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Viaje a la luz del Cham

Rosa Regàs


Rosa Regàs
 
Viaje a la luz del Cham

   © 1995

I. El viaje.

   
   En el aeropuerto de Madrid una señorita de Información me reprendió porque me empeñé en saber a qué hora salía mi avión. Al facturar el equipaje en el mostrador de la Royal Jordanian me habían dicho que el vuelo salía a las 11, y así constaba en mi tarjeta de embarque.
   Habían transcurrido más de dos horas sin que en la pantalla figurara la palabra Ammán o Damasco.
   Me dirigí a Información.
   – Oiga, ¿qué quiere que le diga? Aquí no viene -dijo la empleada mirando su pantalla particular con la que parecía dialogar con mayor cordialidad.
   – Sin embargo -insistí-, en mi tarjeta dice que el avión va a salir a las 11 y ya son las 11:30.
   – ¿Y a mí qué me cuenta? -respondió de malos modos-. ¿Qué quiere? ¿Que le ponga un avión para usted sola?
   – Es una posibilidad -respondí procurando no perder la calma y recordando con nostalgia las épocas en que la gente que en España trabajaba de cara al público era amable y alegre sin excepción-. Disculpe, pero creí que estaba usted aquí para informar.
   – ¿No le digo que no viene?
   Vaya a preguntar a las Líneas Aéreas Jordanas.
   – He pasado ya la frontera y no puedo salir otra vez.
   – Esto no es culpa mía.
   – No he venido a acusarla, señorita, sino a pedir información.
   – Y yo le doy la información que hay. ¿Qué más quiere que haga?
   – Estaba furiosa, el pelo se le había erizado y tenía las mejillas rojas como un tomate-. ¡Anda ya! -añadió sin mirarme y se sumergió en los secretos tecnológicos de su ordenador.
   Como no tenía otra cosa que hacer, quizá también para entretener mi desazón y borrar la afrenta que supone ese tipo de trato, y fiel al principio de que quien no protesta es carne de cañón para la esclavitud, di la vuelta al mostrador circular, pedí a otra señorita una hoja de reclamación y me senté en un banco a rellenarla y a contarle a un hipotético responsable lo que me había ocurrido con esa amable señorita que cobraba todos los meses un sueldo por dar información a los clientes.
   – Perdone que la moleste.
   Alguien se había sentado a mi lado.
   – He oído su altercado con la señorita. Yo también voy a Ammán.
   ¿Va usted por negocios?
   – No, no. Yo no voy a Ammán, voy a Damasco.
   – ¿Por turismo?
   Tenía un leve acento que me fue imposible localizar. Era alto, y debía de tener entre cuarenta y cincuenta años, llevaba bigote y los ojos a la fría luz de los neones parecían grises. Iba vestido con elegancia pero había algo raro en su vestimenta: los pantalones y la americana pertenecían a trajes impecables aunque levemente distintos. Es un espía, pensé, y le miré con aprensión.
   Unos días antes había cenado en París con Moannes, un amigo libanés que vivía en Francia desde hacía varios años, para que me hablara de Siria. Vete con cuidado, me había dicho, todos son espías, el guía lo es, y el camarero, y el barman, y el vendedor callejero.
   ¿Qué van a espiar?, me pregunté entonces, y sin darle mayor importancia imaginé un elemental Circus árabe pululando sus miembros por el desierto romántico en busca de información secreta.
   El caballero del aeropuerto insistió:
   – ¿Va por turismo?
   – En cierta manera sí.
   – ¿Está en un grupo? -la pregunta que habrían de hacerme a todas horas durante el viaje los ‘maîtres’ de los hoteles, los camareros, los guías de los museos, los espontáneos que me abordaron en la calle, las nuevas amistades.
   – No -respondí sin dejar de escribir-. Voy a visitar el país y a vivir en él durante unas semanas.
   – Y pregunté a mi vez-: ¿Es usted sirio?
   – Soy palestino y vivo en Jordania.
   – Habla muy bien el español.
   – Mi abuela era española.
   – Hubo una pausa, yo seguía escribiendo.
   – Disculpe si la molesto otra vez, pero ¿no cree usted que protestar por una bobada no es la mejor forma de comenzar un viaje?
   Levanté la vista hacia él que me miraba sonriente. Sí, era cierto, tenía los ojos grises. Sonreí a mi vez:
   – ¿Qué es lo que le hace suponer que necesito un consejo?
   – En realidad nada -respondió sin inmutarse-, pero en cambio está claro que precisa información: ha habido un error en las tarjetas de embarque, el vuelo de la Royal Jordanian no sale hasta las 13:20, llegaremos a Viena a las 15:30 de la tarde y a Ammán a las 21:40, y lo más probable es que usted no este en Damasco hasta las 12 de la noche. No es un retraso del vuelo, es que es su hora de salida, se lo aseguro. De ahí que no haya aparecido aún en la pantalla. Así que nos queda todavía más de una hora. ¿Por qué no tomamos un café?, o si lo prefiere -añadió con fingida turbación-, hágame usted el honor de dejarme que yo la invite.
   Ismail Kerak no era un espía.
   Más que en el café fue en el avión donde comencé a conocerle aunque viajaba en primera y yo en turista.
   Embarcamos, como él había dicho, a las 12:30 y despegamos de Barajas a las 13:25, y cuando las luces se apagaron de nuevo después de una breve escala en Viena, mientras yo contemplaba de soslayo sobre el ala del avión los definidos límites y los intensos colores de los campos, amarillos, verdes y ocres, de la Europa oriental, vino a sentarse a mi lado e hicimos juntos el viaje hasta Ammán. Había nacido en Haifa, Palestina, en 1941, donde su padre había sido médico, y vivía en Jordania desde que la familia se vio obligada a abandonar el país de sus antepasados en 1949, un año después de que las potencias occidentales, dijo, regalaran su país a los sionistas y les autorizaran a constituirse en Estado en nombre de un dios que apenas es reconocido por una décima parte de la humanidad. Era médico neurólogo y trabajaba en un hospital de Ammán. Había ido a Londres a un congreso y había hecho escala en Madrid donde su madre tenía familia. Más tarde habló de Damasco y las informaciones que me dio vinieron a añadirse al exiguo bagaje con el que había iniciado el viaje: unos cuantos libros, tres contactos previos, una guía inglesa de Siria de 1982, un mapa, una brújula, una linterna y el cuchillo suizo de mil usos que había de perder sin utilizar a los pocos días de mi llegada a Damasco.
   – ¿Por qué llevas esa extraña impedimenta de espeleólogo? -preguntó tuteándome de repente como si la vista de ese ridículo cuchillo le hubiera dado, como en los doblajes de las películas españolas el beso, la confianza suficiente para abandonar el usted.
   Le dije que así lo aconsejaba mi guía británica y que Moannes, mi amigo libanés, me había dicho que en Siria había restricciones de luz.
   – Es cierto, pero ¿para qué el cuchillo?
   – Un cuchillo es siempre útil -dije quitándole importancia, porque de pronto aquel cuchillo por suizo que fuera, más parecía un arma de defensa rudimentaria e insultante que un instrumento de auxilio para abrir botellas y cortar lianas, y pregunté-: ¿Es cierto que el país es seguro, incluso para una mujer que viaja sola?
   – Es cierto, ya lo verás. Una mujer sola puede viajar si no tiene miedo a perderse – (y siempre que no sostenga la mirada a los hombres y vista con cierta decencia, decía la guía)
   . Me contó entre otras cosas que el cambio oficial del dólar en Siria era tres veces inferior al cambio que se les hacía a los turistas, y el verdadero, es decir, el que se conseguía, por ejemplo en el Líbano, cinco veces. Los hoteles resultaban muy caros para los extranjeros porque tenían que pagar en dólares un precio calculado sobre la base del cambio oficial. Se podía ir al Líbano o recurrir al mercado negro, pero había mucha vigilancia-. Además la vida en el país es, en general, tan barata, que un turista, o tú -dijo corrigiéndose enseguida-, que no vas a estar más que unas semanas, no tienes por qué crearte problemas.
   Cuando a las diez de la noche, las nueve hora española, llegamos a Ammán, nos citamos a cenar al cabo de tres semanas, el sábado 21 de mayo, en Damasco a donde él tenía que ir de todos modos, en el restaurante Sahara cuyo nombre y dirección anotó en árabe en mi agenda para que yo pudiera mostrárselo al taxista.
   – Sin embargo -añadió-, todos lo conocen. Es el restaurante de la oligarquía y de los burócratas.
   – Y ¿qué haremos nosotros allí?
   – le pregunté.
   – Has dicho que quieres verlo todo, ¿no es así?
   – Así es.
   Nos despedimos en Ammán y cuando se fue por la salida de control de pasaportes y recogida de equipajes aún me dijo adiós con la mano tras el cristal, y yo, que estaba en tránsito y tenía ante mí una hora más de viaje, subí la escalera que llevaba al piso superior para recoger la tarjeta de embarque del vuelo Ammán – Damasco. Embarcamos con tal rapidez que apenas tuve tiempo de comprender por qué ese aeropuerto parecía tan irreal.
   Sólo cuando dos meses más tarde, ya de vuelta a España, tuve que permanecer en él más de una hora junto con millares de blancos peregrinos que volvían de La Meca y se dirigían a sus respectivos países, me di cuenta de que la opaca luz casi cenital que permanecía etérea en mi memoria, se debía a unos neones semiescondidos en los paneles del techo que se habían encendido porque había caído la noche en el Levante, y no, como yo había creído entonces abrumada por el cansancio y cierta inquietud, a que la neblina o la arena del desierto se hubieran filtrado por las rendijas de las puertas y ventanas dejando el vestíbulo borroso como una quimera.
 
   La llegada.
 
   Al salir del avión en Damasco, en ese anónimo espacio de paso donde se conectan mecánicamente los pasillos, me detuvo mi propio nombre escrito en una pancarta de cartón que sostenía en la mano un hombre vestido con un traje oscuro, y junto a él otro de pelo blanco y gafas con montura de oro intentaba adivinar qué cara tendría ese nombre.
   – Soy yo -dije acercándome.
   Nasser Kadur, uno de mis tres contactos previos, era amigo de un amigo del marido de una amiga. Nos habíamos cruzado diversos fax y me había insinuado que quizá fuera a esperarme. Era un alto ejecutivo, no había más que verle, y también vivía en Ammán, Jordania, y aunque me había dicho que iba a menudo a Damasco, no imaginé que estuviera en el aeropuerto.
   A partir de ese momento apenas guardo más que vagas imágenes de mi llegada. Sé que le entregué mi pasaporte y el billete como quien entrega sus credenciales y él los entregó a su vez al chófer que desapareció mezclado con los pasajeros. Nosotros entramos en una gran sala con un único, inmenso cuadro, la fotografía del presidente Hafez al Assad colgando del techo, y una apretada hilera de sillones a lo largo de las cuatro paredes. La luz era tenue y yo tenía, siempre tengo en los aeropuertos, la sensación de que sigo llevando gafas de sol. Al poco nos sirvieron té azucarado con hojas de menta que bebimos mientras Nasser Kadur me contaba el programa que había preparado para el día siguiente. Era un hombre cordial y simpático, nada impresionado por el hecho de que no nos conociéramos y que pretendía que yo le explicara entonces en qué iba a consistir mi trabajo en Siria. Pero apenas me daba tiempo a responder, subyugado él mismo por una nueva pregunta que anteponía a las anteriores. Al poco apareció el chófer con mis maletas. Me dio el pasaporte y me mostró un papel impreso y sellado que, dijo en un inglés muy correcto, no debía perder por nada del mundo ya que sin él no se me permitiría abandonar el país. Creo que en aquel momento no le di al papel blanco de entrada la importancia que tenía y aunque lo volví a guardar cuidadosamente con el pasaporte, me olvidé de él.
   El aeropuerto está al borde del desierto, pero a menos de un kilómetro enfilamos una carretera oscura y entramos en una zona de frondosos árboles (el Guta, el oasis de Damasco, supe más tarde)
   y seguimos en línea recta durante unos treinta kilómetros. Cuando aparecieron las primeras luces y atravesamos la ciudad casi vacía, eran las dos de la madrugada. Pasamos ante un edificio cubierto con carteles del presidente Hafez al Assad -la antigua estación de donde partían los trenes que iban a La Meca, me dijo Nasser- y llegamos al Cham Palace Hotel donde yo tenía reservada una habitación para un mes. Mientras rellenaba los impresos, sin darme cuenta apenas de dónde estaba, Nasser me dijo que al día siguiente, a las nueve de la mañana, vendría Fathi, el chófer, a buscarme para iniciar las entrevistas que había preparado con los ministros y directores generales.
   – ¿Ministros? ¿Por qué ministros?
   – Tenemos que ver al director general de Información. Es un requisito que han de cumplir todos los periodistas y escritores que vienen a Siria. Iremos también a Turismo y a Cultura, a Exteriores…
   Estaba demasiado cansada para indagar.
   – Buenas noches -dijo Nasser-, descansa. -Y se alejó a paso rápido, con la misma energía con que había aparecido y esa prisa nunca acelerada que caracteriza a los ejecutivos poderosos y ocupados.
   Iba a entrar en el ascensor cuando me cerró el paso un caballero corpulento, vestido con un impecable blazer azul marino, camisa azul celeste y un pañuelo de seda con borrosos arabescos. Tenía esa tez morena que los elegantes lucen en pleno invierno y cierto parecido con don Juan de Borbón, aunque más joven.
   – Soy Gil Armenguè, embajador de España en Siria -me dijo.
   Mi segundo contacto había venido a darme la bienvenida y a invitarme a cenar al día siguiente en su residencia.
   Bien, me dije, mientras subía a mi habitación, derrengada por el viaje y sin otro deseo que dormir, ya tengo trabajo para mañana.
   Mi única preocupación cuando desde España imaginaba por dónde comenzaría a conocer el país, había sido qué iba a hacer el primer día: llego por la noche, me decía, duermo, me levanto por la mañana y deshago las maletas. Y luego ¿qué?
   ¿A dónde voy? ¿Por dónde empiezo?
   Pues bien, ya está salvado ese temido primer día, pensé un instante antes de caer dormida sobre los mullidos colchones de la cama del Cham Palace. El Cham, el antiguo nombre de Damasco, la capital de la Gran Siria que durante milenios abarcó un vasto territorio que se extendía desde el sur de la actual Turquía hasta el Mar Rojo y desde el Mediterráneo hasta el Éufrates en el noreste o las fronteras con el Iraq y las estepas de Arabia en el sureste. Todo lo que hoy llamamos el Líbano, Palestina, Jordania y Siria. Cham, que significa “un pedazo de tierra en el ‘firdaus’”, en el paraíso.
 
   Mi casa.
 
   Me desperté muy pronto y corrí a la ventana. Diez pisos más abajo y opaca por el cristal ahumado, la calle bullía de animación. Los coches y las gentes se entorpecían unos a otros tratando cada uno de avanzar, pero en silencio. En un tenue y lejano sonido de fondo descubrí las bocinas apagadas, en sordina, intenté abrir la ventana sin lograrlo, y esa primera visión sin color y sin sonido de Damasco, la ciudad con la que había soñado durante días y noches, me dejó indiferente. Mi habitación, además, tenía ese punto de frescor artificial que parece mantenernos en formol.
   En la mesita de noche, como un presagio, una premonición o quizá una advertencia, descubrí la figurilla en metal dorado de los tres monos: uno se tapaba los oídos, el segundo la boca, el tercero los ojos.
   No sé qué voy a escribir sin poder ver, ni oír, ni hablar, y un tanto desconcertada bajé a desayunar.
   El vestíbulo, los salones y el comedor estaban llenos de público.
   Pero poco había que ver. Los ricos del mundo son tan iguales entre sí como los productos de las tiendas de los aeropuertos: hablan el mismo inglés gangoso y estridente, tienen el mismo aire luminoso como si se acabaran de estrenar y se visten de la misma manera: iguales camisetas Benetton y los mismos zapatos Reebok, los chicos; blusas de seda caquí -estamos cerca del desierto- y exagerados pendientes las mujeres, y los caballeros, sean americanos, pakistaníes o colombianos, jóvenes lobos de los negocios o experimentados y sagaces financieros, el mismo corte de traje, el mismo reloj Ebel con pulsera de oro, el mismo perfume a medio camino entre el aroma del tabaco y el jabón de afeitar. ¿Serán los pobres y los humillados los únicos capaces de defender el carácter de sus pueblos? Quizá lo demás a fin de cuentas no sea más que política y folclore. Y mi primer café tenía el sabor amargo, no del cardamomo del café árabe que tanto había de beber después, sino de la inquietud y el desaliento.
   Cuando a las nueve Fathi, el chófer, vino a buscarme y ya íbamos camino de la casa de Nasser Kadur, le pregunté en inglés:
   – Fathi, ¿conoce usted un pequeño hotel más modesto donde se hospeden las gentes del país y donde yo pueda dejar mi equipaje cuando me vaya a Alepo o Lataquia?
   – No, no hay hoteles intermedios. O son de lujo, o son simples pensiones un poco destartaladas, y para estar seis semanas no se los aconsejo.
   – ¿Por qué no? -quise saber.
   Se quedó callado.
   Apoyé los brazos en el asiento que tenía enfrente y me asomé a la parte delantera para que me oyera bien:
   – ¿Y no hay en Damasco apartamentos amueblados?
   – Pues… sí, quizá sí los haya, quizá alguien que se va a Europa o América podría alquilarle el suyo, pero claro, hay que saber; podemos preguntar a míster Kadur.
   – Y ¿nadie alquila habitaciones en la ciudad?
   Fathi comenzó a mover la cabeza como si quisiera quitarse algo que se le hubiera metido bajo el cuello de la camisa.
   – Bueno, en realidad -dijo sin dejar de dar pequeños bandazos-, en realidad, yo tengo una habitación libre que a veces alquilo a estudiantes. Esto…, nuestro piso es grande para mi mujer y para mí, no tenemos hijos, ¿sabe?, así que si usted quiere yo podría enseñársela y usted decidiría…, si lo desea podemos ir mañana, o pasado, cuando usted me diga.
   – Y ¿dónde está su casa?
   – No lejos de aquí -y señaló un punto hacia el norte, en el monte Casiún.
   – ¿Podemos ir ahora?
   – ¿Ahora? -dejó de mover la cabeza y miró el reloj -Está bien, quizá mi mujer no esté, pero podemos verlo de todos modos.
   Cambió de dirección y torció por una calle más ancha dividida por un parterre que pretendía, sin lograrlo, impedir el paso de los peatones de una acera a otra. Una calle que según el plano se llamaba Al-Yala, aunque como supe más tarde todo el mundo la conoce por Aburrumani. Rodeamos una gran plaza y enfilamos por una avenida que subía por el monte Casiún, se metió por varias callejas y a media ladera, después de la Embajada de Rumanía -”Es muy importante que lo recuerde”, me dijo, lo que entonces me dejó perpleja-, tomó una calle lateral y a los pocos metros detuvo el coche.
   – Aquí es -dijo.
   Fathi Alawi y su mujer Nayat vivían en el último piso de una casa de cuatro, en una calle tranquila con acacias en las aceras, paralela a la falda del monte Casiún, sin ascensor -casi ninguna casa lo tiene en Damasco- y un solo piso por rellano. En este barrio, a medio camino entre el residencial de las embajadas y las estribaciones del popular barrio Al Mujayirín así llamado porque en él se refugiaron los emigrantes de la guerra de Argelia, las casas están rodeadas de minúsculos jardines pletóricos de adelfas, mimosas y viñas vírgenes. La entrada del piso estaba llena de plantas y se abría a una gran sala con dos tresillos que daba a una terraza de tres metros de ancho y todo el largo del edificio, con parasoles y surtidor. La sala era el centro de la vivienda y todas las demás habitaciones se abrían a ella: el cuarto de matrimonio, un salón sin apenas ventanas que mantenían cerrado y a oscuras con una hilera de sillones arrimados a las cuatro paredes como el de recepciones del aeropuerto, una cocina grande con un sector para comedor con ventanas en arco y techo muy ornamentado, la despensa, un pasillo al final del cual había un lavabo con las estanterías empotradas en el muro y una puerta a cada lado: a la izquierda un retrete árabe, a la derecha un cuarto de baño grande con una ducha en el techo bajo, y mi habitación.
   El cuarto no era muy grande pero tenía una inmensa cama de nogal con cuatro colchones delgados y compactos, almohadones, cojín, cabezal y una vánova de algodón blanco adamascado, un armario de luna, una cómoda, una mesa con un ramo de rosas damascenas y dos sillas. La ventana daba sobre los tejados y desde la terracita a la que se accedía por una puerta de persiana verde, se dominaba Damasco y el inmenso llano casi desértico que se extiende hasta Jordania. En aquel momento se pusieron a cantar los almuhédanos pisándose unos a otros en una plegaria común que llenaba el espacio. En la calle desierta un afilador hacía sonar la cuchilla sobre la piedra de afilar con una cantinela que repetía incansable.
   Una mujer en la azotea vecina tendía la ropa y maullaban los gatos saltando por los tejados. El cielo radiante era azul, azul intenso de su propio azul, sin prismas ni suavizantes. El sol comenzaba a estar alto y hacía calor. El aire olía al perfume olvidado de las rosas.
   Me senté en la cama tan alta que casi no tuve que agacharme, asombrada ante la claridad con que se me presentaba la decisión que había de tomar. Sí, quizá fuera precipitada, pero aquí me quedaría: había encontrado mi casa.
 
   Primeros e inesperados contactos.
 
   Volvimos al hotel a buscar el equipaje que subimos entre los dos y sin ni siquiera tiempo de abrir las maletas nos fuimos en busca de Nasser Kadur que nos esperaba impaciente frente a su casa.
   – Nos espera el ministro de Asuntos Exteriores. Anda, corre.
   Yo no comprendía qué es lo que yo podía decirle al señor Faruq Asharia, ministro de Asuntos Exteriores. Sin embargo él aclaró:
   – Es sólo una visita de cortesía.
   Bueno, pensé, qué amables.
   Después, también por cortesía visitamos al director general de Cultura, al ministro y al secretario de Estado de no recuerdo qué otro ministerio y para acabar al director general de Información.
   Hasta aquí las visitas habían sido de cortesía. El ministro, o el director general, mostraba una deferente curiosidad por lo que yo había venido a hacer a Siria, se tomaba el tiempo de tomar un té con nosotros mientras yo admiraba los muebles de marquetería, exactos en todos los ministerios, comparaba las fotografías del presidente, y nos retirábamos cortésmente a los veinte minutos.
   Pero el Ministerio de Información tenía un aspecto distinto.
   Tampoco era ostentoso, era sombrío y mastodóntico. Recorrimos largos pasillos vacíos y semioscuros, y subimos en un ascensor más parecido a un montacargas, ocupado por editores con manuscritos bajo el brazo, como nosotros durante la dictadura, para pasar la censura, según me explicaba Nasser en voz baja temeroso de que una presencia oculta nos observara y oyera.
   También la conversación con el director general fue distinta.
   – Así que ha venido usted a visitar el país para escribir un libro. ¿Qué tipo de libro?
   – Bien, un libro de viajes, una guía -rectifiqué casi al instante al comprobar su mirada inquisitiva.
   – ¿Una guía?
   – Sí, una guía turística -concreté.
   – ¿Sabe usted árabe?
   – No -reconocí.
   – Es curioso que la envíen a un país árabe si no habla árabe.
   – Así es -reconocí de nuevo.
   – ¿Y cómo piensa conocer el país?
   – Tengo intención de alquilar un coche y espero encontrar un guía.
   – ¿Sabe que hay partes del país que no se pueden visitar?
   – Sí, las zonas militares y durante ciertos periodos las zonas del noreste donde viven los kurdos -respondí lo que había leído en la guía.
   – Usted y todo el mundo puede visitar las zonas de los kurdos siempre que no se lo impida la policía por razones momentáneas de seguridad -corrigió.
   Como en todas partes, estuve a punto de responder, pero para dar a entender que había comprendido lo que había querido decir, en su mismo tono puntiagudo, contesté:
   – Claro, por supuesto.
   Tuve que rellenar un impreso en el que, como en todos los impresos que se exigen en Siria, incomprensiblemente se centraba el interés en el nombre de pila de mi padre y en el de mi madre. Además tenía que especificar el tiempo que iba a permanecer en el país, dónde iba a vivir, y ciertos pormenores sobre el libro que pensaba escribir.
   – ¡Ah!, e incluya también una fotografía -dijo el director general.
   – No tengo aquí ninguna fotografía -dije.
   Nasser se unió a la sorpresa del director general:
   – ¿Cómo viajas sin fotografías?
   No supe qué responder y me sumí en el impreso y sus preguntas. Sólo más tarde comprendí lo necesarias que son en este país las fotografías para todo tipo de solicitudes y trámites.
   El director apenas atendía a las palabras de Nasser. Era un hombre bastante joven, muy bien vestido al estilo occidental, que me miraba de soslayo y al mismo tiempo iba escribiendo una nota.
   Luego pidió a una secretaria que le pusiera un tampón.
   Cuando acabé le entregué el impreso.
   – No me lo dé ahora -dijo levantándose y dando la entrevista por finalizada -, me lo trae usted mañana con la foto.
   Nos acompañó a la puerta casi sonriente ahora. Me dio la mano con cordialidad y la retuvo mirándome a los ojos:
   – No se trata de un libro político, ¿verdad?
   – No -dije-, en absoluto.
   – ¿Está usted segura?
   – Por supuesto que estoy segura.
   – Me alegro -dijo, soltó la mano y me entregó un sobre-. Quizá esto pueda ayudarle -y me miró con una media sonrisa.
   En el sobre había una nota escrita en árabe, firmada y con el tampón del ministerio, en la que, según supe después, se me autorizaba a visitar todas las zonas del país, excepto las militares, y en la que se pedía a quien correspondiera que se me prestara la ayuda necesaria dentro de los límites que marca la ley.
   Como a todo el mundo, pensé.
   Nasser tenía prisa, me di cuenta enseguida, así que le rogué que me dejara en el centro, un centro tan desconocido para mí como la periferia. Me apeé del coche en la avenida más importante de Damasco frente al Museo Nacional, me despedí de Nasser, que me dio sus teléfonos para que le llamara a la semana siguiente cuando volviera de Ammán, y le vi desaparecer a toda prisa, como quien ha cumplido ya con la obligación que le suponía mi presencia, hacia sus “negocios internacionales”.
   ¿Quién puede creer que soy yo para haberme organizado estos encuentros de alta diplomacia?, me preguntaba sin atender aún al lugar donde estaba. Quizá supone que soy una princesa a la que hay que agasajar, o una embajadora, o la presidenta de una poderosa multinacional que viaja de incógnito. Dejé la resolución del enigma para la semana siguiente, saqué el plano que llevaba en la bolsa y me aseguré de que tenía en el bolsillo la llave de mi casa que Fathi me había dado. Medio día me quedaba aún por delante. Hasta las nueve que me esperaba el embajador en su residencia no tenía otra cosa que hacer que descubrir la ciudad. Miré a mi alrededor: era cierto, me encontraba por fin en Damasco.
 
   Damasco.
 
   Lo más espectacular de Damasco es la vida de la calle. Cualquier tipo con unas uvas se constituye en mercado y agrupa a su alrededor en un instante a otro que extiende sobre un trapo sus destornilladores, postales o camisetas, y a multitud de personas que comienzan a indagar precios, a regatear y a comprar: frutas, verduras, helados, zumos, revistas antiguas, cepillos de dientes o antigüedades, cualquier cosa sirve para ponerse a vender, esa facultad que los damascenos llevan en la masa de la sangre.
   Se dice de ellos que venderían su alma por vender, o por el simple placer de tener abiertas las puertas de la tienda, o por mantener vigente el permiso que les permite ofrecer la mercancía. Los demás pueblos y ciudades de Siria, con esa mezcla de admiración y envidia solapada con que las ciudades y los pueblos de un país miran a los habitantes de su capital, les consideran venales y añaden al sentir general su propia experiencia personal: los politizados los acusan de no tener más ideología que el dinero; los mercaderes de llevar una negociación con la frialdad que les permite ganar siempre; y todos de renunciar a sus ideas y creencias por aumentar la hacienda y ser además de listos, oportunistas. Ya es un tópico, se dice, la extraordinaria y alambicada forma de pactar y de venderse al nuevo conquistador de que han dado muestras a lo largo de su dilatada historia para poder sobrevivir.
   – No han hecho otra cosa que aceptar a los invasores a cambio de que les dejaran enriquecerse -me dijo un día una farmacéutica de Almismiyè, una ciudad drusa al sur de Damasco.
   – También vosotros tuvisteis invasiones -repliqué yo.
   – Sí -respondió la chica con un velado tono de reproche o quizá de envidia-, pero siempre fueron ellos los que pactaron en nombre de todos nosotros. -Y bajando la voz para que el rumor quedara en simple rumor, añadió-: Se dice que cuando entró en Damasco el general francés Gorot, el que acabó con la revuelta de los drusos en 1925, los damascenos desengancharon los caballos y ellos mismos se pusieron a arrastrar su carroza. Esto lo saben todos los sirios -puntualizó para que no creyera yo que era sólo una leyenda drusa-. Tienen merecida fama de ser acomodaticios, tolerantes, misóginos disfrazados.
   Sin embargo pude comprobar que también disputan a veces al comercio, el amor a la tradicional paz y recogimiento de que los árabes han hecho gala a lo largo de su historia, para poder dedicarse a la sabiduría. Aquella primera tarde entré en una minúscula tienda de objetos de cobre y encontré al tendero tumbado sobre una estera en el suelo, apoyada la cabeza en un almohadón, leyendo un libro. Sin moverse y sin apenas levantar los ojos me dio la bienvenida, me dijo que mirar no costaba nada y siguió leyendo.
   Después, y ya pensando en mis futuros viajes, entré en una tienda de alquiler de coches. Dos o tres hombres estaban sentados hablando y bebiendo té. Uno de ellos se adelantó a darme información, me llenó de prospectos y me explicó las extraordinarias ventajas que tendría si negociaba con su agencia, y para comenzar a ahorrarme trabajo anotó en un papel los documentos que necesitaba para el alquiler.
   – No se olvide de traer una fotografía -me dijo cuando ya estaba en la puerta.
   – ¿Para qué quiere una foto mía?
   – Como recuerdo -dijo riendo uno de los que seguían sentados.
   – ¿Quiere también que le traiga una flor? -pregunté yo en el mismo tono risueño devolviendo con una pregunta rápida la ironía de su respuesta. A los damascenos, como habría de comprobar muchas veces, nada les gusta más que la agudeza y la rapidez que les permite responder a su vez con el ingenio del que tanto presumen.
   – No -me interrumpió el propietario-, es a mí a quien corresponderá darle una rosa.
   Consciente de que él había dicho la última palabra, le obsequié con la mejor de mis sonrisas y le prometí que volvería.
   Para el damasceno la conversación es la vida. Cuando poco después entré en una óptica para que me arreglaran la patilla de las gafas, encontré en la tienda a cuatro hombres y dos muchachos sentados en corro hablando, de modo que me fue bastante difícil saber quién era el dueño. Al momento uno de ellos se acercó y me dio la bienvenida con el tradicional ‘Salam Alekum’ mientras los demás se volvieron hacia mí muy interesados por lo que iba a ocurrir. Cuando le mostré las gafas, el hombre, sin dejar de hablar en árabe con ellos, se interrumpía de vez en cuando para decirme que lo iba a arreglar en un minuto, pero que si no tenía prisa lo mejor sería que pidiera una patilla nueva a Armenia y en dos días la tendría en Damasco.
   – ¿Por qué en Armenia?
   – Los armenios son expertos en óptica, en fotografía, en mecánica.
   Son buenos zapateros y en general se les dan bien todos los oficios manuales.
   – ¿A los musulmanes no?
   – Los musulmanes son buenos negociantes y grandes expertos en artesanía antigua. Además -añadió-, yo soy armenio, ¿sabe?, y tengo buenas conexiones con mi país.
   Al decirle yo que no me parecía necesario, miró las gafas y se las dio a uno de los jóvenes, que des apareció por una estrecha escalerilla al piso superior. Siguieron hablando aunque de vez en cuando se interesaban por el lugar de donde yo procedía o qué es lo que estaba haciendo en Damasco, pero seguían con su conversación, tal vez comentando mis respuestas. Al poco rato, se acercó el otro muchacho con un platito de bombones envueltos en papel de plata de color de rosa.
   Estaban rellenos de pistacho y eran exquisitos, así que al cabo de un momento tomé otro. Alguien me acercó una silla, me hicieron un lugar entre ellos y continuaron haciendo tertulia a mi alrededor.
   Bajó el joven del altillo y el hombre con sus tenacillas remató la patilla torcida y, sin dejar de hablar, se la devolvió. Volvió a subir el chico las escalerillas y descendió al punto con las gafas arregladas. Yo me las guardé y pregunté cuánto debía.
   – Nada, nada, por favor, ‘you are welcome’. Pero siéntese, por favor, siéntese un rato y descanse.
   ¿Quiere una taza de té?
   – Se lo agradezco, pero tengo un poco de prisa.
   Los demás se rieron y siguieron con su tertulia. Yo me despedí de todos ellos, que me saludaron llevándose la mano al corazón, la boca y la frente, deseándome toda clase de venturas. Todavía los vi sentados en la misma posición cuando una hora más tarde, serían casi las nueve de la noche, volví a pasar frente a la tienda camino de la residencia del embajador.
   En la tienda contigua dos hombres jugaban al backgammon, la pasión siria. Parece ser que hay varias formas de jugar, distintas de la que conocemos nosotros. Se juega en los zocos, en las tiendas o bajo la sombra de un árbol en el mediodía sofocante mientras la ciudad duerme la siesta.
   El cielo de Damasco al atardecer tiene una extraña luminosidad de color violeta. En el Casiún las luces brillan como estrellas y no hay en todo el vasto horizonte de la ciudad un solo anuncio de colores chillones que ensombrezca con su vulgaridad el panorama.
   Cuando se imponga la publicidad, me temo que con el amor que los sirios tienen por los colorines, la vista de la ciudad de noche será insoportable.
   Deambulando en aquel primer crepúsculo fui a parar a un barrio residencial de hermosas casas y jardines, tiendas de un lujo exagerado y cafés elegantes en cuyas terrazas repletas, hombres y mujeres bebían zumos de fruta o cerveza. Se habían encendido bombillas de colores que brillaban entre las hojas de los árboles dibujando cenefas y fosforescencias como si fuera Navidad.
   Ésta es en Damasco la hora del paseo y todo el mundo está en la calle, la temperatura es suave y como las tiendas no cierran hasta mucho más allá de las nueve, hay bullicio en todos los barrios, sean elegantes o populares. Pasan los coches llenos de mujeres y niños, pasean las parejas y las mujeres, o los hombres en grupo con el rosario en la mano, comiendo pipas y helados o pasteles. Les encantan los pasteles y cuando uno se detiene ante una pastelería se queda asombrado de la magnitud de las tartas.
   No hay pastel de boda que pueda competir con ellas, son inmensas, cargadas de adornos con coronas de fresas, filigranas de albaricoque, florones de nata y hojas de azúcar que envuelven las coronas, todo ello sobre unas monumentales tortas de bizcocho relleno de crema de pistachos. Tienen además toda clase de helados. Ésa es la gran moda. En general sólo los hombres van a los cafés, en muchos casos a fumar el narguile. Las mujeres occidentales entran en ellos pero no las mujeres sirias, no es costumbre por lo menos. Así que han proliferado las pequeñas tiendas de helados que en esta época del año y hacia las ocho de la noche, hombres, mujeres y niños desbordan la acera y apenas dejan pasar los coches. La costumbre exige que en cuanto se ha conseguido el helado, en lugar de continuar su camino, se apoyen los clientes en la pared, o en un tiesto o permanezcan de pie cada vez más hacinados, charlando con la misma naturalidad que si estuvieran sentados en los cómodos sillones de un antiguo café. Aunque también hay quien los come mientras camina por la calle, en un vaso que, me temo, irá a parar al suelo porque en esta ciudad apenas hay papeleras. Ni en esta ciudad ni, como habré de comprobar durante mis viajes, en este país, de ahí que los suelos estén llenos de papeles y plásticos que el viento hace volar y a veces los detienen los árboles o los picos de las verjas donde permanecen para siempre.
   En esto se parecen a la gente de Nueva York. Todos los envoltorios, los vasos y las bolsas de plástico negro o de papel, se amontonan en los rincones de las calles junto a botellas y latas vacías.
   Me pregunto cuándo va a tomar una decisión la humanidad sobre el plástico, ese producto indestructible y viscoso que se deteriora sin envejecer ni morir, que en los días de viento ensombrece la luz del sol, cubre las playas del Mediterráneo, ensucia los jardines y las calles de sus ciudades y deja el campo moteado hasta el horizonte.
   Su única finalidad parece ser acabar convertido en espantapájaros en el campo y quizá con el tiempo sirva de trampa para la pesca de altura, porque habrá tanto plástico en los mares que las redes serán innecesarias. ¿Qué utilidad tiene además en la mayoría de los casos?
   Ninguna más que la de poner lo que se ha comprado en la bolsa para quitarlo al llegar a casa y echarla a la basura. En un mundo en el que tantas comisiones y organizaciones se crean, es difícil entender cómo no existe una con el único mandato de erradicar el plástico para siempre. Y no entiendo por qué no lo hacen los gobernantes cuya autoridad, como en el caso de Siria, es incuestionable. Del mismo modo que el chicle está prohibido en Singapur o en Corea del Norte para que no deje las calles de las ciudades moteadas y pegajosas para toda la eternidad.
   En Nueva York, un apóstol solitario proclamaba con las grandes letras de sus pasquines fotocopiados y pegados en los cristales del autobús, los males a los que lleva utilizar plástico, conminaba a la población a que renunciara a él comenzando por llevar cada cual su propia bolsa no desechable al hacer la compra y se negara a aceptar la que le ofrecía la cajera: ¡No más plástico!
 
   La primera cena.
 
   La residencia del embajador de España en Damasco está situada en el corazón de la ciudad y tiene un recoleto jardín con altísimas palmeras, una rosaleda, un estanque y una escalera de piedra con balaustrada por la que se accede a la casa. Hasta la segunda o la tercera vez que estuve en ella, no me di cuenta cabal de la espléndida sala de música, en el antiguo ‘liwán’ o recibidor, siempre con los sofás adosados a lo largo de las paredes, ni de las hermosas pinturas, miniaturas, esculturas y cerámicas que embellecen la escalinata, el salón y los recogidos aposentos con las paredes forradas de damasco que se abren sobre el gran comedor con la mesa de azulejos. El embajador había invitado a Joseph Ghazi, director de la oficina de France Press en Damasco, y a su mujer, de quienes recibí esas primeras informaciones que por más entusiasmo y atención con que se escuchen, apenas caían en el entendimiento.
   El embajador, un hombre muy amable, extrovertido e interesado por todo lo que había a su alrededor, me prometió su ayuda, que nunca me faltó, y se ofreció a llevarme a visitar los Altos del Golán, y otro día la mezquita de la sobrina del Profeta. Yo asentía a todo porque no tenía ni idea de cómo iba a organizar la estancia que, estaba convencida, se extendía interminable ante mí.
   Eran más de las once cuando llegué a casa. Me descalcé al entrar porque, aunque Fathi me había adiestrado, es tal la complicación que se traen los árabes con los zapatos, que temía equivocarme.
   Hay que ir con zapatillas cuando el suelo está desnudo y descalzarse para caminar sobre las alfombras, pero como hay lugares alfombrados y otros no, se dejan las chancletas en los bordes de las alfombras y se vuelven a poner cuando se sale de ellas, lo cual no es nada fácil.
   Ellos lo hacen casi sin darse cuenta. Yo comprendí desde el primer día que sería incapaz de aprenderlo, así que tomé la decisión de quitarme los zapatos al entrar en casa, andar siempre descalza y llevar en la mano las chancletas que me había ofrecido Fathi. Las chinelas y las chancletas son el calzado nacional, en los escaparates de las zapaterías las hay en grandes cantidades y para todos los gustos, todas ellas distintas, como los arabescos de los palacios árabes o los capiteles de nuestros claustros románicos, y a cual más adornada y brillante, con lazos, estrellas, abanicos y lentejuelas.
   Fathi y Nayat estaban recostados en los bajos divanes del cuarto de estar viendo en la televisión ‘Lo que el viento se llevó’. Me preguntaron si quería té o café.
   De nada sirvió que declinara el ofrecimiento para no molestar, porque Nayat se levantó y fue entonces a buscar fruta y agua fresca.
   Me senté con ellos a ver la película en árabe. De pronto sonó el timbre de la puerta, una musiquilla que dura unos dos minutos y repite con una estridencia feroz una canción occidental: la marcha nupcial de Mendelssohn, el “Happy Birthday to you”, “O Tannenbaum”, “My Clementine”, hasta diez canciones distintas, repetía orgulloso Fathi ante mi sorpresa por el invento.
   Entró una mujer, alta y corpulenta, de tez clara y cabellos castaños recogidos en la nuca, que venía jugando con las llaves, así que supuse que era una vecina. Saludó y se sentó. Fathi se levantó para hacer café que trajo en una bandeja con bombones, galletas y el vaso de agua. La mujer comenzó a hablar con una voz que quizá porque no la entendía me parecía más estridente aún y apenas dejaba asomar la de Scarlett O.Hara. Entonces Fathi se levantó y subió el volumen y ella para hacerse oír aumentó el suyo. Como en todas partes del mundo, pensé, la televisión es imprescindible. A nadie parecía molestar esa superposición de sonidos y la dama estuvo hablando durante diez minutos con la misma pasión que si contara una desgracia espantosa, sin detenerse, incansable, impenitente. Nayat, que había perdido todo interés por la película, se llevó a la cocina las tazas de café teñidas de negro por el poso espeso que en este país deja hasta el café soluble. Al cabo de una hora, cuando ya Scarlett O.Hara estaba agarrando el puñado de tierra y mirando al cielo clamaba en árabe con voz de falsete, juro por Dios que nunca volveré a pasar hambre, se fue la dama sin mostrar asomo de cansancio. La acompañaron ellos a la puerta y, al volver, Fathi apagó la televisión y me dijo: “Es una vecina que ha venido a visitarnos”.
   Me dieron las buenas noches y se fueron a su habitación. Yo me quedé aún un rato en la sala. Por las puertas abiertas de la terraza entraba el aire fresco. Al fondo la ciudad tachonada de luces comenzaba a sumirse en el silencio de la noche. Los vecinos se habían ido a la cama, las palomas llevaban horas durmiendo, en sordina llegaba el ruido apagado del tráfico y sólo de vez en cuando se oía un bocinazo aislado.

II. La ciudad antigua .

   Cuando al día siguiente abrí los ojos me encontré en lo alto de una cama de varios colchones y cubierta con una colcha de algodón egipcio que no reconocí. Se oían gritos que retumbaban contra las paredes y todo había adquirido de repente un aire metálico. Abrí la puerta y el salón estaba transformado. Parecía que estuvieran preparando un traslado urgente: los almohadones que el día anterior cubrían los sillones estaban ahora amontonados sobre el sofá, sobre ellos las sillas y sobre las sillas las cortinas que habían dejado ventanas y cristaleras desnudas. En las paredes ya no había cuadros y sobre la gran mesa que se utilizaba en las ocasiones importantes se acumulaban las librerías, los objetos minúsculos y variados que mis caseros habían traído de sus viajes y un montón de postales que habían recibido de los viajes de sus amigos: Armenia, Azerbaiyán, Bulgaria, Yugoslavia, Kazajstán, Kirguistán, Letonia, Rusia, Rumanía, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania, Uzbeskistán, y todas las Repúblicas de la ex Unión Soviética. Por primera vez me di cuenta de que a los occidentales nos está vedada, por tradición y costumbre, una parte importante del mundo, como a ellos les está vedada la nuestra.
   Nayat, la mujer de Fathi que había conocido el día anterior por la noche y otra mujer, descalzas ambas, con la cabeza envuelta en turbantes blancos y remangadas las faldas en el cinturón, baldeaban el suelo con cubos de agua que llenaban uno tras otro en la cocina.
   Los damascenos, acostumbrados desde siempre a tener agua abundante canalizada directamente desde el río Barada, no se hacen aún a la idea de ahorrarla, una necesidad imperiosa para la población de hoy que se ha multiplicado por veinte desde los años treinta. De ahí que en todas las cocinas, incluso las de los apartamentos de nueva construcción, y en los baños y duchas, haya un sumidero que recoge el agua con que se baldea el piso, las terrazas, las escaleras o el propio cuerpo.
   Las grandes limpiezas que en nuestros países se reservaban hace años a la entrada de la primavera y el otoño, para Nayat y Wafa, su sobrina, eran el acto de purificación semanal en el que se sumergían todos los martes del año. De vez en cuando se detenían sudorosas y se sentaban a la mesa de la cocina a tomar un fuerte café con cardamomo. Café perfumado, amargo, espeso y negro como el gañote del lobo que, igual que el té azucarado, los sirios toman a todas horas y en todas partes y constituye el portal de entrada y salida de toda relación o encuentro, sea con amigos y vecinos o con desconocidos.
   Tomé con ellas el primer café del día, entre risas y gritos de jolgorio, porque la situación debía parecerles muy graciosa, y pasé luego al baño para iniciar uno de los grandes placeres que me ofrecía aquella casa.
   El cuarto de baño era una habitación cuadrada con las paredes y el suelo de mármol, de unos tres metros de lado, techo bajo, y cuya única ventana alta, alargada y de cristal esmerilado inundaba la habitación de luz difusa y cenital.
   En un rincón colgaba una gran ducha de hojalata. En el opuesto había el sumidero, un grifo a la altura de las rodillas y un taburete de madera. Junto a ellos, dos barreños de estaño y cuencos pequeños de latón para baldearse el cuerpo. Y tras la puerta de entrada, en el cuarto rincón, varias toallas limpias que me estaban destinadas, según indicación de Nayat. La ducha tenía más de 20 centímetros de diámetro y grandes agujeros, de modo que la fuerza del agua se perdía en ellos y el cuerpo quedaba envuelto en un riego tamizado, suave y compacto como un masaje de manos potentes y expertas.
   Nayat me había explicado cómo hay que tomar el baño y para obedecerla en todo estuve más de una hora: me puse bajo esa ducha sin mamparas ni cortinas, dejé que el vapor inundara el cuarto mientras me restregaba el cuerpo con una manopla de esparto que me dejó la piel roja pero suave, me senté en un banquillo de madera y con un cuenco me dediqué con atención y constancia a echarme agua caliente por el cuerpo y la cabeza hasta que tuve la sensación de que tenía la piel de un arcángel, el cerebro ligero y había perdido peso. Luego me enjaboné con jabón de Alepo que me cubrió de espuma y, para acabar, después de haber entreabierto la ventana basculante para que saliera el vapor, me duché con agua fría. Me unté la piel con aceite de nuez y envuelta en toallas volví a mi cuarto flotando.
   El sol no daba todavía en la pequeña terraza encarada al norte y Nayat había puesto sobre la mesa una bandeja con albaricoques, brevas y manzanas, pan de sésamo y miel, y por supuesto, té azucarado con menta esta vez. Me senté y desayuné sumida aún en los efluvios del baño.
   Luego me vestí y salí a la calle a descubrir Damasco.
 
   Las calles de Damasco.
 
   Quería bajar a la ciudad caminando para ir al banco a cambiar dólares por liras sirias, familiarizarme con las calles principales y aprender las direcciones para darlas a los taxistas de manera que me comprendieran.
   El día anterior había tomado un taxi para volver a casa y el taxista no había hecho más que preguntar a todo el mundo y dar vueltas sin lograr descubrir dónde yo vivía, ni siquiera mostrándoles a todos el papel donde estaba escrita mi dirección en árabe. No tuve más remedio que apearme y reconstruir como pude el recorrido que había hecho con Fathi por la mañana, que me llevó a casa, creo yo, por pura casualidad. En Damasco de poco sirve el nombre de las calles, que por otra parte muy pocos conocen.
   Además, al transcribirlas cada guía y cada urbanista lo hace a su modo, con guiones o acentos o apóstrofes, finales acabados en “e” o “h” intercaladas. Las calles casi nunca tienen placa y si la tienen está escrita en árabe, y cuando se descubren unas letras latinas, como las llaman aquí igual que a los números que en realidad son árabes, es muy probable que no sea más que la dirección de un dentista o la de una empresa de contratación. De ahí que las direcciones se den, por ejemplo, así: “Un poco más allá de la Embajada del Brasil, a la izquierda, frente a la fuente de los tres caños”, o así: “detrás del edificio de la Muháfada… dos casas antes de la peluquería mirando a la montaña”.
   Si, por ejemplo, el viajero pregunta dónde se encuentra la calle Ibn Asaker según viene en un plano de la ciudad, le miran como si les hubiera hablado en chino.
   Repite con una pronunciación distinta, más parecida a la suya y tampoco le entienden, entonces les muestra la palabra escrita, ya sea en la transcripción ya sea en árabe. El gesto es de total ignorancia. Sin embargo él sabe que esta calle es importante, que está en el mapa y que es céntrica. De nada sirve. No saben de qué les está hablando. Pero como son muy amables, están dispuestos a ayudarle y tienen una extraordinaria facilidad para los idiomas, le preguntan: ¿A dónde quiere ir? y si responde: A la agencia de viajes Krony o al restaurante Sahara, entonces parecen despertar, lanzan una exclamación de alegría, ¡Aaahhh!, y enseguida comienzan a comentar el hecho con las personas que están alrededor que siempre las hay mirando o escuchando o queriendo ayudar. Y le cuentan el itinerario de una forma tan sutil y complicada que el viajero, aún lleno de agradecimiento, se desanima. Lo más probable es que su interlocutor se ofrezca a acompañarle, sea a pie o en coche si lo tiene o incluso en taxi, y aunque decline con amabilidad el ofrecimiento, él insistirá hasta dejarle en la mismísima puerta que busca, le dará las gracias y le deseará una feliz estancia en Damasco. Pero de todos modos mejor será tener varios puntos de referencia en el mapa de la ciudad para mostrar al taxista el que convenga y a partir de ahí buscar la dirección uno mismo. Los taxistas, por lo menos con los turistas, se guían por las embajadas, las fuentes, los monumentos y poco más.
   Aunque Damasco es una ciudad grande que pasa de los tres millones de habitantes, es bastante fácil orientarse en el centro. A una altitud de 707 metros sobre el nivel del mar y construida en el centro de un oasis frondoso de árboles y huertas rodeados de tierras desérticas, la ciudad está cerrada al norte por el monte Casiún, tachonado de luces que por la noche se confunden con el firmamento. No es fácil perderse, por lo menos en el centro y sobre todo si se dispone de una brújula, como yo. No hay que fiarse nunca de las mezquitas como yo hice los primeros días, intentando recordar la esquina en la que me encontraba, porque hay ahora en Damasco más de 650 mezquitas, es decir, poco menos de una en cada cruce y todas ellas casi exactamente iguales.
   Hay que tener en cuenta varios aspectos de la curiosa circulación de esta ciudad y de Siria en general. En primer lugar que en cualquier momento y desde cualquier esquina puede surgir uno de los cientos de coches que cruzan o tuercen o adelantan sin reducir jamás la velocidad. Quizá convencido de que los designios de Alá son inmutables, de que nada ocurrirá que él no haya previsto, el sirio va directo a su objetivo despreciando lo que para los demás humanos supone un peligro, o tal vez la reducción de la velocidad sea un movimiento que no se enseñe en las escuelas de conducir. Aunque detenerse sí se detienen. De golpe y sin avisar. Incluso en plena calle, delante de nosotros, casi siempre para saludar a un amigo y departir con él unos minutos, o en la mismísima autopista bajo un puente para que la sombra les cobije.
   No es extraño tampoco que en una calle de dirección única o incluso en plena autopista nos venga un coche en dirección contraria a velocidades de vértigo, aun cuando la ley prohíbe sobrepasar los 80 km_hora en las zonas urbanas, tocando el claxon sin medida para indicar quién sabe qué. Tampoco es raro que crucen la carretera a ciegas grupos de mujeres veladas, chicos que salen de la escuela o funcionarios con sus carteras en la mano.
   Y sobre todo no hay que olvidar la peculiar forma de comportarse de los guardias de la circulación, seres misteriosos cuya función sigue siendo un enigma para mí, que permanecen a veces impávidos ante el caos que les rodea, donde centenares de coches, taxis y autobuses se empeñan en ir en una dirección y otros tantos centenares en otra, todos tocando el claxon sin parar.
   El público indiferente a esa lucha se escurre entre ellos como el agua por las piedras. A ese caos monumental asiste el guardia vestido de oficial británico en una campaña del desierto, pantalones cortos, calcetines largos, camisa caqui y porra bajo el brazo, como si aquello no fuera con él. De repente, sin que nada especial parezca empujarle a ello, se acerca a un paso de peatones un tanto apartado del galimatías, que más o menos funcionaba, levanta la mano y logra que le vea algún coche y, lo que es más difícil, que le obedezca y se detenga. El guardia vuelve a levantar la mano, a tocar el pito y se retira entonces sin el menor interés por conocer en qué ha alterado el tráfico su presencia. Y a veces, desde la sombra donde se ha situado a fumar un cigarrillo, hace gestos crípticos, esotéricos y enigmáticos a los que esperan, sin apenas mirarles.
   Tal vez sea cierto que Alá, que es clemente y misericordioso, no permite que ocurra nada malo.
   En este país los accidentes de coche son escasos y casi nunca graves. O tal vez haya que atribuir el mérito a la prohibición de las bebidas alcohólicas que anulan la sensación de peligro en el conductor o a la longevidad de la mayoría de los coches que se arrastran con cientos de miles de kilómetros y ya no están para grandes velocidades.
   Bajé la cuesta, pues, fijándome bien en el aspecto de las plazas y las calles y buscando embajadas o monumentos que hicieran más fácil mi ubicación y el regreso. Pasé por la de Rumanía, como me había dicho Fathi, y luego continué bajando la loma y me encontré en la plaza donde se erige la estatua del general Malki. Nunca supe lo que había hecho el general Malki para merecer tan gran honor, porque aunque descubrí muy cerca un museo que le estaba dedicado, estaba cerrado por obras.
   El día era bueno y hacía calor.
   Al llegar al Cham Palace, en el mismo centro de la ciudad, salí a Yusuf al Azmè, una plaza en forma de estrella de donde parten cinco calles populosas. Por una de ellas, Port Said, y con la ayuda de un plano me dirigí dando un rodeo a la ciudad antigua que en gran parte está todavía amurallada. La calle bullía de ruidos y voces, hacía calor y las multitudes se cruzaban indiferentes. Las chicas andaban cogidas de la mano, charlando y riendo; a veces asomaba bajo su chilaba la vuelta de los tejanos y algunas había que se cubrían la cabeza con un pañuelo. Yo miraba las tiendas y las calles intentando memorizarlas, pero estaba sumida en el desconcierto.
   Cuando se llega a una ciudad desconocida se diría que con tantas novedades las fachadas se esconden tras el velo del anonimato de tal forma que en cuanto se deja atrás, la memoria retiene una imagen confusa y uniforme de la que apenas sobresalen los ojos de una mujer o un escaparate atiborrado de joyas que en vano buscaremos al día siguiente. No lograba ordenar las calles del centro en mi mente. La estación en desuso, los puestos de frutas, las mujeres con niños, la multitud que rodea los hospitales, carritos, el centro de autobuses, soldados, tiendas ambulantes de colonia amarilla o de frutas o de sellos, casas escondidas en jardines umbrosos de adelfas, jazmín y laurel y grandes edificios con palmeras; arquitectura francesa de los años treinta pasada por el gusto árabe, viviendas antiguas con patios cerrados, miradores y balconadas donde el tiempo y el abandono vuelcan la vegetación sobre las rejas e inundan la calle, edificios en construcción, otros a medio derribar. Todo era confusión.
   Ritmo, lo más difícil de adquirir es un ritmo determinado, a veces incluso es difícil descubrirlo para acoplarnos a él. Ni conocemos el ritmo de la persona de la que acabamos de enamorarnos, ni el de la ciudad a la que hemos llegado.
   Y comprendí que el ritmo de Siria era tan distinto al nuestro que harían falta varios días o meses o incluso años para conocerlo, y milenios para hacerlo propio. No me aclararé, pensaba mientras intentaba descifrar dónde estaba el secreto que me llevaría al conocimiento o por lo menos a la familiaridad.
   Debía haberme aflorado a la cara el desconcierto de mi mente.
   – ¿Puedo ayudarla en algo?
   ¿Busca usted algún lugar determinado? -preguntó alguien a mi lado en francés.
   Era un muchacho de unos dieciocho o veinte años, con las cejas muy juntas y la piel oscura y unos libros que se puso bajo el brazo cuando extendió la mano:
   – Me llamo Samir Zeriö y soy estudiante de francés en la universidad. ¿Quizá se ha perdido?
   – No me he perdido, estoy yendo hacia la ciudad antigua y me tomo mi tiempo -respondí.
   – ¿Me permite acompañarla? Será para mí un verdadero honor. Sólo ‘quelques minutes’.
   No pude resistirme y aunque deseaba ir sola durante ese primer día hice el recorrido con Samir.
   Descendimos por una arteria abierta en lo que debió de ser el corazón de la ciudad, las aceras apenas estaban construidas, obras inacabadas jalonaban ambos lados de la calle. Había polvo y ruido y bocinazos. Los coches se apretujaban para pasar todos a la vez, un guardia en una esquina movía el brazo displicente, indiferente, indicándoles que pasaran, o quizá que hicieran lo que quisieran.
   Samir me acribilló a preguntas sobre mi país, sobre qué estaba haciendo en Damasco y cuánto tiempo me quedaría.
   – Yo puedo hacerle de guía si así lo desea -me dijo cuando nos detuvimos en una fuente y me ofreció agua fresca en un vaso de cobre atado con una cadena al caño después de haberlo enjuagado con esmero. Un vaso público, pensé mientras bebía con sed porque el calor apretaba desde hacía un buen rato.
   – ¿No necesita un guía?
   En efecto lo necesitaba, aunque no me parecía prudente fiarme de un desconocido tan desconocido. Aun así, cuando al cabo de ‘quelques minutes’ como había ya anunciado, me dejó en la avenida Ez Taura, frente a la entrada del zoco Al Hamidie y se despidió con mucho calor y mucho agradecimiento por haberle permitido que me acompañara, anoté su dirección y teléfono en la primera página de la agenda que había comprado con esta intención.
   Como ya he dicho, atravesar una calle en Damasco es difícil, pero parece casi imposible cuando se trata de la calle que está frente al zoco. Se diría que pasan por ella los 11.007 taxis, los 40.540 coches privados, los 5.931 coches oficiales y los 2.014 autobuses que había en Damasco en 1991 además de los que se habrán importado desde entonces. El guardia hace las veces de semáforo y de vez en cuando avanza con el pito en la boca silbando con una fuerza que nada tiene que ver con la parsimonia con que camina ni con su indiferencia ante la desobediencia general. Como si fuera pensando en sus cosas mientras los coches juegan a pasarse unos a otros en ambas direcciones, ajenos a él y a los peatones que sortean los vehículos.
   El calor a esa hora del mediodía es inaudito, la barrera infranqueable y yo pensé que jamás iba a llegar a la otra orilla. Pero si pasan los demás, me dije, yo también pasaré.
   Quizá antes de lanzarme al torbellino de coches hice un gesto de duda, o estuve un momento inmóvil para armarme de valor, como el nadador antes de echarse al agua helada, porque no había tenido tiempo Samir de desaparecer aún, cuando ya se había acercado otro voluntario dispuesto a ayudarme: esta vez era un ingeniero de las refinerías de Homs, una ciudad industrial al norte de Damasco. Me contó en inglés que había venido a una reunión de petroleros y se interesó muy de veras por todo cuanto me concernía no sólo en Siria sino también en España. Debía de tener unos veinticinco años. Me ayudó a atravesar haciendo el gesto de cogerme muy someramente por el codo aunque evitando todo contacto y me acompañó a la entrada principal de la ciudad antigua. Luego se inclinó, me dio la mano y se despidió después de preguntarme si necesitaba algo más.
 
   El zoco Hamidie.
 
   La ciudad antigua está amurallada y contiene la mayor parte de los monumentos y maravillas que el turista quiere ver. Pero Damasco no ha llegado aún a los extremos de Marrakesh o El Cairo, y los zocos siguen siendo un verdadero mercado donde compran los ciudadanos y los que vienen del extrarradio o de las afueras. Es fácil pasearse por sus callejas y exceptuando a la entrada de Al Hamidie apenas nadie persigue a los extranjeros. Se limitan a mirar, como nosotros les miramos a ellos, porque tanto los hombres como las mujeres lucen en esos mercados la más variada colección indumentaria: turbantes, chilabas, túnicas, velos y mantos, mezclados con la versión árabe de la vestimenta occidental, y las amorfas gabardinas cruzadas hasta el suelo con el pañuelo anudado bajo la barbilla que visten las mujeres integristas.
   El zoco Al Hamidie es sin duda uno de los más hermosos del mundo. Una larga galería pavimentada y ancha, con una cubierta de hierro en forma de cúpula, que el tiempo y la intemperie han ido desgastando, jalonada de minúsculos agujeros que se convierten en pequeños puntos de luz, como un lejano cielo estrellado en pleno día.
   Las tiendas se suceden a ambos lados, repletos los escaparates con ese sentido de la acumulación que sólo se encuentra en un mundo de mercaderes. Por la calzada avanzan apretujados en ambas direcciones hacia sus quehaceres los aguadores con sus antiguos y complicados depósitos de latón como insólitos instrumentos musicales repletos del agua que ofrecen en vasos por unas monedas a los sedientos, los vendedores ambulantes, los mulos cargados de sacos de aromáticas especias, hombres y mujeres con niños o solos, músicos callejeros, comerciantes. Muchos de ellos pasean con calma y se detienen a charlar, o se apostan en la puerta de un almacén a contemplar ese río humano, esperando pacientemente la llegada del cliente.
   En este zoco, tan distinto de otros zocos de la ciudad antigua, como el de las telas, el zoco Al Zurie de especias, condimentos y pastelería, el zoco Al Salie de frutas y legumbres, se pueden encontrar joyas y bisutería, sedas y alfombras, utensilios de cobre, latón y artesanía en general, dispuesto gran parte de ello esperando la llegada en verano de los clientes extranjeros que poco a poco van desplazándose de los peligrosos Egipto y Argelia en busca de lugares exóticos que ellos mismos diluirán y desharán como se deshace en la mano el hielo bajo el sol.
   En 1991, rezan las últimas cifras disponibles, contra los 762.098 sirios que salieron del país, llegaron a Siria en viaje de turismo 437.186 extranjeros, de los cuales 1.697 eran españoles, 13.383 soviéticos, 212.975 turcos, 119.624 iraníes, 4.132 británicos. Y además 390.156 jordanos, 86.898 saudíes y 526.609 libaneses, y unos pocos miles de otros países. No hay más que pasearse por el zoco de Hamidie, o entrar en los museos y los hoteles para comprender que el turismo aumenta y que de continuar la situación del norte de África como hasta hoy, es muy posible que en un par de años se haya multiplicado por diez.
 
   Ralph: de la Mezquita de los Omeyas al Café Náufara.
 
   Llevaba más de dos horas paseando con el plano de la ciudad en la mano para descifrar el laberinto de calles y callejuelas, barrios y zocos, cuando me detuvo el paso, inmóvil ante mí, el mismo muchacho rubio con quien me había cruzado ya dos o tres veces, en el barrio cristiano, en los pasadizos que llevan al restaurante de los Omeyas, y en una calle cuyo nombre y situación ya no podía recordar.
   Estábamos en la puerta oeste de la gran mezquita frente a las dos únicas columnas, único vestigio del templo romano de Júpiter del siglo III. Llevaba también un plano en la mano y de pie ante mí sonreía.
   – Llevo dos horas dando vueltas por el zoco -dijo en inglés-, y por lo que veo tú también. Debemos de ser los dos únicos extranjeros que van solos. ¿Por qué no vamos juntos?
   Por lo visto aquí no hay que temerle a la soledad, tuve tiempo de pensar, pero ya él sin esperar mi respuesta se presentó:
   – Soy alemán, de Schömberg, estudiante en ciencias políticas y estoy de viaje por el Oriente Medio. Solo -añadió-, voy solo.
   Sí, todas las dudas del mundo me asaltaron. ¿Será cierto que es un estudiante? ¿O tal vez sea un espía? ¿Qué hace un estudiante viajando en pleno mes de mayo? ¿O no es más que un pelmazo que me fastidiará el día? Pero ¿qué puedo perder? Si no me gusta no tengo más…
   – Yo también voy sola -oí mi voz impaciente y desobediente que pasaba sobre la reflexión y se manifestaba-. Y me gustaría saber por dónde se entra a la mezquita, porque por esta puerta principal no dejan.
   – Esto lo sé -dijo muy contento-. No la he visitado aún, así que si quieres podemos comenzar por ahí. Aunque después tengo mucho interés en buscar la ventana por la que escapó san Pablo. Es una historia que me contaba siempre mi abuela que es católica y no quiero irme sin encontrarla.
   Pasamos la puerta lateral de la mezquita reservada para los extranjeros y entramos por la puerta norte, junto al mausoleo de Saladino -de 1193, leyó Ralph en la guía en medio de un umbroso jardín y contemplamos junto a él la tumba moderna, en mármol que, añadió, el emperador Guillermo II regaló al pueblo de Damasco durante su visita en 1898.
   Nos pusimos un manto negro, Ralph porque llevaba pantalones cortos, yo sólo por ser mujer.
   Atravesamos el inmenso atrio porticado donde paseaban grupos de hombres y mujeres junto a la fuente de las abluciones. Nos acercamos a la cúpula del tesoro donde antiguamente se guardaba el dinero público, decorada con mosaicos. Y al entrar en el ‘haram’, la sala de la plegaria, nos quitamos los zapatos y los dejamos en el suelo junto a los de los visitantes y oradores.
   Ralph siempre leyendo. Así me enteré de que la mezquita fue desde el primer milenio a.C. -y hay indicios de que muchos siglos antes un templo que los arameos habían levantado en honor de Hadad, el dios de la tempestad, y que sigue enterrado bajo todos los templos y murallas de los conquistadores que les sucedieron. Que en el siglo III los romanos construyeron sobre todos ellos un gigantesco templo dedicado a Júpiter, que en el siglo IV los cristianos lo convirtieron en basílica, que cuando entraron los musulmanes en el 636 transformaron la parte este en mezquita y dejaron la parte Oeste para el culto cristiano hasta que en el año 705 el sexto califa omeya decidió “construir una mezquita como nadie haya construido ni construirá jamás”. Las obras duraron diez años y se emplearon más de mil obreros, y el dinero necesario para pagar el edificio llenó cuatrocientos arcones que contenían diez mil dinares. Se necesitaron dieciocho camellos para transportar las pilas de hojas en las que se habían anotado los gastos de la mezquita. Se arrasaron las casas romanas y bizantinas contiguas y los antiguos zocos. Fue la primera mezquita con alminares, púlpito y sala de abluciones, características que ahora se encuentran en todas ellas. La mezquita de los Omeyas ha sido y es un modelo y una guía. Todavía hoy el almuédano recita su plegaria, a la que responden como un eco todas las mezquitas de Damasco, desde el alminar Al Arus del muro norte, el mismo que en los siglos XII al XVI recibía y transmitía las señales ópticas formando parte de una larguísima cadena de luz que anunciaba en El Cairo la aparición de tropas mongoles en las riberas del Éufrates. “Iré al Éufrates y me bañaré en él”, el pensamiento surgió espontáneo y firme como un anhelo de frescor que mitigara en la imaginación el calor con que el manto negro oprimía mi cuerpo.
   Durante siglos los ayubíes, los mamelucos y los otomanos restauraron y embellecieron los alminares e incluso contaron con la ayuda de los cristianos en uno de sus escasos momentos de colaboración con otras religiones. Quizá por esto al alminar situado en el sureste se le llama aún el alminar de Jesús, a quien los musulmanes consideran profeta igual que a Juan Bautista, porque la tradición “quiere”, dijo con cierto énfasis Ralph mirándome como si yo fuera la representación de la cristiandad, que Jesús se presente en él poco antes del día del juicio final. Los incendios destruyeron…
   Ralph seguía leyendo pero yo ya no le oía. Estaba sobrecogida por la magnitud del espacio interior, por su diáfana claridad, por esa forma especial de situar las columnatas, por el natural recogimiento de los fieles que paseaban sobre un suelo tapizado de alfombras o hablaban en pequeños grupos, sentados a veces con las piernas cruzadas atentos a la lectura de un tercero, por el ensimismamiento de los que oraban contra el muro sur cara a La Meca, por la atención de los que leían, la majestad de sus vestimentas, el susurro asordinado de sus voces. Me abandoné a la contemplación de los arabescos, a la repetición rítmica de sus motivos geométricos, a la luz cambiante que se filtraba por los cristales irisados de las setenta y cuatro ventanas. Admiré la magnificencia de la cúpula que se levanta como un águila en vuelo hacia el cielo.
   Imaginé cómo sería el fulgor de tantas velas como se encendían a la caída de la tarde sobre las grandes coronas de bronce que colgaban del techo, y el perfume del incienso y de los aceites aromáticos que ardían en pequeños cuencos suspendidos de ellas.
   También nosotros nos sentamos en el suelo cubiertos con la capa y dejamos que transcurriera el tiempo al ritmo de esos creyentes que no estaban en la mezquita para cumplir ninguna obligación, sino porque forma parte de su vida, es un lugar de encuentro, de descanso, cuando se detiene el quehacer diario, y dejamos que nos invadiera esa paz que trae consigo la armonía entre la vida y la creencia, una paz que ahora nosotros, los occidentales, hemos de pedir prestada porque nuestros pueblos la sustituyeron hace siglos por otras ambiciones.
   Cuando a la salida volvimos a ponernos los zapatos, Ralph se quedó perplejo.
   – No están las plantillas -dijo.
   – ¿Qué plantillas?
   – Llevo plantillas y las dejé en los zapatos. ¿O no? Quizás al quitármelos las metí en la bolsa.
   Espera. -Miró en la bolsa pero no las encontró-. Debí de ponérmelas en los bolsillos, a veces lo hago.
   – Te las habrán robado -apunté.
   – No digas bobadas. Aquí no roba nadie, y además ¿para qué podrían quererlas?
   – No sé -dije sin querer apearme de esa irracional desconfianza que nos domina a veces cuando no somos más que turistas en un país extraño del que por principio desconfiamos. Volvimos al lugar donde nos habíamos sentado pero no las encontramos.
   – Quizá me las puse en el bolsillo y se me han caído cuando dábamos vueltas por la mezquita.
   Así que comenzamos un nuevo paseo ajenos esta vez a la luz, al murmullo sordo de las voces, a las columnas y mosaicos, a la ornamentación, fijos los ojos en las alfombras que se superponían formando un suelo mullido que yo contemplaba extasiada, atenta sin embargo al objeto que buscábamos que habría de romper ese equilibrio de cenefas laberínticas y colores tostados por los siglos.
   Habíamos recorrido ya más de la mitad de los 136 metros de longitud de la mezquita cuando se nos acercó un sirio con chilaba blanca a preguntarnos qué habíamos perdido porque él nos ayudaría a encontrarlo. A los diez minutos eran por lo menos cinco las personas que buscaban con nosotros, pero por más que recorrimos una y otra vez la inmensa sala en todas direcciones, no aparecieron. El sirio entonces fue en busca de un imán que se mostró muy compungido, tomó nota y dijo que volviéramos al día siguiente por si se habían encontrado. Nos despidieron en la puerta dándonos la mano e inclinando la cabeza, y no habíamos recorrido aún cien metros, cuando Ralph dio un grito y se tocó la frente con la mano:
   – ¿Seré estúpido? He dejado las plantillas en los zapatos, nunca me las pongo con ‘basquetes’ -dijo en francés para que yo le entendiera y señaló esas Reebok blancas con que media humanidad se calza los pies a todas horas.
   Comimos empanadas de verduras en uno de los cafés del barrio contiguo a Al Hamidie y después dimos tantas vueltas e hicimos tantas visitas que se confunden en el recuerdo de aquella tarde del que, sin embargo, sobresale la imagen de Nureddin.
   Nureddin fue un príncipe turco sunita que siguiendo la labor iniciada por su padre consiguió que todos los sultanes turcos seléucidas o árabes abandonaran sus rencillas y peleas, dejaran a un lado una vida dedicada a la poesía y a la música y lucharan con él contra los francos que habían tomado Jerusalén en 1099. Desde Alepo y con toda clase de artimañas, dicen las guías francesas, pactó una vez más con los damascenos y en 1154 le fueron abiertas las puertas de Damasco, que convirtió en la capital de su imperio. Fortaleció e hizo construir barbacanas en todas las puertas de la ciudad, Bab Sagir, Bab Charqi y Bab Faradis (‘bab’ significa puerta en árabe) e hizo abrir dos nuevas puertas en el muro norte, Bab Salam junto al río Barada aún hoy la más hermosa, y Bab Faray. En todas ellas construyó una mezquita con un alminar, como la que todavía se puede ver en la puerta del sudoeste, Bab Charqi. Durante su reinado se crearon once ‘medersas’, escuelas rodeadas a veces de una pequeña organización agrícola o de un taller con cuyos beneficios se alimentaba y retribuía a profesores, servidores y alumnos pobres. Según un historiador de su época, había en Damasco 241 mezquitas intramuros y 148 extramuros. Hizo construir canalizaciones urbanas, fuentes públicas y un hospital, ‘bimaristán’, con salas para los enfermos, letrinas de agua corriente y celdas para los locos que, convertido en el Museo de Medicina, es hoy por su arquitectura uno de los monumentos más importantes de la ciudad antigua. Tras una derrota frente a los cruzados que él atribuyó a la falta de fe de los jefes turcos y kurdos, se retiró y dedicó su vida al recogimiento, a impulsar la unión de los árabes y a la renovación de la doctrina sunita frente a la chiíta que consideraba menos ortodoxa y más propia de siglos anteriores. Se le considera uno de los grandes promotores de la corriente mística islámica, el sufismo.
   Nureddin murió en 1174 en Damasco sin haber conseguido derrotar a los francos y liberar Jerusalén, tarea que fue llevada a cabo por su sucesor, Saladino. Sin embargo, tras su muerte y con los años, su fama se incrementó y su tumba cerca de la Gran Mezquita sigue siendo un lugar donde se reúnen los fieles y los peregrinos para orar.
   Yo estaba agotada y las cifras y los nombres que Ralph repetía, buscando en las tres o cuatro guías que sacaba y guardaba en su bolsa, me tenían mareada. Pero fue implacable. Visitamos más ‘medersas’, tuvimos que ver todas las puertas una a una, entramos en tres antiguas casas damascenas con su ‘liwán’, y cuando al llegar al Palacio Azem vimos que estaba cerrado, yo me alegré. Fue entonces cuando, cumplido nuestro deber y habiendo visitado palmo a palmo la ciudad antigua, dijo él, aunque yo comprendí más tarde que no habíamos hecho sino echarle un vistazo, se llenó de energía e inició el peregrinaje en busca de la torre por cuya ventana se había escapado san Pablo.
   Yo no le tengo a Pablo de Tarso la menor simpatía. Me parece un dogmático misógino y vanidoso, un inquisidor nato cuya caída del caballo y posterior conversión nunca han logrado convencerme, aunque sigo manteniendo como el Occidente entero el mito en que se han convertido esos hechos dudosos.
   Pero Ralph estaba convencido de la veracidad de su fuga descolgándose metido en un cesto por la ventana de la torre, no por creer o dejar de creer en ello sino porque se lo había contado su abuela, y además porque figuraba en los Hechos de los Apóstoles, IX, 1-25 y en las Cartas a los Corintios XI, 23-33. Intenté explicarle que el único testimonio que había de esta fuga era el del propio Pablo y como tal podía muy bien ser una exageración o tal vez una fantasía sobre sí mismo, pero no me hizo el menor caso. Ni siquiera cuando llegamos a la Capilla de San Pablo, en Bab Casan y contemplamos una irrisoria ventana por la que no habría pasado ni el cesto ni san Pablo de niño. Examinamos el interior de la capilla, un espacio vacío y poco cuidado con una mala copia del cuadro de Caravaggio que está en Santa María del Popolo debajo del cual decían unas letras negras: “Caída del caballo de san Pablo”, pero a Ralph, que debía de tener en la mente otro tipo de ventana, le pareció que algo no coincidía y se negó a reconocer la evidencia de que aquélla era sin lugar a dudas la ventana de sus sueños. Por más que yo le dejaba leer mi guía y le hacía mirar el mapa, no lo admitió y tuvimos que seguir buscando. Recorrimos el barrio cristiano de arriba abajo y entramos en infinidad de capillas católicas y en la sede de las once Iglesias separadas de Roma que conviven en Damasco, rodeamos la ciudad antigua extramuros, conocimos y seguimos el curso del río Barada junto a las murallas de la parte noreste desde la puerta Bab Salam, pasamos por todos los zocos y los barrios más alejados de los turistas. A pesar del cansancio, yo me reía de su obstinación.
   Agotados por tantas horas de búsqueda volvimos al interior de la ciudad antigua y fuimos al Café Náufara tras la gran mezquita, donde bajo una cubierta de parra algunos hombres fumaban el narguile, la pipa de agua que pasan de boca en boca sin prisas y con gran voluptuosidad, mientras otros sorbían café espeso, conversaban o contemplaban la tarde y el cambio de las sombras de la luz del sol entre las hojas.
   Yo tenía una cita a las seis de la tarde con Solange Nassar, una alta funcionaria del Ministerio de Turismo que había conocido cuando fuimos a visitar al viceministro y que me había invitado a un concierto. Eran las cuatro de la tarde y desde el desayuno que me había preparado entre chorros de agua y montones de muebles mi casera Nayat, no había tomado más que aquella breve empanada de verduras. Tenía hambre y estaba cansada y además no tenía mucho tiempo. Sí, no obstante, el suficiente para sentarme a descansar mientras tomaba un té azucarado que curiosamente me refrescó. El tiempo suficiente para que Ralph y yo nos contáramos escuetamente nuestra propia historia, nos felicitáramos de habernos encontrado, y de haber encontrado las plantillas dijo él, nos intercambiáramos las direcciones y nos prometiéramos escribirnos y volver a vernos.
   – No puedo ofrecerte flores -dijo poniéndose un poco solemne-, ni sé decirte lo mucho que me ha gustado estar contigo; venimos de mundos distintos, vamos en direcciones opuestas, viajamos por motivos diferentes y ni siquiera nos acerca la edad: sólo el azar ha hecho que nos encontremos. Soy muy sensible a esas cosas y me gusta recalcarlas aun a costa de parecer estúpido y sentimental. Así que ten, la sortija de la suerte, éste será mi recuerdo -y me alargó un amasijo de anillos entrelazados de distintas formas que, según explicó, colocados convenientemente formarían una sortija compacta donde cada uno de ellos encajaría con los otros a la perfección-. No creo que logres armarla -y añadió con suficiencia-, yo no he podido, pero puedes entretenerte durante siglos.
   Me puse a mover los aros para ocultar un extraño rubor y porque no sabía muy bien qué decir, y a los dos minutos, uno de los árabes que nos había estado observando se acercó y me pidió la sortija porque debió de verme tan obsesionada por encontrar una solución que le pareció una deferencia venir y recomponerla para mí. Mientras yo intentaba aprender, Ralph se había ido al otro extremo de la terraza a responder una pregunta que le habían hecho a distancia, y el sirio me rogó que me sentara a la mesa que compartía con sus amigos.
   – Ralph, cuidado con la bolsa, te la pueden robar -le dije desde mi sitio.
   – ¿Aquí? -respondió riéndose-.
   No hay cuidado, todos están vigilándola.
   Un sirio que conocí semanas después, Adnán, me contó que con esa misma confianza, en un viaje a Madrid dejó la bolsa en un rincón de la estación de autobuses mientras iba a comprar bocadillos y que cuando volvió al cabo de un cuarto de hora se encontró con la policía, más tres desactivadores de bombas rodeados en la lejanía por una multitud de curiosos que otros policías intentaban desalojar a voces y empujones porque creían que una bolsa abandonada no podía ser otra cosa que una bomba camuflada.
   No volví a ver a Ralph en Damasco y cuando al cabo de unos meses, ya en España, recibí su primera carta que había estado dando tumbos por la geografía persiguiéndome, se lamentaba, como yo había hecho aquella noche en mi casa mientras gracias al espontáneo del Café Náufara lograba armar la sortija, de que los cuatro días que le quedaban no los hubiéramos pasado juntos visitando una ciudad que era nueva para los dos. En el momento de despedirnos yo no me había atrevido a proponérselo, quizá porque, aunque tengo y he tenido siempre fe en el imprevisto, me parecía que tres encuentros en un solo día era un cupo excesivo para mi capacidad de confianza. A veces olvido que el mundo nos ofrece lo que hay y que sólo de nosotros depende aprovecharlo o rechazarlo. En otra carta posterior más larga me contó las peripecias de su viaje a los Altos del Golán, la estancia en Jordania y la vuelta por Egipto, y me prometió que el próximo año iría a España. En respuesta yo le envié una postal de la ventana ante la que habíamos discutido, en la que venía impresa en varias lenguas la leyenda “Ventana de san Pablo”, que según me escribió más tarde le había convencido por fin aunque el convencimiento no le había aportado la felicidad ansiada.
   Y aún ahora mientras escribo estás páginas, tengo a mi lado la sortija desmembrada como él me la dio, que recompondré con paciencia infinita en cuanto haya terminado las páginas que había previsto para hoy, porque, aunque con dificultad, he aprendido a hacerlo y conservo intacto el interés de aquella tarde soleada.
   Hace tiempo que no tengo noticias de Ralph, andará por los rincones del mundo en busca de quién sabe qué conexiones con los objetos, los recuerdos y las gentes.
   Algo me dice siempre que todo lo que se espera acaba por ocurrir, y de un modo un tanto confuso me parece saber que un atardecer cualquiera, dentro de meses o incluso años, llamará a la puerta de donde viva yo en aquel momento para contarme de viva voz su último viaje y sus últimos encuentros. Y yo le mostraré entonces cómo se arma la sortija de la suerte.
 
   El concierto.
 
   Solange Nassar me había pedido que nos encontráramos a las nueve de la noche en la puerta del Cham Palace, el único lugar de la ciudad que yo era capaz de localizar por el momento. Allí estaba, vestida de rojo con una pechera de volantes que en vano trataba de esconder su voluminoso busto y unas gafas con la montura salpicada de puntas de brillantes. Me recibió con mucha amabilidad aunque llegaba con retraso porque, como le dije, había tenido que ir a casa a cambiarme desde el otro extremo de la ciudad. Era muy solícita pero yo tenía la impresión de que me acompañaba con la cordialidad distante y respetuosa con que los jefes de protocolo acompañan a los ministros y secretarios. Y con este mismo talante, dándome escueta razón de la dirección que íbamos tomando, me llevó en su coche de fabricación soviética al Centro de Conferencias, un complejo de edificios, hotel y magníficos jardines situado a unos dieciséis kilómetros al sur de Damasco, camino del aeropuerto.
   El conjunto construido sobre un montículo era espectacular. Amplias escalinatas, flanqueadas por fuentes y gigantescos y esbeltos prismas a modo de lámparas, ascendían hasta la cima donde un atrio rodeado de un claustro rutilante de luz daba entrada al auditorio y servía de enlace entre el Centro y el Hotel. Tuvimos que pasar por un largo y ancho pasillo entre dos hileras de enfermeras vestidas con pantalones y blusa de rayas blancas y azules, cofia y delantal blancos y un clavel rojo en la mano, que debían de llevar horas esperando a las autoridades. Aunque no entendía de qué concierto se trataba me di cuenta de que nosotras formábamos parte de los invitados de honor porque hasta que no estuvimos en la sala no dejaron entrar al público ni a las cámaras de televisión que se apretujaban a ambos lados del pasillo.
   Me parecía curioso que desde mi llegada a Siria todo el mundo me tratara con tanta deferencia. Pero quizá porque uno se acostumbra pronto al trato preferencial, o porque debí de pensar que eran otros usos y costumbres, no le di demasiada importancia y mantuve los ojos bien abiertos para no perder detalle de aquel espectáculo al que estaba asistiendo. Y como si mi presencia allí fuera lo más natural me dediqué a hacer grandes alabanzas del lugar que de todos modos las merecía. El inmenso auditorio, con un aforo de unas tres mil personas, acabó llenándose. No vi un solo policía, aunque era evidente que las dos primeras filas -nosotras estábamos en la tercera- estaban ocupadas por autoridades de primer rango, buena parte de las cuales me fueron presentadas por Solange con esa satisfacción y admiración que tienen los funcionarios por las categorías de sus jefes, como si de algún modo participaran de ellas. Arriba y abajo de los pasillos entre las butacas corrían apresurados los que debían encargarse de la organización. Espías, pensé yo, o policías de paisano o algo serán si son tantos.
   En efecto, tenían el aire de un batallón cuyos miembros, en cuanto comenzó el acto, se alinearon de pie contra las paredes. El proscenio estaba literalmente cubierto de gladiolos, una flor que yo sólo he visto en los barcos anclados en puerto y en los congresos. De pronto se abrieron las cortinas del escenario y perdieron intensidad las luces de la sala. Un telón bajó del techo con una pancarta en la que decía en inglés y en árabe: “Inauguración del Congreso del Consejo Panárabe de Oftalmología, y aniversario de la Fundación de la Asociación Siria de Oftalmología”, bajo una monumental fotografía del presidente.
   Miré a mi vecina, que sonrió con picardía como si yo hubiera descubierto por fin la sorpresa que me había reservado, y me tendió entonces un programa de cien páginas en papel cuché, muy bien impreso, con los discursos, las ponencias, las fotografías, los currículos y las notas bibliográficas de todos los asistentes, precedido por un texto del presidente Hafez al Assad.
   Apenas tuve tiempo de mirarlo porque sonaron unos acordes a los que todo el mundo se puso en pie, yo entre ellos, que supuse serían los del himno nacional. En cuanto terminó, el público tomó asiento de nuevo y apareció en el escenario un imán con barba negra, traje negro y casquete blanco que comenzó a recitar salmos con la misma entonación que utilizan los almuédanos para la oración, un texto que nadie tradujo y que duró por lo menos diez minutos. A continuación comenzaron los discursos en árabe con traducción simultánea al inglés y al francés.
   Al llegar nos habían repartido unos auriculares a cambio de los cuales tuve que rellenar y firmar un impreso con la ayuda de Solange, un requisito que me pareció un poco absurdo ya que nadie se tomaba la molestia de comprobar que aquél era efectivamente mi nombre. Así se lo dije a Solange que se sonrió mirándome como si yo fuera la personificación misma de la inocencia.
   – No se puede poner otro nombre -dijo-, ellos saben.
   Lo cual me sumió en la perplejidad y el temor, y la seguridad de que todos ellos eran de la policía secreta.
   – Ellos saben ¿qué? -pregunté para tranquilizarme.
   – Ellos saben quién eres -respondió con aire de naturalidad y de saber lo que decía.
   – Entonces, ¿por qué he de rellenar este impreso?
   – No es más que un trámite.
   Un trámite ¿para qué?, me habría gustado preguntarle, pero me pareció una grosería. Y lo más irracional aún fue que al acabar nadie vino a pedirme los auriculares que quedaron tirados en las butacas mientras las pilas de impresos permanecían sobre una mesa en el gran vestíbulo esperando quién sabe qué extraño y misterioso destino.
   Después vinieron los discursos.
   Todos los ponentes comenzaron dando las gracias al presidente Hafez al Assad que había patrocinado el congreso. El público al oír su nombre se ponía en pie y aplaudía enardecido mientras el orador esperaba. ¿Lo volvía a nombrar el siguiente orador? El público volvía a levantarse arrebatado siempre como si de una verdadera fiesta se tratara. No detecté ni asomo de cansancio, ni de aburrimiento, ni en ningún momento decayó el entusiasmo aunque debieron nombrarlo no menos de treinta veces. Todos los oradores, incluso el americano que representaba la participación extranjera en el congreso, se refirieron al presidente, cosechando los correspondientes aplausos. En cuanto a los árabes, hablaban de él en unos términos tan elogiosos, tan exultantes, tan sacralizados, como los que emplean los políticos occidentales al hablar del Pueblo, del Deber, de la Democracia y de la Patria, y los católicos del papa.
   Cuando acabaron los discursos habían transcurrido más de dos horas y se consideraba que el acto había llegado al intermedio. Pero apenas tuvimos tiempo de salir cuando ya se levantó el telón que dejaba al descubierto un escenario forrado de terciopelo negro del que pendía otro retrato, esta vez al óleo, de ocho metros de alto por cuatro de ancho, del presidente Al Assad con esa media sonrisa socarrona que no acaba nunca de dibujarse y su eterno bigote gris.
   A continuación comenzó el concierto pero antes el director nos comunicó que debido a que los magníficos discursos de tantos ilustres oradores se habían extendido más de lo previsto, iba a reducirse a la mitad. La orquesta era precisa y disciplinada, la mayoría de los músicos muy jóvenes y los dos pianistas y un oboe excelentes.
   Pero el repertorio así truncado resultó demasiado breve.
   Al salir, Solange volvió a las presentaciones. Yo daba la mano y ya no intentaba memorizar los nombres y los cargos porque habían sido tantos en una sola noche que perdí la esperanza de retenerlos y no atinaba a saber de qué podría servirme recordarlos. Permanecía con la sonrisa en la boca dando la mano y saludando con una inclinación de cabeza mientras contemplaba otra gran efigie del presidente que, según me había dicho Solange, no había podido asistir al acto.
   En los dos meses que estuve en Siria las vi en todas partes y de todas las formas posibles: en pegatinas, carteles, en marcos dorados, en el cristal de los coches, bordada en los tapices, estampada en negro en las paredes de cemento, recortada en hierba en los parterres, en estrellas relucientes y sobre toda clase de objetos, relojes de pulsera y de pared, gemelos que ya nadie lleva, manteles, servilletas, tazas, repetida casi tantas veces y sobre tantos objetos como en Inglaterra los miembros de la familia real. Me pregunto quién será el que decida que se pongan sus retratos y efigies en los bares, los hoteles, las oficinas y las peluquerías de ciudades, pueblos, aldeas y alquerías. Me cuesta imaginar que sea el propio dictador quien lo exija. Porque me cuesta imaginar la forma y el momento de dar la orden. O tal vez no hay órdenes sino que el exceso de celo y de adulación por parte de los subordinados tácitamente espoleados por la vanidad de sus señores, va encontrando imitadores y acaba convirtiéndose en ley sin que nadie sepa cómo. ¿Son así los dictadores? ¿No les dará vergüenza exigir tributos tan inocentes como un retrato más, un aplauso más? ¿O es que, la vanidad que no tiene límites, es inherente a la naturaleza humana y sólo ellos pueden alimentarla a voluntad?
   Solange me dejó en casa no sin haberse ofrecido una y mil veces a llevarme donde yo quisiera y a ayudarme en lo que me hiciera falta.
   Se lo agradecí de veras y anoté todos sus teléfonos, pero la verdad es que no volví a verla aunque fui algunas veces al ministerio a visitar a mi amiga Sausan. Le dije adiós con la mano cuando se fue y subí las escaleras de mi casa corriendo porque no veía el momento de meterme en la cama.
 
   

III. El Guta, el oasis de Damasco.

   Damasco la reina del agua, dicen las guías, la de las tierras fértiles, la de los cielos benignos. Como una esmeralda verde en medio de un desierto de arenas doradas se abre al este de la cordillera del Antilíbano que de norte a sur corre paralela al mar. La esmeralda es su oasis que a pesar de haber sido invadido sin miramientos por la ciudad y el desarrollo indiscriminado, todavía conserva, antes de convertirse abruptamente en desierto, huertas y riberas frondosas, campos de violetas, rosas damascenas y mimosas, sembrados y labrantíos, extensiones de frutales, higueras y olivos, y caminos bordeados de nogales, un paraíso ya descrito por Alí Bei al Abbasi hace casi doscientos años.
   Pero la ciudad, Damasco, no es verde, sino dorada, del color de la tierra, del ocre tostado de los colores antiguos. Una ciudad profundamente árabe, un abigarrado y primitivo núcleo de callejuelas, casas y patios escondidos en ellas que desde hace cuatro mil años sin interrupción ha ido creando a su alrededor círculos de vida arañándole tierra al oasis.
   Las primeras noticias que se tienen de Damasco nos hablan de la capital de un pequeño reino arameo, un pueblo seminómada que en oleadas sucesivas procedentes de Arabia se instaló en el oasis, el Guta, y desde entonces ha conocido toda clase de invasiones, dominios, gobiernos, dueños y señores, que enterraron tras ellos las distintas civilizaciones que les precedieron: asirios, neobabilonios, caldeos, persas, seléucidas, griegos, romanos, bizantinos, omeyas, abasíes, fatimidas, seljuks, atabegs, ayubíes, mamelucos, otomanos, y para acabar los franceses y los británicos que se repartieron el territorio de Siria. Tras soportar tantas invasiones, todas ellas con ánimo de civilizar, educar y ayudar, Siria, desmembrada y dividida, consiguió la independencia hace escasamente cincuenta años. Y cuando parecía que todo había terminado, ha llegado la nueva invasión: la de la ciudad extendiendo en el oasis sus tentáculos.
   En los años cuarenta y cincuenta la explotación económica del campesino obligó a grandes masas de hombres y mujeres a buscar en la ciudad un modo de vida mejor, y la llegada de refugiados palestinos expulsados de sus tierras o la de libaneses, iraquíes, somalíes o kurdos huidos de sus guerras y persecuciones provocó una lucha sin cuartel para disputarse los recursos y los terrenos que van de la ciudad a la estepa y dar cabida a una población que en 1920 era de 170.000 y está sobrepasando ahora los tres millones de habitantes.
   Con el plan urbanístico de los años treinta y más tarde con el de 1968, se construyeron entradas majestuosas en la ciudad, barrios residenciales con escuelas, bibliotecas y servicios, y se abrieron grandes arterias para la circulación, pero ni entonces ni después ni más tarde se ha preservado el oasis. Los primeros en desaparecer fueron los jardines entre la ciudad y la falda del Casiún. Se multiplicaron después los barrios de edificación espontánea y acelerada donde había habido vergeles y cultivos y se construyeron talleres en los jardines y en las huertas, e incluso fábricas en la parte oriental del Guta.
   El oasis ha cambiado: una distribución administrativa ha convertido las alquerías en pueblos y los pueblos en ciudades. Las casas ya no son construcciones de piedra en forma de dado, sino edificios de cemento de varios pisos. Los grandes nogales que bordeaban los caminos se han cortado y se ha vendido la madera y los caminos se han transformado en autovías o autopistas por las que discurren cientos de autobuses y coches, perdido para siempre el equilibrio entre Damasco y el oasis, la reserva de hortalizas, frutos y árboles que protege la ciudad del desierto. Enloquecidos los sucesivos regímenes, como los de nuestros países, por dar a los campesinos una estructura de vida urbana que para ellos no significa más que una forma de vivir que no comprenden y unos usos a los que no están hechos, subestimaron el problema y ahora la fetidez de los canales muestra la insuficiencia de las aguas para la ciudad y el oasis que la rodea.
   Dos son los ríos que arrancan al desierto el oasis de Damasco: el Barada que nace en el corazón del Antilíbano y que durante 71 kilómetros serpentea hacia el este por las lomas de una planicie a 700 metros de altitud; se precipita después al pie del Casiún y atraviesa la ciudad para seguir luego su curso y detenerse 40 kilómetros más allá, en el lago Ateñbé. Y por la parte sur del oasis, el Aawah que nace en el monte Hermön, se desliza por el Guta y desaparece en la depresión de Hijanè, hacia el sureste.
   El Antilíbano es un macizo calcáreo que corre paralelo al mar, cuyas nieves abundantes al fundirse en primavera alimentan seis grandes afluentes y cientos de canales, algunos de ellos de la época de los arameos, que se abren en abanico en la planicie creando un semicírculo de fertilidad al pie del Casiún, en el oasis.
   Masas de grandes chopos esconden el curso profundo de esos ríos silenciosos de aguas grises que no han tenido tiempo de perder el color de los ríos de montaña, y que dejan a su paso tal exuberancia que se suceden en las laderas de los valles los albaricoqueros, los cerezos y la viña. Crecen las rosas en los bordes de los caminos y las enredaderas floridas se encaraman a los balcones hasta formar sombras espesas sobre puertas y ventanas.
   Hasta los años cincuenta bastaba y sobraba con el Barada para dar agua a los damascenos y para regar las huertas. Pero para compensar la pérdida de cultivos debido al avance de la construcción se permitió a los campesinos regar en exceso durante la época de calor lo cual, junto con las necesidades crecientes de la ciudad, hace que el Barada sea insuficiente también para regar, y aunque esté prohibido los campesinos cavan pozos cada vez más hondos para encontrar agua porque el nivel de la capa freática va descendiendo de forma alarmante.
   Para el consumo de la ciudad ha habido que contar con el agua de otro río, el Fiji, que en un alarde de ingeniería hidráulica se ha fundido con el Barada aguas arriba de éste. Ni el Aawah ni el Fiji nacen tampoco en territorio sirio, sino en el Líbano, lo cual demuestra hasta qué punto Damasco es vulnerable en materia de suministro de agua, un problema real del que los damascenos no parecen querer darse cuenta. La derrochan en los lavados y regadíos como hicieron sus mayores cuando el Barada bastaba con creces para las necesidades de un pueblo tan dado a la limpieza que se abrían las compuertas de los canales para inundar las plazas y los patios de las casas y las mezquitas de la ciudad antigua y dejarlas por lo menos dos veces al año, como los chorros del oro.
   – Sólo nos queda la espesura umbrosa del Barada y los pequeños restaurantes para solaz de la población -me dijo Fathi, mi casero, con los ojos llenos de ironía al verme tan preocupada.
   Era viernes, la fiesta semanal de los árabes y yo me iba con ellos de excursión. Y añadió:
   – Vamos allá y verás qué hermosura.
 
   El valle del Barada.
 
   Bajo las antenas de radio y televisión en lo alto del monte Casiún, que cierra como una amplia concha toda la ciudad por el norte, hay una carretera que corre a media ladera desde la que se contempla la ciudad. En años anteriores, según me habían contado y dicen aún las guías, esta carretera estaba poblada de pequeños bares y cafés donde los damascenos iban a contemplar la caída de la tarde sobre la ciudad, a tomar el fresco y el té y a charlar con los amigos o colegas. Pero yo he llegado tarde y ahora no hay más que las ruinas de las pequeñas construcciones que los albergaron, curiosos como yo, y mucho más allá, hacia el oeste, algunas barracas de familias nómadas o gitanas, cuyas mujeres persiguen a los paseantes para decirles la buenaventura. En vano espera la ciudadanía que el estado o las fuerzas vivas de la ciudad les comuniquen por qué cerraron esos cafés y qué es lo que va a construirse en su lugar. Como en todos los regímenes donde el pueblo no interviene en la cosa pública, los rumores hacen las veces de información: construirán un hotel tan bello como no hay otro en Siria, venderán los terrenos a los magnates de las multinacionales que poco a poco van llegando al país, lo convertirán en un parque donde no se admitirá, como antes, el jolgorio y la prostitución…
   Pero nadie sabe de cierto lo que ocurrirá.
   Esa tarde, la cuarta o la quinta desde mi llegada, el cielo estaba movido y en la lejanía, más allá de los últimos edificios, caían trombas de agua como cortinas dantescas bajo unos golpes de luz tan precisos entre las nubes que en la planicie que se extiende hasta Jordania el horizonte parecía el horizonte del mar. La lluvia se iba acercando velando el aire hasta que de pronto se desplomó la cortina sobre los alminares de la gran mezquita y todo quedó en la penumbra. Pero fue sólo un instante, por el este algunos rayos bíblicos se abrían paso ya entre las nubes y rasgaban el cielo, y cuando cesó la tormenta dejó tan ancho sobre nosotros y tan diáfano el ambiente, tan impoluta la atmósfera, que podía verse la ciudad como un plano en relieve y las pequeñas bandadas de pájaros y las líneas de las calles perdieron la proporción en la inmensidad del aire. Olía a tierra mojada, a aromas indescifrables y a verdor. Era primavera y Damasco estaba inundada de rosas, rosas de profundo olor, rosas de todos los colores, grandes rosas románticas, a lo largo de las avenidas, en los balcones y, tapizando parterres, rosas bellas y olorosas que en el mundo occidental sólo se encuentran en los concursos, en las postales y en los invernaderos, y cuyo aroma quedó congelado o fue robado para embotellarlo.
   Bordeando el Casiún por el este nos dirigimos hacia el valle del Barada por la autopista o, mejor dicho, la autovía que va a Beirut. El monumento al soldado desconocido se levanta en medio de un espectacular llano donde se cruzan en arcos varias carreteras que desaparecen luego cada una por su valle, entre paseos, palmeras, jardines, lomas de montañas talladas en terrazas con árboles recién plantados. En lo alto de la otra montaña que protege la ciudad por el sureste, Kenzo Tangue construyó hace unos años el palacio de recepciones del presidente, que se adapta a la montaña como un lienzo para no quitarle una curva, una loma, un ángulo y mantener intacto su perfil.
   Siguiendo el curso del Barada, visible por la mancha verde que serpentea entre colinas, se llega a la media hora a un minúsculo pueblo llamado Jumbraia donde Fathi y Nayat estaban construyendo la casita que querían mostrarme. Pero antes de detenernos en ella se adentraron en el valle para que yo viera la vida que se esconde en sus umbrías profundidades y para visitar a unos amigos.
   – Será para nosotros un honor que conozcas a nuestros amigos -me dijo Nayat que ese día llevaba los ojos pintados con el cajal negro que compra en el zoco Hamidie.
   El aire estaba perfumado con la fragancia de la retama, y salpicaban el paisaje los rojos tenebrosos de los claveles de olor y de las lomas cubiertas de amapolas. A partir de este momento me olvidé de los nombres de los pueblos y las direcciones de los caminos, porque Fathi cruzaba aldeas y alquerías por atajos difíciles de encontrar en el mapa.
   Nos detuvimos ante la casa de Ben Amar, su amigo y contratista, me dijo Nayat, un oriundo del Iraq que les suministraba el material de construcción. Entramos en una gran habitación de la planta baja con grandes puertas abiertas a la calle. Tenía en un rincón una mesa de escritorio gigantesca y un sillón, y en la pared de enfrente varios butacones forrados de terciopelo adamascado donde se habían instalado dos hombres que fumaban el narguile. Me hicieron sentar también a mí, me preguntaron si quería fumar y trajeron té. Ben Amar me mostró las fotografías de su padre en la pared, un hombre alto y con bigote vestido con chilaba corta y pantalones ajustados junto a una fotografía del presidente. Del techo colgaba una lámpara de cristales de colores, plantas, tiestos, y sobre una mesa de cristal un ventilador con un forro de volantes de puntillas, esperaba los calores del verano.
   Ben Amar estaba casado y tenía cuatro hijos, la mujer no había cumplido aún los treinta años porque se casó, dijo, a los catorce.
   Era rubia, lánguida y tenía los ojos grises, y llevaba con soltura un velo blanco de encaje, sin anudar, que se arreglaba a cada rato con coquetería. Su hija mayor, vestida con tejanos ajustados y camiseta, vino a saludarnos sonriente y luego volvió a grandes pasos a sumergirse en los libros porque al día siguiente tenía exámenes. Iba a cumplir catorce años, me contó su madre, pero aunque tenía cara de niña, aparentaba dieciocho o veinte, tal vez por ese pelo rizado y largo al gusto árabe mezclado con los peinados de las actrices de las series de televisión americanas. Cuando ya nos íbamos llegó un matrimonio amigo y tuvimos que volver a sentarnos y compartir el té y las galletas que nos trajo Ben Amar. Él era un hombre gordo de unos cincuenta años, con un gran mostacho, sonriente y bondadoso; ella llevaba un velo negro que le cubría toda la cara como si fuera lo más natural.
   Para beber levantaba con cuidado el extremo delantero y sorbía el té, luego lo dejaba caer de nuevo y continuaba la conversación. Los labios temblaban tras las sombras y la voz salía tamizada, melodiosa, sumisa.
   Volvimos al coche y a unos cinco o seis kilómetros nos detuvimos en un restaurante construido junto a la carretera que corría a media ladera del valle. Se oía el rumor del río entre los árboles y los arbustos que se entrelazaban formando una barrera de verdor; por encima de nosotros en cambio no había más que el monte desnudo y tostado. El restaurante escarbaba en la loma sus terrazas y pasillos que se comunicaban por una serie de escaleras casi verticales adosadas al muro y se sostenían sobre columnas de donde colgaban toldos y cubiertas, de tal modo que en ningún punto de los veinte metros o más de altura, sobresalían más de cinco o seis, siguiendo siempre la inclinación de la pendiente.
   El dueño del restaurante nos lo mostró orgulloso y se empeñó en invitarnos a comer.
   – Gracias -dijo Fathi-, muchas gracias, nos es imposible, tenemos que volver. -Pero fue inútil, todos sabían que de nada sirven en esos casos las excusas sean o no ciertas, porque mayor es el temor de un árabe a ofender a quien le invita declinando la invitación.
   Nos acomodaron en una mesa puesta con manteles blancos y enseguida nos trajeron un té.
   Debían de ser ya las cinco o más y el restaurante seguía lleno, sobre todo de familias con niños.
   Y yo no comprendía muy bien si es que comían a la hora de Madrid o cenaban a la de Bonn.
   – Las fiestas no tienen horas para los sirios -me contó Fathi-.
   Pueden pasarse el día entero en el restaurante, comiendo y tomando té o refrescos mientras los niños juegan en las terrazas. Al caer la tarde irán al río, y volverán después a cenar y a charlar al fresco de la noche, hasta que de madrugada regresen a casa con los niños dormidos a cuestas. Todo este valle está lleno de restaurantes populares, hay muchos, muchísimos, ya los verás. Y no te preocupes por la hora. Ya llegará mañana.
   Nos trajeron unos excelentes pinchitos de hígado de cordero, pimientos asados, yogur, pepinillos y una cerveza.
   – ¿Podéis tomar cerveza vosotros? -pregunté al dueño del restaurante que se había sentado con nosotros.
   – ¿Por qué no?
   – Creí que vuestra religión os lo impedía -repliqué.
   – Es que yo no soy creyente, en Siria la gente no lo es especialmente.
   – Pero hay muchas mezquitas y siempre están llenas.
   – La mezquita no es sólo un lugar para rezar sino también para descansar, para aislarse, recogerse, comer o hablar con los amigos.
   Debe de ser como él dice, pensé, debe de ser cierto que hay gente como él todavía, pero también lo es que cada día hay más sirios religiosos quizá no tanto por la fe como por seguir una forma de vida y unas tradiciones que temen perder.
   E incluso en países laicos como éste los integristas se abren camino con sigilo.
   En la mayoría de los restaurantes populares no se sirve más bebida que el Seven Up, o una cola de fabricación nacional, y grandes vasos de ‘labne’, yogur líquido que se bebe con fruición una vez se ha tragado el pimiento picante con que acompañan las comidas, en comparación con él la guindilla es pura nata. Siria es uno de los pocos países del mundo donde no se encuentra ni cocacola ni pepsicola, lo que le da un aire un tanto exótico y distinguido.
   Antes de llegar a la casa de Nayat y Fathi todavía dejamos el coche otra vez al borde de la carretera y descendimos al fondo del valle junto al río. Avanzamos los tres en fila sin poder hablar por el fragor de la corriente que se precipitaba en torbellinos junto a nosotros repitiendo una y otra vez su propio eco y creando una atmósfera de humedad y frescor. En ambas márgenes, escondidas en una espesura de altísimos chopos y nogales, una retahíla de pasos, plataformas, puentes y terrazas de madera sobre el agua, bajo la penumbra recoleta de parras o toldos agarrados a los troncos de los árboles o de cubiertas de obra o de uralita, formaban un laberinto tan inextricable como las callejas de la ciudad antigua. Eran pequeños restaurantes, o tan sólo espacios con mesas bajo la parra y junto al río, escondidos todos en el interior de esa jungla espontánea y domesticada que se extiende umbrosa y húmeda a veinte kilómetros escasos de la capital.
   Nos detuvimos en la terraza más baja de un pequeño restaurante casi sobre el río.
   – Sobre los dos ríos -me gritaba Fathi al oído señalando las dos corrientes.
   Efectivamente, el Barada y el Fiji, cada uno de un color y una consistencia distintos, se unen en un esfuerzo brutal de ruido y furia incontenibles. El río resultante se precipita por su cauce entre el estruendo de sus propios estallidos y arrastra consigo ramas y hojas y piedras con las que tapizará y rellenará las márgenes de los remansos y las riberas cuando ya cerca de la ciudad alcance de nuevo la calma.
   – A veces -nos dijo uno de los camareros- el río crece por las lluvias o el deshielo e inunda los comedores que están junto al agua.
   Entonces aprovechamos para limpiar a conciencia los suelos.
   Subimos después a una terraza más silenciosa y fuimos a saludar a la propietaria, una anciana de piel lisa, ojos azules en un rostro enmarcado en un óvalo perfecto que se cubría el cabello blanco recogido en un moño con un velo de blonda.
   Había paz en sus ojos y era hermosa. También ella tenía soltura en la forma de arreglarse el velo colocado con tal elegancia que más parecía la inmovilización de sí misma en el instante de inspiración del artista que la antigua cocinera del restaurante, una mujer que a los setenta y siete años tenía siete hijos y tres hijas, doce nietos y cincuenta y seis bisnietos. Y por supuesto nos invitó a tomar un vasito de té con menta.
   Llegamos por fin al jardín y la casa de Nayat y Fathi. Era un terreno en pendiente de unos dos mil metros cuadrados que ellos mismos habían vallado. En lo alto habían construido una pequeña casa con una de las paredes arrimada al muro superior y las demás sostenían estructuras metálicas donde se encaramaban las viñas vírgenes para que en verano quedara sumida en la sombra. Era una casa de techo plano como todas, con una cocina y un baño y una sola pieza que hacía las veces de sala y dormitorio.
   Nayat tenía pasión por los animales y las plantas. Y entre los dos habían logrado plantar más de doscientos olivos, albaricoqueros, cerezos, melocotoneros, laureles, alineados en perfecto orden en las cinco terrazas que se sostenían por muros secos construidos también por ellos con las piedras que habían ido recogiendo al limpiar la tierra. La casa contigua tenía más o menos la misma estructura, y las de más abajo también, así que toda la loma, hasta llegar al fondo del valle era un verdadero vergel. El río corría escondido bajo los chopos en el fondo del valle, y en la lejana ladera de enfrente, tapizada también de pequeñas casas y huertas, una mezquita levantaba su alminar y anunciaba cada seis horas la presencia de Alá. Más lejos, hacia occidente, se alzaba la mole del Antilíbano que en esta tarde de nubes movidas y rayos celestiales, con el viento que sucede a veces a las grandes tormentas, tenía reminiscencias bíblicas.
   El hombre que ayudaba a Nayat y Fathi en la construcción de la casa y en el cuidado de la finca detuvo su labor y nos preparó té y galletas. Al poco rato llegó un campesino con la cabeza cubierta con el ‘kufie’, el pañuelo a cuadros, y vestido con una chaqueta de paracaidista sobre la chilaba. Había visto llegar el coche y venía a fumarse un cigarrillo con nosotros y a tomar una taza de té. Luego apareció una muchacha con sandalias, falda larga, bajo la cual asomaban unos pantalones de chándal oscuro, y pañuelo blanco en la cabeza, con un inmenso ramo de mimosas que entregó a Nayat y se sumó en silencio al té. Tenía las mejillas tostadas y grandes ojos negros, sonreía cuando se le hablaba y aceptaba la galleta que se le ofrecía, pero no decía nada. Luego supe que sólo tenía trece años aunque aparentaba dieciocho o veinte.
   Más tarde, ya de vuelta, pregunté a Nayat si el pañuelo con que se cubren algunas mujeres puede ser de colores.
   – No, nunca -me respondió-, casi siempre es blanco, aunque algunas mujeres mayores lo usan negro, y otras jóvenes también, en señal de luto.
   Sin embargo en aquel momento pasó ante nosotros una mujer de mediana edad con un pañuelo de flores marrones y amarillas.
   – ¿Y ésa? -pregunté.
   Los dos sonrieron, se encogieron de hombros y levantaron los brazos con el mismo gesto, recordé de pronto, que el imán de la mezquita de Ginebra el día que fui a visitarla hace varios años. Le había preguntado si podía entrar en el recinto.
   – Sí -me respondió-, siempre que se cubra la cabeza con un pañuelo.
   Pero busqué en el bolso y no tenía pañuelo y aquel día no había nadie en la entrada para darlo a las visitantes.
   – No tengo pañuelo -le dije compungida.
   Y entonces levantó los brazos y encogiendo los hombros como ahora Fathi y Nayat, dijo mirando al cielo:
   – ¡Alá es grande! -y me abrió la puerta para que entrara. Volvimos a casa con el coche cargado de hojas de menta, ramos de rosas y retama, por el camino que corre paralelo al río sembrado de construcciones sin acabar. En un tramo descubrí todavía viejos raíles del tren que hacía el antiguo recorrido de Damasco a Beirut, cubiertos de hierbas y escondidos casi por la tierra. Nos detuvimos en un puesto de la carretera a comprar pan de sésamo que comimos con aceite de oliva y sal a la hora de la cena, una cena frugal, dijeron ellos, compuesta de huevos duros, queso fresco de Alepo, tomates grandes y rojos y pepinillos enanos primorosamente cortados en lonchas delgadísimas, aceitunas curadas en aceite, grandes hojas de menta y perejil con la lechuga y confitura de albaricoque. El té azucarado que tomé en un vasito de cristal, a pesar de ser el décimo del día, no logró desvelarme por la noche.
   ¡Alá es grande!
 
   

IV. Alá es grande.

   La gran mayoría de los sirios son de religión musulmana y sólo alrededor de un diez por ciento son cristianos en sus múltiples variantes. La mayoría de musulmanes son suníes y la minoría chiíes, y de entre ellos una pequeña parte son alauíes.
   Fue Adnán el que me contó la verdadera historia de los chiíes mientras tomábamos un café en el bar del Cham Palace. Yo estaba haciendo tiempo para ir a la residencia del embajador de España que había de llevarme a ver la mezquita de la hija del califa Alí, Zeinab, situada en una aldea a unos diez o doce kilómetros al sur de Damasco. En vano buscaba yo en las guías una explicación clara: todas daban por supuesto que el lector sabia quiénes eran los chiíes, los suníes, los alauíes, cuando de pronto se me acercó un joven con la cabeza casi afeitada, barba recortada y ojos azules, y en un castellano perfecto en el que lo único que llamaba la atención era la entonación y un leve cambio en los acentos, me preguntó:
   – ¿Puedo ayudarla en algo?
   – ¿Cómo sabe que soy española?
   – pregunté a mi vez.
   – Estaba hace dos días en la embajada con mi mujer que es española y la vi hablando con el cónsul. Me llamo Adnán -y alargó la mano- y soy sirio. -Se sentó a mi lado y con la vista recorrió las guías que yo estaba consultando.
   Desautorizó una de ellas y miró con cierta guasa la otra. La tercera le pareció bien, dijo, aunque incompleta. Y en cuanto le expuse lo que andaba buscando, pidió al camarero un café y sin más preámbulo comenzó:
   – Mahoma quedó huérfano en La Meca siendo casi un niño y fue a vivir con unos tíos que le consideraron siempre un hijo más. Cuando fue mayor oyó la palabra de Alá e hizo un llamamiento al pueblo para que abandonara los cultos paganos y los ídolos y se sometiera al verdadero Dios. Los más pobres le escucharon pero sus enseñanzas hicieron montar en cólera a la rica clase de los comerciantes hasta tal punto que él y sus adeptos tuvieron que huir a Medina, un oasis situado a unos 300 kilómetros al norte de La Meca. A esta migración ocurrida en el año 622 se la llama la Hégira y marca el principio del calendario islámico.
   Hasta aquí llegaba mi saber pero no quise interrumpirle.
   – El mensaje de Mahoma, Islam, que en árabe significa “sumisión”, se extendió por el mundo con tal rapidez y convicción que en el año 644, es decir veintidós años más tarde, el estado islámico se había instalado ya en la Gran Siria, Persia, el Iraq, Egipto y África del Norte, y más tarde llegó por el oeste hasta el Atlántico y por el este hasta el océano Índico.
   ·Uno de los nuevos hermanos de Mahoma se llamaba Alí y andando el tiempo se casó con una hija de Mahoma de la que tuvo una hija que se llamó Zeinab. Al morir Mahoma le sucedieron uno tras otro los cuatro jalifas, no califa, como decís en España -añadió haciendo un paréntesis-, porque habéis heredado la transcripción de los ingleses o de los franceses que carecen del sonido de la ‘j’ y en sustitución utilizan la unión de dos letras ‘kh’, khalifa, khan, en lugar de jalifa, jan, ¿comprendes?
   – Sí -respondí obediente y él continuó:
   – Jalifa significa sucesor pero no denota poder sino servicio. -Y retomó el hilo de la historia-: Cuatro jalifas: Abu Baker, el amigo del profeta que ejerció su autoridad durante dos años y murió ya anciano; Omar, tenido por un hombre bueno duró cuatro y murió asesinado cuando oraba en la mezquita; Uzmán reinó diecisiete años; y el último, Alí, el hermano del Profeta.
   Al cabo de muy poco tiempo se produjo una escisión entre los que seguían a Alí y los omeyas, que se consideraban herederos del Profeta cuya dinastía había fundado el quinto jalifa, llamado Moawiya, que ya no se tiene por santo. Esta ruptura coincide con el período de las grandes conquistas que se emprendieron después de recuperar todos los territorios que había logrado dominar Mahoma perdidos tras su muerte, y entre el 634 y el 640 de la era cristiana el ejército musulmán invadió Mesopotamia y la Gran Siria acabando con el imperio sasánida y reduciendo el bizantino a un mero reino griego en los Balcanes. Fue entonces cuando los omeyas se establecieron en Damasco. Y desde allí se entabló una terrible lucha contra los seguidores de Hussein, el hijo de Alí, defensor del poder teocrático reservado a la familia del Profeta. La batalla decisiva se dirime en el año 680 en Karvala, Iraq. Karvala significa “que viene el desastre, que llegan los omeyas”, porque fue efectivamente una masacre.
   Cada vez que Adnán comenzaba un nuevo tema, se detenía un instante, tomaba aire, y con el tono de quien se acerca a la parte importante de la historia, continuaba. Yo le escuchaba con atención, lápiz en mano.
   – El gobernador de Damasco fue el enviado para luchar contra Hussein. La guerra duró diez días y fue terrible. Dice la leyenda que fueron aniquilados en primer lugar los seguidores de Alí que defendían a la familia de Hussein, después la familia entera que defendía a Hussein y por fin el propio Hussein cuya cabeza clavada en la punta de la lanza del gobernador fue llevada como un estandarte a Bagdad como prueba de la victoria definitiva de los omeyas. Éste fue el inicio del estado árabe que instaló en Siria y Mesopotamia su cultura, su derecho, su moneda y que comenzó a construir espléndidas mezquitas en todo el imperio, de una manera especial en Jerusalén y Damasco. Desde allí se iniciaron las conquistas hacia el oeste, el Cáucaso, el norte de África, España y el sur de Francia, y hacia el este desde Irán hasta la China.
   La expresión de Adnán anticipaba algo más, cada triunfo trae consigo su propio fracaso, parecía decir mientras tomaba aire para continuar:
   – Pero los omeyas eran beduinos aún, esclavos de rencillas personales e intrigas, parapetados en sus palacios del desierto y entregados al placer con huríes, música, poesía y fastuosos banquetes. En una palabra, se apartaron tanto del pueblo que el poder adquirido se fue debilitando y no duró más de un siglo. La dinastía fue exterminada y sólo quedó un niño omeya que huyó y años más tarde fundaría una nueva dinastía en Córdoba, España.
   – ¿Qué ocurrió con los seguidores del Profeta? -pregunté consciente de que me estaban contando una historia tan complicada y cruel como todas las historias.
   – Tras los jalifas vinieron los doce imanes, el último de los cuales, Alma.hedi, el imán esperado, oculto, se retiró a orar y desapareció. No murió, sino que se fue y algún día volverá a redimir el mundo.
   – ¿Igual que volvió Jesús y como ha de llegar un día el mesías judío?
   – Así es. Todas las religiones nacieron en esta tierra y en el desierto, no es raro pues que todas tengan puntos comunes. Por otra parte sólo los pueblos pobres, sin recursos, necesitan y son capaces de seguir a ciegas a un líder religioso.
   – Y ¿quiénes son los chiíes?
   – Desde el punto de vista religioso la batalla de Karvala no había conseguido unificar a los musulmanes: a los seguidores de Alí se les llamó chiíes frente a los suníes, seguidores de los omeyas, y ambos han ido desarrollando y consolidando a lo largo de los siglos infinidad de sectas, porque contrariamente a otras religiones, los musulmanes no tienen una autoridad religiosa para todos, como los católicos el papa, sino que su única verdad reside en el Corán, y cada una de esas sectas cree que su interpretación es la correcta.
   Aceptan todos los mismos orígenes que el pueblo judío e incluso consideran profetas a Juan Bautista y a Jesús. La tradición islámica enumera 124.000 profetas desde Adán, y Mahoma se sitúa al fin del periodo profético, pero la mayoría de las sectas nacen y se subdividen según sea el número de aquellos primeros imanes que reconocen. Los ismaelíes del Aga Khan, por ejemplo sólo reconocen siete. -Y añadió como si hubiera olvidado lo más importante-: Para el Islam los números sagrados son el siete, el doce, y el treinta y uno.
   De pronto Adnán se detuvo y me miró a los ojos.
   – ¿Ocurre algo? -pregunté interesada.
   Por toda respuesta dejó de mirarme, levantó la cabeza como si esperara el permiso divino para continuar y, con mucho más ardor del que había puesto en su discurso pedagógico anterior, dijo:
   – Y no hay que olvidar que Arabia Saudí al tener en su territorio las dos ciudades santas del Islam, La Meca y Medina, se ha arrogado el derecho de dictar sus normas, una doctrina integrista, económicamente liberal que aprobaron los Estados Unidos para oponerse a las doctrinas socializantes y laicas de Siria y el Iraq. Arabia Saudí es el gendarme de los pueblos árabes con su dinero y sus préstamos, y todos los movimientos fundamentalistas del mundo árabe o tienen el apoyo del Irán o gozan del suyo, si no ¿cómo se mantendrían? ¿De dónde sacarían el dinero para sus armas y sus actividades clandestinas? Arabia se ha sacado de la manga las normas que convierten a las mujeres en esclavas, porque nada de esto viene en el Corán. Iraníes y saudíes luchan por ser el amo y señor del mundo musulmán. En Siria, aunque la situación no está todavía radicalizada, la religión es importante, apenas hay ateos o agnósticos -y me alcanzó un folleto donde venía en cifras la división de los trece millones de habitantes de Siria según la religión, un verdadero aluvión de creencias y razas que no les ha impedido mantener la libertad de las minorías. Por él supe que el 74%· de los musulmanes son suníes, el 11,5%· alauíes, apenas llegan al 3%· los drusos, el 1%· chiíes y el 0,7%· ismaelíes, y el resto lo componen otras sectas menores.
   Según el folleto, los cristianos apenas llegan al medio millón y dominan entre ellos los griegos ortodoxos seguidos más o menos a partes iguales por los jacobinos, los protestantes, los nestorianos, los armenios ortodoxos y los malaquitas. Los católicos no llegan a 70.000 fieles, seguidos de los siríacos católicos, los armenios católicos, los maronitas y unos pocos millares de latinos, es decir, papistas. Y en todo el país hay ahora poco más de 5.000 judíos y 1.000 asidíes (kurdos y zoroastras).
   Se me hacía tarde y no tuve más remedio que despedirme. Pero Adnán era tan amable que me anotó su número de teléfono y el de su oficina en un papel, y me rogó que le llamara siempre que necesitara saber algo o si quería que me acompañara. Estaba casado con una española, Teresa, y los dos estarían encantados de llevarme donde yo quisiera. Le prometí que le llamaría y me fui hacia la residencia del embajador, a unos cien metros escasos de donde yo estaba que recorrí galopando porque me parecía una grosería hacer esperar a una persona que había tenido la amabilidad de organizar para mí un verdadero itinerario religioso: la mezquita de Zeinab, las iglesias maronitas y una cena en el restaurante de los omeyas, en el recinto de las murallas, donde se podía ver el espectáculo de los sufíes.
 
   La mezquita de Saida Zeinab.
 
   Al sur de Damasco, siguiendo por una carretera nueva que atraviesa barrios populares, encontramos la antigua aldea, llamada Saida Zeinab, la señora Zeinab, donde se levanta la mezquita del mismo nombre que alberga, según los iraníes chiíes y los damascenos, la tumba de Zeinab, la hija del cuarto califa Alí. Los egipcios, en cambio, mantienen que la verdadera tumba de Zeinab se encuentra en El Cairo.
   La mezquita está al pie de la carretera que atraviesa ese barrio populoso y abigarrado. La cúpula central en oro, nos dijo un espontáneo que chapurreaba francés, se sostiene en las ocho columnas sobre un atrio en dos planos, el primero a su vez tiene doce columnas y el segundo…, se detuvo el hombre y cerró los ojos y dejó correr la mano con el brazo extendido para transmitirnos la sensación de infinito. Luego nos mostró el patio exterior y los dos alminares, nos saludó poniéndose la mano en el corazón, la boca y la frente, y discretamente se retiró.
   Las paredes y los techos están cubiertos de espejos y mosaicos, lámparas y ventiladores de largas aspas. En el centro del espacio principal se levanta el mausoleo de Zeinab, enclaustradas en rejas sus cuatro paredes y el techo. A su alrededor las mujeres envueltas en el ‘chador’ lloran y rezan y pasan por los barrotes lienzos y pañuelos con los que secarán el sudor de la frente o del cuerpo de sus enfermos, o presionan su cabeza contra la reja y la besan, y recorren con la mano los barrotes donde otras devotas han atado cintas y han cerrado candados en señal del vínculo que los fieles quieren establecer con la santa. En el suelo, otras en grupos cubiertas también, sacan apenas las manos del ‘chador’ para coser y hablan poco y en voz baja mientras vigilan a los niños quietos junto a ellas, y los hombres algo apartados oran con la frente en el suelo apoyada en pequeñas piezas redondas de barro blanco procedente de Karvala que, según la tradición, contiene aún hoy sangre de la familia de Hussein o del propio Hussein. Hay musulmanes chiíes que tienen a gala el callo que se les ha formado en la frente de tanto orar.
   En la luz tamizada de la tarde que entra por las lumbreras -de la cúpula, las plegarias y los lamentos apagados de los devotos esparcidos por el ámbito sagrado, cada cual rezando a su aire con su propio lenguaje, se abren paso en línea directa hacia el Profeta y sus santos. Es un espectáculo de magia: la misma convicción que en el Rocío, el mismo fanatismo que en Fátima, la misma fe que en Lourdes, pero sin negocio. Al entrar hay que ponerse un manto negro que nos tiende el mismo hombre que nos da, si queremos, la pieza de barro y hay que quitarse los zapatos y dejarlos junto a otros muchos alineados en el zaguán, sin pagar nada, sin que nadie nos pida una limosma, ni quiera ofrecernos a cambio de dinero agua milagrosa, un recuerdo, una oración, un rito, una indulgencia o la gloria celestial.
   Sólo en la tumba de Zeinab una ventana entre las rejas espera indiferente la limosna voluntaria y anónima que servirá para ayudar a mantener limpia y ordenada una mezquita que ha sido enriquecida por los chiíes iraníes. Porque el presidente Al Assad y la mayoría de su gobierno pertenecen a una secta del chiísmo: son alauíes. Por esto, durante la guerra entre el Irán y el Iraq, el imán Jomeini no tuvo ninguna dificultad en ofrecer a las familias de los soldados muertos en combate, un viaje a Siria para visitar la mezquita de Saida Zeinab. De ahí, me digo, este leve matiz de diferencia con las demás mezquitas de Damasco, este gusto casi persa por la decoración, esa falta de cenefas tan grata a los árabes, ese llanto continuo de sus mujeres sin más humanidad que la cara recortada por el manto frente a la serenidad y placidez de los fieles de las mezquitas de Damasco. O es tal vez la impresión que deja tras de sí la devoción más teocrática, más rígida, más severa, que preconizan los chiíes, menos cercana a la vida terrenal y a la belleza de lo natural. Tal vez.
 
   La bombonería Ghraui.
 
   Antes de entrar en la ciudad antigua, a la vuelta de la mezquita, el embajador hizo detener el coche en la bombonería Ghraui, una tienda de la calle Port Said con grandes vitrinas de madera que el tiempo y la cera han convertido en armarios de caoba brillante y bruñida donde, me dijo, se pueden encontrar los mejores chocolates de Damasco. En las paredes se exhiben los diplomas enmarcados en oro como cornucopias rectangulares, conseguidos por tres generaciones de chocolateros: “Feria de Beirut de 1921”, “Diploma y Medalla de Oro 1926”, “París 1937”, “Feria de Nueva York de 1939”, “XI de febrero de 1929: El papa, el rey Víctor Manuel, un secretario de Estado del Vaticano y Mussolini a Amed Grahon”, “Fournisseur de Sa Majestè la Reine d.Angleterre”, “Fuera de Concurso en la Exposición de París”, “Diploma de Honor en 1931”…
   El embajador me presentó al sobrino del antiguo propietario, un hombre alto de cabellos grises y bigote negro que sonreía junto a su tío anciano ya y casi ausente cuando les hice a los dos una fotografía bajo la efigie de Pío XII y Mussolini. Un hombre que se ha convertido en un habitual de las fiestas sociales de Damasco, acostumbrado a reconocer y charlar con sus clientes como pude comprobar dos días antes de mi partida, cuando sucia aún del polvo del desierto me acerqué a Ghraui a comprar chocolates con pistachos, albaricoques confitados, bombones con sabor a menta y todas las delicias que nunca más he vuelto a encontrar en los mundos civilizados de los que procedo, mejores que los chocolates suizos, que los finlandeses, en fin, los mejores chocolates del mundo. No sólo me reconoció entonces sino que me pidió otra foto, porque en la del primer día faltaba un personaje de la familia, dijo, otro tío que había sido el alma del negocio desde siempre. Que un hombre rico, famoso en su ciudad y en su país, con capacidad de hacerse todas las fotografías que quiera con máquina propia o con las de los mejores fotógrafos, tuviera tanto interés en que se la hiciera yo, una desconocida que nunca ha hecho más fotos que las de los viajes y que ni siquiera se toma la molestia de pegarlas en un álbum, y me rogara encarecidamente que se la enviara, sólo podía tomarse por un cumplido de un hombre de mundo. Eran pocas las probabilidades, pero la fotografía salió bastante bien, aunque los cristales del diploma vaticano, quizá avergonzados de mostrar esa connivencia con los fascistas que durante tantos años la Iglesia se ha empeñado en negar, pusieran un púdico velo ante sí y el resplandor del flash velara alguno de sus extremos.
 
   Los cristianos.
 
   Desde que san Pablo cayera del caballo en el camino a Damasco hasta nuestros días, la ciudad ha ido acumulando testimonios de la historia de la Iglesia y de sus vicisitudes mezclados con los de tantas otras religiones. En Damasco como en todas partes las creencias religiosas han sido motivo de guerra, pero ello no ha impedido que durante largos periodos vivieran en paz sus habitantes. Así en la ciudad antigua, viven aún ahora 3.000 judíos mezclados sin problemas con el resto de la población.
   En Siria tienen su sede tres patriarcas, y los cristianos que en 1943 constituían el 14%· de la población del país, apenas llegan ahora al 10%·. En cambio, quizá debido al éxodo rural hacia la gran ciudad, en Damasco han pasado de ser 150.000 en los años cincuenta a 550.000 hoy día. La mayoría de ellos no han podido instalarse en los barrios cristianos alrededor de Bab Tuma, ni han aceptado las viviendas gubernamentales de los barrios periféricos y se han arrinconado en pequeños arrabales no reglamentados, exclusivamente cristianos, dejando clara no sólo la dificultad de integración de una comunidad cristiana en el conjunto musulmán sino sobre todo de la comunidad rural en la comunidad urbana.
   En las calles cristianas de Bab Tuma o de Bab Charqui cohabitan once “Iglesias” separadas de Roma, con sus patriarcas y obispos. Hay además infinidad de órdenes religiosas con sus conventos y escuelas, casi todas francesas, herederas aún de las de la época del Mandato. Los católicos están lejos de tener las prerrogativas de entonces aunque viven en paz porque la Constitución de 1944, promulgada tras la independencia, y más tarde la de 1955, garantiza la libertad de pensamiento aunque afirman ambas que el derecho musulmán es la fuente principal de legislación, y preconizan que el Estado ha de respetar todas las religiones. Asimismo se garantizan la celebración de todos los cultos religiosos siempre que no alteren el orden público. En 1973 el presidente Hafez al Assad, presionado por el auge de los movimientos islámicos, añadió en la Constitución un párrafo en el que se afirmaba que “el Islam es la religión del Jefe del Estado”. En materia de matrimonio cada comunidad se rige por sus propias tradiciones, aunque a veces, como en el caso de la herencia, se aplica a unos y otros la ley del Corán según la cual la mujer recibe la mitad de lo que hereda el marido, y un tercio de lo que el marido aporta al matrimonio queda en reserva y va destinado a la mujer en caso de divorcio, así como las joyas adquiridas por uno y otro durante el periodo que están juntos. El musulmán tiene derecho a repudiar a su mujer, lo que no puede hacer el cristiano que tampoco puede divorciarse. En cuanto a la educación, puesto que el país está regido por el Partido Baaz que es laico, no se admite otra educación que no sea la del Estado, y los católicos no pueden tener escuelas a no ser que las dirija un musulmán. Hay ministros cristianos en el gobierno, y en general no hay problemas en materia de legislación en las comunidades religiosas, pero el miedo al avance integrista, tibio aún en Siria, hace temer a los católicos un fin que según les parece no puede ser otro que el de abandonar su país hacia un destino incierto. Sin embargo, a pesar de este sentimiento de inseguridad, los cristianos esperan, como todos, con cautela y temor, el desarrollo de los acontecimientos y aceptan y apoyan a un presidente, dictador bien es verdad, pero que hoy por hoy es el único capaz de detener una corriente que está sembrando los demás países árabes de muerte y de terrorismo.
 
   Era ya tarde para visitar al patriarca maronita y en el sector cristiano de la ciudad antigua, lindando con el barrio judío, las calles se iban vaciando y apenas quedaba un recuerdo del trajín del día. Nos detuvimos en la iglesia de San Ananías, excavada como una gruta en las rocas con unos dibujos espantosos sobre la aventura de este santo que ayudó a escapar a san Pablo. Entramos después y nos sentamos como dos fieles más en los bancos de la iglesia maronita a oír los cantos desganados y un tanto gangosos de las mujeres bajo aquella decoración recargada y chillona tan cara al catolicismo del siglo XIX, con estatuas dolientes de escayola, flores artificiales, arcos de medio punto decorados con cenefas doradas y luces de neón. Y mientras miraba con disimulo el reloj y esperaba que el embajador diera la señal de retirarnos, reparé entre efluvios de incienso que al revés de lo que ocurre en las mezquitas, las iglesias católicas en general se llenan de mujeres y niños pero casi nunca se ve a un hombre. El embajador, de pie, alto y corpulento, más parecía un obispo de paisano que un devoto ciudadano, y antes de cinco minutos se inclinó y me dijo en un susurro, ¿nos vamos?
 
   Los sufíes.
 
   Quedaban en las callejas los hombres que recogían y entraban las mercancías. En el suelo apilados contra las paredes los montones de desperdicios formaban bultos en la penumbra. La ciudad antigua sin la luz de las tiendas tenía un aire un poco fantasmal y el ruido de las puertas persiana rompía el silencio que se iba adueñando de ella.
   Algunas sombras blancas se deslizaban silenciosas por las calles desiertas y vimos cómo una tras otra entraban en un gran portalón que cerraban tras de sí con cuidado.
   – Son los sufíes -dijo el embajador en un susurro-, o los miembros de cualquier otra cofradía mística que van al ‘Zikr’ o ‘Hadrat’. Casi todas ellas fueron fundadas por poetas y místicos de los siglos XI, XII y XIII, y son muy comunes en todo el Islam. Los hombres visten chilabas blancas y se reúnen una vez por semana después de la última plegaria del día para entonar el nombre de Alá que repiten descomponiéndolo en tres sílabas una y otra vez, Al-la.há, Alla.há, hasta convertir la repetición en un canto. Y poco a poco por la mera respiración que brota con naturalidad de su propio cuerpo que balancean al ritmo de la palabra, se unen en una ola de oración y de comunicación directa con su Dios que les lleva al éxtasis. A veces uno de ellos se separa del conjunto y comienza a dar vueltas sobre sí mismo, se pierde su imagen en el torbellino de su propio voltear y surgen los tambores y los címbalos para unirse a la plegaria de un solista que entona alabanzas a Alá y que repiten hechizados los fieles. Hasta que van calmándose los efluvios de piedad y poco a poco vuelven todos a tierra. Entonces el hombre, separado de nuevo de su Dios, emprende el camino de vuelta a casa, tranquilizado y sereno, esperando en paz la próxima unión.
   Cerca del Palacio Azem, entramos por una puertecita a un zaguán alfombrado y de allí por una estrecha escalera excavada en la roca, al comedor del “Umayad Palace”, una gran sala bajo arcos, atestadas las paredes y el techo de platos, fuentes, lámparas doradas, tapices y objetos de cristal del más puro gusto árabe donde, mientras cenábamos un ‘kebab’ con pimientos fritos y ensaladas diversas, una orquestina acompañaba a dos hombres y un niño sufíes que, vestidos con falda acampanada blanca, amplia faja roja, capelina sobre los hombros y gorro turco, daban vueltas sobre sí mismos con los brazos extendidos y transformaban en malabarismo aquel acto de santidad y transporte, ante el asombro de los nacionales y extranjeros que llenaban el local.
 
   Las mujeres sufíes.
 
   También las mujeres tienen sus cofradías y se reúnen una vez por semana para orar. Fue Teresa, la mujer de Adnán, quien me lo dijo cuando a los dos días, después de haberles llamado yo, me invitaron a su casa a tomar café. Vivían en el populoso y céntrico barrio de Chaalán, en el último piso con terraza de una casa amplia y clara, con cortinas de lino en los balcones y ventanas que se movían con el viento y suavizaban el calor y la luz cegadora del mediodía. Teresa era una andaluza de grandes ojos negros que volcaba en lo que decía y contaba una mezcla de entusiasmo y devoción. Llevaba varios años en Damasco y conocía todos los rincones y los secretos de la ciudad, y entre las muchas informaciones que me dio y los planes que hicimos aquella tarde, uno de los que no quedó en el aire fue el de ir al día siguiente a la ceremonia sufí de mujeres y a los baños.
   Llegamos cuando ya había comenzado porque habíamos quedado en encontrarnos en la puerta principal del zoco. Eso creía yo, pero ella había entendido que la cita era en la puerta de la mezquita, es decir, al final del zoco Hamidie. Así que estuvimos una hora apoyada ella en las sagradas piedras de la mezquita y yo en la entrada del zoco, viendo llegar las mujeres en riadas, los hombres de dos en dos y los beduinos y los aldeanos cargados de cestas para hacer sus compras. Pedí agua a un vendedor ambulante cargado con su instrumental de hojalata a la espalda con guarniciones de colores y flecos y borlas, donde tintineaban jarras de metal, teteras pulidas hasta el centelleo y vasos que limpiaba él mismo con la habilidad de un experto y la tradición de generaciones, y levantaba después la jarra invertida que soltaba un chorro desde lo alto al estilo de los sidreros de Asturias.
   Cansada de esperar llamé a su casa desde un teléfono público y Adnán aclaró la confusión. Recorrí los trescientos metros del zoco hasta la mezquita con tantísima gente que sortear que perdí por lo menos otros diez minutos. Allí estaba Teresa, apoyada en una columna de varios siglos de existencia esperando con paciencia a que yo llegara. Torcimos hacia el norte y, en una calleja entre Bab Firdaus y Bab Faray, entramos en una casa por una puerta diminuta.
   Enseguida oímos el repetitivo canto en el interior. Salió una mujer a recibirnos a la entrada exigua, y recorriendo minúsculos pasillos nos hizo descender por unas escaleritas hasta desembocar en un patio de unos veinte metros por cinco más o menos, cubierto en parte por una parra, atestado de mujeres. En el pórtico del fondo, una habitación bajo techo abierta al patio, el ‘liwán’, varias mujeres alineadas presidían la ceremonia sentadas bajo grandes cuadros de vivos colores de La Meca y La Kaaba.
   – Esas son las sufíes -dijo Teresa-, las que se consideran a sí mismas puras.
   Iban todas vestidas de blanco y llevaban la cabeza cubierta con velos blancos también, bordados, sueltos como una mantilla, y mantos blancos sobre las túnicas. Frente a ellas las mujeres del público que habían ido a orar ocupaban varias hileras de sillas, o se sentaban en el suelo sobre alfombras. Todas se balanceaban y cantaban una reiterada jaculatoria alabando a Alá, el Grande, el Todopoderoso, el Clemente. Pero desde que nos descubrieron en la puerta sin atrevernos a entrar, las cabezas se volvieron, disminuyó la potencia y el ritmo del canto, y fuimos por unos minutos el blanco de cuchicheos y miradas. Dos o tres mujeres se levantaron y amablemente nos instaron a entrar. El sol daba de lleno en la mitad del patio y como todas las sillas estaban ocupadas, nos acercamos al único rincón vacío del suelo y ya íbamos a sentarnos cuando apareció una chica con una silla, luego otra con otra, y nos las ofrecieron. Allí nos quedamos como dos islas rodeadas de orantes a nuestros pies, los zapatos en la mano y la cabeza cubierta. Yo no tenía pañuelo, así que me cubrí con la chaqueta, lo que las distrajo más aún. Casi junto al porche había una anciana que me indicaba con signos que me cubriera el pedazo de cabello que todavía asomaba, pero al ver los esfuerzos que yo hacía sin lograrlo por complacerla, otra a su lado me hizo un gesto amistoso como dando a entender que no me preocupara más. Disminuyó poco a poco la curiosidad y las cabezas se dirigieron de nuevo hacia las mujeres sufíes, y yo pude dedicarme a contemplar el lugar. Había jóvenes y niñas que no llevaban el cabello cubierto y debían de estar allí tal vez porque desde que se asoman al mundo no se mueven de la vera de sus madres; había también alguna mujer del campo con increíbles combinaciones de trapos de colores en la cabeza sobre la toca blanca que le cubría la frente y pasaba bajo la barbilla, y un poco apartadas se agrupaban las mujeres ortodoxas, quizá integristas, con sus gabardinas grises cruzadas, largas y abultadas hombreras y el pañuelo blanco adelantado sobre la frente para que no se viera un solo cabello, anudado, casi cosido bajo la barbilla y todos sus extremos metidos en el cuello y las solapas.
   Cesó el canto y comenzaron las plegarias. La mujer que presidía, la jefa de la comunidad, tenía la voz potente y recitaba salmos, según me dijo Teresa, en el lenguaje clásico en que está escrito el Corán, y después en árabe coloquial de Siria explicaba el sentido de lo que había recitado y ponía ejemplos de la forma en que podía aplicarse en la vida cotidiana, con paciencia pero con insistencia, mientras las mujeres la coreaban con gestos y corrían las niñas entre ellas mirándonos a hurtadillas.
   Me había contado Fathi que la primera lengua de la mayoría de los sirios, es decir, casi ocho millones, es el árabe de Siria, con sus distintos y peculiares giros y construcciones y un vocabulario propio al que se han ido añadiendo con los siglos acepciones de otras mil lenguas. Pero hay también minorías que hablan la propia, como los kurdos, los armenios, y en menor medida los asirios (una lengua semítica parecida al árabe con restos de la época de los asirios), los circasianos (la lengua de los musulmanes del Cáucaso) y unos pocos el arameo (la lengua que, según dicen, hablaba Jesús). Los judíos, incluso los sefardíes, hablan el árabe y unos pocos el sefardí. Pero para escribir se utiliza siempre el árabe clásico, común a todos los países árabes. Las novelas por ejemplo se escriben en árabe clásico, el teatro en cambio utiliza casi siempre el árabe coloquial.
   Al poco rato algunas se tocaron la cara como si fueran a persignarse, con timidez al principio y después a mayor velocidad; otras comenzaron a gemir, incluso a llorar, hasta que casi al unísono todas desgranaron sus lamentos en una plegaria un tanto descontrolada que tenía más de ritual que de espontánea, y que de algún modo me dio a entender que el ambiente no era propicio para el trance. Era mediodía, el sol que había recorrido ya una parte del patio me daba en la cabeza cubierta con la chaqueta blanca, el calor era sofocante. Al poco rato cesaron los llantos y debió de comenzar la parte práctica de la ceremonia porque una de las mujeres vestidas de blanco explicó con todo detalle la forma de preparar el equipaje del marido si partía en la peregrinación a La Meca que se iniciaba en esos días. La imagen de la mujer con el manto blanco sobre las espaldas era hermosa y transmitía voluntad de comprensión y ayuda, pero no tenía ni el porte ni el recogimiento con que los hombres musulmanes acuden a los actos religiosos, ni su cálida voz aportaba al acto la solemnidad de los almuédanos llamando a la oración.
   Para esas mujeres, tal vez para la mayoría, la religión es poco más de lo que eran las religiones al principio de los tiempos: un código de costumbres, unas reglas higiénicas, una moral cotidiana, un refugio donde llorar sus penas, hacer sus confidencias al Altísimo y como mucho un estado donde se combinan el desgarro y la llantina que nada tiene que ver con la exaltación, el trance o el éxtasis. Había en el aire la certeza de que nada extraordinario iba a ocurrir, quizá algo cotidiano y habitual en la forma de asistir al acto que no impedía a esas mujeres despedir a la que partía o, como hizo la presidenta, decir a voces “ ¡teléfono!” cuando se oyó el timbre en el interior de la casa para que alguien acudiera, como si les fuera imposible despegarse de la realidad, como si lo que importara fuera lo que de material tenía esa oración y este lugar.
   Las dejamos rezando, con la cabeza vuelta desoyendo los sabios consejos de la presidenta que en vano las conminaba a no distraerse, bañadas en el calor del sol más alto que apenas acertaba a paliar la parra de hojas verdes de la incipiente primavera. De nuevo con los zapatos en la mano dimos muestras de agradecimiento y respeto y yo repetí con torpeza el gesto de tocarme la cara de abajo a arriba como les había visto hacer a ellas.
   Una se rió, las demás nos miraron divertidas con una sombra en los ojos pintados de nostalgia tal vez por lo que no habrían de vivir, mientras todas repetían una y otra vez ‘Amin, Amin, Amin’, Amén, Amén, Amén.
 
   Los baños.
 
   En la calle, las mujeres vestidas a la occidental tenían ahora algo de inoportuno, de exagerado.
   En Damasco hay muchas mujeres corpulentas y robustas que vestidas con tejanos y camiseta, a los que han añadido volantes y lentejuelas, tienen un aspecto un tanto peculiar frente a las árabes del patio que acabábamos de dejar, o frente a las que visten largas túnicas y avanzan con majestad a grandes pasos, sin tacones o descalzas, envueltas en velos y mantos. Contrastan también con ellas las integristas de la gabardina que no llevan zapato plano ni tacón, sino zapatos de monja con cordones y medias oscuras y tupidas y dan siempre la impresión de que, acostumbradas a andar en casa con los pies desnudos o con chinelas, ese calzado les martiriza los pies.
   Cruzando la calle, a unos veinte metros de la casa de las sufíes, se encontraba la puerta de los baños. En los países árabes los baños forman parte de la vida de los ciudadanos, como asistir a la mezquita o deambular por el mercado, sobre todo en los ambientes muy populares que conservan intactas las prioridades de sus ancestros.
   Se trata en realidad de los baños turcos que, con infinidad de matices propios y de tradiciones concretas, pueden encontrarse en otros muchos países árabes y mediterráneos. Estos baños de la ciudad antigua, en general los ocupan en días alternos hombres y mujeres.
   Empujamos la doble puerta y nos encontramos en una sala principal con un surtidor en el centro, flanqueada en los otros tres costados por habitaciones abiertas y alfombradas también, ‘liwanes’ elevados del centro por unos tres o cuatro peldaños, cada uno con un largo banco y perchas en las paredes.
   Allí es donde las mujeres se desnudan y dejan sus ropas para pasar luego por pasillos estrechos con suelo de losas de mármol y luz cenital, al recinto de los baños.
   El baño es además de un acto higiénico indispensable, un acto social. Para muchas mujeres la vida social se reduce a salir algún día con sus maridos a la caída de la tarde, y con los niños o la familia siempre, los rezos en las mezquitas, y los baños. Poco más.
   Pero los aprovechan. Grupos de mujeres y niños forman corros en el suelo ante las piletas de agua caliente que manan sin cesar y con cuencos se la echan sobre el cuerpo unas a otras. Se lavan el pelo, se restriegan hasta quedar coloradas, juegan y charlan y hasta se llevan la comida que extienden en el suelo y comen con calma, borrosas por el vapor de agua que llena todo el ámbito. Los años han dejado lisas y lustrosas las paredes de piedra que tienen ahora la calidad de mármol tostado y bruñido. El vaho y la luz que entra en rayos oblicuos y altos por las lumbreras de las pequeñas cúpulas que se levantan sobre las salas encadenadas, darían al lugar, con sus entradas y sus recovecos y las mujeres tumbadas en los rincones, un aire misterioso, si no fuera porque los gritos de los niños, las voces de ellas, el choque de los cuencos contra el suelo o las piletas, e incluso el olor a pepino, retumban como ecos superpuestos contra los muros y el lugar se convierte en un caos monumental. Para entenderse no queda más remedio que chillar también.
   Las mujeres están distendidas, entre ellas ya no tienen que cubrirse, y me dice Teresa que sus conversaciones son tan libres e incluso a veces tan procaces, que ríen a carcajadas sin temor ni pudor y nadie diría que son las mismas que caminan por la calle con los ojos bajos y la cabeza cubierta. Ahora, sólo con bragas o desnudas, van echándose cuencos de agua y cuando la piel se reblandece ya está dispuesta para el masaje.
   Una vieja beduina con la cara tatuada, el pelo mal recogido en un moño del que se escapan guedejas mojadas, con un lienzo negro chorreando atado a la cintura y los pechos colgando vacíos, rasca espaldas y piernas con un guante de crin hasta arrancar las escamas muertas y dejar la piel roja pero lisa y suave como la seda.
   Nosotras compartimos la pileta con una mujer damascena que trabajaba en una empresa extranjera y llevaba biquini porque su pudor ya era occidental, y había venido por primera vez a los baños para acompañar a una muchacha neoyorquina cuyo aspecto andrógino contrastaba con los grandes y blandos volúmenes de las madres árabes desparramados por el suelo. La americana, una vez que se echó varios cuencos y se lavó el pelo, ya no sabia qué hacer. El tiempo para ella era de otro orden, volvía a aclarárselo una y otra vez porque no entendía estar tumbada sin otra cosa que hacer que echarse agua y hablar, mejor dicho gritar. La mujer árabe reía y chillaba enloquecida cuando la americana le preguntó dónde estaba la ducha de agua fría. Nunca me he duchado con agua fría, decía, y Dios me libre de hacerlo. La americana le contó que no podría ducharse sin acabar con agua fría, sobre todo al volver de esquiar, y cómo una vez en Suecia tuvo que romper el hielo para meterse en el agua helada de un lago después de una sauna. Resultaba ahora tan exótico lo que contaba a gritos para hacerse oír, con una voz que sin embargo, quizá por falta de costumbre quizá por el temblor de los ruidos en ese espacio cerrado, no alcanzaba a hacerse un lugar en el bullicio, ni en el vaho húmedo y caliente, ni en la luz de rayos altos y horizontales que dulcificaba las figuras y los rostros y convertía el lugar en un sueño. Aquí no cabía hablar de más nieve que la de los esplendorosos tiempos del pasado, la nieve para el deleite, para el placer, para conservar los manjares o atemperar la piel, no para la brutalidad y la agresión del deporte: nieves que los árabes traían desde los países septentrionales viajando de noche y ocultando de día los mulos cargados de hielo en las grutas profundas que jalonaban los largos recorridos, para llegar a los palacios de los califas con una mínima parte de la carga inicial. Una entre las mil exquisiteces de que disfrutaban los árabes cuando los occidentales estábamos sumidos aún en las llamadas tinieblas de la Edad Media.
   Habíamos pedido a la vieja beduina que viniera a masajearnos.
   Tres veces juró por estos ojos que las próximas seríamos nosotras, pero otras mujeres se le ponían delante y aunque ella juraba, chillaba y protestaba, a nosotras nos olvidaba. Llevábamos tres o cuatro horas, quién podría saberlo, en este lugar y habíamos comenzado a perder el sentido del tiempo. Ya no molestaban los gritos de los niños, ni el eco de las conversaciones que se deformaban de pared a pared. El placer del agua tibia, el cuerpo distendido, tumbadas y apoyadas contra esas paredes del siglo XI donde tantísimas mujeres antes que nosotras habían hecho lo mismo, dejamos correr el tiempo y perderse su noción sin reparar en que quizá éste fuera después de todo el gran placer que ya casi nos está vedado a los occidentales.
   Cuando volvimos a la sala principal para vestirnos, estaba llena.
   Junto a nosotras dos chicas jóvenes parecían esperar a alguien y una de ellas con un niño comenzó a interpelar a Teresa. Estás casada. Quién es tu marido. Ah, es sirio. De qué aldea, de qué familia, de qué clan. Pasó luego a interesarse por el mundo occidental y se reía al oír las respuestas.
   La hermana que estaba a su lado tenía esos ojos grises que sólo he visto en Siria, gris transparente, felino y misterioso, pero eran ojos tristes, ojos sin proyectos, pensé, o tal vez son los ojos de una mujer cansada porque acaba de parir su primer hijo y tiene a la madre y a la suegra junto a ella marcando su camino y su destino. Pero aun así eran tan hermosos que le pedí permiso para hacerle una foto. Me dijo que sí con la cabeza y enseguida fue a ponerse el pañuelo, pero yo lo interpreté como una coquetería y disparé. La chica al darse cuenta se sentó desolada a punto de llorar mientras la suegra y la madre la regañaban, me dijo Teresa, por haberse dejado fotografiar sin pañuelo. Ella apenas protestó y no intentó siquiera defenderse. Yo no sabía qué hacer y no podía comprender qué cosa tan grave había ocurrido. Teresa me lo contó tras salir en defensa de la chica, porque para esas mujeres no importa andar desnuda ante las otras mujeres, pero ante los hombres, con excepción de los que no se pueden casar con ella, marido, hijos, padre o hermanos, no hay que mostrar jamás ni un solo cabello, y una foto quién sabe quién puede verla.
   Sin embargo hice una foto a la matrona que regentaba el lugar, sin velo, y a su hija, que a todas luces estaba a sus órdenes y sería su heredera. Hijas sumisas, a la sombra de sus madres, que jamás tendrán ocasión de rebelarse, sin otro destino que enseñar a su vez a sus hijas el recto camino de la docilidad, el inamovible sendero de la vida, el que los musulmanes han dictaminado que escogió para ellas el Profeta hace ahora dieciséis siglos.
 
   Mi destino en la taza de café.
 
   Adnán me había prometido llevarme aquella misma tarde a ver a Yamid, un amigo que me leería el destino en el poso que el café deja en la taza. O sea que cuando Teresa y yo volvimos a su casa, ya estaba él esperándonos para salir.
   Teresa se quedó a preparar sus clases y él bajó conmigo a la calle y tomamos un taxi.
   Cuando logramos salir del atolladero del centro nos metimos por la avenida Bagdad desde donde entramos en el barrio cristiano, nos apeamos en la plazoleta Al Itiyad junto a Bab Tuma y nos acercamos caminando a la peluquería donde Yamid trabajaba. Pero Yamid no estaba. Estará en su casa, nos dijo otro peluquero, en la ciudad antigua.
   El barrio estaba muy animado, eran las siete de la tarde y en la calle no cabía una persona más, lo que no impedía que siguieran circulando a marcha de hormiga los coches que se abrían paso con el sonsonete rítmico de sus bocinas. Parecía un día de fiesta. Había pocas mujeres con pañuelo, pero las había, musulmanas que habían venido a comprar, porque las tiendas, resplandecientes, abiertas y animadas, tienen fama de ser las mejores del país. Los chicos, de dos en dos o de tres en tres, paseaban cogidos de la mano saludando a los amigos y deteniéndose a charlar. Y las mujeres con mujeres también, aunque fueran cristianas, con el cabello al aire, largo, encrespado y rizado, y a veces incluso con tejanos.
   Las peluquerías cierran los lunes porque son las únicas tiendas que están abiertas los viernes, me dijo Adnán, y para que la gente lo sepa dejan el tendedero para secar las toallas en la puerta.
   Los viernes cierran los musulmanes, los judíos cierran los sábados, los domingos cierran los cristianos, los lunes los peluqueros, los martes los museos, los miércoles cierran los de Homs, una especie de Lepe sirio que carga con todas las bromas y chistes, y los jueves cierran los drusos y se casan los musulmanes que han tomado de los franceses, y éstos de los ingleses, la ruidosa costumbre de formar una caravana tras los novios pitando desaforados como si los impresionantes ornamentos de flores no fueran suficiente para llamar la atención. Las floristerías exhiben en la calle modelos especiales de combinaciones florales para los coches y gigantescos ramos para regalar no sólo a los novios sino a todo el mundo, una especie de mastodónticas cestas radiales de rosas colocadas con orden para formar un tejido de dibujos. Incluso los restaurantes tienen grandes hornacinas forradas de claveles rojos y blancos, dentro de las cuales se sientan los novios. La boda es lo más importante de la vida social siria. Con la promulgación de la ley que autorizó el comercio con los países de Occidente, a raíz de la guerra del Golfo, terminó la austeridad de los años anteriores y ahora, una vez consolidadas sus fortunas, los más ricos se han lanzado a la ostentación más desenfrenada y el precio de la ceremonia nupcial alcanza cifras que fascinan a los más humildes. Hoy día hay bodas que cuestan no menos de diez millones de liras sirias, me dijo Adnán, unos treinta millones de pesetas. Y el clamor del éxito y del dinero es tan grande que del vídeo de los ricos y famosos se venden copias para que todos puedan admirarlas y copiarlas. La reacción no se ha hecho esperar: ha comenzado a resurgir la boda al estilo tradicional aunque con cierta influencia occidental. Para muchos sirios la vuelta a la tradición de sus mayores supone una victoria sobre los que se dejan arrastrar por las corrientes que llegan de Occidente y menosprecian lo propio. Quedan lejos, afirman, los tiempos en que los sirios preferían lo occidental, porque hay marcas y productos sirios en abundancia y el papanatismo ha quedado limitado a muy pocas personas. Para otros, en cambio, la vuelta a las bodas tradicionales es una muestra de retroceso de la sociedad siria, una vuelta al fundamentalismo, al integrismo; mejor dicho, no una vuelta porque aquí nunca lo hubo, pero si una tendencia hacia las costumbres ortodoxas más estrictas. Como en todos los estamentos de la vida siria, el dilema parece plantearse entre integrismo y occidentalismo, sin que hasta la fecha se haya encontrado otro camino propio que no sea el de América o el del Irán y de Arabia Saudí, aunque parece imponerse poco a poco el intermedio de Al Assad. De ahí la aceptación que tiene en buena parte de su pueblo, aun a costa de imponer una forma de gobierno, la dictadura, que a Occidente le repugna sólo desde hace algunos años, dijo Adnán.
   En cualquier caso los padres, sea cual sea su condición social, gastan lo que tienen y lo que no tienen para mostrar su patrimonio.
   Setrak, el chófer del primer coche que alquilé al cabo de unos días, me contó que había roto con su hija -está muerta para mí y para toda mi familia, decía con profunda convicción- porque se había enamorado de un armenio como ella y se había casado con él en Armenia, no en Damasco como él habría querido para poder así invitar a los amigos y parientes al festival nupcial para el que, muy probablemente, había estado ahorrando toda su vida. Porque en una boda se invita a cientos de personas y a veces a miles, y las mesas de los banquetes están repletas de todos los alimentos del mundo, hay flores por doquier, y los trajes de las novias son un alarde de fantasía de arabescos, lentejuelas, volantes, bordados con perlas y frunces, y faldas superpuestas, una exhibición de riqueza que mantiene embobadas a las mujeres frente a los escaparates.
   Al entrar en la ciudad antigua por Bab Tuma, nos encontramos la minúscula acera de la derecha llena de cestas de flores que apenas dejaban pasar. Tras ellas una escalerilla con exiguos escaparates a ambos lados mostraba una serie inacabable de esos trajes brillando bajo focos potentes que desafiaban la última luz del sol apenas visible en la umbrosa penumbra de las calles antiguas. Vestidos de novia, con bordados a mano y diminutas perlas cosidas formando cenefas que habrían ocupado durante meses a cientos de costureras, sepultadas en damascos, brocados, tafetán, cintas, lazos y flores de pedrería; vestidos para las invitadas, las madres, incluso las abuelas, en uno o varios colores tan brillantes que ni siquiera el arco iris en sus mejores momentos se le puede comparar. Verde esmeralda, rojo fuego, azul añil. Entramos y recorrimos esa casa antigua convertida en tienda que se inauguró ayer, nos dijo el dueño ufano, y que los vecinos y amigos habían llenado con los monumentales ramos de nardos y rosas cuya espesa fragancia invadía escaleras y aceras, para desear suerte y muchos años de vida al propietario y a su nuevo comercio.
   A la salida me llamaron la atención varias mujeres vestidas de azul. Es el hábito celeste de la Virgen María que algunas mujeres cristianas visten durante el mes de mayo, me dijo Adnán, lo que significa que durante todo el mes sus cuerpos no serán mancillados por ultraje alguno a su pureza. La Iglesia católica, añadió, tampoco parece tener mucho aprecio por los dones naturales con los que nos ha adornado Dios. En esto y en muchas otras cosas es tan obcecada y puritana como los fundamentalistas.
   Yamid el peluquero vivía a la entrada de Bab Tuma en una casa árabe de mil años de antigüedad, me dijo orgulloso su inquilino. Constaba de un patio al que daban las habitaciones de la planta y la galería porticada del piso superior donde se hallaban las viviendas de otros inquilinos, al que accedimos por una escalera lateral desvencijada. Eran habitaciones grandes abiertas a la galería, de altísimos techos de casi cuatro metros, pintados y descascarillados que nadie había retocado ni adecentado en varias generaciones. En la que vivía Yamid con un hermano y una hermana había, además de dos sofás, un sillón, tres camas, una hornacina gigantesca donde descubrí la televisión, tres aparatos de radio de distintos periodos, una plancha, un inmenso Cristo de metal dorado, libros por todas partes y varios electrodomésticos. Cuando llueve, me explicó, entra el agua a cántaros, aunque tenemos suerte porque como el suelo de baldosas está en las mismas condiciones que el techo, el agua no permanece sino que se filtra a través del pavimento y desaparece.
   Por las mañanas Yamid estaba empleado en un banco y al ser cristiano los domingos tenía derecho a dos horas libres para ir a misa, las tardes las pasaba en la peluquería del barrio cristiano, y al salir trabajaba de guardia jurado.
   Además tocaba la guitarra, era poeta y adivinaba el porvenir. Hablaba francés con un acento peculiar, muy despacio, y como muchos árabes de Damasco lo hablaba mejor que lo entendía.
   Salimos a la galería, a la que, además de las habitaciones de otros inquilinos, se abría una cocina minúscula y un baño comunes. Yamid trajo sillas y una mesita y se fue a preparar el café. En un rincón junto a la barandilla y a la vieja y oxidada máquina de lavar, se amontonaban varias maletas, sillas sin patas y hierros retorcidos.
   Era la hora mejor de Damasco.
   El bullicio y la multitud de la calle tan cercanos en esa parte no cubierta de la galería parecían estar al alcance de la mano y tenían el color de mil vidas superpuestas. El cielo estaba pálido y había comenzado a correr el aire.
   Salió Yamid al cabo de un momento y me dijo que me sentara y que como su francés no era demasiado bueno hablaría en árabe y Adnán traduciría. Tomé el café turco hirviendo, sorbiendo primero el vaho caliente para acostumbrar la boca a tan alta temperatura como me había enseñado Fathi, y cuando no quedó más que el poso, lo eché en el platito siguiendo las instrucciones de Yamid.
   – Tú no crees demasiado en estas cosas, ¿verdad? -me preguntó.
   – Bien, no sé, es la primera vez que lo hago, en realidad estoy esperando a ver qué pasa.
   Corría el viento más ligero y sentí frío.
   Él dejó la tacita boca abajo y se puso a hablar con Adnán en árabe.
   – ¿Qué ocurre? -pregunté yo temerosa de que ante mi falta de fe hubiera decidido echarse atrás.
   – ’Cinc minutes’ -dijo él abriendo la mano para que yo viera los cinco dedos-, tiene que secarse el café para que pueda leer los dibujos que deja el poso en el fondo de la taza.
   El café se secó por fin. Cuando tomó la tacita, la miró y comenzó a leer los dibujos; era casi de noche. Un cuarto de luna había aparecido sobre el pedazo de cielo entre las casas, y el depauperado techo de la galería con sus adornos damascenos en madera de mil años se había convertido en lujosa marquetería que se recortaba en el firmamento a punto de oscurecerse. Comenzó por hablar del pasado en unos parámetros extraños que sin embargo entendí con toda claridad aunque estaba más interesada en descubrir la ley general que los regía, y que él habría de utilizar para que cupieran en ella todos los destinos del mundo, que en mi propio pasado.
   Pero aun así, me dejó atónita comprobar cómo había penetrado en el reducto de mi intimidad y transitaba por él con la mayor naturalidad.
   No sé si porque todos llevamos escritos en el rostro nuestro interior y nuestra historia o porque él había aprendido la antigua ciencia de la adivinación o porque era cierto que los dibujos que el poso había dejado en la taza eran escrituras abiertas que me delataban, pero no tuve más remedio que admitir cuánto había de cierto en todo lo que decía. Al oír a Adnán y Yamid repasando en árabe mi vida anterior, tan lejana de esa galería damascena en el corazón de la antigua ciudad que a esa hora ya olía a menta, anís y rosas, me invadió una melancolía que apenas pude disimular. Sin él saberlo iba nombrando uno tras otro los errores del pasado que ya no tenían remedio, bien lo sabía yo, y los aciertos, y sus causas. Y las relaciones y pleitos nunca desvelados con los falsos amigos, con los enemigos. Me eché a temblar. Pero, ¿quiénes son?, ¿dónde están? Ahí están, decía, ahí están agazapados esperando el fracaso, pero tú tienes en tu mano la llave, los recursos, la solución, decía, como si mi vida hubiera sido una lucha a brazo partido contra quienes me querían mal y en este momento preciso se vislumbrara la victoria. Luego habló del presente en el que, demasiado ocupada en mirar cuanto había a mi alrededor, yo no había vuelto a pensar desde mi llegada a Damasco y me pareció que también sabía interpretar lo que yo ahora descubría.
   Después de todo, como me había dicho Adnán hacía un par de horas, quizá fuera cierto que los peluqueros y las peluquerías eran la antesala de los psiquiatras. Tal vez por una transmisión de pensamientos, quién sabe si de él a mí o de mí a él, llegué a adivinar lo que iba diciendo en árabe con su melodiosa voz de cantaor, lenta y suave, que Adnán traducía cuando él callaba y dejaba la mirada y la expresión en suspenso. Y después el futuro, con los éxitos y los fracasos, y la enfermedad mortal de ese amigo cuyo nombre comenzaba por la letra S al que yo habría de ayudar, y la resolución de conflictos ancestrales casi de tan antiguos, y la esperanza, y esa fecha, el 7 de julio, en la que de improviso llegaría la persona que habría de abrirme la puerta a lo que, quizá sin saberlo yo misma, había esperado y temido desde siempre y a lo que por fin me rendiría. ¿Un nuevo amor? ¿Una cascada de millones? ¿Un interminable viaje sin regreso? ¿El reconocimiento de los iguales?
   Era ya de noche y, mientras Yamid leía los dibujos de la taza de Adnán, volví a pensar en lo que sus palabras habían hecho surgir en mi memoria y me puse a temblar de frío o quizás de expectación y temor por el futuro que, como se descubre en este país, ya es pasado, y por el día de mañana que, como dice mi hermana Georgina, ya es hoy.

V. Vestigios del pasado.

   Al día siguiente me levanté temprano. El cielo estaba brumoso y había neblina en el aire. El tintorero que vino a traerme la ropa limpia (planchada de una forma tan exquisita que no superan ni los coreanos de Nueva York, por el módico precio de quince liras, unas cuarenta y cinco pesetas)
   me dijo que este tiempo era muy extraño.
   Nunca había visto una cosa igual, y esto, añadió, es malo para el trigo. Pero bueno para las flores, respondí. No, las flores, como los frutos, no quieren tanta agua como se cree: las rosas huelen más y los albaricoques saben mejor si brotan y florecen al sol; el agua no hace sino acelerar el crecimiento pero se lleva el aroma y el sabor.
   Así debe de ser, es lo que ocurre con los tomates holandeses que aunque más hermosos que los del sur no saben a nada, igual que los melones de regadío no pueden compararse con los de secano, ni los dorados melocotones que se venden alineados en cajas tienen nada que ver con aquellos excelsos melocotones que crecían en los huertos de Aragón hace veinte años.
   Fui bajando desde mi casa en el barrio Muhayirine por la avenida del general Malki hasta la plaza que constituye el mayor cruce de avenidas de Damasco: la arteria principal Chukri al Quatli, que por el oeste se convierte en la carretera que va al Líbano y por el este desciende hasta la ciudad antigua, y la avenida Mansur que constituye el eje de la Nueva Damasco, Al Mezze, hacia el sudoeste: bloques de cemento que se alinean hasta el infinito, cemento no gris sino dorado como el color de la tierra, con las mismas terrazas en iguales edificios que los de nuestros países o de los países en desarrollo. Más hacia el centro se mantiene aún, en barrios enteros construidos en los años treinta, esa arquitectura racionalista que Francia exportó a Argelia, Vietnam y también a Siria, con pilastras que sostienen terrazas compactas, de ángulos romos y tejados planos. Y mezquitas por doquier, casi siempre en las esquinas, todas ellas construidas según el mismo modelo: filas de ventanas en varios niveles que en realidad no responden a pisos, porque en el interior hay una única sala de techo alto que tampoco recibe la luz de esas ventanas cegadas sino de una cornisa de lumbreras bajo la cúpula principal. La avenida Chukri al Quatli es una ancha avenida por donde corre una de las seis derivaciones del río Barada, canalizado y aun así torrencial, o por lo menos de corriente rápida, que unos kilómetros río abajo rodeará las murallas de la ciudad antigua hasta su puerta más oriental, Bab Tuma, y se perderá en el oasis y llegará a la ‘marj’, la zona de transición con el desierto.
   Hay algunos puentes sobre el río, pero sólo dos o tres pasos elevados para atravesar la avenida que casi nadie utiliza. En general, la gente atraviesa como puede sus dos tramos separados por un muro de cuarenta centímetros con parterres y rejas, sorteando los coches que van a toda velocidad en una y otra dirección tocando el claxon ante la mirada impertérrita del guardia de la circulación. La misma obsesión de las vías rápidas que tenemos nosotros, vías sin semáforos que acaban taponándose cuando desembocan en una calle más estrecha y que para atravesarlas sin infringir las señales hay que recorrer grandes distancias en busca de un puente elevado que nos lleve a la otra orilla. En realidad son muros que dividen los barrios y los convierten en dos mundos no sólo distintos sino también extranjeros.
   Así la parte norte de la avenida Chukri al Quatli constituye ahora el núcleo donde se encuentran los grandes hoteles y las agencias de viajes, mientras que la parte sur ha conservado la popularidad de los centros urbanos muy poblados y en ella se encuentran la antigua estación que llevaba a Jordania hoy en desuso, obra del arquitecto español Fernando de Aranda, la estación de autobuses Karnak que conecta Damasco con todo el país, el Ministerio de Cultura, el Museo Nacional y la gran Tekiye Suleimaniye, la mezquita de Suleimán el Magnífico.
 
   El monasterio de Suleimán el Magnífico.
 
   Cuando la Gran Siria fue invadida por los ejércitos omeyas, poco después de la muerte de Mahoma, el Islam se convirtió en la religión dominante en todo el país y lo siguió siendo bajo el reino de los ayubies, la dinastía fundada por el turco Saladino, los mamelucos que les sucedieron y los turcos otomanos que la ocuparon desde 1516 hasta su derrota en la Primera Guerra Mundial en que se alinearon con los alemanes. En los primeros siglos de su reinado los turcos otomanos fueron aceptados e incluso bien vistos por los sirios que entendían el imperio otomano como la encarnación política del Islam. No fue hasta finales del siglo XIX, con la entrada de los egipcios y su posterior retirada, y el advenimiento de un grupo militar turco cuya política de crueldad y dominio favoreció la oposición, cuando los árabes se organizaron y comenzaron a luchar por su independencia.
   Pero desde los primeros años de la época otomana, Damasco había conservado el privilegio insigne de ser uno de los lugares donde se formaba la gran caravana que partía hacia La Meca, el lugar a donde los musulmanes han de viajar por lo menos una vez en la vida. El otro lugar era Egipto. Tras la conquista de Siria, el sultán otomano se había nombrado servidor y guardián de los Santos Lugares, La Meca y Medina, y se hizo responsable de la seguridad de los peregrinos.
   De hecho este gran monasterio turco fue edificado en 1554 como un centro espiritual y de orientación en esta parte extramuros de la ciudad, que debía ser entonces una explanada sin habitar donde los peregrinos procedentes de Turquía, Alepo y Persia se habían reunido durante siglos en espera de unirse a la caravana. Suleimán encargó la mezquita y el monasterio al famoso arquitecto turco Sinán, el mismo que había construido la mezquita de Kara Ahmad Pasha de Estambul.
   A los damascenos de la época no les gustó esa arquitectura que incorporaba nuevos elementos. Debió de parecerles demasiado turco el edificio con sus estilizados alminares y tal vez interpretaron el gran salón cuadrangular como un signo de su creciente poderío.
   Gracias a esos cuatro siglos de dominación otomana, buena parte de la gente del país además de tener sangre sumeria, caldea, aramea o cananea, griega, romana, adquirió también ascendencia turca y buena parte de sus costumbres, lo cual es visible entre otras cosas, en la empedernida obsesión de los hombres de jugar con el rosario turco que puede encontrarse en pedrería fina o en cuentas baratas de colorines en todos los establecimientos, desde el quiosco hasta la joyería.
   Alguien me dijo que es una costumbre turca hacer trabajar las manos a todas horas. A veces he visto a algún muchacho que a falta de rosario juega con la cadena de acero cerrada del reloj que se ha quitado de la muñeca y tantea los eslabones haciéndolos pasar y voltear. Y si no tiene reloj ni rosario, el árabe de Siria desgrana pipas o pistachos pero jamás tiene las manos quietas. Y además fuma un cigarrillo tras otro todo el santo día.
   Así estaban los guardianes de la mezquita cuando llegué aquella mañana calurosa como todas. Uno de ellos, sin embargo, guardó el resto de grana en el bolsillo, se acercó a mí y se ofreció a acompañarme y explicarme la historia del lugar, pero cuando decliné la invitación se retiró a la sombra, metió la mano en el bolsillo y plácidamente continuó arrancando la cáscara a los pistachos y masticándolos con fruición.
   El espacio de la mezquita está constituido por una gran plaza ante la entrada, rodeada de las construcciones que servían para albergar a los peregrinos. Lo que eran cocinas, almacenes y refectorio del monasterio se ha convertido en el Museo del Ejército y la callecita que se abre hacia el este con pequeñas habitaciones o celdas a ambos lados donde vivían los derviches, junto con la escuela, ‘medersa’, adosada al monasterio, es hoy el mercado de artesanía donde pueden encontrarse a precios menos económicos que en el zoco, pero aun así interesantes, joyas antiguas, tejidos, trabajos en piel, lienzos bordados, piedras montadas en plata y antigüedades.
   Vale la pena visitar el Museo del Ejército, es casi un paseo por el que hay que pagar la módica cantidad de cinco liras, unas quince pesetas. No es muy grande pero está situado en un jardín umbroso que invita al descanso, y muestra entre los árboles y las flores, trofeos y restos de guerras recientes: un pedazo de avión desvencijado, cañones de la Primera Guerra Mundial, un camión requisado a los alemanes por los árabes del rey Faisal, etc. A continuación se llega a un edificio cuya primera sala contiene una magnífica colección de sables que habría hecho las delicias de Carlos Barral, labrados todos con tal minuciosidad que tras el cristal de la vitrina cuelga una lupa para que el visitante pueda apreciar el maravilloso trabajo. Completan la colección una serie de hachas, puñales y yelmos con cotas de malla del siglo XIII, maquetas de máquinas de guerra del siglo XV, pistolas y rifles de mil modelos, piezas de artillería, fotografías de la unión con Egipto, de la asociación con los rusos, y terribles, aunque no numerosas, fotos de guerra como las que estamos acostumbrados a ver todos los días en los telediarios, pero con la distancia de las imágenes un poco amarillas ya de los años sesenta y setenta. Y en la última sala una serie del ejército francés durante el Mandato y de su derrota y retirada en 1945.
   El sentimiento que los sirios tienen hacia los franceses es, como el que tienen a todos los países de Occidente, ambivalente. Por una parte les admiran e incluso les imitan y por otra les desprecian porque sigue latente el recuerdo de la represión de los años veinte y treinta y no les perdonan que hayan entregado, como venganza dicen algunos, Alexandreta y Antioquía a los turcos, un regalo gratuito que jamás reconocerán. Para ellos esa parte del noreste de Siria que hoy por hoy pertenece a Turquía, sigue siendo siria, y así consta en los mapas escolares y turísticos.
   Los soldados que custodian las salas unidas por porches son muy amables, muchos de ellos son estudiantes que aprovechan gustosos la presencia de un turista para practicar la lengua que están estudiando: ‘Welcome to Sirya’, ‘soyez la bienvenue á Siria’, el saludo con que comienzan todos a hablar.
   En todas partes hay soldados, no en vano el ejército se lleva un tercio del presupuesto de la nación. El servicio militar dura dos años y medio y es obligatorio. Sólo puede librarse de él el muchacho que sea el único varón de la familia.
 
   La voz de la razón.
 
   Ya en la salida, entré en una de las pequeñas tiendas de artesanía y pedí qué precio tenía un collar de ópalo y otro de bolas plateadas y labradas que había visto en el escaparate. El árabe que trabajaba con unos alicates tras el mostrador hablaba inglés y enseguida me invitó a tomar un té -o un zumo de fruta, si lo prefiere- y me rogó que me sentara. Salió de la tienda y le vi atravesar la calle y entrar en un minúsculo cubículo más pequeño aún que el suyo donde el dueño había instalado un hornillo y servía té y refrescos. Luego volvió y se dispuso a esperar. No parecía en absoluto impaciente ni por contestar a mi pregunta ni por lo que tardaban en traer el té, como si no tuviera otra cosa que hacer que estar allí con una desconocida y esperar. Había dejado en una caja la pulsera que estaba arreglando cuando entré y parecía dispuesto a dedicarme el tiempo que fuera.
   – ¿Viene con el grupo que visita la mezquita?
   – No -respondí-, pasaba por aquí y me he detenido a ver los collares.
   – Tenemos collares muy hermosos. Vendemos piezas únicas que pertenecieron a familias muy ricas, hoy arruinadas.
   – ¿Cuáles? -quise saber porque la tienda constaba de un estante, que tras el cristal hacía de escaparate, con dos o tres collares iguales y un par de llaves antiguas que alguien debía de haber olvidado, el mostrador de madera gastada, y varias cajas en una estantería adosada a la pared que debían de contener esos tesoros. Había además sobre el mostrador una cesta con bolas azules de lapislázuli, según me dijo.
   – No podemos tenerlas aquí -y se tocaba los cabellos con aire misterioso mirando en otra dirección-, las joyas buenas, me refiero.
   – ¿Por qué no me dice cuánto vale el collar? -le pregunté porque la conversación no arrancaba y yo tenía ganas de irme.
   – El collar es muy barato, de hecho se lo puedo dejar más barato aún de lo que vale, porque ha tenido usted la suerte de venir en un momento crucial, en un momento en que yo tengo necesidad de vender.
   Ya ve que soy honesto. Lo normal habría sido que yo le dijera que no me importaba vender, pero he preferido ir de cara, decirle la verdad, no sé por qué al verla me he dicho…
   – Bueno, bueno, bueno… -le interrumpí-. Así no llegaremos a ninguna parte.
   – Ahí viene el té -me interrumpió él a mí entonces, y se levantó para abrir la puerta al muchachito que avanzaba haciendo equilibrios con la bandeja-; después hablamos de negocios.
   E hizo un gesto como diciendo que lo primero era lo primero y que las cosas poco importantes podían esperar.
   Yo no entendía de qué negocios quería que habláramos. No tenía la menor intención de comprar el collar y sólo deseaba saber el precio. Pero acepté el vaso de té hirviendo que me ofrecía.
   – ¿Usted es periodista? -me preguntó cuando dejé el bolso y el cuaderno sobre el mostrador para poder coger el vaso.
   – No, no soy periodista.
   – Pero usted está interesada en la comprensión entre los pueblos, ¿no es así?
   ¡Dios Santo, dónde me he metido!, pensé. Pero respondí:
   – Pues sí, la verdad, creo que estoy muy interesada. Es una cuestión apasionante.
   – ¿Verdad? Pues permítame que le diga una cosa. -Dejó el vaso sobre otra silla vacía, sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y mirándome por encima del humo que estaba soltando por la nariz, declaró:
   – Desde Occidente se comprende mal al Islam o no se le quiere comprender. Se habla de la brutalidad de ciertos aspectos de la ley islámica como la flagelación, la lapidación o la amputación de la mano, o sólo se habla de los fanáticos que aterrorizan a los occidentales. Sin embargo para nosotros los musulmanes, lo crea o no, y sobre todo los de Oriente Medio, el Islam representa la estabilidad en un mundo inestable y lo único que nos defiende de las manos depredadoras de las poderosas multinacionales.
   El discurso me había sorprendido por la contundencia y cogí el cuaderno para tomar notas.
   – Puede, puede escribir todo lo que digo, nada me gustaría más que estas palabras sirvieran para acelerar la comprensión de nuestros pueblos. -Se detuvo y preguntó-: ¿Puedo seguir?
   – Puede, puede -le animé remedándole porque me había dejado boquiabierta y deseaba de verdad que continuara.
   – ¿Dónde estábamos? ¡Ah sí!
   El Islam nos defiende de las multinacionales y de los estados poderosos de la tierra que no ven en nosotros más que clientes en potencia, y que están dispuestos a destruir nuestro pasado y nuestras tradiciones con tal de vender sus productos, que con toda probabilidad nosotros ya fabricábamos hace siglos. No tan bonitos, lo reconozco, ni tan espectaculares, ni tan bien envueltos, pero igualmente buenos. -Y como si fuera a desvelarme un gran secreto, levantó el índice libre e inclinándose hacia mí preguntó:
   – ¿Ha pensado usted alguna vez que los americanos y el mundo que nos ofrecen carecen de pasado? ¿Ha reparado en que apenas lo necesitan, que ni siquiera han de recurrir a sus antepasados para saber cómo se cocina o cuáles son las costumbres porque todo lo venden publicado, envasado, enlatado en todas sus tiendas?
   – Oiga, ¿usted ha vivido en los Estados Unidos? -le pregunté porque de pronto me di cuenta de que hablaba un inglés muy correcto.
   – Claro que he vivido en los Estados Unidos. Bueno -rectificó-, en realidad no es que haya vivido sino que he viajado a Illinois donde tengo un hermano y he pasado unos meses con él. Por esto lo sé, por esto lo digo y lo mantengo.
   Recordé que ya me había llamado la atención la facilidad para los idiomas que tienen los árabes.
   Quizá porque llevan generaciones teniendo que procurar comprender el de los ejércitos conquistadores que les han invadido en uno u otro sentido. Nadie que yo conozca podría hablar el inglés como este apasionado árabe con sólo un curso de tres meses en Illinois. ¡Ay!
   ¡Cuánta razón tenemos los defensores del bilingüismo…!, me dije una vez más. No sólo nos es dado entender a más gente y hacernos entender por más gente que al fin y al cabo es de lo que se trata, sino que precisamente porque tenemos la capacidad de pensar y soñar en dos o más lenguas somos más capaces de entrar en una tercera o en una cuarta sin dificultad.
   – ¡No tienen pasado! ¡No lo tienen! -seguía él impertérrito-, la taza más antigua del país no pasa de la edad de mi abuelo, bueno, de mi bisabuelo. Y lo que ocurre es que nosotros no queremos perder nuestro pasado. Un pueblo sin pasado no tiene dónde apoyarse ni dónde agarrarse. Un pueblo sin pasado está a merced de cualquier demagogo.
   ¡Caramba con el hombre!, pensé.
   No le falta razón. Y yo que creía que me había topado con un pillo o con un loco.
   – Los sirios ignoran que en Occidente se considera a los musulmanes un peligro y que se les juzga a todos por el mismo rasero excepto si son los países ricos del Golfo, que entonces pueden ser todo lo integristas que quieran que no por ello van a perder el favor de Occidente. ¿Les gustaría a ustedes que nosotros confundiéramos a los finlandeses con los italianos, o los alemanes con los españoles? Más aún, ¿a los nazis con los demócratas? Pues esto es lo que hacen. Los hay que incluso hablan de los moros cuando se refieren a los iraníes y cuando dicen árabes engloban a un conjunto de pueblos distintos entre los cuales se encuentra por ejemplo el Irán. Se confunde el musulmán con el árabe, el árabe con el integrista…
   Le interrumpí:
   – Usted ¿qué piensa de los integristas?
   – Son esa minoría radical de musulmanes -dijo como si fuera una cosa sabida por todos- que utiliza el terrorismo para conseguir sus fines, para conseguir que todos seamos como ellos creen que hay que ser. Y Occidente trata a los árabes como si todos fuéramos integristas, terroristas. Pero yo pregunto, ¿por qué a todos los católicos romanos, papistas me refiero, no se les juzga por el rasero del IRA irlandés por ejemplo, que persigue y ultraja, tortura y mata desde hace decenas de años en nombre de la religión, o de la propia Iglesia que tiene en su haber a decenas de miles, millones de condenados a la hoguera, y que durante siglos e incluso ahora ha aplicado una doctrina mucho más estricta e intransigente que los ayatolas?
   – Oiga, es usted muy inteligente -le dije admirada.
   – ¿Lo cree de verdad? -había cambiado y su cara había perdido la solemnidad con que había pronunciado el discurso anterior y afloraba de nuevo la mirada de pillo, casi infantil de cuando me había ofrecido el té.
   – Lo creo -dije y ya iba a continuar cuando se abrió la puerta y dos mujeres árabes entraron y se pusieron a hablar con él.
   Yo aproveché para despedirme prometiéndole que volvería por la tarde para negociar sobre el collar.
   – Y para continuar hablando, no se olvide, para continuar hablando.
   Lo más importante es la comprensión entre los pueblos. La estaré esperando. ¿Me lo promete?
   Lo prometí.
   Me había impresionado ese hombre del que, una vez en la calle, no pude precisar si defendía a los integristas, si estaba o no a favor del régimen, si era o no era prooccidental. Un verdadero damasceno, me dije, un hombre que ha aprendido a discutir y analizar, sin atacar jamás de frente.
   Fue una lástima que nunca cumpliera mi promesa.
 
   La llamada a la oración.
 
   Desde la tienda y sin necesidad de atravesar la avenida Chukri al Quatli pasé al Museo Nacional y pregunté por el director para quien llevaba una carta de recomendación del presidente de la Fundación.
   Tenía la esperanza de que me indicaría algún funcionario del Museo con quien pudiera visitarlo al margen de los grupos de turistas y con un poco más de conocimiento del que sacaría yendo sola. Pero el director no estaba y me dijeron que ya no volvería hasta el día siguiente.
   Me dirigía a la puerta de salida cuando leí en un tablón de anuncios que en el último piso se exponían fotografías y maquetas de arquitectura de una exposición llamada “New Museum Buildings in the Federal Republic of Germany”, y aunque comprendí que debía ser una muestra antigua, me dirigí a la escalera y subí los tres pisos del Museo. Sin embargo al ir a entrar encontré la puerta de cristal cerrada. Me asomé al hueco y vi en un descansillo a un bedel que subía la escalera sin prisa. Esperé a que llegara y le pregunté por señas si podía ver la exposición.
   – ’It.s closed’ -me contestó.
   Al ver que hablaba un poco de inglés le pregunté si sería tan amable de dejarme pasar.
   – ’Moment’ -murmuró y levantó la mano indicando que esperara. Y como si yo hubiera desaparecido, se quitó los zapatos, se limpió las manos con un trapo que extrajo del bolsillo de su americana, hizo un gesto simétrico tocándose las orejas, o debajo de las orejas, se puso de cara a la pared, o mejor dicho de cara a unas cajas que según supuse señalaban a La Meca, y comenzó a orar, fiel a su religión que llama a los creyentes cinco veces al día sea cual sea el lugar donde se encuentren. Se arrodilló y se levantó varias veces, se concentró, se puso las manos en la cabeza, siempre con gestos muy estudiados pero en absoluto rutinarios, y finalmente se arrodilló y dobló el cuerpo hasta que la frente tocó el suelo y estuvo así por lo menos durante cinco minutos. Yo me había sentado en el primer peldaño dispuesta a esperar. Saqué la brújula del bolso y comprobé que efectivamente el hombre estaba mirando al sureste. Cuando hubo terminado se levantó y se calzó. Se puso el reloj que había dejado sobre las cajas y avanzó hacia mí. Yo me levanté también. De pronto me di cuenta de que, así, sin la majestad de su actitud y desprovisto del impulso interno que le llevaba a la oración, parecía disminuido, bajo casi. Ya no tenía ese tono de seguridad con que había dicho ‘moment’, sino que se había vuelto mucho más complaciente. No se excusó por haberme hecho esperar, pero me recordó que si necesitaba alguna aclaración él estaba allí para atenderme. Abrió la puerta y se retiró tras las cajas donde se sentó a esperar pacientemente a que yo acabara. Yo entré a ver las fotografías de los museos de Richard Meier, Mies van der Rohe, Gropius, James Sterling, Philip Johnson, Oswald Mathias Unger, Hans Hollein y Gottfried Böhm, y esos edificios lineales, armónicos, límpidos que, en este mundo oriental con el ruido de fondo de las bocinas y los almuédanos lanzando al aire su oración, me parecieron representaciones de otro mundo, un mundo de extraterrestres inventados por mi fantasía.
 
   El Museo Nacional.
 
   Volví al día siguiente al Museo y el director, el señor Bachir Zuhdi, me esperaba ya. Era un hombre de mediana edad y de mediana estatura, con traje oscuro, camisa blanca y chalina, que tenía un gran bigote negro, el pelo rizado y enloquecido y pronunciadas entradas en la frente. Igual que Groucho Marx, con sus mismos ojos risueños y vivos. Un hombre cariñoso y entusiasta, enamorado de su trabajo y de su Museo, con más de cien publicaciones en su haber y miles de artículos en revistas de todo el mundo.
   Fue él quien a lo largo de una mañana entera me contó la historia del Museo de Damasco y su propia historia tan ligadas que apenas se podría comprender la una sin la otra. Fueron horas deliciosas que no olvidaré, porque la pasión de un hombre por su trabajo me ha producido siempre más que entusiasmo, emoción. Y ya nunca podré separar la visita a este Museo y lo que contiene de los comentarios de ese hombre singular que hablaba de cada objeto, por insignificante que fuera, con la reverencia que le merecían las piezas únicas de tiempos pasados que a él habían sido confiadas, y a las que había dedicado lo mejor de su vida, todo su amor y miles de horas de estudio.
   Hasta 1918, me contó, no hubo en Damasco un museo como lo entendemos ahora sino sólo un conjunto limitado de piezas y antigüedades que donaban a la ciudad las familias más cultas y adineradas, porque todas las demás piezas habían ido a parar al Museo Nacional de Estambul o a otros museos extranjeros. En 1919, en el primer y breve periodo de independencia que siguió a la salida de los turcos después de la Primera Guerra Mundial, se fundaron la Academia Árabe y el Museo Nacional que se instalaron en la ‘medersa’ Adiliya. Él recordaba aún, dijo, y la mirada tras las gafas adquirió un tono mate indescifrable porque la dirigía a un pasado donde no había lugar para mí, cuando en 1939 siendo todavía un niño, su padre, director entonces, lo había llevado a la inauguración del actual Museo cuya construcción se había iniciado en 1935.
   – De alguna manera pertenezco a la tercera generación que dirige el Museo Arqueológico de Damasco -añadió con reverencia. Y abrió la puerta de su oficina que daba al jardín para indicarme que la visita comenzaba.
   – El Museo contiene una serie de monumentos reconstruidos: el hipogeo de Yarbay de Palmira del año 108 d.C; la sinagoga de Dura Europos del siglo III; una de las entradas de la mezquita Yalbuga; una sala damascena de 1737, entre otros. -Se detuvo ante una serie de columnas y piedras labradas y añadió-: He aquí el más reciente descubrimiento, esta columna octogonal junto a la fuente: hace poco más de dos meses la encontramos en una calle contigua y es de la época de los mamelucos. -Y estuvimos unos momentos admirando una de las veinte o treinta columnas que estaban esparcidas por el suelo.
   A partir de entonces ya no dejó de hablar y me hacía observar las piezas más notables con tal amor y embeleso que yo me debatía entre atender a la expresión de su rostro y a la entonación de sus explicaciones o admirar los objetos de miles de años de antigüedad que me estaba mostrando. Sin saber qué hacer para no distraerme, decidí dedicarme a él, y volver otro día de incógnito para una visita más convencional. Y no tuve ojos más que para la límpida e iluminada expresión de su rostro ni más oídos que para las largas frases de su francés musical. Hablaba de forma ceremoniosa, sin temor al ridículo que podían provocar las metáforas y las imágenes a veces ingenuas con que ilustraba las explicaciones más eruditas, y la mirada penetrante tras las gafas de cristales de varias dioptrías corroboraba su grandilocuencia de la que la ternura y la extremada cortesía borraban cualquier atisbo de afectación.
   Hablaba sin atropellarse pero sin descansar como si fuera consciente de que en lo que le quedaba de vida por dilatada que fuera apenas tendría tiempo de decir una pequeña parte de todo lo hermoso que contenía su corazón:
   – Somos hermanos -había dicho al estrecharme la mano-, hermanos espirituales porque la cultura es lo que une a los pueblos. El mayor bien que se le puede hacer a la humanidad es darle entrada en el patrimonio cultural.
   Y ahora, al atravesar el jardín donde se exponían al aire libre antigüedades de piedra de distintas épocas, añadía:
   – Cada pueblo es distinto y todos son una parte de ese patrimonio, cada arte tiene tras de sí su idea: para el egipcio es la eternidad; el arte griego tiene como centro el hombre; la filosofía del arte islámico es que la vida no tiene fin, como una cenefa cuya meta última es sucederse, es decir, que la vida continuará después de que nos hayamos ido.
   Luego seguimos hasta detenernos ante la fachada de la puerta principal.
   – Éste es el pórtico del antiguo palacio del desierto de la época del califa omeya Hicham, del año 688, que ha sido transportado a Damasco piedra a piedra y reconstruido. El mundo -añadió en un susurro señalando una cenefa de flores labradas en la piedra como si me hiciera partícipe de un secreto- es un símbolo místico del principio y del fin. El artesano, el artista, expresan sus ideas científicas, de la misma forma que las flores añadidas a la decoración geométrica expresan la idea de infinito.
   Y como si quisiera convencerme añadió:
   – El Museo es una verdadera joya donde el más inexperto puede pasar años enteros admirando las maravillas que contiene, aunque en dos días apenas queda en el alma el recuerdo de unas pocas piezas que sobresalen de la amalgama de todo lo que se ha visto.
   Una vez dentro del edificio comenzó por explicarme de forma sistemática, casi pedagógica, las seis grandes áreas que contiene el Museo:
   – El departamento de la prehistoria, con antigüedades descubiertas en la cuenca del Orontes y del Éufrates; el de antigüedades sirias, amorreas, cananeas y arameas descubiertas en Ugarit, Ebla, Amrit, de la época que va del tercer milenio a.C. al siglo IV a.C.; el de antigüedades sirias de la época clásica, helenísticas, romanas y bizantinas procedentes sobre todo de Palmira, Afamia y Bosra; el de antigüedades árabes islámicas; y el de arte contemporáneo.
   ·Contrariamente a lo que se cree y se hace -añadió-, la forma de visitar un museo arqueológico no es comenzando por lo más antiguo sino por lo más moderno, de forma que nos vayamos alejando paulatinamente en el tiempo y adentrándonos sin sobresaltos en la antigüedad.
   Aunque no lo hicimos exactamente así: comenzamos por las esculturas de basalto negro descubiertas en Horán, cerca de Bosra y los frescos de Qasr al Hair, y las cerámicas y manuscritos de la época islámica.
   – No es cierto que el Islam no admita las figuras humanas -dijo queriendo aclarar una creencia difundida pero no del todo exacta-, quizá no las admite en las mezquitas pero las encontramos en los manuscritos, y los libros son los vasos del conocimiento -y me miraba para ver el efecto que esas verdades tan contundentes tenían en mí-.
   O en los platos de cerámica. ¿Sabía usted que el nombre de cerámica en árabe es ‘marci’? Quizá Marci viene de Murcia -dijo como un cumplido-, y así la llaman porque la cerámica de Murcia es la mejor.
   Tampoco es cierto que en el Islam no se acepten los espejos. No hay que ver en ellos sólo un símbolo de vanidad extrema, no, sino más bien el de la curiosidad íntima de saber lo que uno mismo es. El hombre siempre quiso comprenderse, mirarse, verse, conocer cómo era: al principio utilizó el agua, después el bronce, más tarde los fenicios inventaron el cristal, y se acabó con el espejo: poco a poco todo va tomando su forma y perfilándose para satisfacer los deseos profundos del alma humana.
   ·He aquí -dijo ante una figura alada de Yabal- de cuán poco sirve el ingenio y la imaginación si no existe la previsión. Ésta es la figura de un hombre, Abbás ben Firnás, que hacia el siglo XI inventó unas alas para despegar de la tierra y comenzar a volar, pero no había previsto la forma de volver al suelo y cuando quiso hacerlo se estrelló.
   Al llegar a las salas dedicadas a Palmira se detuvo en una de las cabezas magníficamente conservadas:
   – Los poetas cantan la belleza de la mujer, igual que los escultores. -Y añadió-: Un día había alrededor de esta cabeza tres hombres jóvenes que yo creía estudiantes. ¿Qué temas os interesan más?, les pregunté. No nos interesan los temas, sino los peinados, respondieron, porque no somos estudiantes, sino peluqueros. Habían venido a copiar los peinados que lucían las mujeres hace más de dos mil años. -Y ladeando la cabeza como si no pudiera comprender tan gran verdad, declamó más que dijo-: Todo vuelve, todo lo que fue hermoso sigue siéndolo, el arte es inmortal y no admite modas.
   Luego se acercó a una de las vitrinas que contenía joyas:
   – Repare usted en el milagro de estos pendientes -dijo como quien cuenta las virtudes de su hijo predilecto-, no falta uno. Yo no conozco hoy a ninguna mujer que no haya perdido un pendiente alguna vez. Aquí hay muchos pendientes y ninguno desparejo. Se diría que las mujeres de la antigüedad eran más cuidadosas. -Y sus ojillos brillaban al ver cómo yo reía la gracia.
   Pero no se limitaba a los comentarios más o menos agudos sino que a veces enunciaba pequeñas tesis sobre la vida cotidiana de sus héroes. Frente a unas flautas del siglo III d.C., que se habían encontrado en unas tumbas de médicos excavadas en Dura Europos junto con instrumentos de medicina y cirugía, señaló:
   – Esto quiere decir que tal vez con la música de la flauta trataban de reducir el dolor que habían causado con las operaciones.
   O ante los bajorrelieves de mujeres veladas:
   – La cultura del velo en la mujer ya estaba vigente en el siglo I, estos bajorrelieves nos dicen que la tradición es antigua y ponen de manifiesto que ya antes de los musulmanes las mujeres se cubrían la cara con el velo porque el viento del desierto azota la piel y el sol la cuartea.
   Frente a las tallas funerarias donde cada difunto iba acompañado de los utensilios que utilizaba en vida para llevar a cabo su oficio, afirmó:
   – El trabajo es importante para el hombre, de ahí que todas las figuras que se han encontrado en Palmira sostienen en la mano el símbolo de lo que hicieron en vida, el escultor su cincel, el escritor la pluma, el músico el arpa, el albañil la paleta y la espuerta, el herrero el yunque y el martillo…
   – Y añadió con nostalgia-: Antes, la gente trabajaba en su casa y mientras tanto hablaba con los demás, pero ahora la televisión ha acabado con todo, ni se trabaja ni se habla, y estamos perdiendo el placer de la conversación.
   ·¿No le parece significativo -dijo al poco, volviéndose a mí-que en las excavaciones se hayan descubierto tantas mujeres, diosas, sacerdotisas, cantantes, matronas y madres? -Y como si me echara un piropo o me dedicara un cumplido o me rindiera un homenaje, añadió-: Es la contribución de la mujer a la cultura del mundo.
   Gracias, estuve a punto de responder, pero ya se había detenido en un bajorrelieve en el que aparecía una carrera de carros que se atropellaban unos a otros y se había lanzado a contarme una historia que, a su entender, explicaba el origen de los juegos olímpicos:
   – El rey Onomas -decía con tal fe que concitó mi atención como si se tratara de un viejo cuento-, acosado por sus ministros y por el pueblo que deseaba la boda de su hija para que el reino tuviera un heredero, y no queriendo él aceptar una predicción de la pitonisa, según la cual moriría a manos de su yerno, organizó una carrera para todos los pretendientes y anunció que el vencedor se casaría con la princesa, pero les hizo saber al mismo tiempo que él, el rey, también participaría. Cundió el pánico entre los jóvenes aspirantes porque el rey tenía un carro y unos caballos más veloces que el viento.
   Sin embargo, el más enamorado de todos ellos llegó en secreto a un acuerdo con un sirviente que desbarató con artefactos las ruedas del carro real -de ahí la expresión de “poner palos en las ruedas”, añadió riendo-. El carro se deshizo con estrépito y murió el rey en la carrera. El avispado pretendiente se casó con la princesa y éste se reconoce como el inicio de los juegos olímpicos.
   Ni comprendo ahora, ni entendí entonces cómo de esta historia, que tenía más que ver con el terrorismo de estado que con el deporte, se pasaba a los juegos olímpicos, pero sí recuerdo que a él le parecía tan obvio que ni se le ocurrió aclararlo.
   Me habló de supersticiones y amuletos y cristales de mosaico, de las piedras de lapislázuli contra el mal de ojo, de tres mil años de antigüedad, iguales a las que seguían llevando los niños para hacer frente a los hechizos y evitar enfermedades y desgracias. Me contó cómo los fenicios manipulaban las tiras de cristales de colores aún blandas uniéndolas en forma de manojo que después cortaban en transversal, cómo en Oruk se creó el mosaico y cómo más tarde los bizantinos le añadieron el cristal. La forma en qué teñían con púrpura los lienzos del mismo modo que lo siguen haciendo hoy las mujeres, igual que siguen oscureciéndose los ojos con ‘kohol’ no tanto para aumentar su belleza cuanto por disminuir la hiriente luz del sol de la estepa. Mencionó con reverencia el oro con el que se cubrían en la antigüedad los ojos de los muertos, el metal, dijo, que como Dios nunca se altera. Habló de la serpiente que aparece en las piedras de Mari, el signo de la juventud renovada como la piel que cambia todos los años. Y ante los aparatos de cirugía de la edad de piedra, afirmó arrebatado que más antigua que la historia era aún la cirugía.
   Pero su entusiasmo se desbordó cuando llegamos a las figurillas de marfil y las tablillas cuneiformes del más antiguo alfabeto que se conoce que fueron halladas a unos doce kilómetros al norte de Lataquia, en Ugarit, la ciudad donde se han encontrado restos de vida que se datan en el séptimo milenio a.C. Entonces, como si fuera la primera vez que lo contemplaba, se quedó extasiado y el mundo que le rodeaba, incluida yo, desapareció.
   Tenía los ojos fijos en la tablilla iluminada dentro de una vitrina, como si los dioses le hubieran concedido el privilegio de contemplar el entorno del grabador de esta tabla de arcilla que había resistido los avatares de la geografía y de la historia durante 3.500 años y fuera capaz de entender cabalmente las consecuencias que para el desarrollo de la humanidad había supuesto ese tosco alfabeto.
   Tres horas me dedicó de su tiempo, tres horas en que yo me dejé llevar por sus comentarios, a veces ingenuos, y otras tan eruditos que apenas le podía seguir sin aclaraciones ulteriores que nunca me negó. Me dio una lección sobre esta tierra tan compleja y tan antigua donde se fraguaron las religiones y los pilares de nuestra civilización, retrocediendo en el tiempo de forma que me era imposible atenerme a las sabidas inferencias y conclusiones con que siempre nos acercamos a los hechos que nos precedieron, y con un criterio tan abierto y tan novedoso que apenas podía reconocerlos. Cada escultura, cada mosaico, cada manuscrito fueron objeto de un análisis y de una admiración sin límites y cuando me quise dar cuenta esas tres horas se habían esfumado.
   – Adiós -me dijo dándome la mano en la verja de la entrada cuando ya los guardas la cerraban-.
   Le deseo lo mejor, le deseo que sea feliz con su trabajo. Recuerde, el trabajo no es un castigo, es el goce que Dios nos ha dado para que no nos enloquezca el paso del tiempo.

VI. La fiesta del sacrificio.

   Me despertaron por la noche los cañonazos, porque había comenzado la fiesta, y cuando logré dormirme volvió a despertarme al amanecer la voz estentórea de los almuédanos llamando a los fieles a la oración.
   A partir de este momento, en casa no dejó de sonar el teléfono, Nayat y Fathi felicitaban a grandes gritos a los parientes, y los vecinos se felicitaban unos a otros asomados a las ventanas y los patios. Todo el mundo había hecho sus compras para celebrar la fiesta de hoy y las que se avecinaban, y los puestos que rodeaban las mezquitas, no contentos con haber estado abiertos hasta muy tarde los días anteriores, lo estarían hoy.
   hasta el momento en que el presidente Al Assad se dirigiera a una de ellas para la oración. La radio bramaba cantos y manifestaciones de alegría y en las esquinas de todas las calles de todos los barrios de Damasco y de todas las ciudades de Siria, se vendían grandes ramos de arrayán que los fieles llevarían a sus muertos. Era viernes y además la fiesta del sacrificio que conmemoraba el sacrificio de Abraham, y el lunes, martes, miércoles y jueves también serían festivos. Se celebraba además el aniversario del nacimiento del Profeta y toda la ciudad estaría desierta. Quien más quien menos tenía parientes en las aldeas que ya debían estar preparándose para recibirlos.
 
   La nación árabe.
 
   Adnán y Teresa me habían invitado a ir con ellos a Salamiye, una pequeña ciudad al borde del desierto, para visitar a la familia de Adnán y celebrar con ellos la fiesta.
   – Salamiye es un pueblo de artistas, poetas y políticos y podremos presentarte a mucha gente que te ayudarán a conocer la realidad del país, y después iremos a Hama y al valle del Orontes. Un amigo me ha prestado su coche -dijo Adnán.
   Salimos por la carretera comarcal hacia el norte y nos detuvimos en una gasolinera. Mientras Adnán pagaba y controlaba con mucha atención el aceite porque el coche no era suyo y había que cuidarlo con cariño, según me dijo, yo salí a curiosear y me detuve frente a dos grandes fotografías colgadas en la pared, una de ellas la del presidente con su eterna media sonrisa, y otra a su lado de un hombre serio y ceñudo vestido de aviador.
   – ¿Quién es el que está junto al presidente? -pregunté con ayuda de Teresa a uno de los hombres que limpiaban cristales.
   – Es también el presidente, pero va vestido de aviador, de piloto.
   – Es un buen presidente, ¿no?
   – añadí para entrar en conversación.
   Me miró con curiosidad y luego respondió:
   – Es bueno.
   Y yo insistí al ver que respondía:
   – ¿Qué ocurrirá cuando muera?
   Se quedó un momento perplejo, pero enseguida respondió:
   – Nadie lo sabe -y se encogió de hombros-. Es un hombre honesto, es el mejor. -Y al ver mi expresión de incredulidad no por lo que decía sino porque así lo decía añadió-: Es verdad. El presidente siempre está trabajando, por esto tuvo un ataque al corazón. -Y después de una pausa se encogió de hombros y abrió las manos como los curas cuando se vuelven de cara al público-: No sabemos lo que ocurrirá y tenemos miedo.
   ¿Miedo de lo que pueda ocurrir o de los fundamentalistas que se acercan, o el miedo que el régimen provoca y fomenta para mantenerse en el poder? Porque miedo al poder no lo hay en Siria, me había dicho el representante de France Press, no por lo menos miedo generalizado.
   Como tampoco hay miseria.
   ¿Que no hay miseria?, se asombró en cambio un disidente comunista al que conocí más tarde. ¿Miseria? ¿Que no hay miseria en Siria? No hay otro pueblo en el mundo con tanta miseria, no hay más que ver a los pobres, a los niños intentando vender sus míseros productos, niños que no tienen casa, niños abandonados.
   Aunque yo no había visto miseria ni niños abandonados en Damasco ni de día ni de noche, ni habría de verla tampoco en los viajes por el país, quizá, pensé entonces, el hombre tuviera razón y el régimen escondiera a los pobres en reductos especiales como los americanos esconden la miseria, la enfermedad y el desempleo de los indios en las reservas.
   Las versiones que de su tierra nos dan los nativos son a veces tan extremas y distantes que uno se desconcierta y piensa que no estamos hablando del mismo país. Y en el fondo tales versiones por contradictorias que sean, son las únicas que, amalgamadas, mezcladas, digeridas y debidamente contrastadas, nos aproximan a la realidad.
   Al entrar en el coche, de nuevo comencé a hacer preguntas a Adnán sobre lo que pensaba de la situación actual. Con cuidado al principio, porque todavía no sabía cómo pensaba, ni si querría darme su opinión. Las cuestiones políticas son siempre difíciles de exponer, incluso en países como el nuestro donde la mayoría de los ciudadanos no tienen más ideología que la de arremeter contra los responsables del último escándalo, aunque son incapaces de elaborar una síntesis de las razones por las que defienden o atacan al encausado. Más aún en Siria, un país sometido a una dictadura y con escaso, por no decir nulo, debate político. Yo no quería que Adnán me hablara de la corrupción de las altas esferas económicas, políticas y sociales, que daba por supuesta y me interesaba muy poco, sino de lo que la prensa llama el pulso de la calle, de su actitud, de la esperanza en el presente y en el futuro, aun sabiendo que influiría en buena parte de todo ello su propia biografía. Adnán tenía un buen empleo, un apartamento antiguo y destartalado pero espacioso y cómodo, una mujer culta y hermosa con la que se entendía bien, y una capacidad de coger al vuelo las oportunidades que la vida le deparaba, que por fuerza habían de teñir su existencia con un matiz de optimismo y confianza.
   La carretera general que va al norte estaba llena de coches y camiones cargados de gente. Conducían de cualquier modo, sin cinturones por supuesto, y con el niño en las rodillas del conductor, cuatro o cinco personas en los asientos delanteros, y en muchos tramos directamente por la izquierda porque por la derecha la carretera estaba peor. Pero a nadie le importaba, porque hoy y por encima de todo era un día de alegría, incluso en los campamentos que descubríamos desde la carretera donde se hacinaban los refugiados palestinos en sus barracas de chapa y uralita.
   Yo apenas miraba el paisaje pendiente de Adnán y Teresa que, lejos de mantenerse en una actitud de reserva, se mostraban complacidos de poder explicarme lo que sabían de un país al que adoraban porque era el suyo y, añadieron, porque es el más hermoso de la tierra. Al principio se limitaban a dar una versión impersonal de Siria, pero, poco a poco, comencé a entender su actitud frente al régimen (me reía al recordar que, como en la España de Franco, en Siria se hablaba también de “régimen”)
   y sobre todo el apoyo que prestaban no tanto a su presidente como a su actitud frente a Occidente.
   – Los gobernantes de todos los países tienen ante todo que preservar la integridad de su población y la conservación de sus fronteras.
   No hay gobernante que no sepa que más peligrosos que las bombas y los misiles son los intentos de desestabilización que, amparándose en verdades a medias, se les imponen desde el exterior. Muchas veces, al defender a las minorías, no se busca más que afianzar y radicalizar diferencias seculares con ánimo de dividir la opinión y el territorio nacional y sacar ventaja en favor propio. Así lo hemos visto mil veces y así lo veremos aún, mientras los poderosos recelen de los países grandes y unidos.
   Así empezó.
   – Por su situación geográfica, Siria ha sido camino de civilizaciones y escenario de luchas entre ellas, y por haber estado rodeada de poderosos vecinos y haber sido invadida y conquistada una y otra vez, es un mosaico de minorías, razas, religiones y lenguas: ésta es su identidad. Siria era Siria en los albores de la historia y bajo todos los imperios. Siria fue Siria incluso durante los cuatrocientos años de dominación turca, y lo seguía siendo cuando una vez terminada la Primera Guerra Mundial iba a alcanzar la prometida independencia por haber luchado contra los turcos y los alemanes.
   E incluso lo era cuando fue dividida y fueron repartidos sus territorios entre franceses e ingleses.
   – ¿Quién decidió el reparto?
   – Fueron sir Mark Ykes por Inglaterra o mejor por el Imperio Británico y monsieur Charles Georges-Picot por Francia los que establecieron un acuerdo en nombre de sus respectivos gobiernos en el que, “reconociendo y al mismo tiempo protegiendo un Estado Árabe independiente o una Confederación de Estados Árabes” los dos países dividían el Oriente Medio en dos zonas de influencia: el norte estaría bajo tutela de los franceses y el sur bajo la influencia británica. No hay más que ver las fronteras para comprender que se dividieron el territorio con tiralíneas, como los estados americanos, sin tener en cuenta su historia ni su pasado que ni conocían ni comprendían ni querían comprender en absoluto, y mejor aún si podían borrarlo todo de un plumazo. Se ha dicho en mil ocasiones que no éramos una nación en el sentido en que lo son las naciones de Europa, que los nuestros son países con fronteras naturales, países distintos que pretendían cada cual su independencia. Y no es exactamente así, lo que ocurre es que nuestra idea de unidad, de nación, no es occidental. Las luchas entre las tribus y las distintas facciones de un país han sido siempre excusas que Occidente ha aprovechado para hacerse con él, como si los países de Occidente no hubieran luchado entre sí con brutalidad y no siguieran haciéndolo. Y una vez más, apoyándose en reinvidicaciones de minorías, de las minorías predilectas de las grandes potencias se hizo una división, espoleando las diferencias, a fin de que el reparto fuera más fácil y una vez dividido el territorio no hubiera que hacer frente a una nación unida y grande, con la confianza de que al avanzar la historia se fortalecieran, aunque sólo fuera momentáneamente, las situaciones impuestas.
   – ¿De ahí parten las líneas rectoras del Partido Baaz?
   – Quizá no tanto como ideas rectoras pero sí, en buena parte, como necesidad de defensa frente a Occidente. El origen del Partido Baaz que está hoy en el poder en Siria se remonta a 1941, cuando comenzaron a crearse círculos de estudio sin orientación ideológica precisa. Pero poco a poco fue tomando cuerpo la doctrina que había de darle el respaldo popular para llegar al poder y mantenerse en él: el nacionalismo árabe, la liberación de la nación árabe. De ahí que en los primeros años fuera prioritaria la libertad frente a la presencia colonial francesa, que no había de acabar hasta 1946. El desarrollo posterior mantuvo siempre dos grandes corrientes, la de los liberales nacionalistas y la de los izquierdistas, pero en ambos casos la divisa del Partido fue siempre la misma: “una nación árabe con una misión eterna”.
   – ¿Qué quiere decir una misión eterna?
   – Lo mismo que queréis decir vosotros cuando habláis y sacralizáis la “civilización occidental”.
   – ¿Quién fundó el Partido? -seguí el interrogatorio sin darme por aludida.
   – Michel Aflaq y Salah Bitar, que capitaneaban un pequeño grupo formado por miembros de la pequeña burguesía nacionalista de la elite damascena. La información sobre la fecha exacta de su creación y las actividades de los primeros siete años son confusas aunque se acepta que desde el principio el Partido se llamó a sí mismo socialista y se sabe que el primer congreso y el primer acto oficial tuvieron lugar en 1947.
   – Y ¿qué ideas se adoptaron en este congreso?
   – Las principales fueron: la tierra árabe es una unidad política y económica indivisible y no hay desarrollo posible en el aislamiento; la nación árabe es una unidad cultural y las diferencias aun siendo accidentales debilitan la conciencia árabe: la tierra árabe es la cuna de los árabes y ellos son los únicos que tienen derecho a dirigir sus propios asuntos, a disponer de sus recursos y a organizar su porvenir.
   – Parece lo natural, ¿no?
   – Ahora lo parece, pero cuando se adoptaron esos principios estábamos en el último peldaño de la sumisión y la esclavitud. -Y continuó-: El Baaz era y es, pues, un movimiento nacionalista, socialista, democrático y revolucionario, y antes que nada árabe, entendiendo por árabes el conjunto de los países árabes, incluidos los territorios ocupados, como Palestina ocupada por Israel, Alexandreta por Turquía y el Arabistán por el Irán.
   – ¿Cuándo accedió al poder el Partido Baaz?
   – Después de la liberación, en 1946, hubo un breve periodo de poder civil, hasta que el último presidente, Chukri al Quatli, fue derrocado por el ejército en 1949.
   En 1954 los militares baazistas ya dominaban el país y, fieles a su ideario, en 1958 llevaron a cabo la unión con Egipto, entonces Siria se convirtió en la provincia del norte de la República Árabe Unida. El presidente Nasser de Egipto se dedicó a limpiar el país de la extrema derecha y de los comunistas, pero cuando puso al frente de la dirección política nacional a un egipcio, la indignación de los sirios se añadió al sentimiento general de frustración por sentirse tratados como subalternos y se produjo la crisis que en 1961 había de desembocar en la separación definitiva.
   – ¿Fue un periodo de paz?
   – No exactamente, hasta 1963 se sucedieron los golpes militares.
   El del 8 de marzo de ese año dio el poder al ala izquierdista y revolucionaria del Partido Baaz, que eliminó a los comunistas, o dicho de otro modo, a los más radicales, e intentó la unión con el Iraq donde acababa de tomar el poder también el Partido Baaz, pero los esfuerzos no se materializaron. En febrero de 1966, otro golpe dentro del mismo Partido eliminó de la dirección a los fundadores y a los miembros menos radicales. De hecho, el Partido Baaz ha gobernado en Siria desde su fundación, sea con una facción radical o una más occidentalista.
   En 1970 el ejército jordano masacró a los guerrilleros palestinos apoyados por Siria en una operación que ha pasado a la historia con el nombre de “septiembre negro”, y fue entonces cuando se produjo de hecho otro golpe de Estado incruento en el interior del propio Partido. El jefe supremo fue el entonces ministro de Defensa, Hafez al Assad, un alauí que rechazaba el radicalismo de ambos extremos y quería ampliar la base del régimen con una apertura económica y democrática y evitar el aislamiento político.
   – ¿Sin oposición?
   – Hoy, la oposición al régimen de Al Assad viene de los miembros del Partido que defienden posiciones más extremas o que no están de acuerdo en que el gobierno, aun con la prudencia del actual presidente de tener ministros de todas las religiones, esté en manos de la minoría alauí, que no representa más del 11,5%· de la población.
   Pero sobre todo de los hermanos musulmanes, los integristas. En 1981 la pertenencia a los hermanos musulmanes se castigaba con la pena de muerte, aunque ahora se ha moderado la posición oficial e incluso se ha permitido el regreso de algunos exiliados.
   – Pero, ¿tiene Al Assad el apoyo de la mayoría?
   – Al Assad -afirmó contundente Adnán eludiendo la respuesta- es uno de los hombres más cautos, más listos y más inteligentes de la política del mundo árabe y de todo el mundo en general, que ha sabido sacar a su país de la miseria y el subdesarrollo en que lo encontró.
   Por la estabilidad y la tranquilidad que hoy gozamos, ha conseguido el apoyo de distintas fuerzas y segmentos de la sociedad. En política exterior ha sabido estar con quien le ha interesado a su país, y nunca ha aceptado la presión de las potencias extranjeras, fueran los soviéticos antes o los americanos ahora, sin enfrentarse jamás a ninguno de ellos ni ser represaliado por sus favoritismos en un momento determinado. Es cierto que ha reprimido con dureza la oposición fuera y dentro del Partido. Ha quedado como un hito de su determinación, la brutal represión de febrero de 1982 en Hamma sobre todo, en la que murieron entre uno y otro bando no menos de veinte mil personas, en una batalla que comenzó cuando un grupo de hermanos musulmanes tendió una emboscada a las fuerzas de seguridad sirias para iniciar una insurrección general, según la versión oficial.
   – ¿Cuál es el poder que se arroga el presidente?
   – Assad ostenta el poder real de la República, ya que es jefe del Partido Socialista Baaz Árabe y jefe del gobierno, con poder para nombrar ministros y personal militar, declarar la guerra y legislar. La democracia en el país tiene pues grandes limitaciones.
   Pero Al Assad ha sabido dar a su pueblo un sentido de defensa de los valores árabes, aunque no ha logrado desprenderles de la pasión por los productos de Occidente -y por primera vez en todo el discurso le vi sonreír a través del espejo retrovisor. Pero añadió con pasión-: Occidente le acusa de no ser demócrata ahora que ya se fueron los colonialistas franceses. Sin embargo, cuando Francia, que según un mandato de la Sociedad de Naciones había de mostrar al país formado entonces por Siria y el Líbano la forma de gobernarse a sí mismo, vio amenazado su poder por las violentas manifestaciones de los nacionalistas sirios, que pedían la independencia y, con toda probabilidad, la democracia, asesinó sin juicio a cientos de insurrectos y los expuso para su escarnio en la plaza de Mezzè sin que el mundo civilizado protestara ni hablara entonces de democracia. Ni cuando en represalia incendió aldeas enteras del Guta. Y cuando sin saber qué más hacer bombardeó Damasco desde la colina de Mezzè frente al Casiún, donde ahora se levanta el palacio de recepciones de Kenzo Tangue, las tímidas protestas de China, Egipto y los Estados Unidos no lograron la retirada del suelo sirio de tan demócratas gobernantes.
   Llevado de su pasión, Adnán no podía parar:
   – Cuando Occidente era defensora de la democracia para sí pero imponía su yugo colonial a los países subdesarrollados, nadie se metió con Siria. Ahora que ya nadie tiene intereses directos en el país, se le exige que adopte la misma forma de gobierno que Occidente. Y cuando tras la independencia los sirios tuvieron unos pocos años de democracia nadie les ayudó a conservarla, sino todo lo contrario: los países occidentales, todos ellos contrarios a los nacionalistas, defendían cada uno su propio grupo de presión, como hacen ahora en Somalia, Ruanda, Mozambique o Yugoslavia, que alcanzaba el poder y lo perdía sumiendo al país en una sucesión de incertidumbre y luchas intestinas. En cambio, defendieron siempre a los fundamentalistas, al principio sólo por ser enemigos de los nacionalistas, como les ocurrió en el Irán.
   Y añadió con la rabia del que sabe que va a perder pero le consuela que con él pierda el enemigo:
   – No querían los nacionalistas y ahora tendrán los fundamentalistas. -Y continuó-: Es cierto que Al Assad es un dictador, lo es, y que hay presos políticos en las cárceles de Damasco, de Palmira, de HÖms y Hama. Pero no tan dictador como los jeques de Arabia Saudí, de los Emiratos Árabes y del resto de los países del Golfo, incluido Kuwait, donde continúan produciéndose formas solapadas de esclavitud, donde se persigue a los ciudadanos por sus modos de vida, donde las mujeres están reducidas a meros instrumentos domésticos, laborales y sexuales, y donde no hay libertad religiosa, ni política, ni social, y donde se cortan manos y pies para escarmiento de los ladrones.
   – ¿Qué es lo que molesta de Assad a los países occidentales?
   – le pregunté para que no se detuviera, porque el apasionamiento en un árabe es siempre un espectáculo: el ardor se concentra en el resplandor de la mirada, se le crispan levemente los labios al hablar y la dicción adquiere la soltura y la fluidez propia de un discurso o una arenga en la plaza, aun manteniendo el cuerpo y el cuello estáticos y un perfecto control de sus gestos y movimientos.
   – Quizá lo que le molesta a Occidente en el caso de Al Assad -respondió sin apenas pensarlo- no sea tanto la falta de democracia cuanto que, aun siendo un dictador, no es en absoluto tan burdo ni manipulable como los dictadores aliados de las democracias occidentales. Me refiero a Pinochet, a Somoza y a tantos otros. Al Assad sabe lo que quiere y cómo lo quiere, y si no puede conseguirlo por lo menos no se deja amilanar ni por unos ni por otros, ni se deja comprar con los préstamos del Banco Mundial o del Fondo Monetario, meras imposiciones de la forma en que hay que transformar la economía para que sea beneficiosa a Occidente. Al Assad cambia de aliados en los momentos oportunos y siempre sabe sacarse de la manga la carta precisa que falta para seguir el camino que ha trazado para su pueblo. Esa especie de Maquiavelo oriental que trae a los países de Occidente por la calle de la amargura, tiene su forma de comportarse y de ser imprescindible para gobernar un país que no sólo tiene que estar alerta por Israel sino también por la Turquía de la OTAN, y vigilar a los países del Golfo y al gendarme de los árabes, Arabia Saudí, al Iraq y al Irán, sin contar con el jefe supremo de todas las alianzas, el poderoso Tío Sam.
   Y ya en el punto álgido de su apasionamiento añadió:
   – Lejos de mí defender las dictaduras, pero lejos de mí también alinearme con los enemigos de Siria que en cualquier momento, por conveniencias coyunturales que nada tienen que ver con la democracia o la ética, pueden convertirse en sus aliados. No hay que olvidar lo que ocurrió cuando el Iraq perpetró la horrible matanza de los kurdos con armas químicas: no hubo un solo país occidental que se levantara en las Naciones Unidas ni fuera de ellas para condenarlo, y en cambio antes de dos años se había convertido en el demonio de los infiernos, sólo por haber invadido un país que Occidente le había desmembrado cuando dividió la zona en su propio beneficio y en el que de un modo u otro, clara o solapadamente, sigue existiendo la esclavitud, y de democracia ni se habla.
   – Pero ¿hay oposición organizada?
   – No hay oposición, sólo lucha por el poder. La única oposición muy clandestina es invisible, es la de los integristas apoyados por Arabia Saudí y el Irán. Pero hay 519.821 afiliados a los sindicatos, lo que en un país de casi veinte millones de habitantes no es poco, aunque los sindicatos sean en su mayoría gubernamentales.
   – También hay pequeñas muestras casi domésticas de oposición -añadió Teresa- que esconden mayores organizaciones, como por ejemplo, el pañuelo en la cabeza de las mujeres que muchas veces no significa tanto una vuelta al fundamentalismo como una mayor voluntad de defensa de lo árabe, amenazado por la invasión comercial de Occidente. En 1982, cuando yo fui a la Universidad de Damasco, ni una sola mujer llevaba pañuelo y ahora lo llevan por lo menos el veinticinco por ciento. Y lo mismo ocurre en las oficinas. En los años sesenta, en Siria las mujeres adoptaron la minifalda y en este momento ni una de ellas se atrevería a llevarla por la calle. Aumenta el integrismo como en Occidente aumentan el conservadurismo, el nazismo y las sectas religiosas.
   – Pero Siria sigue siendo un país laico -retomó la palabra Adnán-. De todos modos no puede haber oposición al margen de los suníes que son la mayoría del país y que apoyan al presidente y buena parte de su gobierno aun siendo alauí, porque, según reconocen ellos mismos, nunca habían tenido tanto dinero ni tantas prebendas.
   Los alauíes siempre fueron gentes de montaña y de hecho hasta ahora pertenecían a una clase social inferior sin apenas otra salida que el ejército. Muchos de ellos proceden aún de familias que militaron en el ejército de los franceses.
   Los suníes en cambio siempre han sido comerciantes y por tanto ricos en todas las situaciones y ahora, que ya pasó la época de la reforma agraria y de las nacionalizaciones, defienden la situación creada por el presidente, que está abriendo las puertas al comercio mundial y les deja que sean ellos los que negocien, controlen y se enriquezcan. ¿No te has dado cuenta de la cantidad de ricos, riquísimos que se ven en Damasco? En los dos o tres últimos años han proliferado los restaurantes de lujo, las boutiques donde se venden trajes cuyo precio es diez veces superior al sueldo de un profesor de universidad, los grandes coches y limusinas que comienzan a aparecer mezclados con los descacharrados taxis. Estamos entrando en la civilización occidental y en la televisión nos bombardean con productos europeos y americanos que la gente del pueblo intenta adquirir o por lo menos imitar.
   Y añadió:
   – No es extraño que frente a esta nueva invasión que empieza por desnudarnos de nuestras costumbres y de nuestra identidad, para muchos árabes no haya más contención que el extremismo, el fundamentalismo, la vuelta a los orígenes.
   – Ni tampoco parece extraño que los países que defienden este fundamentalismo sean cada vez más intransigentes y más radicales -dijo con tristeza Teresa.
 
   Los cementerios.
 
   Más allá de la carretera que corría paralela al desierto, el paisaje desolado estaba ciego por la reverberación del sol. De vez en cuando nos veíamos obligados a detenernos porque los coches y las motos se aglomeraban en las puertas de los cementerios y la multitud atravesaba la carretera con niños y ramos para hacer sus ofrendas a los muertos.
   En general los cementerios árabes se construyen sobre las lomas cercanas a las aldeas. Están ordenados con tal primor y los mantienen tan pulcros que transmiten una especial sensación de reposo, quizá porque las lápidas de las tumbas se levantan a los pies y en la cabecera como camas de piedra. Los muertos no se entierran en cajas de madera, sino envueltos en una sábana en contacto directo con la tierra, el cuerpo recostado de lado mirando a La Meca, los pies hacia oriente y la cabeza hacia poniente.
   No hay inscripciones en las losas de las sepulturas porque, conocedores de que todo ha salido de la tierra y a ella ha de volver, no necesitan inscripciones para que el futuro les reconozca: la memoria del pasado la recogen las familias y los registros.
   Algunas lápidas están pintadas de azul cobalto, como las piedras de lapislázuli que venden en el zoco para los collares, y ese día los familiares los cubrían con arrayán de un verde intenso y brillante que se destacaba sobre el ocre de la tierra.
   Al salir del cementerio nos detuvimos en una casa contigua a él. La mujer que estaba en la puerta, al ver que yo era extranjera nos invitó a tomar una taza de té con menta. Teníamos poco tiempo pero aceptamos, porque caía el sol como en los campos de Maqueda en pleno mes de julio y bajo la parra de la entrada corría el airecillo y era agradable ver entrar y salir a los grupos de gente con sus ramos de arrayán.
   Junto a la casa había unos grandes depósitos de obra vacíos cuya utilidad nos contó la mujer a grandes gritos, muy satisfecha de que la vieran con forasteros:
   – Desde tiempo inmemorial -dijo-, los vecinos de la aldea reúnen aquí su trigo a partes iguales, y aquí lo hervimos. Un tercio se reserva para hacer harina, otro tercio se guarda para plantel y el tercero se hierve. Cuando está todavía caliente lo extendemos sobre sábanas en las azoteas durante tres días para que se seque, y después lo llevamos a moler, pero no como la harina sino tan sólo machacado. Lo llamamos ‘halé’ y con carne es uno de nuestros platos más comunes, una especie de arroz que guardamos durante todo el año en sacos o en barreños de madera.
   Ya en el coche, cuando nos alejamos del cementerio y de la mujer que vino a despedirnos con un ramo de espliego, me contó Adnán que cuando el trigo se seca aprovechan los vecinos para celebrar una pequeña ceremonia que consiste en dárselo a probar unos a otros en prueba de buen entendimiento, como hacen los payeses del Ampurdán con los buñuelos de Pascua. En otras partes del país tienen una variante llamada ‘frique’ que consiste en abrasar someramente el trigo cuando aún no está maduro, para que el grano quede verde en el interior y quemado por fuera, tras lo cual se le quita la paja y se come también como si fuera arroz.
 
   Salamiye, el pueblo ismaelí.
 
   Salamiye es un pueblo polvoriento al borde del desierto, llano, sin montes cercanos ni lejanos, sin árboles, de espesos muros a lo largo de todas las calles sin aceras interrumpidos por pequeñas puertas que se abren a los patios y a las casas ocultas tras ellos. De no haber sido un día de fiesta habría dado la impresión de ser una aldea desierta del mismo color que la tierra y a punto de desvanecerse o diluirse en el incesante viento que viene de la estepa.
   Me contaron que la ciudad, rica en los primeros siglos de nuestra era, se fue despoblando poco a poco en la época de los omeyas porque, lejos de Homs y de Hama y de Palmira, sus habitantes no sabían cómo protegerse de las incursiones y pillajes de los guerreros y poderosos beduinos. Los otomanos otorgaron una serie de privilegios y ventajas a quienes se asentaran de nuevo en ella, como la posesión de armas, la dispensa de servir en el ejército que suponía estar lejos de la familia durante años y la exención de impuestos. Fue poblándose poco a poco y durante generaciones sus habitantes siguieron luchando con los beduinos hasta que, dijo Adnán con un cierto orgullo que hasta más tarde no entendí, un ismaelí salvó la vida al hijo de un beduino y desde entonces, hace ya muchos, muchísimos años, sellaron un pacto de amistad que trajo consigo la paz. Ahora, añadió, buena parte de la población es ismaelí, yo entre ellos. Y además los beduinos han dejado de ser guerreros y ya no se permite a nadie el uso de armas. La amistad así es más fácil.
   Antes de visitar a su madre, Adnán me llevó a la casa de un amigo cuyo padre estaba en la cárcel.
   – ¿Podré hablar de ello?
   – ¿A quién? -preguntó Adnán un poco inquieto.
   – No sé, pregunto si puedo mencionar sus nombres en el libro que voy a escribir.
   – Será mejor que no lo hagas.
   Podría traernos problemas.
   Y recordé la pregunta del director general el día que me llevaron a visitarlo: “¿No será un libro político, verdad?”.
   Detuvimos el coche frente a una puertecita de madera entornada, entramos en un gran patio y salió a recibirnos la madre de su amigo.
   Era una mujer alegre, de piel blanca sin apenas arrugas, ojos verdes y un pañuelo echado sobre el cabello que llevaba recogido en una trenza. Aunque por encima de nuestras cabezas seguía aullando el viento del desierto, el patio era un reducto protegido donde crecían los limoneros y los laureles y se alineaban los tiestos de geranios y aspidistras, y sobre la ropa tendida una parra echaba las primeras hojas de un verde intenso. El patio albergaba dos pequeñas construcciones, en la primera se encontraban la cocina y una sala donde estudiaban los hijos, en la otra dos habitaciones donde dormía la familia. Nos hicieron entrar en la sala grande, destartalada, con colchones en el suelo adosados a las paredes a modo de sofás, cubiertos de telas de colores tejidas a mano.
   Había fotografías ya muy antiguas colgadas en las paredes, de los padres y abuelos, del matrimonio en el día de su boda, una boda al parecer todo lo occidental que podía ser en este país en 1970. Apenas tuvimos tiempo de sentarnos cuando llegaron otras visitas. Salió entonces una de las hijas y nos ofreció peladillas, refrescos de frutas, dulces y té pero no café que se sirve en el momento de partir, me dijo Adnán.
   Los árabes son muy amantes de sus pequeñas costumbres y sus relaciones son de extrema cortesía; antes de comenzar a hablar se preguntan mutuamente por la familia, por las cosechas o por los negocios, por la salud, uno tras otro sin perder la paciencia, sabiendo en cada momento a quién toca preguntar y sobre qué. Cada gesto, cada ceremonia, por pequeña que sea, tiene su rito correspondiente.
   Al entrar en la casa, Adnán había entregado a la mujer una gran caja de galletas que compramos al salir de Damasco y ella le había dado escuetamente las gracias y la había dejado en un rincón apenas visible.
   Nunca hay que mostrar interés por los regalos, me contó, porque podría dar la impresión de que nos alegramos de la visita por el regalo y no por la presencia del amigo.
   Y las hijas sacaron sus propias galletas sin abrir las de Adnán, ni nos invitaron tampoco a comer las frutas o los chocolates que habían traído los demás visitantes, no fuera que pensáramos que no tenían otra cosa que ofrecernos.
 
   En un claro entre dos visitas, una vez hubieron pasado revista a toda la familia y a los últimos acontecimientos de su entorno, la mujer me contó que tenía cinco hijos, el amigo de Adnán estaba en Moscú con una beca, el segundo había ganado otra del Consejo Superior Ismaelí en el Paquistán, y las tres hijas, una abogado, la otra médico y la tercera estudiante aún de ciencias químicas, trabajaban en Damasco y en Alepo, aunque habían venido a pasar la fiesta con ella. Pero del marido preso no dijo nada.
   Cuando ya nos ofrecían el café de la despedida entraron dos hombres de unos cuarenta años que nos saludaron con timidez. Sólo entonces, cuando una de las hijas cerró la puerta, nos dijeron en voz baja que acababan de salir de la cárcel y venían a visitar a la mujer cuyo marido seguía preso. La mujer los había recibido sin la menor sorpresa. Yo le pregunté a Adnán si ella sabía que estos chicos habían salido de la cárcel.
   – Todo se sabe -respondió-. La información corre de boca en boca, se sabe quién entra en la cárcel, quién sale de ella, a quién buscan.
   Esas cosas nunca se ponen por escrito ni se hablan por teléfono.
   Pero siempre se saben.
   La mujer contó que desde 1982 su marido estaba detenido, no preso, aclaró, porque estaba en la cárcel sin juicio.
   – Primero estuvo en Palmira, una cárcel en el desierto donde había tantos presos en cada celda que apenas podían darse la vuelta para dormir y donde las condiciones eran terribles y muy duras. En la de Damasco, donde está ahora, sólo hay doce detenidos por celda. No les hacen trabajar y les dejan estudiar, incluso les proporcionan los libros de la universidad. Los presos se dan clases unos a otros, porque todos son políticos, gente instruida, que quieren aprovechar el tiempo. La cárcel de Damasco está en un edificio en buenas condiciones, es la cárcel que enseñan a las comisiones de derechos humanos que visitan al país. Y además se admiten visitas de la familia una vez al mes durante unos quince minutos.
   – ¿Se sabe cuándo saldrá tu marido?
   La mujer sonrió pero su mirada seguía siendo grave:
   – Nadie lo sabe -dijo.
   – ¿Cómo has sacado a la familia adelante? -le pregunté, porque aunque los hijos ya eran mayores tuvo que ser difícil educarlos sin el sueldo del marido ni la ayuda del gobierno.
   – Soy bibliotecaria y no me ha faltado trabajo. Esto me ha salvado. Y la ayuda de todo el pueblo.
   La gente aquí es muy solidaria.
   – ¿Y a vosotros os encarcelaron también con él? -pregunté a los hombres.
   – Un año más tarde.
   – ¿Por la misma razón? -sin atreverme a preguntar por qué los habían detenido.
   – Todos somos del grupo “Movimiento del 23 de febrero”, el ala izquierda del Partido -me dijo uno de ellos-, los mismos que tomaron el poder y que de alguna forma siguen en él.
   Pero lo dijo como si en realidad pertenecieran a otro partido, como si el Baaz que gobernaba hubiera utilizado su nombre y su fama para acceder al poder traicionando después al verdadero.
   – Y ¿vais a seguir luchando en la oposición ahora que habéis salido de la cárcel?
   Aquí la conversación quedó truncada porque se abrió la puerta y entraron nuevas visitas. Los hombres me miraron excusándose y la mujer también, un segundo antes de extender las manos e ir a dar la bienvenida a los recién llegados.
   Y de no haber estado esperándonos la madre de Adnán, les habría seguido hasta su casa para hacerles muchas más preguntas sobre la oposición, la clandestinidad y su vida en la cárcel. No sabía entonces que aquella misma tarde conocería a uno de los líderes del Movimiento del 23 de febrero, un hombre respetado por todos, incluso por el gobierno, cuyo hermano en una crisis de conciencia, o de desesperación, ¿quién puede saberlo?, se había suicidado hacía algunos años.
 
   La fiesta.
 
   La madre de Adnán, que nos dio la bienvenida en la puerta del patio de su casa, era una mujer ya mayor que desde la muerte de su marido se había refugiado en el trabajo y el silencio. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño e iba vestida con una larga túnica negra y una pañoleta de punto. Era todavía muy hermosa y miraba a su alrededor con expresión de dulzura y cierto desentendimiento, como si para ella ya todo estuviera demasiado lejos. Me hizo entrar y me mostró la casa que acababan de comprar, dos habitaciones abiertas al patio lleno de frutales y otra habitación en otro extremo con el baño que habían construido sus propios hijos con ayuda de vecinos y amigos. En el suelo había aún material de construcción esparcido entre los parterres que, ajenos a las pisadas y el caos de sacos de cemento, maderas y ladrillos, albergaban adelfas en flor, retama olorosa, almendros y buganvillas, y un pozo con brocal de piedra amarillenta con el cubo de estaño colgado de la soga.
   Habían llegado los hermanos de Adnán con sus mujeres y con los hijos y yo apenas sabía dónde meterme porque era un continuo entrar y salir de niños y hombres y mujeres de todas las edades que se besaban y se saludaban y reían contentos, y gente que iba desgranando la tarde con sus visitas: unos iban, otros comían, otros venían, la familia les despedía en el patio y volvían todos juntos a sentarse y volvían a irse, sacaban bebidas y ensaladas, y pimientos, y carne de cordero en pilas altísimas a cada momento, se sentaban en sillas o sobre las camas y se levantaban sin que parecieran tener ningún plan establecido hasta que llegaba la hora de irse. Me instalé en un rincón con un delicioso pan árabe caliente aún que acababan de sacar del horno en el patio y un tazón de olivas y nueces machacadas con cebolla picada, mejorana, pimiento rojo y jugo de limón, que así es la ensalada de ‘zeitún’, aceitunas.
 
   La oposición.
 
   Hacia las seis de la tarde, antes de irnos a Hama, Adnán me rescató del torbellino familiar y me llevó a visitar a un hombre muy importante, dijo en un susurro, un líder del Movimiento del 23 de febrero.
   Era un hombre ya mayor que llevaba gafas oscuras de montura ancha y sólida, tenía el pelo blanco y lo llevaba cortado a cepillo. La chilaba gris disimulaba su enorme corpulencia y su gran barriga. Cuando estaba callado tenía la expresión grave y adusta pero al hablar se le iluminaba la cara y cobraba de pronto una gran expresividad.
   Adnán me presentó como una periodista que estaba haciendo un reportaje sobre el país. Así será más fácil, me había dicho.
   El líder estaba en el jardín sentado en un sillón de mimbre, bajo la sombra de los olivos entre tanta gente tomando fruta y zumos que al cabo de un rato, cuando comenzábamos a hablar, le pedí que nos alejáramos un poco para que no nos interrumpieran y nuestra conversación no fuera tan pública.
   Porque tenía la impresión de que lo que me estaba contando a mí, los demás ya lo sabían.
 
   Se levantó con parsimonia asintiendo y me pidió que le siguiera, pero no entramos en la casa sino que nos dirigimos hacia una salida del jardín, donde había una pequeña construcción junto a la verja. Era un estudio, una habitación amueblada con esmero: divanes junto a las paredes y estanterías repletas de libros. En un rincón una estufa de cerámica, frente a ella un escritorio y por todas partes viejas fotografías de compañeros de lucha, me dijo mostrándomelas una a una, compañeros que ya se fueron, que se exiliaron, que ya no volveré a ver.
   – Éste es el lugar donde trabajo -añadió cambiando de conversación y dejando las fotografías-, porque mi familia es numerosa y nuestra casa no demasiado grande.
   Comencé por el principio.
   – Me han dicho que usted está en la oposición.
   – Así es -respondió-, no me queda más remedio. Los que mandan ahora son de mi Partido pero son peor que Franco, para que usted me entienda, más sucios aún, ya no miran por el bien del país.
   Y antes de que tuviera tiempo de intervenir, se apresuró a indicarme:
   – Yo le diré lo que quiera, pero si pone mi nombre tendré problemas.
   – No lo pondré -le dije para tranquilizarle-. Dígame, ¿cómo comenzó su vida política?
   – Era todavía muy joven cuando comencé a luchar contra los franceses. Sería a principios de los años cuarenta. Había entrado en el Partido Baaz cuando acababa de fundarse. Nadie se dio cuenta entonces de la importancia que tenía ese Partido, ni los ingleses que hicieron lo imposible por dar la independencia a Siria porque no querían a los franceses en el país.
   – Pero ¿no habían sido ellos los que en 1919 los llamaron para el reparto? -pregunté.
   – No es exactamente así. En 1919 los franceses no se avenían a perder su influencia en la zona. Y presionaron a la recién estrenada Sociedad de Naciones, de la que ellos eran fundadores y beneficiarios primeros, y consiguieron el llamado Mandato de la Sociedad de Naciones. Pero llevaron a cabo dos políticas muy distintas. Los franceses pueden llegar a ser más crueles que los ingleses en nombre de la cultura y de la civilización.
   No olvide Indochina, Argelia, África… -Se detuvo como si el que no quisiera olvidar fuera él, y después de un momento continuó-: De hecho mi vida política comenzó en 1948, cuando de un modo u otro la comunidad internacional se las arregló para que fueran los propios árabes los culpables de la pérdida de Palestina, y cuando nosotros, ocupados en nuestra recién estrenada independencia, apenas nos dábamos cuenta de lo que estaba ocurriendo. Éste ha sido un país sometido a toda clase de invasiones desde los albores de la historia, y nunca ha sido una zona estable.
   – ¿Cree usted que esta situación entre dos mundos sigue influyendo en su destino?
   – Mire, las tablillas y los archivos descubiertos en las últimas excavaciones demuestran que Salomón no fue un profeta como se cree sino un hombre ambicioso que quería extender su reino hasta el Yemen para asegurar la ruta de las caravanas. Hoy, aun sin rutas, la zona sigue despertando el mismo interés. Antes eran las piedras preciosas, la seda o las especias, ahora es el petróleo que ha de llegar a las industrias de Occidente, y el control de la droga. Por otra parte queremos alcanzar el avance técnico y tecnológico que posee Occidente. Pero también queremos la paz, así que Siria, igual que los demás países del Oriente Medio, teme que un día u otro, aun cuando no les beneficie tanto como a sus enemigos, tendrá que firmar el retazo de paz que les ofrezcan.
   – El Partido Baaz, en sus inicios, ¿fue antioccidental?
   – A Occidente le interesan los gobiernos títeres, pero somos muchos en el país que lo que queremos es otra cosa.
   – ¿Cómo explica la cantidad de golpes de estado ocurridos en el país desde 1948 hasta 1970?
   – En los años cincuenta había cundido entre el pueblo y la clase política una gran desesperanza por la pérdida de Palestina. Para un occidental que tiene en mente la idea de nación es muy difícil comprender lo que es la Gran Siria, esta unidad que desde tiempos inmemoriales formaban Palestina, el Líbano, Jordania y Siria, con sus distintas zonas y peculiaridades que los occidentales explotaron en beneficio propio. De ahí que la decepción de la gente fuera un buen pretexto, una ocasión que aprovecharon los militares para hacerse con el poder. Ellos fueron los que firmaron pactos para los oleoductos con los occidentales. Todos los golpes militares fueron apoyados por Occidente. No fueron golpes cruentos porque no estaban sustentados por ninguna organización: no había más que influencia inglesa, francesa y americana. Y su dinero, pero nada más. Seis golpes de estado hubo. Y fue a partir de 1956, con la aparición pública, por decirlo así, de un partido democrático y bastante liberal entre cuyos miembros había nacionalistas, cuando el objetivo se centró en la calle. En 1957 la gente ya sabía que tenía voz y comenzó a decir en voz alta lo que pensaba. Ya no había nadie que no se diera cuenta de que Palestina y la parte del norte de Siria, Alexandreta, habían sido regaladas a los sionistas y a los turcos sin consultar con el pueblo al que pertenecían. Es natural que al comenzar a entender se volvieran antioccidentales. No hacía falta trabajar contra la influencia de Occidente.
   – ¿Fue una época de intensa actividad política?
   – Sí, el Partido Baaz y los comunistas seguían moviendo la calle. Pero los occidentales presionaron a través de la Alianza de Bagdad para apagar las voces sirias. Fue entonces cuando apareció Nasser con su idea de la Unión, porque existía la convicción de que con esto seríamos más fuertes. Éste fue un momento de gran influencia soviética.
   – Esta Unión, ¿estaba concebida como el primer paso hacia una Unión de todos los pueblos árabes?
   Se detuvo un instante e hizo un levísimo gesto de impaciencia, y como si su destino fuera contar siempre la misma y única historia para intentar que la comprendiéramos los occidentales, dijo:
   – Los cruzados sólo pudieron ser expulsados del país cuando se unieron los árabes y esto mismo comprendieron entonces los que forjaron la Unión. Y causó pánico en Occidente: Nasser había acabado con el canal de Suez y se estaba metiendo en el Líbano. Sin embargo se cometieron muchos errores y las cosas se complicaron. Además había un gobierno muy débil en Siria.
   – ¿Habrían podido evitarse? -le interrumpí, pero ya no parecía reparar en ello y continuó:
   – El 8 de marzo de 1963 -decía las fechas con la misma precisión con que mi padre recordaba los grandes logros de la República llegó al poder el Partido Baaz, con un golpe de estado al que se llamó Revolución Social que pretendía destruir las clases sociales y llevar a cabo una reforma agraria. Era un partido sin experiencia y hubo grandes problemas debidos en gran parte a que no todos los que participaron en él estaban dispuestos a apoyar la revolución.
   Hasta que el 23 de febrero de 1966, el ala izquierda del Partido consiguió eliminar a los que no eran revolucionarios. Se cortaron las relaciones económicas, culturales y políticas con Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, y se inició la reforma agraria. Este periodo en que dominaron los revolucionarios del Partido Baaz duró hasta el 5 de junio de 1967 cuando se produjo la invasión israelí del Golán y de Egipto. No fueron Siria y Egipto quienes invadieron, sino los israelíes con el apoyo que tuvieron desde el primer momento de los americanos y de Arabia Saudí, para deshacerse de Nasser en Egipto y del Partido Baaz de Siria.
   – ¿Esto es una acusación o una suposición?
   Me miró como si mi duda le ofendiera.
   – Si quiere puedo mostrarle los documentos que así lo prueban.
   Como si pidiera disculpas, hice un gesto indicando que no hacía falta, no sé muy bien por qué, porque nada me habría gustado más que verlos. Y él continuó:
   – No hace ni dos años, en 1991, salieron a la luz una serie de cartas entre Arabia Saudí y el Iraq, países creados y apoyados por ellos para defender sus intereses, que mostraban la preparación de la invasión de Israel e indicaban que se iniciaría con el bombardeo a los aeropuertos, como así ocurrió, para continuar en los Altos del Golán. Y -añadió adelantando un poco el cuerpo para hacer más hincapié en lo que decía-, un amigo del frente popular me ha dicho que tiene documentos cruzados entre el rey Faisal y los Estados Unidos en los que queda claro que Arabia y el Iraq eran los primeros interesados en que desaparecieran los partidos de izquierda tanto en Egipto como en Siria.
   – Pero ¿en el Iraq no había tomado también el poder el Partido Baaz en 1963 y se había intentado hacer una federación tripartita entre Siria, el Iraq y Egipto?
   – Así es, sin embargo no se llegó a un acuerdo porque las ambiciones del Iraq siempre fueron desorbitadas.
   – ¿Cuál es la visión de la guerra del Golfo desde este país?
   – Supongo que se ve de forma muy distinta a la que se ve en Europa. Para nosotros es evidente que el Iraq había llegado a ser el policía de la zona y de la mano de los Estados Unidos y de los franceses había conseguido una fuerza científica y militar equivalente a la de Israel. Es posible que fueran los Estados Unidos los que, asustados por tanto poder y creyendo que era una forma de aniquilarle, le empujaran a invadir Kuwait para luego derrotarle y poner a otro en su lugar. Pero lo más seguro es que los Estados Unidos tras la invasión se vieran obligados a intervenir por razones de prestigio frente a su propio país y sobre todo a Arabia, el otro policía de la zona enemigo del Iraq, y pactaran de antemano la permanencia de Saddam Hussein. Porque temían que en caso de llegar toda esa fuerza a manos de otro la utilizara en contra de los intereses americanos en la zona. Por esto eliminaron la fuerza manteniéndolo en el poder. No cabe pensar en otra persona capaz de prestar mejor servicio a los Estados Unidos que Saddam Hussein: les vendió su país a cambio de quedarse en el poder, será él quien siga luchando contra el Irán y contra los kurdos, quien haga el trabajo sucio sin que sea necesaria la intervención de ninguna fuerza occidental.
   Ningún país occidental con intereses en el Oriente Medio tendrá que ensuciarse las manos.
   Yo no pude por menos de acordarme de la apuesta que habíamos hecho a raíz de la guerra del Golfo en abril de 1991, mi amigo Mario Sexer y yo. Yo defendía, como ahora el político, que si las armas que el Iraq adquirió a los países occidentales no habían servido para atacarles ni responder a sus ataques; que si la llamada coalición había detenido unilateralmente la guerra sin que hasta hoy se hayan dado explicaciones convincentes sobre ello; que si el presidente Bush habiendo animado a los iraquíes de la oposición a sublevarse contra Saddam Hussein, les había abandonado después a su suerte limitándose a echarles panes en paracaídas con el pretexto de “no injerencia” en los asuntos internos de otros países; que aun cuando una de las condiciones del alto el fuego decretado por los Estados Unidos exigía que los iraquíes no utilizaran aviones de combate ni helicópteros, no protestaron cuando Saddam Hussein los empleó contra los kurdos, etc., etc., todo hacía suponer que había un acuerdo tácito entre ellos como había dicho mi amigo, el político del 23 de febrero, cuyas sensatas palabras me llenaban ahora del regocijo que invade nuestro espíritu cuando alguien, lejano en el tiempo, en la distancia y en la historia, coincide con una de nuestras convicciones. Y me hizo albergar cierta esperanza de que quizá algún día apareciera la persona, el documento o -como dicen ahora los periódicos la “evidencia” que nos darían la razón al político y a mí, y yo además ganaría la apuesta. Siempre estamos más predispuestos a creer aquello que se conforma a nuestras convicciones.
   – ¿Existe en Siria el problema kurdo? -continué con el interrogatorio.
   – No, nunca lo hubo. La zona del noreste del país donde ahora se han refugiado estuvo desde siempre habitada por los asirios, los caldeos y otros pueblos, pero jamás por los kurdos. Los kurdos son un pueblo formado por un conjunto de emiratos que vivían en la zona norte del Irán y en el sureste de Turquía. Estos emiratos que son mercenarios desde hace cuatrocientos años, han luchado contra los turcos, los chiíes, los iraníes o los suníes, siempre en favor del que pagaba más. Fueron los mercenarios kurdos los que, pagados por los otomanos, realizaron las matanzas de sirios en el siglo pasado.
   – ¿Cómo se vivió en Siria la derrota de la invasión de Israel?
   – La derrota causó la distorsión del sistema político y social porque costó mucho aceptarla. Nosotros pensamos que no estábamos preparados para otra guerra, que antes debíamos elevar el nivel de vida de la gente, su capacidad adquisitiva y no comenzar a pensar seriamente en enfrentarnos al peligro hasta que se contara con cierto desarrollo social. La nueva situación y el cambio de objetivos transformaron las relaciones internacionales y nos volvimos hacia la Unión Soviética. Fue el tiempo de la gran presa del Éufrates, que dio agua a todo el país, el momento en que se inició el desarrollo industrial.
   – ¿Por qué cree que Israel invadió los Altos del Golán?
   ¿Sólo por mantener una zona de seguridad como afirman ellos?
   – ¿Qué dirían los franceses si España invadiera el norte de los Pirineos por tener una zona de seguridad escudándose en la ETA?
   En mi opinión no eran las tierras lo que se buscaba sino el mercado de sus productos agrícolas en esta zona y, sobre todo, el agua. En los Altos del Golán nacen manantiales y ríos que Israel necesita.
   – ¿Es cierto que los países árabes estarían dispuestos a olvidar el problema de Palestina a cambio de seguridad en la zona?
   – Creo de verdad que si no fuera porque los palestinos han mostrado determinación en la lucha contra Israel, todos los países árabes habrían estado dispuestos a venderlos a cambio de la paz que quieren los israelíes. Esto queda claro sobre todo después de la caída de la Unión Soviética y de la guerra del Golfo, que han cambiado por completo el panorama político y han abierto la puerta a los capitales occidentales.
   – ¿Cómo se abandonó el camino de desarrollo interior del país y se pasó al golpe de estado de 1970 que dio el poder a Al Assad?
   – Mire, en 1967 Siria se había encerrado en sí misma y había cortado sus relaciones con Occidente, manteniendo algunas vías con la Unión Soviética para iniciar el desarrollo interior. Todo ello causó la disminución de gastos e intereses en todo el país y a los pocos años los militares pensaron que ya bastaba de tanta austeridad porque se habían acostumbrado a tener bienes y coches y no querían renunciar a nada. En esta situación toma el poder el actual presidente que, en mi opinión, estuvo aliado con los intereses occidentales desde que era un teniente y fue a Inglaterra a sus cursos de aviación.
   – ¿Cómo puede estar tan seguro?
   – La prueba me la da la información occidental, que es la que domina todo el mundo, y esta información es la que da la imagen de una persona u otra. Por ejemplo, en 1981 y en 1982 las fuerzas de Al Assad perpetraron una masacre en Hamma contra la oposición general y la de los hermanos musulmanes en particular, y no apareció información alguna en el mundo. Otro ejemplo, en 1978, cuando el presidente preparaba sus fuerzas para entrar en el Líbano, llegó a Siria el primer ministro soviético Kossiguin y estuvo con él hasta las tres de la madrugada pidiéndole con insistencia que no invadiera el Líbano, porque esto era precisamente lo que interesaba a los Estados Unidos para acabar con la oposición palestina en el Líbano.
   El presidente no hizo el menor caso, sus fuerzas entraron en el Líbano y en colaboración con los maronitas, es decir, con los cristianos del Líbano, arrasaron los campos de palestinos y acabaron con su fuerza. A partir de aquel momento los palestinos se convirtieron en un grupo de hombres sin armas que ya no representaba peligro alguno para Israel, reduciendo su lucha a las piedras y a la diplomacia. Estoy convencido de que fueron los propios Estados Unidos los que pidieron a Siria que entrara en el Líbano.
   – ¿Cuál fue la respuesta de la Unión Soviética?
   – En esta cuestión los soviéticos estuvieron bastante al margen, tal vez porque querían seguir manteniendo lo que habían conseguido a través de la izquierda siria y la de Egipto.
   – ¿Qué dice la gente de todo esto?
   – La política del actual régimen es crear necesidades en la gente para que no piense en lo que está pasando sino sólo en lo que quiere conseguir.
   – Es la táctica que se aplica en todo el mundo, creo.
   – Aquí más, porque aquí todavía hay dificultades para encontrar lo que se anuncia en los periódicos.
   En los periódicos se dedica la mitad de las páginas a la gloria del régimen y la otra mitad a mostrar un mundo de lujo. La economía ha caído y si no fuera por el turismo que se aprovecha de la situación de Argelia y Egipto, sería un verdadero desastre. Un ejemplo nada más: en 1971 yo cobraba quinientas liras y vivía bien y ahora con quince mil apenas puedo vivir.
   Además, se está demasiado ocupado en problemas materiales y en cómo conseguir un trabajo para pensar en política. Y hay miedo, nadie habla del régimen.
   – ¿Cómo ve el auge del integrismo? ¿Cree que amenaza también a Siria?
   – Es la situación la que lleva al integrismo. Nunca, ni en la época de los turcos se había visto tanta corrupción en este país.
   Frente a ello el ciudadano piensa que la ideología no sirve para nada y como oriental sigue el camino de la religión que le es propio y se vuelve hacia Dios. Es el régimen quien apoya esta tendencia. Mire, hace veinte años en este pueblo había una sola mezquita, ahora el gobierno ha dado permiso para construir siete más. Y en las zonas cristianas se autoriza a levantar una mezquita frente a cada iglesia.
   Y yo me pregunto, si éste es un país laico como declara la Constitución ¿por qué con este dinero en lugar de mezquitas no se hacen escuelas?
   – Mi país también es laico según la Constitución y la Iglesia sigue teniendo privilegios en la educación, en los días festivos, en las subvenciones y hasta en los programas de televisión. Así que ya ve -le dije para que se consolara-, en todas partes ocurre lo mismo.
   – Pero en los países árabes tenemos el peligro del integrismo que fanatiza a los ciudadanos y los convierte en asesinos en nombre de Dios.
   En nuestros países esto ya ocurrió durante siglos, y a nosotros en lugar de un tiro en la sien nos quemaban en la hoguera de la plaza pública, también en el nombre de Dios. Pero le veía tan meditabundo y triste que no quise añadir una gota más de desesperanza a la suya, y le pregunté:
   – ¿Qué papel desempeña Arabia Saudí en todo esto?
   Levantó la cabeza, animado de pronto por la respuesta que ya estaba cavilando:
   – Los países del Golfo son los que apoyan y fomentan el integrismo, una forma de entender el Corán que hasta ahora fue minoritaria.
   Los países occidentales parecen olvidar este hecho: ni el Irán, ni Argelia, ni el Sudán son más integristas que Arabia Saudí, a favor de la que Occidente luchó en la guerra del Golfo; claro que ninguno de ellos tiene tampoco más petróleo ni por tanto más dinero ni más poder. Arabia Saudí es el gendarme de los pueblos árabes, es quien impone con inflexible autoridad las rígidas leyes y normas que atribuye al Corán. Siria tiene la sensación de que lucha sola contra el modelo de vida fundamentalista que se le pretende imponer y no comprende cómo Occidente se alinea con países que luchan por aplicar el integrismo a los súbditos de otros países, porque los propios ya lo han aceptado de grado o a la fuerza. Arabia es más integrista que todos los países árabes juntos y su única preocupación es que desaparezcan las ideas políticas, las ideas de cualquier tipo. En 1973 Arabia Saudí había pactado con Siria la donación de tres mil millones de dólares para la ampliación del puerto de Lataquia, y en el último momento cambió las condiciones y exigió que con este dinero se construyeran campos de deporte y mezquitas, porque no le interesaba el progreso sino sólo el deporte y la religión que ayudan a la despolitización y disminuyen en los ciudadanos su capacidad de comprensión de los problemas y de rebelión. Lo mismo ocurre en las universidades, donde ha dejado de exigirse el alto nivel de hace unos años y se dan títulos por dinero e influencias para que los estudiantes se desentiendan de la ciencia y se dejen tentar con todo lo que sea material, sin darse cuenta de que la falta de investigadores árabes, el descalabro científico y cultural, será el verdadero peligro.
   – Es una visión muy pesimista de la situación.
   Al responder su voz era firme y contrastaba con la expresión un tanto compungida de su rostro:
   – Nuestra visión es pesimista, para nosotros el porvenir es bastante oscuro.
   – ¿Hay algo que pueda hacer concebir alguna esperanza?
   – No. Ni siquiera a largo plazo, porque no sabemos aún qué ocurrirá con estos jóvenes, con la generación del futuro que, de seguir incultos, sin entender lo que está ocurriendo como hasta ahora, nos abocarán a una situación en la que se reproducirá la misma historia. Si el pensamiento no tiene una base no sigue adelante. No hay nación en todo el mundo que pueda avanzar sin su propia erudición intelectual. Nosotros no tenemos pensadores, no podemos proyectar una erudición, un pensamiento propios, de ahí que lo nuestro no sea más que ir dando bandazos sin resultado alguno.
   – ¿A qué se dedica usted?
   – A la política, aunque en este país está prohibida.
   – Quiero decir, ¿en qué se gana la vida?
   – Soy director financiero de una empresa extranjera. Fui antes director del sector cultural de mi partido, pero me echaron cuando los militares llegaron al poder. Aquí y ahora se ejercita la represión directa, ya no hay la libertad de trabajar, de enseñar. Y no sólo soy yo el que estoy amenazado, todo el que no esté a favor del régimen está sometido a la misma represión.
   Nos echan de nuestro trabajo en la administración, incluso si trabajamos bien.
   – ¿Ha pensado alguna vez en abandonar el país si la persecución se hace intolerable?
   – No, yo no quiero irme. El que habla convencido no puede huir, ha de aguantar toda la vida y esperar a que otros le sustituyan. Si se va deja el camino libre, el hilo se corta y todo se pierde. Hasta ahora yo he tenido suerte, y quizá conmigo se atrevan menos porque fui un hombre de cierta relevancia.
   Pero mi hermano, y en general el grupo al que pertenecía, estuvo sometido a grandes presiones. Mi hermano murió y con él otros muchos. Las cárceles están llenas, hay personas que llevan veintitrés años detenidas sin acusación ni juicio y nadie protesta. Nelson Mandela estuvo veintidós años en la cárcel, pero acusado y juzgado.
   Nadie habla de ello ni en Amnistía Internacional ni en las Naciones Unidas.
   – ¿Cuántas personas calcula que hay en la cárcel?
   – Unas cuatro mil personas de las que pertenecen o pertenecieron al Partido Baaz, además de los comunistas y los hermanos musulmanes.
   Mi amigo se sirvió un vaso de agua, se levantó y se puso a buscar entre los libros. Yo no podía quitarme de la cabeza las palabras de Adnán de esta misma mañana:
   “Claro que tienen razón los intelectuales, los patricios de Damasco, la gente del pueblo cuando piden democracia y libertad.
   Por supuesto. Pero que los países occidentales se ocupen de sus menesteres y si no, que juzguen a todos por el mismo rasero. Se me dirá que soy un inocente porque ya se sabe que la guerra contra el Iraq se hizo por petróleo, y en cualquier conflicto subyacen los intereses de ambas partes. Ya lo sé. De esto los franceses saben un montón: acaban de abandonar un país al que dijeron acudir en ayuda de una población que ha llegado a los infiernos por un atentado cuyos únicos responsables son ellos. Pero Occidente siempre calla cuando le conviene.”
   El líder se acercó a la puerta con un libro entre las manos y me regaló la historia del Partido Baaz publicada por él mismo en 1965 en una editorial de Londres.
   Le di las gracias por el tiempo que me había dedicado y la sinceridad con que me había hablado y sin darle importancia él a su vez me agradeció la visita.
   Salimos al jardín, era casi de noche pero todavía las ramas de los olivos y de las palmeras se recortaban en el cielo de un azul brillante y profundo como sólo se ve en el desierto o en sus proximidades. El patio olía a jazmín y los dos en silencio fuimos a sentarnos con los demás que seguían en el corro hablando y bebiendo zumos, refrescos y té, sin enterarse de que la noche iba cayendo lentamente sobre ellos. Alguien me dio un plato con ensalada de berenjenas que había traído un vecino, y aunque al principio me parecía demasiado fría la acabé con fruición intentando adivinar qué especia extraña le daba este sabor que suavizaba la boca y calmaba la sed.
   El líder se había recostado en el respaldo del sillón de mimbre y tenía los ojos cerrados. Cuando alguien encendió la luz los abrió y miró a los asistentes como si no supiera lo que hacían allí. Un momento antes de volverlos a cerrar y sumirse en sus pensamientos topó con mi mirada y me sonrió fugazmente.

VII. el valle del Orontes.

   Me despertó casi de madrugada el chirrido de las ruedas. Desde mi ventana las vi, una de ellas la noria Al Mohamadi de casi veintiún metros y la otra, retirada en el río, algo más pequeña. Son las famosas norias de madera de Hamma, la ciudad de la brutal represión de 1982 de la que la tarde anterior me había hablado el político.
 
   Hamma.
 
   Hamma es una hermosa ciudad llena de jardines por la que discurre en plácidos meandros el Orontes, interrumpido su curso por esas inmensas norias cuyo gemido llena el aire día y noche. Hamma es el bastión de los integristas, una ciudad estrictamente ortodoxa cuyos habitantes son los más conservadores del país. Todas, o casi todas, las mujeres llevan pañuelo y muchas de ellas van veladas, es decir, les cubre la cara un velo negro tan espeso y tan largo que si no fuera por la dirección de los pies no se sabría en qué dirección van a ponerse a caminar, tan hieráticas como si escondieran un paraíso de placeres que están vedados a todos los hombres. Es también una ciudad muy rica que vive del comercio y de las grandes extensiones de cultivos que sus habitantes tienen en el valle del Orontes.
   Los restaurantes al borde del río, lujosos o populares, estaban llenos de familias que celebraban la fiesta comiendo toda clase de ensaladas, frutas, verduras y carnes suculentas esparcidas en fuentes sobre la mesa como en los banquetes orientales. La música de los altavoces competía con el chirriar de las ruedas y con los gritos de los niños que se encaramaban a ellas y se echaban al agua entre aplausos de la multitud. Las mujeres levantaban los velos para comer y sus hijos correteaban alrededor de las mesas vestidos de fiesta, lazos y cintas en las largas cabelleras de las niñas como si aprovecharan los años que les quedan de inocente ostentación y libertad.
   Una de las mujeres al irse a llevar un pedazo de carne a la boca me miró con extrañeza. Pues si supieras lo rara que me pareces tú a mí, dije para mis adentros manteniendo su mirada hasta que se recluyó de nuevo bajo el velo, tras un telón, como un chasco. Ella me ve a mí, pensé entonces, y yo no puedo verla a ella. E inquieta no supe a dónde mirar.
   Aquella mañana, antes de que Adnán y Teresa se levantaran, había dado vueltas por la ciudad antigua, cuya historia comenzó, como la de todas las ciudades de este país, hace tantos cientos de años que apenas alcanzo a imaginarlo si no es en los parámetros de mis elementales conocimientos.
   Hamma, que se llamó Hamate, fue ocupada hace cuatro o cinco mil años por los sumerios y más tarde por los arameos, fue destruida por los hititas en el 720 a.C., dominada más tarde por Babel, Persia, los seléucidas, los romanos y los bizantinos, hasta que fue conquistada por el Islam en el 639.
   El guía que aquella mañana en el bar del hotel esperaba un poco aburrido a que los turistas acabaran de desayunar, me había contado, sin que yo se lo pidiera, que cuando después de los omeyas la ciudad se convirtió en capital del reino de los ayubíes, un geógrafo famoso llamado Abul Fida había sido su más preclaro monarca. Quizá, dijo, las norias romanas fueron recompuestas en aquella época, y por complicadas y primitivas que puedan parecer, siguen rodando y subiendo el agua a los acueductos tras tantos siglos de funcionamiento. Quedan aún más de cien norias, de las cuales dieciséis están en la ciudad y las demás en las afueras. Gracias a ellas hemos conservado nuestra riqueza a lo largo de los siglos, y los jardines y huertas se han extendido en las dos márgenes del río. No hay otra ciudad con más agua en toda Siria. Yo no sabría vivir sin el constante crujir de la madera de las norias.
   Hablaba sin poder contenerse, pero cuando después del primer café, le pedí que me diera su versión de lo que había ocurrido en Hamma en febrero de 1982, todo atisbo de expresión se borró de su rostro, se levantó y sin apenas decirme adiós se dirigió al vestíbulo del hotel para desaparecer escaleras abajo.
   Una somera visita a la ciudad que ardía en fiestas como todo el país me llevó al Museo, en el antiguo palacio Azem, donde se reproduce la estructura de la antigua casa siria. Consta de un patio central con limoneros, una magnolia y jazmín, y el ‘liwán’, la gran habitación para recibir, abierta sobre el patio, es amplio y tiene las paredes adornadas con azulejos.
   Los colchones son de lana que se lava y se airea con varas al entrar la primavera, como se hace aún durante la limpieza anual en las azoteas de muchos otros países del Mediterráneo. Países, sobre todo los árabes, tan amantes de las limpiezas aunque tan poco dotados para conservar su patrimonio.
   Un solo testimonio vivo de aquel mes cruento encontré en la ciudad, además de paredes machacadas aún por los tiros, alguna ruina abandonada y el barrio de Hadra en escombros. Nadie quiso contarme lo que había ocurrido, ni en el Palacio Azem, ni en el restaurante junto a las norias donde entré a tomar una cerveza, nadie parecía recordar o quería hacerlo. Nadie, excepto el viejecito que tomaba el sol en la plaza, que había visto la dominación de los franceses, y tantas, tantas cosas, decía moviendo la cabeza inclinada sobre el puño de su bastón, que para el tiempo que le quedaba por vivir se podía permitir no tener miedo. En vano esperé a que comenzara, no hacía más que mover la cabeza como si no pudiera creer lo que veían sus ojos al rememorar aquellas fechas. Entonces yo me senté junto a él a leer la guía inglesa de 1982, la única que daba alguna explicación de esa breve y cruenta batalla.
   Los hermanos musulmanes pertenecen a una secta que fundó un egipcio con el fin de imponer la legislación musulmana, la ‘charía’, a todos los países árabes. En Siria se dio a conocer a finales de los años setenta actuando con fondos procedentes del Iraq y Jordania. Comenzaron entonces los atentados y muchos de sus miembros fueron encarcelados. Los hermanos reaccionaron con manifestaciones contra el régimen, y hubo varios meses de incertidumbre y miedo, porque había la creencia generalizada de que estaban a punto de tomar el poder.
   El 2 de febrero de 1982 un destacamento de noventa soldados decidió asaltar una casa del barrio antiguo donde pensaban encontrar un depósito de armas. Pero fueron víctimas de una emboscada de los muhayirines armados que después de matarlos o llevarlos presos, se apostaron en las azoteas, tomaron una serie de edificios de la administración y de las fuerzas de seguridad, se hicieron con los depósitos de armas del ejército y se declararon en rebelión. Al día siguiente los vecinos de la ciudad oyeron la voz de los almuédanos anunciando que Hamma había sido liberada y que a continuación lo sería todo el país. Y para empezar, los hermanos musulmanes ejecutaron el primer día a cincuenta funcionarios, agentes de la policía secreta y a otros “colaboradores”.
   El gobierno envió ocho mil soldados de unidades especiales de la tercera división de blindados que rodearon la ciudad. La televisión mostró un arsenal de armas presuntamente americanas que se habían encontrado en los depósitos de los rebeldes. La ciudad fue bombardeada para facilitar la entrada de las tropas y los tanques en las calles estrechas. Los hermanos musulmanes se concentraron y se organizó una verdadera guerra en la que murieron entre diez mil y veinticinco mil personas, según las fuentes. El 15 de febrero después de varios días de bombardeos intensos, el general de brigada Mustafa Tlas, ministro de Defensa, anunció que el levantamiento había sido aplastado, pero la ciudad permaneció rodeada y aislada durante semanas, hasta que fue ocupada por el ejército que durante meses se dedicó a la búsqueda y registro sistemáticos de cada barrio, casa por casa y calle por calle. Miles de hermanos musulmanes fueron encarcelados, otros lograron salir del país hacia Alemania o Arabia Saudí desde donde se les había dirigido. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos fueron en realidad los muertos, se dice que los prisioneros fueron encerrados en estadios o en el aeropuerto militar y se les abandonó a su suerte sin alimentos ni bebida, que cientos de ellos fueron ejecutados, que se volaron las casas donde se creía que había rebeldes escondidos. Por su parte el gobierno difundió el 22 de febrero un mensaje de apoyo al presidente junto con informaciones de los miembros del Partido Baaz de Hamma en las que se acusaba a los hermanos musulmanes de haber asesinado a militantes del Partido y a sus familias y haber mutilado y abandonado los cadáveres en las calles. Y el comunicado añadía que se habían tomado represalias contra ellos y se les había “dejado sin aliento para siempre jamás”. Se dice también que a los que fueron a la cárcel de Palmira se les dio más tarde la oportunidad de escapar para poder acribillarlos a tiros como a ratas durante la huida por el desierto.
   El viejecito levantó la cabeza temblorosa y me miró cuando le pregunté si todo esto era cierto:
   – ¿Sabe? -me dijo con calma para que pudiera comprender su francés casi olvidado-, son igual de bestias los unos y los otros, son de la misma sangre, son hermanos. Si los hermanos musulmanes hubieran ganado habrían hecho las mismas atrocidades. -Se detuvo un momento para tomar aliento porque a todas luces la afirmación le había fatigado. Después, levantando los ojos al cielo como si no le fuera posible comprender tanta barbarie, dijo casi en un susurro-: Todos los países son hermanos, todos cometen las mismas crueldades. Unos en nombre del orden, otros de la civilización, otros en nombre de su dios, todo vale. Pasan los años y los siglos y la humanidad no cambia. Nada hace suponer que nuestra civilización sea distinta y mejor que las anteriores.
 
   ·Y créame -añadió poniendo la palma de la mano sobre la mía-, créame porque es cierto: en lo que se refiere a la moral, el hombre no ha avanzado un ápice desde que se construyeron esas ruedas.
   El chirrido de la madera girando sobre sí misma se hizo de pronto más evidente.
   – Ni desde mucho antes -dijo-, ni desde que el hombre es hombre -y volvió a sumirse en sus pensamientos.
 
   El Orontes.
 
   Adnán y Teresa pertenecían a este tipo de pareja constituida por dos personas de marcada y peculiar personalidad, cariñosos, inteligentes y amables, con los que era fácil congeniar, hablar y divertirse pero que una vez juntas cambian de forma tan radical que su presencia crea una tensión extraña y siendo tan encantadores pueden llegar a ser insoportables. No hacían más que pelearse aunque jamás abiertamente, llevándose la contraria a veces, siempre con ese cariño que emplean entre sí las personas que quieren dar la impresión, a los demás y quizá a sí mismos, de que son una pareja perfecta. Como si tuvieran necesidad de afianzarse en la creencia de que habían de estar juntos y hubieran olvidado por qué.
   El día anterior les había dejado discutiendo sobre la hora en que debíamos encontrarnos para el desayuno, y al ver que no se aclaraban les había dicho que sería mejor encontramos a la hora de comer porque yo me levantaba pronto y visitaría sola la ciudad.
   Cuando llegué al hotel no era mediodía aún pero ya habían almorzado y tenían una prisa exagerada por visitar el valle del Orontes.
   – El Orontes es un río muy largo, de unos 366 kilómetros, que nace en las montañas del Líbano y desemboca en Turquía, cariño -dijo Teresa mientras se abrochaba el cinturón.
   – Así es -asintió un poco burlón Adnán.
   A Teresa se le despertó de pronto ese sentimiento vago de querer demostrar cuánto sabemos sobre un asunto determinado con la intención no tanto de informar, como de mostrar lo poco que saben los demás. Y continuó:
   – El Orontes, que en árabe se llama Nahr al Assi y significa río rebelde, nace en las montañas del Líbano cerca de Baalbeek, y desciende hasta entrar en Siria donde le detiene al sur de Homs una presa construida en el segundo milenio a.C. Hoy día, convenientemente modernizada, se llama lago Qatina. El Orontes sigue en dirección norte, atraviesa Homs y más tarde Hamma, y allí se diversifica en mil corrientes que antaño dieron lugar a una zona pantanosa, cuya desecación y canalización iniciaron los griegos, siguieron los árabes y hoy han terminado los holandeses y los rusos con un crédito del Banco Mundial. Es ahora una de las zonas más fértiles de Siria donde se cultiva el trigo, la cebada, la remolacha azucarera, el garbanzo, el girasol, el comino y toda clase de árboles frutales. En su último tramo, el río llega a la parte turca que los sirios no reconocen, pasa por Antioquía y desemboca en el Mediterráneo.
   – ¿No querías información?
   – preguntó Adnán volviéndose hacia mí-, pues ahí la tienes -y añadió-: Ahora entraremos en el valle del Orontes.
   – También el valle es muy largo -interrumpió Teresa- de hecho es una región que se extiende de norte a sur en una superficie de cuarenta kilómetros cuadrados. No podremos visitarlo de arriba abajo, ya lo sabes. Hemos de estar en Salamiye a las ocho de la tarde y ya son cerca de las dos, así que vosotros veréis.
   – Podríamos ir a Afamia, ¿quieres? -dijo en tono conciliador Adnán, pero no pudo resistir la tentación de disparar un dardo a su mujer-: Afamia no es tan larga.
   Teresa no se arredró:
   – Ni tan larga ni tan ancha.
   Las ruinas de la antigua ciudad de Afamia -y se le puso la voz un poco nasal- se encuentran a unos cincuenta kilómetros hacia el norte, una cordillera en la extremidad más oriental del valle.
   – ¿Todo esto lo has aprendido de memoria en la guía antes de salir? Ahora comprendo por qué hemos tenido que esperarte -dijo Adnán sólo por molestar, estoy segura, porque él sabía de sobra cómo conocía su mujer este valle, Afamia y el país entero, y tanto ella como él sólo estaban aquí por deferencia hacia mí. Y sin embargo…
   – ¿Esperarme a mí? Fuiste tú el que perdiste…
   Me eché hacia atrás para no verme obligada a descifrar los misterios de la convivencia, volví la cabeza hacia la ventanilla y dejé que el viento se llevara sus palabras. Habíamos salido de la ciudad y corríamos por una carretera muy estrecha y concurrida que en dirección norte corría paralela al río y bordeaba el ancho valle en su parte oriental. La fertilidad de las tierras bajo el sol hería los ojos, los chopos despeinados por el viento se levantaban en larguísimas barreras junto a los canales escondidos bajo los lirios y los junquillos. Tras ellos, grandes extensiones de campos amarillos del sol de junio habían quedado desiertos por la fiesta y el trigo, en buena parte segado ya, yacía amontonado sobre los rastrojos. Más allá extensiones de girasoles levantaban como un ejército sus tallos duros y ufanos y sus corolas abiertas porque éste había sido un año de lluvias. En las aldeas algunas casas tenían pintada la ‘kaaba’ como señal de bienvenida a los que habían ido a La Meca y habían de volver esta semana. La carretera y los caminos estaban llenos de coches, de carros, de motos, camiones y camionetas y del trotecillo de las mulas: las familias iban a visitarse y se obsequiaban unos a otros con bebidas a la sombra de las higueras, junto a la ropa tendida y las pieles de cordero que seguían ondeando al sol y secándose en las azoteas. Al campo no habían llegado los fundamentalistas: las mujeres no iban veladas sino muy pintadas, todas vestidas con trajes largos de satén o damasco de colores vivos y tocados en la cabeza, y los hombres llevaban chilabas impolutas con la chaqueta encima y se cubrían con grandes turbantes de colores, o con el pañuelo a cuadros, el ‘kufie’.
   En Damasco no había visto una sola moto. Al parecer estaban prohibidas debido a que alguien consideró que eran peligrosas. Aquí en cambio las había de todas las épocas y de todos los modelos. Nos seguían las motos adornadas como caballos enjaezados y las madres montadas en ellas nos mostraban orgullosas a los bebés que llevaban en brazos. Algunas motos llevaban familias enteras, padre, madre y cuatro hijos. Vi a un tipo conduciendo con una sola mano porque en la otra llevaba una niña en brazos.
   Los que montaban las más grandes, las carenadas, zigzagueaban apabullando al tráfico con la cara envuelta en lienzos como los tuaregs del desierto, o los antiguos beduinos cabalgando en sus camellos.
 
   Afamia.
 
   Se dice que en los tiempos antiguos el faraón Tutmosis II venía a este valle y a estas tierras a cazar elefantes y que fue aquí donde mil años más tarde Aníbal enseñó a los sirios a utilizarlos con fines bélicos. Fue también aquí, en el extremo este del valle y sobre una pequeña cordillera, donde Seleucos I, lugarteniente de Alejandro Magno, fundó hacia el año 300 a.C. la ciudad de Afamia, que en la época romana llegó a tener más de 120.000 habitantes. Entre sus grandes glorias que conocen todos los vecinos figura la visita de Marco Antonio y Cleopatra a su vuelta de una campaña contra los armenios en el Éufrates. No quedan sino ruinas de aquella ciudad que incluso ha perdido su nombre glorioso. Hoy día Afamia se llama Qalat al Mudiq.
   Las ruinas son en su mayor parte de la época griega y romana porque, poco antes de la invasión árabe, en el 636, la ciudad fue arrasada por los persas. En un monte cercano se mantienen aún en pie las fortificaciones de la época de los cruzados que dominan todo el valle, el río y los canales que desecaron los holandeses, los altos montes tras los cuales se extiende el llano y más allá el mar, y al frente sobre la cumbre de la montaña, los dos kilómetros de la columnata de Afamia del siglo II se destacan en la línea del horizonte como un desfile de hormigas.
   Poco recuerdo de este primer viaje a Afamia. Adnán y Teresa, con una prisa de ningún modo justificada, me hicieron entrar en primer lugar en el edificio del museo, un antiguo y monumental ‘jan’, la posada árabe para hombres y animales, y casi a paso de marcha recorrer sus cuatro naves abovedadas.
   Apenas tuve tiempo de sorprenderme por el aspecto escorado y asimétrico de la arquería, ni por las losas bizantinas del patio donde crecían las flores amarillas de la manzanilla olorosa. Ni menos enterarme de la historia del acueducto y de la princesa de Afamia que un guía estaba contando a una pareja de búlgaros.
   – ¿Cómo sabes que son búlgaros?
   – me preguntó Teresa.
   – Son búlgaros que trabajan en una presa nueva del Éufrates, he oído que se lo contaban al guía -replicó Adnán-. Pero no nos entretengamos, vamos a llegar tarde.
 
   – Sí, vamos a llegar tarde -repetía ella.
   – Pero, ¿a dónde hemos de ir?
   – preguntaba yo-. Dejadme que oiga la historia de la princesa de Afamia.
   – No es más que un cuento -dijo Adnán-, el cuento de siempre. El cuento de la princesa que ofreció su mano a quien llevara agua a su palacio y a su ciudad.
   – Y ¿quién se la llevó?
   – El príncipe de Salamiye hizo construir el acueducto, llegó el agua a palacio y se casó con la princesa.
   – En aquel momento, y más tarde también, para ser príncipe bastaba con tener varias docenas de ovejas -añadió Teresa que no tenía el día romántico.
   Nos habíamos metido en el coche y estábamos subiendo la cuesta hacia las ruinas. Fue un paseo rápido por la columnata donde vuelan los vencejos y anidan las águilas bajo los capiteles, plagado el suelo de tiernas amapolas rojas y piedras milenarias que fueron una vez el templo de Baco. Tuve un instante para abandonarme a esa sensación de plenitud que provocan los grandes espacios abiertos, las cordilleras y el eco de los cantos en los valles profundos, cuando son escenario y continente de unas ruinas que mantienen incólume la armonía a través de los siglos y la destrucción.
   Pero había que seguir, no podíamos detenernos, ni visitar la acrópolis, ni el gran teatro, ni el triclinios. Yo intentaba rezagarme pero no lo logré. Adnán, que iba más adelante discutiendo con Teresa, volvió sobre sus pasos y me tomó de la mano con ternura casi, como si yo estuviera demasiado cansada para continuar sola.
   Soplaba un viento furibundo cuando nos metimos en el coche y lo último que vi de Afamia fue la columnata perdiéndose en el horizonte azul recortado en la última luz de la tarde.
 
   Requisitos de viaje.
 
   Para viajar de una ciudad a otra los sirios utilizan en su mayoría los autobuses regulares, y los taxis con destino y ruta fijos y los ‘hophops’ que no tienen horarios y salen cuando están llenos y son los más populares. Son pequeños autobuses que cruzan el país en todas direcciones y a todas horas, decorados con infinidad de cenefas, franjas, orlas y ribetes de todos los colores imaginables, salpicados de ramilletes, encajes, guirnaldas y florones en toda la superficie de la carrocería sin que se salven ni los parabrisas, ni los guardabarros, ni los parachoques, y a veces dejando una impronta dorada en el espejo retrovisor y en los faros de las luces. En el cristal delantero exhiben grandes colgajos que limitan hasta extremos increíbles la visibilidad del conductor y el interior está tan lleno de adornos como la tienda de un beduino.
   Los hay a miles. En Siria apenas se utiliza el tren porque hay muchas líneas abandonadas o en reparación que, al eternizarse las obras, caen en el olvido como en el caso de la línea de Damasco a Beirut, y porque los trenes son en general lentísimos e incómodos.
   Las grandes líneas que hasta mediados de este siglo cruzaban el país desde Turquía para dirigirse a La Meca tampoco funcionan, tal vez porque los peregrinos prefieren ahora viajar en avión, que ofrece precios módicos sobre todo en las grandes ocasiones.
   Pero, sea en tren, en autobús, en los ‘hophops’ o en taxi, hay que dar el nombre y el carnet de identidad o el pasaporte, al conductor que, una vez el coche lleno, coge todos los documentos, toma nota de ellos y pasa una copia a un miembro de la policía secreta, ‘muyabarat’, que los examina con atención. En cada estación de autobús hay una oficina de ‘muyabarat’ que comprueba que no se hayan vendido más billetes que asientos, examina la seguridad del coche, los permisos y hasta las caras de los viajeros, y si hay algún sospechoso se le hace bajar y se le interroga. Sólo entonces da la orden de salida. O sea que los que no quieren ser controlados, y tienen dinero para ello, alquilan un coche, porque en los coches particulares no hay control y pocas veces la policía los detiene. Los clandestinos, los presos que han logrado escapar, los perseguidos por la policía o la justicia, no tienen más remedio que viajar en coche si no quieren que los encuentre la secreta. Y aun así.
   Estos controles eran muy estrictos a principios de los años ochenta, pero poco a poco se han ido relajando hasta convertirse, como ahora, en un mero trámite que se realiza con bastante rapidez.
   De todo esto me enteré aquella misma tarde cuando al pasar por Hamma, decidí volver a Damasco en autobús. Adnán y Teresa comprendieron, o hicieron como que comprendían, y me dejaron en la estación, un hormiguero humano plagado de vehículos que llegaban de todas partes y salían también a todas las ciudades a medida que se llenaban.
   Yo debí de comprar el último billete de un ‘hophop’ porque salió enseguida hacia Damasco. Pero aún tuve tiempo de ver desde mi asiento a Adnán y Teresa, amorosamente enlazados por la cintura y haciéndose carantoñas, dirigirse al coche en el que irían a Salamiye a pasar con su madre y sus hermanos los dos días de fiesta que aún les quedaban. Los imaginé solos en el coche, quizá besándose quizá erizándose mutuamente con sus preguntas y respuestas y me pregunté una vez más por los extraños poderes de la convivencia que puede convertir a dos seres tan encantadores y que tal vez se aman apasionadamente en una compañía tan incómoda. O quizá lo que desconocían era la forma de viajar juntos, porque de nuevo en su casa, al cabo de unas semanas, volvían a ser las personas encantadoras de los primeros días.

VIII. Setrak el armenio.

   Con el tiempo que tenemos por delante ocurre como con el dinero de que disponemos: tiramos de él sin medida porque nos parece que nunca se va a acabar hasta que una mañana nos levantamos, nos ponemos a contar lo que nos queda y comprobamos con horror que, como los ajos vanos, el dinero se ha esfumado, el tiempo se ha ido y ni el uno ni el otro son recuperables. De tal modo que lo que no hayamos hecho con ellos quedará para siempre como una frustración, un desaliento, del que nos sentiremos responsables por haber actuado con tal despreocupación y no habernos detenido a medio camino a reorganizar el viaje o el presupuesto.
   Eso es lo que me ocurrió. Sin apenas darme cuenta, habían transcurrido las dos primeras semanas.
   Y aunque no había perdido un minuto, comenzaba a conocer bien la ciudad y tenía amigos en casi todos los barrios, me entró la desazón porque del país no conocía más que Hamma y Afamia. Así que me pareció que había llegado el momento de viajar. Y con la ayuda del mapa y de las informaciones que había ido acumulando esbocé un programa con varios itinerarios muy rigurosos que después se mezclaron y repitieron y transformaron con la inexorable llegada del imprevisto que siempre está al acecho para alterar nuestros planes.
   Quería ver la costa del Mediterráneo, visitar Alepo, las ciudades muertas del norte, el valle del Éufrates, el desierto, Palmira… No sabía por dónde empezar.
   De momento me compré un mapa más moderno y me puse a repasar los datos de geografía que había reunido hasta la fecha:
   Siria tiene una superficie de 18.517.971 hectáreas, aunque esta forma de medir me dijo bien poco hasta que logré hacerme una idea de sus dimensiones y darme cuenta de que la distancia entre el punto más al norte y el punto más al sur ronda los 400 kilómetros y casi los mismos de este a oeste, aunque su forma recuerda más a un triángulo que a un cuadrado. El clima es mediterráneo, de inviernos lluviosos, veranos secos y calientes, y otoños y primaveras muy cortos. En diciembre y enero las temperaturas pueden llegar a 0 grados o incluso hasta -6, y en verano hasta 48 grados. Nieva en invierno a partir de los 1.500 metros, en las zonas montañosas son frecuentes las grandes tormentas y a veces asolan el país violentas sequías. Estos datos corresponden al Levante, a la parte fértil del este, porque el desierto con sus ciudades y sus inacabables espacios, tiene su propio clima como tiene sus propias leyes. Pero lo que más me llamó la atención es que en 1950 había en Siria tres millones de habitantes, cuatro millones ochocientos mil en 1960, siete millones en 1970, nueve millones en 1980 hasta llegar a los trece o catorce millones de hoy.
   Y decidí alquilar un coche con chófer que supiera inglés o francés, pero como me fue imposible encontrar la agencia donde había entrado aquel primer día de mi llegada, recorrí otras muchas agencias de la ciudad. Así fue cómo llegué al Hotel de los Omeyas, que me había recomendado el vigilante de una de ellas. Y en el vestíbulo del hotel, el mismo empleado de esa compañía extranjera, me señaló a un hombrecito ovillado en un sillón de mimbre arrimado a la pared:
   – Él tiene un coche y le llevará a donde quiera. Trabaja desde hace muchos años con compañías extranjeras y conoce el país como nadie. Además -añadió con un guiño-, es mucho más barato que nosotros.
   Este tipo cobra comisión o está saboteando a su empresa, pensé, y con cierta desconfianza me dirigí al rincón.
   Setrak Hovsepian era, una vez de pie, un hombre alto, de una delgadez huesuda que se manifestaba sobre todo en las mandíbulas salientes, hirientes, casi. Tenía los ojillos penetrantes y aunque a veces sonreía no perdió en toda la conversación, ni había de hacerlo a lo largo del viaje, esa mirada acerada, agresiva casi, con que ahora me contemplaba.
   Tenía aparcado en la calle un coche inmenso de color amarillo pálido, un Oldsmobile de los años treinta o cuarenta, cuya parte trasera más parecía un dormitorio que el asiento de un coche.
   – Podrá dormir durante el viaje -anunció escuetamente.
   O sea, me dije, que supone que voy a alquilar un coche y viajar para estar dormida detrás, pero no le di mayor importancia.
   Hay que regatear, hay que regatear siempre, aunque el precio nos parezca irrisorio, porque en el regateo está el placer de la venta, recordé las palabras del embajador.
   Y cuando ya dispuesta a comenzar, le propuse que nos sentáramos en un banco de la plaza para establecer las condiciones, tomó la iniciativa y me invitó a su casa a tomar un café.
   – Está a la vuelta de la esquina -dijo en su peculiar, casi anticuado francés que de todos modos hablaba muy bien-. A mi mujer le gustará conocerla y será para nosotros un verdadero honor -añadió con una tonadilla que me sonó a ritual.
   Y después de mantener la vista fija en la mía aclaró-: Somos armenios -como dando a entender que no tenía por qué preocuparme.
   Recorrimos las intrincadas callecitas del barrio Chaalán sorteando transeúntes y puestos de verduras y frutas, él unos pasos delante de mí, yo siguiéndole sin lograr alcanzarle, no sé si debido a que no sabía caminar junto a una mujer que no fuera la suya o porque tenía los pasos más largos que los míos. Las calles estaban atestadas y las tiendas abiertas acogían frente a las mercancías a multitud de mujeres y hombres charlando y comprando. Nos metimos por una puertecilla angosta y subimos una escalera tan empinada que tuve que detenerme a la mitad para tomar aliento. En el techo altísimo de la sala de entrada funcionaba un ventilador de aspas aunque no hacía demasiado calor, y de un tubo de calefacción, casi tocando a la historiada moldura de yeso, colgaban los retratos de los antepasados en distintas y solemnes ocasiones.
   Desde la puerta me señaló a su mujer, que cosía en el balcón que daba al mercado y que al vernos se levantó y vino a saludarme. La hija salió por otra puerta y me dio la mano. Había en las dos una rara sumisión, no ante el jefe indiscutible de la familia, sino más bien ante quien hay que complacer por temor a que cualquier detalle pueda irritarle. Lo descubrí por la mirada de Setrak que no dejaba de escudriñar el ir y venir de las mujeres de la sala a la cocina con la tetera, las tazas, una fuente de galletas caseras y otra de frutas e incluso cuando se retiraron discretamente al balcón. Ante este despliegue de atenciones no me atreví a regatear y cerramos con facilidad el trato para un viaje de cuatro días. Cuando me levanté para irme me sentía un poco incómoda: por una parte estaba convencida de que Setrak me había dado un precio excesivo y por otra me echaba en cara a mí misma dudar de su buena fe y de su hospitalidad. Y para rematar mis dudas, la mujer al despedirme me obsequió con una cafetera armenia de cobre con soporte incluido que envolvió en grandes cantidades de papel de periódico.
   Setrak me acompañó muy serio a casa en un taxi para saber con exactitud dónde vivía, me dijo, porque las señas que le había dado no le bastaban y del plano no se fiaba, y añadió:
   – Así me será más fácil ir a buscarla el martes a las nueve como hemos convenido.
   Yo tenía la vaga sensación de que en algún momento había cometido un error o había dejado algo por hacer, pero nunca imaginé que lo que veladamente se me recriminara, como Setrak habría de echarme en cara varios días después, fuera que hubiese aceptado sin rechistar su tarifa y ni siquiera me hubiera tomado la molestia de proponerle un nuevo precio, es decir, de regatear.
   Más tarde lo comprendí: el regateo no es un sistema para practicar o evitar la estafa y el abuso, sino una forma de establecer la equidad, de encontrar el punto que conviene a uno y otro, el sistema de saber hasta dónde se puede llegar en los dos sentidos, de saber los medios y las intenciones del contrario, y de darle a conocer los nuestros. En definitiva, un arte del que tras ofrecer, objetar, rechazar y volver a ofertar, emerge un precio que no deja en el vendedor la sensación de depredador ni en el comprador la de haber sido engañado. En su primera propuesta Setrak había subido la tarifa, seguro de que yo iba a hacerle la consabida contraoferta, y por esto me invitó a su casa, para que con una taza de té y tiempo por delante yo pudiera regatear y oponerme, y a mí en cambio, con mi mentalidad occidental, el hecho de haber sido tratada con tanta deferencia me había provocado el efecto contrario. De ahí que se mostrara malhumorado, porque ahora se veía obligado a cobrarme un precio excesivo que de ningún modo había tenido intención de imponer. Y por mucho que durante el viaje quiso arreglar su parte del desaguisado con los pistachos, las frutas confitadas, los cacahuetes con que llenó el portamaletas, y las bebidas e incluso la charla, como en el fondo de su corazón me consideraba la verdadera culpable, dejó aflorar a todas horas su resentimiento, y yo que desconocía el origen de tanta aspereza no pude dar pie a la reparación: el mal estaba hecho y ya o había lugar para que germinara la cordialidad y la amistad.

IX. La costa del Mediterráneo.

   Lo encontré limpiando la carrocería de su coche color crema en la puerta de mi casa a las nueve en punto de la mañana. Según las condiciones que habíamos establecido, el viaje había de durar cuatro días y si todo funcionaba bien le contrataría para visitar todo el país.
   Aunque me había parecido una persona de trato poco fácil tenía la esperanza de que ante esta perspectiva reprimiría su mal talante.
   Pero ni siquiera cuando comprendí lo que le tenía tan irritado, pude apearme de la convicción de que el carácter, como las ideas y las creencias, acaba por aflorar y no hay intereses de ningún tipo que puedan con él. Lo supe en aquel mismo instante, cuando le di la bolsa de viaje y me senté en el asiento delantero. Me fulminó con la mirada sin añadir una palabra al escueto buenos días que, sin embargo, había dicho en español. Frunció el ceño y su rostro adquirió una mueca rígida de malhumor que durante esos cuatro días había de alternarse a partes iguales con la conversación.
   Salimos hacia el norte por una hermosa autopista que corre en parajes amplios al pie de los 2.814 metros de la cordillera del Antilíbano después de haber recorrido de este a oeste la falda del Casiún en la zona norte de Damasco.
   Había chicos y chicas a la puerta de las escuelas, vestidos con el mismo uniforme que en Europa utilizan los soldados, de color caqui oscuro, casi verde, con pantalones y camisa con charreteras. La educación en este país es laica, mixta y obligatoria, y en la universidad hay más o menos el mismo número de chicos que de chicas, decía uno de los folletos que me habían dado en el Ministerio de Turismo.
   El cielo estaba neblinoso, la gran fábrica de cemento extendía el polvo sobre las inmensas ciudades dormitorio que rodean Damasco por el norte, formando un telón de fondo los edificios de hormigón de veinte pisos, con las universales y raquíticas terrazas que el progreso concede a los marginados de la sociedad. Tras ellas los vergeles, las líneas de cipreses y eucaliptus, dibujaban corrientes de agua en lo que quedaba del oasis.
   A medida que avanzábamos hacia el norte, los montes a nuestra izquierda, coronados por una piedra más oscura y más dura de aristas descubiertas por las lluvias y los vientos, se perfilaban frente al sol como sombras de castillos en la cumbre. Aparecieron después amplias laderas con cipreses, pinos y abetos recién plantados en una campaña por ganarle la batalla al desierto que, sin embargo como en nuestras latitudes, avanza todos los años. Algunas torres de agua lejanas y las canteras despanzurradas y huecas van modificando el perfil de las montañas. El resto es desierto, y más allá montes sin arbolado.
   Setrak llevaba cincuenta kilómetros sin hablar y apenas respondía a mis preguntas. De pronto alargó el brazo derecho sin dejar de mirar al frente y exclamó:
   – ’Jan, Jan’, allí.
   Miré en la dirección que me indicaba y vi en una vaguada de arena y tierra ocre, una sólida construcción cuadrada con un gran patio central, en piedra bien conservada y con portalones cerrados.
   Setrak se limitaba a dar información con monosílabos:
   – ’Jan’, posada para hombres y animales. Muy antigua. Abandonada.
   ¡Vaya viaje!, me dije sin hacerle demasiado caso.
 
   Maalula.
 
   En un cruce nos desviamos hacia el oeste por una carretera más estrecha que asciende a los montes Calamún, a 1.500 metros sobre el nivel del mar donde se encuentra la ciudad de Maalula. Es un pequeño pueblo cuyas casas, construidas unas sobre otras y pintadas en distintas intensidades de azul cuelgan de las escarpadas paredes de roca como “un nido de águilas”, dicen las guías. Una zona que a pesar de las invasiones sigue siendo católica y donde se habla todavía el arameo, la lengua de Jesús, repiten sus habitantes muy ufanos, la lengua que dominó el Oriente desde el siglo I a.C. hasta el siglo VII de nuestra era. De los muchos conventos, santuarios y sepulcros que excavados en la roca se mantienen en pie, dos son los más visitados: el de San Sergio, construido a raíz del Edicto de Milán por el que se concedió libertad religiosa a los ciudadanos del Imperio romano, y el de Santa Tecla.
   Al llegar a la cumbre, en San Sergio, dejé a Setrak en el coche y le dije que me esperara al pie del pueblo, en Santa Tecla. Me miró con estupor.
   – Yo puedo esperar a que acabes la visita -dijo.
   – Gracias, pero prefiero ir caminando.
   Me dio la espalda moviendo la cabeza como si me dejara por imposible.
   Una vez dentro del monasterio y aunque no quería guía no tuve más remedio que oír lo que recitaba el monje con voz monótona porque están prohibidas las visitas si no se va en grupo. Había varios alemanes que escuchaban con atención.
   – ¿Habla usted alemán? -me preguntó el monje-. Si quiere después se lo repito en francés.
   – Sé alemán -respondí, aunque mi conocimiento se limita a unas pocas palabras, porque detesto las visitas guiadas en grupo.
   – Nosotros somos griegos porque somos orientales -repitió entonces en francés contra toda lógica-, somos católicos porque creemos en el papa y somos merquitas porque celebramos la misa en árabe.
   Dejé de escuchar porque había vuelto al alemán y me concentré en los iconos y los arcaicos altares de la iglesia que conservan la losa vaciada de las antiguas mesas paganas para el sacrificio de los animales. Recorrimos naves excavadas en la roca y aposentos de la comunidad y llegamos al último espacio de la visita, la tienda donde se venden cintas con una oración en la lengua de Jesús, reproducciones de los iconos, estampas, platos y hasta cucharillas con la efigie de san Sergio. Dejé a los alemanes comprando sus recuerdos, salí del monasterio y me fui en busca del camino que, según una antigua tradición, abrió el Altísimo entre las rocas para que santa Tecla pudiera escapar de sus paganos padres que al parecer la perseguían con saña, modificando, igual que la cantera, el perfil de la cordillera y del paisaje. El pueblo está formado por casas colgadas en la montaña, con sus callejas sobre las azoteas de las inferiores, y los caminos que corren entre ellas se deshacen en escaleras que a su vez se encaraman en otras azoteas, pintadas todas de azules pálidos, azules de añil, el mismo azul de las ventanas de tantas casas del Mediterráneo, el azul que ahuyenta a los malos espíritus y a los mosquitos. Pero también aquí ha llegado la fiebre de la modernización y de los apartamentos con terraza, y las casas remodeladas ya no están pintadas sino encaladas. Me detuve a media ladera y entre las rendijas de las altísimas rocas que el Altísimo separó, vi la inmensidad del horizonte cruzada por las carreteras del llano donde rompen el silencio las pequeñas motos sin silenciador de los nuevos beduinos que las recorren con la cabeza envuelta en el ‘kufie’ a cuadros y las rodillas a la altura de las manos. El paisaje grandioso tiene el aire desordenado que dan las piedras y pedruscos esparcidos por doquier y los plásticos que ya invaden el país, igual que las playas del cabo de Creus y del resto del Mediterráneo, planean indestructibles por el llano, como alas de aves siniestras, hasta que los detienen alambradas o cercas donde seguirán debatiéndose para siempre prisioneros bajo el sol de este Levante que en menos de veinticinco años se habrá cubierto de una capa de plástico.
   ¿Qué habría ocurrido si los cascos de soldado de las legiones romanas, y de los ejércitos cartagineses, godos, árabes, mongoles, napoleónicos, y sus indumentarias y sus carros, no hubieran sido de materias capaces de refundirse y deshacerse para formar parte del mundo que nos encontramos al nacer?
   ¿En cuántos se habrían convertido los pocos que la historia ha preservado para que las generaciones futuras los admirasen en los museos locales? ¿Dónde se guardarán las toneladas de desechos fabricados con sustancias indestructibles?
   ¿Dónde se vierten ahora?
   El convento de Santa Tecla, al que llegué después de atravesar todo el pueblo de arriba abajo, es una copia de chalet suizo con sus techos de pizarra y sus infinitas riquezas, y parece reproducir la misma historia de devoción y fanatismo que envuelve a la sobrina del profeta pero sin apenas fieles y mucho más comercio. De todo había para que vendieran esas monjas vestidas con hábito negro y toca blanca, más cubiertas aún que las mujeres integristas, mientras me contaban que santa Tecla fue una protomártir y tiene por tanto categoría de apóstol.
   Setrak me esperaba junto al convento y continuamos el viaje.
 
   El ejército.
 
   En Siria el ejército y sus instalaciones están siempre presentes, aunque sea desde lejos, porque no está permitido acercarse ni detenerse cerca de los cuarteles y campamentos que lindan con los poblados, o con el páramo del que apenas se distinguirían -ocres como la tierra las construcciones y las tiendas, y verdes los camiones como el verde sombrío de los cipreses de no ser por el gran arco de la entrada en cuyo cenit sonríe la efigie del presidente Al Assad.
   El mismo arco, aunque más sobrio y menos festivo que el que se levanta a la entrada de todos los pueblos y ciudades.
   Habíamos llegado a un punto donde el viento que se filtraba por una rendija entre las montañas del Antilíbano había dejado los árboles escorados.
   De pronto aparecieron por el norte cinco helicópteros militares volando tan a ras de tierra que se podía ver la cara de los pilotos.
   Al coger la máquina para hacerles una fotografía, Setrak me detuvo con mano firme mientras chillaba:
   – ¡No! ¡No!, es el ‘muyabarat’, ‘c.est le deuxiéme bureau [1]‘ -y estaba asustado.
   Entendí que me estaba hablando de la policía secreta. Aunque no parece tan secreta, le dije.
   – Podríamos tener problemas -respondió en el tono del que no quiere hablar de todo lo que sabe.
   Y cuando insistí para que me contara más, miró a lo lejos como si no me oyera y no respondió.
   No sé si los helicópteros eran o no de la policía secreta, lo que sí supe más tarde por informaciones y cifras de Amnistía Internacional es que hay en Siria tres clases de ‘muyabarat’: el general, el militar y el de las fuerzas aéreas; hay además ‘Al Amn al Siyasi’, las fuerzas de seguridad política, y la oficina de seguridad nacional que depende del Consejo Presidencial, sin contar con las Brigadas para la defensa de la Revolución compuestas de unos veinte mil hombres y las unidades especiales de información de paracaidistas y comandos.
   Y seguimos. Yo tenía sueño, hacía calor y la noche anterior había dormido poco preparando el viaje con Teresa y Adnán y creo que había abusado de ese vino tinto espeso, sabroso y peleón que debían de haberse traído de las profundidades de Aragón. Y pensé que quizá encontraría un lugar donde echarme una siesta, pero fue imposible. Apenas hay carreteras transversales y cuando las hay no son más que desviaciones que mueren en las aldeas o los pueblos próximos, sin un árbol, sin una sombra.
   En esa zona todas las casas tienen jardín o huerto, pero fuera de la propiedad no hay más que sembrado o desierto, nunca árboles a no ser las plantaciones o las zonas de repoblación forestal que el gobierno mantiene cercadas. Los habitantes son en su mayoría cristianos, y las casas ya no tienen azotea como las árabes sino cubiertas a dos aguas de teja roja, como el monasterio de Santa Tecla, que les da el aspecto de chalecitos sin acabar a los que se han incorporado los altos arcos de la arquitectura monumental árabe.
   Es característico de este país, que está sumido en una profunda transformación como la de España en los años sesenta, la proliferación de obras. Por todas partes se construyen nuevas casas en un alarde de entusiasmo por el progreso que llega, aunque no pueda hablarse cabalmente de ‘boom’. Muchas de ellas están inacabadas -ojos vacíos de los huecos de las ventanas-, y la mayoría desiertas. Sus propietarios están trabajando en Arabia Saudí o Kuwait o cualquier país del Golfo, o en Argentina y el Brasil. Vienen cuando tienen el dinero suficiente para continuar la casa, y vuelven a irse. Son construcciones baratas que se levantan con hiladas de grandes ladrillos, o a veces bloques de hormigón, y los larguísimos hierros de los pilares mirando al cielo, que dejan al aire por si llega el día de levantar un segundo piso, crean un paisaje inusitado, un bosque de hierros mezclados con las antenas de televisión, que se extiende sobre las casas en los arrabales de los pueblos y de las ciudades. E igual que los indianos en nuestras latitudes, las viviendas de los más ricos son rocambolescas, espectaculares, de altísimos arcos adornados con floreadas cornisas y cenefas de yeso y cúpulas y alminares, o imitando el estilo europeo, dicen, con grandes ventanales enrejados, lo que no impide que la dejen también por acabar. Y la construcción es de tan escasa calidad y se hace con tanto empeño y tan poco conocimiento, que cuando vuelven del Golfo los que fueron en busca de dinero, ya está deteriorada la mampostería, el encofrado o las cornisas que dejaron acabados el año anterior.
   De tal modo que nunca se sabe si una vivienda está a medio hacer o a medio deshacer.
   Cuando nos cruzamos con un cartel torcido por el viento que anunciaba en dirección norte “80 kilómetros a Damascus”, pensé: Setrak lleva 80 kilómetros comiendo pipas. Yo había dejado de hacerlo hacía rato en un esfuerzo de voluntad del que me sentía orgullosa.
   Al salir de Maalula, Setrak había puesto entre los dos asientos una bolsa de papel llena de pistachos, garbanzos secos, pipas, almendras y cacahuetes, tan sabrosos y crujientes que era casi imposible resistírseles. Al verme comer durante los primeros kilómetros le había cambiado la cara; luego, cuando me detuve, insistió varias veces para que continuara, y al comprender que yo ya no iba a tomar más, recuperó la expresión huraña.
   En Siria, y me parece que en todas partes, a los hombres les gusta ser protectores y amables con las mujeres pero se irritan si no les hacen caso. Y eso no quiere decir que todos tengan mujeres sumisas. Ni siquiera en Siria: hay mujeres casadas que son jefas de empresa, directoras de departamento y hasta investigadoras y ministras.
   Pero comienza a ocurrir que algunos sirios se sienten tal vez un poco incómodos al ver que ellas van más deprisa en el camino de su propia autonomía que ellos en perder el lastre paternalista de los siglos.
 
   Homs.
 
   Llegamos a Homs, una ciudad industrial situada en un valle tan fértil que de pronto el suelo se había cubierto de verde intenso, pequeños riachuelos descendían por las laderas, y junto a la carretera corría repleto un canal. Antes de llegar a la ciudad se sucedieron en los populosos suburbios las casas con patios cubiertos de hiedra o pámpanos, los eternos primeros pisos sin acabar con sus hierros mirando al cielo que se utilizan para sostener la parra. En una plaza y sobre un elevado parterre lleno de caléndulas nos recibió un presidente en bronce de tamaño natural que levantaba las manos en un gesto de bienvenida.
   Homs es una hermosa ciudad con amplias avenidas de plátanos bajo cuya sombra deambula la multitud.
   Empujados sus habitantes, o su alcalde, por el ansia de modernización, han condenado a muerte la gran plaza del zoco: se van a derribar los edificios antiguos, se va a cruzar de avenidas y se van a construir rascacielos de hormigón para albergar a la población que no cesa de llegar del campo. En pocos años se convertirá en un barrio anodino, mugriento y descascarillado, como todos los que forman los cinturones de las ciudades populosas del mundo.
   Desde Homs, Setrak tomó la autopista para ir a Crac de los Caballeros, un castillo de los cruzados reconstruido y que visitan los turistas. Me apetecía poco, pero nos cogía de camino y pensé que allí podríamos comer. Cuando le pedí que tomara la carretera, Setrak me miró mal.
   – No hay carretera -dijo.
   – ¿Cómo que no hay carretera?
   – le dije mostrándole el mapa. Pero Setrak miró el mapa con displicencia. Conocía el país como la palma de la mano, dijo, porque llevaba más de treinta años recorriéndolo, no sólo desde que compró ese coche de color crema, sino mucho antes, con las primeras prospecciones de petróleo, luego con los ingenieros rusos que construyeron la presa del Éufrates y ahora con los representantes de todas las multinacionales. Para demostrármelo sacó de la guantera un álbum enfundado en plástico que contenía las tarjetas de las personas a las que había acompañado. Insistí en lo de la carretera pero no se dejó convencer. Dijo:
   – ¿No querías comer en Crac?
   Pues vamos a comer a Crac.
   Para hacerme obedecer habría tenido que violentarme, así que como la autopista corría un poco alta por un valle tapizado de verde, con toda probabilidad uno de esos valles bíblicos donde mana leche y miel, no insistí y él sonrió satisfecho, no sé si por haberse salido con la suya o por haber logrado engañarme.
   El paisaje cambiaba. Habíamos dejado la carretera que se dirige al norte para tomar la ortogonal hacia el oeste, hacia el mar, por un valle frondoso y exuberante: teníamos a la izquierda las estribaciones longitudinales de los montes del Líbano y de la cordillera del Antilíbano con sus picos de dos mil y hasta tres mil metros, que mantenían algunos ventisqueros blancos en las cumbres entre las que se abría un valle estrecho y profundo donde el Orontes se deslizaba hacia el norte; a la derecha las primeras colinas de la cordillera As Sahiliye, que se levanta a poco más de mil cuatrocientos metros a lo largo de la costa hasta llegar a Turquía, y al frente, no visible aún pero a menos de cuarenta kilómetros, el Mediterráneo que no había visto aún desde mi llegada. La hierba cubría las lomas casi hasta la cumbre, masas de abetos daban al paisaje la calma y la seguridad de los espacios fértiles y sin embargo seguía teniendo ese aspecto de desorden tan caro a los árabes, con las construcciones a medio hacer, las calles de los pueblos y aldeas sin acabar, descampados mezclados con vergeles, piedras y pedruscos tapizando los prados, monumentos en todo lugar y por cualquier motivo con sus banderas como nuestros cámpings, y plásticos, plásticos por todas partes volando sobre los campos, tapizando los caminos, encharcando los arroyos, temblando prendidos en las cercas y las alambradas que les habían detenido.
 
   El Crac de los Caballeros.
 
   Cerca ya de Tel Kalay se divisa en lo alto de la cordillera la silueta de una fortaleza impresionante. Nos internamos entonces en un valle que asciende serpenteando entre pueblos más prósperos, aunque el paisaje urbano y rural no cambia. La gente seguía en la calle, los niños se jugaban la vida ante el coche y a veces teníamos que detenernos porque una vaca se negaba a moverse. Chopos, nogales, frutales en flor, las alfombras en el balcón en una eterna limpieza a la que no importan las basuras desperdigadas en la calle fangosa.
   Cantaban los pájaros en las frondosidades verdes de los montes mientras seguíamos ascendiendo, atravesando pueblos y riachuelos y molinos de viento con aspas de metal, como los que todavía se encuentran descascarillados en España, apenas una ruina que aparece de pronto en el paisaje. Y me preguntaba si un día nosotros volveríamos también a ellos para ahorrar energía, como los sirios van haciendo, porque pasamos a continuación por una fábrica de herramientas que produce energía solar para sí misma y para suministrar la necesaria a los pueblos adyacentes. Más casas a medio hacer en espera del hijo o el hermano o el marido que ha de volver con el ansiado dinero para el segundo piso, casas entre viñas, naranjos, olivos, cerezos, adelfas, granados, higueras y ropa tendida y gallinas por los prados y más calles sin asfaltar. Iglesias, pocas mezquitas ahora, con cúpulas sobre columnas y campanarios que dejaban ver las campanas al trasluz. Y como en todo el mundo las mujeres, dobladas sobre la tierra trabajando en el campo, mientras los hombres tomaban té y hablaban con los amigos en la puerta de la casa. Setrak dijo que los hombres han de descansar para poder hacerles hijos a las mujeres, no menos de diez o doce, añadió, y sonrió mirándome por el rabillo del ojo con tal picardía que se le cambió por completo la expresión de la cara.
   – ¿Para qué tantos? -pregunté para desviar la intención.
   – En la ciudad no hace falta tener hijos -respondió-, pero en el campo los hijos son manos para trabajar.
   – ¿Los hijos o las hijas?
   Setrak devolvió su rostro al entrecejo habitual consciente de que había resbalado y estaba hablando por boca de sus abuelos. Yo miraba a los muchachos que ya desde jóvenes, desde niños casi, aprenden a sacar el taburete y la mesa a la puerta de la casa, bajo la parra, para charlar y comer pipas y pistachos y tomar el té con los amigos, como sus padres. Las chicas, en grupos, iban y venían del campo con bultos y cestas en la cadera o en la cabeza, o se doblaban sobre las lechugas que luego colocarían en cestas y cargarían en el carro para que fueran ellos los que las llevasen al mercado, las vendiesen y guardasen y administrasen a su conveniencia el dinero ganado.
   El Crac de los Caballeros me sorprendió. La fortaleza es mucho más impresionante y hermosa de lo que yo esperaba. Es una excelente muestra de la arquitectura militar de la Edad Media, mejor conservada de lo que cabría esperar por los siglos y los avatares de la historia y debidamente restaurada. Es un testimonio de un importante periodo de la historia de Siria, un periodo de lucha contra la ocupación de los cruzados durante los siglos XII y XIII con la que acabaron, según reza mi guía, los llamados movimientos de liberación de la época, en 1271.
   La historia vista desde la otra orilla es siempre asombrosa. Para los sirios, el Crac es una prueba más de que por invasiones que sufran, a la larga ellos sabrán cómo deshacerse de los conquistadores.
   Para nuestra historia occidental en cambio, las Cruzadas, ejércitos de hombres que marcharon al Oriente desde distintos países de Europa a principios del siglo XI, fueron una empresa titánica para recuperar, decían, los santos lugares que, olvidando el origen palestino del propio Jesús, consideraban una pertenencia por derecho propio.
   Una locura colectiva, piensan otros, en la que fanáticos iluminados predicaron con cenizas en la cabeza el alistamiento de los cristianos en esa desaforada aventura que como siempre hizo príncipes y ricos a los poderosos y llevó al hambre y a la muerte a cientos de miles de ciudadanos, incluidos los niños que tuvieron su cruzada propia, cuyas conciencias habían sido usurpadas, en nombre de la patria y la religión, por el señuelo de un premio eterno.
   De las fortalezas para defender los cuatro principados que fundaron los francos en las tierras conquistadas del litoral, desde Palestina hasta Anatolia -Jerusalén, Trípoli, Antioquía y Efeso-, el Crac de los Caballeros parece ser el que conserva más historia entre la penumbra de sus muros. En 1031 no era más que una pequeña fortaleza con una guarnición de kurdos (en árabe ‘hosn al akrat’ significa fortaleza de los kurdos)
   que por orden del emir de Homs vigilaba los caminos desde el litoral hasta sus propias tierras.
   Construido con grandes piedras calizas que con el tiempo y a la luz del atardecer adquieren reflejos dorados, el Crac se levanta sobre una colina de roca volcánica a 650 metros de altitud y desde sus atalayas se domina un vasto panorama en el que, dicen, en días claros aparece en la lejanía la línea del horizonte del mar apenas a treinta y cinco kilómetros a vuelo de pájaro. Sus muros, torres y almenas, sus múltiples dependencias, graneros, patios y claustros, adaptándose al terreno sobre una superficie de tres hectáreas, llegaron a albergar a una guarnición de cuatro mil soldados francos que resistieron el ataque de Nureddin en 1163, el acoso de Saladino en 1188 y el de su hermano Al Malek al Adel en 1207, y sólo cuando tras un asedio de más de un mes comprendieron que su resistencia era inútil, se rindieron a Al Zaher Baybars el 8 de abril de 1271. Durante siglos el Crac fue residencia de reyes y príncipes hasta que perdió el interés de los magnates y pasó a convertirse en un poblado de varios cientos de habitantes. Cuando en 1919 los franceses volvieron como amos al país, en la época del Mandato, desalojaron el lugar y en 1934 lo convirtieron en un centro turístico y arqueológico.
   En el antiguo comedor de la fortaleza se han instalado largas mesas cubiertas de hule donde compartimos con turistas alemanes el ‘kebab’ con alioli, deliciosas ensaladas de lechuga con menta y perejil, aceitunas curadas en aceite y pimienta, el ‘homos’ de los árabes, garbanzos cocidos y trinchados con limón, y aceite de sésamo, y cerveza clara y pálida. Acabamos con el café espeso al que nos invitaron unos pastores con pantalones turcos, americana y el ‘kufie’ rojo o negro envolviéndoles la cabeza.
 
   El mar: Tartus (Tortosa) y Lataquia.
 
   Descendimos del Crac y, al llegar al llano, Setrak tomó disimuladamente la autopista en el momento en que pasaba una caravana de camiones precedidos por un coche de la policía de fronteras cuyas unidades, como las antiguas caravanas de camellos, no seguían una estricta fila india y nos vimos obligados a arrimarnos a la cuneta. Eran camiones cargados de mercancía que se dirigían a Jordania y al Golfo procedentes de Turquía. Setrak suspiró varias veces, y yo tuve que imponerme para que saliera de la autopista y de mal talante cogiera la general. Pero a los pocos kilómetros volvió a entrar en ella.
   – ¿Qué ocurre? -pregunté.
   – ¿No querías ir a Tartus a ver el puerto? Pues ya tomaremos la carretera entonces, así vamos más deprisa.
   – Pero yo no tengo ningún interés en ir deprisa.
   – Si no vamos deprisa no podrás coger el barco para ir a la isla Arwad.
   – Si no voy a la isla, no voy a la isla.
   Se refería a la única isla que tiene Siria, la isla Arwad, a unos tres kilómetros de Tartus, Tortosa, que en la época de los cananeos fue un reino independiente llamado Aradús. Un servicio de barquichuelas la comunica con tierra firme. Es una isla muy poblada que habría de visitar al cabo de unas semanas, de estrechas callejuelas y hermosas y antiguas casas de piedra, llena de cafés con terrazas sobre el mar desde donde se divisa Tartus y la cadena de montañas que la separa del valle del Orontes. Tras las casas se levanta la ciudadela que los franceses del Mandato convirtieron en cárcel donde se pudrieron durante años los hombres que lucharon en la resistencia. Por eso los sirios, sin que pueda decirse que consideran enemigos a los franceses, conservan intactas las inscripciones que contra ellos grabaron en las piedras los soñadores nacionalistas que les precedieron.
   Setrak se rió, pero no tomó la general. Bien es cierto que en cuanto se entraba en la autopista era difícil dejarla porque había pocas salidas, quizá por esto la gente las atraviesa por donde les parece, igual que atraviesan las calles divididas de la ciudad.
   Finalmente apareció el mar. El Mediterráneo brillaba al oeste, plácido bajo un cielo inmóvil y pálido. La costa de Siria de unos 183 kilómetros se extiende desde este punto hasta Turquía en un sinfín de playas de arena suave.
   No pude dejar de pensar en el tópico: del otro lado de este mar, en su extremo más occidental, está mi ciudad, mi país, la gente que quiero. La gente que también vive en pueblos y ciudades de calles estrechas, y toma el sol en los bancos de los paseos de palmeras o de las plazas duras como todas las del Mediterráneo, la gente que comerá esta noche, como nosotros, pan mojado en aceite y sal y cordero a la brasa con alioli o pescado de roca cocido con patatas, cebolla, ajo y especias, mientras el olor a salitre entra por las ventanas siempre abiertas, porque en nuestros países nunca hace demasiado frío y el exceso de calor se suaviza con la brisa que llega del mar al atardecer.
   Le dije a Setrak que se detuviera y salí del coche. Las márgenes de la carretera estaban rebosantes de retama, el aire olía a procesión y a primavera. Saqué la pequeña nevera, la botella de whisky, me serví un trago y le eché agua y hielo.
   – ¿Quiere usted? -pregunté a Setrak que me miró con ese aire de querer decir vamos a ver ahora qué más se le ha ocurrido.
   – No, no me está permitido.
   – Usted ¿no es armenio?
   – Sí, pero los buenos musulmanes no beben.
   – Pero usted no es musulmán.
   – No, soy armenio y como tal cristiano.
   – Y ¿por qué no le está permitido beber?
   – Porque no beben los buenos musulmanes.
   Y sacó un palillo del bolsillo para hurgarse los dientes con ostentación. Me di la vuelta hacia el mar y bebí despacio el whisky helado. Era la sagrada hora del regreso, la hora de las sombras incipientes en el cielo y en el mar, la hora de la calma y del piar de los vencejos rasgando el firmamento. Se iniciaba el crepúsculo que en mayo se alarga hasta el límite en esta zona del país donde nada impide al sol brillar hasta su ocaso.
   Por ese mar y a esas costas llegaron en el año 333 a.C. los griegos, mucho antes de que los bárbaros reyes francos vinieran a recuperar los Santos Lugares.
   Fueron los griegos los que establecieron sus colonias en esa antigua provincia del imperio persa, la Siria del norte, Antioquía y el valle del Orontes, y fundaron Hama y Afamia abriendo con ello un periodo de influencia grecorromana que había de durar hasta la conquista árabe: un milenio de helenización cuyas huellas permanecen aún visibles. Como permanecen aún visibles en mi tierra las de los fenicios, que saliendo de estas playas habían de desembarcar en las de todo el Mediterráneo. Tal vez por eso aquí aun a pesar de no hablar su idioma no logro sentirme extranjera.
   El puerto militar de Tartus estaba en construcción; el de transporte y mercancías bullía de gente y de animación. En el paseo del mar las casetas de baño se sucedían hasta el agua. Y en la acera del paseo, en la parte antigua de la ciudad, se alineaban los tenderetes umbríos donde se vendía el pescado recién descargado de las barcazas. En la parte nueva que la sucede se levantan los mismos edificios de siempre, de hormigón, algunos pintados, la mayoría descascarillados ya. Y por supuesto, nos encontramos con la estatua del presidente, una copia más de las muchas que vimos a la entrada de los pueblos.
   Sin perder aún la esperanza, le pedí a Setrak que tomara la carretera general que según había visto en el mapa corría paralela al mar.
   Pero debí de haberme confundido porque precisamente al norte de Tartus no hay carretera. Así que tuve que callarme y Setrak, vencedor, ya no abandonaría la autopista hasta llegar a Lataquia.
   En el mar en calma del atardecer flotaban los petroleros esperando descargar en las refinerías que flanquean la carretera por la parte del interior, y los camiones cuba pasaban por los puentes ocultos bajo el firme de la autopista.
   Tras las refinerías apenas se vislumbraba el paisaje vallado.
   El mar en Lataquia, donde entramos por el paseo del mar, era más llano aún que el de los atardeceres del verano. El paseo es largo, ancho y está lleno de jardines, pero no hay playas, sino que tras las vallas comienzan los astilleros y los barracones, y la ciudad, densa y compacta como todas las ciudades mediterráneas, se esconde del otro lado, hacia el interior.
   Había junto al puerto un monumento inacabado, con los mismos hierros mirando al cielo que en las construcciones a medio hacer. O quizá, me dije, es un monumento a lo común, a lo cotidiano, un emblema de este país, del mismo modo que para Marcel Duchamp la pared medianera fue la imagen que eligió para describir Barcelona.
   Setrak interrumpió mis meditaciones:
   – ¿A qué hotel quieres ir? Los grandes hoteles están a seis kilómetros al norte, fuera de la ciudad. Son los hoteles de lujo, los turísticos.
   – Por aquí ¿no hay hoteles?
   – dije señalando los hotelitos que daban al paseo.
   – Tú verás. Yo conozco uno que está bien y tiene buen precio.
   – Vamos a ése.
   El Hotel Algoon donde me dejó Setrak -él tenía el suyo en el que no aceptaban más que a hombres y ya le conocían- era cochambroso. Me pidieron cinco dólares de paga y señal. Sólo más tarde comprendí que era el precio de la habitación incluidos el desayuno y el aumento que sin saber por qué adjudican a los extranjeros. La construcción reciente estaba ya depauperada, las paredes eran de papel y todos los ruidos desde el primer piso al último llegaban nítidos a mis oídos.
   La habitación era grande pero el colchón tenía apenas un centímetro de grosor. Cuando me senté en la cama para probarlo me hundí hasta el suelo al son de múltiples gruñidos. Me levanté como pude y miré las sábanas con prevención. En el baño no había toallas, el suelo y las porcelanas estaban sucios y desconchados. Sin embargo la vista desde la terraza sobre el mar era espléndida y a punto estuve de quedarme. Pero al abrir un grifo me respondió un ruido seco de explosión de aire. No, aquí no me quedo, rectifiqué. Bajé con la maleta y me desdije de la habitación, y el chico del mostrador me devolvió mansamente los cinco dólares. Luego salí al paseo que recorrí en busca del coche crema. Setrak, frente a él como si lo vigilara, estaba sentado en el porche de un hotel repleto de hombres que fumaban el narguile y bebían té. Al verme vino hacia mí asustado.
   – ¿Qué ocurre?
   – Nada, que no me gusta el hotel.
   – Pues cuando lo has visto bien que te gustaba.
   – No había visto la habitación.
   – Yo ya te he dicho que los turistas tenéis que ir a los hoteles de turistas.
   No quise discutir y le dije que me acompañara a un hotel un poco mejor.
   – Son mucho más caros, por lo menos cuarenta o cincuenta dólares.
   – Y ¿cuánto valen esos de los turistas que están a seis kilómetros?
   – Estos valen ciento cincuenta o doscientos.
   – ¿Entonces?
   – Entonces nada, lo que tú digas. Tú mandas. Tú verás lo que haces -y disgustado una vez más, murmuró para sí palabras incomprensibles.
   Me llevó a un hotel llamado Palace que acepté enseguida para no ofenderle y también porque tenía mejor aspecto que el anterior y costaba 42 dólares. En el tercer y cuarto pisos había habitaciones y en el primero y el segundo grandes dormitorios comunes, que atisbé al bajar por la escalera con gran preocupación del director que me conminó a bajar en el ascensor.
   Para calmar su malhumor, invité a cenar a Setrak al Spiros, un restaurante que descubrí en el paseo al entrar en la ciudad. Era un local simple, grande, con bombillas de colores a las que tan aficionados son los sirios, con escaleras a lo largo del local que subían a las cocinas donde cada cual podía ver los pescados vivos que iba a tomar al cabo de un momento. Escogí una merluza de kilo y medio, y estuve contemplando cómo empapaban la piel en sal y aceite y la asaban sobre brasas de madera hasta que se convertía en una costra sabrosísima.
   Entre Setrak y yo no dejamos más que las espinas. Y luego nos tomamos una fuente entera de ‘yebra’, el arroz con carne envuelto en hojas de parra, y ‘yalanyi’, lo mismo pero sin carne (en turco ‘yalanyi’ quiere decir mentira)
   , aceitunas negras, ‘homos’ y ensalada.
   Setrak me dijo que éste era el mejor restaurante de Lataquia y que lo regentaba un cristiano.
   – Los cristianos -añadió frotando el dedo índice con el pulgar siempre saben dónde está el dinero.
   Di las buenas noches a Setrak, que se fue a dormir murmurando entre dientes un agradecimiento que apenas sabía mostrar, y yo me fui caminando al hotel con la esperanza de que la luna asomara e iluminara el horizonte del mar que se fundía ahora con el cielo. Brillaban las estrellas diáfanas, grandes, mucho más grandes que en mi ciudad, aunque no tanto como en África. Y recordé la contaminación de nuestros puertos y de nuestras playas y de nuestros cielos y del aire que respiramos, la misma que habrán de sufrir en este país dentro de unos años si las cosas, como es de esperar y todo parece indicar, les van bien y entran de lleno en el camino de ese progreso que todo lo destruye. No parece que tengamos ninguna otra alternativa. Y si la hay no es nunca del agrado de los grandes de la tierra que por una razón u otra siempre se alían con quienes construyen los productos que dejan el cielo, el mar y el aire ennegrecidos, asquerosos, contaminados.
   Lataquia, la ciudad más francesa de Siria, fue la capital del efímero reino alauí que quisieron crear los franceses durante el Mandato. La ciudad más importante de esta zona del país donde habitan desde hace siglos los alauíes. Dicen las malas lenguas que la característica forma recta de la parte posterior de la cabeza de los alauíes de esta zona se debe a los cachetes que durante generaciones han recibido de sus madres los niños en el cogote. ¡Hala, tú a Damasco! Porque son tribus, o familias que desde siempre fueron más pobres que el resto del país, y los que no se dedicaban a la milicia no tenían más solución que emigrar a la capital. Lataquia es además la ciudad cristiana y la patria del presidente, en cuyas afueras se construyó una casa entre olivos.
   Es una ciudad que, como la mayoría de ciudades y sobre todo pueblos del Mediterráneo, desde España y Marruecos hasta Turquía y Siria, exceptuando las fortalezas y las aldeas de pescadores, vive de espaldas al mar porque por el mar llegaban los invasores. Ahora, que los peligros vienen también del aire, por los aviones y los misiles, todas corren a recuperar un espacio frente al mar que nunca hasta ahora había tenido el menor valor. En Cadaqués, por ejemplo, los hijos varones heredaban los olivares de las montañas, mientras las hijas habían de conformarse con los yermos terrenos de la playa. La moda, la historia o el progreso han hecho justicia por una vez, y algunas de ellas pasaron de ser los miembros inferiores de la familia a prósperas herederas que se enriquecieron con la llegada del turismo. Por una vez.
   En Lataquia el mar sólo se ve desde las azoteas y los campanarios y al fondo de las calles que desde el centro descienden al paseo. Un paseo larguísimo, urbanizado ya con grandes plazas y jardines, y que sin embargo sigue siendo la carretera general flanqueada por altísimas palmeras, que sigue su camino hacia el norte entre la ciudad y el mar. Nadie parece haber descubierto aún su privilegiada situación porque, como había dicho Setrak, los grandes hoteles de lujo se encuentran a varios kilómetros, en espacios vallados con pistas de tenis, piscinas y apartamentos en la zona de expansión del norte, cuyas arenas impolutas están cubiertas de tumbonas con las mismas lonas a rayas azules y blancas que en la brumosa Deauville de los años veinte. Pero fuera de ese reducto, las playas están sucias, aunque los olivos, los acebuches y las viñas verdes llegan hasta el mar. Al pasar cerca de la tenue rompiente de las olas descubrí entre ellas unas tiendas miserables de una familia de beduinos que habían dejado el desierto en busca de comida para los corderos, un grupo de mujeres, hombres y niños que a la fuerza han de sentirse incómodos y extraños en esta tierra tan habitada y tan lejos del desierto de arenas pálidas, su verdadero hogar.
 
   Ugarit.
 
   A unos dieciséis kilómetros al norte de Lataquia se encuentra Ugarit, los vestigios de una civilización que, presente ya en el séptimo milenio a.C., llega a su apogeo en el segundo y sirve de base a las posteriores aramea y árabe islámica. El reino más civilizado de la antigüedad, el más grandioso, el que fue admirado por su administración, su sistema educativo, la diplomacia de sus mandatarios, el conocimiento del derecho y de los ritos religiosos de sus jueces y de sus sacerdotes, que nos ha dejado, entre otras cosas descubiertas desde que comenzaron las excavaciones en 1928, las notas musicales más antiguas que se conocen y la tablilla con el primer alfabeto cuneiforme que tanto ha ayudado a comprender la historia de las lenguas semíticas y tanto impresionaba a mi amigo el señor Bachir Zuhdi, director del Museo Nacional de Damasco. Es un alfabeto del que se venden miles de millones de copias en todo el mundo. Yo misma tengo una en casa que alguien me trajo de un viaje a Oriente.
   Caminé por las ruinas de lo que fue el palacio real y el templo de Baal y recorrí la gran extensión donde antaño se levantaban casas exentas, separadas por sus jardines y campos. De todo aquello que fue no queda ahora más que un gigantesco llano de piedra, de montones de piedras o hileras de piedras que según los arqueólogos son fortificaciones, palacios, casas, talleres, templos, santuarios, tumbas o monumentos, en los que se han hallado grandes cantidades de archivos, objetos, sellos, vasijas ornamentadas y documentos gracias a los cuales se ha podido descifrar un poco más la historia, las religiones y la forma de vida de esos seres que nos precedieron en cuatro milenios. Hasta donde alcanza la vista se suceden en el paisaje ruinas rescatadas del barro y de la arena, de las espesas capas de cenizas que durante cuarenta siglos ocultaron los restos de esta civilización que desapareció brutal y definitivamente unos siglos después, en 1180 a.C., asolada por un incendio, que según ciertas interpretaciones se debió a la invasión de los despiadados “pueblos del mar” procedentes de las costas de Anatolia y de las islas del Mediterráneo. Unas ruinas y unas piedras que, de verdad, casi no sabía cómo mirar. Porque ¿qué podían decirme a mí esas piedras de casi cuatro mil años que no fuera la melancólica ratificación, el sentimiento nostálgico y contundente, de cuán inexorable es el paso del tiempo? Las ruinas, para los que no buscan en ellas la confirmación de propios o ajenos descubrimientos o teorías, no pueden emocionar al profano, y lo único que le producen es un leve ensimismamiento ante la especulación sobre lo que debió ocurrir aquí hace miles de años. Pero ¿qué más le daba a la vista que esos conatos de muros fueran los de un palacio de cuatrocientas habitaciones, algunas de ellas con baño, o el gran templo al dios Baal?
   La palabra Baal, eso sí me importaba, significa dueño o señor y en Ugarit y otras culturas cercanas era el dios de la fertilidad y de los truenos, el mismo dios arameo Hadad. En las tablillas de los siglos XIV a XII a.C. descubiertas bajo esas ruinas, Baal es considerado el dios más querido, el que representa la fertilidad. En una ceremonia que tenía lugar a principios de otoño, cuando la tierra está seca, sus fieles lo mataban ante la alegría del dios de la muerte Mot. Y después venía la diosa Anad, su novia o su mujer, y luchaba por devolverle la vida para lo cual, también todos los años, cogían al dios Mot y le cortaban primero el cuerpo en trozos, después lo machacaban como se machaca el trigo, para ventearlo y más tarde molerlo. Una vez acabado el proceso el dios Baal volvía a la vida en primavera, cuando la tierra estalla y renacen las plantas y los árboles y la tierra se vuelve verde. Un anticipo o una premonición de la pascua de los judíos y de los cristianos. Entonces comenzaban las fiestas de la primavera y de la fertilidad. Aún hoy los campesinos llaman tierras Baal, sistema de cultivo Baal, a las tierras no irrigadas, las tierras de secano que sólo podrán fructificar por la fertilidad del dios. Durante siglos y milenios el pueblo construía en las cumbres de los montes casas o templos al dios Baal que se pintaban de verde y se llenaban de flores en primavera.
   Desde Ugarit, mirando hacia el norte se divisa Alacra, una ciudad dentro del territorio sirio hoy en poder de los turcos, que en árabe quiere decir el monte calvo. En este monte tenía su gran templo el dios Baal. Con los siglos el dios Baal pasó a ser el dios Jdor, que los cristianos asimilaron a Jorge, el santo que sólo existió en la mitología de esos pueblos, el que tiene su correlato en el santo musulmán Al Jdor, el inmortal, dicen, el que sigue vivo en la misma tradición del último imán, el santo verde, porque Jdor significa verde. Todavía hoy los viejos de esa zona afirman que existe Al Jdor y que muere y resucita todos los años, y se aparece a los santos y camina como un gigante de una montaña a otra sembrando fertilidad.
   Uno de nuestros últimos papas, tan poco amantes de que nuestros ritos y tradiciones entronquen con civilizaciones que nos precedieron, borró a san Jorge del santoral como si quisiera decirnos que no tenemos más pasado que el aprobado por la Iglesia ni más civilización que la cristiana, la europea, olvidando que Jesús era palestino, es decir asiático, y que entre muchos otros mitos y tradiciones, en la parte de memoria colectiva que heredó el cristianismo existía la figura de Al Jdor, el santo verde que simbolizó el discurso de su fundador -el grano que no muere en la tierra no fructificará- y su propia resurrección. Dos días más tarde, en la puerta de los dos leones de la fortaleza de Alepo, descubrí un sarcófago cubierto con trapos verdes: en la parte alta se adivinaban las letras que componen el nombre “Al Jdor” y debajo de ellas, para que no hubiera confusión, las palabras “san Jorge”.
   Al salir del recinto un niño que había montado en el suelo un elemental puesto de venta, se empeñó en venderme una copia en barro del alfabeto para que me la colgara del cuello, dijo, o la pusiera en la pared de mi casa, o tal vez, pensé yo, en una vitrina con un Mickey Mouse comprado en el metro de París, una reproducción de la estatua de la Libertad y una cajita de música que al abrirse tintinee el ‘Holy Night’, adquirida en un suburbio de Budapest. Y un abanico de encaje abierto al fondo.
 
   Un viaje difícil.
 
   No sé cuántos kilómetros recorrimos aquel día subiendo y bajando montes cubiertos de pinos que se deshacían en playas recoletas desiertas, descubriendo carreteras no visibles en el mapa en busca del valle del Orontes que yo había atravesado a toda prisa unos días antes. La cara de Setrak se iba poniendo oscura y apenas abrió la boca en todo el viaje.
   – Oh, el mapa, el mapa -dijo en una ocasión al verme consultarlo, y más adelante gritó casi-: A los turistas no les gusta todo esto que estamos viendo.
   Me callé ante esta recriminación. Pero pensé que no tenía razón: al turista se le atribuye un gusto que se ha convertido en tópico y que él acepta aunque no le convenza lo que de acuerdo con él se le ofrece, como si al viajar hubiera dejado su criterio en suspenso. Todo lo que veíamos, pensé, pertenecía a lo que se supone que no les gusta, sin monumentos, ni piedras antiguas, ni cultura subtitulada, ni tiendas, ni playas, pero brillaba un sol profundo sobre el paisaje que se agrandaba y ensanchaba con la altura.
   Por fin llegamos a la carretera que une Lataquia y Alepo.
   Eran casi las tres y media, y Setrak se dirigió seguro a una zona de restaurantes que sí conocía. Le sugerí que comiéramos en uno de ellos que tenía muy buen aspecto, pero ni me oyó y después de seguir doscientos o trescientos metros más se detuvo ante un cobertizo de uralita que albergaba un comedor y una gran terraza. Había varios autobuses de turistas en la puerta.
   – Éste es mejor. Éste es el que quieren los turistas -dijo con cierta altanería.
   Me negué a sentarme en el comedor atestado de alemanes y franceses que hacen más ruido aún que los árabes si ello es posible, así que ocupamos una mesa en la terraza donde los nativos tomaban té y charlaban.
   – ¿Esos tipos no trabajan?
   – pregunté, porque eran las cuatro de la tarde y no parecían tener intención de cambiar de postura.
   – Éstos tienen mucho dinero, éstos no quieren trabajar porque ya han vendido la casa que tenían cerca de la carretera.
   Admiro a esos hombres que se conforman con la riqueza que tienen, pero me cuesta creer que viven con el producto de su venta.
   – Y las mujeres, ¿dónde están?
   – Las mujeres en el campo, aquí las cosas son así. Ya te lo he dicho.
   Comimos carne de cordero picada con hígado acompañada de tomates, ensalada y ‘homos’, y cuando fui a abonar, Setrak había pagado ya, tal vez invitado por los otros o tal vez para compensar su insistencia en venir a este lugar siniestro que ni era árabe ni cristiano ni siquiera una cafetería decente para turistas. Eso sí, los dos cubiertos costaron a quien los pagara la módica cantidad de cuatrocientas pesetas.
   En los restaurantes, incluso en los mejores, ponen pocos cubiertos porque no están hechos a ellos, aunque practican la cultura del cubierto. Los árabes del campo y muchos de la ciudad comen con los dedos, ayudándose con el pan libanés que actúa de pala, y no necesitan cuchillo porque todo viene machacado o en pedazos tan pequeños que se cogen con el pan. Tampoco se utilizan servilletas, que sustituyen por una caja de pañuelos de papel que Setrak se llevaba siempre consigo porque consideraba que la había pagado. Los árabes se lavan a conciencia las manos antes y después de las comidas en unos lavabos que no faltan ni en los comedores más humildes. Comen pollo y sobre todo cordero, casi nunca ternera y por supuesto jamás cerdo, y toda clase de verduras y ensaladas, adobadas con especias y aceite de oliva. La comida es casi siempre sabrosa pero las posibilidades no son muy extensas.
   Tuve que hacer un gran esfuerzo para imponer mi voluntad a la hora de salir. Pero logré hacer comprender a Setrak que no quería ir a Saladino sino más al norte, a un lugar que se llama Salma y de allí a Suitlef, en lo alto de esa cordillera bajo la cual se extendían las tierras que antaño habían sido pantanosas. Puso cara de pavor mientras ascendíamos otra vez entre nogales y granados, sobre tierra más caliza, y con pueblos de veraneo de las gentes de Lataquia y Alepo esparcidos por los montes cercanos.
   Cuando encontramos un cruce, y yo por decir algo y suavizar un poco la afrenta a que lo había sometido, le pregunté si sabía en qué dirección íbamos, me dijo con suficiencia:
   – Claro que lo sé, si no digo nada es por dejarte a ti, que no paras de mirar los mapas, para que tú aprendas.
   Y por la forma en que lo dijo me di cuenta por fin de que no era cierto que no creyera en los mapas, lo que ocurría es que apenas sabía leer y leerlos. Aunque lo que menos me perdonó es que no hubiera querido ver el castillo de Saladino, un castillo anterior a los cruzados construido en la pura roca entre dos corrientes de agua, el más inexpugnable de todos los castillos de Siria.
   A partir de Ain Slamo, un paisaje de piedra caliza y encinas se vuelca sobre el abismo, y al mirar hacia el llano me entró vértigo y sentí un temblor incontrolable en las piernas. La carretera desciende por un muro casi en picado, en curvas que dejan apenas entre ellas unas breves terrazas, como pequeñas ciudadelas. Setrak murmuraba acongojado como si él mismo fuera el coche y sintiera en su propia carne la presión del freno y la forzada primera que no movió en todo el descenso. Yo tenía miedo de que el coche comenzara a echar humo, pero me mantuve al margen esperando que los dioses nos fueran propicios.
   El paisaje era impresionante y la vista alcanzaba hasta un horizonte tan lejano que se fundía en las brumas de la distancia. Más emocionante que Ugarit, reconocí.
   A medida que descendíamos, disminuía el vértigo y volvía la fertilidad a los montes. Y Setrak se atrevió a meter la segunda aunque sin dejar de murmurar. La vista del valle del Orontes desde esta otra ladera era aún más impresionante que desde la fortaleza de Afamia. Debía de tener unos cincuenta kilómetros de longitud por diez o doce de anchura, era plano como la palma de la mano y estaba cruzado por carreteras y canales que dibujaban en rectángulos los campos de cultivo, como un mosaico verde, violeta y pardo. Y entre las dos vertientes se creaba un inmenso conducto que atraía el viento cada vez más enfurecido a cuyas ráfagas se oponían, como en mi país, las barreras de cipreses tanto más espesas cuanto más nos acercábamos al llano. Las pastoras seguían su camino rodeadas de ovejas y ocas sin que las arredrara el viento enloquecido que recorría el valle porque llevaban cubiertos los rostros con un pañuelo que les daba varias vueltas a la cabeza y las protegía del sol y de las ráfagas que despeinaban los altos chopos y los abedules y los sauces y aplastaban contra el suelo las matas espesas de las adelfas en flor.
   Más al sur, en la vertiente opuesta, en algún lugar que no distinguía aún, Afamia debía dibujar el perfil de sus arcos romanos en la cresta de los montes.
   En los caminos al borde de la carretera las mujeres volvían a casa con fardos de hierba a la espalda, como las de África o como la viejecita cargada de leña de los cuentos de mi infancia. Otras avanzaban con el cántaro en la cabeza que sostenía como un milagro el contoneo de su cuerpo. “A la fuente voy por agua de san Antonio, seguro que de la fuente me traigo un novio”, así cantaba una lavandera de mi país. Recuerdo que la primera vez que fui a Cadaqués, en la primavera de 1959, las mujeres iban aún por agua a la fuente porque la del grifo, cuando la había, era pura agua de mar, y volvían con ‘es doll’, el cántaro de cerámica verde, en la cabeza con igual gracia que esas muchachas sirias y con la misma que emplearían ellas poco después cuando sustituyeron ‘es doll’ por la bombona de butano.
   El llano estaba tapizado de campos de trigo, huertas e hileras de naranjos y crecían lirios en los bordes de los riachuelos y de los canales. Los tractores y los camiones volvían cargados de hortalizas y en las acequias chillaban y se chapuzaban los chicos. El sol había comenzado a descender. Las sombras de los cipreses dibujaban líneas ondulantes de sombra en la carretera donde nos cruzábamos con camionetas repletas de mujeres cantando que volvían a sus casas tras una jornada en los campos que se había iniciado con el amanecer.
   Al salir del valle ya casi en la penumbra para ir a buscar la carretera de Alepo el paisaje cambió otra vez y la tierra se volvió roja. Atravesamos una zona de lomas plantadas de cerezos, y como había vendedores en los bordes de la carretera le pedí a Setrak que se detuviera porque me apetecía comprar unas pocas. Se ofendió.
   Se ofendía siempre. Se ofendía por todo y esta vez lo pagó el niño al que compré una bolsa de grandes cerezas casi negras. El pretexto para la brutal reprimenda que le dejó con lágrimas en los ojos fue que el chico, al ver que yo era extranjera, me había pedido treinta liras en lugar de las veinte que valían (unas noventa pesetas en lugar de sesenta)
   . Y cuando le pedí que no le riñera más, que no era para tanto, se volvió contra mí acusándome de ser una extranjera sin escrúpulos y de no dar valor al dinero, y de que por mi culpa estos chicos y las generaciones venideras perderían el sentido de la moral y no se podría vivir en un mundo plagado de usureros, tramposos y delincuentes. Se puso hecho una furia, del mismo modo que reaccionaba en la carretera cuando nos cruzábamos con alguien que no le dejaba sitio, como cuando alguien tocaba la bocina con insistencia, como cuando yo le decía que quería detenerme o seguir o cambiar de dirección.
   Pero de nada me serviría discutir, así que para vengarme, le di bajo mano una propina al chico que aumentó aún más su desconcierto y que a buen seguro habría de acelerar el descalabro moral de las futuras generaciones. Luego me metí en el coche y me puse a comer cerezas como si me corroyera el hambre.
   El sol estaba muy bajo y las torres de agua se levantaban contra el ocaso sobre los campos arados y tras las casas con patios, más ordenado ahora el paisaje, más limpio. Faltaban sesenta kilómetros para Alepo, y se sucedían los hermosos pueblos de piedra blanca en un llano de extrema fertilidad: habían desaparecido los montes como por arte de magia o quizá los ocultaba la neblina que dejaba tras de sí el sol poniente, hasta donde la vista alcanzaba no se veían más que sembrados y labrantíos y casas de campo rodeadas de huertas, ni ostentosas ni miserables, casas que ya no pretendían remedar el chaletito occidental, casas de piedra como dados de arena sobre la tierra oscura, y hornos de pan como pirámides redondeadas y encaladas. Los campesinos sentados a la puerta disfrutaban del fresco del atardecer mientras grandes arcos móviles de riego automático fustigaban el aire con destellos y murmullos.
   La entrada a Alepo a esa hora del crepúsculo fue espectacular.
   Hermosas construcciones de piedra mármorea, blanca a la luz violeta que precede a la noche, se extendían a ambos lados de las grandes avenidas coronadas de farolas que oponían su luz al firmamento donde se inmovilizaban los vestigios de la última claridad.
   Setrak se detuvo a poner gasolina a cien metros del hotel.
   – Podrías llenar el depósito mañana -le dije-, mañana no hay nada que hacer.
   – No, ahora.
   – Está bien -y pacientemente esperé a que nos tocara el turno.
   Cuando me dejó en la puerta del Hotel Amir, un rascacielos en el mismo centro de la ciudad, le dije que hasta dentro de dos días por la noche no le iba a necesitar porque quería visitar la ciudad con calma.
   – Entonces ¿para qué has alquilado el coche?
   – Para volver a Damasco -repliqué.
   – Y mientras tanto, ¿qué hago yo? Yo podría haber trabajado esos dos días.
   – El trato que hicimos era para cuatro días. ¿Qué más te da -añadí utilizando ya con normalidad el tú que él me había impuesto desde el principio- si voy en coche o no voy? Tú cobras lo pactado y ya está.
   – ¡Oh!, ya está, ya está. Esto no es justo. En una hora tú puedes haber visto la ciudad y yo puedo llevarte por la tarde a ver la Basílica de San Simeón. Está a sesenta kilómetros y la carretera es muy buena, de las que te gustan a ti.
   No tenía la menor intención de visitar la Basílica de San Simeón, construida en el siglo V en la ciudad de Qala Samaan, para conocer el mayor monumento a la estulticia que existe en el universo, el monumento al hombre que renegó de las mujeres, incluida su propia madre, a la que se negó a mirar durante los cuarenta años que vivió sobre una columna amenazando a los mortales con los castigos que Dios les impondría por vivir en el vicio y la iniquidad. No pensaba en absoluto visitar esta basílica.
   Pero no se lo dije.
   – Te espero pasado mañana aquí, a las ocho de la noche -añadí cogiendo mi bolsa y despidiéndome con la mano-. Adiós, Setrak, que lo pases bien. -Y entré en el hotel dispuesta a darme un baño para calmar mi ansiedad, tomarme un whisky y cenar opíparamente en el restaurante del último piso que, como decía la guía, tendría la mejor vista de pájaro sobre la noche de la blanca Alepo.

X. Alepo la blanca.

   Alepo es una de las grandes ciudades del mundo árabe, comparable a Ammán, Rabat, Trípoli o Túnez, y aunque una gran mayoría de sus habitantes siga siendo cristiana, se la considera la tercera ciudad islámica por las trescientas mezquitas y ‘medersas’ que elevan al cielo sus alminares. Es la segunda ciudad de Siria con poco más de un millón de habitantes y mantiene vivo el espíritu de competencia con Damasco de la que le separan trescientos cincuenta kilómetros. Su historia se remonta al tercer milenio antes de Cristo cuando era una ciudad hitita llamada Halap que con los siglos y las invasiones pasó a ser macedonia, romana, bizantina y finalmente musulmana. Según la tradición fue en una de sus montañas donde el profeta Abraham apacentó sus rebaños.
   Alepo y en general la Siria del norte deben desde siempre su riqueza al mármol y las cerámicas, el vino, el aceite y la seda, y la fabricación del famoso jabón de laurel. Es tierra de grandes familias que durante generaciones ocuparon los puestos administrativos y jurídico religiosos, y cuyo poder e influencia siguen vigentes aún hoy.
   Es una ciudad rica en una zona rica, sobre todo desde que la construcción de la presa Al Assad hizo posible que se cultivara trigo y algodón en grandes extensiones de terreno fértil. Alepo es famosa, además, por sus excelentes pistachos, estos arbustos de flor roja que cubren campos y valles en toda la demarcación.
   En este viaje y en otros posteriores al norte de Siria visité un sinfín de ‘tels’, testimonio del paso sucesivo de civilizaciones: amoríes, hititas, arameas, macedonias, seléucidas, romanas, bizantinas, y cientos de escuelas, mezquitas, torres y castillos de la época árabe de los omeyas. Deambulé por las terrazas, salas y mazmorras de la ciudadela y de su castillo, el mayor y con toda seguridad el más impresionante monumento histórico de Alepo al que acuden todos los días turistas del interior y del exterior, la gran mezquita de los omeyas, el manicomio y, en los alrededores, las ciudades muertas del norte de Siria.
   Pero lo más impresionante de Alepo es su ciudad antigua, un sinfín de zocos y callejas medievales cubiertas que serpentean a lo largo de más de doce kilómetros y que según sus habitantes es la mejor de Siria aunque nunca hay que decírselo a un damasceno porque la rivalidad entre las dos ciudades sigue latente desde tiempos inmemoriales.
   Al día siguiente de mi llegada anduve paseando por sus callejuelas bajo una cubierta de bóvedas y arcos de medio punto entre los cuales se abren a la luz del sol pequeñas claraboyas que lanzan sus rayos sobre la multitud, hasta que, con ayuda de un minucioso y detallado plano, me hube familiarizado un poco con ella. Las ciudades antiguas desconciertan al viajero, sus zocos angostos y a veces empinados siguiendo la orografía del lugar, no tienen más indicación que las innumerables tiendecillas que se abren a ambos lados de la calle, y sólo cuando por mera casualidad o cuando, perdida la orientación, reconocemos tal o cual producto o la figura de un anciano frente a sus legumbres o sus especias, nos parece haber encontrado de nuevo el hilo de nuestro deambular.
   Las callejas están repletas de público que, quizá por la costumbre de caminar entre multitudes, no choca entre sí ni siquiera se roza como si tuvieran todos un extraño sentido que les hiciera zigzaguear contoneándose y evitar al que avanza en dirección contraria sin cambiar el rumbo. Pero yo no tenía este sentido ni caminaba al mismo ritmo que ellos, por esto me detenía y me arrimaba a la pared cada vez que quería mirar una tienda.
   De pronto noté la presión de una mano sobre la cadera y me volví airada contra un muchacho que me miraba con guasa y que a su vez se volvía hacia sus amigos riendo la gracia, o tal vez la apuesta. Seguí mi camino y me asomé a una tienda apenas mayor que un armario, con sacos de especias o de pétalos de flores para perfume. Olía el ambiente a cardamomo, clavo de olor y pimienta, y a los aromas de la antigüedad, salvia, canela, láudano, mirra, nardo, azafrán y resina, mientras seguían los árabes su infatigable deambular por los zocos, los hombres en busca de su pequeño negocio, de la compra diaria, del amigo con el que tomarse un té; las mujeres mirando embelesadas las joyas y las telas de los mostradores y escaparates, llevando bultos de un lugar a otro, caminando y riendo en grupos empujadas por la oleada humana.
   Callejas iluminadas de apenas dos metros de anchura donde es posible encontrar de todo excepto una chilaba blanca de hilo como la que compré hace años en Argelia, porque aquí todas tienen adornos, dorados y colorines. Me acerqué a un limpiabotas para que me limpiara los zapatos y para mi sorpresa fue él quien se sentó mientras yo tuve que permanecer en pie. Me miraban los hombres y las mujeres murmurando a su vecino palabras que yo no entendía. Apenas había espacio en este tramo y me envolvían no sólo sus miradas sino también los racimos de esponjas que colgaban del techo, las pilas de colchones, de vasijas, de cubos y cachivaches, todo de plástico ya, todo en colores chillones y en cantidades industriales.
   Los árabes miran. Caminar por la calle es pasar entre una fila de miradas como el día de la boda pasan la novia y el capitán bajo el túnel de sables. El árabe mira siempre. No mira con curiosidad, desprecio, admiración, lascivia, pasmo o sorna. No, sólo mira. Jamás vuelve la cabeza para mirar o seguir mirando, ni hace gesto alguno si no alcanza a ver. Mira lo que tiene delante. Se entera de lo que ocurre, de lo que pasa ante sus ojos, sin más.
   Acostumbrada al norte de Europa, donde no mirar se ha convertido en una virtud pública, o al sur, donde mirar es desde hace siglos una audacia, una impertinencia, cuando no un conato de violación o un ultraje, las miradas de los árabes dan confianza. Pasados los primeros días de turbación o desconcierto me sentía una más entre los que caminaban por la ciudad y miraba yo también, miraba a ese señor que avanzaba pasando las cuentas de su rosario, a las mujeres que arrastraban las cenefas de oro de la orla de su túnica, a los obreros y campesinos con sus ‘kufies’ a cuadros, o a las ancianas velado el rostro bajo esa máscara que las alejaba del mundo pero no las separaba de él.
   Según mi guía, una mujer sola nunca debe mirar de frente a un hombre porque éste lo tomará como aceptación de una insinuación. Pero no es así. Lo que quizá quería decir la guía, es que una mujer no debe sostener la mirada de un árabe, quizá porque para un centroeuropeo es tan insólito mirar a los demás que aún no han logrado distinguir entre mirar y sostener la mirada.
   El olor dulzón de la fruta se mezclaba más allá con el de la fragua de las herrerías. Venían después las carnicerías donde cuelgan del techo como trofeos las cabezas de los corderos y las carcasas, y más allá los barriles de aceitunas, pepinillos y berenjenas, y toda clase de quesos frescos de formas distintas, en hilachas, en pirámides, nadando en aceite en barreños siempre de plástico.
   Me acerqué a comprar jabón de laurel a un hombrecillo anciano que
   presidía un pequeño corro, y tras ofrecerme una taza de té se lamentó en francés de que hoy día los jóvenes ya sólo quieren aprender el inglés. En la pared de la tienda colgaba un relieve en barro del presidente hecho en serie cuyo vaciado se habría ensanchado con la repetición y el uso, y el rostro enjuto de Al Assad aparecía con grandes mejillas, gordo, irreconocible.
   Eran casi las cuatro de la tarde cuando salí de nuevo a la plaza junto al Hotel Amir. Me cegaba la luz del sol y estallaba en mis oídos un ruido indescriptible sobre el eco de fondo de las bocinas. La barahúnda ahogaba la oración de los almuédanos que aun con la potencia de los megáfonos no lograba hacerse un hueco entre las radios de los tenderetes, los frenazos de los coches y el griterío de los vendedores callejeros. Y por si fuera poco, los altavoces de las tiendas de discos atronaban la calle, la plaza y la ciudad entera, desafiando el rugido de tempestad de la estación de autobuses donde una multitud abigarrada compraba pinchos de cordero en puestos ambulantes. Densas columnas de humo escapaban de los hornillos y formaban en el aire un vaho espeso con olor a carne adobada y chamuscada y a pimientos asados que aliviaba la acidez de los desperdicios apelmazados en los rincones. Unos campesinos contemplaban embobados los aparatos de música alineados en los estantes de una tienda, sin inmutarse ni percatarse siquiera del amplificador que junto a su oído lanzaba ensordecedores reclamos y chirridos desconyutados, una mezcla de música occidental y melodías del desierto.
   Apretaba el calor, no quise pensar lo qué sería en el mes de agosto, porque esta ciudad es como una sartén, una hondonada inmensa de la que emerge la ciudadela y el castillo, rodeado de un círculo de lomas que detiene el viento del mar y del desierto.
   Atravesé caminando la ciudad en busca del parque público en los lindes del barrio francés con sus construcciones de los años treinta, de ángulos romos y terrazas de barco siguiendo el perfil del edificio.
   El parque es inmenso y cruzado por amplias avenidas en forma de estrella que desembocan en magníficas plazas ajardinadas, con fuentes y surtidores, una mezcla de jardín árabe, geométrico, en el que los franceses dejaron esas masas de boj o de arrayán recortadas en forma de bolas o de conos bajo cuya sombra duermen hoy los hombres o juegan las mujeres en grupos con sus hijos sin pensar en el pasado.
   Varios mendigos envueltos en los pliegues bíblicos de sus harapos dormían plácidamente bajo un tamarindo en flor, con un gigantesco turbante por almohadón.
   Me dirigí al recinto florido del restaurante y pedí un bocadillo y una cerveza, y sentí de nuevo esa sensación de lujo y hasta de lujuria que transmiten los surtidores y las parras, la mezcla de palmeras, pinos, lonas y toldos blancos, los estanques con peces de colores, las grandes adelfas en flor, todo hermoso, ordenado, bien organizado, descascarillado siempre.
   Me sirvió displicente uno de los mil camareros que charlaban, tomaban té y fumaban en un rincón del restaurante. No era un experto ni impecable estaba su americana blanca, pero se mostró amable y sonriente.
   Cuando este país sea un poco más rico, si antes no llega un nuevo y más sangriento golpe de estado que le suma en las tinieblas, no habrá lugar en el mundo que reúna más elementos de sensualidad y lujo capaces de desterrar los Mickey Mouse, la música atronadora y las chillonas hamburgueserías americanas de nuestras latitudes pensé, aunque duró poco la esperanza y presentí que, como nosotros antaño, también ellos están inevitablemente abocados a la modernidad occidental impuesta por las multinacionales, porque la música árabe que lanzaban al aire los altavoces ya tenía un pase por el rock o por la salsa, perdidas para siempre la sinuosidad, la gracia y la garra.
 
   La francesa en el museo.
 
   El Museo Arqueológico de Alepo, un museo pequeño y estructurado con intención pedagógica, contiene objetos preciosos, vasos y jarros decorados, bajorrelieves, tablillas cuneiformes, piedras labradas, joyas y aderezos en vitrinas buena parte de ellos, que abarcan un periodo comprendido entre el quinto milenio a.C. y el siglo V d.C., en su mayoría procedentes de las antiguas ciudades sirias, Mari, Ugarit, Ebla, tesoros de los sumerios y de los hititas y restos del mundo griego y romano y de los distintos periodos islámicos. El edificio construido para museo consta de dos plantas cuyas salas envuelven un gran patio central.
   En la entrada después de las escalinatas de acceso nos acogen impresionantes estatuas de basalto del siglo IX a.C. descubiertas en Tel Halaf de estilo neohitita: una diosa y dos dioses de pie a lomos de su animal atributo, dicen todas las guías, que sostenían el pórtico de entrada de un palacio, y dos esfinges que fueron ornamentos en la base de la jamba de la misma puerta.
   El Museo está organizado de acuerdo con los lugares arqueológicos más importantes donde se encontraron los objetos, lo que no significa que los de una ciudad o un ‘tel’ determinado pertenezcan necesariamente a un único periodo histórico, sino que a veces muestran una variedad de civilizaciones e influencias del mismo periodo.
   Estaba pensando cómo organizar la visita cuando descubrí la mirada fija en mí de un muchacho que se acercaba. Le volví la espalda de malos modos tal vez porque recordé al chico del zoco (el único impertinente que encontré en dos meses de viaje), aunque enseguida me di cuenta de que no tenía intención de guasa ni había en sus ojos picardía alguna, así que me volví para rectificar pero ya no fue posible porque debió de interpretarme mal y huyó escaleras abajo aterrorizado por aquella mirada airada con que yo había respondido a la suya. Me costaba recordar y reconocer que en Siria todo el mundo es amable, y que hay que perder ese miedo a lo desconocido que nos acompaña en Occidente porque, hoy por hoy, todo parece indicar que la gente está en la calle para acompañarnos, protegernos y ayudarnos, y si en algún momento descubren que nos son incómodos o queremos estar solos, se retiran sin ofenderse y siguen su camino. Y la excepción no es nunca un pretexto para tomar represalias o desconfiar.
   Me uní a un grupo de franceses y me detuve tras varias mujeres un tanto rezagadas y desinteresadas.
   Excepto una de ellas.
   – ¡Ah no! -decía detrás de mí en francés-, son tres millones de años, el hombre ya es bípedo pero en absoluto un ser humano. -Era evidente que hablaba sola pero ofrecía su discurso de entendida a las otras dos, convencida de que la seguían. Ellas, sin embargo, se habían detenido en una vitrina de amuletos del tercer milenio y no le prestaban la menor atención. La mujer continuaba su discurso para mostrar, con esa pedantería tan francesa, que la visión de esa hacha primitiva con la que nuestros antepasados se defendían o atacaban a sus coetáneos, la había dejado hasta tal punto atónita que sin poderlo evitar, sin ser siquiera consciente de ello, la ciencia que contenía su intelecto brotaba espontáneamente de su boca. Se agachaba con agilidad y contemplaba otra pieza con mirada de experta.
   – ’Probablement… oui, oui’ [2] -la oía murmurar mirando ahora los relieves de basalto del templo de Ain Dara. Y me dediqué a seguirla porque me tentaba recorrer las salas con ese ser singular.
   – ¡Dieciocho siglos antes de Cristo! -continuaba admirada ante una estatuilla de bronce del dios Baal-, esto quiere decir que estamos en la época de Abraham.
   Pero había mirado mal, la figurilla no era del siglo XVIII sino del XIV. Di una vuelta con disimulo y la miré de frente: llevaba unas gafas con un cristal tan gordo que sus ojos miopes hacían aguas tras ellos. Era imposible que pudiera leer esas letras minúsculas de las cartelas.
   – ’Cet bassin rituel, pour porter de l.eau, c.ètaient des gens comme &a…’ [3]
   – ’Ah, &a c.est aprés l.incendie’ -decía-, ‘la salle du marchè [4] -se acercó mucho más, se levantó las gafas y leyó y tradujo del inglés siguiendo el texto con el dedo y aplastando casi el ojo contra la cartela. De todos modos a mí me dio la sensación de que inventaba lo que decía porque no tenía el menor sentido, pero no pude comprobarlo porque si me acercaba me descubriría y la perdería.
   Me detuve a contemplar la estatuilla de Lamji Mari, gobernador de la ciudad de Mari decía la placa, de la primera mitad del tercer milenio, un gobernador con barbas y faldas de grandes plumas de ave, y tuve que correr para recuperar a mi francesa que ya estaba en otra sala haciendo gestos de asentimiento frente a unas vasijas de hace tres mil años. Claro, claro, parecía decir para sí misma, anonadada, creyendo aún que la seguían sus amigas, pero sin atreverse a comprobarlo.
   Pasó por la sala helénica de Palmira sin darle demasiada importancia. No sé si queriendo significar que esto no era ni mucho menos lo mejor del Museo o que su especialidad se remontaba a milenios, no a siglos.
   De pronto, al volverse, se dio cuenta de que se había quedado sola conmigo. Me miró sin reconocerme y me preguntó:
   – ’Êtes-vous archèologue?’ [5]
   – No -respondí.
   Respiró a todas luces aliviada.
   – ’Êtes-vous du group?’ [6]
   – No -repetí.
   Frunció el ceño como queriendo saber qué demonios hacía yo allí entonces. Y consciente de que por mí no hacía falta tomarse tanto trabajo, recorrió los metros que la separaban de los demás y se unió a su grupo en la sala siguiente.
   – Oh, si hubiera un banco -decía en un susurro otra francesa a su marido con cara de dolerle los pies-, tanta piedra y ninguna para sentarse. -El marido un tanto azorado le dio un codazo.
   – Son las cinco y media y a las ocho tenemos la cena -levantó la voz otra turista agotada por ver si de una vez el guía se los llevaba y podían sentarse en alguna parte.
   Viajar en grupo y estar obligada a recorrer los museos al ritmo de los demás debe ser una verdadera tortura, me dije al abandonar el Museo saltándome las salas de pintura contemporánea que, después de esos tesoros milenarios, no habría sabido cómo mirar.
 
   La noche.
 
   Al atardecer contemplo la ciudad por la ventana de mi habitación en el décimo piso del hotel. El resplandor patinado de las ciudades árabes del Mediterráneo un instante antes de que anochezca, las luces que se encienden poco a poco en un ámbito donde todavía no proliferan los anuncios y los pocos que hay son tan modestos que parpadean indecisos como si también pertenecieran al cielo pálido y violeta donde comienzan a despuntar las estrellas.
   Y por la noche, cuando me despierta una campana lejana que el viento trae del barrio cristiano, vibran aún en la ciudad silenciosa ruidos perdidos en lontananza, y bajo la ventana de mi habitación del hotel, siguen prendidas las luces de una terraza donde seis o siete personas charlan al fresco de la madrugada y beben té o quizá cerveza: mañana viernes es la fiesta semanal. El cielo se aclara y aunque desde mi ventana encarada a occidente no veo amanecer, sí descubro los destellos que el alba arranca a la piedra blanca de los edificios. Las farolas de las calles y avenidas hasta donde alcanza la vista dibujan líneas de luz en la ciudad que comienza a despertarse y una vez más sube al cielo, aquí, en el país entero y en todo el mundo árabe, la oración de los almuédanos.
 
   El guía Yemael.
 
   Salí del hotel cuando todavía la mañana era fresca, con Yemael Telyebini, un guía que me proporcionaron en la recepción que tenía un lejano parecido con Omar Sharif: ojillos penetrantes y risueños y grandes mostachos negros en contraste con el cabello cuidado y plateado. Caminaba a mi lado un poco inclinado y hablaba en voz baja para dar más empaque a lo que estaba diciendo. Llevaba bajo el brazo un par de libros de consulta, me dijo, pero tardé muy poco en comprender que sólo sabía lo que repetía a diario, porque cuando le pregunté por qué las mezquitas tienen esa especie de pararrayos jalonado por tres bolas y rematado por una media luna de metal, dijo sin ningún rubor que lo ignoraba, y cuando más tarde quise saber hacia dónde estaba La Meca, lo ignoraba también, aunque sabía, añadió, que en la mezquita la dirección la marca el ‘mihrab’, el ábside. Se lamentó de que fuera viernes, la fiesta semanal de los musulmanes, y nos fuéramos a perder el abigarrado colorido oriental de la ciudad, y repitió la frase que debía de parecerle muy lograda, el abigarrado colorido oriental de la ciudad.
   Pero a mí no me importaba. Las calles estaban desiertas y ninguno de los pocos hombres que transitaban por ellas iba hoy vestido con ropas occidentales. En los zocos, los portalones de madera de las tiendas estaban atrancados, y sólo de vez en cuando, aquí y allá, el ruido de cascanueces de una persiana metálica indicaba la presencia inusual de un comerciante laborioso. Rayos de luz de sol atravesaban en diagonal arcos y bóvedas desiertas y temblaban en el aire infinidad de motas de polvo movedizo tras las cuales las callejas silenciosas extendían hasta perderse el aroma misterioso de los siglos.
   Recorrimos los zocos desiertos durante tanto rato que me perdí y caminaba tras él obediente. Al principio del recorrido Yemael me parecía un ser curioso: me tenía durante más de diez minutos ante una ventana o un dintel cuya contemplación e historia, por más rato que estuviéramos y por más veces que la repitiera, no lograba despertar mi interés, y en cambio pasábamos ante ‘medersas’ antiguas y bien conservadas o puertas entornadas que escondían mansiones y palacios, patios floridos con surtidores o grandes claustros que habían sido antaño un impresionante ‘jan’ donde se hacían las transacciones de mercancías, sin prestarles la más mínima atención. Sólo a media mañana descubrí que los arabescos que adornaban las jambas de las ventanas ante las que se detenía no eran más que letras antiguas árabes que él leía con la entonación de quien está improvisando.
   Me di cuenta también de que la piedra de Alepo no es tan blanca como me había parecido al llegar, sino que tiene un leve tono de arena dorada y me explicó Yemael que ese matiz resplandeciente, esa pátina con tonalidades de mármol tanto de los edificios modernos como de los muros de los ‘jan’ o de los palacios, se conseguía por el ancestral procedimiento de regar las piedras con un tinte vegetal mezclado con agua al que se añade aceite de linaza para darle consistencia, duración y brillo, y al pie de una obra me mostró un montón de piedras vírgenes de ese baño que tenían aún la blancura metálica de la sábana. Un procedimiento parecido al que se utilizaba y se utiliza aún en el Ampurdán o en Mallorca e Italia, aunque mucho menos desde que se ha impuesto la cal de Andalucía, con el ‘caparrös’ o con los tintes vegetales para colorear las paredes revocadas de cemento y darles el tono tostado que tanto se aviene con el paisaje.
   Mientras caminábamos, Yemael me advirtió que tendría que ausentarse varias veces durante la visita para orar, porque como usted sabe los musulmanes tenemos que orar cinco veces al día. Y añadió con mucho celo y orgullo: nosotros tenemos cinco pilares, son los cinco dogmas escritos en el Corán que guían nuestra vida cotidiana, son los siguientes:
   Chahada: No hay más Dios que Dios y Mahoma es su Profeta.
   Salat: La llamada a la oración cinco veces al día, al alba, al mediodía, por la tarde, a la puesta del sol y a la caída de la noche, siempre de cara a La Meca y recitando las oraciones prescritas.
   Zaka: La limosna a los pobres y a los necesitados. En los estados modernos musulmanes se ha convertido en un impuesto obligatorio destinado a los pobres.
   Ramadán: Durante el noveno mes del calendario musulmán todos los musulmanes están obligados a ayunar desde la salida del sol hasta la puesta, en conmemoración del mes en que Mahoma tuvo la revelación del Corán.
   Hadj: La obligación de peregrinar a La Meca por lo menos una vez en la vida durante la cual el peregrino vestido con una túnica blanca sin costuras da siete vueltas alrededor de la Kaaba, la piedra negra que está en el centro de la mezquita.
   – Además -añadió-, el Profeta pidió y consiguió que los hombres se lavaran por lo menos cinco veces cada día. -Pero nada me dijo de la Guerra Santa.
   Habíamos llegado frente a una puerta que Yemael empujó suavemente.
   – Es un ‘jan’ -dijo y continuó:
   – Lo que fueran antes los ‘jan’, las antiguas posadas casi todas de los siglos XIV a XVI o XVII, esconden sus patios, sus claustros y sus aposentos tras un portalón claveteado y se han convertido hoy en almacenes, talleres e industrias.
   Con la puerta más abierta descubrimos, aun siendo fiesta, una actividad febril, y al acercarnos al impresionante pórtico en aparejo en hilada alternando las piedras blancas y las negras, vino de malos modos el capataz y nos dio con el portalón en las narices, aunque no antes de que hubiéramos visto a decenas de niños bregando con bultos envueltos en tela de saco para apilarlos bajo las galerías. Yemael parecía avergonzado y casi se excusó: es obligatorio que los niños vayan a la escuela, dijo, pero como hoy es fiesta, la policía hace la vista gorda para que puedan ganarse un pequeño salario que vendrá bien a sus familias. Esto antes no ocurría.
   – ¿Cuándo es antes?
   – Antes, quiero decir, hace unos años. Con la llegada de Al Assad se prohibió el trabajo infantil, pero ya sabe, todas las leyes acaban por relajarse con el tiempo.
   El trabajo infantil es una plaga mundial muy difícil de extirpar en países cuya práctica era habitual hace tan sólo veinte o treinta años y que siguen rodeados de otros donde casi siempre por deudas de sus antepasados que no lograron redimir con el trabajo de toda una vida, cientos de miles de niños nacen esclavos todos los años. Niños que recogen basuras o mendigan para otros en el Sudán, niños que desde los cuatro años fabrican ladrillos como sus padres en Mauritania, niños que en el Chad cargan con bultos superiores a su tamaño.
   O los niños de Asia, África y América Latina que, sin nacer esclavos, trabajan en el campo, el desierto, el pantano, la fábrica o la prostitución. Niños que no conocerán en toda su vida un solo día de libertad.
 
   La ‘medersa’ Chahadbajtiya.
 
   Buscando un poco más lejos el portal de estalactitas en aparejo de dos colores de la ‘medersa’ Charafiye de 1242 que ha sido convertida en biblioteca, entramos en otra ‘medersa’ muy pequeña que me sobrecogió: la ‘medersa’ Al Chahadbajtiya. Al ver la dificultad que tenía en pronunciar esta palabra, Yemael me dijo con benevolencia que todo el mundo la conoce por Masyid Cheij Maruf Firdaus. Esta ‘medersa’ cuyo nombre vulgar le parecía al guía mucho más fácil de pronunciar, no aparece en las guías y no es probable que pudiera encontrarla por mis propios medios aunque recuerdo que estaba por la parte sur en el zoco Al Darb, no lejos de la gran mezquita.
   El patio era muy pequeño y al frente se abría la puerta de acceso al ‘haram’, el santuario propiamente dicho. A la izquierda subiendo dos peldaños, otro patio más pequeño aún, estaba alfombrado como es costumbre en el país, con tapices de distintos tamaños que se superponen hasta cubrir la totalidad de la superficie, y sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra la pared un árabe leía un gran libro con tal atención que ante nuestra aparición no levantó la vista un solo instante. En la parte opuesta se abría el mausoleo y en el centro del patio, frente al lector, el chorro de un surtidor se levantaba apenas unos palmos del estanque y cantaba el agua bajo el limonero florido que daba sombra y fragancia al ambiente. Todo parecía en miniatura.
   Todo controlado, el silencio, el ruido, el chorro de agua, las zonas de sol y sombra, las medidas proporcionadas de los patios, los arcos y los muros, los pasos del imán gordito con un bonete blanco que apareció por una puerta del fondo, en el segundo patio, y se acercó a darnos la bienvenida.
   Después de hablar con el guía y saludarnos con una inclinación al tiempo que se tocaba el pecho, la boca y la frente, se fue en busca del manto negro que yo habría de ponerme. Era de material acrílico y me daba calor. Como una exhalación cruzaron por mi mente esas mujeres del Irán o de Arabia Saudí que no se lo quitan más que en casa y di gracias a Alá por haberme hecho nacer en un país donde no privan esas costumbres.
   El imán comenzó a hablar y el guía iba traduciendo. La fecha de fundación de esta ‘medersa’ es el 589 de la Hégira, que corresponde al año 1193 de nuestra era, según reza en la placa empotrada en el vano del portal, bajo los alveolos de la semicúpula que, según leyó y tradujo Yemael, decía así:
   “En el nombre de Alá se creó esta escuela para los discípulos del imán supremo, la antorcha de la nación, Abu Hanifa, ¡que Alá esté satisfecho de Sí mismo!, en la época del rey Al Zahir Gazi, hijo de Yusuf, cuya victoria sea glorificada, el esclavo que anhela la misericordia de su Maestro, Chahadbaj, el emancipado del rey Al Adil Mahmud, hijo de Zengi, en el año 589”.
   Después nos acercamos al medallón sobre el arco de la puerta donde figuraba el nombre del arquitecto:
   “Obra de Qasim, hijo de Said, el que está ávido de la misericordia de Alá”.
   El guía repetía obediente: “El fundador de esta ‘medersa’ fue también el constructor de una cisterna. Por el apellido que significa “afortunado” se supone que fue un liberto que tomó el nombre de quien le liberó, y en unos escritos sobre la muerte de Nureddin, figura como un eunuco hindú que fue lugarteniente de la ciudadela. Fue también tutor de los hijos de Nureddin. Y a la muerte de éste aseguró la descendencia…”.
   La historia era larga y confusa y llegaba a nuestros días con un repertorio de nombres, asesinatos, sucesiones, guerras y traiciones que no logré retener, más o menos como las que jalonan nuestra propia historia.
   Entramos en el ‘haram’. Era un pequeño santuario alargado con una cúpula entre dos bóvedas. El nacimiento de la cúpula formaba un octógono cuyos cuatro ángulos alternos miraban a los cuatro puntos cardinales. Un rayo de sol casi sólido de puro delimitado y preciso caía sobre el muro. Es la ‘meznara’, me explicó el guía, el boquete abierto en la cúpula por donde entra un rayo de sol que marca en las inscripciones de la pared la hora de la oración del almuédano. Pero esto era cuando no había relojes, aclara. Entonces la hora de la plegaria dependía del sol.
   – Y ¿cuando no había sol?
   – ¿Cómo cuando no había sol?
   Siempre hay sol, el sol sale todos los días -respondió mirándome extrañado.
   Es cierto, cada país configura la medición del tiempo de acuerdo con los elementos de que dispone.
   Quizá en los países nórdicos midieran los periodos y los intervalos por las gotas de lluvia o el paso del agua de los ríos. Y tal vez ésa sea la razón por la que la religión musulmana nunca haya logrado afianzarse en aquellas tierras húmedas y verdes sin sol.
   Al salir del santuario después de haber admirado el ‘mirnab’ en marquetería de mármol que los siglos han mantenido intacto, nos invitaron a sentarnos sobre la alfombra junto al hombre que seguía leyendo apoyado en la pared, y que no levantó la vista del libro en el rato que permanecimos allí.
   Todo sucedía con lentitud, con pausa, en voz baja. Ningún sonido, ninguna voz ahogaba la de los demás. Les oía hablar y me dejaba llevar de la melodía de esa lengua de consonantes duras, que alternadas con las profundas aspiraciones y las largas vocales abiertas dan lugar a un canto de cadencia singular, y oía al mismo tiempo el rumor del agua y el tenue viento que movía las hojas del limonero, y me quedé traspuesta mirando el chorro del surtidor, un movimiento tan absorbente y fascinante como contemplar la danza de las llamas en el fuego del invierno. Me sentía en paz y sólo me ofendía el calor que se acumulaba bajo el manto con el que trataba en vano de cubrirme las piernas y los pies al mismo tiempo que la cabeza y los cabellos. Lo dejé resbalar con disimulo sobre los hombros para que desapareciera ese ahogo en la cara que sentía congestionada, pero el guía, al darse cuenta de que se me había caído, me hizo un gesto para que me cubriera, y el imán, como si adivinara mis ocultas intenciones, añadió que sabía cuán caluroso podía ser ese atuendo pero me rogaba que comprendiera que no me lo había hecho poner por someterme a una inútil penitencia sino por respeto al lugar santo donde nos encontrábamos. Lo comprendí, subí el manto hasta la frente y procuré olvidar ese miniclima canicular que envolvía mi cuerpo.
   Entonces apareció un alumno con una bandeja de metal labrado y tres vasos de manzanilla ardiendo. Para refrescar, supuse, como el té que me ofreció Mrs. Davies, mi patrona de Oxford, un día, hace ya muchos años, durante una excursión.
   Y mientras el imán iba en busca de grabados y planos de la mezquita y fotocopias de libros antiguos en los que se narraba su historia, e incluso cuando volvió con ellos bajo el brazo y nos los mostró, por mucha atención que les prestara, por muchas exclamaciones que dijera, yo estaba a miles de kilómetros de distancia y había retrocedido veinticinco años en el tiempo. Estaba yo entonces pasando un mes en Oxford y había alquilado una habitación en la casa de Mrs. Davies y de su hermana Mrs. Parsons. Un día, quizá el más caluroso que recuerdan los ingleses, me invitaron a dar un paseo por el campo en el coche de una amiga. El calor era insoportable y, como ninguna de las tres damas tenía menos de ochenta años, las ventanillas del coche permanecían herméticamente cerradas para evitar las corrientes. Yo, como ellas, estaba sofocada pero no me atrevía a protestar; ellas, en lugar de bajar los cristales, no hacían más que quejarse de la crueldad de ese verano inmisericorde. De pronto dijo la amiga que conducía:
   – ’Five o.clock, it.s tea time.’ [7]
   Nos detuvimos en la carretera bajo un árbol de hojas raquíticas que apenas daba más sombra que un almendro.
   Tranquilizada porque creía que íbamos a dejar ese infierno, ya me disponía a abrir la puerta cuando me percaté de que nadie tenía la menor intención de salir. Delante, las dos damas permanecieron inmóviles mientras Mrs. Parsons, que compartía el asiento de atrás conmigo, levantó del suelo una cesta de la que extrajo varias tazas de picnic y un termo que resopló al abrirlo como una locomotora y soltó un vaho tan ardiente y espeso que dejó el interior del coche borroso como un baño turco. Casi a ciegas Mrs. Parsons nos sirvió el té en ebullición en las tazas de plástico que yo iba cambiando de mano para no abrasarme los dedos.
   Entre las brumas del vapor vi de pronto que en el asiento delantero Mrs. Davies se llevaba el té a la boca y lo bebía sin abrasarse la lengua. Depositó la taza en el reverso de la tapa de la guantera que había abierto y que tenía una hendidura especial al efecto, y ante mi asombro y el asentimiento de las otras dos damas, lanzó un suspiro de satisfacción y exclamó solazada:
   – ’How refreshing!’ [8]
   Lo mismo que yo repetí riendo aún para mis adentros aquella mañana en el patio de la ‘medersa’, veinticinco años después: los designios del Señor, me dije una vez más, son inescrutables e impredecibles las relaciones que establecemos con el pasado.
   Cuando nos despedimos, el imán me dio a besar el Corán e inclinando la cabeza me deseó varias veces que Alá me protegiera todos los días de mi vida. Fui a ofrecerle una limosna por el tiempo perdido pero no la aceptó. Nuestro deber y nuestro gozo, dijo, es atender a los hermanos, sean o no sean musulmanes. No insistí, y en señal de agradecimiento y respeto por él y por la religión que le inspira, besé de nuevo el Corán que mantenía aún abierto, le devolví el manto, eché una última mirada al remanso de paz que me había acogido con tal complacencia y descubrí en un rincón del patio cuatro grandes tiestos poblados de aspidistras verdes y relucientes que, contra todo lo que he aprendido sobre plantas en mi vida, parecían encontrarse en la gloria al brutal sol del mediodía.
 
   El Bimaristan Argun.
 
   Caminamos por las callejuelas hasta encontrar un edificio construido en el 755 de la Hégira, el 1354 de nuestra era, que según explicó Yemael era el Bimaristan Argun. Es uno de los más bellos edificios de la ciudad antigua de Alepo, que pude admirar a voluntad porque el guía se excusó diciendo que era la hora de la plegaria y tenía que retirarse a orar. Insistió en que, si al acabar la visita él no había llegado aún, me sentara en el ‘liwán’ con los guardianes que habían instalado una tienda en el patio y pasaban allí el día de fiesta con sus seis niños. Siempre me sorprende esta capacidad que tienen los árabes para montar un hogar con alfombras, toldos, despensas y lechos en los lugares más insólitos sin que ofenda su intimidad ni moleste su constante trajinar.
   Estaba en realidad en un antiguo hospital para locos, es decir, un manicomio. Dos ‘liwanes’, uno frente a otro, se abren al patio donde hay un gran estanque. Yendo al interior del edificio por estrechos y oscuros pasadizos sin más luz que los rayos que se filtran por las exiguas claraboyas del techo se encuentran tres patios más, cada uno con su surtidor central.
   Los tres están rodeados de minúsculas celdas desde cuyas ventanas enrejadas los locos veían pasar el tiempo al ritmo o al sedante rumor del surtidor. Es admirable que en el siglo XIV se construyera un manicomio donde en lugar de inmovilizar a los locos con cadenas y correas hasta convertirlos en bestias se intentara dulcificar sus terrores con el monótono rumor del chorro de agua que había de ejercer, y quizá fuera cierto, una influencia benéfica sobre sus mentes torturadas.
   Volví al patio central por esos pasillos oscuros casi laberínticos, donde me esperaba el surtidor con los cisnes y los niños de los guardas. El guía no había vuelto aún, así que acepté el ofrecimiento del padre y me senté en el suelo sobre un colchón de flores que servía de sofá y me entretuve con los niños que se acercaban a mostrarme sus tesoros, unos lápices de colores y un coche de madera con ruedas claveteadas. Nos entendimos por señas y después de repetirles mi nombre y señalarme, logré saber los de padres e hijos, Imè, Abdul, Menel, Alí, Ahmad, Fatmi, Hammed y Aicha. El hombre me acercó una taza de té y me ofreció tabaco. La mujer de piel muy clara y ojos grises y con un velo blanco sobre el cabello suelto, trajinaba preparando la comida en un fogón afianzado sobre un escabel. Hacía calor, pero ella no parecía agobiada ni sofocada. Se volvió hacia mí con un pincho de carne en la mano. Yo no sabía qué hacer, los niños gritaban y la mujer seguía esperando con el brazo tendido y con la sonrisa inmovilizada en su rostro dulce y expresivo. Tomé lo que me ofrecía y lo comí mientras los niños reían y aplaudían. Era un pedazo de hígado de cordero envuelto en un tenue velo de su propia grasa, adobado con menta, una verdadera delicia. La mujer iba repartiendo pinchos como el mío a toda la familia y pronto volvió a tocarme el turno. Esta vez se trataba del lomo, de cordero también, con una tira de pimiento rojo.
   Por el apetito que se me iba desencadenando comprobé que era muy tarde ya, y por el tiempo que hacía que había desaparecido llegué a la conclusión de que el guía en lugar de ir a rezar se había ido a su casa a comer y a echarse una siesta. Cuando volvió al cabo de más de una hora ya habíamos terminado el cordero a la menta, la ensalada de apio y puerros aderezada con aceite de romero y varias hilachas de queso de Alepo con miel. Yo había sacado decenas de fotos a los niños, que excitados por la novedad reían y se ponían en las posturas más estrafalarias. Uno de ellos, en un alarde de precario equilibrio, había caído al estanque ante los gritos de los demás. La madre lo había mirado sonriendo pero no dijo nada, el padre fumaba su cigarrillo sentado a la sombra. Yo compartí otro té con ellos mientras mirábamos a los niños que, uno tras otro, se dejaron caer al agua asustando a los cisnes blancos.
   Nos despedimos con besos y abrazos y les prometí, traducido ahora por el guía, volver para darles las fotos. Todos me acompañaron a la salida y agitaron los brazos apiñados en la puerta. Al torcer por una calle lateral me volví y aún seguían allí despidiéndome con la mano.
 
   Cuando en otro viaje a Alepo volví al Bimaristan Argun, el patio estaba desierto y nadie respondía a mis llamadas. Al cabo de un momento salió un hombre medio dormido, un poco asustado, y al preguntarle yo dónde se encontraba la familia, salió corriendo a la calle y volvió con el padre, que no podía creer que yo hubiera vuelto con las fotos, como si lo natural fuera su generosidad pero no estuviera prevista la de los demás. Me dijo que ese día, martes, creo que era o miércoles, el Bimaristan estaba cerrado al público y los niños habían ido con la mujer a casa de los padres de ella que vivían en el campo. Dijo mil veces que les diría que yo había vuelto, les mostraría las fotos y, estaba seguro, todos ellos estarían muy tristes por no haberme visto. Después me pidió que esperara un instante, se retiró y volvió con un bolso de punto de color celeste con mariposas amarillas, rojas y marrones, que su hermana había bordado a mano, rogándome que lo aceptara en señal de amistad.
   No hay un árabe de Siria que no se desviva por hacer la vida agradable a sus huéspedes, los conozca o no. Es impresionante lo dotados que están para la hospitalidad, la generosidad, el desprendimiento, la capacidad de compartir lo propio. No lo hacen ni por obligación ni por merecer elogios, ni siquiera por ser mejores, sino porque para ellos supone el mayor de los honores.
 
   Mezquitas y ciegos.
 
   Caminamos de nuevo al sol de la tarde y yo apenas me enteraba de lo que veía. La mezquita otomana Adliyè, la más antigua de las mezquitas turcas de Alepo construida en 1517 con cúpulas turcas, es del siglo IX, me dijo Yemael aunque luego rectificó y la situó en el siglo IX de la Hégira. Salieron los estudiantes y, para mi tranquilidad, nos dijeron que no podíamos entrar. Lo mismo ocurrió en la gran mezquita de los Omeyas donde a mí sólo se me permitió entrar en el gran patio lleno de ciegos que por unas monedas -o unos billetes porque casi no hay monedas- cantan versos del Corán. El guía se fue de nuevo a rezar, dijo, y me dejó sola en medio del patio rodeada de esos ciegos que, aunque sabía que no me veían, me hacían sentir incómoda, porque no tenían aspecto de ciegos bondadosos sino hirientes y mordaces. El guía volvió purificado por su oración y me tranquilizó.
   Los ciegos, sentenció, nunca son tan bondadosos como los sordos; los ciegos, insistió, son malos o por lo menos resentidos, pero sólo de palabra y de gesto, por lo demás tienen buen corazón.
   Cuando llegué al hotel estaba agotada de calor y de cansancio.
   Me despedí del guía que se inclinó ceremoniosamente e hizo ademán de besarme la mano. Pero aun así, cuando le vi meterse por una calleja ya casi oscura, salí en otra dirección para ir al bar del mítico Hotel Barón donde tantos y tantos aventureros y personajes célebres habían tomado su ginebra o su martini, dispuesta a hacer yo también lo mismo a la salud de esos seres que me acompañan aún.
 
   Fiesta en la calle.
 
   Todavía me entretuve y di un rodeo para acercarme a una de las puertas de la ciudad que data del siglo XV, cerca de la estación de taxis, llamada Puerta de Antioquía y cuando iba a sacar una fotografía a una niña vestida con un traje de fiesta donde había más estrellas que en el cielo de agosto, se escapó y se escondió tras un portalón.
   Pasó un árabe en una moto sin silenciador ondeando su pañuelo al viento. La ciudad estaba llena de campesinos vestidos de las formas más variadas, familias enteras como salidas de viejas fotografías, chicas cogidas del brazo que recorrían las aceras saltando al compás de sus canciones, soldados en grupos contemplándolas, camionetas con la plataforma atiborrada de gente que cantaba y reía.
   De pronto, en una bocacalle vi a una multitud de hombres, mujeres y niños vestidos de fiesta que sostenían guirnaldas o agitaban en el aire ramos de flores. La calle estaba llena de inscripciones de colores y de las fachadas de las casas colgaban adornos y pancartas con caracteres árabes bajo arcos de triunfo de boj y arrayán. Intenté adentrarme y al poco tiempo me vi envuelta en un jolgorio espectacular de gritos, cantos y tambores: era el recibimiento a unos vecinos que regresaban de su peregrinación a La Meca. Sin saber hacia dónde, avancé arrastrada por la multitud, que ni siquiera me veía, y a punto estuve de caer sobre dos corderos atados a una reja casi a ras de suelo que en vano balaban y se lamentaban de tanto apretujón. Los balcones estaban llenos de mujeres hablando a gritos con los de la calle. De pronto, un rebato de tambores me atronó los oídos y en el mismo instante la gente abrió paso con dificultad a cuatro hombres vestidos de blanco, altos y elegantes, de largas barbas y velos recogidos en la frente con el ‘selok’, que se detuvieron forzados por el gentío, se abrazaron y se besaron una y otra vez ante los aplausos enloquecidos de todos.
   Alguien, entre las piernas de la gente, había agarrado uno de los corderos y lo estaba matando sin que nadie oyera ni reparara en el último chillido estridente del animal al sentir en la carne el filo del cuchillo. Un chico mojó la mano en su sangre y la estampó en la pared blanca. La calle entera retumbaba con el fragor del griterío y el baile improvisado al compás de los tambores, algunos se arrancaron a dar palmas y todos querían tocar la mano de los recién llegados para llevarse después la suya a la frente.
   No sé cómo pude salir de allí porque cuando se dieron cuenta de la presencia de una extranjera me abrieron paso para que fuera a saludar a los recién llegados, bebí luego varias tazas de té con ellos en las que mojé unos roscones tan apelmazados, dulces y sabrosos como los que hacen en todos los pueblos de España y después me hicieron pasar al ‘liwán’ de la casa y sentarme en el corro de las mujeres, donde no puedo recordar si entré por mi propio pie o empujada por una multitud enfervorizada dispuesta a exaltarse y agitarse por todo cuanto ocurriera aquella tarde.
   Entendí que esperábamos a que acabaran de asarse los corderos en el fuego que alguien habría encendido al fondo de la calle. Allí estuve con ellas, saludando a los que entraban con una inclinación de cabeza, sonriendo a los ojos fijos en mí, mi mano entre las suaves y tiernas de la gran madre que presidía la fiesta, feliz entre esas gentes acogedoras y amables a las que no volvería a ver jamás, aunque un poco confundida también porque, entre aquellas maternidades de amplios ropajes y velos negros que me miraban con ternura y curiosidad, mis pantalones blancos tenían un aire exótico y desplazado.
 
   El Hotel Barón
 
   El Hotel Barón se parece muy poco al de la postal que anuncia sus pasados esplendores. Sin demasiadas contemplaciones se ha subido un piso al edificio de piedra que fue construido en 1909 en lo que eran entonces las afueras de la ciudad. Se dice que no hace aún cuarenta años se podían matar patos donde hoy hay calles populosas en las que se suceden los bazares, las agencias de viajes, los hoteles y cientos de oficinas y viviendas.
   No es posible sentarse en la amplia terraza como recomiendan las guías porque no hay mesas ni sillas, así que entré al bar por una de las grandes puertas cristaleras y me acerqué a la barra. Toda la estancia sigue siendo como era en la época gloriosa, me contó el barman mientras zarandeaba con estrépito la coctelera que contenía mi martini. El salón estaba repleto de sillones ingleses, sillas tonet, sofás de cuero o de terciopelo, ajados pero dignos, igual que la hermosa alfombra persa gastada por los pasos; alguien debió de sustituir hace años los primitivos grabados ingleses por los dibujos al pastel de beduinos y camellos que cuelgan de las paredes y un viejo cartel publicitario de una compañía aérea ya desaparecida. La luz era mortecina y apenas distinguía las etiquetas de unas curiosas botellas de licor que se alineaban en la hornacina tras la barra, junto con banderines y figuras diversas, regalo de las marcas de whisky.
   Cuando me sirvió el martini, el barman me contó que el propietario tenía cuarenta y dos años, aunque a quien pertenecía de verdad el edificio era a un anciano, hijo del fundador, que se arrastraba a última hora por el bar contando antiguas magnificencias a quien quisiera escucharle.
   El martini era excelente y lo paladeé entreteniéndome en abrir y comer pistachos mientras oía los nombres que me repetía sin parar el barman, la lista oficial de los que estuvieron aquí, comenzando por el presidente Hafez al Assad y el rey Faysal I del Iraq, el Cheij Zayed Ibn, Kemal Ataturk y siguiendo con la realeza europea de principios de siglo y entreguerras sin olvidar jamás el tratamiento de Su Majestad o Su Alteza según correspondiera, siempre con gran reverencia: Su Majestad el rey Gustavo Adolfo de Suecia, Su Majestad la reina Ingrid de Dinamarca, Su Alteza Real el príncipe Bertil de Suecia, Su Alteza Real el príncipe Pedro de Grecia, lord y lady Mountbatten, los duques de Bedford…, y hasta que terminé mi martini siguieron los de otros muchos reyes, príncipes, duques, duquesas y gobernantes de antaño, todos ellos procedentes de los países nórdicos, a los que tanto gustaban los viajes a lugares exóticos a lomos de camellos enjaezados con damascos y terciopelos, o en vagones de trenes primitivos forrados de terciopelos e iluminados con lámparas de cristal, o incluso a pie aunque bajo una sombrilla que sostenía un nativo envuelto en lienzos. Entre la larga lista que enumeró como si fueran trofeos propios no había un solo meridional.
   Pasó después a los que me interesaban y pedí otro martini mientras los nombres de Charles Lindbergh, el joven Winston Churchill, Agatha Christie, Yuri Gagarin, William Saroyan y Lawrence de Arabia me devolvían a los tiempos míticos y llenaban el bar de rostros conocidos, vestidos los hombres con el indispensable esmoquin o el frac que no abandonaban a esta hora ni en el mismísimo desierto y las damas con sus vestidos de seda abotonados hasta el cuello, o más tarde aquellas que se atrevieron a cortarse el cabello a lo ‘gar &on’ y a fumar en boquilla mostrando al mundo las piernas enfundadas en medias de seda negra bajo faldas de flecos y lentejuelas. Vi el asombro en los ojos de los indígenas que, a falta de televisión, los contemplaban tras las grandes cristaleras de la terraza o entre los pliegues brumosos de los visillos bordados, mudos de estupor ante esas visiones procedentes de un mundo lejano al tiempo que su memoria se añadía a la memoria colectiva e iba configurando en torno a ellos y a sus gestas heroicas el halo de misterio y de leyenda con que habían llegado hasta mí.
   Cuando ya me iba, el recepcionista del hotel me mostró todos los libros del registro, donde yacían escondidos los nombres de más personajes, por si quería hojearlos y descubrir otros que no estuvieran en los folletos publicitarios ni en boca del adiestrado barman. Pero habían dejado de interesarme, los martinis rondaban por mi cabeza mezclados con la nostalgia de tiempos perdidos que en este bar cálido y un tanto depauperado por los años y el olvido se había hecho más evidente, más lacerante, más inquietante que ante los sacerdotes y príncipes esculpidos en piedras hititas y sumerias con los que ayer había pasado la tarde.
 
   La vuelta a casa.
 
   Volví al hotel con una melancolía que sólo atemperaba la decisión de dejar para otro viaje todo lo que me quedaba por ver, la visita a las iglesias y el barrio armenio donde los cristianos van vestidos a la europea aunque con lentejuelas y donde los domingos las mujeres llevan todavía mantilla de blonda para ir a misa. Y me distraje con el aire del anochecer y la contemplación de las familias que volvían a casa después de un día de fiesta: los niños descompuestos y los padres fatigados llevaban escrito en el rostro el anhelo de descanso, sólo las mujeres mantenían intacto el pañuelo en la cabeza que ningún cansancio, ningún trajín parecía capaz de aflojar, de desmoronar, de desplomar. Hay distintas formas de ponerse el pañuelo, me decía meditabunda: el pañuelo del oscurantismo, el de la ocultación, el de la tradición y la elegancia, el del viento y el del trabajo. Y de pronto todo me pareció complicado y sin demasiado interés porque yo también estaba agotada.
   A las ocho en punto de la noche, Setrak me estaba esperando y a la luz de neón del vestíbulo del hotel su cara parecía más malhumorada aún de lo que yo la recordaba.
   – Es tarde -dijo como saludo.
   – ¿Tarde para qué? -pregunté yo.
   – Es de noche ya. No hay luz.
   Llegaremos a Damasco a las doce de la noche. Sería mucho más sensato quedarnos una noche más.
   – Quiero estar por la mañana en Damasco, y no estaremos más de tres horas con este coche tan rápido -repliqué con cierta sorna mientras me metía en el asiento de atrás.
   Hasta más tarde, una vez que dejamos atrás la ciudad, no entendí lo que ocurría: el camino ante nosotros era negro, apenas penetrado por la luz de unos faros endebles como dos velas frente a la potencia cegadora que precedía a los camiones que nos cruzaban.
   – ¿Les pasa algo a las luces?
   – pregunté.
   – Las luces van bien, no pueden ir mejor, mejor que esto imposible.
   Íbamos tan despacio y tan a ciegas que para no ver y no sufrir me tumbé en el asiento, me hice un almohadón con la chaqueta y cerré los ojos.
   Al día siguiente iría a alquilar un coche para seguir viajando por mi cuenta, porque no me veía capaz de resistir otro día con Setrak. Por la noche tenía la cena con Ismail, el palestino del avión, en el restaurante Sahara.
   Luego iría a Palmira. El próximo martes había quedado con Alfonso Lucini, el cónsul, para ir al Líbano, y con su mujer, Carmen, para visitar la estación de Hiyaz, del arquitecto español Fernando de Aranda, y al día siguiente visitaría los Altos del Golán con el embajador. Todavía no me había bañado en el Éufrates ni en el Orontes y el tiempo corría como siempre más rápido de lo que yo habría querido. No es cierto, como dicen en Barcelona, pensé, que haya más días que longanizas, lo que hay es más, muchas más longanizas que días.
   De pronto la idea de ver a Ismail me dio pereza. En el avión había llegado a creer que gracias a él podría entrar en contacto con gente del país, pero ahora que comenzaba a conocer Damasco, que ya tenía amigos y un futuro de planes en qué pensar y que realizar, verlo de nuevo se me hacía tan extraño como volver al colegio después de las vacaciones. Además, no podía recordar qué nos habíamos dicho durante el viaje, ni era capaz de reconstruir las líneas de su rostro o la cadencia de sus gestos, ni reproducir esa sonrisa en la frontera entre la ternura y la suficiencia con que se me había dirigido en el aeropuerto. Su imagen se había vuelto borrosa y se escapaba de la memoria en cuanto lograba atraparla.
   La monotonía de la autovía, el calor, la oscuridad o el cansancio me sumieron en una duermevela de la que no habría de salir hasta ver la entrada de mi propia casa en Damasco. ¿Vendría Ismail de Jordania en coche o en avión? Quizá en tren. Quizá todavía llegaban trenes a la estación de Hiyaz, la que me había mostrado Carmen Lucini desde donde salían antaño los larguísimos convoyes repletos de peregrinos procedentes de Turquía, el Cáucaso, Irán y el sur de Rusia con destino a La Meca. Yo le esperaría en aquel vestíbulo intacto que conserva aún las taquillas de madera labrada como las paredes y los artesonados del techo o frente a los pórticos de la fachada, y entretanto visitaría ese edificio más europeo que árabe del año 1917. Pero los andenes estaban desiertos y los hierbajos cubrían las entrevías y se abrían paso entre las piedras y junto a los parachoques, y comprendí entre brumas que nadie sabía aún qué uso dar a ese espacio abandonado en medio de una ciudad vociferante, heterogénea y viva, como no fuera el de soporte del gran retrato del presidente que colgaba desde la azotea hasta las jambas de las puertas de entrada.
   Ismail no puede llegar a Damasco por esta estación, me dije cuando salía del coche sin haberme percatado aún de que nunca había estado en ella, y de que habían sido las fotografías y los planos que me había mostrado Carmen Lucini hacía unos días los que se habían deslizado en mi sueño.
   Setrak quedó atrás con el sobre de sus denarios, el apretón de manos y las buenas noches que nos habíamos dado al despedirnos. Pero ni él preguntó ni yo me referí a nuevos viajes. Ni en sus ojos fijos en mí pude descubrir qué explicaciones, perspectivas o pretextos estaba forjando su mente.

XI. De nuevo en Damasco.

   Conducir por la ciudad.
 
   Al día siguiente fui con Adnán a una agencia de alquiler de coches que él conocía, pero el jefe no estaba y los encargados, sentados en corro tomando té, nos hicieron esperar. Siempre hay tiendas en que parece que no vendan nada y que estén abiertas sólo para acoger a esos afortunados que no hacen sino debatir los problemas que les afectan o contarse unos a otros los últimos chismes del barrio o del gobierno, porque cuando el propietario ha salido nadie puede atendernos hasta que llegue. Los empleados no parecen tener más obligación que la de obedecer las órdenes del jefe, pero jamás pueden permitirse iniciativa alguna. El principio de autoridad está tan imbuido en el alma de los árabes que hasta el día en que reaccionan y se sublevan, a veces con crueldad y siempre sin medida, obedecen sumisamente a quien consideran su amo y señor natural.
   Alquilé un flamante coche azul fabricado en la Unión Soviética que les acababa de llegar, dijo cuando vino el jefe, un sirio que había conseguido la nacionalidad americana y que nos dio la tarjeta de la empresa que tenía en Illinois con un leve gesto de satisfacción e incluso de superioridad.
   – Pero si la Unión Soviética ya no existe -le dijimos.
   – Bueno -respondió sin inmutarse-, el hecho es que desde que llegó hace unos dos años este coche no se ha usado. Mire, mire el cuentakilómetros, está casi a cero…
   Por supuesto hubo que pagar en dólares aunque el precio que conseguí, gracias a Adnán, fue la mitad de lo que marcaban las tarifas.
   Me puse al volante con la sensación de que iba a la conquista de la ciudad. Adnán, a mi lado, me iba indicando el camino para ir al Banco Central a cambiar moneda y mientras tanto, consciente como siempre de que yo había venido al país a aprender y debía luego informar a mis lectores, me iba aleccionando:
   – En Siria, la banca no es privada, se nacionalizó en 1958 cuando se formalizó la unión con Egipto. Hay un solo banco hipotecario, el Banco Popular de Crédito, que concede créditos en las siguientes condiciones: el cliente deja dinero en su cuenta durante tres meses, después de los cuales el Banco le ingresa el doble de lo que figura en su haber que tendrá que devolver al interés del cinco por ciento. Además hay otros bancos según sean sus actividades: Banco de Industria, Banco Agrario…
   Me perdí los demás bancos y las respectivas explicaciones atenta a los coches que pasaban por mi lado y me increpaban, porque los sirios, como a todos los demás habitantes de este planeta, se les encrespa el humor cuando entran en un coche y se les incrementa el desprecio contra su vecino.
   Dejé a Adnán en su casa, y durante buena parte del día me dediqué a recorrer la ciudad con el plano desplegado sobre el asiento lateral. Las calles ya no estaban vacías y en el centro el caos se fue haciendo cada vez mayor. Hacía mucho calor, las bocinas de los coches formaban un barullo ensordecedor y todas parecían ir dirigidas contra mí. Pero yo no me inmuté, y al cabo de un par de horas había dominado mi propio temor y había encontrado el ritmo de la circulación de Damasco. Tal vez esto fue lo que de pronto me hizo sentir el entorno tan familiar: habían pasado unas semanas e, igual que con el tiempo se borra la mala impresión que el primer día nos produjo un detalle singular en una persona, suplantado después por su carácter cariñoso o su forma jocosa de hablar o quizá porque nos hemos enamorado de ella, vi Damasco desde otro ángulo, un ángulo desde el que ya no importaban los plásticos del suelo, ni las basuras en los rincones, ni las aceras deshechas, ni esa red inextricable de antenas e hilos que tanto me impresionaron el primer día. Comenzaba a sentirme como en mi propia ciudad.
 
   La cita con Ismail.
 
   El restaurante Sahara estaba en la gran avenida Faez Mansur, en el barrio de Al Mezze, que partiendo de la plaza Al Umawiyin se extiende hacia el este. Es la arteria principal de los barrios nuevos, donde vive la clase dirigente, los embajadores, la oligarquía y los burócratas, como había dicho Ismail aquel primer día.
   Llegué a las nueve en punto, la hora de la cita, y en los cinco minutos que estuve esperando pasaron por mi mente toda clase de incertidumbres: ¿Era hoy el día de la cita? Y en cuanto al restaurante, ¿no me habría confundido de nombre?
   ¿No sería una ingenuidad por mi parte haber venido y tomarme en serio una frívola invitación de un compañero de viaje que ya la habría olvidado?
   En cualquier caso, ¿qué importaba? Ayer sin ir más lejos me daba cierta pereza volver a verle.
   Si no venía, tanto mejor pues.
   Pero este pensamiento no lograba tranquilizarme y no hacía más que mirar el reloj que avanzaba a un ritmo demasiado lento. Me había sentado en una pequeña barra un poco apartada del comedor casi lleno de ruidosos hombres y mujeres vestidos con ostentación, y había pedido una ginebra seca para quitarme ese desasosiego que tanto me inquietaba, más debido a que no lograba descubrir su origen que al temor de que Ismail no apareciera.
   Y para darme ánimos, pensé. ¿Ánimos? ¿Para qué necesitaba ánimos?
   ¿Qué me ocurría? ¿Tenía miedo, como me habían dicho antes de venir a Siria, a que Ismail fuera un espía? ¿Qué hacía yo allí dispuesta a cenar con un tipo del que apenas recordaba la cara?
   Pero ni tiempo tuve de acabar la copa y responder a tanta pregunta cuando Ismail Kerak apareció ante mí. Tenía los ojos más grises aún que en mi recuerdo y vestía un impecable traje oscuro.
   – ¡Hola! -dijo, y añadió con sorna-: ¿te acuerdas de mí?
   Al principio estuvimos los dos silenciosos y sonrientes e igualmente indecisos, y esto me tranquilizó. Los hombres demasiado seguros de sí mismos en estos primeros encuentros me aburren, me parecen de otro mundo y, en consecuencia, me retraigo porque dejan de interesarme. Pero a los cinco minutos una botella de vino nos había desatado la lengua y acabamos interrumpiéndonos para saber más y añadir a la otra nuestra propia experiencia o nuestra voz. La verdad es que Ismail Kerak era, y estoy segura de que sigue siendo, una de las personas más encantadoras que he conocido.
   – Tú vives siempre en Jordania me dijiste, ¿no?
   – Así es.
   – ¿Los jordanos se consideran sirios? Me refiero si siguen pensando que pertenecen a la Gran Siria.
   – Es difícil de decir, aunque más bien creo que ya no. Han pasado muchas cosas desde que los ingleses fundaron el reino hachemita jordano. Y además los dos países han estado enfrentados durante años. Sin embargo, ahora se llevan bien, y a nosotros nos es fácil entrar y salir de un país a otro.
   Me contó su vida quitando importancia al exilio, a la pobreza y a la lucha del pueblo palestino al que él pertenecía.
   – ¿Pobreza? Tú no pareces pobre.
   – Soy de una familia pobre.
   Los palestinos -dijo- tienen un sentido histórico muy desarrollado y de alguna forma están convencidos de que para sobrevivir la única solución que les queda es reproducirse a un ritmo más rápido que los pueblos que les subyugan y preparar lo mejor que puedan a sus hijos.
   Todos los miembros de una familia trabajan para que uno de ellos, sólo uno, en la medida de sus posibilidades, pueda estudiar, convertirse en un sabio o en un experto.
   – ¿Ése eres tú?
   – Sí, ése soy yo. Y no sólo gracias a ellos he podido tener esos estudios, que de algún modo ayudan a conservar nuestro nivel cultural y científico, sino que ahora soy yo quien les ayuda a ellos devolviéndoles lo que hicieron por mí. Los palestinos apenas tenemos escuelas ni universidades, vivimos de forma muy precaria en el exilio o en los territorios ocupados y no entendemos qué es lo que ha ocurrido para que una injusticia tan grande y tan flagrante como se ha cometido con nosotros, nos revierta, es decir, se nos haga culpables de la situación a la que nos ha abocado la comunidad internacional.
   – ¿Tú eres de los palestinos que estarían dispuestos a llegar a un acuerdo, o de los que creen que hay que seguir luchando?
   – Sea cual fuere el acuerdo al que se llegue, nunca será en beneficio de los palestinos -añadió con cierta tristeza-, y sea cual sea el acuerdo que aceptemos, los palestinos nunca olvidaremos. Pasarán años y siglos, nos destruirán una vez más, nos exiliarán, nos deportarán, nos dividirán y seremos como ahora los esclavos de la zona, pero no olvidaremos. Esto no quiere decir que una vez firmada la paz sigamos luchando, pero nada impedirá que cada uno de nosotros se siente a la puerta de su casa a ver pasar el cadáver del enemigo, una vez hayamos comprendido quién es de verdad nuestro enemigo. Muchos de nosotros ya lo sabemos.
   Pero no todos los palestinos pensamos igual.
   Por el mero hecho de asistir los dos a esta cena nos habíamos hecho un poco cómplices. Pero ¿de qué? No habría sabido decirlo.
   Tal vez por eso no me sorprendió demasiado cuando ya casi al final de la cena, mientras yo le contaba los lugares que pensaba visitar, me interrumpió:
   – Déjame que sea yo quien te enseñe Palmira.
   Me quedé mirando sus ojos fijos en los míos, que esperaban la respuesta, y le pregunté:
   – ¿Qué me estás queriendo decir?
   – Te estoy pidiendo que me dejes enseñarte Palmira, nada más, o dicho de otro modo, te estoy ofreciendo enseñarte Palmira. La conozco como la palma de la mano.
   – ¿Eso significaría que vendrías en el coche conmigo?
   – Así es.
   – A veces no soy una buena compañera de viaje -le dije pensando en Adnán y Teresa, y en Setrak-.
   Creo que cada vez voy perdiendo más la costumbre de viajar con otras personas.
   – Me arriesgaré.
   – ¿Te gusta el desierto? -pregunté antes de aceptar.
   – Me gusta.
   – ¿Te gusta el whisky de las siete de la tarde?
   – Me gusta.
   – ¿Libertad por las dos partes si nos cansamos?
   – Sí.
   – Muy bien, de acuerdo -acepté al fin-. Pero ¿cuándo? ¿No te ibas mañana?
   Ismail no sólo no se iba al día siguiente como yo había creído, sino que me ofreció organizar al cabo de un par de días una cena con un grupo de amigos, pintores, arquitectos, cineastas, y después de otros dos días que necesitaba para atender su consulta en Damasco, podríamos salir hacia Palmira.
   – ¿En mi coche? -pregunté porque me parecía que de este modo yo no perdería la iniciativa del viaje.
   – En tu coche si eso es lo que quieres.
   – ¿Con mi programa?
   – Con tu programa. Pero llévate el traje de baño.
   – De acuerdo. ¿Va bien el miércoles por la mañana?
   – El jueves por la mañana.
   Todavía tomamos una copa en una de las terrazas de la plazoleta que se abre en la calle Abdl Malek, junto a la embajada de Chipre, que a esta hora estaba abarrotada de público. Después lo dejé en su casa en la zona nueva, más allá de la Ciudad Universitaria, un pequeño apartamento, me dijo, detrás de la consulta que había abierto en Damasco hacía unos años y a donde venía unos días todos los meses.
   Dijo que me llamaría al día siguiente, me diría cuándo y dónde sería la cena y entonces quedaríamos para ir a Palmira.
   – Mañana no me llames, me voy a Baalbeek, y pasado mañana quiero salir pronto para hacer mi primera excursión por la carretera del desierto. -Y no sé qué me movió a añadir-: Si no me has llamado el miércoles entenderé que has cambiado de opinión, ¿de acuerdo?
   – Te llamaré el martes por la mañana para cenar con mis amigos -dijo. Me tomó la mano y la besó con gran ceremonia y añadió riéndole los ojos-: Ha sido un placer.
   Bajó del coche y dio la vuelta en dirección a la casa, pero antes de entrar cambió de opinión, se acercó a la ventanilla y sin darme tiempo a reaccionar, me besó parcamente en los labios y se fue sin mirarme siquiera.
   ¡Ah, los hombres, los hombres!, me dije una vez más.
 
   Policía de fronteras.
 
   Al día siguiente había decidido ir a Baalbeek en el Líbano con Carmen Lucini, la mujer del cónsul que me había presentado el embajador. A Alfonso y Carmen debo gran parte de la información que conseguí en Damasco. Fueron ellos los que me dieron copia del excelente libro de artículos que Josep Carner escribió cuando era corresponsal en Beirut. Carmen me dio información completa sobre las casas y mezquitas que había construido en Damasco el arquitecto español Fernando de Aranda, del que estaba preparando una magna exposición, y Alfonso me regaló una exquisita edición de su último libro de poemas, que leí encandilada unos días después sentada en la carretera al borde del desierto a la caída de la tarde.
   El viaje a Baalbeek fue desgraciado. Salimos de Damasco por la carretera del Líbano y, al llegar a la frontera, el chófer, que había entrado con nuestros pasaportes en las oficinas de la aduana, parecía haberse perdido. Los coches se aglomeraban sin orden ni concierto ante el puesto fronterizo y los pasajeros con los pasaportes en la mano entraban también y, aunque con lentitud, volvían a salir.
   Pero nuestro chófer no aparecía.
   De pronto, cuando ya llevábamos más de media hora esperando, le vimos aparecer diciendo que a mí no me dejaban pasar porque no tenía visado para el Líbano. Yo me quedé atónita. Había sacado todos mis visados en Madrid pocos días antes de salir: un visado de entradas y salidas múltiples para ir al Líbano y el de Siria válido para tres meses también con múltiples entradas y salidas. Tenía el papel blanco que me habían entregado el día de mi llegada y la carta del director general de Información para que se me dieran toda clase de facilidades, debidamente firmada por él, sellada con el timbre del Ministerio y con la fotografía que yo misma había ido a entregarle a los dos días de estar en Damasco.
   Consciente de que no sólo tenía todos los papeles en regla sino que además contaba con esa carta personal que yo creía mágica, entré en las oficinas con el chófer. El oficial que estaba sentado tras un mostrador tomó el papel, lo miró y con un desprecio total me lo devolvió haciéndolo volar sobre el mostrador como un avión de papel.
   – Usted sólo tiene permiso para estar quince días en Siria y desde luego no tiene permiso para ir al Líbano -dijo en un tono tajante que no admitía réplica.
   Miré el pasaporte sin comprender, porque bien claro estaba indicado en el visado lo de los tres meses, así que decidí ir a ver al jefe superior que tenía su despacho del otro lado de la carretera.
   Nos recibió con cara de muy pocos amigos, ni siquiera se dignó escucharme a pesar de que, dijo, entendía el inglés, y no hizo más que devolverme displicentemente el pasaporte sin apenas mirarme. En cuanto a la carta del director general le echó una ojeada, me miró con sorna y me la devolvió como había hecho su subordinado echándola al aire sin añadir más que una sonrisa burlona, como si alguien me hubiera tomado el pelo y fuera imposible que el director general hubiera firmado tamaña insensatez.
   Así que no tuvimos más remedio que volver a Damasco.
   Seguían las fiestas. Durante los días que estuve en Damasco las hubo a docenas, fiestas religiosas y políticas que la gente aprovechaba para pasear, sentarse en los parques a la sombra de las grandes adelfas y llenar las terrazas de los bares. La ciudad casi siempre tenía aire de fiesta, y más ese día en que fuimos a varios puestos de policía para intentar arreglar mis papeles o aclarar lo que ocurría con ellos, sin que encontráramos más que un soldado de guardia y nunca el jefe que había de firmar.
   Nadie podía ayudarme, decían los soldados que estaban en la puerta.
   De pronto me di cuenta de que por alguna razón que se me escapaba estaba en falso en el país, y me entró la misma desazón que cuando en los años del franquismo me quitaban el pasaporte. Me sentía desamparada y a merced de la policía.
   Me pareció inminente la llegada de soldados a mi casa para encarcelarme, y comprendí cuán inútil sería esperar que alguien alertara a los míos, que aun conociendo mi trágico destino poco o nada podrían hacer.
   Vislumbré un futuro entre rejas, sin esperanza y sin otro entretenimiento que aprender el árabe en las mazmorras de las cárceles del desierto. Pero nada de eso ocurrió.
   No tenía más que hacerme cuatro fotografías, rellenar unos impresos y volver al día siguiente para que los firmara el jefe que, como hoy era fiesta, no estaba en su despacho. Me lo contó el soldado que hacía guardia en la puerta, un estudiante de ciencias químicas que cumplía el servicio militar y que aprovechó mi espanto para practicar su francés. Por él me enteré de que en caso de perder aquel papel blanco que me habían dado a la entrada y al que tan poca importancia había atribuido, tendría que presentarme en la comisaría, y de todos modos si quería permanecer en el país más de quince días; que para ir al Líbano o a cualquier otro país de nada me servía tener sólo el visado de tres meses con múltiples entradas y salidas si no iba a la policía a que sellaran el pasaporte y ratificaran el visado que me había concedido la embajada de Siria en Madrid. Es más, no sólo tenían que ponerme un sello sino que era imprescindible pedir un visado de salida de Siria, otro de entrada en el Líbano y otro de entrada de nuevo en Siria, y que cuando quisiera irme a España tendría que pedir otro visado para abandonar el país que en cualquier caso no podía producirse más allá de la fecha que se me había fijado en el pasaporte. Con más calma miré de nuevo el papel blanco y me di cuenta entonces de que había en él una nota que indicaba con toda claridad cada una de las indicaciones que ese amable soldado me estaba explicando, sólo que yo, como hacemos con la letra pequeña de las cláusulas de los contratos de los préstamos o de las pólizas de los seguros, ni la había leído.
   Una semana o dos más tarde el embajador me comunicó que en el mismo día, y con toda seguridad, en el mismo momento, en que yo mostraba la carta al jefe superior de la oficina de la frontera, el director general había sido destituido. De ahí la mirada de sorna y de burla que echaron los dos funcionarios a la carta que yo con tal seguridad les mostraba que, nunca mejor dicho, se había convertido en papel mojado.
   La comisaría que se encuentra detrás de la estación de autobuses Karnak a la que volví dos días después, tenía en las paredes un tanto desconchadas, viejos carteles con la cara sonriente del presidente Al Assad. Había varias habitaciones con sillas de madera arrimadas a las paredes, mostradores viejos, estanterías con carpetas y legajos y, como en todas las comisarías del mundo, un ambiente un tanto sórdido: la ineficacia de la burocracia exhibida con el único fin de intimidar, los papeles, las pólizas, las correrías de una mesa a otra, la urgencia de estampar un tampón, de incluir una firma, la orden de rellenar otra vez otro impreso en otro mostrador donde se apretujaban cien personas como moscones ante un cristal para ver cómo podían pasarse unos a otros sin guardar la vez, igual que los coches en la calle.
   El papeleo que se necesita en el país es impresionante y, en la mayoría de los casos, es difícil saber para qué sirve. Los policías de las aduanas y de las oficinas de pasaportes son tan antipáticos como en el resto del mundo y muestran la misma satisfacción cuando han de denegar la entrada o la salida a un ciudadano. Pero los árabes que, como comprobé una vez más, son muy listos y tienen una exagerada facilidad para los idiomas, se debatían con cierta facilidad en aquel intrincado bosque de impresos en árabe e inglés, y pasaban de la mentalidad oriental a la occidental con igual agilidad y pericia con que eran capaces de leer en árabe de derecha a izquierda comenzando por la página que consideraban la primera y cambiar de repente al inglés y leer de izquierda a derecha por la que para ellos era la última.
   No sé qué habría sido de mí sin Mohamed, el funcionario de la embajada de España que me acompañó y que parecía conocer todos y cada uno de los pasos que había que dar, arriba y abajo, de un funcionario vestido de uniforme a otro vestido de paisano, hablando, escribiendo, estampando timbres y pegando sellos, mientras yo, sentada junto a los árabes que rellenaban sus impresos, me dedicaba a contemplar embelesada las jacarandas de la calle que en pocos días se había llenado de flores violetas, borrosas ahora tras los cristales opacos por el polvo y el tizne del humo de los coches, petrificados en las viejas ventanas de esa comisaría perdida en las calles de Damasco.
 
   El barrio judío.
 
   Al volver de Baalbeek, perdida la esperanza de conseguir el visado, me quedaba más de la mitad del día libre, y decidí pasear por la ciudad antigua y visitar a unos amigos palestinos de los que Ismail me había dado la dirección. Y sin saber cómo fui a parar al barrio judío.
   A principios de 1992 las autoridades sirias comenzaron a conceder visados de salida a los judíos que quisieran irse y se les autorizó a guardar la propiedad de sus casas por un periodo de cinco años, aunque no les estaba permitido venderlas. Los judíos gozan de muchos privilegios a la hora de pedir el visado para los Estados Unidos y tienen todas las facilidades si quieren ir a Israel. En realidad se ven forzados a irse a veces por razones de orden moral y otras porque temen que la situación se deteriore. Pero al firmar el visado de entrada en otros países a algunos de ellos les ocurrió lo que a mí con el papel blanco del pasaporte, es decir, no leyeron un apartado en letra pequeña en el que afirmaban haber solicitado aquel visado porque en Siria se les perseguía. Lo cual no es cierto pero sí motivo suficiente para que, si quieren volver algún día porque no les gusta vivir en los Estados Unidos o porque echan de menos su casa y su país, las autoridades sirias no se lo permitan.
   Así que la mayoría de los que se fueron difícilmente volverán, pero quedan todavía unos cinco mil judíos en Siria que no tienen intención de abandonar el país donde viven sus familias desde hace siglos, quizá porque conservan la esperanza, como todos los sirios, que un día se llegará a un acuerdo de paz y podrán vivir tranquilos en la tierra de sus padres.
   Los judíos muy ricos no viven en la ciudad antigua sino en los barrios nuevos, y los que siguen en el viejo barrio judío están rodeados de casas que van desmoronándose, porque ya se sabe que una casa cerrada se estropea más que una casa abierta, sobre todo en esas callejuelas donde envejecen galerías de madera, paredes de adobe y piedras, y escalerillas de ladrillo adosadas a los muros. El barrio debió haber sido muy hermoso y todavía conserva casas nobles. Por las puertas semientornadas y al final de los largos pasillos, se adivinan patios grandes y umbrosos junto a casitas más humildes con recovecos, escaleras y terrazas superpuestas cubiertas de parras, desde donde se divisan las demás calles del barrio.
   Descubrí una sinagoga y me asomé a la puerta abierta del patio.
   Enseguida vino a recibirme un celador, un hombre joven que debía de estar sacando brillo a la plata porque llevaba una gamuza en la mano y una jarra en la otra. Me dio la bienvenida y me indicó el camino. Entré en un gran patio con una fuente en el centro donde se abrían las puertas de la sinagoga en pura marquetería de metales preciosos. Se sintió muy feliz, dijo, al saber que era española, me contó que pertenecía a la familia Hambra, que significa rojo, y que muchos de los judíos que todavía viven en Damasco son descendientes de los que salieron de España a finales del siglo XV, familias Seraheah, que significa oriental, del levante, sefardí. Cada grupo, cada oleada, cambiaba de nombre al partir y aun así, ahora tras veinticinco generaciones, todavía podían recordar el nombre de todos sus antepasados. Él y los de su misma edad, aun siendo sefardíes, ya no hablaban el español tan bien como sus padres, que a su vez lo hablaban mucho peor que los abuelos. Sus antepasados, que fueron expulsados por la reina Isabel, les dejaron en herencia la tradición y la lengua y ellos intentaban conservarla porque se seguían sintiendo un poco españoles. Nos habíamos sentado en un banco de piedra y yo me animé a hablar porque de pronto sentí vergüenza del comportamiento de los míos. Y para paliarla un poco le conté que en mi país se decía que los judíos no fueron expulsados ni los árabes vencidos, sino que habiendo la reina Isabel jurado que no se cambiaría de camisa hasta que su reino estuviera libre de todos ellos, y una vez hubieron pasado varios meses o incluso años, los judíos y los árabes no tuvieron más remedio que huir ahuyentados por la fetidez de la camisa de la reina, el día que, como último recurso, decidió abanicarse con ella. El muchacho se rió y me hizo entrar en la sinagoga. La sinagoga Raccè se llamaba. Era un Sancta Sanctórum de una extrema sencillez pero asimismo de una gran riqueza, con ornamentos y lámparas de plata, azulejos en las paredes y el techo, y la Tora encerrada en un lanternario sobre cuatro magníficas columnas. Cuando al cabo de un rato me despedí de él, me invitó a volver cuando quisiera, porque, dijo, ésta es tu casa, la casa de tus antepasados, la de mis antepasados, la de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
   – ¿Te quedarás aquí? -le pregunté ya en la puerta de la calle.
   – Sí, yo vivo bien aquí, aquí está mi familia y mis amigos, en este barrio vivimos los judíos y los cristianos y un poco más allá los musulmanes, y no hay más tensiones que las habituales entre vecinos porque todos somos sirios.
   – Y después de un breve saludo lo dejé porque entendí que había de limpiar la sinagoga, ya de por sí impoluta. Tras de mí, la puerta del patio, como yo la había encontrado, quedó abierta efectivamente a los hombres y mujeres de buena voluntad e incluso, me dije yo, a los que no la tuvieran.
 
   Los amigos palestinos de Ismail.
 
   Junto a esta sinagoga, una calleja estrecha, la más estrecha según dicen de todo el zoco, me llevó a otra casi desierta con varias casas abandonadas que los niños habían dejado sin cristales en las ventanas. Iba en busca de la casa de los amigos palestinos de Ismail que encontré después de preguntar a varias personas. Entré en un minúsculo patio cubierto por una parra. Al fondo había una habitación donde estaba sentada toda la familia. Eran palestinos cristianos que vivían en este barrio desde hacía muchos años. El padre y la madre habían huido de Jaifa en 1948 siendo los dos muy niños aún, con sus familias, los retratos de los abuelos que ahora colgaban de las paredes y ese baúl que asomaba bajo la cama de matrimonio, y aquí crecieron, se casaron y tuvieron hijos. Cuando el primogénito fue mayor, conoció en un campamento palestino del sur del país a una muchacha que a su vez había nacido en los territorios ocupados y se casó con ella. La muchacha, sentada ahora con los demás, estaba en estado muy avanzado de gestación, y cuando al cabo de un momento su suegra me dijo que ya estaba con los dolores del parto yo me levanté para irme.
   – No -dijo la madre, una mujer con gafas y pañuelo en la cabeza-, le irá bien un poco de ejercicio.
   – Y la chica, como si hubiera comprendido, se levantó para prepararnos los refrescos. Llevaba un vestido de seda granate hasta los pies y en el pelo, anudado como la madre, un pañuelo de flores. Era una mujer hermosísima, sobre todo cuando sonreía.
   Sacaron fuentes de cobre llenas de pastas de miel, dátiles y té, y más tarde refrescos. Y al atardecer, la hermana me preguntó si quería ver la vista desde la azotea.
   Subí a una pequeña terraza y luego a otra, a las que se accedía por una escalera exterior muy empinada.
   De hecho la casa era un laberinto de escaleras, terracitas, habitaciones laterales todas ellas habitadas, balcones y pasos con barandillas, hasta llegar a la azotea.
   Brillaba media luna en el firmamento y la luz convertía en una mancha blanca el alminar de una mezquita lejana.
   Cuando les di las gracias dispuesta a irme sacaron el café que no pude rechazar. Después salieron los hombres conmigo para acompañarme. La chica anunció entonces que los dolores le venían cada diez minutos, pero nadie parecía creer que el niño fuera a nacer antes de que llegara la comadrona. Yo la veía conteniendo una mueca de dolor, a la espera de que la madre y la suegra declararan que había llegado el momento.
   Decididamente, cristiana o musulmana, no debe ser fácil ser mujer en esas tierras.
   Cuando al cabo de dos semanas volví un viernes por la noche a visitar a los amigos palestinos, nos instalamos de nuevo en esa pieza de la planta baja junto al patio. Estábamos tomando té y galletas, como siempre, y yo contemplaba a la niña que había nacido aquel primer día, cuando oímos unas pisadas por la escalera exterior y al cabo de un momento se asomó un muchacho por la puerta entreabierta.
   Dijo algo en árabe, saludó y se dirigió por el patio hacia la salida. Al darse la vuelta me di cuenta con sorpresa de que llevaba en la cabeza la ‘kipah’ de los judíos, y los palestinos, tal vez porque adivinaron mi extrañeza, se sintieron obligados a darme una explicación.
   – Sí, es judío -confirmó el padre de la chica-, y nos ha pedido que le apaguemos el fuego porque no le está permitido a él hacerlo en esta noche que ya pertenece al sábado.
   Esto ocurría mientras los palestinos de los territorios ocupados, de donde procedía esa muchacha que con su niña en brazos nos estaba sirviendo té en pequeños vasitos de cristal, apedreaban a los israelíes, sus feroces enemigos, en una intifada que había producido más muertes que una guerra y mientras los propios israelíes machacaban a los palestinos en el sur del Líbano. Recordé un viaje que había hecho muchos años atrás a Marruecos que coincidió con el comienzo de la guerra de los Seis Días.
   En uno de los barrios cercanos a la medina de Fez judíos y árabes discutían en la plaza sobre las noticias de la guerra que les habían llegado por la radio y la prensa, y ninguno de ellos era capaz de comprender cómo habían de arreglárselas a partir de ese momento en que su vecino y amigo habría de convertirse para siempre jamás en su peor y más odiado enemigo.
   Paseé ese día por el barrio judío de Damasco donde apenas unas casas vacías y deterioradas testimoniaban la obligación de sentir, por solidaridad con los propios pueblos, ese odio feroz contra los otros, hermanos sin embargo, o primos hermanos, condenados a vivir bajo el mismo cielo y a pelearse con rabia por un territorio que ambos pretenden y que, según sean los tiempos y las influencias, caerá bajo el mandato de unos o de otros. Los humanos somos incomprensibles.

XII. La honra del beduino.

   – La ‘jaima’ es la honra del beduino -repetía Abu Mansur, el jefe de una familia de beduinos que tenía plantadas las tiendas a veinte kilómetros más o menos al sur de Al Hair, en la carretera comarcal de Damasco a Palmira.
   Sentado en uno de los largos colchones que colocados en forma de U constituyen la parte de recibo de la tienda, apoyado el brazo en los almohadones para recostarse mejor y encogidas las piernas bajo la chilaba, los zapatos aguardando obedientes en el borde de la alfombra, el beduino desgranaba mansamente su rosario. Estaba serio y en actitud digna pero cuando hablaba y levantaba el largo espantamoscas de tiras de papel zarandeándolo, el brillo de sus ojillos grises en el rostro cercenado y oscuro y el único diente de su mandíbula inferior le daban un aspecto risueño e incluso pícaro.
   – La tienda es la honra del beduino -repetía con un orgullo que los años habían despojado de agresividad.
   Era una tienda espaciosa de unos tres metros de ancho por diez o doce de largo, abierta en aquel momento por la parte de levante y cerrada por la de poniente para proteger a sus moradores del sol y del viento que desde las cuatro de la tarde había comenzado a soplar.
   Cuando amanece, los beduinos bajan las lonas de la parte este y las suben por la tarde al tiempo que bajan las del oeste, y así durante todo el día están a resguardo del sol.
   – En invierno -contaba con deleite-, no sólo el techo sino toda la tienda es de pelo de cabra, un material más negro y más caliente que se abre con el calor y se cierra con la lluvia, como la madera de las barcas y de las puertas.
   Yo había llegado a la tienda por la voluntad de Alá. Aquella mañana había salido pronto de casa con la intención de probar el coche por la carretera que va hacia el norte, me había detenido en Homs a visitar el zoco y la mezquita Jalid ben al Walid y dar una vuelta por la ciudad que apenas había visto en mi viaje con Setrak, y hacia las once de la mañana, después de comer unas empanadas en un puesto callejero, había tomado la carretera que atravesando el desierto se dirige hacia el sureste, a Al Basiri, para desde allí volver a Damasco a primera hora de la tarde.
   Pero cuando apenas me faltaban cincuenta kilómetros, el coche comenzó a zigzaguear y tuve que detenerme al borde de la carretera para cambiar la rueda.
   Era un mediodía de sol tan feroz que al abrir la portezuela la reverberación del aire me cegó. El desierto de Siria no es de arena, sino de tierra, piedras, polvo y matorrales, y a veces, como ese año pródigo en lluvias, está sombreado en primavera por una tenue capa verde que el viento hacía brillar como la hoja de un cuchillo. Miré a mi alrededor: temblando en el horizonte de luz irisada descubrí hacia poniente la mancha de una ‘jaima’, una tienda de un color levemente más oscuro que la tierra, y por el sur torbellinos de polvo encadenados señalaban con precisión el recorrido de un rebaño. En la inmensidad de la tierra que se abría ante mí nadie había que pudiera ayudarme, nada parecía tener vida más que yo. Ni un árbol, ni un ave, ni una serpiente arrastrándose en la pedriza, ni siquiera un lagarto que tranquilizara mis sentidos haciendo chasquear o rodar las piedras. El silencio me ardía en los oídos. Levanté el capó sin demasiadas ganas de comenzar la operación, saqué el gato y lo coloqué. Y acababa de desenroscar la segunda tuerca cuando vi a lo lejos, como salida de las entrañas de la tierra, una silueta oscura que, descubrí al cabo de un rato, caminaba hacia mí. Un tanto confusa me dispuse a esperar. La silueta fue acercándose, cruzó la carretera y se detuvo. Era un hombre muy alto, con barba, vestía una chilaba de un color que los años y los elementos iban igualando con los de la tierra y llevaba el ‘kufie’ de cuadros blancos y rojos de los campesinos, displicentemente doblados los extremos sobre la cabeza. Me miró a los ojos y con una breve inclinación se llevó la mano al pecho, a la boca y a la frente y habló.
   Aunque no entendí lo que me dijo, por la risa de sus ojillos negros comprendí que venía en son de paz.
   Para corroborarlo cogió la llave de tubo que yo había dejado en el suelo y se dispuso a continuar la tarea que realizó en menos de cinco minutos con extrema precisión. No titubeó a la hora de buscar la rueda de recambio y una vez hubo colocado cada cosa en su sitio, se limpió con tierra la grasa de las manos e inclinándose hizo un amplio gesto con el brazo como si me invitara a entrar en sus dominios.
   Luego sin esperar respuesta se instaló en el asiento delantero junto al del conductor y señaló la tienda lejana que rozaba el firmamento.
   Los beduinos, como los sirios, son de natural hospitalario y para ellos recibir a un huésped en casa es una bendición. Su historia está plagada de ejemplos en los que el jefe de la tribu ha renunciado a asaltar una caravana e incluso ha perdido una batalla por no traicionar al hombre que se había detenido a tomar una taza de té con él. Así que subí al coche y puse el motor en marcha. Casi en silencio nos adentramos en el desierto y por lo menos durante veinte minutos recorrimos las onduladas lomas, camino de la tienda, dejando tras de nosotros ese reguero de polvo que indica a los invisibles habitantes de la estepa lo que ocurre en diez millas a la redonda. Said, decía él dándose golpes en el pecho con la punta de los dedos, Said, y yo con el mismo gesto repetía, Rosa, Rosa, y nos reíamos los dos cada vez que uno intentaba repetir el nombre que había oído.
   Desde lejos vimos una multitud de niños y mujeres que nos recibían con gritos y saltos. Al frente de ellos Abu Mansur, de la tribu de Al Aneze, padre de Said, y jefe de aquella numerosa familia, había salido a recibirnos.
   Después se dispusieron todos a agasajarme. La ceremonia de bienvenida es complicada y larga y se suceden el té, las frutas, el ‘samne’, ese agüilla fresca que queda después de batir la leche para extraer la mantequilla, los dulces, y más té ardiendo, que uno de los hijos, Muham, iba sirviendo en cuanto se vaciaba el vaso. Era un día de mucho calor y ejércitos de moscas se posaban en todas partes sin que a ellos pareciera importarles.
   Al cabo de poco, cuando yo ya había perdido la esperanza de que pudiéramos entendernos, llegó un soldado que chapurreaba el inglés y que se había acercado a la tienda, quién sabe desde dónde, a buscar cuajada y yogur, y comenzamos a hablar.
   Parecía gente adinerada por la cantidad de ovejas, aunque en realidad, como me dijo el soldado, nunca se sabe si el rebaño entero es suyo o se encargan de apacentarlo por cuenta del jefe de la tribu.
   Detrás de la tienda había un camión desvencijado y más allá por lo menos seis camellos. La familia se componía del padre y de la madre, varios hijos e hijas con sus parejas y sus propios hijos, y además la abuela.
   El soldado me traducía lo que iba contando el beduino, las cuitas de sus antepasados y de sus descendientes. Said era el hijo mayor, y Alí, el encargado de llevar a pacer el rebaño, había vuelto con las ovejas cuyo cuidado correspondía después a las hijas. Frente a nosotros, a unos cien metros de distancia y con tan certeras pedradas que ni siquiera rozaban a los animales, separaban el rebaño en tres grupos: las ovejas que había que ordeñar, los machos y las crías.
   Envuelta la cabeza en pañuelos de gasa y tafetán que dejaban sólo al descubierto los ojos, trotaban las cuatro con sus trajes largos de colores vivos salpicados de adornos dorados como figuras mágicas azotadas por el viento en una danza ancestral que acompañaban con sus propias voces -”euu, auu”- a las que los animales obedecían. Las envolvía la nube de polvo de las ovejas alborotadas, o quizá fuera el viento del desierto que iba en aumento y enturbiaba el cielo cada vez más. Yo me levanté y comencé a sacar fotografías.
   Mientras tanto apareció otro hijo del jefe, el benjamín Abu, con chilaba gris y pañuelo anudado a la cabeza, poniéndose una chaqueta negra con esa peculiar forma de defenderse del calor de los hombres del desierto que consiste en añadir una capa a otra, y nos sirvió café con la cafetera árabe y el minúsculo cuenco que enjuagaba antes de verter en él no más de tres gotas de un líquido oscuro y amargo con fuerte sabor a cardamomo que seguía sirviendo a cada uno de nosotros mientras no le detuviéramos haciendo oscilar el cuenco de derecha a izquierda, como me aclaró el soldado.
   Llegó luego la esposa del jefe envuelta en oropeles, descalza sobre la arena y las alfombras de paja que cubrían la totalidad del suelo de la tienda y se sentó con nosotros. La posición en que yo estaba era muy cómoda, pero el soldado, que dijo llamarse Kafr o Kaf, me advirtió por señas que mantuviera como ellos las plantas de los pies contra el suelo. Y así lo hice.
   Después aparecieron otras mujeres con una fuente de ciruelas verdes y cerezas, más tarde nos trajeron jarabe de granadina, té, cuencos de metal con verduras hervidas, pasta de garbanzo, maíz, pan, cordero asado con hierbas cortado en pedazos y berenjenas confitadas, que íbamos cogiendo de la gran fuente con las manos o haciendo bolsa con el pan.
   Fuera, las muchachas habían logrado separar las ovejas. Las que habían de ser ordeñadas se alinearon sin necesidad de orden alguna en dos hileras, cabeza contra cabeza, y una de las chicas iba pasando una cuerda de una a otra hasta conseguir trenzarlas como si fueran una ristra de cebollas o ajos. Desde donde estaba veía la doble fila perfectamente engranada y por cada lado una chica con un cubo de estaño se agachaba tras la primera oveja, la ordeñaba con unas cuantas sacudidas firmes y pasaba a la siguiente. Se diría que estaban haciendo una carrera sin competencia porque ambas llegaron al otro extremo al mismo tiempo, sin prisas. Luego se levantaron contra el viento y llevaron el cubo a la tienda contigua más pequeña, llena de niños de todas las edades, hijos de esas mujeres tan ágiles que yo había tomado por muchachas de quince años. Ésa era la tienda donde en grandes barreños se hacía el yogur de oveja y los pequeños quesos, la mantequilla batida y el ‘samne’, que al día siguiente llevarían en el camión a vender al mercado más cercano.
   – O pasarán los campesinos o los soldados y se lo llevarán -dijo el beduino.
   Él no hacía nada más que hablar y fumar cigarrillos, los hijos nos servían y se servían en una especie de plácido desorden. Sin que yo le hubiera visto, llegó otro beduino, el vecino, dijeron señalando una tienda a lo lejos que no alcancé a ver por más que insistieron en indicarme el lugar, y se sentó a comer y a beber té con nosotros. Se añadieron los hijos de Said y todos los yernos del jefe. Los niños correteaban en la pieza contigua, la parte de la tienda separada por una pared de edredones y alfombras doblados y amontonados en un orden perfecto que por la noche extienden sobre las esteras y se convierte la tienda en un dormitorio colectivo del que se separan las parejas y sus hijos por cortinas colgadas del techo, los más primorosos ‘patchworks’ que aún no han descubierto los grandes almacenes de Occidente.
   Los hombres poco tienen que hacer: los ancianos se sientan a fumar o a desgranar el rosario y se encargan de presidir las bienvenidas y las despedidas; sus hijos deciden dónde hay que plantar las tiendas para que estén cerca de los pozos y llevan el rebaño a pacer, impertérritos bajo el sol de justicia que se abate sobre esa tierra dorada. Son las mujeres las que soportan el peso de la familia y de la industria artesanal de la que viven.
   Al final de la cena entró la anciana de la tribu, la madre del jefe, una mujer entrada en años con el rostro tatuado de las beduinas, cubierta la cabeza con un pañuelo negro a modo de toca y vestida con varias capas de refajos, negros también. Se sentó a mi lado, me saludó y me preguntó:
   – ¿Estás casada?
   – No -respondí-, estoy divorciada.
   – Y ¿no quieres volver a tener marido?
   – Pues… no.
   – ¿Tienes algún amigo en tu tierra?
   – Sí, claro que tengo un amigo.
   – Dile que venga -dijo con una sonrisa-, no está bien dejar a las mujeres solas. Ves, aquí estamos todos juntos.
   – ¿Es cierto que en Europa las gentes se matan por la religión?
   – preguntó Said.
   – Sí -reconocí después de pensarlo-. Sí, es cierto.
   – ¡Cuánta desgracia! -exclamó una de las mujeres mirándome con pena.
   Los beduinos no son religiosos.
   Recuerdan con orgullo que se sublevaron contra el Profeta. Son gentes sin fe que practican una moral de clan y de tribu y que viven ajenos a lo que en el mundo ocurre.
   – Nosotros no necesitamos ir a la mezquita -aclaró el beduino de la tienda vecina-. Nosotros tenemos comunicación directa con Dios, como si fuera por teléfono -y se rió.
   – Sí -replicó con sorna Abu Mansur-, es cierto lo que dice, lo que ocurre es que Dios siempre comunica. -Y rieron todos a carcajadas la gracia mientras el jefe mataba los mosquitos que le picaban en la frente. Era la hora del crepúsculo y habían invadido todo el espacio. Se acercó una mujer con un candil y lo colgó de una percha.
   Luego desapareció tras la cortina.
   Beduinos domesticados que levantan el estandarte de sus tradiciones o de lo que queda de ellas para defender un modo de vida que los años van dejando obsoleto.
   Porque el beduino era guerrero.
   El beduino era el terror de las caravanas, el dueño y señor de los espacios, una amenaza para los imperios. En el transcurso de los siglos ningún invasor pudo asentar su poderío sin pactar con el jefe de las tribus que le rodeaban, ni caravana alguna cruzó los desiertos ni anduvo por las rutas del comercio sin su connivencia concertada de antemano. Eran tribus que podían tener hasta treinta mil tiendas esparcidas desde el norte, casi en la frontera con Armenia, hasta Acaba y La Meca. Tribus de hombres armados que luchaban con ferocidad para hacerse con los bagajes de los mercaderes o para desterrar dominadores recién llegados.
   Pero el beduino de hoy es poco más que un pastor. Va olvidando que durante siglos se negó a cultivar la tierra para no esclavizarse y a poseerla para no quedar atado a ella.
   – Si un beduino se cansa de un lugar, desmonta la tienda y se va a otro -había dicho Abu Mansur-.
   Nosotros defendemos no el territorio sino el derecho a circular libremente por él. -Y así es. Pero cada vez ha de ir más al interior del desierto para no toparse con un puesto militar, una cantera, una fábrica o un campo de aviación. Y él ya no está tampoco tan interesado como antes en alejarse de los pueblos. ¿A quién vendería la leche, la mantequilla, el yogur y los demás productos que extrae de sus ovejas, y las ovejas mismas, de los que vive? Es cierto que en verano siguen trasladándose en sus desvencijados camiones o a lomo de sus camellos a tierras más fértiles donde puedan pacer las ovejas, pero las rutas se acortan.
   – Para nosotros no hay fronteras -había dicho el jefe-, vamos donde queremos y nadie nos puede impedir ir al Iraq si así lo deseamos. Siempre ha sido así.
   Quizá, pero a costa de evitar los puestos fronterizos y las zonas vigiladas. El desierto, aun dividido por las fronteras artificiales con que lo dibujó Occidente, era y es grande y los beduinos todavía pueden andar de un lugar a otro durante meses sin que nadie les moleste.
   Pero su vida de nómadas es cada vez más difícil. No les está permitido tener armas como en los tiempos de su poderío, ni podrían ahora defenderse con ellas. Las carreteras que cruzan el desierto se van llenando de coches, y en sus márgenes crecen los primeros brotes de una repoblación cuyo único objetivo es quitarle espacio al desierto. El Estado les controla, y aunque organiza festivales para exaltar su vida y su memoria, las leyes les obligan como a todos: escolarización, higiene, servicio militar, papeles de identidad, pasaportes. Se dice que los jóvenes beduinos ante la perspectiva de un único destino de pastor y quizá acuciados por el instinto guerrero que movió a sus míticos mayores, dejan las tiendas, se enrolan en los ejércitos de los países del Golfo y ya no vuelven. Otros se acogen a programas gubernamentales de asentamiento y se instalan en las afueras de pueblos que bordean el desierto donde cultivarán el pedazo de tierra que se les concede. Y otros alquilan sus camellos para pasear a los turistas de Palmira.
   Aunque es difícil de calcular, se supone que deben de quedar sólo unos 400.000 beduinos esparcidos en los desiertos de Jordania, Siria, el Iraq y Arabia.
   Desde la carretera se les puede ver aún a lo lejos cuando al atardecer vuelven con los rebaños al campamento. Su figura mítica, chilaba, ‘kufie’ y ‘qelog’ (el aro de tela negra que sostiene el ‘kufie’)
   y la vara en la mano, se agacha de vez en cuando para agarrar una piedra y echarla junto a la oveja remisa y hacerla volver. Le espera su ‘jaima’, sujetos los extremos de la tela al suelo con cuerdas tan tensas que dejan el techo estático y firme como el hormigón. A veces, por las noches, sale de la tienda a la luz de las estrellas, a tensarlas aún más porque el viento del desierto puede ser tan brutal que de no estar pendiente de sus arrebatos podría arrancarla y llevarla volando por los aires como una cometa.
   Me fui antes de que anocheciera para llegar a la carretera con algo de luz, no sin haber tomado el café de despedida. Se levantaron y me acompañaron al coche y yo di de nuevo las gracias a Said y a todos los demás y les prometí que volvería con las fotos.
   – Sobre todo las de las ovejas -pidió Abu Mansur-, son mi mayor riqueza. -Y añadió-: Después de la tienda.
   En el momento de meterme en el coche se acercó el soldado y traduciendo las indicaciones de Said me dio la posición exacta de la tienda para que no me perdiera: veinte minutos al sur por el sendero que parte del Jan Abu Chamat, al Oeste del cuartel de la guarnición de Awan, a tres horas de camino en dirección al Yabal Sies. Y añadió para mi asombro:
   – No puedes perderte.
   ¿No puedo perderme? Tendría que hacer un esfuerzo por recordar el lugar. Pero ¿cómo se recuerda un punto determinado, perdido en una planicie de leves lomas que se suceden durante cientos de kilómetros cuadrados, sin más indicación que el polvo que levantan los rebaños, o la silueta de un beduino que va a visitar a su vecino?
   Tras el cristal les vi a todos arracimados, deformados los rostros por las sombras de los quinqués colgados del techo que temblaban movidos por el viento. Las mujeres tenían los ojos negros y brillantes y la piel inmaculada, volaban los trajes y los velos que adquirieron con la luz del ocaso fulgores y transparencias enigmáticos. Los hombres saludaban tocándose el pecho, la boca y la frente. Sonreían y decían adiós con la mano, felices por haber compartido uno de sus días conmigo, esa extranjera que había llegado del mundo ignoto que se les iba acercando. En la última claridad del cielo no había aún una sola estrella, el viento amainaba y hacía fresco, frío casi.
   Y mientras avanzaba por el desierto a la luz de los faros, pero aún con un atisbo de resplandor osado en el último horizonte, me pregunté una vez más si de todos modos valía la pena que los engullera ese progreso de chicles y vídeos y sopas de sobre y hamburguesas de detritus que nos hemos inventado en Occidente. Si será sensato que sustituyan sus costumbres por las nuestras y sus tradiciones por el Papá Noel, Drácula y el pato Donald. Si sabrán hacerse a la estrechez de un apartamento cuando avancen por el desierto los edificios de hormigón y los plásticos y residuos cubran indestructibles la tierra cobriza. Si les será de alguna utilidad formar parte de un mundo donde en el mejor de los casos su única intervención en los procesos que rijan sus vidas será ir a las urnas una vez cada cuatro años; donde les tendrán ocho horas diarias haciendo el mismo gesto en una fábrica y cinco viendo absurdos programas de televisión, y se verán obligados a desechar sus hermosos vestidos y sustituirlos por las destartaladas camisetas que les dicte la moda; un mundo que les separará de sus ancianos por inservibles y en el que para sobrevivir tendrán que aprender a medrar sin escrúpulos y a no tener más apetito que poseer y aparentar; en el que ellos olvidarán y sus hijos ignorarán por los siglos de los siglos las fases de la luna, la dirección de los vientos, las rutas de las estrellas. Y donde para su consuelo y solaz, una vez al año se les permitirá dormir bajo el cielo protector en una tienda, como ahora, aunque junto a doscientas mil personas más, que el gobierno habilitará en las playas para las vacaciones de sus ciudadanos de tropa.
   Pero de nada servía lamentarse por ello, me dije con melancolía cuando ya la noche había caído sobre el desierto, porque a fin de cuentas todo habrá de ocurrir inevitablemente antes de que acabe el siglo XX.

XIII. Viajes al sur.

   Los Altos del Golán.
 
   El martes de aquella semana, Gil Armenguè, el embajador de España, había organizado una visita a los Altos del Golán para la que se requiere un permiso especial. Recibí un folleto de las Fuerzas de las Naciones Unidas para la Observación de la Separación (FNUOS)
   con el programa exacto de la visita, el número 53 de la revista ‘The Golan Journal’ de junio-diciembre de 1992, y un folleto con varios mapas en el que se explicaba el origen, el Mandato y el funcionamiento de la FNUOS.
   Siguiendo la indicación del programa me presenté a las ocho en punto de la mañana en la puerta de la sede de la FNUOS en Mezzè, muy cerca del restaurante donde había cenado con Ismail hacía un par de días. El embajador y el capitán Franz Walch, oficial militar de Información Pública, ya me estaban esperando.
   El capitán era un hombre de unos cuarenta años, deportivamente vestido de militar y con ese talante optimista, abierto y limpio con que aparecen siempre en las películas americanas que no son del Vietnam los oficiales del ejército de los Estados Unidos. El capitán sin embargo era austríaco aunque debía haber aprendido el inglés en América o tal vez había hecho un máster en West Point porque no le faltaba más que el chicle para parecer americano. Era simpático y franco en extremo, y durante todo el día nos acompañó, y con esa especie de sentido del humor tan peculiar que salpica a todas horas la conversación de los americanos, nos contó todo cuanto queríamos saber y nos hizo una descripción detallada no sólo de la situación en la zona, sino también del tipo de vida que llevaban las fuerzas en los puestos de control. Tenía un gran entusiasmo tanto por lo que decía como, estaba claro, por la vida castrense en sí misma que a todas luces le fascinaba.
   Desde la sede de la FNUOS un Toyota con unas grandes letras, UN, que no admitían dudas sobre su filiación y que conducía él mismo, nos llevaría al campo Fauar, situado ya en la Zona de Limitación.
   Yo no sabía entonces lo que era la Zona de Limitación y mientras el embajador y el capitán hablaban, me sumergí en la lectura de los folletos. En esos sesenta kilómetros que separan Damasco de los Altos del Golán me enteré de lo siguiente:
   Los Altos del Golán son una zona de una gran variedad orográfica, que se extiende desde los 2.800 metros del monte Hermón en el norte, hasta los 212 metros por debajo del nivel del mar del lago Tiberíades en el sur. Es rica en manantiales, torrentes y ríos de aguas abundantes que desembocan en los ríos Jordán y Yarmuk. Y es la única frontera que existe entre Israel y Siria. Los Altos del Golán fueron arrebatados en su mayor parte a Siria por los israelíes en la invasión de 1967, y por la vía diplomática los sirios no han logrado recuperar más que una pequeña parte. En 1981 Israel se anexionó los Altos del Golán, lo que le valió una dura crítica de la comunidad internacional, aunque no tanto como para declararles la guerra salvaje con que se castigó al Iraq cuando se anexionó Kuwait, si bien esto no lo decía el prospecto. Tampoco decía que la devolución de estos territorios es la condición que sigue exigiendo Al Assad para establecer un acuerdo de paz con los israelíes, aunque nadie puede saber hasta cuándo podrá resistir sin que le impongan también un bloqueo que acabe con la situación económica de su país y le suma en la miseria ahora que ya no hay otro poderoso al que volverse en busca de ayuda.
   El Acuerdo y el Protocolo de retirada de las fuerzas israelíes que devolvía a Siria parte de los territorios conquistados en 1967, fueron negociados por Kissinger cuando era secretario de Estado y se firmaron en 1974, a raíz de la guerra Árabe-Israelí de 1973, en una conferencia convocada bajo los auspicios de las Naciones Unidas y con la presidencia conjunta de los Estados Unidos y de la antigua Unión Soviética. En virtud del Acuerdo se estableció una “Línea Alfa de Separación” y a ambos lados una “Zona de Separación” vallada (hay 600 kilómetros de vallas arriba y abajo de la Zona de Separación)
   que controlaría una fuerza de las Naciones Unidas. Además se acordó que las partes, es decir Israel y Siria, establecerían en sus propios territorios sendas “Zonas de Limitación” anexas, también valladas, donde se comprometían a limitar sus fuerzas y armamentos a 6.000 hombres, 525 tanques, 198 cañones y ni un solo misil. El mismo día en que se firmó el Acuerdo, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas estableció la FNUOS, Fuerza de las Naciones Unidas para la Observación de la Separación, que controlaría la Zona.
   La FNUOS consta de un comandante de las Fuerzas con una sede en Damasco y está formada por cuatro contingentes nacionales de Austria (los servicios logísticos)
   , Canadá (situado en la parte israelí ocupada de la línea del Acuerdo)
   , Finlandia y Polonia (en la parte Siria)
   , un total de 1.222 hombres más un grupo de observadores (OGG)
   de otros quince países y 126 civiles. Su única misión es vigilar que se cumplan los puntos del Acuerdo, pero carecen de potestad para intervenir.
   La Zona de Separación es una franja vallada a ambos lados cuya amplitud oscila entre los 300 metros y los 14 kilómetros, que se extiende a lo largo de los 80 kilómetros de frontera entre Israel y Siria (desde el monte Hermón en la frontera con el Líbano al norte, hasta la frontera con Jordania en el sur)
   . Una serie de estaciones permanentes y puestos de observación de la FNUOS situados en la Zona de Separación permiten controlarla durante las veinticuatro horas del día, sin contar con las patrullas, a pie o en vehículos, que a todas horas circulan en todas las zonas, por carreteras y caminos, en vehículos o a pie. Cada catorce días, o en cualquier momento a petición de una de las dos partes, los observadores efectúan un control de armas y efectivos. En cuanto se descubre una violación se comunica sin demora a la sede, que hace una protesta y que a su vez lo comunica a la otra parte, y a las Naciones Unidas.
   Los Altos del Golán distan unos sesenta kilómetros de Damasco y sesenta kilómetros no es una distancia agradable para tener al enemigo, por lo tanto no me extrañó que pasáramos varios puestos de control y en las carreteras aumentara la presencia del ejército. Y tampoco me costó comprender que Siria tuviese un altísimo presupuesto militar, que los muchachos estuvieran obligados a hacer el servicio militar durante tres años, ni me parecieron exagerados los rumores según los cuales se habían destinado en los tres últimos años tres mil millones de dólares para aumentar y afianzar su potencia militar por si un día había que enfrentarse de nuevo a Israel y reconquistar los Altos del Golán.
   La carretera iba ascendiendo y al pasar por el campo de refugiados palestinos de Jaushe con sus tiendas de harapos y sus barracas de hojalata, dijo el capitán, como había dicho Ismail un par de días antes: “Los palestinos nunca olvidarán”. Nos vieron pasar con la mirada cautelosa y derrotada de quienes se saben impotentes ante un enclaustramiento al que han sido condenados por el mero hecho de haber nacido.
   En el puesto de control de Saassa, casi a mitad de camino, el capitán nos señaló un coche rojo y destartalado que nos seguía.
   – ¿Cómo sabe que nos sigue?
   – Los estoy viendo, siempre lo hacen. Son los sirios.
   – ¿Por qué?
   – No sé -dijo sin interés-, así tienen la impresión de que nos controlan.
   Faltaban todavía cinco kilómetros para entrar en el campo Faouar a donde íbamos y por lo tanto los coches aún podían circular libremente por la zona. En un momento determinado el capitán dio un golpe de volante y se metió por un atajo y en dos o tres giros más logró burlar a los seguidores circulando entre arboledas. Cuando de nuevo salimos al camino y entramos en el jardín del cuartel del campo Faouar, ya a 1.072 metros de altitud, les vimos de nuevo tras nuestro Toyota, aunque tuvieron que quedarse en la puerta porque ni a ellos ni a nadie que no vaya acompañado por un miembro de la Fuerza, les está permitido entrar en el recinto de la FNUOS. A través de los cristales les vi la cara, contenido el gesto y la ira.
   Habíamos llegado a las nueve en punto, tal como estaba previsto en el programa de mano que nos habían entregado. En la entrada nos esperaba el coronel Josef Nekham, comandante adjunto de las Fuerzas, que bajó los peldaños del porche para darnos la bienvenida. En su rostro tostado llamaban la atención los labios tan finos como una línea que le dividía el rostro. Llevaba el pelo cortado a cepillo, y la mirada aguda y penetrante traspasaba los cristales de sus gafas de montura de metal hasta detenerse inquisidoramente en nosotros. Los militares siempre me inspiran cierto respeto porque no logro saber qué esconden tras su porte, su mirada y su uniforme, qué tipo de hombres son y en el fondo a favor de qué y de quién están. Durante todo el tiempo que estuvimos con él tomando un café y unas deliciosas pastas polacas ‘favori’ que hacía para los soldados un cocinero de Varsovia, no alteró esta mirada que parecía haber detenido su curiosidad mientras esperaba pacientemente, sin fatigarse, a que transcurriera el tiempo previsto.
   A continuación, siempre siguiendo el programa, volvimos al Toyota y nos dirigimos al puesto 16 subiendo durante una hora por unas carreteritas que ya se internaban en la Zona de Separación.
   A medida que ascendíamos a las cumbres hacia los montes de 2.100, 2.400 metros de altitud -y más allá el Hermón con sus 2.800 tras los cuales se extendía el Valle del Jordán en Israel y a menos de cincuenta kilómetros Haifa y el Mediterráneo, asomaban entre las nubes inquietas que iban cubriendo el cielo y dejaban a su paso un sirimiri apenas perceptible. Desapareció la luz de los colores y el paisaje apagado retuvo sólo los verdes brillantes y oscuros de las hojas de los árboles y los grises que ensombrecían el firmamento. Al bajar del Toyota, además, hacía un frío desagradable y húmedo, el mismo frío que añorábamos en las planicies polvorientas abrumadas por la incandescencia del sol.
   Hay puestos de control permanentes dentro de la Zona de Separación, pequeños cuarteles de campaña con no más de diez o doce soldados a los que no les está permitido bajo ningún concepto el ataque. Los puestos más alejados de la zona central están vallados y tienen garitas de observación. Los soldados disponen de un pequeño gimnasio para hacer ejercicio, porque durante el tiempo que están en los puestos apenas pueden salir: el terreno está minado aún y han de permanecer en los refugios excavados en la tierra donde habrán de esconderse en caso de guerra, tras barreras de sacos y puertas blindadas, con raciones de comida en polvo y provisión de agua para diez días.
   Hay 6 puestos en toda la Zona de Separación y cada mes las patrullas recorren a pie o con sus 388 vehículos, 17.340 kilómetros.
   En la Zona de Limitación siria, es decir, en la zona adyacente a la de Separación, viven unos 22.500 sirios, y como hay también policía armada, por lo menos en las zonas más alejadas, es inevitable que se produzcan pequeños conflictos.
   Además hay que contar con los contrabandistas que intentan pasar de una zona a otra.
   Desde el punto de observación de cada uno de los puestos que visitamos a lo largo del día, el 71, el 10 y el 60, vimos a unos pocos kilómetros y a veces a unos pocos metros, los pueblos palestinos que fueron divididos y sus habitantes separados por la línea Alfa.
   El capitán nos contó que al principio se establecieron en la Zona de Separación plataformas equidistantes de las Zonas de Limitación de Israel y de Siria, pequeños altozanos visibles desde ambos bandos, donde estaba permitido que se reunieran los miembros de un mismo pueblo y de una misma familia. Pero un día descubrieron los israelíes que hombres y mujeres pasaban de un lado a otro vistiéndose de forma tan parecida que no era posible reconocerlos. Y desde entonces habían quedado prohibidos los encuentros. Para sustituirlos se había producido un fenómeno, controlado también por el ejército israelí, que los soldados llaman el ‘family shouting’. En los lugares donde la Zona de Separación es muy estrecha, a veces no tiene más de 300 metros, una vez a la semana y siempre a la misma hora se reúnen los vecinos y familiares de los pueblos que quedaron divididos tras las vallas de la Zona de Limitación, y cada comunidad desde la Zona de Limitación de su territorio, se comunica las incidencias, sucesos y acontecimientos ocurridos en la aldea. Los gritos retumban en las laderas de los montes circundantes, y como cada uno tiene su mensaje y deben estar impacientes porque de una zona a otra no disponen de teléfonos ni de correo ni de telégrafos, ni de ninguna otra forma de relacionarse, se organiza un guirigay tremendo del que sólo ellos son capaces de separar el mensaje que les va dirigido, como ocurre en los locutorios de las cárceles. Así se enteran de los nacimientos, las bodas, los viajes y las muertes, y corean desde sus laderas el mismo canto para celebrar las buenas nuevas y rendir homenaje a los que se fueron.
   Los israelíes justifican la invasión de los Altos del Golán con el pretexto de que necesitan una zona de seguridad. Pero al anexionar estos territorios desmienten tal justificación, porque siguen teniendo frontera con Siria que a su vez precisará de otra zona de seguridad. En realidad no se trata tanto de un problema de seguridad como de agua, uno de los problemas más importantes que subyacen en la inestabilidad de todo el Oriente Medio. En esta zona nacen los manantiales y arroyos que en primavera aumentan su caudal con el deshielo de las nieves y bajan los ríos de montaña repletos de agua para desembocar en una y otra vertiente. Son estos ríos los que riegan y fertilizan la tierra y de ellos sale el caudal que ahora los israelíes pueden almacenar en pequeñas presas. Los israelíes saben que de ser los Altos del Golán sirios, el control del agua se les escapa. Y los sirios no quieren ceder el territorio a cambio de la paz por el mismo motivo, y porque además es un territorio que forma parte de su país y en consecuencia les pertenece.
   Las violaciones en las zonas son pocas y no demasiado graves, disparos a través, desde o hacia, la Zona de Separación; civiles que cruzan de una a otra zona, casi siempre pastores que desconocen los límites donde no hay vallas y a veces se juegan la vida con las minas; piedras lanzadas con hondas por esos mismos pastores a los soldados israelíes que patrullan por su zona y sus posibles represalias, algún avión que sobrevuela el territorio y los contrabandistas. El problema mayor para la paz es la infiltración. Israel no puede permitir que vivan más sirios en unos territorios que ha anexionado y que está poblando con colonos israelíes, por eso, nos dijo el capitán, si se descubrieran infiltraciones de sirios, Israel rompería todos los acuerdos.
   La política de Israel es poco más o menos la misma que lleva a cabo el rey de Marruecos en el Sahara. Los marroquíes hacen lo imposible por retrasar el referéndum tantas veces prometido a los saharauis por las Naciones Unidas, para ir poblando de marroquíes la zona, de forma que cuando se lleve a cabo el referéndum, por mucho control de origen que haya, los saharauis estarán en minoría.
   Sin embargo los sirios que viven en los Altos del Golán, igual que los palestinos en los territorios ocupados, tienen a su favor, como me decía Ismail, que se reproducen con mayor rapidez: el crecimiento de la población siria es del 35 por mil, un índice contra el que nada puede hacer Israel.
   Para ir al puesto 10 donde nos habían preparado la comida, pasamos por una zona que antes debía haber sido un pueblo de veraneo. Seguían en pie las casas rodeadas de jardines que la falta de cuidado había convertido en sombras de lo que fueron, como si sobre ellos ya hubiera pasado el olvido. No quedaban calles, ni puertas en las casas, pero aún se adivinaba el lujo doméstico de los veraneantes en las balaustradas y las glorietas deshechas de las terrazas cubiertas de maleza.
   El puesto 10 se encuentra en una colina a media altura, en una tierra cubierta de árboles frutales, olivares, viñas, naranjos, lilas y retama. Es la zona donde vivieron los campesinos drusos que fueron desplazados a la Zona de Limitación. Los espacios son tan inmensos que los frutales parecen matorrales y el viento ha llenado esas lomas desiertas de plásticos y desperdicios, que no son sólo patrimonio de los desheredados porque también los hay en la parte israelí, donde además se amontonaban los hierros retorcidos, las carrocerías desguazadas, los bidones vacíos, los mismos que en los países ricos cubren de horror los paisajes.
   – La comida constituye el cincuenta por ciento del éxito de un puesto -nos dijo el capitán al llegar al puesto 10, el puesto central que aun así tenía esa precariedad de los puestos de campaña, esa similitud con los albergues de alta montaña-, y procuramos que sea variada y bien servida.
   Las largas mesas estaban puestas con esmero, las servilletas enrolladas en los vasos y jarros de flores amarillas en cada una de ellas.
   El capitán, que debía de contar lo mismo cada vez que tenía una visita, recitaba ayudándose con gestos:
   – Los soldados tienen mandatos de seis meses y vacaciones cada veinte días pero mientras están aquí no pueden salir del puesto, ni les está permitida la visita de mujeres. Sus únicas distracciones son la televisión, la lectura y el gimnasio.
   Comimos con los soldados y pude comprobar que yo era efectivamente la única mujer. Nadie parecía darse cuenta, pero el soldado que me sirvió en primer lugar el estofado de buey con coles y patatas, más propio de Austria o Polonia que de esta región oriental, me dio trato de favor y me sonrió como no se habría atrevido a sonreír al jefe del puesto que se sentaba a mi lado, y por supuesto mucho menos al capitán.
   Después de comer volvimos al Toyota para ir más hacia el sur, y al salir otra vez de la Zona de Separación, vimos el coche rojo que sin disimulos se situó detrás de nosotros y ya no nos abandonó hasta la ciudad destruida, Cuneitra .
 
   Cuneitra.
 
   Cuando los israelíes, según el Acuerdo, tuvieron que retirarse, evacuaron de esta ciudad a una población de 37.000 árabes y acto seguido se dedicaron a arrancar todo lo aprovechable para ser vendido a los comerciantes y empresarios israelíes, desde las ventanas hasta los aparatos eléctricos. Una vez desnudos los edificios entraron los tractores y los bulldozers y sistemáticamente procedieron a su destrucción. Se dice que incluso las tumbas fueron abiertas y saqueadas. La comunidad internacional condenó a Israel y le hizo responsable de la destrucción total y deliberada de Cuneitra, que consideró una violación grave del Convenio de Ginebra relativo a la Protección de las Personas Civiles.
   La palabra Cuneitra es el diminutivo del término árabe ‘cántara’, que significa puente, porque puente fue entre Jordania y Palestina, Palestina y el Líbano, el Líbano y Jordania y Siria.
   De ahí su valor estratégico y de ahí también la invasión de los israelíes en 1967, además de las razones generales de defensa y de control del agua en la zona.
   Cuneitra no ha sido reconstruida, sigue tal como la dejaron los israelíes el día que se fueron, como una ciudad bombardeada desde las profundidades de los infiernos, porque los techos enteros siguen desplomados sobre las ruinas, como si los bulldozers sólo se hubieran ensañado con los muros que los sostenían. Calles enteras de ojos vacíos, ratas que corren entre las maderas carcomidas por la intemperie y las piedras, ortigas gigantes que nadie arrancará, orificios de metralla en los edificios públicos que mantienen levantado algún muro como una bandera de terror, fantasmagórica ciudad que conserva en su tétrico silencio el estupor ante la barbarie y la inutilidad de una venganza que damnifica siempre a los mismos inocentes.
   Y sin embargo el polvo y los escombros que cubren ahora una ciudad que cobijó a mil generaciones de hombres y mujeres no habían podido desterrar el aroma ni el lustre escarlata de las rosas damascenas que se abrían paso entre los escombros y trepaban por los hierros retorcidos y oxidados de una rosaleda, ajenas a la brutalidad de los humanos.
   Habíamos dejado el Toyota, siempre con el coche rojo detrás, a menos de cien metros de la zona desmilitarizada donde ondeaba la bandera israelí. Y al volver de la visita a la ciudad nos encontramos las cuatro ruedas rajadas y deshinchadas. El coche rojo había desaparecido.
   Nada dijimos ante el encono del capitán, que tampoco habló, pero yo me acordé del magnífico libro de Charles Glass, ‘Tribes with Flags’, el periodista americano de origen libanés que fue secuestrado el 18 de junio de 1987 por los terroristas pro iraníes durante el viaje que realizaba por el Levante y que permaneció sesenta y dos días en una mezquita chií de Beirut hasta que logró escapar. Yo le había oído en una conferencia en las Naciones Unidas de Nueva York, en diciembre de 1990, cuando todavía no podía suponer que yo misma habría de viajar a Siria, y me causó una profunda impresión su empeño en hacer comprender a los doscientos o trescientos funcionarios y a las doscientas personas más que nos habíamos reunido en aquel auditorio, por qué los países árabes, que en el fondo no son más que tribus con banderas decía él, desconfían de las Naciones Unidas y sus organizaciones creadas, mantenidas y dominadas por los países más poderosos de la tierra, y cómo el fundamentalismo no tiene más remedio que convertirse en un camino sin retorno si Occidente no cambia su actitud. Es muy difícil hacer comprender a un árabe que los observadores de las Naciones Unidas son imparciales cuando bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones, que para ellos es lo mismo, Francia e Inglaterra dividieron y se repartieron su país en lugar de concederle la independencia que habían prometido; que las invasiones los asentamientos y las expropiaciones perpetradas por Israel jamás son condenadas por los mismos países que se lanzan a guerras y bloqueos contra otros pueblos por esa misma causa, y más difícil aún es hacerles comprender que después de cincuenta años de haber terminado la Segunda Guerra Mundial, sigan teniendo derecho de veto los vencedores de una guerra ya olvidada, además de Francia que no sólo no venció sino que se alineó de un modo u otro con los nazis y, en Siria, con los nazis y los turcos.
   El resquemor sigue latente y para muchos árabes las Naciones Unidas no son más que la prolongación del poder. Y nosotros con las ruedas destrozadas y esperando bajo el sol de esa zona montañosa, fuimos testigos de ese resquemor y esa desconfianza.
   El capitán utilizó los sofisticados aparatos de su Toyota para llamar al puesto y pedir que vinieran a rescatarnos, y mientras esperábamos salimos de los términos de las ruinas y nos metimos en la pobre aldea que ha sustituido a la antigua ciudad. Un hombre mayor, vestido con el turbante negro druso, que debió de haber visto todas las calamidades de la invasión y la destrucción, estaba ordenando con primor las almendras frescas y las cerezas sobre la plancha de madera de su carrito y las rociaba después con agua. Al vernos nos hizo gestos con la mano para que nos acercáramos y nos pusiéramos con él bajo la inmensa sombrilla mil veces remendada, y sostenida la percha con cuerdas desde el suelo con la misma técnica con que los beduinos mantienen firme el techo de sus tiendas. Comimos almendras con su piel verde y jugosa, y dejamos al hombre y su carrito esperando con paciencia a unos clientes que yo me preguntaba de dónde podrían venir.
   Al poco rato vimos llegar a los soldados del puesto con las ruedas de recambio.
   Por más que el capitán intentaba disimular su enojo se le había crispado el gesto y se notaba que andaba buscando tras las ruinas, y más tarde en la carretera, un coche rojo que de haberlo encontrado tampoco habría aliviado su enojo.
   Apenas habló en todo el camino de vuelta, intentando apaciguar su encono, que había remitido ya cuando llegamos, porque logró despedirse muy amablemente de nosotros que nos metimos en el coche de Yusuf, el chófer del embajador, cuando ya era de noche en Damasco.
 
   Más al sur.
 
   Al día siguiente decidí acabar de conocer el sur del país, desde Cuneitra hasta la frontera con Jordania, y visitar al hijo del sultán que había luchado contra los franceses en los años treinta. Adnán me había dicho que vivía en una pequeña aldea llamada Al Naia, en la zona de llanos fértiles que recogían la nieve de las montañas, y donde abundaban yacimientos de rocas negras basálticas.
   Decía mi guía: “Desde el punto de vista geográfico, este ‘mujabarat’, que significa demarcación o provincia, fue conocido con el nombre de Yabal Auran, pero antiguamente se le llamaba Yabal Bachán; más tarde, en términos literarios árabes, fue denominado Yabal Rayyan y hace unos años se le designó como Yabal Druso, aunque hoy en día lleva el nombre de Yabal al Arab”. Así que abandoné la guía y me limité al somero conocimiento que tenía de la zona: había comunidades de drusos que vivían en ella, y en los campos de trigo que se extendían ante mi vista hasta el infinito había comenzado la recolección.
   Cuando al cabo de cincuenta o sesenta kilómetros en dirección sur la carretera atravesaba una zona desértica, descubrí a lo lejos una mancha negra que a medida que me acercaba se iba convirtiendo en un hombre ya mayor con un gran turbante negro. Estaba plantado frente al coche y me hacía señas desesperadas con un depósito de plástico en la mano. Me detuve y por gestos me dio a entender que se le había acabado la gasolina, y me mostró la moto que había dejado tumbada en la cuneta como si estuviera moribunda.
   Le dije como pude que ocupara el asiento delantero esperando que fuera él quien me mostrara dónde había de detenerme. Y mientras nos poníamos en marcha no pude por menos que recordar las palabras de Setrak para justificarse cada vez que se negaba a coger gente en la carretera. ¿Y si se me muere, qué hago yo con el cadáver?
   Alejé de mi mente tan tétrico pensamiento y procuré mirar al hombre de reojo. Era muy mayor y aunque tenía el rostro tostado por el sol, carecía de las arrugas profundas de los hombres del campo. No parecía en absoluto un atracador, ni un hombre que escondiera una navaja en los pliegues de su chilaba, ni un facineroso que fuera a robarme las pocas liras sirias que llevaba conmigo. Después de varias semanas de andar por el país, pasear de noche por los zocos y meterme en la casa de todos los desconocidos que me invitaban a tomar una taza de té, había adquirido tal confianza que, como Ralph en el café Náufara, estaba convencida de que quienquiera que estuviera en la calle o en la carretera, lejos de estar al acecho para atracarme, no quería sino ayudarme y hacerme el camino más fácil. Ya sé que mi actitud habría sido distinta en los cinturones de las grandes ciudades de África, Asia y América, e incluso Europa, donde había visto a sus habitantes vivir y morir en la miseria, el hacinamiento y el desempleo, pero hoy por hoy, o por lo menos cuando yo estuve, Siria era un país seguro y sus habitantes tenían, y espero que todavía tengan, la generosidad de saber dar y de saber pedir y recibir.
   Me habría gustado preguntarle a mi copiloto dónde vivía, a dónde iba, en qué se ganaba la vida. Pero era inútil, la experiencia me ha demostrado que cuando no hay más que unas palabras en común, las conversaciones se limitan a gestos incomprensibles para el otro y a forzadas sonrisas que no indican sino cansancio.
   Al cabo de unos pocos kilómetros el hombre me hizo señales de que me detuviera en una casa junto a la carretera. Frente a ella había un primitivo poste de gasolina que yo apenas habría visto de no haber sido por la ristra de banderolas que flotaban al viento desde las ventanas hasta el depósito.
   Entramos, y el hombre que me había tomado de la mano y me arrastraba, iba saludando a la gente que pululaba por las habitaciones hasta que encontró a quien buscaba, un árabe también con turbante negro que chapurreando francés me dio las gracias por haber recogido a su vecino y amigo. Me dijo que era el ‘cheij’ de la aldea y me hizo sentar con otros funcionarios en una habitación que llamaron la ‘madafa’, de unos cinco por cinco metros, con sofás de piedra y colchón encima y almohadones. Tomamos té, pasteles, cacahuetes y peladillas, descolgaron de la pared una foto del presidente en colorines junto a una réplica de las fuentes de Damasco para que yo pudiera admirarla a voluntad, y el ‘cheij’ me invitó a pasar el día con ellos en la aldea. Yo no había visto la aldea por parte alguna, en realidad nos habíamos detenido en un paraje desértico de la carretera que va directamente a Sueida desde Damasco, la más oriental de las carreteras que van al sur, casi bordeando el desierto en algunos trechos, poco antes de cruzar la vía del tren. Hasta el infinito no se veía más que tierra y de vez en cuando casas de adobe que como cajas rectangulares sin ventanas rompían aquí y allá la línea del horizonte.
   Cuando me fui salió el ‘cheij’ a despedirme y todos ellos estuvieron tanto tiempo diciéndome adiós con la mano que los estuve viendo por el espejo retrovisor hasta que se convirtieron en manchas borrosas engullidas finalmente por la escasa sombra de la casa.
 
   Chabba y Sueida.
 
   Y seguí hacia el sur. En realidad yo no pensaba visitar ningún museo ni detenerme en las ciudades porque sólo tenía una idea fija: encontrar al hijo del sultán druso que luchó por la independencia de su país en los años treinta.
   Pero me detuve en Chabba para ver los magníficos mosaicos del siglo III que se conservan en muy buen estado. Chabba es una pequeña ciudad a unos noventa kilómetros al sur de Damasco, patria del emperador sirio Filipo, que gobernó Roma entre los años 244 y 249. Por esto se le llamó Filipolis en su honor y aunque su reinado no fuera más que de cinco años, muy pocos para la historia de un imperio, el emperador, que estaba decidido a convertir la ciudad en una segunda Roma, supo aprovecharlos. Y como muestra de su audacia siguen en pie el teatro, varios templos para el culto que según algunos expertos contienen los elementos que originaron las bóvedas de las iglesias bizantinas cristianas, arcos de triunfo, gigantescos baños y un espléndido museo donde se conservan mosaicos tan extraordinarios como “La diosa del mar y las cuatro estaciones”, “Orfeo con el arpa” y “El mito del nacimiento de Venus”.
   A la salida de Chabba pasé por una cantera de basalto negro que con el sol de mediodía adquiría reflejos de esmeralda. La gigantesca cueva abierta al pie de la carretera tenía un aspecto misterioso y espectral. Unos kilómetros más al sur, me detuve en Sueida, una ciudad situada a 1.100 metros sobre el nivel del mar construida toda ella con la piedra volcánica que los nabateos llamaron ‘sauda’, pequeña negrura, y los romanos convirtieron en Dionysia. Son infinitos los vestigios arqueológicos que contiene, pero yo sólo visité el museo, un edificio moderno de ladrillo negro que me llamó la atención. No era muy grande, había sido construido para este fin, y en su interior la distribución de salas y de objetos era racional y con una intención pedagógica clara y eficaz. Y el más hermoso de la infinidad de mosaicos de distintas épocas que contiene es sin duda Artemisa, la diosa de la caza rodeada de ninfas, pero lo más sorprendente es tal vez una colección de estatuas de basalto donde es imposible deslindar las influencias o tendencias helenísticas, bizantinas, árabes y romanas.
   Y por fin, después de preguntar varias veces, llegué a Al Agraia, la patria del sultán Al Atrach.
 
   El hijo del sultán Al Atrach.
 
   Durante la Primera Guerra Mundial, los sirios, entonces bajo el dominio turco, lucharon junto al rey árabe Faysal en favor de los aliados, porque creían que los ingleses iban a cumplir su palabra y les concederían la independencia como en su nombre les había prometido su representante, conocido con el nombre de Lawrence de Arabia.
   Sin embargo los ingleses, tan caballeros siempre, no cumplieron con la palabra que habían dado y dividieron el territorio quedándose ellos con Jordania y Palestina, y entregando a los franceses el Líbano y la actual Siria. En realidad fue Francia la que, contra la voluntad de los sirios, obtuvo de la Sociedad de Naciones un Mandato cuya misión era “llevar a Siria a la independencia lo antes posible y proteger su integridad territorial”. Directrices que los franceses olvidaron casi en el mismo momento de recibirlas para dedicarse a dividir el país, con la creación del Líbano, y más tarde la entrega de un territorio del norte de Siria a los turcos. Es decir, los franceses actuaron como habían hecho en el norte de África, tomaron Siria como una colonia a la que había que avasallar. Así lo demostró el general francés Gorod, que tras haber destruido el día anterior la incipiente resistencia con una ferocidad y brutalidad difíciles de olvidar, entró victorioso en Damasco el 25 de julio de 1920, se fue directo a la tumba de Saladino, el gran vencedor de los francos, y para que le oyeran los vivos y los muertos gritó: ‘Saladin, nous voilá’. [9]
   Esa actuación de un gusto tan teatral y tan francés sólo podía entenderse como una revancha, un deseo de venganza latente aún por la humillación a la que se vieron sometidos aquellos lejanos francos que jamás lograron conquistar Damasco. La brutalidad de la represión, las divisiones administrativas que no hicieron sino trocear los territorios de Levante, el desprecio por las costumbres y creencias de sus habitantes, la cesión en 1939 de una parte del territorio a Turquía, en una palabra la ‘pax francorum’, provocaron tales odios, revueltas y desafueros que la saña de los franceses no se detuvo ni con los colaboracionistas de Pètain ni al final de la Segunda Guerra Mundial con los partidarios de De Gaulle. Ante la exasperación de los sirios y sus exigencias cada vez más apremiantes y violentas de que finalizara el Mandato y les fuera concedida la independencia, las autoridades francesas dieron la orden de bombardear Damasco a finales de junio de 1945. Y por esas ironías de la historia difíciles de explicar, fueron los ingleses los que tuvieron que acudir en ayuda de los sirios y los que acompañaron al ejército francés a la frontera, una humillación que nuestros vecinos no han olvidado excepto cuando se trata de redactar la historia o una simple guía turística.
   No me fue difícil encontrar la casa que buscaba. Estaba en la entrada misma de la aldea, tenía la puerta abierta y un hombre vestido a la usanza de los drusos me acogió con la hospitalidad característica de este país, me hizo pasar a la gran sala que daba sobre la plaza y pidió que nos sirvieran café: era Mansur Al Atrach, el hijo del sultán que se había enfrentado a los franceses. Me mostró el mausoleo de su padre y el museo histórico de la revolución siria. Y sólo entonces, accedió a hablar como me había prometido al llegar. Y lo hizo en un excelente francés, con tal calma, con tan medidas palabras que casi podía copiarlas al dictado. Ésta es la transcripción exacta de lo que dijo:
   – Soy un campesino, soy un campesino y un político. En mi familia éramos tres chicos y siete chicas. Mi padre sólo tuvo una mujer.
   Los drusos tenemos unos preceptos muy estrictos. ¿Conoce usted los principios de nuestra religión? -me preguntó consciente de que si no los conocía me sería muy difícil comprender lo que me iba a contar.
   – No -respondí-, apenas sé unas pocas reglas básicas.
   Entonces inició un nuevo discurso:
   – La religión drusa es una rama del Islam chiíta, que en el siglo XI implantaron en Siria unos misioneros llegados de Egipto, seguidores del califa fatimida Hakim. La mayoría de los miembros de la comunidad drusa viven ahora en las montañas del Líbano y en los Altos del Golán, o en algunas pequeñas ciudades cerca de la frontera con Jordania, como ésta.
   Nuestras creencias han permanecido intactas a través de los siglos gracias al secreto que las envuelve. No sólo nos está prohibido convertirnos a otras religiones, sino que también lo está que personas de otras religiones se conviertan a la nuestra, y sólo una elite llamada ‘uqql’, los que saben, tiene acceso a la doctrina religiosa.
   Según nuestro código, un creyente que viva entre cristianos puede conformarse a la fe cristiana en lo que se refiere a su vida exterior y seguir siendo druso al mismo tiempo en su corazón.
   – ¿Su Dios es el de Abraham?
   – Para nosotros Dios es demasiado santo para darle un nombre y estamos persuadidos de que Él no tiene forma y de que volverá al mundo bajo otras encarnaciones.
   Respetamos las Sagradas Escrituras y el Corán pero tenemos nuestros propios libros santos en los ‘Jalwas’, templos, donde los fieles se reúnen todos los jueves del año.
   Se detuvo un instante y me preguntó:
   – ¿Lo comprende ahora un poco mejor?
   – Sí, gracias -respondí.
   – Entonces puedo continuar si usted me lo permite. Mi padre era el sultán, el ‘cheij’, y estaba al mando de 60.000 hombres, aunque no más de 3.000 tenían armas. Mi padre tenía carácter de líder. Había luchado con Hussein en las batallas de liberación durante la Primera Guerra Mundial, y fue el primero que entró en Damasco en 1918 con sus caballeros tras oponerse a la última resistencia de alemanes y turcos. Porque Damasco fue el último bastión de los turcos. Todos los que habían luchado con los aliados lo hicieron porque se les había prometido la independencia, pero por esas trampas de los occidentales, en lugar de esto nuestra Gran Siria fue dividida y repartidas sus partes entre ingleses y franceses. El territorio druso al sur de Damasco correspondió al llamado Mandato francés, de triste y trágica memoria, y comenzó entonces la resistencia de los sirios.
   ·En 1923 se produjo un levantamiento contra la presencia francesa porque había injerencia en los asuntos de las comunidades. Los franceses no respetaban nuestras costumbres: en cierta ocasión detuvieron a un hombre, Adam Yauyar, del sur del Líbano acusado de disparar contra el general Gorod y los demás jefes. Mató a un oficial pero el atentado fracasó, así que Adam huyó y vino a refugiarse aquí, a la casa de mi padre. Y un día, mientras daba de beber a su caballo en el abrevadero del pueblo, lo detuvieron y lo llevaron a Sueida. Cuando se enteró mi padre fue a pedir al gobierno francés que le devolviera a su huésped. Pero al gobierno francés, que ni entendía ni quería entender a los árabes, de ningún modo le pareció conveniente devolver a un preso sólo porque fuera el huésped del sultán.
   ·Los caballeros rodearon la ciudadela y a la policía. Una columna de blindados, es decir, tres blindados, vino de Sueida para llevarse a Damasco al hombre y juzgarlo. Los caballeros atacaron y destruyeron dos blindados y el tercero huyó.
   ·Esto ocurrió en enero de 1924. Mi padre se organizó entonces, por así decirlo, en guerrilla, y los franceses en represalia dinamitaron nuestra casa. Ésta es posterior, de 1938. Nuestra casa ancestral donde había vivido la familia durante generaciones fue destruida. Volar una casa es querer volar nuestro paso por la tierra, nuestros orígenes, y eso sí lo comprendieron los franceses. En abril hubo una amnistía y mi padre volvió a casa con sus hombres. Pero la calma no duró: el 23 de julio de 1925 se produjo en Cafer el primer encuentro entre los soldados del Mandato y los caballeros drusos. Fue una batalla rápida, una columna de trescientos soldados con metralletas sucumbió al ataque en el que también perecieron cincuenta y dos caballeros, los mártires les llamamos. Y así se continuó durante dos años. El 2 o 3 de agosto de 1925 se dio la gran batalla de Mazrá en la que el moderno ejército de los franceses fue destruido y no pudo recuperarse hasta que le llegaron refuerzos de ultramar. Entonces los caballeros no tuvieron más remedio que retirarse a Transjordania, que estaba bajo mandato británico. Pero en virtud del Tratado de Seiskik y de la partición de la herencia turca, es decir, de nuestro país, Inglaterra hizo presión en los Mirabdalá y obligaron a irse del país a todos los insurrectos, incluido mi padre, que se refugiaron en el desierto de Arabia. Allí vivieron de 1927 a 1937, en que hubo una nueva amnistía y un proyecto de Tratado entre Siria y Francia que reconocía los derechos de los sirios. Entonces fue cuando volvió mi padre y construyó esta casa, y luego comenzó la Segunda Guerra Mundial. Conocimos a los dos bandos franceses, el de Vichy y el de De Gaulle. Fue una época de suspicacias pero no de persecución de los nacionalistas, tal vez por no tener que luchar en más frentes.
   ·Yo fui educado en los jesuitas y estudié en la universidad americana de Beirut y en París. Mi padre murió en 1982, a los noventa y seis años. Yo fui miembro constituyente del Partido Baaz en 1947, y siempre estuve a favor de la unión con Egipto. En 1963 tomamos el poder. Fui ministro de Trabajo y de Asuntos Sociales, miembro del Consejo Presidencial y presidente de la Cámara de Representantes. Al cabo de tres años se produjo el golpe militar dentro del mismo Partido y fuimos eliminados los fundadores. Estuve en la cárcel quince meses. Desde entonces no estoy en muy buenos términos con el actual presidente, de hecho estoy en contra. Así mismo se lo he dicho muchas veces.
   – ¿No tiene miedo a decirlo?
   – ¿No se lo estoy diciendo?
   – replicó mirándome un poco sorprendido-. Tenemos ideas distintas, los míos y yo estamos por la democracia y la libertad de toda la sociedad, por la unidad árabe, por la cooperación internacional. Pero nuestro objetivo ya no es alcanzar el poder -añadió mansamente-, sino basar la política en reglas que puedan conducir a una nueva estructuración de Siria y del mundo árabe. Seguimos el ‘hikma’ que pide prudencia y en cierto sentido estamos dispuestos a llegar a un tipo cualquiera de paz con Israel, pero las conclusiones no pueden ser sólo en interés de los judíos, porque en la base del conflicto hay una invasión, esto es un hecho. Si ahora no se puede expulsar al invasor tampoco hay que dejar la vía libre a las ambiciones de los sionistas.
   En una palabra, no podemos decirles, bienvenidos.
   Y como una declaración para dar por finalizada la entrevista, añadió:
   – Si la paz significa que los israelíes tienen libre acceso, esto supondría un peligro desde el punto de vista técnico, de ideas, de pensamientos. El pueblo de Siria y el pueblo árabe están decididos a defender la unidad, la cultura y la libertad y quieren contribuir a la reconstrucción de esta parte del mundo árabe. No podemos aceptar que los americanos y los israelíes hagan siempre lo que quieran como han hecho hasta ahora, porque esto destruiría todos los intereses de nuestra nación.
   Como si hubiera sabido ya el final, o desde detrás de la puerta hubiera estado esperando a que acabara, un hombre la abrió y entró en la sala con una bandeja que contenía una tetera, tazas, peladillas, dulces de almendras y mazapán. Todavía estuvimos hablando media hora más, esta vez de mi país y de la situación de la “joven democracia”, como llamaba a España, mientras yo le miraba con la admiración con que siempre contemplo a quienes han sido fieles a su ideario, a esos pocos que pase lo que pase, sea cual sea la vida que les espere, nunca cambiarán de partido ni de camisa.
   Algo tenía en común con aquel otro líder del 23 de febrero que había conocido en Salamiye, ambos derrotados y arrinconados por el poder, pero ambos también con la fe incólume en sus ideales, como los miles y miles de hombres que lucharon por la República española y en la Resistencia francesa, que la democracia arrinconó como inservibles, como si los nuevos tiempos no tuvieran aliento para recompensar a quienes les habían abierto el camino.
   La actividad política -como actividad humana que es, cuyo objetivo primero parece ser llegar a la meta, a veces incluso a costa de destruir, de dividir, de olvidar-, es cruel y desalmada. Llegan a la cumbre los que llegan y del modo que sea, y de un plumazo barren a los demás por poco incómodos que les sean, como si despreciándolos pudieran cambiar el curso de la historia.
   Nuestro país adolece de falta de memoria histórica y sin memoria se está a merced de cualquier demagogia, me había dicho el vendedor de joyas de la mezquita de Suleimán. Y era cierto, ¿dónde se apoyan nuestra ideología, nuestros principios democráticos y nuestros deseos de justicia si no hay memoria histórica? No se apoyan, porque no hay donde hacerlo. ¿Quién se acuerda hoy de tantos hombres y mujeres que lucharon contra el franquismo en la clandestinidad?
   ¿Quién se acuerda de los que en el exilio publicaron los libros que nosotros leíamos a escondidas y que mantuvieron abierto nuestro criterio y viva la curiosidad y el encono, al tiempo que contrarrestaban la machacona y partidista interpretación de la historia más reciente con la que se nos bombardeaba en la escuela, la universidad y la calle?
   ¿Quién recuerda a los militares que permanecieron fieles a la República?
   Quizá su verdadera recompensa a fin de cuentas no sea sino esa fe que mantienen aun en el olvido y la miseria, ese sentido ético sobre el que siguen apoyándose y ofreciendo a los demás que tan mal les han remunerado y ante los que tan poco prestigio tienen. Mi homenaje a los que hicieron de su vida un anónimo testimonio de sus ideas, mi homenaje a todos ellos desde este país que también tiene, como todos, sus traidores, sus olvidados, sus amnesias.

XIV. Los amigos de Ismail.

   El fotógrafo.
 
   El martes, al llegar a casa me había encontrado un mensaje de Ismail citándome al día siguiente a las siete de la tarde en casa del fotógrafo Mohamed Al Rumi, “junto a la torre blanca de la calle Al Afif, un poco antes de llegar a la plaza Omar Al Abrach, frente a la embajada de Francia, al este del barrio Al Mujayirín”.
   Así mismo.
   – Con lo fácil que habría sido darme el número de la calle -le dije a Nayat cuando me dio el mensaje.
   – ¡Qué va! Así no tienes pérdida -respondió.
   Yo, por si acaso, tomé un taxi que me dejó frente a la casa sin que asomara a su rostro la menor vacilación. La embajada francesa, como todas, tiene una garita en la entrada donde varios soldados con metralletas están, como todos los árabes, de tertulia permanente. Y frente a ella, en la puerta de la casa, vi a Ismail y a Mohamed Al Rumi, el fotógrafo. Así, uno junto a otro, los dos parecían iguales, o por lo menos del mismo linaje y de igual generación, quizá un poco más joven Al Rumi, pero ambos altos y morenos y ambos con las manos en los bolsillos mientras hablaban y me esperaban, los dos con el gran bigote de los árabes, los dos sonrientes, bien vestidos, tranquilos en aquella ruidosa y poblada calle donde comenzaban a encenderse las luces de los escaparates. La casa al pie del monte Casiún, casi a la misma altura de la mía pero más al este, era una antigua casa remodelada según los cánones de la tradición del país de acuerdo con los criterios de la arquitectura moderna que algunos arquitectos jóvenes de Damasco intentan introducir en la recuperación de edificios antiguos con mucha dificultad pero con gran eficacia y belleza. Constaba de planta, piso y azotea, tenía los techos altos y las puertas estrechas y majestuosas, los suelos de mosaico dibujaban una alfombra en todas las habitaciones y una minúscula escalera de madera pasaba de un tramo a otro.
   El té estaba preparado en una bandeja de cobre y las tazas por primera vez parecían adquiridas en Habitat o Vin &on de Barcelona, o en La Continental de Madrid.
   No sé por qué nos pusimos a hablar de la mujer siria. Quizá porque yo tenía todavía en la mente la imagen de aquellos velados seres de otro mundo que, rodeados de hijos, comían con fruición en el restaurante de Hamma, como si la buena mesa fuera el único placer que les estuviera permitido.
   Ismail, silencioso, tomaba el té y apenas intervino. Pero dijo a modo de presentación:
   – Mohamed ha hecho varios reportajes sobre las costumbres y la vida de las mujeres en el desierto.
   – No es tanto la mujer en el desierto lo que me interesa -dije yo-, sino la mujer en esta sociedad urbana que tiene cuatro mil años de existencia.
   – La situación -dijo Mohamedes distinta en cada caso. Mi primera mujer, por ejemplo, está divorciada, es periodista y vive sola en Damasco.
   – ¿Y le resulta difícil?
   – Ella dice que no, quizá porque se mueve en ambientes más abiertos, el del periodismo, la literatura, la pintura, etc. Incluso ha vivido con otros hombres con los que no se ha casado y no parece que haya tenido mayores dificultades. Yo mismo me llevo muy bien con ella y seguimos viendo a los amigos comunes, pero es una mujer que se mueve fuera del circuito de la tradición familiar. En cambio mi hermana, que también está divorciada, tiene veintinueve años y está en una depresión profunda porque no le ve salida a su vida fuera del matrimonio.
   – ¿Por qué?
   – La verdad es que mi hermana fue educada de forma distinta, estuvo pocos años en la escuela, no es universitaria, no tiene trabajo y sigue inmersa en el mundo familiar de las visitas de las mujeres, de la dependencia de la madre, las compras.
   – La religión, ¿tiene algo que ver en esto?
   – No se trata de religión, sino de tradición, y la tradición es muy vinculante, sobre todo en las capas más humildes de la sociedad y también en la clase media y entre los pequeños comerciantes, y a las mujeres no les ofrece más salida que la pareja. Por esto se ahoga, porque no la tiene y el tiempo pasa.
   Sin embargo, Mohamed, aunque era consciente de que su primera mujer pertenecía a una minoría del país, contrariamente a otros, era optimista y creía que poco a poco las mujeres comprenderían que la libertad es un bien que se puede alcanzar como se ha alcanzado en Europa.
   – No todas las mujeres de Europa son libres -apunté yo-. Y tal como van las cosas parece que volvemos a los valores tradicionales de sumisión y obediencia al marido, en definitiva, al hombre. Además hay muchos casos, muchísimos, de mujeres maltratadas por sus maridos, que aun sabiendo que pueden denunciarlo porque los malos tratos son un delito, no lo hacen y soportan los golpes y las humillaciones durante toda su vida.
   – Sí, lo sé, pero yo no me refiero tanto a la sumisión como a la libertad de las que ya no tienen marido. Poco a poco, muy despacio, pero vamos avanzando. Hay en Damasco mujeres que viven solas y que se sienten seguras y bien, pero son tan pocas aún y están tan limitadas a los ambientes profesionales o intelectuales que, de todos modos, frente a las demás apenas cuentan.
   – Hay quien sostiene que la mujer sometida se encuentra bien en esa falta de libertad.
   – Sólo quienes la defienden -dijo Ismail-. A la falta de libertad, me refiero.
   – En el campo las mujeres parecen más libres, o por lo menos hay más alegría, más fiesta.
   – Sí, es cierto -respondió Mohamed-, en el campo quizá no son tan timoratas, ni van tan cubiertas, ni están tan escondidas, pero es que no se lo pueden permitir.
   Por burdo que sea lo que estoy diciendo, es así. Son las mujeres las que trabajan en el campo, las que siembran, recogen y almacenan el grano, las legumbres y las hortalizas. Lo mismo ocurre con las beduinas -dijo-, que trabajan todo el día y llevan además el peso de la casa. Son ellas las que esquilan y ordeñan las ovejas, las que hacen el yogur e incluso las que cargan la leche y los quesos en los camiones o en los camellos. Son ellas las que tejen la lana, hacen los vestidos de la familia, bordan las tiras de adorno de las tiendas o cortan las fundas de los colchones y las que preparan las fiestas.
   Además han de ocuparse de los niños, de la cocina, que no es poca cosa, porque los beduinos son amantes de la comida y del ceremonial, y de montar y desmontar las ‘jaimas’, ordenar las alfombras en el suelo, preparar las camas para toda la familia, y dejar las habitaciones vacías durante el día. Mientras tanto los hombres apenas hacen más que dar órdenes y fumar cigarrillos y, como mucho, llevar las ovejas a pastar y los quesos y el yogur a vender.
   Mohamed apagó las luces y proyectó en la pared las fotografías de las mujeres del desierto que tenía escrupulosamente ordenadas en cajas de diapositivas.
   Vimos las ferias de caballos árabes de Siria que tienen lugar todos los años en primavera y la entrega de los premios a los mejores. Son caballos espléndidos, de pelaje brillante. Había también una colección de vestidos del desierto de hombres y mujeres.
   – Éstas las tomé en una boda beduina. Una boda beduina es una de las grandes maravillas que aún nos quedan por ver. Aunque poco a poco van perdiéndose y hasta las mujeres del desierto acabarán vestidas como las modelos, en imitaciones fabricadas en serie.
   No parecía tener prisa y nos describía cada diapositiva:
   – Este es el ‘mansaf’, el cordero que se cuece entero sobre leña; ese instrumento musical de una sola cuerda es el ‘rababe’; esto es el ‘jodach’, la hornacina de madera que se instala sobre la grupa del camello y donde se sienta la novia.
   Había detenido el proyector en la imagen de tres tiendas casi iguales e igualmente engalanadas, rodeadas de invitados a una boda que miraban a la cámara con más expectación que sorpresa.
   – En las bodas beduinas siempre hay dos tiendas -dijo mientras sonreía tal vez a su propia memoria-, una para la novia, otra para el novio y la tercera que utilizan más tarde los dos. Las tiendas de los beduinos se llaman ‘jaimas’ -recuerda.
   – ¿Todas las tiendas se llaman ‘jaimas’?
   – Sí -respondió-, pero ahora hablamos de las de la boda. -Y siguió-: La ceremonia exige que las chicas vistan a la novia y los chicos afeiten y engalanen al novio, después se reúnen ambos en una tienda a medio camino entre las dos. Las chicas se ponen jena en las manos en señal de fertilidad, de suerte y de felicidad. Cuando llega el ‘cheij’ y el padre entrega la novia al novio, como en ésta -y cambió la imagen-, se dan las manos y se van juntos. Mientras tanto los chicos cantan y las mujeres emiten grititos intermitentes, después los chicos se enzarzan en una lucha -y la fotografía mostraba dos muchachos con el torso desnudo y con espadas y escudos-, como una especie de danza antigua. Y aquí -añadió-, ya bailan juntos chicos y chicas lo que no es habitual en ambientes no beduinos. Después comienzan los regalos. Y a continuación el padre de la novia y el del novio, ¡mira qué maravillas de chilabas bordadas en oro! y ¡qué cuchillos!, cortan las cabezas a los corderos y en un ceremonial de una extrema pulcritud aprendido desde la infancia, lo vacían y descuartizan, cuecen la carne e invitan a todos los presentes.
   – ¿Es cierto que las bodas duran varios días?
   – Sí, en general entre tres y siete, y varias veces al día la novia se viste con un nuevo traje del ajuar que su familia y ella misma llevan años preparando, doblado ahora con los demás en una gran caja de madera.
   El Mediterráneo es igual en sus dos extremos, pensé, porque recuerdo el baúl de madera labrada, la “caja de novia” que según he oído contar desde niña trajo mi abuela cuando en 1902 llegó a Barcelona procedente de un pueblo del Pirineo leridano para casarse con mi abuelo, y que hoy aún, comida en algunas partes por la carcoma, sigue estando en el recibidor de mi casa, como ocurre en el de tantas otras casas de mi ciudad.
   – Al acabar las danzas -siguió Mohamed pasando a la última diapositiva, donde a la luz de las fogatas aparecían los novios de espalda y cogidos de la mano-, los novios se van juntos a la tienda con padres y amigos, porque el matrimonio no se consuma hasta la última noche.
 
   Cena a orillas del Barada.
 
   Aquella noche cenamos en un pequeño restaurante a orillas del Barada llamado Sindiana. Mohamed se excusó, quedamos citados dentro de diez días y dijo que me mostraría con calma todas las fotografías que tenía, publicadas o no, de los edificios de Damasco, porque Al Rumi era un fotógrafo dedicado sobre todo a arquitectura, que publicaba en revistas especializadas de Francia, Inglaterra y otros países europeos.
   El Sindiana es un restaurante con una gran terraza junto al río, cubierta por inmensos toldos blancos en toda la superficie del local. Había flores sobre las mesas y en las balaustradas sobre el río, y colgadas de las perchas de madera que mantenían las grandes lonas en infinidad de tiestos de geranios, rosas, claveles, azaleas y margaritas, un verdadero jardín. Ismail me llevó a una mesa redonda bastante grande en torno a la que bebían ‘árak’ sus amigos: el pintor Rida Hushus, los directores de cine Mohamed Malas y Omar Amiralay y el arquitecto Hikmat Chatta.
   Fue una larga cena que prolongamos hasta que el local se quedó vacío y los camareros nos miraron con desolación. Porque en Siria no hay un restaurante que se atreva a decirles a los clientes que ha llegado la hora de cerrar y han de irse.
   Al principio aunque todos se conocían, la conversación giró en torno a temas generales, midiéndonos ellos y yo para saber qué es lo que yo iba a preguntar, qué es lo que ellos iban a responder. Mientras cenábamos, Ismail, que estaba a mi lado, mantenía la conversación más que yo, porque no sabía yo si había de escribir lo que decían o era mejor esperar a después de la cena y preguntar a cada uno de ellos.
   Recuerdo frases sueltas entre el ‘homos’ y las ensaladas de tomate, pepino y cebolla, y los pescados de río y de mar, fritos y rebozados, en grandes fuentes adornadas con lechuga. Al principio creí que la conversación derivaría hacia la política, pero no hablaron de política más que dando por sentado lo obvio y palmario.
   Comenzamos por hablar del velo en las mujeres, eso lo recuerdo porque llegó una mujer con velo y se sentó frente a su marido en la mesa de al lado:
   – El pañuelo era una forma de oposición al régimen. El presidente intentó desvelar a las mujeres, como había hecho Ataturk en Turquía hace más de cincuenta años, pero la orden duró sólo dos días y el presidente se excusó y rectificó desde la televisión. Las buenas familias no se velaban, eran sunitas europeos. La razón está en la crisis de identidad por la invasión económica y la falta de modelo.
   – En realidad, el sirio no tiene confianza en lo suyo quizá porque no hay confianza en el Estado, no hay control de la calidad, por ejemplo, en los medicamentos. Todos saben que en Chipre se falsifican los medicamentos occidentales que van al mundo árabe. Por esto la gente hace listas de medicamentos cuando un amigo va a Europa, o los pide a los amigos franceses o ingleses.
   – Sin embargo -dijo otro-, ahora se lucha contra el contrabando.
   – Contra el contrabando y contra el tráfico de influencias. En árabe igual que en español la palabra enchufe -’uasta’- tiene una doble significación: enchufe para la electricidad y enchufe para la influencia. Personas o grupos que almacenan productos importados que han conseguido gracias a sus influencias.
   – Recientemente se han destruido numerosos depósitos. Sesenta miembros de la familia de Al Assad están en la cárcel por contrabando.
   – ¿Cómo se sabe si hay censura en los periódicos?
   – El rumor, todo se sabe por el rumor que corre de boca en boca.
   – Aunque han mejorado mucho las telecomunicaciones -decía otro riendo-. Todo el mundo sabe que hay colonias de sirios en Marbella que trafican y que están en contacto con grupos dentro del país.
   – ¿En droga?
   – En droga y en lo que haga falta. Pero no dentro del país, aquí no hay muchos drogadictos. No drogadictos de aguja por lo menos, de ahí que tampoco tengamos muchos casos de SIDA. Se dice también, siempre el rumor, que se va a instaurar la pena de muerte para los traficantes, pero sólo tras lanzar una campaña para que los drogadictos vayan a los centros de tratamiento durante un año para curarse.
   – ¿También en esto se ve afectada la familia del presidente?
   – Los hijos del presidente son mejores que el resto de los parientes. Los hijos del presidente son gente campechana que les gusta las carreras de caballos y divertirse como a todos y que van donde sea, a la universidad o a una discoteca, sin guardaespaldas. A pesar de que hay terroristas.
   – ¿Cómo se entiende el terrorismo en un país tan pacífico?
   – Hay pocos casos de terrorismo. Y nunca por cuestiones de raza, como en Europa, ni religión, si se exceptúa el fundamentalismo, que es un fenómeno bastante reciente que tiene otras causas. El carácter del sirio es consecuencia de esta geografía de paso en que le ha tocado vivir, y las invasiones que ha sufrido a lo largo de los siglos le han hecho como es: contemporizador, pactador, comprensivo y tolerante, acepta las etnias distintas, porque todos proceden de mil raíces, ésa es la esencia del damasceno, y del sirio o de lo que queda de Siria.
   – ¿La gente habla de política?
   – El árabe, y el sirio más aún, es hablador por naturaleza. Nos gusta estar en los cafés y hablar, y hablar de política también. Antes se hacía política en un famoso café llamado Havana Café, frente a la tienda de chocolates en la calle Port Said. En los años setenta fue vendido a unos judíos, pero hubo protestas y el proyecto que tenían no siguió adelante y lo volvieron a abrir, aunque ahora ha perdido mucho. También había el café Orient, donde se hablaba y se fumaba el narguile, pero ahora se ha convertido en un restaurante de primera categoría y los intelectuales ya no van. La mayoría van al café del Cham Palace, pero como muchos de ellos tienen a gala ser pobres, no se atreven a ir. Los lugares de encuentro van variando.
   – ¿No hay pobreza en Siria?
   – No la ha habido; ya se sabe, cuanto más socialismo de Estado, menos libertad de expresión pero menos pobreza también.
   – La pobreza ayuda al fundamentalismo.
   – No hay pobreza aún en el sentido de miseria, pero se gana poco.
   Hay personas que con veinticinco años de antigüedad tienen una pensión equivalente a ochenta y cuatro dólares americanos.
   – ¿Cuál es el salario mínimo?
   – Es de doscientos cincuenta dólares.
   – Pero no sirve de nada medirlo en dólares, porque lo que compramos no lo pagamos en dólares.
   – ¿Y desempleo?
   – No es todavía un problema grave como en otros países.
   – Además el Estado ha puesto en marcha un programa por el que las mujeres que no trabajan reciben quinientas liras sirias; es una forma de solucionar o prevenir el problema.
   – ¿El país sigue siendo socialista?
   – En teoría sí, lo es en la asistencia médica, la enseñanza y la cultura. Nunca lo fue del todo en el sector del pequeño comercio, porque nuestra tradición es ser comerciantes, y ahora además ya se han dado permisos para la fabricación en Siria de productos extranjeros, y para la implantación de multinacionales que nos están invadiendo.
   – Quedan todavía restos de socialismo en la marabunta del consumo. Por ejemplo, aunque entran neveras de fabricación extranjera se pueden pedir las de fabricación siria al Estado, y se conceden a precios muy inferiores a los del mercado. Y así ocurre con todo.
   – Las multinacionales se han lanzado sobre Siria. Los turcos son los primeros en aprovecharse de la situación aunque aquí no están bien vistos.
   – No mientras tengan tierras nuestras.
   – Alexandreta un día volverá a nuestras manos. Ahora no les podemos atacar. Turquía pertenece a la OTAN y nos ocurriría lo que le ocurrió al Iraq.
   Hablaban casi entre ellos, a veces en inglés, a veces en francés y a veces se ponían a hablar en árabe sin darse cuenta e Ismail me lo traducía. Y en el fondo me di cuenta de que, como la mayoría de los sirios, están por supuesto contra la dictadura, pero son conscientes de que los peligros les acechan por todas partes, y como me había dicho un riquísimo comerciante días antes, la única persona capaz de hacerles frente es, hoy por hoy, Al Assad.
   No fue hasta después de la cena cuando comenzaron a hablar de sus respectivas profesiones aunque al principio de forma muy general.
   – Los intelectuales son los últimos bastiones de la protesta en las dictaduras -había dicho uno de ellos.
   – ¿Qué quieres decir? -le pregunté yo-. ¿Que una vez en la democracia se nos doma con mayor facilidad?
   – No, no es esto -respondió uno de los dos directores de cine, Omar Amiralay-. Pero a veces se me hace difícil comprender cómo se vive políticamente en democracia si se es de izquierdas y no se es político. Votando, supongo, y poco más.
 
   Los cineastas.
 
   Omar Amiralay había nacido en Damasco en 1944, y se había formado y había estudiado en Francia.
   Tenía en su haber desde 1970 una docena de documentales, aunque sólo los cuatro primeros producidos por organismos sirios: la Televisión Siria (‘El Valle del Éufrates’, ‘Las gallinas’)
   y el Organismo Nacional del Cine (‘Vida cotidiana en una aldea siria’, ‘Una revolución’)
   . Omar trabajaba para las cadenas francesas de televisión que le encargaban sobre todo cortometrajes sobre el mundo árabe: TF1, Antena 2 y FR3, o la cadena Arte. En aquel momento estaba preparando para la cadena Arte, un documental de una hora, en homenaje a un amigo que murió secuestrado en el Líbano: ‘Michel, tu m.as volè ma mort’.
   El otro director, Mohamed Malas, tenía más o menos la misma edad y había cursado los estudios en una Escuela de Cine de Moscú.
   En 1956, cuando tenía veinte años había hecho su primer corto al que luego siguieron varios más: ‘Sueños de una aldea’, ‘Cuneitra’, ‘La memoria’, ‘El Éufrates’ y ‘El sueño’ que había obtenido el premio al mejor documental en Cannes en 1988. Luego realizó dos largometrajes: ‘Ahlam al madina’ (‘Los sueños de la ciudad’)
   y ‘Al Leil’ (‘La noche’)
   , que habían obtenido premios importantes en los festivales de Cartago, Valencia, Friburgo y Brujas. Un palmarés nada despreciable si se piensa en las pobres condiciones en que se mueven los cineastas en Siria y en la escasa comunicación que tienen con el mundo occidental que, en definitiva, es donde se otorgan los premios.
   – Para nosotros se trata en primer lugar de expresar lo que queremos decir de forma que llegue al público, y por tanto lo más importante es buscar formas de decir que no sean directas. La posibilidad de crear en ese registro se ha convertido en una técnica y al mismo tiempo en un trabajo de investigación del lenguaje cinematográfico.
   Malas se sentía muy orgulloso de su última película, ‘La noche’, de la que el crítico de ‘Cahiers du Cinèma’ había elogiado el “aliento épico”, porque era la primera vez que un film sirio entraba en los circuitos comerciales franceses. Hasta 1987 el número de filmes producidos por el Organismo Nacional del Cine no llegaba a una película por año, algo más en los años siguientes, y en aquel momento, junio de 1993, comenzaba ya a intervenir el sector privado.
   En Siria no hay escuela de cine, y la mayoría de los treinta y cinco directores de cine han aprendido con becas pagadas por el Estado en la Unión Soviética y otros países socialistas, y después algunos han hecho cursos en Francia, Inglaterra y unos pocos en los Estados Unidos. De ellos, sólo veinte trabajan en cine y el resto en otras profesiones. En general cuando vuelven, como pertenecen al Centro Nacional del Cine y por lo tanto tienen estatuto de funcionario, se incorporan a la televisión siria. En este sector hay más trabajo, porque existe un mercado muy amplio destinado a los países del Golfo. Se hacen unas treinta series al año de entre tres y treinta episodios. Al productor le basta con vender a Arabia, el resto es puro beneficio.
   La calidad del cine que se ve en Siria es escasa. El Estado tiene el monopolio de la importación de películas, y si se tiene en cuenta que el precio de la entrada es el equivalente a un dólar, se comprenderá que poco se puede adquirir con el resultado de las ventas. Y además hay censura. Por otra parte, desde hace veinte años está en marcha un proyecto de Cinecittá, pero el presupuesto ha ido aumentando y la realización se va retrasando. Lo que tenía que costar tres millones de dólares entonces ahora no se podría hacer ni por trescientos. Las condiciones en que se ruedan y se montan las películas son precarias. Hace tres años que la sala de doblaje no funciona, lo mismo ocurre con la de material. Toda la producción del centro depende de una sola cámara que ni siquiera está disponible porque aún no se ha pagado la factura. La situación es lamentable.
   Otro grave inconveniente es que por cada director hay más de ocho funcionarios. Así al Estado una película le cuesta dieciséis millones de liras sirias, cuando en el sector privado se haría por tres millones.
   A partir de los años ochenta se ha ido incrementando un sentimiento de ‘impasse’ debido a que todo el cine del pasado se basa en obras literarias. Desde entonces se intenta dejar este camino e ir al guión de creación. Esta tendencia ha llevado a los cineastas a volver a los medios sociales que les son propios, los lugares de donde proceden y -¿por qué no?, dice Amiralay- al fondo de nosotros mismos.
   Una reacción contra toda la literatura que se basa en cuestiones ideológicas porque también aquí como en todo el mundo civilizado, la ideología ha perdido credibilidad.
   – Sí -asiente Mohamed Malas-, es cierto, intentamos volver a nosotros mismos, a lo que nos es común y propio, para que las personas que vean nuestras películas puedan sentirse identificadas con ellas.
   – Esperanza no os falta -les dije-, en estas condiciones.
   – No es esperanza lo que tenemos -respondió-, esperanza no es la palabra, tampoco es lo que nos hace falta. Lo único que hemos de tener es tenacidad para resucitar la memoria colectiva y continuar sin perder la solidaridad.
   ‘Al Leil’, la última película de Malas, cuyo guión es también suyo, ilustra lo que me ha querido decir: en la Cuneitra en ruinas de los Altos del Golán que yo había visitado el día anterior se encuentra la tumba de un hombre que un día luchó por los palestinos. Su hijo, el autor de la película, trata de reconstruir la historia de ese hombre, mezclando los ecos de la memoria de su madre con el deseo de darle una muerte más honorable.
   Así intenta exorcizar un sentimiento de vergüenza y de humillación que no logra desprenderse de él ni de esta ciudad ocupada en 1967 por los israelíes. Con esta reconstrucción de la vida y de la muerte de su padre, el autor dibuja los contornos de una memoria atormentada por las preguntas cuya respuesta es siempre amarga.
   Ya estábamos en la tercera copa. Habíamos olvidado que dos horas antes ni siquiera nos conocíamos.
   – Tenemos toda la noche por delante -me acababa de decir Ismail cuando yo, descendiendo de mi exaltación, le había preguntado si le parecía que era demasiado tarde.
 
   El pintor.
 
   Quizá Rida le había oído, el caso es que pidió una nueva ronda.
   “Siria es un país de colores pastel. En el Líbano las montañas detienen la luz, aquí cae sobre las cosas y les da su sentido cabal”, éstas son las palabras de Mudares, el más grande pintor contemporáneo.
   Era Rida Hushus el que hablaba, el pintor de la luz y del color de Damasco, el paisajista con libertad de abstracción. Rida nació en el año 1939 y desde 1961 ha expuesto en galerías de Francia, Alemania, Bulgaria, la antigua Unión Soviética y por supuesto varias veces en Damasco y Alepo.
   Era un hombre menos exultante y más conciso que los demás y parecía vivir en un mundo del que apenas salía para asentir con gestos a lo que decían los demás. Unos días más tarde le visité en su estudio en la parte más alta del Casiún, al que llegué tras varias cuestas encadenadas, y un tramo final de escaleras con más de cincuenta peldaños. La vista sobre Damasco era magnífica y el aire tan diáfano en aquella tarde calurosa, que yo tenía la impresión de respirar el aroma de los pinos de la alta montaña.
   Debió de creer que le tocaba hablar a él, porque lo hizo abordando los temas y cuestiones en orden estricto, deteniéndose de vez en cuando para ver si yo quería hacerle una pregunta, y continuando seguidamente no con aceleración pero sí con el apremio de acabar su discurso y reunirse de nuevo consigo mismo, el único lugar desde el que se sentía capaz de ver el mundo.
   – Asistimos en esta ciudad y en este país a dos tipos de pintura, la nacionalista árabe y la pintura propia. Son muchos los pintores famosos que han hecho concesiones y han adoptado los lemas del régimen.
   Y muy pocos los que intentamos la ruptura con nuestro propio pasado que abre el camino hacia el descubrimiento, el camino que hemos de seguir. La pintura nacionalista árabe es una copia de sus creencias, y no es lo peor que se hayan prohibido desde hace unos años las modelos, sino que lo que se pinta no tiene el menor interés.
   – ¿Hay muchas galerías de arte?
   – le pregunté.
   – Hoy en día se abren muchas galerías regidas por autodidactas que entienden poco de pintura, aunque no les hace mucha falta porque ellos son los que venden al ejército de nuevos ricos que está dando el país, cuya única afición es invertir.
   – ¿Qué compran los nuevos ricos?
   – Los nuevos ricos lo compran todo, incluso las corrientes absurdas, como el neocubismo, pero en general lo que más les gusta es el orientalismo. Hay pintores que copian y recopian las mismas escenas típicas hasta la saciedad.
   Ahora nos ha dado a nosotros la manía del orientalismo, que ya es vieja en el Occidente. No tenemos remedio.
   – ¿Anticuados? ¿Posmodernos?
   – Hay un grupo de pintores que se proclaman herederos de lo que llaman la influencia posmodernista de los años setenta, y pretenden con ello crear una tradición inexistente, por esto hablan con palabras grandilocuentes y sobre temas europeos que desconocen. Pero esto es imposible, es como ser nacionalista árabe y americano al mismo tiempo. No es más que el resultado de la crisis de identidad que tiene ahora el régimen y que la sociedad sufre también.
   – ¿Invertir en pintura se ha convertido en una moda?
   – Con la idolatría al dinero de los últimos años, la única manía es invertir; hay galeristas que incluso buscan pintores y los hacen pintar antes de morir para poder especular con sus cuadros una vez que hayan muerto. Un cuadro de sesenta por cuarenta, por ejemplo, vale unos 1.500 dólares, lo que no está mal para un mercado que se está formando.
   – ¿Hay buenos pintores?
   – No, no hay buenos pintores.
   Se hace lo que se puede, pero la mayoría nos sentimos aislados del mundo. Los pintores jóvenes vienen de escuelas donde se politiza la pintura. Y ¿qué ocurre? Que la escuela se degrada. Lo mismo sucede con la enseñanza universitaria.
   Apenas hay ahora diplomas que puedan convalidarse en el extranjero, y en cambio hace unos años sí los había. Es una degradación a imagen de todas las demás degradaciones.
   Nos amenaza la misma muerte de las ideologías que en Occidente. Pero quizá lo peor de Siria sea ese miedo impotente, un miedo que ha matado el alma, un miedo peor que el miedo, porque impide pensar y nos sume en la resignación cuando comprendemos que no hay salida.
   – ¿Estás seguro de que no hay salida?
   – Tal vez yo lo vea todo demasiado negro -dijo al darse cuenta del silencio que se había hecho-.
   Tal vez la pintura a fin de cuentas no sea para un país como éste, un país de comerciantes.
   De pronto, con sus esperanzas, sus búsquedas, ese afán de encontrar un resquicio por donde hacer pasar el aliento de la creación, me sentí transportada a los años sesenta y setenta, en el mismo ambiente en que nosotros nos encontrábamos, con las mismas ganas de hablar de pintura, de cine, de literatura y de arquitectura, de conocer lo que hacíamos cada uno y lo que ocurría en el exterior. Nada nos parecía mejor que perder las horas discutiendo sobre una exposición o un libro o el último edificio del más joven arquitecto, para acabar a altas horas de la madrugada con el sentido de la vida y de la muerte o la diferencia entre la crítica y la creación. Quizá sea cierto que las dificultades son un aliciente para la solidaridad, porque es cierto también que salvados los escollos por cuyo derribo luchamos nos olvidamos de lo primordial.
 
   El arquitecto.
 
   Aquella noche no pude hablar con Hikmat Chatta, el arquitecto.
   Tras las palabras de Rida nos enzarzamos en un debate sobre el arte y sus implicaciones en la vida política, o lo que es lo mismo, el papel del artista en la sociedad o en la política, y sin darnos cuenta nos dieron las cuatro de la madrugada bebiendo ‘árak’.
   Pero unos días más tarde, Hikmat vino a buscarme con su camioneta gris y me llevó al Centro Cultural Francés de Damasco del arquitecto José Oubrerie que había trabajado con Le Corbusier de 1958 a 1965, visitamos luego la galería Ur Nica, que había hecho él mismo, y la casa de Amiralay también obra suya. Y con esa paciencia y esa vocación pedagógica que sólo tienen algunos arquitectos para los que la arquitectura ocupa un lugar que ningún amor puede ni podrá jamás ocupar, me dio una magnífica clase de arquitectura moderna siria, sobre la evolución de la estructura de la vivienda en los últimos cincuenta años y sobre las influencias de los grandes arquitectos de mediados del siglo XX en los jóvenes que, como él, intentan mantener viva la modernidad en una ciudad como Damasco, tan abocada a la arqueología.
   Porque Hikmat era el más joven de todo el grupo. Nunca supe la edad que tenía, pero no debía de llegar a los treinta y cinco años, y según me contó había vuelto de París cinco años atrás al acabar el doctorado en la Sorbona. Vivía en un apartamento en el centro de la ciudad, casi frente al Cham Palace, que él mismo había arreglado casi con el mismo criterio con que lo había hecho el arquitecto que había remodelado la casa del fotógrafo Al Rumi. Era un joven romántico con tal melancolía en la mirada y en la voz que más parecía un poeta que un arquitecto dispuesto a defender los postulados de la arquitectura moderna.
   – El árabe siempre ha vivido encerrado en su casa y en su patio, y aunque ahora las casas no están encerradas en sí mismas, sigue con el mismo desprecio por el espacio exterior, de ahí que aun siendo limpios las calles estén siempre tan sucias.
   – También lo están en Madrid.
   – Es posible, pero aquí nadie se entera.
   Estaba desesperado por lo que le había ocurrido a la ciudad. La ciudad antigua -me contó- estaba clasificada y gracias a ello no se habían hecho más desaguisados; sin embargo en la entrada principal de Al Hamadie, en la ciudad antigua, al excavar un terreno donde se quería instalar un supermercado se había descubierto hacía poco más de un mes un muro y una fosa defensiva de la época romana. Había habido protestas en los periódicos porque no se detenían las obras, y un grupo de treinta intelectuales había presentado al alcalde un pliego de firmas con la petición de que se respetaran los hallazgos, que el alcalde ni se había tomado la molestia de leer. Igual reacción había tenido el Ministerio de Cultura. Y cuando volvió a pasar por el lugar al cabo de unas semanas, las excavaciones se habían rellenado con fundiciones de hormigón.
   – Como en Murcia -intenté consolarle de nuevo con nuestras mismas chapuzas, recordando la plaza con que se ha cubierto una parte de una ciudad árabe, para que no se ofendan los bares ni se les reduzcan sus terrazas. Pero él no me hizo el menor caso. Sonrió con tristeza y exclamó:
   – ’Tout est foutu.’
 
   La resaca del ‘árak’
 
   Llegué a casa de madrugada y dormí hasta que el sol estuvo alto en el cielo y una vez más me despertaron los maullidos y los ronroneos de los gatos en los tejados.
   Al levantarme, entró Nayat en mi habitación con un pedazo de tarta tan alto y grande que no sabía por dónde empezar. Luego me dijo que iba a salir. Llevaba un vestido occidental azul marino de blancos tan elegante y sobrio que me dejó perpleja.
   – Voy a la compañía de teléfonos -dijo muy satisfecha de mis elogios.
   Yo fui al Centro Hispánico Cervantes a ver a Montserrat Aguirre, mi tercer contacto, la jefa de estudios cuyo teléfono me había dado Dolors Cinca, una traductora del árabe que había encontrado en Nueva York el año anterior. Montse Aguirre me había pedido que diera una conferencia el día antes de irme. Visité el Centro y me quedé impresionada de la cantidad de gente que quiere aprender español en Damasco. Si fuéramos franceses habríamos hecho un maravilloso Centro que hoy habría duplicado sus alumnos.
   Había animación y buen ambiente en el Centro, que estaba muy bien organizado. La biblioteca de autores en lengua española y sobre temas hispánicos y árabes en general, estaba muy concurrida. Alguien me dijo que sin saber por qué el Centro se cerraría al cabo de un año.
   Volví caminando por una calle paralela a la de mi casa, un poco más encaramada al Casiún, no demasiado ancha pero de dos direcciones, con camiones y autobuses que sorteaban los obstáculos con una pericia inimitable. Me detuve en una de las muchas tiendecitas donde venden esos zumos que toman a todas horas los árabes y pedí una jarra de zumo de frutas variadas para atemperar la resaca del ‘árak’ que no remitía. La tienda, como todas, no era más que una ventana tras la cual había un mostrador, el hombre que hacía los zumos y canastas de naranjas, limones, zanahorias, fresas, manzanas, pomelos y papayas, colgados del techo en bolsas de malla. Tuve que esperar porque el dueño estaba echando una bronca a un pobre muchacho que aguantaba estoicamente con los ojos bajos y el gesto inexpresivo. Después me dio mi zumo en una jarra como las que se utilizan en España para la cerveza. Hay tiendas de zumos por toda la ciudad, y la gente se aglomera en ellas a la hora del calor.
   Hacía un sol de justicia y algunos comerciantes habían cerrado las puertas, habían bajado los toldos, y ocultos en las umbrías habitaciones interiores, esperaban momentos más benévolos. De pronto se dispararon a cantar los almuédanos, comenzó uno y siguió otro y otro, hasta que toda la ciudad en pleno se puso a orar, cada uno con su propio canto sin tener en cuenta el de los demás, lo cual, sin embargo, no producía una melodía discordante porque poco a poco iba adquiriendo un ritmo y una cadencia armónicos, igual que se conjugan en una única balada desde el Pati dels Tarongers, los campanarios de Santa Maria del Mar, Sant Jaume, Betlem, el Pi, Sant Just, Sant Sever, al filo de mediodía: unas campanadas tras otras o unas sobre otras sin que sea posible distinguirlas y oyéndolas todas a la vez.
   Un pensamiento transparente logró desprenderse de mi mente torturada por la resaca y el sofocante calor, y se deslizó entre la salmodia de los almuédanos y la memoria lejana de los tañidos en el Pati dels Tarongers de Barcelona: mañana, jueves, me voy a Palmira con Ismail.

XV. La tempestad de arena en el desierto.

   Había quedado en recoger a Ismail en su casa en Mezzè. Preparé mi maleta sin olvidar el traje de baño, cargué en el asiento de atrás la nevera portátil, con agua, vasos y una botella de whisky, recogí a Ismail y, sorteando el caótico tráfico, nos dirigimos bajo un sol de justicia hacia el este, en busca de la carretera de Palmira.
   – ¿Te importa si nos detenemos a ver unos beduinos amigos míos?
   Así podrás hacerme de intérprete.
   – ¿Cómo me va a importar? Pero ¿de qué los conoces?
   – Los conocí el otro día, tuve que cambiar una rueda y uno de ellos me la arregló y luego me invitó a su tienda. Quiero darles las fotos que les hice.
   – No deberían dejarte sola -dijo Ismail riendo.
   – Pero tendrás que ayudarme a encontrarlos porque me dieron unas explicaciones que no entiendo demasiado. -Y le alcancé el papel donde había anotado la explicación que me había dado el soldado.
   Ismail lo leyó y dijo:
   – Está bien claro: el Jan Abu Shamat está en la misma carretera, y luego no hay más que adentrarse en dirección sur unos veinte minutos por el sendero, y hacia el oeste del cuartel de la guarnición de Awan, a tres horas de camino en dirección al Jevel Sies, estará la tienda
   – ¡Clarísimo! ¿Qué quiere decir a tres horas del Jevel Sies?
   – El Jevel Sies da la indicación por el sur, por si quisieras llegar por el sur, pero nosotros vamos por el norte, lo dice bien claro, y si no, preguntamos a alguien.
   – ¿En el desierto? ¿A alguien?
   – En el desierto siempre hay alguien. Es una tontería pensar que el desierto está desierto.
   Le miré pero no se reía, lo había dicho en serio. Y yo pensé, o es un inconsciente o un fatuo, o me quiere impresionar, o no sabe lo que dice.
   Una vez que dejamos atrás los barrios periféricos, lo más parecido a los de cualquier otra ciudad del mundo, la carretera se internó de repente en tierras desérticas.
   La línea del horizonte se destacaba nítida contra un cielo azul cada vez más calcinado por el sol.
   Habíamos recorrido unos treinta y cinco kilómetros cuando vi a lo lejos a un soldado que nos indicaba por señas que nos detuviéramos.
   Era un control de policía. Casi nunca los hay, me habían dicho en Hamma y si los hay, casi nunca paran a los coches. Pues bien, a mí me había tocado.
   Me detuve frente a una garita a pie de carretera, adosada a una casa cuya puerta abierta dejaba ver un par de camastros, una mesa y varios cazos y tazas sobre ella.
   Le alargué los papeles y él se entretuvo en mirarlos durante un buen rato sin hablar, sin ni siquiera levantar la vista. Yo salí del coche. El calor era sofocante, a ras de tierra corría una leve brisa que apenas movía los hierbajos en los bordes de la carretera y la pelusilla que tapiza la tierra rojiza del desierto después de la primavera. Desde la altura de los ojos hasta el firmamento que se alzaba gigantesco sobre nosotros, el aire permanecía inmóvil, y en un punto lejano donde la carretera se convertía en un hilo de temblor, avanzaba una mancha negra. La vi acercarse sin prisa y tomar forma y al pasar por mi lado el camionero redujo la marcha y saludó con respeto al soldado que hizo un ademán con la mano sin levantar los ojos de los papeles. Tras el polvo contemplé de nuevo el desierto y acomodando la vista a la lejanía descubrí la nube de un rebaño y más lejos aún otra mancha oscura, plana, alargada, apretada contra la tierra, inmóvil: una, dos, tres ‘jaimas’, conté; las tiendas de los beduinos.
   En aquel momento habló el soldado al tiempo que me devolvía los papeles y con un gesto nos deseaba buen viaje.
   – Pregúntale -le dije a Ismail.
   Ismail se puso a hablar con el soldado y al cabo de un momento, después de que los dos hicieran señales cabalísticas en aquella inmensidad, Ismail se metió en el coche ya seguro de nuestro itinerario.
   – El Jan Abu Shamat está a unos quince kilómetros -dijo.
   Enfilamos de nuevo por la carretera en dirección a Palmira y de pronto Ismail me dijo que torciera a la derecha y me internara por la tierra en un amago de sendero apenas visible. A mí me pareció que Ismail se inventaba el camino, pero le veía tan seguro que no lo dudé y me metí por él.
   Ismail preguntó señalando el desierto:
   – ¿Te dice algo?
   – La verdad, no -reconocí.
   Pero él señaló a lo lejos una mancha oscura.
   – ¿Podrían ser aquéllas? ¿Las ves? Detrás de la tormenta.
   – ¿Qué tormenta? -pregunté.
   – Allí, ¿no la ves?
   Sí, así era, mucho más lejos de lo que la vista parecía alcanzar se veía otra mancha pero esta vez en forma de nube parda que se levantaba a ras del horizonte.
   – ¿Cómo sabes que es una tormenta? -le pregunté.
   – ¿No lo ves? Es un remolino que forma el viento y que se acerca. Dentro de una hora nos habrá alcanzado.
   – ¿Esto es grave? -pregunté con recelo.
   – No. Es una tormenta del desierto. ¿Nunca has oído hablar de las tormentas del desierto? El viento levanta tanto polvo y arena que todo queda cubierto, y apenas se puede avanzar porque la vista no alcanza a ver más allá de un metro.
   Pero no pasa nada, no pasa nada si no te pierdes. Tranquila, que no nos perderemos.
   Me parecía imposible que este cielo gigantesco y azul y esta tierra que se extendía ante mi vista pudieran desaparecer de pronto.
   Dijo Ismail señalando a la otra mancha oscura sobre la tierra:
   – Según tus indicaciones y lo que me ha dicho el soldado, bien podrían ser aquellas ‘jaimas’. ¿Lo probamos?
   Y mientras yo avanzaba en aquella dirección por la tierra donde se iba perdiendo el rastro del camino, sin más horizonte que las lejanas lomas rojizas, quizá para tranquilizarme me explicó las costumbres de los beduinos. Las ‘jaimas’, como un espejismo de mi mente enardecida por el desierto y sus secretos y por la sequedad que se iba apoderando de mí, se alejaban a medida que avanzábamos. El aire irisado las hacía vibrar pero aun así fueron definiéndose antes de perder su minúscula dimensión. Ismail hablaba de las tiendas de los beduinos, de cómo había que quitarse los zapatos al entrar, del café de bienvenida.
   – Procura no poner nunca las plantas desnudas de los pies encaradas a ellos. Es una falta de respeto y podrían ofenderse. Los beduinos -añadió- son muy devotos de sus costumbres y tradiciones.
   – Sí -respondí un poco ausente-, eso me dijo el soldado. -Pero apenas atendía. Detuve el coche un instante, y miré hacia atrás. El soldado y su garita y la carretera y el mundo entero habían desaparecido fundidos en la lejanía. El desierto, temblando el aire a ras de tierra, dibujaba en torno a nosotros una circunferencia precisa de dimensiones gigantescas sobre la que se levantaba la infinita bóveda del cielo. Una ráfaga de viento perdida rasgó el silencio y azotó el costado del coche como un bufido extemporáneo, como un cachete. Ismail me miró sonriendo.
   – ¿Ves? -dijo.
   – ¿Veo qué? -pregunté.
   – ¿Ves cómo se acerca la tormenta?
   Fue entonces, al buscar la tormenta, cuando reconocí la ‘jaima’, pero tuve que hacer el esfuerzo de imaginarme ese paisaje desde la otra dirección en la que había llegado.
   – Ésas son -dije con entusiasmo-. Ésas son.
   Ismail se reía.
   – ¿De qué te ríes? ¿No te parece inaudito que hayamos encontrado esas ‘jaimas’ en el desierto?
   Es como encontrar una aguja en un pajar.
   – No -respondió muy serio Ismail-, ya te dije que la dirección era correcta. ¿Quién te la dio?
   – Me la dio el soldado que había ido a comprar yogur.
   – Debía ser del cuartel que está ahí cerca.
   – ¿Dónde? -pregunté, porque cerca no había nada.
   – Allí -y señaló una minúscula mancha que me costó cinco minutos encontrar, como un insecto en dirección sur-. Allí, fíjate bien.
   Es una fortaleza.
   En el desierto las dimensiones de las casas y de los hombres se distorsionan de tal modo que para un profano no existen. Yo veía ahora con los ojos de Ismail, que me mostraba un horizonte poblado de los accidentes orográficos, las ‘jaimas’ en la lejanía, las construcciones, las antenas y los postes de electricidad perdiéndose muy lejos, que yo no había visto antes.
   Poco a poco comencé a distinguir las vaguadas de las lomas, los senderos de las torrenteras, los terrenos pedregosos de los sombreados por la hierba e incluso las zonas de tierra de las de arenisca. Vi el cuartel, una aldea a lo lejos en dirección a Damasco con el humo de las chimeneas que unos minutos antes ni siquiera habían enturbiado el cielo azul. Descubrí rebaños y beduinos y reparé en que al oeste la mancha de la tormenta se iba agrandando, aunque parecía tan lejana aún que apenas me preocupé de ella.
   Pero cuando, con los ojos doloridos de tanto escudriñar el paisaje, hubimos reemprendido la marcha y ya casi llegábamos a la ‘jaima’, el viento soplaba ya con tesón y constancia y dibujaba vuelos y fruncidos en las faldas de las beduinas que rodeadas de niños habían salido a recibirnos, agitando los brazos en el aire en señal de bienvenida.
   Tras ellas mi amigo, Abu Mansur, el jefe de la tribu, con el pañuelo a cuadros en la cabeza y un cayado en la mano, avanzaba majestuoso cara al viento acompañado de sus tres hijos, Said, Abu y Alí.
   A cierta distancia, el rebaño levantaba polvo que el viento esparcía y deshacía en arabescos.
   Se inclinó el patriarca, se tocó el corazón, la boca y la frente, igual que sus hijos tras él.
   Las muchachas y los niños, nerviosos y excitados frente a tan gran novedad, reían a nuestro alrededor.
   Ismail se presentó.
   – Dice que seamos bienvenidos a su morada, que Alá nos bendiga a nosotros y a los seres que amamos, y que Él y sólo Él guíe nuestro camino -dijo Ismail-. Y agradece la palabra de una extranjera que se ha dignado volver a su morada.
   Yo extendí mis manos hacia las que me tendía el anciano y le saludé inclinando la cabeza al tiempo que sonreía igual que él, con la mirada fija en la suya. Habló de nuevo.
   – Insiste en que les hagamos el honor, a él y a su numerosa familia, de entrar y tomar el café de bienvenida -tradujo Ismail.
   La parte frontal de la tienda que miraba al este estaba abierta.
   El viento que arreciaba cada vez con mayor fuerza venía ahora del oeste. Así que cuando nos sentamos en los colchones de colores vivos del suelo, el ambiente era cálido y tranquilo y de pronto las voces sonaron diáfanas y claras en ese ámbito limitado por las lonas oscuras y el pelo de cabra del techo de la ‘jaima’.
   El hijo menor, Abu, sirvió el café en tazas minúsculas y después de varias rondas se sentó con nosotros. Las mujeres volvieron a la ‘jaima’ contigua a trajinar cacharros de leche y yogur y los niños, tímidos de repente, se agolparon tras el murete de colchonetas que por la noche repartían para dormir, riendo y cuchicheando. Entonces les di las fotografías que despertaron un entusiasmo sin límites.
   Llegaron de nuevo las mujeres que reían al verse y reconocerse, se las pasaron unos a otros cien veces y respetuosamente preguntó Abu si podían quedarse con alguna de ellas.
   – Son para vosotros -dije-. Yo tengo ya mis copias.
   Agradecieron el regalo sin aspavientos ni grandes voces de entusiasmo, porque como me contó más tarde Ismail, los beduinos no son serviles y aceptan lo que se les da pero nunca mejoran el concepto que tienen de los demás por los regalos que de ellos reciben. A no ser que sean grandes regalos, en cuyo caso aunque los aceptan, desconfían.
   “Así son de listos”, añadió.
   Por la larga conversación que mantuvimos supe de su vida y de la organización de la familia. La tribu de Al Aneze a la que pertenecían se había instalado en esa parte del país ahora que acababa la primavera, y luego en invierno se adentrarían de nuevo en el desierto. Tenían varias docenas de ovejas, como yo sabía bien porque las había visto el otro día, que uno de los yernos había llevado a pacer, y señalaron la nube que poco a poco había ido alejándose del lugar. Al caer la tarde volverían y las muchachas las ordeñarían. Con los productos de la leche irían mañana al mercado con un viejo camión, que nos mostraron escondido bajo unas lonas, y los venderían a las gentes del pueblo.
   Después, una mujer con un diente de oro y un pañuelo en forma de turbante trajo frutas y pestiños con miel.
   – Tenemos camellos. ¿Quieres verlos? -preguntó Alí, y se levantó esperando que yo hiciera lo mismo.
   No sé aún cómo me vi montando un animal tan difícil. Debió de ser mi cara de entusiasmo cuando fuimos al espacio reducido entre las dos tiendas que, cerrado con una valla de lona, servía de establo a siete camellos, lo que le convenció de que yo estaba dispuesta.
   Así que me encontré intentando patosamente encaramarme a un camello que arrodillado con sumisión me ofrecía su huesuda grupa para que me acomodase. De una sacudida se puso en pie en cuanto comprobó que yo me había sentado aunque yo no había sabido encajarme aún y me agarraba con crispación al extremo de un ronzal que, a modo de rienda,
   Alí me había puesto en las manos.
   – ¿Tú no quieres montar, Ismail? -tuve aún ánimos para preguntar.
   – No, id vosotros -y me miraba con expresión divertida.
   Inmóvil, alta como una torre, rodeada de rostros sonrientes que esperaban tal vez verme en el suelo o que comenzase a trotar el animal, apenas me daba cuenta de que el viento ya no soplaba sólo a rachas sino con furia y encono. Abriéndose paso entre los niños se acercó Said montado en otro camello y alargó hacia mí los brazos con un largo pañuelo blanco en las manos que el viento extendía como una bandera. Yo creí que se trataba de un rito para iniciar el viaje, hasta que comprendí que me estaba haciendo un turbante con el pañuelo enrollándolo varias veces en torno a mi cabeza, hasta convertirme en una réplica del hombre invisible con una rendija libre para los ojos.
   Que Alá me proteja y guíe mi camino, supliqué cuando vi que Said, que abría la comitiva, se alejaba hacia el este. ¿Cómo me he metido en todo esto? Y de un tirón, tal vez siguiendo las órdenes de Alí, el camello se puso en marcha y yo olvidé todo cuanto no fuera el ronzal al que me agarraba como una posesa.
   Poco a poco me fui habituando al trotecillo del camello. Frente a mí los dos jinetes, envueltas la cabeza como los tuaregs, trotaban hacia el horizonte casi invisible ondeando mantos y pañuelos. El viento arreciaba y aunque habría querido volverme para contemplar la ‘jaima’ y sus habitantes que debían estar viéndonos y despidiéndonos entre nubes de polvo, no me atreví, atenta a ceñir las piernas para acoplarme al extraño cuerpo del camello. Sentía los miembros tensos y apenas podía abrir los ojos aunque el viento, que poco a poco iba incrementando la fuerza de las rachas, soplaba por la espalda.
   El polvo o la arena enturbiaban y espesaban el aire. Yo apenas osaba moverme. Recuerdo aún que pensé: así no aguantarás, te rendirá tu propia rigidez. Procuré pues imitar el vaivén de Alí y de su hermano que parecían encontrarse en una mecedora, echando el cuerpo hacia adelante a cada trote del animal. Era un movimiento serpenteante que parecía desplazarse desde sus cabezas hasta las endebles patas del camello ya cerca del suelo, con una cadencia rítmica que daba a su imagen envuelta en velos ondeando al viento, una seguridad y elegancia tan naturales como la del pez en el agua, o el leopardo cabalgando por la maleza, o la serpiente deslizándose entre pedrizas.
   Dejé el cuerpo un poco más libre y aunque al principio no atinaba con el compás, al segundo o tercer intento lo logré, y entonces, como si las piezas de una caja de música se hubieran hecho las unas a las otras, brotó la melodía y mi cuerpo sin apenas quererlo yo, siguió a su antojo el ritmo y la cadencia del trote.
   Alí se había vuelto varias veces mostrándome la parte de su cabeza que debía de ser la cara, pero al darse cuenta de que yo me había acoplado ya a la grupa, azuzó al animal y apretó la marcha. El mío hizo lo propio. Yo apenas podía verle ahora y Said había desaparecido ante nosotros escondido por furibundas nubes de arena que rasgaban el aire formando una cortina cada vez más espesa.
   Me di cuenta de que había oscurecido y ya no distinguía el horizonte. El viento era cada vez más fuerte, el vendaval de arena me empujaba aun cuando mi camello trotaba ahora a mucha más velocidad.
   Yo me aferraba con la mano a la giba y con las rodillas a la grupa del animal y tenía la vista fija en la silueta de Alí. Hasta que de pronto cerré los ojos y cuando los volví a abrir, ya no estaba: mi camello trotaba en la oscuridad blanquecina de las rachas y torbellinos de arena, como si se adentrara a ciegas en un limbo de luz opaca que hubiera diluido las figuras y las formas. El ruido era ensordecedor y apenas oía contra el suelo los golpes de los cascos de mi camello que, enloquecido o tal vez hostigado por encontrar a Alí, había iniciado una carrera desenfrenada. Para recuperar el ritmo, me agarré con más fuerza aún a la rienda y a la giba, apreté las rodillas contra el animal hasta sentir dolor, comprimí los hombros para hacerme más resistente y cerré los ojos con fuerza para evitar que me entrara el polvo y me cegara.
   Pero era inútil, el camello había cambiado el paso y yo ya no sabía si trotaba o galopaba o saltaba en el vacío de remolinos de arena y de tierra que las ráfagas de viento atropellándose hacían chocar unas contra otras a velocidades de vértigo confundiéndose en una amalgama brutal pero incorpórea: ante mí no había nada, nada de nada. Era, me vino entonces a la mente, la temida tempestad de arena donde sólo sabían moverse y orientarse los señores del desierto. Como un rayo sonaron en la memoria las palabras de mi amiga palestina, Sausún, cuando le dije que me gustaría adentrarme en él: no lo hagas sin un guía muy experimentado, había dicho con la voz que ahora atronaba en mis oídos como una premonición, cada año desaparecen en las tempestades decenas de hombres que creyeron poder valerse sólo con el mapa y la brújula en un desierto inmenso poblado de agujeros negros donde se esfuman sin dejar rastro porque los engulle la arena, igual que ha cubierto las ciudades del desierto.
   No puedo decir cuánto rato seguimos galopando en el vacío sin percatarme ya del dolor ni de la tensión porque sólo era consciente de que debía mantenerme como fuera a la grupa del animal. No podía caer, esto es lo único que sabía y que quería saber, me llevara donde me llevara la carrera enloquecida de mi camello.
   De pronto, y cuando ya creía haber recuperado algo el equilibrio, el animal redujo la velocidad, dio dos o tres vueltas sobre sí mismo y arrancó de nuevo en dirección contraria. No me caí, pero perdí el ritmo otra vez, porque además galopábamos ahora contra el viento de tal modo que la arena me venía a la cara con tal potencia que al esfuerzo de mantenerme tuve que añadir a ciegas el de luchar contra el empuje del viento que me echaba hacia atrás. Yo había cerrado los ojos y en la profundidad de mí misma retumbaron el bramido del viento y la tempestad, sonaron los cascos del camello en la arena incrementando el fragor y la oscuridad. Tras la pantalla de los párpados se formó un reducto negro y vacío donde el eco de la carrera se repetía e incrementaba como una vorágine precipitándose en las simas profundas del pensamiento y del terror. Terror puro, desnudo y metálico, terror sin nombre ni objetivo, sin más amenaza que él mismo porque ya no había lugar para la reflexión, la profecía o el augurio. Y se materializó en él la ficción que aterró las noches de mi infancia, la del hombre que habiendo luchado con monstruos, fantasmas y muertos vivientes sin haber conocido el miedo ni haber sucumbido a él, cuando tras haber sido decapitado en el campo de batalla sarraceno le fue repuesta la cabeza en el tronco por el ungüento milagroso de un santo, comprobó con un horror que ni había conocido ni había de abandonarle jamás que quien le había devuelto a la vida le había pegado la cabeza del revés.
   Con un golpe furioso el camello se detuvo. Mucho antes de que dejara de atronar en mis oídos el eco de mi propio pánico, abrí los ojos lentamente sin comprender, del mismo modo que salimos de un sueño profundo y no atinamos a saber en qué lugar nos encontramos. Sólo al cabo de un instante reconocí la ‘jaima’ de la que se habían descolgado las lonas de la parte este y asomaban por ella los rostros de todos sus habitantes mirándome con curiosidad. A mi lado, Alí montado en su camello, que jadeaba aún como el mío, comenzaba a quitarse el turbante, y Said que debía de habernos precedido acudía para ayudarme a bajar de la montura, sin un asomo de inquietud en el rostro, sonrientes ambos como si ya hubiera terminado el torneo.
   Todos hablaban a la vez. Ismail me miraba con curiosidad.
   Recuperé el aplomo y la voz, y la inteligencia suficiente para comprender que yo era la única en haber descendido a los abismos del miedo. De pronto en mi mente desplomada se hizo la luz: Alí había dado la vuelta tras su hermano para volver a la ‘jaima’ y mi camello, que debía de haberlos visto, olido o reconocido el trote tal vez por el contacto de sus pezuñas en la tierra, sin más, les había seguido.
   Y yo no lo había comprendido porque no conozco el lenguaje de los beduinos y han pasado muchas generaciones desde que dejé de contar con la sabiduría de los animales.
   Además, una tempestad de arena es para ellos como el rocío de la mañana, un accidente habitual y natural en la vida del desierto. Di la mano a Said, bajé de la montura escondiendo el dolor mortal de las articulaciones y los músculos.
   – ¿Habéis ido muy lejos? -preguntó Ismail, pero no era eso lo que quería saber. Me pareció descubrir un asomo de inquietud en su mirada, o tal vez yo necesitaba creerlo así para contar con ese mínimo de comprensión que me permitiera ir en busca de su hombro protector y esconder el terror que seguía vivo en mi alma, como permanece el corazón latiendo mucho después de que el susto haya pasado.
   Estaba junto a mí, así que apoyé en el hueco de su hombro la cabeza envuelta aún en el turbante de mil vueltas, intacto a pesar de los avatares, y respondí con un hilo de voz estremecida aún:
   – No, no hemos ido muy lejos, una vuelta por el desierto, nada más.
   Ismail cerró su brazo en torno a mí y yo me abandoné a ese instante de sosiego. Uno sólo porque en ese mismo momento oí una breve risita a través del pecho donde se apoyaba mi mejilla y levanté airada la cabeza:
   – No sé de qué te ríes.
   Dejó de reír y me obligó a recuperar la postura de descanso y con la otra mano, como si fuera una niña pequeña que no admite una broma, fue dando pequeños golpes en el turbante, mientras recitaba:
   – Una vuelta por el desierto en uno de sus camellos es una de las mayores cortesías que los beduinos tienen con los extranjeros, es una tradición.
   Y añadió con naturalidad y la voz tan débil como la mía:
   – ¿Hay mucho viento?
   – ¿Viento? Sí, hay viento -reconocí, y me dejé llevar a la tienda procurando que nadie, ni siquiera él, viera cómo me temblaban las piernas de agobio y sufrimiento. Y entramos en un ámbito de paz, un reducto en el corazón de la tempestad, a tomar con los beduinos el brebaje más refrescante que haya bebido jamás: ‘chnine’, el suero de la leche de oveja con hierbas maceradas en él, que en una jofaina de metal me ofrecía a modo de homenaje y solaz Abu Mansur, mi amigo, un jefe de la tribu Al Aneze.
   – Que Alá sea loado y guíe para siempre mi camino -dije en voz alta levantando los ojos al Altísimo. Y me dejé caer en el mullido colchón de colorines, me quité los zapatos y doblé las piernas de modo que las plantas de los pies no quedaran encaradas hacia ninguno de ellos. Porque, como me había advertido Ismail, y yo misma podía dar fe de ello, los beduinos son muy devotos de sus formas y tradiciones.

XVI. Palmira y el Valle del Éufrates.

   Camino de Palmira, con el viento que seguía azotando la estepa, descubrimos casi ante los faros a un beduino que nos hacía señas cerrándonos el paso. No sé cómo pudo vernos, porque la cortina de arena era espesa y la fuerza del vendaval apenas dejaba abrir los ojos. Tal vez nos había oído o, como a mi camello, el instinto le había advertido de nuestra presencia. Nos detuvimos. Él, para protegerse del viento, se arrimó a la puerta abierta antes de entrar y en un instante el coche se llenó de arena. Mientras Ismail le hablaba yo sostenía la puerta con las dos manos para que no la arrancara el viento. No se veía nada, como si el mundo se hubiera cubierto de niebla, y cuando Ismail logró convencerle de que entrara, o él explicar a Ismail a dónde se dirigía, pudimos cerrar y seguir camino, aunque muy despacio porque era imposible ver la carretera.
   A pesar de haber estado expuesto a las violentas rachas de la tempestad el turbante del hombre, como el que Alí me había enrollado a la cabeza, tampoco se había desbaratado. El beduino tenía la piel tostada y rugosa y la arena del desierto había llenado los profundos surcos de su cara y dejado doradas las escasas pestañas de sus ojos enrojecidos, y cuando hablaba mostraba también un único diente blanco y largo que parecía crecer en el punto medio de su encía superior.
   Nos dijo que se llamaba Beni Halid y que pertenecía a una de las tribus más ricas del desierto cuyo nombre estaba formado por una serie de aspiraciones y gorjeos imposibles de retener. Una tribu que reunía cuarenta mil tiendas.
   “Querrá decir cuatro mil o cuatro cientas o cuarenta o sólo cuatro”, dijo Ismail con escepticismo al traducirlo porque, añadió, los hombres del desierto no conocen demasiado la medida. Él seguía hablando y hablando y la arena que le había entrado en la boca le chirriaba en los dientes.
   Durante diez minutos seguimos a tientas por esa vaga claridad sin fondo como a través de un cristal esmerilado, envueltos en el ruido atronador de la tormenta y de las ráfagas contra la carrocería del coche. Y si pudimos continuar fue porque la carretera que cruza la estepa de Palmira y se extiende como una línea recta desde Homs hasta más allá de la frontera con el Iraq, no tiene una sola curva.
   De pronto el beduino tocó el hombro de Ismail, que conducía el coche, y debió de decirle que se detuviera porque había llegado a su destino. Qué es lo que le hizo suponer tal cosa, hacia dónde iba a dirigirse en aquella tempestad, y de qué modo iba a orientarse en el desierto donde no podía verse ni siquiera lo que estaba a medio metro de distancia, es algo que no comprenderé jamás.
   – Saben el camino de memoria -dijo Ismail sin darle importancia-, en la tempestad de arena les ocurre como a los niños de esos pueblos del norte del Brasil donde es endémica la oncocercosis, la ceguera de los ríos. Saben que a los quince años serán ciegos y al llegar a los cinco les vendan los ojos para que vayan haciéndose a la oscuridad y se acostumbren poco a poco a llevar una vida normal en ella. -Dejó de mirar hacia delante para ver la impresión que me habían producido sus palabras-. ¿No me crees? Es cierto. La ceguera aguza los demás sentidos que muchas veces tenemos adormecidos.
 
   Las ruinas de Palmira
 
   Después de más de cien kilómetros yo esperaba que apareciera el oasis de Palmira con sus lomas cubiertas de palmeras y olivares.
   O tal vez, destacándose en el cielo, el castillo árabe del siglo XVII. Pero aunque la tempestad había amainado los torbellinos de arena formaban aún espesas cortinas de claridad lechosa, tan engañosas a la luz de los faros, que cuando nos detuvimos era noche cerrada y estábamos frente al Cham Palace de Palmira. Era muy tarde y el cansancio provocado por aquella carrera desenfrenada del camello atenazaba todos los miembros de mi cuerpo.
   Los hoteles sirios pertenecen al Estado y los extranjeros están obligados a pagar en dólares el precio que viene marcado en liras sirias. Pero el cambio que se les hace -o se les hacía entonces- es de doce liras por dólar cuando en realidad los bancos lo cambian a cuarenta y dos y el cambio oficial en el mercado internacional oscila entre cuarenta y ocho y cincuenta liras. De ahí que salgan tan caros en comparación con el precio de todo lo demás. A no ser que hayan cambiado las normas como algunas instituciones relacionadas con el turismo reclamaban en el verano de 1993 cuando yo estuve allí.
   Ismail se había detenido en la entrada para pedir al chico del garaje que nos limpiara el coche, que estaba tapizado con arena y polvo, y yo había ido a la recepción con los pasaportes. Estaba esperando a que el recepcionista con mucha calma acabara de rellenar los impresos cuando de pronto levantó la cabeza del papel y dijo en un susurro:
   – Un hombre y una mujer que no están casados no pueden compartir la habitación. En Siria, me refiero, no está permitido.
   – Se lo agradezco -le respondí con voz apagada por la extenuación-, se lo agradezco mucho, pero no importa, tomaremos dos habitaciones.
   El hombre debió de confundir el tono de mi voz y la expresión agónica de mis ojos con la dulzura, o la ternura, o quién sabe si con la tristeza por la noticia que acababa de recibir, porque me dedicó una sonrisa de simpatía y comprensión y dijo con manifiesta complicidad:
   – Les daré dos habitaciones que se abren a la misma terraza.
   – Gracias -murmuré con la misma voz para que siguiera fabulando una bella historia y para no quitarle la alegría de hacer una buena acción-, muchas gracias.
   Atravesé el espectacular vestíbulo con suelos de mármol, columnatas y surtidores y me acerqué a Ismail para darle su llave.
   – Me voy a la cama -le dije.
   – ¿No quieres siquiera tomar una copa? Te ayudará a dormir.
   Me dolían las piernas y me retumbaban aún en las sienes los cascos de los camellos.
   – Una copa me vendrá bien, es verdad -y apenas pude sonreír porque tenía la piel tirante por la sequedad del viento del desierto.
   Tomamos la copa en el bar, que no logró reanimarme, y perdida la esperanza me fui a dormir. Ismail se fue a pasear por Palmira. Yo me limité a contemplar un instante el oasis desde la terraza de mi habitación. La luna, que asomaba de vez en cuando entre las nubes movidas, daba brillo a las hojas de las palmeras despeinadas por el viento que se extendían hasta perderse en la oscuridad de la noche.
   Pero por más hermoso que fuera el espectáculo un temblor de espejismo me iba dejando sin vista. Alcancé apenas a desnudarme y apagar la luz y una fracción de segundo antes de cerrar los ojos, me quedé dormida.
   Cuando me levanté no quedaba rastro de viento y la leve brisa que movía el palmar y dejaba la mañana fresca y luminosa no fue suficiente para calmar el calor del sol que caía en picado a mediodía.
   La temperatura media de Palmira es de dieciocho grados, y si se tiene en cuenta que en las noches de invierno puede llegar a seis grados bajo cero y en las del verano a veces a cinco grados, ya se comprende hasta qué punto el calor ha de apretar en el mes de junio.
   El clima continental se atempera sin embargo por las corrientes que desde el mar circulan por un pasadizo que se abre en la cadena de montes de Homs, atraviesan doscientos kilómetros de desierto y llegan a Palmira.
   – ¿Trajiste sombrero? -preguntó Ismail cuando nos encontramos a la hora del desayuno.
   – No, no traje sombrero, ni gafas de sol.
   Así que durante más de una hora recorrimos la cuadrícula de calles de la ciudad moderna que se extiende al noreste del sector arqueológico en busca de gafas y sombrero.
   Me quedé sorprendida. Yo creía que Palmira, Tadmor como se llama en árabe, no era más que una explanada con las ruinas de lo que fue la antigua ciudad, y quizá unas pocas viviendas para servicios de turismo, técnicos, arqueólogos y poco más. Pues bien, me encontré con una aglomeración urbana de más de 40.000 habitantes, con electricidad, alcantarillado, doce escuelas primarias y varias secundarias, terrenos de deporte, una biblioteca, una oficina de turismo, un hospital y varios hoteles. Además es el centro administrativo de una serie de aldeas como Aral, Suknè, Tayibè, Al Quom, y de las numerosas tribus de beduinos que poco a poco van asentándose en las proximidades con sus tiendas blancas y negras y sus rebaños que alcanzan entre todos el medio millón de ovejas y varios miles de camellos. En esta ciudad moderna se ha convertido la pequeña aldea que era en 1928. No había entonces más que un grupo de pastores y mendigos que se cobijaban en las ruinas del Templo de Bel de donde fueron trasladados a su actual emplazamiento entre 1928 y 1932, cuando se iniciaron las excavaciones y se comenzó a construir la nueva ciudad.
   Tadmor, Palmira, existe desde tiempo inmemorial, dan fe de ello las tablillas halladas en las excavaciones. No sólo debe su identidad a su prolongada historia sino al palmirino, un idioma de veintidós caracteres parecido al hebreo.
   Palmira fue desde siempre el camino obligado, el punto de descanso, de las caravanas que viajaban desde el Mediterráneo al Iraq, la India y el golfo Pérsico. Su historia, como la de casi todas las ciudades de Oriente Medio, comienza en los albores del tercer milenio.
   Pero quizá más importante que el paso de tantas civilizaciones haya sido para Palmira el dominio griego y romano que junto con las tradiciones orientales de Siria y Mesopotamia, así como del Irán y de la India, ha dado lugar a un arte que se conoce como el palmirino, cuya originalidad se cifra sobre todo en la escultura. Un arte que se nutrió de la abundancia de la piedra caliza pálida y dorada de las montañas que rodean la ciudad, cuya escasa dureza ha soportado mal la erosión de los elementos y de los siglos.
 
   La reina Zenobia
 
   Fundamental para su historia fue el reinado de la reina Zenobia, del que se sienten orgullosos no sólo los palmirinos sino también todos los sirios. La reina siria que se enfrentó a los romanos y durante varios años mantuvo viva la esperanza de vencer al dominador.
   Esas cosas ocurren pocas veces en la historia, pero los humanos, con independencia de cuáles sean los motivos que muevan a unos y a otros, creen que es justo que se repita la historia de David y Goliat, porque la inclinación de los hombres y de los pueblos está siempre en favor del débil y del pobre que con ingenio y solidaridad se enfrenta al dominio del poderoso.
   Todos sabemos que ganará quien tenga en su mano las armas y los denarios, pero un día de resistencia aporta más fe en la humanidad que cien años de opresión.
   La reina Zenobia no habría pasado a la historia de no haber sido asesinado en el año 267 su marido, el rey de Palmira, Odainat, por Maenius que se proclamó emperador y fue asesinado a su vez.
   Entonces Zenobia tomó el poder como regente de su hijo Wahbalá.
   Palmira era una “ciudad libre” desde que así lo había proclamado el emperador Adriano en su viaje del año 129. Libre no era exactamente aunque gozaba de cierta independencia porque a la asamblea y al senado les fue otorgado el derecho de establecer y recaudar impuestos y controlar las finanzas de la ciudad que dejó de depender del gobernador de Antioquía y no tenía más superior que un representante directo del emperador. Además, antes de volver a Roma, Adriano cambió el nombre de la ciudad que pasó a llamarse Adriana Palmira, donde dejó un destacamento de caballería para que defendiera la frontera oriental del Imperio.
   Durante el siglo II aumentó considerablemente el comercio de Adriana Palmira, que se extendió a China y la India por el este y hasta Italia por el oeste. Se ampliaron, mejoraron o completaron los templos de Bel, Mabú, Baalchamin y Allat. Se añadió un anexo al Ágora y se iniciaron las obras de lo que más tarde sería la avenida con la columnata que cruzaría la ciudad de este a oeste. Se abrieron rutas comerciales más seguras y se pacificó la zona desde el Éufrates hasta Petra, en el sur. En sus diez años de reinado, Odainat había convertido Palmira en la capital de un reino próspero y casi independiente alejado de los intereses de Roma.
   Zenobia encontró el camino preparado. Debía de ser una mujer de coraje, ambiciosa y valiente que supo mantenerse informada de lo que sucedía en Roma y en todo el Oriente. Hablaba el arameo, el griego, el egipcio y se jactaba de ser descendiente de Cleopatra.
   Estaba en buenas relaciones con el obispo de Antioquía y se había rodeado de buenos consejeros. Se hizo famosa entre los suyos porque cabalgaba durante horas al frente de su ejército vestida de púrpura y con yelmo, y arengaba a las multitudes enfervorizadas como lo habría hecho un emperador. Tenía además la piel de porcelana y los ojos negros, y se decía que era la más noble y más bella de todas las mujeres del Oriente.
   Con este bagaje la entrada en la historia y la leyenda estaba asegurada. Pero además, convencida de su poder y segura de que su pueblo la seguiría, poco después de otorgar a su hijo el título de rey de reyes y a sí misma el de reina, el año 270, inició una serie de conquistas que llevaron a sus tropas hasta la India por el Nilo y el mar Rojo al haber sido interceptada la ruta del golfo por los sasánidas, y hasta el Bósforo por el Occidente. Había reunido bajo su mando la totalidad de las tierras de la Gran Siria y había logrado lo más parecido a una unidad de los pueblos árabes. El Imperio romano se inquietó y cuando el emperador Aureliano pudo contener a las tribus germánicas del norte, decidió poner fin a estos desmanes de Palmira. El Imperio era poderoso y por más aliados que tuviera la reina Zenobia no consiguió mantener sus posiciones y tuvo que retirarse primero del Bósforo, después de Ankara, a continuación de Antioquía, hasta parapetarse en Palmira con el tiempo suficiente para construir y fortalecer las murallas y defensas. Aunque los romanos perdieron muchas tropas hostigados y emboscados por los beduinos del desierto, Aureliano sitió la ciudad y logró dispersar las tropas que Sapor, el rey de Persia, había enviado en auxilio de Palmira. La reina no se arredró y envió una carta al emperador en la que se negaba a rendirse. El emperador tampoco se impacientó. Y cuando comenzaron a faltar los víveres y Zenobia no tuvo más remedio que salir sigilosamente de Palmira con una pequeña escolta para dirigirse a Persia en busca de ayuda, la guardia romana de las orillas del Éufrates cayó sobre ella y la llevó ante el emperador.
   Palmira sin su reina y agobiada por el asedio se rindió, el emperador dio orden de ejecutar a los consejeros del reino, confiscó todos sus bienes, y emprendió el camino a Roma llevándose consigo a Zenobia y a sus hijos.
   Parece que el senado de Roma, al conocer la noticia, se permitió tomarla con cierta ironía a la que el emperador respondió con una frase que incrementó la aureola de la reina árabe: “¡Ah! ¡Si supieran ellos con qué clase de mujer tuve que habérmelas!”.
   Y aquí comienza la leyenda.
   Dice Zósimo que la reina enfermó y murió durante el viaje. Según otras fuentes se negó a comer y murió también. Malalas, un cronista sirio del siglo Vi, afirma que Aureliano la hizo decapitar. Pero otra versión la sitúa en Roma, vestida de reina y con cadenas de oro en los pies y en las manos, formando parte de la comitiva que paseó triunfante la gloria del emperador por la capital del Imperio, precedida de los cautivos y de las fieras salvajes que el ejército habría traído consigo. Hay aún historiadores que la siguen al exilio y la desposan con un senador romano. Según este relato vivió feliz como una matrona en su villa a orillas del Tíber, y un siglo más tarde la mayoría de sus descendientes formaban parte de la nobleza romana.
 
   Templos, oasis, necrópolis.
 
   El templo dedicado a Bel, una deformación de Baal, el dios supremo, asimilado más tarde a Zeus y a Júpiter, con el inmenso patio de 210 por 205 metros, característico de los templos orientales, fue restaurado en 1930. Quizá sea una muestra del destino que esperaba a Palmira: siglos después de la rendición de la ciudad, fue transformado en iglesia por los bizantinos, los árabes lo utilizaron más tarde como fortaleza y en la época de los mamelucos pasó a ser una mezquita. El historiador árabe del siglo XIV, Ibn Fadl Ala, habla de las espléndidas casas y jardines que se construyeron en sus alrededores. Pero a principios del siglo XV Tamerlán envió un destacamento que saqueó la ciudad y el templo abandonado comenzó a desmoronarse.
   A partir de entonces y durante el periodo otomano fue utilizado para los ejercicios de la policía del desierto, y acabó convirtiéndose en un refugio de tribus nómadas.
   Mientras recorríamos el patio y el edificio de la cella, el sancta sanctórum donde se celebraban los sacrificios, y contemplábamos las altas columnas del muro perímetro todavía en pie en buena parte y sus bases deshechas por el viento, se nos acercó un anciano que dijo ser el guía. No hubo forma de hacerle comprender que no necesitábamos sus servicios porque no era dinero lo que quería, nos dijo, sino sólo explicarnos los secretos de este templo donde él había nacido hacía setenta y tres años y entre cuyos muros y ruinas había vivido hasta los diez, cuando fueron desalojados por los soldados y tuvieron que buscarse otro cobijo. Entonces, añadió con esa desconfianza que el nativo muestra siempre frente al extranjero sea cual sea el menester que vaya a desarrollar, llegaron los expoliadores disfrazados de arqueólogos y comenzaron a desenterrar piedras y columnas. Miles y miles de camiones de arena y tierra salieron del recinto. Y, añadió con cierto misterio, queda todavía bajo tierra mucho más de lo que se ha excavado hasta hoy.
   El guía siguió hablando y acabó por contarnos la historia de Palmira y de Zenobia en una nueva versión sin demasiado interés que quizá algún día un turista culto copie y publique y pase a engrosar la leyenda.
   Desde lo alto de la cella contemplé las ruinas que se extendían sobre la tierra oscura hasta perderse de vista. El sol doraba las piedras y aplastaba el relieve, y los arcos y columnatas se oponían al azul intenso. Le oía aún hablar de su mujer y de su descendencia y de las 1.200 liras que ganaba al mes por lanzar al aire sus tópicos históricos aprendidos quién sabe dónde, mientras planeaba en el sopor del mediodía el espíritu y la leyenda de Zenobia y de su destino mítico. Desde el oasis, una bocanada de aire nos trajo, como una barca que se aleja, los golpes acompasados de los motores de dos tiempos que arrancaban el agua a la tierra. La antena de televisión o la torre de comunicaciones presidía la antigua ciudad en ruinas. Una nube minúscula cubrió de pronto el sol y Palmira recuperó el detalle, el contraste y el color. A lo lejos un niño, o un hombre quizá, mantenía contra el cielo su cometa roja como una amapola. Paseaban las mujeres por la carretera que dividía la inmensa planicie plagada de templos. No fue la gracia de sus ropajes lo que me sedujo, sino su ondulación y temblor acosados por la brisa.
   Al salir del templo, Ismail dio unos billetes al guía que, después de saludarnos, se agazapó a la sombra de un muro esperando nuevos turistas, y nosotros comenzamos el itinerario por la impresionante extensión de las ruinas que cubren más de seis kilómetros cuadrados: la larga columnata con su arco monumental, los pórticos aún en pie del templo de Nabú, el dios de los oráculos, el templo de Baalchamin dedicado al dios de las tempestades, el templo de Allat, el de Belhamon, el ágora, el teatro, las termas, los baños de la época de Diocleciano… Asusta pensar en las vastas zonas que quedan aún por descubrir. ¿Qué vería Volney en 1810 cuando Palmira estaba aún cubierta por la arena de las tempestades de tantos siglos, cuando no sobresalían de ese mar de tierra, como los campanarios en los pantanos, más que los capiteles de las columnas, las gradas más altas del teatro, los frontones de los pórticos, la mole dorada del templo de Bel sobre el altozano, cuando Palmira estaba aún en los albores de su descubrimiento?
   Pasado el mediodía nos refugiamos del sol y del calor bajo -los toldos de un pequeño restaurante rodeado de chopos para tomar ‘kebab’ con ensalada de tomates y pimientos y para calmar con cerveza fría la sed y la boca espesa por el polvo y la sequedad del aire.
   Después paseamos bajo los olivos verdes y las palmeras de dátiles del oasis esperando el sol más bajo para visitar el Valle de las Tumbas.
   El oasis de Palmira es un palmeral frondoso y rico que ocupa una superficie de 3.000 hectáreas. Se nutre del agua de mil arroyos y del manantial Afqa que nacen en el ‘yabal’ Muntar, un monte situado en el mismo corazón del desierto sirio, y del que extraen el agua de la tierra los más de mil motores diesel de que disponen vecinos y propietarios. Como en nuestras latitudes, tampoco aquí parece preocupar el descenso paulatino de la capa freática. Y así, con una reglamentación insuficiente, llega poco a poco la desertización. No hace aún muchos años los montes desnudos que rodean la estepa de Palmira estaban cubiertos de bosques y aún en este siglo, antes de que fueran arrasados por la avaricia del hombre, aferrado a sus cabras, ovejas, camellos y caballos, estaban poblados por lobos, chacales, zorras, hienas, aves de presa y aves migratorias.
   El Valle de las Tumbas se encuentra al sur del recinto, apartado de la ciudad como corresponde a una necrópolis donde cada familia construía su sepulcro, la morada eterna como la llamaban los palmirinos, con su templo funerario o su propio hipogeo. Estas construcciones cúbicas como dados esparcidos por el llano le dan un aire desolado y solitario.
   Después de visitar la torre de Yamblico al pie de la colina Umm, la torre de Elahbe con sus bajorrelieves en forma de sarcófago, los frescos del hipogeo de los Tres Hermanos, los sepulcros de Aranatan y el de Marona, que Ismail conocía tan bien, nos fuimos paseando por el camino pedregoso que zigzagueaba entre las tumbas con la desolada impresión de que la historia de la civilización es también la historia de la brutalidad: los persas machacaban los rostros de las diosas cuando tomaban una ciudad; los partos o los mongoles les rompían los ojos para privarles del descanso eterno; los mongoles abrían las tumbas y se llevaban las sortijas deshaciendo los dedos de los muertos; y ahora los turistas rajan sus iniciales con cuchillos en los frescos de los hipogeos que tienen dos mil años de antigüedad deshaciendo sus colores vegetales que han resistido el paso de los siglos. Todas las barbaries, las vilezas, las atrocidades se han perpetrado siempre en nombre de dios; los turistas en cambio prefieren consumarlas en nombre de la cultura.
 
   Los baños sulfurosos.
 
   – Vamos a buscar el traje de baño y la toalla -dijo Ismail cuando agotados de tantas horas de paseo bajo el sol llegamos al hotel.
   – ¿Para qué?
   – Tú ve a buscarlos y espérame en la entrada.
   Mientras esperaba y trataba de reconocer el piar de los pájaros en la algarabía del atardecer, se acercó un camarero con los brazos llenos de toallas y, quizá pensando que había de darme conversación, intentó explicarme en un inglés muy pintoresco, lo famosa que era esta ciudad y este valle hace muchos, muchísimos años, mucho más allá de nuestros padres y abuelos.
   Ismail se presentó cuando ya habíamos llegado a la historia de Palmira y comenzaba a hablarme de la reina Zenobia. Llevaba una bolsa bastante grande y el traje de baño echado sobre el hombro.
   – ¿Dónde vas con esta bolsa?
   – le pregunté, pero no me contestó sino que me tomó del brazo y me hizo atravesar la carretera y subir la cuesta del monte frente al hotel. El camarero silencioso ya, nos seguía.
   A media ladera había una escueta y minúscula construcción adosada a la pendiente, con una pequeña puerta que abrió el camarero y que daba paso a un vestíbulo excavado en la montaña con perchas, bancos y el suelo de listones de madera.
   Son los baños, pensé, o la piscina del hotel. Pero cuando nos pusimos el traje de baño y abrí la puertecita frente a la entrada me encontré con una escalera estrecha excavada casi a pico en la roca, con más de cincuenta peldaños que se perdían en la oscuridad.
   El camarero prendió las luces del techo y la iluminación aunque intensa cubrió el recinto de sombras. Olía a humedad de siglos y a azufre y nuestras voces retumbaban en las paredes sudorosas mientras bajábamos con cuidado los peldaños resbaladizos. Al llegar al último, las aguas mansas y negras a nuestros pies, escondían la profundidad del agua y una serie de pasadizos y de galerías se abrían ante nosotros como grutas oscuras. La principal donde nos encontrábamos tenía apenas un metro y medio de amplitud y se subdividía en varias galerías más estrechas aún.
   No sé cuál de las múltiples fuentes sulfurosas de Palmira me dijo Ismail que era ésta. Todas ellas, ya conocidas y canalizadas en la antigüedad y utilizadas para regar el oasis y los jardines, son subterráneas y corren en galerías estrechas y bajas de techo que se dividen y subdividen a su vez en pasadizos, la mayoría de ellos en la más profunda oscuridad. Algunas no son más que desviaciones sin fuerza de las corrientes principales que se utilizaban para los baños. Las aguas son aguas sulfurosas y fluyen a una temperatura de 33 grados que, verano e invierno, se mantiene invariable en las grutas. Son aguas muy buenas para los problemas renales y hepáticos, y para la piel, decía Ismail riendo ante mi sorpresa, como si repitiera una información para turistas, porque contienen clorina, magnesio y sulfatos y carecen en absoluto de gérmenes, microbios o parásitos.
   No hay peligro alguno ni lo hubo en la antigüedad, al contrario, fueron la bendición de estas tierras quizá porque estaban todas ellas dedicadas al dios Yaribol.
   Me senté en la grada y metí con aprensión los pies en el agua tibia, estática y oscura.
   – No tengas miedo -dijo Ismail.
   – ¿Qué puedo hacer, tirarme de cabeza?
   – No pido tanto, pero mira.
   – Se sentó a mi lado, metió los pies en el agua y agarrándose en el suelo con las manos se dejó deslizar hasta que le llegó a la cintura.
   – ¿Haces pie?
   – Sí, pero sobre lodo, no sobre piedra.
   Yo hice lo mismo y poco a poco me hundí en el agua, eché hacia atrás los pies y apoyándome en las manos, recorrí como una anguila las galerías alejándome cada vez más del punto de partida. A veces las aguas eran tan someras que con el vientre tocaba el suelo y sin ver el fondo me estremecía ligeramente.
   El agua era viscosa y el suelo de roca estaba cubierto de lodo resbaladizo y negro.
   – Un baño de lodos -dijo Ismail a mi espalda-. Mira. -Me di la vuelta y le vi de pie, con el agua a las rodillas embadurnándose el cuerpo con esa mezcla pegajosa y negra que sacaba del fondo oscuro y hacía renacer un olor putrefacto que sin embargo no producía el menor asco.
   – Antiguamente todas las reinas se daban baños de lodos para tener la piel tersa -decía-, el lodo es un alimento para la piel. -Y de pronto, se hundió en el agua enturbiándola y oscureciéndola aún más y al emerger de nuevo se puso a cantar a voz en grito, exaltado por su propio alboroto. Retumbaron las paredes de las galerías y temblaron las luces con el estrépito de los gritos. Me uní a su canto y vociferamos los dos hasta desgañitarnos mientras recorríamos los pasadizos oscuros con el agua al cuello, uno tras otro porque no había espacio para más. Y al acabar los últimos compases, cuando volvió el silencio más denso aún que el lodo del fondo, más negro en este extremo de la galería donde me detuvo la tiniebla, oí el chapoteo de sus manos y sus pies en otra gruta.
   De pronto sentí una profunda alegría por estar en esta agua viscosa, en el mismo corazón de Palmira, con este hombre inteligente y amable que por una extraña circunstancia estaba ese día conmigo. Y al girar con dificultad sobre mí misma en el estrecho espacio que me dejaban las paredes, le vi fuera del agua ya de espaldas a mí, de pie sobre la losa donde habíamos dejado las toallas, manipulando un objeto que no alcanzaba a ver. Un estampido retumbó en las cuevas y él se volvió hacia donde yo estaba con una botella en la mano.
   – ¿Aceptaría la señora una copa de champagne? -gritó buscándome en el fondo de los pasadizos y repitiéndose su voz en los ecos que chocaban contra las paredes.
   – Si-i-i-i-í -repitió la mía y con el agua a la barbilla, juntos los pies como si fueran un timón o la cola de una sirena, me deslicé con calma hasta la zona de luz.
   La temperatura era la misma dentro y fuera del agua. Me sequé la cara y el pelo y dejé que el champagne helado se filtrara por mi esófago y dibujara en mi cuerpo un canal de frío, en sentido contrario al del agua helada en la piel tras la sauna.
   No había prisa. Sentados los dos con la espalda apoyada en la pared sudorosa, cantamos de nuevo y nos reímos, conscientes de que las burbujas se iban deslizando por el cabello mojado y por las grietas que el agua cálida había dejado en las yemas de los dedos y en los poros del cuerpo y del alma, invadiendo y llenando también la cueva y sus rincones hasta que comenzaron a temblar las luces por la hilaridad de nuestras risas incontenibles.
 
   Noche de luna y cigarras.
 
   Cuando aquella noche, después del primer sueño inquieto por tanto champagne, me levanté y salí a la terraza, la luna llena cubría de luz las palmas del palmeral y cantaba la cigarra en algún lugar oculto de la estepa. Más allá, ya no podía imaginarlo sin perderme, el Valle de las Tumbas y las columnatas y templos que la noche había recompuesto liberándolos de su deterioro, aparecían como un ámbito hechizado por el pasmo y la quietud, como si todas las piedras hubieran recuperado su lugar exacto junto a las demás, como si se hubieran llenado los huecos que dejaron las tormentas, los años y los expolios, como eran cuando los habitaban los cientos de miles de vasallos de la mítica reina Zenobia.
   Palmira en todo su esplendor se abría ante mí con la suavidad de la luz lunar y de la imaginación que no deja fisuras en el pensamiento.
   Me apoyé en la barandilla y me dejé llevar de la magia de un paisaje que nunca volvería a ver como ahora. El aire era cálido y la luz azulada y suave. Habían cesado los motores de dos tiempos pero seguía impertérrita la cigarra sobre el silencio. El firmamento amparado por la luna había reducido su lejanía y yo comprendí que me encontraba en un reducto sagrado y recogido. No me moveré de aquí, pensé, no me moveré hasta acotar este instante y aprisionarlo y dejarlo en suspenso en mi memoria para siempre.
   No sé cuánto rato estuve así, perdida la noción del tiempo bajo la luz de una luna que parecía efectivamente haberse detenido, cuando de pronto oí unos pasos en la terraza que se detuvieron detrás de mí. Esperando mi respuesta, pensé.
   Si los dioses, o las fuerzas de la naturaleza, si los antiguos habitantes de este valle o sus terribles invasores, o la reina Zenobia convertida en hechicera o los magos que habitaron el lugar o los artistas que lo construyeron; si la suerte o el destino o el ángel que me acompaña o el celo de los amigos que me precedieron o la concatenación de acontecimientos, o sólo el azar, me concedían ahora un deseo no formulado, jamás anticipado pero real y cierto en este mismo momento, no sería yo el alma desagradecida que renunciara a él. Y volviéndome hacia los pasos, me dejé guiar por ellos hacia la habitación, quizá también porque había sentido un leve estremecimiento y me pareció que había llegado la hora de dejarme arropar. En ese preciso instante, la luna se puso en marcha y siguió su camino hacia el horizonte y el lucero del alba más diáfano que nunca apareció en el rosado amanecer.
 
   El valle del Éufrates.
 
   El río Éufrates, el Furat como lo llaman los árabes, nace en las montañas de Anatolia oriental, en Turquía. Entra en Siria por Yarablos, la antigua capital del imperio hitita, atraviesa el país en diagonal de noroeste a sudeste, llega al Iraq donde se funde con el Tigris, y desembocan ambos, ya con el nuevo nombre de Chatt el Arab, en el golfo Pérsico. Tiene una longitud de 2.400 kilómetros con una corriente media en buena parte del trecho de 482 metros por segundo, y deja a su paso un cinturón de fertilidad que divide el desierto.
   Se necesitarían años y un talento privilegiado para describir la belleza y el misterio de este río que reúne la fascinación de todos los ríos del mundo: del desmesurado Amazonas, del dorado Mekong, del Duero a su paso por Soria, de los ríos de aguas transparentes de los Pirineos y de los Alpes, de las cascadas de los grandes ríos americanos, del plácido Paraná, del río Martín bajo los chopos, del padre Ebro a su paso por Mequinenza, del Orontes de ribazos de adelfas o del majestuoso Guadalquivir; para comprender la sobrecogedora huella de su potencia; para desvelar la magnificencia y la miseria de su historia que ha sido y es testigo de fastuosos esplendores, de ejércitos invictos y mensajeros sanguinarios, de caravanas opulentas, de ciudades enterradas y de tesoros ocultos, de civilizaciones milenarias y de soledades seculares; para transmitir el temblor que produce su lento caminar por la estepa adquiriendo, como un gigantesco camaleón, todos los colores de las horas del día; para reproducir el eterno rumor de sus corrientes, y para desvelar la esperanza, el pavor y la vida que concita en su lento caminar hacia el mar.
   Durante seis días Ismail y yo recorrimos el valle de este río portentoso y conocimos las ciudades muertas y vivas que se levantan en sus orillas.
   Habíamos salido de Palmira al día siguiente al caer la tarde en dirección este, siguiendo por el desierto la misma carretera que nos había traído. Nada había a la vista más que manchas de ‘jaimas’ oscuras y postes de electricidad hasta un infinito de piedras y matorrales y el inevitable beduino que camina de un extremo a otro del horizonte. Era de nuevo la sagrada hora del regreso: espejismos de agua que desaparecían con la proximidad, grandes camiones que volvían a casa una vez acabadas las fiestas, algún tractor desconcertado con el tubo de escape mirando al cielo, y poco más. La vegetación era tan escasa que las vaguadas y los pliegues de los montes se mostraban sin pudor, y sin embargo en esta desnudez residía su misterio.
   El viento había dejado más yermas aún las cumbres de los cerros, y las laderas cubiertas de arena seguían los pliegues de la roca como un lienzo. Todo se volvía del color de la tierra antes de desaparecer fundido con ella; las tiendas, las piedras -¿eran piedras o eran ovejas?-, los apriscos y el hombre sentado frente a él, esperando pacientemente a que entrara el rebaño. ¿Será cierto que el árabe se consuela de los agravios, apostándose a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver de su enemigo?
   El sol quedó suspendido un instante sobre la línea del horizonte antes de sumergirse en él, y de pronto, con la misma rapidez que en África, se hizo de noche. En las ‘jaimas’ de la estepa encendieron los beduinos el candil en señal de bienvenida para mostrar al viajero dónde le esperaba alimento, bebida, cobijo. En el desierto lo que importa es la supervivencia y la ayuda mutua, y el arreglo pacífico de los conflictos es la base de una convivencia que sabe cuán difícil es prevalecer sólo con dátiles, agua y leche de oveja.
   Las noches en el desierto son frías, y las estrellas rutilantes y cercanas cubren la bóveda de los cielos.
   – La Vía Láctea -me explicó Ismail señalando la nebulosa cuando nos detuvimos y bajamos del coche para precisar los nombres y descubrir la situación de los astros y las constelaciones- se llama en árabe ‘dareb altabbane’, que significa el camino que deja la paja. Y así se llama también el reguero que deja el carro colmado de espigas cuando avanza hacia el granero. Dormimos aquella noche en Der Zor, una ciudad de 700.000 habitantes, la capital comercial del desierto que de todos modos sigue siendo una aldea grande. Y al día siguiente nos metimos en el pequeño zoco, el más vistoso de cuantos había visto hasta entonces, a comprar tomates, aceitunas, pan y frutas y una hermosa cesta que nos vendió una vieja sentada ante la puerta de su tienda. Es un zoco más abigarrado aún que los demás, lleno de cafés, y plagado de muchachos que se escurren con las bandejas llenas de vasitos de té en alto para evitar los golpes y empujones y donde todos, hombres y mujeres, visten a la usanza de los beduinos.
   Y en el camino hacia el sur reconocí las barreras de cipreses para proteger las casas y las huertas del viento, tan comunes en el Ampurdán. Y nos cruzamos con muchachas montadas de dos en dos sobre los asnos, que a golpes rítmicos azotaban con una rama los lomos del animal para hacerle mantener el trotecillo. Llevaban las caras cubiertas con infinitas vueltas de pañuelos de colores brillantes, no por pudor sino para protegerse del viento y del sol y conservar ese color blanco marfileño de tantas mujeres sirias, asomando sólo el fulgor de la mirada, risueña, divertida, expresiva.
   Nos detuvimos después en un paraje junto al río, en el que nos zambullimos abriéndonos paso entre los juncos, para descubrir que un grupo de chicos en la otra orilla se tiraban al agua desde una vieja grúa en desuso o se dejaban arrastrar por la corriente sentados en viejos neumáticos.
   Pasamos por parajes yermos por la sal de la tierra que, según dijeron unos campesinos, la trae el agua de la lluvia o, según otros, el agua del río hace brotar la que contiene la tierra. Los ancianos achacan la culpa de tanta sal a la gran presa Assad, que ha traído con ella los males a la región, porque ha desbaratado la vida natural del río que antes inundaba la cuenca todos los años, y en cambio ahora hay que esperar a que el agua la traiga el canal. Las tierras así regadas, dicen, están llenas de sal, y nada podrá evitar esa salinización.
   – ¿No ocurría antes? ¿No tenía sal la tierra? -le preguntó Ismail a un campesino.
   – Claro que ocurría. No decimos que sea peor, decimos sólo que es distinto y esto basta para estar en contra. Ni siquiera esas empresas que se dedican a recuperar tierras para las cooperativas o los particulares, dejándolas libres de piedras y listas para sembrar, logran solucionar el problema. En cuanto comienzan a regarse aparece la capa fina de sal, y cuanto más agua más sal.
   Visitamos al día siguiente Dura Europos y Mari, situadas también en las márgenes del Éufrates ya camino del Iraq; dos antiguas ciudades semienterradas por la arena donde apenas pueden verse las columnas y los teatros que albergan bajo sus cimientos otras ciudades y otros santuarios y columnatas y avenidas.
   En Mari nos enseñó la ciudad el guarda, Abu Alí, y tomamos té y agua fresca del pozo, en cuencos de metal impolutos, con él y su numerosa familia bajo un cobertizo de cañas donde corría un poco de aire. Era un hombre alto y hermoso a pesar de su edad, que llevaba la barba larga y cuidada y una chilaba blanca como la nieve, sin una gota de sudor en la frente ni un asomo de sofoco bajo el desalmado sol de la estepa. Las ruinas, nos dijo, formaban parte de su vida y aunque no tenía estudios, hacía mucho tiempo que había aprendido a discernir unos objetos de otros y unas piedras de otras y, lo que es más importante, a descubrir cuál de ellas prefería y amaba.
   Y siguiendo el curso del río llegamos a Abukemal, la aldea en la frontera con el Iraq, la esquina muerta de Siria como la llaman sus habitantes, la esquina lejana abandonada por el gobierno, dicen, que sólo invierte en Damasco y en las zonas fértiles del noroeste.
   Quizá para compensar esa negligencia, las casas de la aldea están rodeadas de palmeras, chopos y tamarindos cuyo brillo y verdor contrastan con la sequedad de la tierra.
   Y volvimos a remontar durante 250 kilómetros el curso del Éufrates por la carretera que corre paralela a él hasta el lago Assad y Alepo.
   Fueron días de sol y de baños en el río lejos de las aldeas de las que sólo veíamos la ropa tendida en perchas altísimas como banderas sin sentido que sobresalían de los muros tostados de las casas.
   Lejos de las mezquitas que apenas existen en el campo, lejos de las aglomeraciones. Comíamos junto al río lo que comprábamos en los zocos de los pueblos y dormíamos en pequeñas posadas para beduinos en aldeas al borde del desierto. Por las noches cenábamos con ellos en el patio bajo las parras, e Ismail me traducía sus incesantes conversaciones, y oíamos a veces la música que algún muchacho arrancaba de instrumentos primitivos, especies de flautas y cítaras elementales, que ni Ismail ni yo habíamos visto jamás. Tomábamos ‘árak’ hasta el amanecer y salíamos a la azotea para contemplar esos cielos del desierto, diáfanos, transparentes, y azotados cada noche por un viento que no se detendría hasta que saliera el sol y allanara el firmamento y el mundo. Cuando nos íbamos por la mañana, las conversaciones habían cesado y los habitantes de la aldea se cubrían con mantos y turbantes para defenderse del calor, y nosotros, aguas arriba del Éufrates, buscábamos un ribazo desde donde chapuzarnos una vez más, antes de visitar una nueva fortificación que mantenía sus ruinas arropadas por la arena del desierto.
   Apenas recuerdo la diferencia entre un castillo y otro, una ciudad medio enterrada y otra. Se mezclan en mi memoria las historias de sus antepasados que Ismail me contaba y que yo apenas lograba retener el tiempo suficiente para que no se confundieran consigo mismas, historias de castillos omeyas, destruidos siglos más tarde por los mongoles, esos pueblos nómadas que venían de las estepas de Asia y arrasaban todo lo que encontraban a su paso, y que incluso saquearon Damasco varias veces. También destruyeron Bagdad y se dice que echaron tantos manuscritos al Tigris que durante muchos días sus aguas permanecieron turbias y oscuras por el negro de tanta tinta. O la de Nurdin, el mártir ciego del desierto que quería unificar las tribus de todo el territorio de las márgenes del Éufrates y pereció a las puertas de la ciudad apuñalado por un criado que no pretendía más que robarle. O las de Tamerlán, o tantas otras con ribetes de cuentos románticos y orientales que reproducían las venganzas y los amores, los odios y las ambiciones de hombres que vivieron en la estepa manteniendo una cultura que se mantiene hasta hoy.
   Y así, aguas arriba del Éufrates, llegamos a la presa Al Assad, o el lago Assad, que recoge y almacena las aguas caudalosas del Éufrates, una obra gigantesca que se inició en 1963 y se comenzó a llenar en 1973. Una presa de unos 60 kilómetros de longitud y 674 kilómetros cuadrados de superficie y tan ancha en algunos tramos que se hace difícil ver la otra orilla.
   Todos los sirios, sea cual sea su color y filiación, se sienten con razón muy orgullosos de ella, aunque no haya logrado el objetivo previsto de proporcionar energía en abundancia al país entero. Las veintidós presas que los turcos han construido aguas arriba del Éufrates, contraviniendo todas las leyes hidráulicas del mundo, han cortado el suministro de agua a Iraq y Siria y han dejado la presa Assad a la mitad de su capacidad. Ahora, incluso con todas sus centrales termoeléctricas e hidroeléctricas, Siria no alcanza a producir la energía necesaria, de ahí que en todas las ciudades haya a diario cortes de luz. Pero Turquía, dicen los sirios, sigue impune porque siendo un país miembro de la OTAN nadie se atreve a juzgarla ni hay autoridad capaz de hacerle aplicar los acuerdos que se firmaron entre los tres países en 1980.
   Y debe de ser cierto, porque recuerdo que durante mi estancia en Siria se publicó mucha información sobre estas presas ilegales en una conocida revista internacional de geografía, incluso con fotografías aéreas, que de un modo u otro, tal vez no tan claramente, venía a decir lo mismo.
   Desde el puente que une las dos márgenes, en Ez Taura, la Revolución, un poblado construido para albergar a los obreros que la construyeron y a los campesinos de las aldeas inundadas por las aguas, contemplamos la monumental obra de ingeniería y la inmensidad de ese mar rizado que se extendía a nuestros pies. Y yo me preguntaba: si el viento ha derribado fortalezas de piedra, si las tormentas de arena han cubierto una ciudad tras otra, si nada escapa a la constancia de los elementos, al paso de los siglos, a la decrepitud, ¿qué ocurrirá con esa presa desmesurada cuando no haya posibilidad de recomponer el deterioro del tiempo, cuando se resquebrajen sus muros de contención y se rompan sus compuertas? ¿Quién, o qué, detendrá la fuerza de tantos millones de metros cúbicos de agua? Asistiremos a un nuevo desastre del que apenas quedará constancia porque arrastrará a su paso todos los testimonios de sus beneficios y de su destrucción, y la historia lo recordará como un nuevo y más despiadado diluvio, o como una hecatombe de la magnitud del desmoronamiento de la mítica y gigantesca presa de Ma.rib construida en 750 a.C. al sur de estas tierras por un rey sabeo; una hecatombe que convirtió los campos, cuyo riego había regulado durante diez siglos, en un desierto con un solo punto fértil que fue y sigue siendo La Meca.
   La última ciudad del desierto que visitamos fue Ruzafa, a cuarenta y seis kilómetros al sur de la presa Al Assad, en pleno desierto. Construida enteramente con una piedra casi blanca y estriada, brillaban sus ruinas bajo un sol de justicia como una ciudad fantasmagórica de cristal. Fue en tiempos una inmensa fortaleza de los romanos y otro punto indispensable en la ruta de las caravanas. Justiniano construyó las murallas y las cisternas que tienen una capacidad de 16.000 metros cúbicos de agua y están en parte excavadas en la roca. Desde su punto más alto, donde asomamos la cabeza por un inmenso boquete en lo que había sido su techo, tenía la grandiosidad de una catedral subterránea y resonaban nuestras voces repitiéndose los ecos contra los muros. Volaron ciegos los pequeños murciélagos grises en el vacío que multiplicaba su aleteo despavorido, y al retirarnos los abejorros zumbaban sobre las flores blancas y violetas de la alcaparra, indignados por nuestra presencia, que había suspendido su libación.
   Ruzafa fue una ciudad que llegó a albergar dos mil familias y en la que según la leyenda, antes de huir a Al Ándalus, se había refugiado el último omeya que se salvó de la matanza de los abasíes. Hasta que llegaron los mongoles, la plaga de las ciudades del desierto, y sus habitantes huyeron a Homs. En 1260 la ciudad estaba vacía. Y desde entonces una serie de nómadas sin organización civil alguna se refugiaron en lo que iba quedando de ella. Hacia finales de los años treinta llegaron los arqueólogos y más recientemente ha sido invadida por los turistas, una plaga que llega en autocares y deja sus detritus entre las ruinas.
   El último día tomamos de nuevo la carretera general y seguimos en dirección a Alepo. La cuenca se iba ensanchando. Corríamos paralelos al río, y todo volvía a ser verde otra vez.
   La tierra desde la presa Al Assad hasta Alepo era roja, esponjosa, fértil. Casas como dados y fichas cubrían el paisaje y los tractores dibujaban arabescos en las inmensidades ya segadas que el sol de la tarde sombreaba y matizaba. Un milano daba vueltas en el cielo. Adelantamos una caravana de mulas seguida de un grupo de muchachas vestidas de colores. Y a la hora del crepúsculo, cuando quedaban aún los últimos resplandores del sol deslumbrándonos, la carretera, el paisaje, el cielo, todo fue volviéndose gris excepto el ‘kufie’ rojo de los campesinos y los pálidos neones amarillos de las aldeas, en la noche que se cernía sobre el desierto.
 
   Adiós a Ismail.
 
   Al cabo de una hora habíamos llegado a Alepo, donde nos detuvimos a cenar en un restaurante del barrio cristiano, adornado con velas y manteles de color de rosa.
   Hasta que me vi en el espejo del lavabo no me di cuenta de cómo esos días me habían dejado la cara tostada y llena de pecas. No recuerdo lo que comimos, ni recuerdo tampoco de qué hablamos, porque de pronto se hizo evidente lo que no habíamos querido pensar: este viaje al Éufrates estaba terminando. Sólo sé que salimos de Alepo cuando cerró el restaurante a la una o quizá más tarde. En Damasco, Ismail recogió su maleta y le dejé en el aeropuerto con el tiempo justo para que se fuera a Ammán en el primer avión de la mañana.
   – ¿Qué día te vas? -había preguntado un momento antes de pasar la aduana.
   – Todavía faltan días -contesté consciente de que ninguno de los dos había hablado del futuro hasta entonces.
   – ¿Has confirmado el vuelo?
   – No, ¿hay que hacerlo?
   – Sí, es mejor, porque si el avión va lleno pueden dejarte en tierra. ¿Vuelas en la Royal Jordanian?
   – Sí, el 30 de junio. Faltan aún varias semanas.
   – No es mucho.
   – No, no es mucho -reconocí.
   Pero nada lo era en aquel momento.
   Los dos tendríamos que dormir, descansar, y después salvar el puente hasta la orilla de nuestro quehacer.
   Nos habíamos despedido ya, nos habíamos separado manteniéndonos unos instantes aún cogidos de la mano. Le veía caminar de espaldas y estaba a punto de torcer por un pasillo lateral, cuando de pronto, una vez más, volvió sobre sus pasos, se acercó de nuevo, me tomó la cabeza con las manos, agachó la suya hasta dejar los labios a la altura de mi oído y susurró muy quedo unas palabras que no logré comprender. Ni pude pedirle que las repitiera porque cuando quise hacerlo ya desaparecía tras el control de pasaportes. Todavía estuve un minuto mirando el vacío que había dejado en el pasillo. Después me fui a buscar el coche.
   Fuera estaba amaneciendo y apenas había gente frente al edificio del aeropuerto; dos taxistas fumaban y hablaban sin prisa apoyados en una farola prendida aún. Al oír sus voces que se destacaban en el silencio del alba, se me hizo la luz y aunque seguí sin saber el significado de aquellas palabras comprendí al menos que Ismail me las había dicho en árabe.

XVII. Últimos días.

   Lo que hice a partir de entonces fue viajar y viajar y repetir los lugares y volver a ver a los amigos no tanto para profundizar en un conocimiento para el que me harían falta siglos cuanto por el simple placer de reconocer.
   Durante varios días recorrí otra vez en coche el valle del Orontes, siempre con el viento feroz que azotaba las adelfas en flor y las ramas de los chopos y de los olivos, y me detenía en cualquier punto del camino para contemplar una vez más en lo alto de la cordillera la columnata de Afamia, impertérrita en su inmensa belleza, ajena al sol inmisericorde y al viento del mar y del desierto que de todos modos en siglos o en milenios lograrían desmoronarla.
   Volví al Mediterráneo y me bañé en el agua del mismo mar que conozco desde la infancia, recorrí las ciudades muertas del norte de Siria, y visité a mis amigos del Bimaristan Argun y al ‘cheij’ de la pequeña mezquita del zoco de Alepo.
   Un día entero estuve para visitar la Biblioteca Nacional de Damasco inaugurada hace dieciocho años, que contiene 250.000 libros además de 20.000 manuscritos antiguos e incunables, y donde entre lecturas y consultas los 300 bibliotecarios que trabajaban en ella atienden cada año a más de 100.000 personas. Su director, Ghassan Lahham, otro enamorado de su trabajo, me mostró todas las salas de restauración, catalogación y lectura.
   En vano busqué datos sobre la vida y la muerte del escritor y viajero catalán, Doménech Badía Leblich, Alí Bei al Abbasi, asesinado oscuramente en Damasco en 1818, el único europeo de su época que tras uno de sus viajes por el norte de África y el Oriente Medio, logró entrar en La Meca disfrazado de musulmán, una hazaña que años más tarde repetiría el capitán Richard Burton.
   Su muerte, a manos de un agente británico según algunas fuentes, sigue siendo un misterio.
   Cené varias veces con Nasser Kadur, el ejecutivo que había ido a recibirme al aeropuerto el día de mi llegada, y otras tantas me presentó a personajes importantes de la vida pública de Damasco sin que me fuera posible descubrir dónde se había producido la confusión, en qué consistía, y qué famoso personaje de la oligarquía internacional creía que era yo para merecer tanto agasajo.
   Un día se me llevó el coche la grúa y un desconocido me acompañó con el suyo a las afueras de la ciudad donde lo tenían guardado.
   Conocí en Damasco a los amigos de mis amigos. Visité fotógrafos, escritores, pintores y cineastas, y con Hikmat Chatta, el arquitecto de mirada nostálgica, asistí a los conciertos de música clásica del Palacio Azem, el monumento civil más hermoso de Damasco, un edificio de una rara perfección, como diría el filósofo Ferrán Lobo, y recorrí con él la ciudad durante horas desde el palacio de recepciones de Kenzo Tangue en la colina Mezzè que domina toda la ciudad, hasta los edificios y construcciones de los últimos cincuenta años cerca de la ciudad antigua, con la minuciosidad, el conocimiento, el interés y la fascinación que sólo se consiguen cuando se recorren las calles de una ciudad con un determinado tipo de arquitecto.
   Poco antes de irme logré penetrar en el corazón de las tinieblas, un campamento palestino al sur de Damasco que alberga una pequeña parte de los casi 400.000 refugiados palestinos que hay en el país, donde estuve más de una hora comprobando con mis propios ojos la injusticia y el oprobio que sufren algunos pueblos del mundo, y de donde tuve que salir antes de lo que habría querido porque comprendí que a los desheredados de la tierra no les gusta exhibir sus lacras ante los demás. Y por falta de tiempo me quedé sin ver las ciudades kurdas, Hasakel, Al Karmiski, en el extremo noreste, que tenía el proyecto de visitar en un viaje en tren de veinte horas atravesando Siria en una diagonal opuesta a la que dibuja el Éufrates, es decir, desde Damasco al extremo nororiental del país. Un viaje pendiente más que añadir a la larga lista de proyectos no realizados aún.
   Me bañé otras muchas veces en el Éufrates y me convertí en una adicta del zoco de Der Zor. Visité a mis amigos de la tribu de Al Anezze y asistí a la boda de una de sus lejanas parientas para comprobar que era tal cómo me había contado el fotógrafo Mohamed Al Rumi. Volví a las ruinas de Palmira, sin luna ya y tal vez sin esas bocanadas de emoción de la primera vez pero con el profundo placer de reconocer el lugar y de algún modo mágico y oculto pertenecer a él. Conocí a los beduinos de la tribu Mawali acampados casi en la misma frontera del Iraq que no me atreví a cruzar por el respeto y la aprensión que ejercen en nosotros los límites imaginarios y teóricos, mientras ellos, que no conocen ni entienden ni aceptan las fronteras, se reían de mí y de mis temores. Atravesé el desierto en varios sentidos sin que mis ojos perdieran un ápice de la atención con que lo había mirado la primera vez, y ajena al paso del tiempo, estuviera donde estuviera, al atardecer detenía el coche y levantaba mi vaso de papel con whisky y agua, y hielo cuando lo había, a la salud de los míos y de los extraños, y agradecía a quién sabe quién mi presencia en la luz del Cham.
   Y un día, al regresar de una excursión por el desierto y mirar el calendario, comprendí que irremisiblemente el tiempo se había acabado. Fui a la bombonería Ghraui de la calle Port Said y me llevé varias cajas de bombones rellenos de pistacho y de frutas confitadas, entré por última vez en el zoco Hamidie y me regalé un hermoso collar de ópalo parecido al que había visto en la pequeña tienda del monasterio de Suleimán. Me despedí de todos los amigos, devolví el coche a la agencia, cuyo propietario, aunque no me lo hubiera anunciado, me ofreció también una rosa, y me puse a hacer el equipaje intentando atiborrar en las maletas y las bolsas lo poco que había comprado y lo mucho que sin saber cómo, se acumula en un viaje. Aquella misma noche estrené el collar y me puse lo mejor que tenía para sentarme en una silla adornada con margaritas y laurel y presidir la gran mesa del comedor de los días de fiesta que Nayat y Fathi, a modo de despedida, habían cubierto con todos los platos de la cocina árabe: ‘maqdús’, las pequeñas berenjenas rellenas; ‘qubbe’, grandes croquetas en forma de bola de carne y trigo machacado; ‘yebra’, los rollos de arroz y carne envueltos en hojas de parra; pinchos de cordero sazonado con especias; pimientos rojos, amarillos y verdes; ‘mutabbal’, la pasta de berenjenas, y ‘homos’, la de garbanzos; alcachofas rellenas; ensalada de aceituna y de lechuga fresca con achicoria, menta y huevos duros; pepinos con pimienta y ‘labne’, el yogur líquido; tres cestas con ‘hubs’, el pan de trigo, ‘hubs ifrenyi’, los panecillos y ‘mirakad’, el pan sin levadura; queso de Alepo, membrillo de albaricoque, ‘yeritsè’, bollos dulces con miel, y cerezas y almendras verdes. Bebimos cerveza, ‘árak’ y como un extra en honor de la solemnidad, una botella de vino blanco de la zona de Homs. Un banquete que me hizo pasar la noche en blanco. Los ruidos de la ciudad desfilaron uno a uno por mi insomnio, y en esa duermevela metálica que precede al amanecer aparecieron y se confundieron los rostros de los amigos y los de las esculturas, el aroma del salitre del mar con el del cardamomo del café de los beduinos, hasta que con las primeras luces rosadas y mecida por el bullicio del piar de los vencejos y las golondrinas del verano, me sumí en un sueño dulce y plácido del que me desperté de golpe por el temor de haber perdido el avión. El sol entraba sin piedad por la ventana que había abierto por la noche para ver el ‘dareb altabbane’, el camino de la paja, y el tenue resplandor de las luces de la ciudad. Pero no eran más que las ocho de la mañana.
   Nayat me había preparado un desayuno de princesa con flores y frutas y deliciosas empanadas de miel, y como regalo de despedida me ofreció una colcha adamascada de algodón blanco y siete aros de metal para ponerme en la muñeca que, según aseguró, me concederían los siete talentos que Dios reserva a los que ama: belleza, entendimiento, amor, don de lenguas, diligencia, agilidad y fantasía. Y para que la fiesta fuera completa Fathi había pedido un día libre en la oficina y me llevaría al aeropuerto.
 
   Viaje de vuelta.
 
   El aeropuerto estaba repleto de gente, y una multitud de pie en colas confusas esperaba con la resignación que vamos adquiriendo todos los ciudadanos del mundo ante los retrasos y la desorganización de las compañías aéreas. Me situé en la de una ventanilla que me indicó Fathi y sin otra cosa que hacer me dediqué a mirar: había grupos de árabes con barba y cabellos espesos y negros en la cola de los que salían hacia Jartum y Luarca, o los había vestidos a la occidental en la hilera de Kuwait.
   Había también muchos campesinos.
   Me fijé en los ‘kufies’ y reparé en que la misma chapuza de la forma de anudarlo a la cabeza es lo que le da la elegancia. En el vestíbulo, lejos de las colas, parejas de amigos cogidos del brazo o de la mano, paseaban charlando mientras movían con la otra mano las cuentas de su rosario. Ni uno solo había sin algo que manipular. Mil voces confusas y chillonas se desgañitaban en varios idiomas por los altavoces sin que yo fuera capaz de entender lo que decían.
   De pronto, un tipo vestido de uniforme se acercó a la cola de gentes y equipajes amontonados en los carros, donde yo estaba y, como si fuéramos niños de una colonia de vacaciones, se puso a dar voces y a llamarnos con palmadas: vamos, vamos, todos con los pasaportes y la tarjeta, vamos, vamos, ‘yal-la, yal-la’.
   A Fathi no le dejaron estar conmigo durante el registro de las maletas y pasaportes. Se dio la vuelta obediente pero se situó tras unas vallas en el gran vestíbulo del aeropuerto y cuando me vio entrar por la otra puerta con el carro entre mil musulmanes mucho más cargados que yo, me fue indicando los trámites que había de hacer.
   Si en algún momento del viaje olvidé que en este país hay un férreo control, una policía política durísima, la permanente posibilidad de que le vayan a buscar a uno a su casa una noche cualquiera, y centenares de presos políticos pudriéndose en las cárceles sin juicio, me habría bastado esta salida del país en el aeropuerto para que volviera como una sucesión de imágenes a mi mente.
   Decenas de controles, caras amenazadoras, silenciosas, miradas escrutadoras y órdenes terminantes, mantienen al viajero obediente y sumiso. Cualquiera de esos hombres tiene el poder de anular el viaje sólo con un gesto, y el viajero que lo sabe, pasa sumiso del mostrador donde le calculan el exceso de equipaje a otro donde recibe un papel con el que se le autoriza a cambiar, a un tercero para comprar los dólares con que pagarlo. Porque se da la circunstancia de que no está permitido tener dólares a menos que no se hayan declarado al entrar en el país, si además no se muestra el comprobante del banco sirio en caso de haberlos comprado después y si previamente no se ha dado estricta cuenta de cómo se han gastado, y por tanto no se pueden utilizar los que tenemos en el bolsillo y no hay más remedio que comprar los que se necesiten para el exceso de equipaje a un cambio a todas luces desproporcionado. Hay que ir y volver de un mostrador a otro, esperar el turno en todos ellos, hasta que se hace el milagro y el viajero recibe la tarjeta de embarque, compra el sello de salida y pasa una serie de controles, siempre con el terror de no saber si pasará la próxima prueba, con la que obtendrá el título que le permita salir del país.
   Fathi me despidió con la mano levantada, que se ocultaba a veces tras las de otras mil despedidas, con la expresión de alerta y atención con que siempre me había mirado, como si nunca se hubiera acabado de convencer de que yo era una adulta que sabía viajar sola.
   – El bolso, lleva el bolso abierto -le oí aún gritar y ver su rostro de pavor entre el gentío.
   Le di las gracias con un gesto, cerré el bolso y al pasar el último control entregué a un ceñudo funcionario aquel papel blanco que tantos problemas me había creado, y todavía me volví una última vez para decirle adiós con la mano.
   Pero ya no le vi cegada mi propia mirada por unas lágrimas que me empeñé en no dejar caer, por más que me dijera y repitiera que había llegado a la zona anónima, la tierra de nadie de los aeropuertos donde cada cual tiene bastante con ocuparse de lo suyo.
   La sala de espera estaba llena de mujeres y hombres en tránsito que venían de los países del Golfo o de Arabia y esperaban el vuelo de Argelia, Túnez, Estambul, todos vestidos de blanco, incomprensiblemente limpios e impolutos tras tantas horas de viaje y con tantísimos bultos.
   Me cubrí la cara y la cabeza con un pareo que me había regalado el año anterior Carmen de Tord en Nairobi, y como una árabe más me tumbé en uno de los muchos divanes alineados en la sala como un dormitorio, a ver pasar el tiempo o a dormir. Ante mí no había más futuro que ese viaje interminable: Damasco, Ammán, Ginebra, Madrid, Barcelona. Aun con la diferencia de dos horas y de no haber retrasos, llegaría a casa de madrugada, y el reloj del aeropuerto señalaba en este momento las doce de la mañana. Me dormí envuelta en mi trapo hasta que me despertaron los altavoces llamándonos a embarcar.
   Apenas tardamos media hora hasta el aeropuerto de Ammán, la ciudad que me despedía de Oriente, del Levante, la ciudad donde vivía Ismail. Me acerqué a los cristales con la esperanza de distinguirla entre la bruma, pero el sol contundente brillaba con luz acerada y los cielos límpidos alargaban el horizonte hasta más allá de sus propias fronteras. Y no se veía la ciudad. Tuve que hacer varios trámites más porque había que cambiar de avión y no estaba previsto para mi vuelo el mero tránsito. Me senté otra vez en los divanes a esperar.
   Cuando llamaron el vuelo de Ginebra me levanté y me puse pacientemente a la cola porque ya sabía que en Ammán, como en Damasco, avanzan muy lentamente.
   De pronto lo vi, faltaban sólo unos metros para pasar el control de pasajeros. Lo vi, igual que lo había visto el primer día y la noche del restaurante Sahara, con la sonrisa levemente socarrona, los ojos grises y ni un ápice de precipitación ni de agobio, como si no hubiera prisa, como si yo hubiera venido a quedarme, como si tuviéramos toda la vida por delante. Y tras la sorpresa, a instancia de los pasajeros que querían avanzar, me abandoné a una despedida que esta vez sabía más cierta aún, ajena a las miradas del público y, un minuto más tarde, a las llamadas de la azafata que me urgía a entrar para completar el vuelo. Me abandoné a la despedida con la decisión irrevocable de no perder ese instante no previsto que parecen conceder los dioses por añadidura, como una “torna” que ha de lograr el contrapeso y el equilibrio, de la forma que nos abandonamos a lo que irremisiblemente va a acabar, la que reconoce por última vez el hueco del hombro y la curva del cuello, y el calor y la presión de los brazos y la humedad de los labios, en un rito que no se reproduciría ni se convertiría en costumbre, porque no había para nosotros más historia que la que nos lleváramos cada uno, no habría continuidad, ni rutina, ni cabía esperar la complicidad que da el conocimiento.
   Ni siquiera se nos exigiría una decisión. Sólo ese instante apenas alargado que precedía al embarque.
   Lo que había sido sería para siempre una vez lo atesorara la memoria y lo mitificaran la añoranza, la fantasía y el tiempo.
   Creemos siempre que es el futuro el que está por definir, el incierto, el tornadizo, el indescifrable, y sin embargo es sobre todo el pasado el que está abocado a imprevisibles interpretaciones y cambios.
   Tras el control de policía, vi aún el brillo de sus ojos abriéndose paso en la oscuridad como asoman entre los pliegues azules o blancos de su turbante los de un tuareg o los del beduino que se ha cubierto el rostro para protegerse del sol.
   Después entré en el avión y me acurruqué todo lo que me permitía el cinturón de seguridad, y abrigada con el tenue aroma que retenían mis manos y que habría desaparecido antes que la capa de nubes europeas escondiera el mar y la tierra, me dormí dispuesta a salvar con decoro la distancia que me separaba de mi mundo.
 
   La luz del Cham.
 
   Aquel interminable viaje de vuelta acabó por fin. He olvidado el paso de los grandes espacios a la apretada geografía europea, las escalas eternas y el cansancio de la llegada. Han pasado casi dos años. No hay rosas damascenas en la mesa donde escribo y borrosos quedaron como en los sueños los viajes al desierto, el ruido de las norias, el abigarrado color de los zocos y los rostros de los amigos que dejé en Siria.
   Pero desde entonces, cuando por la noche llega ese instante que precede a la huida, estoy atenta y aguzo la imaginación y el oído porque a veces vuelven en la oscuridad el zumbido de las calles, las bocinas aisladas de los coches contra el Casiún, los maullidos de los gatos en los tejados, las conversaciones lejanas de las gentes que toman el fresco en la calle, el perfil o la mirada de un amigo o el insistente canto de aquella cigarra oculta en los pliegues de la luna de Palmira, y me dejo mecer por esta música oriental que comencé a descifrar hasta que el sueño se inventa con ella nuevas fantasías.
   Aun así, soy consciente de que, soterrada por melodías más recientes, igual que se encaraman unas sobre otras las ciudades del desierto, mi música asoma cada vez con fuerza menor. Y aunque me niegue a aceptar lo inevitable, y por más que desgrane mi rosario de recuerdos esforzándome en provocarla y retenerla, no tengo más opción que asistir resignada a su distanciamiento ineluctable. Un día será apenas un vago aroma, una imagen sesgada, un paisaje borroso o una simple palabra lo que hará brotar en mi memoria un débil reflejo de aquella perplejidad que dejó en mí la luz del Cham, lo que queda de esa Gran Siria diezmada y dividida en aras de la civilización occidental, de ese país que procura mantener los principios de su tradición y de su historia y al mismo tiempo ha de defenderse de aquellos que dicen hacer lo mismo desde la distorsión y la violencia, un país con un bagaje excepcional, con uno de los patrimonios más antiguos y de mayor gravitación de la historia, que se debate como todos los países que no pertenecen al primer mundo entre el desarrollo y el temor a ser invadido y transformado en una colonia de una especie distinta a las que tan bien conoce, un pueblo en fin de mil religiones, de mil razas, de mil deseos no cumplidos ni siquiera formulados aún, como los que laten ocultos tras el devenir de todos los pueblos de la tierra.
   Que Alá sea con ellos y con todos nosotros.
 
   Damasco, 29 de abril de 1993
   Madrid, 26 de marzo de 1995

Rosa Regàs

 
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Ñíîñêè

   [1] La policía secreta
   [2] Probablemente… sí, sí. Esa bacinilla para rituales, para el agua, eran así perfil de un pájaro y al hablar la boca se le convertía en pico.
   [3] Esa bacinilla para rituales, para el agua, eran así perfil de un pájaro y al hablar la boca se le convertía en pico.
   [4] ¡Ah! Esto ocurre tras el incendio, la sala del mercado
   [5] ¿Es usted arqueóloga?
   [6] ¿Está usted en el grupo?
   [7] Son las cinco, la hora del té.
   [8] ¡Qué refrescante!
   [9] Saladino, ya estamos aquí.