio una buena propina al mozo que nos limpió el parabrisas. Un rato después paramos a comer en un restaurante de carretera ante el que estaban aparcados varios de los camiones que no habíamos podido adelantar.
– Nada de menú -dijo mi padre-. A la carta.
Yo seguía tan callado como al principio. Mi padre pidió una ración doble de sesos rebozados, su plato preferido, y dijo de ellos que eran un lujo asiático, su frase preferida.
– Come, hombre -me animaba-. ¡A la salud del majadero del administrador!
Mencionó al administrador y se creyó obligado a darme una explicación:
– La gasolina, esta comida… Las paga él. Se lo tiene merecido por haber tratado de tomarme el pelo.
Ahora mi padre no parecía tan eufórico. Habló del apartamento, de la cantidad que el pasado septiembre había tenido que dejar en depósito, de cómo el administrador se había negado a devolverle ese dinero pretextando que rescindíamos el contrato de alquiler antes de lo previsto.
– La vida es una partida de ajedrez. Él ha movido sus piezas, yo he movido las mías.
Dijo esto con una convicción excesiva, como replicando a una objeción que nadie le había hecho. No sé si estaba tratando de justificarse o de convencerme de algo.
– Por esas birrias de muebles no me han dado casi nada. Pero eso es lo de menos. Alguien tenía que darle una lección, y ese alguien he sido yo, tu padre.
Yo comía en silencio y él creía que con mi actitud le estaba reprochando la apresurada mudanza, el apartamento vacío y todo lo demás. Mi padre soltó una carcajada, pero una carcajada como las de los malos actores, demasiado ruidosa, demasiado perfecta, y añadió:
– ¿Sabes quién me lo va a agradecer? ¡Los nuevos inquilinos, que tendrán nevera nueva y estrenarán muebles y ropa de cama!
Su chiste no obtuvo la acogida prevista y mi padre, repentinamente serio, dijo que yo era muy joven y que había cosas que todavía no podía entender. Luego habló de la justicia y dijo que había momentos en la vida en los que tenías que elegir entre pisotear y ser pisoteado. Cuando ya no supo qué decir, dijo simplemente que ya no tenía hambre y apartó su plato. Permaneció el resto de la comida en silencio, como yo mismo. Quería parecer enfadado pero yo sabía que sólo se sentía avergonzado e inerme, tal vez ridículo.
El televisor estaba situado sobre una repisa a unos tres metros del suelo, y el camarero necesitó una vara para encenderlo a distancia. El presentador del telediario dijo que el día anterior había sido secuestrada Patricia Hearst, hija de un magnate norteamericano. Después nos trajeron la cuenta, y el dinero de los muebles quedó un rato sobre la mesa. Mi padre lo miró como miraría un automovilista el cuerpo de un peatón atropellado, y luego juntó las palmas de las manos y me dijo:
– No te lo tomes así, por favor.
Qué infeliz. A mí todo eso me traía sin cuidado, pero él se negaba a entenderlo. Por mí podía haber quemado esos muebles y esa nevera y hasta la urbanización entera con el administrador dentro, y yo jamás se lo habría recriminado. Ya he dicho que yo estaba enfadado por lo de siempre, por lo del perro.
Yo quería tener un perro pero mi padre siempre me soltaba las mismas gilipolleces, que quizá más adelante, cuando las cosas nos fueran mejor, cuando tuviéramos una casa en propiedad. Una casa en propiedad. Con los adultos no hay forma de entenderse: yo le hablaba de tener un perro y él me hablaba de tener una casa, como si entre las propiedades y los perros existiera una relación mágica que a mí se me escapaba.
– El coche es nuestro -replicaba yo para ver hasta dónde llegaba esa relación, y mi padre soltaba un momento el volante y daba una palmada breve y triunfal:
– ¡Precisamente!
O sea que no teníamos un perro porque teníamos un coche y no una casa.
– También esas maletas y esa televisión son nuestras.
– ¡Precisamente, precisamente!
O sea que no teníamos un perro porque teníamos un coche, tres maletas y un televisor portátil pero no una casa en propiedad. Ya he dicho que a los adultos no hay quien los entienda, aunque ahora pienso que no es tan difícil hablarles en su mismo idioma. A mi padre tendría que haberle dicho:
– Tenemos una playa en invierno, no tenemos vecinos, ¿por qué no tener un perro?
Eso yo creo que lo habría comprendido, pero vete a saber si no habríamos vuelto al principio, a las gilipolleces de siempre y al quizá más adelante y a la casa en propiedad.
Y después de todo, la casa ¿para qué? No era yo el que se quejaba de nuestra forma de vida, de nuestro eterno deambular por muertas urbanizaciones de verano, inhóspitas y fantasmales en esos meses de temporada baja, por apartamentos baratos, impersonales y como desagradecidos, idénticos todos en su olor a piso abandonado y en su silencio de cañerías goteantes. Al contrario: a mí todo eso me gustaba. Yo no recordaba haber vivido de otro modo, y me gustaba pensar que cada invierno sería para mí una playa diferente pero en el fondo la misma, mi playa. ¿Sabéis lo que es pasear por la orilla una fría tarde de enero, hundiendo los pies en la arena húmeda, orgulloso de tus propias huellas, las únicas que aquella playa acogerá durante semanas o incluso meses? Había veces que no hacía otra cosa que mirar mis huellas, a la espera de la ola que había de borrarlas. No voy a decir que eso fuera la felicidad porque, os lo podéis imaginar, yo nunca sería totalmente feliz mientras no tuviera un perro, pero era algo que yo no habría cambiado por ninguno de los lujos de la gente de la ciudad.
Mi padre hablaba a veces de las playas en agosto y de su bullicio de heladerías, motoristas y chicas semidesnudas tomando el sol. Yo eso ni lo había conocido ni quería conocerlo, y casi me ponía de mal humor que él suspirara por tener el dinero suficiente para alquilar uno de esos apartamentos en verano, como todo el mundo. Eso era lo que él quería, tener un piso en la ciudad para los inviernos y alquilar un apartamento en la playa los veranos. Vivir como todo el mundo y no como vivíamos nosotros, que llegábamos cuando todos los veraneantes se iban y nos marchábamos justo antes de que volvieran.
Pero es que mi padre no sabía lo que quería.
– Date una vuelta -me decía-. Los muebles son correctos y hasta bonitos. La nevera funciona. Y asómate a la terraza. Fíjate qué vistas. Estamos en primera línea de playa. ¿Sabes cuánto costaría un apartamento así en Madrid?
Entonces se echaba a reír y decía que ni el más caro de los apartamentos de Madrid tendría jamás esa vista sobre el mar. Luego hablaba de lo que nos costaba a nosotros vivir ahí y repetía varias veces la cifra como en homenaje a su propia sagacidad.
– Un lujo asiático -decía yo, para concluir.
– Exacto. Un lujo. Un lujo asiático.
Era absurdo. Mi padre odiaba ese apartamento como había odiado todos los apartamentos en los que habíamos vivido. Eso, sin embargo, no impedía que pudiera pasarse una tarde entera elogiándolo, elogiando sus hermosas vistas sobre la playa y sus muebles gastados y su nevera con la bombilla siempre fundida. Así era de complicado y contradictorio: él decía que le gustaba precisamente lo que no le gustaba porque creía ser lo contrario de lo que realmente era. A mí, qué queréis que os diga, todo eso me traía sin cuidado. Lo que me sacaba de quicio era que me metiera de por medio y que fingiera desear para mí lo que en realidad deseaba para sí mismo. ¿Me explico?
Pondré un ejemplo, por si acaso. Mi padre se asomaba a la terraza, soltaba su habitual sarta de gilipolleces sobre las bondades de aquel sitio y luego ponía cara de mártir y añadía:
– Lástima que esto no pueda durar siempre. El próximo invierno, me guste o no, lo pasaremos en una ciudad. Tu educación es ahora lo más importante, y este tipo de vida no le conviene a un chico de tu edad.
– Eso decía. Otra cosa era lo que tendría que haber dicho:
– A mí tu educación me la trae floja, y me importa un pepino lo que pueda convenirle a un chico de tu edad. El próximo invierno lo pasaremos en una ciudad porque estoy hasta las narices de ir por la vida como puta por rastrojo.
O ni siquiera eso, sino más bien:
– Tu educación me la trae floja, etcétera, y lo que me jode es que el próximo invierno seguiré como hasta ahora porque soy un pobre diablo y no tengo dónde caerme muerto.
Así que yo no quería cambiar de vida y mi padre sí, pero mi padre decía que era por mí por lo que teníamos que cambiar y que si por él fuera seguiríamos así hasta el final. ¿No os decía yo que es absurdo?
Lo que ocurría, sencillamente, era que mi padre y yo éramos diferentes y nunca podríamos llegar a entendernos. Teníamos gustos distintos, y ya está. Mi padre, por ejemplo, estaba orgulloso de su coche, un Citroen Tiburón con matrícula de Madrid comprado de segunda mano. Como era grande, negro y extranjero, mi padre lo consideraba un automóvil de categoría. Tenía, es verdad, cierto aire de coche oficial, y yo creo que él habría sido capaz de colocarle un banderín en la punta de la antena para que la gente nos tomara por embajadores o ministros o algo así. Yo, en cambio, detestaba ese coche, su tapizado de rombos diminutos, el olor espeso y agridulce que despedía, una mezcla de ambientador de cine y meados de gato que obligaba a tener las ventanillas abiertas hasta en invierno. Me parecía un automóvil feo, pasado de moda, triste, y para alegrarlo me dedicaba a llenar de adhesivos la luna trasera. Así por lo menos ya no tenía ese aspecto de coche oficial, porque yo supongo que en eso los embajadores deben de ser como mi padre, que se desesperaba cada vez que descubría un nuevo adhesivo y me amenazaba con el dedo y se lamentaba de no haberme pegado en su momento un buen par de soplamocos. Pero es que mi padre cuando se enfadaba siempre hacía lo mismo, hablaba de zurras y de azotainas como con nostalgia, como si todo aquello formara parte, junto a mi madre y quién sabe qué, de un pasado dichoso e irrecuperable.
Ya lo he dicho: teníamos gustos distintos. Con las calcomanías pasaba lo mismo: yo solía llevar los brazos y el pecho cubiertos de unas calcomanías de colores que vendían en los quioscos, y eso a mi padre le ponía frenético.
– ¡Lávate esos tatuajes inmediatamente! -decía-. ¡Pareces un presidiario!
Qué manía. A mi padre le molestaba casi todo lo que a mí me gustaba, aunque él decía que era al contrario, que a mí sólo me gustaba aquello que pudiera molestarle. Había noches en que le daba por ponerse solemne y me salía con alguna de esas teorías suyas: que si la adolescencia no sé qué, que si la adolescencia no sé cuánto. Ganas de complicarse la vida, eso de la adolescencia: éramos diferentes y basta, ¿no es mucho más fácil así?
Veamos más cosas que me gustaban. Me gustaban los posters de tías desnudas, preferiblemente negras, me gustaba echarme en el asiento de atrás y sacar los pies por la ventanilla, me gustaban los concursos de televisión y las tiendas de pepinillos y aceitunas, me gustaba masticar aspirinas y pegar la oreja a la vía para oír el tren, ya sabéis que me gustaban los perros, también me gustaba el olor de las farmacias y salir a la calle con el pelo mojado, me gustaba blasfemar, llevar la camiseta por fuera del pantalón, eructar después de la comida. ¿Queréis saber qué es lo que no me gustaba? No me gustaban las cintas con música de películas, no me gustaba Frank Sinatra porque mi padre decía que se le parecía bastante, no me gustaban los deportes, ningún deporte, no me gustaba ver a mi padre pelar la naranja con cuchillo y tenedor ni la cara que ponía cuando comprobaba los aciertos de su quiniela, no me gustaban las páginas de pasatiempos, los pantalones de cheviot, la naturaleza, los hombres con pelos en las orejas, las gafas de sol, no me gustaba la gente, no me gustaba ninguna de las personas que conocía, y sobre todo no me gustaban las mujeres rubias que se llamaban Estrella. ¿Os parezco un tipo especial?
Estrella nos estaba esperando junto al cartel de la nueva urbanización.
– Apartamentos Sol y Mar -leyó mi padre, tratando de sonreír-. Suena prometedor…
Casi todas las urbanizaciones por las que habíamos pasado tenían nombres compuestos en los que aparecían la palabra Sol y la palabra Mar: Urbanización Vistamar, Apartamentos Playasol, Edificios Cara al Mar. Estos se llamaban directamente Sol y Mar, Apartamentos Sol y Mar, y mi padre lo leyó como si hubiera algún motivo secreto por el que aquel nombre tuviera que gustarme.
– ¿Qué está haciendo ella aquí? -pregunté.
– ¿Quién? ¿Estrella?
– Quién va a ser…
– Ya te lo dije. Estrella necesita un agente artístico y yo necesito un trabajo.
Agente artístico. Ahora resultaba que mi padre iba a trabajar como agente artístico y que su artista era esa mujer rubia y rechoncha, con los párpados pintados de azul como las putas. Mi padre detuvo el coche para recogerla, y Estrella me saludó revolviéndome el pelo con la mano, que es una de las dos cosas que más detesto.
– Sigue -le indicó a mi padre-. El tercer portal.
Luego salimos del coche y Estrella me observó con una sonrisa.
– ¿Has dado otro estirón? Estás hecho todo un hombre -me dijo.
Que me digan que estoy hecho un hombre: ésa es precisamente la otra cosa que más detesto.
Yo en ese momento sólo tenía una idea en la cabeza: que esa mujer no se quedara a vivir con nosotros. Entramos en el apartamento y lo primero que vi fueron unos marquitos con fotos suyas repartidos por la estantería. Me asomé a uno de los dormitorios y sobre la cama de matrimonio descubrí, todavía a medio deshacer, unas maletas que no podían ser sino suyas. ¿Desde cuándo las artistas compartían habitación con sus agentes? «Te odio», le dije a mi padre con la mirada. Se lo dije con más claridad que si lo hubiera formulado de viva voz, y mi padre apartó los ojos e improvisó un par de apresurados elogios al apartamento.
– Pero todavía no has visto lo mejor -anunció Estrella señalando la chimenea.
Era una de esas chimeneas eléctricas, con leños de plástico que se iluminan por dentro como si fueran ascuas. En ese momento estaba apagada y Estrella, con aire satisfecho, pulsó un interruptor. Mi padre vio encenderse aquella incandescencia falsa y temblona y se echó a reír como un tonto, enseñando una horrible caries en una de las muelas superiores.
– ¡Qué gracia! ¡Y además calienta de verdad! -exclamó acercando las palmas de las manos-. Nunca había visto una cosa así…
No aguanté más. Cogí mi bolsa y busqué mi dormitorio. Tenía literas y en la de abajo la cama ya estaba hecha. Me llamó la atención el embozo de la sábana, igualado, sin arrugas, insólito. Coloqué los posters y dejé algunas de mis cosas en la litera de arriba. Luego con mi navaja suiza de ocho usos me dediqué a escribir la palabra mierda en el lateral del armario. Guardé mi ropa, mis libros, mi álbum de recortes. Al cabo de un rato llamaron a la puerta y Estrella me trajo una cocacola con una paja y un emparedado. El emparedado recordaba la bandera japonesa, porque en el centro tenía un primoroso agujero por el que asomaba una yema de huevo. Del cuarto de estar me llegaba la voz de mi padre, colgado del teléfono:
– Tiene usted que oírla. Es sencillamente genial. La nueva María Callas.
Estrella se quedó un momento a verme merendar y me dirigió una de esas sonrisas de señora gorda que todo el mundo califica de maternales. Cuando por fin se marchó, yo pensé: «Menos mal que no me ha pedido que la llame mamá, porque soy capaz de clavarle mi navaja de ocho usos.»
Lo que más me fastidiaba era que mi padre también hacía esas cosas por mí, por mi bien, o al menos eso decía. Ocurría lo mismo que con nuestra forma de vida. Yo ni quería ni necesitaba tener una madre. Era él el que no podía vivir sin una mujer que le planchara las camisas por la tarde y se le abriera de piernas por la noche. Claro que mi padre jamás lo habría enfocado así. Él se lamentaba siempre de la temprana muerte de mi verdadera madre y luego hablaba de mi desarrollo emocional y de lo delicada que era la edad en la que yo me encontraba. Gilipolleces. También decía que estaba dispuesto a sacrificar su independencia por mí y que lo importante en esos momentos era darme una familia para que me sintiera arropado, protegido. Más gilipolleces, y el caso es que cada cierto tiempo me aparecía con una fulana que me estampaba dos sonoros besos en los carrillos y acababa pidiéndome que la llamara mamá. Primero fue la hortera de Vicky, que se pasaba todo el día en casa haciendo solitarios y limándose las uñas, luego Marisa, la de los bajorrelieves en estaño. Ahora Estrella.
Entró poco después y vio casi intacta la bandera japonesa del emparedado. Yo me había metido en la cama y me tapaba la cabeza con la almohada.
– Este chico debe de estar malo -oí que le decía a mi padre.
– Voy a ver -dijo él.
– ¡Estoy bien! ¡No me pasa nada! -grité yo desde la cálida profundidad de las sábanas.
Mi padre había estudiado medicina pero nunca llegó a ejercer de verdad, y yo creo que no sabía ni poner una inyección. Antes de que yo naciera había trabajado como médico forense en un juzgado. Él nunca hablaba de aquellos años, y casi mejor así. Médico forense. No es que a mí me gustara ser hijo de un señor que un día se presentaba como agente artístico y otro como vete a saber qué, pero, desde luego, es seguro que me habría sentido muy poco orgulloso de él si hubiera seguido trabajando como médico forense. Médico forense. Yo puedo comprender que una persona quiera ser médico y que aspire a sentirse útil a la sociedad, salvando vidas y haciendo cosas así. Puedo comprender que uno quiera ser psiquiatra y pretenda que los locos recuperen la razón, o que quiera ser cardiólogo y pasarse la vida resucitando señores fulminados por un infarto. Hasta entendería que alguien aspirara a ser dentista y a sentirse orgulloso de la honesta artesanía de los empastes y las dentaduras postizas. Pero ¿médico forense? ¿Puede existir gente en el mundo con una vocación así? ¿Conocéis a alguien capaz de estudiar medicina para luego encerrarse en un juzgado a rellenar formularios, redactar informes y aguantar a jueces viejos y malhumorados?
Claro que tampoco mi padre debía de suspirar por esa clase de vida, y yo supongo que lo que él habría querido ser era cirujano. Sí, un cirujano eminente, mundialmente reconocido, como el doctor Barnard, a quien tanto admiraba. De hecho, mi colección de recortes de revistas la había empezado él. Fue él quien un día de finales del sesenta y siete compró un portafolios y le puso el título de «Doctor Barnard, el as de corazones».
– Un trasplante de corazón, ¿te das cuenta? -me explicaba con un temblor de entusiasmo en la voz-. Ya nada será igual a partir de ahora. ¿Quién podía imaginar hace unos meses que un hombre podría vivir con el corazón de otro?
Yo tenía entonces ocho años, y también a mí me parecía que el mundo había cambiado de repente, que ese médico sudafricano había abierto las puertas de un futuro en el que todo era posible. Mi padre buscó las tijeras y recortó las fotos que aparecían en los reportajes de las revistas. Luego las fue pegando en diferentes cuartillas, al lado de la fecha y de algún comentario personal.
– Mira ésta. Aquí está Criss Barnard con su equipo de médicos en Ciudad del Cabo.
Barnard era un hombre apuesto, elegante, con aspecto de antiguo campeón de tenis, y sonreía como el hermano pequeño deBonanza, mi serie favorita de aquellos años.
– ¿Y este que está en la cama?
– ¡Louis Washkansky! ¡El primer hombre que ha tenido el honor de llevar en su pecho un corazón ajeno!
– Está sonriendo.
– ¡Claro! La operación ha sido un éxito.
Mi padre hablaba de aquella operación como si él fuera el cirujano jefe y adoptaba una actitud de cardiólogo experto cuando leía en voz alta los términos especializados que reproducían los periódicos: aquellas ocasiones fueron tal vez las únicas en las que le vi comportarse como lo haría un médico.
Un día apareció por el apartamento con aspecto decaído y arrojó sobre la mesa un periódico abierto.
– Washkansky ha muerto -anunció, luctuoso.
– No puede ser… -dije.
Mi padre asintió tristemente con la cabeza y explicó algo sobre el rechazo del organismo al nuevo corazón y sobre mecanismos de inmunidad. Yo no entendía nada pero estaba igualmente desolado. Permanecimos luego unos minutos en silencio, y yo cogí el periódico y pregunté:
– ¿Lo recorto?
Mi padre se encogió de hombros. El fracaso de Barnard le había afectado muy profundamente.
A partir de ese día fui yo quien se ocupó de la colección. Pasé el resto de la tarde poniendo en orden los recortes que ya teníamos y hojeando periódicos atrasados en busca de alguno que se nos hubiera escapado. Unas semanas después dijeron por la televisión que el doctor Barnard había vuelto a realizar otro trasplante. Corrí a avisar a mi padre.
– El paciente se llama Philip Blaiberg -decía el locutor-. Es dentista, y parece que su evolución posterior a la intervención está siendo satisfactoria.
En aquella época todavía no teníamos el Tiburón. Teníamos un Seat 1500 gris con una bocina en la que sonaban las primeras notas deEl puente sobre el río Kwai. Fuimos en el 1500 a comprar un periódico vespertino y guardé el recorte que hablaba de la operación. Las semanas siguientes las pasé pendiente del estado de salud de ese desconocido dentista sudafricano. Llegaba mi padre con el periódico y me decía:
– Página siete. Blaiberg ha superado la reacción de rechazo. Los médicos se muestran optimistas.
Yo buscaba la página indicada y la incorporaba a mi colección. Día tras día, iba haciendo un completo y cuidadoso seguimiento de la evolución del corazón de Blaiberg, en el que no faltaban artículos de opinión de prestigiosos especialistas españoles ni entrevistas con familiares y amigos del enfermo y con médicos del equipo de Barnard. Las notas de prensa, sin embargo, eran cada vez más escuetas y, para mi decepción, hubo incluso algún día en que ni siquiera se mencionó el asunto, como si los periodistas hubieran decidido desentenderse de él. Pero Blaiberg seguía vivo, y cada día que pasaba era un triunfo para Barnard. Un triunfo también para mi padre y para mí.
Cuando se cumplieron los dieciocho días del trasplante apareció un pequeño titular que decía «El corazón de Blaiberg resiste más que el de Washkansky». Decidimos celebrarlo por todo lo alto. Abrimos una botella de litro de cocacola y unas latas de sardinas y berberechos.
– ¡Por Blaiberg! -brindamos.
– ¡Por el doctor Barnard, as de corazones! -brindamos.
– ¡Por todos los médicos del Groote Schuur! ¡Y por las enfermeras! -brindamos.
Yo creo que ni siquiera en esa lejana clínica sudafricana lo celebraron con el feliz entusiasmo con que nosotros lo hicimos. Seguimos brindando hasta que se nos acabó la cocacola. Y con ella prácticamente se acabó todo. A partir de entonces los periódicos dejaron de informar sobre la evolución del enfermo. Nada. Ni una simple nota, ni un par de líneas perdidas en la sección de ciencia y salud.
– No te lo tomes así -me decía mi padre-. Si no dicen nada será porque todo va bien.
A mí eso me parecía injusto. Si Blaiberg se hubiera muerto como se murió Washkansky, seguro que le habrían dedicado páginas enteras. Qué silencioso estaba siendo el éxito de Barnard y qué ruidoso habría sido su fracaso.
Pasaron varias semanas sin noticias de Blaiberg, y también yo fui olvidándome del asunto. Me despreocupé hasta tal punto de mi colección de recortes que ya ni siquiera me molestaba en echar un vistazo al periódico cuando mi padre lo dejaba abandonado en el sofá.
– ¡Ven! ¡Date prisa! -me llamó una noche desde su dormitorio.
Debíamos de estar ya en mayo. Mi padre tenía dificultades para conciliar el sueño y solía meterse en la cama a escuchar la radio hasta altas horas de la madrugada. Llegué a su habitación. Con una mano me pidió silencio mientras con la otra señalaba la radio-despertador.
– Estenosis aórtica -susurró, sacudiendo la cabeza arriba y abajo con solemnidad.
– ¿Qué?
Mi padre me chistó para hacerme callar y volvió a señalar la radio. El locutor estaba hablando de una operación que iba a realizarse por la mañana en una clínica madrileña.
– Acto seguido, y en presencia de algunos de nuestros más prestigiosos cardiólogos, procederá a hacer una demostración de sus técnicas quirúrgicas, efectuando un trasplante de corazón de un perro a otro perro.
Prosiguieron luego con la información deportiva, y yo miré a mi padre con ansiedad.
– ¿Dónde? -pregunté.
– En Madrid.
– ¡Sí, pero dónde!
– En la clínica La Paz…
Permanecimos un momento en silencio, mirándonos nada más. Luego mi padre echó un vistazo al reloj de la radio y dijo:
– Vístete. Nos vamos dentro de media hora.
Entonces vivíamos en una urbanización en la provincia de Murcia, no muy lejos del Mar Menor. Nos esperaban una noche cerrada y cuatrocientos kilómetros de carreteras mal asfaltadas. El viaje iba a ser largo y pesado, pero eso nos traía sin cuidado. Mi padre me dijo que me echara a dormir en el asiento de atrás. Yo, sin embargo, estaba demasiado nervioso para pensar en dormir. Me senté a su lado. Mi padre me cubrió las piernas con una manta de cuadros escoceses y arrancó. Luego estuvo unos minutos manipulando la radio y encontró una emisora en la que sonaban las canciones deMy Fair Lady y Los paraguas de Cherburgo. Nos pasamos más de una hora tarareándolas, porque en aquella época a mí todavía no me disgustaba la música de películas, y recuerdo que me sentía feliz así, envuelto en aquella manta al lado de mi padre, siguiendo con la mirada las rayas blancas de la carretera, canturreando. Volvimos a hablar de Barnard y de sus operaciones prodigiosas, y yo tragaba saliva y trataba de imaginar lo que ocurriría horas después, cuando consiguiéramos verlo en la clínica. Fijaos qué absurdo. Yo me lo imaginaba viniendo desde el final de un largo pasillo en el que había un cartel con una flecha que decía «Quirófanos». Yo estaba en el otro extremo del pasillo y le veía avanzar hacia mí, lento, solo, impenetrable. Llevaba puesta su ropa de trabajo y, a medida que avanzaba, se quitaba alguna prenda. Primero un guante, luego el otro, después el gorrito verde. Llevaba la boca cubierta por una mascarilla también verde, y sólo se la quitaba al llegar junto a mí. Entonces me mostraba la franca sonrisa de las fotografías y me decía en un castellano perfecto: «La intervención ha sido un éxito.» Y, claro, yo sonreía también, y me ponía a aplaudir hasta que las manos casi me dolían: ¡tres hurras por el doctor Barnard…!
– Aprovecha para dormir -me insistía mi padre.
– No tengo sueño.
Dije esto, pero lo cierto es que la mayor parte del viaje la pasé durmiendo. Desperté cuando ya estábamos en Madrid y mi padre preguntaba a un guardia la dirección de la clínica. Dimos no sé cuántas vueltas hasta encontrarla. Por fin, mi padre aparcó el 1500 y dijo:
– Ya estamos.
Yo miré la fachada de la clínica y automáticamente me eché a temblar. Así es. Estaba tan nervioso que me temblaban las manos, las rodillas, los pies. Era como si me estuviera muriendo de frío: respiraba sin compás ninguno y los dientes me castañeteaban igual que cierto día de Reyes en que probando un barco de juguete me caí a un estanque. Pero aquella mañana no hacía frío en Madrid.
– ¿Sales o no? -me preguntó mi padre.
Salí. Le seguí por la acera y por las escaleras hasta la entrada, y allí un hombre de uniforme nos paró y nos preguntó qué queríamos.
– Queremos ver al doctor Barnard.
El hombre nos dijo que, si no éramos periodistas ni familiares de enfermos, no estábamos autorizados a entrar.
Tuvimos, pues, que esperar en el exterior. Yo me senté en un rincón y mi padre fue a un bar cercano a buscar unos bocadillos de salchicha. De la clínica entraba y salía gente sin parar, y en las escaleras había una docena de personas esperando. A mí me gustaba creer que eran todos periodistas pero la verdad es que tenían aspecto de simples curiosos, como nosotros. Yo miraba a mi alrededor y pensaba que, por supuesto, nada iba a ser como había imaginado. Llegó mi padre con los bocadillos. Estuvo un rato explicándome lo que íbamos a hacer, y yo observaba las comisuras de sus labios manchadas de mostaza y seguía temblando.
– No creo que tarde demasiado. He visto que ya han llegado los de la tele. Nosotros iremos a recibirle a la puerta del coche. Le saludaremos. Tú le pedirás un autógrafo y yo os haré una foto juntos.
Yo sólo hablaba para poner objeciones: ¿y si tenía prisa?, ¿y si no conseguíamos hablar con él?, ¿y si resultaba que la gente le molestaba? Mi padre sacudía la cabeza con la boca llena de salchicha.
– El doctor Barnard es un caballero. Y a los caballeros la gente como nosotros no les puede molestar.
La espera se prolongó tanto que, acostumbrado a mi propio nerviosismo, acabé dejando de temblar. Seguía llegando gente y, sin embargo, en las escaleras permanecíamos más o menos los mismos que antes.
– ¿Lo ves? No tendremos ningún problema para acercarnos a saludarle -decía mi padre.
Llegó Barnard. Mejor dicho: llegaron tres Mercedes Benz. Nosotros corrimos hacia el primero pero no era el de Barnard. Corrimos después hacia el segundo, y tampoco. El tercero, por supuesto, sí que era el coche que traía a Barnard, pero, para cuando nos dimos cuenta, era tal la cantidad de gente que se había congregado a su alrededor que resultaba imposible acercarse a menos de seis o siete metros. ¿De dónde habían salido todos aquellos periodistas con sus cámaras y sus micrófonos? Mi padre me tenía cogido de la mano, y yo sólo veía nucas, espaldas, culos que pugnaban por acercarse unos cuantos centímetros más hacia donde previsiblemente se encontraba Barnard.
– ¡Sí, es él! ¡Ya lo he visto! -anunció mi padre, alzándose sobre las puntas de los pies y oscilando como un tentetieso.
Me cogió por las axilas y me subió a sus hombros para que también yo pudiera verle. Y en efecto le vi. Estaba de pie junto a la puerta abierta del Mercedes, contestando a las preguntas que le hacían, y con una mano se alisaba el pelo despeinado por el viento. Luego saludó con una sonrisa y trató de abrirse camino hacia los escalones. Entonces mi padre echó a correr y yo vi que nos dirigíamos hacia la puerta de la clínica, donde una comitiva de médicos de bata blanca y señores con traje y corbata esperaba pacientemente al ilustre cirujano. Nos colocamos a escasos metros de ellos y mi padre me bajó al suelo. Me dio un bolígrafo y una libreta y sacó su cámara de bolsillo.
– Cuando yo te diga, corres hacia él -me dijo.
Se había formado un estrecho pasillo de gente en dirección a la entrada, y Barnard avanzaba flanqueado por media docena de señores con aire de peces gordos y autoridades.
– ¡Ahora! -me gritó mi padre.
Yo vi que Barnard pasaba por delante de nosotros pero no me moví.
– ¡Venga! ¡Ya! ¡No seas tonto!
Yo seguí quieto en mi sitio. Hubiera querido obedecer pero una fuerza secreta me tenía como paralizado.
– ¡Corre!
Si ahora corrí fue porque mi padre me empujó. De golpe me encontré abalanzándome hacia el grupo de Barnard. Llevaba en una mano el bolígrafo y en la otra la libreta y, cuando ya me hallaba a apenas un metro de Barnard, alguien me puso la mano en el pecho y me apartó. Fue entonces cuando él me miró. Se detuvo a mirarme y todos los que estaban con él también lo hicieron. De algún modo me convertí momentáneamente en el centro de atención. Barnard sonrió, dijo unas palabras que yo no entendí y señaló mi libreta. Se la tendí, tembloroso, y Barnard garabateó unos signos incomprensibles y me la devolvió con un gesto amable. Lo demás fue cosa de muy pocos segundos. De repente todos desaparecieron en el interior de la clínica y mi padre y yo, solos en las escaleras, nos miramos.
– ¡La tengo! ¡Tengo la foto! -proclamó él, alzando su cámara de bolsillo.
Yo no podía creérmelo. Barnard me había sonreído y me había firmado un autógrafo. Unos instantes de su vida me habían pertenecido. Estaba feliz.
– ¿Qué te había dicho? -sonrió mi padre-. Barnard es un caballero.
Nos tomamos otro bocadillo de salchicha y emprendimos el viaje de vuelta. Mientras salíamos de Madrid hicimos sonar varias vecesEl puente sobre el ríoKwai con la bocina.
– La foto y la firma serán las joyas de tu colección -me dijo mi padre.
– Sí -dije yo, sacando la cabeza por la ventanilla.
En cuanto al corazón de Blaiberg, más tarde supe que resistió un año y pico. Cuando se murió, yo ni siquiera me enteré.
– Y tu padre, ¿qué es?
Claro, yo nunca decía que mi padre fuera médico. Eso me sonaba a mentira y, puestos a decir mentiras, prefería elegir alguna que me gustara.
– Instructor de astronautas. Les enseña cómo conducir el cohete, cómo realizar un alunizaje, cosas así. Hasta la semana pasada vivíamos en Cabo Kennedy. Teníamos una piscina en forma de corazón y Armstrong venía todas las semanas a bañarse con nosotros. Es un buen amigo de mi padre. Los otros dos también, pero sobre todo Armstrong.
En el año sesenta y nueve mi padre había sido instructor de astronautas, en el setenta corresponsal de guerra en Vietnam, en el setenta y uno director técnico del equipo ciclista en el que corría Ocaña, en el setenta y dos agente secreto al servicio de una organización internacional, en el setenta y tres realizador de programas de televisión. Ahora mi padre era agente artístico de Estrella y yo eso no lo podía tolerar.
– Y tu padre, ¿qué es?
– Mi padre es científico. Tenemos en casa una computadora que llega hasta el techo. Grandísima.
– ¿Más grande que la gorda esa que te ha traído en coche?
El que había hablado era Marañón, un chico grandote, repetidor, orgulloso de los cuatro pelillos que le crecían sobre las comisuras de los labios. Los otros rieron. Yo miré a Marañón y pensé: «Esta te la guardo, gilipollas. Aquí nadie se ríe de mi padre ni de sus novias sin mi permiso.»
Yo sabía lo que era ser nuevo en un colegio. También sabía lo que tenía que hacer para ganarme el respeto de los demás. El hermano Ramón tocó el silbato y todos volvimos al aula para la clase de geografía. Después teníamos gimnasia. Bajamos al vestuario y yo esperé a que hubieran entrado todos para cerrar la puerta. Luego me subí de un salto a uno de los bancos y grité:
– ¡Marañón, ven aquí!
Se volvió Marañón y se volvieron todos. Me miraban como tenían que mirarme, con una media sonrisa de curiosidad, esperando que fuera a hacer alguna payasada para granjearme su admiración. A lo mejor pensaban que iba a hacer el pino sobre el banco o a dar un salto con voltereta incluida.
– ¡Marañón! -repetí.
– Qué pasa… -contestó él, indolente, y se fue abriendo camino hacia mí con pasos lentos, calculados, como un hombre duro en una película de vaqueros.
Cuando lo tuve delante le dediqué mi más amplia sonrisa. Marañón agitó la cabeza en un ademán de impaciencia. Los demás, expectantes, habían hecho lo que yo sabía que harían: formar un corro a nuestro alrededor. Para ellos era la primera vez. Para mí no. Yo montaba una es- cenita así siempre que cambiaba de colegio. Marañón me devolvió la sonrisa como en anteriores ocasiones me la habían devuelto otros: Hurtado, Gutiérrez, aquel desdentado del que ya ni me acuerdo. Lo importante era escoger al más chulo de la clase.
– ¡Qué! -gritó él, mostrándome las palmas de las manos, y yo me bajé la cremallera del pantalón y le dije:
– O me comes la polla o te hincho un ojo.
Bueno, el resto casi no vale la pena contarlo. Todos los chavales, incluido Marañón, me observaron boquiabiertos, como si no creyeran lo que acababan de oír. Al fin y al cabo ninguno pasaba de los catorce años. Yo disfrutaba diciendo guarradas y amenazando a la gente, así que me puse a gritar como un energúmeno. ¿Me había oído o no? ¡No se lo repetiría más! ¡O me comía la polla o le hinchaba un ojo!
Marañón, por supuesto, no me comió nada, y yo tuve que hincharle un ojo, que era lo que quería. Al momento llegó el hermano Ramón, que me cogió de una oreja y me arrastró hasta el despacho del rector. Me soltaron unos cuantos sermones y luego llamaron a mi casa para que alguien viniera a buscarme.
– Una semana de expulsión -decretaron.
Una semana, un mes, un año. A mí eso me daba lo mismo. Lo que me importaba era que, cuando volviera, sería el más respetado de toda aquella pandilla de mamones.
Estrella me había llevado aquella mañana al colegio porque le cogía de paso para El Vendrell, donde recibía lecciones de canto tres días a la semana. Los lunes, los miércoles y los viernes. Estrella quería ser cantante de ópera. O de zarzuela, sí, de zarzuela, y si yo hasta entonces había concentrado mis odios en la música de películas, ahora tenía ya otro género al que detestar. Pensaréis que soy un maniático o algo así, pero es que vosotros no sabéis lo que es vivir con una persona que se pasa el día cantando zarzuelas. Una pesadilla. Un auténtico suplicio. A lo que más se parecía mi vida era a esos inaguantables programas de televisión que se llamabanAntología de la zarzuela o Páginas de oro de la historia de la zarzuela. Y todo por culpa de Estrella y de los malditos consejos de su profesor de canto.
– Ayer don Sebastián me dijo los tres secretos de las grandes divas…
– Ensayar, ensayar y ensayar. ¡Es la cuarta vez que lo repites!
– Pues eso. A ensayar, a ensayar y a ensayar.
Estrella ensayaba mientras fregaba o barría, y entonces cantaba aquello de «pobre chica la que tiene que servir». Ensayaba cuando tendía la ropa, y yo desde la playa la oía gritar «¡salero, salero!, ¡él me tiene muy ufana porque hay muchas que le quieren y se quedan con las ganas!». Ensayaba también en el Tiburón cuando me llevaba al colegio: «De España vengo, soy española, en mis ojos traigo luz de su cielo.» Ensayaba, en fin, siempre que me tenía al lado, y si había algo que de verdad me sacaba de quicio era que de golpe me mirara con ojos de chulapona enamorada y me soltara aquello de «ay, Felipe de mi alma, Mari Pepa de mi vida…». Porque no sé si lo he dicho, pero yo me llamo Felipe, y si cualquiera de sus canciones me molestaba, os podéis imaginar que aquélla directamente me indignaba. Una canción dedicada a mí: era lo que me faltaba. Esa mujer había confundido la vida con un musical y pretendía darme un papelito en su película.
Bueno, a lo mejor he exagerado cuando he dicho que cantaba a todas horas y en todas partes. Lo cierto es que por la tarde solía tumbarse en el sofá a hojear sus revistas de decoración y comer bombones de licor. Comía tantos que acababan sentándole mal y se ponía a hipar como una endemoniada. Nunca he visto a nadie que hipara como ella. Sus hipos eran lo más parecido a un movimiento sísmico: el epicentro se situaba en un lugar indeterminado en el interior de su inmensa cavidad torácica, y de allí brotaba un espasmo descomunal que recorría su organismo entero, subiendo primero hacia la coronilla y descendiendo después hasta los dedos de los pies, y sacudiéndole, por este orden y con energía decreciente, las enormes tetas blandas, la papada, la melena rubia teñida, otra vez las tetas, para seguir con la tripa y el culo y acabar agotándose en los muslos y las pantorrillas. No te podías sentar a su lado cuando se ponía así. Yo, al menos, no: tenía la impresión de que ese terremoto se comunicaba a los muelles del sofá y a las baldosas del suelo, y de que desde allí las ondas sísmicas se repartían retumbando por la habitación y llegaban como amplificadas hasta la vitrina de la pared, donde la vajilla que mi padre compró como recuerdo de Benidorm temblaba levemente y emitía un último tintineo de desaprobación.
– Perdón -decía ella entonces, tapándose la boca con la mano, pero eso no había manera de perdonarlo.
Las revistas que Estrella leía se llamabanEl hogar y la moda y El mueble español. Ella soñaba con llegar a ser algún día rica y famosa y con tener una casa como las de las fotos.
– Fíjate qué salón, qué dormitorios… ¡Pero si son tan grandes como todo este apartamento! -exclamaba, volviendo la revista hacia el sillón en el que suponía que yo estaba-. ¿Qué te parecería, eh? ¿Qué te parecería vivir en una casa así?
– ¡Esas casas son una gilipollez, y los que viven en ellas unos gilipollas! -contestaba yo desde mi cuarto, desde la litera de arriba, que era donde me tumbaba cuando no quería dormir sino sólo dejar que el tiempo pasara.
Una vez la vi llorar por una de esas casas de las revistas. Esa tarde no me había movido de ese sillón, el sillón en el que nunca estaba cuando se suponía que estaba, y de repente oí un sollozo entrecortado y vi cómo Estrella se sacaba el pañuelo de la bocamanga para enjugarse las lágrimas. El suyo fue un llanto prolongado y silencioso, casi placentero, y yo contuve la respiración porque esas cosas me ponen nervioso: poca gente podrá decir que me ha visto llorar.
Estrella empezó a moquear y se sonó ruidosamente. Luego soltó un hipo, agitó la cabeza y acarició la página con delectación. Claro, ella creía que estaba sola, y justo eso es lo que yo hubiera querido. Yo seguía ahí, en el sillón, sin mover una ceja y sin entender lo que ocurría. Entonces Estrella se incorporó un poco en el sofá y de alguna extraña manera advirtió mi presencia. Se volvió hacia mí y me tendió su revista. Estaba abierta por una página en la que se veía un cuarto de baño con las paredes de mármol y una inmensa bañera triangular en una esquina. Yo la interrogué con la mirada.
– Sensibilidad, Felipe, sensibilidad -me dijo-. No puedo evitarlo. La belleza siempre me ha hecho llorar. Empiezo con escalofríos y al cabo de un rato estoy llorando a moco tendido… Por eso sé que nunca me equivoco cuando estoy ante una obra de arte.
¿Un lavabo? ¿Un lavabo podía ser una obra de arte?
Eché un nuevo vistazo a la foto y le devolví la revista. Estrella cerró los ojos con emoción y sonrió.
– Te has vuelto loca -le dije, pero se lo dije con cariño. Lo cierto es que en aquel instante me daba un poco de lástima, con tanto lagrimeo y tanta sensibilidad.
Había una cosa que me gustaba de Estrella: que jamás me reñía ni me daba órdenes ni me pedía explicaciones. Todo lo contrario que mi padre, que cada dos días me venía con alguno de sus sermones.
– Empezaste como era de esperar, haciendo tu numerito de todos los años -me decía con ademanes de persona que no se escandaliza por nada.
Se refería al episodio de Marañón y el vestuario. Él lo llamaba así, mi numerito de todos los años, y yo me encogí de hombros igual que había hecho en las ocasiones anteriores.
– Esta tarde han vuelto a llamar -prosiguió-. Supongo que sabrás la razón…
– Ni idea.
Estábamos viendo la televisión. Ponían una película con James Masón o con Laurence Olivier, siempre los confundo. Estrella me trajo uno de esos horribles yogures que hacía con la yogurtera y lo revolvió con una cucharilla. Yo, sin probarlo, lo dejé sobre la mesita. Mi padre se frotó el puente de la nariz como suelen hacer los que llevan gafas. Pero mi padre nunca ha llevado gafas.
– Me han mandado el parte de asistencias y has faltado la mitad de los días.
Dijo esto y luego se me quedó mirando como quien espera una respuesta. Yo, sin embargo, no dije nada. Me levanté un momento del sofá y subí el volumen de la televisión. Esa era una de las cosas que más le irritaban. Le oí tragar una larga bocanada de aire.
– Tal vez se hayan equivocado, no lo sé. Tal vez me hayan mandado las faltas de otro chico… -agregó.
«Tal vez», asentí yo con un gesto. Mi padre trató de sonreír y Estrella intervino desde la cocina:
– Cuando yo lo llevo, seguro que no falta.
Mi padre ni se inmutó, y yo sabía que ahora volvería a las gilipolleces de siempre, a lo de que me encontraba en una edad delicada, a lo de que no se nos podía tratar a todos como si fuéramos iguales.
– Yo, a tus años, era también muy reservado -continuó-. Y muy rebelde. ¿Quieres que te diga un secreto?
Yo negué con la cabeza pero igualmente mi padre me contó no sé qué sobre una gamberrada que había hecho muchos años atrás, algo con unas chinchetas o unos clavos o algo así. Yo estaba temiendo por la vida de James Masón o Laurence Olivier, al que en ese instante encañonaban con una pistola, y mi padre me hablaba de unas chinchetas y de la persona en cuyo culo se habían clavado esas chinchetas.
– Fui a verle y le dije: «He sido yo, lo siento.» Y él, ¿sabes qué hizo? Me dio la mano. Como a un hombre, como a una persona mayor.
Estrella se sentó a mi lado y en un susurro me preguntó si no me apetecía el yogur. Me dijo que esa vez le habían salido espesos, como a mí me gustaban, y luego soltó un hipo.
– «Si tienes edad para ser libre, también la tienes para ser responsable», dijo. Fue una gran lección -afirmó mi padre, satisfecho de sí mismo y de su pasado.
Al final no hubo ningún disparo en la televisión, y de lo que mi padre decía yo sólo percibía unas cuantas palabras, casi todas terminadas en -ad: libertad, responsabilidad, dignidad. Su discurso era como los ripios de un poeta con pretensiones.
– El dinero, la fama, el poder… La dignidad no tiene nada que ver con eso. La dignidad es otra cosa.
La dignidad, la dignidad: ya os hablaré de mi padre y de su famosa dignidad. Entonces él me miró a los ojos y se enfadó conmigo porque yo no le miraba.
– ¿Me lo prometes? -me preguntó muy solemne-. ¿Me prometes que no volverás a faltar?
– Te lo prometo -dije, todavía sin mirarle.
En ese momento Estrella soltó otro hipo, y mi padre se volvió rabioso hacia ella:
– Has vuelto a beber, ¿verdad? ¿Y así quieres llegar a ser una gran cantante? ¡Una grandísima borracha! ¡Eso es lo que acabarás siendo!
Estrella juró que no había bebido y era verdad. Lo único que había hecho era zamparse una caja entera de bombones de licor.
Al día siguiente volví a faltar al colegio. Supongo que sería un martes o un jueves, que eran los días en que Estrella no me llevaba en el Tiburón. Los martes y los jueves me levantaba a la hora debida, desayunaba cualquier cosa en la cocina y luego me echaba a correr hacia la parada del autobús. Lo normal, sin embargo, era que me detuviera a medio camino y me sentara en la arena a mirar el mar. Os parecerá una tontería pero eso era todo lo que hacía, mirar el mar, y así me encontraba a gusto. Escuchaba la voz de las olas: bueeeno, bueeeno, vaaamos… Las veía acercarse y crecer y acabar rompiendo contra la orilla, y luego escogía una de ellas y perseguía su regreso con la mirada y, aunque enseguida la perdía, yo sabía que esa ola no había desaparecido, que no se había ido del todo, y que mi pensamiento podía viajar con ella hacia algún sitio mejor y más dichoso, hacia una playa desconocida en la que tal vez hubiera alguien que me estuviera esperando. Y había momentos en los que en efecto tenía la sensación de estar viajando, pero viajando como en los sueños felices, sin esfuerzo, sin cansancio, deseoso únicamente de prolongar ese viaje el mayor tiempo posible. ¿Sabéis una cosa? Yo creo que la felicidad tiene música de trompeta. Yo al menos, cuando me sentía arrastrado hacia aquellas playas remotas, acababa oyendo una melodía suave, cálida, susurrante, casi humana, y aunque luego habría sido incapaz de reproducirla y tal vez hasta de reconocerla, sabía que aquel instrumento era una trompeta, una trompeta con sordina como la que tiempo atrás le había visto tocar a un músico negro en televisión. Oía esa música de trompeta muy cerca de mí, como si me estuvieran hablando al oído. La sentía en la mejilla como una caricia y se me erizaban las escamas de la piel, y yo entonces contenía la respiración porque sabía que en cualquier instante vería a la persona que me estaba esperando en esa playa desconocida al otro lado del mar, y esa persona era una chica, mi chica, que se me aparecía como en los duermevelas, sin rostro o con un rostro oscuro e indefinido, y de la que sólo sabía que era bailarina porque llevaba siempre un tutú blanco, reluciente. La veía. La veía durante un rato que se me antojaba siempre demasiado breve. Luego, de golpe, volvía a encontrarme en mi playa, en la misma playa en la que había iniciado ese viaje, y trataba de retener la imagen de mi bailarina como quien se aferra a un sueño placentero que un timbrazo inoportuno acaba de interrumpir.
– ¡Cabrón! ¡Esta vez me has dado! -gritó Marañón, y yo cogí otra piedra y se la lancé.
Esa mañana estaba lloviendo pero a mí no me importaba. Le volví la espalda y anduve por la orilla hasta el lugar en el que había dejado la cartera y las zapatillas. Marañón me seguía, oscuro y silencioso, y yo lo sabía sin necesidad de mirarle. Yo había pasado por muchos colegios y todos me parecían iguales. En todos había un gordo, un pelirrojo y un tonto. En todos había también un repetidor que quería ser amigo mío y me seguía a todas partes.
Me senté sobre la cartera y dejé que el agua de lluvia me resbalara por la cara. Marañón se sentó a un par de metros. Yo ni le miré. No lo quería como amigo porque a mí los amigos me duraban muy poco. Un par de años antes había tenido uno. Se llamaba Wilfredo. Tenía sesenta y tantos años y un detector de metales. Recorría las playas buscando monedas, anillos, cadenitas, y a mí me gustaba acompañarle. Había días en que no encontraba más que unas cuantas llaves oxidadas, pero una vez halló un reloj de oro. Aquello debía de valer un dineral.
Cerré los ojos y traté de imaginar que estaba solo.
– Oye, ¿tú te haces pajas? -me preguntó Marañón, el muy cerdo.
Fingí no haberle escuchado.
– Yo me hago muchas -prosiguió él-. Tres al día. Una en la cama, cuando me despierto. Otra antes de comer, en el lavabo. Y otra en…
– ¡Cállate, gilipollas! -le grité y, como no tenía a mano ninguna piedra, le lancé una zapatilla.
Marañón se puso a hacer montañitas con la arena húmeda y yo pensé que finalmente me dejaría en paz. Pero no. Al cabo de un rato volvió a hablar de lo mismo. ¿Por qué tenía que contarme todas esas guarradas?
– ¿Sabes lo que hago? Me la meneo con un calcetín. Así da más gusto. ¿Y has probado a ponerte una mosca? Coges una mosca, le arrancas las alas y te la pones en el capullo. Cuando estás en la bañera no hay nada mejor. La cuestión es mantener la polla fuera del agua. Como un periscopio, ¿entiendes?
No pude aguantarlo más. Me levanté de un salto, me eché sobre él y le apreté la cara contra la arena. Él trató de zafarse pero yo le tenía inmovilizado. Le había doblado un brazo a la espalda, y cada vez que se lo apretaba Marañón profería un aullido de dolor.
– ¿No te había dicho que te callaras? ¡Gilipollas!
– ¡Suéltame, por favor! ¡Te juro que me callaré! -me suplicó.
Le solté finalmente. Marañón escupió la arena de la boca y se frotó el brazo dolorido.
– Eres un cabrón, eres un cabrón… -lloriqueaba con voz de marica.
¿Por qué se quejaba tanto? Podía haberle roto el brazo y no lo hice. Marañón se levantó y fue a lavarse a la orilla. Había dejado de llover.
No sé si fue esa mañana u otra parecida cuando vi a Estrella y a mi padre bailando junto al búnker. Aquel bunker de los tiempos de la guerra separaba nuestra playa de la siguiente, pero a mí no me gustaba frecuentarlo porque había bichos y olía a mierda. Marañón y yo los mirábamos subidos al tejadillo de un quiosco abandonado.
– ¿Se han vuelto locos? -preguntó Marañón.
Muy cuerdos no parecían. Por encima del rumor de las olas nos llegaba la voz de Estrella cantando aquello de «un mantón de la China-na, China-na, China-na» y, de forma más irregular, el sonido de las risas de mi padre, que con los brazos en jarras daba saltitos en torno a Estrella como un bailarín escocés. Luego ella tarareó un vals y mi padre con muchos melindres la cogió por la cintura. Estuvieron un buen rato girando sobre sí mismos como una peonza, pero al final cayeron torpemente sobre la arena, ella encima de él, gorda, regocijada, aplastándolo a conciencia y negándose con risitas pueriles a atender sus gritos de auxilio.
Nos acercamos Marañón y yo. En esas circunstancias era improbable que me cayera otra bronca por haber faltado a clase. Nos detuvimos a unos cinco o seis metros de ellos, y ahora Estrella le estaba haciendo cosquillas. Mi padre, entre carcajadas y gestos de dolor, se revolvía desesperadamente bajo su peso.
– ¡Para, por favor, para! -le suplicaba-. ¿Así me lo agradeces?
Marañón me lanzó un vistazo como pidiéndome permiso para sonreír. Yo me encogí de hombros, y entonces mi padre nos vio y logró por fin retener las muñecas de Estrella. Esta se levantó sin dejar de reír. Le hacía gracia ver a mi padre tan azorado y a la vez tan enérgico.
– Bueno, bueno. Te estaba buscando -me dijo, mientras se levantaba y recomponía su atuendo-. Nos vas a echar una mano. Y tu amigo también, si quiere.
Al cabo de un rato íbamos los cuatro camino del pueblo en el Tiburón. Estrella parecía muy excitada. Hablaba de la ropa que se quería comprar y de una diadema con brillantitos que había sido de su madre y que había guardado cuidadosamente durante años. También hablaba de someterse a un régimen de adelgazamiento que había visto anunciado en una revista.
– Garantizado. Pierda cuatro kilos en una semana. Sin ejercicio físico. Sin pasar hambre -recitó, como si tuviera la revista ante sus ojos-. A mí me sobran ocho kilos. Dos semanas serán suficientes.
– Olvídate -dijo mi padre-. Si adelgazas demasiado puedes perder la voz.
A mi padre le gustaban gordas. Mi madre, sin embargo, era muy delgada. Recuerdo unas fotos suyas de recién casados. Aparecía en ellas con ropa de verano, y las clavículas le asomaban como dos cintas. Mi madre se parecía bastante Audrey Hepburn. Si mi padre se parecía a Frank Sinatra, mi madre se parecía a Audrey Hepburn. Era tan delgada como Audrey Hepburn pero bastante más menuda. Mi padre nunca ha sido un hombre alto, y ella en esas fotos casi no le llegaba a los hombros.
– Cuatro kilos sí -dijo Estrella, concluyente, y se puso a cantar a voz en grito una de sus horribles zarzuelas.
Marañón y yo íbamos en el asiento de atrás, él un poco acobardado, yo aguardando una explicación. Mi padre se volvió a mirarnos en un ceda el paso. Marañón se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Es difícil manejar una computadora gigante? A mí me gustaría saber hacerlo.
Qué tonto era Marañón, se había creído todas mis mentiras. Mi padre me miró sin comprender, y yo le hice una seña que quería decir: «No le hagas caso, ya te explicaré.» Paramos delante de un taller de artes gráficas. Entraron mi padre y Estrella.
– ¿Cuándo podré ir a tu casa a ver la computadora?
– La tenemos en Suiza, en un sótano de nuestra casa. Aquí esas computadoras están prohibidas porque sirven para hacer bombas atómicas.
– ¿Y no tenéis miedo de que os la roben?
– Hay un vigilante. Por eso no nos hemos traído a los perros. Él se ocupa de ellos cuando no estamos.
– ¿Perros?
– Doce.
– Me gustaría tener doce perros y una casa en Suiza.
Aparecieron Estrella y mi padre. Llevaban varios rollos como de papel pintado. Eran carteles. Estrella, nerviosa, sacó uno de ellos y lo desenrolló parcialmente. Permaneció unos instantes observándolo complacida, como esos sastres que salen a la calle para comprobar el color de un tejido a la luz del sol. Luego lo exhibió alborozada, y a través de la ventanilla pude leer lo que ponía en el cartel: el próximo viernes, día tal, a tal hora, presentación mundial en el casino de esta localidad de la gran cantante ESTRELLA PINSEQUE, que interpretará romanzas deEl niño judío, La revoltosa, El huésped del sevillano, La rosa del azafrán, etcétera, acompañada al piano por el maestro Sebastián Armengol…
Así que era eso. Ése era el motivo de tanto baile y tanta excitación.
– Sigo pensando que una foto mía no habría estado mal. Una foto con la diadema -dijo Estrella con expresión pensativa-. ¿Y don Nicolás? ¿No tendría que aparecer su nombre en alguna esquinita? Como patrocinador…
Se metieron en el coche y mi padre le guiñó un ojo.
– Don Nicolás es un hombre muy poderoso. No necesita ir pregonándolo. Tú déjame a mí.
Estrella le agarró por los mofletes y le estampó un beso en la frente.
– Claro que sí, cariñito.
– Yo sé cómo se manejan estas cosas.
– Si es que eres un genio…
– Pues la verdad…
– ¡Ay, ay, ay! ¿Qué haría yo sin ti?
– ¿Nos vamos ya? -interrumpí desde atrás. Todo aquello me parecía ridículo.
Nos pusimos otra vez en marcha. Pero no volvimos por la carretera sino que nos metimos por una calle que llevaba al centro. Marañón se me acercó al oído y me preguntó por don Nicolás. «¿Otro científico?», susurró, y yo asentí sin prestarle atención. Mi padre, eufórico, no paraba de hablar:
– Vamos a empapelar toda la ciudad. ¿Qué digo? ¡Toda la comarca! ¡No quedará ni un poste sin cartel!
Estrella reía sin cesar y daba palmaditas como una niña pequeña:
– ¡Sí! ¡Que se entere todo el mundo!
A mí tanto entusiasmo me hacía desconfiar. Nos metimos por la calle del cine y mi padre detuvo el coche en- encima de la acera. Entonces se volvió hacia nosotros y nos guiñó el ojo. Yo conocía muy bien esa forma de guiñar el ojo, acompañada de un leve cabeceo y de una mueca de pretendida complicidad. Solía hacer eso cuando quería pedirme un favor, y en esas ocasiones lo normal era que comenzara soltándome alguno de sus habituales discursitos.
Por ejemplo, el de que él quería que le tratara no como a mi padre sino como a mi mejor amigo.
– No -dije.
– ¿Que no qué?
– Que no pienso pegar ningún cartel.
La mueca de complicidad se borró de su rostro y en su lugar apareció la del rencor: los párpados entornados, el labio inferior por encima del superior. En ese instante mi padre estaba dudando entre enfurecerse o tratar de mostrarse razonable. Optó por esto último, y con un movimiento de manos que nos abarcaba a todos dijo que Estrella era la artista, Estrella Penseque, el cartel mismo lo decía: ¿habíamos visto alguna vez a una artista pegando sus propios carteles? Y él, mi padre, era su representante, su agente artístico: ¿habíamos visto…?
– No -dije.
– ¡Cómo que no! ¿Es que no lo entiendes? Nosotros tenemos una posición. ¡Una posición! ¿Qué pensaría el público si nos viera…?
– No voy a pegar ningún cartel. Y Marañón tampoco.
Claro que tuvimos que pegar carteles. Empapelamos medio pueblo entre Marañón y yo. Nosotros solos porque, con eso de que ellos tenían una posición, con eso de que Estrella era la artista y mi padre el no sé qué de la artista, ni siquiera se rebajaron a salir del coche. Nos seguían a poca distancia por las calles, satisfechos y solemnes, sintiéndose importantes, y de vez en cuando bajaban la ventanilla para decirnos que este cartel estaba torcido o que aquel otro se iba a despegar. ¿A vosotros os parece sensato? ¿No habría sido más lógico que los hubiéramos puesto entre los cuatro? Pero, bueno, eso era lo que mi padre entendía por dignidad. Eso y lo de pelar la naranja con cuchillo y tenedor, y lo de saludar a las mujeres con un beso en la mano, y lo de no querer ponerse una corbata que no fuera de la sastrería Sucesores de Bonet, fundada en 1893…
A mí su idea de la dignidad siempre me pareció una gilipollez, y con más motivo aquel día mientras pegábamos los carteles. Acabamos verdaderamente agotados. Al final mi padre se nos acercó complacido y nos dio una buena propina. Y todo porque estaba Marañón. Era muy típico de él hacerse el generoso delante de extraños.
Me acuerdo de la excursión que hicimos a Morella. Eso ocurrió un par de años antes de lo que os acabo de contar. Me acuerdo de esa excursión porque entonces comprendí lo importante que era para mi padre la opinión que los desconocidos pudieran tener de él.
Morella está en lo alto de un peñasco, y por esa zona dijo mi padre que había peleado el Cid Campeador. Puede ser, no digo que no. Llegamos a la ciudad en el Tiburón. Mi padre hablaba de moros y de cristianos, y yo tenía ganas de bajar porque me estaba meando.
– En el castillo -dijo él-, pararemos en el castillo.
Yo le pregunté si conocía el camino y él contestó:
– Cuesta arriba. Siempre cuesta arriba.
Sí, aquello sonaba lógico, pero lo cierto es que nos metimos por una calle y luego por otra y por otra, todas cuesta arriba, y el castillo no aparecía por ningún lado.
– ¿Por qué no preguntamos? -sugerí, pero mi padre se lo tomó a mal.
– Tú me has preguntado a mí y yo te he contestado. ¿No tienes bastante?
La calle siguiente también era de subida, y sin duda mi padre pensaba que todas esas cuestas conducían al castillo. Llegamos, sin embargo, a una plazoleta y allí las calles empezaban a bajar. ¿Dónde quedaba ahora el castillo? ¿Era posible que nos hubiéramos perdido en una ciudad tan pequeña? En uno de los balcones había una mujer morena secándose el pelo. Yo pensaba que mi padre pararía el coche y preguntaría pero no. Se limitó a dedicarle una sonrisa cortés y a pasar de largo.
– Esta calle es cuesta abajo -dije.
– Ya sé que esta calle es cuesta abajo. ¿Te lo he preguntado? Tú me has preguntado antes y yo te he contestado. ¿Te he preguntado yo algo? Entonces, ¿por qué me contestas? Esta calle es cuesta abajo, y luego hay una calle cuesta arriba y otra calle cuesta arriba y luego está el castillo.
Volvimos a recorrer una calle que ya conocíamos. Unos hombres sentados a la puerta de un bar nos miraron con curiosidad. Estaba claro que nos habíamos perdido. Yo aproveché para recordar que me estaba meando pero mi padre siguió adelante. Le gustaba dar la sensación de ser un hombre con recursos, alguien capaz de manejar todas las situaciones. Le gustaba la imagen de sí mismo al volante del Tiburón. Eso le daba seguridad, le hacía creer que estaba impresionando a alguien, y a lo mejor temía que esa ilusión pudiera desvanecerse si se detenía a preguntar.
– Es por aquí. ¿Lo ves? Cuesta arriba. Siempre cuesta arriba.
Ahora la calle era realmente empinada, y tan estrecha que ni siquiera habríamos podido abrir las puertas del coche. Yo creo que muy pocos conductores se habrían arriesgado a meterse con su automóvil por un callejón así.
– Detrás de esa esquina aparecerá el castillo.
No fue así. Detrás de esa esquina la calle parecía aún más estrecha, y el castillo seguía sin aparecer.
– Por allí -dijo mi padre, señalando una curva.
– ¿Estás seguro?
– ¡Seguro! -replicó él, casi enfadado.
Volvió el volante a la derecha para tomar la curva, pero estaba claro que el ángulo era insuficiente. Era una maniobra complicada. Había muy poco espacio para un coche como aquél. Mi padre, además, no podía permanecer parado sin dejar de pisar el freno, porque ahí la cuesta se había vuelto particularmente pronunciada. Hizo la primera maniobra ayudándose con el freno de mano. Consiguió ganar unos centímetros pero saltaba a la vista que todavía no podíamos pasar. Volvió a intentarlo. Retrocedió hasta rozar la pared, y no sé qué ocurrió entonces que, al tratar de cambiar de marcha, el motor se le caló y ya no podíamos ir ni para adelante ni para atrás. Hizo girar la llave de contacto una y otra vez, pero el coche no se ponía en marcha. La situación era absurda. Estábamos encajonados, atrapados en una callejuela desierta. El coche se negaba a moverse y las puertas estaban prácticamente bloqueadas por las paredes de las casas.
– Me estoy meando -dije.
– ¿Puedes salir?
Pude salir por la ventanilla, trepando desde ahí al techo y deslizándome después por el capot. Miré a mi padre encerrado en el interior del coche. El me miró también, con los brazos cruzados sobre el volante, y lo cierto es que no podíamos dejar de advertir lo cómico de las circunstancias.
– Corre a mear. Yo no me moveré de aquí -dijo él.
2
La relación de mi padre con Estrella no podía durar mucho. Ninguna había durado demasiado. Y los motivos de la ruptura solían ser auténticas nimiedades. Con Vicky rompió por una simple camisa, porque Vicky se olvidó la plancha encendida sobre una de sus camisas. «¡Mi mejor camisa!», decía él, como si eso cambiara mucho las cosas. Con Marisa rompió por un ratón, porque un día nos la encontramos subida a la encimera de la cocina, gritando desesperada que había visto a un ratón meterse detrás de la nevera. «¿Cómo puede alguien ponerse así por un ratoncito?», comentaba con irritación.
Lo que yo creo es que mi padre seguía siendo, a su manera, un viudo desconsolado. Sí, le gustaba llamar a unas y a otras, invitarlas a cenar, llevarlas a dar una vuelta en el Tiburón. Le gustaba comportarse como un joven soltero, como alguien que jamás había convivido con otra mujer, pero luego él las traía al apartamento para que me conocieran y ya nada era lo mismo. No sé. Era como esos líquidos de los juegos de química que cambian de color en cuanto tocan una superficie determinada. Esas mujeres cambiaban al contacto conmigo. Hasta ese momento habían sido sus novias o sus amantes, alegres compañeras de sábado por la noche; a partir de ese momento él de algún modo les exigía que estuvieran a la altura de mi madre o del vacío que ella había dejado.
Muy pocas superaban la prueba, y ya os he contado lo de Vicky y Marisa: las que lo conseguían acababan cansándole después de dos o tres meses. Eso a mí me parecía bien porque significaba que mi madre era insustituible. Y significaba también otras cosas, porque de mi madre hablábamos muy poco y yo de esta manera averiguaba algo más sobre ella: que era lo suficientemente cuidadosa como para no quemarle las camisas con la plancha, que no les tenía miedo a los ratones.
La ruptura con Estrella, sin embargo, fue diferente.
Por aquella época se hablaba mucho de Patricia Hearst. lira una chica norteamericana, de veinte años, hija de un magnate, y había sido secuestrada por un grupo denominado Ejército Simbiótico de Liberación. Un día, mientras mi padre estaba leyendo el periódico, me enteré de que Patricia Hearst había decidido ponerse del lado de sus secuestradores.
– Un montaje fotográfico -decía mi padre-. Es su cara pero no su cuerpo. Está clarísimo.
Estrella se acercó a mirar el periódico.
– Es su cuerpo.
– No es su cuerpo.
– Sí que es su cuerpo.
– Pues entonces esta chica no está en sus cabales. ¿Cómo se le ocurre hacer esto?
– A lo mejor la han obligado a fotografiarse así.
– A lo mejor.
Me acerqué también yo. El diario reproducía dos fotos. En una de ellas, anterior al secuestro, Patricia Hearst posaba junto a su novio, un joven sonriente con bigotito y gafas. En la otra aparecía empuñando una metralleta y a su espalda se veía una bandera con un dibujo como de un dragón.
– Es su cuerpo -dije.
– No es su cuerpo -dijo mi padre-. Es un montaje.
El titular decía: «Patricia Hearst se hace revolucionaria.» Por lo visto, los secuestradores habían mandado a un periódico esa foto y una grabación magnetofónica en la que declaraba que nunca volvería a la vida que había llevado hasta entonces. También decía que compartía los puntos de vista simbióticos sobre la lucha de clases y que había dejado de llamarse Patricia Hearst para adoptar el nombre de Tania, como una chica de la banda del Che Guevara.
– ¿Quién es el Che Guevara? -pregunté-. ¿Y la lucha de clases? ¿En qué consisten los puntos de vista simbióticos?
– Sigo pensando que es un montaje -dijo mi padre sin mirarme.
– Yo creo que le han lavado el cerebro -dijo Estrella.
No volví a saber de Patricia Hearst hasta el día de la actuación de Estrella. Yo no quise ir a escucharla: bastante la escuchaba todos los días. Me habían dejado la cena preparada: cocacola, bocadillo de chorizo de Pamplona y yogur de yogurtera. No tenía ganas de nada, así que encendí la televisión y me pasé un buen rato arrancándome una costra reseca que tenía en la rodilla. Fue después del telediario cuando pusieron un programa en el que se veían imágenes de Patricia Hearst asaltando un banco. Llevaba también ahora una metralleta en las manos y apuntaba con ella a un lado y a otro. Sus gestos parecían como aprendidos en las películas, y la escena tenía un aire irreal, como de juego de niños: costaba creerse que aquella metralleta pudiera matar a alguien. Lo que estaba claro, sin embargo, era que ahí no había montaje alguno. Aquellas imágenes las habían captado las propias cámaras del banco.
A eso de las once oí el ruido de la cerradura.
– Bueno -estaba diciendo mi padre, con una de sus sonrisas de falsa alegría-. Después de todo, las cosas tampoco han salido tan mal…
Llegaban antes de lo previsto: tal vez las cosas sí que habían salido tan mal. Estrella se dejó caer en el sofá y echó un vistazo rencoroso a mi bocadillo de chorizo y mi yogur de yogurtera.
– ¿Y tú por qué no te has tomado tu cena?
Estrella riñéndome por una cosa así: las cosas habían salido muy, muy mal.
Mi padre se sentó a su lado e intentó animarla diciendo que su verdadera presentación sería dentro de dos semanas, En Valls. Allí cantaría en un salón de actos, no en un simple casino, y seguro que iría más gente… Mi padre trataba de parecer alegre y sonreía sin parar, mostrando siempre su horrible caries.
– Y a don Nicolás ya le has oído. Le ha gustado. Le ha gustado mucho y está dispuesto a correr otra vez con los gastos…
– ¡Don Nicolás! -exclamó Estrella de repente-. ¿Quién convenció a don Nicolás? Yo. ¿Y tú qué has hecho? Nada.
– Yo… -titubeó mi padre-, yo me he encargado de la promoción.
– ¡Claro! ¡Por eso no ha ido nadie!
Yo nunca había visto a Estrella así. Estaba enfadada, se veía que estaba enfadada y que intentaba contenerse, y cada vez que levantaba la voz las tetas le temblaban como si quisieran escaparse hacia arriba. Había perdido, además, su habitual coquetería y tenía la frente brillante y el pelo despeinado. A mí Estrella nunca me había parecido guapa, pero en aquel momento le reconocía un atractivo que nada tenía que ver con la belleza.
Mi padre, conciliador, asintió varias veces con la cabeza y agitó las manos como los artistas cuando piden el cese de los aplausos. Esa era una de las actitudes que más frecuentemente le había visto adoptar: yo la llamaba la postura del obispo porque la única vez que vi a un obispo hacía exactamente eso. Sin dejar de asentir aproximó su cara a la de Estrella y le dijo que estaba un poco nerviosa, haciendo al mismo tiempo una seña hacia mí como para recordarle que yo estaba delante.
– ¡Cállate! ¡Lo que me pone nerviosa es oírte hablar! -le interrumpió ella a gritos.
En ese momento le importaba muy poco que yo estuviera delante o que no. Se encaró con mi padre y le clavó un dedo en el pecho, y por un instante la vi como una persona desconocida, distinta. No sé. Me pareció dispuesta a hacer algo que hasta entonces no habría imaginado en ella, como por ejemplo enzarzarse en una pelea. Sería en todo caso una pelea masculina, a puñetazos, sin tirones de pelo ni uñas que arañaran las mejillas.
– ¡Ya sabes lo que eres! ¡Un inútil! -le dijo, y aquello sonó como un puñetazo.
Mi padre negó con la cabeza y volvió a señalarme. Yo no me moví de mi sitio. Le miré fijamente. Iba como encogiéndose poco a poco, hundiéndose en el sofá, haciéndose cada vez más pequeño, y a su lado Estrella parecía bastante más alta que él. También más fuerte: seguro que habría podido tumbarle de un golpe. Volvió a llamarle inútil y le preguntó qué había sido de sus ahorros.
– ¿Dónde ha ido a parar todo el dinero que te di? -le gritó, y este puñetazo le dolió más que el anterior.
Mi padre farfulló algo sobre el coste de las clases y sobre no sé qué más, y sólo entonces Estrella pareció reparar en mi presencia. Me miró. Me dedicó una mueca en la que se mezclaban la piedad y el disgusto. Me dijo:
– Lo siento, Felipe. Lo siento por ti.
No quise seguir escuchando: no me gustaba que me miraran de esa forma ni que me dijeran esas cosas. No me gustaba que mi padre pareciera un pobre diablo al lado de una mujer como Estrella. No me gustaba que mi madre hubiera dejado de ser insustituible. No me gustaba mi padre.
Me encerré en la cocina y busqué en el montón de los periódicos atrasados. Sí, todavía estaba ahí el del cinco de abril, con la foto del novio y la de la metralleta. Volví a leer la noticia y seguí sin entender demasiado. Pero eso era lo de menos. Lo que en ese momento me importaba era que aquella chica había sido capaz de empuñar una metralleta y lanzarse a atracar bancos sólo porque tampoco a ella le gustaba su padre.
Podéis imaginaros lo que hice a continuación. Cogí unas tijeras y recorté aquellas fotos y aquella noticia. Recorté también las informaciones que aparecían en días posteriores: unas declaraciones del padre de Patricia, la propia noticia sobre el asalto al banco, no sé si alguna más. Lo necesitaba. Necesitaba separar a Patricia Hearst del resto de las cosas del mundo y hacerla mía, poseerla. Me entendéis, ¿verdad? Esa misma noche buscaría el álbum del doctor Marnard y lo sustituiría por el de ella. Barnard se podía ir al cuerno. Ella no, Patricia Hearst no. Yo lo ignoraba todo sobre esos señores llamados simbióticos, pero sabía que en ese momento aspiraba a ser uno de ellos. A cambiar de nombre. A agarrar un arma. A asaltar un banco sólo para protestar contra mi padre.
Por la mañana me despertaron los timbrazos del taxista que venía a recoger a Estrella. Yo lo oía todo desde mi litera. Oía cómo el taxista preguntaba qué bultos tenía que bajar y cómo mi padre aprovechaba sus breves ausencias para volver a rogar.
– Es inútil que insistas -replicaba Estrella, paciente.
– Una oportunidad. La última. Es todo lo que te pido.
– Te lo he dicho mil veces: así no podemos seguir…
Entonces aparecía otra vez el taxista y se callaban los dos. Se oía un «¡vamos allá!» y un resoplido, y al cabo de unos segundos mi padre volvía a la carga: que qué iba a hacer ahora, que dónde iba a vivir, que él se comprometía a buscarle un agente de los de verdad si ella renunciaba a marcharse…
– Una carrera artística exige muchos sacrificios. El principal y más cruel de todos, el sacrificio de los sentimientos -sentenció Estrella, y aquello sonó a frase aprendida, como si estuviera repitiendo algo que hubiera leído en alguna entrevista del¡Hola!
Se oyó un nuevo timbrazo. El taxi ya debía de estar cargado. Estrella dijo algo que no entendí y abrió la puerta de mi habitación. Entraba para despedirse. Yo me hice el dormido y ella me dio un beso en la frente. Mi padre no podía estar muy lejos. No le oía, no le veía, pero de algún modo percibía su presencia. Me lo imaginaba apoyado en el marco de la puerta, con su pijama a rayas porque todos sus pijamas eran iguales, todos a rayas. A Estrella me la imaginaba maquillada de esa manera horrible que a ella le gustaba, con los párpados pintados de azul como las putas y los labios muy rojos. Y en efecto: salieron del dormitorio, y yo me llevé los dedos a la frente y tenía las yemas manchadas de carmín.
– Te acompaño al taxi -oí, otra vez a través de la puerta.
– No hace falta.
Dejé que pasaran unos minutos. Luego me asomé al cuarto de estar y vi a mi padre en la terraza, acodado a la barandilla con expresión de cansancio. Yo lo veía de medio perfil, y no estaba en pijama: llevaba la misma ropa que por la noche, la misma camisa, la misma corbata, pero todo como desarreglado y fuera de sitio. En el costado se le habían formado unas arrugas que recordaban el fuelle de un acordeón.
Mi padre se llevó entonces una mano a la cara, y comprendí que estaba llorando. Era la segunda vez que le veía llorar. O más bien la primera, porque la otra vez fue en el funeral de mi madre y yo era demasiado pequeño para recordarlo. Era, pues, la primera o segunda vez que le veía llorar y está claro que me molestó. Cerré la puerta y me dije que eso del amor era una estupidez, yo nunca me enamoraría. ¿Para qué? ¿Para acabar llorando por una gorda como Estrella?
Volví a salir al cabo de un rato. Mi padre seguía en la terraza, con la vista clavada en la carretera, seguramente en el punto en el que había desaparecido el taxi de Estrella. En esta ocasión sí que advirtió mi presencia y me hizo una seña con la cabeza para que me acercara. Me acerqué. Mi padre me puso las manos en los hombros y me dijo:
– Estrella se ha ido.
En ese momento se parecía a Frank Sinatra cantando Strangers in the Night. Añadió:
– Las cosas no funcionaban muy bien entre nosotros y le he pedido que se marchara. Al menos por un tiempo. Es mejor así.
Pero qué gilipollas se puede llegar a ser. Mi padre se creía que yo no me había enterado de nada y ahora improvisaba una de sus clásicas comedietas para recomponer de algún modo su autoestima. Llevó sus manos a mis brazos y me los cogió con fuerza, como si fuera a levantarme. Eso era lo que él hacía cuando pretendía hablar conmigo «de hombre a hombre». Y habló conmigo de hombre a hombre:
– Espero no haberme equivocado. No sé. Tal vez podría haber llegado a ser una buena madre… Lo siento. Sé que le habías cogido mucho cariño y que puede ser un trago amargo para ti. De verdad que lo siento, pero afróntalo como un hombre. El mundo no se acaba aquí.
O sea que lo sentía. Lo sentía por mí, como si el enamorado fuera yo, como si Estrella me hubiera abandonado a mí y no a él. ¿Qué os parece? Ah, yo confiaba en no parecerme nunca a mi padre.
Conocía varios casos de enamoramiento.
La señorita Violeta, la maestra que había tenido en el colegio de hacía dos o tres años, se había enamorado de un chico de sexto, capitán del equipo de fútbol. Se llamaba Pemartín y era el hermano mayor del Pemartín que yo conocía porque estudiaba en mi curso. A éste, a Pemartín, le gastábamos bromas sin parar. Le decíamos: «¿Tú también te la vas a tirar? ¡Venga, hombre! Entre hermanos hay que compartirlo todo.» Nosotros no sabíamos si el mayor se la había tirado. Por no saber, ni siquiera sabíamos si la señorita Violeta se había enamorado. De hecho, la gente decía eso sólo porque la habían visto animar al equipo del colegio y aplaudir los goles del hermano mayor de Pemartín, que era el único que metía goles. Bueno, a lo mejor también lo decían porque la señorita Violeta se había criado en Francia y a las francesas les pega mucho eso de enamorarse.
La cuestión es que Pemartín era todo lo contrario que su hermano mayor: feo, tímido, torpe y yo creo que un poco lelo. La burla, por lo que fuera, llegó a oídos de algún adulto, y un día nos llevaron a cuatro o cinco al despacho del director. Yo pensaba que nos llamaba para castigarnos, pero nada de eso. El director nos dio unos caramelos ácidos y luego nos preguntó qué sabíamos sobre el hermano de Pemartín y la señorita Violeta. Yo me encogí de hombros y los otros hicieron algo parecido, y entonces el director nos quitó los caramelos ácidos y anunció que repetiría la pregunta una sola vez. ¿Qué sabíamos sobre Pemartín y la señorita Violeta? Dijimos que el hermano de Pemartín era el capitán del equipo y que a ella la veíamos en los partidos de fútbol. «Muy interesante», susurró el director, «o sea que suelen verse después de cada partido…» Y se llevó una mano a la barbilla y nos interrogó con la mirada. Nosotros no dijimos nada, ¿qué podíamos decir?, y el director nos devolvió nuestros caramelos con aire satisfecho.
Al día siguiente aparecieron por clase el director y tres mujeres de la asociación de padres. «¿Puede usted salir un momento?», preguntó él. «Claro que sí», contestó la señorita Violeta con su habitual acento francés. Yo creo que eso era lo que les molestaba de ella, que no fuera como las demás, que no tuviera el mismo acento que las otras maestras: en el pueblo la llamaban «la francesa». Las tres mujeres y el director se llevaron a la señorita Violeta, y a nosotros nos dijeron que aprovecháramos para estudiar.
Yo dejé pasar unos minutos y luego salí a espiar. Se habían encerrado en el aula de segundo, que en ese momento estaba vacía porque los de segundo tenían gimnasia. Pegué la oreja a la puerta. Reconocí las voces: la del director, las de las mujeres, la de la señorita Violeta, la del hermano de Pemartín. «¿Pero alguien nos ha visto alguna vez juntos?», protestaba éste acaloradamente. «¿Cómo íbamos a veros si os reuníais en secreto para hacer guarradas?», le replicaban. La señorita Violeta dijo que era todo mentira, que no sabía quién se lo había podido inventar, y entonces el director gritó «¡silencio!» y la señorita Violeta se echó a llorar, y el director volvió a gritar y la señorita Violeta lloró aún con más fuerza. «El testigo. Que venga el testigo», ordenó el director, y yo oí unos pasos que se acercaban hacia la puerta y corrí a esconderme detrás de una columna.
Un minuto después, las dos mujeres que habían salido del aula de segundo volvían en compañía del testigo. El testigo era Pemartín, el Pemartín de mi curso, y las dos mujeres le seguían con aire ceremonioso, como si ellas fue- un dos damas de una corte imaginaria y él el príncipe heredero. Ya os he dicho que Pemartín era un poco lelo. Andaba a pasitos cortos y sin levantar nunca la vista del suelo, y cuando llegó a la puerta del aula de segundo se detuvo como acobardado. El propio director se asomó para hacerle entrar. Le dio unas palmaditas en la nuca y dijo: «Vamos a terminar de aclarar las cosas.»
Pensaréis que Pemartín acabó defendiendo a su hermano mayor. Pues no. Yo nunca he tenido hermanos y no sé en qué consiste eso del amor fraternal. Lo que sí sé es que yo jamás le habría hecho a nadie lo que Pemartín le hizo a su hermano. «¿Los viste o no los viste?», le estaba preguntando el director. «Di la verdad», le dijo su hermano, «es lo único que te pido.» «Naturalmente que va a decir la verdad», intervino una de las mujeres, y el director insistió: «¿Los viste?» Yo no oí ninguna respuesta pero el director continuó: «¿Y dónde los viste?» Tampoco entonces oí nada. «¿Dónde?» «En el vestuario», dijo finalmente Pemartín, y luego habló muy deprisa: «En el vestuario pequeño. Estaban abrazados. No llevaban ropa. El la tenía cogida por los hombros y ella por la cintura. Como en los bailes…»
Yo creo que la señorita Violeta sí que estaba enamorada del hermano de Pemartín, pero todo lo demás era mentira. Lo supe el día en que a Pemartín le quité el cuaderno de anillas para llenarle las páginas de insultos. En el bolsillo interior encontré un recorte de una revista francesa, y en aquel recorte aparecía la foto de una pareja desnuda: estaban los dos abrazados, él la cogía a ella por los hombros y ella a él por la cintura, y se diría que estaban bailando. Eso era todo lo que había visto Pemartín, una simple fotografía, y por su culpa habían despedido a la señorita Violeta y se había tenido que marchar del pueblo. ¿Veis para qué sirve enamorarse?
Podría contaros más casos. El del panadero de Peñíscola al que el pelo se le puso blanco cuando se enteró de que su novia estaba casada y tenía dos hijos. El de un belga que vivía en unaroulotte y se pasaba el día tocando el violín y llorando por una mujer llamada Solange. En cambio, 110 podría decir ni una sola palabra sobre el enamoramiento de mis padres. No había visto ninguna foto de su noviazgo, nadie me había contado nada sobre esa época, no sabía ni cómo ni cuándo se habían conocido.
El amor de mis padres era, pues, un enigma para mí, y por el contrario llegué a saberlo todo o casi todo sobre el amor que mi padre sentía por Estrella, o al menos sobre los efectos que su marcha produjo en él. Y si llegué a saber lodo eso fue porque durante aquellos días me entretuve espiándole. Mi padre me llevaba por la mañana al colegio, y yo me despedía y fingía que entraba pero, en cuanto el Tiburón desaparecía por la primera calle, volvía sobre mis propios pasos y corría hacia la calle en la que tenía su estudio el profesor de Estrella.
En el balcón del primer piso había un letrero que decía «Escuela de música Sebastián Armengol. Canto – piano – solfeo. Tarifas especiales para grupos» y, como las ventanas solían estar abiertas, desde la calle se oía casi siempre el torpe teclear de algún alumno: do-re-mi-fa-sol. Pero yo no me quedaba en la calle sino que me metía en el local que había justo enfrente, un salón de máquinas recreativas, y allí sólo se oía el ruido metálico de las máquinas, el rumor oscuro de los futbolines, el compacto golpeteo de las bolas de billar. El encargado me conocía un poco, y algunos días, cuando ya me había gastado el dinero que mi padre me habla dado para pagar la media pensión, me invitaba a jugar ron él. Y yo jugaba, pero con el rabillo del ojo vigilaba la calle porque quería saber cuántas veces pasaría esa mañana mi padre por aquel sitio. Seis, siete, diez, algún día hasta doce veces vi pasar el Tiburón. Mi padre pasaba por esa calle porque ignoraba dónde se había ido a vivir Estrella y porque ése era uno de los pocos lugares en los que podría encontrarla. Encontrársela como por casualidad, eso era lo que él buscaba, y para ello mi padre era capaz de pasarse el día entero metido en el coche, dando vueltas y vueltas por el pueblo, recorriendo una y otra vez la calle de la escuela de música, recorriéndola ocho, diez, hasta doce veces, y no sólo los lunes, los miércoles y los viernes, también los otros días de la semana, los días en los que Estrella no tenía clase, como si pensara que también ella quería hacerse la encontradiza, como si creyera que también Estrella se pasaba todo el día dando vueltas por el pueblo y confiando en ese encuentro más o menos casual.
Otra persona en su situación tal vez habría subido a hablar con el profesor de música y le habría preguntado por la nueva dirección de Estrella o le habría dejado un mensaje. Mi padre no. Mi padre tenía su famosa dignidad, él no podía rebajarse a perseguir a nadie. Lo suyo, ya lo he dicho, era encontrársela como por casualidad, detenerse a saludarla con educación y poder decirle algo así como: «¡Estrélla! ¡Qué sorpresa, tú por aquí!» Lo suyo era dar vueltas y más vueltas en el Tiburón, siempre bien vestido y con ese aire de negociante próspero que a él le gustaba adoptar porque sólo así, en el Tiburón y con esa ropa y ese aire de prosperidad, se sentía seguro de sí mismo. Lo suyo era poder decirle «¡Estrella, qué sorpresa!» desde el interior del coche, como si excepcionalmente hubiera abandonado sus múltiples obligaciones para hacer alguna gestión por esa parte del pueblo.
Pero no penséis que en casa se comportaba del mismo modo. Mi padre me recogía por la tarde y me preguntaba cómo habían ido las clases y qué me habían dado para comer, y yo contestaba cualquier cosa porque ni había asistido a las clases ni había comido en el colegio, y también porque a él le importaba bien poco lo que yo pudiera contestar. A esa hora mi padre estaba ya cansado, harto de dar vueltas y como dolido con ese destino que nuevamente le había sido adverso, y mientras conducía vigilaba las aceras con una atención casi desesperada, sabedor de que era ésa su última oportunidad, de que si no se encontraba con Estrella en ese preciso momento ya no podría hacerlo hasta el día siguiente. Y, claro, luego llegábamos a casa y mi padre se ponía de muy mal humor. Entonces protestaba por cualquier cosa, porque tenía demasiado alto el volumen del televisor, porque me comía los bombones de licor dejados por Estrella, porque le decía que me apetecía dar una vuelta por la playa o porque le decía que no… Mi padre se ponía el pijama y se metía en su cuarto con la radio-despertador en- rendida y algún periódico o alguno de esos libros suyos con métodos infalibles para acertar en las quinielas, y me decía que hiciera lo que me diera la gana pero que no le molestara porque le dolía la cabeza, como si yo tuviera algún interés especial en darle conversación o escuchar con él la música de su radio-despertador.
Otra advertencia que a veces me hacía era que, si llamaban por teléfono, lo cogería él. Qué estupidez, a nosotros nunca nos llamaba nadie. Ese teléfono no significaba «que el mundo pudiera necesitar a mi padre sino que mi padre necesitaba al mundo, ese teléfono no estaba ahí para que nos llamaran sino para llamar, y ya ni siquiera eso, por- que ahora mi padre había dejado de ser agente artístico y no tenía que hacer como antes, cuando se colgaba del teléfono para ofrecer a unos y a otros una cantante que era un prodigio, la nueva María Callas.
Pero, en el fondo, mi padre todavía pensaba que Estrella volvería, que una tarde llamaría y diría que lo había pensado mejor y que le gustaría que las cosas volvieran aun como antes. A lo mejor era ése el motivo de que se en enfadar conmigo cuando me comía los bombones de Estrella A lo mejor se imaginaba a sí mismo abriéndole la puerta y diciéndole: «Entra. Nada ha cambiado entre nosotros. Esta es tu familia, ésta es tu casa, éstos son tus bombones.»
En fin, yo lo único que sé es que Estrella no tenía el menor interés en volver con mi padre. Lo supe el día en que, finalmente, Estrella y él se encontraron en la calle de la escuela de música. He dicho que se encontraron pero no es del todo exacto. ¿Os podéis creer que mi padre no le dijo nada, que fingió no haberla visto? Yo estaba, como siempre, en el salón de las máquinas, y aquella mañana el Tiburón había pasado por ahí delante al menos cuatro veces. La quinta vez se detuvo, y mi padre salió a mirar el escaparate de una tienda de muebles cercana. Lo hacía con frecuencia se paraba a mirar un escaparate, y así justificaba de algún! modo su continuo ir y venir por esa calle. Aquel día, mientras él fingía estar interesado en no sé si una mesa o un armario, Estrella apareció por un extremo de la calle y se encaminó hacia el portal de la escuela de música. El Tiburón estaba parado justo delante, y ella lo vio desde el primer momento. Buscó entonces a mi padre con la mirada y lo descubrió ante la tienda de muebles, aparentemente concentrado en la contemplación de algún mueble absurdo, y estaba claro que también él la había visto a ella y que seguía su recorrido en el reflejo del cristal del escaparate.
El muy ingenuo pensaba que Estrella vería el Tiburón y que luego le vería a él y que, por supuesto, se acercaría a saludarle y él podría componer una expresión de sorpresa: «¡Estrella, tú por aquí!» Pero no. Estrella vio el Tiburón y vio a mi padre pero pasó de largo y desapareció dentro del portal, y sólo entonces mi padre se volvió y observó el coche y la calle con un gesto de absoluto desconcierto, como si todavía no pudiera creer lo que acababa de ocurrir, como si tratara de explicarse qué era lo que había fallado. Un minuto después le vi meterse en el coche y ponerlo en marcha. Parecía avergonzado. Ese día no volvió a pasar por ahí ni una sola vez.
Fuimos a Valls a escuchar a Estrella. Mi padre se puso su mejor corbata y a mí me obligó a ponerme el pantalón de cheviot. Yo odiaba ese pantalón. Siempre lo había odiado.
– Me pican los muslos -le había dicho el primer día, rascándome como un desesperado.
– Eso es porque es nuevo. Suele pasar.
Ahora ese pantalón ya no era nuevo pero seguía picando como el primer día.
– Se me ha quedado corto -me quejé, alzando una pierna para que viera cómo asomaba el calcetín.
– Nada, nada. Cuando estás sentado no se nota nada…
– ¡Pero yo no quiero tener que pasarme todo el día sentado!
No me hizo ni caso. Movió las manos como dando a entender que él lo solucionaría todo y luego dijo que teníamos que darnos prisa si no queríamos llegar tarde. Pero lo único que pasaba era que estaba nervioso. Había tiempo de sobra. De hecho, llegamos al salón de actos cuando todavía las puertas estaban cerradas. Mi padre pegó la nariz al cristal y dio Unos golpecitos para llamar la atención del conserje. Yo sostenía un ramo de rosas que acabábamos de comprar en una floristería cercana porque mi padre decía que era la costumbre en esos casos. El conserje se acercó y por señas nos hizo saber que faltaba casi una hora.
– ¿Ha llegado ya la artista? -preguntó mi padre, silabeando con claridad y haciendo gestos como los sordomudos.
Luego me arrancó el ramo de flores y lo levantó con una mano mientras con la otra hacía señas hacia el interior. El conserje entreabrió la puerta.
– No puede pasar nadie al camerino. Si quiere, le llevo Idas. flores -dijo.
Mi padre, ofendido, le volvió la espalda y, en voz alta, para que el otro le oyera, me dijo:
– Vámonos, Felipe. Se nota que este hombre no está! acostumbrado a este tipo de acontecimientos.
Mi padre hacía a veces cosas así, adoptar esos aires de gran señor, reaccionar con altivez ante un pequeño desaire y entonces cualquiera podría llegar a creerle un hombre con clase, un caballero. Claro que un auténtico caballero jamás permitiría que su hijo llevara un pantalón que se le había quedado pequeño.
En cuanto al recital, ya os lo podéis imaginar: tan aburrido como era de prever o incluso más.
– Hay bastante gente -comentó mi padre en voz baja, pero yo no sé si treinta y ocho personas contándonos a nosotros dos era bastante gente o no.
Estábamos todos concentrados en las primeras filas, y al no haber por esa zona ningún asiento libre tuve que aguantar todo aquel tiempo con el ramo de flores en mis rodillas. Estrella salió al escenario y se puso a cantar algunas de esas horribles canciones que yo le había oído cantar tantas veces. Llevaba puesta su famosa diadema y gesticulaba de un modo particularmente cursi. Para agradecer los aplausos ladeaba la cabeza en dirección al pianista y juntaba las manos sobre el pecho como las vírgenes de los cuadros.
En una de esas pausas entró don Nicolás, pasó por delante de nosotros y se sentó en la última butaca de la primera fila. Yo supuse que era don Nicolás por los gestos que hizo mi padre para buscar su saludo: incorporarse, llevarse! una mano a la altura de la oreja y dejarla un instante como suspendida en el aire. Eso era muy típico suyo, provocar el saludo de las personas importantes y luego, cuando ya lo había logrado, devolvérselo con una sonrisa y un movimiento de cabeza que querían decir: «Perdona, amigo mío, estaba distraído y no te había visto.» Eso era típico suyo, y yo no podía evitar odiarle cuando, acto seguido, se volvía hacia mí con un aire de irreprimible satisfacción y arqueaba las cejas como diciendo: «Este era don Fulano, un pez gordo. Me ha saludado, ¿has visto?» Aquella vez, sin embargo, no sé si me miró porque yo aproveché la ocasión para cambiar de postura en mi butaca y por un momento logré ocultarme detrás del ramo de flores.
Estrella siguió con lo suyo y yo me entretuve mirando a aquel hombre, don Nicolás. Sería todo lo importante que mi padre quisiera, pero a mí me pareció sólo un viejo repugnante, con aquella papada y aquel lobanillo en mitad de la frente. No sé. A lo mejor lo que pasa es que me lo había imaginado de otro modo, más distinguido, más fino. No es que yo tenga un concepto muy elevado de los amantes de la zarzuela pero, la verdad, si alguien pone dinero para organizar recitales así, lo lógico es pensar que también hace lo mismo con exposiciones de cerámica o, yo qué sé, con certámenes de poesía, y que es algo así como un pequeño mecenas local, una persona con el dinero y la educación suficientes para ofrecer un aspecto bastante mejor que el de aquel patán que ni siquiera se tapaba la boca para bostezar. Eso, por cierto, me llamó la atención: no sólo había llegado tarde, sino que además no paraba de bostezar. Si tanto le gustaban las canciones de Estrella, ¿por qué bostezaba? Sí, también yo bostezaba de vez en cuando y tampoco yo me tapaba la boca, pero eso es otra historia: a mí no me gustaban aquellas canciones y por nada del mundo habría penado en convertirme en mecenas de nada ni de nadie.
Volvieron a sonar los aplausos y Estrella pronunció unas frasecitas de agradecimiento. Aquello debía de estar alabando. Entonces mi padre agarró el ramo y me lo puso en las manos.
– ¡Ahora! -dijo-. ¡Es el momento!
– ¡Ya te he dicho que no lo haría! -protesté.
Él ni siquiera me escuchó. Se puso de pie para dejarme pasar y yo no pude hacer otra cosa que levantarme y recorrer con aquellas flores en las manos los cuatro o cinco metros que me separaban del escenario. Los aplausos cesaron de golpe y yo supuse que todo el mundo me estaba mirando. Mi intención era dejar el ramo en el borde del escenario y regresar a mi sitio, así que lo alcé por encima de mi cabeza como un campeón ciclista y, cuando ya estaba a punto de soltarlo, vi cómo Estrella juntaba nuevamente las manos sobre el pecho y echaba a andar hacia mí, lenta y solemne como una penitente en una procesión de Semana Santa. Tuve que esperar, claro, y aproveché ese instante para echarle un vistazo a mi padre, que seguía de pie ante su butaca y me dedicó un gesto levísimo de asentimiento. Llegó finalmente Estrella hasta donde yo estaba, se agachó, estiró el brazo. Pero no cogió el ramo, no. Lo que cogió fue mi muñeca, y sin darme tiempo a reaccionar se puso a cantar la canción en la que estáis pensando, la más estúpida y odiosa que he oído en toda mi vida:
– Ay, Felipe de mi alma, si contigo solamente yo soñaba. Mari Pepa de mi vida, si tan sólo en ti pensaba noche y día. Mírame así, mírame así…
Yo estaba abochornado, os lo podéis imaginar, abochornado y molesto. Ella, en cambio, parecía emocionada, y me miraba con los ojos húmedos como las novias de las películas. Aquello me asustó, no sé por qué pero me asustó, y pensé que tal vez Estrella me soltaría si dejaba caer el ramo a sus pies.
– Estrella…-supliqué angustiado.
Ella debió de creer que también yo me había emocionado, y entonces sonrió y me acarició la cabeza y se incorporó con el ramo entre las manos, mientras la gente a mi espalda volvía a aplaudir, acaso con más fuerza que antes.
Bueno, lo peor ya había pasado. Cuando Estrella y el pianista se retiraron, mi padre y yo nos quedamos un rato remoloneando en el vestíbulo. El numerito de las flores lo había ideado para ganarse el derecho a visitar a Estrella en su camerino.
– Me quiero ir a casa.
– Enseguida, enseguida nos iremos -contestó él, nervioso, mientras miraba cómo la sala acababa de vaciarse.
Nos metimos por un pasillo cercano pero estuvimos a punto de perdernos. Volvimos a la sala, cruzamos todo el patio de butacas y subimos al escenario por una escalerilla lateral. Mi padre se movía rápido y silencioso, como un ladrón de pisos, y yo me sentía forzado a hacer lo mismo. Llegamos a un almacén atestado de muebles viejos. En el extremo más alejado había cuatro hombres que hablaban a gritos y ni siquiera nos miraron. Mi padre abrió una puerta, He asomó y volvió a cerrarla.
– Por allí -dijo, señalando una escalera de caracol.
Llegamos al piso de arriba y vimos un letrero bien grande que decía «Camerinos». Lo habíamos encontrado sin tener que preguntar. Ahora sólo faltaba saber cuál de aquellas puertas era la del camerino de Estrella.
– Me quiero ir a casa.
Mi padre contempló aquel largo pasillo con actitud pensativa y luego se volvió hacia mí como para decirme algo. Fue justo en ese momento cuando se abrió una de las puertas y oímos un ruido como de voces y risas. Esperamos que alguien saliera pero no salió nadie. Aquellas risas parecían de Estrella. Mi padre echó a andar y yo le seguí, sigilosos los dos, casi furtivos, y nos paramos a un par de menos de aquella puerta, en un sitio desde el que podíamos ver sin ser vistos.¿Y qué vimos? En realidad lo que vimos fue algo insignificante o al menos lo habría sido para cualquier persona que no fuera mi padre. Una caricia, sólo eso, una caricia que don Nicolás le hizo a Estrella en la barbilla. Solo una caricia, pero yo entonces lo comprendí todo y comprendí también que en ese momento mi padre lo acallaba de comprender todo. Y me pareció que la suya era una historia desgraciada, como la de la señorita Violeta, pero yo por la señorita Violeta había sentido compasión y por mi padre ni siquiera eso.
– Mira aquellas fábricas, ¿las ves? Eso es riqueza. Y aquellos campos y aquel bosque de pinos. También eso es riqueza. El mundo entero es riqueza. Todo lo que ves es riqueza -insistió mi padre con un movimiento de cabeza que pretendía acabar de convencerme.
Estábamos otra vez en el coche. íbamos a Tarrasa a ver a la familia de mi madre, y por lo menos hacía media hora que mi padre estaba aleccionándome sobre el mundo y sus riquezas.
– Óyeme bien -prosiguió-. El mundo es muy rico. Todo en él es riqueza. Lo que ocurre es que esa riqueza está mal repartida. Por ejemplo. Tú vas a una ciudad y ves gente pobre y gente rica. ¡Pero esa ciudad es rica! ¡Sus edificios son grandes y bonitos! ¡Sus calles están bien asfaltadas! ¿Cómo puede ser que haya gente pobre en una ciudad rica?
Mi padre me echó un vistazo y yo me encogí de hombros.
– No sé -dije.
– Claro. No lo entiendes porque es absurdo. Es absurdo que haya gente pobre y gente rica cuando todos podrían ser ricos. Pero la clave ya te la he dicho: está todo muy mal repartido. Veamos otro ejemplo. Esta carretera. ¿Tú crees que esta carretera es riqueza?
Yo volví a encogerme de hombros. Mi padre trató de mostrarse paciente y comprensivo.
– Pues precisamente. También esta carretera es riqueza. Imagínate que tienes un camión y que debes llevar una mercancía. Imagínate que tienes el camión pero no la carretera. ¿Cómo vas a llevar esa mercancía? ¿Y cómo vas a cobrar por algo que no has llevado?
El razonamiento parecía incuestionable. Mi padre se mantuvo unos instantes en silencio para darme tiempo para asimilarlo, y yo mientras tanto pensaba: «Entonces nuestra | situación no es tan desesperada. Nosotros no tenemos el camión pero sí la carretera.»
– Bueno -continuó-. Quiero que te quede bien clara una cosa: el verdadero problema del mundo es que está todo muy mal repartido. Por eso, aunque todos podríamos ser ricos, sólo unos pocos lo son.
Sus propias palabras le iban animando. Alzó una mano con aire profesoral y dijo:
– Para hacerse rico, para ganar dinero no hace falta más que una cosa. ¿Cuál?
Yo no tenía ni idea. Nunca en mi vida había pensado en ganar dinero y hacerme rico.
– ¿Cuál? -insistió él.
– Un camión -dije.
Mi padre negó con la cabeza.
– ¿Una carretera? ¿Una fábrica?
Mi padre volvió a negar, algo decepcionado.
– No -dijo-. Para ganar dinero hace falta dinero. ¡Dinero! ¡Por eso la riqueza está mal repartida! ¡Porque sólo los que tienen dinero pueden ganar más dinero!
A la familia de mi madre no la veía desde que tenía, no sé, siete u ocho años. Lo que mejor recordaba de ellos eran mis manos. Las manos del tío José, con las uñas siempre manchadas de blanco porque era pintor. Las de la tía Elvira, que olían a mandarinas porque trabajaba en una frutería. Las de mi abuela, llenas de manchas y de arrugas y con los, dedos retorcidos por la artritis. Supongo que a esa edad, los siete u ocho años, las manos de los adultos es lo único que está a tu alcance: las tienes a la altura de los ojos, siempre que cruzas una calle debes agarrarte a alguna de ellas, me imagino que por eso te fijas tanto. El tío José estaba casado y tenía dos hijos gemelos algo más pequeños que yo. Y, ¿lo veis?, sus manos no las recordaba, o al menos no las recordaba como las del tío José o la tía Elvira o la abuela, o como las de la tía Rosita, la mujer del tío José, que apestaban a lejía.
Pero todo en la familia de mi madre apestaba a lejía: la casa, la ropa, la furgoneta en la que el tío José llevaba sus brochas y sus pinturas, todo. Hasta las manos de la tía Elvira, que, cuando no olían a mandarinas, olían a lejía. ¿Todos los pobres huelen así? Supongo que no, porque también mi padre y yo éramos pobres, y yo no sabría decir a qué olíamos pero a lejía seguro que no. Me pregunto, en fin, cómo olería mi madre. ¿Olería a lejía como pobre que era? Tal vez no. ¿Y cómo serían sus manos? ¿Largas y delicadas, bonitas como las de Audrey Hepburn? ¿O más bien vulgares, callosas, con la piel áspera y las uñas mordisqueadas como las de cualquier mujer de familia pobre?
Llegamos al pisito de mi abuela y lo primero que me llamó la atención fueron precisamente unas fotos en las que aparecía mi madre. Supongo que siempre habían estado ahí, encima de esa cómoda repleta de pequeñas fotos enmarcadas: fotos de bodas y de excursiones a la playa, retratos de niños y de ancianos y de hombres vestidos de soldado. Yo, sin embargo, nunca antes había reparado en ellas. En una se la veía de niña, con un vestidito blanco y un lazo en el pelo, sosteniendo entre las manos un conejito de peluche. En otra, ya adolescente, posaba junto a sus dos hermanos a la salida de una iglesia, y al fondo se adivinaba un personaje anónimo y borroso que echaba comida a varias decenas de palomas. En la más reciente llevaba bata y camisón, y parecía estar meciendo entre los brazos a un recién nacido, evidentemente yo. Debía de ser una de sus últimas fotos.
– ¡Felipe, chicos! -dijo la tía Elvira-. Podéis jugar en la mesa de la cocina.
Se acercó a mí y me tendió la caja de los Juegos Reunidos.
– ¿Por qué me miras así? -me preguntó con dulzura.
¿Cómo la estaba mirando? No sé. Sólo sé que en ese momento estaba tratando de imaginar cómo sería mi madre todavía viviera. ¿Se parecería quizás a la tía Elvira, su hermana? Aparté la mirada y me encogí de hombros. Ella añadió:
– Eres un chico muy especial. Tendrás muchas novias. A las chicas les gustan los chicos especiales.
Me pasé el resto de la tarde jugando con mis primos al parchís. Mi abuela aparecía de vez en cuando por la cocina y nos rellenaba los vasos de gaseosa. La mitad de las veces derramaba la gaseosa sobre la mesa porque tenía Parkinson v apenas si podía sujetar la botella. Mi padre y los tíos estallan encerrados en el cuarto de estar, y cada cierto tiempo la tía Rosita salía a vaciar los ceniceros en el cubo de la basura. Una de esas veces salió también el tío José, y yo desde la cocina oí cómo cerraban la puerta del cuarto de estar y abrían la del dormitorio: en aquella casa no había muchas puertas más.
– ¿Tú qué crees? -preguntó el tío José en un susurro.
– No sé…-titubeó la tía Rosita.
En ese momento me tocaba jugar a mí y sostuve el culete en el aire para poder oír la continuación.
– No sé, pero si me hubiera tocado la lotería creo que no le habría escogido a él como administrador.
– Se trata de una especie de aval. Una garantía para atraer nuevas inversiones. El mes que viene nos lo devolverá todo. Él dice que el negocio no puede fallar. Y que nos compensará con acciones… No te pienses que le vamos a dar nuestros ahorros así como así.
Se tomaron unos segundos para reflexionar. Yo arrojé el dado: un tres. Moví una de mis fichas. Ellos volvieron a hablar en voz baja.
– ¿Qué es lo peor que podría ocurrir?
– Si las cosas le salen mal, renunciará a la parte de la herencia que le corresponde al chico.
– ¿Herencia? -la tía Rosita casi se rió.
– Mujer, digo yo que por este piso nos darían algo…!
Entonces ella soltó un bufido que yo no supe interpretar y volvieron sigilosamente al cuarto de estar. Ahora ya sabía a qué venía el parloteo de mi padre durante el viaje, todas aquellas gilipolleces suyas de que el mundo entero es riqueza y de que para ganar dinero lo que hace falta es dinero. Dejé el cubilete sobre la mesa. Estaba cansado de tanto parchís, no me apetecía seguir jugando.
He hablado del olor de los pobres y ahora me tengo que preguntar cómo huelen los ricos. ¿A qué olería, por ejemplo, la familia de mi padre? ¿A qué olería mi abuela de Vitoria, que era la dueña de la mitad de los hoteles de la ciudad y de todos sus cines? ¿A qué olería el hermano de mi padre, ingeniero de profesión, casado con la hija de un gobernador civil? Esos sí que eran ricos, muy ricos según mi padre, que estaba reñido con ellos y siempre los criticaba, pero al mismo tiempo parecía orgulloso de que fueran ricos, tan ricos. Tarde o temprano tendré que hablar de todo esto, pero de momento me limitaré a decir que aquella tarde acabé muy disgustado. ¿Por qué tenía que pedir dinero a la familia de mi madre? ¿Por qué no se lo pedía a su propia familia, si de verdad era tan rica? Supongo que sería por lo de siempre, su famosa dignidad. Mi padre jamás se habría rebajado a pedir nada a su madre o su hermano. Eso le habría parecido humillante. Con mi familia de Tarrasa era diferente. A ellos no les estaba pidiendo. A ellos les estaba haciendo un favor: les estaba invitando a entrar en un mundo superior, el de los negocios, que siempre les había estado vedado. Lo importante para mi padre era poder mantener la cabeza bien alta incluso cuando hacía una cosa como ésa, pedir dinero. Es ridículo, ¿no os parece?
Recuerdo que nos metimos en el coche para marcharnos y que todos salieron a despedirnos desde el balcón. Mi padre sonreía y agitaba la cabeza y les decía adiós con una mano, pero lo hacía todo mientras con la otra mano buscaba la llave y ponía el contacto y maniobraba el volante. Había conseguido mantener la cabeza alta y ahora, de repente, tenía prisa por escapar de ahí.
– Bueno, bueno -suspiró cuando ya estábamos en la carretera.
Aquél fue un suspiro de alivio, y a mí me pareció que no ha de ser muy diferente del suspiro del atracador de bancos que ha conseguido por fin burlar a la policía. ¿Cuál sería ese misterioso negocio que ahora se traía entre manos? Yo no lo sabía y en el fondo tampoco me interesaba demasiado. A mi padre hacía tiempo que había renunciado a comprenderle.
Una semana antes todo hablan sido lamentos por la cuenta del teléfono.
– Pero ¿tú lo has visto? -me preguntaba, sosteniendo el recibo entre dos dedos con un gesto de asco o desolación, como si en vez de un papel aquello fuera un ratón muerto y mi padre lo estuviera agarrando por la punta de la cola-. ¡Con este dinero una familia podría vivir meses! ¡O incluso más! ¡Un año entero!
Claro que entonces estaba todavía muy fresco lo de Estrella. Lo pasó mal aquellos días. Se pasaba horas y horas en su habitación, metido en la cama, escuchando la radio, como si estuviera enfermo, y yo creo que sólo salía de casa para llevarme al colegio y para recogerme. Hablaba poco, y cuando hablaba era para quejarse. Para quejarse de cualquier cosa: del mal tiempo, del dolor de cabeza, de un ruido extraño que había empezado a hacer el motor del coche. Una tarde, de vuelta del colegio, nos desviamos hasta un taller algo alejado para que le hicieran una revisión y, mientras esperábamos, mi padre comentó:
– Por esta carretera tuve que pasar con Cecilia.
Cecilia era mi madre, me resultaba raro oírle mencionar su nombre. Yo le miré con atención y él agregó:
– Seguro que sí. Ella estaba ya esperándote. De cuatro meses estaría. Íbamos a pasar el fin de semana en la playa y…
Esperé a que concluyera la frase pero él sacudió la cabeza y dijo nada más:
– Cecilia.
Apareció el mecánico con una pieza grasienta entre los dedos y mi padre le preguntó cuánto costaría la reparación. Dinero, dinero, le ponía de muy mal genio tener que hablar de dinero, y de hecho no pasó mucho rato antes de que volviera a quejarse: paga esto, paga lo otro, siempre paga, paga… Luego ocurrió que, cuando llegamos a casa, nos esperaba una notificación de Telefónica amenazando con cortar el servicio si no pagábamos en el plazo de muy poco» días, y mi padre me miró con esa expresión suya de solemnidad que reservaba para las cosas graves.
– Qué te parece…-dijo-. Esto es todo lo que he sacado de mi etapa como agente. Una deuda descomunal.
Yo le di la razón, y lo hice sinceramente porque lo que había querido decir era: «Esto es todo lo que he sacado de mi relación con Estrella.» Todas sus quejas de entonces, incluida la del ruidito del motor, encubrían en realidad una queja contra la mujer que acababa de abandonarle, y a lo mejor por eso aquella misma tarde se había acordado de mi madre y del tiempo en que fue feliz a su lado.
– Pues ¿sabes lo que pienso hacer? -anunció señalando el teléfono-. Voy a llamar a Dinamarca, a un número cualquiera de Dinamarca. O no, más lejos: a China, a Singapur, a Filipinas, ¿no es Filipinas lo que está en las antípodas? Voy a llamar y a dejar el teléfono descolgado. Voy a poner las conferencias más caras de la historia…¡Si me cortan la línea, por lo menos quiero darles un motivo!
Bueno, ésa era la clase de amenazas que mi padre solía proferir cuando se enfadaba, y lo normal era que acabara diciendo que tenía más razón que un santo o algo así.
– ¡Y no me digas que no! ¡Pero si tengo más razón que un santo!
El caso es que aquella tarde estábamos arruinados y que apenas una semana después volvíamos de Tarrasa con una bonita cantidad de dinero metida en una carpeta dentro de la guantera. Esa es una de las cosas que hacen que de golpe le cambie el humor a la gente como mi padre, no sé si a todo el mundo, y durante aquel viaje tuve que aguantar que pusiera una de sus cintas de música de películas y que acompañara las canciones con un tonto canturreo. Yo traté de dormir pero era imposible.
– El año que viene -me decía entre canción y canción-,el año que viene viviremos en una gran ciudad, ya iba siendo hora. ¿Dónde te apetece? ¿Valencia? ¿Madrid? ¿Barcelona? Un buen colegio es lo que tú necesitas, y eso sólo «se encuentra en ciudades así. Tendremos una casa. Una casa como Dios manda. Y un perro, ¿no era eso lo que tú querías? El año que viene tendremos un perro. ¡Ah, mi canción favorita! ¡Estoy sintiendo tu perfume embriagador!
¿No os decía que era imposible? ¿Habéis intentado alguna vez dormir en un coche con alguien al lado cantando a voz en grito la canción deEl padrino?
Mi álbum de recortes de Patricia Hearst había quedado interrumpido unos días antes del recital de Estrella en Valls. La última noticia hablaba de un nuevo mensaje magnetofónico en el que Patricia declaraba haber participado voluntariamente en el atraco, «con el arma cargada y dispuesta a usarla». Desde entonces no había habido novedades (o al menos no las había habido en las páginas de «Información del extranjero» deLa Vanguardia Española, que era el periódico que mi padre compraba), y eso quería decir que seguía escondida junto a los suyos, perseguidos todo por la policía de los Estados Unidos. Era apasionante, o eso me parecía a mí, y de hecho puedo aseguraros que no pasaba un día sin que acudiera al periódico en busca de nuevas noticias. ¿Cómo podía ser que ya nunca dijera nada, absolutamente nada, sobre el caso? ¿Cómo es que ni siquiera le dedicaba un par de líneas para decir si había habido o no nuevos atracos, si había mandado más mensajes, si existía alguna sospecha sobre su paradero? No sé. Habría bastado con que cada dos o tres días dijeran algo así como: «La policía carece de pistas sobre Patricia Hearst.» O como: «Patricia Hearst se ha convertido en la mujer más buscada del planeta.» O también: «Patricia Hearst vuelve a burlar el cerco policial.»
Pero no. Durante varias semanas no se hizo la menor alusión a su existencia, y luego un día, de golpe, me encontré con una noticia larguísima que recapitulaba todo lo que había ocurrido en ese período de silencio. Los titulares decían:
NUEVA YORK: PATRICIA HEARST SIGUE CON VIDA
Los padres de la conversa revolucionaria pudieron ver desde la televisión de su casa el enfrentamiento entre el F.B.I. y el Ejército Simbiótico de Liberación.
El resultado de la refriega fue de 6 muertos.
Por lo visto, la policía los tenía prácticamente localizados desde que habían asaltado una tienda de artículos deportivos y secuestrado a un joven para huir en su automóvil. «Antes morir que volver a mi casa», dicen que dijo Patricia, y entonces se ocultaron en un edificio de Los Ángeles y varios cientos de policías lo rodearon y no pararon | de pegar tiros y lanzar granadas hasta que consiguieron reducirlo a escombros. Sólo tres personas lograron escapar, la propia Patricia y una pareja de antiguos estudiantes de la Universidad de Indiana, y su situación ahora debía de ser auténticamente desesperada: esa misma noche habían ofrecido quinientos dólares a una mujer a cambio de cobijo por unas pocas horas. ¿Cuánto tardarían en detenerles? ¿Habría también entonces un tiroteo? ¿Matarían a Patricia Hearst como habían matado a la mayoría de sus compañeros?
Yo aquel día cogí mi navaja suiza y sobre la puerta del gimnasio grabé las iniciales del Ejército Simbiótico de Libe- liberación junto al dibujo de una serpiente.
– ¿Eso qué es? -me preguntó Marañón-. ¿Un espárrago?
Me volví hacia él indignado:
– ¿Cuándo has visto tú un espárrago con boca y ojos?
Marañón sacó su propia navaja y me la enseñó como in- interrogándome con la mirada. Marañón siempre me copiaba: yo hacía una cosa, él también la hacía; si yo tenía una navaja de ocho usos, él también.
– ¿A qué esperas? -le dije.
En apenas un par de horas las puertas de todas las aulas mostraban el emblema de la organización. Pensaréis que fue una tontería o una simple gamberrada. A mí entonces no me lo pareció, y ni siquiera me arrepentí cuando el hermano Ramón nos descubrió.
¡Así que erais vosotros…! -nos gritó, con la cara roja de furia.
Sin darnos tiempo a reaccionar se puso a repartir bofetadas, primero a mí, luego a Marañón, después otra vez a mí, y yo creo que si finalmente dejó de pegarnos fue sólo por cansancio.
– Pero ¿se puede saber qué coño significan esas letras? nos preguntó, casi sin resuello.
– Está bien claro -contesté yo, frotándome la mejilla-.
Ejército Simbiótico de Liberación. Marañón y yo somos los primeros simbióticos españoles…
– ¡Te voy a dar yo a ti simbióticos…!
El hermano Ramón volvió a levantar la mano y cuando yo ya me había preparado para recibir una nueva ración de bofetadas, él bajó la mano y llamó:
– ¡Suárez! ¡Ven aquí!
El tal Suárez apareció por un pasillo cercano. Debía de ser de sexto, yo no lo había visto nunca. Llegó hasta donde estábamos y el hermano Ramón le dijo:
– ¡Venga! ¡Ahora dales tú!
– ¿Por qué? -protesté-, ¿Por qué tiene que pegarnos él? Péguenos usted, que para eso es cura.
– ¡Dales, te he dicho!
Ya lo creo que nos dio aquel cabrón. A mí me dio unas bofetadas tan fuertes que se me escapaban lágrimas de dolor. Y a Marañón lo mismo.
– ¿Querías saber por qué? -me preguntó el hermano Ramón.
Se acercó a la puerta y con un dedo señaló las iniciales: -E. S. L. -dijo.
Luego se volvió hacia el otro y le señaló.
– Emilio Suárez Lozano -dijo.
Ahora empezaba a entender. Marañón y yo estábamos todavía frotándonos la mejilla, y también Suárez se la frotó, | El hermano Ramón añadió:
– El chico no ha hecho más que devolveros algo que os pertenecía.
Lo del negocio de mi padre lo descubrí gracias a la colección de recortes. Después del tiroteo y los seis muertos, yo me temía que Patricia Hearst y sus dos compañeros no tardarían mucho en ser detenidos, o acaso asesinados, y estaba ansioso por conocer el desenlace de la historia. Los dos días siguientes al de aquella noticia no hubo novedades. El tercer día, creo que era un viernes, busqué el periódico en el cuarto de estar y no lo encontré, así que entré en el dormitorio de mi padre para ver si estaba por ahí: ya sabéis que a mi padre le gustaba encerrarse a leer el periódico y escuchar la radio-despertador.
Digo que entré en su dormitorio y, en efecto, mi padre se había quedado dormido con el periódico desplegado sobre su pecho como una tienda de campaña. Se lo quité con suavidad, tratando de no despertarle, y lo sostuve en alto mientras buscaba las páginas de «Información del extranjero». Aquel día aparecía una columna que decía: «Uno de los miembros del Ejército Simbiótico de Liberación estuvo en España recientemente.» No es que fuera gran cosa, la verdad: entre los escombros de la casa de Los Ángeles habían encontrado varias pertenencias de los activistas simbióticos, y una de ellas era un pasaporte, el de uno de los compañeros de fuga de Patricia, con un sello de una aduana española. Bueno, lo importante era que ella todavía no había sido atrapada, y eso bastaba para hacerle un sitio en mi álbum.
Me acerqué sin hacer ruido a la mesilla y busqué el pequeño neceser que mi padre solía guardar en el cajón. Unas tijeritas: eso era todo lo que yo quería. Abrí, pues, el cajón y eché una rápida ojeada a su contenido: dos juegos de llaves, una caja de aspirinas, unas gafas de sol, su reloj Omega chapado en oro, un mapa de carreteras. Debajo del mapa es- taba el neceser y debajo del neceser una cosa que me llamó la atención: un manojo de quinielas, selladas todas ellas y unidas por una goma. Las cogí. Demasiados boletos. Mi padre solía rellenar uno por semana y ahí podía haber treinta o cuarenta. Miré la fecha: la del domingo siguiente. Miré también el valor de los sellos: los había de diferentes colores, y cada color correspondía a un precio distinto. Hice un rápido cálculo mental: aquello era una auténtica fortuna.
Mi padre seguía dormido, con la boca entreabierta, y de vez en cuando emitía un sonido parecido a un gorgoteo, como si tratara de tragar saliva pero tuviera la garganta seca. Así que en eso consistía el negocio: en jugárselo todo a las quinielas. Por un momento sentí deseos de zarandearle y gritar: «¿Pero tú sabes lo que estás haciendo? ¡Estás engañando a mis tíos! ¡Te estás aprovechando de su buena voluntad! ¡Les estás llevando a la ruina!» Pero no. No valí la pena. Seguro que mi padre me habría reñido por rebuscar sin permiso entre sus cosas. Seguro que me habría salido con alguna de sus teorías sobre la riqueza y el dinero. Ahora que lo pensaba, ¿no me había hablado en alguna ocasión de un matemático que se había hecho millonario gracias a no sé qué sistema que había inventado para acertar en las quinielas?
– Lógica, pura lógica -me había dicho-. Todo consiste en reducir al máximo el factor suerte. ¿Y cómo se reduce el factor suerte? Asegurando los resultados imprevisibles y arriesgando sólo en los previsibles. Si es tan sencillo, me preguntarás, ¿por qué no lo hace todo el mundo? Está muy claro: porque para desarrollar el sistema hace falta apostar una cantidad bastante elevada. ¿Cuánto? Lo justo para eliminar riesgos sin eliminar el margen de beneficio. ¡Está tan claro…!
La garganta de mi padre volvió a gorgotear y yo saqué del cajón su libro favorito. Se titulabaComo ganar dinero con las quinielas. El infalible método de las reducidas. De entre sus páginas sobresalía un boleto que no estaba sellado. Lo cogí. Debía de ser importante. Busqué un trozo de papel y un lápiz y copié en silencio todos aquellos signos. Luego cerré el cajón y dejé el periódico tal como lo había encontrado, cubriendo a mi padre como una pequeña tienda de campaña. La noticia sobre aquel miembro del Ejército Simbiótico podía esperar.
Llegó el domingo y mi padre dijo que le dolía la cabeza pero lo que le ocurría era que estaba nervioso, muy nervioso. No era para menos. La temporada de fútbol concluía precisamente ese día, y los partidos incluidos en la quiniela eran ya todos de segunda división. Según mis cálculos, mi padre se había jugado los ahorros de mis tíos en dos únicas lomadas, la de la semana pasada y aquélla. ¿Cómo le había ido el domingo anterior? Yo suponía que no muy bien pero tampoco podía estar seguro.
– Y el perro, ¿cuándo? -le pregunté.
Estábamos comiendo huevos fritos con patatas. Llevábamos un buen rato sin pronunciar una sola palabra y a mí se me ocurrió que tenía que hacerle esa pregunta así, a bocajarro. Mi padre asintió sin demasiada convicción y se llevó un trozo de pan a la boca. Yo creo que lo hizo para no tener que contestar: mi padre nunca hablaba con la boca llena.
– Uno del colegio tiene una perra que ha tenido cachorros. Seis cachorros. O siete, no sé. Y dice que tendrán que matar unos cuantos si no encuentran gente que se los quiera quedar. Yo iré a verlos mañana. Son mezcla de pastor alemán y no sé qué.
Mi padre volvió a llenarse la boca para poder seguir en silencio, pero sus nuevos gestos no fueron ya de asentimiento. Yo protesté:
– Tú dijiste que pronto podría tener un perro. Tú dijiste…
– Yo dije, yo dije -me interrumpió, después de tragar-. No empecemos otra vez!
Sí, estaba claro que el domingo anterior le había ido bastante mal. Todo dependía, por tanto, de lo que sucediera esa tarde: era su última oportunidad. Después de comer, mi padre dijo que necesitaba echarse una siesta, a ver si le pasaba ese maldito dolor de cabeza, y se encerró en su dormitorio. Yo dejé los platos sucios en el fregadero y me llevé a mi cuarto el transistor de la cocina. Pocas horas después mi padre se habría convertido en un millonario o un estafador, y eso era algo que yo no estaba dispuesto a perderme por nada del mundo.
Es curioso, ¿no os parece?, es curioso que mi padre y yo nos pasáramos aquella tarde haciendo exactamente lo mismo, él en su habitación, yo en la mía, los dos atentos al mismo programa de radio y a los mismos resultados, los dos sufriendo de igual manera aunque él creyera ser el único que sufría. Bueno, yo digo que sufría y es verdad, porque también mi suerte dependía de aquella quiniela, pero sufría más por mi padre que por mí: si por un lado no me sentía responsable de aquella imprudencia, por otro sabía que todo cambiaría a partir de entonces, que el éxito o el fracaso harían de mi padre un hombre nuevo, distinto, completamente desconocido para mí, y eso me hacía compartir en secreto toda la tensión que él en ese instante debía de estar experimentando.
Al principio las cosas no iban del todo mal. El San Andrés, el Baracaldo, el Córdoba iban ganando sus respectivos partidos, y el Sevilla se adelantó en el campo del Linares. Al llegar al descanso sólo fallaba uno de los resultados, el del Logreo-Avilés, y yo me imaginaba a mi padre, al otro: lado del tabique, suplicando al destino para que favoreciera al equipo de casa. En ese momento todo parecía sencillísimo: un gol del Logreo y seríamos ricos. Comenzaron las segundas partes. El locutor anunció un gol, un gol en el campo del Langreo, y yo contuve la respiración hasta que le oí decir que sí, que el gol lo había marcado uno de los delanteros del equipo local. Teníamos un pleno. Faltaba todavía más de media hora para el final de los partidos, pero en aquel instante teníamos un pleno en la quiniela, y eso significaba que éramos ricos y que mi padre podría saldar sus deudas y que tal vez ya nunca tendría que volver a comportarse como un pobre diablo.
A lo mejor os habéis fijado en que he dicho «teníamos un pleno», como si de verdad lo tuviéramos mi padre y yo, como si los dos, y no sólo él, hubiéramos rellenado todos aquellos boletos y apostado todo aquel dinero. Lo cierto es (|que, durante aquellos minutos únicos en que me creí hijo de un hombre afortunado, sentí que esos aciertos de mi padre eran también mis aciertos, que de algún modo me pertenecían. Quién sabe, a lo mejor eso es lo normal. A lo mejor todos los hijos admiran a sus padres y se sienten tan unidos a ellos que hasta comparten sus éxitos. Yo en aquellos momentos admiré a mi padre y me sentí orgulloso de ser su hijo. No sé muy bien cómo explicarlo. Yo creo que le atribuí un poder secreto, casi mágico, una sabiduría que hasta entonces me había resultado desconocida, y francamente pensé que me había equivocado al juzgarle. Me reproché a mí mismo el no haber tenido más confianza en él.
Pero supongo que, a estas alturas, no creeréis que las cosas acabaron así. Al cabo de unos minutos el Hércules metió un gol en Pamplona y muy poco después creo que fue el Recreativo de Huelva el que hizo lo mismo en el campo del Badajoz. A medida que nos acercábamos a los finales de los partidos, nos alejábamos de ese éxito que yo había llegado a tocar con los dedos, y me parece que todavía hubo otro resultado que cambió en el último momento y terminó de desbaratar mis ilusiones. Y sobre todo las de mi padre, claro. Traté nuevamente de imaginármelo, al otro lado del tabique, y mi padre volvió a ser mi padre, el mismo de siempre, sólo que más derrotado y más sucio. ¿Os dais cuenta? En apenas media hora había dejado de ser un personaje admirable para convertirse en un pobre hombre, un timador, alguien que nada más podía aspirar a merecer mi lástima. Sí, ya sé lo que estáis pensando: que el éxito lo habría considerado nuestro, suyo y mío, y el fracaso únicamente suyo. ¿Os parezco un traidor o un aprovechado o algo así? Puede ser. Yo sólo digo lo que sentí en ese momento, y lo que sentí fue un inmenso desprecio hacia ese hombre que seguía encerrado en su dormitorio, a solas con su radio-despertador y su fracaso.
Aquella noche ni siquiera salió a cenar. Yo me tomé un bocadillo en la cocina y luego volví a mi cuarto a leer tebeos. A eso de la una le oí deambular por la casa y detenerse finalmente ante mi puerta. «Ya está», pensé, «ahora no sabe si contármelo o no.» Abrió la puerta sin hacer ruido y me envió una mirada inexpresiva.
– ¿Querías algo? -le dije.
– Iba a apagarte la luz. Pensaba que a lo mejor te habías quedado dormido.
– No tengo sueño.
Mi padre asintió con la cabeza y permaneció varios segundos callado, como pensando en la forma de iniciar su discursito. Al final, sin embargo, lo único que dijo fue:
– Es tarde. Buenas noches.
Mejor así. Yo no habría sido capaz de soportar sus explicaciones.
Acabé de leer el tebeo y apagué la luz. La línea de luz bajo la puerta era tenue y amarilla. Mi padre seguía en el cuarto de estar pero la única lámpara encendida debía de ser la de la terraza. Al cabo de un rato esa línea desapareció y yo, desde la cama, seguí el sonido de sus pasos hacia el dormitorio. Ya sólo faltaba el ruido de la puerta. Pero no, ese ruido no llegó, y en su lugar escuché otra vez sus pasos. Ahora no llevaba zapatillas sino zapatos. ¿Dónde iría mi padre a esas horas de la noche? Le oí cerrar sigilosamente la puerta y salí a espiarle desde la terraza. No sé por qué, yo me imaginaba que se sentaría en el pretil y se pasaría un rato meditando y mirando las estrellas, y me atraía la idea de poder observarle sin que él me viera. Lo que no esperaba era verle meterse en el Tiburón y enfilar la calle que llevaba a la carretera nacional.
– De putas -dije en voz alta-. Este hombre es capaz de irse de putas en una noche así.
Os preguntaréis de qué habíamos vivido hasta entonces. Lo más antiguo que recuerdo es el negocio de los champiñones. Mi padre iba por los pueblos buscando cuevas y locales abandonados que fueran aptos para su cultivo. Yo solía acompañarle los fines de semana y me avergonzaba ver cómo husmeaba en todos los sótanos y se asomaba a todos los escondrijos y bodegas.
– Lo importante es que sea húmedo -me decía-. Húmedo y oscuro.
Cuando encontraba algún sitio así preguntaba por el dueño y, si resultaba que el dueño o alguno de sus parientes tenía necesidades económicas y un poco de tiempo libre, el trato era seguro. Mi padre le convencía de que la única manera de rentabilizar aquel local inservible era la que él le proponía y luego le daba toda clase de explicaciones sobre el modo de cultivo. Al día siguiente volvía por allí y le vendía unos cuantos sacos de fertilizantes, otros de una cosa llamadacompost y unas bolsas verdes que contenían las semillas o lo que quiera que fuese. Pero eso era sólo la primera parte del negocio porque, como mi padre era el que ponía en contacto a toda esa gente con el mayorista, al cabo de unos meses reaparecía para cobrar su comisión. También en algunas de esas ocasiones le acompañé, y recuerdo las uñas negras y los dedos sucios con que aquellos hombres contaban los billetes que luego le entregaban.
Aquel asunto marchaba bastante bien. Luego, de golpe, se hundió el precio del champiñón, y mi padre ni siquiera se molestó en volver por esos pueblos para ofrecerles más fertilizantes y máscompost. Pero entonces mi padre era un hombre algo más joven y bastante más emprendedor, y aquella contrariedad no le afectó demasiado. En sus recorridos por la zona había conocido a muchas personas, y entre ellas al propietario de una gasolinera en la carretera de Cartagena a Mazarrón. Aquel hombre le había comentado alguna vez su intención de vender la gasolinera y retirarse, y mi padre se ofreció a encontrarle un comprador. Fue el mejor negocio de su vida. También el más rápido: puso un par de anuncios en los periódicos y en apenas tres semanas llegó a un acuerdo con una empresa de Madrid. Debió de llevarse una buena comisión, y fue ese dinero el que le permitió comprarse el Tiburón.
Yo creo que aquello de algún modo le cambió. No sé. Tal vez fue el coche, tal vez la facilidad con que acababa de ganar esa pequeña fortuna. Mi padre siempre había sido de esas personas que habrían rechazado por indigno cualquier trabajo manual. Él podía estar metido en el asunto de los champiñones, pero jamás habría aceptado ensuciarse las uñas cultivándolos, como los hombres aquellos. Para él había dos categorías de trabajadores, los que se manchaban las manos y los que no, y estos últimos siempre serían superiores, por mucho dinero que aquéllos pudieran ganar. Con lo de la gasolinera descubrió que también entre los que no se manchaban las manos había dos categorías: los que perseguían el dinero y los que dejaban que el dinero les persiguiera a ellos. Éstos eran los auténticos hombres de negocios, gente dotada de un instinto especial para atraer riqueza, y yo creo que mi padre compró el Tiburón para sentirse como uno de ellos, como un verdadero negociante.
Ahora, para él, ganar dinero había dejado de ser algo misterioso. Si lo había hecho en una ocasión, podría hacerlo siempre que quisiera. La cuestión era encontrar nuevas gasolineras cuyos dueños estuvieran dispuestos a vender. El comprador, de hecho, ya lo tenía localizado, porque la empresa madrileña parecía deseosa de comprarlo todo. Entonces los viajes con mi padre eran un auténtico calvario. Parábamos en todas las gasolineras de la carretera y, si traíamos el depósito lleno desde la gasolinera anterior, se inventaba algún problema con la presión de las ruedas para poder charlar con el encargado. La verdad es que era bastante hábil y casi siempre se las arreglaba para sonsacarle la información que necesitaba: la identidad del propietario, su edad y lugar de residencia, su posible interés por cambiar de vida o de negocio.
– Papá -le decía yo-. ¿De verdad hace falta que te acompañe?
– ¡Claro que sí! -contestaba-. Si ven a un niño, se fían más y me lo cuentan todo.
Luego, una vez hinchadas todas las ruedas y obtenidos todos los datos, se metía nuevamente en el coche y decía «tachín» o decía «tachán». Tachín significaba tachar: aquella gasolinera no ofrecía posibilidades. Tachán significaba subrayar: las perspectivas no eran malas, volvería al cabo de unas semanas y hablaría con el dueño. Lo dijo, por ejemplo, en una gasolinera a las afueras de San Javier:
– Tachán. Los dueños son dos y parece que están reñidos…
Lo dijo también en un pueblecito de la carretera de Águilas a Lorca:
– ¡Tachán! Se murió el mes pasado. La actual propietaria es la viuda.
Y lo dijo en una gasolinera cercana a la playa de San Juan:
– ¡Tachaaán! ¡El dueño es un antiguo emigrante que dejó a sus hijos en Suiza y ahora los echa de menos!
Decidme algún pueblo o ciudad de la zona de Murcia y Alicante, creo que los conozco todos. O por lo menos puedo jurar que conozco todas sus gasolineras, desde Águilas a Villajoyosa. Aquel invierno vivíamos en una urbanización al lado de Santa Pola. Entonces Santa Pola era todavía un pueblo pequeño, con típicas casitas de pescadores, de esas que tanto gustan a los turistas y que normalmente acaban siendo derribadas para construir edificios de apartamentos para los turistas. La única gasolinera que mi padre consiguió vender fue la de la playa de San Juan, que estaba a unos treinta kilómetros de nuestra casa. Para convencer al suizo (así le llamaba él) tuvo que recorrer esa carretera al menos una veintena de veces.
– ¡Bueno! ¡Ya está! ¡Todos conformes! -le oí decir por teléfono-. Mañana mismo empezamos el papeleo.
Finalmente habló con un notario de Alicante y concertó una cita. Estaba orgulloso de sí mismo, también este negocio le había salido bien. Se puso su mejor corbata de la sastrería Sucesores de Bonet y acudió a la notaría. Y allí se pasó toda la mañana, esperando en vano a que aparecieran el suizo y los de la empresa. ¿Entendéis lo que había ocurrido? Sí, la venta se había producido, sólo que un día antes y en otra notaría. Aquella gentuza había descubierto que podían ponerse de acuerdo a espaldas de mi padre y ahorrarse así su comisión. ¿Y qué podía hacer mi padre? ¿Reclamar su parte? ¿Amenazarles? Que amenazara cuanto quisiera: ésos no pensaban soltar ni un duro.
Aquel asunto debió de ser un golpe bastante fuerte para su amor propio. Quedaba claro que mi padre no era el hombre de negocios que él creía ser, no de aquellos que dejaban que el dinero les persiguiera. Se acabó, por tanto, lo de las gasolineras. Pasaron unos cuantos meses y yo no sabía en qué se habría metido ahora mi padre. Una mañana me asomé al patio del colegio y vi el Tiburón aparcado junto a la pista de baloncesto. Aquel invierno no vivíamos ya en Santa Pola sino en Calpe, en un apartamento a seis kilómetros de Calpe. ¿Para qué habría ido mi padre al colegio? Después del recreo teníamos clase de gimnasia. El profesor nos hizo formar en cuatro filas, los más bajos delante, los más altos detrás, y entonces apareció mi padre, seguido de un hombre calvo con un balón de fútbol bajo el brazo. El profesor acalló nuestros murmullos con un gesto y nos pidió que prestáramos atención a aquellos dos señores. Uno de ellos, el calvo, era un ex futbolista que iba a hacer una demostración de control de balón y el otro, mi padre, un caballero que tenía algo importante que decirnos. Entonces el ex futbolista calvo botó el balón un par de veces y estuvo un buen rato pasándoselo de un pie al otro y del pie al hombro y del hombro a la cabeza y nuevamente al pie, sin dejar nunca que llegara a tocar el suelo, y mientras tanto mi padre sacó una caja del maletero del coche y se mantuvo en silencio mirando la exhibición de su compañero.
– Buenos días, chicos -dijo al cabo de un rato-, ¿Verdad que os está gustando? ¿Verdad que también a vosotros os gustaría llegar a ser buenos futbolistas?
El otro seguía con lo suyo, el balón en la cabeza, el balón en un pie, y mi padre habló del deporte, la vida sana y cosas así, y hubo un momento en que nos miramos y fue justo entonces cuando dijo que lo que nosotros necesitábamos era un aporte vitamínico como el que nos proporcionaría desayunar todas las mañanas con Forzacao, el nuevo chocolate en polvo con complemento vitamínico.
– He traído unos adhesivos para vosotros. Y para vuestras madres unos sobrecitos, unos sobrecitos de Forzacao. Decidles que os los pongan mañana en el desayuno. Decid a vuestras madres que os pongan siempre Forzacao en la leche del desayuno. Pero, sobre todo, decidles por qué. Por qué? ¡Por su complemento vitamínico…!
Mi padre se metió por uno de los pasillos entre las filas y fue repartiendo aquellos pequeños obsequios. Yo pensé: «Así que era esto. Hace un mes que tenemos la despensa llena de botes de Forzacao. Es francamente horrible.» Cuando llegó a mi altura, nos miramos un momento sin decirnos nada. Cogí el sobrecito y el adhesivo y me los guardé en el bolsillo del chándal. Yo, la verdad, fingí no conocerle. Entre otras cosas, porque aquel año se suponía que mi padre era corresponsal de guerra en Vietnam y no representante de una marca de chocolate soluble. También por otro motivo: porque en ese momento me avergoncé de él. Sí, yo creo que aquélla fue la primera vez que realmente me avergoncé de mi padre, la primera vez que me dije a mí mismo que hubiera querido no ser hijo suyo.
La impresión que me dio fue penosa, y yo supongo que también él se dio cuenta. Lo supongo porque, por la tarde, cuando llegué a casa, no hizo sino repetirme que había hecho un excelente negocio: le había vendido al encargado del comedor de internos una partida de chocolate Forzacao. Pero ¿sabéis por qué me lo decía? Precisamente porque se avergonzaba de sí mismo y quería que esa imagen de simple vendedor ambulante fuera sustituida por la del negociante astuto, porque necesitaba hacerme olvidar su espectáculo de esa mañana.
– Lo del futbolista fue como una especie de gentileza -añadió-. En los colegios agradecen mucho esa clase de cosas. ¿Sabes que llegó a jugar en primera división?
Yo, a partir de entonces, me desentendí bastante de sus ocupaciones. Lo de Forzacao, sin embargo, sé que no le duró mucho porque al cabo de dos o tres meses volví a desayunar chocolate en polvo de la marca habitual. Luego creo que trató de hacer negocios con objetos procedentes de subastas judiciales. El ya nunca me hablaba de su trabajo y yo tampoco le hacía demasiadas preguntas, pero lo de las subastas lo supongo porque a veces llamaban por teléfono y me daban escuetos mensajes para él:
– El jueves, sin falta, a las diez en el juzgado.
El hombre que llamaba era siempre el mismo y, aunque nunca se identificaba, era fácil reconocerle por la voz, grave y anhelante como la de un afónico. Yo le daba el recado a mi padre y ese jueves, al volver del colegio, podía encontrarme en el apartamento decenas, cientos de cajas llenas de tubos de neón, de rollos de papel higiénico, de repuestos para lavadoras. Debía de conseguir todo aquello por muy poco dinero, y el verdadero problema consistía en encontrar a una persona dispuesta a comprárselo por un precio superior. Lo que menos duraba eran las prendas de vestir. Si, por ejemplo, yo llegaba a casa y me la encontraba convertida en un almacén de camisas de topos marca Toyca, podía estar seguro de que todo eso habría desaparecido de ahí antes de dos días. Bueno, también podía estar seguro de que ese invierno no estrenaría camisas que no fueran de topos y de la marca Toyca, pero eso ahora es lo de menos, porque lo que yo quería decir es que mi padre tenía tratos con un mercadillo ambulante y que le compraban toda la ropa que él pudiera obtener. Llegaban unos gitanos con una furgoneta y se llevaban todas las cajas, y al día siguiente volvía a llamar el de la voz grave para dejar uno de esos recados:
– El martes, sin falta, en el juzgado.
Hubo cosas de las que mi padre tardó mucho en desprenderse. Recuerdo, por ejemplo, unos carritos para la compra que permanecieron en casa durante casi dos meses. Pero lo peor de todo fue lo de los canarios. ¿Cuántas jaulas, apiladas unas sobre otras, pueden caber en una de las paredes de un pasillo y en dos de las paredes de un cuarto de estar? ¿Cien jaulas? ¿Ciento cincuenta? No lo sé exactamente, pero puedo decir que lo que nos molestaba no eran las jaulas sino los canarios que las ocupaban. Teníamos que estar todo el día pendientes de ellos, poniéndoles alpiste, cambiándoles el agua, limpiando la mierda de las bandejas para que la casa no apestara. Aun así, su compañía se nos hacía insufrible, y al cabo de sólo dos semanas estábamos los dos tan hartos de oírles cantar que mi padre acabó soltándolos por el balcón. Aquellos pájaros, por cierto, volaban muy mal y, como no estaban acostumbrados a vivir en libertad, se quedaron casi todos en los árboles y balcones cercanos, nostálgicos de su anterior cautiverio. Luego las jaulas desaparecieron de golpe, no sé si mi padre consiguió venderlas o simplemente las tiró a un vertedero.
Un día llamó el hombre de la voz grave y dejó un mensaje inusual:
– Dile a tu padre que llame en cuanto llegue a casa. O mejor, dile que no hace falta que llame. Que no hay nada para él.
Yo le di el mensaje a mi padre, y éste dijo nada más:
– Bien, ahora prepara tus cosas. Hoy se nos acaba el contrato.
Nos fuimos esa misma noche, pero eso de que se nos acababa el contrato del apartamento no creo que fuera cierto. Lo digo porque dejamos la casa llena de tuberías de cobre que mi padre había llevado esa misma mañana. Esto sucedía en el año setenta y dos, y a partir de entonces yo ya nunca supe cuál podía ser el origen de sus ingresos. O a lo mejor lo que ocurría era que ya no tenía ingresos, no al me- nos hasta el día en que se cruzó en el camino de Estrella. Pero eso, lo de su etapa como agente artístico, ya lo he contado. Y también he contado lo de los ahorros de mis tíos. Ahora, agotado ese dinero, la cuestión era sencilla: ¿de qué íbamos a vivir?
Ya habéis visto que lo normal en nosotros era marchar, siempre marchar. Me he pasado toda mi vida yendo de aquí para allá, con la maleta nunca totalmente deshecha, los oídos acostumbrados a las palabras «nos vamos». ¿Cuántas veces las he mencionado hasta ahora? ¿Y cuántas tendré que mencionarlas de ahora en adelante?
Estaba claro que de aquella urbanización cercana a El Vendrell tampoco tardaríamos mucho en marcharnos. Una mañana mi padre vino a buscarme al salón de las máquinas y los futbolines. Yo no había visto pasar el Tiburón. Tampoco a él le vi entrar. Me había sentado en un taburete, de espaldas a la calle, y miraba cómo el encargado ensayaba una jugada de billar. Luego, no sé cómo, supe que él estaba detrás de mí y me volví muy despacio. No dije nada. Simplemente me levanté. Que mi padre estuviera ahí quería decir que había ido a buscarme al colegio y que alguien le había dicho dónde podía encontrarme durante las horas de clase. Por eso me levanté: porque pensé que me iba a pegar una bofetada y no quería caerme al suelo. Me cogió, de hecho, como si fuera a golpearme y a gritarme, que habría sido lo lógico, pero lo que hizo fue volverse para mirar la calle a través del cristal. Desde allí se veía el Citroen Tiburón y el letrero de la escuela de música Sebastián Armen- gol, tarifas especiales para grupos, y yo supongo que esa asociación de imágenes le desconcertó. En sólo un instante comprendió que yo había estado siempre ahí, viéndolo todo, entendiéndolo todo, aunque tal vez lo que le desconcertó no fue descubrirme a mí sino descubrirse a sí mismo en aquel sitio, mi sitio, viéndolo todo y entendiéndolo todo como yo mismo lo había visto y entendido. Sí, ya sé que es confuso, pero no encuentro otra manera de explicarlo, y el caso es que mi padre soltó mi brazo y bajó la vista y dijo lo que tenía que decir:
– Nos vamos.
Le seguí hasta el coche. Pregunté:
– ¿Adonde?
– Nos vamos y ya está. He metido tus cosas en el maletero.
– ¿Mis posters también?
– Tus posters también.
Arrancó. Pasamos por delante del colegio y salimos del pueblo. Os lo acababa de decir: marchando, siempre marchando.
3
– Lo que digo lo cumplo -dijo mi padre-. Acuérdate bien de esto: lo que digo lo cumplo. Te dije que nos iríamos a vivir a una ciudad, con anchas avenidas, con buenos colegios, y ya lo ves. Una ciudad, capital de provincia, con cines, campos de fútbol, piscinas, con tiendas de todo tipo, con catedral. ¿Eh?, ¿qué te parece?
Bueno, estábamos entrando en Lérida y yo recordaba que en realidad mi padre había hablado de una gran ciudad. Pero, claro, desde aquel punto de la carretera abarcábamos con la vista toda la ciudad, y habría parecido absurdo que se obstinara en mantener el adjetivo.
– ¿Y lo del perro? -pregunté.
Mi padre me ignoró, como siempre que yo hacía esa pregunta, y siguió ponderando las virtudes de una ciudad como aquélla, tan moderna, tan bien comunicada. Luego resultó que ni siquiera nos detuvimos en Lérida y que seguimos camino hasta Almacellas, uno de esos típicos pueblos de carretera, alargados y tristes como la carretera misma. A mí esos pueblos siempre me han recordado los decorados de las películas de vaqueros: te apartas de la calle principal y el pueblo termina ahí, nunca hay nada detrás de la primera línea de casas.
– ¿Qué te parece? -insistió mi padre, como confiando todavía en que aquello pudiera gustarme-. Esto es el futuro. Es la filosofía de las zonas residenciales. Como en Europa, como en América. Vivir al ladito de la ciudad, disfrutando de todas sus ventajas pero ahorrándote sus inconvenientes. Los agobios, el tráfico y todo eso.
Yo asentí con la cabeza. Eran cerca de las cinco, y a las cinco en punto teníamos que ir a recoger las llaves de nuestra nueva casa. Me quedé esperándole dentro del coche y vi cómo un motorista atropellaba a un gato. ¿Habéis visto alcana vez una cosa así? Lo que te hace levantar la mirada es el ruido del frenazo, y la imagen siguiente es la del rápido culebreo de la moto y la del gato saliendo despedido hasta caer en el bordillo. Yo luego no oí más ruido que el del motor, tímido al principio, furioso de repente, y después cada vez más lejano y más débil aunque parecía que nunca fuera a extinguirse del todo. No sé. Yo habría esperado escuchar el ruido sordo y rotundo del golpe o quizás un maullido agónico y estremecedor. Pero no, aquel gato murió en silencio, y lo que más llamó mi atención fue que, durante varios minutos, cuando ya hasta la moto había desaparecido de mi vista, seguían flotando como vilanos en el aire pequeños rebujos de pelo claro arrancados del lomo del gato.
Yo aquello lo interpreté como un mal presagio, el primero.
– Un entresuelo. Encima de la pescadería -dijo mi padre al volver al coche-. A unos quinientos metros.
Avanzamos esos quinientos metros y llegamos a la pescadería. Ante nuestro portal había un cubo negro lleno de cestos de pescado: otro mal presagio. Yo me tapé ostentosamente la nariz pero mi padre fingió no percibir el hedor.
– Bueno, ya estamos -dijo.
Dijo eso pero no se atrevió a preguntar qué me parecía.
– Un lujo asiático -comenté, de todos modos.
Empezamos a subir nuestras cosas por la angosta escalera. Aquel piso había estado habitado hasta muy poco antes por un jubilado de la RENFE y todo seguía como había quedado a su muerte, la cama aún hecha con el orinal de porcelana semiescondido, una botella de vino y un vaso sucio sobre el hule de cuadros, un reloj de cuco detenido a las nueve y diez de la mañana o de la noche, un calendario de ese mismo año de una marca de pintura plástica, un puzzle enmarcado de al menos quinientas piezas con una vista del Sena y Notre Dame. Yo, sin embargo, no tuve tiempo de fijarme en nada de eso, ni tampoco en lo viejo y lo feo del piso o el deprimente papel de las paredes repleto de flores de lis, porque, tan pronto como mi padre logró abril la puerta, corrí en busca de un sitio donde vomitar. Mi padre me siguió hasta el retrete con una maleta en cada mano.
– Te has mareado. No me extraña. Con el viaje y este calor. Siéntate y descansa. Yo subiré lo que queda.
Le esperé tumbado en el sofá. A uno de los lados había un estante con media docena de figuritas de porcelana y tres o cuatro libros. Uno de ellos era elQuijote, los otros no los recuerdo. Y ante mis ojos tenía el puzzle. El puzzle del Sena y un pequeño balcón que mi padre acababa de abril para que aquello se ventilara. De vez en cuando pasaba un camión por la carretera y, por un instante, podía ver su parte superior a través de los barrotes de la barandilla. Primero el muñeco blanco de Michelin y el techo de la cabina, después la lona negra o azul, luego nada.
Fuimos al colegio del pueblo para que me autorizaran |¡ presentarme a los exámenes. El director era también el profesor de gimnasia. Nos recibió en chándal y con una toalla blanca en torno al cuello.
– Disculpen mi aspecto -dijo-. Acabo de arbitrar un partido y después del recreo tengo otro. ¿Te gusta el fútbol?
– No -dije.
– ¿Y el baloncesto? -Tampoco.
Avanzábamos por un pasillo en dirección a su despacho y aquel hombre se detuvo a mirarme con expresión contrariada.
– Pues ¿qué es lo que te gusta?
Mi padre intervino para decir que, desgraciadamente, yo no había tenido muchas facilidades para desarrollar un espíritu de equipo, necesario para practicar ciertos deportes.
– La culpa es mía. De mi trabajo. Estamos siempre de aquí para allá. Pocas veces ha podido completar el curso en el mismo centro.
El director pareció dar por buena esa explicación. Me dedicó una sonrisa comprensiva y, con un gesto como los que hacen en los dibujos animados cuando alguien ha tenido una idea feliz, anunció que en el colegio había frontón. Yo me encogí de hombros, me apetecía desilusionarle.
– Lo que a mí me gusta son los puzzles -dije. Me miraron los dos, mi padre con perplejidad, el otro con lástima. Yo creo que le odiaba porque olía a sudor. Entramos en su despacho y mi padre inició un vago soliloquio acerca de lo accidentado de mi educación. Por supuesto, no dijo nada que yo no hubiera escuchado decenas de veces. Que ya sabía que cambiar de colegio a esas alturas de curso no podía ser bueno para mí, que comprendía el sacrificio suplementario (eso dijo, sacrificio suplementario) que esas situaciones exigían al profesorado, que qué más quisiera él que poder ahorrarles esos trastornos.
– Si de mí dependiera…-añadía, con un aire de ele- gante resignación.
El otro a lo mejor creía que sus palabras encerraban gratitud o disculpa. Nada de eso. Lo que mi padre quería dar a entender era algo bien distinto: que sus múltiples ocupaciones le agobiaban, que tenía intereses en empresas de toda España, que él era un hombre poderoso y no un pobre diablo. Decía, por ejemplo:
– Pero esto tiene que cambiar… A cierta edad, uno tiene que asentarse en un sitio. Para toda la vida, para no moverse de ahí. Y a mí ya me ha llegado esa edad. Voy a tener que abandonar mis actuales negocios y montar una pequeña empresa en algún sitio…
Decía «una pequeña empresa» con la falsa modestia que emplearía un magnate para hablar de unos estudios cinematográficos o de una fábrica de automóviles. Guardaba entonces un instante de silencio y ojeaba distraído los formularios de la inscripción. Luego hacía un gesto de complicidad y proseguía:
– Por eso estoy aquí. Porque esta comarca tiene mucho futuro. Muchísimo. Se lo puedo asegurar. En este momento, probablemente no haya en toda España un lugar mejor para invertir…
Decía esto y se quedaba tan pancho, y yo me preguntaba qué demonios podía importarle todo eso al director de un colegio de pueblo. O peor aún: me preguntaba cómo demonios podía mi padre creer que todo eso pudiera importarle al director de un colegio de pueblo.
Bueno, pero si os cuento todo esto es para que penséis que mi padre no había cambiado, que seguía siendo el mismo que repetía que mi educación era lo único importante, el mismo que aprovechaba la menor ocasión para darse aires de persona importante ante los desconocidos, Sin embargo, sí que había cambiado, aunque yo no sé si aquello se me reveló entonces como una certeza o si se trataba de una intuición que fue afirmándose poco a poco, a medida que pasaban los días en aquel triste pueblo del interior. Por primera vez en mi vida nos alejábamos del mar, ¿puede ser que eso influyera? A mí, desde luego, me parecía que sí, que era como si hasta ese momento el mar nos hubiera indicado un camino, un itinerario, y como si de repente, al carecer de esa referencia, nos descubriéramos perdidos en un lugar en el que no supiéramos orientarnos. En fin, cómo explicarlo. Lo que estoy tratando de decir es que antes, en la época de las playas de invierno y las urbanizaciones desiertas, no sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde. Ahora ni siquiera eso, ahora nuestra vida daba la impresión de haberse vuelto definitivamente errática.
Para que no creáis que exageraba cuando decía que mi padre había cambiado, os diré que aquel día el director del colegio nos llevó a ver el frontón y a conocer a algunos de los profesores.
– Vas a tener que hincar los codos -me decían, y yo asentía con la cabeza y mi padre aseguraba que él se encardaría de que aprovechara los pocos días que quedaban hasta los exámenes.
– Lo mejor será que venga a estudiar aquí -intervino el director-. Por si tiene dudas.
– Será lo mejor -dijo mi padre-. ¿Lo has oído? Empezaras mañana mismo. Yo me ocuparé de que no faltes.
Exactamente ésas fueron sus palabras, y yo sin embargo nunca volví a poner los pies en aquel colegio. ¿Y qué os pensáis? ¿Que tuve que aguantar broncas y malas caras? Nada de eso. Yo no sólo no iba al colegio a preparar los exámenes sino que tampoco en casa me tomaba la molestia de fingir que estudiaba. Era un modo como otro cualquiera de protestar, y lo que más me desconcertaba era que mi padre ignoraba por completo esa actitud mía, que en otro momento le habría resultado irritante. La ignoraba de verdad, sinceramente, como si se tratara de un asunto que nada tuviera que ver con él. ¿Os dais cuenta? Mi padre, que tanto hablaba de buscarme buenos colegios y de lo importante que era mi educación, me había llevado a ver al director del colegio y luego se había desentendido de todo aquello. Como un amnésico. Como si aquella visita y aquellas palabras y aquellos buenos propósitos no hubieran existido jamás. ¿Qué? ¿Había cambiado o no? Llegaron las fechasde los exámenes. Yo, por supuesto, no me presenté a ninguno y mi padre ni siquiera me pidió las notas. ¿Había cambiado?
En aquella época no sé qué me pasaba pero no tenía ganas de nada. Ni de salir de casa. ¿Para qué? ¿Qué podía hacer yo en ese pueblo sin playa? Me levantaba muy tarde y, después de comer, me sentaba ante el televisor a esperar el inicio de la programación. Me tragaba todo lo que ponían, Los dibujos animados, los programas didácticos para niños, un absurdo concurso basado en el juego de los barcos: todo. Me lo tragaba todo aunque muy poco de lo que veía me gustaba. O tal vez precisamente por eso, porque me negaba a estar contento, porque lo que me apetecía era sentarme ante el televisor y odiarlo en silencio durante horas, odiar el televisor y odiar el mundo y todo lo que se me pusiera por delante. Fijaos cómo debía de encontrarme entonces que veía hasta los partidos del Mundial de Alemania: yo, que siempre he detestado el fútbol.
Sólo recuerdo un programa que me gustaba. O mejor dicho, que me entusiasmaba. EraKung Fu. Lo ponían todos los sábados por la noche y yo creo que no me perdí ni uno solo de sus episodios. Pero ¿sabéis por qué me gustaba tanto? Por las peleas. Yo había participado en bastantes peleas callejeras y la verdad es que las desdeñaba por feas y por toscas. Casi siempre eran lo mismo: el interminable cruce de amenazas, el primer manotazo, los cuerpos revolcándose, los insultos y los gritos, la respiración ansiosa, los botones arrancados, las lágrimas. En las peleas de la calle había mocos y ropa sucia y caras congestionadas pero no había grandeza. Ni el menor atisbo de grandeza, que era precisamente lo que les sobraba a las peleas de la tele, las de Kung Fu. En éstas todo era limpio, frío, calculado. Sin lágrimas, sin insultos, sin fanfarronadas. Los adversarios se estudiaban mutuamente, luego ensayaban unos movimientos de tanteo y al final llegaba el golpe certero, el definitivo, y todo concluía como una breve coreografía en la que nadie lloraba ni jadeaba ni amenazaba con próximas venganzas. A mí eso me parecía hermoso, y de hecho me fijaba en cómo se protegían con los brazos y en cómo atacaban con las piernas, y trataba de memorizar todos aquellos movimientos para poder practicarlos cuando estuviera a solas. Y los practicaba, ya lo creo que sí: había días en que me metía en mi cuarto a pelear con un enemigo imaginario y no cesaba de soltar golpes y patadas hasta que caía literalmente derrengado. A lo mejor lo que me pasaba era sólo eso: que tenía ganas de luchar pero no tenía un adversario.
Un día descolgué el puzzle con las vistas del Sena y Notre Dame. Hacer un puzzle era lo más parecido a no hacer nada, y no hacer nada era todo lo que me apetecía hacer. Descolgué el puzzle de la pared y le quité el marco. Entre el puzzle y el cartón de atrás aparecieron dos sobres mohosos con sellos franceses y un carnet de la Unión General de Trabajadores del año treinta y cuatro. El nombre que figuraba en el carnet era Ramiro Domínguez no sé qué. Supongo que sería el anterior inquilino, el de la RENFE, y las dos cartas le habían sido remitidas desde Caos por otro hombre del mismo apellido. Su hermano, me imagino.
Leí una de las cartas, la más antigua. Decía que se encontraba bastante bien de salud y que lo de los temblores nocturnos era algo a lo que tendría que acostumbrarse. «Al fin y al cabo», añadía, «otros tuvieron menos suerte que yo y ahora ni siquiera pueden quejarse.» Mencionaba después a gente por la que el otro debía de haberle preguntado en una carta anterior y anunciaba que, en cuanto tuviera un poco de dinero ahorrado, se casaría con su novia francesa: «Marguerite, te hablé de ella. Lástima que no puedas conocerla. Te gustaría.» Decía también que le enviaba una foto de ambos en una plaza de Cahors, pero yo volví a mirar dentro del sobre y allí no había ninguna foto. «Y en cuanto a lo de vernos algún día, ¿qué quieres que te diga?», proseguía. «Tú ahora no puedes salir de allí y yo no puedo entrar. Aunque pudiera, sería lo mismo. No pienso volver a España mientras Franco esté en el poder, y cualquiera diría que ese hombre se ha propuesto seguir en el poder hasta el mismísimo día de su muerte.»
Miré la fecha de esa carta: mil novecientos cuarenta y siete. El matasellos del otro sobre era bastante más reciente. Del cincuenta y nueve, el año de mi nacimiento. Lo abrí también y en su interior había una postal en color del Paseo de los Ingleses de Niza. El texto era muy escueto, Decía nada más: «Querido Ramiro, siento mucho lo de tu enfermedad. Yo no puedo decir que me encuentre mejor, A ver si te decides a hacernos esa visita. Y que sea pronto, No sé cuánto aguantaré. Marguerite y la niña te mandan besos.»
Cogí todo aquello y lo guardé entre mis cosas. Yo entonces no sabía nada de política. Sabía que en España mandaba Franco y que los enemigos de Franco eran los enemigos de España: esto último se lo había oído decir una vez a un profesor de Formación del Espíritu Nacional. Sabía también que en algunos países se organizaban manifestaciones en contra de Franco y que luego en Madrid se organizaban manifestaciones a favor de Franco, y yo creo que eso era más o menos todo lo que sabía. Y acaso fue aquélla la primera vez que pensé en la política y en esos enemigos de España de los que hablaba el profesor de FEN, la primera vez que pensé en lo sórdido que debía de haber sido aquel tiempo anterior a mí, con españoles que no podían entrar en España y españoles que no podían salir, con hermanos que seguramente nunca volvieron a encontrarse por culpa de Franco. Pensé en lo sórdido que debía de haber sido aquel tiempo y me pregunté si no seguiría siéndolo entonces, en mi propio tiempo. Después de todo, tal vez no habían cambiado tantas cosas desde que aquellas cartas fueron escritas. Franco, por ejemplo, seguía vivo y seguía en el poder.
Ese verano fue precisamente el de la enfermedad de Franco, pero de eso os hablaré más adelante. Mi padre salía entonces con una mujer bastante más joven que él. Se llamaba Paquita, y yo creo que no pasaba de los veinticinco años: estaba más cerca de mi edad que de la de mi padre. A mí Paquita no voy a decir que me gustara, pero sí al menos que no me disgustaba tanto como las otras novias que mi padre había tenido. Claro, ¿cómo iba a gustarme? ¿Cómo habría podido ser que, siendo tan distintos, a mi padre y a mí nos gustara la misma persona? El caso es que, de todas sus novias, Paquita era la única que no me parecía una cursi ni una gilipollas, la única también que no me revolvía el pelo con la mano ni me decía que estaba hecho todo un hombre ni aspiraba a que algún día pudiera llamarla mamá.
Supongo que con esto está todo dicho. Lo que sí puede parecer más desconcertante o difícil de explicar es que esa mujer gustara a mi padre. ¿Queréis saber por qué me lo parece? Porque no tenía nada en común con las otras. Por eso y, sobre todo, porque no tenía nada en común con mi propio padre. No sé. A lo mejor lo que pasaba era sólo que mi padre se estaba haciendo mayor y que sus gustos estaban cambiando. Paquita, para empezar, erahippy: ¿os habríais imaginado en algún momento que mi padre, tan atildado siempre, tan correcto, pudiera enamorarse de una hippy que se comía las uñas y no usaba sujetador? Bueno, lo de que era hippy lo decían en Almacellas, donde no era normal que las mujeres fueran sin sujetador, se pusieran calcetines con las sandalias y llevaran faldas como las suyas, faldas de flores, siempre de flores, y siempre largas hasta los tobillos.
– Lo que pasa es que en este pueblo son unos paletos -decía-. En Londres nadie diría nada.
Paquita erahippy y también un poco bruja. Creía en horóscopos y cosas así, y sólo leía libros de un escritor llamado Lobsang Rampa. Yo no sé si todos los hippies eran como ella, si todos creían en horóscopos y leían libros de ese escritor. ¿Sabéis cómo nos llamaba Paquita algunas veces? A mi padre le llamaba Cáncer, pero no por la enfermedad sino por el signo del Zodíaco. Y a mí me llamaba Leo. Esas cosas para ella eran muy importantes y, cuando alguno de nosotros hacía algo que ella consideraba previsible, no nos llamaba por nuestros nombres sino por nuestros signos, Cáncer o Leo. Y luego nos decía:
– Tú eres un Leo típico y tú el Cáncer más Cáncer que he visto en mi vida. ¡Pero si se ve a la legua! ¿Creíais que me podíais engañar?
En aquella época, ya lo sabéis, no teníamos ni un duro, y es verdad que Paquita lo había sabido desde el principio, por mucho Citroen Tiburón y mucha corbata de seda. Ella decía que todo eso estaba escrito en nuestro destino y que no podía ser de otro modo siendo lo que éramos, un Leo típico y el Cáncer más Cáncer que había visto en su vida. 0 sea que, según Paquita, lo de no tener ni un duro y viajar siempre de aquí para allá y estar todo el día con cara de pocos amigos no era culpa nuestra sino de las estrellas o el destino o el Zodíaco o lo que fuera. Bueno, en eso mi padre le daba la razón, pero sólo porque le convenía. Le convenía creer que él no tenía la culpa de que lleváramos la perra vida que llevábamos.
– Lo que os pasa es que siempre habéis vivido a ciegas, que os negáis a conoceros a vosotros mismos. Una carta astral: eso es lo primero que teníais que haberos hecho -decía Paquita-. ¿Cómo se os ocurre ir por la vida sin una carta astral en condiciones?
En esto mi padre ya no le daba la razón. Yo, por mi parte, no decía ni sí ni no porque no sabía lo que era una carta astral. Nunca lo he sabido.
Lo mejor de todo era que mi padre ya no tenía que estar mintiéndose y justificándose. No teníamos un duro, eso era todo. ¿No le ocurría lo mismo a mucha gente? ¿No ocurría lo mismo en las películas y las novelas? A Paquita no parecía importarle, y yo creo que hasta lo veía como algo romántico: un padre y un hijo con sólo un Tiburón y un televisor portátil, un padre y un hijo que no tenían dónde caerse muertos.
Paquita, por cierto, trabajaba en una tienda de comestibles de una tía suya, y de vez en cuando nos traía bolsas llenas de comida que robaba en la propia tienda.
– ¡Ábreme! -me gritaba desde la calle, y yo le abría la puerta y la veía subir con dos o tres bolsas y con las tetas bailándole bajo la blusa de flores.
Paquita tenía las manos pequeñas y regordetas, con las uñas mordisqueadas y feas, pero yo entonces era ya demasiado alto para fijarme en las manos de nadie, y lo que veía en Paquita eran sus tetas bailarinas. Unas tetas no muy grandes y acaso demasiado juntas, pero bonitas, o al menos así me las imaginaba yo.
– Guisantes, espárragos, mayonesa, tres latas de aceitunas rellenas -anunciaba Paquita, abarcando con un movimiento de la cabeza el contenido de aquellas bolsas.
Mi padre al principio protestaba, aunque está claro que lo hacía más por cortesía que por otra cosa, como cuando un invitado se presenta en una casa con un ramo de flores o una botella de vino y el anfitrión le dice: «Pero ¿por qué te has molestado?»
¡Mira que eres antiguo! -le replicaba Paquita-. Cuando roba para comer no es delito.
Desde luego, todos los escrúpulos de mi padre se esfumaban en cuanto extendíamos todos aquellos botes y aquellas latas sobre la mesa de la cocina. Esos alimentos podían ser robados, pero yo puedo aseguraros que los escrúpulos no quitan el apetito. Mi padre entonces zampaba como el que más.
– ¡Están buenos estos guisantes! -exclamaba con la boca llena de guisantes robados.
Paquita tuvo bastante que ver con ese cambio del que ya os he hablado, el cambio experimentado por mi padre, y yo creo que, si no hubiera sido por su influencia, tal vez no se habría decidido a dar el paso que entonces dio. Fue en Almacellas donde empezamos a vivir de nuestro teléfono. Tal como suena: de nuestro teléfono. Eso, aunque yo no lo supe hasta varios meses después, tiene un nombre, y el nombre es locutorio clandestino.
Nosotros teníamos montado en casa un locutorio clan- destino, pero no penséis que eso era una cosa del otro mundo. Era sólo un teléfono, como el que hay en todas las casas. En la nuestra estaba en el pasillo, y lo único que ocurría era que la gente venía, hacía un par de llamadas y luego nos las pagaba. Pagaban, naturalmente, menos de lo que les habrían cobrado en un teléfono público, y con ese dinero mi padre y yo teníamos para vivir. Al cabo de un tiempo nos llegaría la factura, que por supuesto no podríamos pagar, y entonces nos cortarían la línea y ya veríamos lo que haríamos, si quedarnos allí hasta que se nos acabara el dinero o buscarnos otro apartamento con teléfono. Sencillo, ¿verdad? Tan sencillo que no sé por qué no hace lo mismo todo el mundo, quiero decir, todos los que estén como nosotros entonces, sin un duro.
Aquello, por supuesto, no era como para hacerse rico, pero para ir tirando no estaba nada mal, y algunos días con-seguíamos hasta ochocientas o novecientas pesetas, lo que a mí me parecía una fortuna. Vosotros diréis: qué estupidez, nadie llamaría desde un sitio así sólo por ahorrarse unas pe- setillas. Cierto, pero lo que no sabéis es que aquella zona era eminentemente agrícola y que aquel pueblo, en verano, se llenaba de temporeros del campo venidos del sur. ¿Lo entendéis o no? Nadie venía a nuestro piso para llamar a Lérida, eso está claro. Pero lo de aquellos hombres era otra cosa: ¿verdad que, si tuvierais que pasar tres o cuatro meses lejos de vuestras casas y vuestras familias, llamaríais con frecuencia? ¿Verdad que de vez en cuando os apetecería oír la voz de vuestros hijos y vuestras mujeres? ¿Y verdad que también vosotros procuraríais ahorrar algo de dinero en esas llamadas? Pues eso.
No me preguntéis cómo surgió la idea, ni si se le ocurrió a Paquita o a mi padre. Bueno, yo supongo que algo tendría que ver la cuenta del teléfono dejada por Estrella. En el fondo, lo que ahora hacíamos no era otra cosa que cumplir las amenazas formuladas aquel día: las amenazas de llamar a Filipinas y a no sé cuántos países lejanos antes de que nos cortaran la línea. No me preguntéis tampoco en qué momento me di cuenta del asunto que mi padre se traía entre manos. El teléfono estaba ahí, en mitad del pasillo, y aquellos hombres venían a casa y llamaban, y a mí me daba la impresión de que eso podía haber sido siempre así, de que podíamos llevar meses o incluso años en ese pueblo viviendo del dinero de las llamadas. Era, por tanto, algo normal, y daba lo mismo que mi padre y yo nunca habláramos de eso: yo lo sabía todo y mi padre sabía que yo lo sabía todo, y las explicaciones sobraban como cuando nos comíamos los guisantes y los espárragos que Paquita robaba mi la tienda de su tía.
Los temporeros llegaban en un par de furgonetas, esperaban pacientemente en el pasillo o el cuarto de estar, y luego llamaban a su pueblo y se iban por donde habían venido. Eso solía ser a la caída de la tarde, y os podéis imaginar lo extraño que resultaba ver cómo de repente la casa se llenaba de hombres como aquéllos, hombres oscuros y recios que suspiraban como en un velatorio y luego hablaban a gritos por teléfono. Si alguna tarde llegaba alguno nuevo, preguntaba casi siempre por Paquita: debía de ser ella la que se encargaba de captar clientes. Pero Paquita no solía estar en casa a esas horas, y era mi padre el que normalmente atendía a esos hombres, el que les acompañaba hasta el teléfono, calculaba la duración de la llamada y fijaba el precio.
Creo recordar que las conferencias las cobrábamos a diez pesetas el minuto. Digo cobrábamos porque, cuando mi padre no estaba en casa o estaba ocupado en otro asunto, los temporeros se asomaban al cuarto de estar y me decían:
– Toma, chico, los veinte duros de mi llamada.
Me pagaban a mí como si eso fuera un bar y yo fuera el hijo del dueño o uno de los camareros, y yo dejaba el dinero sobre la mesa para que mi padre lo cogiera. Mi padre, por supuesto, lo cogía sin hacer comentarios. Ya he dicho que yo lo sabía todo y que mi padre sabía que yo lo sabía.
Llegó el día de la enfermedad de Franco. El balcón estaba abierto. Reconocí el ruido del motor del Tiburón y seguí con la imaginación los pasos de mi padre por la es- calera. Se oyó entonces el tintineo de sus llaves y mi padre asomó la cabeza para preguntarme qué estaba haciendo, Yo estaba haciendo el puzzle y mi padre me preguntaba qué estaba haciendo, como si no estuviera bien claroque estaba haciendo el puzzle.
– El puzzle -dije.
Tenía el rostro desencajado. Se dejó caer en el sillón y, como reclamando mi atención, exhaló un largo y sonoro suspiro. Le miré.
– Ha ocurrido algo importante -dijo-. Han ingresado a Franco en un hospital. Flebitis. A su edad puede ser mortal.
Se mantuvo un instante en silencio, a la espera de mi reacción.
– ¿Y? -dije yo.
– ¿Y? ¿Es eso todo lo que se te ocurre? Pero ¿no te das cuenta? ¡Franco puede morirse en cualquier momento y ya nada será lo mismo! Todo va a cambiar. Para bien o para mal. ¡Podría haber disturbios! ¡Incluso una guerra! La carretera está llena de controles de policía, y he oído decir que el ejército va a ser acuartelado…¡Podrían decretar el estado de excepción!
Estado de excepción, ¿qué demonios sería eso? Ahora mi padre estaba de pie. Iba de un lado a otro de la habitación, hablando sin parar. Por unos segundos se detenía ante el balcón como para reflexionar, y al instante siguiente reanudaba su nervioso monólogo y sus paseos.
– Pon la televisión. No, no hace falta. Ya nos enteraremos. Se espera para cualquier momento la cesión de poderes al príncipe. Lo han dicho por la radio… Bueno, por la radio han dicho que no habrá cesión pero, claro, eso quiere decir que muy bien puede haberla. Sería definitivo. ¿Sabes lo que significaría? -No -dije. A mi padre, en el fondo, le gustaba explicarme las cosas que él entendía y yo no.
– Pues está bien claro. Que se acabó el franquismo. Que se está cerrando un largo capítulo de nuestra historia.
Esa frase también debían de haberla dicho por la radio, y mi padre la repitió con la expresión de quien paladea un buen vino:
– Un largo capítulo de nuestra historia. Pensé entonces que mi padre nunca hablaba de política. Yo no sabía cuáles eran sus ideas políticas. Ni siquiera sabía si las tenía. -¿Y eso te alegra? -le pregunté.
Mi padre se detuvo a mirarme y yo tuve que insistir:
– ¿Te alegra o no que se esté cerrando ese capítulo?
– Bueno, nadie puede alegrarse por la muerte de un ser humano…
Dejó la frase inacabada, y yo volví a la carga:
– ¿Tú qué eres? ¿Franquista o antifranquista?
Mi padre me observó con perplejidad, como si de repente estuviera viendo en mí a un adulto.
– Mira, Felipe -dijo-. La gente decente no se mete en política.
¿La gente decente? ¿Lo decía por él, que se había jugado a las quinielas los ahorros de mis tíos? ¿Lo decía por él, que abandonaba los pisos después de vender los muebles y se ganaba la vida estafando a la compañía de teléfonos? Su respuesta me parecía absurda.
– Entonces es que eres franquista -dije.
Aquello le dolió, no sé por qué, y el caso es que reaccionó con indignación, diciéndome que ya conocía yo sus ideas sobre el reparto de la riqueza, preguntándome si nunca le había oído hablar de la injusticia:
– ¿Nunca me has oído decir que esta sociedad es injusta?
– O sea que eres antifranquista -dije-. ¿Comunista o algo así?
Mi padre vaciló un instante. Luego yo pensé que nuevamente iba a mirarme como a un niño, alguien a quien se podía engañar con facilidad, y sin embargo siguió mirándome como hasta entonces. Como a un adulto. Me dijo:
– ¿Quieres saber lo que pienso? Pienso que la sociedad no siempre te da lo que te corresponde. Y que entonces tienes derecho a cobrártelo a tu manera. ¡Si pensar eso significa que soy comunista, entonces es que soy comunista!
Luego, algo más calmado, añadió:
– A veces hacemos cosas que están mal. Pero eso no siempre nos vuelve malos.
Es curioso. Debió de ser aquélla la primera vez que ha-biaba de sí mismo y de su modo de vida sin tratar de justificarse. O a lo mejor sí que estaba tratando de justificarse, pero en esa ocasión no me pareció del todo mal. Ambos sabíamos a qué se refería. Lo que él quería era seguir creyendo en sí mismo, seguir creyendo que no por cometer un delito se había convertido en un delincuente. Pensé: «Bueno, al menos ya nunca habla de la dignidad, su famosa dignidad. También en esto creo que ha cambiado.» Mi padre entonces me volvió la espalda para encender la televisión, y yo fui un momento a mi cuarto a buscar el viejo carnet del sindicalista.
– Toma -le dije.
Lo observó con una mezcla de curiosidad y aprensión.
– ¿De dónde has sacado tú esto?
– Lo encontré.
– Será mejor que lo guarde yo. Puede ser comprometedor.
Supuse que esa misma tarde lo destruiría. Era de esperar.
Me había preguntado si era sórdido aquel tiempo mío y ahora pensaba que sí y que seguramente en otros sitios la vida sería distinta, mejor. Y tal vez por eso no me disgustaba del todo hacer y rehacer el puzzle del Sena y Notre Dame. ¿Cómo sería la vida en París? ¿Y cómo en Chicago o en Berlín? ¿También allí los chicos hacían puzzles de lugares lejanos y se imaginaban que en otros sitios la vida sería distinta y mejor? Yo soñaba con irme algún día a algún lugar, y a veces, paseando, me acercaba hasta el apeadero del ferrocarril y miraba los horarios de los trenes. Aquel pueblo estaba tan lejos del mundo que los trenes pasaban por ahí sin detenerse. Y ni aun mirando aquel panel de los horarios podía uno soñar demasiado. Había un tren que llegaba a Huesca y otro que llegaba a Barcelona: ése era todo mi horizonte. Todo lo que estuviera más allá de Huesca o más allá de Barcelona se me antojaba irreal. Tan irreal como Chicago o Berlín o el París del puzzle.
Otras veces no. Otras veces me acercaba hasta el escaparate de Andorra, que era como se llamaba la tienda de electrodomésticos del pueblo. Por aquella época las emisiones en color estaban todavía en fase de prueba y no pasaban de la hora o dos horas diarias. Entonces casi nadie poseía uno de aquellos televisores, y lo normal era que la gente se apiñara ante el escaparate de Electrodomésticos Andorra siempre que ponían uno de esos programas en color. Era todo un acontecimiento, en un pueblo como ése. A veces llegábamos a ser quince o veinte los que nos congregábamos ante aquel escaparate para ver documentales sobre la naturaleza, y permanecíamos todos en silencio, respetuosos, como si los colores existieran sólo en aquella naturaleza, la de la televisión, como si la nuestra fuera una naturaleza en blanco y negro, y ese silencio y ese respeto resultaban más perceptibles porque a esas horas la tienda estaba cerrada y no nos llegaba el sonido del documental, Lo único que oíamos era el ruido de las motos y los camiones que pasaban a nuestras espaldas.
Gracias al locutorio clandestino las cosas empezaban a no irnos del todo mal. A mi padre no parecía faltarle el dinero, y lo cierto es que por entonces estaba siempre de buen humor. Se había vuelto incluso generoso. Ahora, por ejemplo, teníamos siempre un par de botellas de gaseosa en la nevera. A estas alturas ya conocéis a mi padre, y os podéis imaginar que era de esas personas que ahorran en las cosas de casa y luego se hacen los espléndidos cuando hay extraños delante. Por ejemplo, en los restaurantes, cuando se acercaba el camarero a tomar nota y mi padre decía: «Nada de menú, a la carta.» Pero ya digo que en las cosas (en casa no gastaba ni una peseta de más y, si yo abría la nevera y me encontraba un par de botellas de gaseosa, eso quería decir que a mi padre no le faltaba el dinero y que estaba de buen humor y que hasta se había vuelto generoso. A veces se me acercaba con una moneda de cinco duros. «Para ti», decía, y entonces agitaba la cabeza y sonreía, y yo le veía la horrible caries y pensaba: «Pues si tienes dinero, ¿por qué no aprovechas para ir al dentista de una puta vez?» No sé. Lo del teléfono me parecía bien. Lo que no me parecía bien era la sonrisa de mi padre. O a lo mejor tampoco era eso. Ya he dicho que no lo sé.
También sonreía mucho cuando Paquita organizaba una sesión de espiritismo. Paquita decía que lo que de verdad le gustaría era viajar y conocer mundo, y por eso, cuando hacia espiritismo, prefería ponerse en contacto con muertos viajeros, muertos que hubieran recorrido muchos países. A Paquita le gustaba hablar con Marco Polo y con Cristóbal Colón y con Napoleón, siempre con gente así. Mi padre la miraba a veces con esa sonrisita suya que no había manera de borrarle del rostro y le decía:
– ¿Y cómo te hablaba Napoleón? ¿En francés? ¿Y qué te decía?¿Bonjour, mademoiselle y cosas así?
– Los muertos hablan siempre de forma que los vivos les entiendan -replicaba Paquita, tajante.
Mi padre no se lo tomaba en serio. Paquita esperaba a que se fueran de casa los últimos temporeros y entonces encendía unas velas y apagaba las luces y bajaba las persianas, y mi padre en ningún momento dejaba de resoplar y de lanzarle miradas de suficiencia. Luego Paquita extendía sobre la mesa un cartón satinado en cuyos márgenes estaban todas las letras del abecedario y todos los números del cero al nueve y un SÍ muy grande y un NO del mismo tamaño, y mi padre volvía a resoplar y a dar a entender que aquello no tenía nada que ver con él, que lo consideraba un juego de niños, como la oca o el parchís. Nos sentábamos los tres.
Paquita nos preguntaba si estábamos listos, colocaba el vaso en el centro de la mesa y nos pedía que nos concentráramos en él mientras ella trataba de invocar a los muertos con frases que a mí me daban un poco de miedo. Mi padre hacía siempre la misma gracia, simular que estaba en trance y empujar el vaso hacia unas letras de- terminadas y proclamar que los Reyes Católicos o Julio César o alguien así quería hablar con nosotros. Eso a Paquita la sacaba de quicio, y lo normal era que le apartara la mano con brusquedad y amenazara con echarle de la habitación.
Bueno, ya digo que mi padre no se lo tomaba en serio. Es verdad que el vaso solía ponernos en comunicación con unos muertos bastante improbables (todos se llamaban Rama o Samir o algo así, todos habían sido camelleros egipcios o esclavos indios o algo así), pero a mí no dejaba de molestarme que mi padre se lo tomara de ese modo, como un entretenimiento más bien estúpido c infantil. Él decía que nosotros éramos unos infelices y unos ilusos y no desaprovechaba ninguna ocasión de burlarse de nosotros. Y en realidad, ¿qué motivos tenía para burlarse? ¿Por qué no podía haber algo de cierto en todo aquello? ¿Quién te aseguraba que a los muertos no les apeteciera hablar con los vivos igual que a los vivos podía apetecernos hablar con los muertos? Yo, por ejemplo, habría querido hablar con mi madre, y a veces me concentraba como si ella fuera a decirme algo en cualquier momento. Habría querido hablar con mi madre, pero no sé si ahí mismo, con Paquita y mi padre delante, ella comportándose como una especie de bruja y él como un perfecto imbécil. Yo, para entonces, ya no me preguntaba cómo podía ser que mi padre se hubiera enamorado de unahippy como Paquita sino cómo una hippy como Paquita podía haberse enamorado de alguien como mi padre. ¿Qué habría visto en él? Y si me daba por pensar en mi madre me preguntaba cómo sería mi padre cuando se conocieron, cómo sería para que ella se hubiera fijado en él y hubiera accedido a casarse.
Ahora os hablaré de mi cumpleaños. El veinticuatro de julio, el mismo día en que nació Alejandro Dumas, un escritor francés. Mi padre nunca había comprado una tarta para celebrarlo. Siempre decía que lo iba a hacer pero al final nunca lo hacía. Decía:
– Felicidades. Recuérdame que vayamos a la pastelería y compremos una tarta. La más grande que haya.
Decía eso por la mañana, y luego llegaba la hora de comer y entonces decía:
– Vaya, nos hemos olvidado de la tarta. Bueno, iremos después y nos la tomaremos para merendar.
Pero llegaba la hora de la merienda y seguíamos sin tarta.
– ¿Sabes qué te digo? -decía mi padre-. Que no sé si es buena idea lo de la tarta. La tendrán hecha desde primeras horas de la mañana y ya no estará igual de buena. ¡Ya sé! ¿Por qué no bajamos a la tienda y nos tomamos un bombón helado? Apetece, ¿verdad? Con este calor…
Todos los años acabábamos igual, tomándonos un polo en cualquier sitio. Pero en esa ocasión fue diferente. Descubrí la tarta en la nevera cuando fui a coger algo para desayunar. Tenía una capa de nata y otra de chocolate, y sobre el chocolate estaba escrito: «Felicidades Felipe.»
– Felicidades, Felipe -dijeron Paquita y mi padre a mi espalda.
Sacamos la tarta y mi padre se empeñó en poner las quince velas:
– Quince años, quince velas.
Fue una escena de lo más tonta, los tres en aquella cocina diminuta, yo en pijama, soplando las velas, y ellos dos al lado, cantando el «Cumpleaños feliz» y aplaudiendo como niños. Luego nos comimos un buen trozo y mi padre dijo:
– Ahora vístete y recoge tus cosas.
Nos íbamos. Podía haberlo imaginado. Dos días antes nos habían cortado el teléfono, y desde entonces ninguno de los temporeros había vuelto a aparecer por casa.
Lo que mi padre tenía era ya una clientela fija. Bueno, así podríamos llamarlo, y si ese día, el de mi cumpleaños, nos mudamos a otra casa dentro del mismo pueblo fue precisamente porque mi padre tenía clientela fija. Nuestra nueva casa estaba en la otra acera y unos pocos portales más allá, hacia la carretera de Huesca, muy cerca de Electrodomésticos Andorra. Hicimos la mudanza a pie, y me recuerdo a mí mismo cruzando el pueblo con una televisión portátil en una mano y una tarta de cumpleaños en la otra. En la tarta ya sólo ponía «Felici Feli», las otras letras nos las habíamos comido, Cruzaba el pueblo con una televisión y una tarta, y también con la sensación de que nuestra vida se estaba acelerando, de que los apartamentos nos duraban cada vez menos y de que probablemente nos durarían aún menos en el futuro. Con la impresión de que ahora la vida ya no era un viaje sino una huida.
El nuevo piso era casi idéntico al anterior: las casal de aquel pueblo se parecían mucho unas a otras. Esta vez, por lo menos, habían adecentado las habitaciones y no daba la impresión de que el último inquilino se hubiera muerto ahí mismo unas horas antes. Mi dormitorio tenía un ventanuco que daba al cuarto de estar, y yo ni siquiera me molesté en poner los posters en la pared ¿Para qué? A finales de septiembre concluiría la vendimia. Entonces los temporeros se irían del pueblo, y eso quería decir que nuestro locutorio clandestino se quedaría sin clientela y que también nosotros tendríamos que irnos.
– Mucho mejor este piso, ¿verdad? -dijo mi padre cuando ya habíamos terminado de subir nuestras cosas.
– Sí -dije yo-. Mucho mejor.
Fue por esas fechas cuando Estrella volvió a aparecer en nuestras vidas.
– ¡Estrella! -exclamó mi padre.
No era Estrella en persona. Era su foto en un cartel. Era su foto con la diadema, y el cartel nos lo encontramos nada más salir de casa, pegado al muro de una obra.
– ¡Estrella…! -volvió a exclamar mi padre.
Estuvimos varios minutos observándola. Era un domingo por la mañana, y Franco o había salido ya de la clínica o se había anunciado que estaba a punto de hacerlo. Lo suyo, por tanto, no había sido tan grave, y mi padre y yo habíamos salido a pasear, a ver si todavía había controles de policía a la entrada del pueblo. También eso, los controles, era un acontecimiento en aquel pueblo, como los televisores en color de Electrodomésticos Andorra. Pero no vimos a ningún policía. De momento lo único que vimos fue aquel cartel. Decía «Estrella Pinseque – La nueva diosa de la zarzuela», y debajo se la veía a ella con su famosa diadema y con sus grandes tetas y con los párpados pintados de azul como las putas. Bueno, lo del azul de los párpados sólo lo supongo, porque la foto era en blanco y negro.
– ¡Estrella…! -exclamó mi padre por tercera vez.
Yo empezaba a impacientarme y tenía motivos para ello. Primer motivo: mi padre había entrado en una especie de trance del que sólo podría sacarle apartándole de la vista de aquel cartel. Segundo motivo: desde donde yo me encontraba se veía que el pueblo entero estaba empapelado con carteles como ése, lo que amenazaba con sumir a mi padre en una catalepsia definitiva. ¿Os podéis creer que había carteles en los escaparates de los comercios, en las vallas, en las farolas, en las cabinas de teléfonos? No exagero si digo que pasaban de los cincuenta. En aquel pueblo, el culo del mundo, un rincón olvidado de todos por el que hasta los trenes pasaban sin detenerse. ¿No os parece increíble? Todos aquellos carteles habían aparecido de la noche a la mañana, y a mí me daba la impresión de que estaban ahí como esperándonos, esperando a que mi padre y yo saliéramos de casa y nos quedáramos plantados ante uno de ellos como dos judíos ante el muro de las lamentaciones. No sé. A mí aquellos carteles me recordaban los de las películas de vaqueros, con elWanted y el retrato del tipo y la recompensa, sólo que aquí era al revés: aquí eran esos carteles los que parecían buscarnos a nosotros, a mi padre y a mí.
– Estrella -susurró él.
– ¡Ya está bien! -protesté-. ¿Piensas pasarte todo el día así?
Mi padre todavía no se había dado cuenta de que había carteles como ése por todas partes. Hice que me siguiera y fui señalando uno por uno todos los que encontramos a nuestro paso, tanto en nuestra acera como en la de enfrente.
– Está bien claro -dije-. Su nuevo agente le ha conseguido unos cuantos recitales en Lérida.
– Así cualquiera. Lo más duro del trabajo ya estaba hecho -se lamentó mi padre, moviendo la cabeza a uno y otro lado.
– Esta vez no se quejará de la promoción…
Recogimos a Paquita a la salida de la iglesia. Paquita erahippy pero iba a misa todos los domingos. Digo que la recogimos y que seguimos con nuestro paseo. Cada pocos metros volvíamos a encontrarnos con Estrella, que nos mi- raba desde algún poste con su aire de gorda feliz y su díadema, pero ahora mi padre ya no repetía su nombre y se limitaba a mirarla como por descuido mientras Paquita comentaba algo que había dicho el cura en el sermón.
– Hoy ha hablado de Jesucristo y los mercaderes. Aquí habría que hacer lo mismo, ir tienda por tienda gritándoles, tirándoles las cosas al suelo y amenazándoles con las penas del infierno. Si Cristo lo hizo, es que está bien, ¿no? Los comerciantes de este pueblo son como esos mercaderes, o incluso peores. Y la peor de todos mi tía, que vende yogures caducados y cobra las bolsas de asas a las clientas. ¿Qué haría Jesucristo si de repente apareciera y lo viera? Seguro que montaría un buen alboroto y que también a éstos los echaría del templo. Pero, claro, sobre eso el cura no dice ni mu, porque se arriesgaría a quedarse solo y nadie daría dinero para las obras de la sacristía.
Paquita era una católica especial, ya lo veis, una católica con opiniones propias y todo eso.
– Jesucristo condenó a los mercaderes por hipócritas y aquí el primer hipócrita es precisamente el cura. ¿Sabéis qué es lo que ha dicho hoy? Que Cristo es un modelo para lodos los hombres y que también él, a su manera, fue un comerciante…
– ¿Eso ha dicho? -preguntaba de vez en cuando mi padre, fingiendo interés, y luego se desentendía de la respuesta y emitía un hondo suspiro.
Bueno, ya sabéis lo que pienso del amor: que el amor te vuelve estúpido. Y, desde luego, mi padre parecía un tremendo idiota, con aquellos suspiros y aquellos silencios y aquellas miradas de perro apaleado. Mi padre se estaba comportando como el clásico marido infiel de las películas, como el adúltero que acude a una fiesta en la que inevitablemente han de coincidir su amante y su mujer. Pero allí ni siquiera estaba Estrella: por eso digo que el amor te vuelve estúpido. Y me dije también: «Fíjate si es falso esto del amor que, si no hubiera sido por estos carteles, seguro que habría acabado olvidándola. ¿Cómo puede ser que un sentimiento dependa de una cosa como ésa, de una simple foto?»
Llegamos hasta la salida del pueblo, y allí algún gracioso se había entretenido pintarrajeando unos cuantos carteles. En uno de ellos, Estrella aparecía con gafas redondas y unos colmillos como de Drácula, y también con un chicle de fresa pegado en un ojo. En otro habían dibujado un pene erecto a la altura de sus labios. Mi padre lo miró con disgusto y yo me reí para mis adentros. Mientras tanto, Paquita, ajena a lo nuestro, seguía con sus disquisiciones teológicas:
– Son todos unos hipócritas. El cura y todos los demás. Y a lo mejor os estáis preguntando por qué sigo yendo a misa… ¿Queréis saberlo?
– Sí, ¿por qué? -dijo mi padre, distraído.
El pueblo acababa ahí, pero los carteles seguían en dirección a Lérida. Vimos unos cuantos en una valla lejana, y a mí me pareció que estaban ahí como indicando el camino, como diciendo a mi padre por dónde tenía que ir para llegar hasta Estrella. Nos quedamos los tres mirando la carretera. Mi padre se acarició la barbilla y yo pensé que tal vez estaba dudando si seguir adelante o no. Y a mí a lo mejor hasta me habría parecido lo más normal del mundo. Habría sido como el final de las películas de Charlot: la carretera recta hacia el horizonte, mi padre avanzando por ella, Paquita y yo viéndole marchar mientras la pantalla se teñía de negro, y ya está, se acabó,THE END.
Aquel verano volvieron a ponerse de moda las calco- manías.
– ¡Felipe! -me llamó mi padre desde el pasillo.
Yo estaba en el cuarto de baño, en calzoncillos. Me estaba poniendo nuevas calcomanías en los escasos huecos libres que me quedaban en el pecho y los brazos. Mi padre golpeó la puerta con los nudillos y volvió a gritar mi nombre. Con alguien como él uno no podía pasarse más de cinco minutos en el cuarto de baño sin que empezara a aporrear la puerta y a preguntar: «¿Te ocurre algo? ¿Estás bien? ¿Por qué tardas tanto?» Claro, mi padre creía que siempre que me metía ahí era para pelármela. Para hacerme pajas, qué absurdo. Yo a mi padre debía de parecerle un grandísimo pajero, un monstruo de la masturbación. Según él, yo no me encerraba en el retrete para cagar o mear como todo el mundo, o para darme una ducha o reventarme un grano, o simplemente para mirarme en el espejo, para mirar mi pecho cubierto de calcomanías. No. Según mi padre, yo entraba al cuarto de baño sólo para masturbarme, y lo que no entiendo es cómo podía creer que yo era capaz de hacerme siete u ocho pajas diarias.
Alguna vez me había hecho ir al cuarto de estar y, con esa actitud suya de cuando pretendía hablar conmigo de hombre a hombre, me había soltado alguno de sus discursitos sobre las cosas que ocurrían a los chicos de mi edad y sobre los cambios del organismo y sobre la atracción por las chicas y todo eso. Cuando se ponía a hablarme de esas cosas, había siempre un momento en el que no acababa de encontrar las palabras precisas, y entonces decía algo así como:
– Y si te gusta una chica, ¿verdad que te emocionas penando en ella? Cómo decirlo…, ¿verdad que te excitas?
Pero qué cerdo. Y, sobre todo, qué retorcido. Ésa era la clase de preguntas que mi padre me hacía cuando yo salía del retrete, y lo que yo tendría que haberle preguntado era:
– ¿Qué es lo que tratas de averiguar? ¿Si me hago mu- chas pajas?
Poneos en mi lugar: yo acababa de salir del retrete, acababa de cagar en el retrete, y me encontraba con que a mi padre le daba por hablarme de los cambios del organismo y gilipolleces así. Si quería saber si me había encerrado para hacerme una paja, ¿por qué no me lo preguntaba directa- mente? Sin embargo, lo que al final acababa haciendo mi padre era adoptar la postura del obispo (ya sabéis cómo es, pidiendo calma con las manos) y decirme:
– En fin, lo que quiero decir es que esas cosas son propias de tu edad. Y que no debes preocuparte…
¿Cómo que no debía preocuparme? Si de verdad me hiciera tantas pajas como él creía, claro que debería preocuparme. ¿Siete u ocho pajas diarias? ¿Eso son cosas propias de mi edad? Si me hiciera cada día todas esas pajas, os aseguro que no lo habría considerado nada normal. Que lo habría consultado con todos los médicos del mundo y a lo mejor hasta habría acabado donando mi cuerpo a la ciencia.
Pero, bueno, aquella tarde mi padre no me llamaba desde el otro lado de la puerta para saber si me la estaba pelando sino sólo para anunciar que se iba. Abrí la puerta y no me importó mostrarme con medio cuerpo cubierto de calcomanías.
– Me voy -dijo-. Tal vez me retrase un poco.
No hizo ningún comentario sobre las calcomanías. 0 sobre los tatuajes, como él decía. Me las había visto tantas veces que ya ni siquiera protestaba. Lo único que añadió fue que no creía que apareciera nadie preguntando por él, y| con eso quería decir que, si llegaba alguno de los tempore- ros, me encargara yo de acompañarle al teléfono y de cobrarle.
Me asomé a la calle y le vi marchar en el Tiburón. En dirección a Lérida, por supuesto. Al primero de los recita les de Estrella. ¿Dónde, si no, podía ir un martes como aquél con una corbata como aquélla, la mejor de sus corbatas de Sucesores de Bonet? Estrella iba a cantar esa semana, de martes a sábado, y yo supuse que mi padre asistiría a todos los recitales.
– ¡Mierda! -grité.
A mí todo aquello me irritaba. Semidesnudo como es- taba, me puse a dar patadas y saltos y golpes dekung fu, y sólo al cabo de un rato me tranquilicé. En aquel momento odiaba a Estrella. Y odiaba a mi padre por haberse enamorado de Estrella. Me daba la impresión de que, si nos habíamos alejado de las playas e instalado en un pueblo como aquél, había sido por su culpa, y de que en cierto modo nuestra vida dependía de la suya, como si la estuviéramos siguiendo en secreto, como si de alguna extraña manera hubiéramos quedado unidos a ella para siempre. Ah, eso era lo que me irritaba.
Habíamos disfrutado de un breve paréntesis de paz, incluso de alegría, y ahora yo me temía que bien pronto volveríamos a lo de siempre, a Estrella y a sus horribles canciones y a la mala leche. Y lo sentía. Lo sentía por mí pero también por Paquita, que no podía ni sospechar lo que estaba ocurriendo o a punto de ocurrir. Sí, ya sé que mis deducciones os parecerán precipitadas y mis temores carentes de fundamento, pero yo creo que a veces vale la pena dejarse llevar por la propia intuición. Yo, por ejemplo, desde el principio supuse que mi padre se había propuesto no faltar a ninguno de los recitales. Era sólo un presentimiento, pero eso fue exactamente lo que acabó ocurriendo. ¿No os parece sintomático?
Más ejemplos. Una de esas tardes Paquita apareció por casa para proponernos una de sus sesiones de espiritismo, y mi padre se frotó las sienes con ambas manos y dijo que es- taba cansado, que le dolía la cabeza, que en ese momento no estaba para nada ni para nadie. Una simple excusa, como comprenderéis. Luego Paquita se marchó y mi padre dejó pasar unos minutos antes de marcharse también él. ¿Qué os decía? ¿Tenía o no tenía razones para estar alarmado? Otro día, creo que fue el jueves, salí a pasear y me encontré con ella, con Paquita, ante el escaparate de Electrodomésticos Andorra.
– Televisión en color, qué maravilla…
Eso dijo, pero yo sabía que no era de la televisión en color de lo que quería hablar.
– Tu padre no está en casa -añadió al cabo de un rato.
– ¿Ah, no? -dije yo-. Estará en el bar…
Paquita sacudió la cabeza:
– Y tampoco he visto el coche. ¿Dónde puede haber ido?
– Ni idea -dije yo.
Esa misma noche Estrella y mi padre durmieron juntos. Llegaron bastante tarde, a eso de las dos, y me pareció que estaban un poco borrachos. Desde mi cama oí cómo trataban de cerrar la puerta sin hacer ruido y cómo mi padre le decía que no encendiera la luz y cómo le chistaba después por haber tropezado con el cable de una lámpara. No querían despertarme pero yo todavía no había logrado pegar ojo. Luego les oí entrar y salir del cuarto de baño y tirar varias veces de la cadena y buscar algo de música en la radio- despertador y reírse como en sordina, tapándose acaso la boca con la mano. No querían despertarme pero yo ahora sabía que ya no podría dormir en todo lo que quedaba de noche.
Para entonces Estrella había ya abandonado a don Nicolás, el del lobanillo. Su nuevo protector era el dueño de una empresa de encurtidos en vinagre de Castellón. Tenía mucho más dinero que don Nicolás y no le importaba gastárselo en imprimir carteles con la foto de Estrella y su diadema o en contratar páginas enteras de publicidad en los periódicos. Estrella era un putón, pero sabía muy bien dónde quería llegar.
Bueno, al día siguiente casi no vi a mi padre, y por la tarde decidí bajar a la calle y coger el autobús de Lérida.
No tenía una idea muy clara de lo que quería hacer ni de por qué quería hacerlo. No sé. A lo mejor pensaba que todavía podía remediarse lo que ya parecía irremediable. Lo cierto era que había un autobús que llevaba a Lérida y que mi padre y Estrella estaban en Lérida y que también yo podía estar ahí. Eso, al menos, era lo que me iba diciendo a mí mismo a medida que me acercaba a la ciudad. El autobús me dejó en la calle del Carmen, una de las más importantes, y para llegar luego al sitio de los recitales tuve que preguntar a tres o cuatro personas. Y es curioso. Es curioso que también a mí, como a mi padre, me molestara eso de tener que preguntar por calles y direcciones. No sé. Habría preferido no tener que hacerlo, caminar por esa ciudad como si hubiera vivido allí toda la vida y conociera todos sus rincones. En fin, supongo que eso mismo le ocurría a mi padre cada vez que llegábamos a un lugar diferente y que por eso nos perdíamos tanto y dábamos tantas vueltas, y yo me preguntaba cómo podía ser. ¿Cómo podía ser que yo tuviera ya uno de esos defectos que tanto me molestaban en él, en mi padre?
El lugar era un salón de actos que dependía de una parroquia. O a lo mejor, no lo sé, eso era un colegio, un colegio religioso, y la iglesia aquella no era ninguna parroquia sino que formaba parte del colegio. Ya he dicho que no lo sé. El Tiburón estaba aparcado en esa misma calle y yo temí que mi padre pudiera aparecer por algún lado. Me metí en la iglesia y, bueno, no voy a decir que aquello me gustara, porque a mí las iglesias siempre me han asustado un poco, pero al menos ahí dentro se estaba fresquito. No pensaba acercarme al salón de actos hasta que el recital de Estrella hubiera empezado. Me puse a andar de un lado para otro, y mis pasos resonaron lentos y solemnes, como sólo pueden hacerlo en una iglesia. El sonido de mis propios pasos: ése es uno de los motivos por los que las iglesias me asustan un poco. Me detuve, me senté en uno de los bancos. La verdad es que creía que estaba solo, y pasaron varios minutos hasta que me di cuenta de que había una mujer esperando ante un confesionario y otra mujer confesándose y supuse que un cura confesando dentro del confesionario. «Confesarse», pensé, «qué gilipollez.»
Me encaminé hacia el salón de actos. En el vestíbulo había un pequeño bar con un futbolín y una mesa de ping- pong. Aquello parecía un club juvenil, de esos que montan los curas para que los chicos estén vigilados sin sentirse vigilados. A través de las cortinas del fondo me llegó la voz lejana de Estrella cantando una de sus canciones, no re- cuerdo cuál. El chico de la barra se acercó a preguntarme sí quería tomar algo. Yo conté mi dinero y pedí una cocacola, Estábamos solos él y yo. El chico fue hasta la nevera, que no era una nevera de bar sino una normal, como las de las casas, y volvió con mi cocacola. Yo me bebí media botella y eructé. El chico me miró desde detrás de la vieja y pesada caja registradora pero no dijo nada.
– ¿Cuánto vale la entrada? -pregunté.
– Veinte duros -dijo él.
Yo asentí con la cabeza y le volví la espalda. Desde luego, no llevaba tanto dinero encima. Eché un nuevo vis- tazo a mi alrededor. En una de las paredes había un rótulo que decía «Congregación Mariana», qué nombre tan ridículo, y también un reloj de propaganda de una marca de café y un mural con frases de la Biblia en catalán. En otra pared había un tablón de anuncios con la programación del cinc club y una cartulina con los resultados de un campeonato de ajedrez. También había un par de carteles de Estrella Pinseque, la nueva diosa de la zarzuela. Del salón de actos llegaron unos tímidos aplausos y yo pensé que mi presencia ahí carecía de sentido.
– No me dirás que te gusta esa mierda -dijo entonces el chico.
Se refería a la música. Yo me encogí de hombros y volví a eructar. Aquel chico tenía un lunar en mitad de la frente. Parecía indio. O paquistaní, no sé muy bien.
– Vale cien pesetas pero, si quieres, puedes entrar -añadió-. Aquí se cuelan casi todos.
Me encogí de hombros otra vez. Miré el reloj de la pared, que tenía forma de grano de café y doce granos de café en el lugar de las horas. El último autobús salía cuarenta minutos después.
– ¿Hay mucha gente? -pregunté.
– Casi lleno.
– Tendrían que pagarme para que entrara ahí.
En esta ocasión fue el chico de la peca el que se encogió de hombros. En el salón de actos Estrella concluyó otra de sus canciones y volvieron a oírse aplausos. Me marché.
Sí, me marché de ahí para no perder el último autobús pero lo cierto es que, cuando llegué a la parada, el último autobús ya había salido. Eché a andar hacia la carretera. Me quedaba una buena caminata hasta el pueblo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La noche era clara y calurosa, y Paquita me había dicho que a esas alturas del mes de agosto solían verse muchas estrellas fugaces, así que anduve la mayor parte del tiempo mirando el cielo, en el que las estrellas titilaban como neones que nunca acabaran de encenderse. De vez en cuando pasaba algún coche y yo alargaba el brazo para ver si me recogía, pero lo hacía sin convicción, seguro de que ningún automovilista se detendría.
Pensé en escaparme, la verdad. Pensé en llegar a casa y recoger mis cosas y seguir caminando por la cuneta de una carretera como estaba haciendo en esos momentos. ¿Qué podría ocurrirme? Dormir, podría dormir en cualquier sitio y, en cuanto a la comida, alguien me daría un poco de carne y de pan a cambio de limpiarle la piscina o de arrancar las malas hierbas del jardín. También podría robar, ¿por qué no? Pero todavía era menor de edad, y lo que me fastidiaba era que, tarde o temprano, acabarían devolviéndome a mi casa y que entonces no sería capaz de aguantar a mi padre riñéndome o abrazándome o tal vez llorando. Aunque también podría ser que me encontraran en algún sitio, en mitad de un charco de sangre, con las tripas abiertas o la cabeza aplastada o el cuello cortado, y que mi padre tuviera que ir a identificar el cadáver. Esas cosas ocurren, basta con leer los periódicos para enterarse, y yo a veces me imaginaba que algo así podría ocurrirme a mí: entonces mi padre seguro que lloraría, ya lo creo que sí, y esas lágrimas suyas, justo esas lágrimas culpables que yo nunca podría ver, serían las únicas que me gustaría verle derramar, las única» que podrían reconfortarme.
Cuando llegué a la gasolinera estaba realmente cansado, Cansado de andar y de imaginar mi huida y de buscar estrellas fugaces en el cielo. Pensé que ahí, con todas aquellas luces, sería más fácil que algún conductor me recogiera. El empleado me miró y movió la cabeza. Bueno, en cuanto algún coche se parara a poner gasolina, yo me acercaría y preguntaría muy educadamente si no les importaría acercarme al siguiente pueblo. El empleado me dijo:
– Si lo que quieres es sacarte unas propinas, ahí tienes el cubo de agua y los trapos. Pero has ido a escoger la peor hora.
Pensé nuevamente en la fuga, en lo que podría hacer para no morirme de hambre, aunque ahora, no sé si por efecto del cansancio, la fuga se me aparecía como una hipó tesis remota, algo que podría llegar a suceder pero no entonces, no esa noche. Pararon un par de coches a poner gasolina, pero los conductores me observaron con desconfianza, como si vieran en mí a un posible delincuente, y opté finalmente por no decirles nada. Paró también un Tiburón, el Tiburón, y mi padre me miró como si no acabara de creer lo que sus ojos veían.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?
– Autoestop -dije-. ¿Sabes lo que es?
El empleado le llenó el depósito, y mi padre se cruzó de brazos y me observó con los ojos entrecerrados, como un actor de cine mudo que pretendiera transmitir una sensación de ira. Luego me ordenó por señas que me metiera en el coche, y tal vez su cólera habría podido tomarse en serio si para entonces Estrella no se hubiera asomado a la ventanilla y empezado a cantar el «ay, Felipe de mi alma». El de la gasolinera nos contemplaba sin entender nada.
– Me has seguido, ¿verdad? ¿Has estado espiándome? Pues has de saber que no me gusta que me espíen -me dijo mi padre, otra vez al volante-. ¿Tú te crees que yo me chupo el dedo? Venga, dime dónde has estado.
– Por ahí…
– ¿Por ahí? ¿Qué demonios significa eso?
En la parte de atrás había varias de esas revistas de muebles y decoración que tanto gustaban a Estrella, y yo tuve que retirar un par de ellas para poder sentarme.
– Por ahí -dije-. En cualquier parte.
Estrella, mientras tanto, se contorsionaba en su asiento tratando de estamparme uno de sus besos de señora gorda y de revolverme el pelo con la mano: vosotros sabéis que ésa es una de las cosas que más detesto.
– ¿Eh? ¿Qué significa por ahí? ¿Hay algún sitio llamado «Por ahí»?
Mi padre conducía y al mismo tiempo repetía alguna de esas preguntas. Estrella, por su parte, cantaba trozos de sus canciones y de vez en cuando se interrumpía para intervenir:
– Déjalo, hombre, deja al pobre chico… ¿Cómo puedes reñirle por haber ido a escucharme? Lo que pasa es que es muy tímido. Eso es todo lo que pasa…
– ¿Tímido? ¿Tímido éste? ¡Venga, dímelo! ¿Verdad que me has estado espiando?
Qué manía. ¿Quería que reconociera que le había seguido hasta el lugar del recital? Pues no. A mí no me daba la gana reconocerlo. Si tan seguro estaba de que le había es piado, ¿por qué insistía en preguntar? En aquel momento me daba la impresión de estar rodeado de locos, con mi padre haciéndome siempre las mismas preguntas y Estrella cantando sin parar.
– ¡Y tú! ¿Quieres callarte un momento?
– ¡Cómo! ¿Que me calle? ¿Por qué tendría que callarme?
Bueno, eso estaba mejor. Con un poco de suerte, discutirían entre ellos y se olvidarían de mí.
– Sólo un momento. No te pido más que eso…
– ¿Callarme yo? ¿Y tú eres el que quiere volver a ser mi agente?
– Compréndeme. No es que yo…
– ¿Cuándo se ha visto que un agente artístico haya hecho callar a una de sus estrellas? ¡Estaríamos buenos! ¡Precisamente lo que tengo que hacer es cantar! ¡Ensayar!
Yo me desentendí. Cogí una de las revistas y la hojeé, ¿Cuál de esas casas de lujo era la que más gustaba a Estrella? ¿Cuál le habría prometido mi padre?
– Vamos a ver si me explico…-seguía él.
– ¿Es que no sabes cuáles son los tres secretos de las grandes divas?
– Sí, claro que lo sé. Ensayar, ensayar y ensayar. Pero…
– ¡No hay peros que valgan! ¡A ensayar! ¿Qué tal laRomanza de la Tempranica?
Mi padre me mandó una mirada de odio por el retrovisor y Estrella no dejó de cantar hasta que llegamos a casa. Ya veis. Volvíamos al tiempo en que vivíamos con Estrella, y parecía que eso era ya inevitable. El sábado, sin embargo, ocurrió algo inesperado. El sábado era el día del último recital, y Estrella insistió en que asistiéramos los dos, mi padre y yo.
– De acuerdo -dije-. Pero no pienso ponerme el pantalón de cheviot.
– Está bien -transigió Estrella-. Ponte lo que quieras.
En pleno agosto, el pantalón de cheviot: mi padre ha- liria sido capaz. Me libré del pantalón pero no del ramo de rosas y, más de una hora antes del inicio del recital, mi padre y yo nos disponíamos a esperar junto a la barra de la cafetería.
– ¿Una cocacola? -me preguntó mi padre.
El chico de la peca en la frente me observó con desdén. No era para menos. También yo le habría mirado así si me lo hubiera encontrado en las mismas circunstancias, a la entrada de un recital de zarzuela y con un ramo de rosas en la mano y un padre que parecía un galán de película italiana.
– Parece que hemos llegado un poco pronto -comentó mi padre.
Pronto no, prontísimo. Como siempre. Éramos los primeros, y a mí eso me hacía sentir doblemente ridículo. En ese momento, en el salón de actos había sesión de cine- club. Busqué el cartel en el tablón: una película checoslovaca, creo que en blanco y negro, con un director y unos actores impronunciables. Acabó la película y el bar se llenó de hombres y mujeres jóvenes, vestidos con la clase de ropa que solía llevar Paquita: en aquel instante deseé aún con más fuerza no estar allí y no tener ese ramo y ese padre. Paquita, por cierto. ¿Qué habría sido de ella? Hacía un par de illas que no la veíamos.
– Espero que esta gente no haya dejado muy sucio el teatro… -me susurró mi padre con un guiño. Ése era su sentido del humor.
– Estrella ya debe de estar en el camerino. ¿Por qué no vamos y le damos las flores?
– Nada de eso. Se las entregarás al final, como Dios manda. Las cosas se hacen bien o no se hacen.
– Pues no se hacen. ¿Dónde las tiro?
– Venga, no digas ridiculeces. Y abróchate esos botones. No puedes ir de cualquier manera.
Mi padre lo solucionaba todo con frases así, no seas ab- surdo, no digas ridiculeces, y lo malo era que en esos casos yo nunca acertaba a replicar como convenía. Seguí, pues, con aquel ramo en la mano. Me veía a mí mismo como interpretando el papel de enamorado en una función colegial, o peor aún, como esperando entre bambalinas a que la función comenzara y yo pudiera interpretar mi papel, y eso sí que me parecía absurdo y me parecía una ridiculez.
Poco a poco la cafetería se fue llenando de gente vestida como mi padre, no ya como Paquita. Pero, bueno, ¿cómo podía ser que hubiera tanto aficionado a la zarzuela? Yo pensaba: «Todos éstos me van a ver entregarle el ramo en el escenario. Cuantos menos lleguen, mejor.» Sí, ya sé que puede parecer excesiva mi obsesión por las flores esas, pero acordaos de la otra vez, del mal trago que pasé mientras Estrella retenía mi mano y me cantaba aquella canción y se emocionaba tanto o fingía que se emocionaba tanto.
De repente, mi padre dijo:
– ¡Vamos! ¡Sígueme!
Nos abrimos paso entre la gente y llegamos a una puerta en la que ponía «Privado». Estaba cerrada por dentro, y mi padre golpeó con los nudillos hasta que alguien, un hombre con aspecto de cura, nos abrió.
– ¿El camerino de Estrella Pinseque, por favor?
– Ahora no se puede pasar.
Mi padre parecía alterado. Insistió en pasar. Trató de convencer a aquella especie de cura, pero el hombre se mantuvo inflexible. Luego sacó una de sus tarjetas y la metió entre las rosas.
– Está bien. ¿Quiere usted entregarle esto?
Ahora sí que yo no entendía nada. Unos minutos antes había dicho lo que había dicho, y ahora hacía exactamente lo contrario. Y yo, sí, me había librado por fin de aquella»
flores, pero, si tenía que haber experimentado algo parecido al alivio, lo que de verdad sentía era simple desconcierto. Mi padre se volvió hacia mí y dijo:
– Tenías razón. Mejor así.
¿Cuál era el motivo de un cambio tan repentino? Pronto lo sabréis. Volvimos a la cafetería y nos pusimos en la cola. Mi padre me hizo correr para ocupar dos butacas de la segunda fila Ya sentados, me volví a mirar a la gente que entraba.
– Paquita -dije.
– ¿Ah, sí? -dijo mi padre sin volverse-. Bueno, siéntate bien. Más tarde la veremos.
– ¿La llamo? En esta esquina hay un asiento libre.
– ¡Te he dicho que te sientes bien! ¡Eso no son maneras!
Supongo que lo habéis comprendido. Mi padre debía de haberla visto en la cafetería y me imagino que se había sentido descubierto. ¿Por qué, si no, se había apresurado a librarse de las flores, unas flores que no hacían sino terminar de delatarle? Me volví discretamente. Localicé a Paquita al otro lado del pasillo y supuse que no nos había visto. O tal vez sí y sólo estaba disimulando. Después de todo, ¿qué otro motivo que el de encontrar a mi padre podía haberla llevado a ese sitio? No, Paquita no era de la clase de personas que uno iría a buscar a un recital de zarzuela.
– ¿Quieres dejar de moverte? -susurró mi padre, enfadado.
Se apagaron las luces de la platea y Estrella, acompañada por el maestro Sebastián Armengol, salió a cantar sus canciones. Mi padre estaba tenso, ¿cómo no iba a estarlo? Delante de sus narices tenía a la mujer a la que amaba y a su espalda a una mujer que le amaba, y yo sabía que una de las cosas que en ese momento temía era una escena de Paquita, una escenita pública de despecho o de celos o de amores traicionados. Me imaginé que eso no entraba en sus planes. Me imaginé que mi padre se había propuesto reconquistar a Estrella y que entonces no habría tenido problema para deshacerse de Paquita como se había deshecho de otras novias anteriores. Con buenas palabras o con malas, con Id grimas si hubiera sido necesario, pero siempre en privado y sin testigos. ¿Podría acaso ser de otra manera tratándose de un hombre como mi padre, incapaz de preguntar una dirección a un desconocido sólo para que éste no se formara un» opinión equivocada de él? Bueno, mi padre no lo estaba pasando demasiado bien en esos momentos. Yo, en cambio, disfrutaba secretamente con aquella situación y sólo esperaba el momento en que todo se resolviera de una forma u otra. Estábamos sentados sobre una bomba, o a lo mejor no lo estábamos pero ése es el tipo de frases que suelen utilizar los novelistas: estábamos sentados sobre una bomba a punto de explotar, ¿cuándo y cómo acabaría explotando?
El cuándo os lo diré enseguida: en el entreacto. El cómo tendrá que esperar un poco más, pero os aseguro que no dejará de sorprenderos. Llegó el entreacto y volvieron a encenderse las luces de la platea. Buena parte del público se levantó para salir a la cafetería. Miré a mi padre. Estaba como hundido en su butaca. Podría parecer simplemente repantigado, pero yo sabía que con esa postura trataba de esconderse, de hacerse invisible.
– ¿Salimos a tomar algo? -pregunté.
– Ahora no. Habrá demasiada gente.
– Me apetece una cocacola.
– Te esperas a la salida.
Eché una ojeada a mi alrededor. Me incorporé un poco tratando de localizar a Paquita.
– ¿Quieres estarte quietecito? ¿No puedes dejar de moverte ni un segundo?
Yo me reía para mis adentros. No sé a vosotros, pero a mí aquello me resultaba divertido. Dije:
– ¿Puedo salir a saludar a Paquita? Me parece que nos está buscando.
– ¡Que te estés quieto!
Paquita, de hecho, avanzaba por el pasillo central mirando a uno y otro lado. El pasillo era cuesta abajo, y las telas de Paquita daban un breve saltito cada vez que adelantaba un pie. Y en cuanto a mi padre, yo notaba cómo se hundía y se hundía en su butaca a medida que Paquita se acercaba a nuestra fila.
– ¡Hola, Paquita! -dije-. No sabía que te gustara la zarzuela.
Dije eso pero Paquita ni me escuchó. ¿Habéis visto alguna vez a alguien fuera de sí? Eso es algo que no hay manera de disimular. Por mucho que esa persona intente con- tenerse, los que están a su lado lo notan. Lo notan de un modo vago pero inequívoco. Como si lo olieran. ¿No dicen que los perros huelen el miedo de la gente que se les acerca? Pues esto es más o menos lo mismo, y las cuatro o cinco personas que estaban sentadas entre Paquita y nosotros lo percibieron desde el primer momento.
– ¿Ya no saludas? -le preguntó a mi padre-. He visto tu coche fuera.
Hablaba con aparente calma, sin levantar la voz, sin lamentarse ni amenazar. La tensión estaba y no estaba en su forma de hablar, del mismo modo que estaba y no estaba en su forma de apoyarse en el respaldo más próximo al pasillo. Mi padre la miró fingiendo sorpresa.
– ¡Paquita! ¿Cómo no me has dicho que pensabas venir?
– ¿Habrían cambiado mucho las cosas?
Mi padre dijo que habría pasado a buscarla y que la habría traído. Era consciente de que, con mayor o menor disimulo, su conversación era seguida por algunas de las personas cercanas, y adoptaba la actitud del caballero que comenta algún asunto intrascendente ante un grupo de conocidos.
– ¿Te está gustando? -le interrumpió Paquita-. ¿Te gusta esta mujer?
– Me gusta, me gusta, no lo puedo negar. Tiene una voz con muchas posibilidades…
Paquita volvió a interrumpirle:
– ¿Qué podía esperar de un Cáncer como tú?
En esta ocasión la voz salió de su garganta como quebrada, insegura. Dos mujeres de la primera fila cuchichearon algo entre ellas y se volvieron a mirarla con inquietud. Paquita se frotó la cara.
– Estoy cansada. Dame las llaves del coche. Quiero descansar.
Mi padre se levantó y se las tendió con una naturalidad más bien forzada. Entonces, mientras lo tuvo al lado, pareció como si Paquita pretendiera decir o hacer algo, no sé el qué pero algo, algo que hubiera meditado con antelación, y como si en ese instante le hubiera faltado la determinación o el coraje. La gente de la cafetería volvía ya a ocupar sus asientos y Paquita fue abriéndose paso hasta la salida. Mi padre y yo la seguimos con la mirada. Mi padre se cubrió la boca con la mano para ahogar un suspiro.
Pero no os creáis que el episodio concluyó ahí, en ese suspiro. El público acabó por fin de instalarse, se oyeron unas cuantas toses y Estrella y el maestro Armengol reaparecieron en el escenario. Comenzó la segunda parte del recital, y yo creo que pasaron sólo cinco o diez minutos antes de que Paquita irrumpiera de nuevo en el salón de actos y se asomara a nuestra fila de butacas.
– ¡Rápido! ¡Venid! ¡Es importante!
Ahora sí que Paquita no hacía ningún esfuerzo por contenerse. Susurraba, hablaba como si sólo mi padre y yo tu- viéramos que oírla, pero al mismo tiempo había en su voz un tono premioso y alterado que inevitablemente tenía que reclamar la atención de otras personas. Mi padre alzó las manos en un gesto que quería decir: «¿Qué demonios ocurre?»
– ¡Venga! ¡Salid rápido! ¡Inmediatamente!
– ¡Qué demonios ocurre! -exclamó mi padre, por fin.
El público de la primera fila se volvió a observarnos. Alguien pidió silencio desde algún sitio y la propia Estrella, sin dejar en ningún momento de cantar, dio unos cuantos pasos por el escenario y miró hacia nuestro lado con los ojos entrecerrados, como los miopes que se han olvidado de sus gafas. Mi padre se levantó y yo le seguí por el pasillo central. Paquita avanzaba a grandes zancadas por delante de nosotros y todo en el salón eran miradas de reprobación que nos seguían hacia la salida. Yo observaba a esa gente sin ningún rubor. Mi padre, en cambio, salía con la mirada puesta en sus zapatos, como los delincuentes que son conducidos al juzgado entre una multitud de periodistas y curiosos.
– ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? ¿Te has vuelto loca? -gritó mi padre, ya en la cafetería.
Estábamos solos nosotros tres. Paquita nos agarró del brazo.
– No es el momento de hacer preguntas -dijo.
Dijo eso y nos llevó hasta el coche. Yo me metí en la parte de atrás. Paquita se puso al volante y arrancó, yo nunca la había visto conducir. Mi padre no paraba de protestar:
– ¡Creo que merezco una explicación! ¿Me escuchas? ¡Exijo una explicación!
Salimos de Lérida en dirección a Almacellas. Íbamos a bastante velocidad y apenas cinco minutos después quedó a nuestra espalda la gasolinera de la noche anterior.
– Sólo te pido que me contestes. ¿Me vas a contestar?
– Te voy a contestar -dijo finalmente Paquita-. Pregúntame.
– Bueno, esto ya es otra cosa -dijo mi padre-. ¿Se puede saber qué estás haciendo?
– ¡Qué «estamos» haciendo! -corrigió ella-. ¡Estamos huyendo!
– Pero ¿te has vuelto loca de repente?
– Estamos huyendo y ya no podemos volvernos atrás. He robado dinero, mucho dinero. He robado toda la recaudación del teatro y la cafetería. Ahora tenéis que recoger rápidamente vuestras cosas. ¡Nos largamos!
Mi padre se quedó sin habla, como si no hubiera entendido las palabras de Paquita.
– ¡Viva! -grité yo-. ¡Esto se pone divertido!
Estaba alegre, muy alegre, pero lo que me alegraba no era que nos hubiéramos vuelto ricos, sino que nos habíamos convertido en unos ladrones, una banda de ladrones perseguidos por la justicia, más o menos como Patricia Hearst y los suyos.
– ¡Viva! ¡Viva! -exclamamos Paquita y yo al unísono, y ella acompasó nuestros gritos con una breve serie de bocinazos.
– ¡Alto ahí! -interrumpió mi padre-. ¿Quieres explicármelo otra vez? ¿Quieres repetir lo que me acabas de decir?
– ¡Está clarísimo! -intervine yo-. ¿No querías ser rico? Pues ya lo eres. ¡Somos ricos! Paquita ha robado mucho dinero y a partir de ahora todo será diferente. ¡Ahora podrás ir al dentista a que te arregle esa dentadura!
Paquita se echó a reír y yo durante unos segundos aplaudí con todas mis fuerzas. Me entusiasmaba la idea de viajar por la noche, huyendo de la policía y cargando con el botín de un robo, y os aseguro que lo de Patricia Hearst y su comando de simbióticos había sido lo primero que me había venido a la cabeza. Durante las últimas semanas no había habido ninguna novedad sobre ellos, y ahora era como si nosotros los estuviéramos relevando, como si estuviéramos haciendo nuestra la aventura de esa chica norteamericana.
Paramos ante el portal de casa. Mi padre, que no había abierto la boca en los últimos minutos, agarró a Paquita por las muñecas.
– Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Todo esto es una broma. No habrás sido capaz…
– Tú y tus absurdos escrúpulos. Sígueme.
Salieron del coche, y también yo salí. Paquita abrió el maletero. Lo hizo con los gestos típicos del prestidigitador que abre el cofre en el que alguien del público acaba de meterse y desaparecer.
– ¡Tararí tarará! ¡Muchas gracias por sus aplausos! -exclamó, triunfal.
Ahí dentro había una caja registradora, la vieja caja registradora de la cafetería.
– No he podido abrirla en el bar y he tenido que llevármela así. ¡No sabéis lo que pesa!
Pulsé un par de teclas para ver si había suerte, pero Paquita dijo que no teníamos tiempo. La forzaríamos más tarde. Subimos al piso a recoger nuestras cosas. Nuestras mudanzas eran siempre mudanzas de emergencia, pero aquélla mucho más. Paquita nos ayudaba y nos apremiaba. Decía que teníamos que darnos prisa y que la policía podía aparecer en cualquier momento. Estaba tan excitada que no podía dejar de hablar. También decía que, entre lo del cine y lo de la zarzuela, a lo mejor nos habíamos llevado más de cien mil pesetas. ¡Cien mil pesetas! ¿Qué haríamos con todo ese dinero? Yo apoyé mi mano sobre el televisor portátil y dije:
– Esto lo dejamos aquí. Ahora podremos comprarnos uno en color.
Ni siquiera sé si me oyeron, pero el caso es que nadie se ocupó de él, y ese televisor, que llevaba años acompañándonos en todas nuestras mudanzas, quedó allí, abandonado. Cargamos todo lo demás en el coche y nos detuvimos un instante ante la casa de Paquita para que también ella recogiera algunas de sus pertenencias. El motor seguía en marcha y las luces encendidas. Yo observé el rostro de mi padre y comprendí que estaba a punto de echarse atrás y estropearlo todo. Apareció Paquita en el portal. Llevaba una inmensa bolsa de tela estampada, dos libros de Lobsang Rampa y una jaula con un pájaro.
– Es mi canario -dijo-. Se llama Bernabé.
– Pues ya puedes subir y dejar a Bernabé en su sitio -replicó mi padre.
– Ni pensarlo. Se moriría.
Paquita no le había comprendido. Lo que mi padre pretendía era regresar al teatro y devolver la caja registradora.
– Una cosa es cogerle unas latas de guisantes a tu tía y otra bien distinta ir atracando teatros y cafeterías. Vamos a ver si arreglamos las cosas.
Paquita no protestó pero fue como si lo hiciera. Metió su bolsa, sus libros y su canario, y luego se sentó a mi lado en el asiento de atrás.
– Haz lo que quieras, pero piénsalo bien antes de hacerlo -fue todo lo que dijo.
El Tiburón echó a andar y a mí me pareció que íbamos despacio, muy despacio, como si en efecto mi padre necesitara tiempo, mucho tiempo, para pensarlo. Ni él ni Paquita hablaban, y yo me dije que romper ese silencio tal vez fuera peor. A esas horas había ya muy poco tráfico. Nos cruzamos con un par de camiones y con una moto con sidecar y con tres o cuatro coches. Luego nos cruzamos con dos coches de policía y por unos instantes nuestro silencio fue distinto, Un silencio más opaco o más tenso. Un silencio distinto, no sabría explicarlo mejor. Avanzábamos cada vez más despacio y yo me temía que fuéramos a pararnos en cualquier momento. Podía ser que esos policías fueran a buscarnos, podía ser que no, pero el caso es que, nada más entrar en la ciudad, mi padre pisó con fuerza el acelerador y tomó el desvío que llevaba a la carretera de Zaragoza. Iniciábamos, por tanto, la fuga.
– ¡Viva! -gritamos Paquita y yo, aplaudiendo.
Yo creo que entonces también mi padre gritó. ¿Le habíamos contagiado nuestro entusiasmo? No sé, pero mi padre era el que más ganas tenía de iniciar una nueva vida en otra parte, sin tantos agobios, sin tantas miserias, y supongo que fue eso lo que acabó de convencerle.
– Alquilaremos una casita en algún sitio y la llenaremos de flores -dijo Paquita-. ¡Flores, flores, muchas flores!
– ¡Y compraremos una tele en color! -dije yo.
– ¡Eso! -intervino mi padre-. ¡Para que Paquita pueda ver más flores por televisión!
Nos echamos a reír los tres. Nos reíamos porque sí, porque en ese momento todo nos parecía gracioso. Paquita trató de contarnos cómo se había llevado la caja aprovechando que no había nadie en el bar, y nosotros nos moríamos de risa. Luego mi padre puso una de sus cintas con música de películas y hasta eso nos parecía gracioso. Él anunciaba la siguiente canción, ¡para ustedes, la conocida melodía deUn hombre y una mujer!, y Paquita y yo la tarareábamos como colegiales en su primer viaje en autobús. Algo así debe de ser la felicidad: poder morirte de risa con algo que siempre te ha hecho morir de asco.
– Bueno -dijo mi padre, deteniendo el coche-. Ahora vamos a ver.
Aquella noche no había luna llena pero casi. Salimos del coche y abrimos el maletero. La caja estaba en el centro, hermética, tentadora. Mi padre dijo que tendríamos que sacarla y probar con las herramientas.
– El destornillador grande -dijo.
Ahora estábamos los tres en silencio, arrodillados en torno a la caja, esperando con ansiedad que el cajoncito negro saliera disparado y sobre nosotros cayera una breve lluvia de billetes de mil.
– El otro destornillador.
Paquita había hablado de cien mil pesetas pero por mi cabeza pasaban cifras muy superiores, y estoy seguro de que a ellos dos les ocurría lo mismo. Cuanto más se resistía aquella caja, más valioso se nos antojaba el tesoro que protegía.
– El gato.
Hacer palanca con los destornilladores no había servido de nada, y mi padre optó por reventar la registradora. Oímos un primer crujido, luego otro más fuerte. Instantes después, algo se rompió en el interior de aquel artefacto y el cajoncito saltó limpiamente.
– Oh -dijo Paquita.
Mi padre cogió un puñado de monedas y las agitó en el hueco de la mano como si fueran dados.
– Aquí no hay ni doscientas pesetas -dijo.
Había sólo monedas. Bastantes pesetas, bastantes duros y unas cuantas monedas de veinticinco y de cincuenta. Pero ningún billete, nada con lo que uno pudiera pensar en al- quilar una casita y llenarla de flores, y yo os juro que mi primera reacción fue decir:
– Tenemos que volver. Tenemos que recuperar el tele- visor portátil.
Permanecimos de rodillas unos instantes más. Se puede estar arrodillado por veneración y se puede estar arrodillado por simple abatimiento. Nuestra postura no había cambiado. Lo que había cambiado era todo lo demás, Luego mi padre se levantó y gritó:
– ¿Cómo he podido hacerte caso? ¡Pero si estás local ¿Cómo he podido hacer caso a una descerebrada?
Paquita se echó a llorar y no dejaría de hacerlo en toda la noche. Lloraba sin cerrar los ojos ni taparse la cara, repitiendo una y otra vez una «uuu» muy larga. Si los peces pudieran llorar, seguro que lo harían como Paquita.
– ¡Uuu, uuu! -dijo-. ¿Quieres que volvamos? ¡Uuu!
– ¡Sí, claro! ¡Ahora! ¿Y qué les decimos? ¡Buenas noches! ¡Les hemos robado la caja pero, como hemos visto que es- taba vacía, se la devolvemos! ¡Disculpen las molestias!
A unos veinte metros de allí había un pequeño canal, poco más que una acequia. Mi padre se guardó todas aquellas monedas en un bolsillo y con un gesto me ordenó que le ayudara. Cargamos con la caja registradora. Ahora que sabíamos que allí dentro no había dinero nos parecía mucho más pesada.
– Si casi no hay agua -se lamentó mi padre-. Vamos.
Tuvimos que descalzarnos y meternos en la acequia para ocultar la caja bajo el puente del camino. Bueno, ahí debajo tardarían unos cuantos minutos más en encontrarla. Volvimos al coche con los pantalones empapados hasta las rodillas. Eso era exactamente lo que le faltaba a mi padre para terminar de desesperarse.
– ¡Pero es que no lo entiendo! ¡No entiendo por qué lo has hecho! ¿Cómo se te ha podido ocurrir?
Estábamos otra vez en marcha. Mi padre sacudía la cabeza a uno y otro lado, y a veces separaba las manos del volante como clamando al cielo.
– ¿Qué querías? ¿Arruinarme definitivamente? ¿Hundirme? ¡Para hundirme no necesito la ayuda de nadie!
En eso mi padre tenía razón. Paquita, en el asiento de atrás, seguía llorando como lloraría una pescadilla, ¡uuu, uuu…!
– ¡Di algo! -le gritaba mi padre-. ¡Contesta por lo menos!
Paquita sorbió mocos y lágrimas y dijo que lo había hecho por amor.
– ¿Por amor?
– ¡Claro! ¡Uuu! ¡Tenía que evitar que me dejaras por esa mujer, por la cantante!
– ¡Estás loca! -dijo mi padre.
– ¡Sí! ¡Estoy loca, pero estoy contigo! ¿Dónde estarías tú ahora, si no hubiera sido por esta locura? ¡Y has de saber una cosa! ¡Ya no puedes prescindir de mí! ¡Te tengo en mis manos! ¡Podría denunciarte! ¡Podría ir ahora mismo a la policía y denunciarte por esto y por lo del teléfono!
Así transcritas, sus palabras tal vez os parezcan amenazantes. Os aseguro que, si hubierais escuchado el tono con que las pronunció, habríais comprendido que en ellas había mucho de súplica y nada, absolutamente nada, de amenaza. La propia Paquita debió de darse cuenta y volvió a su ya habitual «uuu». Hubo entonces un momento de silencio y mi padre dijo, tristemente y como para sí:
– Estrella jamás habría vuelto a mi lado. ¿Para qué iba a renunciar a su nuevo protector, el de los pepinillos, ahora que las cosas le van tan bien? Estrella es una mujer de gustos caros. Yo nunca podría darle lo que ella necesita… Una vida segura, una casa con piscina y jardín.
Echó entonces un vistazo al asiento de atrás. Las revistas de Estrella, llenas de casas con piscina y jardín, seguían ahí. También yo las miré, y luego miré a mi padre. Mi padre estaba hablando de sí mismo como de un pobre diablo, Eso es lo que era, un pobre diablo, pero yo nunca antes le había visto así.
– Yo sólo tengo un defecto -prosiguió-. Para Estrella sólo tengo un defecto, pero el mayor de los defectos. Soy pobre.
Ahora estaba claro. Mi padre era un pobre diablo que sólo podía juntarse con mujeres como Paquita. Ladronzuelas del tres al cuarto. También Paquita lo entendió así y volvió a llorar, ¡uuu, uuu!, y luego pidió a mi padre que parara el coche. Con el disgusto se le habían revuelto las tripas. La seguimos con la mirada mientras buscaba un lugar discreto detrás de unas zarzas. A la luz de la luna Paquita era sólo un bulto menudo y oscuro que se perdía en las sombras. Yo miré a mi padre pero él no me miró a mí. Estábamos los dos en silencio, y ante los faros encendidos del coche revoloteaban unos cuantos insectos nocturnos. Luego mi padre se volvió, agarró las revistas de Estrella y las tiró con rabia por mi ventana. Con aquel gesto pretendía decir adiós a muchas cosas.
Fue justo en ese momento cuando a nuestra espalda aparecieron los faros del jeep. Debía de llevar puestas las largas, y el interior del Tiburón se iluminó y se llenó de sombras que decrecían lentamente y se balanceaban. Por algún motivo supe, sin verlo, que aquél era un jeep de la guardia civil y que nos adelantaría muy despacio y frenaría delante de nosotros, cerrándonos el paso. Un registro. Por entonces Franco estaba ya curado pero seguían siendo frecuentes los registros y controles de policía. Mi padre tragó saliva.
– ¿Son suyas estas revistas?
El guardia civil las sostenía entre las manos, y parecían de verdad eso que en las películas llaman el cuerpo del delito.
– ¿Qué? ¡Ah, sí! No sé cómo habrán llegado a… Se le habrán caído a mi mujer. Ha sufrido una indisposición -dijo mi padre, señalando con un movimiento de cabeza el lugar donde debía de encontrarse Paquita.
Aquello era ridículo. Hay gente que se lleva lectura al cuarto de baño, pero a nadie se le ocurriría hacer una cosa así cuando tiene que ponerse a cagar detrás de una zarza y a la luz de la luna. El guardia retuvo aquellas revistas un par de segundos y luego se las entregó a mi padre, que le dio las gracias y volvió a dejarlas en el asiento trasero. Aunque aquel hombre no se lo había preguntado, mi padre empezó a dar explicaciones y a decir que estábamos de viaje, que íbamos a Zaragoza a visitar a una prima suya que acababa de dar a luz. El otro guardia, mientras tanto, se había asomado al interior del Tiburón por una de las ventanillas de atrás y la luz de su linterna lo recorría todo como palpándolo. ¿Qué pretendía encontrar? ¿La caja registradora? La verdad, no lo sé, pero lo que sí sabía era que mi padre se sentía atrapado e impotente. Y culpable, mi padre sobre todo se sentía culpable. ¿Qué explicaciones tendría que dar, por ejemplo, si nos hicieran salir para abrir el maletero y vieran nuestros pantalones empapados hasta las rodillas? De momento, sin embargo, lo único que habían pedido era la documentación.
– ¿Y ese pájaro? -preguntó el segundo guardia-. Está muerto.
Nos volvimos a mirar. El foco de la linterna caía sobre el cuerpecito del canario. Con aquella luz la jaula parecía un circo de juguete.
– ¡Vaya! -exclamó mi padre-. ¡Pobre Bernabé! ¡Qué disgusto se va a llevar mi mujer!
Entonces la luz de la linterna fue del canario al rostro de mi padre y de éste al mío y luego otra vez al de mi padre.
– Pero, hombre, ¿cómo se le ocurre poner la jaula ahí y viajar con todas las ventanillas abiertas? Para el animalito ha debido de ser como un huracán. ¡Se nota que no están acostumbrados a la carretera!
– ¿Y su esposa? -intervino de nuevo el primer guardia-. ¿Seguro que se encuentra bien?
Mi padre les dijo que no se preocuparan, que en su mujer no era extraño ese tipo de urgencias, y sacó el brazo por la ventanilla como pidiendo que le devolvieran la documentación. Los guardias, sin embargo, no se movieron. Parecían dispuestos a esperarla, dispuestos a permanecer allí todo el tiempo que hiciera falta. Mi padre sonrió con nerviosismo. Estaba claro que también Paquita los había visto y que no pensaba salir mientras no se hubieran ido.
– ¿No le parece que tarda demasiado? -preguntó uno de ellos.
Ay, qué situación tan absurda, todos esperando en silencio a que Paquita acabara de cagar y Paquita probable mente esperando a que aquellos dos hombres se cansaran de esperar.
– Quizá tendría que ir usted a echar un vistazo -dijo el otro.
Mi padre asintió con la cabeza y luego me miró a mí y se miró el pantalón. Ese pantalón mojado iba a levantar sospechas. El asunto podía llegar a resultar engorroso. Entonces mi padre se dispuso a abrir la puerta y yo asomé la cabeza por mi ventanilla y, como sosteniendo entre las manos un megáfono imaginario, grité:
– ¡Mamá! ¿Tienes para mucho rato? ¡Estos señores están esperando!
No me preguntéis por qué lo hice. Lo hice y basta. Mi padre me miró con sorpresa. Los guardias vacilaron un poco, y yo volví a gritar:
– ¿Tienes con qué limpiarte? ¿Quieres que te lleve pañuelitos de papel?
Uno de los guardias carraspeó sonoramente, como queriendo dar a entender algo a su compañero, y yo diría que se habrían marchado en ese mismo momento aunque Paquita no hubiera aparecido, digna y silenciosa, avanzando desde las zarzas a la luz de las linternas. Se despidieron de mi padre antes incluso de que ella hubiera llegado a meterse en el coche.
– Buen viaje -dijeron-. Aquí tiene su documentación. Y con lo del canario, sea más precavido la próxima vez.
Avanzábamos. La luna casi llena aparecía y desaparecía por la ventanilla de mi padre. Paquita viajaba en el asiento de atrás. Lloraba nuevamente y en sus rodillas sostenía la jaula con el canario muerto. Yo iba delante, al lado de mi padre, y era consciente de haber recuperado mi sitio dentro del coche. El jeep de los guardias civiles nos adelantó al cabo de un rato y mi padre les mandó un saludo temeroso a través de la ventanilla.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -dije yo.
– ¿Qué vamos a hacer? -dijo mi padre-. ¿Que qué vamos a hacer? ¿Me preguntas qué vamos a hacer? Pues seguir. Seguir. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
Permanecimos los tres callados más de un cuarto de hora, y mi padre, como si hubiera estado todo ese tiempo dándole vueltas a la misma pregunta, volvió a decir: -Seguir.
4
En eso consistía nuestra vida, en seguir. Seguíamos y seguíamos hacia delante, casi sin detenernos, y con nosotros seguían nuestro coche y nuestro escaso equipaje. A mí a veces me daba la impresión de que no teníamos pasado, o de que lo teníamos pero no a nuestro lado sino detrás, siempre detrás. ¿Os parece una tontería? ¿Os parece que eso mismo le ocurre a todo el mundo? Echad una ojeada a vuestro alrededor, mirad los objetos que adornan vuestro cuarto de estar, revolved en vuestros armarios y vuestras estanterías. ¿Verdad que todas esas cosas que acompañan vuestro presente forman también parte de vuestro pasado? ¿Verdad que podéis decir «ese cuadro lo compré en tal sitio cuando fui a hacer tal cosa» o «ésta es la camisa que llevaba puesta cuando me ocurrió esto o aquello»? A eso me refería cuando decía que nuestro pasado se iba quedando siempre detrás, a nuestra espalda. Mi padre y yo seguíamos hacia delante, y con nosotros seguían nada más nuestro coche y nuestro escaso equipaje. Eran muy pocos los objetos que nos acompañaban desde el principio, ni siquiera sé si había alguno. ¿Os he hablado alguna vez de mi equipaje? Sí, creo que sí, que al principio os dije qué era lo que mi padre y yo llevábamos con nosotros: el televisor portátil, las maletas con la ropa y poco más. En cada mudanza había cosas que se incorporaban a nuestro viaje y cosas que eliminábamos, que abandonábamos en el apartamento. En cada mudanza había una parte de nuestro pasado que quedaba como cancelada. En Almacellas, con las prisas, dejamos el televisor portátil, los horribles estaños de Marisa, mi navaja suiza de ocho usos, todos mis posters de tías desnudas, la vajilla que mi padre había comprado como recuerdo de Benidorm, el álbum de recortes de Patricia Hearst y no sé si alguna cosa más. En Almacellas dejamos tantas cosas que era como si borráramos de golpe todo nuestro pasado y nos dispusiéramos a iniciar una nueva vida, distinta de la anterior.
A mí me habría gustado conservar algún objeto de cada una de las etapas. No sé. Supongo que así debe de ser la vida, que también ella debe de ir cargándose poco a poco de recuerdos, como una maleta en mitad de un largo viaje. He dicho que en Almacellas dejamos muchas cosas, pero lo que no he dicho es que también hubo cosas que me llevé de allí. Me llevé el puzzle con las vistas de Notre Dame y me llevé algo que todavía no he mencionado. UnQuijote, un ejemplar del Quijote que debía de haber pertenecido al jubilado de la RENFE. Era uno de los pocos libros que había en aquella casa, una edición de los años treinta, con dibujos y notas aclaratorias, y vosotros no lo sabéis, pero yo de vez en cuando lo cogía y leía unas cuantas páginas. Y la verdad es que nuestra historia no era la de Patricia Hearst y sus simbióticos, no podía serlo, sino la de aquellos dos hombres que recorrían España en un burro y un caballo. También nosotros recorríamos España, también mi padre creía ser lo que no era, también él trataba de impresionar a una mujer… Nuestra historia era la de un largo error, una torpeza, una historia tan antigua como la de don Quijote y Sancho. Y lo único que estaba claro era que estábamos solos, como esos dos hombres. Que habíamos empezado nuestro viaje solos y que probablemente así lo terminaríamos.
Paquita nos dejó al día siguiente. La llevamos a la estación de Zaragoza y nunca más volvimos a saber de ella. Mi padre le pagó el billete de vuelta. ¿No decía que quería viajar y recorrer mundo? Pues ahí tenía otro viaje, el segundo en sólo dos días.
– Es lo más sensato. Contra ti no hay nada.
Eso fue lo que le dijo mi padre mientras la ayudaba a cargar con la bolsa, la jaula vacía y los libros de Lobsang Rampa. Y era verdad. Contra ella no había nada. Los que habíamos perpetrado aquel absurdo robo éramos nosotros, mi padre y yo.
Nos quedamos en Zaragoza. Yo supongo que mi padre lo tenía previsto desde hacía tiempo. Bueno, no quiero decir que mi padre hubiera previsto que pasara todo lo que pasó ni que fuéramos a acabar como acabamos. Lo que quiero decir es que, si vosotros vivierais como vivíamos nosotros, montando aquí y allá locutorios clandestinos, ¿verdad que trataríais de acercaros a la gente que, por vivir lejos de su casa, pudiera ser más propensa a utilizar un teléfono como el nuestro? En Zaragoza había una importante base aérea norteamericana, y lo que quiero decir es que, una vez que los temporeros de Almacellas hubieran regresado a su tierra, mi padre debía de tener previsto que viajáramos a esa ciudad y nos instaláramos junto a tan prometedor foco de posibles clientes. Eso es lo que quiero decir.
La primera casa que tuvimos en Zaragoza tampoco estaba en Zaragoza sino en las afueras de Zaragoza, al lado de la carretera de Logroño. Mejor dicho, al lado de una academia de ballet que estaba al lado de esa carretera. Era una casa pequeña, soleada y llena de moscas y, quitando la academia, no teníamos ningún otro vecino a menos de quinientos metros. Delante de la casa había un campo de alfalfa y un pequeño camino, y ese camino acababa en otro camino que acababa en la carretera que llevaba a la base americana. No creo que estuviera a más de cinco kilómetros. O a lo mejor sí, no lo sé, pero en el campo esas distancias parecen ridículas.
– Desde aquí casi podremos verlos aterrizar -dijo mi padre señalando un punto lejano e indeterminado.
He dicho que la casa era pequeña. Tan pequeña que sólo tenía un dormitorio, y yo esperaba que mi padre no tuviera muchas novias en los próximos meses, porque seguro que me tocaría pasar la noche en el sofá. Televisor no había, pero sí teléfono: claro, ¿para qué queríamos nosotros una casa sin teléfono? Bueno, y en la parte de atrás, en una especie de cobertizo, había unflipper. El cristal estaba roto por una esquina, pero funcionar, funcionaba. El compartimento de las monedas carecía de cerradura, y sólo había que meter el dedo y tocar una palanquita para que aquella máquina me diera ocho, diez, doce partidas, todas las que yo quisiera.
– ¿Qué significaStars? -preguntó mi padre, viéndome jugar.
– Estrellas -dije.
La máquina se llamabaLas Vegas Stars o algo así. De ahí su pregunta.
– ¿Qué tal tu inglés? -volvió a preguntar.
– ¡Mal! -grité, al tiempo que cargaba todo mi peso sobre la máquina y se encendía la bombilla intermitente deltilt. Falta.
Es verdad que mi inglés era muy malo. Había pasado por muchos colegios y en unos se estudiaba inglés y en otros francés, así que no había aprendido ninguno de los dos. Pero es que mi padre aún sabía menos que yo. Al final de las películas aparecía elTHE END y mi padre lo pronunciaba tal cual, «te-en».
¿Queréis saber por qué me hacía esas preguntas? Su pongo que no es difícil de imaginar. El fin de semana nos metimos en el coche y fuimos a Zaragoza. Por la zona de la universidad había unos cuantos bares en los que los americanos solían reunirse cuando estaban de permiso. No tuvimos ningún problema para encontrarlos. Aparcados en doble fila delante de esos bares había media docena de coches inmensos, coches de esos que se veían siempre en las películas de la televisión pero nunca en la realidad.
– ¿Cómo se dice teléfono? -dijo mi padre.
– Telephone.
– ¿Y amigo?
– Friend.
Con un vocabulario no mucho más amplio entramos en el bar y nos pusimos junto a un grupo de americanos. Al cabo de un rato mi padre ya había conseguido entablar conversación con ellos, si es que a eso se le podía llamar conversación.
– ¿Cómo se dice dinero?
– Money.
– ¿Y barato?
– Cheap.
Algunos de esos coches que habíamos visto aparcados en doble fila aparecieron al día siguiente delante de nuestra casa, entre el camino y el campo de alfalfa, al lado del Tiburón de mi padre. El primero creo que fue un Pontiac azul, con el techo negro y matrícula de Oregón. Luego llegaron un Ford Mustang blanco y rojo y un Dodge Dart verde metalizado con matrícula de Maryland y la antena más larga que he visto en mi vida. Después fueron tantos los coches americanos que paraban delante de nuestra casa que yo casi ni me fijaba en ellos. Me iba a la parte de atrás y me ponía a jugar a la máquina. Mi padre salía siempre a recibirles y a despedirles. Y luego decía para sí:
– Buenos chicos…
Yo tenía quince años y seguía siendo virgen. Tenía quince años y nunca había salido con una chica. Quince años y muchos sueños eróticos, pero no sabía lo que era estar con una chica, vestidos o no, abrazados o no, besándonos, diciéndonos cosas al oído. Lo que recuerdo de aquella época es que eran muy frecuentes mis poluciones nocturnas. Ya sabéis, despertarte con el pantalón del pijama manchado y una sustancia pringosa y fría que te hace cosquillas en el vientre. Yo me imaginaba que el amor debía de ser algo bonito y divertido, como un juego de niños al que sólo podían jugar los adultos. Me lo imaginaba así porque lo único que conocía del amor era lo que algunas noches había escuchado a través del tabique, las risitas sofocadas de Paquita, Estrella o las demás, sus nerviosos correteos entre el dormitorio y el cuarto de baño, sus vocecillas infantiles cuando todo había terminado. Sí, el amor debía de ser bonito y divertido, y sin embargo me daba miedo, y yo me preguntaba cómo tendría que ser mi novia para que esas risitas y esos correteos y esas vocecillas me gustaran y no me dieran miedo. En mis fantasías sexuales no aparecían chicas que yo conociera, reales, sino chicas que podía haber visto en alguna revista o algún anuncio y a las que nunca podría encontrar: chicas negras o muy morenas, semidesnudas, que bailaban delante de mí, inconscientes casi siempre de mi propia presencia, también chicas vestidas con tutús blancos como aquella en la que me gustaba pensar cuando me tumbaba en la playa. Bueno, una vez había soñado con Estrella. Había soñado que Estrella agarraba mi cabeza con una mano y la hundía entre sus grandes tetas, mientras con la otra mano me cogía por las piernas y me sostenía como a un bebé. El sueño había sido agradable, placentero, pero luego, al despertarme, me había parecido asqueroso, y yo mismo me sentía asqueroso por haber tenido una polución nocturna pensando en Estrella.
Pero lo que yo pretendía no era hablaros de Estrella si no de Miranda, mi querida Miranda, que reinaría en mis sueños durante mucho tiempo. Os he dicho cómo eran más o menos las chicas con las que soñaba, y ahora me pregunto si de verdad eran así o si es que Miranda me trastornó de tal manera que cambió hasta mis recuerdos e hizo que todas esas bellezas anteriores a ella se le parecieran. O sea, que a lo mejor yo había soñado con chicas rubias o pelirrojas subidas a un tractor, y luego Miranda apareció en mi vida y yo acabé creyendo que en realidad siempre había soñado con ella, con Miranda, o con chicas como ella que bailaban sólo para mí.
Porque, veréis, Miranda apareció en mi vida vestida con maillot blanco y tutú mientras yo jugaba a la máquina en la parte de atrás de mi casa.
Aquello fue como un sueño, pero cuando digo que aquello fue como un sueño quiero decir exactamente eso, que tuve que restregarme los ojos y preguntarme a mí mismo si estaba dormido o despierto. ¿No habríais hecho vosotros lo mismo si estuvierais jugando alflipper y de repente una chica negrita vestida de bailarina se hubiera puesto a vuestro lado y os hubiera pedido por gestos que le dejarais un mando para jugar? Pues eso.
Miranda era negra, negra clara, y tenía los ojos muy grandes y los dientes muy blancos, y si venía por casa vestida de ese modo era porque los martes y los jueves tenía clase de ballet en la academia de al lado y su padre aprovechaba esos días para detenerse y poner un par de conferencias desde nuestro teléfono. Recuerdo su coche, un Chevrolet rojo oscuro con matrícula de Texas. Recuerdo incluso el ruido del motor del viejo Chevrolet, un ruido que yo a las pocas semanas fui capaz de distinguir del de todos los coches que venían por nuestra casa, del de los Chrysler, los Ford, los Datsun que cada día aparcaban junto al Tiburón de mi padre para que sus ocupantes llamaran a Estados Unidos. Yo oía ese ruido y no os vais a creer lo que me ocurría. Oía ese ruido y la polla se me levantaba. Ya sé, os puede parecer que soy un bruto y que no tengo sentimientos, pero no es así. Yo estaba enamorado. Me enamoré de Miranda en el primer momento, cuando apareció a mi lado como ya os he contado, con el tutú blanco y esos gestos con los que me pedía compartir la máquina. Lo que ocurre es que estamos acostumbrados a los amores de las películas, y en las películas dicen que cuando te enamoras se detiene tu respiración y te da un vuelco el corazón y yo qué sé cuántas cosas más, pero lo que de verdad pasa cuando te enamoras es que la polla se te pone dura y que la notas abriéndose paso por la bragueta del calzoncillo y chocando contra las costuras del pantalón y que temes que en cualquier momento podrías correrte y ponerlo todo hecho un asco. Pero si digo que estaba enamorado es porque me ocurría todo eso y también a mí me parecía que la mejor manera de describirlo sería decir lo que decían en las películas, que la respiración se me detenía, que me daba un vuelco el corazón, etcétera. En eso debe de consistir el amor: en notar tu polla pero creer que notas el corazón.
El primer día no sé si me noté la polla. Eso fue después, el martes posterior o el jueves posterior, los martes y jueves posteriores, mientras el padre de Miranda hacía sus llamadas y ella jugaba conmigo un par de partidas. Bueno, eso fue los lunes, martes, miércoles posteriores, todos los días de la semana, porque no hacía falta que ella estuviera jugando a mi lado para que yo sintiera de algún modo su proximidad, el roce del tutú en mis muslos. Miranda iba siempre a sus clases vestida de bailarina, a veces con una blusa por encima, a veces no, y a mí me gustaba rodearla con los brazos cuando sacudía la máquina para desviar la bola y aprovechaba entonces para mirarle las tetas desde arriba, unas tetas tan pequeñas que casi no eran tetas pero que a mí me parecían bonitas, qué queréis que os diga. Y sí, en aquella época sí que me hacía pajas, y me pasaba horas encerrado en el cuarto de baño mientras mi padre me preguntaba qué estaba haciendo y por qué tardaba tanto, y sus sospechas coincidían por fin con la realidad. Pero yo me la pelaba por amor, no por guarrería, y jamás se me pasó por la cabeza ponerme moscas sin alas ni hacer ninguna de esas porquerías de las que hablaba Marañón.
Sí, estaba enamorado, ¿y qué?
Ya os he dicho dos cosas que sabía de Miranda: que su padre tenía un Chevrolet rojo con matrícula de Texas y que los martes y los jueves iba a la academia de al lado a su clase de ballet. ¿Qué más sabía yo de ella? Sabía que tenía dieciséis años porque una vez me lo indicó con los dedos, que eran de una ciudad llamada Austin y que en su casa tenían dos perros, si es que decirdog y enseñar dos dedos y darse palmadas en el pecho significaba eso. En total fueron diez las cosas que supe de Miranda y, si en vez de contaros mi historia con mi padre me hubiera limitado a contaros mi historia con Miranda, la habría titulado así, Diez cosas que séde Miranda. Suena bien, ¿verdad? Las otras cinco cosas os las iré diciendo poco a poco.
De su madre, por ejemplo, nunca supe nada: supongo que estarían divorciados. Eso del divorcio era algo que entonces conocíamos por las películas americanas, y ellos eran americanos. A mí me habría gustado preguntarle por ella como me habría gustado hablarle de mi propia madre, pero eso no podía resultar fácil. Ella no entendía mi idioma y yo no entendía el suyo, de modo que cualquier tentativa de confidencia estaba de antemano condenada al fracaso. Miranda era mi única amiga y yo no podía entenderla y, si pensáis que estar con ella era casi como estar solo, estáis muy equivocados. No, no lo era y, aunque lo hubiera sido, a mí no me habría importado porque yo siempre había estado solo.
Entre Miranda y yo, además, se acabó estableciendo un código secreto que no estaba hecho de palabras sino de gestos y de miradas. Recuerdo que una tarde estábamos en el Tiburón de mi padre mientras el suyo ponía sus conferencias. A veces lo hacíamos. A veces, en lugar de jugar a la máquina, nos metíamos en el Tiburón a fumar y a escuchar la emisora de radio de la base. Esa tarde tenía previsto decirle una cosa a Miranda. Dijeyou y dije lessons y luego hice gestos de bailarina clásica y me señalé los ojos con las dos manos y al final dije okay. Entonces Miranda se echó a reír y también ella dijo okay, y yo no supe si había comprendido lo que había tratado de decirle: que al cabo de un rato iría a espiarla en su clase de ballet.
El caso es que Miranda se fue con su padre y que yo esperé apenas un cuarto de hora antes de asomarme a la casita de al lado por un agujero del seto. Lo había descubierto el día anterior y también había descubierto que, desde ese sitio y a través de unas plantas, se dominaba sin ningún peligro el amplio ventanal de la sala en la que ensayaban. En ese momento, diez o doce chicas hacían ejercicios agarradas a la barra de la pared. Bueno, de todas esas chicas la única que a mí me interesaba era Miranda: ¿no os he dicho que estaba enamorado? Yo creo que, en todo el rato que estuve ahí, a las otras ni las miré: supongo que también en eso debe de consistir el amor.
Una duda que yo tenía era si ella había entendido lo que le había dicho, si sabía o no que la estaba espiando. Mientras duró la clase no dio la menor muestra de que así fuera, y sólo al final, cuando ya las otras chicas se despedían, vi cómo ella se acercaba al ventanal y bailaba unos instantes sólo para mí. Sin volverse nunca hacia donde yo me encontraba, sin hacer el menor gesto que pudiera delatarme, pero sin duda consciente de mi presencia y de mi mirada, y ahora puedo deciros que eso, esa afición de Miranda a ser observada y a exhibirse, fue la sexta de las diez cosas que yo supe de ella.
Aquello duró apenas un par de minutos, y luego yo abandoné mi sitio al lado del seto y corrí hacia el ceda el paso que había ante la entrada principal de la academia. El Chevrolet rojo del padre de Miranda apareció muy poco después. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció detrás de una curva lejana.
Mi padre se hizo amigo de un español que trabajaba en la base americana. Se llamaba Félix, y era un hombre largo y sombrío como un coche fúnebre. Se llamaba Félix y se apellidaba Gimeno y tenía una pequeña empresa de limpieza llamada FEGIX: la FE era de Félix, la GI de Gimeno y la X supongo que se la había puesto para darle un aire más internacional. La empresa de Félix era la encargada de limpiar la hamburguesería y el autoservicio del club de golf de la base.
– Vosotros nunca habéis estado ahí dentro, ¿verdad? ¿Queréis que os la enseñe uno de estos días?
– ¿Por qué no mañana mismo? -contesté.
Fuimos en el coche de mi padre. Unos policías militares nos hicieron parar a la entrada y Félix asomó la cabeza para darse a conocer. ¿Habéis estado alguna vez en los Estados Unidos? Da lo mismo. Aunque no hayáis estado nunca, seguro que habéis visto cientos de poblaciones norteamericanas en películas y series de televisión. Aquello era exactamente eso, un trozo de Norteamérica colocado en un sitio que no era Norteamérica, y te dabas cuenta en cuanto entrabas y veías, por ejemplo, las señales de tráfico:give way en vez de ceda el paso, one way en lugar de la flecha blanca sobre fondo azul. Avanzábamos por una carretera americana llena de señales americanas y Félix dijo:
– Allá están los hangares. Y esto es una pista de aterrizaje. Algunas veces te hacen parar. Como en un paso a nivel. Sólo que, en vez de un tren, lo que ves pasar es un Hércules o un Phantom que despega o aterriza.
Félix nos dio una vuelta por la zona de los chalets. Aquellos chalets eran como los deEmbrujada, la serie de televisión: todos iguales, cuadrados, de un solo piso, de ladrillo rojo y paredes color crema, con el techo de cemento y un pequeño jardín delante, con persianas de láminas en las ventanas. Cada casita tenía su propio aparcamiento, poco más que un cobertizo sin puerta ni verja ni nada que se le pareciera, y yo reconocí un Chrysler azul que todas las semanas aparecía por nuestra casa y un Ford ranchera que vino un día y nunca más volvió a venir. Pero, claro, lo que yo buscaba era un Chevrolet, un viejo Chevrolet rojo, y no me preguntéis por qué.
– Esto es la bolera -dijo Félix-. Y ahora veréis la calle principal. Mirad: el economato, la peluquería, el cine, la iglesia… No tiene ninguna cruz porque la utilizan los de todas las religiones. Primero unos y luego otros, claro está. Como veis, no les falta de nada. Viven igual que en su país. ¿Sabéis que la cocacola se la traen de América? Y también la leche y no sé cuántas cosas más.
Mi padre estaba impresionado. Mi padre nunca había salido de España, y yo creo que le impresionaba ver que el mundo podía ser muy distinto. Llevábamos años y años viajando por España, y nada cambiaba demasiado entre un sitio y el siguiente. Ahora, sin embargo, habíamos hecho un viaje de muy pocos kilómetros, y eso había sido suficiente para que nos sintiéramos lejos, muy lejos de nuestro propio mundo, en un lugar extranjero lleno de gente extranjera, donde todos hablaban y vestían de otro modo y tenían unos coches y unas casas que en nada se parecían a los coches y las casas de la gente como nosotros. También a mí me impresionaba eso, ese cambio tan repentino, pero sobre todo me impresionaba pensar que hasta el paisaje era distinto allí. No se trataba ya de las casas o de los coches o de las señales de tráfico. Se trataba del paisaje, que parecía uno de esos típicos paisajes americanos, el más típico que se os pueda ocurrir, y yo me pregunté si también el paisaje, como la cocacola o la leche, lo habrían traído en aviones desde América.
– Y eso, ¿el colegio? -preguntó mi padre-.¿School no significa colegio?
Sí, ahí estaba el colegio, grandísimo, y delante de él estaba aparcado un autobús azul con un rótulo que decía school, y yo pensé que Miranda en ese momento debía de estar ahí dentro, a apenas cien o doscientos metros.
– Ahora a la derecha -indicó Félix-. Vamos al club.
El club era el club de golf. Ya he dicho que la empresa de Félix tenía algo que ver con aquel club. Fuimos con Félix al autoservicio y, mientras él presentaba a mi padre a no sé quién, yo me tomé una inmensa copa de helado llamada Sundae. No Sunday sino Sundae, aunque a lo mejor había un error en la carta de helados y sí que se llamaba Sunday.
Después comimos en la hamburguesería. Era un restaurante normal, ni bueno ni malo, pero mi padre se hacía el torpe, como si estuviera acostumbrado a sitios más caros y distinguidos, en los que no tienes los botes de ketchup y mostaza esperándote en el centro de la mesa.
– Está muy bien este sitio -decía-. Muy bien.
Decía eso con el tono de quien ha conocido muchos restaurantes en su vida. Lo decía con un retintín de curiosidad o de sorpresa, como si fuera la primera vez que veía un bote de ketchup y generosamente estuviera dispuesto a pasar por alto ese detalle a la hora de hacer su valoración.
– No se puede negar que esta carne está deliciosa -dictaminó.
– También la carne la traen en aviones -dijo Félix.
En realidad estaba tratando de impresionarle, de impresionar a Félix, que consideraba a mi padre un hombre elegante, un caballero, y admiraba precisamente esas cosas de mi padre que yo detestaba: sus remilgos a la hora de decidirse por uno u otro plato, cierto gesto de concentración con que paladeaba el primer trago de vino, su costumbre de pelar la naranja con cuchillo y tenedor.
En fin, qué más da. Fue Félix quien nos consiguió un pase para entrar libremente en la base americana. Mi padre solía reunirse en el club de golf con Félix o con gente que Félix le había presentado. Yo, mientras tanto, merodeaba por allí y aprovechaba para recoger pelotas de golf perdidas, que luego vendía en la tienda del club por unos cuantos centavos.
– ¿Cuántas has encontrado hoy? -me preguntaba mi padre, ponderativo-. Vaya, eso pueden ser dos o tres dólares.
A mi padre le enorgullecía ver que dedicaba mi tiempo a recoger pelotas. Le parecía que aquella actividad podía ser muy beneficiosa para mi formación, y por eso siempre permitía que fuera con él y hasta me alentaba. Pero para mí aquellas pelotas de golf y aquellos centavos eran poco más que un pretexto, una excusa para poder entrar en la base sin tener que darle explicaciones. Claro, si quería ir a la base era sólo para sentirme cercano a Miranda, para frecuentar lugares y personas que ella misma podía frecuentar, para experimentar la emoción que me producía el pensar que, en ese sitio, un encuentro casual no era del todo imposible. Sí, ¿por qué no?, para tratar de verla. Miranda me pertenecía sólo los martes y los jueves, o sólo algún martes y algún jueves, y nada más por un rato, y eso a mí me parecía poco. Estaba enamorado, ¿no?
Pero ya sé por dónde vais, ya sé lo que estáis pensando: que en realidad mi padre y yo no éramos tan distintos. Que yo ahora me hacía el encontradizo con Miranda igual que mi padre se lo había hecho con Estrella. Que yo rondaba las clases de ballet de Miranda como mi padre había rondado las clases de canto de Estrella. También yo lo pensé entonces y me pregunté si me estaba comportando de la misma estúpida manera. Y es posible que aquello me sirviera para comprenderle un poco, sólo un poco.
Una mañana, por fin, la vi pasar por delante del club. La vi y me dio un vuelco el corazón, pero ahora digo esto y me doy cuenta de que os estoy confundiendo, de que a lo mejor pensáis que estoy hablando de la entrepierna y no del corazón. Pues no. Estoy hablando del corazón: noté de golpe cómo mi corazón bombeaba la sangre con mucha más fuerza que antes y cómo sus latidos me sacudían el pecho pero también las sienes y las muñecas. Tal vez sea esto, y no lo otro, lo que de verdad significa esa expresión. Aquella mañana Miranda llevaba unos vaqueros verdes y una camiseta blanca con unas letras y unos números que ella misma debía de haber bordado. Así vestida no parecía Miranda, qué queréis que os diga, pero a mí esa Miranda de los pantalones verdes me gustaba tanto como la Miranda del tutú. Salí del club de golf y la seguí. La acompañaba otra chica, una chica también negra y también guapa, algo mayor que ella, y ésa fue la séptima cosa que supe de Miranda: que tenía una hermana llamada Amy.
Bueno, que se llamaba Amy lo supe porque ése era el nombre que llevaba impreso en la camiseta debajo de su foto: entonces estaban muy de moda esas camisetas con tu cara y tu nombre. Y lo de que era su hermana no lo averigüé hasta un poco después. La gente de la base tenía una costumbre curiosa: cuando regresaban a América o se trasladaban a otra base en otro país, trataban de vender por un puñado de dólares todo aquello que no podían llevarse. Aquel día seguí a Miranda y a su hermana hasta una construcción con aspecto de búnker, de ladrillo y sin ventanas, bastante alejada del club de golf y de las casas. Era allí donde se organizaba el mercadillo y donde las mujeres vendían muebles, electrodomésticos, cacharros de cocina: cosas así. Entré también yo en aquel búnker y dijehelio, y si supuse que la otra chica era su hermana fue por la expresión con que Miranda se volvió hacia ella, una expresión de sorpresa y de incredulidad, como si poco antes hubieran estado hablando de mí y ahora quisiera indicarle con los ojos que yo era precisamente el chico del que habían estado hablando. No sé. Me imagino que esas cosas ocurren entre hermanas: que intercambian confidencias en el dormitorio, que aprovechan los minutos anteriores al sueño para hablar de los chicos que les gustan o a los que gustan. En todo caso, eso fue lo que pensé entonces, y yo creo que pensar eso me halagó y me dio el aplomo que necesitaba.
– ¿Amy? -pregunté, señalándole las tetas o, mejor dicho, señalando el retrato que exhibía a la altura de las tetas.
Se echaron las dos a reír y asintieron con la cabeza. Luego, cómo no, dijeron unas cuantas cosas que yo no pude entender y volvieron a reír. Amy sostenía en la mano una figurita de porcelana y Miranda un exprimidor eléctrico, y yo creo que se reían sólo por nerviosismo.
– Do you like it? -le pregunté, o al menos eso fue lo que quise preguntar.
– Yes, yes -dijo Miranda, agitando el exprimidor.
Entonces yo rebusqué en mis bolsillos: cuatro dólares y algunos centavos. Llamé a una de las mujeres y señalé el exprimidor. La mujer me cogió los billetes, y yo señalé otra vez el exprimidor y luego me señalé el pecho y señalé a Miranda: ése era mi regalo para ella. No es muy romántico, ya lo sé, pero por cuatro dólares tampoco podía aspirar a mucho más. Entonces Miranda alzó el exprimidor como si fuera un trofeo y volvió a reír, y yo noté cómo me observaba Amy, sin hacer ningún gesto, estudiándome.
– Goodbye -dije, y me marché.
Por aquella época yo tenía complejo de bajito. Era más alto que mi padre pero era bajito. Era también más alto que Miranda pero era bajito. Un día vi en una revista un anuncio que decía: «¡Demostrado! Crezca hasta diez centímetros más con el Taller & Taller New System. Si no queda satisfecho le devolvemos su dinero.» Por si no lo sabéis, eso de taller es inglés. Se escribe como taller, taller mecánico, pero se pronuncia «tóler», y significa «más alto».
Más y más alto: eso era lo que yo quería ser, tan alto que tuviera que andar algo encorvado. Tan alto que, cuando abrazara a Miranda, mi cabeza sobresaliera por encima de la suya. Así era como me gustaba imaginarme, abrazándola semiagachado, y yo creo que si quería ser tan alto era sobre todo por Miranda, porque estaba enamorado de ella. Sí, ya sé que os parecerá extraño, y yo mismo no sabría explicar muy bien qué tenían que ver una cosa y otra, mi estatura y mis sentimientos.
En fin. Cambié por pesetas algunos de mis dólares y escribí a la dirección del anuncio. Contra reembolso me mandaron una caja en la que había unos ganchos, una cuerda roja y un papel con las instrucciones. Tenía que poner los ganchos en el marco de una puerta a una altura determinada y luego colgar la cuerda roja y colgarme yo de la cuerda roja y hacer una serie de ejercicios todas las mañanas. Bueno, aquello me parecía un poco ridículo, pero yo era bajito y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de dejar de serlo.
He dicho que empezaba a comprender un poco a mi padre y es verdad. Supongo que para entender a los demás hay que ponerse en su lugar, y eso fue más o menos lo que me ocurrió a mí cuando conocí a Miranda. Está claro que Miranda no era Estrella y que a mí Miranda me gustaba y Estrella no. Pero es que el amor es muy raro. ¿Verdad que alguna vez habéis llegado a creer que la chica que os gusta tiene por fuerza que gustar a todo el mundo y que, por el contrario, la que no os gusta no encontrará a nadie en el universo dispuesto a hacerle un poco de caso? También yo lo pensé entonces, pero por poco tiempo, y lo que de verdad descubrí fue que el amor de mi padre por Estrella era, o al menos había sido, sincero y profundo. Si no, ¿cómo explicar mi comportamiento con Miranda?, ¿cómo explicar que hubiera acabado pareciéndose tanto al de mi propio padre?
Digamos que algo había cambiado y que ese algo no era mi padre. O sea que tenía que ser yo, mi actitud hacia él, mi antigua hostilidad. Vamos a ver. Imaginaos a mi padre en la cocina, fregando. Mi padre en la cocina hacía algo que yo no sé si hace todo el mundo: separaba los cuchillos, los fregaba antes que el resto de los cacharros y, cuando los colocaba en el escurridor, lo hacía con sumo cuidado y dejando las puntas hacia abajo y los mangos hacia arriba.
– Acostúmbrate a dejarlos así -me decía-. Del otro modo, podríamos clavárnoslos o cortarnos.
Mi padre me decía eso y yo, cuando me tocaba fregar, hacía exactamente lo contrario, dejar los cuchillos con las puntas hacia arriba. Y no es que deseara que mi padre se cortara o se hiciera daño. No, eso no, pero la modesta amenaza que constituían esos cuchillos así colocados me complacía de alguna extraña y oscura manera. Luego mi padre sacaba los cubiertos para poner la mesa y me decía:
– Los cuchillos. Los has vuelto a poner al revés.
Bueno, eso era antes. Ahora ya no tenía que decírmelo porque dejaba los cuchillos como él quería, y yo no sé si os parecerá una tontería, pero eso tal vez quiera decir algo. Tal vez quiera decir que mi hostilidad hacia mi padre había disminuido.
De hecho, yo ya casi ni me avergonzaba de él. Al menos no demasiado. Si disculpaba su actitud con Estrella, podía muy bien disculpar todo lo demás: sus manías, sus remilgos, ese afán suyo por parecer un hombre distinguido y con recursos, incluso sus contradicciones con lo del perro y la casa en propiedad. No sé. Supongo que hay momentos en que tienes que decidir, o estás de un lado o estás del otro, y yo de golpe supe que inevitablemente estaba de su lado, del lado de mi padre, y que mi padre podía muchas veces ser ridículo y absurdo pero era, cómo decirlo, era de los míos. Él y yo estábamos del mismo lado. Estábamos juntos y estábamos solos. Como Sancho y don Quijote, ya os he hablado de ellos.
¿Queréis saber en qué momento cambió o empezó a cambiar nuestra relación? Yo creo que fue durante nuestra disparatada huida con la caja registradora. Entonces mi padre cometió errores, pero fueron los mismos errores que yo habría cometido, y luego con la chiflada de Paquita hizo lo que también yo habría hecho, devolverla a su pueblo. Sí, esa huida debió de cambiar nuestra relación: no por casualidad fue entonces cuando el álbum de recortes de Patricia Hearst desapareció de mi vida, y con él desapareció también mi interés por aquella chica americana que se rebelaba contra su padre y por lo que aquella chica había representado para mí.
Y, bueno, lo siguiente ya lo sabéis: Miranda, el amor, etcétera. Pero sobre esto todavía tengo algo que decir.
La octava cosa que supe de Miranda fue que su padre había estado en Vietnam. Yo le había regalado un absurdo exprimidor y ella llegó una de esas tardes y me regaló un mechero, un Zippo que había sido de su padre. En uno de los lados, en mayúsculas, tenía grabada una frase, DON'T TELL ME ABOUT VIETNAM BECAUSE I'VE ALREADY BEEN HIERE, y en el otro, debajo de un extraño escudo formado por dos hachas, se veía un mapa de Vietnam con una serie de nombres, también en mayúsculas: HANOI, HUE, DANANG, PLEIKU, ANKHE, QUINHON, BIENHOA, SAIGÓN, CAMAU. Yo no sabía mucho inglés ni mucha geografía, pero sí lo suficiente para comprender que su padre había estado en Vietnam.
Cuando me dio el mechero acabábamos de jugar a la máquina. Aquél sí que era un regalo valioso, no como el exprimidor de cuatro dólares. Era algo que a ella le había regalado su padre o, mejor aún, que ella le había robado para dármelo a mí, y yo dijeno. Entonces ella dijo yes, yo volví a decir no, ella volvió a decir yes y yo finalmente dije thank you. Dije thank you y le di un beso. Un beso en la mejilla. Luego Miranda se fue con su padre y yo me asomé al agujero del seto para espiarla en su clase de ballet. Lo hacía todos los martes y todos los jueves, pero ahora lo hacía sin habérselo anunciado. Daba lo mismo. Yo no le decía nada y ella no podía verme desde dentro y, pese a todo, pese a que Miranda ni siquiera podía saber si yo la estaba mirando, volvía a bailar para mí, sola ante el ventanal, cuando ya la clase había terminado. Era como un rito secreto, un pacto tácito que nos unía y nos convocaba. Pero ya os he dicho que una de las cosas que sabía de Miranda era que le gustaba exhibirse. Así que a lo mejor también era eso.
Paseaba mucho por la base, por las calles cercanas al club de golf, pero mis paseos tenían una finalidad concreta. Buscar un coche. Un Chevrolet rojo. Ése fue el único modo que se me ocurrió de localizar su casa. ¿Que por qué no se lo preguntaba directamente a Miranda? Yo mismo no sabría explicarlo. No, desde luego no se trataba del habitual problema lingüístico: estoy seguro de que al final habríamos conseguido entendernos. Yo creo que no se lo preguntaba porque temía que ella no quisiera decírmelo. Sí, ya sé que es una tontería, pero, qué queréis que os diga, era la primera vez que mantenía una relación así con una chica y todavía no poseía demasiadas nociones sobre la psicología femenina. ¿Qué pensáis?, ¿que mi interés habría podido halagarla? Es posible. ¿Que, al no preguntárselo, ella podía tomarme por un tarado o un pasmarote? También eso es posible. No digo que no. Lo único que digo es que yo entonces no podía saberlo.
Así que paseaba con frecuencia por allí. Andaba un poco encorvado, como si ya hubiera crecido los diez centímetros prometidos por el «Taller & Taller New System», y buscaba el coche de Miranda y la casa de Miranda. Un día, por fin, oí el motor del Chevrolet a mi espalda y lo reconocí de inmediato, y lo que entonces ocurrió fue que… ¿Qué pensabais que iba a decir? ¿Que se me puso dura allí mismo y en ese mismo instante? Pues no. Lo que ocurrió fue que yo fingí no verlo y que el Chevrolet me pasó por la derecha y que luego lo seguí con la mirada hasta que fue a aparcar a unos treinta metros de donde yo estaba.
Miranda no iba aquel día en el coche, pero eso a mí no me importó. Había encontrado lo que estaba buscando, aquella casita con la puerta pintada de rojo, y desde entonces, cada vez que salía del club de golf con mis dos o tres dólares en el bolsillo, mis pasos se orientaban hacia esa calle y esa casa y, si alguna vez probaba alguna ruta distinta, lo hacía siempre de forma que a mi regreso pudiera pasar por ahí. Era como si tuviera un radar en la cabeza, un radar como el del submarino deViaje al fondo del mar, con una raya luminosa que daba vueltas sobre sí misma y una luce- cita que se encendía y se apagaba. La raya luminosa era yo; la lucecita era Miranda, su casa.
La casa en la que vive mi amor: suena a título de canción cursi. Pero es que el amor siempre me ha parecido y me parecerá algo cursi. ¿Os acordáis de cuando os hablaba de mis opiniones sobre el amor?, ¿de cuando decía que el amor te vuelve estúpido y todo eso? Después de conocer a Miranda, mis opiniones no habían cambiado. Seguía penando lo mismo, sólo que ahora era yo el estúpido. Cómo explicarlo: yo era a la vez el protagonista y el espectador de aquella historia y, si como protagonista vivía en un estado de plácido aturdimiento, como espectador no podía sino considerarme un completo gilipollas. El Felipe espectador le decía al otro Felipe: «No seas bobo. Tú lo que querías era dejar de ser virgen, ¿no? Recuerda que ya tienes quince años. ¿Y tú crees que, si sigues comportándote de esa manera, conseguirás dejar de ser virgen antes de los treinta?» Y el Felipe protagonista le replicaba: «Pero ¿por qué tienes que ser tan insensible? Lo mío es amor, ¿has oído hablar de él? Amor, claro que sí. ¿Es que tú no lees libros ni ves películas?» Y el Felipe espectador volvía a la carga: «Amor, amor. Tú lo que necesitas es acostarte con esa chica cuanto antes. Sólo así dejarás de masturbarte y de hablar de amor.» Ya veis cuál era mi situación. Yo unas veces le hacía más caso a uno de esos dos Felipes y otras veces al otro. Y el resultado era que estaba enamorado y que al mismo tiempo me arrepentía de estarlo. Complicado, ¿verdad? Por poner un ejemplo, pocas cosas me habrían molestado tanto como que mi padre se enterara, que se encontrara conmigo en uno de esos paseos y lo adivinara todo. Bueno, yo podía estar enamorado, pero jamás habría aguantado a mi padre guiñándome un ojo y riéndose con risita de conejo y diciéndome: «¿Qué? ¿Te gusta esa chica? ¿Estás enamorado?»
Pero de lo que yo quería hablaros era de su casa, de la casa en la que vivía Miranda. ¿Cuántas veces pasé por delante fingiendo que iba a otro sitio? ¿Cuántas veces recorrí aquella calle sin detenerme, conteniendo la respiración, casi temblando? ¿Cuántas veces la miré de reojo, temiendo o quizá deseando que ella estuviera en el jardín y pudiera descubrirme? No sabría explicar la rara fascinación que aquella casa, idéntica a todas las otras casas, despertaba en mí. Se trataba de amor, claro, de mi amor por Miranda, pero había algo más. Algo a mitad de camino entre la curiosidad y la envidia, un deseo de averiguar cómo vivían los que no vivían como yo, los que pertenecían a un sitio y podían sin ningún problema decir: «Ésta es mi casa y ésta mi familia.» No sé. Miranda y los suyos eran extranjeros en un país ajeno y, a pesar de todo, a mí me daba la impresión de que ellos podían, con más motivos que yo, decir una frase así. «Ésta es mi casa, éste es mi jardín, estas flores las he regado y cortado yo con mis propias manos…» ¿Me explico? Lo que me preguntaba era cómo habría sido mi vida si hubiera nacido en una familia como la de Miranda y si viviera en una casa como la de Miranda.
En fin, era aquélla una casita como todas las demás, de un solo piso, adosada a otra casita gemela, y ya he dicho que tenía la puerta pintada de rojo. Junto a esta última había un bulto cubierto por una lona verde: debía de ser la máquina cortacésped pero el césped hacía tiempo que no había sido cortado. Había también unas cuantas flores y un par de adelfas. Y una ventana pequeña con el cristal lleno de adhesivos y con una mosquitera, y dos ventanas más que daban al cuarto de estar. ¿Y en el cuarto de estar? Por entre las láminas de las persianas no se distinguían muchas cosas: un ventilador en el techo, un espejo circular con un marco en forma de sol, un mostrador que probablemente daba a la cocina, y muy pocas cosas más. Luego sí, luego sí supe cómo era aquella casa por dentro.
Ninguna de las veces que pasé por allí pude ver a Mi- randa. Una vez, sin embargo, vi a Amy, su hermana. Estaba tendida sobre una toalla, tomando el sol o acaso sólo fingiendo que lo tomaba. La gente suele tomar el sol con los ojos cerrados, ¿verdad? Amy no. Amy los tenía abiertos. Por eso digo que a lo mejor no estaba tomando el sol. Además, ¿para qué iba a tomar el sol una chica negra? Bueno, el caso es que llevaba puesto un traje de baño de color café y que estaba tumbada sobre una toalla y que me vio pasar y me llamó.
– Hello, Felipe -dijo.
Me detuve. Ninguna de aquellas casitas tenía verja. El jardín daba directamente a la calle. Nada se interponía, por tanto, entre ella y yo, y de algún sitio salieron corriendo un perrito blanco y un perrito negro como los de los anuncios de whisky y se pusieron a dar saltos y a menear el rabo.
– Helio -dije.
Amy tenía la piel más oscura que Miranda y el pelo más corto. Se parecían bastante, pero a mí Miranda me gustaba y Amy no. Y a pesar de todo estaba nervioso. Por eso agradecí que estuvieran allí esos dos perritos y que pudiera hacerles caricias y jugar con ellos. Amy se levantó, se desperezó, se puso una camiseta. Tenía un tipo muy bonito Amy, casi tanto como el de Miranda, con un culito alto y prieto como sólo lo tienen las negras.
– I like dogs -dije.
Sí, ya sé que la frase no es nada del otro mundo, pero algo tenía que decir. De todos modos, lo que dijo ella tampoco se quedó atrás.
– Really? -dijo, abriendo mucho los ojos como si de mis labios hubiera salido una revelación sorprendente.
Bueno, no creáis que fue eso todo lo que dijo. Eso fue todo lo que yo entendí. Amy se acuclilló junto a mí y comenzó también ella a rascar a los perros, y yo creo que no dejó de hablar en diez minutos. ¿Qué demonios estaría diciendo? Yo asentía cuando creía que debía hacerlo y sonreía cuando ella lo hacía. Y mientras tanto rascábamos a los dos perritos y les hacíamos caricias, y yo me di cuenta de que los dos eran machos y de que se estaban poniendo cachondos. Supongo que lo habréis visto alguna vez: la polla de un perro cuando está caliente es lo más parecido a una barra de labios.
– Yes, yes -decía yo de vez en cuando, y Amy seguía acariciando a los perros y los perros exhibían sus barras de labios en toda su extensión.
¿Queríais saber cómo era la casa por dentro? En el cuarto de estar había una chimenea y sobre la repisa de la chimenea varias fotos de Amy y de Miranda y de su padre pero ninguna en la que se viera a su madre. Y de las paredes colgaban unos cuadros de paisajes alpinos que a mí se me antojaron absurdos: ¿qué pintaban los Alpes en la casa de unos americanos que vivían en España? Y el mostrador, en efecto, daba a la cocina, y en la cocina había una nevera llena de cocacolas, de esas cocacolas que les llegaban en avión desde los Estados Unidos pero que tenían el mismo sabor que las españolas. Luego había un pequeño pasillo, y la primera puerta era la del cuarto de baño y la segunda no lo sé porque no la abrimos. La tercera puerta estaba un poco descascarillada por la parte de abajo, y la cuarta era la de la habitación de su padre, y en ella había unos estantes tapados por una cortina y un limpiabotas automático y una cama de matrimonio sin hacer y una mesilla con dos cajones, y en el cajón de arriba había unas gafas de sol, tres paquetes de Marlboro, un rollo de esparadrapo y una caja de condones. Y los perros seguían tan excitados como antes y nos esperaban delante de la tercera puerta, y entonces comprendí que, si esa puerta estaba un poco descascarillada por la parte de abajo, era porque los perros la raspaban con sus uñas cuando estaban así de excitados. Y Amy ahora casi no hablaba y yo ahora lo entendía todo, y había más puertas pero nosotros abrimos la tercera puerta. Y en esa habitación había dos camas y una de ellas era la de Miranda. Y entonces yo averigüé la novena de las diez cosas que os dije que sabía de Miranda, porque en la almohada y en el embozo de la sábana de su cama estaba bordado un nombre, y ese nombre era FELIPE. Y ésa era la novena cosa: que Miranda estaba enamorada de mí como yo lo estaba de ella…
Y con respecto a Amy no digo más porque no es mi estilo. Yo no soy de esos que se acuestan con una chica y salen corriendo a contárselo al primero que pasa. Sólo os diré que seguía teniendo quince años pero había dejado de ser virgen. Nada más.
Y décima y última cosa que supe de Miranda: que nunca más volvería a verla. Ni en la base americana ni en mi casa ni en su clase de ballet. Nunca. En ningún sitio. Está claro que ésta no es una de esas cosas que sabes y ya está. Ni siquiera ahora puedo estar seguro, porque la vida da muchas vueltas y vete a saber si aún algún día me la encontraré en España o en América, pero de algún modo lo intuí aquella misma mañana, mientras volvía al club de golf confundido por la cantidad y diversidad de sensaciones que chocaban dentro de mí. Os seré sincero. Lo primero que yo sentí al salir de aquella casa fue satisfacción. Satisfacción por haber hecho algo que sólo hacían los adultos y por creerme ahora un poco más cercano a ellos y un poco menos inexperto. Pero esa satisfacción no duró mucho, apenas cien o doscientos metros, y de repente me pregunté si la gente lo notaría, si todas las personas con las que me cruzara se darían cuenta de que acababa de acostarme con una chica y de que había sido mi primera vez. Me pregunto si es siempre así, si todos los que acaban de echar su primer polvo se sienten transparentes, descubiertos, como en esos sueños en los que estás desnudo en medio de una multitud. A mí me parecía que había algo en mí, una señal que me delataba y que, si la hubiera visto en otra persona, habría reconocido al instante. Y pensaba: «Ahora llegaré al club y mi padre me notará cambiado, me verá esa señal y me preguntará de dónde vengo y qué he estado haciendo. Me preguntará todo eso sabiendo que vengo de follar y, ¡horror!, quién sabe si me guiñará un ojo y se echará a reír con risita de conejo…» Pero no os creáis que cuando llegué al club seguía pensando lo mismo. Para entonces me importaba ya bastante poco lo que mi padre pudiera hacer o creer, y si había algo que ahora me tenía atenazado era una vaga sensación de culpa, la rara certidumbre de que mi infidelidad hacia Miranda no podía quedar impune. No es que me sintiera culpable por haberle sido infiel. Lo que sentía era que, con culpa o sin ella, acabaría recibiendo algún castigo.
Ésa era la intuición a la que antes me refería, y esa in- tuición se confirmó al día siguiente, martes o jueves, mientras estaba escuchando la radio de la base en el Tiburón. Estábamos entonces en la etapa de los «productos no perecederos», ya os explicaré, y no podía jugar a la máquina del cobertizo. Así que me pasaba las horas escuchando la radio de la base en el Tiburón, y aquella tarde vi el Chevrolet del padre de Miranda, y en el Chevrolet iba el padre de Mi- randa pero no Miranda. El padre de Miranda era un hombre alto, no como yo ni como mi padre. Alto y fuerte, y con una de esas narices anchas que parece que podrían aspirar un bote entero de polvos de talco. Le vi aparcar el Chevrolet en un lugar a la sombra y luego detenerse en el escalón y volverse a mirarme. Fueron sólo tres o cuatro segundos. Después el padre de Miranda entró en la casa e hizo sus llamadas a América, y esos tres o cuatro segundos fueron suficientes para que yo entendiera que en efecto iba a recibir el castigo de no volver a ver a Miranda y que ésa sería precisamente la décima y última cosa que sabría de ella.
– ¡Ya está bien! -dijo mi padre-. ¿No puedes tomarte esa sopa como una persona normal? ¿Es necesario que ha- gas tanto ruido?
No, claro que no era necesario. Había muchas cosas que yo no sabía, pero entre ellas no estaba tomarme la sopa sin hacer ruido. De hecho, sé tomarme una sopa de muchas maneras: con ruido y sin ruido, goteando y sin gotear, sorbiendo y sin sorber.
¿Pero dónde habrás aprendido a…? ¡Mírame a mí! ¡Mira cómo me la tomo yo! Y ahora dime, ¿he sorbido?, ¿me has oído sorber?
Estábamos en un restaurante y mi padre había decidido convertir aquella comida en un cursillo sobre la manera correcta de tomarse una sopa.
– Es la cuchara la que tiene que ir a la boca -decía-, No la boca a la cuchara. ¿Ves? Así.
Yo asentí con la cabeza. ¿Qué importancia podía tener que la cuchara fuera a la boca o la boca fuera a la cuchara?
– Mira mi codo. Ahí está la clave: en el codo. Tú no lo despegas de la mesa. Yo sí. Si hicieras esto, si lo movieras así, no tendrías que adelantar la cabeza y la cuchara entraría en la boca adoptando el ángulo correcto…
Una cuchara que entra en la boca adoptando el ángulo correcto: yo a veces pensaba que mi padre acabaría mal, muy mal.
– Venga. Prueba tú ahora. Eso es. Levantando el codo, buscando el ángulo… Así, muy bien.
Dejé que una gota de sopa se escapara por una de las comisuras de mis labios y cayera sobre mi camisa. Mi padre se apresuró a restregar la mancha con su servilleta.
– Mala suerte. Has llenado demasiado la cuchara. Vuelve a probar. Pero ahora sin coger tanta sopa. Eso es, así, así, Ahora el codo… Levantando el codo, muy bien, muy bien… ¡Y adentro! ¿Has visto? No es tan difícil…
Mi padre me observaba con expresión satisfecha, como una señora gorda que hubiera enseñado a su perro salchicha a sostenerse sobre las patas traseras.
– Todo en la vida tiene un método, ¿lo has comprendido? Todo tiene un método y una clave. Incluso algo tan tonto como tomarse un plato de sopa.
Decididamente, mi padre acabaría mal, muy mal.
Debíamos de estar ya a finales de octubre o principios de noviembre. Fue por entonces cuando nos cortaron el teléfono y tuvimos que cambiar de casa. Ahora vivíamos en un piso en Zaragoza, en el barrio de Torrero, no muy lejos de la cárcel ni del cementerio. Tampoco muy lejos del canal que nos separaba del resto de la ciudad.
– Y de tu colegio, ¿qué? -dijo mi padre-. A ver si no descuidamos tu educación.
Todo cambiaba muy deprisa para nosotros. Cambiábamos de ciudad o de barrio, cambiábamos de casa, cambiábamos de forma de vida. También mi relación con mi padre cambiaba con rapidez. Si pocos días antes había creído que podría llegar a entenderle, ahora estaba convencido de que eso era una tarea imposible para mí. ¿Cómo demonios podía ahora venirme con todo eso de mi colegio y de no descuidar mi educación? ¿Pero es que todavía no se había dado cuenta de que él y yo éramos unos delincuentes, unos fugitivos de la justicia? ¿Es que ya no se acordaba de que habíamos estafado a unos parientes de Tarrasa y robado una caja registradora en Lérida y engañado a la compañía de teléfonos en todos los sitios por los que habíamos pasado? ¿Cuándo se ha visto que alguien con un historial así a sus espaldas pretenda llevar una vida normal, como cualquier persona normal, y educar a su hijo como se educaría a los hijos normales de cualquier familia normal?
– A dos calles de aquí he visto un colegio -insistía-. Iré a hablar con el director para que te admitan cuanto antes.
Era absurdo. Era como si, en plena persecución policial, Bonnie y Clyde se matricularan en un cursillo de mecanografía, ¿no os parece? Pero ya conocéis a mi padre y ya sabéis que mi padre siempre habría querido hacer como la gente normal, que lleva una vida normal y manda a sus hijos a colegios normales. Era absurdo. Absurdo e indignante, y de nuevo los cuchillos apuntaban hacia arriba cuando era a mí a quien le tocaba fregar. Volvía, pues, a la anterior hostilidad, y la lista de cosas que podía echarle en cara se me hacía interminable: lo del colegio, lo del perro, lo de la vida normal como la gente normal…
Fui unos cuantos días al colegio del que mi padre había hablado. Pocos días, los justos para localizar al chulo de la clase y decirle aquello de que o me comía la polla o le hinchaba un ojo. Una hora después, mi padre y yo estábamos frente a frente en el despacho del director.
– Su hijo, y lamento tener que ser tan crudo, es un peli- gro para los otros chicos -dijo el director-. Asocial, agresivo, con graves problemas de inadaptación…
Todo eso era verdad.
– No sólo eso -prosiguió-. Es también un obseso sexual.
Bueno, eso era discutible, pero a mí me gustaría saber cuándo fue la última vez que la mujer del director disfrutó de una noche divertida.
– Y le diré más -concluyó-. Tenemos motivos para so pechar que su hijo es un drogadicto.
Eso no. Eso sí que no era verdad. Yo entonces casi sabía qué eran las drogas y qué los drogadictos, pero fija cuál sería mi grado de hostilidad que ni siquiera protesté. Yo creo que hasta me agradaba ser todas esas cosas que aquel hombre decía: un drogadicto, un asocial, un gran problema para mi padre y para los demás. El director se- guía hablando de mí mientras nos acompañaba hasta la puerta:
– Este chico necesita una atención especial, individualizada, que en este colegio no estamos en condiciones de proporcionarle.
Mi padre bajó la cabeza y ni siquiera se despidió. Estaba hundido. Estaba peor que si le acabaran de diagnosticar un cáncer de pulmón. Buscamos en silencio el lugar en el q había dejado el coche. Entramos los dos, metió la llave d contacto y sólo entonces me miró y me dijo:
– ¿Qué puedo hacer contigo?
Yo abrí la ventanilla sin responder y eché un escupitajo sobre un árbol cercano: ¿qué podía yo hacer con él?
– Mano dura es lo que necesitas -añadió-. Disciplina. Tienes que descubrir de una vez por todas lo que es la disciplina. Yo nunca he sido partidario de los internados, pero tampoco tú me dejas muchas opciones…
Un internado, lo que me faltaba por oír. Yo encendí la nidio del coche y volví a escupir por la ventanilla.
Puede pareceros que era injusto con mi padre, pero tratad de comprenderme. A todo lo que os he dicho que entonces le echaba en cara hay que añadir una cosa más, la principal: había perdido definitivamente a Miranda. Sí, ya sé que buena parte de la culpa me correspondía a mí, pero yo todavía me aferraba a la esperanza de volver a ver algún día a Miranda, y en eso sí que mi padre tenía algo de culpa. Porque todavía no os lo he dicho, pero había otra cosa que había cambiado en nuestras vidas: desde que nos mudamos al piso de Torrero, nadie había venido por nuestra casa para llamar por teléfono.
– ¿Quieres dejar de escupir? ¿Quieres prestarme un poco de atención y dejar de escupir?
Sacudí la cabeza y dejé de escupir. Habíamos cambiado •Ir casa, y con eso no sólo habíamos dejado de ser vecinos (Ir la academia de ballet sino que ahora ya nadie nos visitaba para llamar por teléfono. Y yo os pregunto: ¿cómo poli en esas circunstancias, conservar la esperanza de volver a ver alguna vez a Miranda?
– Bueno -dijo mi padre, ya en el portal-. ¿Me vas a contestar? ¿Vas a decir algo?
– Necesito dinero -dije-. ¿Podrás llevarme a la base a recoger pelotas de golf?
Mi padre me miró como si ahora fuera él el que quisiera escupir. Subimos al piso y yo me encerré en el cuarto de baño para pensar en Miranda y masturbarme. Me había convertido en un repugnante pajero, y también de eso le echaba la culpa a mi padre.
Si uno desea algo con toda su alma, nunca pierde del todo la esperanza de poseerlo. Eso al menos me pasaba a mí, y ya sabéis que, incluso ahora que yo no soy el mismo y que mi deseo tampoco lo es, no he renunciado completamente a la posibilidad de encontrarme algún día con ella, con Miranda. No sé. Supongo que la esperanza es algo irracional, como el amor mismo, y yo creo que entonces habría conservado la esperanza de volver a verla aunque alguien me hubiera dicho que ella y su familia habían regresado a América o que la había matado un camión a la salida de la clase de ballet. Yo entonces tenía quince años y mucho tiempo por delante, y cuando se tienen quince años y tanto tiempo por delante no se piensa que algo, lo que sea, haya ocurrido por última vez y que ya nunca más volverá a ocurrir. ¿Podía ser que, después de haber averiguado esas nueve cosas que supe de Miranda, estuviera condenado a rendirme ante esa decepcionante décima cosa que supe de ella? ¿Por qué mi aprendizaje sobre Miranda debía detenerse ahí? ¿Por qué no regresar hasta la novena cosa y entonces rectificar y reanudar ese aprendizaje en otra dirección? Ésas eran algunas de las preguntas que yo me hacía, fijaos qué absurdo y retorcido es el amor, y el caso es que por las mañanas, mientras mi padre se colgaba del teléfono para buscar un internado en el que quisieran admitirme, yo me colgaba literalmente de la cuerda roja y los ganchos del «Taller & Taller New System» y soñaba con los diez centímetros prometidos por la publicidad. Quería ser más alto, pero quería serlo por Miranda, por si de verdad algún día volvía a encontrarme con ella.
Imagino lo que estáis pensando. Estáis pensando: «Si ya nadie iba a vuestra casa a poner conferencias, ¿de qué vivíais ahora tu padre y tú?» Una cosa que no se puede negar es que mi padre tenía mentalidad de negociante. Fracasado, pero negociante, y en cuanto tuvo acceso a la base americana empezó a darle vueltas a la posibilidad de hacer negocios.
– ¿Cómo se han hecho las grandes fortunas de este siglo? Muy sencillo -decía-. Todo consiste en comprar barato y vender caro. O, lo que es lo mismo, comprar donde es barato y vender donde es caro. Ésa es la base del negocio de las importaciones. Los profesionales lo llamanimport- export…
Los profesionales lo llamaríanimport-export, pero a mí me parecía que mi padre estaba hablando de simple contrabando. Porque lo que él se proponía era vender en España productos americanos conseguidos en la base. Había hecho sus cálculos y decía:
– En este momento, el cambio del dólar no puede ser más ventajoso. Puedo comprar a precios americanos y vender a precios españoles. O incluso inferiores: aun así el negocio es seguro. Pero lo que cuenta no es sólo el precio. Lo que cuenta es la calidad, ¿y quién puede negar que en eso los americanos nos llevan siglos de ventaja?
Lo probó primero con la carne. Por medio de Félix y del autoservicio del club de golf consiguió comprar una importante partida de carne americana. Me enseñó unos papeles:
– Fíjate. Éstos son los certificados de sanidad. ¡Esta carne ha sido examinada científicamente! ¿Cuándo se ha visto en España una cosa igual? Para otras cosas no, pero para esto los americanos son muy serios.
Tenía la carne, tenía los certificados. Ahora sólo faltaban los compradores. Fuimos en el Tiburón a un restaurante del centro de Zaragoza. En el asiento de atrás llevábamos media docena de fiambreras con diferentes muestras de carne americana. Mi padre cogió las fiambreras, cogió los certificados y dijo:
– Me la van a quitar de las manos.
Bueno, en ese restaurante no quisieron ni hablar con mi padre, y tampoco en el siguiente ni en el siguiente ni en ninguno de los supermercados por los que pasamos con nuestras fiambreras y nuestros certificados.
– Dicen que cómo saben ellos que esta carne no es robada. ¿Pero es que no ven los papeles? Tampoco hace falta saber mucho inglés…
En fin, un desastre. Volvimos a la base y mi padre trató de llegar a un acuerdo con el del autoservicio.
– Nada -le oí decir al cabo de un rato-. Dice que tiene los congeladores hasta los topes y que esta carne no la quiere ni regalada. Pero ¿es que todo el mundo se ha vuelto vegetariano de repente? ¿Nos la vamos a tener que comer toda nosotros?
Así fue, en efecto. Estuvimos diez días comiendo carne, sólo carne, carne con la comida, carne con la merienda, carne con la cena, y al final tuvimos que tirar a la basura más de treinta kilos porque estaban ya florecidos y olían a perro muerto.
– He aprendido la lección -dijo mi padre-. Mientras no tenga una buena agenda de clientes, hay que renunciar a hacer negocios con productos perecederos.
Eso parecía sensato. A los pocos días una furgoneta de la empresa FEGIX se detuvo delante de nuestra casa, y apenas media hora después eran tantas las cajas apiladas en el cobertizo de atrás que no había ni sitio para jugar a la máquina. Abrí una de las cajas. Estaba llena de latas de pipas peladas. En otra había grandes botes de caramelo líquido de la marca «Log Cabin». En las demás había botellitas de salsa, sopas enlatadas: cosas así.
– Productos no perecederos -resumió mi padre, concluyente.
Aquello funcionó algo mejor que la carne. Hubo al menos tres tiendas de comestibles que aceptaron tener en depósito los productos no perecederos, y mi padre sólo tenía que dejarse caer por ahí una vez a la semana para que le liquidaran las ventas y le hicieran el nuevo pedido.
– Pero se me está ocurriendo algo mejor -dijo un día.
¿Os acordáis de aquella vez que le regalé a Miranda un exprimidor? Mi padre descubrió que el verdadero negocio estaba ahí, en comprarles a los americanos que se marchaban todas aquellas cosas que no fueran a llevarse consigo. Ni siquiera esperaba a que las llevaran al búnker del mercadillo y las pusieran a la venta. Mi padre se enteraba de quiénes iban a abandonar próximamente la base y se presentaba en sus casas para hacerles una oferta.
– Si se resisten a vender, peor para ellos -decía mi padre con un guiño de astucia-. El tiempo corre a mi favor. Los días pasan, y ellos ven que el viaje se les está echando encima y que no han vendido casi nada. Entonces me llaman y aceptan lo que yo quiera darles.
Aquello le fue bastante bien. Las neveras de los americanos solían ser buenas, mejores que las españolas, y estaban bien conservadas. Y el resto de las cosas, lo mismo. Entonces mi padre ponía un par de anuncios en el periódico y vendía todo aquello por mucho más dinero del que le había costado. Gracias a eso volvimos a tener televisión. Y no una. A veces dos o hasta tres televisiones. Y también neveras, lavavajillas, tocadiscos. Luego, de golpe, no teníamos nada porque habían llegado unos compradores y se lo habían llevado todo. Aunque en realidad nunca teníamos nada porque nada de eso era nuestro. Nunca habíamos tenido nada que fuera de verdad nuestro y parecía que nunca lo tendríamos.
De golpe las cosas no le iban nada mal a mi padre. Si nos mudamos al piso de Torrero fue porque nos cortaron el teléfono, pero también porque a mi padre le hacía falta un sitio donde guardar las neveras y las televisiones y las cajas de productos no perecederos. Aquella mudanza fue la más complicada de todas. Tuvimos que hacer tres viajes en la furgoneta de FEGIX hasta que conseguimos trasladarlo todo.
– Mi dormitorio es el del fondo -dijo mi padre-. Tú elige el que más te guste. Los otros dos nos servirán de almacén.
Sí, aquel piso tenía cuatro habitaciones. Era un piso grande y también bueno, yo no recordaba haber vivido nunca en un piso así, con dos cuartos de baño y cinco balcones. Pero ya digo que ahora a mi padre las cosas no le iban nada mal. Unos días antes la casa se nos llenaba de gente que nos pagaba por usar el teléfono; ahora seguía apareciendo mucha gente por nuestra casa, pero esa gente venía a comprar neveras de segunda mano y cosas así. Eso es legal, ¿no? ¿Hay alguna ley que prohíba comprarle una nevera a Fulano para luego vendérsela a Mengano? No, claro que no. Así que ahora mi padre ganaba dinero y tenía un buen piso en una gran ciudad: ¿no era eso lo que él siempre había querido? Por eso no dejó de sorprenderme que se tomara tan a pecho las tonterías que dijo el director del colegio y que de repente se obsesionara con la idea de mandarme a un internado. Bueno, a mí qué más me daba. Yo no quería esa forma de vida que mi padre podía ofrecerme y tampoco pensaba que la vida en un internado pudiera ser mucho peor.
– Ya lo tengo, me lo acaban de confirmar -dijo mi padre-. Está en Lecaroz, en Navarra. Creo que allí el paisaje es muy bonito.
Yo no dije nada.
– Es de curas -prosiguió-. Jesuitas. Está en plena naturaleza. Respirarás aire puro.
Yo seguí sin decir nada.
– Es de curas pero no te asustes. Antes era famoso por su disciplina. Ahora no. Los tiempos han cambiado. Ahora es un internado normal. Como cualquier otro, sólo que en plena naturaleza. Harás deporte, saldrás de excursión…
Tampoco entonces dije nada, pero pensé: «¿En qué quedamos? Hablas de mandarme a un internado para que descubra de una vez por todas lo que es la disciplina, y ahora me dices que no, que los tiempos han cambiado y que aquello es algo así como un hotelito o un balneario…»
– Está en plena naturaleza -dijo mi padre.
Sí, eso ya lo había dicho antes.
Tenía que irme uno de esos días, en cuanto mi padre quisiera llevarme. Pero una noche ocurrió algo. ¿Os acordáis de cuando mi padre se jugó a las quinielas los ahorros de mis tíos? ¿Os acordáis de que aquella noche entró en mi habitación para ver si estaba dormido? ¿Y de que luego salió de casa y cogió el Tiburón y de que yo pensé que se iba de putas y que cómo era capaz de irse de putas en una noche así? Pues aquella noche ocurrió algo parecido. Yo estaba en el cuarto de estar y tenía encendidas las dos televisiones que entonces había en nuestra casa. En una tenía la primera cadena y en la otra la segunda, pero en realidad ninguna de las dos me interesaba. Mi padre llegó a eso de las once y sin decir nada se sentó a mi lado. Yo pensé que protestaría. Era lo lógico: también yo habría protestado si hubiera sido él y si al llegar a casa me hubiera encontrado con un hijo mío viendo al mismo tiempo dos programas distintos de televisión. Pero no, mi padre no protestó. Noté que me miraba y tardé unos segundos en mirarle yo. Tenía los ojos rojos, pero rojos de verdad. No como cuando sales de la piscina, con los ojos rosáceos, irritados por el cloro. Aquél era de verdad un color rojo, más vivo y más compacto. Como el de los ojos de los conejos, ¿le habéis visto alguna vez los ojos a un conejo? Pensé que quizá mi padre estuviera enfermo pero no me decidí a preguntárselo.
– No te acuestes demasiado tarde -me dijo.
Me dijo eso y se levantó. Se marchó de casa sin añadir nada y yo me asomé al balcón y le vi meterse en el coche y torcer por una esquina que llevaba a la carretera del canal. Pensé que todo era igual que aquella otra noche, la de las quinielas, y que también esta vez había habido algo que le había salido mal. Lo que ya no pensé fue que en una noche así pudiera irse de putas. Podía ser que fuera a emborracharse o simplemente a dar una vuelta por la ciudad. Pero de putas no, ni se me pasó por la cabeza que pudiera irse de putas en una noche así.
Ignoro qué hora sería cuando desperté sabiendo que alguien estaba en mi dormitorio. Ignoro también cuánto tiempo podía mi padre llevar allí, sentado a los pies de mi cama, mirándome pensativo.
– Te habías dejado encendidas todas las luces -dijo.
– ¿Ocurre algo? -pregunté.
– Vístete y recoge tus cosas -dijo.
– Nos vamos…-dije.
Mi padre asintió con la cabeza y salió de la habitación. Yo en aquel momento todavía pensaba que íbamos al pueblo ese de Navarra, al internado. Sí, ya sé que ningún padre despierta a su hijo a las tres o las cuatro de la mañana para llevarlo a un internado, pero tampoco se me ocurría a qué otro sitio podíamos ir.
– Ayúdame a bajar algunas de esas cajas…-dijo mi padre.
– ¿Qué cajas? ¿Las de productos no perecederos?
– No sé cuántas podremos meter en el maletero. Nos llevaremos todas las que quepan.
Extraño, ¿verdad? Yo pensé que a lo mejor quería aprovechar para vender en el internado algunos de esos botes de caramelo líquido o algunas de esas latas de pipas peladas. Al fin y al cabo, unos años antes le había visto hacer algo parecido con una marca de chocolate soluble, Forzacao.
– Si quieres, nos llevamos también una de las televisiones…
– Bueno -dije, y sólo entonces comprendí que aquel viaje era en realidad una mudanza, una más de nuestras muchas mudanzas.
Estábamos otra vez en la carretera. Íbamos por la carretera de Logroño y yo sabía que algo le había salido mal a mi padre pero no sabía qué. Recuerdo que el pavimento estaba lleno de baches y que luego entramos en Navarra y que ya no había baches en la carretera.
– Las carreteras navarras son las mejores -dijo mi padre, después de dos horas de silencio-. Siempre lo han sido.
Supongo que era verdad, pero yo no creía que hubiéramos ido hasta allí sólo para eso, para comprobar que las carreteras navarras eran las mejores. A lo mejor yo estaba equivocado y mi padre sí que pretendía llevarme al internado. A lo mejor mi padre pensaba dejarme en el internado y luego seguir su propio camino, solo, sin mí. Podía ser, no lo sabía. Estaba ya amaneciendo y yo me mantenía despierto, atento a los carteles de la carretera. Vi la señal que indicaba el desvío hacia Tudela y Pamplona. Pensé: «Si cogemos ese desvío, es que quiere librarse de mí.» Pero no. Dejamos Tudela y Pamplona a nuestra derecha, y a los pocos kilómetros la carretera volvió a ser la misma de antes, la misma carretera llena de baches y de socavones. La próxima ciudad importante era Logroño.
– ¿Dónde vamos? -pregunté.
Mi padre bostezó y dijo:
– Vamos. Simplemente vamos.
Hacia las nueve o las diez paramos a desayunar y estilar las piernas. Podíamos haber parado un rato antes, en Logroño o en cualquiera de los pueblos que había entre Logroño y Vitoria. O podíamos haber seguido un poco más y parar en la carretera de Vitoria a Bilbao. Paramos, sin embargo, en Vitoria, en el bar de una gasolinera a la entrada de Vitoria.
– Tengo sueño -dije.
Vitoria era la ciudad de mi padre. En Vitoria vivía aún su familia, esa familia a la que mi padre odiaba o decía odiar y a la que yo nunca había llegado a conocer.
– Tengo sueño -volví a decir.
Mi padre suspiró y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. También él tenía sueño.
– Pasaremos el día descansando y mañana seguiremos -dijo.
– Pero ¿dónde vamos? -dije.
Cogimos una habitación muy cerca de allí, en un hostal a las afueras de la ciudad. Yo habría querido conocer Vitoria, ver la casa en la que mi padre había nacido, saber cómo vivían esos familiares míos que al parecer eran tan ricos. Mi padre, sin embargo, había dicho que pasaríamos el día descansando y que luego nos iríamos, y eso quería decir que no pondríamos el pie en Vitoria. La mujer del hostal le pidió el carnet de identidad y el libro de familia.
– ¿También el libro de familia? -dijo mi padre.
– Es obligatorio -dijo la mujer.
Nos dio una llave y nos señaló la escalera. Al cabo de unos minutos yo ya me había dormido. Cuando me desperté, la puerta de la habitación estaba abierta. La mujer del hostal y dos hombres con aspecto de policías de paisano rodeaban la cama de mi padre y miraban cómo dormía. Los dos hombres con aspecto de policías de paisano eran policías de paisano, y mi padre tuvo diez minutos para darse una ducha y recoger sus cosas. Luego los dos policías se lo llevaron detenido.
5
Os hablaré ahora de mi padre y su familia, del porqué de su enfrentamiento. Ya sabéis que se trataba de un asunto muy antiguo, anterior incluso a mi nacimiento. También sabéis que mi padre era médico forense. Trabajaba en aquella época en Bilbao, y por entonces los periódicos locales sacaron a la luz el caso de un hospital en el que varias personas habían contraído diversas infecciones por culpa de unas jeringuillas mal esterilizadas. Que aquello llegara a los tribunales se debió principalmente al hecho de que entre la docena y media de afectados estaba un hijo de un concejal. Entre ellos había también una maestra, una joven maestra que había acudido a vacunarse en ese hospital y había resultado infectada de una enfermedad, no sé exactamente cuál. Correspondió a mi padre ocuparse de ese asunto, y ocurrió que fue a hacerle el examen médico a la joven maestra y que no pudo evitar enamorarse de ella.
Bueno, esas cosas pasan: un hombre joven conoce a una mujer joven, ella está sola y desasistida, él la cita para nuevos análisis aunque éstos puedan no ser necesarios y luego llega una tarde en que la cita sólo porque sí, porque su compañía le resulta agradable. Para cuando fueron llamados al juicio podría decirse que mi padre y la maestra eran ya novios o algo parecido. ¿Es eso delito? ¿Es delito enamorarse? En otras cosas no, pero yo en esto estoy con mi padre: yo no creo que enamorarse sea delito. Sin embargo entonces hubo gente que sí lo creyó.
Os estoy contando lo que ocurrió o, mejor dicho, lo que a mí más tarde me contaron que había ocurrido, y lo que a mí me contaron fue que mi padre redactó su informe y que en el informe se hablaba de enfermedades más graves que las que en realidad aquellas personas habían contraído. Eso, en derecho, tiene un nombre, y ese nombre es prevaricación, que, según el diccionario, significa «dictar a sabiendas una resolución injusta». ¿Qué es lo que mi padre pretendía con aquel informe suyo? Favorecer, sin duda, a esa gente, favorecer a esos enfermos entre los que se encontraba la mujer a la que amaba, y tratar de contribuir a que el hospital o la casa de seguros o quien fuera les indemnizara de un modo u otro. Así expuesto, a lo mejor os pensáis que lo que mi padre hizo fue algo muy gordo, un fraude o una estafa o algo así, pero, por lo que yo sé, esas cosas son de lo más corriente. Quiero decir que todo el mundo que trabaja en los juzgados lo sabe y nadie dice nunca nada. Todo el mundo sabe que un médico forense dice siempre lo que conviene a quien le paga y que por eso cada una de las partes suele llevar a su propio médico. Mi padre, además, lo hacía por amor, no por dinero, pero eso no se le tuvo en cuenta.
Así que mi padre acudió al juzgado y se encontró con otro forense que, punto por punto, fue rebatiendo ante el juez cada una de las conclusiones de su informe. Por su-puesto, la joven maestra estaba presente, y mi padre debió de ponerse muy nervioso al ver que aquel caso se estaba perdiendo y que con su intervención sólo estaba perjudicándola. Pero lo peor vino después, cuando el otro médico se calló y el que habló fue el abogado contrario. «Diga ser cierto», me dijeron que había dicho, «diga ser cierto que usted y una de las demandantes mantienen una relación de amistad íntima.» Mi padre protestó pero el otro volvió a la carga: «Diga ser cierto que tal señorita y usted son novios, y que usted, como es lógico, desea siempre lo mejor para ella…» El interrogatorio siguió desarrollándose en estos mismos términos hasta que mi padre se hartó y pegó un golpe en la mesa e hizo ademán de agredir al abogado. Mi padre era entonces un hombre joven, más impulsivo de lo que a vosotros y a mí nos pueda parecer, y de todos modos no le agredió. Sólo avanzó hacia él con el puño cerrado, dio un par de pasos hacia el abogado y le llamó sucio y le llamó tramposo, y luego se detuvo y se llevó una mano a la cara, v supongo que en ese momento supo que acababa de cometer un grandísimo error: que aquel caso estaba perdido por su culpa y que también él lo estaba. Y, en efecto, se le abrió un expediente y se le inhabilitó para el ejercicio de su profesión. ¿Por cuántos años? No sabría decirlo con exactitud. Los suficientes, en todo caso, para obligarle a cambiar de vida y convertirle en el perdedor que vosotros conocéis.
¿Qué os parece? ¿Os parece justo? Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que por amor se han hecho cosas mucho peores. Y supongo también que ahora os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con la ruptura familiar. ¿Pudo su familia volverle la espalda por una cosa así? Bueno, cuando yo conocí a mi abuela, era sólo una anciana enferma, pero por lo visto había sido siempre una mujer de mucho temperamento. Me la imagino como la clásica madre intolerante, de esas que pueden aceptar el fracaso de los hijos de los demás pero no el de sus propios hijos. Y a sus ojos mi padre se había convertido en poco menos que un delincuente.
De todas formas, la ruptura no se produjo entonces sino algo después, cuando mi padre se presentó en la casa de Vitoria acompañado de la joven maestra y anunció que iban a casarse. Mi abuela entonces los echó de casa. «Esta mujer es la culpable de todo», me dijeron que había dicho. «Si te casas con ella, nunca conseguirás liberarte de esa culpa», me dijeron también, y entonces mi padre, que podía ser más joven y más impulsivo pero tenía ya las mismas ideas sobre la dignidad, agarró a su novia por el brazo y se marchó. Sus únicas palabras fueron: «Nunca más me volverás a ver.»
Eso fue lo que ocurrió antes de que yo naciera, y a lo mejor ya lo habéis adivinado. A lo mejor ya habéis adivinado que aquella joven maestra se llamaba Cecilia y que mi padre y ella se casarían y tendrían un hijo y que le llamarían Felipe. Aquella maestra joven y enferma me daría a luz al cabo de un año, y no mucho tiempo después moriría dejando viudo a mi padre y huérfano a mí. ¿Y a que no sabéis de qué murió? Parecería una broma si no fuera tan triste. Porque mi madre murió de una enfermedad de hígado, la misma curiosamente que el informe médico de mi padre había intentado diagnosticarle en falso.
– ¿Qué tal estás? -dije-. Tienes buen color.
Era verdad, estaba muy moreno. Yo no recordaba haberle visto jamás tan moreno. Habíamos vivido mucho tiempo en lugares de playa, pero ya sabéis que nunca en verano, nunca en los meses en que la gente se tumba en la arena a tomar el sol.
– Muy buen color -volví a decir.
Mi padre trató de sonreír. Llevaba también el pelo más largo de lo habitual y una camisa blanca con los botones superiores desabrochados. A la altura del tercer botón le asomaba el extremo de la camiseta.
– El patio -dijo-. Aquí no tenemos nada mejor que hacer, y nos pasamos horas y horas en el patio.
Estábamos en el locutorio de la cárcel y nos separaba un cristal de seguridad. Yo había tenido que esperar casi una semana para poder hablar con él y ahora no sabía muy bien qué decirle.
– Me ha traído Ernesto, el chófer -dije-. Me ha dicho que te manda un saludo.
– Ernesto -susurró mi padre, moviendo la cabeza, y yo mentí:
– Todos te mandan un saludo.
Mi padre volvió a mover la cabeza.
– ¿Y tú? ¿Qué tal estás? Esa ropa es nueva.
– Sí -dije nada más.
– Y te has cortado el pelo. -Sí.
– ¿Y tus tatuajes? Te los has borrado.
En ese momento no me apetecía dar explicaciones. Pregunté:
– ¿Cómo es la gente ahí dentro?
– Ah, he tenido suerte. Son universitarios, sindicalistas, gente así. Esto está lleno de antifranquistas, presos políticos, y a mí me han puesto con ellos. ¿Sabes por qué? Te hará gracia. Porque me encontraron aquel viejo carnet de sindicalista, el que tú me diste, ¿te acuerdas?
El del jubilado de la RENFE, claro que me acordaba. Por algún motivo aquello no me gustó y mis palabras sonaron como un reproche:
– Pero ¿no lo habías tirado? No entiendo por qué lo guardabas.
– Lo guardaba y ya está. El policía que me lo encontró me dijo: «Y por si fuera poco, además eres rojo.» Supongo que esto complicará aún más las cosas, pero de momento me ha venido bien. A los presos comunes casi ni los veo.
Permanecimos unos instantes en silencio. Cuando conoces bien a una persona piensas que podrías prever todas sus reacciones. Yo esa historia del carnet jamás la habría podido imaginar: a lo mejor ése era el motivo de mi irritación.
Anímate. En el fondo no es tan grave.
Eso dijo mi padre, pero a mí me parecía que al que había que animar era a él. Comentó:
– Los comunes están en otro pabellón. Esos sí que llevan tatuajes de verdad, no como los tuyos.
Curioso. Mi padre solía decirme que con las calcomanías parecía un presidiario, y ahora era él el presidiario.
– Los tatuajes -prosiguió-. ¿Por qué te los has borrado?
Vaya, sólo faltaría que acabáramos discutiendo por una cosa como ésa, por mis calcomanías. ¿No había insistido siempre en que me las tenía que lavar? Ahora que por fin lo había hecho parecía disgustado. No quise contestarle.
– ¿Necesitas algo? El tío Jorge me ha dicho que él se encargará de todo. ¿Qué es lo que necesitas?
– Estoy bien. Basta con que se ocupe de ti hasta que yo salga…
– ¿Quieres que venga alguien más a visitarte? El tío Jorge ha dicho que le gustaría venir. Y la abuela…
Mi padre negó con la cabeza y me preguntó:
– Y a ti, ¿qué tal te tratan?
Me lo preguntó con tristeza, como si le doliera que aquella ropa nueva que yo llevaba me la hubiera comprado alguien que no fuera él. Supongo que también lo de las calcomanías le dolía por eso, porque él nunca había conseguido hacérmelas borrar y ahora de golpe se encontraba con que lo había conseguido mi tío o mi abuela o quien- quiera que fuese.
– Bien -dije-. No me puedo quejar.
Mi padre echó un vistazo al reloj de la pared. Todavía nos quedaban unos minutos pero él no parecía tener la in- tención de agotar todo su tiempo.
– Sólo tú -dijo-. Sólo quiero que vengas tú.
«Nunca más me volverás a ver.» Ésas habían sido sus palabras tantos años atrás, y en ese momento había dicho adiós a su ciudad e iniciado su vida itinerante. ¿Habría vuelto alguna vez si las cosas hubieran sido de otro modo? Imaginemos que hubiera triunfado en los negocios y se hubiera hecho millonario. ¿Habría vuelto para mostrar a su madre y a los demás hasta dónde había sido capaz de llegar por sí mismo, sin la ayuda de nadie? Es posible, mi padre era un hombre orgulloso, y la gente orgullosa suele ocultar sus fracasos pero exhibir sus éxitos. A mí me dan un poco de pena los que son como él, los que han nacido para ser ricos pero luego no lo son. ¿De qué le sirve el orgullo a un pobre? De nada, absolutamente de nada. Si mi padre no hubiera sido educado para ser orgulloso ni para tener esas ideas suyas sobre la dignidad, seguro que todo le habría ido mejor, seguro que habría sabido salir adelante por sus propios medios y que se habría despreocupado de lo que su familia o sus paisanos hubieran podido opinar.
Pero todo eso qué importaba ya. La realidad era que mi padre se había ido de Vitoria para purgar un error y que ahora, dieciséis años después, regresaba convertido en un vulgar delincuente. ¿Quién le habría dicho entonces a él que, al cabo de todos esos años, volvería a poner el pie en su ciudad y que automáticamente sería detenido y encerrado en la cárcel? «Su pasado», pensé, «su pasado es lo que de verdad nos ha estado guiando todo este tiempo…» Si yo en alguna ocasión había pensado que secretamente seguíamos los pasos de Estrella, ahora me daba cuenta de que no era así. En aquel momento tenía la sensación de haber llegado al final de un largo viaje y me parecía que todo eso es- taba escrito en nuestro destino desde hacía mucho tiempo. Quiero decir que nuestros pasos habían estado siempre en- caminados hacia allí, hacia el pasado de mi padre y hacia su familia y su ciudad y hacia esa cárcel determinada, y que todo lo demás habían sido etapas previas que habíamos tenido que superar para llegar a ese final. Lo que a mí me parecía era que nada había sido producto del azar. Habíamos seguido los pasos de Estrella porque era ella la que debí» conducirnos a Paquita, y había aparecido Paquita porque sin ella no habría habido ni negocio de los teléfonos ni base americana, y habíamos tenido que huir de Zaragoza en mitad de la noche porque era la única forma de que llegáramos como debíamos llegar a donde debíamos llegar.
Para mí aquello era un viaje de ida. Para mi padre había sido un viaje de vuelta, y los viajes de vuelta siempre tienen un final.
Pero todavía no os he dicho por qué habían detenido a mi padre. No fue por lo del teléfono. Tampoco por lo de la caja registradora. Fue por un delito del que yo entonces no sabía nada. En la base de Zaragoza había comprado dos o tres de aquellos cochazos de los americanos con la intención de venderlos entre sus clientes españoles. Pero un coche no es como una lavadora. Un coche hay que matricularlo, y en aquella época resultaba caro y complicado conseguir una matrícula española para un coche extranjero. Había, sin embargo, funcionarios que, a cambio de una pequeña comisión, agilizaban y abarataban los trámites, y mi padre no lo dudó. Se plantó en el despacho de uno de ellos y le expuso su caso. Lo que él no sabía era que ese funcionario estaba siendo objeto de una investigación y que, si le atendió o fingió atenderle con tanta amabilidad, fue porque necesitaba desviar las sospechas y lavar su imagen. Aquel hombre aceptó el dinero y reunió las pruebas contra mi padre y le denunció por intento de soborno, y lo que yo pensé al enterarme de todo esto fue: «¿Para qué meterse en este lío? ¿Para qué lo de los coches? ¿No podía haberse conformado con las neveras y los productos no perecederos?» Me acordé de lo que él mismo había dicho una vez, que hacer cosas malas no siempre te convierte en malo, y me dije que quizá fuera verdad pero que, en todo caso, mi padre había cometido ya varios delitos y que alguno de ellos, no sabría decir cuál, había sido el que le había convertido en un delincuente. Fracasado, pero delincuente. Mi padre había sido un negociante fracasado y ahora era un delincuente fracasado. Había cruzado el umbral que separa a la mayoría de la gente de quienes no son como la mayoría, y yo me preguntan si tal vez no sería ya demasiado tarde para volver atrás.
– Tienes que hacerte un plan del día -dijo mi tío-. Todas las noches, antes de acostarte. Un plan del día para el día siguiente: primero tal cosa, luego tal otra, y por la tarde esto, aquello y lo de más allá. Así el tiempo se va llenando de sentido. Así el día avanza hacia su cumplimiento, hacia su perfección, y uno percibe que las horas no pasan en balde.
Éste era el tipo de cosas que solía decir mi tío Jorge, el hermano de mi padre. Ahora sé que todo eso no son más que gilipolleces, pero entonces no lo sabía y, de hecho, llegué a creer que esas cosas las decían todos los padres normales de todas las familias normales.
– Ya lo sabes. Un plan del día. Esta misma noche tienes que tener hecho el de mañana.
Yo creo que a mi padre le habría gustado ser como él, como su hermano. Mi tío se parecía bastante a mi padre, que se parecía bastante a Frank Sinatra, pero mi tío no se parecía en nada a Frank Sinatra. Mi padre y mi tío se pare- cían bastante, pero mi tío era más alto y más fuerte y en todo momento desprendía un aire de autoridad y confianza en sí mismo. Dicho de otra manera: las frases y los gestos que en mi padre parecerían impostados, en él parecían naturales y auténticos. ¿Os imagináis a mi padre hablando del plan del día y de su cumplimiento y de que las horas no pasan en balde?
Había sido mi tío Jorge quien me había ido a recoger a la habitación del hostal. A mi padre lo habían detenido y yo llevaba cinco o seis horas solo, tembloroso, esperando no sabía qué o a quién. Reconozco que en todo ese tiempo no había hecho otra cosa que cargarme de rencor contra mi padre, que para mí era el culpable de que nos encontráramos así, él en comisaría y yo en aquella habitación, sin saber qué iba a ser de mí, si tal vez no acabaría mendigando por las calles y protegiéndome del frío en el interior del Tiburón. Me sentía desvalido como un niño pequeño, y si entonces no me eché a llorar no fue porque no lo necesitara sino porque yo nunca lloro. Ésa era también una de las cosas que no podía perdonarle.
Llegó mi tío. Me miró de arriba abajo y señaló las calcomanías de mis brazos.
– Date una ducha y lávate todo eso -dijo.
Así lo dijo. Era una orden, y basta. Y mientras yo me duchaba y me frotaba las calcomanías él hizo unas cuantas llamadas, y al cabo de un rato aparecieron por aquella habitación un peluquero, un hombre con no sé cuántas cajas de zapatos, otro con dos grandes maletas llenas de ropa. A mí mi tío no me había consultado nada pero tampoco a los otro» les había consultado, y ellos obedecían y yo me dejaba hacer. Uno me hacía probar camisas y pantalones, otro me ponía y quitaba zapatos, y el peluquero mientras tanto me metía la maquinilla hasta el cogote y me decía que no me moviera, Mi tío, además, llamó a la mujer del hostal y le dijo que me subiera algo de comer, que debía de estar muriéndome de hambre. Yo no sé si me estaba muriendo de hambre o no, pero me pusieron delante un plato con carne, croquetas y un huevo frito, y me lo comí todo en dos bocados, mientras todavía un hombre me ponía y quitaba zapatos y otro me echaba laca en el pelo y me peinaba.
Yo luego me miré al espejo y casi no me reconocí, pero lo que quería deciros no era eso. Lo que quería deciros es que entonces, en aquella habitación del hostal, había dado gracias al cielo por haberme enviado a alguien como mi tío, alguien capaz de dar órdenes cuando lo que yo necesitaba eran precisamente unas órdenes a las que someterme. Las cosas quedaron entonces claras entre nosotros. Él mandaba y yo obedecía, y tal vez esto os ayude a entender mi conducta durante aquellas semanas.
Por ejemplo, con lo del plan del día. Todas las mañanas, al acabar el desayuno, mi tío se volvía hacia mis dos primos y hacia mí y decía: -¡Veamos el plan del día!
Entonces sacábamos las libretas en las que teníamos que apuntar los planes del día de todos los días y leíamos por turnos el plan del día de ese día. Teníamos que haberlo dejado escrito la noche anterior, antes de acostarnos, y, claro, eso para mis primos era muy fácil porque ellos iban al colegio y luego tenían clase de judo y de piano. Así, mi primo Jorge abría su libreta y leía:
– Colegio. Clase de judo. Clase de piano. Hacer los deberes.
Después mi primo Iñigo leía más o menos lo mismo, y luego me tocaba a mí y, con todas las horas vacías que tenía por delante, no sabéis lo difícil que me resultaba completar un plan del día medianamente presentable. Leía, por ejemplo: -Ayudar a Ernesto a regar jardín de la abuela. Pedirle que me enseñe algo de mecánica. Cantar en el coro del padre Apellániz. Comer en casa de la abuela. Prácticas de di- bujo. Repaso de inglés. Paseo. Lectura.
¿Entendéis ahora? Yo ya sé que todo aquello era una gilipollez, pero entonces no lo sabía y de todos modos lo necesitaba. Me había incorporado a un mundo nuevo, desconocido para mí, y necesitaba unas pautas de comportamiento, una guía que me permitiera orientarme. La autoridad de mi tío se me antojaba incontestable, y tal vez lucra también por eso: porque sabía que obedeciéndole jamás me equivocaría. Sí, ya sé. Ya sé que este Felipe no se parece en nada al que hasta ahora conocíais, pero así eran las cosas y así es como yo os las cuento.
Mis tíos vivían en una calle que daba al parque de La Florida. El piso era muy grande pero la mitad de las habitaciones estaban cerradas porque mi tía Cristina, la mujer del tío Jorge, la que os dije que era hija de un gobernador civil, coleccionaba antigüedades y temía que pudiéramos romper alguno de sus búcaros o de sus porcelanas. Mi tía Cristina tenía fama de elegante y todo el mundo alababa su buen gusto. Desde luego, se veía que era una mujer que tenía clase: nada que ver con Estrella o con Paquita. Se pasaba el día entero dándole instrucciones a la asistenta, y luego la asistenta se iba y ella se ponía a protestar porque aquella mujer no entendía nada y porque, por su culpa, se le había vuelto a disparar la tensión. Mi tía Cristina se pasaba el día dándole instrucciones a la asistenta y tomándose la tensión con un aparato muy moderno que habían comprado en Londres las últimas Navidades. Y en cuanto a mis primos, qué queréis que os diga. Eran buenos chicos pero un poco tristes. Sosos y bien educados. Yo supongo que en algo así acabas convirtiéndote si tu vida consiste en cumplir todos los días el correspondiente plan del día.
En casa de mis tíos había televisión en color. Un televisor así: eso era lo más parecido a la idea de la felicidad que yo entonces tenía. Supongo que os acordáis de los días de Electrodomésticos Andorra, de las horas que perdía ante los televisores del escaparate. En aquella casa había televisión en color, y eso significaba que no les faltaba de nada. Yo miraba a mi tío y a mi tía y a mis dos primos y pensaba: «Éstos tienen todo lo que se puede tener, una casa grande y bonita, una tele en color, un coche bueno y dinero de sobra para gastárselo en lo que quieran. Ésta es exactamente la clase de vida con la que mi padre siempre ha soñado.» Y también pensaba: «Ésta es la vida con la que siempre ha soñado, una vida normal en una casa normal y con una familia normal, y precisamente por eso ahora está en la cárcel.»
Mi tío me había abierto la puerta el primer día y me había dicho:
– Ésta es mi casa y éstos son mis hijos. Mientras estés con nosotros, esta casa será la tuya y éstos serán tus hermanos.
Eso estaba muy bien, pero no era del todo cierto. Aquella casa y aquella familia nunca serían mi casa ni mi familia. Esas cosas se notan. Uno ya sabe cuándo está a sus anchas y cuándo no, y entre aquella gente tan amable y aquellos muebles tan buenos yo siempre me sentiría un poco incómodo. Un ejemplo: el «Taller & Taller New System». En todo el tiempo que pasé en Vitoria no lo usé ni una sola vez. Ni siquiera lo saqué de su bolsa, y os aseguro que no era porque hubiera crecido los centímetros prometidos y ya no lo necesitara. Otro ejemplo: los posters de tías desnudas, preferiblemente negras. Bueno, esos posters ya no los tenía, pero, si todavía los hubiera tenido, no habría llegado a colocarlos en la pared de mi habitación. No me habría atrevido, como no me atrevía a colgarme de las cuerdas del «Taller & Taller» o no me atrevía a hacerme pajas. Mi tío me había dicho que su casa era la mía, pero es- taba claro que no: ¿puede uno considerar como propia una casa en la que ni siquiera se atreve a encerrarse en el cuarto de baño y pasar un rato pelándosela tranquilamente?
Pero no creáis que estoy protestando. Yo puedo ser cualquier cosa menos ingrato, y si trataba de comportarme como ya os he explicado, obedeciendo siempre y transigiendo con todo aquello del plan del día, era también porque sentía gratitud hacia esa gente que me había recogido en la habitación de un hostal y me había ofrecido cama y Comida.
Al mismo tiempo, tampoco podía ignorar lo peculiar de mi posición en aquella casa. Yo era el hijo de mi padre, y mi padre había sido siempre el «problema» de la familia. Nuestros destinos estaban definitivamente unidos. Mi pro- pio destino formaba parte del de mi padre y en aquella casa era yo el «problema». Ya digo que esas cosas se notan. Mis tíos evitaban siempre tocar ciertos asuntos en mi presencia, y todo lo que capté fue algún que otro intercambio de miradas, algún gesto de entendimiento cuando yo decía o hacía algo que no tendría que haber dicho o hecho. Yo toda esa discreción la interpretaba como un rasgo de delicadeza hacia mí, y la verdad es que lo prefería así. No sé si habría sido capaz de aguantar un solo sermón sobre todas esas miserias familiares, que a mí ni me iban ni me venían. ¿Que luego hablaban de mí entre ello«y se felicitaban por su propia generosidad? ¿Que ante sus amistades se dejaban alabar por su caridad cristiana y por su misericordia y por todas esas cosas que a los católicos les gusta que se les alabe? Supongo que era así, pero qué importancia podía tener eso.
Mis tíos eran católicos de los de misa diaria y bendecir la mesa, y también mi abuela lo era. Ya va siendo hora de que os hable de ella. No negaré que siempre había sentido curiosidad por conocerla, por conocer a mi abuela rica y a mis otros familiares de Vitoria, por saber cómo vivían. A mi tío y a mi tía y a mis primos los vi el primer día. A mi abuela tardé casi una semana en conocerla. ¿Queréis saber mi opinión? Yo creo que mi tío confiaba en que a mi padre lo soltarían al segundo o tercer día y que entonces nos iríamos y allí no habría pasado nada. Quiero decir que, si a mi padre no lo hubieran tenido tanto tiempo en la cárcel, a mi abuela no le habrían dicho una palabra y a mí jamás me habrían llevado a su presencia. No sé. Mi abuela era una mujer vieja y achacosa, y quiero pensar que no querían darle un disgusto. Pero también es cierto que mil primos nunca supieron que mi padre estaba en la cárcel, v lo que yo me pregunto es qué historia les habrían contado para justificar mi estancia en su casa. ¿Veis lo que os decía cuando os hablaba del «problema» y todo eso?
– Ven. Acércate. No tengas miedo -fueron las primeras palabras que la oí pronunciar.
Mi abuela me esperaba al pie de la escalera, con una mano en el extremo de la baranda y la otra en la empuñadura de su bastón. A su lado tenía la silla de ruedas. Yo avancé contando mis pasos: siete hasta la primera puerta, y luego ocho, nueve, diez, once hasta la escalera, y todavía habría podido seguir contando. Nunca antes había estado en una casa tan grande como aquélla. Mi abuela soltó la baranda y me cogió la barbilla con dos dedos. Alzó mi cara y la observó con atención, supongo que buscándome parecidos con uno u otro de la familia.
– Dame un beso -dijo, por fin-. Eres mi nieto.
Dijo eso y me ofreció su mejilla. Luego se apoyó en mi hombro y señaló la silla:
– Ayúdame a sentarme. Y vamos ya a comer, que se enfría la sopa.
La llevé al comedor. Yo empujaba su silla de ruedas y ante mis ojos tenía su pequeña cabeza de pelo blanco y es- escaso. Pensé que era su cabeza lo que olía a viejo y a gastado, pero luego comprendí que todo en esa casa olía de ese modo. Las ventanas del comedor estaban ocultas detrás de gruesas cortinas, y en la lámpara de araña sólo la mitad de las bombillas estaba encendida: ¿por qué los viejos prefieren la oscuridad? La mesa nos esperaba ya dispuesta. La vajilla y la cubertería eran iguales para todos menos para mi abuela, que tenía su propio plato y sus propios cubiertos. Me fijé también en los servilleteros. El de mi abuela era de plata; los de mis tíos y mis primos y el padre Apellániz eran de madera, cada uno de un color. Había también una servilleta sin servilletero, doblada en forma de triángulo. Ése, por supuesto, era mi sitio.
Benita nos fue sirviendo la sopa por riguroso orden jerárquico. Benita era la mujer de Ernesto, el chófer. Bueno, Ernesto era chófer, jardinero, electricista y todo lo que hiciera falta. Mi abuela empezó a tomarse la sopa antes de que nos la hubieran acabado de servir a los demás.
– Se ha enfriado -comentó, y aquellas palabras sonaron como un reproche.
Mi abuela me empezó a inspirar lástima cuando vi cómo se tomaba la sopa. Ahí tendría que haber estadomi padre para soltarle todas aquellas historias suyas sobre ángulo del brazo y sobre cómo es la cuchara la que va a la boca y no la boca la que va a la cuchara. Mis tíos y misprimos y el padre Apellániz comían sin ruido, pero mi abuela sorbía la sopa de la cuchara y luego se pasaba unos según dos masticándola como un rumiante. ¿Se puede masticar la sopa? En el silencio general cada una de sus cucharadas sonaba como el gorgoteo que hacen los desagües de las bañeras cuando están acabando de vaciarse, y yo tuve que hacer verdaderos esfuerzos para contener la risa.
– ¿Tenías ganas de conocer la ciudad de tus antepasados?
Esta pregunta me la hizo mi abuela por lo menos cuatro veces a lo largo de aquella comida. Yo creo que estaba mal de la cabeza, y que ni siquiera se acordaba de lo que acababa de decir.
– Sí -dije, y era verdad.
Estábamos ya en los postres. Durante el último cuarto de hora se habían olvidado de mí y habían hablado de asuntos que no me concernían y de gente a la que no conocía. Comprendí que aquél era un mundo de adultos,unmundo en el que los menores de edad debíamos permanecer casi siempre al margen, preparados para hablar sólo cuando se dirigieran a nosotros. Mi abuela agarró su bastón, señaló uno de los retratos de la pared y dijo:
– Aquél se llamaba Felipe. Como tú. Fue el fundador de la empresa. ¿Llegarás tú a hacer algo parecido?
Yo no quise decepcionarla y me limité a encogerme de hombros. Ella, sin embargo, debió de interpretarlo como un gesto de asentimiento.
– Y ese otro era tu abuelo -añadió-. Mi marido. Un gran hombre y un gran patriota.
Las paredes del comedor estaban llenas de retratos. Algunos eran muy antiguos, otros no tanto, y sin embargo tollos me parecieron oscuros, tenebrosos, como si el tiempo hubiera corrido más deprisa para unos que para otros y hubiera acabado igualándolos, devolviendo a todos aquellos señores a un pasado remoto e indeterminado. Mi abuela fue identificándolos uno por uno. De cada uno de ellos destacaba algún hecho o contaba alguna anécdota: éste peleó en la guerra de Cuba, aquél enviudó tres veces… Al final acercó a mí su cara arrugada y sus ojillos minúsculos.
– Uno tiene que saber de quiénes procede para tratar de estar a su altura. ¿No te parece?
– Sí -dije, pero lo que yo pensaba era otra cosa. Lo que yo pensaba era que esos hombres no significaban nada para mí, que eran el pasado, algo definitivamente muerto, y que sin embargo para mi abuela todavía estaban vivos, que ésa era la época a la que ella pertenecía.
Esa misma tarde fuimos a dar una vuelta en el viejo Mercedes. Yo la ayudé a pasar de la silla de ruedas al asiento del coche. Luego me senté a su lado, mientras Ernesto plegaba la silla y la metía en el maletero. Con su abrigo de astracán parecía un ovillo menudo y oscuro.
– ¿Tenías ganas de conocer la ciudad de tus antepasados? -me preguntó nuevamente, y justo después se quedó dormida con la boca abierta.
Por lo que me dijo Ernesto, todas las tardes salían a dar una vuelta en coche y el itinerario era siempre el mismo. primero paraban en el frontón, y el encargado le entregaba un papel con la recaudación del día anterior. Luego hacían lo mismo en cada uno de los cines de la ciudad, y las taquilleras tenían siempre preparado un papel similar. Normalmente mi abuela se quedaba dormida en cuanto se metía en el coche, y solía ser Ernesto el que se ocupaba de todo. Una vez concluida esa ruta, el Mercedes se detenía delante de una iglesia y Ernesto anunciaba a mi abuela que habían llegado.
– Despierte, señora. Es la hora del rosario.
– No estaba dormida -replicaba mi abuela-. Estaba pensando.
Eso era lo que solía decir, pero aquella primera tarde, cuando despertó y me descubrió a su lado, lo que dijo fue:
– Por un momento he creído que eras tu padre y que estábamos como hace treinta años. Cuando tu padre tenía tu edad, también me acompañaba al rosario…
Al que no podía tragar era al padre Apellániz. El padre Apellániz era algo así corno el consejero espiritual de la familia. Comía con frecuencia en casa de mi abuela y no había día en que no apareciera en mi plan del día. Lo veía en las comidas y en la misa de los domingos y en los rosarios a los que algunas tardes acompañaba a mi abuela. También lo veía en los ensayos del coro. El padre Apellániz dirigía un coro de chicos y chicas que cantaban canciones de iglesia con música de los Beatles. A mí aquello me parecía una gilipollez pero esos chicos y esas chicas del coro se lo tomaban muy en serio. No sé. Quizá les hacía sentirse mejor, más modernos o más internacionales.
Además, cantar. Nunca me gustó cantar. Eso de cantal era algo que estaba bien para Estrella y la gente como Estrella, no para mí, y sin embargo en mi plan del día ponía que tenía que cantar en ese coro y yo cantaba, claro que sí, También mis primos cantaban, y los otros chicos y chicas del coro me parecían igual de tristes y educados que ellos, Sonreían todos mucho, pero sonreían como esa gente que sonríe para hacerte saber que es feliz y que no tiene problemas y que está satisfecha con la vida que lleva. Sus sonrisas querían decir: «¿Has visto, Felipe, qué alegres somos, y qué modernos y qué internacionales, y lo bien que cantamos las canciones de los Beatles?» Sus sonrisas eran idénticas a la del padre Apellániz cuando fingía querer sincerarse conmigo y me decía:
– ¡Fuera ese eterno gesto de fastidio! ¡La vida es bella! ¡La vida es bella y hay que ser siempre optimista!
La vida sería bella para él, que tenía la sopa asegurada en casa de mi abuela y estaba siempre rodeado de chicos y chicas que sonreían como él.
Al padre Apellániz le gustaba tocar a los chicos y a las chicas de su coro. Los cogía por los hombros y, mientras les preguntaba cosas sobre sus costumbres íntimas o su atracción por el otro sexo, no paraba de acariciarles el cuello. Lo hacía más con los chicos que con las chicas y más con Zariquiegui que con el resto de los chicos. Zariquiegui era el solista, el que mejor cantaba, y el padre Apellániz lo agarraba por los hombros y se lo llevaba a una esquina, y su mano subía y bajaba por el cuello de Zariquiegui, al principio suavemente, luego con más brío, y yo pensaba que ese cura era un cerdo y que ésa era su manera de pelársela: en vez de tocarse la polla le tocaba el cuello a Zariquiegui.
Creo haberos dicho que a mí los curas siempre me han dado un poco de miedo. Con sus sotanas negras hasta el suelo, con esas historias suyas sobre el infierno y el pecado, con ese aspecto que tienen de pervertidos y de pajeros. Sí, también yo era un pajero. Pero yo no era sacerdote. Yo no iba por ahí soltando sermones sobre la salvación del alma o la resurrección de los muertos. Yo tenía derecho a ser un guarro y un pajero y todo lo que quisiera, y el padre Apellániz no, ¿me explico?
El padre Apellániz me daba miedo por todo eso, pero también porque de algún modo había sido designado mi confidente o interlocutor para asuntos serios. Lo que supe sobre el pasado de mi padre y sobre su fracaso como médico forense lo supe por él. Bueno, también por Ernesto y Benita, que me contaban lo poco que sabían sobre el noviazgo de mis padres. Pero éstos me lo contaban como en secreto, porque de toda la gente de Vitoria que yo conocía sólo ese cura parecía autorizado a hablar de mi padre y su pasado. Para que os hagáis una idea de lo idiota que era el padre Apellániz os diré que era de ese tipo de personas que, cuando se enfadan o fingen que se enfadan, exclaman «¡coño!» y luego se tapan la boca con una sonrisita picara y rectifican: «¡Corcho!» Los chicos y las chicas del coro acogían con muchas risas sus «coños» y sus «corchos» y todos esos chistecillos suyos en los que, cuando había que decir «mierda» o había que decir «puta», decía sólo «eme» o sólo «pe». Sin embargo, cuando estaba a solas conmigo, no solía tratar de resultar gracioso o simpático. Se cruzaba de brazos y adoptaba la misma actitud que mi padre cuando pretendía hablarme de hombre a hombre: asentía con la cabeza, fingía darme la razón y se reservaba siempre el derecho a decir la última palabra. Mi padre y ese cura habrían podido ser buenos amigos.
Yo, en su presencia, solía permanecer en silencio. Permanecía en silencio y me encogía de hombros. Había aprendido a encogerme de hombros de un modo que no quería decir ni sí ni no pero que todos interpretaban como una afirmación. Mi intención era aguantar todo lo que pudiera. No replicar nunca, no protestar ni insultar. Claro que a mí el padre Apellániz jamás intentó tocarme el cuello como a Zariquiegui. Si alguna vez lo hubiera intentado, no sé si no le habría pegado un par de puñetazos y dicho esas cuatro palabritas que alguien tendría que haberle dicho mucho antes.
Aquella vida no era mi vida, del mismo modo que la casa del tío Jorge no era mi casa. Me miraba al espejo y casi no me reconocía. Veía a un Felipe que no era exactamente yo, Felipe. Veía al mismo Felipe al que las taquilleras de los cines saludaban con una sonrisa servil cuando acompañaba a mi abuela en su vuelta de todas las tardes. Veía a un nieto de mi abuela que yo no era, por muy nieto de mi abuela que pudiera ser. Ernesto y Benita me llamaban señorito Felipe, pero yo sólo era Felipe. Nunca antes me había tratado nadie de ese modo, como si perteneciera a una clase superior. Las taquilleras me sonreían como se sonríe al nieto del jefe. Nunca nadie me había sonreído así, y yo sabía que sonreían a un Felipe que no era yo, al señorito Felipe de Ernesto y Benita. Toda esa gente me trataba como si yo fuera de la misma clase social que mi abuela, y no de mi verdadera clase, que era la de mi madre y la de mi padre. Y también la suya, la de Ernesto y Benita, la de las taquilleras.
En realidad a mis tíos y a mis primos no los veía demasiado. Y a mi abuela tampoco. Ella tenía el dormitorio en el piso de abajo y podría decirse que el de arriba había sido clausurado cuando empezó a necesitar silla de ruedas. O, mejor dicho, se había ido clausurando poco a poco: primero cuando mi padre fue destinado a Bilbao, después con la boda de mi tío, finalmente con la rotura de cadera de mi abuela. También Ernesto y Benita habían acabado instalándose en el primer piso para estar más cerca de ella, y el resultado de todo este proceso era que la mitad de la casa había quedado abandonada y ya nadie subía ni bajaba nunca por aquellas escaleras. Yo subí en un par de ocasiones y entré en el que había sido el dormitorio de mi padre. Nunca más se había vuelto a necesitar esa habitación y todo en ella se conservaba como veinte o veintidós años antes, como cuando todavía mi padre vivía en esa casa. Veamos algunas de las cosas que había: una lamparilla con pantalla de pergamino, una estantería con libros de medicina y novelas de Tarzán, una raqueta de tenis marca Dunlop colgada de la pared (¿jugaba mi padre al tenis?), un galán de noche, una silla desfondada, una cómoda con dos cajones grandes y cuatro pequeños, un tintero, una pluma, un calendario del año cincuenta y cinco con un recuadro en torno al mes de julio, una agenda, unos cuadernos con anotaciones universitarias, unos pinceles secos y endurecidos, una caja de óleos con la cerradura oxidada (¿le gustaba pintar?), unas tijeras, unos tubos de ensayo como de juguete, unos botes de cristal vacíos, una cámara fotográfica Hasselblad, un atlas en el cajón de abajo, un par de cartones con paisajes nevados pintados al óleo (sí, le gustaba pintar), un despertador, un gato de porcelana, más cuadernos de notas, una pequeña colección de fósiles… Yo rebuscaba entre todas aquellas cosas esperando encontrar algo que tuviera que ver con mi madre pero sabía que no encontraría nada: mi padre ya no vivía allí cuando la conoció. Abrí el armario y no me sorprendió hallar en su interior una gorra, una bata de cuadros y unos guantes. Me probé la bata, que me iba un poco pequeña, y mientras me la probaba pensaba: «Lo raro es que sólo quede esto.» Yo había esperado encontrar aquel armario lleno de ropa de mi padre. Era como si mi padre hubiera muerto hacía mucho tiempo y alguien pretendiera conservar el recuerdo de cuando estaba vivo. O como si hubiera desaparecido misteriosamente y todavía le estuvieran esperando. Como si se hubiera marchado al extranjero y pudiera volver en cualquier momento.
– Esa camisa es nueva -dijo mi padre.
Siempre que le visitaba hacía comentarios como ése. No quise decirle que también mis primos tenían una camisa así y que a mi tía Cristina le gustaba que fuéramos los tres vestidos del mismo modo.
– ¿Y los zapatos? Enséñame los zapatos.
¿Por qué insistía, si ya sabía que también los zapatos eran nuevos y que me los había comprado el tío Jorge? Desde que había entrado en la cárcel, mi padre no hacía otra cosa que compadecerse de sí mismo. Recordar que era mi tío y no él quien me compraba la ropa era una manera como otra cualquiera de seguir compadeciéndose.
– Enséñamelos -insistió-. Levanta la pierna.
Solté un bufido y obedecí.
– Son elegantes -dijo-. Yo creía que no te gustaba llevar zapatos. Que sólo te gustaban las zapatillas de deporte.
– ¿Has visto elABC? -pregunté.
ElABC era el periódico que leían mi abuela y mis tíos. Los últimos días habían publicado un anuncio de una compañía de revista que estaba actuando en Madrid. En una de las fotos pequeñas aparecía Estrella, que ahora se llamaba Estrella Alvarado y se dedicaba a la canción española. Saqué el recorte que llevaba en el bolsillo y lo acerqué al cristal blindado.
– Estrella -dijo mi padre.
En ese momento, mientras sostenía aquel trozo de papel pegado al cristal, me acordé de cuando mi padre me guardaba los recortes sobre el doctor Barnard y yo los incorporaba a mi álbum. Ahora todo había cambiado. Ahora era como si yo fuera el adulto y mi padre el niño.
– Estrella -volvió a decir-. ¿Alvarado? ¿Por qué se habrá cambiado el apellido? A mí Pinseque me parece muy bonito. Sonoro, con clase. ¡Pero Alvarado…! Para un rejoneador no estaría mal, pero para una cantante de zarzuela…
– Ahora canta canción española. Lo pone abajo: «La nueva voz de la canción española.»
Mi padre sacudió la cabeza con disgusto. Yo pregunté:
– ¿Cuándo saldrás? ¿Sabes algo nuevo?
– Aquí nadie sabe nada.
– El tío Jorge está intentando que me admitan en el colegio de los primos. Dice que no puede ser que me pasé todo el curso en blanco…
Entonces mi padre se olvidó de Estrella y del recorte y me miró con tristeza. Yo sabía qué era lo que estaba pensando en ese momento: que me estaba perdiendo, que la vida nos estaba alejando y que quién podría asegurar que volveríamos a estar juntos. No pude sostenerle la mirada.
– ¿Necesitas algo?
Cuando le hacía esa pregunta era que ya no quedaba nada de lo que hablar.
– El tío Jorge ha dicho que a lo mejor necesitas jabón o pasta de dientes. Cosas así. ¿Necesitas algo o no? ¿Quieren que venga alguien más a visitarte? El tío ha dicho…
Mi padre negó con la cabeza. Sólo yo. Sólo quería que fuera yo.
Mi tío sí que se había ofrecido a visitarle en la cárcel, pero lo había hecho como por compromiso.
– Si le apetece hablar conmigo, dile que estoy dispuesto -me había dicho.
Mi abuela ni siquiera eso. Mi abuela no había vuelto a mencionarle desde aquella tarde en el Mercedes, cuando me dijo que también mi padre, a mi edad, solía acompañarla al rosario. Mi abuela, su madre. ¿Os parece normal? Yo no había conocido a mi madre y no sabía muy bien cómo se comportaban las madres con sus hijos en los momentos difíciles. Pero estaba seguro de que una buena madre nunca abandonaría del todo a un hijo suyo. Nunca, en ninguna circunstancia, aunque su hijo fuera el peor de los criminales. Y mi padre, al fin y al cabo, tampoco era un criminal. Sólo un delincuente. Un delincuente de poca monta.
De todas formas, os podéis imaginar que tampoco mi padre habría accedido a recibirla. ¿Mi padre recibiendo a mi abuela en aquel sórdido locutorio de la cárcel? Imposible. Su orgullo o su dignidad o como queráis llamarlo jamás le habría permitido hacer una cosa así.
Yo entonces pensaba mucho en mi madre. Ya sé que es absurdo, porque mi madre no tenía nada que ver con aquella casa y aquella ciudad, y sólo en una ocasión había estado allí. Pero pensaba en ella y con frecuencia me preguntaba cómo habría sido mi relación con ella si no hubiera muerto. ¿Habría podido ser como la de mi padre con la suya? No, seguro que no. En mi imaginación yo me representaba a mi madre con los rasgos de Audrey Hepburn, y también con su voz y su elegancia y sus suaves maneras, y yo no sé si Audrey Hepburn tiene o no tiene hijos y si se lleva bien con ellos o no, pero estoy seguro de que una mujer que se parece a Audrey Hepburn no puede ser una mala madre.
Yo pensaba mucho en mi madre y habría dado cualquier cosa por encontrar a alguien que me hablara de ella. Sí, pero ¿quién? Con quien más horas pasaba era con Ernesto y Benita. En mis planes del día yo hablaba de regar con Ernesto el jardín de la abuela o de aprender algo de mecánica o de acompañar a Benita a hacer recados, pero luego no hacía nada de eso. Me limitaba a sentarme en la vieja habitación de mi padre o en cualquier otro sitio y dejar simplemente que el tiempo pasara. Algunas veces aprovechaba los descansos de Ernesto y de Benita para darles conversación. Era entonces cuando me hablaban de mi padre y me decían que me parecía a él, que tenía sus mismos ojos.
– Los mismos ojos, señorito Felipe, el mismo pelo -decían-. Hasta la misma expresión.
A mí eso no dejaba de extrañarme. Sí, los hijos suelen parecerse a los padres, eso es lo habitual, pero por algún motivo yo siempre había creído que me parecía más a mi madre que a mi padre. Que, de hecho, no me parecía a mi padre en absoluto. No sé. Era como si yo hubiera elegido ser hijo de mi madre, de esa madre muerta de la que apenas sabía nada, y no de mi padre. Como si lo esencial para mi fuera esa vida que no había podido vivir junto a mi madre y considerara, en cambio, como algo accidental la vida con mi padre, la que de verdad había vivido.
Benita me contaba algunas de las travesuras infantiles de mi padre y me decía que me parecía a él incluso en la manera de andar y de moverme, y yo le escuchaba en silencio y luego preguntaba o quería preguntar:
– ¿Y mi madre?
Ella, claro, ni siquiera la recordaba.
Ya he dicho que algunas tardes acompañaba a mi abuela a los inaguantables rosarios del padre Apellániz. Íbamos en silencio, mirando cada uno por su ventanilla. Una de esa» tardes, cuando ya habíamos recogido los papeles de las recaudaciones, mi abuela se volvió de repente hacia mí y dijo:
– Tu hermano me ha dicho que ayer no fuiste a clase…
Dijo esto y luego me observó con extrañeza. O tal ven con decepción. No era yo el que tenía que estar ahí en ese momento. Era mi padre, treinta años antes.
¿Queréis que os diga lo que pienso? Que mi abuela durante muchos años había estado esperando a que mi padre le pidiera perdón. Era todo una cuestión de orgullo, y seguramente el asunto habría quedado olvidado en cuanto uno de esos dos orgullos hubiera cedido ante el otro. Entonces ¿en qué consistía el verdadero error de mi padre? ¿En ser orgulloso? ¡Pero si el orgullo lo había recibido precisamente de ella, de su madre! Bueno, ya sabéis lo que pienso yo del orgullo. Que es una completa estupidez que no sirve de nada, maldito sea el que lo inventó.
¿Qué más queréis que os cuente sobre mi estancia en Vitoria? En mi memoria esa ciudad ha quedado asociada a la religión y a los curas. Al padre Apellániz y su coro de chicos sonrientes, a los rosarios de mi abuela, a la bendición de la mesa antes de las comidas… Recuerdo que todos mis parientes de Vitoria se santiguaban al salir de casa y que yo algunas veces estuve tentado de hacer lo mismo para no sentirme diferente. Yo no era feliz allí. Si alguna vez os dais cuenta de que hacéis algo sólo por no sentiros diferentes de los que os rodean, eso quiere decir que no sois felices.
La televisión en color no da la felicidad, os lo puedo asegurar. Y os aseguro también que, por grande que sea la curiosidad que algo haya podido despertar en vosotros, luego no dura más allá de unos días o unas semanas. Sí, yo siempre había querido conocer a mi abuela y a mis tíos y a mis primos y visitar la ciudad de mi padre y estar en la casa en la que había nacido. Bueno, todo eso ya estaba, y ahora yo sólo deseaba largarme. Lo he dicho antes: aquella vida no era mi vida.
Volví a mi puzzle. Volví a soñar con irme. Con irme a París o a Berlín o a cualquier sitio, pero lejos de ahí.
Un día me acordé de las cajas de productos no perecederos y de las otras cosas que se habían quedado en el Tiburón. Todo aquello tenía un valor, por pequeño que fuera, y no había ningún motivo para que no tratara de encontrarle comprador. El televisor se lo vendí a un ropavejero por ocho mil pesetas; seguramente me habría pagado algo más si no hubiera creído que era robado. Para vender los botes de caramelo líquido tuve que recorrerme todas las pastelerías de la ciudad, y al final encontré una pastelera gorda que, más por caridad que por otra cosa, accedió a comprármelos todos.
En lo que más esperanza había depositado era en las latas de pipas peladas, porque en aquella época no había pipas así en España. Lo intenté primero en quioscos y cafeterías y luego en supermercados y tiendas de alimentación, Lo intenté en todos los comercios en los que uno podía pensar que venderían pipas. Pero nadie quería mis pipas peladas, y sólo en el bar de la estación hubo un hombre que se interesó por ellas. Ni siquiera era un camarero. Era un hombre que estaba tomándose un carajillo en la barra y parecía algo borracho.
– Tú tráeme todas las latas que tengas -me dijo-. Y nos vemos aquí dentro de una semana. Entonces te daré tu parte.
– De acuerdo -dije-. Ahora vuelvo.
Por supuesto no volví. Estaba claro que aquel hombre pretendía robarme mis pipas peladas, y eso yo no lo iba a consentir de ningún modo. No se trataba sólo del dinero Había algo más. Yo estaba terminando algo que mi padre había dejado a medias. ¿Me estaba convirtiendo en algo como una prolongación de él, de mi padre? Es posible, pero supongo que esas cosas les ocurren a casi todos los hijos con respecto a sus padres.
Al final, los únicos sitios en los que no había probado eran las cafeterías de los cines. Entré en una de ellas. La taquillera me saludó con una de esas sonrisas que ya conocía, El camarero, sin embargo, no sabía quién era yo y me dijo que en ese cine no estaba permitido comer pipas.
– Lo dejan todo perdido con las cáscaras -dijo.
– Pero estas pipas son peladas -dije.
– Me da lo mismo. No está permitido.
Cuando salí de allí había gente esperando para la siguiente sesión.
– Pipas peladas, novedad en España -dije-. ¿Quieren una lata de pipas peladas?
Vendí cuatro o cinco latas ante la mirada aturdida de la taquillera. Luego toda ese gente se metió en el cine y apareció el viejo Mercedes negro conducido por Ernesto. Mi abuela abrió la ventanilla para coger el papel de la recaudación y me hizo una seña con la empuñadura del bastón. Me metí en el coche. La taquillera le había contado ya todo, y ella no hizo otra cosa que mirarme a los ojos y mirar la caja en la que llevaba las latas de pipas peladas. Yo pensé: «Otra vez ha vuelto a algún episodio del pasado. Otra vez está viendo en mí a mi padre.» A mí esos regresos mentales al pasado me daban un poco de miedo, y por eso la llamé abuela.
– Abuela -dije-. Quiero vender esto. Son pipas peladas, novedad en España. Dile al de la cafetería que me las compre.
A ella no podía gustarle que un nieto suyo mendigara a la puerta de uno de sus cines.
– Abuela -insistí-. Dile que me compre todo esto. Y dile también que tengo más.
Mi abuela, en efecto, hizo que Ernesto llamara al encargado de la cafetería, y éste vino y me compró todas mis latas de pipas peladas.
– Mañana traeré las que faltan -dije.
Aquella tarde acompañé a mi abuela a su rosario, y luego fui al Tiburón y saqué todas las cajas que quedaban en el maletero. Debajo de todas ellas encontré una funda de plástico con unos documentos de mi padre. Pero de esto os hablaré un poco más tarde.
El tío Jorge y el padre Apellániz fueron a la cárcel a visitar a mi padre. A mí me lo dijo este último, el padre Apellániz.
– He ido a ver a tu padre -me dijo-. Le he dicho que lo sacarán pronto, uno de estos días. Al menos eso es lo que he podido averiguar. Yo tengo amigos en todas partes.
Me dijo eso y me dijo también que el tío Jorge quería ayudarnos económicamente. Que mi tío era un hombre generoso y que tenía un corazón grandísimo. Que estaba dispuesto a darnos dinero para que iniciáramos una nueva vida.
– Pero, ¡corcho!, tu padre es un insensato -añadió-, ¿Qué te parece? Ha dicho que no quiere ni oír hablar de eso. Que tiene entre manos un negocio muy importante y no necesita la ayuda de nadie… ¡Tu padre! ¿Qué nuevo negocio será ése?
Me molestó el tono del padre Apellániz. Hablaba de mi padre como de un vulgar estafador y, aunque eso se parecía mucho a la realidad, había algo en aquel tono que me molestaba.
– ¿Tú qué piensas? -me preguntó.
– Yo no pienso nada -dije, pero pensaba que mi padre había dicho lo que tenía que decir.
Claro que a mi padre no podía decírselo así. A mi padre tenía que llevarle la contraria. Fui a verle al día siguiente.
– ¿Y por qué no? -le pregunté-. ¿Por qué no coger el dinero y largarnos? Es dinero. ¡Dinero! ¡Lo que tú siempre has buscado! ¡Lo que todo el mundo necesita para comprar comida y comprar ropa! Sólo tienes que decir sí y ese dinero será tuyo. ¿Cuál es la única condición? Que te vayas, que nos vayamos de Vitoria. ¿Y qué ocurre? ¿Es que ahora te quieres quedar? No, claro que no. Nos vamos a ir, y ese dinero nos lo dan para que nos vayamos. ¿Por qué no cogerlo?
– No puedo hacerlo…
– Pero ¿por qué?
– No lo entenderías. Eres demasiado joven.
– Desde luego -dije-. No puedo entenderlo. No puedo entender que hasta en la cárcel conserves ese orgullo… ¿Por qué lo haces? ¿Por dignidad? ¿Qué te importa ya la dignidad?
Mi padre esquivó mi mirada. Lo que mi padre no sabía era que en ese momento me sentía muy orgulloso de él. Lo que no sabía era que su resistencia me parecía absurda pero también heroica y que si hubiera aceptado ese dinero me habría defraudado.
– Está bien -dije-. Pero nos largaremos. En cuanto salgas. No perderemos ni un minuto más en esta ciudad. Lo que me fastidia es que vamos a hacer lo que ellos quieren y encima les vamos a ahorrar todo ese dinero…
Sonreímos los dos. Yo veía la sonrisa de mi padre y sobre ella veía mi propia sonrisa reflejada en el cristal del locutorio.
Esto ocurría algunos días después de haber encontrado en el maletero del Tiburón la funda de plástico de la que ya os he hablado. ¿Queréis saber lo que contenía aquella funda? Una póliza de seguro. Un seguro de vida. La estudié con atención: el beneficiario era yo, y eso quería decir que, si mi padre hubiera muerto, me habrían pagado veinticinco millones. ¡Veinticinco millones! No habrá mucha gente que haya visto tanto dinero junto.
Pero no fue eso lo que más me impresionó. Miré la fecha en que mi padre había suscrito aquella póliza, y yo no sé si este dato os dirá algo a vosotros pero para mí fue una auténtica revelación. Aquel seguro llevaba una fecha de principios de junio de ese mismo año. Haced vuestros propios cálculos: muy pocos días antes habíamos estado en Tarrasa y la familia de mi madre nos había confiado una carpeta con sus ahorros; muy pocos días después mi padre se había apostado todo ese dinero a las quinielas y lo había perdido. ¿Entendéis ahora lo que quiero decir? Mi padre había cogido ese dinero y había decidido jugárselo a una sola carta. Si la suerte le hubiera favorecido, habría devuelto a mis tíos la parte correspondiente y nosotros habríamos tenido algo de dinero para rehacer nuestras vidas, De no ser así, lo que mi padre tenía previsto era coger el coche, ponerlo a toda velocidad y estrellarse contra un árbol o despeñarse desde alguna curva de la carretera. ¿Lo entendéis ahora o no? Mi padre pretendía simular un accidente para que yo cobrara aquel dinero.
Os refrescaré la memoria. La noche de su fracaso como quinielista, mi padre entró en mi dormitorio para apagarme la luz. Yo entonces pensé que entraba para darme una explicación o algo así. No podía ni imaginar que en realidad lo que él quería era sólo verme, verme por última vez, dedicarme una mirada de despedida. Luego salió del apartamento y se metió en el Tiburón, y yo en aquel momento pensé que se iba de putas. De putas, en una noche así. Pero ¿cómo iba yo a figurarme que si había cogido el coche era porque pretendía matarse? Me imagino su ansiedad. Me lo imagino despeinado, tembloroso, asido con todas sus fuerzas al volante, dando vueltas y más vueltas por aquellas carreteras en busca del muro o la farola o el árbol contra el que estrellar el automóvil. Me lo imagino también con las luces del amanecer, regresando despacio al apartamento y despreciándose a sí mismo por no haber tenido el valor necesario.
Y acordaos de nuestra precipitada marcha de Zaragoza, El cuarto de estar, las dos televisiones encendidas, los ojal de mi padre, rojos como los de los conejos… El asunto de los coches americanos debía de haber estallado ese misino día. Aquella noche yo me asomé al balcón y le vi meterse en el coche y tomar la carretera que bordeaba el canal. En esa carretera había muerto mucha gente y mi padre deseaba ser uno más.
Así pues, al menos en dos ocasiones había pensado seriamente en suicidarse. Y todo ¿por qué? Por mí. Porque no quería arrastrarme en su caída. Mi padre había llegado a una situación en la que no podía tolerarse nuevos fracasos, y eso le había llevado a suscribir aquella póliza y a planear todo lo demás. Mi padre creía preferible quitarse de en medio para que a mí las cosas me resultaran un poco más fáciles. Pero mi padre, por suerte, no era un hombre particularmente valiente.
Una noche oí a mis tíos hablando de mí.
– Menos mal que el chico no es como el padre -dijo él.
Eso para ellos debía de ser un elogio, pero yo en aquel momento comprendí que les odiaba, que odiaba a mi tío Jorge y a todos los demás, que no quería ser como ellos ni vivir como ellos, que prefería incluso parecerme a mi padre, acabar siendo un pobre diablo como él. Comprendí muchas cosas de golpe. Comprendí que, siendo aquella familia como era, o tratabas de ser como ellos querían o ya sólo podías ser lo contrario. Y, claro, comprendí un poco más a mi padre. Mi padre no había podido ser como ese pariente suyo que había fundado la empresa de los cines y los hoteles. Ni tampoco había podido ser como su propio padre, héroe de la Guerra Civil y jefe provincial del Movimiento. Todo lo que mi padre era, lo poco que mi padre era, lo era por oposición a su madre y a todos esos antepasados suyos a cuya altura jamás habría sabido ponerse. A lo mejor por eso había llevado la vida que había llevado. A lo mejor por eso había acabado pensando en el suicidio.
Bueno, en ese momento comprendí también que odiaba los planes del día, que odiaba la generosidad de mis tíos y su caridad cristiana, que odiaba el coro y los rosarios del padre Apellániz y por supuesto odiaba al padre Apellániz, que odiaba a esa familia que había sido injusta con mi padre, que odiaba hasta la ropa nueva y los zapatos nuevos que llevaba, que odiaba a la cursi de mi tía Cristina y odiaba sus antigüedades y el aparato ese con el que se tomaba la tensión, que odiaba esa ciudad, que odiaba los retratos que había en casa de mi abuela y odiaba la casa de mi abuela, que odiaba a las taquilleras de los cines de mi abuela…
Pero, extrañamente, la única a la que no conseguía odiar era a mi abuela. Supongo que la lástima y el odio no pueden superponerse.
Estábamos en la iglesia esperando al padre Apellániz, El padre Apellániz todavía no había llegado y yo llamé a Zariquiegui.
– ¡Zariquiegui! -dije.
Zariquiegui se me acercó con esa sonrisa de falsa felicidad que tenían todos los del coro, y yo le dije:
– O me comes la polla o te hincho un ojo.
Zariquiegui me miró como si fuera a exclamar «¡oh!» pero no exclamó nada. Tampoco ninguno de los otros chicos dijo nada. Allí nadie dijo nada, y ¿os podéis creer que Zariquiegui me miró como si no fuera la primera vez que la idea de comerme la polla le pasaba por la cabeza? ¿Os podéis creer que, si Zariquiegui se sonrojó, no fue porque aquello le escandalizara sino porque se sintió descubierto en sus deseos más íntimos? Repetí:
– ¿Es que no me has oído? ¡O me comes la polla o le hincho un ojo!
Zariquiegui me miraba con los ojos muy abiertos. Yo dudé apenas un par de segundos y luego hice lo que tenía que hacer. Le hinché un ojo y me marché de allí. Hacía tiempo que necesitaba algo así.
Fui a recoger a mi padre a la cárcel. Fui en taxi. Llevaba todas mis cosas en una maleta y el taxista tuvo que esperar unos minutos con el motor en marcha. Me había ido de casa de mis tíos sin despedirme. Había dejado una nota en la mesa del comedor que decía solamente: «Gracias por todo. Despedidme de la abuela. Felipe.» Me pareció que eso era suficiente.
– Nos vamos -dije al ver a mi padre, y pensé que esas palabras tal vez tendría que haberlas dicho él.
Mi padre estaba en ese momento despidiéndose de los funcionarios de la entrada. Les daba la mano a todos y se interesaba por sus familias y por los planes que tenían para las Navidades. Parecía un viajero normal en el momento de pagar la cuenta del hotel y despedirse de los recepcionistas. Su maleta descansaba sobre una silla de anea. Uno de los policías le ofreció un cigarrillo y mi padre lo aceptó con una sonrisa.
– Fumo poco pero la ocasión lo merece -dijo.
Se subió las solapas de la americana y me siguió hasta el taxi. Yo había cogido su maleta pero él me la arrancó de la mano.
– Salgo de la cárcel -dijo-. No del hospital.
El taxista arrancó en cuanto entramos. Yo ya le había dado la dirección a la que debía llevarnos. Era la dirección del hostal en el que mi padre había sido detenido, el Tiburón seguía ahí desde el primer día.
– Bueno -dijo mi padre, y no dijo nada más.
Yo iba sentado en el lado de la derecha, mirando por mi ventanilla, y en el primer cruce vi un Mercedes negro aparcado bajo un anuncio de coñac. Era el viejo Mercedes negro de mi abuela, y por un instante pude verla asomada a la ventanilla trasera. Sí, era ella, mi abuela. Hacía bastante frío pero su ventanilla estaba medio abierta. Nuestras miradas se cruzaron durante dos, tres, quizá cuatro segundos, y su rostro se mantuvo inexpresivo. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí esperando a vernos pasar?
– Por la abuela no has preguntado -dije.
Mi padre me miró pero no dijo nada. ¿La había visto? Supongo que no: mi padre, después de todo, ni siquiera podía saber qué coche tenía la abuela.
– ¿No quieres saber qué tal está?
Tampoco entonces dijo nada, y yo pensé que si hubiera dicho algo tal vez habría dado instrucciones al taxista para que diera la vuelta y buscara el viejo Mercedes. Que acaso mi padre se habría acercado a pedir perdón a mi abuela o que mi abuela se habría adelantado a hacer lo mismo o que se habrían pedido perdón al mismo tiempo y que en ese instante se habría cerrado aquella historia tan vieja y tan absurda. Que quién sabía si no era eso lo que a mi padre le hacía falta, lo que le habría ayudado a enderezar de una vez por todas el rumbo de su vida.
Pero mi padre permaneció en silencio hasta que llegamos al aparcamiento del hostal.
– Gracias y buen viaje -nos dijo el taxista.
Yo, mientras tanto, seguía pensando en mi abuela y trataba de imaginar lo que ella misma estaría pensando en ese momento. Que había visto a su hijo un par de segundos y que ya nunca lo volvería a ver.
6
– Debe de ser un error -dijo mi padre haciendo una seña hacia la larga hilera de coches en venta-. Se trata de un Tiburón, de un Citroen Tiburón. No de un Mini ni de un 600.
– Es todo lo que le puedo dar -dijo el empleado-. Los precios no los pongo yo. A mí me los mandan de Madrid, de la central. Lo único que yo puedo hacer es decir «compro» o «no compro». Pero el precio, ni tocarlo.
Mi padre se frotó el puente de la nariz como suelen hacer los que llevan gafas. Avanzábamos entre dos filas de coches. Yo iba un poco adelantado y de vez en cuando me volvía a esperarles. El empleado insistió:
– Le estoy haciendo un favor. Podría haberle dicho que 110 me interesa. Los coches de importación no tienen buena salida. Por los repuestos, ya sabe.
Era odioso aquel hombre.
– Además están los adhesivos. ¿A quién se le ocurre llenar de adhesivos un coche así? Eso también baja el precio.
Era realmente odioso. Mi padre se detuvo junto a un Dos Caballos azul con matrícula de Soria. Alargó la mano hacia la cartulina que estaba atrapada entre el limpiaparabrisas y el cristal. Señaló el precio.
– Pero ¿se da cuenta de lo que me está diciendo? ¡Por un Tiburón no puede usted ofrecerme lo mismo que pedí por un Dos Caballos de cinco años…!
– Las cosas son así -replicó el otro-. A mí no me interesa comprar. Es a usted a quien le interesa vender.
«Vender», pensé yo, «no malvender.» Mi padre soltóun bufido y volvió a frotarse la nariz. Luego agitó la cabeza como queriendo decir que no pero en realidad diciendo que sí, que aceptaba.
– Está bien -dijo.
– No está bien -intervine yo-. Ese dinero es una puta mierda. No puedes dejar que este gilipollas te tome el pelo.
– He dicho que está bien, y está bien.
El empleado me miraba con rencor. Se metieron en la oficina y rellenaron unos papeles. Yo esperé fuera, apoyado en el capot de un Simca. Aquel hombre me señalaba de vez en cuando con el dedo y le decía a mi padre que no sabía por qué lo hacía, que no sabía por qué le compraba el coche después de lo que había tenido que escuchar. Él no tenía por qué aguantar impertinencias de nadie y menos de un niñato mal educado como yo.
Vi a mi padre contar el dinero y empecé a sacar nuestras cosas del maletero del Tiburón. Tres maletas viejas y unas pocas bolsas de plástico: ahí estaba todo lo que poseíamos. Yo pensé: «Así, sin el coche, se ve muy bien lo pobres que somos.» Tuve que hacer dos viajes para sacar todo aquello a la calle. Amontoné las maletas y me senté encima de ellas a esperar. Vi cómo mi padre entregaba las llaves a aquel hombre y cómo se detenía a echar un último vista/o al Tiburón. Aquel coche era lo único que le unía con la idea que él tenía de sí mismo. Era lógico que se despidiera Luego vino hacia mí y cargó con las dos maletas más pesadas.
– Un coche así. Idéntico al del presidente de Francia -dijo con tristeza, y luego añadió-: Vamos a buscar a Félix.
Yo asentí con la cabeza y le seguí. Llevaba una maleta en la mano derecha y dos o tres bolsas pequeñas en la mano izquierda.
– Vamos -dije.
Nos habíamos vuelto a instalar en Zaragoza. Podíamos haber ido a cualquier otro sitio pero en Zaragoza al menos teníamos un amigo. Mi padre le había llamado por teléfono y Félix se había ofrecido a encontrarnos un sitio donde pasar la noche. Habíamos quedado con él en el centro de la ciudad, delante de unos grandes almacenes. Al cabo de un cuarto de hora estábamos en ese sitio, esperándole. Junto a nosotros había unos músicos con gorros y barbas de Papá Noel cantando villancicos. Mi padre y yo teníamos frío y estábamos cansados, y aquellos villancicos y aquellas calles repletas de luces navideñas tenían muy poco que ver con nosotros.
Había aguantado bastante bien su paso por la cárcel. En la cárcel mi padre no era nadie, pero eso no importaba porque ahí dentro todos eran lo mismo: nadie. Lo malo era salir y darse cuenta de que tampoco fuera de la cárcel era nadie. Yo creo que, si mi padre se apresuró a vender el Tiburón, fue precisamente por eso: porque había descubierto cuál era su sitio, el sitio que le correspondía, y cuál la vida que le había tocado vivir. ¿Me explico? Mi padre había podido engañarse a sí mismo durante años, pero esas semanas en la cárcel lo habían cambiado todo y ahora no cabía ya la menor posibilidad de engaño.
Mi padre era un muerto de hambre y estaba dispuesto a vivir como tal, como un muerto de hambre. Vivir en una casa prestada y sin categoría, renunciar a tener un coche, ganarse la vida con alguno de esos trabajillos que hasta hada poco tiempo consideraba degradantes… Estábamos otra vez en Zaragoza, y lo más fácil habría sido volver a lo del locutorio clandestino. Habríamos buscado otra casita cerca de la base y avisado de nuestro regreso a los americanos que ya conocíamos. Habríamos vuelto a nuestro anterior negocio, ilegal pero también inofensivo, y al cabo de dos o tres meses la compañía de teléfonos nos cortaría la línea y nosotros tendríamos que volver a empezar, buscando otra casita cercana a la base y avisando de nuevo a nuestros clientes americanos y preparándonos ya para la próxima mudanza y para todas las mudanzas que vendrían después. Pero no. Mi padre había decidido aceptar su destino, y eso implicaba una ruptura con nuestra anterior forma de vida, con ese constante peregrinar y esa sensación como de estar huyendo de nuestro pasado y de nosotros mismos, incapaces de detenernos y de volvernos atrás. Eso implicaba también una ruptura con sus actividades de los últimos meses: mi padre no estaba dispuesto a hacer nada que pudiera rozar lo delictivo.
Yo creo que la cárcel le había vuelto temeroso. Recuerdo, por ejemplo, que uno de los primeros días, muy poco después de vender el Tiburón, paseábamos por una calle céntrica y unos policías nos hicieron señas para que no siguiéramos avanzando.
– Retrocedan -dijo uno de ellos-. Una manifestación.
Yo en ese momento miré a mi padre, y vi que temblaba y que casi no podía ni articular palabra. ¿Es normal eso? ¿Todos los que han pasado alguna vez por la cárcel experimentan ese mismo miedo hacia la policía?
Se asustaba también cuando alguien llamaba a la persiana metálica de nuestra vivienda. En principio se negaba a abrir, y sólo si insistían acababa haciéndome una seña con la cabeza para que echara un vistazo por el ventanuco de la persiana y la abriera. Supongo que tenía miedo de que la historia se repitiera, de que algún día apareciera un par de policías y volviera a ocurrir como en el hostal de Vitoria Ahora sí que mi padre se sentía perseguido. Culpable y perseguido, y me imagino que eso formaba ya parte de su vida. Se había convertido en un hombre temeroso de la policía, pero ese temor expresaba un temor mucho más amplio, y a mí sus reacciones me recordaban las de los niños maltratados, que apartan la cara en cuanto alguien levanta la mano.
Vivíamos entonces al otro lado del Ebro, en un local que Félix solía utilizar como almacén pero que en aquella época tenía vacío. Por eso he dicho lo de la persiana metálica. Vivíamos en un sitio que no podía considerarse una casa porque no tenía ni puerta, que es lo mínimo que debe tener una casa. Tenía una persiana metálica con un ventanuco cuadrado en el centro, similar al que mantienen abierto algunas farmacias cuando están de guardia, y cada vez que entrábamos o salíamos teníamos que empujarla con fuerza hacia arriba.
– Ya sé que es molesto -dijo Félix-. Y ruidoso. Pero no puedo ofreceros nada mejor.
Félix se portó muy bien con nosotros. Nos proporcionó un par de colchones, una mesa vieja y unas sillas plegables. Eso y nuestras escasas pertenencias era todo lo que había en aquel sitio. Era un local de unos ochenta metros cuadrados, sin tabiques ni divisiones, y en la pared del fondo había dos puertas. Una de ellas era la del cuarto de baño, minúsculo, asqueroso, compuesto nada más por un retrete agrietado y un lavabo sin agua caliente. La otra daba al patio de un taller mecánico en el que se amontonaban neumáticos viejos, trozos de carrocería, motores inservibles. Era ahí donde mi padre guardaba la Mobylette. Se la había prestado Félix en cuanto supo que habíamos tenido que vender el coche. Ya digo que se portó muy bien con nosotros: nos dejó el local, nos dejó la Mobylette, de vez en cuando venía a buscar a mi padre y le ofrecía algo de dinero por ayudarle a limpiar un piso o una tienda.
– Hasta la semana que viene no creo que vuelva a tener nada para ti -solía excusarse ante mi padre-. En la televisión dicen que las cosas van bien pero no es verdad. Cada vez hay menos trabajo.
Félix siempre estaba excusándose por no poder ayudarnos todo lo que él habría querido. En realidad seguía teniendo a mi padre por un caballero culto y distinguido, y yo no sé qué le dolía más, si el hecho de no estar en condiciones de proporcionarle empleo o el de que los trabajillos que de vez en cuando podía ofrecerle no estuvieran, según él, a la altura de mi padre.
Recuerdo la imagen de mi padre en la Mobylette. Recuerdo el intenso frío de aquellas madrugadas de invierno y a mi padre preparándose una bolsa con el mono azul y un par de bocadillos y metiéndose páginas de periódicos dentro de la americana para abrigarse. Viéndolo así, en esa pequeña motocicleta y con los periódicos asomándole por la americana cruzada, comprendía con facilidad hasta dónde había caído su autoestima. Lo que quiero decir es: con esa moto y esos periódicos, y también con esa nariz moqueante y esa nube de aliento pegada a la boca, ¿podía mi padre aunque sólo fuera fingir la seguridad que siempre había mostrado al volante del Tiburón?
Félix me había prometido que, si las cosas mejoraban, intentaría darme trabajo también a mí, pero yo pensé que a mi padre no le gustaría. No le gustaría verme trajinar a su lado con fregonas, cubos de agua y botellas de lejía, y sin duda tampoco le gustaría que yo le viera de igual modo. Eché una ojeada a las ofertas de empleo del periódico y recorté un anuncio que decía:
Departamento de VENTAS prestigiosa marca de relojes NECESITA:
jóvenes ambos sexos, activos, emprendedores, con don de gentes y conocimiento de idiomas.
OFRECE:
retribución mínima 50.000 ptas. mensuales.
Llamé por teléfono para concertar una entrevista. Pregunté por un señor apellidado Delgado.
– ¿Edad? -me preguntó.
– Dieciséis -mentí.
– ¿Experiencia en ventas?
– He trabajado en negocios de importación. Hace poco intervine en una campaña de introducción de productos americanos en nuestro país…-dije, y esto no se podía decir que fuera una mentira.
– ¿Qué productos?
– Botes de caramelo líquido, latas de pipas peladas…
– ¿Pipas peladas? Jamás había oído hablar de algo así.
Acudí a su despacho, que era en realidad una vivienda normal en cuya puerta no había ningún letrero. Me abrió el propio señor Delgado y me hizo esperar en un saloncito que daba a las vías del tren. Sentados en sendos sillones estaban dos chicos algo mayores que yo, y sobre la mesita de cristal había un cenicero con propaganda de Cinzano que emitía un leve tintineo cada vez que pasaba un tren.
– ¿De qué se trata? -pregunté, y uno de los chicos se encogió de hombros y dijo:
– Ni idea.
Los observé en silencio. Yo era como ellos, como cualquiera de esos dos chicos que soñaban con esa retribución mínima de cincuenta mil pesetas y miraban a los demás con desconfianza. Veía en sus ojos el brillo feroz de la necesidad, de la lucha por la vida, acaso el recuerdo de los años vividos en miserables cuartos de casas miserables, atestadas de gente, sin intimidad. Yo me decía a mí mismo que era como esos dos chicos pero, al mismo tiempo, veía en ellos una carga de realidad que era incapaz de percibir' en mí. Como si, de hecho, su miseria fuera mayor o más cierta que la mía.
– El siguiente -dijo el señor Delgado.
Cuando me llegó el turno había tres chicos nuevos en el saloncito. El señor Delgado me hizo pasar a su despacho y, antes de ofrecerme asiento, me miró lentamente de la cabeza a los pies. Yo estaba seguro de pasar ese primer examen. Me había puesto mi mejor ropa, la que me habían comprado mis tíos en Vitoria: un jersey Pulligan de cuello en pico, un pantalón gris con la raya de la plancha bien marcada y unos mocasines italianos de color granate.
– ¿Para qué necesita este trabajo un chico como tú? ¿No tienes bastante con lo que te dan tus papás?
– Mis papás no me dan ni un duro. Yo me gano mi dinero -dije, y me pareció que mi respuesta le satisfizo.
Aquel hombre me hizo un par de preguntas intrascendentes, y yo supuse que sólo quería oírme hablar. Luego me explicó en qué consistía el trabajo: en vender relojes de puerta en puerta.
– Son Timex -dijo-. Una buena marca, ¿eh? Me imagino que la conoces. Relojes americanos.
Yo asentí con la cabeza, y pensé que a lo mejor aquel hombre había conseguido esos relojes a bajo precio gracias a algún contacto en el economato de la base americana. Un negocio, por tanto, no muy distinto del que mi padre había querido montar con los productos no perecederos. Pero tampoco me habría extrañado que esos relojes fueran robados. Por cosas que yo había oído decir a la gente de la base, sabía que eso era habitual. Los españoles que trabajaban allí robaban todo lo que tenían a mano. Se quedaban con la mitad de las mercancías que descargaban de los aviones americanos y luego comerciaban con ellas, y las autoridades militares lo sabían pero no podían hacer otra cosa que tolerarlo. Sí, seguro que esos relojes eran robados.
– Observa los distintos modelos…-dijo el señor Delgado.
Se entretuvo mostrándome un amplio muestrario y yo di por supuesto que el trabajo era mío.
– ¿Y lo del conocimiento de idiomas? -pregunté.
– En el mundo de los negocios hay que saber distinguir entre lo principal y lo accesorio -dijo él-. Eso, por ejemplo, forma parte de lo accesorio. La cuestión es tener clase. Y tú la tienes.
No quise preguntarle por la retribución mínima de cincuenta mil pesetas. Supuse que también eso formaba parte de lo accesorio.
– A todos los chicos que han pasado antes que tú los he rechazado -añadió-. A ti estoy dispuesto a ponerte a prueba un par de semanas.
Luego colocó sobre la mesa una cartera con una veintena de relojes Timex y me pidió diez mil pesetas en concepto de fianza. Aquellos relojes no valían mucho más, y yo pensé: «Ninguno de los chicos que han pasado antes que yo tenían las diez mil pesetas que tú les has pedido.»
– Está bien -dije.
Diez mil pesetas era más o menos lo que aún conservaba de la venta del televisor y las otras cosas. Yo sabía que aquel hombre se estaba aprovechando de mí pero, por muy precario y dudoso que fuera aquel trabajo, lo necesitaba. Por eso acepté.
– Está bien -volví a decir.
En unos folios que pretendían parecer un contrato escribí mi nombre, mi falsa fecha de nacimiento y una dirección también falsa. ¿Por qué di la dirección de una de las viviendas anteriores, la del barrio de Torrero, junto al cementerio y la cárcel, también junto al canal, en lugar de dar mi auténtica dirección, la de aquel triste almacén al otro lado del río? ¿Fue por vergüenza? ¿Por no dar una información que contradijera lo que decían mis zapatos italianos y mi jersey de cuello en pico? No sé, pero lo cierto es que aquel detalle me pareció intrascendente. Lo del almacén era provisional; en cuanto nos mudáramos a otro sitio le daría las nuevas señas.
Luego firmé, dejé sobre la mesa nueve billetes de mil y dos de quinientas (llevaba siempre encima todo mi dinero) y me eché a la calle con una de esas carteras repletas de relojes. Yo era ahora un vendedor ambulante, un vendedor de relojes Timex, quién sabía si robados o no, y eso era mejor que no ser nada. Me pasaba los días yendo de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras, llamando a los timbres de las casas. Muchas veces ni siquiera me abrían la puerta. Otras veces me estudiaban en silencio a través de la mirilla y acababan abriendo, y entonces yo exhibía todos aquellos relojes baratos que llevaba en la cartera y soltaba siempre la misma cantinela:
– Buenas tardes, señora. Sólo le pido un minuto. ¿Le apetece echar una ojeada? Estoy haciendo una promoción de relojes. Supongo que ha visto los anuncios. Son Timex. ¡Americanos! ¿Qué mejor regalo para estas Navidades?
Si me retenían en el descansillo con la puerta entornada, yo ya sabía que tenía pocas esperanzas de lograr alguna venta. Si, por el contrario, me hacían pasar, podía ocurrir cualquier cosa. Recuerdo una mujer que, prácticamente sin mirar los relojes, me invitó a sentarme en el sofá y me ofreció una cervecita. Así lo dijo, cervecita. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, regordeta y parlanchína, y llevaba una blusa finísima por la que se le transparentaba el sujetador negro. Me trajo la cervecita y se sentó a mi lado, y yo sentí muy próximo su perfume dulzón, como de moras maduras.
– Mi marido no está en la ciudad -dijo-. ¿Qué pensaría si volviera antes de lo previsto y te encontrara aquí?
Dijo esto, y al mismo tiempo dejó caer sus pesados zuecos sobre la alfombra y vi las uñas de sus pies pintadas de rojo.
– Entonces ya vendré cuando esté -dije-. Si el reloj es para él seguro que querrá elegir…
Bueno, yo era un vendedor de relojes. No un gigoló. No había pagado diez mil pesetas para eso, para pasar la tarde en la cama de todas las mujeres que quisieran comprarme uno de aquellos relojes.
Recuerdo también a un hombre que accedió a comprarme un reloj con la condición de que luego me lo jugara con él a la carta más alta. Tenía un bigote muy pequeño y el pelo peinado hacia atrás. Tenía también el aspecto de quien no ha dormido lo suficiente.
– Yo te compro uno, este mismo -me dijo-. Después cogemos una carta cada uno y, si gano, me devuelves mi dinero. Pero si ganas tú, te quedas con los dos: con el reloj y con el dinero. ¿De acuerdo?
Negué con la cabeza.
– Muy bien, muy bien -insistió-. Te lo pondré más fácil. Te los compro todos. Si ganas tú, los relojes y el dinero son tuyos. Y si gano yo, te pago sólo la mitad de lo que valen. ¿Cuánto te cuestan a ti? No creo que llegue a tanto. De este modo no puedes salir perdiendo.
Negué otra vez con la cabeza y cerré la cartera. Aquel hombre parecía decepcionado y hasta furioso. Me tendió el mazo de cartas.
– Elige una. Sólo para ver qué habría pasado.
Cogí una carta y luego él cogió otra. La mía era una sota de bastos, la suya un seis de espadas, y a mí me dio la impresión de que eso le hacía feliz.
– ¿Te das cuenta? Has cometido un error -me dijo con una amplia sonrisa.
Sí, podía ser que hubiera cometido un error con él y acaso también con la mujer de la cervecita. Pero es que yo había encontrado un camino, el camino que quería seguir, y no estaba dispuesto a apartarme de él por muchas que fueran las sendas que se abrieran a uno y otro lado de aquel camino. ¿Era eso lo correcto? Yo creía que sí, pero por otra parte ganaba tan poco dinero que con frecuencia dudaba de eso y de todo.
Hice mis cuentas al concluir mi primera semana de trabajo. Desolador. Había ganado menos que cuando recogía pelotas en el club de golf para revenderlas en la tienda de la base. De hecho, en toda esa semana sólo había conseguido vender tres relojes. Y ni siquiera eso. Sólo dos, porque el tercero lo compré yo mismo para regalárselo a mi padre.
Aquélla fue nuestra Nochebuena más triste. Bueno, las fiestas navideñas nunca eran demasiado alegres para nosotros, pero aquéllas lo fueron mucho menos. No sé muy bien cómo explicarlo. Nosotros siempre habíamos pasado las Navidades solos, y ese año nos sentíamos aún más solos. ¿Puede ocurrir eso? ¿Pueden dos personas estar solas y sentirse unas veces muy solas y otras veces simplemente solas? Félix había venido a hacernos una visita por la tarde y nos había traído dos barras de turrón de Jijona, una del duro y la otra del blando. También nos había traído una televisión pequeña que en su casa no utilizaban.
– Por lo menos podréis ver alguna película -había dicho.
Aquella televisión tenía dos largas antenas que había que cambiar de orientación en cuanto la imagen empezaba a temblar.
– No está mal -dijo mi padre-. Una televisión siempre hace compañía, ¿no te parece?
Mi padre llevaba un buen rato tratando de partir el turrón duro y preparando una ensalada de lechuga, atún y mayonesa.
– Claro que un perro tampoco estaría mal -añadió-. A lo mejor tienes razón. Un perro pequeño y bien educado. Un perrito que nos esté esperando mientras estemos fuera y que salte y mueva el rabo en cuanto nos oiga llegar. Habrá que pensárselo. Un perrito así siempre alegra una casa…
Decía estas cosas sin preocuparse de si yo le escuchaba o no. Luego sacó el turrón blando y lo cortó en ocho porciones idénticas.
– El problema era antes, con los viajes -prosiguió-. No puedes ir de un lado a otro cargando con un perro. ¡Pero, eso sí, tiene que ser un perro pequeño! ¡Nada de pastores alemanes ni perros así!
Puso también agua a hervir en el hornillo, pero la bombona se agotó enseguida.
– ¡Vaya! -dijo-. Hoy no hay consomé. Y me temo que mañana tampoco.
Nuestra cena de Nochebuena consistiría, pues, en ensalada y turrón. La televisión seguía encendida. No la habíamos apagado desde que Félix la había traído, y yo de vez en cuando me tomaba la molestia de reorientar las antenas. Ahora un presentador muy cariacontecido decía que a continuación nos iban a ofrecer el mensaje de Navidad de Franco. Él no decía Franco. Él decía el jefe del Estado. Lo repitió varias veces, y al final casi alzó la voz:
– ¡Atención, españoles, habla el jefe del Estado!
– ¿Apago? -dije yo.
– Apaga -dijo mi padre.
Apagué. Nos importaba un pepino que hablara el jefe del Estado. Apagué, y en el centro de la pantalla apareció un punto blanco, como una estrella equivocada en una noche sin estrellas. Aquel punto se fue haciendo cada vez más pequeño, y yo lo miraba y pensaba que nunca desaparecería del todo. Que pronto esa estrella sería tan pequeña que me resultaría invisible pero que eso no querría decir que hubiera desaparecido del todo.
– ¿Cenamos ya? -preguntó mi padre, frotándose las manos.
Cenamos, y mi padre volvió a hablar del perro.
– Aquí no, por supuesto. Aquí no podemos tener un perro, pero estoy convencido de que las cosas van a mejorar. Todo se arreglará dentro de poco, y entonces cambiaremos de casa y compraremos un perro. Un perro pequeño. ¿Cuál prefieres? ¿Un caniche? ¿Un yorkshire?
Yo no le dije que no, pero a mí eso ya no me importaba. Hacía tiempo que me había olvidado de lo del perro.
– Sí, un yorkshire. ¿Te acuerdas de aquellos belgas que vivían en Santa Pola? Tenían un yorkshire, ¿te acuerdas?
Me acordaba de los belgas y me acordaba de su perrito. Aquel perrito era lo más parecido a un escupitajo. Hacía tiempo que me había olvidado de lo del perro, y sólo confiaba en que mi padre no se empeñara ahora en tener un perrillo como aquél. Yo ya no quería tener perro y, desde luego, no quería un perro como aquél. Un yorkshire, qué bicho tan cursi y tan desagradable.
– Pero ya te digo que todavía no -dijo mi padre-. Dentro de uno o dos meses, cuando vivamos en un sitio mejor que éste. Entonces iremos a una tienda de animales y compraremos un yorkshire… ¿Ya has terminado? ¿No quieres más? El turrón ni siquiera lo has probado…
Me había levantado, ya no tenía hambre.
– Tu regalo -dije.
Mi padre desenvolvió el pequeño paquete, abrió la caja y sostuvo con delicadeza el reloj sobre la palma de la mano.
– Es precioso -dijo-. Muchas gracias.
Estaba realmente emocionado, los ojos húmedos, la boca entreabierta. Yo sabía que su agradecimiento era sincero pero también sabía que nunca utilizaría ese reloj. No al menos mientras tuviera su reloj de toda la vida, un Omega bañado en oro.
Me entregó después su regalo. Un puzzle con un paisaje de la Selva Negra.
– Como sé que te gustan tanto…-dijo.
Estaba avergonzado porque su regalo era más modesto que el mío.
– Claro que sí -dije-. Lo haré mañana mismo.
Luego me coloqué bajo el marco de la puerta del lavabo y me puse a hacer los ejercicios del «Taller & Taller New System». Y así fue como pasé aquella Nochebuena.
Un día pedí a Félix que me llevara con él a la base. Aquel día había trabajo para mi padre, la limpieza de unas oficinas de una compañía de seguros, y Félix prefirió pasar a buscarnos con la furgoneta. Nos metimos en la parte de atrás, junto a otros tres hombres vestidos con mono azul como mi padre.
– Ya tenemos aquí al señor marqués… -dijo uno de ellos a modo de saludo.
– Me parece que hoy va a acabar con las uñas negras -dijo otro.
Mi padre trató de sonreír pero a mí aquello no me gustó. Supuse que para él siempre sería así, que entre la gente adinerada sería siempre un muerto de hambre y entre la gente humilde un petimetre. En eso consistía su destino: en ser un eterno desplazado. Estuviera donde estuviera, ése jamás sería su sitio.
– ¿Y este chico no tendría que estar en el colegio? -preguntó el que había hablado primero.
Bajaron todos de la furgoneta y Félix y yo seguimos nuestro camino hacia la base. Él tenía que hablar con alguien en el autoservicio del club de golf. Yo le dije que al cabo de una hora acudiría a buscarle.
Lo que yo quería, por supuesto, era volver a ver a Miranda. Eché a correr hacia la zona de los chalets. Me detuve en el inicio de la calle con la respiración entrecortada. Luego anduve despacio, muy despacio, aguardando hasta el último momento para volver la mirada hacia la casa de Miranda. No sé muy bien qué era lo que esperaba encontrar. Tal vez a ella, tal vez sólo a su hermana con los dos perritos… Al menos el coche, aquel Chevrolet rojo con matrícula de Texas. Pero no. Lo que vi en el aparcamiento fue una vieja ranchera blanca y verde. El césped del jardín parecía recién cortado y las viejas adelfas presentaban un aspecto casi lustroso. Delante de la casa, a ambos lados de la puerta, había dos enanitos de piedra como los de Blanca- nieves, y yo por un momento tuve una sensación más propia de los sueños: sabía que aquélla era y no era la casa de Miranda, la reconocía y al mismo tiempo la desconocía.
– Miranda…-susurré.
Miré el interior de la casa. En el cuarto de estar había una mujer. Una mujer rubia con un recién nacido apoyado en el hombro. Ella me miraba a mí y yo la miraba a ella.
Yo seguía con lo de los relojes. En muy poco tiempo me había convertido en un vendedor avezado. Había adquirido un mínimo de penetración psicológica y aprendido algunos de esos trucos de los que los buenos vendedores se suelen servir. Si os dedicáis o habéis dedicado a vender, creo que estaréis de acuerdo conmigo en varias cosas. Lo importante, por ejemplo, no es cantar las alabanzas de tu producto ni insistir en que tus precios no tienen competencia. No, eso es lo que hacen los malos vendedores. Lo importante es saber que hay gente que está dispuesta a comprar y gente que no. Lo importante es llegar a reconocer a estos últimos, los que te quieren comprar. A mí me bastaba en ocasiones con un simple vistazo a la ropa y el aspecto y la decoración del piso para saber si aquella persona podía o no estar interesada en alguno de mis relojes. Era algo automático. En cuanto me abrían la puerta, los muebles del recibidor, el empapelado de las paredes, el peinado y las zapatillas de aquel hombre o mujer, sus ojos, el sonido de su voz se aliaban para transmitirme un mensaje que casi siempre me llegaba con claridad: «Quiero comprar, comprar, comprar…» O por el contrario: «No necesito nada, no quiero comprar.»
Con frecuencia, sin embargo, muchas de las personas deseosas de comprar ni siquiera saben que lo son, y es entonces cuando uno debe demostrar sus dotes para el comercio. Un buen vendedor tiene mucho de psiquiatra y mucho también de confesor y de policía que interroga. Lo que el buen vendedor pretende es animar a alguien a expresar una verdad que lleva dentro. Lo mismo, por tanto, que el psiquiatra y que los otros dos, y lo único que le diferencia de éstos es que a él no le interesan sus posibles traumas infantiles ni sus pecados contra el sexto mandamiento ni el lugar en el que pudo esconder el botín de un robo. Que arde en deseos de comprarle algo, que moriría si no pudiera satisfacer esos deseos, que incluso mataría por ello…: eso es lo único que el buen vendedor quiere que admita, y cuando lo consigue puede estar seguro de haberle servido de gran ayuda, porque el premio final no es tanto el objeto por el que aquella persona paga como la paz interior que la adquisición de ese objeto le proporciona.
Si me abrían la puerta y yo percibía aquel «quiero comprar», podéis estar seguros de que no dejaba escapar la oportunidad. Algunos de mis trucos eran infalibles. A veces, por ejemplo, recurría al truco de la vecina.
– Ay, perdone -decía-. Este es el segundo A, ¿verdad? No, yo buscaba a la señora del segundo B, que pidió ver el muestrario…
Decía esto con la cartera de los relojes entreabierta, y me hacían falta muy pocas palabras más para despertar la curiosidad de la mujer que me había abierto.
– ¿Y dice que éste es el modelo que le gusta a mi vecina? -me preguntaba después-. No está nada mal, aunque, claro, ¿cómo me voy a comprar yo un reloj igual al de ella…?
A la gente no le gusta hacer favores sino que se los hagan a ella, y eso es algo que en esta clase de trabajo hay que tener muy claro. Un buen vendedor es aquel que consigue hacerte creer que te hace un favor cuando te vende algo.
– Me pone usted en un aprieto, señora -me lamentaba yo-. Yo se lo vendería a usted, pero comprenda que…
Eso era lo que había que decir en esos casos, y estás perdido si crees lo contrario. Aquella mujer corrió a la cocina a buscar el dinero y me obligó a cogerlo y, si se comportó así, fue porque en todo momento pensó que era yo quien al venderle aquel reloj le estaba haciendo un favor.
Tuve bastantes ocasiones de poner a prueba mi teoría del favor. La clave consiste en conocer el momento exacto en que has dado la vuelta a la relación. Mientras sea el otro el que está perdiendo unos minutos de su precioso tiempo observando tus artículos, tú sólo puedes aguantar. Hay un instante, sin embargo, en el que la cosa cambia y el comprador empieza a sospechar que eres tú quien le está dedicando más tiempo del que en realidad merece. Es justo entonces cuando hay que iniciar algún gesto de despedida, como mirar la hora o tratar de cerrar el muestrario.
– Espere, no tenga tanta prisa -solían interrumpirme-. No he acabado de ver todos los modelos…
Bueno, eso era lo que yo buscaba: esas palabras equivalían a una venta segura.
El caso es que, entre unas cosas y otras, mi trabajo como vendedor ambulante empezó a proporcionarme algo de dinero, acaso más del que mi padre ganaba con las limpiezas de Félix. Cada diez o doce días acudía a casa del señor Delgado a reemplazar los relojes vendidos. Nunca en esa casa me encontraba con nadie, con ningún chico como los del primer día, y llegué a pensar si no sería yo el único vendedor y si tal vez aquel hombre vivía únicamente de lo que yo le pagaba. Un día me dijo que tenía que renovar mi fianza.
– ¿Qué quiere decir?
– Es el procedimiento habitual -dijo-. Aquel depósito era provisional, sólo para el período de prueba. Ahora que el trabajo ya es tuyo, firmaremos un nuevo contrato y lo formalizaremos con el pago del nuevo depósito.
Aquel hombre era un ladrón, pero un ladrón de una clase que a mí no me resultaba desconocida. Mi padre había sido así hasta muy poco tiempo antes. Hombres desesperados y sin recursos, forzados a extraer todo el rendimiento posible a sus magros y oscuros manejos, aun a riesgo de hundirse de una vez por todas. Hombres sin control ninguno sobre su vida y su destino. Hombres a la deriva, con los ojos pesarosos y brillantes de quien ha visto de cerca el abismo.
– Y esta vez no será de diez mil sino de quince mil pesetas -añadió vacilante.
– Y eso ¿por qué?
– Todo sube. El pan sube, la gasolina sube, el café también sube… ¿Por qué no van a subir los relojes?
Aquel ladrón sabía que yo no podría vender esos relojes a precios muy superiores. Lo que, de hecho, me estaba diciendo era que mi comisión iba a quedar reducida a menos de la mitad. En ese momento yo tendría que haberle devuelto sus relojes baratos y solicitado la devolución de mis primeras diez mil pesetas. Sin embargo no lo hice, y tal vez vosotros os preguntaréis por qué. También yo me lo pregunté. Hay tantas cosas que uno hace y no sabe muy bien por qué las hace.
Puse sobre la mesa las quince mil pesetas, y noté cómo aquel hombre aspiraba en silencio una buena bocanada de aire. Su gesto de alivio me recordó al de mi padre el día en que nos íbamos de Tarrasa y él guardó en la guantera del coche los ahorros de mis tíos.
– Tienes madera de buen negociante -me sonrió, adulador. Todo había cambiado entre ese hombre y yo. Aplicando mi teoría del favor, ahora era él quien me necesitaba a mí, y no al revés-. Sabes distinguir dónde hay futuro y dónde no.
Bueno, eso podía ser cierto o podía no serlo, pero lo que no tenía futuro eran él y su negocio. Desde luego no lo tuvo para mí. Debió de ser muy poco después de aquella entrevista cuando me encontré metido en mitad de una manifestación. En aquella época las manifestaciones contra Franco eran frecuentes. Al menos en las ciudades grandes: yo no había visto ninguna hasta que llegamos a Zaragoza por primera vez, e incluso ésas las había visto de lejos, como algo que no acababa de comprender y que nada tenía que ver conmigo. Solían ser breves y violentas, un centenar de estudiantes que gritaban consignas y arrojaban panfletos y rompían escaparates hasta que los policías se lanzaban en su persecución y les golpeaban con sus porras en las piernas y los riñones. Aquella tarde regresaba a casa después de recorrer las calles más céntricas de la ciudad y, al pasar junto a la facultad de medicina, vi una docena de coches celulares y tanquetas de la policía nacional aparcados alrededor de la plaza. Yo apreté el paso y crucé en dirección al paseo de la Independencia. Era el camino natural para ir a mi casa, y al llegar al paseo vi que un grupo de jóvenes ocupaba el centro de la calzada y comenzaba a lanzar objetos a los policías. Había también estudiantes en ambas aceras. Uno de ellos me preguntó:
– ¿Sabes si han cerrado esta calle?
Aquella tarde no llevaba mis mocasines italianos de color granate sino unas zapatillas de deporte, más cómodas. Me imaginé que cualquiera podría tomarme por un manifestante más, pese a mi cartera de vendedor ambulante. Seguí avanzando por el paseo y una chica rubia de pelo larguísimo me dijo:
– Por ahí ni se te ocurra. Está plagado de grises.
Obedecí de forma instintiva. Me desvié hacia otro lado y, cuando me quise dar cuenta, me encontré junto a unos manifestantes que prendían fuego a unas papeleras y las arrojaban al centro de la calzada. Luego, sin tiempo para pensarlo, yo mismo arranqué otra papelera y la arrastré por el paseo hasta un lugar donde seis o siete jóvenes trataban de volcar un Seat 600.
– ¡Rápido! -me dijeron-. ¡Levanta tú por este lado! ¡Uno, dos, tres!
Ayudé, por supuesto, a volcar ese coche y otros dos más. Se había apoderado de mí un raro frenesí, la incontenible necesidad de destruir todo lo que hubiera a mi alcance. Notaba además la proximidad del peligro y la insólita tensión de mis músculos, y eso provocaba en mi interior una mezcla de sensaciones que me resultaba desconocida e inequívocamente placentera.
– ¡Ya vienen! -gritó alguien.
Miré a todos aquellos policías que ahora corrían hacia nosotros. Con sus cascos grises y sus viseras caladas, con sus escudos y sus porras, tenían muy poco de seres humanos y mucho de simples máquinas, de robots programados para el combate. Encontré una botella rota y la lancé contra ellos. Si hubiera podido verles la cara, tal vez no lo habría hecho.
– ¡Cuidado! ¡Tiene una pistola! -oí.
Era verdad. Mezclados entre los policías había tres o cuatro hombres de paisano. Uno de ellos, con una gabardina abotonada hasta el cuello, alzaba una pistola en su mano derecha. Eché a correr. Eché a correr entre las papeleras incendiadas y los botes de humo, entre los gritos de dolor y el ruido de las sirenas, y no me detuve hasta que a mi alrededor ya no había ni policías ni manifestantes. Me dejé caer dentro de un portal. Estaba nervioso y cansado, me temblaban las piernas. Pero estaba contento. Me encontraba bien, muy bien.
Luego descubrí que en medio de la confusión había perdido la cartera con los relojes. Bueno, qué importaba. Conté el dinero de las últimas ventas, que no me alcanzaba ni para recuperar las quince mil pesetas, y decidí no acudir a hablar con el ladrón de Delgado. ¿Para qué? ¿Para tener que darle explicaciones? Pensé incluso que todo aquello podía ser una señal del destino, algo así como un mandato que me conminaba a dejar ese trabajo y buscar uno mejor. Delgado, además, nunca podría exigirme nada porque ni siquiera conocía mi verdadero domicilio.
Yo entonces me sentía muy fuerte. Estaba seguro de que superaría todos los obstáculos que se me presentaran y de que siempre saldría adelante. Había cambiado. No era el mismo que un año antes y lo sabía. También mi padre había cambiado, sólo que su cambio había sido opuesto al mío. Era como si mi padre hubiera ido dejando por el camino grandes trozos de sí mismo y como si yo los hubiera recogido e incorporado a mi vida y forma de ser. Nos parecíamos, claro que nos parecíamos. Mi padre, en su adolescencia, no debía de haber sido tan distinto de mí, y yo veía en él uno de mis futuros posibles. Mi admiración por Patricia Hearst hacía meses que se había disuelto sin dejar huella, y a mí ya ni siquiera me importaba si la habían detenido o no. Habíamos podido ser algo parecido a uno de esos comandos simbióticos, pero eso no entraba en nuestro destino. También habíamos podido ser como don Quijote y Sancho, pero lo mismo. Ahora éramos sólo dos seres solitarios, un padre y un hijo que se ganaban la vida como podían y se juntaban por la noche para ver concursos en un televisor prestado.
¿Y mi madre? Estuve muchas veces a punto de preguntarle por ella pero al final nunca llegué a hacerlo. En eso nuestra relación no había cambiado. ¿Y mi madre? Habría sido tan fácil hacer esa pregunta y dejar que mi padre me hablara de ella, de lo mucho que la había querido y de las viejas heridas y los viejos sacrificios que había aceptado sólo por ella. ¿Llegaríamos alguna vez a hablar de ella? Sí, seguro que sí: la vida es muy larga. Pero ¿cuándo? ¿Acaso cuando él fuera viejo y estuviera en una cama de hospital, con un tubo en la nariz, reponiéndose de un infarto?
Después de lo de los relojes encontré un trabajo de aprendiz en una peluquería canina. Ridículo, ¿verdad? Mi misión consistía en limpiar el suelo de los pelos dejados por los caniches blancos y negros y en abrir y cerrar la puerta a las cursis propietarias de los caniches blancos y negros. Quizá más adelante hable de algunas de las cosas que entonces me ocurrieron, pero lo más seguro es que no llegue a hacerlo nunca, porque a los pocos días de empezar en la peluquería sucedió algo que cambió definitivamente nuestras vidas.
– ¿Quién es? ¿Quién puede ser? -susurró mi padre, alterado-. Asómate tú. O no. Espera. No hagas nada, a ver si se van.
Era un día cualquiera por la mañana. Temprano, muy temprano. Habían golpeado varias veces la persiana metálica. O, mejor dicho, la habían aporreado, y ahora volvían a hacerlo. Esa era, al menos, la impresión que uno tenía si estaba ahí dentro.
– No puede ser Félix -volvió a susurrar mi padre.
No, no podía ser él. Félix siempre daba tres golpecitos para anunciar su llegada. Tres golpes secos con los nudillos, toc, toc, toc. Aquella mañana, quienquiera que fuese golpeaba la persiana metálica con la palma de la mano. Y no tres veces, sino cinco, seis, acaso más.
– Él ya nos habría llamado por nuestros nombres…
Ésa era otra. Félix tenía su propia llave. Si el candado estaba en el lado exterior de la persiana, eso quería decir que no había nadie dentro. Si por el contrario estaba en la parte interior, resultaba evidente que al menos uno de nosotros se encontraba en ese momento en aquel almacén.
– Insisten… -dije yo, en voz muy baja.
En efecto, volvían a llamar, y ahora lo hacían con particular fuerza. Miré a mi padre. A cada uno de aquellos golpes cerraba los ojos y alzaba los hombros, como si estuviéramos en un refugio antiaéreo en mitad de un bombardeo y no se tratara de simples golpes sino de auténticas explosiones.
– ¡Ya voy! -grité, y aquel estrépito cesó en el acto, dejando tras de sí un eco breve y confuso.
Mi padre pegó la espalda a la pared más cercana. Yo entreabrí el ventanuco cuadrado y miré. El que había llamado era un hombre calvo y robusto que se frotaba la nariz con la mano enguantada. En la otra mano sostenía una carpeta, y a su espalda vi un coche de policía con los cristales medio empañados y dos agentes de uniforme en su interior. «Policías, lo peor que nos podía ocurrir», pensé, y lo pensé con tal intensidad que casi temí que aquel hombre hubiera podido oírme.
– Lo siento…-dije-. Estaba dormido.
Dije eso, y mientras lo decía (¿cuántos segundos pudieron pasar?, ¿dos segundos?, ¿tres?) os aseguro que tuve tiempo más que suficiente para pensar una cosa y pensar la contraria y para pensar dos o tres cosas más totalmente distintas de las anteriores. Pensé, por ejemplo, en todas las cosas que mi padre pensaría en cuanto yo me volviera y le dijera que eran policías. Que, por supuesto, venían a buscarle. Que tenía todavía cuentas pendientes con la justicia. Que podía ser que vinieran de nuevo por lo mismo, lo de los coches de importación, pero que tal vez no. Que tal vez venían por lo del robo de la caja registradora, o tal vez por sus continuadas estafas a la compañía telefónica, o incluso por mis tíos, por esos ahorros que quizá nunca podría devolver. Pensé en lo que sin duda pensaría mi padre pero pensé también algunas cosas más. Pensé también que podía ser que vinieran por mí. ¿Qué tendría de extraño? Podía ser que Delgado hubiera denunciado mi desaparición con uno de sus muestrarios de relojes. También podía ser que Delgado fuera, en efecto, un ladrón de relojes y que la policía le hubiera detenido y ahora estuviera buscando a sus cómplices y colaboradores… Todos esos pensamientos pasaron por mi cabeza en tan poco tiempo, apenas dos o tres segundos.
El hombre calvo, sin dejar de frotarse la nariz, dijo el nombre y los dos apellidos de mi padre.
– ¿De qué se trata? -pregunté.
Aquel hombre se limitó a repetir el nombre y los apellidos de mi padre y a preguntar impaciente:
– ¿Es usted?
– No. Mi padre.
– Es importante. Del juzgado.
– Espere un momento. Voy a buscar la llave.
Cerré el ventanuco. Mi padre me miró con los ojos húmedos.
– ¿Policía? -preguntó.
Yo asentí con la cabeza, tristemente.
– No, otra vez no -gimió mi padre-. No podría aguantarlo.
– ¡Escóndete! ¡Sal al patio y escóndete!
Mi padre corrió hacia la puerta del patio y se detuvo. Se volvió un instante a mirarme y me señaló con un dedo como si fuera a decirme algo. Luego negó con la cabeza, cogió sus guantes de encima del televisor y salió sin hacer ruido. Miré a mi alrededor. Mi padre había estado ahí hasta ese mismo momento y su presencia aún no había tenido tiempo de irse del todo. En el aire quedaban su olor, el recuerdo de sus susurros, algún resto del calor de su cuerpo… Saltaba a la vista, o eso al menos me parecía a mí, que se había marchado hacía unos segundos y que no podía haber ido demasiado lejos, y yo me temí que los policías percibirían todos esos rastros de su presencia en cuanto iniciaran el registro y que sin duda le encontrarían.
Del exterior me llegó un bocinazo largo y apremiante del coche de policía. Yo grité:
– ¡Voy!
Tenía la llave en la mano pero estaba tratando de ganar tiempo. Abrí finalmente el candado y alcé de un tirón la persiana metálica. A la luz gris de aquella mañana de invierno observé al hombre calvo y a los policías, que permanecían dentro del coche. El hombre calvo agitó la cabeza malhumorado.
– ¡Ya era hora…!
Luego se quitó un guante y lo sostuvo bajo una axila mientras rebuscaba en su carpeta y me plantaba ante los ojos unos cuantos folios grapados por una esquina. Hizo todo esto con gestos cansinos pero también ligeros, y al mismo tiempo dijo que era un agente judicial y que aquellos papeles formaban parte de un expediente de testamentaría. Un expediente de testamentaría, eso dijo.
– No te olvides de darle esto en cuanto lo veas -añadió-. Ahora échame una firmita.
Apenas medio minuto después aquel coche se había ido con los tres hombres dentro. Ahora yo estaba solo y desconcertado, y con una mano sostenía aquellos papeles mientras con la otra agarraba la persiana para volverla a bajar.
– ¡Se han ido! -grité.
Supuse que mi padre lo había oído todo desde detrás de la puerta del patio.
– ¡Puedes salir! ¡Se han ido! -volví a gritar.
Le esperé sin moverme y mientras tanto eché una ojeada a esos folios. Lo que yo entendí fue que había muerto mi abuela de Vitoria.
Mi abuela había muerto y mi padre iba a heredar una parte de su fortuna.
Pensé, naturalmente, que tenía que haber algún error. Que mi padre se convirtiera de repente en un hombre rico no entraba dentro del orden de los acontecimientos. Sí, podía ser que mi abuela hubiera muerto, y allí constaba la fecha: justo al día siguiente de salir mi padre de la cárcel y marcharnos los dos de Vitoria. Lo que no podía ser era que mi padre heredara. ¿Mi padre heredar? ¿Mi padre heredar parte de la fortuna de mi abuela? ¿Mi padre convertirse en el dueño de la mitad de la casa de Vitoria, de la mitad del frontón, de la mitad de cada uno de los cines y los hoteles de la abuela? Imposible. Eso era lo que no entraba dentro del orden de los acontecimientos. ¿Podía alguien en su sano juicio creer que mi abuela, después de todo, no le hubiera desheredado?
Repasé aquellos papeles.
– ¿No me has oído? ¡Ya puedes salir! -grité con voz temblorosa, porque lo que en realidad quería gritar era: «¡Somos ricos! ¡No te lo vas a creer, pero somos ricos, muy ricos!»
Eché a correr hacia la puerta del patio agitando los folios en el aire. La abrí. Por algún motivo yo me lo imaginaba ansioso, pegado a la puerta y con las manos entrelazadas como la gente que se arrodilla en los funerales. Mi padre, sin embargo, no aparecía por ningún lado.
– ¡Papá! -grité, y en ese momento me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no le llamaba así.
Busqué por todas partes pero era evidente que no estaba. Y, lo que era peor, tampoco estaba la Mobylette. Entré en el taller. Uno de los empleados me dijo que no hacía ni cinco minutos que le había visto salir corriendo con el ciclomotor. Volví junto a la persiana metálica y me acurruqué en una esquina. Quería creer que mi padre regresaría en cualquier momento, que había huido de los policías pero regresaría en cuanto supiera que éstos se habían marchado.
Salió el sol, un débil sol de invierno, y yo seguía esperando. Para entonces me estaba ya temiendo lo peor. Me acordaba de aquella noche en la playa en la que mi padre salió de casa con la idea de estrellar el coche y matarse, y me acordaba también de aquella otra noche en Zaragoza en la que trató de hacer algo parecido, arrojarse con el coche al canal. Si lo había intentado en dos ocasiones anteriores, podía ser que se hubiera propuesto intentarlo de nuevo: que hubiera cogido la Mobylette con la idea de estrellarla contra un muro o despeñarse o lanzarse al río y librarse así de una vez por todas de sus problemas y sus angustias… Eso, por desgracia, sí que entraba dentro del orden de los acontecimientos. Que mi padre estuviera dispuesto a suicidarse para cancelar sus cuentas pendientes y dejarme el dinero del seguro, que pretendiera hacer algo así justo cuando acababa de convertirse en un hombre rico al que todas esas minucias no tendrían por qué atormentarle: ¿no os parece que el destino siempre se burló de él, que jugó con su pobre existencia sin la menor muestra de respeto o delicadeza?
Esperé un rato más y finalmente me decidí a iniciar la búsqueda. Ya os he dicho que vivíamos al otro lado del Ebro. Hay, o al menos había, en esa ribera una carreterita que discurre paralela al río. Yo la conocía muy bien porque era un buen sitio para coger caracoles, tanto si llovía como si no, y lo primero que pensé fue que, si yo hubiera escapado de casa en una Mobylette con el propósito de encontrar una muerte rápida y segura, me habría encaminado sin dudarlo hacia esa carretera y me habría arrojado al agua desde una cualquiera de sus suaves curvas. Esa parte del río dicen que es mortal, de manera que, si hubiera conseguido sobrevivir al golpe, seguro que habría sido arrastrado al fondo por alguno de los numerosos remolinos.
Anduve, pues, por aquella carretera, escuchando a ambos lados el croar de las ranas escondidas, asomándome de vez en cuando a las aguas del río por entre las altas paredes de maleza y de juncos. Vi dos o tres piragüistas que remaban con los ojos entrecerrados y una familia de gitanos empujando una furgoneta sin puertas y unos chicos que disparaban a los pájaros con una escopeta de perdigones. Vi también a un hombrecito cuidando de su pequeño huerto y una rata gordísima que rebuscaba entre los restos de un vertedero y una chica joven que arrastraba un carrito lleno de barras de pan. Y vi luego casas y más casas y uno de los puentes de la ciudad y los otros puentes, y esa carreterita se había convertido ya en una calle normal, en la que a nadie nunca se le ocurriría tratar de suicidarse.
Volví por el mismo camino, más deprisa ahora, casi corriendo. Tenía la esperanza de que hubiera regresado. Llegar y encontrármelo. ¿Qué le diría si así fuera? No, no le hablaría de mi búsqueda. No le diría que llevaba dos horas buscando su cadáver entre los juncos de la orilla. Él no sabía que yo había visto la póliza de su seguro y que había deducido todo lo demás. Le diría simplemente que todo había cambiado de repente, que había muerto su madre, su detestada madre, y que no le había excluido de su testamento. Le diría que ahora era un hombre rico.
Pero mi padre no estaba.
– No -me dijo el del taller-. Por aquí no ha vuelto.
Me acordé del canal. Ya en una ocasión había pensado en tirarse al canal, no sería extraño que volviera al mismo sitio. Corrí hasta la parada de autobús. Cogí el primero que pasó y luego, en la plaza de España, me cambié a otro que llevaba al barrio de Torrero. Bajé junto al puente del canal y me detuve un momento a descansar. Era curioso. No había notado el cansancio mientras andaba o corría, pero nada más sentarme en el asiento del autobús me había sentido a punto de desfallecer. Eché a andar. Caminaba despacio entre los árboles que bordean el canal y miraba a uno y otro lado sin saber muy bien qué era lo que pretendía encontrar. ¿Los restos destrozados de la Mobylette al pie de uno de esos árboles? ¿El cadáver de mi padre arrastrado por la corriente? ¿Acaso sólo su frágil figura sobre la Mobylette, después de haberse pasado toda aquella mañana dando vueltas y más vueltas por esa carretera, asustado y lloroso, incapaz de cumplir esa determinación última que él mismo había adoptado?
– ¿Qué pasa, chico? ¿Te has perdido?
El que me dijo eso fue un taxista que se había detenido a mi lado. Para entonces yo debía de haber recorrido cuatro o cinco kilómetros, tal vez más, y me encontraba en una zona alejada de toda edificación. Hice una seña con la mano y me metí en el taxi.
– Estás helado -dijo el hombre-. ¿Cómo se te ocurre salir de paseo con un frío como éste?
Le dije que avanzara pero despacio. Le dije que estaba buscando a una persona. El taxista trató de iniciar una conversación en torno a los resultados del fútbol o algo así y, aunque a mí aquello me traía sin cuidado, al mismo tiempo notaba que el sonido de su voz me tranquilizaba.
– Sí, sí -decía yo para que aquel hombre no se callara, y mientras tanto no dejaba de mirar por mi ventanilla.
Siguiendo el curso del canal dejamos atrás los árboles del parque, cruzamos un barrio entero y nos metimos en una zona de huertas, lejos ya de la ciudad.
– ¿Sigo? -preguntó él.
– Adelante, adelante…
Tenía el presentimiento de que me estaba acercando, de que muy pronto encontraría a mi padre o su cadáver o lo que fuera.
– ¿Sigo? -volvió a decir el taxista, confundido.
Fue muy poco después cuando, al salir de una curva, nos topamos con dos policías que desviaban el escaso tráfico hacia el carril contrario. Uno de ellos nos hizo señas para que siguiéramos pero yo exclamé:
– ¡Alto! ¡Pare aquí!
Junto a las motos de los policías había una grúa del depósito municipal. Un hombre con unas altas botas de plástico, como de pescador, se asomaba a la orilla del canal sujetando con una mano el gancho de la grúa. Luego le vi acuclillarse y sacudir la cabeza en dirección al conductor. Salí del taxi justo a tiempo de ver cómo la Mobylette, cubierta de lodo pero aparentemente entera y sin roturas, era izada por aquel cable y quedaba suspendida en el aire. Me detuve un instante a mirarla. Daba vueltas sobre sí misma como el auricular de un teléfono cuando tratas de desenredar el cordón. Luego me acerqué a uno de los policías.
– Es mi padre -dije-. ¿Qué le ha pasado?
Me temía lo peor. Me temía que aquel hombre me dijera que habían encontrado la moto pero no al motorista. Me temía que el cuerpo sucio e hinchado de mi padre pudiera estar ahí cerca, atrapado por el barro del fondo del canal. El policía, sin embargo, me dijo que había visto cómo se llevaban a alguien en una ambulancia.
– Un hombre bajito -dijo-, parecido a Frank Sinatra.
– Pero ¿está vivo? ¿Se fijó en cómo estaba? ¿Dónde se lo han llevado?
El policía estuvo un rato hablando por la radio de su moto y luego me dijo el nombre de un hospital. Corrí al taxi. Tenía una sensación extraña, como si todo estuviera ocurriendo a la vez muy deprisa y muy despacio. Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo desde lo de aquella mañana, lo del agente judicial y la huida de mi padre y todo lo demás, pero también me parecía que el tiempo en realidad no pasaba para nada ni para nadie, como si la vida se hubiera detenido a mi alrededor y fuera yo el único que seguía en movimiento.
Llegamos al hospital. No llevaba dinero suficiente para pagar la carrera del taxi pero al taxista no le importó.
– Déjalo, chico -dijo-. Que haya suerte.
En el hospital pregunté por mi padre y una monja anotó mi nombre. Apareció después otra monja, que me acompañó a una salita y me pidió que esperara.
– Dígame al menos si está vivo…-rogué.
Aquella monja no sabía nada. Me senté. Una mujer a mi lado no paraba de llorar. «Aquí todos tienen su propia desgracia», pensé. Salí al cabo de un rato al pasillo a estirar las piernas. Tenía otra vez la impresión de que el tiempo pasaba muy despacio, y sin embargo eran ya cerca de las cinco. Me di cuenta, además, de que no había comido nada en todo el día. Pero la verdad era que tampoco tenía hambre. Pensaba en mi padre y en la Mobylette manchada de barro, dando vueltas y más vueltas sobre sí misma.
Cuando por fin me dejaron pasar a verle, acababan de encender las luces porque ya estaba anocheciendo. A mi padre lo habían metido en una habitación junto a otros tres hombres. Él ocupaba la cama del fondo, al lado de la ventana. Tenía la cabeza vendada y la mitad de la cara tapada con grandes esparadrapos y con gasas. Le habían cubierto también la nariz, y uno de sus ojos asomaba enrojecido y deforme entre las vendas blancas. Mi padre volvió levemente la cabeza para mirarme. Su leve sonrisa acabó convirtiéndose en una mueca de dolor.
– No sé qué fue lo que pasó -dijo, el muy mentiroso-. Debía de estar el suelo mojado.
Yo asentí en silencio y le cogí la mano. Le cogí la mano izquierda y la apreté con todas mis fuerzas contra mi pecho, y por un momento casi creí que tenía ganas de llorar. Pero no, no lloré. Ya sabéis que yo nunca lloro.
Aquel verano alquilamos un apartamento en la playa. No era ninguna de las playas en las que habíamos vivido en invierno pero para mí, alguna vez os lo he dicho, todas las playas son siempre la misma playa, mi playa. Bueno, eso ya no era del todo cierto. Aquel verano me dio la impresión de que esa playa y todas las playas eran de todo el mundo pero no mías. Mi padre volvió a ponerse moreno, como en el patio de la cárcel. Pero ahora no estaba en la cárcel sino en una playa en la que había alquilado un apartamento, como la gente normal que tiene una familia normal y lleva una vida normal. Yo me aburrí mucho aquel verano pero puedo decir que al menos mi padre fue feliz. Bastante feliz.
Ignacio Martínez de Pisón
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