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Adagio Confidencial

Mercedes Salisachs


Mercedes Salisachs
 
Adagio Confidencial

   © Mercedes Salisachs, 1973

1

   Le han dado la noticia poco antes de subir al avión: «Bruna ha muerto repentinamen-te. La encontraron sin vida en el dormitorio.»
   La frase se parece mucho a las que se publican a diario en las columnas de sucesos. Una muerte lamentable: uno de esos casos que obligan a mostrar ceño y que luego se olvidan.
   Pero esta vez la víctima se llama Bruna y todo cambia de aspecto.
   Marina no ha hecho preguntas. Tampoco ha lanzado exclamaciones. Hay que obrar en consecuencia: lleva demasiados años prescindiendo de Bruna y de su recuerdo para dejar traslucir la emoción que semejante muerte le causa.
   Pero el impacto ha dado en el blanco. Ha sido como si de pronto un grano añejo y en-quistado diera en supurar. Resulta difícil recuperar de golpe tantas cosas a la vez cuando la mente se habitúa a considerarlas perdidas y superadas. Sin duda el recuerdo conserva resor-tes ocultos y traidores que, en los momentos clave, como éste, se ponen en movimiento sin perdonar contingencias ni respetar idiosincrasias.
   No menciona al marido de Bruna. Aguarda paciente a que el interlocutor le diga: «Le ha pillado en el extranjero… Ya sabes: con Vilana.»
   Germán vuelve a estar ante ella, tal como lo viera por primera vez, joven, sonriente, sus ojos grandes y tristes entornados, reposados los ademanes, la voz plácida y equilibrada.
   Y en seguida evoca la mano de Bruna (aquella mano inconfundible, alargada, de venas prominentes) y su risa contagiosa, alegre, demasiado alegre para que no fuera postiza, y re-cuerda la frase que jamás le oyó decir, pero que se le escapaba por los ojos cada vez que Marina se sentaba al piano: «Un aplauso para nuestra schubertina…»
   Y ve a Rogelio bailando con ella, susurrándole al oído Dios sabía qué trivialidades. El interlocutor insiste:
   – Una muerte siniestra, verdaderamente siniestra… Marina no quiere saber. No pregun-ta. Habla del tiempo, se escuda en la prisa, tiende la mano, se despide y rompe a andar hacia la puerta. Piensa en la muerte de Bruna y enseña la tarjeta de embarque. Reza un padre-nuestro. Un padrenuestro con treinta años de lastre mediando en cada sílaba. Un padre-nuestro sobrecargado de distracciones. Se pregunta qué dirán los periódicos al referirse a la muerta: «Una dama de la alta sociedad…» No va a resultarles fácil ensalzar a Bruna. De pronto recuerda: «Ahora Germán podrá casarse con Vilana.»
   Sube al avión como si nada hubiera ocurrido. Un retorno cualquiera. Un hecho habitual desvinculado del tiempo.
   Se acomoda junto a una mujer joven que lleva un niño en los brazos. El niño duerme. La mujer parece cansada. Durante el trayecto apenas se dirigen la palabra. El niño entreabre la boca y esboza sonrisas que luego se convierten en pucheros.
   Piensa: «Es una lástima que haya muerto así.» La presencia del niño aviva su lástima. Nadie puede imaginar lo que un cuerpo minúsculo e inofensivo puede esconder para el futu-ro. Y lo que es peor: nadie puede imaginar lo que el futuro puede esconder para un cuerpo que se abre a la vida. «También Bruna fue niña, también ella era inofensiva…»
   De pronto evoca a sus tres hijos: Carlos, Luis y Lucía. Otros cuerpos minúsculos convertidos en adultos. Otras sonrisas dormidas, otros pucheros inconscientes… Después sus hijos habían comenzado a morir una, dos, mil veces… Morían para renacer completamente distintos, conservando sólo su nombre, sus apellidos y su sexo. Todo lo demás era diferente.
   Los ve tal como son ahora: altivos, despegados, circunspectos y cordialmente egoístas, y se dice que también esa criatura que duerme en los brazos de su madre, acabará por olvidarla como la han olvidado a ella. El olvido nace en cuanto muere la necesidad.
   El trayecto resulta corto. Cuando menos lo espera, Marina escucha la voz de la azafata entrecortada por el mal funcionamiento del micrófono:
   – … dentro de unos instantes aterrizaremos en el aeropuerto del Prat: por favor, asegúrense de no olvidar ningún efecto personal…
   Y después de agradecer, en nombre del comandante y de toda la tripulación, la con-fianza depositada por los viajeros en la Compañía Iberia, desea a todos una estancia muy feliz en Barcelona.
   Brota en seguida la musiquilla sedante iniciada en Madrid y cercenada a lo largo de la travesía.
   El mar está ahí; abarca toda la ventanilla. Cuando el avión se endereza, el paisaje cam-bia. Llueve, y las tierras pantanosas del Prat sé ven moteadas de charcas grises: «Un cuadro que Urgell hubiera podido pintar.» Y al instante recuerda a Bravo, su galería de arte, las re-cientes negociaciones realizadas en Madrid. Piensa en lo que Bravo le dirá cuando ella le refiera el éxito de su intervención cerca del Zabaleta.
   No obstante, la fina mano de Bruna se impone a toda idea y a toda distracción. Reconoce que es un recuerdo grotesco y absurdo, sin relieve nocivo; sin embargo, no puede evitar que esa mano se imponga. La ve ahora extendida sobre el mar (un mar gris enca-britado por la lluvia) y le parece que, a pesar de estar muerta, la mano continúa viva. «Es gra-cioso -se dice por lo bajo-. Es verdaderamente gracioso.» Evoca la exclamación de Teresa, entre divertida y escandalizada, y los mordaces comentarios de Tina y la severidad llena de reproches de Rogelio… Pero el Zabaleta ha sido comprado y el cliente de Barcelona probablemente pagará el doble de lo que Marina ha concertado con el vendedor de Madrid.
   Para Marina es un descanso grande tener a Bravo como socio. Ella sola jamás hubiera podido salir del atasco. Bravo posee el don de la prudencia, de la medida y de la ponde-ración: precisamente lo que ella había necesitado al morir Rogelio.
   Además, posee un olfato insuperable para detectar el alza y la baja de los cuadros. Desde el principio había mantenido la teoría de que, andando el tiempo, los abstractos iban a ser desbancados por los figurativos, tan desdeñados en los años cuarenta.
   Decía siempre: «Recuérdalo, Marina; hay que hacer acopio de Nonell, de Meifrén, de Martí Alsina…» Discutieron poco. Bravo casi siempre tenía razón. Un tipo curioso. Distante. Jamás se había inmiscuido en la vida privada de Marina.
   Cuando al principio de sus relaciones ella le había puesto al corriente de su situación, Bravo se había limitado a comentar: «Es evidente que las leyes catalanas precisan de una bue-na revisión.» Y sin más preámbulos se habían enfrascado de lleno en la organización de la sociedad que debía regir la galería de arte.
   Pese a la lluvia, que cae densa y oblicua, el avión aterriza sin novedad. El aguacero se transforma, por culpa del viento, en una gran escoba sin mango. Todo se ladea hacia el oeste: melenas, faldas, papeles… Las terrazas del edificio aparecen desiertas, segadas por el mal tiempo, y las sillas, amontonadas patas arriba sobre las mesas, parecen esqueletos de colonos, abandonados sobre un campo estéril.
   Marina pasa junto a la azafata con el abrigo ceñido y el pañuelo anudado al cuello.
   – Si esto es primavera… -comenta amablemente.
   La azafata sonríe mostrando unos dientes perfectos:
   – Esperemos que en el próximo viaje tenga usted más suerte.
   No es la primera vez que se encuentran. Marina suele hacer esa travesía con relativa frecuencia. Son viajes relámpago decretados en su mayoría por Bravo: «En Madrid hay un Palencia asequible: deberías echarle un vistazo…» O bien: «Convendría que visitaras a un coleccionista madrileño: está dispuesto a pagar bien por un Matilla…» Se había convenido que Marina fuera la agente encargada de relaciones públicas y, hasta la fecha, sus interven-ciones han dado buen resultado.
   Esta vez se trata de un Zabaleta. De un Zabaleta y de la muerte de Bruna.
   «Si al menos no hubiera dejado el paraguas en la maleta…»
   Marina todavía camina con soltura. Vista de espaldas parece una mujer joven: alta, fina cintura, hombros enmarcando una espalda recta. Tiene el andar firme y despreocupado, los ademanes ligeros, y un armonioso ladeo de cuello que algunos juzgan estudiado.
   Se pregunta ahora -qué aspecto tendría Bruna antes de morir. Decían que las drogas la habían desfigurado y que en los últimos tiempos no era ni la sombra de lo que había sido. «Y el marido en el extranjero con Vilana…»
   El trayecto del autocar, de puro breve, resulta innecesario. Pero la lluvia cae implacable y el viento arrecia furioso: una medida agradable. Los viajeros la agradecen.
   – No se detengan, por favor.
   Tras la segunda cristalera del pabellón de llegada, un mundo de rostros se hacina junto a la puerta. El transitar se vuelve difícil. Marina piensa que el hecho de llegar a un aeropuerto con ínfulas internacionales siempre causa cierta humillación. Hay una extraña identificación entre el grupo de pasajeros con las manadas de corderos. Los altavoces podrían ser los ladri-dos del perro pastor.
   – La Compañía Iberia anuncia la llegada de su vuelo 331, procedente de Roma.
   La mujer que sostiene al niño, se queja: -Esa obsesión de apiñarse en la entrada… En torno al rotativo, un nutrido grupo de pasajeros aguarda la aparición de las maletas. La mujer que sostiene al niño, continúa quejándose:
   – Y ahora, a esperar el equipaje. Con un poco de suerte, podremos salir de aquí antes de una hora.
   Su cansancio es ya manifiesto. No sólo apunta en las ojeras: lo lleva pegado al cuerpo. Lo proclama el desaliño de su vestido, la forma de agarrar al niño, el rodal de colorete mal colocado, y, sobre todo, la curvatura de su espalda. El niño se rebulle en sus brazos, gime bajito, se cansa del cansancio de la madre.
   – Me gustaría ser uno de esos viajeros -comenta Marina.
   – ¿A qué se refiere?
   – A los que vienen de Roma.
   No sabe por qué lo ha dicho. Es una de esas frases que cabalgan a lomos de un deseo difuso, sin excesivo arraigo. Probablemente un reflejo condicionado, provocado por lo que anuncia el altavoz.
   La mujer contempla a Marina con aire ausente, ajena a lo que ésta acaba de manifestarle, pendiente sólo del cansancio que lleva encima, de las maletas y del crío que se rebulle, egoís-ta, en sus brazos excesivamente flácidos. La mujer quisiera sentarse, pero sabe que el artefac-to rotativo puede ponerse en marcha en cualquier momento. Se apoya contra la pared. Suspira. Marina pregunta:
   – ¿Puedo ayudarla?
   La mujer niega con la cabeza y el rodal colorado del rostro va intensificando la palidez de la piel que lo circunda.
   Las maletas asoman ya, húmedas, deslucidas y abolladas. Parecen coristas caducas exhi-biéndose torpemente por la pasarela de un teatro barato. Al desfilar, dejan tras ellas un denso aroma a moho y un charco de agua sucia. Marina insiste:
   – ¿Puedo ayudarla?
   La mujer sonríe. Señala los bultos. Marina los rescata sin dificultad y los coloca en el carrito.
   – Gracias -dice la mujer-, ha sido usted muy amable.
   Y comienza a alejarse, nave adentro, arrastrando el carrito.
   Al verla marchar, Marina vuelve a sentir lástima por ella. Una lástima grande que no llega a definir. Le duele la soledad de esa mujer. Piensa: «Seguramente nunca volveré a ver-la.» Y de nuevo asocia esa lástima a la que le produce la muerte de Bruna. «Tampoco a ella volveré a verla.» Bruna se ha ido definitivamente, como Rogelio, como tantos otros, dejándo-la con los interrogantes de siempre suspendidos sobre su vida. Sin defensa. Sin la posibilidad de aclarar, de convencer, de sopesar…
   La sala se despeja lentamente de voces, pisadas y roces. El rotativo está a punto de dete-nerse. Las maletas van espaciándose. Marina se acerca a un empleado.
   – Mi equipaje no llega -dice sonriendo.
   El empleado la mira con aires de persona infalible:
   – No se preocupe; ya llegará.
   Aguarda unos instantes, serena, todavía confiada. De pronto el rotativo cesa.
   – No ha llegado -dice Marina.
   El empleado cambia de expresión. Pone cara de fastidio.
   – Vaya usted a reclamaciones: yo no puedo hacer nada.
   La frase del empleado descorazona, desequilibra el ánimo y salpica de malestar el viaje que Marina acaba de hacer.
   También insufla una actividad con la que ella no había contado. Es como si un camino de hormigas, bien organizado, se viera de pronto trastocado por la torpe pisada del hombre.
   Comienza la revisión de equipajes. Interviene la policía. Surgen preguntas obvias: «¿Nú-mero de vuelo? ¿Carnet de Identidad?» Luego las disculpas: un variado repertorio de discul-pas: «Insólito, increíble… Una simple maleta y perdida…»
   Marina se ve rodeada de personal, atendida, llevada y traída; tiene la impresión de ser ella la única pasajera del aeropuerto. Escucha frases inconexas: «Madrid no acusa registro…» «Madrid asegura…» «Barcelona no se hace responsable…» La trasladan a la sala de espera. Señalan el mostrador del bar:
   – Pida usted lo que guste: la Compañía invita.
   – Pero la maleta…
   – Un momento de paciencia, señora; no puede perderse. Hemos vuelto a ponernos al habla con Madrid.
   Intentan tranquilizarla, inventan mil suposiciones, le sirven café. Marina piensa: «Mejor hubiera sido pedir tila.»
   La azafata que la acompaña no cesa de hablar. Explica infinidad de casos como el suyo.
   – Todas aparecieron. Jamás se ha perdido nada.
   La musiquilla, que pretende templar los nervios, se vuelve inquieta, se mezcla a los susurros, a las pisadas y al constante tintineo de vasos y tazas que arranca del mostrador.
   Hay un continuo ir y venir de camareros, de gentes que viajan, de niños que juegan a volar.
   Marina se siente culpable. No sabe de qué. Sospecha que el trastorno se debe exclusiva-mente a un fallo suyo. La tranquilizan. Alguien le anuncia:
   – Acaban de comunicarnos que su maletín se ha quedado en Madrid. Un descuido im-perdonable. Lo remitirán sin falta en el próximo vuelo. Nosotros mismos nos encargaremos de enviarlo a domicilio.
   Suspiros de alivio. Caras sonrientes.
   – No podía ser de otro modo.
   Marina se levanta: radiante, contenta, agradecida.
   Se despide de todas las caras que, durante un buen rato, han pendido de la suya.
   Mira en torno, no sabe por qué: otro reflejo condicionado. Se dispone a salir, pero se queda.
   Sin ninguna razón se da una tregua a sí misma. Una tregua inconcreta, como si de ante-mano supiera lo que va a ocurrir.
   Piensa: «Debo irme.» Pero no se va.
   Contempla su taza de café (ya vacía), las sillas circundantes (casi todas llenas); el pavi-mento, salpicado de colillas y de papeles…
   La musiquilla del altavoz se detiene. Un segundo. Es un silencio corto que abarca un mundo de premoniciones.
   De pronto una extraña lucidez le aclara ese cúmulo de pequeños acontecimientos que la han mantenido inquieta.
   Mira el altavoz. No puede dejar de mirarlo. Es más fuerte que ella.
   Y escucha, no sólo con los oídos, sino con todo el cuerpo, lo que el altavoz está dicien-do:
   – Se ruega al pasajero de Roma don Germán dé Alcántara que tenga la bondad de pasar por las oficinas de vuelos nacionales.
   Y todo, hasta la muerte de Bruna, deja de tener importancia.
 
   2
 
   Se deja caer de nuevo en la silla. Piensa: «Debo salir de aquí inmediatamente.» Pero teme que su actitud signifique una huida. Ella no tiene por qué huir de nada ni de nadie.
   Tampoco siente miedo. El miedo suele regirse por ciertos destellos de esperanza y Mari-na ha traspasado ya la edad de las esperanzas humanas. ¿Curiosidad? «Nunca fui curiosa…» La curiosidad se anquilosa a fuerza de andar reteniéndola.
   «¿Por qué me he sentado entonces?» A veces las cosas se hacen sin motivo alguno; a im-pulsos del ambiente.
   La lluvia, tras los cristales, sigue cayendo implacable. Acaso la lluvia esté influyendo. Acaso ha sido ella la causante de su pequeña debilidad. Rápidamente se hace una compo-sición de lugar. Analiza los hechos fríamente. En algún punto no muy lejano, Germán de Al-cántara probablemente departe con alguien, acaso solicite algún pasaje. Sabe (porque lo han dicho los altavoces) que acaba de llegar de Roma y también que en la oficina de vuelos nacio-nales reclaman su presencia. «Tal vez intente regresar urgentemente a Madrid…» Sin duda la muerte de Bruna lo ha obligado a suspender su viaje por el extranjero.
   Marina recuerda que la oficina en cuestión se alza junto a la puerta de la sala de espera, precisamente donde ella se encuentra. Y se dice que es conveniente aguardar. No precipi-tarse.
   Intuye que si abandona la sala el encuentro con ese hombre es inevitable, pero también sabe que, de un momento a otro, Germán puede entrar en ella para embarcarse rumbo a Ma-drid.
   Se tranquiliza: «No me reconocerá.» Los años transcurridos son buenos camuflajes para pasar inadvertida. El cambio es inevitable. Todo se transforma. Tampoco las pistas de aterri-zaje se parecen a las que ella dejó cuando se fue a Madrid hace ya tres días. Existe un mundo de diferencia entre un aeropuerto soleado y un aeropuerto inundado de lluvia. Nada importa que sea primavera. El tiempo puede modificar incluso la lógica de las estaciones. Sin embar-go, nadie puede discutirle a la primavera su presencia actual. Es algo inevitable que se impo-ne a pesar del viento y de la lluvia. Se percibe en cualquier detalle: en la indumentaria de la gente, en el alegre columbrar de los viajeros, en la activa fluidez de la sangre… Sobre todo en eso: en la rápida circulación de la sangre. Marina percibe esa rapidez en las sienes, en las ve-nas del cuello y en el pecho. Y se dice que es absurdo que la primavera juegue con esos lati-dos cuando el cuerpo que los padece pertenece al invierno.
   Se levanta. Es preciso decidirse. No debe dejarse influir por una presencia que, durante años y años, viene formando parte de las cosas que se olvidan.
   Recuerda con alivio que Germán flaquea en la vista, y se tranquiliza pensando: «Pasaré junto al mostrador sin ser reconocida. Debo evitar volver la cara hacia él.» Se decide. Camina hacia la puerta con la rígida firmeza de los inseguros. Cruza el umbral, tal como se ha pro-puesto: indiferente. No repara en el mostrador de vuelos nacionales, no lo mira. Adivina un grupo de gente apiñada junto a él, pero no se fija en las personas que lo forman.
   Tiene la mirada pendiente de las puertas electrónicas de enfrente. El vestíbulo es largo y, aunque su paso es rápido, la salida se le antoja lejana.
   Altiva y desligada de todos, piensa que también los demás se desligan de ella. Eso le in-funde ánimo y la ayuda a avanzar.
   Al llegar al exterior, tiene la impresión de haber salvado un obstáculo: respira sosegada. El viento agita el pañuelo que le cubre la cabeza y se mete a grumos en sus pulmones. Es un viento cálido, lleno de humedad.
   – ¿Taxi, señora?
   Marina asiente. El taxista señala un coche cercano. Marina avanza. De pronto se detiene. Una mano firme roza su brazo.
   – No puedo creerlo… Pero ¡si eres tú! Dios Santo, ¿quién tenía que decirlo?
   Y, al volverse, comprende que de nadie le ha servido evitar el encuentro. Germán está frente a ella, rotundo, escueto, indiscutiblemente real. Apenas ha cambiado. Tal vez algo más grueso… El pelo casi blanco… Pero la voz es idéntica.
   Marina pronuncia su nombre como si tuviera tierra en la boca. Hay algo oxidado en ese nombre. Algo que le impide silabearlo con la fluidez de antaño.
   – Germán de Alcántara -dice-. Hace poco he oído que te reclamaban por los alta-voces…
   Sonríen los dos: los rostros cuajados de arrugas y los ojos abrillantados por unas chispas nuevas que en vano se empeñan en parecerse a las antiguas. Germán se apresura a aclararle:
   – Vengo de Roma. Un viaje precipitado. Te habrás enterado ya de lo ocurrido…
   – Me lo dijeron en Madrid -explica ella-. He llegado al mismo tiempo que tú… -en seguida añade con expresión severa-: Lo siento. Ha sido un final triste.
   Germán asiente. Dice luego:
   – No ha sido fácil encontrar pasaje para Madrid. Ya sabes: las fiestas de San Isidro… Había una lista interminable de gente apuntada. Las reservas de Roma colean desde hace un mes… Por eso he tenido que hacer escala en Barcelona. Desde aquí es menos difícil encontrar pasaje… Siempre hay alguna baja…
   Lleva las gafas puestas y, según centellean, los ojos se pierden tras los cristales.
   – Entonces… ¿te vas?
   – Todavía no. Mi avión sale a las siete de la tarde.
   Quedan en silencio unos segundos. Se miran. Se inspeccionan como si fueran dos piezas de museo.
   – ¿Y tú? ¿Qué diantre haces en el aeropuerto? Si has llegado al mismo tiempo que yo, tu avión debe de estar ya de regreso en Madrid.
   Marina ladea la cabeza, frunce los labios, pone cara de fastidio.
   – Una pesadilla -dice-. No me hables del asunto: mi maleta se había perdido. Al fin la han encontrado.
   Discurren como dos simples conocidos que se alegran de encontrarse después de una ausencia larga. Sin apasionamiento. Tranquilamente inmersos en la vulgaridad cotidiana.
   Germán se lleva la mano al mentón:
   – Curioso -dice-, curioso… ¿Cuántos años han transcurrido desde entonces?
   Marina vuelve a sonreír:
   – ¡Qué sé yo! -dice-. He perdido la cuenta.
   Germán alza la vista como si quisiera leer en lo alto la cifra que ya no recuerda:
   – Quizá más de veinte años… -la mira de nuevo escrutador, casi impertinente-. No has cambiado -declara-. Ya no eres joven, pero no has cambiado.
   – Gracias.
   Y enmudecen. Ambos producen la impresión de que no tienen nada que decirse. Marina le tiende la mano, decidida:
   – Me ha complacido encontrarte, Germán.
   Pero la mano queda en el aire y el ademán carece de sentido.
   – Yo también voy a la ciudad. Podemos ahorrarnos un taxi. ¿Te importa que te acom-pañe?
   Marina vacila, se fija en el taxista, que aguarda junto al coche mientras mantiene la portezuela abierta. Se vuelve hacia Germán:
   – No tengo inconveniente.
   – ¿Te esperan?
   Niega con la cabeza.
   – Entonces…
   Germán la conduce hasta el coche: sube tras ella, se acomodan en el asiento e indican al taxista que no llevan equipaje.
   – Lo he dejado en consigna -aclara él.
   El motor se pone en marcha. Marina piensa: «igual que antes.» Todo recobra súbitamen-te el ritmo perdido, todo adquiere un matiz conocido y familiar. Indudablemente existen si-tuaciones que nunca llegan a morir.
   – ¿Dónde vives ahora?
   Marina da las señas de su casa. Es un barrio nuevo que se extiende allá donde en los a-ños cuarenta sólo había descampados y malezas.
   Las ruedas chapotean pastosas. Es un sonido huero que, sin embargo, adquiere impor-tancia. Se diría que sin él nada hubiera tenido verdadera consistencia. La lluvia se intensifica y los cristales empañados velan el paisaje.
   – Buen día has elegido para venir a Barcelona -dice Marina. Y al instante comprende que ha lanzado una torpeza. Es lo mismo que si hubiera dicho: «Vaya día que ha elegido Bruna para morirse.»
   Germán asiente. Pero continúa en silencio. Marina sabe que entre ambos existe un ba-gaje grande de preguntas engendrando ese silencio. Preguntas abstractas, difíciles de contes-tar y también sabe que, para plantearlas, necesitarían horas, muchas horas.
   De golpe comprende que, aun sin confesárselo a sí misma, durante años y años, ha esta-do esperando ese momento. Ha sido una espera velada, pero real. Lo adivina ahora; cuando el silencio está a punto de romperse. Y reconoce que, a pesar de no considerarse curiosa, le está entrando una sed grande de «saber». Probablemente la curiosidad debe de ser algo inmanente al ser humano: una fuerza poderosa que, por mucho que se pretenda sofocar, per-manece vital en lo más hondo de cada persona.
   Cierto que las imágenes han perdido brillo y color, pero las siluetas se mantienen incó-lumes y nadie es lo bastante sensato para desechar la posibilidad de darles nuevamente relie-ve.
   Sin embargo, no va a resultar sencillo. Es difícil recoger el hilo de una historia tan lejana. Es difícil recordar con exactitud el momento en que fue interrumpida. Y sobre todo es difícil decir «lo justo», lo que puede exponerse sin modificar la situación ni violentar conductas.
   – Es indudable que los años devoran la vida
   – dice él.
   Y Marina piensa que el tópico es exacto. Efectivamente, desde la última vez que se vieron, todo ha venido sucediéndose con la vertiginosa rapidez de lo que cae en el vacío.
   Germán continúa:
   – Tenemos mucho que hablar, ¿no lo crees así?
   Marina vuelve a ladear la cabeza. Finge indiferencia:
   – ¿Para qué? Está todo tan muerto…
   – Pero la curiosidad vive.
   – Entonces me estás pidiendo que construya frases vivas con materias muertas…
   – Es un privilegio humano -dice él.
   – En eso llevas razón. Casi todo el mundo utiliza ese privilegio.
   Y vuelven al mutismo. Se meten en él como en una trinchera. Perdidos en sí mismos. En lo que son ahora: ajenos el uno al otro.
   – ¿Sabes, Germán? Más de una vez pensé que nunca volvería a verte.
   – Yo, en cambio, tenía la certidumbre de que, tarde o temprano, nuestro encuentro iba a ser inevitable. -Se lleva la mano a las gafas en un ademán peculiar, las centra-. Es mucha coincidencia vivir en el mismo país y no verse nunca.
   – Si he de serte franca, jamás provoqué nuestro encuentro.
   – Yo tampoco. Pero mentiría si te dijera que cuando venía a Barcelona no esperaba ver-te. Nunca lo conseguí. ¿Dónde diablos te metías?
   Marina deja escapar una risa falsa, una risa soplido que oculta mal su desgana de reír:
   – Probablemente en un lugar parecido al que elegías tú cuando yo iba a Madrid.
   – Me enteraba siempre de tu llegada cuando ya te habías marchado.
   – Suelo ir con frecuencia -aclara ella-. No es extraño que algún conocido mutuo me viera.
   Vuelve a inspeccionarla él con minuciosidad impertinente. A Marina le duele tanta ins-pección, le duele, sobre todo, saber que los surcos de su piel quedan acentuados por las mal-ditas gafas. «Si al menos se las quitara…»
   – Si no llega a ser por la maleta perdida, tampoco esta vez nos hubiéramos visto -dice ella. Y se acuerda de Bruna: «Ha hecho falta que muriese para encontrarnos de nuevo.»
   – Sería insensato desperdiciar la ocasión. Dime: ¿Me has recordado alguna vez durante todos estos años?
   – Sólo cuando alguien te mencionaba. Supongo que a ti te ocurriría lo mismo conmigo.
   Germán no contesta. Desvía la mirada hacia el paisaje. Lo escudriña como ha escudriña-do a Marina hace unos instantes. El coche se mete por una vía nueva. Marina le aclara:
   – Es el Cinturón de Ronda. Acaba de inaugurarse.
   Dice él:
   – En aquella época las autopistas no existían, ¿recuerdas?
   – Y el edificio del aeropuerto era un recinto raquítico, provisional.
   – ¿Crees tú que en la vida hay algo que no sea provisional?
   – Quizá tengas razón. En el fondo, todo espera un cambio. Todo existe a modo de tram-polín…
   Distraídamente contempla su rostro reflejado en el espejo retrovisor. También ese rostro ha sido un trampolín. También él ha dado paso a otras caras y a otras vidas. Sin embargo, continúa existiendo, transformado, pero latente. Difícilmente resignado a saberse marginado, pero sometido.
   – ¿Te das cuenta, Germán? Nos hemos convertido en dos personas maduras y respeta-bles. Extraño, ¿verdad?
   – Yo no me siento viejo -dice él. -La juventud no consiste sólo en «no sentirse viejo». Hay algo más. Por ejemplo: estar a gusto en los modos y sistemas de los que son jóvenes de verdad.
    -¿Te sientes a gusto, Germán?
   – No.
   – ¿Echas de menos el mundo anterior?
   – No lo sé. Ni quiero saberlo. De vez en cuando me irrita comprobar el cambio que ha dado todo.
   – Entonces ándate con cuidado; la vejez empieza por ahí -bromea ella-. Además, no eres justo. No tienes derecho a pedirle al mundo que se detenga: las cosas deben acabarse, transformarse, perderse…
   Lo dice sin convicción, con reticencia, como si le echase en cara la parte que le corres-ponde a él en el cambio.
   – ¿Perderse también?
   – ¿Por qué no?
   – Hay cosas que, aunque se acaben, no pueden perderse. Sería lo mismo que pedirle a la tierra que modificase el sentido de su rotación. El cataclismo sería inevitable.
   – De todos modos -dice ella-, tú no eres totalmente ajeno al nuevo sistema de vida.
   Germán no se inmuta. Sin duda comprende que la frase que acaba de oír entraña un re-proche directo, pero no indaga. Tampoco se achica. Deja que Marina continúe hablando.
   – Me dijeron que ibas a conseguir la anulación de tu matrimonio.
   Al fin lo ha soltado. Venía quemándole los labios y necesitaba volcarlo.
   – Estuve a punto: pero todo se vino abajo cuando Bruna intervino. No quiso colaborar.
   – ¿Tenía ella razón?
   Asiente él fríamente, sin el menor reparo.
   – ¿Qué pretendías? ¿Engañar a Dios?
   Germán se encoge de hombros. Es un ademán que lo aparta del Germán que ella ha co-nocido, un ademán cínico, casi repulsivo.
   – Supongo que pretendía engañar a los hombres y casarme legalmente con Vilana.
   – ¿Y tu conciencia? ¿Dónde dejabas tu conciencia?
   – Debí de embotarla hace ya mucho tiempo.
   Marina no responde. Recuerda. Definitivamente, el Germán de ahora no se parece al de entonces. Durante años y años todo había girado en torno a aquella conciencia extinguida.
   – A pesar de todo -dice ella-, hay cosas que se acaban definitivamente: cosas que o-bligan a la tierra a modificar el sentido de su rotación.
   Germán sonríe. Es una sonrisa híbrida que no pretende negar ni asentir. Está en sus la-bios como un adorno innecesario.
   – ¿Y Vilana? ¿Qué pensaba Vilana? Le parece extraño citar ese nombre con tanta familiaridad. Marina jamás ha visto a Vilana y probablemente jamás llegará a conocerla.
   Cuando alguna vez ha intentado imaginarla, el rostro de Vilana se difumina, se vuelve gris: es como un cuadro inacabado o una sombra de luna.
   – Vilana me quiere -declara él sin énfasis. Sin duda considera que, al decir eso, puede descargar a Vilana de toda responsabilidad.
   Marina se rebulle en el asiento, ajusta el nudo de su pañuelo y dice: -Entiendo.
   No le pregunta si también él la quiere a ella. Cuando un hombre es capaz de taladrar su conciencia por una mujer, como Germán ha taladrado la suya, resulta superfluo preguntarle si la quiere. Germán pregunta a su vez:
   – ¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti, Marina? Enviudaste siendo joven. ¿Por qué no volviste a casarte?
   Marina comprende que debe contestar. No puede dejarlo con la idea que seguramente bailotea por su cerebro:
   – Una mujer con problemas económicos y tres hijos a cuestas nunca es joven, Germán.
   Arquea él las cejas, se muestra incrédulo.
   – ¿Debo entender que nadie te quiso? Ni que me lo jurases lo creería.
   Marina vuelve a sonreír.
   – Eres muy dueño de suponer lo que te plazca.
   Germán se contagia de la frialdad de Marina. Busca una frase mordaz, algo que la obli-gue a reaccionar.
   Dice al fin:
   – Me comunicaron que te habías convertido en una mujer de negocios. La verdad: me costó mucho hacerme a la idea. ¡Marina Cebrián negociante! Suena a película americana.
   El tono despectivo de su frase no inmuta a Marina. La acepta tranquilamente, como si la ironía que la envuelve fuera comprensión.
   – No me quedó otro remedio.
   – Lo interpreté como un capricho de mujer mimada.
   – Te informaron mal. Rogelio murió sin testar. Tú, como abogado, debes saber que en Cataluña no existen los bienes gananciales.
   – Pero de eso a quedarte en la calle… Al fin y al cabo, tu marido era un hombre rico.
   – ¿Qué más da eso? Yo era pobre.
   – Tenías derecho a la cuarta marital.
   – Pleiteando, naturalmente. Yo no pude permitirme ese lujo.
   Marina frunce el entrecejo. Demuestra claramente que la conversación que mantienen le resulta molesta. A pesar de todo, Germán insiste:
   – Los fueros catalanes han cambiado -dice-, ya no son tan drásticos como antes.
   – Pero Rogelio murió cuando los fueros eran adversos.
   Marina vuelve a rebullirse en el asiento. La evocación de su marido muerto la inquieta, le devuelve, por unos instantes, el sabor amargo de aquellos días. Ve el rostro de Rosario, a-gresivo, lanzando sus increpaciones como si lanzara piedras: ve el papel arrugado temblando en sus manos, ve el sillón rojo de terciopelo con el cerco del cabezal aplastado, ve infinidad de cosas que hubiera deseado olvidar.
   Germán ha vuelto a su seriedad. Sin duda comprende que Marina está sufriendo. Sin embargo, no abandona el tema:
   – De modo que no fue capricho.
   Niega ella sin palabras y las preguntas que flotan en el ambiente se amplían, invaden el vehículo, enrarecen el aire.
   La incomoda sentirse tan inspeccionada, tan analizada, y tan suspendida en el ayer: «No debí subir al coche con él», piensa. El chorro de recuerdos que ha brotado de pronto, al socaire de su ironía, la apabulla, la sumerge en un pasado excesivamente cruel. Intuye que, si Germán se empeña, la lucha a la que se ha entregado durante años y años para conseguir un presente tranquilo, puede resultar inservible.
   El peligro de la inconsistencia puede brotar de un momento a otro. Y se resiste. Piensa: «No debo claudicar: al fin y al cabo, los tejidos de la madurez son sólidos.»
   Y se agarra a cualquier excusa para zanjar lo que poco a poco va alcanzando calidad de irremediable. Mira en torno y dice:
   – Estamos llegando a mi casa. Piensa, no sin alivio: «Ahora nos separaremos» y eso le concede aliento. Ve cómo Germán se quita de nuevo las gafas para frotarlas con un pañuelo. Ella las señala con reticencia:
   – Antes las usabas únicamente para leer.
   – El tiempo no pasa en balde -responde él. Y la mira sin gafas, los ojos entornados como si en ese gesto quisiera recobrarla tal como era entonces.
   Marina desea que no vuelva a colocárselas. Se dice otra vez que las gafas son traidoras y humillantes. Pero se arrepiente en seguida de haber deseado semejante cosa. Es todavía más ridículo que perder un maletín. El coche se detiene junto al portal de su casa. El taxista parece nervioso:
   – Apremien. Aquí no podemos estacionarnos. Marina imagina aún que Germán va a dejarla. Pero Germán otea el taxímetro y extrae su cartera: -¿Cuánto?
   Baja tras ella sin hacer preguntas. Decididamente no da muestras de querer marcharse. Marina vacila. Está a punto de tenderle la mano, pero el portero les sale al encuentro y di-suelve su propósito:
   – Bien venida, señora, ¿ha tenido usted buen viaje?
   Es la frase de siempre dicha con el tonillo habitual. Marina responde distraída, pendiente aún de una despedida que sólo existe en su mente.
   – ¿Puedo subir a tu casa?
   Germán lo ha preguntado directamente, sin dejar lugar a dudas. Es una pregunta-impo-sición que no admite réplica.
   Llegan al ascensor. Suben al piso sin emitir palabras. El porte de ambos rígido, el rostro impasible.
   También en el pavimento del ascensor hay vestigios de humedad. Marina piensa: «Ni siquiera me ha preguntado si vivo sola.» Probablemente lo sabe ya.
   Pero al llegar al rellano, Germán pregunta:
   – ¿Vives sola?
   Asiente ella mientras introduce el llavín en la cerradura. Al abrir la puerta un fuerte tufo a cerrado les sale al encuentro. Marina se excusa:
   – Tendrás que perdonar la informalidad del recibimiento. La casa lleva tres días sin ai-rear. Cuando salgo de viaje, la asistenta deja de venir.
   Abre el ventanal de la estancia y echa un vistazo al conjunto. Todo continúa en orden: los ceniceros, limpios; los almohadones, ahuecados; los flecos de las alfombras, peinados.
   – Agradable -dice él-. Tienes un departamento muy agradable.
   Sobre la chimenea, un reloj Luis XVI hace sonar una hora imprecisa, totalmente en desacuerdo con la que corresponde al momento. Germán contempla el reloj con estupor.
   – No hagas caso -dice Marina-. Es un reloj medio loco. Pero lo dejo funcionar porque el sonido me acompaña.
   Se arrepiente en seguida de haber dicho eso. Ha sido lo mismo que confesarle su sole-dad.
   Para desvirtuar el mal sabor que ha dejado su frase, intenta bromear:
   – Cuando se llega a nuestra edad, esos detalles adquieren gran importancia: un reloj que suena, un grifo que gotea, una planta que exige ser regada… ¡Qué sé yo! Pequeñas cosas que llenan, que nos obligan a vivir… Ahí tienes: son cosas que la juventud no capta, no apre-cia, no agradece…
   Y comprende que, en vez de modificar el sentido de su frase anterior, lo ha acentuado más.
   – Entonces yo todavía soy joven -dice Germán-. Aún no he caído en semejantes extremos.
   Marina levanta el índice. Es un ademán peculiar en ella. Un ademán que no ha conse-guido perder a lo largo del tiempo. Lo alza a la altura de los ojos y lo apunta luego hacia Germán:
   – Sin embargo, a mí no puedes engañarme -comenta en son de burla-. Tú eres mayor que yo. No vayas a creer que me he olvidado de tu edad, querido amigo. Si mal no recuerdo, vas a cumplir sesenta años.
   – No -rectifica él-. Los cumplí hace un mes. Tú debes de tener ya cincuenta y cinco.

3

   «Feliz cumpleaños, Marina.» Acababa de conocerla. La propia Tina los había presen-tado. Frente a ellos, un mar quieto y extremadamente azul hacía guiños a un sol casi tropical.
   Ella había comentado: «Por favor, no me felicites. Me siento vieja.» Sin embargo, todo el mundo afirmaba que los veinticinco años de una mujer eran los de la plenitud.
   – Buena memoria -dice Marina-. En efecto: han pasado treinta años desde aquel verano.
   Avanza hacia la puerta y pregunta:
   – ¿Quieres tomar algo?
   – Gracias: acabo de desayunarme en el aeropuerto.
   Marina se quita el abrigo. Dice:
   – Por favor: acomódate mientras lo cuelgo. En el revistero encontrarás algo para leer.
   Llega a su dormitorio todavía desorientada. No consigue percatarse de lo que está ocu-rriendo. La presencia de Germán en su casa constituye un hecho desusado, algo que jamás hubiera podido imaginar. Recuerda que él le ha dicho: «He encontrado pasaje para las siete de la tarde.» Consulta la hora en su reloj de pulsera: «Las doce; mediodía.» Quedan siete horas. Siete largas horas de Germán de Alcántara.
   En otros tiempos, esas siete horas le hubieran parecido instantes, lapsos breves de inapreciable valor, fragmentos de tiempo que- debían ser minuciosamente cuidados para que no se malgastaran inútilmente. Pero, en estos momentos, las siete horas se le antojan larguí-simas. ¿Por qué todo resulta siempre demasiado corto o demasiado largo?
   Marina cuelga su abrigo y desanuda el pañuelo que le cubre la cabeza. Su cabello aparece aplastado; su corta melena, deslucida por la presión de la tela y por la humedad. Se apresura a cepillársela. El aspecto mejora. Pero los surcos del rostro continúan. No hay forma de evitarlos. Ni siquiera responden ya al maquillaje.
   Algunas personas -piensa- aseguran que las arrugas acentúan la personalidad. Pero a Marina semejante consuelo no la convence. Es absurdo jugar a ser joven cuando la vejez aso-ma su garra a la vuelta de la esquina. «Es difícil amordazar treinta años de una vida con opiniones tan endebles», se dice.
   Antes de abandonar el cuarto, Marina vuelve a mirarse al espejo. Lleva ya varios años unificando ese hábito con la insensata esperanza de ver algún día ese rostro suyo transfi-gurado, vuelto a la tersura de antes.
   Pero la piel nunca retrocede: avanza. El ¡rostro no se transfigura y la desilusión es inevi-table. Hay momentos en que los espejos se convierten en enemigos; enemigos malignos, insultantes y odiosos.
   Verdaderamente, le resulta muy incómodo sentirse tan joven soportando el peso de me-dio siglo, pero también le resulta injusto verse tan vieja soportando el vigor de la juventud. Porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, el vigor físico de Marina no decae: lo lleva a cuestas como un fardo clandestino imposible de ocultar.
   Se dirige de nuevo al salón. Desde el pasillo puede ver a Germán sentado junto a la chimenea, enfrascado en la lectura de un periódico: «Como antes: el mismo ademán, la mis-ma actitud…» Y lo vislumbra tal como era entonces, cuando sus aladares blanqueaban lentamente y los pómulos conservaban cierto matiz rojizo que, al contacto con el sol, se abri-llantaba.
   En realidad, la evocación de Germán leyendo mientras la esperaba, ha constituido siem-pre una de esas imágenes inaccesibles, que no se olvidan, que, sin saber por qué, brotan de vez en cuando al filo de cualquier pretexto. No obstante, le resulta sorprendente observarlo ahora con sus propios ojos, como un recuerdo de su recuerdo, sin tener que forzar la imaginación.
   Se levanta él cuando la tiene delante:
   – ¿Qué estás leyendo? -pregunta ella.
   Germán deja el periódico en la mesa.
   – Comentarios sobre el próximo viaje de Nixon.
   En otros tiempos hubiera contestado: «Comentarios sobre el proceso de Nuremberg… o sobre la encarnizada defensa del Japón… o sobre las boutades de Churchill contra el régimen de Franco…» Nixon, entonces, no existía en el horizonte político. Era sólo un embrión desconocido.
   – Un hecho insólito -continúa diciendo Germán-. Pero la espina de China no va a ser fácilmente arrancada de los rusos…
   Ha llovido mucho desde entonces. Ha llovido tanto que ya no es posible recordar todos los comentarios que Germán hubiera podido hacer sobre los momentos políticos de cada época.
   – Sin embargo, puedes tener la seguridad de que, pase lo que pase, Nixon no perderá su sonrisa.
   Y Marina piensa: «Tal vez la sonrisa sea lo último que se pierde.» Se acerca al ventanal para cerrarlo de nuevo. La habitación se ha enfriado. El tufo a cerrado se ha diluido en la calle. Pero la humedad se ha colado en el salón como un huésped incómodo.
   – ¿Enciendo la chimenea?
   Germán no contesta. La mira. La analiza otra vez como ha hecho en el aeropuerto: sus gafas colocadas, el columbrar casi impertinente:
   – Desde que te he visto, vengo preguntándome qué diantre habrás ideado para conser-varte tan exacta, tan igual a ti misma, tan idéntica a la Marina Cebrián que yo conocí hace treinta años en la costa catalana. ¿No habrás vendido tu alma al diablo?
   Marina no se da por aludida. Deja escapar un soplido que imita una carcajada y se acer-ca a la chimenea para encender la leña.
   La frase de Germán flota en el aire, caldea un poco el ambiente y activa los movimientos de Marina. Pero el fuego se aviva perezoso. También los maderos tienen humedad, y las lla-mas mueren antes de prender definitivamente.
   Germán se ha sentado en el sillón. Marina, arrodillada ante el hueco del hogar, percibe su mirada en la espalda como algo plúmbeo y molesto.
   – Espero no estorbarte demasiado -dice él-. Tal vez he sido indiscreto, pero la verdad es que, si no te hubiese encontrado, no sé lo que hubiera hecho con mis huesos hasta las siete de la tarde.
   La aclaración de Germán la tranquiliza y la hiere: «Soy un simple recurso», piensa. Sopla con fuerza hacia la llama y pronto la leña, ya chamuscada, se ajusta al fuego, lo nutre y lo convierte en brasas. El humo crece, ya profuso, hueco arriba. Pero Marina todavía no se le-vanta. Tiene el rostro encendido y busca pretextos para ocultarlo.
   – Me espera un trago difícil. ¿Lo comprendes, verdad?
   Asiente ella sin volver la cara.
   – ¿Querrás ayudarme a soportar la espera?
   Marina se levanta ligera, las mejillas todavía encendidas, la mirada brillante.
   – De acuerdo -dice en son de guasa-. Seré tu comodín.
   Toma asiento frente a Germán, cruza las piernas y continúa mirando el fuego. Pregunta luego:
   – ¿Cuánto tiempo llevabas separado de Bruna? -Más de veinte años, ¿recuerdas? Cuando tú y yo nos encontramos en Montecarlo, Bruna ya no vivía conmigo.
   – Es cierto: lo había olvidado.
   – Ahora todo va a ser problemas: legalmente yo continúo siendo su marido.
   – No -rectifica ella-. Ahora eres su viudo.
   – Me cuesta hacerme a la idea. De cualquier forma los hermanos de Bruna van a crear-me conflictos. Siempre me reprocharon el vicio de su hermana. Decían que yo había tenido la culpa. Nunca quisieron aceptar la verdad.
   – ¿Qué piensas hacer ahora?
   – Afrontar la situación directamente. Presentarme ante ellos. Cubrir todas las formali-dades necesarias y renunciar a mis posibles derechos.
   – Aplaudo tu idea.
   Aquella mañana, en la costa catalana, nadie hubiera podido advertir que Bruna se dro-gaba. Era una mujer alegre, de mirada franca, que atraía poderosamente por su belleza y su simpatía. «Hemos invadido tu casa -se excusaba ante Marina-. Tina se ha tomado la libertad de invitarnos…»
   Y Marina había contestado: «Lo que hace Tina está bien hecho. Somos como hermanas.» En cuanto a Tina no se cansaba de repetir: «Un matrimonio encantador. Una pareja indis-pensable.» En el lenguaje pedante de Tina aquella afirmación abarcaba todos los requisitos necesarios para que la sociedad aceptase aquel matrimonio sin el menor escrúpulo.
   – En medio de todo, el asunto no es tan grave -comenta Marina-. No habéis tenido hijos. Los hijos, en semejantes casos, complican la situación…
   – ¿Quién sabe? -dice él, nostálgico-. Creo que lo hubiera sacrificado todo por tener-los. ¡Si supieras lo que te envidiaba cuando tus hijos se acercaban a ti!
   La lluvia continúa cayendo gruesa y oblicua. A veces se acumula en los salientes de las fachadas para colgarse a modo de chorro desde alguna cornisa o alguna gárgola.
   – Pensaba siempre: «Un hombre sin hijos muere antes que los demás.» Tenía la impre-sión de que el recuerdo, es decir, la segunda vida humana, sólo podía prolongarse a través de los hijos. Reconozco que había mucho de orgullo egoísta en aquel deseo mío. Fíjate ahora…
   Pero entonces Germán todo lo tamizaba por la desesperada necesidad de un hijo. Le parecía que sólo con un hijo podía sentirse verdaderamente completo. Se hartaba de decir: «Me siento defraudado, Marina, como si me hubiesen amputado un miembro o me hubiesen encerrado en una habitación sin puertas…» Su rebeldía cada vez más aguda.
   – ¿Crees tú que el recuerdo de los hijos nos prolonga? No, Germán, esa idea resulta pueril.
   – Quizá tengas razón.
   Crece entre ambos un silencio extraño. Un silencio tumultuoso que se unifica al sonido de la lluvia y al de la leña. Marina lo quiebra suavemente:
   – No sé por qué motivo, cuando la gente habla de los hijos, se obstina en darles una apariencia infantil… Se menciona «al hijo» (sobre todo antes de tenerlo) como se menciona un juguete, un juguete entrañable, que hubiese de durar toda la vida. -Entorna los ojos, mira hacia el ventanal y recuesta la cabeza en el respaldo del sillón-. Pero el juguete se rompe tar-de o temprano. Siempre acaba rompiéndose. Por mucho que nos afanemos en conservarlo…
   Y recuerda a Lucía, tan alta como ella, esbelta, convertida en una mujer arrolladora, femeninamente cruel, despidiendo efluvios de falsa suavidad, irradiando una firmeza que Marina jamás hubiera sospechado en ella cuando era niña: «O lo aceptas, o me voy de casa…» Y percibe de nuevo el frío que había experimentado en las venas al oír aquella frase.
   – Los hijos se transforman casi siempre en jueces de sí mismos. No admiten «ser hijos» cuando son mayores. Únicamente de un modo convencional y formulista.
   No puede recordar aquella escena sin recuperar todo el dolor que le había provocado. Se ve a si misma hablando con su hija como si fuera una extraña (como si jamás la hubiese tenido en los brazos ni la hubiese protegido contra cualquier peligro, intentando desespera-damente acertar, dar con la palabra exacta para convencerla de su error, pero adivinando también que, todo cuanto fuera a decirle ella, precisamente por ser su madre, iba a resultar estéril y desacertado.
   – Cuando el juguete se rompe, cualquier reacción nuestra puede provocar catástrofes. Siempre hay un reproche a punto para los padres, siempre los hijos tienen asideros donde a-garrarse para echarnos en cara sus propios errores.
   Marina no sabe con exactitud por qué está hablando de ese modo. Tal vez sea el insis-tente goteo de la lluvia lo que la está incitando a la confidencia.
   – En el mejor de los casos, los hijos nos convierten en computadoras. Si el resultado que acusamos es satisfactorio para ellos, si les permite sentirse vindicados, la agresividad se di-suelve. De todos modos, la condena a la soledad es inevitable.
   Probablemente Germán sabe que se está refiriendo a Lucía. Todo el mundo conoce, a su manera, la historia de esa hija suya. Todo el mundo la ha comentado a su antojo.
   – Cuando los juguetes rotos se hacen mayores, nos quieren por obligación: solamente por eso. Y el amor obligado, ya lo sabes tú, Germán, es casi un insulto. Habla como si deseara que Germán la compadeciese y, al darse cuenta de ello, se avergüenza de haber sido tan explícita. Pero Germán no la compadece. Dice:
   – También Vilana eligió un hombre casado. Son cosas inevitables. Nadie busca su des-tino.
   Marina piensa: «Es imposible que me comprenda ahora.» No puede. Es difícil compren-der una situación cuando se observa desde la frontera contraria. Y Germán lleva ya muchos años en la frontera contraria.
   – La vida actual está plagada de casos similares al de tu hija -continúa diciendo-. No irás a escandalizarte a estas alturas.
   – No me escandalizo. Sencillamente me duelen. Sabe ahora que Germán no sólo no la comprende, sino que le está echando en cara su falta de elasticidad. No debió sincerarse del modo que lo ha hecho. Hay cosas que sólo pueden comentarse entre personas que hablan el mismo lenguaje. Germán y ella han dejado de hablarlo hace mucho tiempo. Debe intentar replegarse en sí misma y departir con él de un modo convencional (como los hijos mayores departen con los padres que interfieren en su vida privada), y sobre todo debe procurar que nada empañe las siete horas que tienen por delante.
   Y se calla. No le explica lo duro que había sido para ella ver a Lucía rota. No le refiere lo mucho que había tenido que sufrir al ver su juguete querido con sus resortes atrofiados, su antigua dulzura convertida en aspereza, sus razonamientos descarnados, vergonzosamen-te crudos, volcados sobre la tristeza de Marina, Como si, lejos de ser su madre, fuera su ene-miga.
   Y tampoco le dice lo duro que había sido descubrir de golpe que todo lo de aquella hija (su infancia, sus risas, sus peculiaridades… aquel sinfín de cosas que la habían obligado a enorgullecerse de ella) se desvanecía, Se desplomaba de un modo irremediable, porque el pasado se convertía de golpe en un simple ensayo, una ingenua imitación de lo que ella siempre había considerado auténtico.
   – ¿Qué ocurrió entre vosotras? -pregunta él.
   Pero ella se resiste a contestar. Teme la reacción de Germán. Han transcurrido demasia-dos años para sincerarse con él como hacía antes. Las barreras que han surgido entre ambos son ya manifiestas. No es posible derrumbarlas de buenas a primeras.
   – Pretendía que yo aceptase a aquel hombre…
   – Y tú te negaste.
   Asiente ella mirando al fuego. Dice luego:
   – Entonces se fue de casa.
   Germán carraspea. Araña ligeramente el brazo del sillón y aspira con brío una porción de aire.
   – No tenías derecho a evitar su felicidad. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos ajenos.
   Marina percibe en el centro del pecho el reproche que acaban de hacerle. Piensa: «¿Cómo puede hablarme de ese modo? ¿Cómo puede ser tan cruel?» Al fin y al cabo, si Germán toma al pie de la letra «eso de interferirse en los asuntos ajenos», tampoco él tiene derecho a juzgarla. «No es justo que sólo aplique su sentencia a lo que le conviene. Nada le da permiso para hablarme de ese modo…» Ni para censurarla, ni para discutir con ella si Lucía tiene o no tiene razón.
   Pero se reprime. Con aplomo bien cimentado, dice:
   – La felicidad que se construye sobre la desgracia ajena, nunca puede ser auténtica.
   – Eso es cuenta de ella.
   – Yo sólo quise advertirla.
   – La ofendiste; hay advertencias que ofenden.
   Marina se rebela interiormente: «Insólito -se dice-. ¿Desde cuándo una madre no puede advertir a su hija?» Pero se domina. Germán no consigue alterar su apariencia. Marina pregunta con voz serena:
   – ¿Y ella? ¿No comprendes que también ella me estaba ofendiendo a mí? ¿O es que solamente la juventud tiene derecho a ofenderse? ¿Dónde hemos llegado, Germán?
   Germán no contesta. Tal vez se haya dado cuenta de que ha ido demasiado lejos en sus comentarios. Dice con voz nostálgica:
   – Pobre Lucía… Era una niña tan sensible… Y la imagen de Lucía vuelve a estar entre ambos, con su bañador mojado y sus pelos rubios pegados a las mejillas. Aquella mañana lloraba porque la niñera se empeñaba en sacarla del agua. Germán se había acercado a ella para consolarla. Decía: «Se parece a ti.» Y Marina la había estrechado entre los brazos: «Debes ser buena, Lucía: hoy es mi cumpleaños.» Y, en seguida, había ocurrido el incidente.
   Lo había provocado Pascual Ordóñez: un Pascual Ordóñez sin dentadura postiza, como la de ahora, ni calvicie acentuada, como la de ahora, pero con menos calidad humana y mu-chos menos conocimientos científicos que los de ahora. El sol y los martinis le obligaban a tambalearse. Pascual decía: «Si no dejas de llorar, voy a operarte la voz…» Y Lucía se había tapado la cara con las manos: «Ya no lloro, ya no lloro», se defendía gritando. A partir de aquel día, cada vez que Lucía se portaba mal, los mayores le recordaban la amenaza: «Si no obedeces, vendrá el doctor Ordóñez a operarte la voz.»
   El doctor Ordóñez no le había operado la voz, pero distraídamente había derramado el resto de su martini sobre el bañador de Marina.
   – Siempre fuiste algo rígida con tus hijos.
   – Esperaba que algún día comprendiesen y me agradecieran aquella rigidez.
   – A veces parecías haberte tragado un bastón.
   – Y se me indigestaba, Germán, te lo aseguro. No era rígida por placer.
   Pascual Ordóñez pedía perdón, se acusaba: «Soy un imbécil…» Y contemplaba su copa vacía: «No entiendo cómo ha podido ocurrir…» Y ella, para quitarse la mancha de martini, había corrido hacia el mar. Recuerda ahora que Pascual le gritaba: «No te preocupes, Marina, esas cosas traen buena suerte…»
   – Si hubiera sido blanda, alguien me habría reprochado mi falta de rigidez. Es difícil acertar.
   Allá, junto a la caseta de baños, un toldo de lona cubría la mesa preparada para los invitados. Los días de cumpleaños eran largos, muy largos. El desfile de amigos era continuo. Especialmente por la mañana.
   Marina no se había dado cuenta de que Germán la seguía hasta que hubo llegado a la tabla flotante. Germán decía: «Nadas demasiado de prisa», y jadeante, subía a la tabla, para tenderle una mano y ayudarla a trepar por la escalera colgante.
   Cuando se tumbaron sobre la madera, tenían los dos el resuello agitado y miraban el cielo con los ojos llenos de sal.
   – De cualquier forma, hiciera lo que hiciese, estaba condenada a equivocarme. Todos se equivocan, absolutamente todos.
   Ya en la tabla, Germán había dicho una frase enigmática: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Y, al preguntarle ella por qué decía semejante cosa, Germán había sonreído sin soltar prenda, como si lo único importante fuera mirarla.
   Sin embargo, su mirada no ofendía. Formaba parte de lo que la rodeaba. Era un estrato más del conjunto. Era una mirada que podía haber estado en el balanceo de aquellos pinos que nacían en la roca, o en la música que llegaba asordinada desde el tocadiscos lejano, o en el agua encalmada que sostenía la tabla.
   – ¿Qué ha sido de tus otros hijos?
   – Se casaron. A su modo son felices.
   No explica, no quiere explicar. Tiene la certeza de que todo cuanto se refiera a la soledad que la rodea, va a caer mal. Germán no está solo. Por eso no puede comprender el vacío que envuelve la vida de Marina.
   Y como si él leyera su pensamiento, dice:
   – Desengáñate, Marina; la vida es demasiado larga para convertirla en éxodo. No debiste replegarte en ti misma del modo que lo has hecho.
   – Pero también es demasiado corta para desperdiciarla con cantos de sirena. Hay algo más que el placer de una melodía, Germán.
   Y piensa en Rogelio. En la brevedad de su vida y en su constante navegar por los recovecos de unas islas venenosas.
   – Nadar contra la corriente es tarea dura -comenta él.
   – No lo niego: cuesta convencerse de que el canto de las sirenas es solamente eso: una melodía atractiva, pero peligrosa, una especie de contaminación como la que nos vienen pre-gonando día tras día sin que nos den soluciones para evitarla… Nadie percibe realmente esa contaminación. Tal vez por ese motivo uno acaba creyendo que no existe.
   Aquella mañana Rogelio se había quedado junto a la mesa preparada para los invitados. Llevaba puesto el bañador y una toalla de listas sobre los hombros. Marina lo recobra ahora tal como lo había visto entonces, alegre, lleno de vida. Su risa llegaba hasta la tabla flotante a impulsos de una brisa cálida y ella había pensado: «Esa risa no es normal.»
   – Cada uno debe buscarse su propia solución -continúa diciendo ella-, y eso cuesta mucho, Germán, ya te lo he dicho: la soledad, el aburrimiento, las dudas… Todo se alía para obligarnos a decir: «Basta, ya no puedo luchar más.» No vayas a suponer que no he tenido dudas. Todo el mundo las tiene. Sobre todo cuando la propia existencia amenaza hundirse y las cosas más queridas se resquebrajan hasta convertirse en ruinas. Entonces todo se vuelve confuso, nada convence: es lo mismo que sentirse muerto en un mundo rebosante de vida, o vivo en un mundo muerto.
   Marina se detiene. Aguarda a que Germán le replique. Pero Germán no responde. La deja hablar tranquilamente, las manos cruzadas sobre la rodilla, el cuerpo laso.
   – De ahí a la desesperación no hay más que un paso -termina diciendo ella.
   Germán extrae su pitillera y le ofrece un cigarrillo. Es una pitillera de oro, con una ins-cripción en el interior de la tapa. Pero Marina no puede leerla. Acepta un pitillo y lo enciende con el mechero de la mesa.
   – No me quedó más remedio que atarme al mástil, como hizo Ulises. Era la única forma de salvarme.
   – ¿Salvarte, de qué?
   – Del recuerdo -contesta muy bajito.
   No, no era normal la risa de Rogelio. Al menos no era la risa que ella conocía. Instin-tivamente se incorporó para mirarlo: necesitaba saber por qué su marido reía de aquel modo. Entonces vio a Bruna. Su cuerpo delgado se balanceaba a un lado y a otro como si imitase a alguien, y Rogelio, con voz sonora, exclamaba entre carcajadas: «Magnífico: nunca he visto una mímica tan perfecta.» Luego Bruna había dado un traspié y Rogelio, para evitar que cayera, la sostuvo con los brazos.
   Marina aspira una bocanada de humo y lo lanza hacia arriba, lentamente, con los ojos cerrados:
   – Dime, Germán, ¿cuándo supiste que mi marido y Bruna habían sido amantes?
 
   4
 
   Germán acusa el golpe sin inmutarse. Contempla el cigarrillo que sostiene en la mano e inclina ligeramente la cabeza:
   – Creo que lo supe antes de que lo fueran. Debí de intuirlo aquella misma mañana, en la tabla flotante.
   – Yo, en cambio, nunca llegué a sospecharlo -dice ella lanzando el cigarrillo a la chi-menea-. Ni siquiera lo comprendí cuando ocurrió lo de aquella noche en casa de Teresa.
   – Al principio creí que tú también lo sabías. Luego me di cuenta de que no tenías la me-nor idea de lo que estaba pasando.
   – ¿Por qué no intentaste evitarlo? -indaga ella. Pero en su voz no hay reproche. Sólo curiosidad.
   – Estaba cansado. Terriblemente cansado. Hay cosas inevitables. Pensé: «Si no es con Bruna, será con otra.» Cuando un hombre presume de ser piedra, pero actúa con la endeblez de una masa de arcilla, como le ocurría a tu marido, acaba siempre por claudicar. Bruna fue solamente una gota de agua que terminó por horadar la supuesta piedra.
   – ¿No te importaba?
   Germán esboza una mueca vaga que denota indiferencia:
   – No demasiado. Me había acostumbrado ya a los continuos devaneos de Bruna. Sí, ya sé lo que vas a decirme: eso tiene un nombre. Un nombre sonoro.
   Lanza el humo riendo y le provoca tos. Luego dice:
   – Por otro lado, estabas tú.
   Pero en su frase no hay patetismo; sólo indolencia.
   Y su confesión resulta inofensiva. Cierto tipo de confesiones, por mucha pólvora que hubieran almacenado, se debilitan al correr del tiempo.
   – Por entonces, tu compañía compensaba con creces las infidelidades de mi mujer.
   Marina se pasa la mano por la frente, mira la alfombra y mueve la cabeza de un lado a otro:
   – Cuando se llega a nuestra edad y se da un repaso a la vida, se convence uno de que no hay nadie completamente fiel. Lamentable, ¿verdad?
   – ¿Por qué dices eso?
   – No lo sé -sonríe enigmática. Añade luego-: Dime, Germán: a título de curiosidad, ¿podrías jurarme que has sido fiel a Vilana?
   – No, no podría. Pero la quiero.
   – ¿Crees tú que eso es suficiente?
   – Ella no lo sabe.
   – Pero tú lo sabes por ella y eso crea barreras.
   – El hombre es débil.
   – No -dice Marina-, el hombre es absurdo.
   Y se sumergen en un silencio grande. Un silencio de río revuelto, de posos viscosos y podridos. Un silencio que los traslada a otras épocas todavía sin posos, a unos días alegres, inofensivos, como aquella mañana de verano, cálidos como la brisa que balanceaba los pinos y firmes como las rocas que rompían el agua del mar.
   Al principio Marina no había entendido aquel empeño de Rogelio en emparejarla siem-pre con Germán: «Yo no puedo acompañarte al concierto, Marina, pero Germán…» Y Bruna sonreía con aire triunfante: «Mañana voy a salir de viaje: por favor, Marina, no permitas que mi marido se aburra: contigo lo pasa tan bien…» Y ni siquiera se daba cuenta de que los continuos viajes de Bruna coincidían con los de Rogelio. Tampoco adivinaba que las frecuentes escapadas de Rogelio a Madrid fueran excusas para visitar a Bruna.
   En cambio, había comprendido en seguida que los viajes de Germán a Barcelona eran pretextos para verla a ella.
   – Así que nos utilizaron -comenta Marina fríamente-. Nos empujaban el uno al otro para estar libres.
   – Era su forma de descargar la conciencia -responde él-. Y, al mismo tiempo, asegu-raban su propia situación.
   – ¿Por qué lo permitiste? -vuelve a preguntar ella-. El juego era demasiado peligroso.
   Germán aplasta el cigarrillo contra el cenicero. Evita mirarla. Dice como si hablara con la colilla:
   – Ya te lo he dicho: en aquellos momentos tú eras la razón de mi vida.
   Marina suspira hondo y de nuevo recuesta la cabeza sobre el respaldo del sillón.
   – Dios Santo, cuesta trabajo creer que todo lo de aquella época nos hubiera parecido importante en un momento dado… ¡Qué estupidez tan grande! ¡Qué enorme estupidez! ¿Cómo podemos imaginar que existe algo verdaderamente importante cuando, en realidad, todo se esfuma?
   – El hecho de que se esfume no excluye su importancia.
   – No -dice ella-, lo que se borra tan fácilmente jamás puede ser trascendente. Lo peor es que nos auto engañamos y actuamos como si lo fuera…
   – Sin ese autoengaño, ¿qué sería de nosotros?
   – Viviríamos con mayor estabilidad… No entraríamos de lleno en la burla… Porque no me negarás, Germán, que ese autoengaño es una burla. Una mofa doblemente cruel, porque somos nosotros mismos los que la hacemos… Y nos llamamos adultos y nos consideramos razonables…
   Marina se levanta. Necesita estirar las piernas. Se acerca a un cuadro para enderezarlo, pero lo deja más torcido. Busca un motivo que le permita sacudir ese manifiesto malestar que se está apoderando de la estancia. Recuerda de pronto que Bravo la espera y se agarra a ese detalle como a un clavo ardiendo. Hay momentos en que el discurrir sobre la miseria humana se vuelve realmente insoportable. Todo se transforma en tinieblas y oquedad y el desaliento grita por dentro con rugidos de agonizante.
   Descuelga el auricular; pregunta:
   – ¿Me permites? -Y piensa: «No hay derecho a que la vida sea tan inconsciente, tan falta de algún valor positivo.»
   – Adelante: estás en tu casa.
   Teme que Germán adivine su coraje y ensaya una sonrisa mientras marca el número. Se dice que lo que ocurre es que nadie sabe enfocar la vida. Todos se empeñan en considerarla un fin cuando sólo es un medio, un camino atractivo y engañoso como el canto de las sirenas.
   Bravo no tarda en contestar. Se comprende que estaba aguardando su llamada.
   – Me has tenido inquieto -le oye decir Marina-. Pensé que te había ocurrido algo.
   Ella le explica:
   – …un incidente sin importancia. Mi equipaje se había quedado en Madrid.
   – ¡Vaya contrariedad!
   – Al fin se ha resuelto todo. La maleta está en camino -habla con cierta euforia, como si le importase lo que está diciendo-. He comprado el Zabaleta al precio que convinimos.
   – Lo celebro. Buen trabajo. ¿Tardarás mucho? Hay varios asuntos pendientes.
   La voz de Bravo parece distinta. No le resulta tan familiar como de costumbre.
   – Procuraré pasar por la galería antes de almorzar, pero no te lo garantizo -mira a Germán; él no la ve. Ha vuelto a coger el periódico y probablemente se ha sumergido en los arcanos del próximo viaje de Nixon a Rusia-. ¿Como va la exposición?
   – Ayer se vendieron dos cuadros. Esta vez Roland ha caído bien.
   – Te lo vaticiné.
   – Tenías razón. No podemos quejarnos. Hoy, probablemente, habrá parón. Los viernes y los sábados, ya sabes lo que pasa. La gente escapa de la ciudad.
   – ¿A pesar de la maldita lluvia?
   – Ya nadie repara en el tiempo. Bueno: hasta luego.
   El laconismo de Bravo es contagioso:
   – Hasta luego -dice ella.
   Mientras cuelga, el aparato, Germán deja el periódico en la mesa y se acerca al ventanal.
   – ¿Te esperan? -pregunta mirando la calle.
   – No hay urgencia.
   – Ya no llueve -comenta él con la frente pegada al cristal.
   Abajo los transeúntes caminan mustios, sorteando charcos y pisando con cautela, como si el pavimento fuera a deshacerse. Algunos despistados sostienen aún el paraguas abierto.
   – Sin embargo, el cielo sigue encapotado -responde Marina.
   Los árboles, de brotes recientes, se ven pochos, como avejentados antes de tiempo. El aguacero los ha deslucido y la hojarasca que ha provocado, corre profusa arrastrada por la corriente hacia los remolinos que se forman en los sumideros.
   – Una calle desgarrada -declara Marina.
   Y regresa al sillón como si no pudiera soportar la imagen que le ofrece el desgarro de la calle. Germán continúa de espaldas. Se comprende que piensa en lo que acaban de hablar antes de la conversación telefónica. El silencio que mantiene lo está delatando. Dice de pron-to, sin hacer el menor movimiento:
   – A pesar de todo, aquello nuestro fue un bello sueño. Un sueño que se quedó en el camino.
   – Tal vez por ese fuera bello -contesta ella-. Porque nunca llegó a realizarse.
   – ¿Lo recuerdas bien? Volvía, siempre volvía… Pasaban los meses y cuando menos lo esperábamos, ahí estaba el sueño otra vez. Así durante diez años.
   – Sí -repite Marina-, siempre volvía.
   Germán deja de mirar la calle y regresa a la chimenea. Permanece en pie, frente al reloj que hace sonar una hora loca. Pregunta:
   – ¿Cómo supiste lo de Bruna y Rogelio? ¿Quién te lo dijo?
   Marina no se atreve a contestar. Tiene la certeza de que, si lo hace, deberá seguir dando explicaciones, y la desgana que siente no se amolda a ellas.
   Una pereza inmensa invade sus ideas, las inutiliza, las aparta cada vez más de lo que Germán le ha preguntado.
   Por eso finge no haber oído la frase y se limita a describir los pormenores de aquel sueño que se quedó en el camino.
   – Cualquier tema de conversación nos parecía esencial. En realidad, lo que de verdad contaba, no era el tema, sino el hecho de discurrir tú y yo, mano a mano, tranquilamente, como dos buenos amigos.
   De nuevo la profusión de imágenes retrospectivas invade la mente de Marina. Se ve a sí misma cabalgando por el monte recorriendo caminos abruptos, dejando la ciudad atrás, deteniéndose a veces para que el animal reposara o abrevara… Y percibe el olor a hierba y a estiércol, y escucha el suave gotear de una fuente o el ruidoso relincho de la bestia mientras su mano acariciaba la crin.
   Pero entre todas las imágenes, la que se impone es la efigie de Germán: un Germán er-guido, sereno, increíblemente joven, montado junto a ella, el perfil inalterable, paralelo al su-yo, dándole a entender, sin palabras, que sólo en el infinito aquellos dos perfiles podrían llegar a unirse.
   – Sí -dice él-, al principio «aquello» era sólo amistad.
   Y no se equivoca. Había sido una amistad limpia, llena de respeto, una amistad que apoyaba, que ayudaba, que llenaba la vida de buenos propósitos.
   – ¿Sabes, Germán? Estoy plenamente convencida de que el amor (eso que la gente lla-ma amor) es únicamente una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida.
   – ¿A qué viene esa definición?
   – Estaba queriendo analizar el fenómeno sentimental. Todo el mundo necesita sentirse compenetrado con otra persona, pero todo el mundo se engaña cuando encuentra a esa per-sona. De hecho creemos que ponemos nuestro amor en ella, cuando lo que ocurre es que nos amamos a nosotros mismos a través de ella. No, Germán: no es la persona lo que verdadera-mente importa: es lo que esa persona puede darnos o acaso lo que esa persona puede hacer-nos sentir cuando el vacío nos invade.
   Germán acaricia el reloj, no replica. Mira las manecillas y escucha el tictac, casi imper-ceptible, tímido como el goteo de los árboles.
   – Luego está la novedad. La novedad es un acicate poderoso. Por eso el ser humano es tan inconstante. Siempre creemos que puede haber algo mejor…
   Germán enciende otro cigarrillo, lentamente, como tiene por costumbre. Dice sin apartar la vista del reloj:
   – Es posible que tengas razón.
   – Ahora comprendo que si yo me decanté hacia ti, fue solamente por eso. Porque me sentía vacía, porque Rogelio me negaba todo lo que tú me dabas.
   – ¿Sólo por eso?
   – Estoy casi segura.
   – Entonces el amor es un mito.
   – Creo que sí. Sólo que la vida está llena de mitos fundamentales.
   – Si fue un mito, ¿cómo te explicas que durase tanto?
   – Porque jamás llegó a cumplirse. Porque tuvimos el buen gusto de no quemarlo.
   Vacila, piensa concienzudamente lo que va a decir. Añade luego-: Además, casi todos los mitos son reflejos de una realidad. El amor existe, pero no tal como lo comprende el hombre. El ser humano se ha empeñado en reinventarlo, en hacer del amor algo propio, algo aje-no por completo a la fuente que lo nutre.
   – No te entiendo.
   – Es muy sencillo -dice Marina, y su voz se apaga cada vez más-. El amor es sacri-ficio, y el ser humano lo vuelve egoísta. El amor es pureza y el ser humano lo ensucia. El a-mor es esperanza y el ser humano lo desespera. Confundimos el amor con el sexo, la pose-sión con la felicidad, la inquietud con la ilusión… No sabemos manejar el amor. Por eso lo destruimos.
   Germán se pone ceñudo. Tal vez no la entienda. O acaso esté pensando qué clase de a-mor siente él por Vilana…
   Marina percibe su confusión claramente, igual que si un rayo invisible uniese los pensa-mientos de ambos. Pero aunque unidos se rechazan, se repelen.
   – Yo quiero a Vilana -murmura él como si intentara convencerse de lo que está dicien-do-. Le he sido infiel, pero la quiero.
   Y Marina piensa: «Ni siquiera se da cuenta de que, al afirmar eso, está proclamando su desamor.» Le falta poco para decirle: «Querer a una persona no es amarla; es acostumbrarse a ella.» Pero recuerda a Lucía, esa criatura terca que se parece a Vilana y opta por callar. No puede soportar la posible imagen de su hija derrotada, caída del pedestal. Le duele tanto co-mo la imagen de su orgullo triunfante.
   Germán deja vagar su mirada por la estancia. Es una mirada indefensa, como de alguien pi-llado en falta. Una mirada insegura y desorganizada, disfrazada de plenitud, pero llena de soledad.
   – ¿Qué fue de tu piano?
   Se agarra a la pregunta con fruición: es lo mismo que si se estuviera lanzando un cable a sí mismo para tranquilizarse.
   – Lo vendí.
   – ¿Por qué?
   – Ya no servía.
   – No irás a decirme que has dejado la música…
   Ella se encoge de hombros. Sonríe con mueca despectiva y aclara:
   – En nuestro tiempo la música es un lujo.
   Y se mira las manos. Las ve largas y moteadas de pecas; tan marchitas ya como aquella música que nunca interpretará de nuevo. Y las recuerda activas, tecleando firmes sobre un piano sonoro, sabiendo que, al terminar, Germán iba a pedirle: «Otra vez, Marina; necesito oír esa melodía otra vez.» Era el Adagio lamentoso de la Sinfonía Patética. Un adagio que, en sus manos, dejaba de ser de Chaikovsky, para convertirse en el adagio de Germán.
   – ¡Tantos años de estudio! -dice él-. No debiste renunciar, Marina. No tenías dere-cho.
   – ¿A quién puede importarle?
   Y se apretuja las manos una contra la otra, como si quisiera vengarse de ellas.
   Después, casi siempre venía Schubert. Cualquier composición de aquel autor estaba a su alcance. Las había asimilado todas ellas a fondo, concienzudamente, procurando que ningún fallo entorpeciera el desarrollo de la interpretación.
   – Supongo que cuando te sentabas al piano no lo hacías sólo por los demás, sino por ti misma.
   Marina querría decirle: «Durante muchos años, lo hice sólo por ti.» Pero únicamente dice:
   – Ya no preciso de mi música. Tengo un flamante tocadiscos.
   Se pone en pie. Oculta mal su nerviosismo. Lo mira con fijeza, con sonrisa burlona, casi deshumanizada y declara fríamente:
   – Ya no hay lugar para las schubertinas.
   Germán aprieta los labios; probablemente en ellos se agolpan mil palabras que no pro-nuncia. Se levanta a su vez y vuelve a mirar el reloj Luis XVI.
   – De modo que también supiste eso… Recuerdo muy bien ese mote.
   – Era un mote divertido. No entiendo por qué motivo nunca lo comentaste conmigo.
   – Tenía miedo de herirte.
   – Fue un error. Esos tipos de silencios se enquistan, se pudren y terminan por dañar al que los ha provocado. No debiste ocultármelo, Germán. Al fin y al cabo un día u otro debía enterarme.
   Una brizna de leña encendida va a caer a la alfombra. Germán la apaga con el pie.
   – Bruna te envidiaba -declara él-. Por eso te sacó ese mote.
   – No la culpo. Bruna tenía razón. Cuando alguien toca el piano, o es un Schubert autén-tico, o se convierte en un vulgar schubertino.
   Lo dice con rabia mal contenida, influida por el desprecio que el mote lleva consigo. Y luego, como burlándose de sí misma, añade:
   – Un pianista amateur es lo más parecido a un militar sin guerra: Ninguno tiene razón de ser. Así que me convertí en una persona normal, me despojé del piano y continué en el en-granaje.
   – ¿Por culpa del mote? ¿No estarás sacando las cosas de quicio?
   – Es posible -dice ella sosegadamente-, pero el mote fue una especie de arma mortal. Influyó en Rogelio. Lo influyó hasta hacerme la vida imposible. Hay cosas que parecen ino-fensivas y que arrastran cargamentos de dinamita. El daño que provocan jamás puede repararse.
   Se acerca al ventanal otra vez. Contempla la calle: ya nadie lleva paraguas, pero el pa-vimento continúa húmedo. El tránsito se va intensificando y el cielo permanece cerrado con los candados de una niebla cada vez más densa.
   – También en ti debió de influir. Estoy segura, Germán. Cuando se llega a la edad de la lucidez, ese tipo de cosas adquiere una gran diafanidad.
   Germán calla. Tal vez intente convencerse de que el mote no influyó en él.
   – No estoy juzgando a Bruna -sigue diciendo Marina-; más que mala era irrespon-sable. El problema consiste en saber qué grado de culpa había en su irresponsabilidad. Puede que ni siquiera supiese que lo era. O acaso no le importaba… acaso fuera irresponsable apos-ta, con plena conciencia, sin llegar a comprender que la irresponsabilidad consentida es un acto de locura… De cualquier forma, todos estamos un poco locos. ¿No te lo parece a ti? To-dos somos a veces crueles, y tiranos y sobre todo irresponsables… Lo malo es que, cuando nos damos cuenta, ya no es posible desandar lo andado.
   Desde la chimenea, Germán contempla la espalda de Marina. Probablemente quiere leer en ella lo que no le han dicho los ojos. Por eso permanece inmóvil. Por eso no habla. Aguarda a que ella termine de explicarse.
   – A veces uno se asusta cuando comprueba la cantidad de culpa que puede haber en las cosas que se nos antojaban inofensivas.
   Y cuando la espalda se convierte en un plano de cara, inexpresivo y pálido. Germán res-ponde muy despacio:
   – No deja de ser un consuelo que lo reconozcas.

5

   Marina intuye que se refiere al episodio de Montecarlo. No puede ser otra cosa. Pero se resiste a dar explicaciones. La pereza de antes vuelve a apoderarse de ella. Existen situacio-nes demasiado complicadas para convertirlas, después de tantos años, en objeto de análisis. Es mejor dejarlas dormir, como si nunca hubieran existido, como si únicamente se hubieran soñado.
   So pretexto de avivar el fuego, vuelve a la chimenea, se arrodilla ante el hueco y coloca más leña sobre las brasas.
   Los pies de Germán están a su lado. Calzan zapatos extranjeros y se ven ligeramente mates por culpa de la lluvia. Por unos instantes tiene la impresión de que son los zapatos los que le están hablando:
   – En cierta ocasión (tal vez no lo recuerdes) te dije: «Venus no tuvo más padres que el mar.» Tú no entendiste mi frase. Estábamos tendidos sobre la tabla flotante, acabábamos de conocernos: Pascual Ordóñez había derramado su copa de martini sobre tu bañador y tú te habías lanzado al agua para quitarte la mancha…
   – Sí -responde Marina-. Hacía calor, mucho calor.
   – Parece que te estoy viendo. El sol daba en tus ojos, pero tú los abrías, como si el sol no te molestara. Yo te miraba furtivamente: el cabello te caía lacio sobre los hombros. Pensé que jamás había visto un espectáculo tan impresionante como el que tú me ofrecías.
   – Era verano -comenta ella, como si el hecho de ser verano fuera una pieza clave para justificarlo todo.
   – Sin embargo cuanto más te miraba, más se iba acentuando la sensación de que, a pe-sar dé tenerte tan cerca, todo en ti se nutría de distancias…
   Marina sigue atizando el fuego; luego, con la escobilla, va empujando la ceniza espar-cida hacia los morillos.
   – Comprendí en seguida que eras inaccesible, irreal, como un mito. Tu actitud era tan fría como el mar. Por eso dije aquella frase.
   Marina piensa: «No me ha perdonado.» Existen cosas que, por mucho que se pierdan en la lejanía, continúan irradiando vigencias nocivas, parecidas a las que provocaron aquella le-janía.
   – Bastaba mirarte para comprender que aquel compendio de perfecciones físicas era propiedad propia, exclusivamente particular… Estaba muy claro que toda tú existías sola-mente para pertenecerte a ti misma.
   – ¿Estás seguro de no equivocarte?
   Germán vuelve a sentarse y los pies cambian de posición, Marina ya no los tiene a su la-do. Cuidadosamente deja la escobilla en su lugar y se pone en pie.
   – Hubo un momento en que supuse lo contrario. Pero me equivoqué: tú lo sabes.
   Marina se deja caer en el sillón de antes. Su cuerpo tiene movimientos de cámara lenta. Se diría que lo hace expresamente para no dejar traslucir la incomodidad que le produce el tema de conversación que Germán ha elegido.
   En el fondo está echándole en cara su orgullo herido. Es hombre y los hombres no per-donan que se juegue con ellos.
   – ¿Te molesta mucho haberte equivocado?
   – Me molestó entonces.
   – En realidad, todo ocurrió como debía ocurrir. Fue mucho mejor. Los años han acabado por darme la razón.
   – No te lo niego. Pero pudo ocurrir lo mismo sólo que de «otra forma».
   Marina niega con la cabeza. Piensa: «No había otra forma.»
   – Lo esencial es el resultado: la forma tiene poco valor.
   – No -protesta él-. Muchas veces la forma es más importante que el fondo. De hecho, la vida entera es una «forma». Tú misma has dicho antes algo parecido: todo es provisional, todo es una espera.
   En aquella época, ellos no se daban cuenta de que lo que estaban viviendo era también una espera. Sin embargo, los minutos y las horas se condicionaban siempre a las manillas de un reloj. No era un reloj como el que están contemplando ahora, ilógico y desbocado. Aquél era un reloj matemático, rigurosamente exacto. Un reloj que mandaba, dictaba y exigía: «Dentro de unos instantes llegará Germán.»
   Y todo se abocaba a la circunstancia de verlo entrar en su casa, de saberlo cerca, de escuchar su voz y sondear sus ideas.
   Nada más. En los primeros meses, no hubo más que eso: una simple amistad. Irresistible, pero tranquila. Ni uno ni otro daban muestras de desvirtuarla.
   Pero un día había sucedido lo que venía siendo inevitable. Ocurrió como ocurren los aludes de nieve o los desprendimientos de tierra. Suavemente, arrolladoramente. Dejándolos en suspenso, indecisos y desorientados.
   Había sido en una tarde de invierno. La nieve se había cuajado y los abetos del jardín goteaban estalactitas. Los dos miraban el fuego de una chimenea. Otra. Una chimenea lejana que lleva ya mucho tiempo inservible. Y, aparte del sonido de un reloj, también lejano, únicamente se escuchaba el fuerte respirar de unos pechos angustiados, mezclado al chis-porroteo de la leña.
   Entre ambos había una idea. Una frase que Germán acababa de decir: «Mañana regresa-ré a Madrid.» Y Marina había comprendido que aquella frase, aparentemente inocua, iba a cambiarlo todo.
   Porque «marcharse a Madrid» suponía cortar de cuajo sus entrevistas, dejar de verse, de oírse, de tratarse… Levantarse para pensar: «Germán se ha ido», acostarse para soñar: «Ger-mán ha vuelto», transitar por las calles, recordando: «Aquí estuve con él…» o contemplar los lugares sabiendo que algún día podría volver a contemplarlos con él.
   Y de pronto Germán había cortado el hilo de aquella idea, lo había vuelto inservible. Porque después de lo que le había confesado, ya nada iba a importar saberlo ausente.
   Germán había dicho: «Por muchos años que pasen, por muchas mujeres que encuentre en mi camino, tú siempre serás la única, Marina.» Y lo dijo con la misma naturalidad que utilizaba para describir un suceso cualquiera, o comentar un cambio político. Era una frase sosegada, como los días sin nubes o como los trigales sin viento. Lo aclaraba todo aquella frase… Y no enturbiaba el alma, no la ensuciaba, ni permitía el menor conato de zozobra.
   Se miraron. Y ella no intentó indagar. Era totalmente innecesario. Dejó que Germán continuase hablando, sin moverse, los brazos cruzados, la vista fija en la suya: «Tenía que decírtelo: era inevitable. De ahora en adelante, va a resultarme muy difícil vivir sin ti, Marina.» Y al ver que ella continuaba silenciosa, terminó diciendo: «Nunca creí que se pudiera querer tanto a una persona como te quiero a ti.»
   Y Marina tuvo miedo. Miedo de aquel sentimiento nuevo y sobrecogedor que le crecía por dentro, sin que fuera posible detenerlo. Era difícil asimilar de golpe la inmensidad de aquella felicidad que ella jamás había conocido. Preguntó entonces: «¿Desde cuándo?» Necesitaba saber. Necesitaba asegurarse de que todo lo que estaba oyendo no era un señuelo; un desvarío de la mente. Necesitaba convencerse de que lo que Germán le decía no brotaba de un instante ni de una circunstancia, sino de un destino, de un hecho irreversible, nacido y e-laborado al margen de ellos mismos.
   «Creo que te he querido siempre -dijo él-, tal vez desde antes de conocerte.» Y fue como si los veinticinco años de Marina soportaran de pronto una vejez prematura, una vejez llena de cansancio y de renuncias.
   «Lo comprendí aquella mañana, en la tabla flotante.» Habían pasado seis meses desde aquel primer encuentro. Entonces, seis meses era un plazo largo, un plazo que asumía sin dificultad los despojos de unos años sordos y ciegos, para darles de golpe una razón de existir. Todo se diluía en aquel plazo. Todo se volvía preámbulo.
   Y el miedo de Marina crecía a medida que Germán «explicaba». Se vio a sí misma proyectada hacia un Germán cansado de ella, un Germán dispuesto a desmentir, algún día, todo lo que en aquellos momentos afirmaba. Y se dijo: «Pase lo que pase, Germán debe durar. Germán no puede ya perderse para mí. Sería lo mismo que perderme a mí misma.»
   Cerró los ojos. No podía soportar ver el abismo de tristeza que emanaba de los ojos de Germán. No podía soportarlo. Murmuró: «¿Qué va a ser de nosotros ahora?» Pero él no replicó. Se limitó a mirarla con aquella especie de tristeza amordazada. Y ella insistió: «No debiste hablar… Éramos tan felices…» Él comenzó a negar con la cabeza: «Un hombre tiene un límite -dijo-, un hombre no puede estrujar sus sentimientos del modo que yo vengo estrujando los míos desde hace seis meses.» Y todo, el declinar de la tarde, el suave goteo blanco de los abetos, el crujir de la leña, el sillón rojo que ocupaba Germán, todo cobraba un nuevo sentido, un nuevo valor, una nueva dimensión.
   Se hubiera dicho que estaban esperando aquella tarde, aquellas frases y aquella tristeza, para cambiar, para ser «otras cosas» en otra vida y en otro ciclo.
   «Ahora nuestra amistad va a ser difícil -había insistido ella-, muy difícil.» Se notaba desarmada frente a aquel peligro nuevo.
   No sabía cómo debía combatirlo. Tampoco deseaba luchar contra él. Como si una fuerte corriente le arrastrase hacia donde no quisiera ir, o como si solamente quisiera ir hacia el úni-co lugar donde no debía.
   También él parecía desorientado: «No sé lo que va a ser de nosotros -había dicho-. Sólo estoy seguro de una cosa: no voy a causarte daño. Te quiero demasiado. Por nada del mundo intentaré destruirte.» Y ella había pensado: «Es inútil, haga lo que haga, ya estoy destruida.» Percibía los efectos de aquella destrucción en su futuro, en todo lo que, en adelante, iba a ocurrirle.
   «Será mejor que no volvamos a vemos», se atrevió a proponer; pero, al decirlo, tenía ya la certeza de que eso sería imposible.
   Había frases que, a pesar de saberlas inaplicables, se decían por ética, por rellenar huecos o porque, al decirlas, se reforzaba aún más lo contrario de lo que proponían.
   El había contestado: «Hubiera sido tan maravilloso envejecer juntos, como estamos ahora, frente a una chimenea…»
   Y la idea de «envejecer juntos» se adueñaba también de la estancia, la invadía, como si se tratara de un proyecto lógico de fácil aplicación.
   – Cuando se es joven -dice Marina- la vida se circunscribe a vocablos escuetos como «envejecer», «sufrir», «gozar»… Pero la vida es mucho más compleja que todo eso. Se comprende después, cuando el presente queda atrás y podemos observarlo sin presbicia…
   – De todos modos, ni tú ni yo podemos saber lo que hubiera ocurrido de haber permi-tido que las inclinaciones siguieran su curso.
   – Es fácil adivinarlo -replica ella levantando la mano-. Te hubieras cansado de mí como te cansaste de otras… como acaso te hayas cansado de Vilana.
   Lo ha dicho en sordina, casi susurrando.
   Germán quiere replicar. Pero sólo lanza una pregunta:
   – ¿Crees que me he cansado de Vilana?
   – Los hombres os cansáis de todo salvo de cansaros. Por eso constantemente andáis buscando motivos de cansancio. Yo diría que os gusta cansaros, os gusta decir: «tampoco era ésa». Es un medio de justificar vuestra eterna insatisfacción.
   Germán ríe. Le divierte la manifiesta ironía de Marina.
   – ¿Recuerdas cuando me decías que te gustaría envejecer conmigo en torno a una chimenea? ¿Dónde ha quedado esa frase, Germán? Probablemente también a Vilana le habrás dicho algo parecido. Son frases convencionales que, a pesar de todo, se repiten cuando la persona que las ha inspirado, ha quedado trasnochada. El ser humano se agarra siempre a los mismos patrones para traducir el sentimiento vigente, aunque el rostro sea distinto. Desen-gáñate, Germán, somos pobres en la expresión, muy pobres.
   – A pesar de todo, yo quiero a Vilana.
   – Celebro que te haya hecho feliz.
   Y piensa: «También "ser feliz" resulta convencional. Nadie es completamente feliz, nadie puede asegurar totalmente su felicidad.»
   – Háblame de Vilana. Nunca la he conocido…
   Germán cambia de posición. Probablemente le resulta difícil describir a esa mujer. Cuando se vive muchos años junto a una persona, las características que la hicieron deseable, se esfuman, se diluyen en el hábito y acaban por no verse. Luego resulta que esa persona se ha convertido en un ser normal, sin relieves destacados, y cuando se pretende describirla no hay forma de conseguirlo. Es indudable que la costumbre mata a la gente, o la envilece, o la gasta.
   – No se parece a ti -dice Germán-. Sois completamente opuestas.
   Marina comprende que lo ha puesto en un apuro, pero no lo saca de él. Germán sigue diciendo:
   – Así es: no podéis ser más distintas… Sin embargo, creo que Vilana y tú sois las dos únicas mujeres a las que he querido de verdad.
   – Celebro que no se parezca a mí -comenta Marina con aire de guasa-. Es una garan-tía para ella.
   Germán ríe. Le resulta graciosa la forma con que Marina se descarta a sí misma. Intenta ponerse a su altura. Busca una frase ingeniosa; la esgrime, al fin, con cierto aire triunfalista:
   – Tú fuiste la diosa; Vilana, la mujer.
   Y Marina piensa: «Es tan inservible ser mujer como ser diosa: lo importante es perdu-rar.» Pero no expresa su pensamiento. Lo deja culebrear en el fondo de su mente hasta que la voz lo inmoviliza:
   – ¿Cuándo la conociste?
   – Un año después de nuestro encuentro en Montecarlo.
   Entorna ella los ojos y mira al techo. Recuerda. Calcula. Baja la cabeza y vuelve a mirarlo:
   – Lo suponía.
   Era lógico. Un hombre, para sentirse verdaderamente hombre, no puede prescindir de organizar y desorganizar su vida; un hombre (como ha dicho antes) no puede dejar de buscar nuevos motivos de cansancio.
   – Recordarás que, por aquella época (me refiero a nuestro encuentro en Montecarlo), Bruna y yo vivíamos ya separados.
   – Lo recuerdo.
   – Vilana no tenía hijos ni estaba casada como tú…
   No había razón para jugar de nuevo al héroe. Hubiera sido absurdo pasarme la vida haciendo el quijote… Sonríe sin ganas y guarda silencio. Entonces, «hacer el quijote» se llamaba de otro modo y tenía otra aureola. Entonces, querer a Marina a distancia era poseer la felicidad de lo inalcanzable, era prolongar indefinidamente un sueño real… Y, sobre todo, era sentir la satisfacción del deber cumplido, la seguridad de no haber errado, la convicción de poder llevar la cabeza alta.
   Por eso, cuando más tarde había ocurrido el incidente de la mano, ni uno ni otro habían quemado sus naves. Sencillamente habían distanciado los encuentros. Por simple precaución: por nada más. Ambos se sentían seguros, amparados por su propia renuncia, alejados por completo de cualquier maledicencia superflua.
   – ¿Dónde la conociste?
   – En Gastaad. Era joven. Tan joven como lo eras tú cuando te vi por primera vez.
   Marina vuelve a calcular. Piensa en la edad de Vilana. Percibe íntegramente el orgullo del macho otoñal halagado por las atenciones de una hembra virgen y se dice que en todos los amores debe de existir una gran dosis de narcisismo imposible de eludir. Germán capta su pensamiento: -A un hombre maduro le halaga que una mujer joven se fije en él.
   Marina piensa: «Vilana ya no es joven.» La idea flota entre ambos, empuja las otras ideas, las disminuye y se instala en el puesto de honor.
   – Cuando la conocí me gustó su nombre: era fonético y extraño -Germán se detiene. Tal vez comprenda que no ha debido hablar en pasado. Al fin y al cabo, Vilana continúa lla-mándose Vilana-. Sobre todo, me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo. Ya te he dicho que no se parece a ti. Vilana es miedosa, muy miedosa.
   Lo dice con un dejo de soberbia, como si el hecho de «no tener miedo» fuera una lacra, una reacción reprochable, algo de lo que Marina debiera avergonzarse.
   Marina está a punto de interrumpirle: «¿Cómo sabes tú que yo no he tenido miedo?» Pero se reprime. Sería improcedente defenderse de una acusación tan velada.
   – Además, es insegura. ¿Te extrañaría si te dijera que aquella inseguridad también me halagaba? A un hombre le gusta hacer valer su propia seguridad frente a la mujer que quiere. Es una forma de reafirmarla. Vilana era maestra en esas lides: jamás he conocido una criatura tan indecisa como ella. No puede mover un dedo sin mi intervención. Le obsesiona la idea de que puedan explotarla. Vive rodeada de peligros por todas partes, menos por un lado. Ese lado soy yo. ¿Comprendes?
   Marina afirma. De golpe ha captado todo el sentido de lo que Germán le está relatando. Vilana ha hipotecado a Germán con esa inseguridad suya. Lo ha vuelto indispensable. Lo ha convertido en complemento de su vida.
   Y sabe que por encima de todos los lazos y de todos los atractivos, lo que de verdad está uniendo a la pareja Germán-Vilana es precisamente esa hipoteca.
   – Sin embargo, fue valiente. Eso es lo admirable de esa mujer. A pesar de su miedo, de sus dudas y de sus vacilaciones, no tuvo inconveniente en afrontar la opinión de la sociedad. Paradójico ¿verdad?
   «Como Lucía -vuelve a pensar Marina-. También Lucía ha afrontado la opinión de la sociedad. También ella se ha liado la manta a la cabeza.» Sólo que sin hipoteca. Lucía no es insegura como Vilana. Lucía pertenece a otra generación y no teme a nada. Es un producto nítido de los tiempos actuales. Uno de esos ejemplares que confunden el cinismo con la valentía y que no sienten reparos en vender su porvenir por un placer eventual. Tal vez porque sabe con certeza que la sociedad no va a reprocharle su conducta. La sociedad ya no condena lo que siempre ha sido condenado: esa condena ha pasado a la historia. La sociedad, ahora, es la gran celestina de ese tipo de valentías.
   – Tú lo consideras paradójico -dice Marina-, pero yo lo considero inconsciencia.
   – Llámalo como gustes -responde Germán-. Lo cierto es que la reacción de Vilana me rescató de mi fracaso como hombre.
   – ¿Crees de verdad que habías fracasado? Y piensa: «No deja de ser gracioso que se pueda querer a una persona solamente porque "siendo miedosa" tiene el acierto de convertir su inconsciencia en valentía.»
   – Nadie mejor que tú puede saberlo.
   Marina ladea la cabeza, mira el fuego: lo ve cada vez más debilitado, pero ya no intenta avivarlo.
   Germán tose ligeramente. Dice luego:
   – Supongo que, desde tu atalaya, estarás reprochando mi situación.
   – No soy quién para reprocharte nada, Germán. Eres muy dueño de tus actos. Sola-mente Dios tiene derecho a pedirte cuentas.
   – Dios, Dios… -repite Germán. La palabra le viene grande, no le cabe en la boca. Tal vez por eso la desecha en seguida-. ¿Crees tú que Dios puede reprocharme el haber querido a Vilana?
   – Eso es cosa tuya -contesta ella-; pregúntaselo a tu conciencia.
   – Creo haberte dicho ya que la emboté hace mucho tiempo. No es como tú la conociste. Ya no me habla. Al menos no me habla en el mismo idioma. -¿Y la fe? ¿Has perdido la fe?
   – En todo caso no es como la tuya.
   – Sólo hay una fe.
   – ¿Cuál? ¿La del cielo y el infierno? ¿La del pecado y la gracia?
   Marina ahoga el coraje que le sube al rostro. No puede soportar ver a Germán tan ajeno al que ella conocía, tan inmerso en el tópico, en la corriente del momento, en el vacuo gallear de los que mencionan las Sagradas Escrituras como sí se refiriesen a una revista de modas.
   – La que nos permite sabernos hechos a imagen y semejanza de Dios.
   – Eso también lo creo yo -dice Germán-. Al fin y al cabo, no compromete a nada.
   – ¿Lo estás viendo? Tú mismo te delatas, Germán. Ésa no es tu fe. La tuya no te permite considerarte hecho a imagen y semejanza de Dios, sino a Dios hecho a tu propia imagen y semejanza. ¿Me equivoco?
   Y, por unos instantes, Marina teme que Germán se lance a hablar de la caridad, de los evangelios, de la libertad humana… de todos los lugares comunes que, de pronto, han invadido el terreno de los indiferentes. Pero desechando la cruz. Nadie quiere ya aceptar la cruz. Nadie es lo bastante consecuente para aceptar el hecho de que, sin cruz, no puede haber «camino», ni redención, ni esperanza.
   – Bueno -sigue diciendo Marina- en último término, ya no hay razón para desechar mi fe: el pugilato entre el bien y el mal ha terminado. Bruna ha perdido la causa. Ahora ya nada impide que te cases con Vilana.
   – En efecto -dice él-, ahora nada me impide cambiarlo todo.
   Y Marina no sabe si se refiere a su boda con Vilana o a la fe que tenía dormida.

6

   Germán enciende otro cigarrillo y cambia de postura.
   – Ahora te toca a ti -dice afectando gravedad-. ¿Qué fue de tu vida?
   Marina esboza una mueca entre cómica y despectiva:
   – Una historia sin importancia. Me convertí en una de tantas mujeres oscuras y grises.
   – ¿Qué razón había para ello?
   – Supongo que hubo varias razones. La principal fue mi desgana. La segunda, mi posición económica.
   – ¿Te enamoraste de alguien?
   Marina sonríe. Es una sonrisa deshumanizada, morosa, llena de brechas y recovecos.
   – No me quedaba tiempo. Al principio de enviudar, tuve una vida muy dura. Luego, me hice vieja.
   Intuye que Germán no la cree. Su acento no es convincente. Pero no se molesta en cambiarlo. Hay verdades que por mucho que uno se empeñe en exponer, tienen siempre la apariencia de una mentira.
   – Tú eres de esa clase de mujeres que nunca envejecen.
   – Gracias.
   Es un gracias tajante, con sonido de frenazo o de golpe seco dado sobre una tabla más seca todavía. Y la vida «gris y oscura» de Marina se pierde en él, se anula definitivamente.
   – Curioso-dice Germán-. A todas las mujeres les gusta hablar de sí mismas. Olvidé que tú eres distinta.
   – Cuando el recuerdo es molesto, lo mejor es darle un manotazo y suprimirlo.
   Germán se lleva" un cigarrillo a los labios. Lo mira luego con insistencia y deja que el humo le cubra la cara.
   – ¿Serías capaz de contestar una pregunta?
   Marina piensa: «Ya está. Ya llegó lo que estaba temiendo.» Y de nuevo tiene delante el sillón rojo, el papel arrugado, la afilada nariz de su cuñada… y las acusaciones; el inter-minable número de acusaciones que no podía desmentir. Y ve a sus hijos, todavía adolescentes, mirándola asustados, refugiándose en sus brazos cuando la veían llorar. Y escucha la voz bronca y sentenciosa del abogado aconsejándole: «¡Cuidado! Debe usted andar con pies de plomo, señora: tienen todas las bazas en sus manos…» Y se recuerda a sí misma, tal como era entonces, flaca, demacrada, mucho más vieja que ahora, repitiéndose una y mil veces: «¿Por qué? ¿Por qué?», como si las respuestas de los muertos fueran posibles y las tumbas dispusieran de micrófonos para contestar a los vivos. Piensa: «Es inútil, deberé afrontarlo tarde o temprano. Es preciso satisfacer su curiosidad.»
   – Naturalmente. Puedes preguntar lo que se te antoje.
   Germán la mira de soslayo, con desconfianza:
   – Aunque ya ha pasado mucho tiempo, todavía queda un punto neurálgico que incita mi curiosidad -dice-. Ya sabes que siempre fui un hombre curioso. Aquella vez, cuando regresasteis a España, después de nuestro encuentro en Montecarlo… ¿recibiste mi carta?
   – La recibí. No voy a negártelo.
   Germán respira hondo, como alguien a quien se le quita un peso de encima.
   – Lo celebro. Temí que no hubiera llegado a tus manos.
   – Llegó. Llegó puntualmente.
   De pronto el reloj rompe a sonar. Desbocado. Tiene la oportunidad de un demente que pronunciase incongruencias. Germán lo mira con odio. Marina con agradecimiento. Cuando acaba de sonar, Germán insiste. Su pregunta es directa:
   – ¿Por qué no me contestaste?
   Marina está a punto de mentir. Es fácil mostrar olvido. Es fácil fingir que ya no recuerda nada. Pero a Germán no puede engañarlo. Nunca lo ha hecho.
   – ¿De verdad quieres saberlo? No resulta agradable.
   Germán sospecha. Casi adivina lo que va a contestarle. Tal vez por ese motivo se escuda cada vez más en la indiferencia:
   – Comprenderás que, después de tanto tiempo, nada de lo que me digas podrá ya afectarme.
   – Siendo así…
   Pero tarda en contestar. Tarda aún más de lo que ha tardado el reloj en lanzar sus horas falsas. Sabe que, después de lo que va a decir, Germán va a sentirse herido. Por muchos años que pasen, los hombres no modifican ciertos aspectos de su idiosincrasia. El orgullo es uno de esos aspectos, por muy retrospectivo que sea.
   – Rompí tu carta sin leerla.
   Germán la mira sin entender lo que acaba de oír. Acaso supone que le está gastando una broma, o que sólo ha querido picar su amor propio. Pero Marina no acusa una actitud chan-cera. En sus ojos sólo existe sinceridad. Y Germán no acaba de comprender. Romper una carta sin abrirla solamente ocurre cuando la carta supone algo más que un estorbo. Supone un desprecio elevado al grado máximo. Todas las cartas, incluso las indiferentes, acaban siempre por ser leídas.
   Marina esboza una sonrisa. Quisiera borrar la herida extrañeza de Germán, pero no lo consigue. La carta rota sin leer está entre ambos como un cadáver recién descubierto o un enfermo grave que en vano se resistiese a morir.
   – ¿Por qué hiciste eso?
   – Te dije que no te gustaría -advierte ella.
   Y se encoge de hombros otra vez. Germán no puede saber que en ese ademán de Marina está su mentira.
   En seguida reacciona:
   – Fue una buena medida. Un verdadero acierto.
   Y su vanidad herida se enrosca a su frase, la vuelve rencorosa. Marina comprende que, en esos momentos, Germán tiene la desagradable impresión de haber recibido una bofetada; una bofetada retardada, pero no menos cruel que si fuese actual. Un golpe inesperado contra el que no puede defenderse, un insulto hiriente pero convertido en eco.
   Instintivamente quisiera rectificar, dar explicaciones, desmentir su encogimiento de hombros. Pero de nuevo la pereza se lo impide. Sería demasiado largo, demasiado incómodo y también demasiado doloroso.
   – Tu silencio lo arregló todo -acaba diciendo él.
   Ella no responde. Recuerda. Ve el sobre en sus manos; nítido, todavía joven, todavía sin arrugas. Y lo ve después convertido en pedacitos; el papel azul del forro aprisionando unas frases no leídas, vírgenes de curiosidad, completamente destrozadas.
   Germán se lleva la mano a las gafas: las encaja, mira al suelo y dice la única frase que se le ocurre:
   – Ahora lo comprendo: había otro hombre.
   Marina no se defiende. Lo deja en la duda. Sabe que la acusación que Germán acaba de hacerle no es sincera. Tal vez entraña venganza. Probablemente, una forma de vindicar su vanidad maltrecha. Pero el silencio de Marina convierte la duda en certeza.
   – Más de una vez pensé que había otro hombre. Pero no estaba seguro.
   Marina continúa impasible. Dice con aire cansado:
   – Piensa lo que se te antoje. Te doy permiso.
   Se levanta él del asiento. Y ella se dice: «Ahora buscará un pretexto para marcharse.» Pero Germán sólo se acerca al ventanal a contemplar la calle.
   – De todos modos, no deja de resultar sorprendente. Una reacción poco femenina. Por mucho que me despreciaras, existía la curiosidad. ¿O es que ni siquiera sentías curiosidad?
   Marina contempla el cuerpo de Germán, alto, sólido, todavía lleno de vitalidad, todavía ágil y joven.
   – No era necesario leer la carta para saber lo que me habías escrito.
   – Tienes razón -admite él-. No merecía la pena.
   – Seguramente me hacías reproches… Seguramente me echabas en cara todo lo que no había cumplido. ¿Me equivoco?
   Y la espalda de Germán piensa, medita bien lo que va a contestar. Dice luego:
   – Ya no lo recuerdo. ¡Hace tanto tiempo que la escribí! -Y se vuelve hacia ella; el rostro inundado de una sonrisa franca; los resquemores triturados. Dice guaseando-: La verdad es que las cartas que no merecen ser leídas, tampoco merecen ser recordadas.
   Ahora es Marina la que se siente herida. Tal vez esperara que el resentimiento de Germán continuase. Acaso no le perdona que él la haya perdonado tan pronto.
   – Sin embargo, había «un motivo». No me preguntes cuál es.
   Pero Germán no quiere averiguar el motivo. Lo rechaza despectivamente como se rechazan las improvisaciones poco convincentes. Alza ¡a mano tranquilamente y detiene el motivo antes de que ella lo exponga:
   – No es preciso que te justifiques. Siempre hay un motivo para todo. En fin de cuentas, ¿qué importa? Si he de serte franco, las cosas que sucedieron en aquella época dislocada han pasado a mejor vida. Apenas las recuerdo. Si tú no llegas a decirme que habías recibido mi carta, hubiera acabado creyendo que yo jamás la había escrito.
   Su respuesta tiene la eficacia de un impacto. Va directo a la fibra más sensible de Marina, pero no se inmuta. Lo recibe sonriente. Sabe que todo depende de su sonrisa: «Nixon también sonríe -piensa-; aunque los rusos lo odien y no le perdonen lo de China, no dejará de sonreír.» Y lucha por conservarla. Pase lo que pase, Germán no debe descubrir el enorme cansancio que la está invadiendo. Es un cansancio duro, muy parecido al de la mujer que sostenía al niño en el aeropuerto. Sólo que aquella mujer no lo disimulaba. Era demasiado joven para dominarlo. En eso Marina le lleva ventaja. Marina sabe disimular. Tiene edad suficiente para ello.
   – ¿Sabes? Al principio tu silencio me volvía loco. Hubiera dado cualquier cosa por averiguar lo que estaba sucediendo. No entendía tu actitud. Era disparatada… Hasta que un día comprendí que debía emanciparme, que tu recuerdo debía ser barrido del modo que fuera… Lo conseguí en cuanto conocí a Vilana.
   Y sus frases caen sobre Marina como una lluvia de piedras. Una lluvia compacta, dura y morosa. Pero Marina continúa sonriendo. Cada vez está más convencida de que por nada del mundo debe alterar su sonrisa.
   – Afortunadamente existía Vilana -sigue diciendo él-. Ella, ya te lo he dicho antes, no se parecía a ti. Ella no estaba dispuesta a convertir mi sueño en una pesadilla.
   – Sin embargo -se atreve a murmurar Marina--, tú calificaste lo nuestro de un bello sueño…
   – Lo fue durante diez años. Un plazo largo, pero estúpido. ¿No lo crees así?
   Marina inclina la cabeza: es un ademán vago que puede interpretarse de mil maneras.
   – Realmente era estúpido -añade Germán-. ¿Te acuerdas de nuestras entrevistas? Furtivas, ocasionales, ridículamente infantiles. Yo te decía: «Cuando te miro, tengo la impre-sión de ser alguien.» Casi lograbas aplacar la vergüenza que sentía por ser el marido de Bruna… Te consideraba incapaz de traicionar, incapaz de defraudarme… Por eso te respetaba, Marina, por eso mantuve tu recuerdo entre algodones.
   – Y ahora, claro está, sientes haberte equivocado.
   – No lo sé. Me molesta haber perdido tanto tiempo. Pude conocer a Vilana antes del desengaño. Hubiera sido más práctico.
   – La experiencia nunca sobra.
   – Pero desgasta. No voy a negarte que llegué a Vilana muy desgastado, terriblemente agotado. Me sentía traicionado y no sabía exactamente por qué. Eso era tal vez lo peor: desconocer la causa. Verlo todo confuso. Mira -dice señalando la calle-, me sentía igual que uno de esos infelices que transitan desorientados entre la niebla.
   – Afortunadamente todo pasó. No hay razón para andar hurgando cadáveres.
   – Sí -dice él-, hay una razón. Saber. Saber de una vez qué clase de masoquismo era aquel asunto nuestro. Durante mucho tiempo creí que aquello era amor. ¿Podrías tú decirme lo que era?
   – ¿Cómo puedo saberlo? También yo he olvidado. Cuando se llega a cierta edad es muy difícil analizar los sentimientos de la juventud.
   – No era amor -insiste él-. Había demasiada dosis de orgullo en todo aquello para serlo. Era una satisfacción personal. Resultaba muy halagüeño haber vencido las circuns-tancias del modo que las habíamos vencido tú y yo. Era bonito poder decirnos a nosotros mismos: «Continuamos firmes a pesar de todo…» -deja escapar una carcajada breve, pero aguda-. Total, ¿para qué? Para que otro hombre, menos soñador y más práctico, se aprovechara de mi altruismo y recogiera lo que yo había salvaguardado con tanto cuidado… No deja de tener su miga.
   Marina tampoco se defiende esta vez. Mira la alfombra ya rozada, demasiado vieja, demasiado usada. Es lo mismo que si contemplara su propia vejez en el suelo.
   – Hay algo que nunca te he dicho -prosigue Germán-. Varias veces estuve a pique de contarte la verdad, abrirte los ojos y darte a entender que, en el fondo, tú y yo no éramos más que un par de marionetas en manos de Rogelio y de Bruna. Eso es lo que, en definitiva, éramos nosotros, Marina: un simple producto, una consecuencia premeditada, un resultado. Pero tuve miedo.
   – ¿De qué?
   – De convertirte en una mujer despechada. Yo no te quería despechada. Por eso opté por callar y dejarte en la ignorancia de lo que estaba ocurriendo. Tú confiabas en Rogelio: no desperdiciabas ocasión de ensalzarlo.
   – Lo hacía para engañarme a mí misma. Necesitaba aquel engaño. Era demasiado triste darme cuenta de que al casarme con él, me había equivocado.
   – Decías siempre: «Es un hombre frío, poco afectuoso, pero recto y consecuente, incapaz de mentir… Un hombre íntegro…»
   – Eso creía -dice ella-. ¡Más de una vez debiste de burlarte de mí!
   – No; al contrario: tu confianza en él me conmovía. Era admirable verte tan alejada de la realidad, tan aferrada a las virtudes de tu marido por simple apego a la lealtad.
   – Me esforzaba en crear a un Rogelio a la medida de mis deseos. A veces incluso llegué a creer que existía. Por eso me encontraba siempre en inferioridad de condiciones… -respira hondo, dice luego-: De todos modos, te agradezco que no me quitaras la venda. Si hubiese averiguado la verdad, acaso las cosas hubieran tomado otro rumbo. El ser humano casi siempre actúa condicionado por los comportamientos ajenos. Poca gente tiene la persona-lidad suficiente para cumplir con el deber propio, prescindiendo de los demás.
   – Admitirás que fui un primo. ¡Hubiera sido tan fácil convertirte en mi amante!
   Marina deja de sonreír. La palabra la hiere. La ensucia. No se aviene con su ética, ni siquiera en los labios de Germán.
   – Y después, ¿qué? Mi carga de remordimientos hubiera sido insostenible.
   – Sin embargo, tus remordimientos se esfumaron en cuanto encontraste a otro hombre.
   Marina se pone en pie. La acusación ha vencido su aguante. Todo en ella es pura indignación. Mira el reloj: desea vivamente que rompa a sonar. Pero el reloj, siempre inoportuno, permanece mudo.
   – ¿Qué sabes tú? -dice muy bajito-. No tienes derecho…
   Germán rectifica. Se acerca a ella y roza su codo.
   – Tienes razón -dice compungido-. Perdóname, Marina. Siento haberte ofendido. Efectivamente; no tengo derecho.
   Se acerca luego a la mesa del fondo y coge un vaso vacío. Lo levanta y pregunta:
   – ¿Me invitas a un whisky?

7

   En aquella época nadie tomaba whisky. Era difícil conseguir botellas sin falsificar. La mayoría de las reuniones se animaban con martinis: «Muy seco, Marina: dos gotas de vermut blanco y el resto ginebra con mucho hielo para no aguarlo.»
   Y los días transcurrían deliciosamente frívolos, sujetos a los cánones sociales de los años cuarenta, estériles pero con apariencia importante: sujetos al recuerdo de una guerra dema-siado reciente, para que la paz fuese completa.
   Todos querían ser «algo» en aquella paz, todos querían recuperar de algún modo las trascendencias perdidas. Todos procuraban sustituir con globos hinchados de aire lo que a-quella guerra les había hurtado.
   Existía un afán grande en hundir al héroe y enaltecer al antihéroe. La gente estaba cansada de heroísmos. En el fondo era aquel empeño antiheróico lo que les permitía olvidar los tres años de horror, que, al fin, habían sido enterrados en la historia.
   Había pasado un año y medio desde que Bruna y Germán recalaran en la costa y doce meses exactos desde que Marina, sentada en la butaca roja del salón, le oyera decir a Germán que, en adelante, no iba a poder prescindir de ella.
   Todo, exteriormente, continuaba igual: los viajes de Rogelio, las llegadas a Barcelona de Bruna, los encuentros furtivos de Marina y Germán… Todo proseguía suavemente, como prosiguen las estaciones: sin diferencias notables.
   No obstante, aquel invierno no fue «riguroso» como lo había sido el anterior. La nieve apuntó sólo en los Pirineos y el jardín carecía de estalactitas.
   Tal vez por aquel motivo Germán y Marina ya no pasaran las veladas junto a la chi-menea encendida, como tenían por costumbre. El frío era menos intenso y la soledad de ambos menos frecuente.
   Además de aquel cambio, había otros. Modificaciones apenas perceptibles que ad-quirieron relieve más tarde, mucho más tarde. Por ejemplo: la presencia de Tina.
   Era imposible pasar un día sin escuchar su voz o tenerla delante. «¿Estorbo?» Irrumpía siempre con esa pregunta. Como si supiera que, efectivamente, estorbaba. Pero su ama-bilidad (ese tipo de amabilidad irresistible, propia de la gente que precisa hacerse perdonar algo) volvía aséptico cualquier malestar provocado por ella.
   Luego, el creciente y progresivo mal humor de Rogelio.
   Era un mal humor cada vez más acentuado, inexplicable e hiriente. Surgía por la menor causa, sin motivo definido.
   Se hubiera dicho que lo provocaba lo más inesperado: una alabanza mal encajada, un reproche cariñoso, un movimiento inconsciente… Cualquier cosa podía irritarlo y convertirlo en un fiscal acusador.
   Sobre todo cuando Tina estaba delante. Marina había pensado más de una vez: «Rogelio la odia.» Y le parecía que aquel odio era injusto. Al fin y al cabo, Tina era su mejor amiga.
   – ¿Con agua?
   – No, gracias; sin hielo y sin agua.
   Marina tiende el vaso a Germán y vuelve a la chimenea. Una llama azul silba furtiva entre el grueso de humo que envuelve la leña. Coge las tenazas y mueve las brasas. La llama azul se esparce, amarillea y recobra su calidad de fuego normal.
   De pronto Marina rompe a reír. La mano de Bruna vuelve a estar ahí, en ese fuego. Hasta hace muy poco, todavía la temía. Todavía cuando recordaba aquel episodio, sentía al-go de vergüenza. Pero ahora tiene la certeza de que también esa vergüenza va a desaparecer.
   – ¿De qué te ríes?
   – Me acuerdo de tantas cosas… -dice ella. Y continúa riendo con carcajadas sinceras y menudas.
   La risa contagia a Germán. Probablemente el whisky comienza a surtir efecto.
   – Apuesto a que te ríes de mí.
   – No -rectifica ella todavía risueña-, me río de lo que pasó aquella noche, en casa de Teresa… Ya sabes a qué me refiero.
   – Fue vergonzoso -dice él-. Muy propio de Bruna.
   – Jamás he vivido una escena tan ridícula como aquélla.
   – Lamentablemente ridícula -confirma él.
   Marina recobra su seriedad. Frunce el entrecejo. Pregunta como si solamente pensara:
   – ¿Sabes tú por qué lo hizo?
   Habla cara al fuego, como si la mano quemada pudiera contestarle. Antes de que Germán responda, Marina prosigue:
   – Durante mucho tiempo creí que lo había hecho para vindicar de algún modo tu incli-nación hacia mí… Y, hasta cierto punto, me parecía justo. Yo no sabía lo que estaba pasando.
   Ni siquiera lo supo cuando Rogelio, en cierta ocasión, le había dicho: «Estoy hasta la coronilla de los histerismos de Bruna.»
   Efectivamente: algo había cambiado en aquel año y medio de trato. Por eso Germán y Marina ya no se veían en lugares frecuentados por todo el mundo. Ambos sabían que Roge-lio intentaba distanciarse del matrimonio Alcántara. Ambos intuían que Bruna, paulatina-mente, se estaba convirtiendo en una rémora para sus encuentros.
   Así había comenzado la etapa de sus entrevistas furtivas. Aquellas entrevistas que Germán calificaba de infantiles.
   – Bruna estaba desquiciada -dice Germán-. Cuando Rogelio empezó a cansarse de e-lla, no pudo soportar que tú y yo continuáramos tratándonos.
   – De cualquier forma -dice Marina-, resulta fascinante descubrir poco a poco lo que siempre nos pareció oscuro… ¿Cómo podía yo imaginar que lo que ocurrió aquella noche en casa de Teresa tuviera que ver con Rogelio?
   Por la mañana Germán y Marina se habían visto en el rompeolas. Entonces el rompeolas era un lugar inhóspito. Nadie, salvo algún pescador recalcitrante, se atrevía a desafiar el frío del puerto. Luego habían ido al parque. Tampoco aquel lugar era excesivamente frecuentado. Después habían subido al Montjuic: desde allí miraron la ciudad, el futuro, el pasado… Entraron en el restaurante vacío. Marina decía: «Da pena verlo tan aletargado… Cuando llega el verano, Miramar se llena…»
   Y pasaron la tarde como dos novios castos, solos junto a una mesa aislada: desbrozan-do, recordando, elaborando recuerdos para cuando él ya no estuviera allí, proyectando entrevistas nuevas, en otros lugares, en otras horas…
   Y al regresar iban alegres: nada importaba que sobre los perfiles de los tejados se fuera volcando una luz triste. Ambos sabían que tras unas horas de separación, volverían a encontrarse en los salones de Teresa, a la vista de todos, como si fueran unos invitados cualesquiera, como si ninguno de los dos llevase grabadas en la mente las horas transcurridas a solas ante un mar encabritado, unos árboles secos y un restaurante vacío.
   – Al principio, cuando recordaba la escena de aquella noche pensaba: «Nunca podré superarla…» Después empecé a acostumbrarme. También un giboso se acostumbra a su giba.
   Se acerca a la mesa y escancia whisky en otro vaso. Sorbe un trago y continúa:
   – Más tarde supe la verdad y llegué a olvidarla. Creo que no la había vuelto a recordar hasta esta mañana, en Madrid, antes de subir al avión, cuando me han comunicado que Bru-na había muerto.
   Marina contempla su vaso. Lo sostiene con las dos manos, casi lo acaricia: da la impre-sión de que, más que mirarlo, está consultándole algo, como si se tratara de una bola de cris-tal.
   – Debo admitir que yo, en aquella época, era bastante ingenua. No me explico cómo pude estar tan ciega. La verdad es que, entonces, todo lo que rodeaba a Rogelio se me antojaba terriblemente vago, como flotando en una nebulosa, pero nada más lejos de mí que asociar aquella vaguedad con la verdad dé su vida.
   Se muerde el labio. Calla. Duda.
   Germán apura el whisky. No comenta. Deja que Marina se explique.
   – Por eso cuando Rogelio, aquella noche, me dijo que estaba cansado y que no deseaba acompañarme a casa de Teresa, ni siquiera pude sospechar que lo hacía para evitar a Bruna.
   – El declive de la aventura había comenzado hacía ya varios meses-dice Germán.
   – Si, lo sé. Estoy al corriente de todo. Incluso podría -decirte por qué motivo Bruna fue barrida de la vida de Rogelio con tanta premura…
   Y termina su whisky de un trago. Luego deja el vaso vacío sobre la mesa.
   – Aquella noche Bruna estaba exasperada. Teresa decía: «Ha bebido demasiado…» Sus movimientos eran bruscos, como los de una persona que se violenta a sí misma para no dejarse vencer por el decaimiento.
   Había cierta rigidez en sus facciones y tenía la mirada brillante con un punto de ira en las pupilas. A decir verdad, cuando la vi tan furiosa pensé: «Tal vez nos ha estado siguien-do…» Pero te observé a ti, comprobé que estabas tranquilo y llegué a convencerme de que no había motivo para alarmarme.
   Pero en realidad (luego lo había comprendido) había muchos motivos de alarma. En primer lugar: la ausencia de Tina. Tina jamás se perdía las reuniones de Teresa. Tina era siempre una invitada puntual e insustituible. Era inaudito que, a pesar de haberle dicho a Marina aquel mismo día por teléfono: «Nos veremos esta noche en casa de Teresa», hubiera dejado de presentarse sin dar ¡a menor explicación.
   Pero, en aquellos momentos, tampoco aquella ausencia había constituido un motivo de alarma para Marina.
   – Fue después de la cena -recuerda ahora-, a los primeros acordes del baile.
   Entonces, en las reuniones de sociedad, había orquestas y vocalistas, y espontáneos que subían al estrado para cantar a su vez las canciones de moda.
   De pronto Bruna se había acercado a ella: «Necesito hablar contigo», había dicho tajan-temente. Y su lengua se trababa, se volvía rígida también. Era lastimoso verla en aquel estado. Marina pensó: «Sería preciso avisar a Germán.» Pero Teresa le deslizaba al oído: «Síguele la corriente: tiene la perra de hablar contigo y, si no le haces caso, es muy capaz de armar jaleo…»
   – La llevé al cuarto de Teresa: desde allí nadie podía oírnos. La música del salón llegaba a nosotros en sordina. De pronto Bruna se arrancó a hablar palabras sin sentido. Frases inconexas. No la entendía. Únicamente comprendí claramente que Bruna estaba furiosa. Yo pensaba: «Ha bebido demasiado y está disparatando.» Procuré calmarla, pero ella me rechazó de un manotazo. Entonces, de improviso, vi a Tina que asomaba tras el batiente de la puerta.
   Marina se calla. Observa el efecto que su frase ha producido en Germán. Pero el rostro que tiene delante no acusa ninguna reacción. Y ella sigue recordando lo ocurrido aquella noche.
   La presencia de Tina, en aquellos momentos, lo arreglaba todo. Ya no se preguntaba por qué motivo Tina no había estado presente en la cena. Lo esencial era que Tina «había llegado», estaba allí, con su traje de noche, su collar de perlas, su rostro cuidadosamente maquillado y su pelo recogido a lo Balenciaga, dispuesta a ayudarla, como siempre.
   Entonces ella le había hecho señas para que entrara y cerrase la puerta. Y Tina entró, sonriendo, con la sonrisa propia de las mujeres de mundo, entre benévola y cínica, la actitud digna, afín a los seres que nunca fallan cuando se los necesita.
   Marina vuelve a reír. Se lleva las manos a la cara y deja escapar un suspiro hondo:
   – Ni que decir tiene que, al ver a Tina, Bruna redobló su furia. Fue lo mismo que si hubiera «visto entrar a un verdugo. Yo intenté poner a Tina al corriente: «No sabe lo que di-ce, está borracha.» Y Tina asentía, como si asimilara de antemano lo que Bruna iba a reprocharle.
   Marina tiene el rostro encendido. El recuerdo y el alcohol han pigmentado su piel y han abrillantado sus ojos. Mira a Germán de soslayo y prosigue:
   – Fue una escena verdaderamente jocosa. Deberías haberla visto, Germán. Bruna tenía la apariencia de un perro rabioso a punto de mordernos a las dos…
   Después… Había sido un después eterno. Duró lo que duran las vergüenzas públicas o los reproches voceados. Empezó con una pregunta.
   – Bruna preguntó: «¿Dónde cuernos habéis metido a Rogelio? ¿Qué habéis hecho con él?» Y lo dijo claramente, sin trabalenguas, las letras bien pronunciadas, en acento cargado de odio.
   – ¿Qué pensaste? Marina mueve la cabeza:
   – Todavía no pensé nada. Todavía imaginaba que Bruna estaba desvariando. Volví a acercarme a ella y traté de explicarle que Rogelio se había acostado porque estaba cansado. Bruna nos miró a las dos, a Tina y a mí, como si contemplara un par de monstruos. Luego me lanzó a boca de jarro: «Eres una ilusa.»
   – ¿Solamente te dijo eso?
   – No: me dijo algo más. Señaló a Tina y exclamó: «No te fíes de ésa; es una puta.» El resto ya lo conoces.
   Marina deja de sonreír. El recuerdo todavía le duele. Lo lleva enquistado en la memoria y cuando hurga en él es como si reviviese.
   – La acusación me pareció indigna, cruel e injusta. Le grité: «No te consiento que hables así…» Fue entonces cuando Bruna consideró que debía ciarme la bofetada.
   Marina contempla el fuego. La mano de Bruna ya no está allí. Se ha esfumado con la leña.
   – Al día siguiente os fuisteis a Madrid sin despediros. Y yo pensé: «Se acabó todo: Germán nunca volverá.»
   – Pero volví -dice él-. Todavía volví.
   – Sí -repite ella-, todavía volviste. Sin embargo ya no era lo mismo. La mano de Bruna lo había modificado todo.

8

   Había sido la comidilla de la sociedad. De vez en cuando la sociedad necesitaba nutrirse de chismes sonoros para subsistir. La sociedad era un vampiro incoherente y gigante que buscaba sin cesar sangre fresca para sustentarse.
   A veces arremetía contra una pareja adúltera, otras contra un sacerdote renegado, otras contra una muerte turbia… Aquel año los colmillos se hincaron en la carne tierna y lechosa de tres mujeres.
   La noticia corría de boca en- boca: «¿Sabéis lo que ocurrió la otra noche en casa de Teresa?» Y los colmillos se afilaban, crecían, rozaban en seguida las hipótesis más fantásticas: «Bruna dio una bofetada a Marina.» Las versiones eran casi todas subjetivas. Dependía en gran parte de la simpatía que el interlocutor sintiera por una o por otra. Algunos se decan-taban hacia las explicaciones más inverosímiles: «Marina insultó a Bruna y ésta se defendió pegándole.» Otro» se cebaban en Bruna: «El alcohol y las drogas no compaginan.» Y había quien aseguraba que Tina había sido la causante de todo: «Fue ella y solamente ella la que provocó la pelea.»
   Pero la síntesis era la misma: «Los Cebrián y los Alcántara han roto su amistad.» Sobre aquel punto nadie discrepaba. Todo el mundo supo en seguida que entre los dos matrimo-nios habían surgido hostilidades definitivas: cuestiones de honor que en otras épocas se hu-bieran ventilado con un duelo.
   – Nunca llegaste a explicarme lo que ocurrió después -dice Germán intrigado.
   – No lo creí necesario. Era obvio que tú lo sentías más que nadie. Lo que de verdad me preocupaba era la actitud de Rogelio.
   – Me dijiste que había reaccionado como un caballero.
   – Te mentí -dice Marina-. La reacción de Rogelio fue lastimosa.
   – ¿Por qué lo ocultaste? ¿Qué razón había para engañarme?
   Marina esboza un mohín casi desdeñoso. Piensa, no sin malestar, que tal vez aquella ocultación fue ya, entonces, una especie de autodefensa, un modo de descartar posibilidades remotas, que de vez en cuando asomaban en el subconsciente y que nunca llegaban a defi-nirse, tal vez porque le hubieran dolido demasiado.
   – Me dije que los detalles carecían de importancia, que lo mejor era «ir al grano». La reacción de Rogelio me dio mucho que pensar. Por primera vez comprendí la sordidez de aquella situación nuestra: no bastaba actuar limpiamente; era evidente que también la apariencia debía ser limpia.
   – ¿Te habló de mí?
   – No -responde Marina-, me atacó por otro flanco.
   Marina vuelve a escanciar whisky en su vaso, luego lo mira: le divierte observar el olea-je en miniatura que provoca la oscilación de su mano.
   – Aquella noche, después de lo ocurrido con Bruna, Tina me acompañó a casa. Por el camino no desperdiciaba ocasión de rebajar a tu mujer y ensalzar mi entereza.
   Marina se lleva el vaso a los labios. Traga sin sed, como si cumpliera un rito.
   – Todo se le iba en repetir que Bruna era una indeseable, una histérica y una borracha… Ya no se acordaba de que si Bruna me había pegado, había sido por defenderla a ella.
   El oleaje del vaso aumenta y Marina lo sostiene con las dos manos.
   – Ahora comprendo que aquella forma de hablar era una especie de ensayo, una preparación de lo que vino después. Tina necesitaba «descartarse» del asunto: convertir el episodio en algo exclusivamente mío.
   Así, con el vaso sostenido por las dos manos, vuelve a beber.
   – Rogelio todavía no se había acostado -dice luego-. Pero yo estaba tan nerviosa que ni siquiera le pregunté la causa. Después recordé que si no había ido a casa de Teresa era porque deseaba dormir. Pero tampoco aquella anomalía llegó á chocarme. Ya té he dicho antes que en aquella época yo estaba ciega, completamente ciega.
   Germán recoge esa ceguera en silencio. No comenta. Sin darse cuenta adopta la actitud de otros tiempos, como si Marina no lo supiera ya todo.
   – Al vernos juntas, Rogelio pareció extrañarse. Pero cuando yo quise explicarle la causa, Tina me tomó la delantera. Empezó a hablar, como tenía por costumbre; sentenciando, plan-teándolo todo subjetivamente, juzgando de antemano y haciendo hincapié en lo que Rogelio debía asimilar.
   – ¿Qué dijo?
   – Recuerdo con precisión algunas frases: «Bruna y Marina andaban a la greña cuando yo entré en el cuarto…» «Teresa me había advertido: "Se están tirando los trastos a la cabeza; por favor, Tina, ve a poner orden…".»
   – ¿Por qué no rectificaste?
   – En aquellos momentos yo confiaba en Tina. Pensaba: «Se está equivocando, pero no se da cuenta…» Era difícil rectificar. Además jamás hubiera creído que obraba de mala fe.
   – ¿Y Rogelio? ¿Qué hacía Rogelio?
   – Por primera vez en su vida parecía escucharla atentamente.
   – ¿Y tú no comprendiste?
   – Imposible. Tina era una hermana para mí. Pensaba: «Verdaderamente Rogelio tiene razón cuando afirma que Tina no despunta por inteligente…» Pero nada más. No estaba capacitada para descubrir su táctica. Resulta difícil averiguar la verdadera naturaleza de nuestro mal cuando todo se alía para ocultarlo. Casi estoy por decir que lo que yo suponía «falta de inteligencia», llegaba a conmoverme, como si sus errores, lejos de perjudicarme, la perjudicaran a ella.
   Marina adopta un aire despreocupado: lo hace para defenderse del recuerdo de Tina. Ahora ya no es la mano de Bruna lo que la turba. Es la elocuencia de Tina, hablando como un papagayo, atolondradamente comunicativa, desviando la realidad hacia un Rogelio atento, un Rogelio desconocido.
   – Es ridículo decirlo, pero casi me halagaba que Rogelio pendiera de su palabra. ¡Había yo luchado mucho para que Tina y él congeniaran! Me tranquilizaba pensando: «Cuando se vaya, pondré las cosas en su punto.» Rogelio no era tonto. Rogelio sabría comprender que el relato de Tina era pura fantasía, pura entelequia.
   La mano que sostiene su vaso vuelve a temblar y Marina finge moverlo para que Germán no adivine ese temblor.
   – Pero no dio lugar. Fue imposible. Tina lo había convencido plenamente.
   – ¿Y tú no sospechaste?
   – Durante la explicación de Tina, tuve presentimientos oscuros que acaso duraban una fracción de segundo… Fueron centelleos vagos, escurridizos, que no conseguía asir… Venían a ráfagas breves: El retraso de Tina… El pretexto del cansancio de Rogelio… La acusación de Bruna, el insulto brutal que le había dedicado a Tina… Todo estaba a punto de unificarse, pero en seguida se distendía… No llegué a relacionar conceptos.
   Se detiene, sujeta de nuevo el vaso con las dos manos y prosigue:
   – Lo grave fue cuando, al referirse al insulto de Bruna, Tina dio a entender claramente que iba dirigido a mí.
   Deja el vaso en la mesa, coge un cigarrillo y lo enciende. Y, al instante se arrepiente de haberlo encendido, porque el temblor de la mano resulta más difícil de velar con un pitillo entre los dedos.
   – Es indudable -prosigue Marina- que las bajezas del ser humano tienen a veces la facultad de ampliar el cerco de las posibilidades. Aquella noche Tina ensanchó el suyo hasta el tope. No se trata ya de ser inteligente o no serlo. Se trata de algo ajeno a la inteligencia, al-go que a veces los tontos poseen en grado elevado…
   Y ríe otra vez, encogiendo los hombros en cada espasmo.
   – Ahora que ya lo sé todo, me parece imposible que incluso aquel supuesto error de Ti-na me dejara en la oquedad más absoluta. Llena de perplejidad, volví a pensar: «Tina es re-matadamente tonta.» No me cabía en la cabeza que en ella pudiera existir algo más que tontería…
   Fuma nerviosa, la mano cada vez más agitada.
   – Hubo un momento en que sin duda estuve a punto de comprenderlo «todo» de golpe; fue cuando Rogelio empezó a tararear. Rogelio sólo tarareaba cuando pretendía disimular algo… Y nunca se arrancaba con una melodía concreta. Eran tarareos difusos, popurríes, me-lodías inventadas. Pero mi perplejidad no me dejaba adentrarme en la sospecha. Así que no llegué a enterarme de la verdad hasta que Rogelio hubo muerto.
   Germán no replica. Tampoco rebate.
   – Tina se quedó en casa hasta las tres de la madrugada. Recuerdo muy bien la hora porque Rogelio insistió: «A estas horas una mujer no puede andar sola por la calle…» y, naturalmente, se ofreció a acompañarla.
   Sonríe. Quiere mostrarse a sí misma que puede hablar de todo aquello sin dolor.
   – No voy a negarte que cuando la vi marchar sentí un gran alivio. Me dije: «Es una buena amiga, pero hoy no ha sabido estar a la altura de las circunstancias…» Todo antes que claudicar ante los hechos establecidos. Cuando se es joven, existe una gran tendencia a juzgar las cosas de un modo general y escueto. La juventud es rotunda, poco dúctil: existen los tontos y los listos, los pobres y los ricos, los amigos y los enemigos… No cabe la posibilidad de una medianía, de «un sí, pero». Te digo esto porque, en aquella época, yo consideraba la amistad como algo sagrado, un hecho irreversible, incapaz de un pero. Tenía de la amistad un concepto rígido, enquistado a unos principios que nada ni nadie podía modificar.
   Mira su cigarrillo. La mano casi ya no tiembla.
   – Imaginaba que un amigo, por el hecho de serlo, jamás podía convertirse en enemigo sin dejar de ser amigo… No me cabía en la cabeza que pudieran existir amistades enemigas, o traiciones leales, o mentiras verdaderas… Yo no sabía que podía haber amistades verdaderas por simple interés… Para saber estas cosas es necesario llegar a la edad en que hemos llegado tú y yo.
   Marina se detiene; pasa su mano por la frente y el humo de su cigarrillo se estanca unos instantes en el mechón que le cae por la sien.
   – En el fondo, esos errores o esas ignorancias son el tributo que los jóvenes deben pagar a la vida… ¿No lo crees así? Tina había sido amiga mía desde la infancia. Lo que yo no sabía es que, ya desde entonces, se había aferrado a mí por conveniencia. Es muy posible que ni siquiera ella lo supiera. Yo, en definitiva, era el eslabón que la unía a los otros, la sociedad que ella siempre había codiciado… Empezó despertando mi pena: no tenía padres, vivía con un tutor que no la quería. Necesitaba cariño y nadie se lo daba. Como estudiante era poco brillante; tenía fama de retrasada mental. Fue aquella pena lo que me incitó a acogerla. Desde muy niñas me propuse compartir con ella todo lo que me pertenecía: trajes, zapatos, casa, diversiones, secretos… Así crecimos, así nos educamos y así construimos aquella absurda alianza que dio en llamarse amistad.
   Marina toma aliento. Nota la boca seca y sorbe el último trago de su vaso.
   – Hasta que un día, tal vez mal acostumbrada, decidió compartir conmigo a Rogelio…
   La ocurrencia provoca una risa convencional en los dos. Germán pregunta:
   – ¿Qué ha sido de ella?
   – Continúa vegetando. Ha engordado mucho. Probablemente si la vieras no la recono-cerías.
   – ¿Y entre vosotras? ¿Qué hubo entre vosotras?
   – Silencio… Un prolongado y elocuente silencio. Dejamos de tratarnos, pero no hubo violencia.
   Las manos de Marina ya no tiemblan y puede sostener el cigarrillo con arrogancia.
   – Sin embargo -añade ella mirando el suelo-, creo que ahora, después de tanto tiem-po, nada impediría que volviéramos a ser amigas…
   Germán arquea las cejas. Probablemente no entiende la pasividad de Marina.
   – No te extrañe -aclara ella-. No me refiero a la amistad de antes, ilusa, convencional y sublime… Eso se experimenta en la infancia, cuando imitamos la vida, o en la juventud, cuando empezamos a vivirla… Pero a mi edad, eso de la «amistad» tiene una dimensión muy distinta.
   Marina sonríe, la ironía le brota en todas sus palabras:
   – Para que la amistad sea verdaderamente meritoria, para que tenga una razón de ser, es necesario que venga arropada por un gran espíritu de sacrificio. Lo contrario implica egoísmo, y el egoísmo, según dicen todos, no encaja con la amistad… -Y la ironía le crece, se instala en su sonrisa, la ensancha como si fuera risa-. Yo me pregunto: ¿Qué mérito puede haber entre dos personas que no tienen nada que perdonarse y que, además, se encuentran a gusto juntas? La nuestra, a partir de ahora, sería «una amistad sacrificada», como mandan las reglas, y, por lo tanto, mucho más autentica que antes. -La sonrisa decae, se vuelve mueca y la ironía se va convirtiendo en despecho-. Porque tratar a Tina, ahora, verla y soportar sus sandeces, supondría un esfuerzo grande, Germán, muy grande.
   – Dices que ella se unió a ti por conveniencia. ¿Y tú, Marina? ¿Por qué fuiste amiga de ella?
   – Lo he pensado mucho… Tampoco yo era demasiado altruista. No estoy muy segura, pero creo que yo era amiga de Tina por el placer de protegerla. En el fondo, también ese sentimiento era egoísta. En realidad, todos somos amigos de alguien por algo. – Germán cambia de posición. Probablemente piensa que en todo lo que Marina está diciendo hay algo demagógico y amargo, algo con raíces más hondas que las de un simple perdón. Quizás intuye que ese tipo de valores humanos carece de interés para ella y que si ha perdonado a Tina es porque, al perdonarla, la ha sentenciado a muerte.
   – Bruna fue más inteligente que yo: no cabe duda. Ella comprendió en seguida lo que había entre Rogelio y Tina.
   Renace un silencio profundo. El pasado vuelve a estar entre ellos: «Igual que un cadáver violado», piensa Marina.
   Pero no se arrepiente de haber hurgado en él. Hay momentos en que para enterrar definitivamente lo que duele, es preciso desangrar el cadáver, matarlo aún más, nacerle la autopsia.
   Germán pregunta:
   – Aquella noche, cuando Rogelio acompañó a Tina a su casa, ¿qué ocurrió después?
   – Hubo una escena desagradable entre Rogelio y yo. Una escena que por una causa u otra venía repitiéndose con demasiada frecuencia. Rogelio llegó enfadado. Sin darme tiempo a reaccionar, se apresuró a decirme que, por mi culpa, él había quedado en ridículo una vez más…
   – ¿Por qué? La culpa no era tuya.
   – No lo era. Pero yo me sentía culpable. Aunque la razón de su censura fuera injusta, la censura en sí tenía una razón de ser… Tal vez por eso no me defendí como debí hacerlo… Es posible que Rogelio comprendiera mi estado de ánimo y extrajera ventaja de él. La verdad es que cuando alguien o algo me atacaba, jamás él se ponía de mi parte; al contrario, decía: «Tú te lo has buscado.» De ese modo me obligaba a sentirme en deuda con él. Tardé mucho en comprender que aquella forma de actuar era su defensa. No tenía otra.
   – Pero aquella vez -insiste Germán- debiste poner las cosas en su punto…
   – Lo intenté. Fue inútil. Rogelio no atendía a razones. Nunca toleraba que le llevasen la contraria. Lo habían educado con la convicción de que él jamás podía equivocarse. Hay ejemplares así, pequeños Torquemadas con el dedo apuntando continuamente a la hoguera.
   Marina se detiene. Vuelve a recordar a Tina. Aquélla noche la hoguera había sido ella. Y Torquemada sólo pensaba en la hoguera.
   – Supongo que Tina habría rematado su labor en el largo trayecto a su casa. Hacía pocos días, Rogelio me había dicho algo muy doloroso para mí: «Deberías acabar con tus di-chosos conciertos, Marina: te estás convirtiendo en el hazmerreír de nuestros amigos…» Has-ta entonces nunca se había atrevido a rozar ese tema. Él sabía que, para mí, la música era una parte importante de mi vida.
   Cierra los ojos: la voz de Rogelio vuelve a estar en sus oídos. Incluso escucha el saliveo quejumbroso que arrastraban sus palabras.
   Y recobra también el desamparo en que Rogelio la había sumido al usurparle, de un plumazo, su amor a la música.
   Supo entonces que aquella frase era el preludio de muchas otras. Cuando Rogelio se atrevía a dar manotazos como el que acababa de dar, inmediatamente echaba mano de otras razones para sentirse seguro.
   Aquel reproche no iba a quedar aislado. Vendrían más. Muchos más.
   Marina podía intuirlos. Los volcaba casi siempre cuando se volvía enigmático. Luego venían las advertencias. Unas advertencias misteriosas. Y al final, caía siempre el reproche.
   – Fue entonces cuando me confesó que Bruna me llamaba «La schubertina».
   Germán aprieta las mandíbulas una contra la otra. Los veintisiete años que separan aquel episodio del momento actual, no han sido lo bastante eficaces para despojarlo de su indignación. Dice:
   – Una crueldad innecesaria.
   – Sin embargo, fundamental para los planes de Rogelio. Fue un modo de situar a Bruna entre mis hipotéticos enemigos. Una forma de liberarse de ella… ¿Comprendes?
   Marina se encoge en el asiento. A pesar de su estatura, parece una mujer pequeña. Recuerda ahora que esa forma de sentarse también exasperaba a Rogelio.
   Había infinidad de cosas que Rogelio no podía sufrir en ella.
   – Ni que decir tiene que, al oír aquello, me quedé desarmada. No era sólo lo que decía… Era lo que callaba, lo que me daba a entender sin decírmelo… Tuve la impresión de que, tras aquella indirecta, había mil indirectas más, mil arcanos ciegos atentando contra cualquier ac-to de mi vida… No te rías, Germán… Rogelio conseguía atemorizarme por cosas así: vagas y punzantes. Le gustaba avasallarme con su razón cargada de sinrazones… Es muy posible que mi recelo lo agrandase todo. Pero también eso debía de formar parte de su plan.
   Traga saliva y aclara la voz:
   – Parecía como si su único objetivo fuera volverme insegura, amordazarme con temores abstractos… Me hablaba de fracasos, de torpezas mías que la gente comentaba a mis espaldas, cosas menudas pero implacables… Y, te lo aseguro, conseguía atemorizarme. Pero mi temor no era egoísta. En realidad, temía por él. Me dolía que, por mi causa, Rogelio pudiera quedar en ridículo…
   – ¿Qué hiciste?
   – Lo último que debí hacer: le pedí perdón. Le prometí que, en adelante, nadie hablaría de mí. Le di mi palabra de que ya nunca volvería a dar conciertos… Pero, en el fondo, le estaba pidiendo perdón por otras cosas: por haberme distanciado de él, por haberte querido a ti, por no responder, como era debido, a su generosidad… Gracioso, ¿verdad?
   – Gracioso -repite él.
   – Creo que nunca te lo he confesado, pero a partir de aquel momento me propuse olvidarte, Era la única forma que se me ocurría de recuperar la dignidad.
   – Nunca la perdiste. Al menos conmigo…
   – A veces lo que se desea puede ser tan culpable como lo que se obtiene.
   Y se calla: analiza la frase que acaba de pronunciar. Intuye que Germán no la entiende.
   – Por eso te he dicho antes que a pesar de tu regreso, a pesar de nuestros escasos encuentros posteriores, la mano de Bruna lo había modificado todo.

9

   Había sido un regreso inesperado, oculto para todos menos para Marina.
   Hubo una llamada telefónica: un acuerdo. Una cita en el vacío restaurante de Miramar y un sumergirse luego en las calles viejas de la ciudad, metidos en un taxi con gasógeno, que olía a rancio y a la colonia de Germán.
   Le habían dicho al taxista: «No se detenga: circule por donde usted quiera, pero no salga del área.» La cuestión era evitar a toda costa que la gente supiera que ellos dos estaban juntos. Tras la rotura de relaciones entre los Cebrián y los Alcántara, no se podía obrar de otro modo.
   Así había transcurrido la tarde: serpenteando por callejas sórdidas. Eran barrios que se caracterizaban por su independencia, grises, turbios y mediocres, de realidades civiles poco relevantes, como no fuera cuando alguno de ellos saltaba a las páginas de un periódico.
   Y, por primera vez desde que se habían conocido, Marina tenía la impresión de que entre ellos existía algo sórdido, algo deleznable: bastaba echar un vistazo al rostro aburrido y resignado del taxista para comprender lo que estaba pensando. Pero había que afrontar cual-quier suposición. Aquella entrevista era indispensable. Había un mundo de cosas que ventilar. Existían demasiados acuerdos pendientes de trámite.
   – Entonces, aquellas calles todavía tenían algo de pueblo -comenta Marina-. ¿Recuer-das, Germán? ¡Qué distinto era todo! Eran calles con sonidos propios, no como las de ahora.
   – Es cierto: había niños jugando en las aceras y perros ladrando y radios en sordina emitiendo seriales. Aquella tarde habían hablado mucho. Pero e! suceso de la mano era todavía demasiado reciente para comentarlo con imparcialidad. En realidad aquel episodio, por encima de cualquier contingencia, constituía una amenaza. Una amenaza que los condi-cionaba a una postura nueva y a un nuevo punto de vista. Por eso no se perdían en analizar detalles. Más que disertar sobre «lo que había ocurrido», urgía plantear lo que podía ocurrir.
   Aquélla había sido la razón de que no hubieran desmenuzado el caso como lo están desmenuzando ahora. El sesgo angustioso de su mutuo sentimiento iba desviándose hacia otras latitudes, y había que dejar asentadas infinidad de circunstancias.
   – Creo que aquella tarde ni tú ni yo hablamos con franqueza.
   – Es posible -admite él-. A veces la verdad es demasiado sucia.
   – Sí -contesta ella-, hay pudores inevitables como hay impudicias inevitables…
   – Me propusiste: «Es mejor que no volvamos a vernos…» En realidad esa frase me la habías dicho infinidad de veces, pero aquella vez sonaba distinta.
   Germán tiene razón. Aquella tarde ella estaba decidida a romper con él de un modo rotundo.
   – Recuerdo que te arrancaste a hablar de tus hijos, de tu conciencia, de tu marido… Dijiste: «Rogelio no merece que, por mi culpa, su nombre quede en entredicho…»
   – ¿Eso dije?
   Y de nuevo rompe a reír.
   – No debiste dejarme en el engaño.
   Sin embargo, no se lo reprocha: lo comenta. Nadie puede reprochar una fotografía vieja por muy desacertada que hubiera resultado.
   – Tuve la impresión de que ya no eras la misma: algo parecía haberse modificado en ti…
   – Recuerdo muy bien aquella tarde -dice ella-. Había momentos en que ni siquiera me daba cuenta de que estábamos juntos. Rogelio ocupaba por completo mis ideas. Rogelio y mi remordimiento. Tú me comunicaste: «Mañana regresaré a Madrid en el tren de las ocho. Si tú lo quieres, no volveré…»
   – Estabas inquieta, mirabas continuamente el reloj… Dabas la impresión de querer zan-jar pronto nuestra entrevista…
   – No te equivocabas. Me apremiaba dejarte. La incomodidad me iba creciendo por minutos…
   – Te propuse que nos despidiéramos allí mismo, en una bocacalle de las Ramblas… Y tú aceptaste.
   Había sido un adiós frío, lleno de premura y de miedo. Germán había bajado a toda prisa y el gasógeno había continuado su carrera, vacío ya de miedo y de Germán. Con una mujer dentro llena de propósitos buenos, inmunizada contra cualquier sentimiento Que pudiera apartarla de ellos.
   – Recuerdo que, al apearte, me sentí aliviada -confiesa ella-. Nunca hubiera podido imaginar que fuese tan sencillo renunciar a ti. Creo que pensé: «Tal vez no lo quiera como yo suponía.»
   – Yo me quedé en la calzada, desorientado, incapaz de reaccionar. Contemplé tu coche hasta que lo perdí de vista.
   – Al llegar a mi casa -continúa Marina-, fui directamente a mi cuarto… ¿Sabes lo que hice? Destruí todos los recuerdos que me ligaban a ti. Había cartas, fotografías, entradas de cine…
   Y ríe con desgana, con una risa tan destruida como los recuerdos de aquella primera etapa.
   – ¿Te dolió hacer eso?
   – No, eso era lo curioso. Fue una aniquilación sin desgaste. Tenía la impresión de que no era yo la que actuaba.
   – ¿Y de verdad creías que nunca volveríamos a vernos?
   – En todo caso, tenía la convicción de que si volvía a verte, mi decisión no iba a al-terarse. Me sentía igual que si hubiera salido de un pozo, o de un pantano, o de cualquier lugar absorbente. Lo único que me importaba era recobrar a Rogelio. En aquellos momentos yo todavía suponía que nuestro evidente alejamiento se debía a mí. No sospechaba aún que la culpa fuera de él.
   – Las mujeres sois simplistas.
   – Di mejor simples. Vanidosamente simples. Más de una vez había yo pensado: «Roge-lio se siente traicionado: seguramente espera de mí algo que yo no capto a causa de Ger-mán…» No se me ocurría imaginar que el descontento de Rogelio era una forma de sacudirme de su vida.
   – En efecto: la suposición era presuntuosa.
   – Pero lógica. Yo confiaba en él. ¿Comprendes? ¿Cómo sospechar que lo que Rogelio estaba deseando precisamente era provocar mi fatiga?
   Poco a poco aquella fatiga había ido creciendo en ella. Era una fatiga inquieta, que la obligaba a replegarse, a sentirse continuamente en inferioridad de condiciones. Sobre todo cuando Rogelio repetía: «Mi mujer es muy extraña y ha perdido el gusto de vivir. Nada le divierte, nada la complace.» Y ella había llegado a creer que Rogelio tenía razón y que su lasitud (aquella lasitud que aumentaba de día en día) no era provocada por el propio Rogelio, sino por ella misma.
   Recuerda ahora los cargos de Tina. «El pobre Rogelio está cada vez más solo… Deberías esforzarte.» Pero cuando se esforzaba, surgían inmediatamente las barreras, que nunca podía evitar y que se instalaban entre ambos del modo más inexplicable. «Mejor será que no me acompañes, Marina: vas a aburrirte mucho…» Y se iba solo. La dejaba tras la barrera, con su desorientación y su carga de remordimientos. Luego repetía a todo el mundo: «Ya lo estáis viendo: mi mujer no quiere acompañarme.»
   – Es muy difícil luchar contra un enemigo que se oculta, Germán. Y Rogelio se ocultaba. Se escondía tras una idiosincrasia que no le pertenecía y que todos, hasta sus amigos íntimos, consideraban sincera.
   Marina respira hondo y cierra unos instantes los ojos. Recuerda al Rogelio que ella ela-boraba en sus probetas particulares: un Rogelio consecuente, sereno, incapaz de un desvío, incapaz de una doblez. Un Rogelio que no la dejaba a merced de aquellos aburrimientos que (tal vez sin darse cuenta) él mismo fomentaba, sino que se esforzaba por ayudarla, por salvarla del hundimiento que la estaba amenazando.
   Y lo asocia al Rogelio de los últimos años: los de su enfermedad. Aquellos años «distin-tos» a los anteriores: ajenos por completo a todo resentimiento y a todo equivoco y que al fin le mostraban al Rogelio deseado, el que siempre hubiera necesitado tener.
   – ¡Qué mal nos conocemos unos a otros! -dice Marina-. O quizá lo que ocurre es que, sin darnos cuenta, cambiamos, nos volvemos otros… Y así, naturalmente, no hay modo de conocerse…
   Contempla el rescoldo de la chimenea. Se da cuenta de que el fuego está a punto de extinguirse, pero ya no lo aviva. La habitación se ha caldeado.
   – Rogelio era un hombre influible -sigue diciendo Marina-. No podía remediarlo. Casi siempre se dejaba llevar por el último que le insuflaba una idea. Mi torpeza consistió en no explotar esa peculiaridad suya.
   – ¿Crees tú que hubieras podido remediar algo?
   – Lo dudo, pero al menos me hubiera quedado la satisfacción de haberlo intentado.
   – No debes reprocharte nada: tus propósitos eran buenos.
   – Pero ineficaces. Aquella noche, después de haberme separado de ti, tuve que enfren-tarme con un Rogelio completamente opuesto a mis propósitos.
   Sonríe melancólicamente. Piensa: «No hay razón para sacar a relucir cosas tan alejadas del presente, tan convertidas en tiempo.» Pero la atenta actitud de Germán la anima a seguir hablando.
   – Su mal humor era evidente. Ignoro lo que le habría ocurrido. Lo cierto es que empezó, como de costumbre, a zaherirme con vaguedades: «La gente dice…» La difusa «gente» de Rogelio siempre preludiaba sus ataques. «La gente» era su terrible adivinanza. Una adivi-nanza que nunca llegué a descifrar cuando él vivía. Luego «la gente» fue Tina y Rosario, y acaso otras personas que ya no me tomé la molestia de descubrir.
   Germán sigue inmóvil: sus gafas enfocadas hacia ella.
   – Según él, «la gente» comentaba, censuraba, atacaba… «Yo educaba mal a mis hijos.» «Yo era extravagante.» «Yo hacía el ridículo interpretando a Schubert…» «Yo vestía mal.» «Yo no sabía comportarme en sociedad…»
   Se detiene. Piensa: «Tal vez no deba hablar así de un muerto.»
   – ¿Y luego? ¿Qué pasó luego?
   Marina piensa que hay algo morboso en la curiosidad de Germán. Dice él:
   – Es apasionante desmenuzar todo lo que nos ha situado en el presente.
   «Habla como si fuéramos muñecos o figuras decorativas, o piezas de ajedrez movidas por algo superior a nosotros», se dice ella.
   – Para ser exactos, no bastaría desmenuzar nuestros actos, sino los de todos. Al fin y al cabo, no estamos solos, Germán, dependemos de los demás. Todos influimos en todos. Cada historia es el resultado de millones de historias. No es justo culpar solamente a Rogelio. También yo era culpable. Sea por lo que fuere, yo «defraudé» a Rogelio. Y todo aquel que defrauda, traiciona.
   – ¿No estarás juzgándote con excesiva severidad?
   – Nunca somos lo bastante severos con nosotros mismos -dice ella con firmeza-. Ése es otro de los descubrimientos que sólo podemos hacer cuando llegamos a nuestra edad.
   A pesar del calor que emana de la chimenea, las manos de Marina están frías. Por eso las frota una contra la otra, y encoge los hombros y mira la ventana con la esperanza de ver salir el sol.
   – Excuso decirte que, aquella misma noche, el torreón de mis buenos propósitos, se vino abajo. Recordé de pronto todo lo que por la tarde había desdeñado. Recordé aquel adiós frío y rápido en un taxi detenido en las Ramblas. Recordé de golpe todo lo que volun-tariamente había perdido y que probablemente jamás iba a recobrar… Y recordé que era joven: que ante mí se extendía un camino largo, interminable… Un trayecto vacío, creado pa-ra mí sola.
   Y supo que si no moría, la soledad, para ella, iba a ser como un virus imposible de curar: una de esas enfermedades mortales, pero que no mataban: algo que se contraía, como se contraen las viruelas o la tuberculosis; que desgastaba el organismo y dejaba señales.
   – Y te recobré. Germán. Te recobré con mayor virulencia que antes. Te recobré aquella misma noche, en mi insomnio, en aquel llanto que Rogelio no oía porque estaba durmiendo. Tal vez si se hubiese despertado, si me hubiese preguntado: «¿Por qué lloras, Marina?», si se hubiese interesado, aunque sólo fuera por educación, por lo que me estaba ocurriendo, yo hubiera vuelto a perderte. Pero Rogelio dormía… o fingía dormir… no lo sé. Y yo era una isla devorada poco a poco por aquel mar de su sueño.
   Marina vuelve a mirar la ventana. Decididamente, el sol no lleva trazas de asomar. Al contrario. La niebla se acentúa y el día va pareciéndose cada vez más a una noche.
   – También aquel sueño era culpable.
   Las gafas de Germán se desvían. Mira el vaso de whisky.
   – ¿Puedo servirme otro trago? -pregunta.
   Lo hace él mismo, generosamente. Luego vuelve a sentarse en el sillón.
   – Así que me recobraste -dice después del primer sorbo.
   Marina intenta bromear:
   – Como se recuperan los furúnculos cuando uno imagina que han sido curados.
   Y ríen otra vez.
   – Por eso te he dicho antes que el amor es una especie de nivel, un hueco que pide ser rellenado, una autosatisfacción compartida: la persona es lo de menos.
   Germán no se inmuta:
   – Quizá tengas razón -admite.
   – No te quepa la menor duda -insiste ella-. Si aquella tarde Tina no se hubiese entre-vistado con Rogelio, si él no hubiese llegado a casa furioso, si no me hubiese hablado «de la gente», si no me hubiese dejado llorar toda la noche, yo, al día siguiente, probablemente no hubiera corrido a tu encuentro.
   – Pero tardaste, tardaste mucho.
   – Fue el día más largo de mi vida -recuerda ella-. Sabía que tú no te ibas a Madrid hasta las ocho de la tarde, que tu tren salía de la estación de Francia…
   – Aunque te parezca insólito, estuve esperando tu llamada telefónica desde por la ma-ñana: no podía aceptar aquella despedida nuestra tan helada y tan esquiva. Tenía el presen-timiento de que de alguna forma tú ibas a romper el hielo de un momento a otro.
   Pero Marina se había resistido. Había supuesto que las batallas se ganaban «dejando pasar las horas», sumando minutos vacíos… Ignoraba que, para vencer de verdad, era preciso algo más. Algo que, en aquellos momentos, ella aún no había descubierto, y que luego, al morir Rogelio había poseído en su plenitud.
   – Mil veces estuve tentada de llamarte, de rogarte que volviéramos a vernos, de concer-tar un nuevo encuentro y pedirte que te quedaras…
   – ¿Por qué no lo hiciste?
   – Había varios motivos; me avergonzaba convertirte en un recurso… Pero además tenía miedo… Sentía los nervios deshechos y me notaba atrozmente cansada…
   Era un cansancio nuevo, rodeado de límites: existía la mano de Bruna, existía «la gente» de Rogelio, existía el odio de Rosario y sobre todo, existían sus hijos. Todavía niños, todavía dóciles y cariñosos…
   – Había límites -dice ella-, muchos límites.
   – Aquel día no llovía -comenta él-, recuerdo que incluso hacía calor.
   – Era primavera, como ahora.
   – No, como ahora no. Entonces los días eran más largos y no olía a invierno.
   – Éramos jóvenes, tremendamente jóvenes. Por eso el tiempo duraba más.
   – Sin embargo, cuando subí al tren me sentía viejo: como si un siglo entero hubiera caído sobre mí. Era duro volver a casa sabiendo que ya nunca iba a verte… Y me arrepentí de no haberte hablado claro, de no haberte puesto al corriente sobre la verdad de tu marido. Sí, Marina, me arrepentí de todo eso y de mucho más.
   Pero ella se había mantenido firme y había dejado pasar las horas como dejaba pasar sus latidos, lechan do contra ellas, consultando el reloj cada cinco minutos: temiendo y deseando a la vez que aquellas horas se esfumaran. Dando valor a cada segundo y procurando olvidar que todavía quedaba tiempo, que Germán aún estaba allí, en la habitación de su hotel, aguardando el momento de dirigirse a la estación de Francia.
   – A las ocho menos cuarto pensé: «Ya está. Ya he ganado la batalla. Germán ha subido al tren y yo no he dado un paso para retenerlo…»
   – ¿Te quedaste tranquila?
   – Sabes muy bien que no. Fue peor, mucho peor. Nada más horrible que el hecho consumado. Y tu subida al tren era un hecho consumado.
   Fue al mirar los abetos del jardín. Los vio bañados en sombras, quietos, más desolados que nunca. Y le dio horror imaginar que ella podría contaminarse de aquella desolación. No quería parecerse a ellos.
   Recordó de pronto que ella no estaba enraizada en la tierra; ella no era un árbol, ella podía moverse y andar y correr… Ella todavía podía salir de allí, escapar de los abetos, dejarlos solos en su desolación…
   – Recordé que el tren no salía de la estación hasta las ocho en punto y que si me daba prisa, aún podría alcanzarlo en el apeadero de la calle de Aragón.
   Germán sonríe con sonrisa indulgente: como la que se esboza cuando se contempla una película muda.
   – Al meterme en el coche, vi la silueta de Rosario atravesando la calle. Me hizo señas para que me detuviera, pero yo fingí no haberla visto. No podía permitirme el lujo de perder ni un segundo. Afortunadamente, el tráfico de entonces era escaso y los coches no suponían un problema para la circulación.
   Había conducido alocada, el pecho oprimido, la respiración tumultuosa. Respiraba al ritmo del tren que se dirigía hacia su misma meta. Pensaba: «Ahora estará en las afueras». Y se esforzaba en imaginar todo lo que Germán estaba viendo en aquellos momentos: el cruce de los raíles, los postes eléctricos, las casuchas viejas del alfoz, el túnel… Tenía la sensación de que, al imaginar todas esas cosas, se identificaba al tren en el que Germán viajaba, e impedía que se le adelantase.
   – Bajé por el paseo de Gracia como un rayo -explica Marina-. No entiendo cómo no provoqué un accidente. Entonces apenas había semáforos. ¿Recuerdas? Nada me detenía. En el fondo no me hubiera importado no llegar nunca. Lo que realmente me importaba era llegar tarde.
   – Llegamos a la vez -dice él. -Sí -repite ella- llegamos a la vez. -En cuanto el tren se detuvo en el apeadero, te vi bajar corriendo por la escalera. Ibas vestida de blanco…
   El revisor repetía: «Rápido, no se entretengan.» Había un barullo grande. Un barullo lleno de urgencia, de humo, de suciedad. Un fuerte tufo a hollín lo invadía todo.
   Marina se vio de pronto frente a él. Y el tufo a hollín olía a la colonia de Germán. Lo demás se esfumaba. Eran imágenes de relleno, circunstancias que carecían de valor.
   Germán la estrechaba entre sus brazos. Le repetía palabras que le inyectaban vida, que la rescataban de aquella muerte a la que se había entregado durante todo el día. Y no pensó en nada. Sólo en que Germán la tenía en los brazos, que se despedía de ella sin frío, sin el horrible sudario de la tarde anterior. No hizo preguntas. No había tiempo de hacerlas. El tren no cesaba de bufar y la gente se iba acomodando en sus puestos: «Usted, señor, va a perder el tren…» Y Germán repetía: «Por muchos años que pasen…» Fue un instante. Un instante eterno. O una eternidad instantánea: algo que recordar toda la vida.
   Después Germán había subido de nuevo al compartimiento. Las ruedas se movían. Los vagones arrancaban hacia el túnel, ruidosas y renqueantes, tal como habían venido, pero con la carga completa.
   Y ella se quedó allí, junto al quiosco de bebidas, contemplando los raíles, relucientes y desnudos, destacando nítidos sobre un pavimento de piedras chamuscadas.
   Luego se había sentado en un banco, aturdida, con su victoria de cartón convertida en derrota.
   Algo había acabado para ella. Algo que, sin embargo, persistía en su destrucción, y que, probablemente, persistiría siempre.
   Pronto el andén había quedado vacío pero el humo del tren continuaba subiendo lenta-mente por el hueco que partía la calle.
   – Aquella calle ya no existe -dice Marina-. Ahora es como una avenida.
   Una avenida más en la ciudad, sin estaciones visibles ni huecos cercados por baran-dillas. Una avenida amplia, liberada de humos pero infectada de coches.
   – Me llevé tu imagen como si me llevase un tesoro -dice él.
   – Yo tardé en subir a la calle -contesta ella-. Pero cuando llegué arriba, el humo de tu tren todavía serpenteaba por los tejados.

10

   Los cristales del salón se secan lentamente y aunque las fachadas de enfrente continúan goteando, el cielo parece forcejear entre el sol y la niebla a impulsos de una prima-vera que lucha por subsistir.
   Germán deja su vaso en la mesa y se pone en pie.
   – Aquella tarde, cuando llegué a mi casa, estuve a pique de contárselo todo a Rogelio -confiesa Marina.
   – ¿Qué te lo impidió?
   También él habla con la mirada desviada.
   – No lo sé con exactitud: tal vez mi temor a herirlo.
   – Únicamente lo hubieras herido en su amor propio.
   Lentamente camina por la estancia, se detiene ante un cuadro y entorna los ojos para verlo mejor. Marina permanece sentada. Sabe que Germán se ha levantado porque escucha el crujido de sus zapatos. Entonces mira el sillón y observa el hoyo que ha dejado su cuerpo: «Mañana la asistenta borrará su huella», piensa Marina.
   – ¿Cómo podía yo saberlo?
   Pero aquella vez la huella de Germán estaba en su cuerpo y sólo había un medio de suprimirla: descargando su conciencia.
   – De cualquier forma no hubieras conseguido nada. Acuérdate de lo que te dijo años después…
   – Es posible -responde Marina-. Pero hubiera sido tan maravilloso apoyarme en Ro-gelio y pedirle que me ayudara… ¿Qué podía él reprocharme? Entre tú y yo todo era limpio…
   Germán señala un cuadro: flores, luz, colores desvaídos.
   – ¿Sacharoff? -pregunta.
   Ella asiente.
   – Lo adquirí hace años -explica Marina-, cuando aún no había muerto. Entonces no se cotizaba como ahora.
   – Siempre ocurre lo mismo -dice él-, nunca cotizamos suficientemente aquello que tenemos al alcance de la mano…
   Y Marina tiene la impresión de que Germán, en estos momentos, no habla del Sacha-roff.
   – La incertidumbre es patrimonio de los artistas – comenta ella.
   – Y de los que no lo son.
   Y contempla el cuadro con insistencia, prendido de aquella incertidumbre que lo ha hecho posible.
   – De todos modos, creo que si Rogelio, aquella noche, me hubiese preguntado de dónde venia, yo le hubiera dicho la verdad.
   Germán se vuelve hacia ella. Marina y el Sacharoff se funden, se mezclan en una con-fusa gama de matices.
   – ¿Crees que habría reaccionado?
   – Quizá me hubiera bastado provocar su reacción: hablarle, sincerarme, ser yo misma sin repliegues… Tal vez entonces hubiera conseguido lo que necesitaba.
   Traga saliva. Carraspea.
   – ¿Qué era?
   – Olvidarte.
   Germán abandona el Sacharoff y recupera su vaso.
   – Pero Rogelio no preguntó: no le interesaba saber cómo empleaba mi tiempo. Se había acostumbrado a no hacerme preguntas. Tal vez adoptara aquella postura para evitar que yo le hiciese preguntas a él.
   Aquella noche Marina había entrado en el salón con el ánimo quebrado, sus energías rotas, sus resortes oxidados. Era extraño vestir de blanco cuando el frío se metía en el alma. Contempló de nuevo los abetos del jardín y ya no le parecieron prisioneros de la tierra. Era casi un consuelo verlos allí, con sus ramas tensas y extendidas, plétoras de agujas verdes.
   – Lo vi sentado en el sillón donde solías sentarte tú en las antiguas veladas de invier-no… Leía un periódico.
   Germán recupera su asiento y deja el vaso en la mesa.
   – De modo que lo único que te importaba era «olvidarme» -comenta como consigo mismo-. Evidentemente, era el camino más fácil.
   – No -replica ella-, era el más difícil.
   Rogelio apenas había alzado los ojos para verla entrar. Ni siquiera la había saludado. Dijo solamente: «Enciende la luz: está anocheciendo.»
   – Anochecía -dice Marina-, anochecía en aquel cuarto, en el jardín, en mi alma, en el mundo entero… No era posible vivir siempre en plena noche, ¿comprendes? Por eso quería olvidarte, por eso quería volcárselo todo a Rogelio: para recuperar el día, para ser una mujer normal, en una familia normal: con noches y con días, con tardes y con mañanas…
   – ¿Y dónde quedaba yo? -pregunta Germán mirando su vaso-. ¿Lo has pensado al-guna vez?
   Marina no sabe si Germán está hablando en serio; tras sus gafas tiene la impresión de descubrir un destello chancero.
   – Sabía que en ti el olvido era más fácil. Los hombres no sois como las mujeres.
   – Te equivocaste.
   – A medias: tú lo sabes, Germán.
   – Nunca llegaba a ser un olvido rotundo…
   – Bastaba que fuera parcial. Los olvidos parciales también alivian, conceden respiros… Yo, en cambio, me había condenado a continuar muriendo día tras día con ese tipo de muerte que acogota y desmonta, pero que no mata.
   – Ninguna mujer se parecía a ti. Ninguna conseguía borrarte de mi memoria.
   – Pero todas colaboraban para que mi recuerdo no fuera un látigo o una daga o un veneno…
   – ¿De verdad fui yo todas esas cosas para ti?
   Marina sonríe. Hay algo de pasmo en su sonrisa. Piensa, no sin razón, que están los dos a punto de bordear cierto trascendentalismo que resultaría fuera de lugar. Dice quitando im-portancia al asunto:
   – Supongo que lo eras… Especialmente porque el único que podía evitar que lo fueras, no quiso ayudarme.
   «Enciende la luz: está anocheciendo», había dicho Rogelio. Y el tono de su voz era áspero, casi airado: se parecía mucho al que había utilizado la noche anterior cuando le había echado en cara: «La gente dice…» A pesar de todo ella había insinuado: «Quisiera hablarte, Rogelio.» Lo había murmurado con timidez, creyendo que, una vez en el camino, ya no iba a resultarle difícil plantearle el asunto y explicarle la verdad.
   Necesitaba sólo un empujón, un compromiso pequeño: lo demás vendría sin esfuerzo.
   Pero Rogelio había prescindido de aquel compromiso. No entendió que, tras aquellas palabras, había una súplica. Seguramente imaginó que Marina iba a reprocharle algo. Y él no estaba dispuesto a tolerar reproches.
   Por eso le salió al paso sin miramientos. Imposición contra imposición. Exigencia contra exigencia. Aquél había sido siempre el lema de Rogelio: «Cuando vayan a avasallarte, contra-ataca.» No había que dejarse dominar.
   – Cuando le dije «Rogelio, quiero hablar contigo», yo no sabía aún lo que iba a decirle. Era mi forma de comprometerme para luego confesarle la verdad. Pero fue un error. Rogelio debió de suponer que yo iba a echarle en cara la escena de la tarde anterior.
   – ¿Qué te contestó?
   – Lanzó el periódico al aire, ¡qué bien lo recuerdo!, y levantó la voz como si lo hubieran insultado. «El que va a hablar, soy yo.»
   – ¿Fue entonces cuando se refirió a mí?
   – Al principio pensé: «Ahora citará a Germán. Me obligará a confesar como si fuera culpable…» Pero ni siquiera te mencionó.
   – ¿Qué dijo?
   – Lo de siempre. Rogelio no disponía de un repertorio muy variado. Se arrancó a criticar la educación de nuestros hijos: «Sin una institutriz adecuada, sin una persona que les hablara en inglés o en francés… Sin alguien con suficiente criterio para enseñarles a comer como es debido, a saludar con educación y a comportarse como niños civilizados…» Y recor-dé que Rosario había entrado en casa cuando yo me había ido y comprendí que el furor de Rogelio se debía a las censuras de su hermana.
   – ¿Eso fue todo?
   – No: aquel día Luis había merecido malas notas y Lucía había contestado mal y Carlos había escrito un poema. Para Rogelio, «escribir poemas» era poco menos que un delito. No podía sufrir que Carlos se inclinara hacia el arte. Decía siempre: «Lo ha heredado de ti: tú tienes la culpa de que nuestro hijo salga averiado…»
   Había sido una escena grotesca. Una de esas escenas que antaño la habían obligado a derramar lágrimas para que, al final, Rogelio la cogiese en los brazos y le pidiera perdón. Pero Rogelio llevaba ya muchos años sin estrecharla entre los brazos para pedirle perdón y ella llevaba muchos años sin derramar lágrimas con esa finalidad.
   – Quise interrumpirle: decirle que todas aquellas bravatas carecían de importancia; que el inglés y el francés no precisaban de institutrices para ser aprendidos, que la vida había dado un cambio y que las institutrices eran elementos caducos y perniciosos que de ningún modo podían sustituir los cuidados de una madre… Quise decir infinidad de cosas que no dije. Rogelio no me dejaba. Cuando cogía carrerilla, se despachaba a su gusto, pero impedía que los demás hablasen.
   Y ella lo había escuchado, sin comprender exactamente dónde quería ir a parar, sin adivinar que tras aquel racimo de cargos, Rogelio escondía un temor grande a que Marina «hablara», a que Marina «preguntara». Era preciso darle la sensación de que «el malestar» que Rogelio demostraba tenía su raíz en ella, en su incapacidad como ama de casa, como madre, como esposa… «Demasiados pájaros en la cabeza…» «Demasiadas sesiones de piano…» Buscaba siempre lo que más podía herirla, aunque no viniese a cuento.
   – Las reacciones de Rogelio eran imprevisibles y desconcertaban… Sobre todo eso: desconcertaban, anulaban… En cierta ocasión llegó a decirme: «Te comportas como una cole-giala…» Y comprendí que tenía razón.
   – Siempre hay algo de colegiala en toda mujer, por mucho que madure.
   – Es cierto -dice Marina-, creo que esa rémora nos acompaña hasta la tumba… En cuanto a vosotros, tampoco podéis desprenderos de ser toda la vida un poco «napoleones».
   – ¿Lo dices por su afán de conquistas o por su despotismo?
   – Lo digo, más que nada, porque no sabéis perder. En cuanto asoma esa posibilidad, os desmoronáis, os echáis a morir o planeáis represalias: aunque no tengáis razón.
   Y deja que su frase flote en la sala convertida a su vez en una represalia pequeña.
   – De cualquier forma, aquella noche Rogelio me dejó con el terror dentro. Era un terror que me paralizaba, que me impedía comunicarme con él abiertamente. Tenía la impresión de que algo definitivo se había roto entre nosotros, pero no conseguía una idea clara de lo que debía hacer para reconstruirlo.
   – Probablemente Rogelio no te hubiera dejado…
   – Sin embargo, yo creía que la culpa era mía, sólo mía. Ése fue el error. Por eso me preocupaba tanto no saber dónde empezaba y dónde acababa aquella culpa. Cuando se ignoran esas cosas, también se ignora lo que se debe hacer para repararlas.
   Germán le ofrece un cigarrillo, Marina lo enciende y su mano ya no tiembla.
   – Debería existir una ley que condenase ese tipo de atentados -dice ella riendo-. Me refiero a los del criterio propio. Pero esa ley no existe: sólo existen leyes para los hechos. Las causas que los han provocado, no interesan…
   Marina se recuesta de nuevo en el sillón y mira el humo, que de nuevo busca el hueco de la chimenea:
   – La verdad es que, en aquella época, toda yo era un amasijo de contradicciones: una mezcla de vergüenza y de desprecio hacia quien la provocaba, una lástima grande por Rogelio y un rencor ineludible por lo que me hacía sufrir… Y así viví durante años y años; sin entender nada. Cansada de todo y de todos.
   Sonríe. No quisiera abrumar a Germán con aquel cansancio suyo. Dice luego:
   – Llegó un momento en que lo único que me importaba, era no despertar su irritación, no provocar sus continuos y machacones despropósitos. Evitar a toda costa su malestar.
   Así había comenzado a distanciarse de su marido: sometiéndose a ciegas, tanteando la superficie para no herirlo, pero sin hurgar el fondo. Y así, también, había comenzado el vacío total, la incomprensión total, el total divorcio de sus ideas mutuas.
   – Procuré anularme: darle la razón en todo. Cuando alguien atenta contra nuestro pro-pio criterio y lo deja inservible, no existe más defensa que claudicar.
   – ¿Conseguiste aplacarlo?
   – Conseguí sus bostezos -dice ella riendo-. Eso fue todo lo que conseguí. Germán se lleva el cigarrillo a los labios. Centra sus gafas. Marina prosigue:
   – Hasta que un día cometí un error fundamentad: se lo conté todo a Tina.
   – Era previsible -dice él-; las mujeres soléis cometer ese tipo de suicidios.

11

   – Fue lo mismo que meterme en la boca del lobo -sigue explicando ella-. Una cosa e-ra que Rogelio supiera la verdad a través de mi versión y otra cosa era conocer esa versión a través de Tina.
   Visto el asunto de lejos, era sencillo percibir la influencia que había ejercido Tina en las reacciones de Rogelio. Pero no sólo había sido Rogelio el que acusara entonces la influencia de Tina. También Rosario había dado muestras de experimentarla.
   – Por si fuera poco, Tina y Rosario se hicieron amigas -dice Marina-. Se trata de una amistad incomprensible, no sólo por la diferencia de edad, sino por la diferencia de mentali-dades.
   – Efectivamente -comenta él-, te metiste en la boca del lobo.
   – Te preguntarás sin duda cómo no llegué a sospechar el juego que Tina se traía entre manos… Es muy sencillo: también ella cometió uno de esos «atentados» contra el criterio de los que te he hablado antes. Y lo peor era que no sólo jugaba conmigo, sino con mi propia cu-ñada.
   Marina contrae los ojos, los achica como suele hacer cuando contempla un cuadro a distancia:
   – A ella debía de mendigarle su amistad, pero a mí me demostraba que era Rosario la que andaba mendigando la suya. Solía repetirme: «Esa pelma de tu cuñada sé aferra a mí co-mo una lapa.» Y yo la creía. No había razón para no creerla.
   Hay gente así. Gente que para conseguir sus propósitos no vacila en tergiversarlo todo y en soportarlo todo. Tina conocía a fondo las flaquezas de Rosario, flaquezas que la ponían en trance de «adorar o detestar». Cualquier nimiedad podía derretir a Rosario. Y cualquier ni-miedad podía convertirla en juez.
   Lo esencial era calibrar con acierto aquellas nimiedades, manejarlas con tacto. Y Tina las manejaba con la soltura intuitiva de los irresponsables.
   – No vayas a creer que se me escapaba el evidente servilismo de Tina frente a Rosario. Era tan claro como la luz del día. Pero tenía razones para suponer que lo hacía para compla-cerme.
   Había cosas irreversibles, cosas que conseguían efectos rápidos y contundentes. Por ejemplo: alabar sus vestidos, sus recetas de cocina, sus frases lapidarias… Y había también lo que «no se debía decir», por ejemplo: «Fulanita es estupenda» (para Rosario nadie lo era). «La vida puede ser alegre» (para Rosario la vida era un erial). «Fulano es muy inteligente» (para Rosario el único hombre inteligente era su hermano). Luego había lo que «no se debía hacer», por ejemplo: sorprenderla en su casa sin haber anunciado la visita, o entrar en el coche antes que ella, o mostrar impaciencia por algo, o interrumpirla mientras hablaba. Así era aquella mujer irritante e irritada.
   – Lo cierto es que Tina pasaba horas y horas haciendo compañía a mi cuñada, aunque para ello fuera preciso oírle repetir su invariable repertorio de incongruencias. No vacilaba en darle a entender que su compañía era grata e indispensable. Y le sonreía, siempre le sonreía.
   – Ciertamente, no fuiste muy sagaz, Marina.
   – ¿Qué quieres? -bromea ella-. Una presume de lince, de sutil, de inteligente, y de re-pente un buen día despierta con la sensación de haber actuado con la torpeza de un oran-gután.
   Y vuelve a pensar: «Decididamente, nadie conoce a nadie por muy cerca que lo tenga.»
   – ¿Así que Rosario y Tina se hicieron amigas?
   – No -rectifica ella -, Rosario era incapaz de tener amigas: tenía sombras. Eso era Tina para ella: una sombra cada vez más imprescindible. Había descubierto que Rosario podía proporcionarle lo que ella jamás había tenido: lujo, comodidades, caprichos, viajes… y, sobre todo la aprobación de Rogelio. Ése era el punto crucial. Con su admirable intuición de tonta había comprendido que, al arrimarse a Rosario, tenía asegurada la admiración de su hermano. ¿Te he dicho alguna vez que Rosario y Rogelio eran esencialmente consustanciales?
   Germán no contesta. Fuma, sacude la ceniza y respira hondo:
   – Llegó un momento en que casi me alegró saber que mi cuñada y mi mejor amiga eran inseparables. Era una especie de garantía para mí. Rosario siempre me había considerado «funesta» para la familia. Se le había metido en la cabeza que yo me había casado con su hermano por razones económicas. Por eso me alegré de que Rosario fuera amiga de Tina: «Ahora sabrá que esa idea era equivocada», pensaba yo.
   Marina toma aliento: lo necesita para explicar la historia de aquel pobre y maltrecho limbo suyo.
   – Sin embargo, aquella «garantía» se convirtió pronto en un verdadero infierno. El conflicto que iba creando era cada vez más arrollador: lo ponía todo en carne viva, provocaba crisis que yo no me explicaba, que ni siquiera Tina sabía explicarme y que, de vez en cuando, le hacían exclamar: «Tu cuñada está loca; completamente loca.»
   Era entonces cuando Marina le suplicaba a Tina que no rompiese su amistad con ella. «Sobre todo, no me defiendas… Eso la saca de quicio. Llévale la corriente…» Y Tina fingía sacrificarse: «Por tratarse de ti: sólo por tratarse de ti, Marina…»
   – Fue una jugada maestra. Una de esas jugadas que salen «por casualidad» y que de ha-ber sido realizadas por gentes inteligentes, quizás hubieran fracasado. Pero la intuición es siempre superior al talento.
   Marina vuelve a mirar la calle. Ceñuda, dice súbitamente:
   – ¡Vaya día! Ahora, la niebla.
   Germán no se mueve. Quizás haya comprendido que Marina busca una excusa para desviar el tema.
   – También aquí hay niebla -dice él.
   Marina finge no entenderlo.
   – ¿Quieres que encienda?
   – Sería inútil. La oscuridad persistiría.
   Marina se da por aludida. No hay razón para seguir fingiendo.
   – De todos modos, la penumbra es buena consejera: la luz excesiva ciega, aturde, en-gaña.
   – Lo ideal seria el término medio.
   Guardan silencio unos instantes. Ambos se sumergen de nuevo en las tinieblas de otros tiempos, de otras primaveras parecidas a la actual, grises, opacas, lluviosas y repletas de incógnitas que nunca consiguieron aclarar.
   – El caso es que, al alejarme tanto de mi familia, al darme cuenta de la hostilidad que formaban en torno a mi, me agarré a Tina desesperadamente. Creo que, por aquella época, le confié hasta el rincón más oculto de mi vida.
   – ¿Y ella? ¿Cómo reaccionaba?
   – Puedes suponerlo: se ponía de mi parte. Más aún: varias veces fue Tina la que me ayudó a encontrarte de nuevo…
   Habían sido encuentros furtivos, entrevistas falsamente casuales: ni uno ni otro confesaban nunca haberlas proyectado.
   – A veces el «término medio» puede ser también un error -dice Marina.
   Y recuerda la estéril preparación de aquellos encuentros: siempre breves, sin conti-nuidad, sazonados de temor y de desaliento.
   Tina había sido en casi todos ellos el lazo de unión: el hada buena que cultivaba las coincidencias: «Si quieres ver a Germán, no dejes de acudir a tal sitio…» Ella misma la acom-pañaba. Ella misma se ofrecía, desinteresadamente, a provocar el lance. Nunca fallaba. Tina sabía manejar los resortes de la intriga con verdadero acierto.
   Al principio los encuentros resultaban violentos. El recelo de ambos los mantenía a distancia. La posibilidad de que uno hubiese podido olvidar al otro, los acoquinaba. Se ten-dían la mano fríamente, como dos conocidos «sin recuerdos», como dos amigos distanciados. Luego adquirían confianza. Se explicaban sus andanzas, sus vacíos… Y cuando venía el mo-mento de separarse, surgía el ritornello: el leitmotiv que nunca acababa de morir: «Por muchos años que transcurran…»
   Y el adiós. El eterno y repetido adiós que volvía a desconectarlos, a crear tiempo y leja-nía entre ambos. Así habían pasado años y años. Así se habían sumergido ambos en aquel «término medio» que no admitía presencias, pero que tampoco las rechazaba.
   – Un día Tina me comunicó que te habías separado de Bruna.
   Aquella separación había sido la comidilla del año. Ya nadie se acordaba del episodio de la mano. Habían caído demasiados inviernos sobre él.
   – Fue el año del piojo verde -bromea ella-. Excuso decirte los chistes que se inventa-ron a propósito de aquel virus y de tu separación…
   Sin embargo, para Marina había sido más fácil defenderse contra el peligro del piojo verde que contra el peligro de aquella noticia. A veces pensaba: «Ahora Germán volverá y yo no sabré cómo eludirlo…» Pero Germán se había mantenido alejado. Más alejado que nunca.
   – Al poco tiempo me enteré de que vuestra separación la había provocado otra mujer.
   – Era cierto. Pero duró poco. Nuestra posible separación venía coleando hacía ya mu-cho tiempo.
   – Lo sé: también sé que no había sido la única…
   – ¿Te desilusionaste?
   – Un poco. Me causaba mucha pena saberte tan hundido, tan atrapado por los conven-cionalismos de la gente…
   – Mientras tanto, ¿tú qué hacías?
   – Vegetaba.
   Y se ve a sí misma metida de lleno en el abandono de Rogelio. Había comenzado la fase de sus viajes. Aquellos viajes que la iban dejando cada vez más sola y desorientada.
   Ella no entendía aquel empeño de Rogelio en salir constantemente de viaje. Tampoco entendía las desapariciones de Tina ni las perpetuas indirectas de Rosario: «Algún día sabrás lo que estás perdiendo…» Le decía con aire misterioso.
   Y percibía los aguijones de la incógnita sin que pudiera hacer nada para eludirlos. Los soportaba como algo inevitable: una molestia más, parecida a las restricciones eléctricas o a la escasez de gas…
   – Fue entonces cuando encontraste a otro hombre, ¿no es cierto?
   Marina lanza su cigarrillo al fuego. Pregunta con expresión impasible:
   – ¿Qué te obliga a suponer semejante cosa?
   – Deducciones. Por ejemplo: ¿por qué no pleiteaste cuando te quedaste viuda? ¿De qué tenías miedo?
   Marina baja la vista. Vuelve a contemplar la alfombra. Vuelve a pensar que ha envejeci-do demasiado.
   – Yo no te he hablado de miedo. Te he dicho solamente que, de iniciar el pleito, lo hubiera perdido. Me faltaban medios económicos… Rosario se las hubiera ingeniado para evitar que lo ganase.
   – Eso está por ver. Yo, como abogado, nunca te hubiera permitido que cedieras.
   Marina mueve la cabeza de un lado a otro. Cierra los ojos. Dice:
   – Era mejor no levantar la liebre.
   – ¿Por qué? Al fin y al cabo, tenías tres hijos.
   – Ellos no salieron perjudicados. El Juez nombró un Consejo de familia para adminis-trar sus bienes. Cada uno de ellos ha heredado al cumplir la mayoría de edad.
   – Lo que me faltaba oír -exclama Germán escandalizado-. De modo que te quitaron hasta el derecho a la administración…
   Asiente ella, sin palabras, las manos pegadas a los brazos del sillón.
   – Los Cebrián eran poderosos. Hubiera sido inútil luchar. Afortunadamente, no me quitaron los hijos. Sólo administraron sus bienes…
   Germán la mira asombrado. Incapaz de comprender lo que le está diciendo. Marina piensa: «O deja de mirarme así, o voy a acabar gritando.»
   – ¿De qué te acusaban? -pregunta-. Por favor, Marina, ¿de qué te acusaban?
   Marina no resiste más. No puede resistir esa pregunta. No soporta el tono con que ha sido formulada, ni la actitud inquisidora del que la ha formulado.
   Avanza hacia el ventanal. Ve la niebla. Ve la gente que se mete en ella. Ve las fachadas de enfrente todavía húmedas, todavía destilando agua sucia.
   – ¿Para qué? ¿Para qué quieres saberlo? -responde sin mirarlo-. Ya te he dicho que te daba permiso para que pensaras de mí lo que se te antojase…
   Y quedan los dos en silencio. De espaldas. Desgajados el uno del otro. Más divergentes que nunca.
   – Ya lo ves -le oye decir Germán. Ha hecho falta que Bruna muriese, para que te ente-rases de que ninguna mujer es una diosa.
   Y se dice: «Que piense lo que quiera, que opine lo que le pase por la cabeza… Todo es ya indiferente.»
   Vuelve a consultar su reloj de pulsera. Dentro de unas horas Germán se irá y nunca vol-verá a verlo. ¿Para qué desperdiciar energías? ¿Para qué reconstruir más de lo que ya ha re-construido? ¿No le basta acaso saber todo lo que ya sabe?
   – No llego a entenderte, Marina.
   – No es necesario «entender» lo que ya ha pasado. Lo importante es mirar hacia adelan-te. Yo nunca voy á ser tu «adelante», Germán. No tienes por qué esforzarte en comprender-me.
   Germán se levanta. La ve de espaldas; la escasa luz del ventanal aureolando su cuerpo. En esos momentos podría ser la Marina de los años cuarenta, la misma Marina que había co-rrido tras él cuando el tren se dirigía al apeadero.
   No se acerca a ella. Se apoya en la chimenea. Procura centrar su memoria. Pero la memoria se le escapa.
   – ¿Cómo se explica que Rogelio no hiciera testamento? Tu marido era un hombre pre-cavido…
   Marina se encoge de hombros. Se vuelve hacia Germán. No hay gran distancia entre ambos: sólo veinte años de silencio.
   – No lo sé. Ni me importa. No creo que lo hiciera a propósito. Rogelio era miedoso. Y se resistía a morir. Tal vez creyera que el hecho de redactar un testamento pudiera acelerar su muerte. Hay hombres así.
   Pero Germán no la cree. Conoce a Marina: sabe que la convicción de su tono de voz es falsa.
   – ¿Estás segura de que fue ése el motivo? ¿Estás segura de que no lo hizo aposta para dejarte en la calle?
   Marina se lleva una mano a la frente. Se pinza el entrecejo. No soporta la inquisidora mirada de aquellas gafas. Le molesta sobre todo el recuerdo. El horrible recuerdo de aquellos días.
   Germán insiste;
   – ¿Estás segura de que no fue un manejo de Rosario y de Tina?
   – ¡No! -le interrumpe ella-. No fue Tina, no fue Rosario…
   – Entonces…
   – Por favor -suplica ella-. Por favor, Germán, no preguntes, no vuelvas a preguntar-me…
   Hay algo patético en su ruego. Algo que desarma a Germán inmediatamente.
   – Discúlpame -vuelve a decir. Y renuncia. No insiste.
   Marina levanta el rostro. Sonríe. Es una sonrisa triste que no sólo disculpa sino que agradece.
   – Perdóname -insiste él-. Te estoy haciendo sufrir…
   – Ya pasó.
   Hay unos instantes en blanco. Una transición sin palabras. Marina rompe el silencio con una pregunta jocosa:
   – Dime, Germán, ¿está todo lo bastante confuso para satisfacerte?
   Y ríe con naturalidad. También él ríe. Y la tormenta se disipa.
   – Creo que sí.
   – Entonces -añade ella-, deberíamos pensar en otra cosa más importante: ¿dónde vamos a almorzar?

12

   El coche de Marina rueda por la calzada lateral del paseo de Gracia, porque en el cen-tro están haciendo obras.
   – Llevamos varios meses con este panorama -explica ella.
   La avenida ha sido abierta y el boquete produce la impresión de un vientre gigante en trance de ser operado.
   Conduce despacio (no como aquella tarde): en cada esquina un semáforo y junto a cada semáforo cuerpos aglomerados o vehículos quemando gasolina inútilmente.
   – Ya no es la ciudad de antes -comenta él.
   No puede serlo por mucho que se esfuerce. El tiempo la ha unificado a todas las ciuda-des del mundo. Resulta ya imposible circular de prisa, o contemplar un escaparate desde el coche, o estacionar el vehículo delante de un cine.
   – Entonces cuando se salía de la ciudad era porque se estaba enfermo, ahora se sale de ella para no estarlo.
   En aquella época todavía había espacios libres y nadie discurría sobre la apremiante necesidad de crear zonas verdes. Las calles se veían despejadas y casi todas ellas se permitían el lujo de tener dos direcciones.
   Marina comprende que Germán está procurando reatrapar la imagen de aquella ciudad desaparecida: sin turistas, con gentes vestidas «de ciudad», no como la de ahora, en la que todos van vestidos de «gente».
   – Si por casualidad venía un turista -bromea ella-, en seguida se le informaba: «De cintura para arriba, viven los decentes; de cintura para abajo, los dudosos.» Me refiero a la plaza de Cataluña.
   – Ahora ya no hay decentes ni dudosos -comenta él, arropando su broma-. Sólo ciu-dadanos dudosamente decentes o decentemente dudosos.
   Ríen. El whisky que han ingerido aumenta su euforia. Despierta el ingenio de ambos. Hablan por hablar. Por darse una tregua a sí mismos.
   – ¿Te has preguntado alguna vez qué iba a ser de los antibióticos y de los televisores si no hubiera ciudades? Hay que estar al día, Germán: no lo olvides. Hay que aceptar las direc-ciones únicas y los ideales únicos.
   – ¿Qué clase de ideales? -pregunta él.
   – Éstos, ésos, aquéllos… -Y Marina señala los anuncios-. Los que nos imponen, los que nos meten en la cabeza.
   El coche se detiene junto a una papelera pública. -Marlboro -lee Marina-. Fume us-ted Marlboro y será feliz.
   – Eso no está en el letrero.
   – No importa, lo insinúa. Todos los letreros insinúan lo mismo. Todos nos obligan a creer que la vida puede cambiar con tal que aceptemos lo que anuncian.
   Germán saca su pitillera: le ofrece un cigarrillo. Y Marina, al fin, puede leer la ins-cripción de la tapa. -Es Marlboro -¿bromea él-, no dejes de ser feliz. Pero Marina rehúsa. Se fija en las letras: A Germán, de Vilana, y a continuación una fecha. Una fecha que desconoce, que se aparta por completo de las fechas que ella asociaba a Germán. -Ahora no, gracias.
   Tampoco Germán fuma esta vez. Guarda la pitillera y se recuesta en el asiento.
   – A pesar de todo, siento nostalgia de aquella ciudad -dice él.
   – No sigas buscándola, Germán: se ha perdido. La ha devorado la ciudad de ahora.
   Y para disolver nostalgias, Marina finge interesarse nuevamente por los letreros:
   – Beber agua sin cloro es peligroso. ¿Ves tú? Nos guían. Nos advierten con delicadeza. En eso España ha dado un gran paso adelante. Ya no impone: expone. Y lo hace con tacto. Siem-pre es mejor que nos hablen de cloro antes que del cólera.
   Antiguamente era «el piojo verde», ahora es el cólera. Pero del «piojo verde» nadie ha-blaba más que en voz baja. Entonces las epidemias acorralaban en sordina. Ahora todos los periódicos se hacen eco de los brotes aparecidos con el calor.
   Y Marina piensa en las otras epidemias: las que no se comentan ni siquiera en voz baja.
   Y se fija en los letreros de los cines: todos iguales, sensacionalistas, con sus letras san-grantes y su terror erótico reflejado en las imágenes. Tampoco esos letreros se parecen a los de aquella época. Las películas de entonces solían ser idílicas, románticas y dulzonas.
   – Si fuera posible recuperar unos instantes aquel mundo nuestro… -dice él.
   – Era un mundo sin prisas, con tiempo…
   – Había tranvías y fuentes con su tertulia y cafés donde servían bolados y campanas que sonaban cada media hora…
   El coche vuelve a detenerse. A veces los semáforos acorralan. La luz roja ha surgido ino-portuna. Terriblemente inoportuna.
   Marina confía: «Tal vez no se haya dado cuenta.» Pero Germán pregunta:
   – ¿Estaba ahí, verdad?
   Y señala hacia la izquierda. En efecto: la avenida, que fue una calle rajada, está ante e-llos, amplia, enorme, bruscamente convertida en un río de coches que cruzan ante el suyo co-mo si fueran bólidos.
   Los dos miran hacia el vacío que ha dejado el edificio de la antigua estación del apeadero. Ven la calle sin barandilla, sin su corte profundo respirando humo, sin las casas ennegrecidas por el hollín.
   – Sí -responde ella-, estaba ahí.
   – ¿Cuándo la echaron abajo?
   – Hace ya varios años.
   – La calle ha ganado mucho.
   Ha ganado todo lo que ellos han perdido. Se ha convertido en una avenida joven, ra-diante, cotizada y rebosante de tránsito.
   – ¿Te acuerdas de los trenes de entonces? -pregunta Germán.
   – Eran jadeantes y asmáticos -dice ella.
   Y piensa que nunca una luz roja ha durado tanto. -De todos modos, hay algo desola-dor en esta avenida -comenta él.
   – ¿A pesar del tránsito?
   – Tal vez a causa del tránsito.
   Al fin surge la luz verde. El coche avanza. La calle de Aragón queda atrás, con su corte cerrado, su tren escondido y su estación subterránea.
   Luego tuercen a la derecha, llegan a la plaza de Cataluña. No hablan. Probablemente los dos piensan lo mismo. Probablemente la carga de silencio que invade el coche, no les permite hablar.
   El vehículo circula ya Ramblas abajo.
   – Tampoco este lugar es el mismo -dice él.
   Los quioscos se han remozado, el bullicio es menos genuino y la Moños ya no existe. Ahora todos los transeúntes tienen algo de la Moños, todos se esfuerzan en adquirir una apa-riencia hippy, como la tenía ella cuando la llamaban loca.
   – ¿Sigues aferrado a tu idea? -pregunta Marina.
   – Naturalmente.
   Y Marina prosigue. En vano ella le ha explicado que allá, en Montjuic, todo ha cambia-do, que el restaurante ya no existe, que el edificio se ha convertido en Estudios de Televisión.
   Germán le ha traído a la memoria el otro, «aquel pequeño restaurante de enfrente, don-de servían pollos». Ella le había advertido: «Ya no es pequeño.» Pero él ha insistido: «Tanto mejor.»
   – Tu maldita nostalgia -bromea ella-. No me negarás que hay algo morboso en ese afán tuyo de ver lo que ya no puede verse.
   Germán no contesta. Sonríe, se encoge de hombros y mira hacia adelante. El mar está ya muy cerca. La circulación va despejándose. Más allá del tránsito, parece como si el cielo cayese a la tierra.
   – Es una lástima: no podré ver el mar… -dice él.
   Lo impide la niebla.
   – Lo has visto esta mañana -comenta ella- al venir de Roma.
   – Desde arriba parece distinto.
   Él coche de Marina tuerce hacia la derecha y el mar queda a un lado, tapado por los edificios.
   Muy en sordina se escucha la sirena de un barco, el rastrear de cadenas, el voceo aho-gado de hombres que hablan fuerte…
   Enfilan el paseo de Colón y cruzan Marqués del Duero. Hay un largo desfile de camio-nes tras el coche de Marina.
   Al fin asoma el letrero: «Peligro. Desprendimientos.»
   – Es ahí -indica ella.
   Y tuerce hacia el monte: se mete de lleno en una carretera que culebrea hacia arriba.
   – Antes era sólo un sendero -recuerda Germán.
   Pero ya es una carretera. Una carretera de verdad, asfaltada, trazada con amplitud, ori-llada por setos gigantes.
   También el resto del monte ha sido civilizado. Para evitar los desprendimientos de tie-rra, se han plantado palmeras y cactos, defendidos por pedruscos enormes. Sin embargo, la lluvia reciente ha provocado grietas que arrastran tierra, ramas y agua por los acantilados. El coche ruge.
   Otra vez el mismo letrero: «Peligro. Desprendimientos.» Pero el coche no se detiene: prosigue, ligero, monte arriba. Son letreros que no afectan: advertencias inadvertidas, como las que señalan la conveniencia de beber agua con cloro.
   A medida que el vehículo gana en altura, la tierra se ve más seca y la atmósfera parece despejarse. No obstante, la niebla persiste. Es una niebla ligera que no empaña la visibilidad, pero que se mete pulmón adentro y dificulta la respiración.
   No tardan en llegar a lo alto del monte. Miramar está ante ellos, con su edificio intacto, la escalinata húmeda y una hilera de coches detenidos bordeando la acera.
   – Ahí tienes nuestro antiguo restaurante -dice ella señalándolo.
   Germán lo mira. No comenta. Tal vez la niebla empañe también sus ideas. -¿Desilusio-nado?
   – No: me habías advertido. -Y como si despertara de un mal sueño, dice ceñudo-: ¿De modo que ahí han establecido los estudios de televisión? Marina ríe.
   – No hay duda: te has decepcionado. Y acelerando el coche suavemente, avanza hacia el restaurante que bordea el precipicio: el pequeño restaurante antiguo que se había espe-cializado en pollos cuando los pollos eran artículos de lujo. Germán lo contempla perplejo. -Solamente queda el horno… -¿Qué esperabas encontrar? Marina ríe. Le divierte la clara desorientación de
   Germán.
   – El restaurante de ahora está en otra planta -explica ella-. Hay que bajar una esca-lera.
   Estaciona el coche junto a la entrada. Se apean. Una brisa helada se cuela por los pelda-ños y enfría los pies. -¿Tienes apetito? -pregunta él.
   – Mucho. ¿Y tú?
   – Bastante.
   Entran en el recinto. Prácticamente está vacío. Pueden elegir mesa sin dificultad.
   Se someten al criterio del camarero. Los conduce hasta un lugar estratégico, junto a un ventanal.
   La mesa roza la vidriera: la vista abarca el puerto, la inquieta avenida macadamizada, las dragas, los barcos, el trasbordador aéreo, el monumento a Colón…
   El camarero les tiende la carta. Es un camarero bien adiestrado, habla en tercera persona y se muestra solícito.
   – Tal vez un consomé -sugiere.
   No hay eco. Ambos miran el menú. Dudan.
   – O tal vez panaché de verduras.
   Germán sonríe. Pregunta:
   – ¿La especialidad de entonces…?
   El camarero adivina. Como buen camarero entiende al cliente sin esfuerzo.
   – ¿Cómo no, señor? ¿Se refiere al pollo?
   Toma nota, garabatea en su libreta, inquiere detalles. Y Marina piensa: «La maldita nos-talgia…» Es evidente que a Germán le gusta recordar. Y teme. Teme que vuelva a hacerle pre-guntas, que vuelva a remover posos.
   – Los señores desearán antes un aperitivo…
   – Dos whiskies -pide él.
   Y el camarero se va. Los deja a merced del paisaje, del trasbordador detenido, de sus cables curvados chorreando agua, del dedo extendido de Colón apuntando a un mañana que ya se ha vuelto prehistoria.
   Marina contempla todo eso, pero sabe que Germán la contempla a ella, con su invenci-ble curiosidad clavada en los cristales de las gafas.
   De pronto nota la mano de Germán sobre la suya.
   Es una mano helada, pero amistosa.
   – De cualquier forma -le oye decir-, no importa lo que haya sucedido. Lo esencial es que consiguieras tu propósito.
   Y Marina comprende que de nada ha valido sortear preguntas ni simular interés por todo lo que les ha ido saliendo al paso desde que han dejado su casa.
   Pero finge no entenderlo.
   Pregunta:
   – ¿A qué te refieres?
   – A tu empeño en olvidarme. ¿No era eso lo que deseabas?
   Marina baja la cabeza: pierde la sonrisa. Dice:
   – Era una necesidad.
   Fluctúa un malestar que los cohíbe, que los debilita y los limita a un silencio extraño.
   Marina empieza a tener miedo de ese silencio. Pero también teme que Germán lo rom-pa.
   Lo rompe ella, al fin, preguntando desenvuelta:
   – ¿Por qué no me ofreces ahora un cigarrillo?

13

   Otra vez la pitillera. Pero Marina no lee la inscripción. El dedo de Germán la tapa. So-lamente asoma la última sílaba de la firma: «na». Y comprende la invencible curiosidad de Germán. También ella quisiera saber, conocer los detalles de ese obsequio y de esa fecha que nada le dice.
   Pero se abstiene de hacer preguntas. Es una garantía para ella. Una forma de evitar que Germán se arrogue el derecho de hacer lo mismo con ella.
   En el fondo está siguiendo la táctica de Rogelio, la misma que los mantenía horas y horas en silencio y que los convertía poco a poco en dos extraños: dos personas conocidas que lo ignoran todo la una de la otra.
   – El mar está tranquilo -comenta Germán.
   – La niebla lo ha encalmado.
   Desde lo alto resulta fácil observar el mar. Abajo era sólo una mancha gris que se unía al cielo.
   Los whiskies no tardan en llegar.
   – Por nuestro encuentro -dice Germán alzando el vaso.
   – Por tu felicidad.
   Germán mantiene el vaso en el aire. Pregunta:
   – ¿Por qué descartar la tuya?
   Marina sonríe burlona, arquea las cejas y dice:
   – No soy yo la que va a contraer matrimonio.
   – De todos modos, te deseo que seas feliz.
   Y beben. Despacio. Escudriñándose.
   – Me hubiera gustado ver las fotografías de tus hijos… ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? -dice él.
   – Puedo enseñarte la de mis nietos -dice ella abriendo el bolso.
   Le extiende cinco fotos pequeñas. Cinco pedacitos de su vida completamente desligada de Germán. Cinco reductos de una historia que está tocando a su fin y que reclaman a su vez independizarse de ella: convertirse en historia por sí mismos.
   Germán los contempla con falso interés. Pero ya no le dice «te envidio».
   – ¿Los quieres?
   Una pregunta arbitraria. Una pregunta superflua. Marina no comprende cómo se puede tener nietos sin quererlos. Por eso no contesta. Resultaría difícil describirle a Germán su amor por esos cinco niños. Tan difícil como describir un árbol únicamente por su sombra. Eso debe de ser para Germán la idea de «ser abuelo»: una sombra.
   Germán le devuelve las fotos. Pregunta:
   – Te llamarán «abuela», claro está.
   Y la palabra cae sobre el mantel como una losa. Es tan inoportuna como las interrupcio-nes del reloj, o como las visitas inesperadas o los sonidos intestinales.
   – ¿De qué otra forma iban a llamarme?
   Y se ve a sí misma acompañando a sus nietos al cine algún domingo por la tarde, o pre-parándoles la comida, o cuidándolos cuando están enfermos… Y piensa: «Dentro de unos años, seré un estorbo para ellos.» Porque la vejez es fea, terriblemente fea. Hay algo sórdido en la vejez. Algo que repele.
   Vuelve el rostro hacia el ventanal: el cielo va adquiriendo un tinte amoratado, un matiz que presagia tormenta. También ese cielo resulta caduco y feo.
   – Tú, al menos, nunca te oirás llamar así.
   – Entonces… ¿te molesta ser abuela?
   – No -dice ella- me molesta que mis nietos comprendan que lo soy. Me llaman de ese modo porque no existe otro vocablo para distinguirme. (Me refiero a un vocablo sensato.) Pe-ro todavía ignoran lo que esa palabra supone.
   – ¿Te gustaría ser joven otra vez?
   Marina contempla su vaso de whisky, su cigarrillo, la arruga mal planchada del mantel.
   – No: es demasiado cansado: siempre se hace lo que no se debe hacer, se piensa lo que no se debe pensar, se proyecta lo improyectable… No: decididamente no me gustaría volver a la juventud. ¿Para qué? Seguramente incurriría en los mismos errores.
   Tiene ahora aquellos errores clavados en la memoria: casi los revive: Su amistad con Tina, su absurda fe en Rogelio, su esperanza de ver, algún día, a Rosario transformada en un ser normal, en una cuñada razonable… Toda su juventud ha sido un manojo de utopías, de mentiras trastocadas, de imprecisiones torturantes.
   Recuerda los interminables y angustiosos almuerzos familiares presididos por el tío Lorenzo y por la tía Felicitas, los despropósitos de Rosario, los silencios de Rogelio cuando veía a su hermana en trance de rebajarla delante de sus hijos… Y evoca aquella mañana. una mañana de verano, soleada y alegre, suplicándole a Rogelio: «Dime lo que ocurre entre noso-tros: yo no puedo saberlo.»
   Pero Rogelio se había reído de ella y le había dicho: «Tu imaginación te pierde, Marina.» Y ella había pensado que, efectivamente, su imaginación la perdía y que debía cambiar.
   – Seguramente volvería a casarme con alguien que no me quisiera y volvería a tener a-migas como Tina y viviría engañada, y de nuevo pensaría que la vida es un manojo de in-comprensiones.
   Y recuerda a Rosario insultándola, delante de sus propios hijos, sin que nadie (Rogelio menos que nadie) se atreviera a defenderla, y se ve a sí misma levantándose de la mesa, co-rriendo al lavabo para devolver la comida ingerida y llorar su soledad.
   – Porque resulta difícil cambiar las características propias…
   Lo peor había sido soportar la desorientación de sus hijos. Observarlos inestables sin saber qué partido debían tomar, temiendo y deseando a un tiempo que se decantaran hacia ella.
   Hasta que un día se había descorrido un velo. Un velo que nunca hubiera creído posible descorrer. Y después se había encontrado todavía más sola, todavía más bamboleante.
   Rogelio se iba a uno de sus viajes (aquellos viajes incomprensibles que a veces carecían de justificación adecuada), unos viajes que debía hacer solo, porque, según decía, las mujeres estorbaban y Marina era mujer.
   Fue entonces cuando en un arranque de desesperación ella le había pedido ayuda: «La necesito, Rogelio, la necesito más que el aire que respiro.» Y cuando él, por primera vez, le había preguntado qué clase de ayuda pretendía, ella se lo había confesado todo.
   – …y mis características, ya las conoces, Germán, me reducen a una vida con agujeros, a una vida con escapes de agua que nadie recoge, que todos desechan…
   Sin embargo, aquella vez, ella había llegado a creer que su marido iba a ayudarla. Du-rante unos instantes lo había visto vacilar. Casi la había mirado con ternura. Y ella se había lanzado a sus brazos, mendigándole cariño, suplicándole que no la dejara a merced de aquel recuerdo.
   Pero la supuesta ternura de Rogelio había durado poco. Alguien, aquel fantasma que aún no tenía nombre, aquel ser difuso que intervenía a sus espaldas, se había apoderado, una vez más, de la voluntad de Rogelio.
   Lo comprendió en seguida, en cuanto llegó del viaje. En él ya no había el menor vestigio de ternura. Únicamente una extraña y repelente corrección: «He meditado a fondo la cues-tión, Marina, lo he pensado mucho:
   ¿Por qué no vivir tú y yo como dos buenos amigos?»
   Y el tono de Rogelio quemaba de puro frío. Era todavía peor que el tono utilizado en los momentos de ira. «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida. Por mí puedes tratar a Germán todo lo que gustes. No tengo inconveniente. No voy a interferirme en vuestra amistad… Al fin y al cabo, los dos sois personas civilizadas…»
   Ella había pensado: «Estoy enloqueciendo. Rogelio no puede hablarme así. Rogelio no "es" así. Rogelio no puede "darme permiso" para que quiera a Germán…» Pero Rogelio insis-tía: «No vamos a ser el único matrimonio que acepte esas condiciones…»
   No era falso. No era producto de su imaginación. Lo que le estaba diciendo Rogelio era cierto: desesperadamente cierto. Supo entonces hasta qué punto su marido la despreciaba. Y fue lo mismo que si la tierra se hundiera bajo sus pies y el mundo entero se convirtiera en un erial inmenso, sin un árbol, sin una fuente, sin un hueco donde refugiarse, donde poder de-fenderse de sí misma, de aquel dolor horrible que le crecía por dentro y que, de puro agudo, ni siquiera le permitía llorar.
   Y comprendió que era inútil protestar, ni razonar, ni obligarle a asimilar lo que le estaba proponiendo, porque Rogelio, de pronto, se había convertido en un pedazo de mármol in-capaz de comunicar calor, un bloque helado indoblegable, refractario a todo sufrimiento y a todo goce.
   Y supo, con la clarividencia del que va a morir, que la proposición de Rogelio era peor que un insulto, peor incluso que cometer un asesinato: era lo mismo que si le estuviera pro-poniendo que se suicidara, que se suprimiera ella misma, para no verse obligado a matarla, para quedar aparentemente libre de culpa y poder decir: «Ella lo ha querido…», pero eso sí, tendiéndole el arma, ofreciéndosela en bandeja.
   – Tuviste mala suerte -dice Germán-. Sin embargo, no siempre todo es igual.
   – De todos modos, ¿para qué perder el tiempo imaginando cómo hubiera sido lo que ya no puede ser?
   – Es divertido.
   – No -contesta ella-, es deprimente.
   Se ve de nuevo a sí misma hablando con Tina: explicándole a ella la proposición de Rogelio. Y escucha la voz de Tina, suave y melosa contestándole: «Pero querida Marina, ¿no era eso lo que tú estabas deseando? ¿No decías siempre que ojalá tu marido fuera menos rec-to para que tu conciencia se aligerase? Ya conseguiste lo que deseabas: aprovéchalo. Rogelio te deja el paso libre. Adelante: ya no tienes por qué reprocharte nada.»
   – Es verdaderamente deprimente recordar las torpezas de la juventud.
   Y sigue evocando a Tina. La Tina de sus confidencias. La Tina que repetía constante-mente: «Pobre Marina, estás tan sola…» La que día tras día y año tras año sentaba plaza en sus vidas de un modo imperceptible, como los parásitos, influyendo, sin dar muestras de in-fluir; obligando, sin dar muestras de obligar; monopolizando, sin dar muestras de monopo-lizar.
   Y ganando terreno, adueñándose de todo, dominando la situación despacio, cautelosa-mente, interviniendo en sus hijos, en Rosario, en su marido, hasta darle de lado a ella, hasta dejarla marginada e inservible, pero dando la impresión de que todo lo hacía para salvar la situación e impedir que el matrimonio se hundiera.
   – ¿Te refieres a Tina?
   Asiente ella mientras sorbe un trago. Contempla luego el trasbordador detenido, los cables curvados tendidos de estación a estación.
   – Empecé a comprender cómo era Tina poco antes de nuestro encuentro en Montecarlo -dice luego-. Adiviné de golpe que no merecía mi confianza; sin embargo, no sospechaba lo que había entre mi marido y ella. De haberlo sospechado, me hubiera puesto en guardia. Comprendí demasiado tarde que todo cuanto Rogelio hacía y decía, venía dictado por Tina.
   Germán se pone súbitamente serio. También él debe de recordar algo sombrío:
   – Aunque te parezca insólito, aquel año, cuando yo te encontré en Montecarlo, no pen-saba en ti, Marina. Creo que te lo dije…
   Marina recuerda: hacía poco tiempo que Bruna y él se habían separado y la mujer que había provocado aquella separación, todavía coleaba en la vida de Germán.
   – Pasé dos años verdaderamente penosos -continúa explicando él- y cuando se vive tan absorto en los problemas inmediatos, el recuerdo se adormece, queda relegado a segunda línea…
   Marina sabe a lo que Germán se refiere. También Germán había sido entonces para ella uno de esos recuerdos dormidos.
   – Me resultaba difícil adaptarme al cambio de vida -sigue diciendo él-. Mi nueva instalación, la rotura definitiva con las costumbres adquiridas, las explicaciones forzosas (esas incómodas explicaciones que se deben decir o que se deben oír), las malditas conve-niencias sociales, las ligaduras invisibles, pero inevitables… Todo lo que, contemplado a dis-tancia, parece inofensivo, acaba por destrozar el ánimo cuando un matrimonio adopta la de-cisión de separarse.
   También ella había sentido algo parecido sin separarse de Rogelio. Sólo que nadie, ni si-quiera Tina, podía darse cuenta de lo que la estaba minando. Desde que el velo había sido descorrido, Marina ya no se confiaba a ella como había hecho siempre. Intuía de un modo vago que Tina no jugaba limpio. Ignoraba la causa, pero conocía el efecto. Y aquello era sufi-ciente para mantenerla distante.
   – Pero la vida suele tender trampas -sigue diciendo Germán-. Y aquella noche, en Montecarlo, la trampa fuiste tú.
   Paradójicamente aquel encuentro no había sido premeditado. Ninguno de los dos había imaginado que podía producirse. Sin embargo, se produjo. Había sido un encuentro-estallido. Una colisión inevitable. Dos olas chocando. Dos fuerzas cósmicas frente a frente. Un «no es posible» transformado, de pronto, en lo más posible del mundo.
   – Estábamos en el Sea Club, ¿recuerdas? Y de golpe te vi en el otro extremo del come-dor, rodeada de gente: llevabas un traje rosa y tenías la piel tostada…
   Marina recuerda. Recuerda que Rogelio debía llegar dos días más tarde de su crucero H. S. (hombres solos). Recuerda que Tina, aquella Tina invariablemente puntual, acababa de presentarse aquel mismo día en el hotel. «¿Sabes algo de Rogelio?», había preguntado fin-giendo ignorancia. Y Marina le había dicho; «Llegará pasado mañana», como si Tina no conociese la fecha y el famoso crucero H. S. no hubiera sido un subterfugio para estar juntos.
   – Llevaba varios días en la Costa Azul -explica ella-, Rogelio me había citado allí…
   – Creo que Tina estaba sentada a tu lado…
   Miran sus platos, todavía vacíos, su whisky a medio terminar, los cigarrillos apagados en el mismo cenicero.
   – ¿Qué pensaste? -pregunta ella.
   – Era difícil pensar. Tenía la impresión de que todo cuanto nos rodeaba estaba hecho de cartón. Solamente existíamos tú y yo otra vez. Lo demás eran cabezas sin rostro, globos flo-tantes. ¿Y tú? ¿Qué pensaste tú?
   – Recordé de pronto lo que me había dicho Rogelio: «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida privada…» Sí, creo que pensé eso… Pero tú no estabas solo. Tenías a aquella mujer al lado.
   Y la constante volvía: se colaba poco a poco entre las voces, la música y las cabezas. Y la noche se aclaraba, y el mundo de estrellas que asomaba tras el entoldado parecía agrandarse, fundirse al mar, convertirlo en una enorme balsa de promesas.
   – Me resultaba imposible dejar de mirarte -dice él-. No podía comprender cómo después de tanto tiempo, tú continuaras siendo exactamente la misma.»
   – No lo era: tenía diez años más.
   – El tiempo no existía… al menos aquella noche.
   Tina le había susurrado al oído: «¿Te has fijado cómo te mira Germán?» Pero no hacía falta que Tina le advirtiese aquello. Desde que se había sentado a la mesa, aquella mirada era lo único que percibía claramente.
   – Cuando al marcharte pasaste por delante de mi mesa, recuerdo que me levanté para saludarte, pero tú no te detuviste. Sólo me dijiste adiós con la mano…
   – Ibas acompañado -se excusa ella-. No me pareció prudente.
   Marina observa al camarero, que se acerca a ellos.
   – Creo que nos traen el pollo -comenta fríamente.

14

   El camarero muestra la fuente, protocolario. Luego desmenuza el pollo. Coloca el plato a la señora. Coloca el plato al señor.
   – Medios pollitos tiernos como la mantequilla -indica por si no lo saben-. Criados como los antiguos…
   Tienen la piel tostada y crujiente. Y despiden un aroma cálido que despierta el apetito.
   El camarero es diligente. Sirve la ensalada, escancia el vino, llena los vasos grandes con agua sin cloro y pregunta:
   – ¿Desean algo más los señores?
   Luego se va. Los deja con el pollo, con el vino, con la ensalada y con sus recuerdos inte-rrumpidos.
   – Aquella noche, cuando llegué a mi hotel tenía la impresión de haber soñado -explica Marina-. No me importaba no volver a verte. Tu mirada me seguía…
   – Yo, en cambio, necesitaba verte otra vez. No era fácil. Había que sortear muchos obstáculos. Además, ignoraba dónde te hospedabas. Huelga decir que aquella noche no pude pegar los ojos.
   Tampoco Marina había dormido. Era un insomnio feliz. Un insomnio que anulaba los desprecios de Rogelio, que volvía la vida alegre.
   – Me costó mucho encontrarte -prosigue Germán-. Recuerdo que llamé a todos los hoteles de Montecarlo. Nadie sabía darme razón. Después telefoneé al Negresco de Niza. Pregunté por Rogelio. Me dijeron que estaba navegando y que llegaría al día siguiente. Al fin di contigo.
   El teléfono había sonado a las nueve de la mañana.
   Y ella -recuerda ahora- había temido que la llamaran de España para darle una noti-cia adversa de sus hijos. No pensaba aún que pudiera ser Germán.
   Pero la voz era inconfundible. Y la pregunta, directa: «¿Eres tú, Marina?» En efecto: era Marina. Marina con su nombre reafirmado, agrandado, rehabilitado. Marina sin la rémora de los desprecios, ni el horror al vacío, ni el mote de «schubertina» disminuyéndola. Era Marina: la del bañador manchado por el martini de Pascual Ordóñez, la del Adagio lamentoso, la de los paseos a caballo y la de la chimenea encendida… Aquella chimenea que obligaba a decir: «Sería hermoso envejecer juntos…»
   Y luego fue Germán. Germán el de los silencios elocuentes, el de los recuerdos eternos, el del tren detenido en el apeadero… El Germán que repetía: «Por muchos años que pasen…»
   Y los obstáculos se disipaban. Se diluían en cada afirmación y en cada pregunta. Había un hilo telefónico entre ellos. Un hilo poderoso que lo solucionaba todo y lo alisaba todo. Y había una esperanza gravitando entre ambos. Una de esas esperanzas indómitas que nada ni nadie puede someter ni anular. Y había una ausencia total de sentido de culpabilidad, porque cuando la vida se disfraza de felicidad, la culpabilidad se esfuma, se pierde en los recovecos de la conciencia.
   – Tuve que echar mano de una mentira -explica él-; de algún modo debía justificar mi ausencia… Dije que me había encontrado con un cliente, que me había invitado a cenar y que no podía rehuir la invitación. -Y sus gafas recogen el recuerdo; casi lo reproducen.
   – También yo me vi obligada a sortear a Tina -confiesa ella-. Por primera vez en mi vida dejé de sincerarme con ella. Intuía el peligro que suponía hablarle claro…
   Se había citado en el restaurante, para evitar que los vieran en el hotel. Era un restaurante situado en lo alto de la colina (como el de ahora) y tenía un jardín colgante desde el cual se podía contemplar la ciudad iluminada, el mar salpicado de estrellas y el puerto inundado de luces.
   Cuando Marina llegó Germán ya estaba allí, sentado a una mesa junto al precipicio. Y olía a naranjos, a parrilla encendida, a tabaco rubio…
   – Fue una cena sin apetito -recuerda él-. ¡Teníamos tanto que hablar!
   – Aquella noche te referí lo que me había propuesto Rogelio.
   – Y yo pensé en seguida: «Tina ha influido», pero no te lo dije.
   – ¿Por qué, Germán? ¿Por qué callaste también aquella noche?
   – Ya te lo he dicho: no quería convertirte en una mujer despechada. Tenía la presunción de que vinieras a mí espontáneamente.
   Germán trocea el pollo que le han servido; se acerca el primer bocado. Sabe a piel tos-tada, a pimienta y a grasa fundida.
   También Marina está comiendo. Piensa: -Debo masticar con brío. Simular apetito…» Pero sabe que le va a costar mucho comer el pollo. En esos momentos tiene la impresión de que su estómago se ha cerrado. Mira la mesa de enfrente: ve a una señora gorda comiendo lo mismo, y envidia la voracidad que demuestra.
   Observa las manos de Germán cortando y pinchando y comprende, no sin alivio, que tampoco él está comiendo con ganas.
   – Hasta aquella noche nunca imaginé que podía convertirme en una mujer de doble vida -dice ella-. Pero cuando me asomé al acantilado, pensé: «Si Rogelio ha sido capaz de empujarme al vacío, ¿por qué no puede recogerme Germán?» No comprendía aún que tu mano hubiese precipitado mi derrumbamiento. Hay momentos en que la mente se ofusca, en que las cosas más abyectas pueden resultar atractivas.
   Germán no replica. Sigue comiendo sin prisa, desmenuzando y separando lo que le es-torba. Y Marina vuelve a pensar que, decididamente, ninguno de los dos está saboreando el pollo como lo saborea la señora gorda.
   – ¿Cuándo lo comprendiste? -pregunta él. Marina sonríe, sorbe un trago de vino. Dice:
   – Aquella noche no. Ni tampoco al día siguiente. Tardé mucho tiempo en compren-derlo… -¿Cuándo? -insiste él. -Es una historia larga. -Tenemos cinco horas por delante. Cinco horas: no dan mucho de sí», calcula Marina. Recuerda que, al entrar en su casa, queda-ban siete. En aquellos momentos había pensado: «Es mucho tiempo de Germán Alcántara…». Sin embargo, ahora tiene la impresión de que el tiempo se achica demasiado de prisa y que luego, cuando Germán se haya ido, las horas volverán a ser lentas.
   – Intentaré abreviarla -dice ella. Y continúa desmenuzando el pollo, como si le interesara, como si de verdad le apeteciese.
   – No hay peor tentación que la que se oculta, la que nos obliga a imaginar que es un premio… algo capaz de vindicarnos -dice mirando el plato-. Eso eras tú para mí, en aque-llos momentos: una vindicación. Tenía la sensación de que, al fin, había llegado mi hora…
   – ¿Y no era así?
   Marina niega con la cabeza. Dice luego: -Estabas dentro de las normas de lo que el mundo juzga «inevitable». Todo se prestaba para considerarlo así: nuestra posición social, nuestro tedio cotidiano, nuestro vacío, nuestro limbo particular… Sobre todo: nuestra frialdad religiosa. Creíamos en Dios del mismo modo que creíamos en el Polo Norte. Todo el mundo sabe que existe, pero nadie lo visita nunca. Nadie se toma la molestia de comprobar que, efectivamente, está ahí, que exige, que espera, que incluso suplica…
   – Tú decías ser religiosa…
   – Y lo creía. De verdad, creía serlo. Pero era una religión como la de la mayoría de la gente: acomodaticia, convencional y, sobre todo, ridícula.
   Germán pregunta con los ojos. Marina responde sin esperar que hable:
   – De haber sido consecuente, jamás hubiera salido contigo aquella noche.
   – Entre nosotros no hubo nada verdaderamente vergonzoso.
   – No importa. Los proyectos no fueron limpios.
   – De modo que te arrepentiste.
   – Eso es lo malo: no me arrepentí. Durante mucho tiempo conservé el recuerdo de aquella noche como una de las páginas más bellas de mi vida.
   Era evidente que la mayoría de los adulterios debían de empezar por cosas así: provi-sionalmente atractivas, cosas que parecían lúcidas y transparentes cuando en realidad eran turbias e insensatas. Algo parecido a un barco a la deriva qué se cree navegar hacia un destino seguro. O algo similar a un rayo ultravioleta que, enloquecido de vanidad, llega a con-siderarse un verdadero rayo de sol.
   – También para mí fue una noche inolvidable -dice Germán.
   – Todo parecía aliarse á nosotros, ¿recuerdas? Hasta el piano que sonaba en aquella taberna…
   Había un sinfín de detalles amparando aquella ilusión: el recuerdo, la nostalgia, la intriga, la aplastante belleza del paisaje, la sensación de ser libres…
   – Dios quedaba anulado -sigue explicando ella-. Lo que nos rodeaba podía más que Dios en aquellos momentos: el mar, la tibieza de la noche, el perfume de aquel jardín, el faro-lito de nuestra mesa, las miradas comprensivas del camarero… ¿No te parece ridículo que todas esas cosas fueran capaces de anular a Dios?
   Germán deja de comer. Probablemente se olvida de que tiene un plato delante. Tampo-co Marina está comiendo. Juega con el tenedor, lo hinca ahora en la ensalada, pero no lo alza.
   – Así era mi religión de entonces, Germán: una cuerda floja que debía estar tensa, un repetirme con demasiada frecuencia: «Dios es misericordioso» para olvidar casi siempre que también era justo. Un hacer o dejar de hacer, por temor: no por amor. Un repetirme: «La vida está llena de atractivos» y un descartar la frase: «Yo soy la Vida.» ¿Sabes por qué, Germán? Porque si aceptaba que Dios era la vida, debía también aceptar que era el Camino y la Verdad… No me gustaba aquel camino: me apartaba del que me atraía. No me gustaba aquella verdad: me señalaba la cruz.
   Germán empuja ligeramente su plato. Apoya los codos en la mesa y cruza las manos bajo su mentón.
   – No entiendo dónde quieres ir a parar.
   – Muy sencillo: estoy intentando explicarte que, aunque yo me creyese religiosa, no lo era. No podía serlo. Mi fe era una falsificación. Una blanqueada fachada de mi propio se-pulcro.
   – ¿Cuándo descubriste eso?
   – Tardé mucho, Germán, tardé demasiado.
   Surge un instante hueco y mudo. Los dos se miran con desconfianza.
   El camarero los observa. Le preocupa la inapetencia que demuestran. Se acerca a ellos con sonrisa nerviosa:
   – ¿No les apetece el pollo? ¿Desean cambiarlo? ¿Tal vez otro plato…?
   Lo dice con desilusión. Cuesta mucho tranquilizarlo. Marina y Germán fingen comer. El camarero escancia más vino en las copas, se cerciora de que todo está correcto y se aleja de nuevo con la sensación de haber cumplido con su deber.
   – ¿De qué hablábamos? -pregunta él.
   – De mi fe tardía y de aquella noche en Niza -deja el tenedor en el plato y cruza las manos bajo la barbilla-. Al salir de aquel restaurante tú me dijiste: «Lo arreglaré todo para trabajar en Barcelona…» ¿Recuerdas?
   Ríe. Hay recuerdos que de puro quiméricos resultan grotescos.
   – Yo te pregunté por la mujer que te esperaba en Montecarlo. Tú me dijiste: «Romperé con ella en cuanto regresemos, a España.»
   – Y rompí -aclara él-. Aquella misma noche. En cuanto me vio llegar, comprendió que le había mentido.
   – ¿Le dijiste la verdad?
   – Callé tu nombre, pero le confié todo. Fue valiente. De antemano sabía que lo nuestro debía acabar tarde o temprano.
   – Debió de ser duro para ella.
   – Quizá. Para mí, en cambio, fue una noche maravillosa.
   Y Marina piensa que, para aquella mujer, la noche debió de ser amarga, oscura y tacaña.
   – Demasiado maravillosa -responde ella-. Ese tipo de noches jamás se repite.
   La recuerda como si estuviera en un cuadro: enmarcada de promesas.
   Había sido una noche preámbulo: un compás de espera. Todo era cuestión de aguardar un poco… Un prólogo breve para un texto que, entonces, prometía ser largo.
   – Recuerdo que, al salir del restaurante, te propuse bajar al puerto… No sabía cómo pro-longar la noche… ¡Me costaba tanto separarme de ti! Parecía como si estuviera adivinando que, después, todo iba a ser distinto…
   – Lo fue -dice ella.
   – Era magnífico hacer proyectos y creer que se iban a cumplir…
   Allá, en el puerto, olía a mariscos, a salitre, a brea… Era un olor denso que se fundía a la noche y la convertía en su aliada.
   De pronto habían escuchado el sonido de un piano. Venía de una calleja oculta.
   – ¿Recuerdas aquella taberna? ¿Cómo se llamaba?
   Marina lo ha olvidado.
   En vano se esfuerzan los dos en recuperar el nombre.
   Dice ella:
   – Ocurre siempre lo mismo: primero se olvida la persona, luego se olvida el nombre del lugar…
   – Pero yo no te olvidé -protesta él-. Durante mucho tiempo seguí recordándote.
   – ¿Con odio?
   – Al principio con desconcierto. No entendía tu silencio. Luego, con odio.
   – Hasta que encontraste a Vilana. Entonces debiste de recordarme con indiferencia. ¿Me equivoco?
   – No, no te equivocas.
   El sonido del piano tiraba de ellos. Era un sonido metálico, pero afinado. Marina mueve la cabeza sonriendo:
   – Parecíamos dos niños corriendo tras un espectáculo imprevisto. Tú me arrastrabas de la mano. Decías: «Apresúrate, Marina, hay que encontrar ese piano…»
   Y lo encontraron. Estaba en un local pequeño: un típico recinto para turistas.
   – Había marineros americanos, pescadores franceses y parejas de cualquier país…
   Y había animación. Una tranquila animación llena de alcohol.
   – El dueño del local era gordo y llevaba un bigote a lo Bismarck…
   Germán asiente, ríe, recuerda mil detalles que ya no recordaba.
   – Cuando el bigotudo vio la propina que yo le daba» me dijo: «El piano es suyo, Mon-sieur. Puede usted hacer lo que quiera con él.» -Vuelve a reír. Se atraganta. Tose y cambia la voz-: Tú mirabas al auditorio con cierto recelo… La verdad es que no era demasiado atrac-tivo…
   – Sin embargo, fue respetuoso. Yo diría que nunca tuve un auditorio tan atento.
   Germán cambia de expresión. Guarda silencio. Comenta:
   – Fue la última vez que te oí interpretar a Chaikovski.
   Ahora no hay piano. Ahora sólo se escucha el tintineo de los vasos, los pasos de los ca-mareros y las voces asordinadas de los comensales. El Adagio lamentoso ha quedado atrás: su melodía desesperada fundida con el silencio.
   Un silencio que de pronto ha tomado cuerpo, que casi puede palparse.
   Marina tarda en romperlo. Dice después con voz sombría:
   – Fue la última vez que yo toqué el piano.
   Y su frase arrastra las últimas notas del Adagio. Tiene el mismo desaliento. Cada pala-bra ha sido pronunciada a ritmo de la música, de su nostalgia, de su extraña y patética resig-nación.
   – ¿Por qué?
   Marina alza los ojos. Mira las gafas de Germán. Duda. Dice con voz apagada:
   – Yo preguntaría ¿para qué? Germán no contesta. Se diría que mentalmente está escu-chando el leitmotiv del adagio perdido.
   – No vas a creerlo, pero mientras te oía tocar, tuve el presentimiento de que algo iba a ocurrir. Algo definitivo.
   – Dicen que también Chaikovski presintió su fin cuando compuso esa obra… ¿Sabías que días después de su estreno le sorprendió la muerte?
   – No me extraña -responde Germán-. Todo el Adagio es una muerte.
   Los dos miran ahora el puerto. No se parece al de Niza. El de estos momentos es un puerto sombrío, opaco, sin sol, sin luna, sin estrellas. Con niebla y un cargamento de nubes moradas amenazando lluvia.
   – ¿Qué pudo ocurrir, Marina? ¿Qué pudo ocurrir para que todo se destruyera?
   Marina se lleva las manos a la frente. Las deja luego sobre el mantel.
   – Creí que lo habías adivinado.

15

   Decididamente el camarero se ha propuesto torturarlos. De nuevo lo tienen ahí: deso-lado, incapaz de comprender por qué los señores desperdician un plato tan bien condimen-tado.
   – ¿Qué podría servirles para satisfacerlos?
   Germán lo tranquiliza otra vez:
   – La comida está exquisita. Se lo aseguro. El problema está en nosotros: no tenemos apetito -confiesa abiertamente.
   El camarero claudica. Se resigna. Pregunta:
   – ¿Postre? Tenemos tarta de manzana, pelados, compota…
   – Café: dos cafés bien cargados.
   El camarero los mira con recelo. Tal vez se sienta ofendido. No se atreve a insistir, pero tampoco se va.
   – ¿Copa? ¿Coñac?
   – No, gracias: sólo dos cafés.
   El camarero los abandona. Con ceño. Probablemente no entiende la inapetencia de ese par de viejos. No debe de concebir que a esas edades se pueda perder el apetito de un modo tan ostensible. El camarero tiene una edad híbrida: una de esas edades en que nada ni nadie puede interferir en el jugo gástrico de su estómago, ni evitar que si le ponen delante un pollo bien asado, acabe por roer los huesos como todo cliente normal.
   – Lo hemos defraudado -comenta Marina.
   – Probablemente nos ha tomado por lo que no somos -dice él.
   – O por un matrimonio en trance de separarse: a nuestra edad es más lógico pensar eso.
   Ríen de nuevo. Desenvueltos, alegres.
   – En realidad, ¿qué somos, Germán? ¿Podrías tú definir lo que somos?
   – Dos amigos.
   – Extraña amistad la nuestra. Vivimos completamente desconectados el uno del otro.
   – La amistad no precisa de conexiones.
   – Hasta cierto punto -dice ella-. Dentro de unas horas subirás a tu avión y segura-mente no volveremos a vernos. ¿Dónde quedará nuestra amistad?
   – ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
   – Las casualidades no suelen repetirse y la distancia que nos separa es enorme.
   – No es preciso recurrir a las casualidades. La distancia puede acortarse voluntaria-mente.
   – ¿Para qué? ¿Qué íbamos a conseguir con ello? Nuestras vidas están ya llenas, Ger-mán. Y entre una y otra no existe nada en común. Desengáñate: ni yo quepo en tu vida ni tú cabes en la mía.
   – Siempre puede hacerse un hueco.
   – ¿Con qué finalidad?
   – ¿Es absolutamente preciso que exista una finalidad?
   – No -responde ella-, no es preciso, pero sería insensato trastocarlo todo sin una ra-zón concreta.
   – ¿Dónde dejas nuestra satisfacción personal?
   – Sería demasiado incómodo. No llegaría a satisfacernos. Tenemos una edad en que los intereses creados y las costumbres adquiridas pesan mucho y obligan más.
   Súbitamente recuerda a Bravo. Había prometido pasar por la Galería de Arte y no ha cumplido su promesa. Sin pretenderlo ha provocado un hueco para Germán: una distensión. En cierto modo, ese olvido ha sido como un atentado contra su rutina.
   – Debí llamar a mi socio -exclama-, decirle que no me esperase… ¿Te das cuenta? En eso iba a acabar nuestra supuesta amistad: continuamente estaríamos violentando las situa-ciones…
   Germán la mira fijamente. Cree observar un destello capcioso en los ojos de Marina. Pregunta sin rodeos, intrigado:
   – ¿Cómo es él?
   – ¿Bravo? Comprensivo, inteligente.
   – ¿Joven?
   – Tiene mi edad.
   – Naturalmente… estará enamorado de ti.
   Marina no acaba de asimilar lo que ha oído. La estupefacción no la deja responder.
   – Sería lo normal -acaba diciendo él.
   Marina reacciona:
   – ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que a mis años…?
   Y ríe de nuevo: con la risa de la juventud, despreocupada, contagiosa.
   – Deberías conocerlo, Germán. Para Bravo no existe más ilusión que su trabajo ni más amor que el que profesa a su cultura.
   – ¿Y para ti? ¿Qué existe para ti, Marina?
   – Puede existir todo, Germán, absolutamente todo, menos lo que has apuntado hace un momento.
   – ¿Por qué?
   – ¿Te parece poco motivo mi edad?
   – Para el amor no hay edades.
   Vilana vuelve a estar entre ambos: sin rostro, pero real.
   – En los hombres, es posible… -dice ella-. Pero en las mujeres el asunto cambia. Hay cosas que lo hacen imposible: por ejemplo, el sentido del ridículo.
   – Mucha gente lo descarta y no se arrepiente.
   Ella sigue hablando como si no lo hubiera oído.
   – Luego está la pereza. Para empezar un amor, hay que ser muy diligente: impone demasiadas energías, demasiados sacrificios…
   Los tiene grabados en la mente como con señales de fuego.
   No había conseguido olvidarlos por más que se lo hubiera propuesto.
   Se ve a si misma saliendo de la taberna con Germán el lado, cogidos del brazo, tararean-do el adagio que ella acababa de interpretar en un piano con sonido metálico.
   – Nos metimos en el coche y enfilaste el puerto. Te detuviste cerca de mi hotel, me dijis-te: «Todavía es pronto, Marina.» Y nos sentamos en el paseo, frente al mar…
   Era un mar partido en dos, como la calle del apeadero, sólo que allí no había un hueco, sino un camino blanco que se perdía en el horizonte.
   – Había luna -sigue detallando Marina-. Una luna todavía inexplorada, todavía mis-teriosa, una luna que servía únicamente para embellecer y para soñar. No como la de ahora: para hacer experimentos científicos.
   – Tienes razón -dice él-. También la luna ha cambiado.
   – Y había las sombras gigantes de unos barcos anclados, que se balanceaban suavemen-te, porque apenas había brisa.
   Era imposible dejar de mirar aquel mar y aquel camino blanco y aquellas sombras. Pare-cía como si de aquellas tres cosas dependiese todo lo futuro. Ninguno de los dos quería com-prender que aquel camino era un simple reflejo y que cuando la luna pasara, aquel camino iba a borrarse.
   – Soñábamos en voz alta: como dos chiquillos…
   Más que vivir el sueño, lo explicaban, lo definían, lo deletreaban.
   – Pero olvidé que los sueños demasiado detallados nunca llegan a cumplirse -dice Germán. Y contempla la taza como si aquel sueño incumplido estuviera en ella-. Era impo-sible imaginarlo: parecías tan sincera, tan auténtica, tan segura de tu decisión…
   – Lo estaba.
   Germán no contesta y Marina prosigue:
   – Había un perro callejeando. Vino hacia nosotros. Lamía tus pies. Ya ves que no he olvi-dado nada, Germán, ni siquiera el perro.
   La amanecida los había pillado allí, en aquel banco, contemplando una luna ya caduca que todavía se empeñaba en alumbrar.
   – Era una luna tardía, ¿recuerdas? Se fundía al sol. Se hubiera dicho que lo estaba espe-rando. Tú recalcaste: «No te digo adiós porque dentro de una semana estaremos juntos.»
   – Fue entonces cuando tú me contestaste: «En cuanto llegue a España, me pondré en co-municación contigo.»
   – Luego me acompañaste al hotel -recuerda ella-. Al despedirte, me dijiste: «Buenas noches, amanecer.»
   Germán asiente. Tampoco él ha olvidado esa frase. Había sido una frase presagio. Des-pués de ella, todas las amanecidas habían sido noches; todas las mañanas, crepúsculos. Pero entonces ninguno de los dos lo sabía.
   – Cuando entré en mi hotel, era ya de día. No había razón para que tú me hubieras di-cho: «Buenas noches…»

16

   – Después de una semana comencé a impacientarme. Sabía que estabais ya de regreso y tu silencio me sorprendía. Un día llamé por teléfono a tu casa; me contestaron que estabas muy ocupada y que no podías atenderme… Hice constar que telefoneaba desde Madrid, pero fue en vano.
   – Lo sé -dice ella-. Recuerdo muy bien ese detalle.
   – Al cabo de unos días fui a Barcelona. No me atreví a presentarme en tu casa, pero acechaba continuamente junto a tu puerta.
   – Te vi varias veces desde mi balcón.
   Marina se lleva la taza a los labios. El café sigue quemando.
   – Pregunté a nuestros amigos comunes. Nadie supo darme razón. Procuré coincidir contigo, como había hecho otras veces. Inútil. Fue todo inútil. Era evidente que té escondías, que te escapabas, que huías de mí deliberadamente.
   – No te equivocabas.
   Se crea un vacío. La declaración de Marina infunde dudas, alza presentimientos.
   – A pesar de todo, intenté comunicar varias veces contigo por teléfono. Pensaba: «Algu-na vez cogerá ella el auricular.» Pero jamás escuché tu voz. Era como si la tierra te hubiese tragado.
   – ¿Fue entonces cuando me odiaste? -pregunta ella bromeando.
   – Creo que sí -confiesa él siguiéndole la corriente-. Un día me aventuré a escribirte.
   Marina apura su café. El rostro se le enciende. Comenta:
   – El café está ardiendo.
   Germán no se fija en el rubor de Marina.
   – Pensé: «Las cartas llegan siempre. Las cartas se abren, se leen…» Al parecer, también aquella vez me equivoqué.
   Y Marina vuelve a recordar la carta. La ve en sus manos, las letras del sobre inconfun-dibles, el sello ligeramente ladeado, como pegado con prisa. Y se observa a sí misma guar-dándola en un cajón.
   – Esperé varios meses: fueron meses eternos…
   Marina conoce bien ese tipo de espera. Más que esperanza, entraña derrota.
   – Me sentía herido en mi amor propio: no entendía lo que estaba ocurriendo. Eso era tal vez lo peor: «no entender». Surgían nimiedades que adquirían dimensiones enormes. Y razo-nes de peso que sé volvían insignificantes. Quería persuadirme de que todo estaba dentro de una lógica, pero la lógica sé me iba de las manos, se burlaba de mí, como habías hecho tú.
   – Yo no me burlé, Germán.
   – Toda tu actitud era una enorme burla -insiste él.
   – Nunca creí que supondrías eso.
   – ¿Qué podía suponer?
   – Cualquier cosa menos eso.
   Marina se lleva las manos a las mejillas. Las nota ardiendo bajo las palmas. Pero su taza está vacía y no puede echarle la culpa al café.
   – En cierta ocasión me dijeron: «Los Cebrián nunca viajan ya solos. Los acompaña siempre Pascual Ordóñez.»
   Marina se queda impasible. No rebate lo que Germán apunta. Tras un breve silencio, pregunta él: -¿Era cierto lo que la gente decía?
   – Sí, era cierto. Pascual Ordóñez nos acom-pañaba. Y vuelve su rostro hacia el mar. Bajo la aparente quietud de la superficie, se adivina tumultuoso. Se comprende que de un momento a otro puede estallar en oleajes rebeldes.
   – Pascual era un buen amigo. Un amigo imprescindible. Pero nunca fue lo que estás imaginando.
   – La gente hablaba.
   – Lo sé.
   – ¿No te importaba?
   – Importaban más otras cosas -y el rostro se le contrae, el gesto lo crispa-. No te cul-po: cuando un hombre se ve rechazado, imagina siempre que la causa del rechazo está en otro hombre.
   Se miran fijamente. Los dos intuyen que están a punto de penetrar en el recinto vedado. El gesto de Marina vuelve a normalizarse:
   – Tranquilízate, Germán. Nunca hubo un «tercer» hombre.
   Hubo una tercera mujer. Hubo la mujer sin rostro que va a casarse con Germán.
   Marina está a punto de mencionarla. Pero se retrae.
   – Durante más de un año viví pendiente de aquel silencio tuyo -sigue explicando él-. Era duro levantarse y pensar: «No hay ecos, no hay sonidos, no hay más que silencio…» Yo no había nacido para vivir con un silencio como aquél, Marina, no podía acostumbrarme.
   Germán sorbe café y se enjuga los labios con la servilleta:
   – Por aquel tiempo conocí a Vilana.
   Marina no pestañea, no interrumpe: parece una estatua.
   – ¿Sabes cómo empezó nuestra amistad? Hablando de ti. Le expliqué mi fracaso, mi desgana, mi soledad… Vilana me escuchaba interesada. Fue así como me liberé de tu recuer-do.
   Y la estatua palidece, pero no se inmuta.
   – Un día descubrí que tú ya no existías.
   – Era de prever.
   – Después solamente existió Vilana.
   Tina le había dado la noticia: «Germán se ha liado con una soltera… Es más joven que tú, Marina, mucho más joven…» Y Marina había fingido la misma impavidez que finge ahora. «Es lo normal», había contestado.
   Tina parecía defraudada. No comprendía la tranquilidad de Marina: «De modo que ya no te importa…»
   – Dos años después murió Rogelio -sigue diciendo Germán-; para mí fue una sorpre-sa. Ignoraba que estuviera enfermo.
   – Poca gente lo sabía -admite ella.
   – Te mandé un telegrama de pésame. ¿Lo recibiste?
   Marina asiente.
   – Aquella vez no esperé respuesta. Se trataba de un telegrama convencional. Un formulismo social como otro cualquiera. Después te perdiste definitivamente. Se hubiera di-cho que, al morir Rogelio, tú también habías muerto. Nadie hablaba de ti.
   Marina evoca el telegrama; frío, distante, agudo como un puñal.
   – Más tarde me enteré de que habías puesto un negocio. Yo supuse que aquella nueva faceta tuya era un capricho de mujer inquieta.
   Marina sonríe. Piensa en los inicios de aquel trabajo suyo. Era evidente que la gente «no sabía». Era evidente que nadie sospechaba lo que se ocultaba tras aquel capricho suyo de «trabajar».
   – Después tu nombre fue saltando de año en año. Se hablaba de ti como podía hablarse de una estrella fugaz o de un cometa: algo que se evapora.
   – Me retiré -dice ella-. O tal vez me retiraron. No lo sé: Cuando los barcos zozobran, la gente huye de ellos.
   Germán la observa en silencio. El rostro de Marina ha vuelto a palidecer. Pide un ciga-rrillo y lo enciende.
   – Nunca imaginé que trabajaras por necesidad -murmura él.
   – De cualquier forma, no puedo quejarme. Salí adelante.
   – ¿Te ayudó alguien?
   – Sí; Pascual Ordóñez.
   También Germán enciende un cigarrillo. La respuesta de Marina lo desconcierta.
   – Era el único amigo que conocía la verdad de mi situación -aclara ella-. Al cabo de cuatro años, pude devolverle todo el dinero que me había prestado.
   Germán aspira el humo con fuerza. Dice sin mirarla:
   – Debió de ser una época difícil para ti.
   – Lo fue. La muerte de Rogelio me pilló agotada. Su enfermedad fue larga.
   – ¿Cuánto duró?
   También Marina fuma nerviosa; también ella aspira el humo, con avidez. La pregunta de Germán la estorba, pero no la rehuye:
   – Tres años.
   Germán frunce el entrecejo. Está a punto de comprender.
   – ¿Por qué no me dijiste que era eso?, Marina se pasa la mano por el cogote. La nuca le duele. Suele ocurrirle eso cuando se pone en tensión. Súbitamente recobra aquellos tres años de lucha. Los siente clavados en la tensión del cuello.
   Germán comprende que sus lagunas se achican. El silencio que media entre ambos, las está achicando.
   – Fueron tres años difíciles -dice ella.
   Después había venido el reposo. Aquel reposo que la había convertido en fantasma de sí misma y que la obligaba a ocultarse, como se ocultan los leprosos o los criminales.
   – Aquella madrugada en Niza, cuando me separé de ti y entré en el hotel -explica ella-, el conserje me salió al paso para entregarme un mensaje urgente. Habían llamado por teléfono desde España.
   Había sido lo mismo que recibir un latigazo en pleno rostro. No pensó en Rogelio. Pensó en sus hijos: Rogelio jamás entraba en el cálculo de posibilidades adversas. Rogelio era, para Marina, como una roca invencible.
   Pero Rosario insistía: «Tu marido está muy mal, muy mal… Lo han trasladado desde el barco a Barcelona…» Y su voz llegaba hasta Marina en oleadas de rencor. Rosario «quería saber» dónde se había metido durante toda la noche: «El conserje me ha asegurado que no estabas en el hotel…» Y el conserje la miraba con cierto placer morboso en las pupilas, satis-fecho por haber destruido, durante unos instantes, la monotonía de su aburrida guardia noc-turna.
   Y Marina se sentía atrapada en aquella felicidad recién estrenada que se le iba marchi-tando sin remedio.
   – Tuve que salir de Niza aquella misma mañana -sigue explicando Marina-. Subí a la habitación para hacer las maletas… Tina me esperaba allí. También ella quería saber dónde me había metido…
   Fue preciso explicárselo. Fue preciso suplicarle a Tina que la ayudara. Y Tina había fin-gido ayudarla.
   – Cuando llegué a España, Rosario hincaba la uña. Tina salió en mi defensa. Dijo que habíamos estado juntas durante toda la noche Y yo le agradecí que se solidarizara conmigo.
   Marina aplasta su cigarrillo contra el platillo del café. Las uñas se le quedan blancas. Luego, cuando posa la mano en el mantel, recuperan su color.
   Germán fuma con avidez; cuando expele el humo, produce la impresión de que flagela el aire.
   – Aquel amasijo de mentiras me avergonzaba… Germán, sin embargo… todavía no me apeaba, todavía me veía incapaz de renunciar a ti.
   Cierra los ojos. Deja que el pasado la arrolle. Recuerda el lastimoso estado de su marido cuando ella entró en el cuarto: los cercos de sus ojos, la palidez de sus labios… la expresión de su mirada (por primera vez asustada, por primera vez humilde) y ve su mano tendida hacia ella, y le oye repetir: «Gracias a Dios que has venido, Marina.»
   – Al principio nadie creía que estaba realmente enfermo. Todos, hasta él médico, supo-níamos que se trataba de una indisposición pasajera: «Demasiado sol…», decían. Pero al cabo de una semana, llegaron los análisis, las pruebas… Y supimos que no había solución para él. Recuerdo que aquel mismo día tú llamaste por teléfono.
   Germán deja de fumar. Posa su mano sobre la de Marina:
   – Debiste decírmelo. Yo hubiera comprendido.
   – No, Germán. Era demasiado expuesto. Además… Rosario me había hecho jurar so-lemnemente que nadie, salvo los médicos, debía conocer la verdad. Pasara lo que pasara, Ro-gelio debía ignorar su estado.
   Había sido una escena dura: Rosario no quería admitir lo que los médicos aseguraban. «Rogelio no puede morir. Es demasiado joven. Los hombres como él no mueren tan fácilmen-te.»
   Quizá tuviera la impresión de que, rebelándose contra el destino, podía llegar a vencer-lo. Aseguraba que la ciencia había adelantado mucho en los últimos años y que las neoplasias podían combatirse con grandes probabilidades de éxito. «Viajaremos: buscaremos lo que ha-ga falta, recurriremos a quien sea… Pero Rogelio debe vivir. Lo esencial es que nadie se entere que nadie sospeche lo que está pasando.»
   – A veces, cuando Rosario me hablaba, me parecía que, en efecto, Rogelio podía salvar-se. Todo era cuestión de entregarnos totalmente a su curación. -Marina retira su mano, vuelve a acariciar su nuca-. Fue una época difícil, muy difícil…
   Había sido duro vivir año tras año con la continua fatiga de esperar contra toda lógica, a empellones de mentiras piadosas y de rencores aplacados. Era duro fingir serenidad y saberse arrastrada por el torbellino de la desesperación, y estar alegre para no despertar sospechas y ver la horrible transformación de aquel hombre, sin poder evitarla, pero actuan-do como si ya todo se hubiera evitado.
   – Fui sorteando la situación lo mejor que pude hasta que recibí tu carta.
   Había sido la encrucijada de Marina. Todo, en aquellos momentos, dependía para ella de aquella carta. Comprendió que si la abría, si leía su contenido, estaba perdida. Lo que hasta aquel momento había sido posible, comenzaba a tambalearse gracias a aquel pedazo de papel que tenía un sello ladeado.
   Durante unos instantes estuvo a punto de abrirla, de comunicarse con él otra vez… Recordaba el desprecio de Rogelio, su constante empeño en alejarse de ella, la famosa frase que tanto la había desorientado: «Si tú me dejas en paz, yo no voy a inmiscuirme en tu vida privada…» Y el permiso: el triste y vergonzoso permiso para tratar a Germán, para querer a Germán… «No vamos a ser el único matrimonio que acepta esas condiciones…» Todo le golpeaba el cerebro, todo se aliaba para inducirle a que abriese la carta.
   – Pero tuve miedo. Un miedo horrible de todo: de mí, de ti, de no saber dominarme, de no tener fuerzas para soportar lo que me esperaba…
   Sin embargo, no la había destruido en seguida. La guardó en un cajón, la dejó allí, no sabía por qué: sometida a una tregua absurda.
   – Y se lo conté a Tina. No pude evitarlo. Necesitaba desahogarme con alguien para que me ayudara.
   – ¿Cómo reaccionó?
   – Ella ignoraba la gravedad de Rogelio. Me dijo: «No seas tonta, ábrela. No la contestes si no quieres, pero ábrela.» Tenía curiosidad por saber lo que tú habías escrito… Pero no le hi-ce caso.
   Germán se lleva la mano a la frente:
   – ¿Te das cuenta del peligro que corrías?
   Marina asiente. Explica luego:
   – Un día Rogelio me habló de Tina. Me dijo textualmente: «Tina no merece tu amistad. No tiene derecho a poner los pies en esta casa.» Me quedé perpleja. Rogelio llevaba mucho tiempo sin atacar a Tina. No comprendía aquel cambio tan brusco.
   Pero al oírlo había evocado repentinamente lo que Bruna le había dicho aquella noche en la casa de Teresa. Eran dos frases parecidas, muy parecidas. Dos hilos conectados. Pero tampoco aquella vez había recelado. Era imposible recelar.
   – Fue necesario rogarle a Tina que distanciara sus visitas. Rogelio no disimulaba ya la aversión que, de repente, sentía por ella. Y Tina lo acusaba. Fue preciso buscar excusas. No mencioné a Rogelio. Le dije simplemente que el médico le había recetado reposo y que las visitas lo cansaban. Naturalmente, Tina jamás me perdonó aquel desaire.
   A partir de aquel momento había comenzado el cambio de Rogelio. Era fácil percibir aquel cambio hasta en las cosas más insignificantes. Se hubiera dicho que todo en aquel hombre se renovaba.
   – Rogelio no parecía el mismo. Algo en él se había modificado. Yo lo achacaba a su en-fermedad… No llegaba a comprender que, en realidad, era la ausencia de Tina lo que lo esta-ba cambiando. Ya no era el hombre altivo que durante tantos años me había hecho sufrir. De pronto comprendía yo que me necesitaba… Me pedía perdón por la menor cosa, me trataba con suavidad, me agradecía todo cuanto yo hacía por él.
   Y la había desarmado. Era imposible no desarmarse ante aquel Rogelio nuevo, sumido en claudicaciones. Y fue como si la carta, aquella carta que todavía conservaba, se fuera con-taminando de aquel cambio.
   – A pesar de todo era muy grato percibir el cambio de Rogelio. Casi me permitía ser feliz. Casi me permitía olvidarte… Era una sensación agridulce, algo así como la corteza del limón.
   – Comprendo -dice Germán.
   – No, no puedes comprender. Hay cosas incomprensibles. Cosas que los humanos no somos capaces de descifrar. Tampoco yo podré saber con exactitud qué clase de olvido era aquél. Ni cuál fue la causa de que Rogelio diera aquel viraje cuando la muerte lo amenazaba… Muchas veces me he preguntado por qué es preciso esperar la muerte para «ser distinto». ¿Por qué no procurar vivir siempre como si fuéramos a morir en seguida? Al fin y al cabo, la muerte es nuestra meta: todos somos unos muertos en potencia, todos empezamos a morir el día que nacemos… -suspira, recoge el mechón que le cae por la frente y termina diciendo-: De pronto, entre Rogelio y yo hubo algo que no había existido nunca. Algo que yo consideraba ya imposible, algo que, desde que me había casado con él, venía yo esperan-do prácticamente sin esperanza.
   – ¿Fue entonces cuando rompiste la carta?
   Marina asiente:
   – Le dije a Tina: «Voy a destruirla.».La rompí delante de ella. Y luego la eché al fuego.
   Sin dolor, sin la sensación de haber sacrificado algo importante. Así había empezado la verdadera lejanía de Germán: aceptando el presente, sin futuro, de un moribundo que, por primera vez, le brindaba un poco de amor.
   – Y no me arrepentí -insiste Marina-. Destruí tu carta sin esfuerzo.
 
   17
 
   Germán le ofrece otro cigarrillo. Marina rehúsa: tiene la boca seca y bebe un poco de agua.
   – Así pasamos tres años. Fueron largos y cortos: extraños, indescifrables. Hicimos innu-merables viajes; siempre con la misma finalidad: detener lo que no podía detenerse, salvar lo que se estaba acabando, inventar proyectos que nunca podrían cumplirse. La cuestión era no dejarse vencer: fingir energías, crear excusas para darles una razón de ser…
   Germán esboza un rictus amargo. Es un gesto sombrío como el color del mar.
   – Y yo sin sospechar nada…
   Marina ve el perfil de Germán convertido en escorzo. El pómulo ligeramente enrojecido, la oreja aprisionada por el aro de las gafas.
   – Fuimos a Suiza, a los Estados Unidos: Pascual Ordóñez, como médico, conocía luga-res especializados, tenía colegas eminentes… Fue una gran ayuda para nosotros.
   Germán asiente. Pero no vuelve el rostro. Sigue mirando el mar serenamente, silencio-samente.
   – La compañía de Pascual lograba levantar el ánimo a Rogelio. Ya sabes cómo ha sido siempre ese hombre: no tolera que los demás se aburran… Sacaba punta a todo y conseguía hacernos olvidar lo que iba resultando inolvidable.
   – Entonces era eso…
   Y rompe a reír. Con soplidos menudos, como si estuviera burlándose de sí mismo.
   Y Marina vuelve a recordar la escena de la playa cuando Pascual había derramado el martini sobre su bañador.
   – Fue un gran amigo -explica ella-. Un amigo excepcional. Y continuó siéndolo cuan-do Rogelio hubo muerto.
   Germán ha dejado de ser un escorzo. Ahora es un rostro completo, abocado al suyo: unas gafas enteras frenando una mirada llena de preguntas.
   Marina piensa: «Tal vez pueda evitarlo. Tal vez se vaya sin que me vea obligada a decírselo.»
   – Verdaderamente resulta absurdo que el cambio de Rogelio surgiera precisamente cuando ya no había tiempo de rehacer nuestra vida.
   Y se dice otra vez que las criaturas humanas no saben aprovechar la ventaja de vivir.
   – ¿Será que no puede haber felicidad sin amenaza?
   Germán no contesta. Probablemente piensa que Marina tiene razón. Pregunta luego:
   – ¿Conocía Rogelio su gravedad?
   – No lo sé. Ése es uno de los dilemas.
   Recuerda los comentarios de Pascual Ordóñez: «Nada más fácil que engañar a un enfer-mo inteligente.» Aseguraba que todo era cuestión de abrumarlo con detalles técnicos; al ana-lizarlos, distraía su imaginación del verdadero problema. Sin embargo, Marina, más de una vez, había sospechado que Pascual se equivocaba.
   – Su cambio no fue únicamente psicológico: fue también religioso -explica ella-. Era un cambio sospechoso… Me hacía suponer que no éramos nosotros los que estábamos enga-ñándole a él, sino él a nosotros.
   Marina se pasa la mano por la frente. Aquella duda todavía la persigue y la atosiga. De esa duda dependen todas las demás.
   – Hubiera dado un mundo por conocer la verdad -dice ella.
   – ¿Qué verdad?
   Marina contrae los párpados; fuerza las ideas, las exprime como ha hecho mil veces, pero siempre topa con el muro. Habla después como si Germán no estuviera delante, como si pensara en voz alta:
   – Si Rogelio tenía la seguridad de que iba a morir… ¿por qué motivo lo dejó todo en el aire?
   No quisiera haber dicho eso, pero no ha podido remediarlo. Recuerda que hace poco rato, Germán le ha hecho una pregunta parecida y ella la ha eludido con una explicación poco convincente relacionada con la probable superstición de ciertos hombres.
   Germán no replica. No sabe qué argüir. Ignora lo que esa duda supone para Marina, pero probablemente sospecha lo mucho que le está doliendo.
   – Por otro lado -sigue explicando ella-, era tan distinto… Ya nunca me miraba con desprecio, ya nunca me reprochaba nada… Y se resignaba: jamás he visto a un hombre más resignado que Rogelio en los últimos años de su vida. De pronto me hablaba de Dios. Yo di-ría que necesitaba a Dios desesperadamente.
   Germán baja la cabeza y Marina ya no percibe el reflejo de sus gafas.
   – Excuso decirte que, a partir de su cambio, empezó a perder amigos -se detiene, piensa, rectifica-. O tal vez fuera al revés: quizá fuera Rogelio el que se distanciara de ellos.
   Germán vuelve a mirarla, pero tampoco esta vez la interrumpe.
   – Lo cierto es que aquel Rogelio «nuevo» ya no gustaba, no satisfacía… Y nos quedamos prácticamente solos.
   – ¿Te molestó ese cambio?
   – No -dice ella-. Fue un gran descanso para mí. Hasta entonces aquellos amigos sólo habían servido para aturdido, para obligarlo a no pensar, para mantenerlo bamboleante en un mundo más bamboleante todavía.
   Después Rogelio había buscado estabilidad: necesitaba aquella estabilidad para enfren-tarse consigo mismo. Por primera vez desde que se había casado con él, Marina le oía hablar de Dios como de algo más que una simple disciplina teórica.
   – Últimamente pisaba firme -sigue explicando Marina-. Todo lo aceptaba con gran serenidad. Si fuera posible decir que Dios «tienta», la definición exacta sería ésa: Rogelio parecía caer en la tentación de Dios.
   – Eso suena a herejía -bromea Germán.
   – Pero no lo es: cuando uno comprende que lo ha perdido todo, cuando de pronto sabe-mos que nada es ya posible, salvo esperar la muerte… Dios interviene, Germán, te lo aseguro; se mete en nuestra vida, se apodera de ella, nos rescata…
   – Comprendo -dice él-; también a ti te ocurrió lo mismo.
   – Con una diferencia -aclara ella-. Rogelio descubrió a Dios cuando iba a morir… A mí, en cambio, me quedaba una vida larga por delante.
   Había sido aquella posibilidad lo que más la había hundido. No podía soportar la idea de vivir metida en aquella oquedad suya, más sórdida aún que la propia muerte.
   – ¿Sabes una cosa, Germán? A veces la salud puede ser más cruel que la enfermedad.
   Y recuerda cuánto había llegado a agobiarla aquella inalterable «salud» suya. Se ve de nuevo frente a aquel camino larguísimo, agrietado y polvoriento, percibiendo la obligación de recorrerlo, espoleada por aquella salud inquebrantable que algunos consideraban privilegiada.
   – Es un contrasentido sentirse tan muerta con un cuerpo lleno de salud.
   – ¿Fue la muerte de Rogelio lo que te dejó tan abatida?
   – Tal vez… Ocurrieron muchas cosas… Y él ya no estaba para defenderme.
   – ¿Defenderte? ¿De qué?
   Marina no responde. Quisiera evitar la respuesta. Piensa que, efectivamente, hay mu-chas clases de cruces y que la «salud» puede llegar a ser una de ellas.
   – ¿Tan grave era?
   Marina asiente. Y recuerda: habría sido inútil luchar contra todo lo que vino después. Era lo mismo que verse, metida en un túnel sin salida.
   El mundo se oscurecía, se convertía en un pequeño Apocalipsis… La alegría había dejado de tener sentido. Todos los motivos alegres iban hurtándose a su paso. Se hubiera dicho que se ponían de acuerdo para abandonarla… para dejarla en la oquedad más absoluta.
   – A veces creía que no podría resistir, que mi salud iba a quebrarse… Pero el dolor no mata, Germán: al contrario, yo creo que refuerza…
   Enflaquecía: eso sí. Y Pascual Ordóñez le decía: «Pásate por mi consulta… así no puedes continuar, Marina,» Y ella pensaba: «Quizá tenga razón, quizás he caído enferma…» Pero su esperanza duraba poco: «Sólo disgustos: ésa es tu enfermedad…» Y ella regresaba a su casa con la salud a cuestas, como si subiera al Gólgota.
   – Y acabé por acostumbrarme. El hombre, ya lo sabes, es un animal de costumbres… Me acostumbré al dolor, como algunos se acostumbran al bienestar.
   La sonrisa de Marina se diluye en las gafas de Germán.
   – ¿Y luego?
   – Encontré a Dios.
   – ¿Fuiste feliz?
   – Tuve paz.
   De nuevo una tristeza grande cae sobre ellos. Marina reacciona. Se estremece. Germán comenta:
   – Está haciendo mucho frío.
   – Efectivamente -responde ella-. Parece que este año no vamos a tener primavera.

18

   – Ahora ya lo sabes todo -dice Marina después de un lapso breve-. Supongo que habrás comprendido mi silencio.
   – No -protesta él-. Creo que sé menos que nunca…
   Marina intenta tomar a broma la salida de Germán. Finge reír y piensa: «Me veré obli-gada a decírselo.»
   – Todavía no me has explicado por qué tu abogado te aconsejó que renunciaras al plei-to… ¿Qué ocurrió cuando Rogelio hubo muerto?
   Lo pregunta bruscamente, casi con ira: no admite la impavidez de Marina.
   – ¿Qué importa ya todo? -pregunta ella-. Ha transcurrido tanto tiempo…
   Germán piensa. Seguramente recuerda detalles significativos que han destacado a lo largo de su conversación. Vuelve a preguntar:
   – ¿De qué te acusaban?
   Marina no responde. Tampoco lo mira. Tiene esa pregunta metida en la sangre. La sien-te fluir por las venas como un cuerpo extraño que acelerase sus latidos. Pero ya no puede contestarle a Germán lo que le ha dicho antes: «Piensa de mí lo que se te antoje.» Germán sabe demasiado para inducirlo a error.
   – Te he explicado todo lo que sé relaciona contigo. ¿No te basta?
   – No. No me basta. Quiero más. Te lo he dicho mil veces: soy curioso.
   Ya no impone. Casi suplica.
   – ¿Qué hora es? -pregunta ella.
   Germán consulta su reloj: Las cuatro y media.
   – Antes de dos horas hay que estar en el aeropuerto -Lo sé -dice él-, procura darte prisa. -¿Y si me negara? -Perdería el avión.
   – Decididamente tu curiosidad es patológica. No sabe cómo salir del atasco. Se concede una tregua: abre su bolso y extrae la polvera. El espejo acusa un rostro cansado, encendido y temeroso. Dice, mientras se empolva la nariz:
   – Conforme: voy a explicártelo todo. -Recuerda que no valdrán subterfugios -advier-te él-. Quiero la verdad.
   – La verdad -repite ella. Y mira hacia el fondo del comedor, como si mirase un hori-zonte lejano-. Hay cosas que ni siquiera yo misma he podido saber con exactitud…
   Guarda la polvera. La mujer de enfrente se levanta, encoge el estómago, estira su jersey y se dispone a marchar. El hombre que la acompaña parece satisfecho. Los dos caminan hacia la salida, el paso tardo, la gula satisfecha y probablemente la digestión difícil.
   – Quizá podamos descifrarla entre los dos -propone él.
   – No -dice Marina-, hay interrogantes que jamás podrán convertirse en afirmaciones. Se las llevan los muertos antes que se transformen.
   Se nota acorralada: ya no puede dar marcha atrás. Lo que tanto venia temiendo, ha lle-gado. Se pregunta cómo va a reaccionar Germán cuando lo sepa. Quizá ni siquiera se inmute. Las piedras del río, a fuerza de agua, acaban por redondearse.
   Ahora que ya casi todo ha sido dicho, no comprende por qué motivo se ha empeñado tanto en callar aquel episodio. Tal vez por amor propio. Acaso para no mostrarse derrotada ante Germán… «No -se dice a si misma-, lo he hecho para no preocuparlo, para no herirlo, para no avergonzarlo…»
   Pero se tranquiliza pensando que los años también alisan los relieves, lo que fueron colinas se vuelven planicies: de todo aquel revuelo sólo queda el eco de un batir de alas…
   Evoca la inscripción de la pitillera: «A Germán, de Vilana.» ¿Qué puede importarle a ese Germán (el Germán de Vilana) lo que pudo ocurrirle a Marina (la Marina de nadie) cuando el pasado era presente? ¿Quién es ya aquella Marina para este Germán?
   – ¿Por qué sonríes?
   – Pensaba.
   – ¿En qué?
   – En los paréntesis. Verdaderamente los paréntesis no son perjudiciales.
   – No te entiendo.
   – Me refiero a nosotros. A nuestra situación, a lo que somos… En el fondo, ninguna con-fidencia puede ya alterarnos. Será lo mismo que ver el pasado reflejado en el espejo de un río… El agua se lo llevará pronto.
   Mira hacia el hueco que ha dejado la mujer gorda. Apenas queda gente en el comedor. Allá lejos el camarero los observa con indiferencia.
   – Empezó todo el día que murió Rogelio. Fue una muerte tranquila -dice-. Dejó de existir poco a poco, sin abrumar a nadie, sin dar muestras de sufrir: envuelto en aquella extraña resignación que venía arrastrando desde que cayó enfermo…
   Ni una sola vez había pronunciado la palabra muerte -piensa Marina-. Se hubiera dicho que no temía el fin, o que la muerte fuera para él como un premio. Y se ve otra vez junto a la cama de su marido, sosteniéndole la mano, contemplando sus párpados cerrados y escuchando el estertor rasposo que salía de su boca.
   También ve a Pascual Ordóñez; un Pascual Ordóñez ajeno al que «animaba y reía», contemplando el cuerpo del moribundo con el desaliento de los que se saben ya ineficaces. «Se acabó, Marina; ya no podemos hacer nada.» Y la humedad de sus ojos parecía destilar imposibles.
   Y recuerda que ella, en aquellos momentos, había pensado: «Pascual se equivoca: todavía puede hacerse algo. Yo puedo hacerlo… Puedo prolongar su existencia: hablar por él, actuar por él, dedicar el resto de mi vida a mantener su memoria.» Era una forma de obligar a Rogelio a que continuase con vida, a que perdurase más allá de su muerte. El único que había muerto era el Rogelio de antes, aquel a quien ella nunca había comprendido: el que durante años y años venía mostrándole la sordidez de los convencionalismos y de las bajezas ocultas.
   Y repasa las reacciones de todos. No hubo escenas melodramáticas ni gestos grandi-locuentes. Lloraron los niños, lloró ella, lloraron los amigos: aquellos amigos «que no sabían», que «si hubieran adivinado…». Se les iba todo en disculpas: «¿Quién podía imaginar lo que estaba pasando? Lo llevabais tan callado…» Y desfilaban ante el cadáver, cumpliendo con el rito de la amistad compungida: correctamente, haciendo la señal de la cruz a toda prisa, recatados, circunspectos, golpeando cariñosamente la espalda de Marina mientras repetían tópico tras tópico: «Resignación: era un hombre excepcional… Te quedan tus hijos: aférrate a ellos, Marina: has de vivir para ellos.»
   Había también los insatisfechos; los que se enfadaban por haberles hurtado la posibilidad de mostrar mayor interés; los que reprochaban, dolorosamente ofendidos, el que no se les hubiera advertido a tiempo, cuando todavía hubieran podido «comportarse como amigos». Y se lamentaban: «A un amigo no se le hace esa faena…»
   También aquel tipo de gente lloraba: acaso con más brío que nadie. Y pedían pañuelos «porque el suyo estaba ya mojado»… Y recalcaban su enfado tercamente (como un niño recalca el escamoteo de un caramelo) para que la familia se percatara de lo mucho que lo querían; del gran vacío que había dejado… Pero agradeciendo sin duda a Marina que les hubiera dado la oportunidad de enfadarse, porque visitar enfermos era una de esas tareas que nadie realizaba a gusto.
   Luego decían: «Un santo. Eso era: un santo.»
   Pero hubo un rostro sin lágrimas. Parecía como si, de tanto llorar cuando Rogelio aún vivía, se le hubieran acabado todas.
   – Hasta aquel día -refiere Marina-, yo jamás había pensado en lo que podía ocurrir-me cuando Rogelio muriese…
   Empezó a temer en cuanto se fijó en la sequedad de aquellos ojos. Eran desconcertantes. Se parecían a los de Rogelio cuando la miraban con desprecio o cuando le echaba en cara «la educación de sus hijos».
   – De pronto, sin saber por qué, tuve miedo de Rosario… Adoptaba una actitud extraña, hostil. Mientras Rogelio vivía, todavía actuaba con cierta medida… Luego, en cuanto se vio dueña de la situación, cambió radicalmente.
   La recuerda ahora vagando por la casa, imponiéndose, dando órdenes, adjudicándose el derecho a mandar, a decidir, a tomar la iniciativa de todo… No parecía la misma mujer. Era como una Rogelia envejecida, enérgica, con su carga de despotismo innecesario y sus pullas hirientes, parecidas a las de su hermano cuando todavía no estaba enfermo.
   Incluso solía repetir la odiosa frase: «La gente dice…» como si la voz de Rogelio se hubiera metido en la suya.
   – Yo no comprendía aquel cambio -sigue diciendo Marina-. Era verdaderamente desconcertante. De repente rompía a citar «vergüenzas» ocultas, que no concretaba, «men-tiras añejas» que no definía… Se lamentaba, sin motivo alguno, de infortunios familiares y cuando me dirigía la palabra, lo hacía en tercera persona, como si yo no estuviera delante, co-mo si no se refiriese a mí, sino a otra mujer… Lo peor era verla tan rígida, tan poco afectada, tan seca de ojos.
   Marina vuelve a sorber agua. De nuevo tiene la impresión de que aquella sequedad se ha apoderado de la concavidad de su boca.
   – Yo pensaba: «La muerte de Rogelio la ha trastornado.» Pero había otros síntomas alarmantes: también el resto de la familia actuaba de un modo extraño. Todos me miraban como si yo fuera una intrusa, una especie de «querida» de mi marido, que, por el hecho de haber quedado viuda, nada debía esperar.
   Evoca infinidad de detalles que la habían hecho sufrir: aquel callarse repentinamente cuando ella irrumpía en una habitación. Aquel hablar en voz baja entre ellos, mientras la miraban de reojo. Aquel maliciar sospechas cuando Marina se dirigía al teléfono, o daba una orden a los criados, o se metía en el cuarto para descansar.
   – Es evidente que en la Cataluña de aquella época existía una gran tendencia a consi-derar a la mujer como una concubina de preferencia: se la toleraba mientras el hombre vivía. Luego, la cosa cambiaba.
   Marina se pinza el entrecejo: tiene la sensación de que el recuerdo se le centra ahí; agudo, más doloroso que nunca.
   – Al cabo de unos días, después de los funerales, la familia de Rogelio me convocó en el salón de estar. Todos los Cebrián importantes me esperaban allí; enlutados, graves, severos… La tía Felicitas, el tío Lorenzo, los primos mayores… Era una nutrida y solvente represen-tación de la firma… Mis hijos habían sido excluidos: todavía eran menores, todavía no tenían voz ni voto. Me presentaron a un señor que yo jamás había visto. Me dijeron: «Es un amigo incondicional de la familia.» Luego supe que era el juez -traga saliva, respira hondo y prosigue-. Rosario estaba sentada en el sillón rojo. Tenía la mirada extraviada, pero fingía contemplar los abetos del jardín.
   Germán murmura algo que Marina no entiende. Es una palabra de sonido áspero. Mari-na no le pregunta lo que ha dicho. Probablemente Germán no iba a repetirlo.
   – Te confieso que me sentía igual que un reo al que se le va a juzgar. Era todo tan ceremonioso, tan severo… Sin embargo, aún no entendía lo que estaba pasando. Ni por un momento sospeché lo que iban a decirme. Me rogaron que me sentara. Me advirtieron que iban a plantearme un problema muy serio que yo debía resolver…
   Respira hondo, toma aliento. Dice luego:
   – Al principio todavía se dirigían a mí con cierta amabilidad. No hay duda de que los Cebrián siempre han tenido un barniz muy acusado de lo que suele entenderse por «buena educación». Y aquel día hicieron gala de ese barniz. Solamente Rosario se adjudicaba el derecho a mostrarse grosera. Pero aquello era ya habitual y la familia no parecía afectarse demasiado. Casi estoy por decir que se solidarizaban con su evidente mala educación. Decían todos: «La pobre Rosario ha sufrido tanto…» No parecían tener en cuenta que «yo también había sufrido». Al parecer, los sufrimientos de las concubinas no merecen ser considerados como verdaderos sufrimientos…
   Marina se reprime. No está en su ánimo parecer irónica. No quiere dar la sensación de que aquella escena todavía le escuece.
   Sin embargo, Germán adivina ese dolor:
   – Siento remover tanto poso…
   – Ya no me afecta, te lo aseguro.
   Y lo dice con un tono convincente y desenfadado.
   – Entonces, continúa, por favor.
   Marina obedece: Le explica la escena de aquella tarde como si la reviviese.
   – Comenzaron hablando del «pobre» Rogelio. Recalcaban la palabra «pobre» con reticencia, como si yo tuviese la culpa de que ellos se vieran obligados a designarlo con ese adjetivo. Decían: «El pobre Rogelio ha sido muy desgraciado…» Y aseguraban que la vida había sido muy dura para él… El preámbulo me parecía injusto, porque no se referían a los tres años de enfermedad, sino a los anteriores… De pronto la voz que salía del sillón rojo, decretó: «Afortunadamente, Dios se lo llevó pronto, afortunadamente cayó enfermo a tiempo… Afor-tunadamente no tuvo que pasar por la vergüenza de ver su apellido arrastrado…»
   Las manos de Marina tiemblan. Las esconde bajo la mesa: las aprieta una contra la otra para evitar que Germán perciba ese temblor.
   – Pregunté entonces a qué se referían. No podía imaginar a mi marido quejándose de la vida cuando la vida había sido un manojo de promesas para él. Recordaba sus cruceros H.S., sus continuos viajes, sus innumerables proyectos siempre realizados con éxito… Era absurdo oírle decir a mi cuñada que Rogelio «había sufrido» cuando todavía nada hacía prever su sufrimiento.
   Y el temblor de las manos le crece, le sube a los brazos, le llega hasta la garganta. Carraspea y mira hacia el hueco que ha dejado la señora gorda:
   – Entonces tomó la palabra el tío Lorenzo: era el cabeza de familia -aclara-. Me expuso, sin rodeos, que Rogelio había muerto sin testar. Bien: lo aceptaba. Dije: «Eso no tiene importancia.» Yo ignoraba las leyes. Además aunque no las hubiera ignorado, jamás hubiese podido imaginar que, habiendo sido su mujer, pudieran dejarme en la estacada… Pero entonces el sillón rojo volvió hablar: «Celebro que pienses así, porque, de ahora en adelante, tú no pertene-cerás a la familia…», dijo.
   El rostro de Germán se ensombrece. También él respira hondo. También él esconde las manos.
   – De pronto lo vi todo claro -sigue diciendo Marina-. Lo que aquella gente estaba intentando justificar, era mi exclusión del clan Cebrianístico. De hecho yo sobraba y necesitaban echar mano de una excusa para sacudirme.
   Se detiene. Se encoge de hombros. Esboza una mueca condescendiente y continúa explicando:
   – El juez tomó la palabra. Me dijo con aire sentencioso: «Se ha nombrado un consejo de familia para administrar los bienes de sus hijos. Entrarán en posesión de una considerable fortuna el día que cumplan la mayoría de edad.» Y terminó preguntando: «Supongo, doña Marina, que no tendrá usted nada que objetar.»
   No había objetado. Cuando se recibe una bofetada, tampoco se objeta. Se sufre. Se siente el ardor en las mejillas y se repliega uno en sí mismo. En torno a Marina todo se había vuelto oscuro: negro como los trajes de aquellas gentes.
   – A pesar de todo, no podía comprender la causa directa de aquel atropello, de aquel odio evidente… No era lógico suponer que aquella medida había sido adoptada por culpa de un descuido de Rogelio. Era lo mismo que si estuvieran faltando a su memoria… -cierra los ojos, mueve la cabeza, se olvida de que Germán está frente a ella. Dice luego-: Debía de haber algo más, algo que se me iba de las manos… Todo lo evidenciaba: el modo que habían tenido de acorralarme, la dureza de aquellas expresiones, la frialdad con que me habían planteado el problema… Al parecer lo tenían todo previsto, todo organizado… Adiviné que aquella maniobra había sido planeada mucho antes de que Rogelio muriese…
   Marina comprende que la voz se le quiebra. Debe dominarla. No puede dejarse llevar por aquel maldito recuerdo. No debe sentir compasión de sí misma. Se dice que no es bueno compadecerse. En seguida se apodera de uno la inestabilidad y el desaliento, y la personalidad se resquebraja.
   – ¿Por qué no te defendiste? -pregunta él.
   – Lo intenté. Pero fue peor, mucho peor.
   Marina duda: teme que lo que va a decir resulte demasiado patético. Hay que cuidar el planteamiento. La forma de exponer las situaciones suele influir en los resultados. Por eso medita, toma aliento. Dice luego con voz ecuánime:
   – Rosario comenzó a acusarme directamente, delante de todos, sin la menor piedad, sin un gramo de escrúpulos. Me dijo cosas horribles. Cosas que no me atrevería a repetirte, Germán. Llegó a proclamar que si Rogelio había contraído el cáncer, había sido por los disgustos que yo le había dado… Le faltó poco para acusarme de asesinato.
   – Estaba loca.
   – Si la soberbia es una forma de locura, efectivamente, lo estaba. Era una soberbia llena de odio la suya. Una soberbia llena de acusaciones: seguramente las llevaba en el estuche desde hacía muchos años…
   La voz de Marina se quiebra otra vez. Tose. La esclerótica se le irrita. Piensa: «No debo llorar.» Por nada del mundo debe caer en esa tentación. Deja de mirar a Germán. Mira al techo.
   – Resumiendo: aseguró que yo era una mujerzuela, que había estado engañando a Ro-gelio año tras año…
   Germán no replica. No se mueve. Sin duda imagina que lo que Marina le relata es una pesadilla, algo que, cuando despierte, va a resultar falso.
   Dice de pronto:
   – Pero eso es monstruoso…
   Y no se atreve a preguntar.
   – En efecto -dice ella, ya sosegada-. Fue monstruoso. Pero había un fondo de verdad en lo que Rosario afirmaba.
   – ¿A qué te refieres?
   Marina tarda unos segundos en responder. Son unos segundos eternos.
   – ¿No lo comprendes?
   No, Germán no comprende. O tal vez no quiera comprender. Y Marina piensa que deberá decírselo sin preámbulos. Crudamente:
   – Rosario me lanzó a la cara que yo había estado engañando a mi marido contigo.

19

   El viento parece arreciar. Los ventanales tiemblan ligeramente y la superficie del mar se encabrita.
   Germán se ha llevado una mano a la frente. Produce la impresión de que la cabeza va a estallarle. No mira a Marina; piensa.
   – Rosario lo sabía todo -sigue diciendo ella-. Conocía nuestra despedida en el apea-dero, nuestros paseos a caballo, nuestros encuentros en Montjuíc, nuestra salida en Niza… No guardó nada para sí misma: lo escupió todo, sin regatear detalles: ampliándolos, volcándolos sobre el auditorio como si volcase un cubo de basura… Incluso llegó a decir que si Bruna me había pegado, era porque yo coqueteaba contigo…
   – ¡Dios! No es posible, no es posible…
   Lo dice entre dientes, los ojos cerrados, la mano todavía en la frente.
   – Era inútil llevarle la contraria. No podía. Todos, incluido el juez, le daban la razón, todos la coreaban con silencios comprensivos.
   – ¡Dios! -Vuelve a decir Germán-. No es posible…
   Y de nuevo Tina está entre ellos. Con su sonrisa de ratita, con sus ademanes ingenuos: «¿Estorbo?» Y Marina la recuerda tal como la había visto al llegar de Francia: «No te preocu-pes: yo calmaré a Rosario…» Y su ayuda. Su imprescindible y eficaz ayuda. Y el rebrote de confianza: «La carta… ¿Por qué no lees la carta, Marina…?
   – Tina jamás me perdonó que Rogelio la apartara de su lado. Creía que yo tenía la culpa de su alejamiento. Ella también ignoraba que mi marido estaba sentenciado. ¿Comprendes?
   Germán reacciona. No admite aquel atropello.
   – De cualquier forma: tú debiste defenderte. La verdad estaba por encima de cualquier venganza, de cualquier calumnia, de cualquier maldad.
   – No -contesta ella-, no lo estaba.
   Esquiva el rostro de Germán. Se vuelve hacia el ventanal. Ya no hay niebla: hay viento, hay nubes amenazando tormenta, hay un mar encabritado, casi furioso.
   – Volverá a llover-dice.
   Germán se inquieta. Tiende la mano a Marina. La palma extendida.
   – Te lo ruego: sigue contando lo que ocurrió después. No omitas detalles. Dímelo todo, Marina. Quiero saberlo todo.
   – ¿Estás seguro?
   – Completamente seguro.
   Marina procura bromear de nuevo. Es preciso restar importancia a lo que va a decirle.
   – Tu pajolera curiosidad…
   – No -se defiende él-, ahora ya no es curiosidad…
   – De acuerdo -dice ella-, pero recuerda que tú lo has querido. Yo jamás te lo hubiera dicho…
   Pide otro cigarrillo. Hay momentos en que las manos estorban. No se sabe qué hacer con ellas. Por eso es necesario darles una actividad, para que no «delaten», para que no se sientan ociosas ni avergonzadas de ser manos.
   – Va a resultarte doloroso.
   Pero Germán no se inmuta. Aguarda. Y Marina vuelve a introducirse en el vértigo de aquellos días.
   Había sido precisamente aquel proceso lo que había partido su vida en dos mitades inservibles: «Como una tijera de hojas desunidas», se dice. Y vuelve a temer por Germán. Al fin se decide:
   – Cuando Rosario hubo terminado de hablar, pensé: «Debo aclarar la situación. No me queda otro remedio.» Y me defendí. Me defendí de la única manera que podía hacerlo, afron-tando la verdad. También yo creía que la verdad era suficiente argumento para dejar las cosas en su punto. Hice una confesión sincera: no adopté aires de víctima. Reconocí mi culpa y acepté sin reservas la atracción que entonces había sentido por ti.
   – Ése fue tu error.
   – No -dice ella-. No lo fue. También juré por mis hijos que jamás había pertenecido a otro hombre que no fuese mi marido.
   – No ibas a esperar que te creyeran.
   – De cualquier modo, jamás me hubieran creído…
   – ¿Por qué?
   Marina traga saliva y hace un ademán como solicitando una tregua:
   – Los rostros que me rodeaban eran implacables -sigue explicando-. Ninguno de ellos daba muestras de tomar en serio lo que yo afirmaba… Recuerdo la sonrisa estereotipada del juez, la gravedad del tío Lorenzo, la afilada nariz de Rosario… Pero yo no me acoquinaba. Pensaba: «Con la verdad por delante, siempre con la verdad por delante…» A veces me inte-rrumpían: se hacían guiños entre ellos, me tendían trampas. Querían hacerme caer, obligar-me a confesar lo que no era cierto, lo que jamás había existido… Fue así como consiguieron que yo perdiese los estribos.
   Se lleva el cigarrillo a los labios. Aspira el humo con fuerza. Habla luego con cierta pre-cipitación, como si le urgiese despachar pronto lo que confiesa:
   – No es bueno sentirse acorralado. Se dice siempre lo que no debe decirse… Si se hubiera tratado de otra familia, probablemente yo jamás hubiera hablado como lo hice. Pero se trataba de los Cebrián, los invencibles y torquemadas Cebrián: me exasperaba aquella estúpida altanería suya, aquella arraigada y embrutecida soberbia… Me acordé del Rogelio: el intocable Rogelio de los tiempos altivos. Lo vi repetido en cada uno de aquellos familiares suyos… Y no puede remediarlo. Olvidé el Cambio que había dado en los últimos tres años. Olvidé la claudicación de su soberbia, la sumisión que había desplegado antes de morir…
   La mano que sostiene el cigarrillo vuelve a temblar. Pero Marina ya no intenta apaci-guarla. Ni siquiera le importa que Germán se dé cuenta de su temblor.
   – Y decidí hacer lo mismo que habían hecho ellos: volqué mi respectivo cubo de basura sobre Rosario. Expuse sin escrúpulos lo que Rogelio me había propuesto. No omití detalles. Les dije abiertamente que mi marido no había tenido inconveniente en lanzarme hacia ti. Les repetí la famosa frase: «Por mí no tengo inconveniente… Al fin y al cabo no vamos a ser el ú-nico matrimonio que vive en esas condiciones… Mientras me dejes en paz…»
   Se detiene. Contempla el cigarrillo que se le consume en la mano.
   – Excuso decirte cómo reaccionaron. Fue lo mismo que si hubiese profanado la tumba de Rogelio. Rosario se levantó del sillón, vino directamente hacia mí, quería pegarme… Grita-ba: «¿Cómo te atreves a acusar de ese modo a tu pobre marido?» El juez la agarraba por el brazo, le repetía: «Calma, Rosario, calma…» Y los demás repetían: «Atreverse a insultar a un muerto de esa forma…»
   La voz de Marina se tapona. Traga saliva. De nuevo se domina. De nuevo piensa que pase lo que pase no debe llorar:
   – Fue entonces cuando Rosario me dijo lo que jamás debió decirme. Fue aquella frase suya lo que echó por tierra el castillo que yo me había forjado en los últimos años. El único asidero que me quedaba…
   Sabe que Germán la está mirando. Pero ya no se defiende contra esa mirada. Ya no le importa. Dice:
   – Me aseguró que Rogelio me odiaba. Que solamente su alto sentido del deber le había puesto en trance de soportarme en los últimos tres años. Que jamás un hombre había des-plegado mayor paciencia con una mujer que la que su hermano había desplegado conmigo… Me dijo cosas horribles: me llamó aprovechada, vampiro… ¡Qué sé yo! Me aseguró que Roge-lio llevaba mucho tiempo convencido de que yo había sido una tremenda equivocación para él: una de esas equivocaciones que se deben soportar «por obligación», pero que acaban por minar la vida y la salud… Y al hablar me apuntaba con el dedo, lo clavaba en mi pecho como si quisiera traspasarlo.
   Marina deja de explicar. Baja la cabeza. Las lágrimas están al borde de sus párpados. Re-curre al remedio de respirar hondo. Las detiene. No mira a Germán. Tiene miedo de que su inestabilidad la traicione.
   – Me sentí igual que un ajusticiado al que se le acaba de negar la última posibilidad de defensa. Más aún, por unos instantes pensé que ya no importaba defenderme. Mi defensa no tenía sentido. Creí entender el motivo por el cual Rogelio no había hecho testamento. Recor-dé su conversión. Recordé su resignación religiosa y llegué a pensar que Rosario decía la ver-dad. Que Rogelio me había «soportado», pero que jamás me había querido. ¿Comprendes? Todo me parecía falso, postizo… Y lo que es peor… á veces, todavía lo creo.
   – Rosario mentía -dice él-, estoy seguro de que mentía.
   – ¿Cómo saberlo, Germán? Rogelio había enmudecido para siempre y yo no podía pre-guntárselo… Había síntomas significativos. Por ejemplo: Rogelio nunca había vuelto a men-cionarte. Seguramente Rosario lo tenía al corriente. Seguramente él sabía muchas cosas que no me decía… que acaso le hubiera dolido demasiado decirme…
   Se detiene bruscamente. Germán sostiene su mano. Es una mano cálida. Una mano llena de consuelo.
   – Me trataron igual que a una criada a la que se echa de casa por ladrona. Sin embargo, te lo juro, Germán, no era aquel trato lo que más me dolía. Tampoco me preocupaba mi situación económica, ni la vergüenza que me hicieron pasar… Todas esas cosas perdían valor ante la revelación de Rosario. El punto clave estaba allí: en aquella confesión, en aquella desi-lusión mía. Era aquello lo que más me hería: la convicción de que Rogelio jamás me había querido, la seguridad de que todo lo que yo había salvaguardado de él, era puro aire, pura fantasía, pura ficción. ¿Entiendes?
   Germán entiende. Lo evidencia la presión de su mano, el calor que esa mano está infun-diendo a la suya. -Ya no me sentía con ánimos de prolongar su memoria. Ya no podía recor-darlo como lo había recordado hasta aquel momento. Rosario me lo impedía. Rosario lo esta-ba matando otra vez… La voz se le quiebra. Traga saliva. Germán pregunta: -¿Qué fue de Tina?
   – Me esquivaba. Tampoco yo quería verla. Tenía la seguridad de que todo venia de ella. Cuando las mujeres como Tina se ven rechazadas, son capaces de cometer las mayores abe-rraciones -la voz de Marina se aclara, recobra soltura, se centra poco a poco-. Algunos años después nos encontramos casualmente. Se quedó cortada. Intentó justificarse con argu-mentos vacíos. También sus justificaciones lo eran. Se resistía a reconocer su culpa. Única-mente se disculpaba por haberse mantenido tan alejada… Ya sabes: siempre le ha gustado tergiversar las cosas. Se le quedaba todo en una culpa pequeña, una culpa convencional…
   Marina sonríe con un rictus desvaído, casi triste.
   – En el fondo tenía razón: hay culpas que, por muchos destrozos que causen, resultan tan insignificantes como las personas que las engendran. Divagaba, tartamudeaba, palidecía, sudaba… Causaba vergüenza verla tan impotente, tan fatal de solidez: casi me daba pena.
   – ¿Y tú? ¿Cómo reaccionaste?
   – La dejé hablar sin interrumpirla. Luego le dije que ya era tarde para reconstruir historias muertas. Le di a entender que su traición ya no interesaba, que todo había quedado demasiado trasnochado, que, para mí, la indispensable Tina no era más que una charca sucia, completamente inservible: algo olvidado y podrido. Pero no le demostré rencor. A decir ver-dad, ya no lo sentía. Cuando las explicaciones llegan a destiempo, vienen a ser como un reloj al que se le ha roto la cuerda. De nada sirve darle al mecanismo pasado de rosca: ya no puede funcionar. Creo que mi evidente falta de interés, debió de dolerle mucho más que mi posible indignación. Ni siquiera le hablé de Rogelio ni de todo lo que vino después.
   – ¿Hubo algo más?
   – Sí -dice ella-, hubo mucho más.
   Se concentra, suspira, habla luego más tranquila:
   – Un día estuvo a verme Teresa. Pascual la había puesto al corriente sobre lo que me había ocurrido. Ya sabes cómo es Teresa: siempre le ha gustado meter baza en todo. Y opinar. Y poner las cosas «en su punto»… Aquel día estaba soliviantada, dispuesta a destaparse. Pero su tono misterioso me intrigaba. Me dijo a boca de jarro: «Debes pleitear, Marina, debes defender tu posición. No debes dejarte avasallar por esa colección de polillas…» Lenta pero concienzudamente, fue poniendo las piezas de mi puzzle en el lugar que correspondía. Y el jeroglífico dejó de serlo. Poco a poco fui recordando mil detalles olvidados, mil lagunas que jamás había podido explicarme. Teresa me insistía: «¿Qué cuernos vas a decirles a tus hijos cuando sean mayores? ¿Cómo vas a justificar ante ellos el trato que te ha dado la familia de su padre? Atemorízalos, demuéstrales que no son todo lo perfectos que ellos creen ser.»
   Al principio Marina se había resistido: «¿Cómo atemorizar a un Cebrián?» Nunca nadie, hasta aquel momento, se hubiera atrevido a hurgar en sus respetables vidas privadas. ¡Eran todas tan rectas! ¡Tan intachables! Dios ¡cuánta miseria puede ocultar lo intachable!
   – Teresa no tardó mucho en exponerme la verdad. Me dijo: «Eres una incauta, Marina.» Fue así como el pedestal de Rogelio se derrumbó definitivamente. Fue así como me enteré de sus amores con Bruna, con Tina y con tantas otras… Escuchando a Teresa.
   Y al instante todo se había vuelto diáfano, claro como la luz del día: todo adquiría ya un sentido concreto. Las famosas lagunas, dejaron de serlo.
   Era lo mismo que descorrer cortina tras cortina. Vio de pronto a Rogelio tal como había sido (no tal como ella lo había imaginado: «distante, poco afectuoso, pero recto, incapaz de una doblez»). El Rogelio que Teresa le iba descubriendo, era todo menos correcto, todo menos sincero… Y comprendió toda la sordidez y toda la podredumbre que había habido en aquella pobre soberbia suya: siempre al quite de un posible ataque, siempre a la defensiva de una posible defensa…
   Y lo vio luego, arrepentido, achicado, sometido a ella, entregado a ella, porque su miedo a morir y su descubrimiento de Dios le obligaba a someterse. Y comprendió que, aunque Rogelio la perdonaba, no la quería: jamás la había querido.
   – Y me di cuenta de que Rosario tenía razón: yo siempre había sido para Rogelio un es-torbo: alguien a quien hay que soportar…
   La mano de Germán sigue apretando la suya y Marina comprende que, gracias a la presión de esa mano, puede hablar del modo que lo está haciendo.
   – No, Marina. Rogelio te quería. No es fácil fingir cuando se va a morir… Quizá no te perdonara, pero te quería…, o quizá te quería porque te perdonaba.
   Marina niega con la cabeza. La duda continúa en ella y probablemente jamás podrá desterrarla.
   – Recurrí a un abogado. Decidí entablar el pleito. Ya sabes… De haberlo ganado, hubie-ra conseguido la cuarta marital… Pascual Ordóñez se ofreció a costear mis gastos…
   Se detiene. Germán pregunta:
   – ¿Entonces pleiteaste?
   Marina no responde. Germán insiste:
   – Dime, Marina: ¿Llegaste a pleitear?
   De nuevo el malestar se apodera de ella. La mano de Germán ya no supone un con-suelo. Casi la estorba.
   – No -dice-. El abogado me aconsejó que no me expusiera.
   – ¿Por qué?
   – Existía una prueba grave contra mí. Algo que yo ni siquiera sospechaba.
   Germán no comprende. Insiste:
   – ¿Qué prueba era ésa?
   Marina percibe la mirada de Germán sobre su perfil y tiene la impresión de que ya nunca podrá eludir esa mirada, que siempre, dondequiera que ella vaya, esa mirada la irá siguiendo.
   Retira la mano que Germán sostiene. Dice luego con voz firme:
   – Tu carta.

20

   «¿Podrías negar lo que ese hombre te ha escrito?»
   Y Rosario le tendió el papel, arrugado, manoseado, con mano temblorosa pero llena de triunfo. Era igual que un soldado izando la bandera. Un soldado victorioso, emborrachado de odio. Y Marina supo que todo era inútil. Que aquella carta (aquella carta que ella ni siquiera había leído, y que insensatamente había creído destruir) lo aplastaba todo, lo volvía todo inútil.
   Luego había cogido el papel. Quería cerciorarse de que, efectivamente, aquélla era la carta de Germán.
   Y la leyó. Leyó todo lo que jamás hubiera creído leer. Germán detallaba lo que nunca había sido, pero que iba a ser… Era inútil explicar que todo aquello era únicamente un sueño. Una esperanza destruida. Una parodia de la realidad esfumada antes de que fuera real… Rosario no atendía a razones. Sólo repetía: «Puedes destruirla si lo deseas: el juez tiene fotocopia…»
   – Me quedé sin argumentos -dice-. No podía pensar. No llegaba a explicarme cómo aquel papel había llegado hasta ellos. Lo único que sabía con exactitud, era que tu carta, a pesar de haber sido quemada, estaba en mis manos, incólume, rediviva, probablemente escudriñada hasta la saciedad por toda la familia, registrada por el juez y aprendida de memoria por todos…
   La cabeza le daba vueltas: nada tenía sentido, la realidad se perdía en nebulosas. El mundo entero se sumergía en confusión en un increíble campeonato de insensateces…
   Germán pregunta:
   – ¿Fue Tina?
   Y ella asiente. Seguramente Germán adivina lo que ella, en aquellos momentos, todavía no adivinaba. La ven los dos abriendo el sobre cautelosamente, introduciendo en él una burda copia, manteniendo intacta la carta real… Y dejándose llevar por el odio, por la furia de su despecho, por la codicia, por la envidia… Y Marina comprende que el tiempo modifica las cosas, pero no las desvanece. Porque el rencor que creía perdido, vuelve a estar en ella, violento, tan violento como en aquellos momentos. «No es bueno», se dice. «No debo pensar así.» Germán pregunta:
   – ¿Llegaron a enseñársela a Rogelio?
   – No me lo quisieron decir…
   La dejaron con la duda. Una duda más entre las otras. Una duda que todavía crece y se enrosca a su vida como una de esas serpientes que matan sin veneno: por asfixia.
   Germán no comenta. Probablemente no sabe qué decir.
   Y Marina piensa que, al fin, lo ha volcado todo, que el poco tiempo que transcurra antes de que Germán suba al avión, ya no supone una rémora. Aunque Germán «pregunte», a ella ya no va a importarle hablar, ni explicar…
   – Y lo has estado callando durante veinte años… -exclama él.
   – Me resistía a decírtelo: sabía que iba a dolerte demasiado.
   Germán reacciona. Casi la increpa:
   – ¿Por qué no me avisaste? Yo te hubiera ayudado…
   – ¿Dónde estabas tú, Germán? ¿No lo comprendes? Tú eras un recuerdo muerto, una distancia… Y tenías a Vilana. ¿Con qué derecho podía yo reclamarte? Además… ¿qué hubiera conseguido? Tu defensa no hubiera hecho más que agravar las cosas… Era mejor dejarlas mo-rir, no remover posos… convencerlos de que entre tú y yo no había absolutamente nada…
   Germán no protesta. Probablemente se dice a sí mismo que Marina está en lo cierto. Y acaso también esté pensando que la ceguera de los hombres es muy superior al odio que despliegan y que la ignorancia puede ser todavía más culpable que la clarividencia…
   Por unos instantes da muestras de querer hablar. Pero las palabras se le deshacen en la lengua. No encuentra la frase justa. Es difícil ser justo cuando la justicia llega a destiempo.
   – No sé cómo pedirte perdón… -murmura.
   Marina vuelve el rostro hacia él. Lo ve cabizbajo, sus gafas enfocadas hacia el mantel: abrumado de vergüenza, de desaliento y de coraje consigo mismo. Es un desaliento especta-cular, de un hombre viejo y cansado: como si, de repente, los años que venía ocultando bajo su afán de vivir, fueran derrumbando, de golpe, su entusiasmo y su caudal de energías.
   – Resulta imposible perdonar lo que nunca fue ofensa -dice ella-. Tú no sabías…
   – Eso es lo grave -responde él-, no saber, no averiguar… No es lógico vivir «ignoran-do» como he vivido yo. No es justo.
   – ¿Dónde está la justicia, Germán? ¿Crees que los hombres podemos ser justos alguna vez?
   Y la pregunta flota en el comedor, oscilante: vagabundeando entre las mesas sin esperar respuesta. No hay respuesta para ese tipo de preguntas.
   – ¿Qué pasó luego? -pregunta Germán.
   Marina ya no se esfuerza en ocultarle nada. Sabe que, diga lo que diga, Germán sabrá aceptarlo. Cuando el desaliento ha llegado al tope, ya no puede aumentar, y las ruinas, por muchos temblores de tierra que registren, no van a ser más ruinosas de lo que ya son.
   – Me hundieron hasta lo inconcebible. Me señalaron como una indeseable…
   Pero no lo dice con amargura. Ya no siente lástima de sí misma. Ahora siente lástima de Germán. Una pena grande por verlo tan caído, tan abrumado.
   Y se avergüenza de su debilidad, de ese innato afán que tenemos todos de contagiar a los otros de nuestras propias miserias.
   – Lo demás ya lo sabes; Pascual Ordóñez me ayudó a rehacer mi vida. Monté la galería de arte, me cambié de casa, vendí todo lo que me pertenecía y me dediqué a mis hijos.
   – ¿Cómo reaccionaron?
   – Todavía eran niños. Yo era su madre. No les quedaba más remedio que reaccionar fa-vorablemente.
   Los niños reaccionan siempre en favor de las madres. Los niños no entienden de pasio-nes humanas, ni de orgullos de estirpe, ni de recovecos sórdidos.
   – Tampoco yo pude sincerarme con ellos. Explicarles la verdad era demasiado expuesto y ellos no tenían edad para defenderme.
   – También era expuesto callar.
   – Lo era, y yo me daba cuenta. Ha sido horrible vivir siempre con esa amenaza encima… Por eso les demostré que estaba de acuerdo en lo que se refería a la administración de sus bienes, por eso no me rebelé. Pensé que era una forma de aplacar a mi cuñada.
   – ¿Llegaron a conocer la verdad de lo ocurrido?
   – Lo ignoro. Pienso que Rosario no era mala del todo. Era dominante y cruel, pero no era mala. Probablemente le bastaba mantener las riendas en la mano. Yo nunca intenté arre-batárselas. Eso debió de desarmarla… No había razón para seguir atacándome.
   Germán respira hondo. También esa duda toma cuerpo, y crece entre ambos, como algo extraño e implacable:
   – ¿Ha muerto? -pregunta él.
   – No. Vive, pero ya no puede nacerme daño. Es un cuerpo sin reacciones. Una pobre vieja comida de arteriosclerosis. Cuando muera, toda su fortuna pasará a mis hijos. Ella ja-más los tuvo. -Marina vacila. Dice al fin-: Tal vez por ese motivo, cuando aún regía, se a-dueñaba de mis hijos como si fueran propios.
   – ¿Por qué no lo evitaste?
   – ¿Cómo, Germán? Además no tenía derecho. Había en juego una fortuna inmensa y la vida (esa pobre vida nuestra) todavía se mide por ese tipo de cosas. Quizás algún día me lo hubieran reprochado y eso hubiera sido mil veces peor. -Mueve la cabeza de un lado a otro, se encoge de hombros-: Hay personas que nacen para derrotar y otras para ser derrotadas.
   Pero tampoco esa frase destila amargura. Sólo cansancio. Un cansancio infinito. Marina respira hondo. Luego expele el aire como si echara fuera el cansancio que ha respirado.
   – ¿Qué importa ya? Hay derrotas que pueden llegar a ser triunfos. No te quepa duda. Todo es cuestión de superarlas, de recordar que son temporales. ¿Sabes? Aquel que es capaz de pisar, indiferente, su propia derrota, la ha vencido radicalmente.
   Germán intenta sonreír, pero no lo consigue. Probablemente está enfocando la infancia de aquellos tres hijos de Marina. Seguramente los ve aferrados a la falda de su madre, con-fiando en ella, pegados a ella, como tres cachorros deseosos de calor. Y quizá se recuerde a sí mismo envidiando aquellos tres hijos, viendo en ellos los que él no tenía ni jamás iba a tener. Y Marina se dice que, a pesar de cualquier desengaño o de cualquier desilusión, los hijos son necesarios, aunque al crecer nos ofendan y nos hundan y nos olviden. Son pedazos nuestros. Vidas nuestras. Muertes nuestras. Aunque nos los quiten.
   – Después ocurrió lo de Lucía: ya conoces la historia.
   Marina rechaza en seguida la evocación. Todavía es demasiado reciente y le duele en exceso.
   – Luis y Carlos me visitan de vez en cuando: cumplen puntualmente con los ritos familiares. Almuerzan conmigo por Navidad, por Año Nuevo… Si estoy enferma y necesito algo, se ocupan de que no me falte nada. Nunca me han dejado en la estacada. En medio de todo, eso me consuela. Tengo la certeza de que, en ellos, encontraré siempre una ayuda. Pero no me pertenecen. No, Germán, ya no son míos. Pasaron a ser propiedad exclusiva de Rosa-rio, de los Cebrián, de sus inmarcesibles y ridículos principios…
   Y ni siquiera se avergüenza de mostrarse ante Germán como una mujer vencida, una pobre vieja sin más compañía que su reloj disparatado, sin más patrimonio que el horror de su pasado y sin más porvenir que una socorrida pero insignificante galería de arte.
   – Ya ves en lo que paró aquel encuentro nuestro en la costa catalana.
   Y se pregunta qué hubiera sido de su vida sin aquel encuentro. Germán no sabe qué re-plicar. Probablemente se nota tan ridículo como la arteriosclerosis de Rosario.
   – Te queda el consuelo de saberte inocente.
   Marina vuelve a sonreír, pero esta vez sin rémoras:
   – ¿Crees de verdad que fui inocente? No, Germán, no lo, fui. Nadie es verdaderamente inocente.
   Germán no contesta. Y Marina comprende que en ese silencio le está dando la razón. Consulta ella el reloj de pulsera. Reacciona, vuelve al presente de improviso.
   – Deberías pedir la cuenta -dice-. Va siendo hora de ir al aeropuerto.
   Germán hace una seña al camarero. Viene éste con un plato en la mano. Le entrega la cuenta y espera.
   Germán extrae su cartera. Paga.
   – Muchas gracias, señor.
   Se levantan los dos a un tiempo. El mar queda allí, tras la vidriera, tumultuoso, verdus-co, con sus dragas abiertas y sus barcos oscilantes.
   Atraviesan el vestíbulo en silencio, miran distraídamente el cuadro de la izquierda: es la reproducción fotográfica de un grabado.
   – Barcelona antigua -comenta Germán. No se parece a la de ahora. Marina dice: -Tal vez algún día, en algún restaurante, pongan la fotografía de la ciudad actual, como un mode-lo de antigüedad…
   – ¿Crees que será mejor que la de ahora? -No -dice ella-, será peor. Siempre el futu-ro es peor que el pasado. Tal vez por eso el hombre se empeña siempre en enmendar la plana al presente. No podemos sustraernos a la esperanza de vencer ese futuro y mejorarlo, aunque sepamos de antemano que vamos a fracasar.
   Suben la escalera despacio, desgajados de sí mismos; envueltos en frío y en recuerdos. De nuevo los estudios de televisión; la acera que circunda el edificio, rodeada de coches. El de Marina ha quedado junto al portal del restaurante: aislado, con cúmulos de hojarascas pegados a las ruedas. Ya no corre el viento, pero el frío persiste. Germán apoya su mano en el brazo de Marina. Suavemente la empuja hacia la balaustrada. La ciudad está ahí, a sus pies, con su ayer, su presente y su pequeño pero inolvidable anteayer. Todo en miniatura. Úni-camente las tres chimeneas de la fábrica de electricidad destacan recias y firmes entre la masa informe de casas.
   – ¿Y ahora qué? -pregunta él. Marina no contesta. No hay razón para contestar. Los dos saben que los paréntesis son ocasionales, esporádicos y breves.
   – Deberíamos marcharnos -indica ella sin convicción-. Vas a perder tu vuelo.
   Pero Germán no da muestras de tener prisa. Coge a Marina por los codos. La mira fija-mente: -Escucha, Marina… Y Marina sabe lo que va a decirle. Lo que siempre le ha dicho. Lo que durante toda la vida ha constituido un invariable ritornello: «Por muchos años que pasen…»
   Cierra los ojos. El tiempo no ha pasado. La juventud vuelve caudalosa, más jugosa que nunca. Entra en ella por los codos que sostiene Germán. Son esas manos las que están obrando el milagro de recobrar la juventud. Y el cansancio de vivir se le diluye, se transforma en vigor.
   No hablan: los milagros cortan la voz. Los milagros inmovilizan. Abre ella los ojos. Parecen mirarse detenidamente, pero no se ven. Ambos están viendo del otro «lo que había sido», lo que, a pesar de todas las vicisitudes y de todos los fallos humanos, continúa «sien-do» en el recuerdo.
   Resulta hermoso y positivo recuperar, aunque sólo sea un momento, la magia de ese recuerdo. No se atreven a moverse. Tal vez si se mueven, la magia se disuelva; tal vez vayan a perderla para siempre.
   La quietud de la tarde acompaña su quietud particular, la que brota de ellos mismos y a pesar de ellos mismos. Todo parece detenerse en ese lapso sin tiempo, sin espacio, sin más dimensión que la presencia de ambos.
   Caen tres gotas de agua sobre la frente de Marina, se deslizan por las cejas, se estancan en los pómulos… Caen más gotas sobre las gafas de Germán.
   – Está lloviendo -dice ella.
   Y la magia se deshace. La lluvia anunciada por las gotas es ya un torrente.
   – Rápido, Marina, vamos al coche.
   Y Germán la arrastra por la mano, con el, mismo ímpetu que aquella noche, en Niza, la había arrastrado hacia el piano que sonaba en la calleja oculta.
   Ríen los dos con la risa de entonces: «El piano es suyo, Monsieur.» Y llegan hasta el coche, con e] mismo jadeo que habían llegado hasta el piano: «El adagio, Marina, el adagio…» Todo se repite. Todo se alía al tema de Germán: «Por muchos años que pasen…»
   El optimismo de ambos es evidente. Lo prueba la agilidad de sus movimientos, de sus ideas, de su repentina y recobrada alegría.
   – ¡Menudo chaparrón!
   Las charcas del pavimento se agrandan: parecen huecos sin fondo. Y los cristales del coche se empañan.
   – Abre tu ventanilla -aconseja ella.
   Germán obedece. Marina pone el coche en marcha. Lentamente ruedan hacia el circuito, carretera abajo.
   Por unos instantes Marina olvida que está conduciendo. También olvida dónde se encuentran y adonde van. Observa las adelfas que bordean el paseo. Piensa: «Son venenosas; pero bonitas.» Se fija en los sicómoros y se dice: «Son eternos.»
   – Por ahí, a la izquierda, se va al parque de atracciones -comenta Marina.
   Y tiene la impresión de que no es ella la que está hablando, sino alguien que vive en otro tiempo y en otro espacio.
   – Y ahí está la estación del teleférico que conduce al castillo.
   Todo es incoloro, como en las fotografías antiguas y como en los sueños. Todo se baña en un tinte gris.
   Allá, a la izquierda, dejan el Palacio Nacional, con su museo románico y sus fuentes secas, completamente mojadas por la lluvia.
   Pasan junto a la Font del Gat, el teatro griego, el Palacio de Deportes…
   Y de pronto Marina recuerda que la cuerda floja está ya tensa, que nada ni nadie puede impedir lo que durante treinta años ha sido vedado. La conciencia de esa realidad llega hasta ella a ramalazos: con la violencia de la lluvia. Piensa: «Nada puede evitarlo.» Ni ella ni Germán son ya dos barcos a la deriva creyendo navegar hacia un destino seguro. Ni rayos ul-travioleta considerándose rayos de sol. La utopía ha dejado de existir. Son un hombre y una mujer, libres, dueños de sí mismos, con derechos, con facultades, con opción para manejar sus destinos sin tener que dar cuenta a nadie…
   Dos vidas bifurcadas, atraídas la una a la otra por una fuerza superior a ellos, a su vo-luntad, a todo lo que ha venido imponiéndose año tras año.
   Y se dice que resultaría insensato quemar nuevamente las naves, o dejar que la adver-sidad los devorase, como los había devorado cuando los derechos eran sólo obligaciones.
   Ya no recuerda los argumentos que acaba de esgrimir. No quiere recordarlos: ¿Qué puede importar la edad cuando el tiempo deja de existir? ¿Dónde quedan los esfuerzos cuan-do el esfuerzo consiste en aceptar la separación? ¿Y el ridículo? ¿Qué significa esa palabra? Germán pregunta: -¿En qué piensas?
   Marina sonríe. Introduce el coche en la gran avenida. Allá al fondo, hacia la izquierda, ve las oficinas de la Iberia, con sus columnas neorenacimiento y su parada de taxis.
   – Pensaba en tu viaje y en nuestra calidad de paréntesis.
   – Yo también -declara él-. Detén el coche junto a la oficina: voy a intentar cambiar mi billete. Marina reacciona. -¿Te has vuelto loco? -No: jamás me he sentido tan cuerdo. -¿Te olvidas de que Bruna ha muerto? -Al contrario. Lo estoy recordando desde que hemos salido del restaurante.
   Marina vacila. Toda ella es un ascua de contradicción, de duda, de miedo y de espe-ranza. Tiene pleno conocimiento de que, en esos momentos, la vida entera (esos entrañables despojos de vida que todavía le restan) depende de su actitud, de su fuerza de voluntad, de sus palabras y de sus gestos.
   Y, sin saber exactamente por qué, ve a Vilana. Ve a la mujer sin rostro, mirándola fija-mente, con ojos que no son ojos, sino reproches. Y escucha una voz que no es voz, sino la-mentos.
   Y percibe la propia derrota, esa derrota que ha venido arrastrando durante toda su vi-da, clavada en Vilana, transferida a ella, sin remedio.
   – ¿No me has oído? Detén el coche.
   – No -dice ella-, no permitiré que cambies tu billete.
   – Necesito continuar hablando contigo. ¿No te das cuenta? ¡Hay tantas cosas que acla-rar!
   – Absurdo -insiste Marina-. Ya nos lo hemos dicho todo.
   – Falta lo esencial.
   No le pregunta a qué se refiere. La felicidad no le deja preguntárselo. Pulsa el acelerador y finge no haberle oído. Llegan a la Plaza de España. Sabe que hasta que no hayan salido de allí el peligro está al acecho. «No debo permitirlo…» Es urgente ganar tiempo, llegar pronto a la autopista.
   – ¿No me has oído, Marina? Falta aclarar lo esencial.
   Se nota acorralada. No sabe cómo salir del atasco. Un mundo de coches oprime el suyo. Y Germán insiste: «Por favor, Marina, las oficinas de la Iberia…»
   Pero antes le había dicho: «Me gustó su nombre: era fonético y extraño. Sobre todo me gustó verla tan indefensa, tan necesitada de apoyo…» Y ella vuelve a pensar: «No es posible cimentar la felicidad propia sobre la desgracia ajena.»
   – Mira -dice señalando lo alto del monumento-, la antorcha de gas está apagada…
   Germán, ceñudo, no acaba de comprender lo que Marina le insinúa.
   – ¿A qué te refieres?
   Y la mujer sin rostro se va definiendo lentamente, muy lentamente. Se parece a Lucía. Tiene las mismas facciones, el mismo aire ingenuo, la misma decisión terca en la expresión de los ojos. Y se dice que pronto, muy pronto, Vilana-Lucía, va a convertirse en una mujer casada: una mujer respetable. Con derechos, con opciones, con capacidades jurídicas y pode-res legislativos.
   – Lo que tú imaginas, Germán.
   Germán no responde. Probablemente ha comprendido. Probablemente intuye que, aunque consiga prolongar su estancia en Barcelona, nada va a modificar la decisión de Marina.
   Las oficinas de la Iberia quedan atrás. El coche se introduce en la autopista. Marina sabe que el peligro ha pasado.
   Y también que resulta estúpido bordear peligros cuando se han cumplido ya cincuenta y cinco años.

21

   De nuevo los altavoces con su música y sus mensajes. El ir y venir de los pasajeros. Los números de vuelo. El registro de equipajes. Y la lluvia. Sobre todo la lluvia.
   Es lo mismo que si las siete horas transcurridas fuera de ese recinto no hubieran exis-tido. Todo, hasta el color del cielo, se parece a la imagen de la mañana.
   Causa extrañeza no percibir a la mujer, de aspecto cansado, que sostenía a un niño en los brazos mientras una voz jovial y monocorde anunciaba la llegada del vuelo 331, proce-dente de Roma.
   Germán ha pedido té y el camarero ha puesto dos tazas sobre la mesa, sin preocuparse del aspecto de sus clientes.
   Seguramente se trata de un camarero poco curioso, acostumbrado a tratar con cualquier clase de parejas. Además, tiene demasiado trabajo para andar zascandileando y husmeando historias.
   – Dentro de una hora estarás en Madrid -comenta ella.
   – ¿Y tú, Marina? ¿Dónde estarás tú?
   De nuevo ha posado la mano sobre la de Marina y de nuevo el calor que le comunica esa mano estrangula en ella el frío que lleva en el alma.
   – ¿Qué sé yo? En cualquier parte.
   – Me cuesta hacerme la idea de que voy a perderte otra vez.
   Y ella bromea; debe bromear. No existe otra opción:
   – Deberías estar acostumbrado -dice-. En nosotros eso de perdernos va resultando una enfermedad crónica.
   Quieren reír, pero no lo consiguen.
   – De todos modos -dice él-, agradezco al destino este encuentro.
   – Yo se lo agradezco a Dios.
   Germán no replica. Y Marina piensa: «También estos puntos de vista nos separan. Tam-bién ellos crean distancia. Sería imposible convivir con un hombre tan ajeno a mis ideas.»
   – Siete horas para un recuerdo eterno… No es mucho -dice Germán.
   – Es más de lo que yo esperaba -contesta ella-; nunca imaginé que volvería a verte.
   Presiona él su mano. Dice:
   – De ahora en adelante…
   Marina no le deja terminar la frase. Con la mano que le queda libre, tapa los labios de Germán: los sella. Sabe perfectamente lo que Germán va a proponerle y se niega a escucharlo,-No, Germán, no hables del futuro. Hoy lo hemos anulado para siempre.
   Besa él la mano que ha rozado sus labios. Mira luego la palma de esa mano detenidamente, como si quisiera leer su porvenir en ella.
   – ¿Por qué, Marina? ¿Por qué?
   Marina no responde. Piensa en los innumerables “porqués” que invaden la vida. En todo ese ejército de interrogantes que le declaran la guerra, que la nutren y la devoran; en todos los silencios que deberían ser gritos y en todos los gritos que se pierden en el silencio. Y también en que la vida es sólo un discurrir hacia otra cosa, otra fuente, otra luz. Algo que aún no comprende, pero que admite y espera.
   Luego se ve a sí misma vagando, sola otra vez por esa vida extraña, la de la tierra, saturada de preguntas sin respuesta, recordando (¡Dios! recordando más que nunca): «Aquí estuve con Germán… Desde aquí miramos juntos el mar, y fa ciudad y la antorcha olímpica apagada…» Y se imagina regresando al restaurante, donde acaba de estar con él, únicamente para enfrentarse otra vez con el camarero (ese camarero que no ha cesado de mirarlos), para buscar en su retina la imposible repetición de lo que él ha visto. Y contemplar la silla de Ger-mán para pensar: «También él recordará esa silla y esa mesa y ese pollo que nos hemos comi-do…» -No preguntes: cíñete a los hechos. No queda otro remedio, Germán… Hemos llegado demasiado tarde a la meta.
   – Pero llegamos juntos.
   – ¿Qué importa eso? Llegar no significa ganar la carrera.
   – Podríamos intentarlo -dice él-. Todavía podríamos intentarlo.
   – Seríamos desgraciados, terriblemente desgraciados.
   Y se acuerda de sus hijos, de sus nietos, de Bravo… De las costumbres adquiridas, de las obligaciones creadas… de los comentarios que podrían despertar en los otros… Y ve su trabajo truncado, su independencia saqueada, su porvenir hipotecado… sorteando, sin posibilidad de éxito, los achaques futuros, los suyos y los de Germán, esos achaques inevitables que lo destruyen todo y lo dejan todo arrasado.
   – Demasiado tarde -repite ella-, demasiado tarde…
   Pero lo que acaba de pensar tiene poca importancia. «Son excusas», se dice a sí misma. «Excusas para no afrontar el problema verdadero…»
   – Haríamos desgraciada a quien no lo merece, -murmura.
   En realidad, ésa es la razón de peso. La difícil y angustiosa razón de peso. Pero no cita a Vilana: no se atreve. Es como si al citarla, pudiera mancharla, o herirla, o mistificar la rara be-lleza de su nombre.
   – ¿Te das cuenta de lo que iba a ocurrir, Germán?
   Ella no merece que tú la abandones ahora, precisamente ahora… Te arrepentirías en seguida… O no serías tú. Y luego… sería peor.
   Germán asiente: los cristales de sus gafas nítidos, pero los ojos, esos ojos que se agran-dan tras ellas, completamente empañados.
   – Si Vilana no existiera… Si…
   – No divagues. No es tiempo de divagar. Mejor dejar las cosas tal como están. Tal como estuvieron siempre. ¿Por qué ahondar en lo que nunca va a producirse?
   No obstante, Germán ahonda. No se resigna. Por eso se resiste a aceptar la falta de tiem-po. Cuesta mucho resignarse a una vida sin esperanza.
   – La divagación es necesaria para soportar el futuro.
   – Apenas nos queda futuro, Germán.
   – No importa: con o sin futuro, el hombre necesita soñar…
   – Los sueños se olvidan pronto.
   – No -declara él-, nunca podré olvidarte.
   Y ella piensa: «Es mejor saberse recordada a distancia que olvidada en la cercanía.» Y por unos instantes casi se alegra de que Germán se pierda de nuevo para ella. Es una forma de garantizar su constancia.
   Y comprende que, a pesar de todo, ella ha triunfado sobre aquel pobre rostro sin facciones. Pero el triunfo no la complace. Al contrario: le duele, porque de nuevo ese rostro difuso se parece al de Lucía.
   – ¿Lo crees así realmente?
   – Estoy convencido.
   – De cualquier forma -repite ella-, ya no nos queda mucho tiempo por delante.
   Porque sabe que la vida humana no se acaba con la muerte, sino con la decrepitud, con esa burla humana que se llama vejez, con todo lo que el tiempo corroe y deforma.
   Germán asiente:
   – Lo sé: nos queda poco tiempo: un pequeño fragmento de vida inmensamente largo…
   De nuevo la voz suave de los altavoces: «La Compañía Iberia anuncia su vuelo 342 rumbo a Madrid… Puerta número 2…»
   Germán se levanta, coge a Marina del brazo, y ambos avanzan hacia la vidriera.
   Hay un grupo muy nutrido de gente inquieta que tapona la salida. Exclamaciones, abra-zos, repetición de tópicos.
   Pero Germán y Marina sólo se miran. Serenos. Con la implacable serenidad de los que han tomado una decisión grave.
   – ¿Hasta cuándo, Marina?
   Y la pregunta se estanca en el pecho de ella: casi la ahoga. Por eso no contesta. Si con-testara, le gritaría que no se fuera, que no hiciera caso de todo lo que le ha dicho, que volviera algún día a buscarla, que no desperdiciara la posibilidad de aprovechar juntos esa sombra de juventud que aún les resta…
   – ¿Hasta cuándo, Marina?
   Y Marina piensa que no hay una razón verdadera para vivir en un perpetuo y desespe-rado adiós. «No es justo, no es justo…»
   Pero no responde. Porque, por encima del sentimiento, existe la razón, la lucidez, la pre-visión. Todo lo que no existía cuando todavía era joven. Y Dios. Sobre todo existe Dios. Un Dios celoso que le señala la cruz, el camino, la verdad y la vida. Y deja la pregunta en el aire. Germán no insiste. Sabe que es inútil insistir.
   Lentamente se lleva la mano de Marina a los labios.
   – Adiós, Marina.
   – Adiós, Germán.
   Luego se abrazan. Un instante. Una eternidad. Acaso ese abrazo también es un sueño. Acaso tampoco es real.
   Después se separan. Germán entrega su tarjeta de embarque. No se vuelve a mirarla. Camina decidido hacia la lluvia, hacia el autocar, hacia la tarde, que está a punto de conver-tirse en noche. Y Marina, no sabe exactamente por qué, murmura para sí misma: «Buenos días, anochecer.»
   Aguarda tras los cristales a que Germán suba al avión. Pero los cristales chorrean y la figura de Germán se desdibuja.
   Alguien se le acerca. Es la empleada de la mañana. Se interesa por la maleta: «¿Ha llega-do ya a su casa? ¿Está todo en orden?» Marina apenas entiende lo que le están diciendo. Agradece, sonríe, tranquiliza. Luego se fija en el avión de Germán: despega, sube: cada vez está más lejano, cada vez más dispuesto a convertirse en una simple mota desprendida de la tierra, del mar, de Marina…
   Se dirige luego hacia las puertas electrónicas, pero no con la rígida firmeza de los inseguros, como por la mañana, sino con la flexibilidad y endeble inseguridad de los fuertes; los que saben que, para vencer, es preciso debilitarse y anonadarse y dejar que la vida los devore.
   Llega hasta su coche. Lo pone en marcha. Piensa: «Todavía me queda tiempo para en-trar en la galería…» y se pregunta qué clase de explicaciones va a tener que darle a Bravo.
   Llueve aún. Llueve tremendamente, concienzudamente. Llueve mucho más que antes: «Tormenta de mayo», se repite. «Todo ha sido una tormenta de mayo.»
   El agua golpea el parabrisas, dificulta con su presión el mecanismo limpiador y cansa la vista de Marina: «Ya voy teniendo años -se dice-. Será preciso usar gafas para mirar de le-jos.»
   Resulta desagradable conducir así: con luz híbrida, con el agua golpeando el cristal y con los latidos del pecho desbocados.
   Aminora la marcha. Decididamente no puede continuar al ritmo del agua y de esos la-tidos absurdos e indiscretos. Se introduce en el bordillo, frena y detiene el coche.
   Y entonces tiene la impresión de que todo en ella se ha detenido; que ya nunca podrá moverse, ni respirar, ni reír como antes. «¿Por qué. Señor, por qué?» Pero el silencio de Dios es grande, demasiado hondo, excesivamente duro. Sin embargo es precisamente ese silencio lo que la llena de paz, lo que le permite segregar lágrimas.
   «Vamos, Marina: hay que ser realista… No es posible que a tu edad…» No importa; en esos momentos, está sola y no la avergüenza llorar sin testigos.
 
   Febrero, 1972 - enero, 1973

OTRAS OBRAS DE LA AUTORA

   Primera mañana, última mañana (con el seudónimo de María Ecín). Luis de Caralt, Barcelona, 1955. Ediciones Nauta, Barcelona, 2.* edición, 1968. Editorial Planeta, Barcelona. Col. Fábula, 1." edición, 1984 (10 000 ejemplares).
   Carretera intermedia. Luis de Caralt, Barcelona, 1956. Editorial Planeta, Barcelona. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 3.ªedición, 1969 (6 050 ejemplares).
   MÁS allá de los raíles. Luis de Caralt, Barcelona, 1957.
   – Círculo Amigos de la Historia. Col. Clásicos Contemporáneos. 2.' edición, 1977.
   Una mujer llega al pueblo. Premio Ciudad de Barcelona 1956. Editorial Planeta, Barcelona, 1957. Col. Ómnibus. 4." edición, 1968 (12 000 ejemplares).
   – Col. Popular. 4.a edición, 1987 (37 000 ejemplares). Adán Helicóptero. Editorial AHR, Barcelona, 1958.
   Pasos conocidos. Relatos. Editorial Pareja-Borras, Barcelona, 1959.
   Vendimia interrumpida. Editorial Planeta, Barcelona, 1960. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 2." edición, 1962 (5 500 ejemplares). Editorial Argos-Vergara, Barcelona, 4.* edición, 1982.
   La estación de las hojas amarillas. Editorial Planeta, Barcelona, 1963. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 3." edición, 1968 (8 800 ejemplares). Editorial Argos-Vergara, Barcelona, 7." edición, 1982.
   El declive y la cuesta. Editorial Planeta, Barcelona, 1962. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 2." edición, 1966 (6 050 ejemplares).
   La última aventura. Editorial Planeta, Barcelona, 1967. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 2.' edición, 1969 (7150 ejemplares).
   – Col. Popular. 3." edición, 1986 (18 000 ejemplares).
   La decoración. Ensayo. Ediciones Nauta, Barcelona, 1969. 5." edición, 1973.
   Adagio confidencial. Finalista Premio Planeta 1973. Editorial Planeta, Barcelona, 1973. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 13 ediciones, 1987 (76 750 ejemplares).
   Col. Popular. 4.a edición, 1987 (48 000 ejemplares). La gangrena. Premio Planeta 1975. Editorial Planeta, Barcelona, 1975. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 35 ediciones, 1987 (450 350 ejemplares).
   – Col. Popular. 3.ºedición, 1987 (30 000 ejemplares).
   El gran libro de la decoración. Ediciones Nauta, Barcelona, 7." edición, 1976.
   Viaje a Sodoma. Editorial Planeta, Barcelona, 1977. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 4." edición, 1978 (15 400 ejemplares).
   El proyecto y otros relatos. Editorial Planeta, Barcelona. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 1." edición, 1978 (5 000 ejemplares).
   La presencia. Editorial Argos-Vergara, 1979. 9.' edición, 1982.
   Derribos. Editorial Argos-Vergara, Barcelona, 1981. 3." edición.
   El volumen de la ausencia. Editorial Planeta, Barcelona. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 6.a edición, 1987 (91425 ejemplares).
   La sinfonIa de las moscas. Editorial Planeta, Barcelona. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 4." edición, 1983 (22 000 ejemplares).
   La danza de los salmones. Editorial Planeta, Barcelona. Col. Autores Españoles e Hispanoamericanos. 1." edición, 1985 (10 000 ejemplares).

TRADUCCIONES

   Le soleil ne pardonne pas. Editorial Roben Laffont, 1958 (Francia).
   The eyes of the proud. Editorial Methuen, 1960; A Four Square Book, 1965 (Inglaterra). Editorial Harcourt Brace, 1960 (Estados Unidos).
   Á mulher que voltou. Editorial Estudios Cor, 1960 (Portugal).
   Den som ar utan skuld. Editorial Raben & Sjogren, 1961 (Suecia).
   YilpeSt silmat. Editorial Gummerus, 1962 (Finlandia).
   Eine Frau kehrt zurük. Nannen-Verlag. Hamburgo, 1963 (Alemania).
   Die oe van die H oogmoediges. Johannesburgo A. P. B. Bookseller (P.T.Y.) Lt, 1967 (Sudáfrica).
   La vendange interrompue. Editorial Robert Laffont, 1962 (Francia).
   Vendemmia interrotta. Editrice Internazionale, 1963 (Italia).
   La saison des feuilles mortes. Editorial Robert Laffont, 1965 (Francia).
   Moyenne corniche. Editorial Robert Laffont, 1966; Ediciones «J'ai lu», 2." edición, 1967 (Francia).
   La frontiere de l'amour. Editorial Robert Laffont, 1969 (Francia).
   El engaño y Dos mañanas de septiembre. Editorial Raduga, 1982 (URSS).

Mercedes Salisachs

 
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