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Lucharon Por La Patria

Mijail Shólojov


Mijail Shólojov
 
Lucharon Por La Patria

   © Îíè ñðàæàëèñü çà Ðîäèíó 1942
   Traducción de Gerardo Escodín

1

   Todavía no había amanecido. Sobre las anchas praderas soplaba un viento sur tibio, primaveral y rico.
   La helada nocturna había endurecido los charcos de nieve fundida que llenaban los caminos. La nieve esponjosa más reciente, congelada, se desprendía en bloque de los barrancos produciendo crujidos característicos. Empujadas por el viento corrían hacia el norte por el cielo todavía oscuro negras nubes que formaban estratos a ras de tierra. Antes de que se viera a los gansos se oía el flamear intenso de sus alas, que golpeaban el aire húmedo desordenada y ruidosamente. Las bandadas transitaban con lentitud y solemnidad camino de los antiguos anidamientos, camino del calor.
   Desde mucho antes del alba Nikolai Streltsof estaba despierto; Nikolai trabajaba en el parque de tractores y máquinas de Chernoiarsk como agrónomo jefe. Los postigos chirriaban quejumbrosamente. Por la chimenea soplaba el viento. Una chapa desclavada batía sobre el tejado.
   Streltsof se demoró tumbado boca arriba y con las manos bajo la cabeza. Su vista vagaba en la penumbra azul del alba; no pensaba en nada. Se limitaba a oír los embates del viento contra la pared de su casa y, al mismo tiempo, la respiración infantil y tranquila de su mujer, que dormía junto a él.
   Pasó un rato; una lluvia ligera empezó a tamborilear sobre el tejado. El agua corría por el canalón con un gorgoteo entrecortado para ir a caer mansamente en la tierra.
   No logró dormirse de nuevo. Se levantó, puso cuidadosa-mente los pies descalzos en el crujiente suelo de madera y se dirigió a la mesa. Encendió la lámpara y se sentó para fumar un cigarrillo. Por las rendijas que había entre las tablas entraba un aire intensamente frío. Streltsof encogió sus largas piernas para acomodarse y se dedicó a oír el sonido de la lluvia, cada vez más intensa.
   «¡Qué gusto! Y aún seguirá lloviendo», meditó con alegría Streltsof. Decidió que esa mañana iría al campo. Le apetecía contemplar el trigo otoñal del koljós Vía al Comunismo; aprovecharía, además, para preocuparse por las demás labores. Cuando acabó de fumar se puso la ropa, se calzó las botas de agua y se echó el impermeable encima; no encontraba la gorra. La buscó en la entrada penumbrosa de la casa, tras el armario, bajo la mesa y en el perchero.
   Cuando pasó ante el dormitorio se detuvo. Olga dormía todavía cara a la pared. Por la almohada se esparcía su cabellera en desorden, rubia y con un ligero reflejo cobrizo. El tirante de su camisón, blanquísimo, contrastaba con un lunar oscuro y moldeaba a la perfección un hombro moreno y lleno.
   «No oye el viento, la lluvia… Puede dormir como si su conciencia estuviera perfectamente en paz», pensó para sí Streltsof observando el oscuro bulto de su mujer con amor y odio al mismo tiempo. Se quedó un rato al pie de la cama y entrecerró los ojos.
   Con un dolor apagado en el corazón resucitaban en su espíritu los recuerdos, algo desvaídos, algo incoherentes, de un pasado que no hacía mucho tiempo fue feliz. En todo su ser notó el abandono pausado, tranquilo e inevitable de la alegría que le causara la lluvia del amanecer y el impetuoso viento que arrastraba el marasmo del invierno a punto ya para el difícil y fatigoso trabajo de los campos del koljós…
   Streltsof salió sin su gorra. Pero ya no reaccionó como en otros tiempos ante el batir de alas del cielo pizarroso, ni turbó tan intensamente al que había sido apasionado cazador el grito fascinante de una manada de patos en la imperceptible lejanía.
   Algo en su interior se había descompuesto durante ese instante en que tuvo frente a sus ojos el rostro, familiar y extraño al mismo tiempo, de su mujer. Streltsof encontraba nuevo y diferente todo cuanto le rodeaba; un extraño mundo sin límites, inexplicable, que se ofrecía a cada nueva realización de la vida…
   La lluvia se intensificaba. Caían gotas menudas y de través que, lo mismo que en verano, empapaban velozmente la tierra y saciaban su sed con generosidad. Con la cabeza expuesta a la lluvia y al viento, Streltsof no cesaba de aspirar, como esperando sin resultado captar el olor del humus, de la fría tierra sin vida. Ni siquiera la primera lluvia después del invierno, inexorable e incolora, aportaba ese aroma ligero de las lluvias primaverales. Al menos eso le parecía a Streltsof.
   Se echó la capucha del impermeable por encima de la cabeza y se dirigió a la cuadra para darle heno al caballo. Voronok detectó con su olfato la presencia del amo desde lejos. Relinchó quedamente, removió sus patas traseras con inquietud e hizo resonar el suelo de madera con las herraduras.
   En la cuadra el ambiente era cálido y seco; olía a verano remoto, al heno de la estepa almacenado y al sudor del caballo. Streltsof llenó el pesebre de heno y se quitó la capucha.
   El caballo estaba solo y aburrido en la oscuridad de aquella cuadra. Olfateó el heno de mala gana, dio un relincho y se encaminó hacia su dueño rozándole ligeramente la mejilla con sus sedosos belfos, hasta que al tropezar con el rudo bigote lanzó un involuntario bufido y le rodeó la cara con una bocanada de aire y olor a heno masticado; luego, jugando, se puso a mordisquearle la manga del impermeable. Cuando Streltsof se encontraba de buen humor agradecía sus mimos y, a veces, charlaba con él. Pero en este momento no tenía el ánimo dispuesto. Dio un brusco empujón al animal y se dirigió a la salida.
   Voronok, aparentemente ajeno al mal humor de su amo, retozaba cerrándole el paso con la grupa. Repentinamente, Streltsof asestó un puñetazo al lomo del animal mientras, con voz ronca, le gritaba:
   – ¿Así que tienes ganas de jugar? ¡Vete al diablo!
   Temblando y retrocediendo con un movimiento nervioso de sus patas traseras, Voronok se quedó pegado a la pared. En ese momento, Streltsof sintió vergüenza de su inaceptable falta de dominio. Descolgó el farol que pendía de un clavo y lo depositó en el suelo sin apagarlo. Después se sentó sobre la silla de montar que se encontraba próxima a la puerta y se dispuso a fumar. En seguida comentó en voz baja:
   – Está bien, amigo, perdóname, ya tenemos bastante con lo que nos ofrece la vida.
   Voronok torció el cuello bruscamente, giró un ojo brillante y violáceo y después de lanzar una mirada de soslayo a su melancólico amo, que seguía sentado, empezó a masticar con desgana el heno fresco.
   Se notaba en el establo un olor apagado de hierbas marchitas de la estepa. La lluvia densa, que parecía otoñal, caía sobre el tejado de juncos. Alboraba un amanecer gris y turbio… Streltsof permaneció mucho rato sentado, con la cabeza baja y los codos pesadamente apoyados en las rodillas. No le apetecía ir a la casa, donde dormía su mujer, no quería ver su cabellera rubia, algo rizada, esparcida sobre la almohada, ni el lunar redondo, tan familiar, en el hombro moreno. Quizás en el establo estuviera mejor, más tranquilo…
   Cuando abrió la puerta casi había amanecido del todo. Sobre los álamos había sucios bancos de niebla, una niebla gris que rodeaba los edificios del parque de máquinas y tractores; la granja, a lo lejos, apenas era visible. Las ramas de una acacia blanca, quemadas por el hielo, temblaban a merced del viento. De pronto, y desde más allá del azul de las nubes, resonó en el silencio del amanecer el grito de las grullas. A Streltsof se le oprimió aún más el corazón. Se levantó de inmediato y durante un buen rato aguzó el oído para oír los gritos de la bandada de grullas; luego, como en un sueño, dijo:
   – ¡No puedo más! Tengo que aclarar las cosas con Olga, llegar hasta el final. ¡Ya no puedo más, no tengo fuerza!
   Así, sin alegría, inició su primer día verdaderamente primaveral Nikolai Streltsof, angustiado por la tristeza y los celos. Aquel mismo día, cuando salió el sol, surgió la primera brizna de hierba en la loma arcillosa, junto a la casa de Streltsof. Su punta verde pálido asomaba por el entramado de hojas otoñales de arce traídas por el viento desde lugares lejanos; luego la doblegó el peso excesivo de una gota de lluvia. Pero de pronto una ráfaga de viento del Sur impulsó a ras de tierra las hojas muertas convirtiéndolas en polvo húmedo mientras la brillante gota de lluvia rodaba por tierra. En seguida la hierba se enderezó de nuevo, imperceptible y solitaria en la grandeza de la tierra, tendiéndose tenazmente y con avidez hacia el sol, eterna fuente de vida.
   Al lado de un montón de paja, donde el hielo no se había deshecho todavía, un tractor de la fábrica de Chernoiarsk giró bruscamente y despidió gran cantidad de virutas heladas mezcladas con barro y paja; la cadena izquierda del vehículo se dirigía rápidamente al cerco. Apenas se había introducido cuando, con un movimiento brusco, se hundió por la parte trasera. Todo intento de salir le hundía todavía más en el agua sucia de estiércol, hasta que se detuvo. Un humo azulado envolvió todo el vehículo como una nube extendiéndose por el rastrojo pardo. El motor se puso en marcha a pocas revoluciones y por fin se paró.
   El tractorista caminó hacia el barracón de la brigada de tractores; le costaba trabajo despegar los pies del barro; mientras caminaba dificultosamente, se limpiaba las manos con un manojo de estopa.
   – Ya te había dicho, Iván Stepanovich, que no hacía ninguna falta empezar hoy. Mira el resultado: se ha atascado el tractor. ¿Quién lo sacará de ahí? Tendrán que trabajar hasta la noche para desatascarlo -decía Streltsof de mal humor mientras jugueteaba con su negro bigote. Sin ocultar su irritación miraba el rostro encendido y rollizo del director del parque de máquinas y tractores.
   El director se limitó a responder con un gesto de amargura. Ya cerca del barracón dirigió una mirada bondadosa a Streltsof y, ladeando la cabeza, dijo:
   – Venga, no te enfades. No hay que enfadarse por tonterías. No se hundirá tu tractor, no le pasará nada malo. Los muchachos lo sacarán antes del anochecer y mañana volveremos a probar. El esfuerzo no ha sido inútil. Hay que empezar alguna vez. ¿O es que vamos a esperar la sequía? ¿Has estado en los cultivos de otoño?
   – Sí, hace cinco días. -¿Y qué?
   – Nada especial, han soportado bien los fríos del invierno. Allá abajo, junto al barranco de Golog, se ha inundado una parcela.
   – ¿De las grandes?
   – No, poca cosa, unas dos hectáreas. Pero habrá que volver a sembrar. Ahora iré otra vez por allí a echar una ojeada. ¡Y no se te ocurra labrar todo en un solo día! Sé que eres obstinado, pero esta cualidad tuya no hará que la tierra se seque antes. Yo hubiera llevado dos tractores a Staliniest. Ya sabes que allí el terreno es arenoso y se puede arar mejor.
   El director, asustado, agitó las manos.
   – ¿Y el ganado? ¿Y el gasto de combustible? ¡Más vale que no hables de eso! ¡Vaya broma, enviar tractores a doce kilómetros por un par de días! ¡Me desollarían vivo en el comité regional! ¡ Me acusarían de no saber distribuir las fuerzas! Me cargarían la cabeza y me atacarían. No, ni una palabra de traslados.
   – O sea que, según tú, es mejor que los tractores permanezcan inactivos.
   El director frunció el ceño y agitó silenciosamente la mano, como dando la conversación por terminada. No quería seguir escuchando los argumentos de Streltsof; aceleró el paso, alojándose. Pero éste logró alcanzarle y le preguntó:
   – ¿Por qué te callas? El silencio no es un argumento a tu favor.
   – Creo que todo está dicho; no discutamos más aquí, en el equipo.
   – Discutamos, pues, en otro lugar.
   – ¿Dónde?
   – En el comité regional.
   Muy pocas veces no se mostraba afable el director. En esta ocasión soltó una carcajada y, golpeando con su manaza el hombro de Streltsof, exclamó:
   – ¡Qué ardoroso eres, agrónomo Nikolai! ¿Sabes qué les pasa a los hombres impetuosos como tú? ¡Casi nada! Intenta decir algo en el comité regional y te verás en un brete. Te acusaré de sustituirme ¡legalmente y de entrometerte en mis funciones administrativas. ¿Qué te parece?
   La bondad inagotable del complaciente Iván Stepanovich siempre desarmaba al impetuoso Streltsof. Sin bromear pero ya más tranquilo, dijo:
   – No me entrometo, yo sólo aconsejo…
   Pero el director le interrumpió:
   – Para empezar, no te exaltes. Las emociones pueden perjudicar tu débil constitución.
   Sin embargo, al advertir que Streltsof se enfadaba, abandonó su tono alegre y empezó a hablar como un hombre de negocios.
   – ¡Al demonio! Quizá tengas razón. Lo pensaré, lo hablaré en el equipo y si merece la pena, por la noche trasladaremos los tractores a Staliniest. Indudablemente, allí ya pueden empezar. Pero yo pensaba que Romanenko podría arreglárselas solo. Hay que llamarle para saber si se ha puesto ya a arar o si aún no se ha decidido.
   Y hablando al tractorista que se acercaba, movió la cabeza con gesto de reproche, diciendo:
   – ¡ Ay, Fiodor, Fiodor! ¿Cómo se te ocurre hundir el tractor? Y eso que serviste en tanques y te distinguieron cuando eras soldado…
   El tractorista Fiodor Beliavin era apodado por sus compañeros, no sin malicia, Escarabajo Negro. Llevaba zapatos negros, pantalones negros de algodón y una prenda del mismo color como abrigo, echada sobre los hombros; una gorra de cuero negro con orejeras, por debajo de la cual asomaba un mechón negro; su rostro estaba tiznado de manchas de gasolina imposibles de lavar y todo ello justificaba sobradamente el apodo con que le designaban.
   Guiñando los ojos burlonamente hizo centellear el azul de sus pupilas y el blanco de sus dientes; luego respondió:
   – Se ha hundido por tu culpa, Iván Stepanovich. Todos te lo dijimos, el brigada, el agrónomo y todos los tractoristas, que no pasaría. Es inútil discutir contigo. Todos estamos empeñados en lo mismo. Y ahora míralo si quieres, pero ayúdanos a sacarlo. Tienes fuerzas suficientes para ello. Tienes un aspecto tan bueno como el de la fábrica de tractores de Chernoiarsk. ¡Ya te has cuidado durante el invierno!
   – ¡Ya estás lloriqueando otra vez! -exclamó el director sin inmutarse y con tono ligeramente despectivo -. ¡Vaya! Se te saltan las lágrimas y los muchachos te consideran un héroe. Creo que están equivocados… Vayamos a ver qué has hecho.
   Se acercaron los dos al tractor. El brigada también llegaba con dos tractoristas. Streltsof, de mala gana, fue hacia el barracón junto al que estaba atado Voronok. No quería marcharse del equipo, donde respiraba con más libertad. En el trabajo y rodeado de gente le resultaba más fácil soportar la desgracia que le había caído encima. Pero también debía echar una ojeada a las labores en el exterior de los koljoses. Caminaba lentamente sobre la hierba marchita y aplastada; se miraba los pies intentando alejar el pensamiento de su mujer y de sus relaciones con el profesor Ovrazin, de todo lo que en los últimos tiempos le oprimía el corazón con un peso amargo y vergonzoso que no le dejaba ni de noche ni de día y le estorbaba para vivir y trabajar.
   – ¡Quédese a almorzar con nosotros, camarada Streltsof! He cocinado unas gachas como no las ha comido usted en su vida – le dijo Marfa, la cocinera del equipo, cuando Streltsof, con la cabeza inclinada, pasaba junto a la cocina de campaña, instalada junto al barracón por las manos hábiles de uno de los tractoristas, avezado a aquellos trabajos.
   Streltsof asintió agradecido con la cabeza y sin querer le dedicó una sonrisa.
   – Bueno, Marfa, sírveme, que no volveré a casa hasta la noche.
   Se sentó en uno de los escalones del barracón, tomó de manos de la cocinera el plato con las gachas y recordó que no había probado bocado desde la mañana del día anterior. Después de saborear unas cuantas cucharadas dejó el plato en el suelo y, una vez más, extrajo de su vieja pitillera de cuero un cigarrillo arrugado…

2

   Unas nubes totalmente blancas se diseminan y se paran a merced del viento en el cielo cegadoramente azul y ardoroso por el sol estival. En el camino han dejado sus marcas claramente señaladas los tanques; sus huellas se cruzan con las de los automóviles. Aquí y allá la estepa parece asfixiada por el calor agobiante. La hierba está marchita y medio agostada. De los terrenos salinos surge un resplandor pálido e inerte; sobre las lomas lejanas hay una niebla azulada y temblorosa, ligera. Alrededor todo es tan silencioso que puede oírse desde muy lejos el grito ronco del topo. El zumbido de las alas de los saltamontes vibra en el aire caliente.
   En las primeras filas iba Nikolai. Al llegar a la cima de la montaña se volvió para mirar atrás. De un solo vistazo abarcó a todos los supervivientes de la batalla. Estaban junto a la granja del Olmo Seco. Avanzaban en una apretada columna ciento diecisiete soldados y oficiales, lo que quedaba del regimiento terriblemente diezmado en los últimos combates. Marchaban con paso cansino, sufriendo el polvo de la estepa que se arremolinaba a su alrededor. Junto a la cuneta caminaba cojeando el capitán Sumskov, que ostentaba la comandancia en jefe del regimiento por muerte del comandante titular, de modo que había tenido que dejar el cargo de comandante del segundo batallón. El sargento Liubchenko llevaba sobre el hombro, envuelta el asta en una funda, la bandera del regimiento, que había podido ser salvada en la retirada. Los soldados con heridas leves iban también caminando con las vendas manchadas de polvo.
   En el lento caminar de aquel destrozado regimiento había algo grandioso y conmovedor. La mesurada conducta de los hombres, agotados por los combates, el calor, las noches de insomnio y las largas caminatas, no ocultaba su disposición a desplegarse de nuevo y comenzar otra vez la lucha en el momento preciso.
   Nikolai echó una ojeada rápida a los rostros conocidos, ennegrecidos y flacos. ¡ Cuántos había perdido el regimiento en aquellos cinco días malditos! Notó que sus labios secos empezaban a temblar y se apresuró a volver la cabeza. Inesperadamente, unos sollozos se le atragantaron y se echó sobre los ojos la visera del casco recalentado para que sus compañeros no vieran las lágrimas. «He perdido el aplomo, estoy destrozado… Es la consecuencia del calor, del cansancio», pensaba mientras movía dificultosamente los pies, que le pesaban como el plomo, procurando no acortar el paso.
   Caminaba sin volverse, mirándose torpemente los pies. Sin embargo, y como en un sueño inoportuno, acudían a su mente innúmeras escenas de la lucha reciente que quedaron grabadas para siempre en su memoria y que habían causado aquella gran retirada. Veía de nuevo arrastrarse los pesados tanques alemanes por las laderas de la montaña; a los soldados que se cruzaban corriendo por doquier, envueltos en polvo y con sus armas automáticas, las negras columnas de humo, los combatientes del batallón vecino que se retiraban en desorden campo a través, entre los trigales sin segar. Después el enfrentamiento con la infantería motorizada enemiga, la retirada del punto en que se hallaban medio sitiados, el mortífero fuego desde los flancos, los girasoles destrozados, el cañón estriado de la ametralladora enterrado en un embudo mientras su servidor yacía muerto, despedido por la explosión, boca arriba, cubierto de pétalos de girasol, extraña y horriblemente salpicados de sangre.
   Aquel día los bombarderos alemanes hicieron cuatro incursiones en la retaguardia del regimiento. Los cuatro ataques sucesivos de los tanques enemigos fueron rechazados. «Han luchado bien pero no han podido resistir», pensó Nikolai recordándolo.
   Cerró los ojos un instante y vio de nuevo los girasoles florecientes entre los cuales se encontraba tirado el servidor de la ametralladora. Incoherentemente le asaltaban pensamientos extraños; se preguntaba por qué no habían recogido las semillas de girasol; quizá porque en el koljós no había suficiente mano de obra, muchos koljoses estaban ahora cubiertos de hierbajos y aún no se habían recolectado las semillas de los girasoles desde la primavera. Le parecía que el servidor de la ametralladora era un hombre de los de verdad porque, de no ser así, ¿cómo se había apiadado de él la muerte en el campo de batalla y no le había destrozado, sino que se le veía cubierto por una especie de bandera de girasoles, con los brazos abiertos? Nikolai pensó después que todo eso no eran más que tonterías, que había visto a muchos hombres valientes destrozados por la metralla, horriblemente deformados, que lo del servidor de la ametralladora era una casualidad: una onda explosiva le había lanzado y había caído sobre el cadáver una lluvia de pétalos de girasol rozándole el rostro como si fuera la última caricia del invierno. Podía parecer hermoso, pero en la guerra la belleza exterior tiene algo de sacrilegio; de ahí que retuviera en su memoria durante mucho tiempo a ese soldado, con su guerrera clara y descolorida, sus fuertes brazos extendidos sobre la cálida tierra, sus ojos azules inertes abiertos al sol…
   Con un esfuerzo de voluntad Nikolai ahuyentaba los recuerdos inútiles. Decidió que quizá fuera mejor no pensar en nada, mantener los ojos cerrados, dejarse llevar por el pesado ritmo de la marcha, intentar olvidar el dolor sordo de la espalda y de los pies hinchados.
   Sentía sed. Aunque estaba seguro de que no le quedaba una gota de agua en la cantimplora, estiró el brazo e hizo ademán de beber; sólo logró tragar la pegajosa saliva que tenía en la garganta.
   El viento había disipado el polvo de la ladera de la montaña. Súbitamente sus pisadas empezaron a retumbar sobre el suelo duro; sus pies ya no se hundían en el polvo. Nikolai abrió los ojos. Abajo se divisaba una aldea de cosacos, medio centenar de chozas rodeadas de huertos y la ancha llanura limitada por el riachuelo de la estepa. Vistas desde arriba las pequeñas y blancas chozas resplandecían como cantos rodados esparcidos desordenadamente por la hierba.
   La tropa silenciosa se reanimó y se oyeron voces:
   – Tendríamos que hacer alto aquí.
   – Claro. Hemos caminado cerca de treinta kilómetros desde la mañana.
   Detrás de Nikolai, alguien hizo un chasquido con los labios y dijo con voz enronquecida:
   – Necesitaríamos cada uno medio cubo de agua helada del manantial…
   Tras pasar ante las aspas inmóviles del molino entraron en la aldea. Terneros de manchas rojizas deambulaban perezosa-mente por la hierba descolorida, junto al cercado; una gallina cacareaba; las malvas inclinaban sus flores rojizas tras las vallas; en una ventana abierta se movía un visillo blanco… Streltsof se sintió invadido por una paz y tranquilidad inesperadas y abrió los ojos; contuvo la respiración como temiendo que esta paz – que antaño había experimentado en alguna ocasión- se desvaneciera al momento como un espejismo en el aire caliente.
   En la plaza se apagó de nuevo el paso rítmico de la infantería. Sólo se oía cómo las botas golpeaban la hierba mientras se cubrían de polen verde.
   Incluso a esta aldea, perdida en la estepa del Don, había llegado la guerra. En los patios cercanos a los establos estaban los vehículos del batallón médico; por las calles deambulaban los soldados del regimiento de zapadores del ejército rojo. Camiones de tres ejes cargados hasta los topes transportaban hacia el río las tablas de sauce recién aserradas. En un huerto, junto a la plaza, estaba emplazada una batería antiaérea. Al lado de los árboles las piezas de artillería estaban perfectamente camufladas entre el follaje verde; en el fondo de los hoyos recién abiertos se hacinaban montones de hierba y cerca del callejón de las baterías se alzaba un tronco desafiante en el que se apoyaba una ancha rama de manzano, casi abatida por el peso de los frutos de color verde pálido, que no habían tenido tiempo de madurar.
   Sviaguintsev empujó a Nikolai con el codo mientras le decía jovialmente:
   – ¡Pero si es nuestra cocina, Nikolai! ¡Levanta las narices! Descansamos, tenemos un río con agua y a Pietka Lisichenko en la cocina, ¿qué más quieres?
   El regimiento acampó a la orilla del río, en un gran jardín abandonado. Nikolai bebía a pequeños sorbos el agua fría y ligeramente salada, deteniéndose de vez en cuando para volver a aplicar después los labios al borde del cubo. Mientras le observaba, Sviaguintsev habló:
   – Lo mismo que cuando lees las cartas de tu hijo: lees un trozo, te paras y vuelves a leer. Yo prefiero no alargar las situaciones. Bueno, pásame el cubo, que si no te vas a hinchar.
   Tomó el cubo de manos de Nikolai y bebió, echando la cabeza hacia atrás, a sorbos largos y ruidosos como si fuera un caballo. Su nuez, cubierta de vello rojizo, se desplazaba de arriba abajo y sus ojos estaban entornados. Después de beber lanzó un gruñido y se pasó la bocamanga de la guerrera por los labios y la barbilla; luego, malhumorado, dijo:
   – No es que el agua sea muy buena. Lo único que tiene es que está fría y mojada. Si se le pudiera quitar la sal… ¿Quieres beber más?
   Nikolai hizo un gesto negativo con la cabeza y Sviaguintsev le espetó:
   – Tu hijo te escribe a menudo, en cambio no he visto que recibieras cartas de tu mujer. ¿Eres viudo?
   Nikolai, que no esperaba tal pregunta, contestó:
   – No tengo mujer. Estoy divorciado.
   – ¿Desde hace tiempo?
   – Hace un año.
   – ¡Vaya! -exclamó Sviaguintsev con tono compasivo -. ¿Dónde están tus hijos? Tienes dos, ¿verdad?
   – Sí, dos. Están con mi madre.
   – ¿Dejaste a tu mujer, Nikolai?
   – No, ella me abandonó… El primer día de guerra. Cuando regresé a casa del servicio, ella ya no estaba. Se marchó dejando una nota…
   Nikolai hablaba con tranquilidad, pero de repente se interrumpió y quedó en silencio. Tenía el ceño fruncido y los labios apretados mientras se dirigía a la sombra del manzano y empezaba a descalzarse silenciosamente. Sentía profundamente lo que había dicho. Había necesitado un año entero para albergar dentro de su corazón este dolor sordo e inexpresable y soltarlo ahora sin necesidad a la primera persona que le demostraba cierta compasión. ¿Qué le había impulsado a hablar? ¿Por qué le habían de interesar sus problemas a Sviaguintsev?
   Éste, que no podía percibir la expresión contrita de Nikolai, siguió con su interrogatorio:
   – ¡Qué! ¿Se buscó otro, la muy sinvergüenza?
   – No lo sé -respondió Nikolai cortante.
   – ¡Eso quiere decir que lo encontró! -exclamó Sviaguintsev exaltado, haciendo oscilar la cabeza con desconsuelo -. ¡Cómo son estas mujeres! Se ve a la legua que eres todo un señor y seguro que tenías un buen salario. ¿ Qué más podía querer? Si al menos hubiera pensado en sus hijos, la muy perra…
   Entonces Sviaguintsev logró vislumbrar el rostro de Nikolai oculto bajo el casco y se dio cuenta inmediatamente de que no debía proseguir con aquel tipo de conversación. Con ese tacto propio de las personas bondadosas y sencillas, se quedó en silencio, suspiró y cambió la postura de sus piernas. Luego se sintió apenado por aquel hombre fuerte y vigoroso que era su compañero en el combate y que compartía con él, desde hacía dos meses, los rigores y las necesidades del soldado. Intentó consolarle y sentándose a su lado le dijo:
   – Nikolai, no te atormentes por ella. Espera a que la guerra termine y entonces veremos qué pasa. Además tienes hijos y eso es lo más importante. Los hijos, amigo, son lo principal. Yo creo que en ellos se encuentra el fundamento de la vida. Ellos serán los encargados de reordenar la destrozada existencia; la guerra habrá servido para algo. En cuanto a las mujeres, sinceramente, no hay quien las entienda. Alguna que otra acaba encontrando lo que quiere. La mujer es un animal astuto. ¡Yo las conozco a fondo, amigo! Mira esta cicatriz que tengo en el labio superior. También procede de algo que sucedió el año pasado. Fue durante la fiesta del 1 de mayo; nos reunimos para echar unos tragos varios compañeros del trabajo de las máquinas y yo. Era una celebración casi en familia y venían también nuestras respectivas mujeres. Como es lógico, bebí un poco más de la cuenta, y mi mujer también. Pero ella es como un alemán con un arma automática cargada; si le das un fusil no quedará contenta hasta que haya vaciado el cargador y, aunque sea a la fuerza, sabrá hacerse dueña de cualquier situación.
   »En la fiesta había una muchacha que bailaba primorosamente unas danzas gitanas. Yo la seguía con la vista, interesado pero sin ninguna intención oculta. Entonces mi mujer se me acerca y dándome un pellizco me susurra al oído: "¡No mires!" Pienso: "Ya volvemos a las andadas. ¿Tendré que poner cara de vinagre durante toda la fiesta?" Así que vuelvo a mirar a la bailarina. Veo a mi mujer que de nuevo se acerca a mí y me pellizca en una pierna con tanta fuerza que me hace daño: "¡No mires!" Me doy la vuelta y me digo: "¡Al diablo! No miraré, me privaré de ese placer." Después del baile nos dirigimos a la mesa. Mi mujer se sienta a mi lado con unos ojos que parecen los de un felino: redondos y chispeantes. Yo estoy dolido de los cardenales que han dejado los pellizcos en los brazos y en las piernas. Sin darme cuenta miro a la muchacha y pienso: "¡Idiota!, y todo esto por tu culpa. Tú ahí moviendo las pantorrillas y mientras tanto yo aquí, pagando las consecuencias." Aún no había terminado de pensar esto cuando mi mujer agarra de encima de la mesa un plato de estaño y lo lanza contra mí. Cierto es que el blanco era perfecto; yo entonces tenía la cara más gorda. No te lo creerás, pero el plato se rompió por la mitad y empezó a brotarme sangre de las orejas y de la nariz como si tuviera una herida muy grave.
   »Ya te puedes imaginar, la muchacha se asusta y se pone a gritar y el acordeonista, levantando los pies por encima de la cabeza, se revuelca en el sofá riendo y gritando con su voz terriblemente desagradable: "¡Pégale con el samovar; ya verás como no le tumba!" Yo, que no veía muy claro, me levanto y sin hacerle nada a mi mujer, como si fuera su hermanito, le digo: "¿Qué te pasa, fiera? ¿Desde cuándo solucionas así tus asuntos?" Y ella me contesta con parsimonia: "¡Ya te dije que no miraras a la muchacha, demonio colorado!" Me tranquilizo un poco, me siento y me dirijo a ella tratándola de usted: "Natacha Filipovna – le digo-, ¿usted cree que son maneras de demostrar su educación? Tenga en cuenta que es un gesto de grosería andar lanzando platos a la cabeza de la gente. Pero ya tendremos ocasión de hablar usted y yo en casa, como se debe."
   «Bueno, el caso es que me arruinó la fiesta. Tenía el labio partido en dos, un diente medio colgando, la camisa blanca bordada teñida de sangre y la nariz torcida con un hermoso hematoma. Tuvimos que abandonar la fiesta. Nos levantamos, dijimos adiós a los dueños, nos disculpamos como corresponde y nos dirigimos a casa. Ella caminaba delante y yo, como un culpable, detrás. La maldita hizo todo el recorrido muy vivaracha pero nada más llegar a la puerta de casa se desmayó. Tendida en el suelo, sin respirar y con la cara encendida como una granada, apenas si le quedaba una pequeña rendija en el ojo izquierdo a través de la cual poder mirarme. "Bueno -pienso-, tampoco es momento para reñirle. No vaya a ser que le ocurra algo malo." Me las arreglo como puedo para echarle un poco de agua por encima y quitarle el susto de la muerte. Pasan unos momentos y vuelve a desmayarse. Esta vez, ni siquiera ha dejado el ojo entreabierto. Le echo de nuevo un cubo de agua, vuelve en sí y de repente empieza a gritar, se deshace en lágrimas, patalea: "¡Eres esto y lo de más allá! -exclama -. Me has echado a perder mi blusa nueva de seda, la has dejado toda mojada. ¡Traidor! ¡Se te va la vista detrás de cualquier mujerzuela! ¡Eres un monstruo, no puedo vivir contigo!", y otras cosas por el estilo. "Bueno -pienso -, se acuerda de su blusa y patalea, eso significa que sigue con vida, que aún pasará el invierno. ¡Pobrecita!"
   »Me siento a la mesa, fumo y observo. Mi agradable mujercita se encamina hacia el baúl y hace un hatillo con sus cosas. Luego se va con él hasta la puerta y me dice: "Me voy de tu casa. A partir de ahora viviré con mi hermana." No intento contradecirle, pues me doy cuenta de que tiene en su cuerpo al mismísimo Satanás, así que le doy la razón: "Sí, ve -le digo -, allí estarás mejor." "¡ Ah, de modo que esas tenemos! -grita -. ¿Tanto me quieres que ni siquiera haces nada por retenerme? Bueno, pues ahora no me marcho. Me ahorcaré y la conciencia te remorderá toda tu vida, ¡hijo de perra!"
   Sviaguintsev, animado por aquellos recuerdos, sacó la petaca, sonrió ladeando la cabeza y se dispuso a liar un cigarrillo. Nikolai, que tenía los calcetines calientes y húmedos por el sudor de las manos, también sonreía aunque se sentía soñoliento y débil. Tenía que ir a lavar los calcetines hasta el pozo pero se sentía atraído por la charla de Sviaguintsev y no quería interrumpirle; además le faltaban fuerzas para levantarse y caminar a pleno sol. Una vez hubo encendido el cigarrillo, Sviaguintsev continuó su relato:
   – Lo pensé un momento y le dije: «Muy bien, Natacha Filipovna, ahórcate; encontrarás una cuerda detrás del baúl.» Dejó el hatillo, cogió rápidamente la cuerda y se dirigió a la habitación de arriba. Movió un poco la mesa y luego sujetó un cabo de la soga al gancho que en otros tiempos había servido para atar la cuna; en el otro cabo hizo un nudo corredizo que se pasó alrededor del cuello. Pero en vez de saltar de la mesa, dobla las rodillas apoyando la barbilla en el lazo y empieza a soltar estertores como si realmente se estuviera ahorcando. Yo mientras tanto seguía sentado en la mesa desde donde podía ver todo lo que ella estaba haciendo en aquella habitación a través de la puerta abierta. Transcurridos unos momentos, comenté en voz alta: «¡Vaya, afortunadamente parece que se ha ahorcado! Acabó mi sufrimiento.» ¡Tenías que haber visto cómo saltó de la mesa y corrió hacia mí con los puños cerrados! «¿De modo que estarías satisfecho si me hubiera ahorcado? – gritó -. ¡Qué amoroso es mi marido!» Tuve que apaciguarla por la fuerza bruta. A pesar de que había tragado casi un litro de vodka, se me pasó la borrachera como si me hubieran dado un puñetazo. Después de esta escena me pongo a pensar: «Mucha gente se ha ido a ver la representación a la Casa del Pueblo y yo tengo función gratis en mi propia casa.» Me dio la risa y hasta me puse contento.
   »Ya ves de qué cosas son capaces las mujeres. ¡Son de lo que no hay! Y más vale que los niños no estaban aquella noche en casa; se los había llevado una de mis parientes. De no ser así les habríamos dado un buen susto.»
   Sviaguintsev permaneció en silencio durante un buen rato, pero luego reanudó la conversación aunque sin el mismo entusiasmo de antes:
   – No creas, Nikolai, que siempre ha sido así. Ella empezó a estropearse hace dos años. Y para decirlo claramente, la estropeó la literatura.
   «Durante ocho años nuestra vida transcurrió con normalidad. Ella trabajaba como tractorista: ni se mareaba ni inventaba ninguna clase de truco. Luego empezó a leer libros y las cosas cambiaron. Tiene una manera de hablar tan culta que nunca utiliza palabras corrientes, sólo utiliza las más complicadas. Muchas noches las pasa enteras leyendo, de modo que durante el día anda como una cabra de un lado a otro y cayéndosele todo de las manos. En una ocasión se me acercó dulzona y me dijo: "Vania, alguna vez deberías dirigirte a mí con palabras un poco más elevadas. Jamás he oído de tus labios palabras tiernas como las que se emplean en los libros." Me entró como una especie de odio. "Ya basta de lecturas", me digo a mí mismo; y a ella: "Natacha, te estás volviendo idiota. Llevamos diez años viviendo juntos, hemos criado a tres hijos y ¿a santo de qué tengo que declararme ahora? ¡Ya no tengo la lengua para esas cosas! Desde que era joven nunca he utilizado palabras tiernas, he tenido que utilizar mis manos y ahora no voy a cambiar. ¡No vayas a pensar que estoy tan loco! Y a ti, más te valdría ocuparte de los niños y no de leer tanto libro." Porque es cierto que los niños no están atendidos, corretean por doquier como golfillos y en la casa no hay orden ni concierto.
   «Imagínate, Nikolai, ¿acaso se puede consentir eso? Por supuesto, no estoy en contra de los libros que pueden instruirle a uno, como los que tratan de motores, de cosas técnicas. Yo también tenía varios libros y muy interesantes. Sobre el cuidado del tractor, uno acerca del motor de combustión interna, otro sobre la instalación de un motor Diesel y no digamos sobre máquinas complejas, las que realizan el trabajo de un montón. Le he dicho cantidad de veces: "Natacha, deberías leer ese libro sobre el tractor; es muy curioso, tiene dibujos y esquemas. Trabajas de tractorista, así que debes conocerlo." ¿Te parece que lo ha leído? ¡Qué va! Huía de mis libros como de la peste; para ella sólo cuenta la literatura de esa que trata sobre el amor y nada más. Reñí con ella, intenté convencerla de que no obraba correctamente, pero fue todo inútil. Pegarle no, porque en mi vida le he pegado. Fui herrero durante seis años, antes de trabajar en las máquinas, y me quedó una mano muy dura.
   »Así transcurría nuestra vida familiar antes de que me llamaran a filas, amigo. Y si crees que ahora que estamos separados estamos mejor, te diré que es más bien todo lo contrario. Te hablaré con franqueza y en secreto: no logro de ninguna manera poner orden en mi correspondencia con Natacha Filipovna; no lo logro por más que llore. Ya sabes, Nikolai, aquí en el frente todos recibimos con alegría las cartas de nuestras casas, incluso nos las leemos unos a otros en voz alta; tú mismo me has leído alguna carta de tu hijito. Sin embargo, a mí me da vergüenza leer las cartas de mi mujer. Cuando todavía no nos habíamos alejado de Jarkov, recibí tres cartas suyas una detrás de otra, y cada una empezaba así: "¡Mi pollito adorado!" Cuando leo tal cosa se me ponen los pelos de punta. Me pregunto de dónele ha podido sacar semejante calificativo gallináceo y la respuesta no puede ser otra que de los libros. ¿ No estaría mejor que escribiera "querido Vania" o algo por el estilo? ¡Pero "pollito"…! Cuando estaba en casa me llamaba cada vez más frecuentemente "demonio colorado" y ahora que me he marchado, me he convertido en "pollito". En todas las cartas me contaba las cosas como si nada: que los niños se encontraban bien y que el parque de máquinas y tractores seguía como siempre… y luego, en el resto de páginas, empieza a hablar de amor pero con unas palabras tan extrañas, tan literarias, que se me escapan las ideas y la vista empieza a fallarme…
   »Dos veces leí estas cartas insoportables y me sentí como borracho. Slyusarev, de la segunda sección, se me acerca y me pregunta: "¡Qué, muchacho! ¿Alguna novedad en casa?" Escondo rápidamente la carta en el bolsillo y me limito a hacerle un gesto con la mano, como dándole a entender:
   'Lárgate, simpático, déjame en paz.' Me vuelve a preguntar: '¿Todo va bien por allá? Por la cara que pones parece que ha habido una desgracia.' Y yo, ¿qué puedo decirle? Lo pienso un instante y respondo: 'La abuelita, mira, se me ha muerto la abuelita.' Así ya no me molesta y se va.
   «Cuando cae la noche, me pongo a escribir a mi mujer. Le mando recuerdos para los niños, para los demás familiares y luego paso a explicarle detenidamente todo lo relacionado con el servicio. Más adelante le escribo: "No me llames de cualquier modo pues tengo mi nombre de pila; acaso hace treinta y cinco años se me podía considerar un 'pollito' pero ahora soy un gallo hecho y derecho, y lo de 'pollito' no corresponde a mis ochenta y dos kilos. Y lo que es más, te ruego que dejes de hablarme de amor y de marearme. Quiero saber cómo van las cosas en el parque de máquinas, cuáles son los amigos que permanecen en casa y qué tal funciona el nuevo director…"
   »Bueno, pues recibí la respuesta poco antes de la retirada. Me tiemblan las manos cuando cojo la carta, la abro y ¡me da una especie de fiebre!
   »Me dice: "Hola, mi adorado gatito" y durante cuatro páginas más no me habla más que de amor. Del parque de máquinas, ni mención. En algún párrafo, en vez de llamarme Iván me llama Eduardo. Pienso: "Bueno, es el colmo; está claro que ese estúpido amor lo saca de los libros. Si no, no me explico de dónde sale ese Eduardo. ¿Y por qué pone tantas comas en sus cartas? Antes no sabía ni que existieran y ahora no hay manera de entender lo que escribe; su carta tiene tantas comas como pecas tendría un hombre comido por la viruela. ¿Y los apodos? Primero 'pollito', luego 'gatito'… ¿Qué me llamará la próxima vez? En su quinta carta igual me llama 'tesoro' o cualquier tontería de esas que se dicen a los niños de pecho. Ni que hubiera nacido en un circo…" Tengo un manual de la fábrica de tractores de Chernoiarsk que me traje de casa y lo suelo llevar conmigo por si alguna vez tengo ganas de darle un vistazo. Pues bien, me daban ganas de copiar un par de páginas y enviárselas, así me las pagaría todas juntas. Luego cambié de idea. Tal vez se sintiera ofendida. De cualquier manera, algo tengo que inventar para sacarle de la cabeza esas historias… ¿Qué harías tú en mi caso, Nikolai?»
   Sviaguintsev miró a su compañero y lanzó una exclamación amarga. Nikolai, boca arriba, dormía profundamente. Sus dientes torcidos blanqueaban por debajo de su ralo bigote oscuro y en las comisuras de sus labios se apreciaba la sombra de una sonrisa que no terminó de escapar de su boca, dejándole únicamente unas arrugas.

3

   A Nikolai apenas le costó despertarse. Un vientecillo ligero movía el follaje del manzano.
   En la hierba resplandecía la claridad de la luz haciendo formas cambiantes. Cerca de allí arrullaba una tórtola, aunque su voz era apagada por el motor de un tractor, que sonaba entrecortadamente.
   De la calleja surgían risas y voces. Una voz joven y fuerte, como de tenor, exclamó:
   – ¡Ya te he dicho que esa bujía no va bien! ¿Dónde está la llave inglesa? ¡Pásamela! ¡Venga, date prisa, ojo de pez!
   El huerto estaba invadido de olores: de hierba marchita, de gachas recalentadas, de humo. Junto a la cocina de campaña estaba con las piernas muy abiertas Piotr Lopajin, fusilero anticarro y buen amigo de Nikolai. Discutía con el cocinero Lisichenko sin dejar de fumar.
   – ¿Cocinando gachas otra vez, caballo capón?
   – Sí, gachas, y no me insultes.
   – ¡Estoy de tus gachas hasta aquí! ¿Me entiendes?
   – Me importa un bledo hasta dónde estés de las gachas.
   – Lo que pasa es que tú no eres cocinero, hasta un niño se daría cuenta. En tu cabeza no hay ni una idea decente; es como una cazuela vacía que no produce más que ruido. ¿No has podido conseguir en el pueblo un cordero o un lechón birlándoselo a alguien? Podrías haber hecho unas sopas de repollo y luego, de ración, podías haber preparado…
   – ¡Lárgate! ¡Haz el favor de largarte ya! Estoy harto de escucharte.
   – Hace tres semanas que no nos das más que gachas de harina. ¿Eso hacen los cocineros que se precian? ¡Tú tienes de cocinero lo mismo que de zapatero!
   – Pero bueno, ¿qué pretendes? ¿Un hermoso entrecot? ¿O acaso una buena chuleta de cerdo?
   – ¡ De ti podríamos sacar unas chuletas magníficas si no fuera porque la materia prima es de pésima calidad! ¡Lástima! ¡Te has inflado como un intendente de segunda clase!
   – Ándate con cuidado, Pietia, tengo agua hirviendo al alcance de la mano… ¿Has ido al batallón médico?
   – Sí.
   – ¿Y qué? -Nada.
   – ¿Puedo saber para qué has ido?
   Lopajin hizo como que bostezaba y se mantuvo en silencio. Lisichenko se puso en jarras sonriendo y se le quedó mirando a la espera de una contestación.
   – Fui por hacer algo, sin un motivo especial; quería ver si había algún conocido -contestó Lopajin con desenfado.
   – Anda por allí una mujer muy atractiva… ¿No ha caído en la trampa?
   – No le he tendido ninguna.
   – Bueno, dejémoslo. He observado cómo te frotabas los zapatos con hierba y cómo limpiabas la medalla con un trapo. Pero no te ha servido de mucha ayuda, ¿verdad? Además, ¿cómo te iba a servir de ayuda? Si al menos tuvieras alguna condecoración; eso sí que te serviría. Ya sabes que no te han dado una medalla por tu valor. ¡ Amigo, los hay con otro tipo de condecoraciones!
   – ¡Imbécil! -replicó Lopajin, inocente-. Te aseguro que no llevaba ningún plan; lo único que quería era dar un paseo por la aldea. Después de las comidas que nos preparas no hay manera de pasear. Últimamente he adelgazado tanto que hasta he dejado de soñar con mi mujer.
   – ¿Y qué ocupa tus sueños, valiente?
   – Mis sueños son de ayuno. Sueño con cualquier bazofia, hasta con tus gachas.
   «Qué ganas tienen de mover la lengua», pensó Streltsof mientras se levantaba y estiraba sus entumecidos brazos.
   Se le acercó Lopajin y le hizo una reverencia en plan de broma.
   – ¿Cómo ha descansado el ilustre señor Streltsof?
   – Sigue charlando con el cocinero, tengo dolor de cabeza – dijo Nikolai con aspereza.
   Lopajin entornó sus ojos claros y picaros y movió la cabeza tiernamente.
   – Ya sé lo que te pasa. Nuestra retirada te ha puesto de mal humor. ¿Tienes calor? ¿Te duele la cabeza? Oye, Kolia, vamos a bañarnos hasta la hora de comer. Pronto reemprenderemos la marcha. Nuestros muchachos se pasan el día en el río. Yo ya me he dado un chapuzón.
   No hacía mucho que Lopajin y Nikolai se habían hecho amigos. Fue en el transcurso de la batalla por el sovjós Sendero Claro, en el que coincidieron sus trincheras. Lopajin se había incorporado al regimiento con el último reemplazo y Nikolai lo vio por primera vez en pleno trabajo. Los soldados antitanques habían incendiado dos carros de combate, permitiéndoles aproximarse ciento cincuenta y cien metros respectivamente; pero una vez que el segundo servidor de la pieza hubo muerto, Lopajin tardó en disparar. El tercer tanque vio el fuego desde el camino y pasó junto a la trinchera de los fusileros antitanque. Luego, se dirigió a toda velocidad hacia las posiciones de la batería. Nikolai seguía arrodillado, cargando tembloroso el peine de la ametralladora. Vio como llovía sóbrela trinchera de Lopajin gran cantidad de tierra arcillosa que saltaba de debajo del tanque y pensó que los fusileros anticarro debían de haber muerto; pero unos instantes después salió de la trinchera medio destruida el largo cañón del fusil, apuntando hacia el lugar donde estaba el tanque agujereado. Sonó un único disparo y por el blindaje oscuro del carro salió despedida una llama, un lagarto veloz; a continuación surgió un espeso humo negro. En aquel mismo instante Lopajin gritó a Nikolai:
   – ¡Eh, tú, el moreno de los bigotes! ¿Estás vivo? -Nikolai levantó la cabeza y vio el rostro de Lopajin enrojecido, iracundo y lleno de sangre-. ¿Por qué no disparas? ¡Que se lleven tus huesos al ataúd! Pero ¿no estás viendo que se nos echan encima? -gritó Lopajin con una mirada fiera en sus ojos desmesuradamente abiertos, señalando a los alemanes que se arrastraban a lo largo del lindero.
   La primera ráfaga que Nikolai disparó segó las cabezas de las margaritas que había en lo alto del parapeto; luego apuntó más abajo y pudo escuchar con satisfacción un agudo grito que se repitió dos veces.
   Al anochecer, terminada la lucha, Lopajin entró en la cabaña. Miró a todos y cada uno de los soldados y preguntó:
   – Muchachos, ¿tenéis por ahí a un soldado moreno y con bigotazo, parecido al ministro inglés Anthony Edén?
   Nikolai volvió la cara a la luz: Lopajin al verle exclamó:
   – ¡Vaya, ya te encontré! Vamos, compadre, sal conmigo a fumar un pitillo.
   Se sentaron junto a la cabaña y encendieron cigarrillos.
   – Te has cargado con habilidad el último tanque -dijo Nikolai mientras observaba el rostro moreno y de color ladrillo del fusilero anticarro -. Ya me parecía que os habían sepultado cuando, de pronto, vi aparecer el fusil…
   Lopajin le interrumpió jovialmente:
   – Eso es lo que yo esperaba. Te extrañas de lo que he hecho, pero tú ¿por qué no disparabas cuando el tanque aplastaba mi trinchera? ¿Por qué no empezaste a disparar hasta que te grité? Necesito tu admiración tanto como un muerto una cataplasma. ¿Está eso claro? ¡A mí me interesan los hechos, no la admiración!
   Nikolai sonrió y le explicó que la demora se debía a que en aquel momento había vaciado todos los cargadores. Lopajin frunció el ceño, le miró de reojo y comentó:
   – ¿Cómo se te ocurre meterte en la lucha sin estar preparado? Sólo falta una cosa: que hagas como nuestros unionistas, echarte la conciencia a la espalda y pasarme los cartuchos para que yo haga la guerra por ti. ¿Te parece bonito? ¡Buenas serían nuestras relaciones!
   Al ver que Nikolai se empezaba a enfadar, Lopajin le tendió su corta y fuerte mano y dijo con tono pacificador:
   No te enfades. ¿Por qué enfadarse por una cosa que es cierta? Ya que nos ha unido la necesidad, luchemos juntos; conozcámonos bien; tengo la impresión de que tú y yo somos paisanos. ¿Eres de la región de Rostov? Yo soy de la ciudad de Shajt. Nada, tan amigos.
   Efectivamente, desde aquel día se hicieron amigos, con esa amistad sencilla y sólida propia de los soldados. Lopajin – guasón, mal hablado, alegre y mujeriego- parecía complementario del reservado Nikolai. El cabo primero Popristshenko, un ucraniano viejo y tranquilo, solía decir:
   – Si a Piotr Lopajin y a Nikolai Streltsof se les transformara en pasta y con ella, una vez amasada, se hiciera un hombre nuevo, tal vez de los dos saldría un hombre completo. O quizá no. ¿Quién sabe lo que podría salir de semejante mezcla?
   En la orilla del río sonaban camarinas las sierras de los zapadores; resonaban el chapoteo del agua y las carcajadas de los soldados del Ejército Rojo que se bañaban. Lopajin y Nikolai andaban en silencio por la hierba. Lopajin propuso:
   – Vayamos detrás del puente; allí el agua cubrirá más.
   Él saltó primero por encima de la valla caída. Con un gesto de la cabeza señaló el tractor que estaba parado en el camino. Dos tractoristas arremangados se afanaban junto al motor. Sviaguintsev, con el torso desnudo, les estaba ayudando. Tenía los brazos y las recias espaldas salpicados de grasa e incluso se le veían manchas oscuras en la cara. Se había quitado la guerrera por precaución y le hacía sentirse bien hallarse junto a un motor. Se puso a manejar las herramientas con decisión.
   – ¡Tú, elegante! Pide un estropajo a esos muchachos y ven a bañarte con nosotros. Ya encontraremos la manera de rascarte la grasa -gritó Lopajin al pasar.
   Sviaguintsev miró en aquella dirección y al ver a Nikolai sonrió.
   – ¡Escucha Nikolai, un tractor es siempre un tractor! Tiene una fuerza irresistible. ¿Has visto qué juguete lleva dentro? Me he acercado a él y me ha dado la impresión de estar en casa, es como si estuviera en el parque de máquinas y tractores. ¡Este motor, además, es mejor que tres máquinas complejas!
   El rostro sudoroso de Sviaguintsev irradiaba tal felicidad que Nikolai llegó a sentir envidia.

4

   En las aguas estancadas flotaban nenúfares amarillos. Dominaba un olor a cieno y a humedad. Nikolai se lavó la guerrera y los calcetines. Cuando hubo terminado se sentó en el suelo y se agarró las rodillas con las manos. A su vera se sentó Lopajin.
   – Nikolai, te noto melancólico.
   – ¿Acaso tengo algún motivo para estar contento? Por lo menos, yo no lo veo.
   – ¿Para qué quieres motivos? ¡Estás vivo, alégrate! ¿No has visto el día que hace? Mira el sol, el río, los nenúfares flotando… ¡Qué hermoso es todo! Es raro, eres un veterano, llevas más de un año combatiendo y sin embargo reaccionas ante cualquier sufrimiento como un soldado bisoño. ¿Qué te parece a ti? Ahora nos han dado un descanso. ¿Crees tú que eso significa que todo ha terminado? ¿Que ha llegado el fin del mundo? ¿El final de la guerra?
   Nikolai hizo un gesto de mal humor y repuso con tono enojado:
   – ¿Cómo que el final de la guerra? Yo ni pienso en eso; pero tampoco dejo de lado todo lo que ha sucedido hasta el momento. No soy yo, eres tú el que se porta como si no hubiera sucedido nada importante. Yo veo claramente que hemos padecido una catástrofe. Tanto yo como tú ignoramos el alcance de esta catástrofe, pero algo podemos imaginar. Hace ya cinco días que marchamos; pronto llegaremos al Don y luego a Stalingrado. Nuestro regimiento está destrozado. ¿Qué habrá pasado con los demás? ¿Qué habrá pasado con el Ejército Rojo? Desde luego, han roto el frente por varios sitios. Tenemos a los alemanes pegados a los talones. Hasta ayer no hemos podido separarnos ni un poco de ellos. No hacemos más que patalear sin saber cuándo se afianzarán nuestras posiciones. ¿No es triste seguir así, sin saber nada? ¿Y con qué ojos nos miran los civiles? ¡Es como para volverse loco!
   Nikolai rechinó los dientes y se dio la vuelta. Guardó silencio durante un minuto, como para vencer la agitación que le invadía, y luego continuó hablando, ya más tranquilo y con un tono de voz más bajo:
   – Encima de que aún se me parte el alma con todo esto, tú te pones a predicar: «¡Alégrate, hombre, estás vivo, los nenúfares flotan…!» ¡Al infierno tú y tus nenúfares, da asco mirarlos! Pareces el animador de una obra barata, hasta te las has arreglado para pasar por el batallón médico-sanitario.
   Lopajin se desperezó con un crujido, diciendo:
   – Lástima que no hayas venido conmigo, Kolia; allí hay una doctora de tercera clase que, sólo al verla, me entran ganas de que me hieran en combate. ¡ No es una doctora sino algo mucho mejor, te lo aseguro!
   – Escucha, ¡vete al demonio!
   – ¡No, va en serio! Es una mujer tan bella que pone los pelos de punta. No es una doctora, es un mortero de seis cañones, e incluso más peligrosa que un arma de ésas para nuestro hermano soldado, y, desde luego, para los mandos.
   Nikolai contemplaba en silencio y con aire taciturno una nubecita blanca reflejada en el agua. Lopajin prosiguió con toda calma, maliciosamente:
   – Yo no veo motivo para meter el rabo entre las piernas, siguiendo la costumbre de los perros. ¿Nos atacan? Por algo será. ¡Luchad, hijos de perra! Agarraos con los dientes a cada palmo de vuestra propia tierra, combatid contra el enemigo de tal manera que le hagáis sentir hasta el espasmo de la muerte. Y si no podéis luchar, no os ofendáis si os llenan la cara de sangre y los civiles os miran mal. ¿Cómo iban a recibirnos con el pan y la sal? Ya puedes dar gracias de que no nos escupan a la cara. A ver, tú que no eres animador explícame esto: ¿ por qué el alemán se mete en un pueblo y aunque sea pequeñísimo cuesta un trabajo enorme sacarlo de allí, y, en cambio, nosotros entregamos ciudades enteras huyendo continuamente? ¿Hemos de apropiarnos nosotros de ellas o lo hará otro en nuestro lugar? Pero esto ocurre, «excelencia», porque tú y yo no hemos aprendido a luchar como debemos y nos falta odio auténtico. Cuando sepamos entrar en combate de modo que la espuma de la rabia hierva en nuestros labios, entonces los alemanes darán la espalda al este, ¿comprendes? Yo, por ejemplo, he llegado a odiar tanto que cuando escupo la saliva me hierve. Por eso me siento alegre, por eso mantengo el rabo en alto. ¡Soy terriblemente cruel! Pero tú das vueltas con el rabo entre piernas y bañado en lágrimas: «¡Ay, que han destrozado nuestro regimiento! ¡ Ay, que el ejército está deshecho! ¡ Ay, cómo han avanzado los alemanes!» ¡Matemos al maldito alemán! Meterse ya se han metido, pero ¿quién los va a sacar de aquí cuando reunamos fuerzas para dar el golpe? Si ahora combatimos retirándonos, cuando se produzca la invasión será diez veces más difícil enfrentarnos a ellos. Nosotros nos retiramos y ellos no necesitan retroceder; pero ¿qué pasará? En cuanto se sitúen de espaldas al este les daremos en la cresta a esos hijos de perra, dondequiera que la tengan, para que no puedan seguir destruyendo nuestra tierra. Eso es lo que pienso, y aún te diré más: cuando yo esté delante, haz el favor de no llorar; yo no voy a enjugar tus lágrimas. La guerra me ha endurecido las manos e incluso podría sacudirte.
   – No necesito que me consueles, idiota, no desaproveches tu facilidad de palabra -replicó Nikolai-. Prefiero que me digas cuándo aprenderemos a combatir o cuándo llegaremos a Siberia.
   – ¿A Si-be-ria? -exclamó Lopajin guiñando sin cesar sus ojos claros -. No, «excelencia», ¡esa escuela no es de aquí! Aprenderemos aquí, en estas mismas estepas, ¿entiendes? Por ahora a Siberia la borramos del mapa. Ayer mi ayudante Sacha me dijo: «Llegaremos hasta los Urales, y allí, en las montañas, en seguida daremos cuenta de los alemanes.» Y yo le contesté: «¡Sapo asqueroso, si vuelves a hablarme de los Urales no ahorraré un cartucho para tirarte esa estúpida pelota de encima de los hombros! ¡Te arreglaré con el mosquetón y mi puntería!» Él entonces se echó para atrás y me dijo que sólo era una broma. Y le contesté que yo también bromeaba. ¿Acaso por una estupidez se van a malgastar los cartuchos de un magnífico fusil antitanque como éste? Bueno, pues así terminamos la agradable conversación.
   Lopajin se arrastró hasta acercarse al agua, se lavó los pies y luego pasó un buen rato frotándose las plantas con arena gruesa. Después volvió el rostro hacia Nikolai.
   – Recuerdo, Kolia, las palabras de Rusaiev, un instructor político ya fallecido, unas palabras que, según creo, las pronunció un general famoso: «Si cada componente del Ejército Rojo hubiera matado a un alemán, haría tiempo que la guerra habría terminado.» ¿Querría decir con eso que matamos a pocos de esos canallas?
   Nikolai se sentía aburrido y respondió con irritación:
   – Esa aritmética es bastante simple… Si cada uno de nuestros generales hubiera ganado una batalla, la guerra habría terminado más rápidamente aún.
   Lopajin dejó por un momento de frotarse los pies y soltó una carcajada.
   – ¡Bobo! ¿Cómo iban a ganar batallas los generales sin nosotros? Además, intenta ganar una batalla con soldados como mi Sacha. Todavía no ha llegado al Don y ya piensa en los Urales. Yo creo que un general sin ejército o con un mal ejército es como un novio sin miembro viril; y nosotros sin general somos como una boda sin novio. Desde luego, hay generales como Sacha. A algún pobre desgraciado los alemanes le han cascado desde la frontera, y aún continúan cascándole. Y, claro está, está tan agotado que ya no piensa en cómo vencer al alemán, sino en cómo arreglárselas para que no sigan zurrándole. Pero hay pocos de ésos y no serán ellos los que inclinen la balanza. A nosotros nos ha pasado lo siguiente: apenas nos llega la noticia de un fracaso en el frente, aparecen las murmuraciones contra los generales; que si son unos tales y unos cuales, que no saben combatir… Se les atribuyen alegremente todos los males. Si se hiciera justicia al hablar, no siempre resultarían culpables; no se les debe censurar tanto, los generales son las personas más desgraciadas de la tierra. Oye, ¿por qué te quedas ante mí como un carnero quieto ante una valla? Es como te lo digo. Antes yo era tan estúpido que envidiaba la graduación de general. «¡Vaya -pensaba -, qué vida más tranquila! Presumiendo por ahí como un pavo real, no cava trincheras, no tiene que ensuciarse la barriga arrastrándose…» Pero luego, pensándolo un poco mejor, me he desengañado.
   «Entonces yo era tirador, aún no me habían hecho fusilero anticarro, y de pronto lanzaron la línea de vanguardia al ataque. La verdad es que yo me quedé atrás; el fuego era muy intenso y no tenía ganas de despegarme del suelo, pero el comandante de la sección vino corriendo hacia mí, me amenazó con el revólver y me chilló: "¡Levántate!" Pasamos al ataque y en aquellos momentos pensé: "Está bien, soy un soldado más y he recibido una bronca por mi mal comportamiento; yo sólo respondo de mí mismo, mientras que el comandante de la sección es responsable de millares de personas. Si fuera él quien hiciera lo que no debía, ¿cuántas broncas le caerían? ¿Y al general que manda el ejército?" Empecé a calcular y me asustaron las proporciones que podía alcanzar el asunto. ¡No, no! ¡Prefiero ser soldado raso!
   «Imagínate la escena, Nikolai: el general pasa noches enteras con el jefe de estado mayor preparando el asalto, sin comer ni dormir, con una sola idea fija; tiene los párpados inflamados por sus difíciles reflexiones y hace tantas cábalas que la cabeza le da vueltas; tiene que preverlo y adivinarlo todo… Conduce los regimientos al asalto y resulta que el asalto fracasa. ¿Por qué? ¡Quién sabe por qué motivo…! Supongamos que depositó su confianza en Pietia Lopajin como si fuera su propio padre, pero Pietia se acobardó y se fugó, y tras él Kolia Streltsof y tras Streltsof otros soldados igualmente cobardes. ¡Se acabó el baile! Los que han muerto, desde luego, ya no pueden criticar al general, pero los que respiran tranquilos después de haber huido dejan al general que no hay por dónde cogerlo. Le censuran porque creen con toda sinceridad que el general es responsable de todo, como si ellos no contaran para nada. De acuerdo con el reglamento, naturalmente, todos se echan mutuamente las culpas, pero ¿acaso es así mejor para el general? Él permanece en su tienda con la cabeza entre las manos, rodeado de voces invisibles que le injurian, miles de voces como mariposillas nocturnas revoloteando en torno a una lámpara. Y además suena el teléfono: llamada para el pobre general desde Moscú por la línea directa. Los pelos de la cabeza levantan la bonita gorra del general, que coge el auricular y piensa: "Por qué mi pobre madre me habrá parido general, precisamente." Por teléfono no le insultan ni le mientan a la madre, en Moscú viven personas educadas; pero supongamos que le hablaran así: "¿Qué clase de persona es usted, Iván Ivanovich, que batalla tan desastrosamente? Hemos gastado en usted dinero del presupuesto del Estado, le hemos dado estudios, se le ha vestido y calzado, se le ha alimentado… ¿Y nos hace usted esto? A un niño de pecho se le perdona que ensucie los pañales, para eso es un niño de pecho, pero usted ya no es una criatura y, sin embargo, no son unos pañales lo que ha ensuciado, sino una operación de asalto entera. ¿ Cómo ha podido suceder? ¡ Intente explicarse!" Es una voz amable la que habla, pero consigue que el general se ahogue y el sudor le empiece a correr por la espalda como un arroyo.
   »No, Kolia, piensa lo que quieras, pero no deseo ser general. A pesar de todo mi orgullo, no deseo ser general. Y si de pronto me llamaran al Kremlin para decirme: "Camarada Lopajin, acepte el mando de la división tal", temblaría de pies a cabeza y seguro que me negaría en redondo. Y si insistieran saldría de allí, treparía por la muralla del Kremlin y desde allí me arrojaría al Moscova. ¡Así!»
   Lopajin juntó las manos sobre la cabeza, dio un gran salto y se dejó caer como una piedra en las verdes y densas aguas. Salió a la superficie en medio del río, lanzó un resoplido y mirando a su compañero, gritó:
   – ¡Échate pronto si no quieres que te ahogue!
   Nikolai cogió carrerilla y se tiró al agua aullando al notar en su cuerpo el frío punzante; sacó sus largos brazos y se dirigió a nado hacia Lopajin.
   – ¡Ahora verás cómo te vas a zambullir, demonio patizambo! -exclamó riéndose; y ya se disponía a coger a Lopajin cuando éste, haciendo una mueca de susto, se volvió a hundir. Por un instante dejó ver sus nalgas morenas y brillantes y después empezó a mover las piernas con mucha rapidez.
   Nikolai se sintió aliviado gracias al baño. Se disiparon el dolor de cabeza y el cansancio. Miraba de otra manera, con brillantes ojos, el mundo que le rodeaba, invadido por aquel sol cegador del mediodía.
   – ¡Qué bien me encuentros ¡Es como si hubiera renacido! – dijo a Lopajin.
   – Después de un baño así lo bueno sería beber un vasito y luego comerse unas buenas schi caseras. Pero ese maldito Lisichenko ha vuelto a calentar gachas. ¡Que se le indigesten, eso le deseo! -exclamó Lopajin irritado, mientras saltaba sobre una pierna e intentaba meter la otra en los pantalones que sostenía abiertos -. ¿No podríamos ir a pedir unas schi a alguna vieja?
   – Resulta algo embarazoso.
   – ¿Crees tú que nos las daría?
   – Quizá nos las diera, pero no por ello dejaría de resultar embarazoso.
   – ¡Ah, qué diablos! ¿Y si no tuviéramos cocina? ¡Qué embarazoso ni qué niño muerto! ¡Vamos! Mira que no encontrar unas schi en nuestra propia región…
   – No somos peregrinos ni mendigos -dijo Nikolai con indecisión.
   Dos soldados a quienes conocían salieron de la represa. Uno de ellos, alto y seco, de ojos descoloridos y boca pequeña, llevaba en la mano un hatillo mojado mientras el otro iba a la zaga abrochándose los botones de la guerrera al tiempo que caminaba. Su rostro, azul como el de un ahogado, se contraía de frío y los labios le temblaban. Los soldados se acercaron a Lopajin y éste, alargando el cuello como un ave de rapiña, inquirió:
   – ¿Qué lleváis en el hatillo, pajarracos?
   – Cangrejos -repuso el más alto a regañadientes.
   – ¡Vaya! ¿Dónde los habéis encontrado?
   – Cerca de la represa. Hay un manantial allí. ¡El agua está terriblemente tria!
   – ¿Cómo no se nos habrá ocurrido a nosotros? -exclamó Lopajin con gesto airado mirando a Nikolai; y luego, con aire de hombre de negocios, se dirigió al alto-: ¿Cuántos lleváis en el hato?
   – Cerca de cien, pero no son muy grandes.
   – Es lo mismo, para dos es demasiado -dijo Lopajin con decisión -. Iremos con vosotros. Yo conseguiré un cubo y sal para cocerlos. ¿De acuerdo?
   – Id a buscarlos vosotros mismos, éstos son nuestros.
   – ¡Venga, hombre, si no nos da tiempo! Invita, no te hagas de rogar; en cuanto tomemos Berlín te convidaré a cerveza. ¡Palabra de fusilero anticarro!
   El soldado alto puso sus labios como la boquilla de una trompeta y silbó burlonamente.
   – ¡Eso me consuela poco!
   Estaba claro que Lopajin tenía muchas ganas de comer los cangrejos cocidos. Después de haber pensado un instante, dijo:
   – Además tengo algo de vodka; quizá llegue a un vasito por barba; la guardaba por si caía herido pero ahora habrá que bebería con los cangrejos.
   – ¡Entonces, vamos! -dijo en seguida el alto; sus ojos brillaron alegremente.

5

   Caminando con seguridad, Lopajin empujó la verja retorcida y, como si se tratara de su propia casa, pasó a un patio invadido por las ortigas y la maleza. Alrededor del patio todo estaba medio ruinoso. De una bisagra colgaba una contraventana; los peldaños de madera de la entrada estaban medio podridos; era evidente que en aquella casa faltaban manos de hombre. «Parece que el amo está en el frente. A ver si conseguimos algo», reflexionó Lopajin.
   Junto al cobertizo estaba una viejecilla diminuta con cara avinagrada y vestida con una falda azul y un blusón poco limpio; trasteaba con trozos de abono seco. Oyó el chirrido de la verja, se enderezó haciendo un esfuerzo y se llevó una mano oscura a la frente para mirar al soldado que tenía delante. Lopajin se le acercó, la saludó con respeto y preguntó:
   – ¡Hola, madrecita! ¿Sería tan amable de dejarnos un pozal y un puñado de sal? Hemos cogido unos cuantos cangrejos y nos gustaría cocerlos.
   La vieja gruñó y dijo con voz hombruna y cascada:
   – ¿Queréis sal? Yo creo que aunque os diera pedazos de abono me daría lástima desperdiciarlos. ¡O sea que no digamos si me pedís sal!
   Lopajin, muy extrañado, parpadeó y volvió a preguntar:
   – ¿Por qué siente tanto desprecio por nosotros?
   – ¡Vaya! ¿No te imaginas por qué? -inquirió la vieja con rudeza-. ¡Qué poca vergüenza! ¿Adónde vais? ¿Corriendo hacia el Don? ¿Y quién luchará aquí? A lo mejor nos mandáis a las viejas tomar las armas para defendernos de los soldados alemanes. Lleváis ya tres días en el pueblo. ¡Estamos más que hartos de veros! ¿ Quién se va a quedar a cargo de la población? ¡No tenéis vergüenza ni conciencia, no tenéis nada de nada, malditos! ¿Cuándo se ha visto que el enemigo llegue hasta nuestros pueblos? Desde que estoy en este mundo no ha ocurrido nunca. Por las mañanas se oye cómo retumban los cañones por el oeste. ¿Queréis sal? ¡Que os salen en el otro mundo, que no dejen de hacerlo! ¡No os daré sal! ¡Fuera de aquí!
   Rojo de vergüenza, confusión y rabia, Lopajin escuchaba las airadas palabras de la vieja; anonadado, dijo:
   – Está bien. ¡Ya eres cruel, madrecita!
   – No mereces que sea buena contigo. ¿Acaso tengo que recompensarte por habértelas ingeniado para capturar unos cangrejos? Te habrán dado una medalla por eso, ¿no?
   – No te metas con la medalla, madrecita, que no es cosa tuya.
   La vieja estaba encorvada sobre el abono troceado y, enderezándose de nuevo, clavó en él una profunda mirada. Jovialmente, pero con rabia, dijo:
   – Sí es cosa mía, muchacho. He trabajado hasta la vejez, he pagado los impuestos y no he ayudado al gobierno para que ahora corráis como conejos dejándolo todo desolado y destruido. ¿Comprendes, cabeza hueca?
   Lopajin gimió e hizo un gesto como si le doliesen las muelas.
   – ¡Madrecita, ya sé todo eso, no hace falta que me lo digas! Pero te confundes…
   – Juzgo como puedo. A mis años no vendrás tú a enseñarme.
   – Seguramente no tienes a nadie en el ejército, si no, no hablarías así.
   – ¿Que no tengo a nadie en el ejército? Vete a preguntar a los vecinos, a ver qué te dicen. Tengo tres hijos y el yerno en el frente; el más joven murió a las puertas de Sebastopol, ¿entiendes? Tú no eres de aquí, eres forastero, por eso te hablo pacíficamente; pero si apareciera de repente uno de mis hijos, no le dejaría entrar en el corral. Le daría mi bendición con un palo en la cabeza y le diría con cariño maternal: «¿Así que habéis ido a luchar? Pues bien, diablos, hacedlo como está mandado, no traigáis detrás al enemigo ni hagáis pasar a vuestra madre vergüenza delante de la gente.»
   Lopajin se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo y dijo:
   – Bueno, perdona, madrecita; lo nuestro corre prisa, iré a otro lado a pedir el pozal.
   Después de despedirse se metió por un callejón lleno de hierbajos, mientras pensaba con despecho: «El diablo me ha conducido hasta aquí. Y eso que yo le he hablado con tanta dulzura como si hubiera comido miel…»
   – ¡Eh, soldado, espera!
   Lopajin se dio la vuelta. La vieja iba tras él; en silencio se dirigió a la casa, subió lentamente los peldaños crujientes y sacó un pozal y sal en una escudilla de madera desportillada.
   – Cuando acabes, tráeme los cacharros -dijo la vieja con el mismo tono severo.
   Con su ocurrencia y desenfado habituales, Lopajin murmuró de modo ininteligible:
   – Bueno, no somos orgullosos… Se puede aceptar… Gracias, madrecita. – Y sin saber por qué, se inclinó ante ella.
   Y aquella vieja menuda, cansada, doblada por el trabajo y el paso de los años, pasó junto a él con tan severa majestad que a Lopajin le pareció que era dos veces más alta que él y se sintió mirado de arriba abajo, con una mirada como de lástima y desprecio…
   Nikolai y los otros dos soldados le esperaban fuera del patio. Se habían sentado, soportando el frío bajo el tejadillo. Los cangrejos se movían en el hatillo que habían hecho con una camisa mojada.
   El soldado alto miró al sol y dijo:
   – Pues sí que tarda nuestro fusilero antitanque. No habrá encontrado un pozal. No nos dará tiempo de cocer los cangrejos.
   – Sí, nos dará -replicó el otro -. El capitán Surnskov y el comisario del batallón hace poco han ido al teléfono, donde están los de antiaéreos.
   Después comentaron que aquel año habría trigo en todas partes, que las trilladoras y segadoras tendrían mucho trabajo, que las mujeres estarían muy atareadas en la recolección; a no ser que se retrasara la retirada, era más que probable que los alemanes se aprovecharan de cantidad de bienes. Hablaban de las cuestiones del campo detenidamente, como campesinos en día de fiesta, sentados en un banco cerca de la isba. Nikolai pensaba: «Ayer, sin ir más lejos, esta gente tomaba parte en la batalla y hoy da la impresión de que para ellos no existe la guerra. Han descansado, se han bañado y ya están hablando de la cosecha. Sviaguintsev se preocupa por el tractor. Lopajin intenta cocer unos cangrejos… Para ellos, todo es claro y sencillo. Casi no hablan de la retirada ni de la muerte. La guerra es para ellos algo así como la subida a un monte empinado; la victoria está allá, en la altura, y van subiendo sin pensar en las dificultades inevitables del camino, sin pensar siquiera en ellas. Dejan en segundo plano sus propias experiencias: lo importante es llegar a la cumbre cueste lo que cueste. Resbalan, se precipitan, caen, pero se vuelven a levantar y siguen el camino. ¿Qué puede detenerlos? Se romperán las uñas, sangrarán, pero llegarán a la cima. ¡Aunque sea a gatas, pero llegarán!»
   A Nikolai le resultaba agradable meditar sobre la gente con quien había entablado amistad durante la guerra. Sus pensamientos fueron interrumpidos por Lopajin. Sonrojado y sudoroso, se acercó a grandes zancadas y dijo casi sin aliento:
   – ¡Menudo calor! ¡Es infernal!
   Dirigió a Nikolai una mirada escrutadora, como intentando adivinar si había oído la conversación mantenida con la vieja.
   – ¿Te has ocupado también de las schíi -preguntó Nikolai.
   – Qué schi ni qué gaitas, si vamos a cocer cangrejos -contestó Lopajin irritado.
   – Entonces, ¿por qué has tardado tanto?
   Lopajin, que no hacía más que lanzar miradas furtivas, contestó:
   – La vieja era tan alegre y charlatana que me ha costado trabajo marchar. Se ha interesado por todo: quiénes somos, de dónde venimos, adonde vamos… ¡Es una verdadera maravilla, algo más que una viejecita! Sus hijos también están en el ejército, y en cuanto ha visto a un soldado se ha derretido. Insistió en invitarme, me ofreció requesón…
   – ¿Y lo has rechazado? -preguntó con asombro Nikolai. Lopajin le dirigió una mirada fulminante.
   – ¿Te crees que yo soy un peregrino o un mendigo, para privar a una vieja de la pequeña ración de requesón que le quedaba?
   – Es absurdo que lo hayas rechazado -objetó Nikolai apenado -. Podías haberlo pagado.
   Mirando hacia otro lado, Lopajin añadió:
   – No sabía que el requesón te gustara tanto, de lo contrario, naturalmente, lo hubiera cogido. Pero eso tiene arreglo: luego le devuelves el pozal, que yo he ido una vez y ya tengo bastante, y de paso le pides requesón. Es una viejecita tan buena que no te pedirá ni un copec. No se te ocurra ofrecerle dinero, se ofendería. Me ha dicho: «Me dan tanta lástima los soldados en retirada, tanta lástima, que yo se lo daría todo…» Bueno, vamos, que si no, los cangrejos se irán al cuerno.

6

   Nikolai se comió las gachas y a continuación lavó y secó su plato. Lopajin ni siquiera tocó su ración. Agachado junto al fuego, removía el contenido del pozal con un palo y miraba con avidez los cangrejos, cuyas pinzas inmóviles asomaban por entre el vapor. Alrededor de la hoguera dominaba el olor dulzón del hinojo caliente; Lopajin olfateaba de vez en cuando y hacía comentarios:
   – Vaya, esto es como el hotel Inturist, el Sadovoi de Rostov. Huele a cangrejos y a hinojo. Si tuviéramos unas cuantas cervezas frescas de «Los tres montes», estaría todo completo. ¡Vosotros, camaradas, echadme una mano! ¡Huele tan bien que me voy a caer al fuego!
   De vez en cuando pasaban hacia el este vehículos del batallón médico-sanitario. El último que pasó era un descapotable de fabricación americana nuevo y pintado de verde; la pintura reflejaba la luz pero se notaba que había recibido varios balazos; el capó estaba estropeado. En la caja trasera se acomodaban como podían los heridos leves. La blancura de las vendas destacaba contra sus rostros bruñidos.
   – Tendrían que ponerles una lona impermeable -comentó disgustado Nikolai-. Van a pasar mucho calor.
   El soldado más alto echó una ojeada a los heridos y suspiró.
   – ¿Por qué los transportan de día? Se les ve desde lejos en la estepa pueden llegar los aviones y machacarlos. ¡No se enteran de nada!
   – Sí, a lo mejor es necesario -repuso el otro -. Ahora ya no se oye a los zapadores. Somos los únicos que estamos refrescándonos.
   Nikolai prestó oído. En la aldea reinaba un silencio extraño, sólo se oía el ruido de los vehículos que se alejaban y el despreocupado arrullo de un tórtolo; pero pronto llegó del oeste el conocido martilleo lejano de la artillería.
   – ¡Nos han jorobado los cangrejos! -exclamó Lopajin tristemente, y lanzó una palabra gruesa a estilo minero.
   Así, pues, no hubo tiempo de cocer los cangrejos. Al cabo de unos minutos el regimiento se puso en pie. El capitán Sumskov pasó rápidamente revista a los soldados formados y llevándose la mano a su contusionada cabeza, dijo con aire preocupado:
   – ¡Camaradas! Se ha recibido una orden: hay que organizar la defensa en la colina, detrás del pueblo, en el cruce de caminos. Hay que defenderse hasta que lleguen los refuerzos. ¿ Está clara nuestra misión? Hemos perdido mucho en estos últimos días pero hemos conservado la bandera del regimiento; es preciso conservar, asimismo, el honor del regimiento. ¡Resistiremos hasta el final!
   El regimiento abandonó el pueblo. Sviaguintsev dio un golpe con el codo a Nikolai, y animadamente, con los ojos brillantes, dijo:
   – ¡Entraremos en combate con la bandera, pero ojalá no nos retiremos también con ella! En los últimos días no podía verla ni de lejos, y más de una vez he pensado: «Que se la den a Pietia Lisichenko y que la guarde en la cocina; de lo contrario, volveremos la espalda al enemigo con la bandera entre nosotros.» En cierto modo era molesto ante la gente, por uno mismo y también por la bandera… -Guardó silencio durante unos instantes; luego preguntó-: ¿Tú que crees? ¿Resistiremos?
   Nikolai se encogió de hombros y contestó evasivamente:
   – Hay que resistir. -Y pensaba para sus adentros: «¡El romanticismo de la guerra! Ha quedado poco del regimiento; solamente se conserva la bandera, unas cuantas ametralladoras, varias armas anticarro y la cocina, y ahora nos vamos a colocar de barrera… Ni artillería, ni sección de morteros, ni enlaces. Sería interesante saber de quién ha recibido la orden el capitán. ¿De un superior inmediato? ¿Y dónde está ese superior? Si al menos nos cubrieran los antiaéreos en el caso de que nos atacaran los tanques… Pero lo más probable es que se muevan hacia el Don para cubrir el paso del río. ¿Y con qué fin se dirigirían al pueblo? Todos iban hacia el Don y por las estepas pululan unidades en desorden; a lo mejor ni el propio comandante conoce su situación. Y no hay una mano dura para poner orden en todo esto… ¡Siempre suceden cosas absurdas en las retiradas!»
   Durante unos momentos Nikolai pensó con inquietud: «¿Qué ocurrirá si nos asedian, si nos atacan con muchos tanques y en medio de la confusión no llegan refuerzos?»
   La amargura de la derrota era tan profunda que ni siquiera tan trágico pensamiento hizo mella en su conciencia; haciendo un gesto con la mano pensó, disimulando su rabia con falsa alegría: «¡Bueno, pues al cuerno! Pronto sabremos la solución. Si podemos atrincherarnos, nos desquitaremos de los fascistas alemanes. ¡Y tanto que nos desquitaremos! Sólo con que tengamos municiones… La gente que ha quedado en el regimiento es veterana, la mayoría es del partido y el capitán es bueno. ¡Resistiremos!»
   Junto a un molino de viento, un niño descalzo, de cabello claro, cuidaba unos patos. Se acercó corriendo al camino, se detuvo moviendo levemente sus rojos labios y contempló admirado a los soldados que pasaban junto a él. Nikolai le miró despacio y, con los ojos muy abiertos, pensó: «¡Sí que se le parece!» Los mismos ojos azules de su hijo mayor, su pelo descolorido… Había una extraña coincidencia en los rasgos de su cara e incluso en su constitución. ¿Dónde se hallaría ahora su tan querido hijo, el pequeño Nikolai Streltsof? Nikolai quiso darse la vuelta para mirar a aquel niño tan extraordinariamente parecido a su hijo, pero se contuvo: antes de entrar en combate no le convenían recuerdos que le enternecieran el corazón. Recordaría a sus hijitos huérfanos y a su mala madre; no en los últimos momentos, como suele escribirse en las novelas, sino después de echar a los alemanes del montículo anónimo. Ahora el soldado Nikolai Streltsof tiene que apretar con fuerza los labios e intentar pensar en algo superficial; será lo mejor…
   Durante un buen rato Nikolai siguió caminando con aire preocupado, con los ojos fijos en lo que tenía ante sí y la mirada abstraída, intentando recordar cuántos cartuchos le quedaban en el macuto. No obstante, al fin no pudo reprimir su impulso y se volvió. Aunque la columna ya había pasado, el niño estaba aún junto al camino, sin apartar la mirada de los soldados que se alejaban, agitando un pañuelo que sostenía con su manecita por encima de la cabeza, en un gesto de despedida. Como aquella misma mañana, Nikolai sintió que se le oprimía dolorosamente el corazón y notó que se le formaba en la garganta un nudo caliente y trémulo…

7

   En lo alto de la loma, la tierra, seca por los rayos del sol, estaba dura como la piedra. La pala se hundía unos pocos centímetros, arrancaba pequeños terrones que se desmoronaban y en el punto donde había golpeado quedaba un borde brillante.
   La tropa cavaba trincheras a toda velocidad. Acababa de pasar un avión de reconocimiento alemán. Sin volar demasiado bajo, disparó dos ráfagas de ametralladora y se perdió por el este. «Ahora vendrá lo malo», pensaron los soldados.
   Nikolai no dejó de cavar hasta que la trinchera le llegó a las rodillas. Hizo una pausa. Junto a él cavaba Sviaguintsev. La parte trasera de su guerrera estaba empapada y tenía el rostro surcado por el sudor.
   – ¡Menuda tierra! ¡Vaya pueblo! -exclamó exasperado respirando con fuerza y frotándose el rostro enrojecido con la manga-. Mejor sería que le pusiéramos cartuchos de pólvora en vez de intentar cavar con una pala. Por lo menos los alemanes no están encima. Con una tierra así, si hicieran fuego no tendríamos donde escondernos.
   Antes de coger de nuevo la pala, Nikolai prestó oídos durante un buen rato al rugido de la artillería, que iba apagándose a lo lejos.
   El corazón le palpitaba aceleradamente, le costaba respirar y el polvo, terriblemente molesto, se le metía por los ojos y por la nariz. Cavó denodadamente su trinchera hasta llegar a la altura de la cintura. De repente se percató de que le faltaban ánimos para seguir rascando el fondo de la zanja. Escupió violentamente la arena que rechinaba entre sus dientes y se sentó en el borde del hoyo.
   – ¿Cómo va ese productivo trabajillo? -preguntó Sviaguintsev.
   – Ya he terminado.
   – Ya ves, Nikolai, así es la guerra. ¡La de tierra que se llega a remover con la pala! Echando cuentas, creo que yo solo, en el frente, he movido tanta tierra como un tractor en una temporada entera. Más que una unidad de trabajo cotidiano del koljós.
   – ¡Ya vale, para de hablar! -gritó fuertemente el teniente Golostchiekov; y con insólita agilidad Sviaguintsev saltó a la trinchera.
   Hacia las tres de la tarde las zanjas podían albergar a una persona. Nikolai camufló cuidadosamente su trinchera con un matojo de ajenjo grisáceo; en el hueco que había en la parte anterior de la zanja, al pie, colocó granadas y cartuchos. Entre las piernas tenía el macuto abierto con sus objetos personales de soldado y varias municiones. A continuación empezó a mirar atentamente a su alrededor.
   La falda occidental de la colina descendía hacia un precipicio en el que se diseminaban encinas jóvenes. En la vertiente había ciruelos silvestres y espinos.
   A ambos lados de la colina había dos precipicios hondos que se juntaban en el barranco. Nikolai se tranquilizó pensando que los tanques no podrían pasar por los flancos.
   El calor persistía. Como antes, el sol seguía recalentando la tierra. El olor del ajenjo despertó en él una súbita tristeza. Apoyado en la trinchera, Nikolai, muy cansado, contemplaba la destripada y maltratada estepa, cubierta por montecillos que delataban madrigueras de marmotas, y la cumbre de la colina, por la que raleaban los blancos espinos de la estepa. Por entre las ramitas del ajenjo se podía ver un cielo intensamente azul; a lo lejos se dibujaban vagamente los contornos de los sotos, que parecían de color azul claro y como si planearan sobre la tierra.
   Nikolai estaba atormentado por la sed pero sólo bebió un corto trago de la cantimplora, sabiendo por experiencia el valor que tiene cada gota de agua en el momento del combate. Miró el reloj. Eran las cuatro menos cuarto. Pasó otra media hora de espera angustiosa. Nikolai fumaba su segundo cigarrillo cuando, de pronto, oyó el zumbido de los motores. Crecía, se ensanchaba y cada vez se hacía más agudo e intenso; era un trueno que parecía surgir del seno de la tierra. Por el camino se arremolinaba una nube de polvo. Los tanques avanzaban. Nikolai llegó a contar catorce. Quedaron ocultos por el precipicio y se desperdigaron, tomando posiciones para el ataque. El rumor de los motores no cesaba. Por el camino avanzaban vehículos transportando a la infantería. El último que pasó se ocultó en un recodo del camino; era un camión cisterna blindado.
   Había llegado el momento que precede al combate, esos instantes breves pero llenos de tensión interior en que el corazón late rápida y sordamente y el soldado se siente solo, a pesar de hallarse con sus camaradas, invadido de un sudor frío y con el corazón latiendo frenéticamente. Nikolai conocía bien estos instantes y sus consecuencias; en una ocasión habló de ello con Lopajin y éste le dijo con gravedad insólita: «Luchamos juntos pero morimos por separado, ya que la muerte de cada uno es la suya propia, tan personal como el macuto que lleva sus iniciales marcadas con tinta. Además, Kolia, la cita con la muerte es algo grave. Se cumpla o no la cita, no por ello el corazón deja de latir como el de un enamorado, e incluso ante los demás te sientes como si en el mundo sólo estuvierais los dos: tú y ella. Cada hombre es un ser vivo, ¿qué quieres, pues?»
   Nikolai sabía que en cuanto se iniciara el combate, este sentimiento se vería sustituido por otros, breves, intensos, quizá no siempre razonables. Con el aliento entrecortado se puso a mirar fijamente la estrecha franja verde que separaba el barranco de la pendiente de la colina. Más allá, tras esa franja, todavía se escuchaban los zumbidos sordos y acompasados de los tanques. La tensión hizo que brotaran algunas lágrimas de los ojos de Nikolai; todo su cuerpo empezó a hacer pequeños movimientos, como si ya no le perteneciese; incontroladamente, sus manos tentaron los cartuchos que estaban abajo como si éstos, calentados por el sol, pudieran desaparecer. Se alisó las arrugas de la guerrera sin apartar la vista del precipicio, movió un poco la ametralladora y cuando cayeron del parapeto trozos de arcilla seca, los aplastó con la puntera de la bota y luego separó de nuevo las ramitas del ajenjo, a pesar de que se veía lo suficiente. A continuación se encogió de hombros… Eran movimientos instintivos de los que Nikolai ni siquiera se daba cuenta. Concentrado en la observación, miraba fijamente hacia el oeste, sin notar que Sviaguintsev le llamaba en voz baja.
   Por la parte del precipicio rugieron los motores y aparecieron los tanques. Detrás de ellos, sin encorvarse, con el cuerpo bien tieso seguía la infantería.
   «¡Qué insolentes se han vuelto les muy malditos! Caminan como si estuvieran en un desfile… ¡Bueno, ahora os preparamos una recepción! Lástima que no tengamos artillería, de lo contrario hubiéramos recibido este desfile como corresponde», pensaba Nikolai respirando afanosamente, mientras contemplaba las figuritas minúsculas de los enemigos en la lejanía.
   Los tanques avanzaban lentamente sin separarse de la infantería, sorteando con cuidado las madrigueras de las marmotas y ametrallando los lugares de apariencia sospechosa. Nikolai vio corno era alcanzado por las balas un arbusto espinoso que se hallaba a unos doscientos metros; impulsadas por el viento caían sus hojas y sus ramas.
   Los carros de combate abrían fuego sin dejar de avanzar. Los proyectiles no alcanzaban la cumbre de la colina; la mayoría se quedaba entre los arbustos; después empezaron a formarse negras columnas de humo según se iban acercando a las trincheras. Nikolai se apretaba contra la pared de su zanja, dispuesto a saltar en todo momento.
   Cuando los tanques atravesaron más de la mitad de la distancia y estuvieron entre los espinos, aceleraron la marcha. Nikolai oyó las apagadas voces de mando. Casi al unísono empezaron a disparar las ametralladoras y los fusiles antitanque; al ruidoso tableteo de las armas automáticas se sumaba el ruido seco y trepidante de los fusiles.
   La infantería alemana separada de los tanques sufrió algunas pérdidas; pero siguieron adelante. Luego se echaron al suelo, obligados por el fuego que se cernía sobre ellos.
   Los disparos de las armas antitanque se fueron incrementando. El primer tanque se detuvo sin llegar a la zona de los espinos; el segundo estalló y quedó del revés, lanzando hacia el cielo una columna de humo negro como el alquitrán. Otros dos tanques se incendiaron por los costados. Los soldados arreciaron el fuego. Disparaban sobre la infantería que intentaba ponerse en pie, sobre las mirillas y sobre los tanquistas, que intentaban saltar por las escotillas.
   El quinto tanque logró alcanzar la línea de defensa a unos ciento veinte metros, aprovechando que el fuego anticarro de Borsij enmudeció por un momento. Sin embargo, el cabo Kochetigov ya iba a su encuentro. Apretado contra el suelo, el pequeño y hábil Kochetigov se arrastraba con rapidez por entre los montículos pardos de las madrigueras de las marmotas. Su desplazamiento sólo se notaba por el ligero movimiento de los arbustos.
   Nikolai vio cómo se levantaba impetuosamente, se llevaba la mano a un lado, y tras lanzar una granada contra aquel enorme y colosal carro blindado, se agazapaba.
   A un costado del tanque se elevó una pálida columna de arena, como si un pájaro inmenso hubiese sacudido de pronto sus negras alas. El tanque se volcó de costado y quedó inmóvil; bajo el fuego a que estaba sometido, se veía el flanco en que estaba dibujada una cruz.
   El fusilero antitanque Borsij, que se había quedado inmóvil unos momentos, volvió a la carga, haciendo funcionar ininterrumpidamente su fusil contra aquel tanque volcado, estropeado e indefenso. La ametralladora del tanque disparó una ráfaga y en seguida enmudeció. Sus ocupantes no quisieron o no pudieron salir. A los pocos minutos empezaron a estallar sus municiones y se levantó una gran humareda que surgía en densas columnas por el boquete y por la torreta enmudecida.
   La infantería enemiga, sometida al fuego de ametralladoras, intentó varias veces incorporarse y avanzar, pero en seguida se veía obligada a echarse de nuevo al suelo. Finalmente lo consiguieron; con carrerillas rápidas lograron avanzar y acercarse; pero al mismo tiempo los tanques se replegaron dando media vuelta; dejaron abandonados, en la vertiente, seis tanques quemados y averiados.
   Desde algún lugar, como si fuera de debajo de la misma tierra, Nikolai oyó la voz alborozada de Sviaguintsev:
   – ¡Nikolai, les hemos dado un baño! ¡Querían tomar la posición como si fuera un paseo militar! ¡Les está bien empleado! ¡Que vengan otra vez y les daremos otro baño!
   Nikolai cargó cuidadosamente los peines de su fusil, se acercó la cantimplora a los labios, bebió un poco de agua -que estaba como caldo- y miró el reloj. Le daba la impresión de que la lucha había durado unos minutos, pero en realidad había transcurrido media hora desde que empezó. El sol se ocultaba y sus rayos empezaban a disminuir de intensidad.
   Tras beber otro sorbo de agua, Nikolai apartó la cantimplora de sus labios resecos y miró con cautela hacia el exterior. Percibía un olor terrible a hierro quemado y gasolina, mezclado con el amargo tufo de la hierba carbonizada. Por encima de los montículos ardían los yerbajos junto a un tanque cercano, y apenas se notaba a la luz diurna. Las lengüecitas de hierba seguían humeantes en la vertiente, destacándose las oscuras masas de los tanques inmovilizados; junto a ellos seguían los montecillos de color pardusco de las madrigueras de las marmotas, que ahora tenían una forma mucho más alargada; incluso su color parecía gris verdoso. Cuando observó más detenidamente, Nikolai se dio cuenta de que eran los cadáveres de los alemanes muertos; en el fondo de su alma habría deseado en aquel momento que no hubiera tantos montecillos de color gris verdoso…
   Desde el barranco subía el ruido de las ametralladoras. Nikolai escondió la cabeza tras su parapeto. Suspirando, apoyó el cuerpo sudoroso en la trinchera y miró hacia lo alto. Allí, en aquel firmamento azul, nada había cambiado: el aguilucho de la estepa volaba armoniosamente dando vueltas y movía de vez en cuando las alas, iluminadas desde abajo. Una nubecilla clara de tono violáceo, parecida a una concha bañada de nácar finísimo, permanecía en el mismo sitio de antes, completamente inmóvil, y desde alguna parte llegaban los trinos de la alondra; todo ello se sentía en el corazón. Sólo la columna de humo parecía difuminarse en la lejana colina; los sotos que la limitaban no parecían tan amenazadores; flotando sobre la tierra, daban la impresión de ser más azules y de tener consistencia tosca.
   Nikolai esperaba que el segundo ataque alemán empezara cuando los tanques y las ametralladoras hubieran realizado un movimiento envolvente. Mas al parecer los alemanes pretendían llegar a la encrucijada y salir al camino nivelado al pie de la colina. Como la primera vez, los tanques y la infantería que les acompañaba, con obtusa tenacidad, iban a la cabeza de la formación, por la pendiente sembrada de cadáveres.
   Una vez más el fuego separó a la infantería de los tanques y los soldados tuvieron que echarse al suelo mientras los carros se dirigían precipitadamente a la zona defensiva. Dos tanques pudieron llegar a las trincheras por el flanco derecho. A pesar de haber sido ambos alcanzados por las granadas, uno logró aplastar algunas trincheras y, envuelto en llamas, siguió avanzando; rugía terriblemente y la torreta dirigía todo su fuego por la única banda que no había sido tocada. Por su blindaje recalentado se deslizaban luciérnagas de color azul amarillento. Mientras, la pintura, derretida por el calor, se iba desprendiendo en espirales.
   Los rayos solares, ya oblicuos, daban bajo el casco, de modo que resultaba difícil mirar y seguir con el punto de mira las figuras de los que corrían. Nikolai disparaba ráfagas cortas para ahorrar munición; disparaba solamente sobre seguro, pero tenía ya los ojos cansados y cegados por el sol. Cuando rechazaron el segundo ataque, suspiró de satisfacción y cerró los ojos un instante.
   – ¡Ya les hemos dado otro baño! -sonó a su lado la bronca y contenida voz de Sviaguintsev-. ¿Estás vivo, Nikolai? ¿Estás vivo? Muy bien. Lo importante es saber si tendremos municiones suficientes para seguir cascándoles. Uno les dispara, pero se arrastran por entre el trigo como bichos.
   Murmuró algo más en un tono de voz incomprensible pero Nikolai ya no le escuchaba. Estaba absorto por el ruido bajo e intermitente producido por los aviones alemanes.
   «Lo que faltaba», pensó mientras oteaba el firmamento y maldecía al sol que impedía ver bien.
   Una docena de Junkers seguía la ruta noroeste; al parecer se dirigían hacia el Don. Desde el primer instante Nikolai calculó la dirección que llevaban y dedujo que aquellos aviones pretendían bombardear el paso del río. Suspiró aliviado y pensó: «¡Pasaron!» Pero en aquel mismo instante observó que cuatro de los aviones se separaban de la formación y, dando la vuelta, se dirigían exactamente hacia la colina.
   Nikolai se escondió todo lo que pudo en el interior de la trinchera y se preparó para disparar, pero sólo pudo lanzar una ráfaga contra un avión que se dirigía contra él oblicuamente. Al ruido del motor se unió el zumbido de las bombas.
   Nikolai no oyó el bramido del suelo sacudido por la explosión ni vio la masa de tierra que se había levantado junto a él. Una ola de aire caliente, densa y compacta, se apoderó de la trinchera, arrastrando el parapeto anterior con tanta fuerza que la cabeza de Nikolai chocó contra un lado. La parte trasera del casco le golpeó la nuca de tal modo que la correa que llevaba bajo el mentón se rompió. Perdió el conocimiento y quedó medio asfixiado, ensordecido…
   Nikolai se recuperó cuando los aviones enemigos habían efectuado ya dos pasadas lanzando su cargamento de bombas y la infantería alemana se preparaba para el tercer ataque aproximándose a la línea defensiva para dar el golpe final.
   Alrededor de Nikolai la lucha estaba al rojo vivo. Los escasos soldados que quedaban en el regimiento aguantaban con sus últimas fuerzas; su fuego se había debilitado, quedaba poca munición para la defensa. Por el flanco izquierdo se lanzaban granadas y los supervivientes se preparaban a recibir a los enemigos con la bayoneta calada. Nikolai, medio cubierto de tierra, permanecía en el fondo de la trinchera como un bulto inerte, respirando trabajosamente; cada vez que expelía aire, su mejilla rozaba el suelo de la trinchera. Sangre tibia y cosquilleante manaba de su nariz. Al parecer hacía tiempo que le salía, pues la sangre se había secado en su bigote y en sus labios. Nikolai se pasó la mano por el rostro y se incorporó un poco.
   Unas violentas náuseas le tumbaron de nuevo. Pronto se le pasó. Se levantó, miró con ojos turbios y lo comprendió todo: los alemanes estaban muy cerca.
   Los brazos, debilitados, le dolieron durante mucho tiempo. Nikolai empezó a colocar municiones en el peine mientras intentaba incorporarse, pero sólo pudo ponerse de rodillas. La cabeza le daba vueltas. El olor agrio de lo que había devuelto le mareaba todavía más. Pero superó las náuseas, los mareos y la debilidad que le invadía y se puso a disparar, ajeno a cuanto sucedía a su alrededor. Crispaba fuertemente los labios, teniendo presentes sus dos deseos más poderosos: ¡vivir y luchar hasta el fin!
   Transcurrieron minutos que le parecieron horas. No se dio cuenta de que tres K.V. amigos, procedentes del sur del precipicio, se echaban sobre los vehículos alemanes. Iban acompañados de una brigada de infantería motorizada. Tan ofuscado se hallaba que no acertó a comprender por qué los alemanes, tendidos a unos cien metros de sus trincheras, dejaban de disparar y retrocedían arrastrándose, para luego levantarse y correr en desbandada, pero no hacia atrás, sino de norte a sur, hacia el precipicio.
   Caían por la pendiente como hojas de color gris verdoso recogidas e impulsadas por un fuerte viento. La mayoría de ellos caía, se confundía entre las hojas y ya no volvía a levantarse.
   Cuando Sviaguintsev, el teniente Golostchiekov y otros soldados saltaron por encima del embudo que había hecho una bomba, pasando junto a Nikolai, éste comprendió lo que ocurría al fijarse en sus rostros pálidos de furia y llenos de alegría. En su garganta rugió algo ronco, pues también quería, como los demás, gritar con fuerza; como había hecho en otros tiempos, deseaba también saltar y correr con sus camaradas. Pero sus miembros, débiles y sin fuerza, cedían y él se arrastraba por el borde de la trinchera. No pudo salir de ella. De su nariz manaba una sangre tibia y cosquilleante. Nikolai se apoyó en el parapeto destrozado y, con rabia y desesperación, se puso a llorar por su propia impotencia y porque la suerte le había vuelto la espalda. Habían resistido en la colina, la ayuda había llegado a tiempo y el maldito enemigo huía por tercera vez.
   No llegó a ver cómo Sviaguintsev y algunos soldados más atacaban con las bayonetas a los alemanes que huían; no llegó a ver cómo el sargento Liubchenko se apartaba de la tropa caminando lentamente con el pie herido, mientras sostenía con una mano la bandera sin desplegar y aguantaba fuertemente con la otra la ametralladora; no pudo tampoco ver cómo el capitán Sumskov salía arrastrándose de su trinchera, destruida por una bomba. Apoyado en el brazo izquierdo, el capitán se dejaba caer por la vertiente siguiendo a sus soldados. Tenía el brazo derecho destrozado y la guerrera, hecha harapos, estaba empapada de sangre. De vez en cuando se tumbaba sobre el hombro izquierdo, descansaba y seguía arrastrándose. Estaba pálido como un muerto, tenía el rostro completamente blanco y, no obstante, continuaba avanzando, mientras echaba hacia atrás la cabeza para gritar con vocecita infantil:
   – ¡Aguiluchos! ¡Adelante, adelante, amigos míos! ¡Dadles su merecido!
   Nikolai no pudo ver nada de esto. En el tenue firmamento nocturno acababa de iluminarse la primera estrella temblorosa y tintineante. Pero para él ya se había hecho la noche cerrada, con una pérdida de memoria prolongada y pacificadora.

8

   Durante toda la noche ardieron siniestramente enormes campos de trigo maduro incendiados por las bombas alemanas. Durante toda la noche resplandeció el fuego, inmóvil y tremolante a la vez. Al resplandor de la estepa iluminada por la guerra se añadía la luz ambigua y engañosa de la luna menguante, muy débil y que en cierto modo parecía innecesaria.
   El viento iba empujando el humo de los incendios hacia el este, de modo que acompañaba continuamente a la tropa en su retirada hacia el Don, persiguiéndolos como un mal recuerdo. Kilómetro tras kilómetro, Sviaguintsev iba sintiéndose cada vez más triste en el fondo de su corazón, como si aquel aire venenoso y amargado por el humo le afectara tanto al alma como a los pulmones.
   Las unidades de protección de retaguardia seguían su marcha hacia el río; los refugiados, en carros repletos de trastos, avanzaban a los lados del camino. Los tanques tronaban, chirriaban sus cadenas y todo se envolvía en un polvo dorado. Los rebaños de corderos de los distintos koljoses en su camino hacia el Don se perdían por la estepa confundidos por los tanques, desperdigándose en la noche oscura. Aquí y allá se oían las pisadas veloces de las pezuñas, los sollozos de las mujeres y los lloros de los niños, que iban empujando los rebaños tratando al mismo tiempo de contenerlos para que no se desperdigaran.
   Sviaguintsev dio un rodeo para evitar un grupo de vehículos parados en medio del camino y, junto a la cuneta, arrancó una espiga que había sido calcinada por el fuego y la miró fijamente. Era una espiga granada y rica, a punto de estallar. Era trigo de la variedad memyanopus. Tenía las puntas quemadas y la piel que cubría el grano estaba abierta por el calor; toda la espiga estaba lamentablemente desfigurada por el fuego y desprendía un intenso olor a humo.
   Oliendo aquella espiga, Sviaguintsev murmuró:
   – ¡Cómo te has ahumado, pobrecita! Hueles a humo como un gitano. ¡Y la culpa es del maldito alemán!
   Apretando la espiga entre los dedos, sacó los granos, los sopló, se los pasó de una mano a otra y se los llevó con todo cuidado a la boca intentando que no se le cayera al suelo ninguno. A continuación los masticó y luego suspiró tres veces.
   En los larguísimos meses que llevaba en el frente, Sviaguintsev había conocido muchas muertes, muchas desgracias generales y muchos sufrimientos personales. Había visto incendios, pueblos arrasados, fábricas destruidas, ruinas y chatarra donde poco tiempo antes había pueblos hermosos. Había visto los campos fértiles aplastados por los tanques y destruidos por el fuego. Pero lo que no había visto durante toda la guerra le tocaba verlo aquel día: grandes extensiones de la estepa, cubiertas de trigo, entregadas al fuego destructor. Esto le angustiaba en el fondo de su corazón. Marchó durante un buen rato conteniendo los suspiros de su pecho. A la luz del atardecer contempló los campos calcinados por el enemigo; de cuando en cuando arrancaba una espiga de cebada o de trigo salvada del fuego, en la cuneta misma, y pensaba en la mucha riqueza, en los muchos bienes pertenecientes al pueblo que se echaban a perder inútilmente; meditaba en la crueldad de la guerra que sostenían los alemanes contra todo lo que tuviera una apariencia de vida.
   En ocasiones descansaba su mirada en trozos de terreno coloreados de verde; allí había girasol y maíz que no había sufrido la acción del fuego. Pero a ambos lados del camino pronto volvía a extenderse la calcinada tierra, triste y oscurecida en su desgracia; a Sviaguintsev le producía lástima mirarla.
   Notaba todas las articulaciones fatigadas, se sentía extenuado, necesitaba reposo; pero después de haber visto aquello, había algo que le espoleaba. Sviaguintsev pensaba en la guerra; para ahuyentar el sueño se puso a murmurar con voz audible:
   – ¡Maldito alemán, qué parásito tan malo eres! Culebra asquerosa, qué pronto te acostumbras a correr por tierra ajena y a ser insolente. Espera, ya verás lo que sucede cuando llevemos la guerra a tu país. ¿Qué crees que pasará entonces? En esta tierra estás tan fresco, matas con total despreocupación a mujeres y niños, abrasas enormes extensiones sembradas de trigo, destruyes nuestros pueblos… y nada conmueve tu espíritu. Pero ya verás lo que será de ti cuando se libre la lucha en tu propio territorio, en tu tierra fascista. Entonces cambiarán las tornas, alemán obstinado; ya no estarás tan ricamente como ahora, acomodado en la trinchera y tocando el acordeón: te olvidarás de la música, levantarás el morro y empezarás a aullar como un perro, pues tu olfato te dirá lo cerca que está tu destino. ¿A cuántas mujeres has dejado viudas, alemán, a cuántos niños huérfanos? Son tantos que, inevitablemente, tenemos que desquitarnos. Ni uno de nuestros soldados, ni uno de nuestros oficiales tendrá una palabra amable para ti; nadie abogará por tu vida. ¡ Puedes estar seguro! Y yo viviré hasta que llegue ese día, el día en que nos traslademos a tu tierra inmunda con todo nuestro fuego; pues quiero ver cómo te enjugas el llanto. Y será así porque te odio demasiado. Tengo deseos de enviarte al otro mundo por los siglos de los siglos; tengo deseos de que te quedes en tu nido de serpiente, no aquí, en nuestra tierra.
   Sin dejar de marchar y murmurando en voz baja contra el invisible alemán, se desahogaba injuriando a todo lo que en aquel momento representaba para él el ejército alemán. Le horrorizaba la magnitud de las maldades que se habían hecho en territorio ruso. Sviaguintsev había presenciado muchas maldades en la guerra, en los frentes, y ahora, una vez más, podía comprobarlas bajo el cruel resplandor de los incendios.
   Pensar en voz alta le ayudaba a combatir el sueño. En lo profundo de su conciencia cada vez estaba más seguro de que, pronto o tarde, el enemigo tendría su merecido; y esto por encima de las continuas tentativas destructoras de los alemanes.
   – ¡Te aniquilaremos, te destruiremos, hijo de perra! ¿Quieres ir de visita? Pues aprende a recibir visitas -iba diciendo Sviaguintsev en voz cada vez más alta, según sus pensamientos le acaloraban.
   Lopajin, que marchaba cansinamente a pocos metros de él, aceleró el paso, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
   – ¿Qué murmuras, maquinista? Pareces un gallo en el pajar. ¿No estarás calculando la cantidad de trigo que se ha perdido? Vamos, no te atormentes más, esas pérdidas ni siquiera te caben en la cabeza. Haría falta un buen profesor de matemáticas.
   Entonces Sviaguintsev se calló y al poco rato replicó con voz baja y soñolienta:
   – Lo que pasa es que esa es mi manera de ahuyentar el sueño. No te creas, a mí me da mucha lástima el trigo perdido, tanta como al campesino. ¡Dios mío, cuantísimo se ha perdido! Hay que calcular cien o ciento veinte puds por hectárea, hermano, nada menos. Y hacer crecer con tanta fuerza el trigo no se parece en nada a sacar carbón.
   – Claro, como que el trigo crece solo, mientras que el carbón hay que irlo sacando. Pero no creo que lo entiendas. Oye, ¿por qué no me dices cómo se te ocurre hablar solo? Tendrías que, hablar conmigo, si sigues murmurando no sabré si estás en tu juicio o si has perdido esta noche la poca sensatez que te quedaba; que no se te ocurra volver a hablar a solas. Es una tontería y te lo prohíbo.
   – Pero bueno, tú no eres mi superior, no puedes prohibirme nada -le respondió irritado Sviaguintsev.
   – Estás confundido, amiguito. Precisamente sucede que soy ahora tu jefe inmediato.
   Sviaguintsev volvió un poco para dar la cara a Lopajin y preguntó con voz apagada y sin gran interés:
   – ¿Cómo es que figuras entre los mandos?
   Lopajin dio un golpecito con su uña manchada de nicotina en el casco de Sviaguintsev; a continuación le dijo con tono socarrón:
   – ¡ A ver si piensas con la cabeza y no con el pedazo de hierro que llevas encima! ¿Preguntas por qué soy tu jefe? Ahora te lo diré; en el ataque el comandante estaba delante, ¿verdad? Y en la retirada estaba detrás, ¿no es así? Y cuando defendimos la colina, detrás del pueblo, mi trinchera estaba unos veinte metros por delante de la tuya; y ahora, en este momento, yo estoy detrás de ti. O sea que usa tu pobre cabezota y piensa: ¿quién es aquí el jefe, tú o yo? No tienes que ponerte insolente conmigo, sino, al contrario, darme gusto en todo lo posible.
   – Qué cosas tienes. ¿Por qué había de ser así? -preguntó cada vez más enfadado Sviaguintsev, que no tenía aguante para las bromas y soportaba mal las guasas de Lopajin.
   – Escúchame, pedazo de alcornoque. En el regimiento sólo quedamos unos pocos, y si tenemos que seguir luchando y resistir en una posición en un par de ocasiones más, llegará un momento en que sólo quedemos tres: tú, yo y el cocinero Lisichenko. Y cuando sólo quedemos tres en todo el regimiento, el comandante seré yo; y a ti, idiota, te haré jefe de estado mayor. De modo que intenta no perder mi amistad por la cuenta que te trae.
   Sviaguintsev hizo un gesto de mal humor y agitó ligeramente un hombro para acomodarse la correa del fusil. Sin darse la vuelta replicó a los comentarios de Lopajin con tono de sincera irritación:
   – Yo no he visto nunca que haya comandantes como tú.
   – ¿Y por qué?
   – Pues porque el comandante de un regimiento ha de ser una persona responsable de sus palabras, seria.
   – ¿Y tú crees que yo no soy una persona seria?
   – Te voy a decir lo que eres tú: un charlatán y un juerguista. Tú sólo hablas para decir guasas y bromas, usas la lengua como si tocaras la balalaika. ¡Menudo comandante harías! ¡Un buen sinvergüenza, sí, pero lo que es un comandante…!
   Lopajin carraspeó; cuando habló de nuevo, en sus palabras había guasa:
   – ¡Sviaguintsev, Sviaguintsev, eres un pobre ingenuo koljosiano! Hay comandantes de muy distintos tipos, según sean su inteligencia y su carácter. Unos son serios, otros alegres, otros muy listos e incluso algunos algo tontos. Pero los jefes de estado mayor son todos del mismo aire, todos son hombres inteligentes. Fíjate, en estos últimos tiempos ha habido comandantes como el que te voy a describir ahora: un comandante que es tonto rematado pero al mismo tiempo valiente y tenaz; que tiene mucha energía y es capaz de echar una mano al que está a su lado; en cuestiones de guerra a lo mejor ni siquiera tiene ideas; y sin embargo se le hincha el pecho, se le pone el bigote tieso y saca una voz bien recia para dar órdenes; y además su madre dice que es un genio. En fin, que manda en todo, es un buen comandante y no se puede decir nada en contra de él. Porque en la guerra no basta con tener un uniforme vistoso, ¿no te parece?
   Sviaguintsev hizo un gesto de asentimiento; Lopajin siguió su perorata:
   – Bueno, pues llegado el caso, a este comandante le ponen un jefe de estado mayor que es inteligente de verdad. ¡Y fíjate en qué se convierten ahora las buenas acciones de nuestro aguerrido comandante! Sólo por tener junto a él una autoridad superior, la suya crece; al poco tiempo todos empiezan a hablar bien del comandante, no hacen más que alabarlo; y mientras tanto el jefe de estado mayor, listo como un zorro pero mucho más modesto, vive a la sombra del comandante… Claro, nadie habla bien de él, nadie le llama Iván Ivanovich; sin embargo, es el cerebro de todo, el comandante es sólo la pantalla donde él se proyecta. Estas cosas ya pasaban en tiempos de los faraones.
   – Pieria, a veces dices cosas sensatas -exclamo Sviaguintsev con una amplia sonrisa-. Desde luego, si a mí me pusieran a tu lado, por poner un ejemplo, como jefe de estado mayor, ya me cuidaría de que no hicieses demasiadas burradas. Sí, yo considero que soy una persona seria, mientras que tú, y no te ofendas porque te lo digo, tienes la cabeza llena de pájaros. Naturalmente, estando yo a tu lado las cosas irían mejor'.
   Lopajin, con un gesto de sentida amargura, hizo oscilar la cabeza antes de replicar:
   – Sviaguintsev, eres un mal bicho. Pensar que has vuelto del revés todas mis palabras para que te favorezcan a ti…
   – ¿Volverlas del revés? -preguntó Sviaguintsev con tono sorprendido.
   – Sí, las has empleado en tu propio beneficio, ni más ni menos. Y eso no está bien.
   – Bueno, espérate un momento; tú has dicho que al comandante las cosas le van mucho mejor cuando dispone de un jefe de estado mayor inteligente. ¿Has dicho eso o no lo has dicho?
   – ¡Lo dicho, dicho está, no me echo atrás! -replicó Lopajin con aire de resignación-. Desde luego, está claro que un comandante resuelve las cosas mucho mejor cuando tiene a su lado un buen jefe de estado mayor. Pero nuestro caso es muy diferente y las cosas serán al revés: yo seré el comandante sensato y tú, aunque ya sé que no tienes nada en la cabeza, serás, a pesar de todo, mi jefe de estado mayor. Y ahora te explicaré, porque seguro que te interesa saberlo, por qué he decidido nombrarte jefe de estado mayor, siendo tan bobo como eres. Para empezar, sólo te nombraré a ti cuando de todo el regimiento no nos quede más que el maldito cocinero, Pietia Lisichenko. Él tendrá que empuñar el fusil y cumplir las órdenes; y tú desarrollarás mis ideas estratégicas y guisarás las gachas; y además te arrastrarás en mi presencia como un hijo de perra. Y si además de Pietia Lisichenko quedan todavía más soldados del regimiento, ni se te ocurra pensar que puedes alcanzar los poderes de jefe de estado mayor. Como máximo llegarás a tener las obligaciones de ayudante mío, ordenanza y ayudante al mismo tiempo. Tendrás que limpiar mis zapatos, irás a la cocina a buscarme el rancho, la vodka… todas esas cosas domésticas.
   Sviaguintsev, que le escuchaba atentamente, escupió con rabia y se mantuvo en silencio. Un soldado que caminaba al lado de Lopajin se rió en voz baja. Al cabo de un rato Sviaguintsev se recuperó y dijo:
   – Lopajin, eres exactamente igual que una balalaika. ¡Ojalá no tenga que servir nunca a tus órdenes! Tienes la cabeza vacía. Si yo tuviera un servicio así, me ahorcaría, pues tú harías tantas burradas al cabo del día que yo necesitaría una semana para deshacerlas.
   – Oye, oye, a ver si hablas con más respeto, que si no no te tomaré ni como ordenanza.
   – Lopajin, ¿has sufrido alguna desgracia? -preguntó Sviaguintsev.
   Lopajin bostezó tranquilamente antes de replicar:
   – Sí, ahora tengo una. ¿Por qué lo dices?
   – Pues porque no se te nota.
   – Yo no exhibo mi desgracia.
   – Vamos, dime cuál es esa desgracia.
   – La normal en las circunstancias en que estamos: los alemanes han tomado mi querida Bielorrusia, y Ucrania, y la zona del Don, y seguro que ya se han apoderado de mi pueblo, donde están mi mujer, mi viejo padre, la mina en que trabajaba yo… Además, he perdido para siempre a muchos camaradas por culpa de esta guerra… ¿Entiendes?
   – ¿Ves qué clase de hombre eres? -exclamó Sviaguintsev-. Tienes semejante desgracia y encima te quedan ganas de bromear. ¿Se te puede considerar un hombre serio después de esto? Nada de eso, eres un hombre vacío, todo fachada, sin nada por detrás. Todavía me extraña que te hayan hecho tirador antitanque. Ser de antitanques es cosa de responsabilidad y eso a tu carácter no le va. Tu carácter es atolondrado, alegre, digamos que sólo servirías para tocar los platillos o la flauta… o incluso el tambor.
   – Sviaguintsev, piénsalo bien. Y reconoce que has dicho tantas tonterías porque estás medio dormido, si no ya verás la que te espera -dijo Lopajin con rabia.
   Pero Sviaguintsev estaba ya perfectamente despejado y hablaba con animación. De vez en cuando se volvía hacia Lopajin y le miraba a los ojos.
   – Pietia, tú no estás en un puesto adecuado para ti por culpa de algunos jefes que tienen un carácter como el tuyo; es decir, que son unos cabezas huecas. Por ejemplo, ¿puede saberse por qué me han mandado a mí a infantería, si soy tractorista especializado y lo que más me va son los motores? Yo en realidad tendría que estar con los tanques y sin embargo me veo en infantería cavando trincheras y arrastrándome por el suelo como un topo. Y a ti, que tan bien te iría tocar el tambor para alegrar a la gente, te diré que puedes estar satisfecho de que te hayan alistado en antitanques; y además, como primer proveedor. Y aún hay cosas más extrañas. La primera unidad en que yo estuve se formó en una pequeña ciudad de la ribera del Volga. La guarnición de la plaza era un regimiento cosaco de caballería. Luego llegó el reemplazo del Don y de la provincia de Stavropolsk. Los cosacos y los de Stavropolsk fueron destinados a infantería, con nosotros; y más adelante los cosacos pasaron a zapadores, a telefonistas… ¡Qué demonios podían hacer allí!
   »Los carpinteros que habían sido reclutados en Rostov fueron destinados a caballería; les dieron pantalones de montar con raya roja, casacas azules y todo eso. De manera que los cosacos daban hachazos, hacían labor de pontoneros y cuando veían un caballo, se ponían a suspirar; mientras tanto, los de Rostov, hombres que antes de la guerra tenían oficio, carpinteros, albañiles y demás, tenían que trajinar con caballos, con los que estaban tan poco familiarizados que hasta les daban miedo; pues aquellos hombres en tiempos de paz no veían caballos ni en pintura. Y por si fuera poco aquellos caballos, de tres años de edad, provenían de Salsk, en las estepas de los kalmucos, y estaban sin domar. Ya puedes imaginártelo que sucedió. Hubo risas y lamentos. Aquellos carpinteros y albañiles ensillaban un caballo salvaje; y el maldito animal, rodeado de gente, se ponía a saltar, desmontaba al jinete, le mordía y lo dejaba hecho unos zorros por el suelo. Imagínate, qué situación.
   »Un día que yo estaba de guardia en un almacén de ferrocarriles vi que se preparaba un escuadrón para marchar al frente. El comandante mandó ensillar; unos cuarenta de entre aquellos ciento cincuenta hombres eran carpinteros y albañiles de Rostov y no sabían ni ensillar un caballo. De verdad, yo mismo lo vi. El comandante del escuadrón se echó las manos a la cabeza y se puso a jurar de un modo terrible. Pero en realidad la culpa no la tenían aquellos albañiles y carpinteros. ¡Ya ves qué cosas pasan! Y el motivo es que en ocasiones hay comandantes como tú, con la cabeza, llena de serrín.
   – Vaya, parece que te he molestado -dijo Lopajin con un suspiro aparatoso -. Te has mosqueado y ahora sólo dices bobadas para tranquilizarte y demostrarme que yo no puedo llegar a comandante. Pues aunque no lo quieras seré comandante y te quitaré toda la tontería que tienes en la cabeza. Te tendré a raya, me obedecerás a pies juntillas. Antes de que llevaran al hospital a Kolia Streltsof, me encargó de que cuidara de ti. Me dijo: «Ocúpate de ese Sviaguintsev, que está medio sonado. De otro modo le matarán por cualquier tontería.» Por eso no quiero perderte de vista. «¡Bueno -me dije -, le hablaré para distraerle de sus tristes pensamientos!» Pero siento haberte hablado. Fíjate, llevo un rato pensando en cómo taparte la boca a ver si te callas un rato. Por ejemplo… ¿Quieres una rebanada de pan?
   – Bueno, dame una.
   – Torna, ahí tienes dos. Lo único que te pido a cambio es que te calles y que no discutas más. No me hace ninguna gracia que un subordinado me lleve la contraria.
   Sviaguintsev ya iba a empezar a refunfuñar pero cogió una de las rebanadas de pan que le ofrecía Lopajin y se la llevó a la boca. Con tono adormilado, habló a continuación:
   – Nikolai Streltsof era un hombre de una pieza, serio e inteligente; no era como tú. Además no es cierto que me tuviera por medio loco. Nos apreciábamos mutuamente. Solíamos hablar de las cosas de la familia y de todo en general. Él sí que hubiera sido buen comandante; era una persona muy instruida, sabía hablar. Antes de la guerra era agrónomo pero su mujer le abandonó por la seriedad de su carácter. En cuanto a ti, ¿sabes qué eres? Eres un minero, tienes el alma de carbón, sólo vales para extraer carbón de la mina; y no sé para qué te han dado ese fusil que tienes entre las manos, pues disparas de cualquier manera; y por si fuera poco…
   Sviaguintsev siguió hablando durante un buen rato de las virtudes de Streltsof. Al cabo de un tiempo empezaron a trabucársele las palabras, fue bajando la voz y al fin se calló. Caminó durante un rato con la cabeza gacha. Marchaba con dificultad hasta que, repentinamente, se agachó un poco y saliéndose de las filas se dirigió a la cuneta. Lopajin se dio cuenta de que a Sviaguintsev ya no le aguantaban las piernas, de que se le doblaban las rodillas, de lo que dedujo que se estaba durmiendo. Corrió a ayudar a su camarada y le sostuvo con un brazo sacudiéndole con fuerza.
   – Venga, vámonos a la cola, no hay que romper la formación – le dijo amablemente.
   Estas palabras sonaban tan insólitas y extrañas en boca de Lopajin que Sviaguintsev, recobrándose, le miró con atención y le preguntó:
   – ¿Qué sucede, Pietia, me he quedado medio dormido?
   – No, nada de medio dormido, te has dormido entero como un rocín capado con toda la impedimenta encima. Si no te llego a coger a tiempo, seguro que te caes al suelo. Tienes tanta fuerza como un caballo, pero cuando te ataca el sueño eres muy débil.
   – Es verdad -reconoció Sviaguintsev-. A lo mejor vuelvo a dormirme de pie. Tú, si ves que se me cae la cabeza, dame buenos golpes en la espalda; pero con fuerza, que si no no me entero.
   – No te preocupes, lo haré con mucho gusto; te pegaré bien fuerte con la culata del fusil – le prometió Lopajin estrechando a Sviaguintsev por los hombros. A continuación le pasó la petaca y le dijo -: Vamos, Vania, líate un cigarrillo a ver si se te va el sueño. Tienes un aspecto lamentable, bastante peor que si fueras un prisionero rumano.
   Sviaguintsev, que seguía a Lopajin como un cordero, llevaba la petaca en la mano; miró su contenido y, con suspiro de pena, dijo:
   – Aquí sólo queda tabaco para liar un cigarrillo. Toma, coge tu petaca, no quiero dejarte sin fumar. Hasta el tabaco se nos está acabando…
   Lopajin le replicó en tono autoritario:
   – ¡Tú fuma y no pienses! -y detrás de su severidad se transparentaba una ternura masculina que le hizo añadir-: No me da lástima pasar el último cigarrillo a un buen camarada, y también le daría la última gota de mi sangre. Tú eres un camarada como debe ser y un buen soldado, pues no te dan miedo los tanques, manejas muy bien el fusil y combates con tanto ardor que cuando caminas te tiemblan las piernas. A mí me inspiran respeto los hombres capaces de luchar hasta morir. No hay que dar tregua al maldito alemán, hay que estar dispuesto a combatir en todo momento hasta conseguir la victoria. Y para esto no sirve un mercenario con sangre fría. Así pues, Vania, fuma y que te aproveche. Además, te diré una cosa: que hagas el favor de no ofenderte por mis bromas. A mí me resulta más fácil vivir y luchar si puedo gastar bromas, ¿me entiendes?
   Sviaguintsev acabó sintiéndose cercano a Lopajin gracias a aquellas últimas briznas de tabaco recibidas de un camarada en un momento duro; gracias a las expresiones amistosas que salían de boca de Lopajin, y a causa también de la profunda soledad que experimentaba Sviaguintsev desde que se llevaron a Nikolai Streltsof a un hospital en un camión que pasaba por el camino.
   Cuando amaneció, los restos del regimiento se unieron a las tropas que defendían los accesos al paso del río. A aquella hora Sviaguintsev ya había cambiado de opinión en lo que a la actitud de Lopajin se refiere. Sviaguintsev, como siempre, seguía murmurando y jurando contra el duro suelo y la amarga vida del soldado; pero cavó rápidamente su trinchera y a continuación se acercó a Lopajin; con una sonrisita mal disimulada, dijo:
   – Deja, ya lo haré yo. Creo que a un futuro comandante no le pega eso de cavar… -y escupiéndose en las manos, tomó la pala.
   Lopajin aceptó la ayuda de Sviaguintsev con silencioso agradecimiento; pero apenas habían transcurrido unos minutos cuando comenzó a gritarle como si fuera su superior y a gastarle bromas de mal gusto. Dando codazos en las espaldas sudorosas de su nuevo amigo, le decía:
   – ¡Tienes que cavar más hondo, peregrino Iván! ¿Qué es eso de trabajar como un viejo y limitarse a arañar la tierra? Tanto en la tierra como en el amor, hay que llegar a cierta profundidad; y tú, inútil, escarbas como una gallina. ¡Qué hombre tan superficial! Ahora entiendo por qué tu mujer te escribe tan poco: seguro que no recuerda nada bueno de ti, demonio colorado…
   Lopajin, flaco y enjuto, cavaba con ardor y habilidad de profesional, rápidamente, sin descansar, sin perder tiempo ni para fumar. En los poros de su rostro moreno se notaba el color azulado que deja el polvo de carbón; las gotitas de sudor que lo surcaban parecían lágrimas y tenía los finos labios fuertemente apretados. Iba separando con destreza la tierra arcillosa y cuando algún pedrusco se resistía a sus esfuerzos, torcía el morro y juraba tanto que el mismo Sviaguintsev, experto en la materia, balanceaba la cabeza de lado a lado y pasándose la lengua por los labios cortados le decía con tono de reproche:
   – ¡Pietia, Dios mío! ¡Hasta dónde vas a llegar! ¡No reniegues tanto! Tendrías que jurar menos y no decir palabras tan fuertes, no las sueltes sin más ni más, llega un momento en que es como si estuvieras subiendo por una escalera y no encontraras el último peldaño.
   Lopajin sonrió enseñando sus dientes blancos y, con ojos brillantes, replicó:
   – Hermano mío, eso depende de a quién se recuerda con más frecuencia. Por ejemplo, tú después de cada frase dices: «Dios mío, señor mío.» En cambio yo utilizo otras expresiones. Además, tú eres un patán que ha podido trabajar al aire libre, con las máquinas, y gracias a ello no tienes los nervios alterados; tú no tienes motivos para blasfemar. Pero yo soy minero y cada día sacaba el trescientos por ciento del carbón que se exigía. Y, oye, sacar un trescientos por ciento, y no con la inteligencia, sino a base de fuerza, no resulta fácil; de ahí que haya que considerar que mi trabajo era inteligente. Y, claro, me ha pasado lo que sucede a los inteligentes, que los nervios de la inteligencia se me han desbaratado. Por eso blasfemo de vez en cuando, para templarme los ánimos. Y si tu educación refinada no te permite escuchar mis palabras, pues te tapas los oídos con algodón. Es lo que solían hacer en tiempos de paz los artilleros para no quedarse sordos por los estampidos del cañón; dicen que les daba buen resultado.
   En cuanto sus posiciones estuvieron preparadas, a Lopajin se le ocurrió la idea de unir ambas trincheras por medio de un pasadizo. Pero Sviaguintsev, que estaba ya extenuado, protestó enérgicamente:
   – ¿Pero tú qué te crees, ¿que vas a pasar aquí todo el invierno? Lo que es yo, no tengo ninguna intención de seguir cavando.
   – No es que piense pasar aquí el invierno, pero es impepinable que tenemos que parapetarnos mientras los demás pasan el río. ¿No te has fijado en la cantidad de material que había en el paso del río? ¡Había muchísimo! No se puede permitir de buenas a primeras que todo eso caiga en manos de los alemanes; has de saber que mi conciencia no me lo permite. ¿Entendido? – dijo Lopajin con seriedad insólita en él.
   – ¡Pietia, tú estás loco! Pero ¿cómo vamos a cavar una zanja de cuarenta metros? Tendrás que prescindir de ella. Además, ¿para qué demonio la necesitas? Y si es preciso, cuando te apetezca salir de la trinchera te arrastras, sí, como si fueras una criatura… Pero vamos a ver, ¿por qué me metes la pala por las narices? Ya te he dicho que no quiero cavar más y no lo haré. ¿Acaso soy yo tu zapador? No nos quedan fuerzas para gastarlas inútilmente. Si quieres, haz tú mismo una zanja de comunicación, como si la haces de un kilómetro. Pero estás muy equivocado si crees que la haré yo.
   – ¿Y si hace falta? ¿Tendré que ponerme a trepar por esa zona pelada? -y Lopajin señaló con un gesto un trozo de terreno baldío, cubierto por alguna hierba marchita-. Yo tengo que ser el primero, de modo que si me derriban me dejarán hecho una chuleta, me dejarán como un sombrero atravesado por un clavo. ¡Ay, qué poca gratitud humana! Yo defendiéndole a pecho descubierto de los tanques y a él le da pereza seguir cavando… ¡Vete al demonio! Lo haré sin ti pero te advierto de antemano que si me convierten en comandante y me proponen para una condecoración, no esperes nada de mí por mucho que des saltos e intentes sobresalir; aunque te meriendes vivos a los fascistas alemanes, no recibirás nada. Ya verás entonces lo que es canela.
   – Vaya, ya has encontrado con qué asustarme -dijo Sviaguintsev sonriente; y perezosamente se dispuso a empuñar la pala.
   Lopajin salió de su trinchera para echar un vistazo alrededor. Mientras tanto Sviaguintsev y el segundo proveedor, Aleksandr Kopytovski, un muchacho con la cara redonda como una torta y con el pelo demasiado largo, limpiaban la pala quitándole el barro arcilloso que se había adherido.
   El rocío cubría la hierba de color gris azulado; los tallos se doblaban pesadamente hacia el suelo hasta apoyarse sobre las hojas secas. El sol ya se había puesto y abajo, más allá de los álamos, se divisaba una de las curvas que describía el Don. Se extendía sobre las aguas la niebla surgida de las zonas ribereñas, que parecían bañarse en agua hirviendo, al igual como sucede en primavera cuando crecen las aguas y se desbordan los ríos.

9

   La línea defensiva estaba situada en los límites de un pueblo. Lo que quedaba del regimiento había sido agrupado en una sola unidad. Los soldados tenían sus puestos en las cercanías de un edificio ruinoso con tejas coloradas; junto a él había un huerto.
   Lopajin dedicó un buen rato a examinar los alrededores. Calculó la distancia que había hasta lo alto de la colina que tenían delante; tras averiguar la orientación del lugar, afirmó con satisfacción:
   – ¡Tengo una posición magnífica! Esto es una maravilla, no una posición. Es un punto ideal para atacar a los blindados alemanes. Ya veréis, convertiré a los tanques en chatarra y a los tanquistas en pedazos de carne asada.
   – Sí que eres valiente ahora -comentó mordazmente Sashka Kopytovski desperezándose-. En cuanto te has enterado de que tenemos, además de nuestras armas, fuerzas antitanque, te has puesto más alegre que un manojo de cascabeles. Había que verte ayer, cuando teníamos los tanques encima; sí que estabas pálido entonces.
   – Sí, cuando se me vienen encima, siempre me pongo pálido – replicó Lopajin con sencillez.
   – ¡Hay que ver cómo chillabas, que parecías un chivo: «Los cartuchos, prepara los cartuchos…!» Como si no supiera yo lo que tengo que hacer en cada momento sin necesidad de que me lo diga nadie. Anda, que estabas tan nervioso que parecías una mujer.
   Lopajin mantuvo silencio y prestó atención a los sonidos circundantes. Desde algún punto del huerto llegó el chillido de una mujer y un ruido de vajilla. Su mirada distraída se espabiló iluminándose como por encanto; estirando el cuello, inclinó todo su cuerpo hacia adelante, aguzó el oído y prestó atención.
   – ¿Qué pasa? ¿Venteas alguna pieza? -preguntó sonriendo Kopytovski. Pero Lopajin no le hizo caso.
   Las tejas de un edificio blanco, empapadas por la humedad, brillaban. Los rayos del sol, oblicuos, daban reflejos dorados a las tejas y teñían las ventanas de color azulado. Por entre los árboles, a media luz, Lopajin pudo ver dos figuras femeninas y se le encendió una idea.
   – Sashka, quédate un momento velando por los intereses de la patria, que yo voy a ese edificio de las tejas coloradas a ver qué pasa -dijo a Kopytovski guiñando un ojo.
   Su interlocutor arqueó las cejas grisáceas y preguntó:
   – ¿A qué vas?
   – Tengo un presentimiento; me parece que si esa casa no es una escuela o un dispensario antituberculoso, conseguiré algo bueno para el desayuno.
   – Pues a mí me parece que aquello debe ser una clínica veterinaria -comentó Kopytovski; y añadió-: Seguro que es una clínica veterinaria, o sea que aparte de tina y sarna de oveja, no encontrarás nada para comer.
   Lopajin entrecerró los ojos haciendo un gesto de desconfianza y preguntó:
   – ¿Cómo sabes eso? ¿Precisamente una clínica, y además veterinaria? Sí que estás enterado, clarividente.
   – Digo yo que será una clínica veterinaria, porque está en un lugar apartado. Además, hace un rato he oído desde la parte de allí los mugidos de una vaca; de una vaca enferma, o sea que la habrán llevado allá para curarla.
   Lopajin se hizo el desentendido y se puso a silbar. Durante un rato las dudas le hicieron sentirse melancólico y decepcionado. Pero se recuperó y decidió ir.
   – Pues a pesar de todo voy a echar un vistazo -afirmó con decisión-. Si por casualidad viene el cabo o alguna otra persona preguntando por mí, le decís que tengo fuertes dolores de vientre, que a lo mejor es disentería.
   Lopajin, inclinado, arrastrando los pies y con la cabeza gacha, dio un rodeo para evitar la trinchera del teniente Golostchiekov; procuró que los telefonistas, que tendían un cable entre el puesto de mando y una posición adelantada, no le vieran; por fin se metió en el huerto. En cuanto se vio protegido por los cerezos, que le ocultaban de los demás, se irguió, se ciñó el correaje, se ladeó un poco el casco y, contoneándose, se encaminó a la entrada del edificio, cuya puerta estaba hospitalariamente abierta.
   Desde lejos puedo ver movimiento de mujeres junto a las cuadras; distinguió también una hilera de bidones que brillaban bajo los débiles rayos del sol poniente. De todo ello sacó la conclusión de que estaba en una lechería o una granja koljosiana. Sufrió una desilusión cuando, tras saltar la valla, vio junto a las cuadras a un viejo que impartía órdenes al elemento femenino. Lástima, siempre había confiado en la ternura y la bondad del corazón femenino; y aunque había sufrido algunos fracasos en las lides amorosas, seguía creyendo que era irresistible. En cuanto a los viejos, no les tenía ningún aprecio; consideraba que, sin excepción, eran todos unos avaros; en consecuencia, procuraba por todos los medios no tener que recurrir a ellos ni pedirles nada. Pero en aquella situación no tenía ninguna posibilidad de librarse del viejo; por lo que podía ver, era él quien mandaba allí.
   Se armó de valor y esperando en su fuero interno que el viejo se muriera de repente, Lopajin se acercó a la cuadra. No iba con el paso jacarandoso y el rostro sonriente que lucía al entrar, talante de conquistador de corazones femeninos, sino que llevaba paso decidido. Se había enderezado el casco y ya no le brillaban los ojos.
   Tras observar sagazmente la espalda recta y los hombros cuadrados de aquel anciano, Lopajin meditó: «¡Seguro que este barbudo ha sido sargento! Si no hay más remedio, le trataré con educación.» Avanzó unos pasos más hacia él, hizo chocar los talones al detenerse y saludó militarmente corno si estuviera ante el jefe de una división. Su estratagema tuvo éxito. El anciano, impresionado, devolvió el saludo llevando la mano a la visera de su viejo gorro de cosaco; con tono respetuoso y voz de bajo, dijo:
   – Salud.
   – ¿Qué es esto, padrecito? ¿La cuadra de un koljós? – inquirió Lopajin señalando los establos.
   – No, no, es nuestra granja regional lechera. Estamos preparándonos para la retirada.
   – Han tardado demasiado en decidirse -le dijo Lopajin con seriedad – Tenían que haberlo pensado mucho antes.
   El viejo se acarició la barba suspirando y dijo, contemplando a Lopajin:
   – Maldita sea la hora en que habéis llegado sin orden ni concierto a nuestro pueblo, cuadrilla de alborotadores. Anteayer mismo la radio decía que los combates tenían lugar en la aldea de Rososhi, y hoy ya estáis pegados a nuestros almacenes; desde luego, parece que los alemanes os siguen de cerca y os atizan.
   La conversación amenazaba con tomar derroteros que a Lopajin no le interesaban; con habilidad, consiguió darle otro cariz, preguntando con interés:
   – ¿No han trasladado todavía las vacas a la otra ribera del Don? Porque parece que las vacas de aquí son de raza.
   – ¡Las vacas que tenemos aquí son más que vacas, son oro puro! -exclamó el viejo entusiasmado – El traslado empezó anoche, pero no sé si podrá continuar hoy, pues en el paso del río hay un follón terrible. Los alemanes llevan dos días bombardeando el puente y a este paso lo destruirán todo. ¡Y con la cantidad de máquinas y vehículos de guerra que hay allí! Seguro que ante el paso del río están rompiéndose la cabeza los oficiales pensando en cómo trasladar todo eso.
   – Sí, la verdad es que el asunto está complicado -asintió Lopajin -. Pero usted, padrecito, no tiene que preocuparse por eso, pues nuestro heroico regimiento ha optado por montar la defensa. O sea que puede estar seguro de que los alemanes no pasarán el Don; los sangraremos en esta ribera del río.
   – Si nuestro pueblo queda en zona de combate, si la lucha se entabla por aquí, arderá todo – dijo el viejo con voz temblorosa y en tono de triste premonición.
   – Sí, padrecito, el pueblo también sufrirá, pero lo defenderemos mientras nos quede sangre en las venas.
   – Que el Señor os ayude -comentó el viejo con confianza, y pareció que iba a santiguarse; pero al mirar a Lopajin de reojo y ver que éste tenía una medalla en el pecho, no se llevó la mano a la frente, sino que empezó a mesarse lentamente su barba blanca y sedosa – ¿Es vuestra unidad la que estaba cavando trincheras más allá del huerto?
   – Sí, padrecito, es nuestra unidad. Cavamos, nos esforzamos todo lo posible y, claro, tenemos la boca completamente seca… – Lopajin guardó silencio diplomáticamente pero al parecer el viejo no había prestado atención a sus palabras. Seguía mesándose las barbas y observaba el trabajo de las ordeñadoras, que cargaban unos bidones en el carro; inesperadamente empezó a gritar con voz potente:
   – ¡Glaska, maldita sea! ¿Cómo puede ser que no esté aquí todavía la yegua? ¡Empezaréis a espabilar cuando hayan llegado los alemanes!
   Glaska, una ordeñadora rellenita y fuerte, con gruesos labios rojos, lanzó una mirada fulminante a Lopajin mientras susurraba unas palabras a las demás mujeres, que se pusieron a reír entre cloqueos. Después, sin ninguna prisa, contestó al viejo:
   – No te impacientes, Luka Mijailich, que en seguida la traen; tendrás tiempo de llevar a tu vieja al Don.
   Lopajin, muy tranquilo, se extasiaba en la contemplación de la ordeñadora, frunciendo el ceño como si le molestara el sol. No sin cierto esfuerzo separó su mirada del rostro moreno y encendido de aquella mujer, suspiró y preguntó con voz ronca:
   – Qué, padrecito, ¿cómo se vivía en este koljós antes de la guerra? Yo diría que esta gente está bien alimentada…
   – Sí, se vivía muy bien. Teníamos escuela, hospital, club y todo lo demás, para no hablar de los alimentos; nos sobraba de todo, y ahora… ahora hay que abandonar todo lo que nos da la tierra. ¿Adónde iremos a parar? Veremos todo esto quemado, qué desgracia -dijo el viejo con aire inexorable, como si inevitablemente hubiera de ser así.
   En circunstancias normales a Lopajin le hubiera inspirado lástima la desgracia ajena; pero en aquella ocasión no podía perder el tiempo e intentó nuevamente dar a entender al viejo el motivo de su visita:
   – Pues resulta que el agua del pozo que tenemos es salada. Estamos abriendo trincheras y pasamos una sed terrible pero no encontramos agua buena en ningún sitio. ¿Ustedes tienen agua buena? -preguntó con insistencia intencionada.
   – ¿Salada? ¿Agua salada? -preguntó el viejo con extrañeza-. ¿De qué pozo dice que la sacan?
   Lopajin, que no había probado el agua de aquel pueblo, no sabía dónde estaba el pozo, de modo que hizo un gesto vago con el brazo señalando el lado en que estaban los árboles del jardín de la escuela. El viejo pareció extrañarse todavía más.
   – ¡Qué cosa más rara! El agua del pozo de la escuela es la mejor de aquí, todo el mundo bebe de esa agua. ¿Cómo puede ser que se haya estropeado? Ayer mismo sacaron de ese pozo agua clara y buena, yo bebí de ella.
   Clavó una pensativa mirada en el suelo y se quedó en silencio; Lopajin, ya casi desalentado, dijo:
   – Padrecito, es que no nos permiten beber agua sin hervir para evitar las diarreas y las infecciones.
   – Nuestra agua puede beberse sin necesidad de hervirla – afirmó el anciano – Cada año limpiamos el pozo y hace muchísimo tiempo que no enferma nadie del vientre.
   Lopajin, al ver que no conseguía, a pesar de todos los recursos utilizados, que aquel anciano obstinado le comprendiera, decidió hablar claramente:
   – ¿No podríamos conseguir aquí algo de mantequilla o un poco de leche?
   – Muchacho, si eso es lo que quieren tendrán que dirigirse a la administración de la granja central lechera. La administradora es aquélla, la que está con las ordeñadoras; esa pecosa un poco llenita que lleva el chal gris.
   – ¿Y cuál es el cargo que tiene usted aquí? -preguntó algo confuso Lopajin.
   El viejo, mesándose de nuevo las barbas, repuso orgulloso:
   – Llevo ya tres años trabajando como mozo de cuadra. Así pues, trabajo, siego, cuido de los caballos y hago un poco de todo en la granja. Incluso me prometieron una recompensa para este año…
   El viejo seguía hablando; pero Lopajin, impaciente, saludó llevándose la mano al casco y, sin pronunciar palabra, se acercó a la mujer del chal gris.
   La administradora tenía aspecto de mujer sencilla y bondadosa. Prestó atención a las demandas de Lopajin y a continuación le respondió:
   – Hemos enviado ciento cincuenta litros de leche y mantequilla para los heridos del hospital. Nos ha quedado algo que no podemos llevarnos con nosotros. ¿Tendrá bastante con dos latas de leche? ¿Habrá suficiente para todos los soldados? Glaska, dale dos latas de leche de ayer por la tarde al camarada comandante; y si en la nevera queda mantequilla, le das también dos o tres kilos.
   Lopajin, orondo y satisfecho de haber sido tomado por comandante, estrechó efusivamente la mano de la administradora y bajó a la cámara frigorífica. Tomó los bidones de leche de manos de la ordeñadora y le dijo con admiración:
   – ¡Glaska, no sé cuál es su nombre completo, pero es usted algo más que una mujer, es una maravilla! Tengo tanta hambre que me la comería entera; pero eso sí, a pedacitos chicos para que me durase más, aunque fuera sin sal.
   – Cada uno es como es -repuso secamente la ingenua ordeñadora.
   – Vamos, Glaska, no sea modesta. ¡Está usted estupenda! Lástima que no esté con nosotros. Y dígame, ¿con qué se ha puesto tan redondita? ¿A base de leche fresca o con natillas? – decía Lopajin con gesto extasiado.
   – Coja los bidones y váyase. Luego puede volver a por la mantequilla.
   – Por mí, estoy dispuesto a pasarme la vida entera con usted en este frigorífico -afirmó Lopajin descaradamente.
   Miró cautelosamente la puerta cerrada e intentó abrazar el apetitoso cuerpo de la ordeñadora; pero ésta se resistió y enseñó a Lopajin un puño moreno, a pesar de lo cual sonreía amistosamente.
   – Escucha, chico, esto te enfriará mucho más que el hielo. Has de saber que yo soy una viuda muy seria y que no me gustan las tonterías.
   – Cualquier cosa que me dé una viuda así tiene que gustarme por fuerza; además, no pienso echarme atrás. Creo que ya he retrocedido lo suficiente -añadió acercándose con decisión a la ordeñadora, con la vista clavada en sus labios colorados.
   En aquel momento se abrió la puerta; apareció en el umbral la oscura silueta del viejo, que empezó a vociferar:
   – ¡Glikerya! ¿Andas perdida por ahí? ¿O se te han pegado las faldas al hielo? ¡Sal ahora mismo y haz que me traigan la yegua inmediatamente!
   Lopajin se retiró precipitadamente soltando una retahíla de juramentos; subió a toda velocidad los peldaños húmedos y resbaladizos y, una vez en el exterior, esperó a la ordeñadora. Ésta seguía mirándole con sonrisa maliciosa. Lopajin, que no perdía todas las esperanzas, le preguntó con voz melosa:
   – ¿Pensáis pasar al otro lado del río o vais a quedaros? Me interesa por si acaso… A lo mejor hay alguna ocasión…
   – Sí, soldadito, nosotros nos vamos. Pero no me digas que quieres acompañarnos…
   – No, de momento no es ése mi camino -le respondió Lopajin secamente y con gesto que denotaba entereza. Pero inmediatamente su voz enronquecida se hizo dulce-: Pero si fuera así, dime dónde podríamos encontrarnos, Glashenka.
   La mujer, entre risas, apartó con un hombro a Lopajin de la puerta y contestó:
   – Yo creo que no hay motivo para que nos encontremos; de todos modos, si tienes muchas ganas de verme y no puedes aguantarte, puedes buscarme en el bosque, en la otra ribera del Don. Nosotros no nos alejaremos del pueblo.
   Lopajin, suspirando y maldiciendo la vida del soldado, cargó con los bidones de leche y se encaminó hacia el huerto, que atravesó rápidamente. Le apetecía mucho volverse a mirar a la viuda, de apariencia tan seria pero de expresión y mirada dulce y tierna. Por fin se giró y casi se cayó de bruces al topar con un montón de piedras. Se alejó rápidamente mientras notaba el eco de una risa femenina en su corazón.
   Cuando llegó a la trinchera, Lopajin se amorró a uno de los bidones y, sin apartar los labios del borde del recipiente, bebió largamente paladeando la leche. Luego, ahíto y contento como una criatura, dijo a Kopytovski que repartiera el líquido tonificante entre la tropa, dándoles a cazo por persona y añadiendo que, si sobraba, no escatimara nada. Decidió que se marchaba de nuevo pero Kopytovski, preocupado, le aconsejó que no hiciera tal cosa.

10

   – No se te ocurra ir, el cabo se va a enfadar.
   Con aire soñador, Lopajin le contestó:
   – Bueno, a lo mejor yo no quiero ir, pero son las piernas las que me llevan. Allí hay una ordeñadora que se llama Glaska, y si no fuera por la maldita guerra me pasaría la vida entera junto a ella, bajo el vientre de una vaca y sin soltar las ubres.
   Kopytovski, con los ojos entrecerrados por la risa y poniéndose ante la boca un mano negra, le dijo:
   – ¿De qué tetas dices que te cogerías?
   – Eso es lo de menos -contestó Lopajin distraídamente, como si pensara en otro asunto.
   Dejaba que su mirada se deslizase por la mancha verde de los bosquecillos cercanos hasta tropezar con el tejado rojizo de la central lechera.
   – Ándate con ojo, no sea que te sorprenda el cabo primero. Está desde ayer más rabioso que un perro atado -le avisó Kopytovski.
   Antes de romper a hablar, Lopajin hizo un gesto con la mano; luego replicó ardorosamente:
   – ¡Vete al demonio con tanto consejo, tanto cabo primero y tanto niño muerto! ¿Es que no puedo ni mover una mano? Tú, si te preguntan, dices que Lopajin se ha ido a por mantequilla. Y mientras tanto les invitas a leche. Y como se le ocurra al primero meterse conmigo, ya verá lo que se encuentra. Estoy más que harto de las gachas de Lisichenko. Acabaré con úlcera de estómago. Tendrían que darnos un rancho como está mandado en el reglamento y así no haría falta que cada uno se las arreglara por su cuenta. ¿Tú crees que yo estaría bien de la cabeza si me negara a aceptar la mantequilla fresca que me ofrece la gente? ¡No tengo ninguna intención de dejar que caiga en manos del enemigo!
   – De acuerdo, de acuerdo. Si es verdad que te van a dar mantequilla, no te retrases; vete ahora mismo – dijo Kopytovski repentinamente convencido.
   Al rato, Lopajin caminaba por el pequeño sendero del huerto escuchando el canto madrugador de los pájaros y respirando con satisfacción el olor fresco y fugaz de la hierba húmeda por el rocío.
   Aunque apenas había dormido en las últimas jornadas, no se había alimentado lo suficiente y había efectuado marchas agotadoras con los demás soldados, marchas de más de doscientos kilómetros, aquella mañana se sentía de muy buen humor. ¿Acaso necesita gran cosa un hombre en la guerra? La alegría del soldado se alcanza con apartarse un poco de la muerte consabida, descansar, dormir a pierna suelta, comer bien, recibir alguna carta de casa y fumar un cigarrillo con los amigos sin prisas. En realidad Lopajin no había tenido correspondencia de su familia, pero en cambio la noche anterior les habían dado tabaco, por el que tanto suspiraban desde hacía tiempo, una lata de carne en conserva y gran cantidad de munición. Antes de amanecer pudo conciliar un poco el sueño; luego, ya fresco y animado, cavó trincheras convencido de que en la ribera del Don se interrumpiría al fin esa amarga retirada; no sentía tanto odio como antes hacia el trabajo que le habían encomendado. Estaba satisfecho de la posición que había conseguido y más que satisfecho por haber podido beber leche a sus anchas. Además, había tenido ocasión de conocer la belleza salvaje de Glaska. ¡Demonio! Naturalmente, hubiera preferido conocerla en algún lugar de descanso, pues allí habrían podido despacharse a gusto, como en otros tiempos. De todos modos el breve encuentro le había proporcionado unos minutos agradables. En la guerra se había acostumbrado a conformarse con poco y a resignarse a toda clase de privaciones.
   Lopajin rió embebido en sus pensamientos y silbó muy bajito mientras avanzaba por el sendero, apartando con el pie las hojas vencidas por el rocío. Al principio no se percató de que un débil y bajo rumor llegaba de detrás de la montaña. Repentinamente el ruido se hizo más intenso y Lopajin se detuvo para prestar atención. En seguida se dio cuenta de que se trataba de aviones alemanes; al mismo tiempo oyó una voz que gritaba: «¡A-via-ción!»
   Lopajin se volvió rápidamente y se dirigió a las trincheras a todo correr. Por espacio de unos segundos se deslizó por su mente un pensamiento amargo: «Ha desaparecido la mantequilla y también Glaska…» Pero después, a pesar de la profunda tristeza que le causaba esta doble pérdida, se olvidó de ella por mucho tiempo.
   Hicieron acto de presencia por encima del horizonte catorce aviones alemanes; se acercaban con decisión. Apenas Lopajin había tenido tiempo de alcanzar su trinchera cuando empezó a retumbar la artillería emplazada en el jardín de la escuela. Los pequeños círculos de color gris oscuro de las explosiones estallaban en el cielo casi delante y por debajo de los aparatos. Pronto se incrementaron los disparos de la artillería, que se mezclaban en el cielo claro y despejado. Casi acompañando a los aviones, les obligaron a romper la formación que llevaban e incluso a cambiar de rumbo.
   – ¡Uno menos! -gritó con entusiasmo Sashka Kopytovski. Lopajin saltó a la trinchera, levantó la cabeza y pudo ver cómo el avión que encabezaba la patrulla giraba sin control sobre un ala, se envolvía en humo negro y empezaba a caer oblicuamente. Entre silbidos y chillidos pasó por encima de las trincheras y después de caer sobre la apisonada tierra de los prados de la aldea, estalló a causa de sus propias bombas. El ruido del estallido fue tan fuerte que Lopajin cerró los ojos un instante. Luego miró a Sashka con rostro iluminado.
   – ¡Magnífico! ¡Estaba cargado de bombas! ¡Ojalá estos demonios de artilleros dispararan siempre así!
   Otro aparato atacado por el fuego de la posición se desintegró en pedazos en el aire y fue a caer más allá de la aldea. Los demás orientaron su rumbo hacia el río. Recibidos por el fuego de las ametralladoras y de la segunda batería de artillería, los aviones dejaban caer las bombas de cualquier manera; a continuación se dirigieron hacia el oeste, después de haber circundado una zona extremadamente peligrosa.
   Aún no había tenido tiempo para posarse el polvo de las bombas cuando por detrás de la montaña apareció una segunda oleada de bombarderos alemanes, alrededor de treinta. Cuatro aparatos se separaron y volvieron a las líneas de defensa.
   – ¡Vienen a por nosotros! – exclamó Sashka con voz temblorosa y con los dientes apretados – ¡Mira, Lopajin, los bombarderos bajan en picado! ¡Ahora empezarán a caer! ¡Ahí vienen!
   Tras tomar el fusil, Lopajin, un poco pálido, apoyó con fuerza un pie en el peldaño inferior de la trinchera y apuntó con precisión. Sus ojos claros estaban entornados y Sashka, al dirigirle una mirada rápida, sólo vio unas rendijas diminutas como cortadas con un cuchillo, y profundas arrugas en la oscura y tensa piel alrededor de los ojos.
   – ¡A tres cuerpos…! ¡A tres y medio! ¡A cuatro! ¡Dispara, vamos! -pudo gritar el desorientado Sashka en medio del rugido ensordecedor de los motores, que perforaba los oídos.
   Lopajin oyó su grito como en sueños y la conocida y temblorosa voz del teniente Golostchiekov, que con su tono elevado de costumbre voceaba: «¡A los aviones e-ne-mi-gos!» Logró disparar, sintió en su hombro el retroceso y en una pequeñísima fracción de segundo se dio cuenta de que había fallado el tiro. El conocido y odiado silbido de la bomba se incrementó rápidamente hasta terminar con un bramido ensordecedor.
   Sobre el casco y la inclinada espalda de Lopajin empezaron a caer trozos de tierra, como una lluvia de granizo; el olor metálico corrosivo de la explosión se le metía por las fosas nasales impidiéndole respirar.
   Las bombas estallaban de vez en cuando a lo largo de la línea de trincheras; sin embargo, la mayoría de las explosiones se producían detrás de las trincheras, en el jardín de la escuela. Haciendo un esfuerzo Lopajin levantó la cabeza y a través de
 
   una nube de polvo sucio y revuelto vio a la izquierda, en medio del cielo azul, un avión; incluso pudo divisar la esvástica que llevaba en la cola. Saltó como un muelle, los dientes le rechinaron de nuevo y otra vez cogió el fusil con ímpetu.
   – ¡Dispara a esa carroña! ¡Dale pronto! -Sashka gritaba a su oído, tembloroso y febril.
   Esta vez Lopajin no podía, no debía fallar el tiro. Estaba como petrificado; sus manos, moviéndose hacia la izquierda, cogían el fusil con la férrea fuerza de un minero, parecían fundidas con él; mientras tanto sus ojos seguían entornados, como inyectados y despidiendo llamas de ira, sin perder de vista el avión que volaba en lo alto, preparado para atacar. Pero otra vez falló el tiro… Un ligero temblor se apoderó de sus labios al ver cómo el aparato tomaba altura y se lanzaba de nuevo en picado sobre las trincheras.
   – ¡Un cartucho! -gritó enfurecido.
   El J-87 bajaba veloz, regando con fuego de ametralladoras los amarillos surcos de las trincheras. En tierra la ametralladora del sargento Nikiforov disparaba sin cesar; las ráfagas de las ametralladoras sonaban al unísono, sordas y tableteantes. Lopajin esperaba. Observaba sin cesar el avión que descendía con un tiroteo bajo, intenso y creciente; al mismo tiempo, sin proponérselo, su oído captaba los demás sonidos de la contienda: el estallido de las bombas que caían en el jardín dé la escuela, junto a las posiciones de la batería, y los estridentes ladridos de las ametralladoras. Incluso pudo distinguir algunos disparos de fusil antitanque. Por lo visto, no era él el único fusil antitanque que intentaba acertar al bombardero en picado.
   – ¿Te has quedado de piedra? ¡Pregunto si te has quedado petrificado! ¿No estarás herido? -le gritaba Sashka.
   Pero Lopajin, que no perdía de vista el avión, se limitó a soltar algunos tacos. Sashka se sentó en el ancho fondo de la trinchera cubierta de cascotes, ya seguro de que Lopajin estaba vivo e ileso.
   En el segundo ataque, la llama ardiente de las ametralladoras levantó mucho polvo y tronchó el ajenjo que había en el parapeto delantero de la trinchera, logrando incluso alcanzar un extremo y desmoronar parte del parapeto. Pero Lopajin ni siquiera se inmutó.
   – ¡Agáchate! ¡Te va a acribillar, insensato! -gritó Sashka. -¡Ni hablar, no tendrá tiempo! -exclamó Lopajin; y en el momento en que el avión iba a entrar en picado, apretó el gatillo.
   El avión inclinó ligeramente el morro pero en seguida se enderezó para tomar rumbo sur, balanceándose como un pájaro, elevándose lentamente, ya sin seguridad. Por el costado izquierdo de su fuselaje plano empezaba a salir una nubecilla de humo.
   – ¡Toma! ¡Has terminado tu viaje! -dijo Lopajin con voz queda-. ¡Has acabado de volar! – repitió en voz más baja y con tono significativo, mientras seguía con ansia todos los movimientos del avión alcanzado.
   Aún no había superado la cima de la montaña, cuando el aparato comenzó a dar bandazos para caer finalmente a plomo. Chocó en tierra con tal crujido que parecía como si alguien hubiera soltado un huevo cocido sobre una mesa. Lopajin suspiró aliviado, con alegría y satisfacción, mientras dirigía una mirada a Sashka.
   – ¡Así hay que atizar! -exclamó tomando aire fuertemente por la nariz, sin ocultar su triunfo.
   – ¡Sin comentarios! ¡Le has dado de pleno y certeramente, Piotr Fedotovich! -exclamó admirado Sashka, que por primera vez desde que estaban juntos le honraba llamándole por su patronímico.
   Con las manos temblorosas, Lopajin se puso a liar un cigarrillo. Estaba fatigado y, hasta cierto punto, destrozado. Se sentó en el fondo de la trinchera y dio con avidez varias chupadas seguidas, soltando nubes de humo.
   – ¡Casi se escapa el maldito! – dijo, ya más apaciguado; pero a causa de la emoción sus palabras eran lentas todavía – Si hubiera pasado más allá de la loma, ¡demonios, quién sabe! Quizás hubiera caído, o podía haber llegado a su guarida. Pero se la pegó contra el suelo y ahora se quema a gusto…
   Sin acabar de fumar el cigarrillo se levantó y contempló con satisfacción durante un rato, en silencio, los restos humeantes del aparato en lontananza. Los otros tres aparatos que habían bombardeado la batería de ametralladoras se dirigieron hacia el sur. Pero los bombarderos aún sobrevolaban como aves de rapiña el paso del río; la artillería disparaba infatigable, estallaban las bombas y densas columnas de agua se alzaban en la espesa humareda. Pronto terminó la incursión y un enlace se acercó a Lopajin para decirle que le llamaba el comandante.
   Todo el terreno alrededor de las trincheras parecía plagado de úlceras, agujeros redondos y amarillos de diversos tamaños, con los bordes calcinados. Los senderos oblicuos abiertos por las bombas en el jardín de la escuela se hallaban cruzados por árboles caídos y destrozados que dejaban al descubierto las paredes y los tejados de las casas, antes invisibles, cubiertos por las ramas.
   Junto a la trinchera que ocupaba Sviaguintsev había un gran cráter y allí yacía una espoleta cubierta de tierra hasta la mitad, con los bordes metálicos destrozados y retorcidos. Todo el contorno daba la impresión de ser algo nuevo, salvaje y desconocido. Sin embargo, casi por doquier se olía el aroma dulzón de la hierba, se escuchaban las voces de los soldados, y desde el nido de ametralladoras, situado en un viejo silo subterráneo, llegaba una voz temblorosa y alegre a la vez, interrumpida por una risa tan jovial y alegre que Lopajin, al pasar a su lado, pensó con satisfacción: «¡Qué demonios! ¡Son inagotables! Aunque les hayan bombardeado hasta ponerlos patas arriba, cuando todo ha pasado se echan a reír a carcajadas como garañones que no hubieran salido del establo durante mucho tiempo.» Y él mismo se echó a reír involuntariamente cuando oyó la conocida voz del sargento Nikiforov, aguda y llorosa de tanto reír, que decía:
   – Cuando lo miro está como un cangrejo, mueve la cabeza y me pregunta: «Fedia, ¿no te han matado?» Los ojos se le salían de la cara como puños y olía que no veas… Se conoce que el miedo…
   En una trinchera apartada alguien se reía cansada y quedamente, con sus últimas fuerzas pero sin parar, como si le hubieran maniatado y le sometieran a un cosquilleo constante. Con la sonrisa en los labios, Lopajin evitó los emplazamientos de las ametralladoras y los cráteres para alcanzar al enlace, a quien dijo:
   – El tal Nikiforov es un muchacho alegre.
   – Hay alegría para unos y, para otros, lágrimas, o incluso el descanso eterno… -repuso el enlace con aire taciturno, mientras señalaba una abertura producida por la caída de una bomba y a un soldado con la guerrera empapada de sangre, que caminaba a lo lejos, como borracho, apoyándose en el brazo del sanitario.
   El teniente Goiostchiekov le acogió con una gran sonrisa; con un movimiento del brazo le indicó que bajara a la trinchera. Aprovechando aquellos instantes de calma, acababa de desayunar. Se limpió los labios con un pañuelo negro por la suciedad y le guiñó un ojo maliciosamente.
   – ¿Lo has derribado tú, Lopajin?
   – Creo que sí, camarada teniente.
   – Buen trabajo. ¿Es el primero que derribas en tu servicio?
   – Sí, el primero.
   – Bueno, siéntate entonces, serás mi huésped. Dices que es el primero; esperemos que no sea el último -dijo el teniente bromeando, mientras tiraba a la zanja un puchero de gachas sin terminar y sacaba una cantimplora que había tomado como botín.
   En la trinchera del teniente olía a tierra arcillosa y húmeda, que no había tenido tiempo de secarse, a polvo y a algo avinagrado debido al sudor humano, a las correas de las armas y a las municiones amontonadas. Lopajin pensó en la rapidez con que las trincheras adquieren un olor humano distinto y característico de cada persona. Aunque no venían a cuento, recordó las palabras del sargento Nikiforov y sonrió. El teniente interpretó aquella sonrisa a su manera, le sirvió vodka en un vaso de aluminio y le dijo discretamente:
   – Los vecinos, ésos de las ametralladoras, me han proporcionado hoy «combustible»; hacía tiempo que había terminado el mío… Bueno, felicidades por el éxito: toma, bebe.
   Lopajin tomó cuidadosamente el vaso con dos dedos y le dio las gracias; para sus adentros pensó con tristeza que el vaso era demasiado pequeño para beber al estilo ruso; cerrando los ojos sorbió lentamente la vodka tibia, que olía levemente a gasolina.
   El teniente produjo un chasquido con la lengua al mismo tiempo que Lopajin, como si estuvieran compartiendo la bebida, pero él no bebió; guardó la cantimplora.
   – ¡Vaya gente tenemos ahora! ¿Eh, Lopajin? Antes, en cuanto llegaban los aviones alemanes, se echaban al suelo V olían la hierba. Ahora, en cambio, tienen que volar sobre nosotros a una altura prudencial para que no les calentemos la grupa. ¿Verdad, Lopajin?
   – Exacto, camarada teniente.
   – Hace poco ha llamado el comandante preguntando quién ha derribado el avión. La gente ha dicho que has sido tú y yo mismo lo he visto. Al parecer serás propuesto para una recompensa. Bueno, márchate, hay que esperar un nuevo ataque; mucha atención a los tanques. Pasa por donde está Borsij y adviértele de mi parte; dile que la lucha será fuerte: hay que combatir y resistir, como suele decirse, hasta la muerte. Dile que deposito mi confianza en él. Ahora voy a ir al flanco derecho… Algún motivo tendrán los alemanes para empeñarse en combatir el paso del río… Será un día muy fuerte, de modo que preocúpate de las dos cosas.
   Lopajin volvía a su puesto radiante de alegría y colorado como un ladrillo a causa de la vodka, pero ya cerca de la trinchera del anticarro Borsij, borró la sonrisa de su cara.
   Borsij estaba desayunando; rebanaba con gran cuidado una lata de carne con una miga de pan.
   Lopajin se acercó a la trinchera preguntando:
   – ¡Qué! ¿Cómo te van las cosas, ciudadano de Siberia? ¿No te impresionan las bombas?
   – A mí no me impresionará nada hasta que me muera -replicó con voz de bajo el siberiano, ancho de espaldas y ágil, sin interrumpir lo que estaba haciendo.
   – Oye, ¿no me invitas a sbaneski? He venido aquí en calidad de invitado.
   – Preséntate como invitado en Omsk, en casa de mi mujer; hoy es domingo y seguro que prepara sbaneski. Ella te convidará.
   Lopajin bajó la cabeza triste y negativamente.
   – Eso está muy lejos; no iré. Que se las trague el polvo, y a ti también…
   – Sí, cae un poco lejos, y además… -dijo Borsij suspirando. No se podía adivinar por qué suspiraba: si por su Omsk natal, lejana en la desnuda estepa, o porque se le había acabado la lata de carne.
   Casi sin moverse, Borsij tiró la lata vacía a la maleza, se limpió las manos en los pantalones grasientos y dijo:
   – Mejor será que me invites a tabaco, Lopajin.
   – ¿Es que ya te has fumado el tuyo? -preguntó Lopajin extrañado.
   – ¿Qué tiene que ver eso? El de los demás siempre sabe mejor – respondió Borsij juiciosamente. Extrajo un papel de fumar y sacó la mano de la trinchera-. Echa, no seas miserable. Si yo hubiera derribado un avión, gastaría todo el tabaco en invitar a los amigos.
   Después de haber aspirado dos bocanadas de humo, Lopajin dijo:
   – El teniente me ha ordenado que te avise para que estés alerta. Es un tío listo y cree que lo primero que harán los tanques será plantarnos cara a nosotros. Detrás de las lomas que están frente a nosotros pueden concentrarse. Además, allí hay un buen camino y una barranca ocultos. ¿Lo has visto?
   Borsij asintió con la cabeza en silencio.
   – El teniente dijo también estas palabras: «Lopajin, deposito mi confianza en ti y en Borsij. Resistiremos hasta el final.»
   – Hace bien en confiar -comentó Borsij prudentemente-. Nos ha quedado poca gente; sin embargo, son hombres valientes. Nosotros resistiremos, sí, pero ¿y los vecinos?
   – Los vecinos tienen que preocuparse de sí mismos – replicó Lopajin.
   Borsij asintió de nuevo con un gesto de la cabeza. Lopajin se levantó y estrechando la ancha y fuerte mano del camarada, dijo:
   – ¡Te deseo buena suerte, Akim!
   – Lo mismo te digo.
   Cruzó dos trincheras de tiradores y cuando llegó a la altura OC la tercera se detuvo como si se encontrara ante un obstáculo inesperado; se frotó los ojos como anonadado y murmuró entre dientes: «¡Qué maravilla! A mis años, sólo me faltaba esto.» Unos ojos azules, inmóviles, cansados e inexpresivos como siempre, le miraban debajo de un casco. Sentado en una trinchera abierta al cielo y perfectamente visible, estaba el cocinero Lisichenko. El rostro lleno del cocinero, con mofletes como manzanas, era juvenil e incluso alegre y sus ojos azules despedían tranquilidad. A Lopajin le pareció que se entornaban de un modo provocativo y descarado.
   Con aires marciales Lopajin se acercó a la trinchera, se puso en cuclillas, miró al cocinero de arriba abajo y le dijo con voz solemne:
   – Se le saluda.
   – Lo mismo le digo -replicó Lisichenko fríamente.
   – ¿Cómo está su salud? -se interesó amablemente Lopajin dirigiendo al cocinero una mirada fulminante, algo contenida para que no se le notara la rabia.
   – Bien, gracias; siga adelante y váyase al demonio.
   – Podría replicarte con todas las reglas militares, pero para ti – dijo Lopajin irguiéndose- no tengo palabras amables ni rebuscadas. Respóndeme sólo a esta pregunta: ¿quién es el bobo que te ha metido en esta trinchera? Y si piensas seguir en ella, ¿dónde está la cocina? ¿Qué vamos a comer hoy, si puede saberse, gracias a tu gran persona?
   – Nadie me ha metido aquí, amiguito. Yo mismo he cavado la trinchera y yo solo me he metido en ella – contestó Lisichenko con voz triste y tranquila.
   Lopajin estuvo a punto de ahogarse de indignación.
   – ¿O sea que tú te has metido aquí? ¡Ay de ti! ¿Y la cocina?
   – La he dejado. Y no vengas a lamentarte, no quieras asustarme. Empezaba a sentirme triste en la cocina; por eso la he abandonado hoy.
   – Te has sentido triste, has dejado la cocina y te has metido aquí tú mismo.
   – Eso es. ¿Qué más te interesa, héroe?
   – ¿Es que piensas que sin ti no podemos resistir? -le espetó rápidamente Lopajin, dirigiendo una fulminante mirada de odio a Lisichenko.
   Pero no era fácil amilanar e intimidar a un cocinero que había visto de todo y que se encontraba de vuelta de muchas cosas. Miró pausadamente a Lopajin de arriba abajo y dijo:
   – Pues precisamente has dado en el clavo, Lopajin. No me fiaba de ti. Incluso he pensado que en un momento de apuro te pondrías a temblar, por eso he venido.
   – ¿ Cómo es que no te has puesto el gorro blanco? He visto al cocinero del general y llevaba uno limpio, limpísimo… ¿Por qué no te lo pones tú? -preguntó Lopajin casi exhausto.
   – Bueno, él era el cocinero del general, pero yo ¿por qué demonios había de ponérmelo? -preguntó a su vez Lisichenko.
   Lopajin no podía más y dijo con gusto y complacencia:
   – ¡Tienes que ponértelo para que te maten antes, pavo atiborrado!
   Lisichenko se limitó a hacer un gesto de desinterés y replicó sin inmutarse:
   – A mí sólo me matarán cuando las malvas florezcan sobre tu tumba, Pietia, cuando los sapos salten sobre tu cuerpo, pero antes no.
   Hablar con el cocinero era inútil. Su extremada paciencia de ucraniano le hacía invencible, era como una fortaleza de cemento armado. Lopajin, después de suspirar, dijo quedamente y con inseguridad:
   – Yo te pegaría con algo pesado para que se te saliera todo el mijo de dentro, pero no quiero gastar fuerzas en semejante porquería. Dime qué vamos a comer ahora.
   – Schi.
   – ¿Cómo?
   – Schi con carnero y col fresca.
   Lopajin creyó que el cocinero le tomaba el pelo pero no encontraba palabras para contestar como era debido.
   Se puso en cuclillas de nuevo ante la trinchera, recurrió al dominio de sí mismo y se puso a hablar con cierta agudeza:
   – Lisichenko, antes de entrar en combate estoy muy nervioso y ya me han hartado tus bromas. Dime seriamente: ¿vas a dejar a la gente sin comer algo caliente? Los muchachos no te lo perdonarán. Yo mismo podría zumbarte, me da igual lo que pueda pasarte y el color que tenga tu cara cuando acabe. ¿Es que no comprendes que eres el cocinero? Lo primero es la comida, tanto en el ataque como en la retirada. Una tropa sin comida es como un cero a la izquierda. ¿Por qué holgazaneas aquí? Sería mucho mejor que te largaras cuanto antes si no quieres salir con los pies por delante. Márchate, vístete como está mandado y, como ahora todo está tranquilo en el campo de batalla, incluso puedes calentar unas gachas sin humo. ¡Demonios! Estoy dispuesto a comer tus gachas, porque al fin y al cabo sin ellas se está peor que con ellas. ¿Qué queda de nosotros sin alimento caliente? ¡Unos desgraciados, eso es lo que quedaría! Yo, por cumplo, si no como me convierto en el más desgraciado de los italianos y en algo peor que el más desgraciado de los rumanos. Me pasa que ya no soy el mismo, me tiemblan las piernas, me Hojean los brazos… Vete, Lisichenko, y estate tranquilo: aquí nos pasaremos sin ti. Te juro que tu ocupación es tan honrosa como la mía. Bueno, quizá tan sólo sea unas diez veces inferior…
   Lopajin esperaba una respuesta. Pero Lisichenko sacó lentamente del bolsillo una petaca rojiza con adornos de colores, arrancó con calma una tira de papel de una hoja de periódico y aún más lentamente empezó a liar un cigarrillo. Una vez liado, cogió un mechero que había tomado al enemigo y dijo sin apresurarse:
   – Suplicas en vano, héroe. No puedo cruzar el Don con la cocina a la espalda, me hundiría al momento; y vadearlo por el puente también es imposible. La destruiré con una bomba cuando sea preciso, pero por el momento las schi siguen cociéndose en el puchero. De verdad, te lo juro. ¿Por qué me miras así? Apártatelos de mí o aguántalos con las manos para que no se te caigan. ¿Comprendes de qué va? Junto al puente una bomba mató a varias ovejas de un rebaño. Naturalmente, yo apuntillé a una, no quería que muriera sufriendo por la metralla que tenía en el cuerpo. Después conseguí coles de un huerto, aunque, la verdad, las conseguí robándolas. También encargué a dos heridos leves que vigilaran las coles, les añadí todo lo necesario y me largué, así que lo tengo todo en orden. O sea que haré un poco la guerra, os ayudaré, y cuando llegue la hora de comer me arrastraré por el bosque y tendréis vuestra comida caliente. ¿Estás contento de mí, héroe?
   Lopajin, conmovido, sentía deseos de abrazar al cocinero. Éste, sonriendo, se sentó en el fondo de la trinchera y le dijo:
   – En lugar de andar con bobadas mejor sería que me dieras una granada. Podría servirme para algo.
   – ¡Mi querido compañero, eres un hombre de cuidado! Puedes luchar todo lo que quieras. ¡Te autorizo! -exclamó Lopajin con solemnidad; y desprendió una granada del correaje que entregó con respeto al cocinero.
   Probablemente Lopajin hubiera seguido de charla con el cocinero, pero al oírse otra vez el ruido de los aviones alemanes que se acercaban de nuevo, se encaminó a toda prisa a su trinchera.
   Cuando los aviones se acercaban a su objetivo, se separaron. Una sección se dirigió a las líneas de defensa mientras las otras, atravesando el fuego de la artillería, se dirigieron hacia el río.
   Se levantó una densa nube de polvo pardo que envolvió las trincheras como una niebla en el aire quieto, impidiendo el paso de los rayos solares. Entre el característico zumbido y el ruido de los trozos de metralla al clavarse en tierra, Lopajin intentaba oír el fuego de sus propias ametralladoras. La batería emplazada en el jardín de la escuela estaba silenciosa. Lopajin pensó apesadumbrado: «¡Malditos reptiles, los han enterrado!» Luego se le ocurrió pensar que quizás hubieran tenido tiempo de trasladarse a sus antiguas posiciones y se tranquilizó algo.
   Entre el fragor y el estrépito que había a su alrededor no oyó los gritos de Sashka que le llamaban. Ensordecido y agobiado por el rugir de las explosiones, procuró sacar fuerzas de flaqueza; de vez en cuando asomaba la cabeza por encima de la trinchera e incluso salía cauteloso por encima del parapeto. Las sacudidas cálidas de las ondas explosivas le hacían tambalear la cabeza, pero continuaba alerta y mirando al frente por si a través de la polvareda de humo intentaban avanzar los tanques alemanes, protegidos por la cobertura del bombardeo aéreo.
   En una de las ojeadas, gracias a la claridad del sol unida a la de las llamas de varias explosiones, pudo ver a Sviaguintsev en su trinchera; con alivio y alegría observó que después de una ráfaga de ametralladora permanecía sereno, aferrado al fusil; pero segundos más tarde pudo distinguir en el casco de Sviaguintsev una abolladura a un lado; todo él aparecía ahora gastado y sin brillo; tanto Sviaguintsev como su casco estaban cubiertos de polvo.
   «¡Es un gran muchacho! -pensó Lopajin con admiración-. A ése no le asusta ninguna música…»
   Muy pronto se confirmaron los temores de Lopajin: aún no habían tenido tiempo los aviones de descargar su material en dos pasadas cuando empezó a oírse detrás de la loma un ruido de motores completamente distinto, a ras de tierra y compacto, mezclado con el fuerte rechinar metálico de los tanques. Casi al mismo tiempo la artillería alemana abrió fuego desde la loma y junto al río, y en el mismo instante nuestras baterías, emplazadas al otro lado del Don, empezaron a contestar al fuego.
   – ¡Bueno, Sashka, sujétate bien los pantalones y aguanta! -dijo Lopajin animado y sonriente-. Y vigila que no escape ningún tanquista cuando yo incendie su carro. ¿Cómo estamos de ánimos? ¿Bien? Eso es lo bueno; lo más importante de nuestra profesión es que los ánimos no decaigan.
   Aferró el fusil y de nuevo, como cuando el avión enemigo, viniendo de detrás de la loma, caía en picado sobre las trincheras, como si se hubiera fundido con su arma, no apartaba la vista de las rugientes planchas de acero envueltas en una gran capa de polvo que formaban una especie de cuña.
   ¡Sí, ahora se podía respirar a pleno pulmón! El inicio de este combate no se podía comparar con aquel otro en que los restos del regimiento diezmado pudieron defenderse en la cima y frenar el impulso del enemigo contando solamente con cuatro armas antitanque y algunas ametralladoras. Ahora el combate se desarrollaba de otro modo; todavía no habían alcanzado los tanques la mitad de la distancia calculada por Lopajin cuando en su camino cayó una descarga de artillería levantando una gran nube negra. La artillería del regimiento luchaba con ardor y con impulso y pronto tres de los veinte tanques medianos que aparecieron detrás de la colina quedaron inmovilizados; un cuarto no pudo recorrer ni una decena de metros más. Arrastraba por la parte posterior una humareda negra; el tanque comenzó a ladearse sobre el costado derecho como si quisiera acariciar y sorber el espíritu de la tierra del Don que momentos antes aplastaba pesadamente con sus orugas.
   Entusiasmado por el fuego de la artillería, Lopajin hizo presión con sus dedos sobre el hombro de Sashka y gritó:
   – ¡Están disparando! ¡Cómo disparan! ¡Vaya, hijitos! ¿Quién os ha enseñado? ¡Os besaría las cabecitas! ¡Caray, Sashka, a este paso vamos a quedarnos sin nada que hacer!
   Una batería antitanque emplazada en el huerto se puso a disparar contra los carros desde el flanco izquierdo. Al cabo de unos minutos otros dos tanques quedaban fuera de combate; sin embargo, los restantes pudieron atravesar la línea de fuego. Se encontraban a doscientos metros de las trincheras.
   Lopajin vio claramente el cuerpo gris y rechoncho de un tanque que marchaba oblicuamente; divisó los rasgos difusos de una tremenda fiera con cola, pintada de blanco en el borde del tanque, un poco a la izquierda de la cruz. Con los ojos desencajados y llorosos lo veía todo pero seguía esperando que se redujera la distancia en medio centenar de metros para poder disparar sobre seguro.
   De las orugas del tanque se desprendía un polvillo gris que se posaba sobre el ajenjo de la estepa. A veces brillaba de repente al sol un elemento metálico de la oruga; en otras ocasiones, como si arrastrara algodón gris, se formaba detrás del tanque una nube de polvo; encima del carro daba vueltas la torreta y surgía y desaparecía una llamita pálida y puntiaguda como la lengua de un áspid, casi invisible bajo los rayos del sol de la manara. Al cabo de unos segundos, en el ala derecha de 1a compañía, delante y detrás de los montículos que delataban la presencia de las trincheras, hacía explosión un montón de tierra que se posaba luego lentamente; al mismo tiempo se oían los ruidos característicos de la explosión.
   Al segundo disparo Lopajin acertó en el tanque. Casi al mismo tiempo se incendiaron otros dos carros. Los demás, dando una rápida media vuelta desaparecieron detrás de la
 
   colina. En cuanto el último de los tanques hubo desaparecido tras la polvorienta cresta de la loma, Lopajin volvió la mirada, contempló el rostro pálido de Kopytovski y le preguntó con acento afectuoso:
   – ¿Qué te sucede, Sashka? Parece que te has puesto gris.
   – Con esta clase de vida cualquiera se pone gris -respondió Kopytovski respirando con dificultad.

11

   Al cabo de media hora los alemanes volvieron al ataque. Unos diez carros de combate protegidos con fuego de ametralladora intentaron romper el enlace defensivo entre las dos compañías, una de ellas bajo las órdenes del teniente Golostchiekov. Un tanque de tamaño mediano que encabezaba la unidad enemiga se abalanzó sobre una cerca quedando atascado en el barro de la fragua del koljós. Momentos después se enderezó entre nubes de polvo y salió a toda velocidad, lleno de ramaje seco y de barro, disparando hacia las ametralladoras antitanques y pasando por encima de las trincheras de la infantería. Avanzaba en zigzag sobre las trincheras y las aplastaba con sus cadenas moviendo a izquierda y derecha su morro gris.
   El tanque se acercaba a toda velocidad a la trinchera de Lopajin. Cubrió con su enorme masa la trinchera del cabo Kochetigov; repentinamente se detuvo una de las cadenas y el pesado vehículo empezó a girar sobre sí mismo con la intención de llenar de tierra por completo la trinchera. Lopajin disparó rápidamente pero aquel tanque no lo iba a destrozar él: el cabo Kochetigov, cubierto de tierra hasta la cintura, se enderezó todo lo que pudo y, mientras el tanque intentaba apisonar su trinchera, con gesto torpe levantó un brazo. Un frasquito se estrelló en silencio contra las chapas del vehículo gris. El tanque estalló en pedazos mientras por su blindaje corrían las llamaradas y se elevaba una columna de humo azul…
   Como un animal enfurecido, el tanque incendiado se puso a girar con el motor rugiente y salió corriendo hacia el huerto, donde intentó apagar las llamas contra las ramas de un cerezo silvestre.
   Cegado por la asfixiante humareda, el conductor del tanque apenas podía ver; en plena marcha, el vehículo cayó en el fondo de un gran pozo vacío y abandonado; al ladearse quedó al descubierto su fondo negro y recalentado por el aceite; allí quedó atrapado, indefenso e inofensivo, en espera de la muerte. Aún giraba rápidamente la oruga izquierda, intentando por todos los medios que sus zapatas se adhirieran al suelo; mientras, la oruga derecha, rota, quedó colgando sobre la tierra, impotente y lamentable.
   Kopytovski lo había visto todo. Respiraba jadeante y con rapidez y seguía con los ojos desmesuradamente abiertos los movimientos violentos y los estertores finales del tanque enemigo. Sólo reaccionó cuando sonó cerca de su oído el conocido disparo del arma de Lopajin. Con la rapidez de un pájaro Kopytovski volvió la cabeza y pudo ver a su derecha, a unos cien metros de la trinchera, un tanque que avanzaba a sacudidas y que al cabo de un rato se detuvo; y entonces vio junto a sí el rostro enrojecido de Lopajin.
   Las sombras grises de los tanquistas salieron por la escotilla del vehículo inutilizado. Uno de ell6s, con la guerrera desabrochada, cayó de espaldas; seguidamente giró sobre sus talones con los brazos en cruz. El segundo -sin gorra, de cabello oscuro y con una camisa gris remangada hasta los codos – intentó ponerse de rodillas, pero inmediatamente cayó a plomo y se arrastró ondulante como una serpiente, moviendo inútilmente los brazos.
   En aquel instante Lopajin notó, con un segundo de retraso, que le arrebataban la ametralladora de las manos. Lopajin, sin perder de vista al soldado que se arrastraba, apretó contra sí la ametralladora de Kopytovski. Al mismo tiempo Sviaguintsev, por el lado derecho, soltó un disparo. El impacto hizo que el alemán cayera de bruces en el mismo suelo. Lopajin soltó la ametralladora, dirigió el rostro enfurecido hacia Kopytovski y con un silbido de ira balbuceó:
   – Tú, canalla, pedazo de animal. ¿Estás luchando o qué?, Por qué no has disparado a tiempo? ¿Acaso piensas hacerle prisionero? ¡Mátale antes de que pueda levantar los brazos! ¡Mátale en seguida! En esta tierra no necesito alemanes prisioneros, sino muertos. ¿Comprendido, hijo de tu mamá?

12

   En el horizonte azul y limpio se levantaba el sol sobre una tierra martirizada por la artillería. El ajenjo recalentado desprendía su aroma más penetrante y amargo. En las alturas del Don volvieron a presentarse, entre la niebla, los tanques y la infantería alemanes. Se iniciaba el tercer asalto infructuoso.
   La tropa de la unidad que protegía el paso del Don rechazó seis ataques furiosos. A mediodía los alemanes tuvieron que retirarse tras unas lomas y hubo un breve descanso en la batalla.
   Sviaguintsev notó un silencio repentino y extraño tras el zumbido atronador de la artillería, el fragor de las explosiones y el ladrido de las ametralladoras de primera línea. Con movimientos pausados se quitó el casco, se pasó la manga de la guerrera con gesto de fatiga por la frente, se enjugó el sudor y habló en voz alta para oír su propia voz:
   – Vaya, ahora se ha callado todo…
   Aquel silencio sosegado le produjo un sentimiento de satisfacción. Ladeó un poco la cabeza y con concentración casi infantil se puso a escuchar los débiles rumores de la tierra arcillosa que se desprendía de las paredes de su trinchera. Los granos de arena y los trozos de tierra amarillenta y apelmazada caían como en cascada formando lentamente montoncillos en el fondo de la trinchera. De cuando en cuando un guijarro chocaba con los casquillos que había a los pies de Sviaguintsev y producía un tintineo, como si hubiera campanillas bajo la tierra oscura. No lejos de allí zumbaba un saltamontes. Un sonido nuevo atrajo repentinamente su atención y Sviaguintsev volvió la cabeza hacia él. Era un abejorro anaranjado que, zumbando como una cuerda de bajo mal afinada, dio un par de vueltas sobre la trinchera para ir después a posarse en una margarita. Parpadeando velozmente, Sviaguintsev observaba fijamente el balanceo exagerado de la margarita como si fuera un fenómeno que viera por vez primera en su vida. Repentina-mente giró la cabeza con un movimiento de extrañeza: desde algún lugar lejano el viento suavemente perfumado traía hasta sus oídos el grito claro y sonoro de la codorniz.
   Los siseos del viento sobre la hierba quemada por el sol, la tímida y sencilla belleza de la margarita con sus pétalos blancos, el revoloteo del abejorro en el ambiente cálido, el canto de la codorniz que le era familiar desde la infancia, todas las menudencias de la vida todopoderosa hicieron que Sviaguintsev se sintiera a la vez alegre y perplejo: «¡Qué cosa tan rara, es como si no hubiera habido una batalla!», pensaba sorprendido. Hacía solamente un instante que la muerte acechaba muy de cerca, y ahora surgían la codorniz, los zumbidos de los insectos, y todo con pleno orden, como si estuvieran en paz y cada uno se cuidara de lo suyo. ¡Milagros, eran milagros!
   Sviaguintsev miraba distraídamente a su alrededor; daba la impresión en ese momento de un hombre recién despertado de una pesadilla dolorosa que, con un suspiro de alivio, acepta una existencia sencilla y real. Necesitó un buen rato para asimilar el silencio y adaptarse a él. La calma era tensa, desagradable, como si precediera a una tormenta, y si se hubiera prolongado seguramente Sviaguintsev se hubiera sentido incómodo. Pero al poco rato se oyeron por el lado izquierdo, más allá de la cima, los disparos de las ametralladoras y los morteros alemanes; la inesperada tregua acabó tan repentinamente como se había iniciado.
   Un municionero joven a quien apenas conocía Sviaguintsev se arrastró hasta su trinchera y tras un fuerte resoplido le dijo:
   – Te traigo municiones. Bueno, qué pasa, barbas, ¿vas a aprovisionarte?
   Sviaguintsev se pasó la mano por la mejilla; tenía abundantes pelos medio rojizos; en tono ofendido, preguntó:
   – ¿Qué es eso de barbas? ¿Acaso crees que soy un viejo?
   – Hombre, tanto como viejo no, pero casi. La barba te ha crecido tanto que casi ni se te conoce.
   – ¡Claro que me crece! No tengo tiempo para cuidarme, en una retirada como ésta; deberías comprenderlo. En cuanto a los años, no tengo tantos como para considerarme un viejo -insistió Sviaguintsev algo molesto, mientras tocaba la funda de los cartuchos con sus manos grasientas.
   Sin hacer caso de sus protestas, el municionero parlanchín prosiguió:
   – ¡Qué padrecito! ¿Te pudres en la trinchera como un alma en pena? ¡No hay alemanes a la vista y prácticamente no disparan! ¡Mejor sería que salieras al sol, a desentumecer tus viejos huesos!
   Lo de «padrecito» y «viejos huesos» no había sido del agrado de Sviaguintsev, quien, frunciendo el ceño, preguntó irónicamente:
   – Entonces, jovencito, ¿por qué te arrastras barriga en tierra, si no hay alemanes que disparan?
   – Es una vieja costumbre -contestó el municionero, sonriendo-. Es mi trabajo, ¿comprendes? Estoy tan acostumbrado a arrastrarme que a veces me parece que no puedo ponerme de pie. Así que casi siempre me arrastro por los suelos…
   – Eso es absurdo y poco inteligente; puedes llegar a desacostumbrarte del todo -comentó animado Sviaguintsev.
   Se encontraba tan aburrido que le entraron ganas de charlar con aquel mozo. Le preguntó, como se suele hacer cuando se habla con soldados jóvenes, con tono involuntario de indulgencia y protección:
   – ¿Eres de la tercera, muchacho? Tu cara me suena.
   – Sí, pertenezco a la tercera.
   – Y ¿cómo te llamas?
   – Utishev.
   – ¿Estás casado, Utishev?
   El muchacho, sonriendo, hizo con la cabeza un gesto negativo.
   – Todavía soy joven. Antes de la guerra no tuve tiempo.
   – Vaya, no tuviste tiempo… Pues mira, como eres municionero te olvidarás de andar, y después de la guerra, cuando pienses en casarte, en vez de caminar con las piernas como la gente normal, te acordarás de tus tiempos de guerra y te arrastrarás sobre la tripa para ir a buscar a una muchacha. ¡Se enfadará cuando vea un novio así! Y su madre te dará con una vara en las espaldas, diciéndote: «¡No deshonres a tu novia, sinvergüenza! ¡Camina como es debido!»
   – Aunque estás sin afeitar eres un guasón… Tú no me líes. Yo te escucho, pero también llevo la cuenta de los cartuchos. ¡Se acabó! No eres el único que tiene que disparar.
   Sviaguintsev quería decirle algo más pero Utishevse arrastró hasta la trinchera contigua y, sin volver la cabeza, añadió con repentina seriedad:
   – Oye, barbas, ahorra los disparos y apunta bien, que parece que disparas al aire, como si fuese a una moneda. A tu edad deberías pensar menos en las chicas, y así las manos no te temblarían.
   Ante aquella ofensa inesperada, Sviaguintsev se quedó sin saber qué responder; al cabo de un rato rompió a gritar con todas sus fuerzas:
   – ¡Le vas a enseñar a tu abuela cómo se dispara! ¡Vaya mocoso estás hecho!
   Utishev seguía arrastrándose y tirando de la caja de cartuchos, riendo y sin girarse. Sviaguintsev miró despectivamente sus espaldas, en las que destacaban dos manchas de sal, y advirtió que la cuerda que llevaba en bandolera se le clavaba en la guerrera desteñida por el sol y descolorida, y pensó amargamente: «¡Qué gente poco seria nos ha salido! ¡Sólo el demonio sabe qué clase de gente es! Se diría que son alumnos de Pietia Lopajin… ¡Qué desgracia, qué lástima que no esté aquí Nikolai Streltsof! No hay ni una persona decente con quien hablar.»
   Tras esta breve lamentación por la ausencia del amigo, Sviaguintsev puso en orden toda su impedimenta de soldado y arrojó fuera las vainas de los cartuchos que había bajo sus pies, limpió su escudilla con un manojo de hierba y la metió en el hueco de la trinchera; le hubiera gustado ahondar un poco más la trinchera, pero todo su cuerpo se opuso a la idea de empuñar la pala nuevamente y arrancar trabajosamente trozos de tierra seca y dura como la piedra; sintió tal cansancio que decidió inmediatamente: «La verdad es que puede pasar tal como está; no hace falta cavar un pozo. Si la muerte se empeña, también le encuentra a uno en un pozo.»
   Unas pocas nubes se dirigían lenta y majestuosamente hacia el este. De vez en cuando una nubecilla blanca parecía menguar la potencia de los rayos del sol; sin embargo, ni esos instantes conseguían refrescar la atmósfera calurosa. La tierra caldeada sólo respiraba calor e incluso la parte de la trinchera que estaba en sombra estaba caliente, hasta tal punto que al propio Sviaguintsev le daba repugnancia apoyarse en ella.
   Dentro de la trinchera se respiraba una atmósfera caliginosa y pesada, como un baño turco. Algunas moscas surgidas de no se sabe dónde molestaban con su zumbido. Sviaguintsev, aplanado por el calor del mediodía, se levantó después de haber permanecido un rato echado sobre el capote; se frotó los ojos con el dorso de la mano y al contemplar los tanques destruidos y quemados vio también los cadáveres de los alemanes tirados por la estepa y una gran nube de polvo que dejaba una estela y que se movía más allá de las montañas, sobre el camino dirigido al este, siguiendo paralelamente la corriente del Don. «Los malditos fascistas alemanes preparan algo -pensó mientras seguía con la mirada aquella nube de polvo-. Seguramente producen esta humareda los refuerzos que les llegan. Lo intentarán de nuevo, se reagruparán, se lamerán las heridas y volverán a lanzarse. ¡Sois unos diablos tercos, unos demonios obstinados! Pero nosotros tampoco somos de barro, hemos aprendido a golpear y ahora tendrán que limpiarse la sangre de las narices. ¡Ya no es el año 41! Al principio tuvieron suerte, pero ¡ya está bien!», seguía pensando Sviaguintsev para tranquilizarse a sí mismo. Luego dirigió una mirada al tanque destruido por Lopajin.
   La máquina grisácea, hasta hacía muy poco amenazadora, yacía volcada con un gran boquete y callada para siempre, con el cañón a media altura. El primer tanquista había salido por la escotilla y yacía en el suelo con las piernas segadas por una ráfaga de ametralladora. Tenía los brazos totalmente abiertos y el viento movía indolentemente su guerrera desabrochada; el segundo, en cambio, que había sido alcanzado por Sviaguintsev, antes de morir tuvo tiempo de apartarse un poco del carro. Por entre los setos Sviaguintsev veía su nuca morena, su mano quemada echada hacia delante con la manga gris remangada hasta el codo, los herrajes de las botas brillantes a la luz del sol; veía también las cabezas blancas y gastadas de los clavos de las suelas de las botas.
   – Con el calor los muertos se hincharán y apestarán de un modo horrible. Con semejantes vecinos nos será imposible respirar -exclamó Sviaguintsev haciendo una mueca de asco.
   Notó un cosquilleo en la espalda y una sensación de frío le hizo encoger los hombros. Se acordó del olor nauseabui.do y dulzón de los cadáveres que desde la primavera acompañaba al regimiento tanto en los combates como en las retiradas.
   Ya había pasado mucho tiempo desde la época en que Sviaguintsev sentía curiosidad por ver el rostro de los enemigos a quienes mataba; ahora observaba fríamente al tanquista de elevada estatura que yacía no muy lejos de él, abatido por una bala, y sólo deseaba saltar cuanto antes de aquella trinchera angosta en la que seis horas de permanencia eran bastante para enloquecerle, y dormir de un tirón dos días seguidos en cualquier parte sobre un montón de paja fresca de centeno.
   Recordó con fuerza el fragante aroma del centeno recién trillado, suspiró por los recuerdos que le asaltaban y hacían palpitar su corazón, se sentó una vez más en el fondo de la trinchera, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Tenía tanto sueño que con gusto habría charlado incluso con Lopajin para apartar de sí la modorra que le invadía. Pero después del cuarto ataque alemán Lopajin se había cambiado a una trinchera de reserva y ahora se hallaba bastante lejos.
   En la modorra del calor y la fatiga, en el límite de la vigilia y el sueño, Sviaguintsev veía a su mujer y a sus hijos, al tanquista de la camisa gris a quien había matado, al director del parque de máquinas y tractores; veía también un riachuelo de poco caudal, desconocido, de corriente rápida, y un guijarro pulimentado y de colores en su lecho… El riachuelo corría entre abruptas márgenes de arcilla con un murmullo cada vez más fuerte y sonoro; Sviaguintsev, sin querer, se despabiló y abrió los ojos: por encima de él, en el cielo, pasaba una formación de seis aviones que se dirigían a lo lejos, dejando tras de sí el rugir de los motores.
   Sviaguintsev era hombre de carácter eminentemente práctico y no siempre ni en cualquier momento le gustaba la aviación; sólo la apreciaba cuando le protegía desde el aire y cuando bombardeaba ante sus propios ojos las posiciones enemigas. Por eso acompañaba a aquellos cazabombarderos con la mirada fría y soñolienta de sus ojos inflamados por el sueño, y murmuraba con rabia:
   – ¡Otra vez venís con retraso! Mientras los alemanes nos atacaban y bombardeaban como si estuviéramos atados, probablemente vosotros estaríais bebiendo café y poniéndoos vuestras malditas botas; y ahora, cuando todo se ha acabado, os presentáis para arar en el agua y quemar el combustible del Estado… ¡No sois más que unos derrochadores de gasolina!
   No tuvo tiempo para acabar de refunfuñar: los alemanes habían iniciado la preparación artillera y en la primera zona se concentró rápidamente una fuerte lluvia de proyectiles. Sviaguintsev se olvidó al momento de los aviones y del resto del mundo.
   Cientos de explosiones de proyectiles y minas zumbaban y rugían desgarrando la atmósfera caliginosa; los trozos de metralla volaban por los aires para incrustarse cerca de las trincheras, levantando verdaderos surtidores de tierra y humo y atravesando la sinuosa línea de defensa, que estaba plagada de hoyos. Las explosiones se sucedían una tras otra con velocidad inverosímil y cuando varias de ellas coincidían sobre la tierra estremecida por los disparos, se levantaba un gran rumor sordo que vibraba pesadamente y lo aplastaba todo.
   Hacía tiempo que Sviaguintsev no veía un fuego tan concentrado y denso, hacía tiempo que no sentía una desesperación tal que le dejaba el corazón aterido. Las minas y los proyectiles caían cerca, abundantes y ensordecedores, y aquel ruido infernal crecía tanto que Sviaguintsev empezaba a perder el ánimo y la valentía que le caracterizaban desde siempre, y hasta perdía la esperanza de salir con vida de aquel infierno…
   Las noches insomnes, el cansancio extenuante y la tensión de un combate de seis horas contribuyeron lo suyo, y cuando estalló un proyectil a la izquierda de su trinchera y entre el fragor de la lucha oyó el grito de su vecino herido, en el interior de Sviaguintsev algo pareció truncarse. Se estremeció, se apoyó con fuerza contra la pared delantera de la trinchera, con el pecho, con los hombros, con su corpachón, y apretó los puños tanto que los dedos se le durmieron. Abrió los ojos desmesuradamente y le pareció que a causa de las explosiones toda la tierra se movía y se abría a sus pies como en una sensación febril; impelido por un fuerte temblor, se apretó aún más contra el suelo, que también trepidaba, buscando una protección que no halló. En ese momento de desesperación perdió su maravillosa idea de que quizá a otros no, pero a él, a Iván Sviaguintsev, la tierra patria le protegería de la muerte…
   Por unos momentos atravesó su mente una idea clara: «Tenía que haber cavado más hondo la trinchera.» Luego ya no tuvo ideas cuerdas; sólo sentía el corazón oprimido de terror. Sviaguintsev cerró los ojos involuntariamente mientras dejaba caer las manos sobre las rodillas; inclinando mucho la cabeza, tragaba saliva con dificultad, pues se le había vuelto amarga como la bilis; se puso a rezar en silencio.
   En su lejana infancia, cuando estudiaba todavía en la escuela parroquial, el pequeño Vania Sviaguintsev iba con su madre a misa todos los días festivos; se sabía de memoria todas las oraciones, pero desde entonces, durante muchos años, no había molestado a Dios con petición alguna y se le habían olvidado todas las oraciones. Por eso rezaba a su manera, de forma breve y reiterada, susurrando continuamente lo mismo. «¡Señor, sálvame! ¡No dejes que me pierda!»
   Pasaron unos momentos de angustia interminables. El fuego no cesaba. Sviaguintsev levantó de pronto la cabeza, volvió a apretar con fuerza los puños hasta que le crujieron las articulaciones y miró con sus ojos hinchados, centelleantes de rabia, la pared de la trinchera de la cual se desprendían montones de tierra. Se puso a gritar en alta voz, diciendo palabrotas y blasfemando. El mismo Lopajin habría sentido envidia de haberle oído. Pero tampoco esto le alivió. Se calló. Gradualmente se apoderaba de él una indiferencia cada vez mayor… Se quitó de la barbilla la correa resbaladiza y mojada de sudor, se desprendió del casco, presionó la mejilla grisácea contra la pared de la trinchera y, harto ya y sin interés por nada, dijo en su interior: «¡Que me maten pronto, que acaben ya…!»
   Alrededor, todo rugía y tronaba en medio del polvo y de los relámpagos amarillos de las explosiones. La aldea, abandonada por sus habitantes, ardía por todas partes. Sobre las casas, polvorientas por el tiroteo, se alzaban las alas imprecisas de una gran nube de polvo. Por encima de las trincheras flotaba el olor corrosivo a pólvora mezclado con el amargo humo de los árboles y la paja quemados.
   El fuego de preparación artillero no duró más de media hora pero al aterrorizado Sviaguintsev le pareció haber vivido toda una segunda existencia. Acababa de asaltarle un deseo insensato: saltar de su agujero y dirigirse corriendo a la montaña, al encuentro de la negra masa que avanzaba hacia las trincheras. Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no cometer tan insensata acción.
   La artillería alemana dirigió su fuego al fondo de la línea de defensa. El sordo ruido de los proyectiles crecía en el poblado en llamas e incluso más lejos, por el pequeño robledal esparcido por la pradera anegada. Sviaguintsev, hundido y envejecido en esa media hora maldita, se puso maquinalmente el casco, frotó con la manga el cerrojo y el punto de mira del fusil y echó un vistazo fuera de su trinchera.
   Más allá de las montañas, en la lejanía, la compacta infantería alemana iba avanzando bajo la protección de los carros de combate. Sviaguintsev oyó, amortiguado por la distancia, el ruido de los motores, el griterío de los soldados alemanes que iban al ataque, y sin saber cómo ni por qué se le hizo un nudo en la garganta. Haciendo un esfuerzo logró reaccionar.
   Aunque su corazón seguía latiendo acelerada y desacompasadamente, ya no quedaba en él rastro alguno del desánimo que había sufrido. La lenta penetración de los carros enemigos, acompañados por los gritos de los alemanes, representaba un peligro evidente contra el cual se podía actuar; y Sviaguintsev estaba acostumbrado a hacerlo. Al fin y al cabo, había algo que dependía también de él, de Iván Sviaguintsev. Por lo menos ahora podía defenderse y no quedarse sentado, cruzado de brazos, esperando triste e impotente que un alemán invisible, atontado por el calor, hiciera blanco en su trinchera disparando al azar…
   Sviaguintsev bebió un trago de agua tibia que sabía a barro y se recobró definitivamente. Al principio sintió unos terribles deseos de fumar, pero se dio cuenta de que no tendría tiempo para liar un cigarrillo y fumárselo entero. Recordó el pánico que había experimentado hacía poco y cómo había rezado, con qué pena, y pensó como si se tratara de otra persona: «¡Hay que ver lo que han hecho con el hombre, a qué punto le hacen llegar! ¡Bestias!» Luego imaginó la cáustica sonrisa del rostro de Lopajin y en seguida pensó, precavido: «Tengo que callarme todo esto. ¡Dios me libre de contárselo a Piotr! ¡No me dejaría vivir, acabaría haciéndome la vida imposible! Desde luego, a mí la religión no me está prohibida, puesto que no soy del partido. De todos modos no es muy… aunque no estoy seguro…»
   Recordando lo que había pasado experimentaba cierto descontento, una ligera sensación de vergüenza, pero no tenía tiempo ni ganas de buscar razones de peso para justificarse. Se maldijo a sí mismo y pensó: «¡Ay, qué desgracia, que haya rezado un poco! Bueno, la verdad es que he rezado muy poco… ¡Aún podría hacer cosas peores, si el destino me obligara! La muerte no le cae bien a nadie, resulta horrible a todos, al que es del partido, al que no lo es y a cualquier persona, sea lo que sea.»
   La artillería enemiga concentró otra vez el fuego en la primera línea, pero ahora Sviaguintsev ya no se tomaba a pecho todo lo que sucedía alrededor suyo: el fuego enemigo ya no le parecía tan arrollador y las bombas no removían la tierra solamente alrededor de la trinchera, como creía antes, sino que, siguiendo el designio alemán, iban ribeteando la línea defensiva destruida.
   La infantería alemana se acercaba a la línea de fuego y a las trincheras. Los soldados, erguidos, avanzaban en formación compacta; los tanques disparaban sobre la marcha y haciendo pausas. Sin embargo, Sviaguintsev se dio cuenta de que el fuego Je respuesta iba en disminución y se debilitaba. Entonces llegó en nuestra ayuda la artillería pesada. A lo lejos, más allá del Don, se oyó un trueno de cuatro explosiones juntas; los proyectiles, con un grave y fuerte susurro, trazaron sobre las trincheras arcos invisibles y pronto empezaron a verse inmensas columnas de tierra que se desintegraban en el aire, ante las filas alemanas.
   Los tanques avanzaban con rapidez para salir de la zona batida. Sin darles alcance, la infantería alemana corría tras ellos.
   Sviaguintsev observaba con el corazón en un puño cómo los grupos de soldados enemigos caían derribados por las explosiones, evitaban cráteres, se acercaban rápidamente, astutamente diseminados y muy disminuidos en número. Muchos de ellos disparaban las ametralladoras sin dejar de correr. ¡Y de pronto pareció volver a la vida nuestra primera línea, hasta entonces silenciosa y secreta! Daba la impresión de que todo lo vivo hacía tiempo que había sido barrido por la artillería enemiga, arrasado por completo. Pero cuando los puestos supervivientes empezaron a actuar todos a una, la infantería alemana se vio sesgada por un mortífero chaparrón de fuego de ametrallado-ras. Los alemanes se echaron cuerpo a tierra pero poco después empezaron a efectuar breves carreras de aproximación.
   Durante unos instantes Sviaguintsev levantó la vista que tenía fija en tierra; nada se había alterado arriba, en el cielo, durante aquella media hora; el firmamento seguía tan azul como antes, tranquilo e inalterable en su profundidad; las nubes se movían lentamente en la misma dirección, separadas, como quemadas por el sol y un poco ahumadas en sus bordes, impulsadas continuamente por un airecillo que las orientaba hacia el este. Sviaguintsev pudo ver un retazo de ese mundo azul lleno de sol, pero todo lo que tuvo tiempo de divisar en una mirada rápida atravesó su corazón de parte a parte como la apesadumbrada sonrisa de despedida de una mujer, toda llena de lágrimas…
   Junto a la mejilla de Sviaguintsev, cerca de su ojo entornado, se mecía una margarita inclinada y cubierta de polvo, molestándola el campo de visión. Las ramitas gris azulado de ajenjo también se movían; más allá de los matojos de hierbas se dibujaban distintamente las figuras de los enemigos que aumentaban de tamaño según se acercaban, inexorablemente.
   Eran ocho los soldados alemanes que se dirigían directamente a la trinchera de Sviaguintsev. Los encabezaba, inclinándose un poco hacia adelante, como si le diera un fuerte viento de frente, un oficial. Mientras caminaba movía distraídamente una vara que llevaba en la mano; luego se volvió y al parecer transmitió una orden. Los soldados echaron a correr hasta alcanzarle.
   Sviaguintsev apuntó al oficial, contuvo la respiración un instante y disparó. Esperaba que el oficial cayera, pero éste siguió su avance como si nada. Maravillado del arrojo del oficial y al mismo tiempo indignado consigo mismo, Sviaguintsev disparó por segunda y tercera vez. Era metódico y al mismo tiempo se precipitaba; efectuó dos disparos más. El oficial seguía como si estuviera embrujado, incluso parecía que acelerase el paso; y, como antes, movía juguetonamente el bastón que llevaba en la mano, como si fuera de paseo. Pareció que decía algo a los soldados que le seguían.
   «¡El muy perro debe estar borracho!» se le ocurrió pensar a Sviaguintsev; y con manos temblorosas se apresuró a llenar de nuevo el cargador; sus dientes rechinaban de rabia e indignación. «Espera y verás. ¡Te haré besar el suelo! Llevarás a la tierra tu…»
   Mientras cargaba el arma, el sargento Nikiforov derribó con dos ráfagas cortas al oficial y a tres de sus soldados. Los cinco restantes, amedrentados ante tales pérdidas, se refugiaron rápidamente en los cráteres que había por aquella zona y empezaron a disparar como si quisieran terminar la munición lo antes posible.
   Por algún lugar de la derecha se oía el rugido de los tanques. En el fragor de la lucha Sviaguintsev justamente oyó la voz del teniente Golostchiekov que, aunque ronca, sonaba muy aguda:
   – ¡Deja que pasen los tanques! ¡Deja que pasen los tanques! ¡Fuego a la infantería!
   A lo largo de toda la línea defensiva ocupada por la compañía, así como en el sector vecino, hacia donde avanzaba principalmente el enemigo, la infantería alemana, que había quedado retrasada de los tanques por el fuego a que estaba sometida, se echó a tierra; pero luego se levantó para seguir a los tanques e ir ganando posiciones protegida por los mismos, en espera del ataque decisivo.
   Los alemanes estaban ya bastante cerca. Sviaguintsev oía perfectamente las órdenes del mando alemán, extrañas impresiones del odiado lenguaje enemigo, y los fuertes latidos de su corazón le llenaban el pecho. Disparaba y al mismo tiempo escuchaba con impaciencia: ¿cuándo empezaría a oírse la ametralladora de Nikiforov, que se había quedado muda? Pero la ametralladora guardaba silencio. «Ahora, a la bayoneta», se dijo Sviaguintsev sintiéndose irremediablemente perdido, mientras palpaba una granada con manos sudorosas. La emoción le dificultaba la respiración, abría las fosas nasales e inspiraba el aire caliente, que olía a humo, con un ronquido, como un caballo al que obligaran a correr.
   A los pocos minutos los alemanes se levantaron gritando. Como a través de una niebla Sviaguintsev vio las guerreras de color verde grisáceo, pudo oír fuertes pisadas y el retumbar de las explosiones de las granadas de mano, los estallidos rápidos de los disparos, las ráfagas de las ametralladoras, entrecortadas y continuas. Echó un vistazo rápido e iracundo a ambos lados; de las demás trincheras ya saltaban los camaradas, sus cámara-das entrañables, hermanos en la vida y en la muerte. No eran muchos, pero el claro «hurra» que lanzaron en el momento de avanzar sonaba ardiente y amenazador.
   El soldado Sviaguintsev saltó de su trinchera como lanzado por una catapulta; su cuerpo voluminoso parecía haberse aligerado e incluso le pareció haber perdido parte de su peso habitual; con la ametralladora en la mano, echó a correr hacia delante, sin dejar de mirar a los alemanes que se le aproximaban; sintió que todo el peso del fusil pasaría en seguida al extremo de la bayoneta.
 
   Sólo tuvo tiempo para alejarse unos metros de la trinchera. A sus espaldas relampagueó una llama, sonó un ruido ensordecedor y Sviaguintsev cayó de bruces en la oscuridad más absoluta, que se abrió de improviso ante sus ojos enloquecidos y desorbitados por un dolor fortísimo.

13

   Antes de que llegara el anochecer los alemanes disminuyeron la intensidad de su ataque. Fatigados por los extenuantes intentos de apoderarse de los puentes del Don, se hicieron fuertes en las cotas de las montañas cercanas y, sin iniciar ataques en toda regla, se dedicaron a bombardear ininterrumpidamente el paso del río y los caminos desiertos que discurrían por la pradera. El fuego de la artillería y de los morteros no se detenía.
   Ya por la tarde la unidad de cobertura había tenido conocimiento de la orden de replegarse hasta la ribera izquierda del Don. Tuvieron que esperar al anochecer para empezar a retirarse silenciosamente de sus posiciones. Evitando las ruinas incendiadas del pueblo, cruzaron los campos y sin seguir camino alguno se retiraron hacia el Don.
   Iba al mando de la compañía el cabo primero Popristshenko. Los soldados iban relevándose para llevar la camilla del teniente Golostchiekov, que había caído gravemente herido. Cerraba la marcha Lopajin, enfurecido y malhumorado como un diablo.
   Apartado de él avanzaba Kopytovski, agobiado por el peso de una mochila llena de cartuchos y del fusil antitanque del soldado Borsij, que había muerto.
   Volvieron a pasar por el lugar que habían visto aquella mañana; antes brillaba la hojarasca verde del huerto y se oía el alegre canto de los pájaros. Ahora sólo se veían troncos carbonizados, como golpeados por una tormenta de fuerza irresistible. Los árboles, arrancados de la tierra, quebrados y malheridos, yacían desordenadamente; el ramaje estaba destrozado por la metralla. Lopajin se paró un momento junto al gran pozo y contempló la mancha oscura del carro alemán abrasado en la penumbra. Su masa seguía recostada sobre uno de los flancos; una de las orugas aplastaba unas frambuesas y la vieja noria del molino, molino gracias al cual en otro tiempo allí habían nacido, crecido y fructificado los árboles. En la atmósfera abrasadora imperaba una mezcla de olores: lubricante, hierro caliente y carne achicharrada; pero ni ese olor tan repugnante llegaba a cubrir el aroma suavísimo, presente antes que todos los demás, de la hierba prematuramente agostada, que no había llegado a florecer. De aquel huerto casi desaparecido surgía un hálito grato y maravilloso.
   Arrastrando las botas por entre los setos destrozados de las zarzamoras, Kopytovski se le acercó suspirando y dijo en voz baja:
   – ¡Qué asco de vida la nuestra! Si por lo menos pudiéramos fumar…
   – Se diría que te has aburrido. Aguanta sin fumar -le replicó Lopajin con sequedad.
   – ¡Aguantar, aguantar! -exclamó Kopytovski de malhumor-. Desde luego, el soldado ruso lo soporta todo, pero su paciencia no es de hierro. Yo he aguantado tanto que mi paciencia ya ha rebasado el límite…
   Lopajin seguía mirando con fijeza y en silencio el oscuro y enorme tanque. Kopytovski se acomodó el macuto a las espaldas y dijo:
   – Tengo muchas ganas de fumar, ¡y no digamos de comer! Todo depende de la naturaleza de cada uno; algunos, cuando tienen miedo sólo sienten deseos de vomitar, mientras que a mí, cuando me asusto, me entra el hambre. ¡Y el día de hoy ha sido de miedo! ¡Cómo nos atacaba el maldito alemán! Yo ya me había apuntado en la lista de los muertos y creí que me olvidaría de respirar. Pero no fue así.
   Lopajin no prestaba atención a Kopytovski; con voz queda y señalando el tanque, dijo:
   – Esto ha sido trabajo de Kochetigov, que ya no se encuentra entre los vivos; ha muerto como un héroe. ¡Qué buen muchacho era!
   Aunque no se podía evitar, resultaba desagradable hablar de la muerte de los camaradas; y por eso existía el acuerdo tácito de no mencionarla. Pero fue como si Lopajin rompiera el acuerdo, y eso que por lo general no era aficionado a desahogarse. De pronto empezó a hablar, con un susurro:
   – ¡ Ese muchacho era todo fuego! Un auténtico secretario del Konsomol. No hay nada parecido en el regimiento. ¡Qué digo en el regimiento! ¡Ni en todo el ejército! ¿ Viste cómo quemó el tanque? Ya le había aplastado, le había cubierto de tierra hasta la mitad del cuerpo, le había estrujado el pecho… Yo mismo vi cómo le salía la sangre por la boca. Pero se irguió en la trinchera, se levantó con el último aliento y lanzó la botella. ¡Y lo incendió! ¿Llegará a saber su madre cómo ocurrió? ¿Cómo podrá vivir después de lo sucedido? Yo mismo disparé sobre ese tanque maldito. ¡Pero no acerté, no le di! ¡Maldito! Tenía que haber disparado antes, y no de frente, sino de lado… ¡Qué estúpido soy! ¡No soy más que un viejo tres veces maldito por Dios! Yo me precipité y el muchacho perdió la vida… No había tenido tiempo de vivir, apenas había salido del cascarón, pero tenía un corazón de águila. ¡De qué heroicidad ha sido capaz! Y yo, hermano, cuando veo matar ante mí a criaturas así, me entran ganas de llorar… ¡De llorar y de matar sin compasión a esos cerdos alemanes! Para mí, morir es algo completamente distinto, yo soy un hombre maduro y he saboreado todos los aspectos de la vida. Pero cuando caen personas como Kochetigov, mi corazón no lo aguanta, ¿comprendes? ¿Cómo van a pagar eso los alemanes? ¿Con qué? Fíjate en esa carroña alemana que se ha quedado aquí; apesta y, no obstante, mi corazón está sediento de venganza. ¿Y cómo van a pagar por las lágrimas de la madre? ¡Me mancharé de la sangre de los alemanes hasta las rodillas, hasta el cuello, hasta las narices, y consideraré que no han pagado! ¡Que ni siquiera han empezado!
   A Kopytovski le extrañaron y preocuparon las palabras de Lopajin, con su defecto de pronunciación y desconexas como si fuera un borracho. Al principio le escuchaba con indiferencia; para quitarse las ganas de fumar, se echó a la boca un trocito de tabaco de mascar que había picado previamente. Masticó el amargo pedacito de tabaco que le escocía el paladar y las encías sin comprender qué le ocurría a Lopajin, siempre tan comedido, para ahora, de repente, exteriorizarse de semejante modo. ¡No parecía Lopajin, no parecía el mismo! Finalmente, Kopytovski se tragó la saliva amarga producida por el tabaco e intentó examinar con detenimiento, en la oscuridad, el rostro de Lopajin. Pero estaba de medio lado, con la cabeza muy inclinada; en su entonación y en la postura de su cabeza había algo que sacó a Kopytovski de sus casillas. Todos esos comentarios y recuerdos sobre la muerte de Kochetigov estaban fuera de lugar, no era el momento apropiado, Kopytovski estaba convencido de ello. Venciendo su emoción, dijo decidida y tajantemente:
   – ¡Basta! En este momento pareces una mujer. Qué, han matado al muchacho, ¿y a otros muchos no? No puedes pagar por todos ellos, y de todas formas eso no es asunto tuyo ni mío. Además esta conversación no lleva a nada. Vamos, muévete, que los muchachos ya se alejan y vamos a quedarnos atrás.
   Lopajin se volvió rápidamente y, sin pronunciar una palabra, echó a andar. Pasaron sin hablar junto a las ruinas de la central lechera, sumidas en tinieblas violáceas; con paso sólido, pisoteaban los trozos de ladrillos, que crujían bajo sus botas. Una vez en el bosque, cuando se sentaron un instante a descansar, Lopajin rompió el prolongado silencio:
   – ¿También ha muerto Sviaguintsev?
   – ¿Qué sé yo?
   – Tú has dicho que viste cómo caía.
   – Sí, pero no sé si muerto o herido; no le he tomado el pulso.
   – A lo mejor no era él. Tal vez no fuera él… No se distingue bien en medio de la confusión… -dijo Lopajin con acento de esperanza en la voz.
   Kopytovski notó en la temblorosa voz de Lopajin cierta lastima desconocida; involuntariamente se conmovió y le respondió en otro tono:
   Sí, Sviaguintsev ha caído. Estoy seguro de que lo he visto. I In morterazo estalló detrás de él y ¡al suelo! Herido mortal-mente o lo que sea, eso no lo sé.
   – ¿ Tú qué sabes? ¿ Qué vas a saber tú? ¡ No entiendes nada de nada! ¿Qué quieres saber, si te falta ese aparato? -le espetó Lopajin, excitado y mordaz -. Levántate, vamos. Te has instalado ahí como si estuviéramos en un balneario. ¡Menudo elemento estás hecho!
   Estas palabras sí que eran del Lopajin de antes, el de siempre, v su voz sonaba como antes; toscamente, con una tirantez sorda. Kopytovski se sintió en cierto modo aliviado y guardó silencio; con el Lopajin anterior era más fácil convivir…
   De nuevo caminaban sumidos en la profunda oscuridad, tropezaban con las raíces quemadas de las encinas, se enganchaban en las ramas tronchadas de los arbustos y se orientaban por el sonido de los pasos que les precedían. En la vaguada, al llegar al cruce de caminos, fueron atacados por los morteros enemigos. Se tumbaron durante unos momentos apretando fuertemente los cuerpos contra el suelo frío y arenoso; poco después el cabo primero les ordenó levantarse y cruzar corriendo el camino. Disparaban a ciegas y no tuvieron bajas.
   Cuando se acercaban a la presa medio destruida, donde los alemanes disparaban aprovechando un poco de luz, se encontraron de nuevo bajo el fuego; en esta ocasión permanecieron durante media hora pegados a los matorrales.
   La oscuridad se rasgaba con las explosiones, era atravesada por los haces de luz que describían las balas de fogueo. A menudo se encendía en las montañas donde se hallaban los alemanes una cegadora luz blanca de bengala; su resplandor se posaba sobre las copas de los árboles, discurría suave y caprichosamente por entre las ramas, y después, repentinamente, se apagaba. De noche, en el bosque, los estallidos tenían un sonido sordo. Kopytovski, asombrado, exclamaba:
   – ¡Aquí resuena como en un barril de hierro!
   Les llamaron desde el otro lado de la presa. El rayo de una linterna cubierta por el bajo de un capote brilló pálidamente y se apagó en seguida. Se oyó una voz de bajo, con acento bonachón:
   – Bueno, ¿hacia dónde marcha la infantería? ¿Hacia dónde? Pateáis como ovejas y por aquí todo está minado. Seguid por la izquierda de la presa, unos cien metros más a la izquierda… ¿Cómo que no está señalizado? ¡ Incluso demasiado señalizado! Mira los postes clavados y los centinelas repartidos… ¿Que dónde está la línea divisoria? Pues al otro lado de la vaguada os saldrán al encuentro y os indicarán el camino. Allí os acompañarán los hermanos zapadores. Los zapadores son capaces de todo; pueden llevaros al otro mundo e incluso más lejos… ¿Qué es eso? ¿Un herido? ¿Es un teniente? ¡Mala suerte! Por ese camino se os hará trizas. Deberíais ir por la izquierda, allá el terreno es más llano.
   Los fragmentos de conversación captados por Kopytovski le pusieron de un humor sombrío.
   – ¿Has oído, Lopajin, lo que dice ese pelagatos? -exclamó irritado-. Hablan de nosotros como de simple infantería, y ellos, ¿qué hacen? ¡Vaya con los zapadores! Toda la vida con el hacha y las palas, y ahora vienen con guasas… Colocan minas y luego plantan unos postecitos para cercarlas. Ni que esto fuera un campo de pruebas. Aquí tropieza uno con un poste de telégrafos y hasta que no se pega de frente, no se entera… Desgraciados, sorbecaldos, palurdos, topos… No se ve nada a dos pasos y encima ponen postecitos… Si ese zapador del diablo se hubiera dormido, ahora podríamos estar metidos en un campo de minas, por las buenas. ¡Bonito asunto! Nos libramos de los alemanes y por poco volamos sobre nuestras propias minas… Tenemos que cruzar el maldito Don y allá nos encontraremos seguros. Ahí tienes, ¡hala!, un poquito más y nos metemos en nuestro propio campo de minas. ¡Cosas como esta ocurren a porrillo! Cuando parece que uno ha conseguido algo, todo se va al demonio. En nuestro koljós ocurrió algo curioso antes de la guerra. Un contable anduvo detrás de una chica cerca de tres años, ella trabajaba como telefonista en el soviet agrícola. Él insistía pero ella no le hacía ningún caso porque no le gustaba y no sentía amor por él. Pero el hijo de perra logró salirse con la suya. Se puso tan pesado que finalmente ella accedió a casarse con él. Se dice que el agua llega perforar la piedra, y eso es lo que sucedió en este caso: tres años tardó en conseguir lo que quería. La chica decía a sus Mitigas llorando: «Me caso con él porque no me deja en paz, no porque sienta hacia él algún cariño.» En una palabra, que todo llegó a su fin y se inscribieron en el registro civil. El día de la boda por la tarde el contable reunió a sus amistades. Sentado a la mesa, estaba orondo como un cerdo untado de mantequilla; se sentía orgulloso, muy orgulloso de sí mismo. Pero allí mismo, al poco rato, sentado a la mesa, se murió. ¿Sabes cuál fue la causa? ¡Se atragantó con un trozo de pastel! No sé si de alegría o de glotonería, pero el caso es que se lo tragó emérito,.ni masticar, y se le atravesó en la garganta. ¡Y se acabó! Le dieron golpes en la espalda, incluso con sillas, le pusieron cabeza abajo, pero todo resultó inútil. A pesar de los innumerables esfuerzos, que no sirvieron para nada, acabó asfixiado. Fíjate, la joven telefonista enviudó allí mismo para satisfacción suya… Y todavía podría contarte otras muchas anécdotas del koljós…
   – Déjate de majaderías -dijo Lopajin con tono tajante. Kopytovski se mantuvo en silencio con resignación. Un momento después tropezó con un tocón, trastabilló y cayó a tierra cuan largo era.
   – ¡Contigo se podría tapar un boquete en el puente! – exclamó Lopajin.
   – Es*que esto está tan oscuro… -dijo Kopytovski con aire culpable, como si quisiera justificarse, a la vez que se frotaba la rodilla.
   Después de lo que había pasado a lo largo del día, Kopytovski no estaba dispuesto a callarse; al cabo de un rato dijo:
   – Lopajin, ¿sabes a dónde nos conduce el cabo primero?
   – Hacia el Don.
   – No es eso, quiero saber si nos lleva hacia el puente o hacia dónde.
   – Más hacia la izquierda.
   – ¿Y cómo vamos a vadear el río? -preguntó Kopytovski asustado.
   – Con las narices -cortó Lopajin.
   Kopytovski siguió caminando en silencio durante unos minutos y luego dijo, conciliador:
   – ¡No te enfades, Lopajin! Te enfadas en seguida… ¿Y por qué, me pregunto? ¿Eres tú el único amargado o qué? Todos estamos igual de mal.
   – Me enfado porque sólo sueltas tonterías.
   – ¿Cómo que tonterías? Me parece que no he dicho nada de particular.
   – ¿Nada? ¿Cómo que no has dicho nada? ¿No ves que los alemanes están acechando el puente?
   – Ya lo veo, claro.
   – Lo ves y encima preguntas si vamos al puente o a dónde. Sólo haces preguntas. Pues está bien claro, sólo faltaría que nos llevaran al puente batido… Y, además, deja de hacerme preguntas estúpidas y no me vengas pisando los talones, porque te daré un codazo que te hará salir sangre de las narices.
   – Ponte farolillos en los talones, que en la oscuridad no se te ven. Ahora resulta que tienes los talones delicados… -refunfuñó Kopytovski.
   – Te colgaré los farolillos a ti, si llega el caso, pero de momento no me empujes. No eres una vaca ni yo soy un ternero, ¿entendido?
   – Pero si yo no te empujo…
   – Procura mantener la distancia, ¿de acuerdo?
   – Ya guardo la distancia.
   – ¿Qué distancia ni que demonio, si no haces más que pisarme los talones? ¿Por qué te arrastras detrás de mí?
   – No me arrastro tras de ti, no me hace ninguna falta.
   – ¡Claro que te arrastras! ¿Acaso temes perderte?
   – Otra vez te has enfadado – dijo Kopytovski desanimado -. No es que tema perderme, pero eso de vadear el río sin puente… ¿Cómo te diría yo? ¡Bueno, pues tengo miedo! ¿Y qué? A ti te resulta fácil porque sabes radar, pero yo no sé nadar ni un poco. ¡Y sólo faltaba eso! Vamos más a la izquierda del puente y allí no habrá lanchas, estoy seguro. De modo que tendremos que cruzar el río por nuestros propios medios, y eso no me gusta nada. He vadeado el Donetz por mí mismo, y ¡vaya una broma…!
   ¿No eres capaz de dejar de cotorrear? -dijo la voz de Lopajin en la oscuridad con irritada amabilidad.
   Kopytovski, abatido aunque con terca resolución, dejó oír su voz de bajo:
   ¡No, no me callo! Después de todo, sólo me queda de vida hasta que lleguemos al Don y tengo que decirlo todo antes de morir. Incluso hay una ley que permite decir todo lo que se quiera antes de la muerte. Cuando dicen que hay que vadear por los propios medios, eso, si no sabes nadar, no significa nada; si no sabes, tápate la nariz con los dedos lo más fuerte posible y baja al fondo a hacer compañía a los cangrejos… Cuando recibimos la orden de cruzar el Donetz, el comandante nos dijo: «¡Muchachos, emplead vuestros propios medios! ¡Seguidme! ¡Rápido!» Eché al agua un bidón de gasolina de los alemanes vacío, me agarré a él y empecé a mover los pies con la Intención de atravesar el Donetz. Llegué hasta el centro no sé cómo, empujado por la corriente o por el viento. Luego, en cuanto la ropa se me empapó, empecé a separarme del bidón. El maldito no hacía más que dar vueltas en el agua y yo también, de un lado para otro. Unas veces tenía la cabeza fuera, otras dentro del agua. Una vez abrí los ojos y, ¡madre mía, qué hermosura! El sol, el cielo azul, los árboles en las riberas… Los abrí otra vez y, ¡maldita sea!, tenía el agua verdosa alrededor, apenas se veía el fondo y junto a mí iban subiendo unas burbujas claras. Claro, yo había soltado el bidón y bajaba hacia el fondo… Menos mal que un camarada se zambulló y me sacó. -¡Qué lástima que lo hiciera! ¡No tenía que haberte sacado! se lamentó Lopajin.
   – Lo que quieras, pero me sacó. Desde luego, tú no me hubieras sacado. ¿Qué cosa buena cabe esperar de ti? Por eso no quiero saber nada de los propios medios. Es mejor estar bajo el fuego enemigo pero en un puente. Por eso se me corta la respiración al recordar la cantidad de agua que tragué en el Donetz… De golpe me metidos cubos llenos, tenía que tragarla a la fuerza…
   – No te quejes tanto, Sashka. ¡Cállate un rato! De una forma o de otra, esta vez podrás vadearlo -le dijo Lopajin para animarle.
   – ¿Cómo voy a vadearlo? -exclamaba deprimido Kopytovski-. ¿Acaso estás sordo? Te estoy diciendo todo el rato que no sé nadar y aún quieres que lo cruce. Encima me has cargado el macuto de cartuchos y además el fusil de Borsij, y también llevo el capote, y el fusil ametrallador con sus peines de balas, y la pala como los zapadores, y mis zapatos, que pesan lo suyo… Incluso sabiendo nadar, con toda esta impedimenta cualquiera se hunde; figúrate el que no sabe, como yo. Basta de meterse en el agua hasta las rodillas para caerse y morir allí mismo. ¡Forzosamente tengo que ahogarme con todo esto! No sé por qué llevo tantos cartuchos y tanto equipo, será para martirizarme antes de morir. ¡No lo entiendo! En cuanto llegue al Don lo echaré todo al agua, me quitaré los pantalones y me ahogaré desnudo. Desnudo a lo mejor resulto más agradable…
   – ¡Haz el favor de callarte, no te hundirás! El estiércol no se hunde -murmuró de mal humor Lopajin.
   – Claro que el estiércol no se hunde, Lopajin. Pero tú vadearás el río al primer intento, mientras que de mí no quedará nada. En cuanto lleguemos al Don te regalaré mi maquinilla de afeitar como recuerdo. No soy tan rencoroso como tú, yo no recuerdo las cosas malas. Tú te afeitas a tu gusto con mi maquinilla y te acuerdas de Alexandr Kopytovski, que se ahogó heroicamente.
   – ¡Vaya pajarracos corren por el mundo! -masculló Lopajin entre dientes acelerando el paso.
   Caminaban insultándose en voz baja, con los pies hundidos en la tierra hasta los tobillos. Empezaron a descender por la vertiente arenosa de la colina y al fin pudieron ver la franja grisácea del Don a la luz que se filtraba por entre los matorrales. Había varias barcas amarradas a la orilla y mucha gente permanecía en pie con las botas hundidas en la arena.
   – ¡Sashka, dame la maquinilla! ¿Oyes lo que te pido, ahogado? – exclamó Lopajin severamente.
   Pero Kopytovski, contento ya y con tono burlón, repuso: – ¡No amigo, ahora me servirá a mí! ¡Estoy vivo otra vez! Sólo con ver la balsa es como si hubiera nacido por segunda vez.
   – ¿Eres tú, Lopajin? -gritó en la oscuridad el cabo primero Popristshenko.
   – Sí -contestó Lopajin con desgana.
   El cabo primero se separó del grupo que estaba junto a la balsa y fue a su encuentro, haciendo crujir a su paso las conchas menudas que pisaba. Se plantó delante de Lopajin y dijo con voz turbada:
   No ha conseguido llegar hasta aquí. El teniente ha muerto. Lopajin puso el arma en el suelo lentamente y se quitó el casco. Permanecieron de pie, silenciosos. Un vientecillo cálido, casi agradable, y húmedo, les soplaba el rostro.

14

   Aquella noche llovía; a intervalos llegaba un viento húmedo y desagradable y se oía el ruidoso gemido de los enormes.11.1111 os que crecían a la orilla izquierda del Don. Lopajin, empapado hasta los huesos y tembloroso por el frío, se acurrucaba junto a Kopytovski; éste roncaba pacíficamente. Se echó por encima de la cabeza el capote empapado, que pesaba mucho más de lo normal, y, en estado de duermevela, oía los i melosos truenos; en comparación con el rugido de la artillería parecían un rumor pacífico e inofensivo.
   De madrugada escampó un poco pero la lluvia se vio sustituida por una densa niebla. Lopajin consiguió conciliar un sueño pesado y alterado pero al poco rato le despertaron. El cabo primero los reunió a todos y, con la voz cascada por la tos, habló:
   – Tenemos que enterrar al teniente como es debido. Luego seguiremos marchando; no veo por qué tendríamos que quedarnos aquí, en medio del fango.
   Cavaron la fosa Lopajin y otro soldado llamado Maiboroda en un claro del bosque, al pie de un manzano silvestre con las hojas cargadas de agua de lluvia. Maiboroda dijo, después de haber empezado a cavar:
   – Mira qué cosa, no ha dejado de llover en toda la noche y sin embargo la tierra apenas ha calado.
   – Así es -contestó Lopajin.
   Y hasta terminar el trabajo no volvieron a hablar. En un momento dado el soldado Maiboroda sacó una paletada del tierra, dejó la pala y dio por terminada la fosa. Se quitó el sudor de la frente con la mano y dijo suspirando:
   – Bien, aquí tiene su última trinchera nuestro teniente.
   – Sí -respondió Lopajin escuetamente.
   – ¿Y si fumamos ahora? -preguntó Maiboroda. Lopajin hizo un gesto negativo con la cabeza. Todo su rostro, de tono amarillento y surcado por las arrugas de la falta de sueño, se encogió un poco. Se dio la vuelta vencido por la emoción pero a los pocos momentos se controló con entereza y dijo con voz grave:
   – Iré a informar al cabo de que ya está preparada la zanja. Fuma tú mientras tanto.

15

   Aquel cabo primero era parlanchín y Lopajin, que lo sabía, temía que intentara decir al pie de la tumba del teniente algunas palabras vacuas e innecesarias que casi tendrían tono ofensivo. Observó con desconfianza la cara del cabo con sus bigotazos rojos y sus ojos inflamados. Luego miró el correaje y la cartera Je campaña del teniente, ya bastante, ajada, que el cabo mantenía contra su pecho con el brazo izquierdo.
   El día anterior Lopajin había bebido vodka con el teniente en su trinchera. Hacía unas pocas horas aquella cartera ajada y aquel correaje se ceñían sobre el cuerpo esbelto del teniente. Y ahora aquel mismo cuerpo estaba junto a la tumba, encogido por la muerte e inmóvil; lo que quedaba del teniente Golostchiekov estaba envuelto en un capote ensangrentado; el agua de la lluvia ya no corría por su rostro; era el momento del último adiós.
   El cabo primero empezó a hablar con voz enronquecida v entre murmullos; al oírle, Lopajin se estremeció.
   – ¡Camaradas soldados, combatientes, hijos míos! Enterramos ahora a nuestro teniente, el único oficial que nos quedaba en el regimiento. Era ucraniano, como yo, de la región de Dniepropietrovsk, cerca de donde vivo. Deja en Ucrania a su mujer, a tres hijos pequeños y a su anciana madre. Ya sabéis que era un buen jefe y un buen camarada, no hace falta hablar de ello. Lo que quiero deciros junto a esta tumba es que…
   El cabo primero se calló; buscaba las palabras adecuadas. Al poco, con la voz fortalecida y como cargada por una energía interior, habló:
   – Hijos míos, mirad la niebla que nos rodea. ¿Ya la veis? Pues una niebla parecida convertida en una siniestra desgracia pes sobre nuestro pueblo en Ucrania; y no sólo allí, sino en otro muchos sitios ocupados por los alemanes. Es una desgracia que no deja dormir de noche a la gente ni le permite gozar de la luz durante el día. Tendríamos que tenerlo continuamente presente; tanto ahora, cuando damos sepultura a un camarada, como en el momento de descanso en que suene un acordeón junto a nosotros. ¡Hemos de recordarlo siempre! Según marchamos hacia el este, debemos tener la vista fija en el oeste. ¡Miremos hacia allá hasta que acabemos con nuestras propias manos con el alemán que se encuentra en nuestro territorio! Nosotros, hijos míos, hemos retrocedido después de combatir como debíamos. Mirad cuántos hemos quedado: unos pocos y para de contar. No debe avergonzarnos mirar a los ojos de las personas buenas. No nos avergüenza… sólo debe causarnos alegría. ¡Pero no resulta fácil! Aún es demasiado pronto para levantar la vista hacia la montaña. ¡Es todavía demasiado pronto para levantarla! De todos modos, quiero que no nos avergüence mirar cara a cara a los huérfanos de nuestro difunto camarada y teniente, que no nos avergüence mirar a los ojos de su madre y de su esposa, y que cuando les veamos podamos decirles con palabras sinceras: «Acabaremos lo que hemos empezado con vuestro hijo y padre, aquello por lo que vuestro hombre ha dado su vida junto al Don.» ¡No daremos descanso al alemán hasta que reviente! Nos han dado un duro golpe, qué duda cabe, nos hemos tambaleado mucho. Pero yo soy un viejo entre vosotros, hombres y soldados, soy un viejo, es la cuarta guerra en que intervengo y sé que un hueso vivo siempre vuelve a cubrirse de carne. ¡También nos recubriremos nosotros! Nuestro regimiento estará al completo y en seguida recuperaremos el terreno y nos dirigiremos hacia el oeste. Pisaremos fuerte, tan fuerte, que la tierra se estremecerá bajo los pies de los alemanes.
   El cabo primero se arrodilló con la dificultad propia de los viejos e inclinándose sobre el cuerpo del teniente, habló tan bajo que el nervioso Lopajin apenas podía entenderle:
   A lo mejor usted, camarada teniente, aún se da cuenta de nuestra marcha. Es posible que los aires de Ucrania lleguen a su tumba…
   Dos soldados saltaron a la fosa y con mucho cuidado trasladaron a ella el cuerpo rígido del teniente. El cabo, que seguía rodilla en tierra, arrojó un puñado de tierra y levantó el puno.
   Rápidamente se formó sobre la tumba un montículo de arena y se le rindieron honores con tres disparos de fusil, que fueron seguidos por la descarga ruidosa de una batería emplazada no una lejos de allí.
   Jamás como en esas horas había sentido Lopajin tanta amargura y pesar en su corazón. En busca de soledad, se dirigió al bosque y se sentó bajo un manzano. Lentamente pasaron junto a él Kopytovski y otro soldado. Lopajin pudo oír las palabras de Kopytovski, lleno de admiración y envidia, que decía:
   – …Una división nueva que ha llegado aquí hace muy poco. ¿Has visto qué muchachos? ¡Qué pantalones, qué guerreras, qué capotes! ¡Todo flamante y recién estrenado, todo reluciente! ¡Demonio, van elegantes como mujeres! Me miré a mí mismo y parecía que había salido de un festín de perros, o como si me hubieran atacado veinte mastines. Tengo el pantalón roto por tres sitios y lo voy enseñando todo; y no puedo cosérmelo por falta de hilo. Por detrás la guerrera está podrida por el sudor, se deshilacha y parece una red de pesca; en cuanto al calzado, para qué hablar: la bota izquierda ha abierto la boca y no sé qué es lo que pide, si un hilo telefónico para sujetar la suela o un buen remiendo. ¡Y cómo se alimentan los soldados nuevos! ¡Como en un balneario! Comen el pescado del Don atontado por las bombas. ¡En mis propias narices echaron una carpa pequeña al fuego! Viven como si estuvieran de vacaciones en una casa de campo. Desde luego, así ya se puede combatir. ¡Si hubieran estado en el baile que nosotros tuvimos ayer, ya verías si cambiarían de color esos pollos!
   Lopajin se había tumbado con los codos apoyados en la tierra mullida y pensaba con indolencia que quizá mandarían a retaguardia los restos del regimiento para reorganizarlo o completar con ellos cualquier unidad nueva. Y caso de ser así, no resultaría nada bueno y se tendría que despedir del frente por mucho tiempo. Además, ¡en qué circunstancias, precisamente cuando el alemán presionaba hacia el Volga y en el frente cada hombre valía muchísimo! Se veía con un macuto vacío a la espalda, abatido y en una retaguardia desconocida. La imaginación le mostró en seguida el panorama: una vida triste y anodina en una ciudad pequeña de provincias, sin las inquietudes y alegrías de la lucha, la vida insípida del soldado de reserva, los ejercicios tácticos en un campo de las afueras de la ciudad golpeado por los rayos de sol, con tiro al blanco contra maquetas de blindados de madera, las instrucciones estúpidas de algún teniente veterano que a causa de su graduación le miraría a él, a Piotr Lopajin, como a un recluta orejudo, a él, que estaba curtido por los fuegos y las trompetas… Lopajin movió la cabeza indignado y se encogió. ¡No, demonios, esa vida no era para él! Prefería disparar sobre tanques alemanes reales y no sobre maquetas absurdas, marchar hacia el oeste y no hacia el este y, poniéndose en lo peor, incluso seguir allí, junto al Don, esperando un nuevo asalto. ¿Y qué podía retenerle en la unidad, de la que apenas había quedado ningún camarada? No estaba Streltsof y ni siquiera se sabía en qué hospital ingresaría y a dónde sería enviado cuando saliera de él. El día anterior habían muerto Sviaguintsev, el cocinero Lisichenko, Kochetigov, el sargento Nikiforov, Borsij… ¡Cuántos hombres cuya amistad se había forjado en la guerra quedaron para siempre entre los grandes espacios que separan a Jarkov del Don! Yacían en tierra propia, profanada por el enemigo, pidiendo venganza en silencio. ¡Y él, Lopajin, iba a la retaguardia a disparar contra tanques de madera y aprender lo que ya había aprendido en la práctica, en el campo de batalla!
   Lopajin se levantó repentinamente y, sacudiéndose la tierra de las rodillas, se dirigió a la vieja cabaña en que estaba el cabo primero.
   «Pediré que me dejen en una unidad activa. ¡Se acabó el baile, no me moveré de aquí para ir a otra parte!», se dijo Lopajin decidido. Cruzó en línea recta los espesos matorrales de escaramujo.
   Apenas había andado unos veinte pasos cuando oyó la voz conocida de Streltsof. Lopajin, sorprendido y sin dar crédito a sus oídos, se dirigió a un costado, salió a un pequeño claro y vio a Streltsof de espaldas con tres soldados desconocidos.
   – ¡Nikolai! -gritó Lopajin lleno de alegría.
   Los soldados, volviéndose hacia Lopajin, esperaron; pero Streltsof continuó su camino sin volverse, hablando en voz alta.
   – ¡Nikolai! ¿De dónde sales? -gritó de nuevo Lopajin enloquecido de alegría, temblándole incluso la voz, de puro emocionado.
   Uno de los soldados que iban con Streltsof le tocó en un brazo y éste se volvió. Al momento su rostro se iluminó con una amplia sonrisa y se dirigió al encuentro de Lopajin.
   – Amigo mío, ¿de dónde vienes? -volvió a gritar Lopajin desde lejos.
   Streltsof sonreía silenciosamente, moviendo sus largos brazos y caminando por el claro del bosque a grandes zancadas, aunque con cierta inseguridad.
   Cuando estuvieron juntos, al lado de una zanja abierta recientemente, entre montones de tierra, se abrazaron fuertemente. Lopajin vio de cerca los ojos negros de Streltsof radiantes de felicidad; entusiasmado, exclamó:
   – ¡Demonio! Te chillo a grito pelado y tú como si no. ¿Qué ha pasado? Dime de dónde vienes. ¿Por qué has aparecido aquí?
   Streltsof, casi inmóvil, con una sonrisa fría en el rostro miraba fijamente el movimiento de los labios de Lopajin. Finalmente pronunció muy lentamente estas palabras, tartamudeando.
   – ¡Pietia, qué contento estoy de verte! No puedes imaginar hasta qué punto. Ya había perdido la esperanza de ver a alguno de vosotros… Hay tanta gente por aquí…
   – Pero ¿de dónde sales? ¿No te habían mandado al batallón médico-sanitario? -preguntó Lopajin.
   – ¡ Desde ayer noche os estoy buscando por todas las compañías! Quise pasar a aquel lado pero un capitán de artillería me dijo que todos se retiraban de allá – dijo Streltsof tartamudeando un poco más, con los labios brillantes.
   Sin darse cuenta todavía de lo que le había pasado a su amigo, Lopajin se rió; dándole golpecitos en la espalda, dijo:
   – ¡Eh, padrecito! ¿No oyes bien? Mira por dónde nos pasa lo mismo que en el cuento satírico: «¡Hola, compadre!» «Vengo del mercado.» «¿Te has quedado sordo?» «He comprado un gallo.» Pero tú, ¿es que no oyes bien? -preguntó Lopajin levantando un poco más la voz -. Hablas torpemente, tartamudeas… Espera… ¿Eso es lo que te ha ocurrido después de la conmoción? ¡Claro, eso tiene que ser!
   Lopajin se sonrojó de ira y contempló con profundo dolor el rostro de Streltsof, que, a pesar de todo, conservaba la misma sonrisa de antes. Puso sobre el hombro de Lopajin su temblorosa mano y tartamudeó con dificultad, penosamente:
   – Vamos a sentarnos, Pietia. Resulta difícil hablar contigo. Después de aquella bomba no oigo nada. Y ves, hasta tartamudeo… Escribe y yo te contestaré.
   Sentándose junto a la zanja, sacó del bolsillo una sucia libreta de notas y un lápiz. Lopajin cogió el lápiz de sus manos y escribió rápidamente: «Ya entiendo. ¿Te has escapado del batallón médico-sanitario?» Streltsof le miró por encima del hombro y dijo:
   – Bueno, cómo te explicaría yo… me escapé. Más exactamente… me fui. Le dije al doctor que me iría en cuanto me sintiera mejor.
   «¡Qué diablos! ¿Por qué? ¡Lo que has de hacer es curarte, estúpido!», escribió Lopajin; apretaba tanto la punta del lápiz que la rompió cuando puso el signo de admiración.
   Streltsof leyó la nota y se encogió de hombros con extrañeza.
   – ¿Cómo que diablos? La sangre ya no me sale por los oídos y apenas tengo náuseas. ¿Para qué tenía que estar allí acostado? – Cogió cuidadosamente el lápiz de manos de Lopajin y le afiló la punta con una navaja; después sopló las virutas que habían caído sobre sus rodillas y dijo-: Además, en aquel momento no podía quedarme allí. El regimiento estaba pasando un momento difícil, quedábamos pocos… ¿Cómo podía dejar de venir? Y vine. Aunque esté sordo, puedo seguir luchando al lado de los camaradas. ¿No es cierto, Pietia?
   El orgullo que le inspiraba aquel hombre, el cariño y la admiración llenaron el corazón de Lopajin. Tenía ganas de abrazar y besar a Streltsof, pero sintió que se le formaba en la garganta un nudo caliente y, avergonzado de sus lágrimas, sacó tapidamente la petaca del bolsillo.
   Con la cabeza gacha, Lopajin se puso a liar un cigarrillo; cuando ya casi había terminado, una lágrima grande y clara cayó sobre el papel, que se deshizo entre sus dedos.
   Pero Lopajin era hombre tenaz: cogió un pedazo de papel de periódico, negro por la suciedad y los dobleces, le echó el tabaco y volvió a liar el cigarrillo.

16

   Sviaguintsev se recuperó de las convulsiones y de un dolor agudo que se enseñoreaba de su cuerpo como si fuera una centella. Empezó a toser suspirando roncamente; tenía la boca llena de polvo y tierra. Oyó su propia voz, suave y entrecortada, como si procediera de otra parte. De lo más profundo de su ser surgió un lamento.
   A su alrededor explotaban minas y proyectiles. Los estallidos estremecían la tierra, unos más y otros menos. El aire estaba lleno de fragmentos de metralla que corrían con el zumbido de la muerte. Desde atrás llegaba el sonido de las ráfagas largas de una ametralladora. Sviaguintsev se aplastaba contra el suelo en un inútil intento de evitar las bocanadas de aire caliente y de humo procedentes de las explosiones más cercanas. A su alrededor revoloteaban nubes de polvo. Sviaguintsev oía estos ruidos como si provinieran de un lugar alejado e invisible. Hizo un movimiento y sintió un dolor agudo. En su conciencia entorpecida se abrió paso la idea de que estaba vivo.
   No tenía fuerzas para moverse. Notó que la guerrera estaba empapada en sangre por los hombros y la espalda, al igual que los pantalones. Sviaguintsev dedujo de ello que estaba gravemente herido. Ese era el motivo del dolor lacerante que le dominaba por entero.
   Ahogó un quejido y con la lengua intentó sacar la tierra viscosa que tenía en la boca y que le impedía respirar. La arena rechinaba entre sus dientes; era un sonido tan agudo que le retumbó la cabeza. El olor de sangre coagulada era tan fuerte que casi vomitó y volvió a perder el conocimiento, que pendía de un hilo muy fino que amenazaba con romperse en cualquier momento. Pero a poco sus sentidos empezaron a fortalecerse y Sviaguintsev volvió en sí. Con el consiguiente retraso empezó a recordar aterrado que hacía poco rato había salido de la trinchera y había visto a los alemanes acercándosele, concretamente a uno de ellos, encorvado y con la guerrera desabrocha-da, sucia de barro, con unos ojos grises que casi se le salían de las órbitas… El alemán corría apretando con fuerza sus labios finos, respirando jadeante por la nariz y echando el hombro izquierdo un poco hacia delante. Al mismo tiempo que corría, intentaba meter en el fusil ametrallador un cargador plano y negro. Entonces Sviaguintsev, con pasos cortos y decididos, se topó con él. Vio los ojos grises del enemigo, iracundos por la suerte del ataque, y el botón descolorido de su guerrera, por debajo del cual debía penetrar la punta de la bayoneta, y vio también cómo temblaba de tal modo que podían observarse los brillos de su machete a medida que corría. Todo ocurrió en escasos segundos. Algo breve como un trueno de verano estalló con fuerza detrás y le golpeó con violencia la espalda y las piernas. Sviaguintsev cayó de bruces y en esa caída terrible, al no tener fuerzas para levantar los brazos y protegerse la cara del golpe, pensó que había llegado su fin.
   Haciendo un esfuerzo, Sviaguintsev abrió los párpados. A través del polvo mezclado con lágrimas y del apósito sucio que llevaba en el ojo pudo distinguir un pedazo de cielo turbio y rojizo, así como las hierbecillas que al moverse a impulsos del viento le rozaban las mejillas. Al parecer le arrastraban sobre un capote por encima de la hierba. La dura y dificultosa respiración del que iba arrastrándole se mezclaba con el ruido seco de la hierba que le rozaba; y así, centímetro a centímetro, iba avanzando su cuerpo.
   Poco después Sviaguintsev sintió cómo, primeramente la cabeza y luego todo el cuerpo, resbalaban hacia abajo. Se dio un golpe fuerte contra algo duro y de nuevo perdió el conocimiento. Se recobró nuevamente y sintió en su rostro el contacto de una mano ancha y pequeña. Le estaban limpiando cuidadosamente la cara y los ojos con una gasa húmeda. Por un instante pudo ver una mano femenina, diminuta, y una vena azul en una muñeca blanca; después le acercaron a los labios el cuello de una botella tibia y un chorro fino de vodka le abrasó la garganta y la laringe. Tragó lenta y convulsivamente. Cuando le retiraron la cantimplora de los labios, aún hizo tres veces más como si tragara, pero en el vacío, como un ternero cuando le apartan de las ubres. Tras lamerse los labios resecos, entornó los ojos. El rostro de una muchacha desconocida se inclinaba sobre él. listaba pálida y se le notaban las pecas a pesar de su tez morena. Un gorrito militar descolorido cubría sus rizos de color rojizo. Su rostro no era muy agraciado, se trataba de una muchacha rusa sencilla y chata. Sin embargo, había en sus rasgos cierta bondad profunda y sincera y una inquietud honda; sus ojos amables y grises parecían sentir tanta compasión que Sviaguintsev necesitaba esos ojos, casi imprescindibles para su existencia, como si sobre él se hubiera abierto un cielo interminable, con una sucesión de nubes en lo alto.
   La satisfacción de estar vivo y de no haber sido abandonado por los suyos, la gratitud que apenas podía expresar a la muchacha, enfermera de otro regimiento, le oprimió el corazón y sólo con gran dificultad pudo susurrar:
   – Hermanita… querida… ¿de dónde sales?
   La vodka reanimó a Sviaguintsev. Un calor húmedo le recorrió todo el cuerpo, aparecieron en su frente unas gotitas de sudor y le pareció que el dolor de las heridas se calmaba, que ya no lo sentía tan agudamente.
   – Hermanita, ¿por qué no me das un poco más de vodka? – dijo intentando hablar más alto, admirado de su propia voz suave y débilmente infantil.
   – ¿Cómo que beber más vodka? ¡Ya no puedes tomar más! Ya te has recobrado, ya está bien ahora. ¡Vaya jaleo estás armando! ¡Es espantoso! -añadió la muchacha-. A ver si te puedo trasladar desde aquí al batallón médico-sanitario.
   Sviaguintsev movió un brazo hacia el lado izquierdo y después hizo lo mismo con el otro; con los dedos de las manos, que apenas querían obedecerle, palpó el cerrojo y el cañón del fusil ametrallador; estaban recalentados por el sol. Intentó mover las piernas sin conseguirlo y, apretando los dientes a causa del dolor, preguntó:
   – Oye, ¿en dónde me han herido?
   – Por todas partes estás herido. Te han alcanzado por todas partes.
   – ¿Y las piernas? ¿Están enteras las piernas? -Interrogó sordamente; su espíritu estaba ya dispuesto a lo peor; sin embargo, no se resignaba del todo.
   – Enteras, están enteras, querido; solamente están un poquito agujereadas. No te preocupes y no hables, llegaremos al puesto, te mirarán y te vendarán lo que haga falta; seguramente te curarán y luego te enviarán a un hospital de retaguardia. Todo estará en orden, a la guerra le gusta el orden…
   Sviaguintsev no pudo comprender todo lo que ella le decía.
   – En resumen, que me han machacado, ¿no es así? -volvió a preguntar; y tras permanecer unos instantes en silencio, susurró con tono amargo-: También decías… ¿qué orden es éste?
   Seguían tumbados en un hondo cráter, sobre montículos de tierra arcillosa. Era uno de los primeros cráteres abiertos por las bombas. Una bomba de mortero, con su característico zumbido, pasó por encima de ellos; el zumbido aumentaba progresivamente y Sviaguintsev, que permanecía indiferente a todo menos a su dolor, vio con los ojos entreabiertos cómo la muchacha se tiraba al suelo en espera de la explosión inminente: encogió todo el cuerpo, enarcó las cejas y con ingenuidad infantil se tapó los ojos con las palmas de las manos.
   Sviaguintsev, que todavía no había podido compadecerse de sí mismo en los cortos instantes de lucidez que iluminaban su conciencia como explosiones, y que aún no se había percatado de lo angustioso de su situación, experimentó compasión por la muchacha y pensó: «¡Es una niña, verdaderamente una niña! Lo que tendría que hacer es estar en la clase de décimo curso estudiando álgebra y aritmética, y sin embargo está aquí soportando el fuego constante, sufriendo horriblemente y arrastrando a nuestro hermano…»
   Parecía que el fuego disminuía; cuanto menos se notaban las explosiones, más fuerte era el tono de voz de Sviaguintsev y más debilitado estaba; se había apoderado de él una turbia tranquilidad: era la inconsciencia del olvido, de la muerte…
   La muchacha se inclinó sobre él mirándole los ojos desgarrados por el dolor y ya casi fuera de sí, y como contestando a un lamento mudo, preso en sus ojos y en las arrugas que había junto a sus labios, gritó con voz exigente y asustada:
   – ¡Aguanta un poco! ¡Por favor, aguanta aunque sea un poco! Seguiremos en seguida, ya estamos cerca. ¿Me oyes?
   Le sacó del hoyo con gran esfuerzo. Sviaguintsev se recobró e intentó colaborar empujándose él mismo con las manos, pero los dedos se le enganchaban en los pinchos de los matojos y el dolor se hacía casi insoportable. Apretó la mejilla mojada por las lágrimas contra el capote ensangrentado, mordiendo la bocamanga de la guerrera para que la enfermera no descubriera una debilidad de hombre y para no aullar por el dolor que sacudía tan desgarradoramente su atormentado cuerpo.
   A unos metros del cráter la muchacha soltó de entre sus manos sudorosas el extremo del capote. Exhaló un profundo suspiro y, con voz llorosa, exclamó:
   – ¡Señor! ¿Por qué alistan en el ejército a estos Oblomov? ¿Por qué? ¿Podré arrastrarte hasta allí? ¡Debes pesar cerca de seis puds!
   Sviaguintsev entreabrió los dientes y replicó:
   – Noventa y tres…
   – ¿Cómo? ¿Noventa y tres? ¿Qué? -preguntó la muchacha jadeando ruidosamente.
   – Esos son los quilos que pesaba yo antes de la guerra. Ahora peso menos -dijo Sviaguintsev; luego se calló y escuchó la pesada respiración de la enfermera.
   Le inspiró cierta piedad aquella muchacha, que agotaba sus propias fuerzas, pero abstraído, pensó: «Mi Natacha será así dentro de seis años; no muy guapa, pero con muy buen corazón…» Luego intentó inútilmente dar vigor a su voz para dejar clara la preponderancia masculina, y respirando con dificultad dijo:
   – Tú, hijita… Déjame, no te preocupes… Yo mismo… ¡Tengo los brazos enteros y de una forma u otra llegaré!
   – ¡Vamos, qué tonterías! ¡Los hombres no hacéis más que decir disparates! -dijo la muchacha en un susurro, enojada -. ¿Adónde crees que llegarías? Sólo me siento un poco cansada, en cuanto haya descansado continuaremos en seguida. ¡Tú quédate tranquilo, que he arrastrado a otros más pesados que tú! ¡Me he visto en situaciones peores que esta! No te fijes en que soy menuda; soy fuerte.
   Añadió todavía algunas cosas más con viveza y jactancia pero Sviaguintsev, aunque lo intentaba, ya no la comprendía. La suave voz de la muchacha empezó a ensordecerse, a alejarse, y por último desapareció. Sviaguintsev perdió el conocimiento otra vez.
   Lo recobró horas más tarde, ya al otro lado del Don, en el puesto médico-sanitario. Estaba acostado en una camilla; lo primero que sintió fue un profundo olor a medicinas. Luego el techo verde de la gran tienda de campaña. Por el suelo, cubierto de lona impermeabilizada, discurrían en silencio personas vestidas con batas blancas.
   «He perdido el conocimiento tres veces pero sigo vivo. ¡Esto quiere decir que sobreviviré, que aún no me ha llegado la hora de morir!», pensó Sviaguintsev con esperanza.
   Había algo en él que le impedía respirar; con cuidado, lentamente, se llevó la mano sucia a la boca y escupió. La saliva era blanca, no había coágulos rojos en su palma. Sviaguintsev se alegró y esto último le convenció de que saldría bien parado. «Los pulmones están enteros y si un resto de metralla se ha incrustado en el hígado a través de la espalda, los médicos me lo sacarán. Lo más importante son las piernas. ¿Habrá llegado al hueso? ¿Andaré o quedaré inválido?», pensaba observándose de nuevo la callosa palma de la mano.
   Junto a él había dos enfermeros desnudando a un soldado herido. Uno lo sostenía por los brazos; el otro procedía con sus gruesos dedos a descoserle los pantalones sucios y de color pardo; en cuanto los pantalones ensangrentados estuvieron amontonados en el suelo, Sviaguintsev pudo ver una herida enorme en la pierna del soldado, más abajo del muslo; era una gran masa de carne roja sangrante que dejaba entrever el hueso blanco.
   El soldado guardaba cierto parecido con Streltsof en detalles, difícil de captar. Era hombre maduro, de bigotes canosos sobre una boca hundida, con mandíbulas prominentes y como cubiertas de un color azul pálido. Se comportaba con hombría, no soltó ni una queja o lamento, estuvo durante todo el rato contemplando un punto distante con la mirada abstraída. Sviaguintsev le miró la pierna izquierda, delgada y velluda, indolentemente doblada por la rodilla, que temblaba de modo escalofriante; tuvo que cerrar los ojos, no podía seguir contemplando el dolor y el sufrimiento de otro.
   «Este hombre ya ha recibido lo suyo. Los médicos le cortarán esa pierna con la misma naturalidad con que dan de beber a un enfermo, y yo aún andaré un poco. ¿Y si también yo tuviera las piernas destrozadas?», pensaba Sviaguintsev en aburrida espera.
   En aquel momento un enfermero calvo, maduro y con gafas se le acercó, le revisó las piernas con mirada penetrante e, inclinándose, intentó empezar a cortar las botas por la caña. Pero Sviaguintsev, que seguía su tarea silenciosamente, con mirada fija y tensa, reunió todas sus fuerzas y con voz queda pero tajante, habló:
   – No me importa que descosas los pantalones, pero las botas, por favor, no me las toques, no te lo permito. Aún no hace un mes que las llevo y no me costó poco conseguirlas. ¿ No ves qué tipo de botas son? Las suelas están curtidas, las cañas son de auténtico cuero de vaca… No se trata de una imitación, tienes que comprenderlo… Ya he sido suficientemente castigado por Dios: me he dejado el capote y el macuto en la trinchera, de modo que haz el favor de no quitarme las botas, ¿Entendido?
   – No tienes que decirme lo que debo hacer -replicó el enfermero con indiferencia, mientras seguía cortando la costura cuidadosamente.
   – ¿Cómo que no he de decírtelo? ¿Pues no son mías las botas? -dijo Sviaguintsev con irritación.
   El enfermero enderezó un poco la espalda y le dijo con tono indiferente:
   – ¿Cómo que son tuyas? Fueron tuyas y no puedo quitártelas con las piernas dentro.
   – Escucha, idiota, tira con cuidado, suavemente, y aguantaré – ordenó Sviaguintsev, que temía moverse; y como si esperase un nuevo y torturante dolor, abrió los ojos desmesuradamente y los clavó en el techo.
   Haciendo caso omiso de sus palabras, el enfermero se inclinó y, con un movimiento hábil, descosió la caña hasta el talón, empezando después con la otra bota. Sviaguintsev no había tenido tiempo aún de pensar detenidamente en el sentido exacto de aquellas palabras: «Fueron tuyas», cuando escuchó el leve chasquido del hilo al irse rompiendo. Le dio un vuelco el corazón y la respiración se le cortó cuando oyó el suave ruido de los tacones de las botas que habían sido arrojadas al suelo. En ese momento, sin poderse contener, dijo con voz temblorosa y llena de ira:
   – ¡Asqueroso calvo! ¡Maldito demonio calvo! ¿Qué haces, especie de inútil?
   – Calla, anda, que ya está hecho. Te sienta bastante mal decir burradas. Deja que te ayude a ponerte de lado -contestó el enfermero pacíficamente.
   – ¡Lárgate con tu ayuda al lugar de donde has venido, y más lejos! -gritó Sviaguintsev henchido de indignación y de rabia-. – ¡Te la cargarás, camello sin pelo, peste con gafas! ¿Qué has hecho con mis botas del Estado, hijo de puta? ¿Cómo me apañaré con ese descosido si tengo que volver a llevarlas en el próximo otoño? ¿No ves que por mucho que las recosa las costuras calarán de todos modos? ¡Animal calvo, sarnoso! ¡No eres más que un asqueroso enemigo del pueblo!
   En silencio y con mucho cuidado el enfermero le quitaba los calcetines empapados de sangre y de sudor, que despedían una especie de vaho. Después de sacarle el segundo se irguió y, sin ocultar una sonrisa bajo sus bigotes rojizos, le dijo con voz de sargento:
   – ¡Ilia Muromets! ¿Has terminado de insultarme? Sviaguintsev se sentía debilitado después del ataque de rabia.
   Acostado y en silencio, los latidos del corazón se le hacían cada vez más fuertes y frecuentes y sentía un peso insoportable en todo su cuerpo y un extraño frío en los pies. Pero encontró fuerzas para seguir injuriando al enfermero que tan mala pasada le había jugado; con voz debilitada y escogiendo las palabras, le dijo:
   – ¡Eres como un árbol podrido y no como un hombre! ¡Mejor dicho, ni siquiera se te puede considerar un árbol, sino un montón de tierra! ¿Tienes inteligencia por casualidad? ¡Deberías avergonzarte de lo que has hecho! Lo más seguro es que antes de la guerra sólo tuvieras en tu casa unos cuantos sapos, y encima se morirían de hambre… ¡Apártate de mi vista, desgraciado, culo de mal asiento, pesadilla con patas!
   Evidentemente, el comportamiento de Sviaguintsev alteraba el orden: el estricto silencio que reinaba en el centro sanitario de campaña del batallón sólo se veía alterado, por regla general, por los quejidos y lamentos de los heridos. Pero eran rarísimas las ocasiones en que se oían blasfemias o injurias. No obstante el enfermero seguía con la mirada fija en el rostro de Sviaguintsev, lleno de pelos rojizos, manteniendo todo el rato en los labios una sonrisa clara y cierta alegría. Tras ocho meses de guerra y después de ver de cerca tanto sufrimiento ajeno, el enfermero había envejecido física y espiritualmente. Mas no por ello se le había endurecido el corazón. Había visto a muchos soldados y oficiales heridos y agonizantes, a tantos, que ya tenía bastante y prefería las injurias de este hombre a los espasmos dolorosos de los que le traían con ataques de demencia. De pronto, y sin que viniera a cuento, se acordó de sus dos hijos, que combatían en el frente oeste, y lanzando un suspiro pensó: «¡Este sobrevivirá! ¡Vaya diablo vivo y espabilado! ¿Cómo estarán mis hijos? ¡Qué vida llevamos! Me gustaría verles, aunque sólo fuera un instante, para saber cómo cumplen el servicio. ¿Estarán vivos todavía o los habrán internado en alguna parte, destrozados?»
   Sviaguintsev no sólo vivía sino que se aferraba a la existencia con uñas y dientes; incluso tendido en la camilla, pálido como un muerto, con los ojos cerrados, inflamados, no hacía más que pensar en las botas irremisiblemente perdidas y en el soldado con la pierna destrozada que habían metido hacía poco en la tienda de operaciones. «¡Pobre hombre, está destrozado, tiene metralla por todas partes! Tiene casi todo el hueso fuera pero no se queja. ¡Calla como un héroe! Mal asunto el suyo, pero yo debo salir de esta. Los dedos del pie también me duelen. ¡A ver si el médico se confunde y me corta las piernas! Bueno, me quedaré aquí acostado un poco y luego seguiré luchando. A lo mejor el alemán que me dirigió el morterazo cae en mis manos… ¡Ah, no le mataría de golpe! ¡No, le tendría en mis manos retorciéndole el pescuezo para que muriera poco a poco! Lo que está claro es que a ese muchacho le cortarán la pierna. Y entonces, ¿para qué le servirán las botas? Ni piensa en ellas. Pero lo mío es distinto. En cuanto me haya recuperado un poco volveré a la compañía, y no encontraré ya unas botas como éstas. ¡Ni hablar! ¡Y con qué rapidez me las ha descosido el calvo maldito! ¡Dios mío, pensar que permiten que semejantes canallas sean enfermeros! Ese debería estar en un matadero de ganado, en lugar de estropear las botas de sus propios soldados…»
   La historia de sus botas conmovió seriamente a Sviaguintsev, definitivamente convencido de que estaba ya lejos de la muerte. Se sentía tan ofendido que a pesar de ser un hombre indiferente y nada rencoroso, cuando estaba desnudo en la mesa de operaciones, a las palabras del cirujano que le estaba examinando: «Es preciso que resistas un poco, hermano», contestó enfadado: «¡Ya he aguantado bastante! ¿A qué viene esto? Lo que tiene que hacer es procurar no cortarme más de la cuenta, porque la responsabilidad será suya.» El cirujano era joven y enjuto. A través de las gafas de aquel hombre Sviaguintsev pudo ver unos ojos hinchados por muchas noches de no dormir. No obstante, estaban atentos a pesar de parecer infinitamente cansados.
   – Bueno, pues tienes que aguantar una vez más, soldado, no hay nada más que aguantar; y no te preocupes que no te extirparé nada innecesariamente: no nos hace falta nada tuyo – le tranquilizó el cirujano con cierta dulzura.
   Una joven médico que estaba al otro lado de la mesa de operaciones se inclinaba arqueando las cejas para examinar detenidamente la espalda de Sviaguintsev, afectada por la metralla. Tenía una herida que se prolongaba hasta la nalga y la pantorrilla. Sviaguintsev fijó sus ojos en ella, avergonzado de su desnudez, y haciendo una mueca dijo:
   – ¡Dios mío! ¿Por qué me mira tanto, camarada mujer? ¿ Acaso no ha visto hombres desnudos? No tengo nada especial ni curioso, y esto no es, que digamos, una feria ganadera soviética, ni yo soy tampoco un toro semental…
   Los ojos de la doctora brillaron al oírle, y al cabo replicó con crudeza:
   – No contemplo sus bellezas, me limito a cumplir lo que es mi obligación. Y lo mejor sería que se callara usted, camarada. Permanezca acostado y no hable. ¡Ya se ve que es usted un combatiente poco disciplinado!
   Sviaguintsev lanzó un bufido y se dio media vuelta. Sin embargo, fijándose en aquellas mejillas sonrosadas y en aquellos ojos maliciosos y redondos como los de un gato, pensó amargamente: «Sí, líate con una mujer de éstas y verás. Le lanzas un disparo y contesta con una ráfaga… Claro que, por otra parte, no es que su trabajo sea fácil; se pasa día y noche hurgando en nuestras carnes de buey…» Avergonzado de su comportamiento grosero con los médicos, con tono solícito y tranquilo añadió:
   – Usted, camarada médico militar, que detrás del delantal no se le ve la graduación, debería ordenar que me echaran alcohol en las heridas y en las entrañas.
   El silencio fue la única respuesta. Entonces Sviaguintsev miró de arriba abajo con aire suplicante al médico de las gafas y para que no le oyera la doctora, que estaba de espaldas, le susurró en voz baja:
   – Discúlpeme, camarada médico, pero tengo un dolor tan fuerte que casi me gustaría que empezara por el final…
   El cirujano sonrió:
   – ¡Vaya, ya hablas mejor! Así me gusta más. Espera que te examinemos y ya veremos. Si se puede, yo no me opongo, te daré unos tragos del que corresponde al frente.
   – Esto no es el frente, no se parece en nada al frente; y aquí, con este sufrimiento, se puede beber más -dijo Sviaguintsev entornando los ojos.
   Pero cuando penetró en el interior de la herida que tenía en el hombro una especie de espátula previamente mojada con alcohol, lanzó un rugido de dolor y dijo, con voz que ya no tenía nada de tranquila y solícita, como antes, sino que sonaba ronca y amenazadora:
   – ¡Bueno, vale… pero… cuidado con la puntería!
   – ¡Venga, hermano, no te portas bien! ¿Por qué resoplas como un ganso delante de un perro? ¡Enfermera: déme alcohol y algodón! Ya te he dicho que tendrías que resistir un poco. ¿Qué pasa? ¿Tienes mal genio?
   – ¿Qué hace ahí, camarada médico? ¿Está hurgando en mi herida como si fueran sus propios bolsillos? Perdóneme pero es más que para resoplar, es para ladrar… para aullar como los perros… -repuso con enfado Sviaguintsev, teniendo que hacer pausas entre palabra y palabra.
   – ¿Duele mucho? ¿Se aguanta?
   – No es que duela, es que me hace cosquillas y desde niño las temo… Por eso no aguanto… -dijo Sviaguintsev con los dientes apretados; y se volvió de lado para secarse las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, cuidando de que no le vieran usar el extremo de la sábana.
   – ¡Aguanta, soldado, aguanta! Ahora te encontrarás mucho mejor -dijo el cirujano.
   – Lo que debería hacer es ponerme un poquito de anestesia. ¿Por qué escatima de este modo las medicinas? -susurró Sviaguintsev.
   Pero el cirujano contestó algo breve y tajante; y Sviaguintsev, que durante la guerra se había acostumbrado a obedecer órdenes lacónicas e imperativas, calló humildemente y aguantó sumido en un profundo sopor. Sin embargo, ese sopor no impedía que en ciertos momentos sintiera tales pellizcos que tenía la impresión de que su cuerpo yacía sobre una llama cruel que intentaba llegar hasta sus propios huesos.
   Unas manos suaves, femeninas al parecer, le sujetaban las muñecas; sentía el calor de aquellas manos por todo el cuerpo. Luego le dieron un poco de vodka y al final se sentía como borracho. No por la vodka – resultaba imposible emborracharse con un vasito de alcohol -, sino por todo lo que había pasado en aquella jornada difícil y poco común. Más tarde el dolor se hizo en cierto modo diferente, más suave, más calmado, gracias i las manos expertas del cirujano.
   Cuando ya retiraban vendado a Sviaguintsev -que no sentía el peso de su cuerpo- en la camilla, intentó mover el brazo s.ino, el derecho, y dijo en voz muy baja, tan baja que sólo los camilleros pudieron oírle, a pesar de que él creía gritar a pleno pulmón:
   – ¡No quiero quedarme en esta sección! ¡Al demonio! ¡Mis nervios no aguantarán aquí! ¡Que me lleven a cualquier parte menos aquí! ¿Al frente? ¡Eso es, al frente! ¡Aquí no quiero estar más! ¿Dónde han metido mis botas? ¡Tráiganmelas aquí, que las pondré debajo de mi cabeza! Así se conservarán… ¡Aquí hay muchos que se dedican a quedarse con las botas ajenas! ¡No, gánatelas primero, llévalas antes de morir! Cualquier inútil puede descoserlas… ¡Dios mío, cómo me duele!
   Dijo todavía algo más, algunas palabras deshilvanadas; deliraba, llamaba a Lopajin, lloraba, rechinaba los dientes y, como si le sumergieran en un baño de agua tibia, perdió el conocimiento. Mientras, el cirujano, con ambas manos apoyadas en el borde de la mesa, en la que parecía haberse vertido vino tinto, se mecía, balanceándose de las punteras a los tacones de sus zapatos. Dormía. Cuando un colega -un médico alto, de negras barbas- terminó en la mesa contigua una difícil laparatomía, se quitó los guantes de las manos, blandos y pegajosos por la sangre que los empapaba, y le preguntó en voz baja: «Bien, ¿cómo va su caballero, Nikolai Petrovich? ¿Vivirá?»; el cirujano joven se despertó, separó las manos que se aferraban al borde de la mesa y tras ajustarse las gafas con un gesto habitual, dijo con voz ronca pero de persona diligente:
   – Sin ninguna duda. De momento no hay nada que temer. Este no sólo tiene que vivir, sino que volverá a luchar. ¡El diablo sabe hasta qué punto es hombre sano! Incluso causa envidia… De momento no se le puede enviar al frente. Una de sus heridas tiene mal aspecto.
   Guardó silencio y se meció unas cuantas veces más desde las punteras a los tacones. Luchaba con toda su fuerza contra el sueño y el cansancio, y cuando recobró de nuevo la conciencia y la voluntad, volvió nuevamente el rostro hacia la puerta de sala, cubierta por una cortina, y mirando con la misma atención de hacía media hora, con los ojos inflamados y horriblemente cansados, se limitó a decir secamente: – ¡Evstignetev, el siguiente!

17

   A lo largo del bosque sonaban las explosiones. Con un bostezo, alguien que estaba cerca de Lopajin, tras unos mato-11.des, exclamó:
   – ¡Cómo mejora la puntería el parásito! Ya verás, ahora empezará a lanzar proyectiles de todo tipo y entre los morteros y las minas machacará el bosque entero. ¡ Qué sinvergüenza, no le importa disparar más de la cuenta!
   Pero el fuego pronto amainó hasta que las ráfagas secas y cortantes de las ametralladoras sólo se oyeron en la otra ribera del Don, junto al puente destruido por el bombardeo. Al parecer el ejército alemán se dedicaba a comprobar periódicamente el silencio del bosque.
   Al poco rato dejó de oírse la ametralladora germana para dar paso a otros sonidos de la guerra: el prolongado trueno de la artillería, que amortiguaba la distancia; el rugido de un avión alemán de reconocimiento que se iba acentuando, pues volaba por el este a gran altura; el rodar de los tanques y blindados alemanes por la orilla derecha del Don, camino de la stanitzs de Kletskaia.
   Los altos álamos, que el viento no movía, estaban envueltos en una capa de niebla violeta que casi no atravesaban los rayos del sol. Sobre las hierbas soñolientas y las flores sonrosadas del escaramujo brillaban gotas de rocío como reflejos del arco iris.
   Streltsof se quedó pensativo y, admirando el bosque vivificado por la lluvia nocturna, dijo: – ¡Qué cosa más hermosa!
   Lopajin se quedó mirándole pero no dijo nada. Apretó los dientes con fuerza y volvió la mirada al cerro que había tras la ribera derecha del Don, observando sin pestañear la polvareda de mal agüero que allí se levantaba, mientras escuchaba en silencio los rugidos amenazadores, conocidos desde hacía mucho tiempo, de la gran ofensiva.
   A Lopajin le gustaba la naturaleza, la quería como puede quererla un hombre que se ha pasado largos años de su existencia bajo la tierra, en la mina. Incluso a veces, en las trincheras, en las breves pausas de los combates, se detenía a admirar alguna nubecilla blanca como un cisne que sobrevolaba majestuosamente la atmósfera llena del humo del frente de guerra o alguna flor silvestre que asomaba confiadamente al borde de un cráter de tierra quemada, mostrando su belleza natural…
   Pero ahora Lopajin no veía el encanto embriagador del bosque lavado por la lluvia ni la triste hermosura del cercano escaramujo. No veía nada excepto la gran polvareda que levantaban los vehículos enemigos en su desplazamiento hacia el oeste.
   Allí, en el oeste, se encontraban sus camaradas caídos en el fragor de la lucha en las estepas azuladas, junto al Don; allí, en el lejano oeste, estaba su ciudad natal, con su familia, con su pequeña casa paterna y los esbeltos arces sembrados por su propio padre, que siempre estaban plateados por el polvillo del carbón y que, a pesar de su aspecto lastimero, todas las mañanas, indefectiblemente, les alegraban la vista a él y a su padre cuando iban a la mina. Todo lo que habían amado en su vida y que tanto les había alegrado sus corazones allí quedaba, en poder de los alemanes. Y una vez más en el número incalculable de veces que lo había experimentado en el curso de la guerra, Lopajin sintió de pronto un odio ciego hacia el enemigo sin poderlo expresar mediante una injuria salida de su garganta reseca. Esto ya le había sucedido en diversas ocasiones a lo largo de la guerra. Pero entonces tenía ante sí a los soldados enemigos y a sus malditos carros de combate de color gris oscuro y con sus cruces en los flancos; y no sólo los tenía ante sí, sino que los eliminaba a todos con sus propias armas. El odio que brotaba en su interior y se apoderaba de su garganta hallaba desfogue en el combate. Pero, ¿y ahora? Ahora no era más que un espectador pasivo, un soldado de una compañía descalabrada que contemplaba con impotente rabia la furia con que disparaban los enemigos contra su patria y cómo avanzaban sin cesar hacia el este…
   Lopajin arrancó de manos de Streltsof la libreta y escribió apresuradamente: «Nikolai, yo no iré a la retaguardia, pues al parecer nuestros asuntos van mal. ¡Ahora no puedo irme de aquí! Pienso quedarme para defender el paso del río, me alistaré en alguna compañía. ¡Kolia, quédate también conmigo!»
   Streltsof leyó lo escrito e inmediatamente respondió sin tartamudear y sin pausa alguna:
   – Lo mismo opino. Por ese motivo he venido. Claro que habrá que ver al cabo. ¿Te lo permitirá? Me temo… Para mí es más sencillo: por el momento figuro en el batallón médico-sanitario.
   – ¿Cómo? ¡Si no se trata de pedirle permiso para reunirme con mi mujer! ¿Por qué no va a darme ese permiso? ¡A ver si es capaz de no dármelo? – exclamó Lopajin indignado, olvidando por un momento que Streltsof no le oía. Al mirar a su amigo a la cara, atenta y expectante como la de un sordomudo, como en una tensa espera, se calló entristecido y escribió en la libreta: «Permitirá», seguido de una serie de signos de admiración como si quisiera dar énfasis a la palabra y desvanecer totalmente las dudas de Streltsof.
   En la copa de un fresno frondoso cantaba un cuclillo. Pero de repente se calló como si comprendiera que su canto, triste y meditabundo, quedaba fuera de lugar en aquel bosque lleno de gente armada y de fragor artillero. Casi en aquel mismo instante, Lopajin oyó la voz de Kopytovski, pedante y antipática, que decía:
   – ¡Vaya pájaro listo ese cuclillo! Canta hasta el día de San Pedro y su canto es tan agradable como el ruido del tocino crepitando en la sartén. Pero, aparte de eso, no le pidas nada más. Después de haberle oído, sé el tiempo que viviré todavía. El maldito ha cantado dos veces y luego se ha callado. ¡Pues sí que ha sido generoso el rabilargo! Ahora sé que podré seguir luchando dos años más sin que me maten. ¡Es magnífico! No necesito nada más. La guerra se acabará antes de dos años, ¿no? Seguro. Pues bien, después de la guerra no prestaré atención al canto del cuclillo y seguiré viviendo todo lo que me dé la gana. ¡Fíjate si es fácil!
   – ¡Qué bien lo arreglas, chico! -dijo Pavel Nekrasof, servidor de ametralladora, con voz acatarrada- Eso supone que ahora crees en el cuclillo y que después de la guerra no harás caso de sus predicciones.
   – ¿Y qué quieres? -replicó Kopytovski juiciosamente -. Amigo mío, es ahora cuando necesito un tranquilizante, después de la guerra ya me arreglaré por mí mismo y podré pasar sin calmantes.
   Kopytovski vio la figura de Streltsof que salía de entre los arbustos caminando muy despacio y le miró fijamente con los ojos muy abiertos. Una incomprensible y estúpida sonrisa llenó la redondez de su rostro carnoso. Se golpeó la cadera, que llevaba al aire por un roto de sus pantalones que iba de la cintura a la misma rodilla, y le gritó:
   – ¡Streltsof! ¡Qué sorpresa!
   Nekrasof, flemático por naturaleza, sin soltar de las manos el fusil ametrallador que le colgaba del cuello, dijo, como si sólo hiciera media hora que se había separado de Streltsof:
   – ¿Has vuelto, Nikolai? ¡Muy bien! De lo contrario, se hubiera notado un triste vacío. Últimamente nos ha jorobado tanto el maldito alemán que parecía que nos iba pasando por una criba.
   Streltsof miraba fijamente la tierra con la cabeza inclinada, como meditabundo y concentrado en algo. Se atusaba el bigote con los dedos de la mano izquierda, sin advertir la presencia de los camaradas que iban a su encuentro.
   Lopajin dirigió una mirada rápida a aquel cuerpo vacilante, observó su cabeza y su mano, que parecían poseídos de un tic característico de temblor senil, y espetó a bocajarro y con odio al saludable Kopytovski:
   ¡No grites! De todos modos no te oirá, se ha quedado completamente sordo.
   ¿No oye nada? -preguntó Kopytovski extrañado, al tiempo que volvía a golpearse la cadera.
   No oye -dijo Lopajin; alzando la voz y ruborizándose ligeramente, añadió -: ¿Por qué te golpeas las carnes desnudas, como si estuvieras en escena? ¡Menudo actor estás tú hecho! Está contusionado, no hay por qué asombrarse ni ponerse a hacer gestos como en un ballet. Mejor sería que remendaras tus pantalones, que con esa facha pareces un santo en el paraíso enseñando las vergüenzas…
   – ¡ Mis pantalones, eso te ha llegado al alma! – le interrumpió Kopytovski, ofendido -. ¿Cuántas veces me lo has dicho? ¡Ya estoy harto! ¿Cómo voy a remendarlos, si no tengo con qué? ¡Además, mira cómo están ya estos pantalones! Por delante, solo queda la entrepierna; por detrás, la trabilla; lo demás está tan podrido que sólo con tocarlo se rompe del todo. Aquí, aunque no quieras, pareces un santo, si no algo peor… Además no hay hilo. ¿Sabes tú dónde están los hilos, en las tiendas del ejército? Seguramente más allá de Saratov. Pero tú, dale que dale con la misma historia: que los remiendes, que los remiendes…
   Nekrasov apoyó un brazo en el hombro de Streltsof y le dijo a voz en cuello: -¡Hola, Nikolai!.
   Streltsof, sobresaltado, levantó la cabeza y frunció el ceño, pero al momento una sonrisa descubrió bajo sus bigotes la blancura de sus dientes desiguales. Abrió la boca como si intentara decir algo y puso el cuello en tensión, la cabeza le temblaba. La nuez de la garganta, cubierta de pelillos negros, le subía y le bajaba a intervalos mientras unos sonidos ininteligibles agitaban convulsivamente su garganta.
   A Lopajin se le encogía el corazón. Como le ocurría cada vez que pasaba por momentos de agitación interior, se le pusieron blancas las ventanillas de la nariz y de repente se enfrentó a Kopytovski con los ojos muy abiertos y llenos de furia:
   – ¡Lárgate con tus escrúpulos! ¿Por qué le miras de ese modo? ¡Se ha quedado sordo v tartamudo! ¡No le mires! ¿No comprendes que le resulta desagradable? ¡Vete de aquí ahora mismo, demonio andrajoso!
   Kopytovski, cohibido, se encogió de hombros.
   – No me he dado cuenta. ¿Por qué gritas tanto, Lopajin? Con esa garganta lo que deberías hacer es vender pipas de girasol en un almacén o meterte a charlatán callejero… Desde luego, eres un grosero, un insolente, y por si fuera poco trabajabas en una mina y asistías a las clases nocturnas de una universidad laboral. Tienes tanta cultura como la que cabe en una cabeza de alfiler. ¡Ni más ni menos!
   Kopytovski, excitado, juntó una uña con el dedo meñique para indicar cuánta era la cultura de Lopajin. Pero éste no hizo caso de sus palabras. Agarrando puñados de hierba se arrastró por el suelo con impaciencia en espera de que Streltsof hablase. Incluso se sonrojó de emoción.
   Streltsof, cerrando los ojos y con las pestañas temblorosas por la tensión a que estaba sometido, pronunció unas palabras de saludo; entonces Lopajin se secó el sudor de la frente y dijo con un suspiro de alivio:
   – Lo peor es cuánto le cuesta empezar; pero cuando lo ha hecho, aunque sea con dificultad, se le puede entender aunque pronuncie rápidamente. Hay oradores que hablan peor en las reuniones. ¡Palabra de honor!
   Tras soltar un breve discurso, sonreír con gesto de culpabilidad y estrechar las manos de sus camaradas, Streltsof prosiguió:
   – Me he quedado sordo, muchachos, y la lengua no me responde muy bien… no me obedece. Pero el médico ha dicho que es una cosa pasajera. Estoy muy contento de encontrarme de nuevo entre vosotros. Lo que pasa es que para comunicarse conmigo hay que hacerlo por escrito. Lopajin y yo hemos montado una oficina -y con los ojos entornados y sonrientes señaló las páginas escritas del cuaderno de notas.
   Compungido y con aire de lástima, Nekrasov soltó el fusil ametrallador y se sentó junto a Streltsof; le dio unos golpecitos en la espalda, como compartiendo su dolor.
   – Ya ves, han estropeado a un hombre a fondo -dijo alargando las sílabas – Lo han mutilado. ¡Qué bestias!
   En el claro del bosque un vientecillo movía la hierba fina y hacía que las hojas de los árboles se desprendieran de las últimas gotas de lluvia. Olía a escaramujo recalentado por el sol y al insípido aroma de las raíces de la hierba. De la tierra reblandecida por la lluvia se desprendía un olor como de barril de encina, con el áspero amargor de las hojas descompuestas del año pasado.
   En la ribera derecha del Don se oían ruidosas explosiones; por encima de los cercanos chopos varias columnas de humo ascendían lentamente hacia el cielo.
   – Están estallando vehículos de avituallamiento y combustible. ¡Nuestra riqueza se pierde en vano! -dijo Kopytovski para sí, sin dirigirse a nadie en particular.
   Permanecieron un rato en silencio y finalmente Nekrasov le preguntó a Lopajin:
   – ¿Qué crees tú? ¿Nos mandarán a reorganizarnos? Lopajin se encogió de hombros y se mantuvo silencioso.
   – El cabo primero ha ido a preguntar dónde debe meternos ahora. Tal vez los nuestros estén cerca de aquí. Parece que alguno de los muchachos dice que ha visto al jefe de estado mayor de la treinta y cuatro. Ya es hora de que salgamos de aquí -dijo pausadamente Nekrasov -. La gente se ocupa de la defensa: unos montan blindajes, otros abren las comunicaciones; todo el mundo hace algo, mientras que nosotros estamos sin hacer nada, vagando por el bosque y molestando a los demás.
   Lopajin siguió mudo. Nekrasov le echó una mirada y sacudió la cabeza, pensando en Streltsof.
   – Nikolai ha hecho mal en largarse del puesto médico-sanita-rio. Escríbele que ha de curarse; de lo contrario se quedará así toda la vida, tartamudo, y seguirá moviendo la cabeza como una cabra hasta que se muera.
   – Ya se lo he escrito -contestó escuetamente Lopajin.
   – ¿Y qué dice él?
   – Que se quedará aquí.
   – ¿Ha venido porque ha querido? -¿Y qué crees tú?
   – ¡Lástima! Tenías que haberle convencido. Vosotros sois amigos, al fin y al cabo.
   – Ya lo he intentado. -¿Y qué?
   – Que no quiere. Él ve las cosas de manera distinta que otros que son unos hijos de puta -replicó Lopajin, agresivo.
   – ¡Y que lo digas! -comentó Nekrasov entre dientes mientras miraba a Streltsof con cierta ironía.
   Hacía bastante tiempo que Lopajin conocía a Nekrasov. Juntos habían formado parte de una compañía que había padecido las fatigas de las luchas de invierno en la ruta de Jarkov. Después pasaron a este regimiento y formaron parte de los refuerzos. Nunca habían trabado amistad y no simpatizaban, probablemente porque Nekrasov no se mostraba sociable, si bien era indudable que se podía confiar en él durante la lucha. Lopajin lo sabía muy bien; por ello, mirando a Nekrasov a los ojos, azulados y llenos de fatiga, le dijo:
   – Streltsof y yo hemos decidido que nos quedamos aquí. La situación actual no es como para irse a retaguardia. Ya ves hasta dónde nos han hecho retroceder los alemanes. ¡Da vergüenza ver hasta dónde nos han empujado estos hijos de perra! ¿Y tú qué, Nekrasov? ¿No nos acompañarás, como viejo amigo? Si se queda un veterano, y otro, y otro más, eso ya constituye una fuerza. Muchas gotas de cera forman un cirio pascual. ¿No te parece que hacemos aquí más falta que en otra parte?
   Kopytovski notó, admirado, que en la voz de Lopajin había cierta solicitud hacia él. Pero Nekrasov, sin pararse a reflexionar, respondió con tono decidido:
   – No, yo no me quedaré. Que sean los reclutas los que luchen y sufran un poco, que ni siquiera han olido todavía la pólvora. Yo no me opondré a ir a retaguardia. Mientras esto se reorganiza, entre una cosa y otra descansaré a mis anchas. ¡Me resarciré un poco de estos días agotadores! ¿No ves que en los últimos tiempos me han salido hasta piojos, quizá de nostalgia?
   – Es de suciedad. Si te bañaras una vez al año, por lo menos… – dijo Lopajin en voz baja fijando la vista en las manos de Nekrasov, cuyas uñas sucias y negras formaban una especie de costra ovalada.
   – Quizá sea de suciedad -admitió Nekrasov -. Pero sabes de sobra que no tengo tiempo para bañarme. Además, no estamos en un balneario, y tampoco me lo permite la malaria. Aprovecharé para quitarme en la retaguardia los piojos por una temporada y seré temporalmente yerno de alguna comadre… ¡Me da igual cómo sea con tal de que tenga una vaca en el establo! ¡Y viviré de maravilla a base de requesón y pastelillos de miel! Descansaré todo lo que me haga falta, y después… después a lo mejor vuelvo al frente, no me opondría…
   Nekrasov se expresaba con aire soñador, los ojos entrecerrados, mostrando unas pestañas blanquecinas y haciendo chasquear los labios con cierta satisfacción. Lopajin, elevando cada vez más la ceja izquierda, escuchaba su lenta charla, hasta que finalmente, sin poder aguantar más, dijo con alegría fingida:
   – ¡Nekrasov, eres un tipo bien raro!
   – Yo no soy raro, el raro es el carnero, que mama hasta la tiesta del Prokov y tiene los ojos redondos. En cambio yo nada tengo de raro. En eso te equivocas.
   – Entonces, si no eres un tipo raro, eres algo mucho peor… -dijo Lopajin tranquilo y con la malicia contenida que precedía siempre a sus arrebatos de ira.
   – A estas alturas no me vas a cambiar, ya es tarde -replicó Nekrasov-. Además, en todo esto no hay nada raro. Escucha, uno de nuestra división, que estaba en la línea defensiva, me ha contado esto: la unidad se había formado en la ciudad de Volsk y allí él tuvo relaciones con una mujerzuela cuyo marido estaba en el ejército; en aquella casa había tres cabras lecheras. ¡Decía que aquello no era vida, sino un carnaval continuo! Y sea por la leche de cabra o por cualquier otra causa, el caso es que engordó seis quilos. Y lo comprendo -añadió- ¡Vaya veraneo!
   – Estás loco -replicó cruelmente Lopajin-. ¿Es que no te enteras, atontado, cómo va la guerra?
   – Sí, me entero, no estoy sordo.
   – Entonces, ¿de qué me hablas? ¿De qué mujerzuelas? ¿De qué descanso?
   Lopajin al fin estalló y empezó a decir injurias sin detenerse en términos tan raros, prolijos y groseros que Nekrasov, sin terminar de escucharle, de repente sonrió beatíficamente, cerró los ojos e inclinó la testa sobre el hombro derecho, como si estuviera gozando de una música celestial.
   – ¡Muérete de una vez! ¡Mira que eres complicado para explicarte! -exclamó con alegría y desenfado cuando Lopajin, ya un poco calmado, se detuvo para llenar de aire los pulmones.
   Parecía que de un manotazo hubieran quitado a Nekrasov el cansancio soñoliento que le invadía; se puso a hablar rápidamente, mirando de vez en cuando a Lopajin y sonriendo:
   – ¡Vaya, tú estás fuerte, amigo! Precisamente tuvimos en nuestra compañía en el año cuarenta y uno a un joven instructor político, Astajov, que era un maestro soltando palabras y discursos bonitos. ¡Pero no podía ni compararse contigo! El muchacho ya murió; a veces no le salían las palabras, parecían burlarse de él. ¡Pero era un buen orador a pesar de todo! A veces, a pesar de incitarnos al ataque, nosotros seguíamos tirados. Entonces se volvía a un lado y gritaba: «¡Camaradas! ¡Adelante, contra el maldito enemigo! ¡Abajo los fascistas canallas!» Nosotros seguíamos tumbados porque los fascistas alemanes disparaban de tal modo que no dejaban ni respirar. Ellos, los muy brutos, saben que están a pocos pasos de la muerte y creen que estamos a punto de levantarnos… Entonces Astajov se acerca a mí o a otro soldado rechinando los dientes de ira: «¿Piensas levantarte o vas a echar raíces en el suelo? ¿Eres un hombre o una remolacha?» El que está tumbado suelta un lamento que se oye por todas partes. Con voz fuerte, como de bajo, que atronaba. Entonces nos levantamos todos para atacar a los fascistas alemanes con todas nuestras fuerzas, hasta hacerlos picadillo. Astajov siempre tenía un montón de palabras a punto para soltarlas. Al escuchar una de sus arengas tumbado en el barro, bajo el fuego enemigo, sentía un hormigueo en la espalda como si me picara una pulga y, como si me hubiera tragado medio litro de vodka, corría a toda velocidad hacia las trincheras de los fascistas alemanes. ¡No corría, volaba! ¡No se nota el frío ni el miedo, todo queda atrás! Y Astajov iba delante correteando y gritando con voz sobrehumana: «¡Dadles, muchachos, de una vez para siempre!» ¿Cómo no combatir con semejante instructor político? Él daba el mejor ejemplo en la lucha, fuera manejando el fusil o lanzando granadas, y mejor todavía hablando. ¡Se expresaba con imaginación y belleza! Cuando pronunciaba un discurso, si quería, podía hacer saltar las lágrimas a toda la compañía; y si quería, levantaba el ánimo de tal manera que nos revolcábamos de risa. ¡Era un hombre que hablaba maravillosamente!
   Espera. ¿A qué vienen ahora los discursos hermosos? dijo Lopajin meditabundo, intentando cortar a Nekrasov; pero éste, inmerso en los recuerdos, hizo un gesto de impaciencia.
   ¡No me interrumpas y sigue escuchando! Para que te enteres, a Astajov le comprendían y respetaban soldados de todas las nacionalidades. ¡Era todo un hombre! Y aunque no formaba parte del cuadro de mandos ni era muy instruido, además de ser ya un poco mayor, ¡era un gran combatiente! ¡Como que le concedieron la bandera roja por su intervención en la guerra civil! Todos los de la compañía le estimábamos mucho. Le queríamos por su valor, por su bondad con los demás y sobre todo por lo bien que se expresaba. Cuando le enterramos, cerca de la aldea de Krasny Kut, lloraba toda la compañía; veteranos y reclutas le lloramos como niños. Todos los que formaban la compañía, además de nosotros, los rusos, le lloraban, y cada uno expresaba su dolor en su propia lengua. ¿Y tú, Lopajin, dices que a qué viene ahora hablar de bonitos discursos? Hermano, hablar bien es una cosa importante para una persona; y la palabra precisa, si se dice a tiempo, siempre encuentra el camino hacia el corazón. Al menos, así lo creo yo.
   Desconcertado, Lopajin escuchaba a su compañero y se encogía de hombros lleno de sorpresa, lanzando miradas de perplejidad a Kopytovski y al adormilado Streltsof; en su rostro se reflejaba un desconcierto inhabitual en él. No se esperaba que sus blasfemias hubieran causado tal impresión ni imaginaba que Nekrasov las encajaría de aquella forma, pues siempre le había tenido por hombre duro e indiferente a cualquier elocuencia.
   Nekrasov todavía sonreía pensativamente, inmerso en sus recuerdos, mientras Lopajin se frotaba con fuerza la arrugada mejilla, en cuyos poros aún había polvillo de carbón. Finalmente, dijo-:
   – Escucha, amiguito, la cuestión no es esa. No se trata de bonitos discursos, ¡al demonio con ellos! La cuestión es que el alemán se nos adelanta y se dirige hacia el Volga. Y allí está Stalingrado. ¿Entiendes ahora?
   – Sí, ya veo, está muy claro. Seguro que quieren ir allí, los muy bestias, eso es lo que buscan, los canallas.
   – Y entonces, ¿en qué piensas? ¿Por qué mierda sólo sueñas en convertirte en yerno y en descansar? Quítate esas bobadas de la cabeza, Nekrasov. Tienes el cerebro embotado, eso es lo que te pasa; es porque has dormido en la tierra mojada…
   – ¿Y tú en un colchón de plumas? Todos hemos dormido en la tierra mojada.
   – Pero tú eres el único a quien se le ha ocurrido casarse. Di lo que quieras, pero eso te ha sucedido por culpa de la humedad…
   – ¿De qué humedad hablas? -dijo Nekrasov mosqueado -. Estoy muy cansado, después de un año de combatir. Eso es lo que pasa, si quieres saberlo. ¿Es que el mundo se acaba conmigo? A mí no tienes por qué hacerme propaganda; estoy educado políticamente desde niño. Y si me quedo aquí contigo, ¿haremos mucho tú y yo juntos? ¿Vamos a contener el frente? ¡Claro que no! Lopajin, desde los primeros días de la guerra llevo a la espalda esta miseria gris. -Nekrasov golpeó con su ancha mano el capote; sus ojos apagados se animaron de pronto con un brillo claro y agresivo -. ¿Acaso no tengo derecho a descansar?
   – Descansar… ¿Cuándo y cómo? -contestó evasivamente Lopajin.
   – No, déjate de excusas. ¡Dilo!
   – Ahora, no tienes derecho a descansar.
   Lopajin habló con dureza y de nuevo miró a Nekrasov a los ojos, con fijeza y sin pestañear. Nekrasov giró la cabeza a un lado como si buscara comprensión y ayuda y guiñó un ojo a Kopytovski, que seguía sin perder palabra la conversación.
   – ¡Aja! Así que ahora no. ¿Cuándo, pues? La primera vez que fui herido no pude siquiera darme cuenta de cómo me reintegraron del batallón médico-sanitario a mi compañía. A la segunda vez pasé revista en la compañía de la retaguardia y me hice la ilusión de que probablemente me enviarían a casa para descansar una semana al menos. ¡Pero no fue así! ¡Cómo me iban a dar permiso! Después de un traslado volví a oír el tronar del frente. La tercera vez que me hirieron, me ingresaron en un hospital militar; y luego, vuelta a la compañía. Llevo un año entero dando vueltas gratis por esta feria. ¿Hasta cuándo puede divertirse así un hombre ya mayorcito? Yo ya no estoy en mis años mozos.
   – Entonces, ¿eres viejo para combatir pero no para casarte?
   – ¿Piensas que me voy a arrimar a una mujer por ímpetu juvenil? ¡Es por necesidad, estúpido! ¡Las malditas gachas de mijo concentrado me han echado a perder el estómago y el bazo! -gritó Nekrasov cada vez más enfadado -. Además, después de tres heridas se resiente la salud.
   – Entonces, ¿no tienes salud suficiente para combatir pero sí para convertirte en yerno? -preguntó de nuevo Lopajin con la misma seriedad de antes.
   Kopytovski soltó un resoplido, como un caballo cuando sabe que le van a dar avena, y se tapó la boca con la mano. Pero Nekrasov, mirando a Lopajin atentamente, dijo:
   – En el hospital me he enterado de que existe una enfermedad terrible que se llama cáncer de estómago.
   Lopajin hizo una mueca maligna.
   – ¿No tendrás tú cáncer?
   – No tengo esa enfermedad; eres tú, Lopajin, esa enfermedad, mi enfermedad. Pero bueno, ¿es que no se puede hablar contigo como una persona? Siempre estás con tus bromitas, tus ocurrencias y tus tonterías… ¡Tú no eres un hombre, eres un cáncer de estómago con dos patas!
   – De mí no merece la pena hablar; mejor será que hablemos de ti. ¿Por qué se resiente tu salud? ¿De qué te quejas?
   – ¡Déjame en paz, vete al demonio!
   – No, de veras. Dime qué pasa con tu salud.
   – Si tú no eres médico, ¿para qué voy a explicarte? -repuso Nekrasov indeciso.
   Lopajin lio un cigarrillo con parsimonia, después le pasó la petaca a Nekrasov y cuando, casualmente, se le ocurrió echarle un vistazo, se quedó estupefacto: Nekrasov había arrancado un buen pedazo de papel de un periódico y echando tabaco generosamente, se disponía a liar un buen cigarrillo.
   – ¡Quieto! -gritó asustado Lopajin quitándole la petaca-,; Así no! ¿Cómo quieres hacerlo tan grueso como mi dedo? No llevo un almacén de tabaco en el macuto. ¡Echa la mitad!
   – Es que yo no sé liar cigarrillos delgados con tabaco ajeno -repuso Nekrasov tranquilamente.
   – Entonces ya te lo haré yo, ¿vale?
   – No, no lo toques que se te caerá. Lo haré yo mismo. – Nekrasov se puso a liar el cigarrillo y mientras lo pegaba con saliva no hacía más que mirar de reojo a Lopajin.
   – Tienes verdadera práctica en hacerte buenos puros con el tabaco de los demás -Lopajin movía la cabeza, mirando y sopesando con amargura la petaca liviana que tenía en la mano.
   – Con mi tabaco me salen la mitad de delgados -dijo Nekrasov tan fresco, y se dispuso a encender el cigarrillo.
   Encendieron los dos con la misma cerilla y se quedaron en silencio, mirándose el uno al otro con animadversión evidente.

18

   Al iniciarse la conversación Streltsof escudriñaba con atención los gestos de Nekrasov y de Lopajin: pero al poco se aburrió. Reclinó la cabeza en el capote plegado y sintió un cansancio tan grande por todo el cuerpo que casi le produjo náuseas. Sabía por experiencia que las charlas de los soldados en las horas de ocio forzado se prolongaban mucho, y aunque quería dormir no lograba conciliar el sueño. Sentía en los oídos un zumbido agudo y persistente; le dolían las sienes. Parecía rodearle un silencio pesado y mortífero.
   Streltsof no se acustumbraba a su nueva condición de sordo, era incapaz de asimilar la repentina pérdida del oído. Veía que las hojas brillantes, bañadas por la lluvia nocturna, se movían sobre su cabeza; veía que Jos abejorros y las avispas revoloteaban por encima de los escaramujos; y todo lo que contemplaba estaba privado de los correspondientes sonidos. Empezó a darle vueltas a la cabeza. Cerrando los ojos se puso a rememorar lentamente el pasado, su tranquila vida, que se había visto alterada el 22 de junio del año anterior. Y cuando recordó a sus hijos y empezó a pensar en el futuro, que hacía ya tiempo le obsesionaba, volvió a estremecérsele el corazón y de repente se le agolparon a los ojos unas lágrimas; volvió a abrirlos.
   Lopajin estaba igual que ante?, encorvado y con las robustas manos sobre las rodillas angulosas. Pero en su cara ya no brillaban la malignidad y la tensión. Su mirada clara y atrevida hacía guiños de confianza y en las comisuras de los labios le afloraba una sonrisa.
   Streltsof conocía esta expresión en los rasgos de Lopajin; sin proponérselo sonreía, pensando: «Seguro que está exasperando al tonto de Nekrasov.»
   Al poco rato Streltsof quedó sumido en un sueño pesado y triste; pero también durante el sueño su cabeza daba sacudidas y sus manos, apoyadas en el pecho, eran presa de un temblor febril.
   Nekrasov le miró un buen rato, tragando en silencio el humo de su cigarrillo y moviendo la nuez con dificultad; luego arrojó a sus pies la colilla, que le estaba quemando las puntas de los dedos, y por último habló:
   – ¿Qué combatiente va a ser él? Es una triste realidad, pero ya no es un soldado. Mira las convulsiones que sufre; no podrá tomar una ametralladora con esas manos, y a pesar de ello le animas para que se quede en primera fila. Lopajin, tú tendrás mucha persuasión, pero lo que es cabeza…
   – Tú no hables de los demás; será mejor que no cuentes lo de tu enfermedad secreta -dijo Lopajin sonriendo, y miró atentamente el curtido rostro de Nekrasov, cuyos pómulos se empezaban ya a despellejar.
   – No hay motivo para reírse -repuso Nekrasov despechado-. No viene a cuento. Por si quieres saberlo, no tengo más que la enfermedad de las trincheras, eso es todo.
   – ¡La primera vez que oigo eso! ¿Qué broma es ésta? – preguntó Lopajin, sinceramente asombrado -. ¿Algo así como…?
   Nekrasov, molesto, se enfurruñó.
   – No, no tiene nada que ver con la simpleza que pensáis. La enfermedad no es corporal sino cerebral.
   – ¿Ce-re-bral? -exclamó Lopajin separando mucho las sílabas -. ¡Vaya estupidez! No puedes sufrir esa enfermedad, no tienes por qué, ¡no hay motivo!
   – ¿En qué consiste esa especie de enfermedad? Cuéntanoslo, no te calles ahora -interrumpió Kopytovski picado por la curiosidad.
   Nekrasov hizo como que no oía las palabras de Lopajin. Durante un buen rato se entretuvo haciendo dibujos en la arena con una ramita que había cortado; después se la pasó por las gastadas botas y finalmente, con desgana, empezó a hablar.
   – Verás cómo sucedió. Ya en el invierno empecé a notar que algo cambiaba en mí. No tenía ganas de charlar con los amigos, de afeitarme, de lavarme ni de otras cosas. Sólo me cuidaba escrupulosamente de mi ametralladora, pero no me preocupaba de nada de mi persona. No hice nada para arreglarme el forro del cuello, que estaba roto, ni procuré tener un aspecto aseado; incluso te diré que no me cambié la ropa interior ni me lavé como es debido durante unos dos meses. «Un pobre diablo que se pierde -pensé-, da igual que se lave o no.» En una palabra, me volví triste y muy nervioso. Vivo como en sueños, camino como un inválido… El teniente Zmykov me amenazó con enviarme al batallón de castigo, pero yo ni siquiera le escuché, ya tenía mi idea formada: ¡no me mandarían más allá del frente ni podían rebajarme a menos de soldado raso! Sólo conseguí embrutecerme. Evitaba a los camaradas, no me entendía a mí mismo, nada me causaba lástima, ni los compañeros ni los amigos ni yo mismo. Ya estábamos en primavera… ¿Te acuerdas, Lopajin, cuando nos reagruparon y avanzamos a lo largo del frente, que pasamos una noche en Semienovka? Fue entonces cuando me sucedió todo esto por vez primera. A media compañía nos metieron en una isba y allí dormimos amontonados, sentados o como pudimos.
   »En la isba había una atmósfera irrespirable, el bochorno era asfixiante y faltaba poco para que desfalleciéramos. Desperté al sentir una necesidad, me puse en pie y se me ocurrió que estaba en una chabola y que para salir tenía que subir unos peldaños. Estaba despierto, lo recuerdo perfectamente, y me subí a una estufa… ¡Y en la estufa había una vieja durmiendo! Aquella mujer debía de tener más de noventa años y a causa de la vejez parecía estar cubierta de musgo…
   De pronto Kopytovski hipó de un modo extraño, enrojeció y luego se puso azulado; se llevó las manos a la boca como si se asfixiara. Miraba a Nekrasov por entre los dedos y con los ojos llenos de lágrimas, estremeciéndose en silencio para contener la risa.
   Nekrasov se quedó cortado y Lopajin se enfadó. Movió los labios con rabia, sin que Nekrasov se diera cuenta, y amenazó con su puño nudoso a Kopytovski, diciendo:
   – Venga, Nekrasov continúa, no te dé vergüenza, que aquí, aparte de un idiota, todos somos comprensivos.
   De espaldas, Kopytovski, que era muy dado a la risa, hacía resonar las tripas, roncaba y lanzaba pequeños silbidos intentando por todos los medios cortar el ataque de risa que le asaltaba. Nekrasov esperó a que Kopytovski se calmara y, con la misma serenidad de antes en su rostro taciturno, continuó:
   – ¡Pues lo que aquella anciana llegó a imaginarse! Yo estaba al borde de la estufa. La vieja tinosa, medio dormida y con el consiguiente susto, se puso muy nerviosa y me dijo lastimera: «¡Hijo mío! ¿Qué se te ha ocurrido, maldito?», y me echó las botas a las narices. Debido a sus años, aquella mujer dormía, incluso en aquella estufa caliente, con las botas y la pelliza puestas. ¡Dios mío, daban ganas de reír y llorar a la vez! Bueno, pues cuando me dieron las botas en las narices, espabilé y le dije: «Abuela, por Dios, no hagas ruido y deja de dar patadas, que te puede dar un repente. Verás, yo estaba medio dormido y creí que salía de una chabola. Por eso he subido hasta aquí. Perdona, abuela, por haberte molestado, pero no te preocupes por tu virginidad. ¡Antes me cogerá el cólera!» Bajé de allí pero a causa del sueño me tambaleaba como si estuviera borracho y los oídos me ardían. «Madre mía -pensé-, ¿qué ha pasado? Si alguno de los muchachos ha oído mi conversación con esa vieja, ¿qué pensará? ¡Por culpa de esa vieja estúpida me van a desollar vivo con sus bromas!» Acababa de pensar esto cuando alguien me agarró por una pierna. Un comandante de transmisiones dormía cerca de la estufa. Se había despertado; encendió una linterna y me preguntó muy seriamente: «¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?» Con buenas palabras le expliqué que me había dormido, que había imaginado absurdamente estar en una chabola y que, sin querer, había importunado a la viejecita. Él me dijo: «Camarada soldado, tú tienes la enfermedad de las trincheras. A mí me pasó lo mismo en el frente occidental. La puerta está a la derecha; sal e intenta no ir a parar al tejado para hacer tus necesidades, podrías romperte la cabeza.»
   »Menos mal que ninguno de los muchachos oyó nuestra conversación; estaban demasiado cansados y dormían a pierna suelta, de modo que todo acabó bien. Sin embargo, desde entonces es rara la noche en que no me imagino encontrarme en una chabola, en un fortín o en algún refugio. Esta es mi desgracia. Si tocan generala inmediatamente me doy cuenta de lo que pasa, pero cuando me despierto con una necesidad siempre empiezo a hacer cosas raras…
   »La semana pasada, cuando pasamos la noche en Stukachev, me las ingenié por todos los medios para meterme en una estufa. ¡En una estufa! Sólo un verdadero loco haría semejante cosa. Por poco me asfixio allí. Donde quiera que me meta, ¡el acabóse! No se me ocurrió dar un paso atrás, puse la cabeza en el ladrillo y me acosté. Alrededor apestaba a quemado… «Bueno -pensé-, ya ha llegado mi muerte, me han sepultado con granadas.» Un caso parecido me sucedió en noviembre del año pasado, cuando me enterraron vivo en un fortín. Si entonces no me hubieran desenterrado rápidamente mis cama-radas, seguramente en estos momentos estaría criando malvas. Y ahí me tenéis, arañando el ladrillo con las uñas. De repente di un manotazo a la leña, me agité y grité con todas mis fuerzas: «¡Camaradas! ¿Quién ha quedado vivo? ¡Vamos a desenterrarnos por nuestros propios medios!» Nadie me contestó. Únicamente oí mi propio corazón que, a causa del susto, me latía casi en la garganta. Fui tanteando con las manos, pues no llevaba la pala. Pensé que los demás muchachos habían podido desenterrarse y que yo solo no lograría conseguirlo. Y al darme cuenta de todo esto me puse a llorar. Pensé: «¡Qué muerte tan absurda me acecha por segunda vez! ¡Morir de esta manera, en esta guerra…!» En aquel instante noté que alguien me cogía de las piernas. Era el cabo primero. Me sacó arrastrándome y yo, que estaba tumbado, no vi quién era. Al ponerme en pie sentí gran alegría. «¡Gracias, muchacho, eres un buen tío, camarada, que nos has salvado de la muerte! ¡Apresurémonos a sacar a los demás, si no, acabarán asfixiados!» El cabo primero, soñoliento aún, no comprendía una sola palabra de todo aquello; me agarró por un hombro y al oído, muy lentamente, me dijo: «Pero ¿cuántos estabais en la estufa, y por qué demonio?» Luego, al darse cuenta de lo que pasaba, me llevó al refugio, me echó una bronca y terminó diciendo: «He luchado en tres guerras en las que he visto todo tipo de cosas, pero lunáticos que en vez de andar por los tejados se metan en las estufas ajenas, es la primera vez que veo. Si tú mismo has visto que la patrona había sacado todo el combustible y la había cargado de leña, ¿por qué demonio te has metido allí?»
   Yo me empezaba a recuperar y quise darle una explicación sobre mi enfermedad de las trincheras, pero él no quería escucharme. Se rascó, bostezó y luego, con suave acento ucraniano, dijo muy despacio: «¡Sufres alucinaciones, hijo del demonio! Mañana cubrirás dos servicios, por haber ido a hurgar en una estufa ajena y ofender a la gente, y otros dos servicios más por no saber buscar en el lugar adecuado, pues la leche hervida y las schtchi que sobraron de la cena se las llevó la patrona al sótano al anochecer. ¡Ni siquiera tienes capacidad de observación militar!»
   Kopytovski se echó a reír y se dio una palmada en la cadera desnuda.
   – ¡Con qué buen criterio lo arregló todo el cabo primero! ¡Eso no es un cabo primero, sino un tribunal supremo!
   Nekrasov le miró con cara de pocos amigos y con mucha parsimonia, como si estuviese hablando de otra persona, continuó:
   – ¡He ensayado todos los sistemas para conciliar el sueño durante las noches, pero es inútil! He pasado días enteros sin probar agua y sin llevarme a la boca comida caliente. ¡Y nada! Antes del alba pego un salto como impulsado por la voz de «firmes» y empiezo a vagabundear… Incluso esta misma noche me he despertado antes del amanecer; llovía y yo tenía los pies mojados. Todavía soñando, la maldita enfermedad de las trincheras me ha hecho pensar: «La chabola se ha inundado, tendré que sacar el agua que ha entrado durante la noche.» Me levanto y palpo un árbol con las manos. No me daba cuenta de que Maiboroda y yo nos habíamos echado a dormir bajo un álamo. Seguí tanteando el árbol creyendo que era una pared;
   busco las escalerillas, porque quiero subir. Mientras estaba rodeando el tronco del álamo le pisé sin querer la cabeza a Maiboroda… ¡Vaya jaleo armó! Se levanta de un salto, tira el capote, traga saliva y se pone a blasfemar y a soltar palabrotas. «¡Estúpido -me dijo -, eres un psicópata, que si esto y lo otro, que si te has vuelto loco de repente y por las noches trepas a los árboles como los monos! ¡Por lo menos no molestes a los demás y no andes por encima de sus cabezas; de lo contrario cogeré el fusil y os agujearé a ti y al árbol! ¡Te pudrirás como una manzana llena de gusanos!»
   »El muy idiota no quería comprender que yo le había molestado porque no estaba en mi juicio y que la culpa la tenía la maldita enfermedad de las trincheras. Estuvo diciendo palabrotas hasta que se quedó afónico de tanto gritar. Como comprendí que yo era culpable de aquello tuve que callarme. El recogió sus cosas, las envolvió en el capote y antes de buscar un nuevo sitio en el bosque, me soltó como despedida: «Mira qué suerte más perra: a los muchachos buenos los matan y en cambio tú, Nekrasov, todavía sigues vivo.» Entonces ya no me pude aguantar y le dije: «¡ Vete, haz el favor, no me apestes aquí! ¡Lástima que haya pisado tu cabezota estúpida con un solo pie, en vez de hacerlo con los dos y a fondo…!» Y él, que es un tipo recio y robusto como un toro, vino hacia mí enseñándome los puños. Yo cogí el fusil ametrallador, di dos pasos atrás y le grité de lejos: «¡No te acerques o te limpiaré la cara con una ráfaga! ¡Te haré migas!» Por poco pasamos a las manos.
   – Ya he oído esta noche como os gritabais -comentó Lopajin-. Pero ¿para qué nos cuentas todo eso? No entiendo…
   – Pues está claro, que necesito un descanso.
   – Y los demás, ¿qué?
   – De los demás yo no sé nada. Quizá yo no sea tan fuerte como los demás -dijo Nekrasov con tono lastimero.
   Se había sentado con las piernas muy abiertas; sus botas de color blanquecino estaban estropeadas por la vegetación de la estepa; seguía haciendo dibujos absurdos sobre la arena con una ramita fina sin levantar la cabeza inclinada hacia el suelo.
   Una refriega aérea se libraba a la izquierda, detrás del bosque, en aquel cielo azul despejado que desde la tierra parecía sólido y compacto. Ninguno de los que estaban sentados en el claro del bosque había visto los aviones. Solamente se oía cómo en las alturas se cruzaban el sonoro ruido de las ráfagas de las ametralladoras y los continuos y sordos disparos de los cañones.
   Del conjunto de sonidos distintos y del conjunto de los motores se separó por unos momentos el rugido de un avión cazabombardero; al principio era fino y agudo, luego se incrementaba hasta convertirse en un sonido ronco y muy rabioso que al poco rato cesó de repente. A lo lejos se oían sonidos de disparos y explosiones, como si estuvieran rasgando un tejido.
   De pronto surgió en la parte izquierda del cielo una columna de humo inclinada; en su extremo se divisaba la silueta de un avión que se precipitaba a tierra y cuyo fuselaje brillaba bajo los rayos del sol. Poco después se oyó un estruendo seco y rechinante en la otra orilla del Don.
   Kopytovski palideció visiblemente y murmuró:
   – Ahí va uno… ¡Madre mía, que no sea de los nuestros! Se me revuelve el estómago cada vez que veo caer a uno de los nuestros.
   Permaneció unos instantes en silencio y cuando se repuso de la primera impresión miró receloso a Nekrasov y con un tono de voz preocupado le preguntó:
   – Oye, esa enfermedad de las trincheras que tienes… ¿no es contagiosa? Porque a lo mejor se sienta uno a tu lado tranquilamente y en su juicio y luego, por la noche, empieza a trepar por donde no debe.
   Nekrasov frunció el entrecejo y exclamó despectivo: -¡Idiota!
   – Muy interesante. ¿Por qué soy idiota? -preguntó Kopytovski maravillado.
   – Porque con la salud que tienes tú no se te pegaría ni el carbunco, y menos aún una enfermedad cerebral.
   Kopytovski, al parecer halagado, adoptando expresión juvenil e hinchando el pecho, aspiró una bocanada de aire y, visiblemente orgulloso de sí mismo, dijo:
   – Lo que dices es cierto, yo gozo de buena salud.
   Nekrasov observó, entristecido:
   – Los jóvenes pueden combatir sin descanso, pero yo ya no puedo. Mis años no son los tuyos, me gustaría poder estar en mi casa… Tengo cuatro hijos y, compréndelo, hace un año que no les veo… He olvidado hasta la cara que tienen, es decir sus rasgos. Recuerdo vagamente sus miradas y veo sus figuras como a través de la niebla. A veces por la noche, cuando no combatimos, me atormento tratando de imaginármelos, pero no puedo. ¡Por más que lo intento, y aunque se me desgarra el corazón, no logro imaginármelos! Y lo peor es que me pasa lo mismo con la mayor de los cuatro, Masutka, que tendrá unos quince años… Es inteligente, siempre queda la primera de la clase…
   Nekrasov hablaba cada vez más sordamente y con menos claridad. Pronunció las últimas palabras tembloroso, casi sin voz, y quedó en silencio. Rompió la ramita con la que había estado jugueteando y de pronto dirigió hacia Lopajin sus ojos brillantes por las lágrimas, sonriendo como si quisiera disimular su estado de ánimo.
   – Y ya no hablo de mi mujer… Para eso no tengo palabras… Sólo puedo decir que hace tiempo que he olvidado cómo le huelen los sobacos…
   Pálido, casi sin poder dominarse, Lopajin miraba a Nekrasov con ojos llenos de rabia y le escuchaba en silencio; al cabo de un rato, con voz suave y lenta, preguntó:
   – ¿De dónde eres, Nekrasov? ¿De Kursk?
   También en voz baja y tosiendo ligeramente, Nekrasov contestó:
   – Sí, de Kursk, cerca de Lebedjan.
   Lopajin apretó los dedos con fuerza y, sin apartar la vista del entristecido rostro de Nekrasov, dijo sordamente:
   – ¡Qué lástima da escucharte cuando hablas de los niños, da verdadera lástima! ¡ Oírte hablar como un amante padre y esposo! Sin embargo, mientras los alemanes se apoderan de tu hogar y se quedan con tu familia, tú sólo piensas en convertirte en un yerno más, aquí en la retaguardia; has buscado el momento más oportuno para… Bueno, pues descansa, llénate la barriga de comida, diviértete con otra mujer y deja que mientras tanto los alemanes labren la tierra de tu mujer y-que tus hijos se mueran de hambre como perros. ¡Total, qué más da! ¡Y encima dices que te has olvidado de las caras de tus hijos! ¿No te da vergüenza preocuparte sólo de tu propio pellejo? ¡Escucha, no vuelvas la jeta! Dices que te gustaría estar en tu casa, pero ¿cómo piensas estar allí? ¿Entrando con la conciencia y el honor de un soldado o arrastrando la barriga como prisionero de los alemanes? Después te arrastrarás hasta tu puerta y moverás el rabo para alegrar a tu familia, pues nuestro héroe se siente fatigado de combatir pero está dispuesto a servir en cuerpo y alma al fascista alemán, ¿no es eso? Nekrasov, yo creía que eras un auténtico ruso y por lo visto eres un individuo de nacionalidad desconocida. ¡Vete de aquí sapo asqueroso, no me hagas desbarrar!
   A medida que Lopajin hablaba, su corazón se le iba endureciendo cada vez más; finalmente se calló y dejó salir el aire de sus pulmones con tanto ímpetu como si tuviera en el pecho el fuelle de un forjador.
   – Quizá sería mejor que te largaras, Nekrasov; de lo contrario podría suceder que éste… te pegara sin querer -aconsejó Kopytovski seriamente preocupado, no por las palabras de Lopajin, sino por su forma de hablar amenazadora y contenida.
   Nekrasov ni se inmutó. Al principio escuchaba sonrojándose lentamente, sin apartar su brillante mirada de los ojos de Lopajin. Después apartó la vista y tanto en sus mandíbulas como en su mentón y en los pómulos despellejados apareció una palidez azulada.
   Ahora permanecía silencioso, cabizbajo, y sus dedos temblorosos jugueteaban con la correa del fusil ametrallador. Tan pesado se había hecho el silencio que Lopajin no lo pudo resistir y, con voz todavía más dura y áspera, se volvió hacia Kopytovski.
   – Bueno, y tú, Sashka, ¿qué? ¿Te quedarás aquí? Kopytovski rasgó rabiosamente un trozo de papel para liar un cigarrillo y elevó una ceja con enojo, mientras decía:
   – ¡Vaya pregunta difícil de contestar! ¿Partiremos en dos nuestro fusil? Si te quedas tú, también me quedo yo. Tú y yo somos como el pez y el agua. Marcharemos juntos hasta la victoria final. No puedo dejarte. Sin mí te morirías de nostalgia, no tendrías a quién insultar. Yo tengo mucha paciencia, otro cualquiera no te aguantaría, según lo que le dijeras.
   A Lopajin se le iluminó la mirada y algo nuevo brilló en sus ojos cuando se volvió para mirar de reojo a su ayudante.
   – Eso es justo – dijo con tono de aprobación-. Es camaradería. Mi querido Sashenka, quédate junto a Streltsof mientras yo voy a ver al cabo primero. Hay que comunicar a los jefes que nos quedamos, esto no puede hacerse a escondidas.
   Nekrasov echó a correr para alcanzarle.
   – ¡Ya está bien! ¿Qué más quieres ahora, yerno de cualquier mujerzuela? -dijo groseramente Lopajin sin volverse.
   Después de alcanzarlo, Nekrasov, con voz apenas audible, dijo:
   – He decidido… que también yo… ¡He decidido quedarme con vosotros, eso es! Con tanta fatiga y tanta maldad, uno ya no sabe lo que piensa y la locura le hace decir cosas estúpidas. Y tú, Lopajin, no tengas en cuenta las tonterías… ¿Cuánto hemos caminado juntos? No somos extraños el uno al otro… No tienes por qué enfadarte tanto, ¿entiendes, Pietia? ¿Fumamos el cigarrillo de la paz?
   El corazón de Lopajin aún guardaba rencor hacia su compañero. Lopajin aceleró el paso al mismo tiempo que le alargaba su petaca y, con voz más suave, murmuró:
   – ¡Habría que invitarte a un culatazo, no a un cigarrillo! El demonio sabe lo que haces, y además dices tantas tonterías que haces que pierda los estribos. ¡ Ah, y no olvides que cuando líes un cigarrillo con la petaca de otro, debes hacerlo más delgado!
   – ¡Te juro que no sé hacerlos delgados! -exclamó alegremente Nekrasov.
   Lopajin se detuvo, lio un cigarrillo muy delgado y se lo pasó a Nekrasov. Éste lo tomó cuidadosamente con sus negros dedos, lo examinó por todas partes, le prendió fuego en silencio y, soltando un suspiro, se puso a fumar.

19

   En el momento justo se presentaron en la tienda del cabo primero. El servidor de ametralladoras Vasili Jmys estaba en la entrada, firmes y con las manos pegadas a las costuras de los pantalones. Popristshenko, el cabo primero, le estaba echando una bronca; sus párpados estaban enrojecidos e inflamados y movía los ojos con celeridad:
   – ¡Menudos héroes tenemos! No respetan las reglas de la disciplina militar, no saben lo que es el servicio y se comportan como muchachos en día de feria. ¡Parece que habría que darles todos los caprichos! ¿Acaso no sabes que el soldado tiene la obligación de comer el rancho y de morirse cuando lo ordene el comandante, no cuando a él le dé la gana?
   Miró fijamente al ametrallador en silencio; repentinamente alzó el tono de la voz:
   – ¡Vaya hatajo de granujas! ¡Sois capaces de todo! Pero vamos a ver, ¿cómo se te ha ocurrido presentarte a mí? ¿Qué es esto, una unidad de guerra o el taller de un carpintero? ¿Crees que te has alistado en una faena a destajo? ¿Acaso tengo yo derecho a darte permiso para cambiar de compañía? ¿Qué derecho puedo yo tener? Si hoy te vas tú, mañana se irá otro, y ¿qué pasará después? Pues que me quedaré solo. Y entonces ¿tendré que presentarme a solas al coronel de la división? Claro, hombre, y le diré: «Camarada coronel, ¿en alguna ocasión ha visto usted a un viejo idiota? Tengo el honor de presentarme a usted: el cabo primero Popristshenko. En el regimiento había supervivientes, pero he dejado que se vayan adonde les apetezca, como la gallina que vuelve al corral sin sus pollos. Quíteme los galones de cabo primero y dé orden de que me cuelguen de una rama, me he ganado a pulso que me columpien…» ¿Es eso, Vasili Jmys? ¿Ese es el tipo de honor que me reservas para mi vejez de soldado? ¿No lo habías pensado, hijo de los demonios?
   El cabo primero juntó las yemas de los dedos, teñidos de nicotina, y durante un buen rato las tuvo apoyadas en su nariz encorvada mientras seguía diciendo al soldado de ametralladoras:
   – Si por una imbecilidad se te ocurre marcharte por las buenas, te consideraré un desertor. ¡Entérate! ¡Y tendrás que presentarte ante un tribunal para responder de tu deserción! ¡Vete al infierno y no vuelvas más por aquí con semejantes tonterías!
   – De acuerdo, camarada cabo primero, no volveré más ante tu presencia con semejantes tonterías -subrayó Jmys; y frunciendo sus finas cejas juveniles giró a la izquierda y entrechocó blandamente sus talones desgastados.
   El cabo primero acompañó con la mirada su figura erguida y un tanto orgullosa y abrió ampliamente los brazos.
   – Menudos elementos han venido -exclamó con ojos llorosos y sin dejar de parpadear y de soplar a través del bigote rojizo que empezaba a encanecer-. Es el cuarto que se me presenta esta mañana, y todos con la misma copla. ¡El cuarto! No quieren ir a retaguardia, se quieren quedar aquí… A lo mejor tampoco yo tengo muchas ganas de ir a la retaguardia, pero ¡debo cumplir órdenes! -gritó de pronto con voz de falsete; luego, un poco más apaciguado, prosiguió en tono más sereno-: Acabo de ver al comandante del treinta y cuatro regimiento. Ha ordenado dirigirse inmediatamente a la aldea de Talovsky, donde está el estado mayor de nuestra división. Me atreví a preguntarle qué sería de nosotros y me dijo: «No te preocupes, viejo: si habéis conservado lo más sagrado en la lucha, la bandera, no disolverán vuestro regimiento, sino que alistarán rápidamente hombres nuevos, completarán los mandos y os enviarán de nuevo al frente, al lugar más importante.» -El cabo primero levantó el dedo índice y repitió -: «¡Al más importante! ¿Comprendéis? «Porque nuestra división -dijo el comandante- es de cuadros, ha sufrido todas las pruebas y ha demostrado que sabe resistir. Y una división así, aunque esté maltrecha, no puede permanecer inactiva.» Eso dijo el comandante, para que ahora vengan unos cuantos listos a calentarme la cabeza con su heroísmo infantil. Lo que quieren es dejar su unidad para vagabundear por el frente como intrigantes entre bastidores. ¿Dónde se ha visto que uno, por su propia cuenta, vaya de unidad en unidad? Y digo yo: ¿de qué va a saber esa criatura, Vasili Jmys, dónde está el lugar más importante? A lo mejor otra división se encarga de esta defensa y ocupa nuestro puesto hasta el invierno, con lo cual no sería raro que estuviera aquí sin dar golpe, sin intervenir en ningún combate, como el que cumple una condena. Porque, ¿quién sabe más, el comandante o ese bocazas de Vaska?
   ¡Todo se iba a los demonios! Los anteriores cálculos y planes de Lopajin se desmoronaron ante las palabras irrefutables del cabo primero.
   Lopajin se quitó maquinalmente el casco y lo acarició con la palma de la mano por la parte recalentada por el sol. «El viejo maldito tiene toda la razón. ¿Cómo no he removido yo antes esas ideas en mi puchero? -pensó sorprendido mientras lanzaba una mirada al cabo primero -. Además es lógico que nos envíen a un lugar de responsabilidad, pues es muy posible que los fascistas alemanes olviden esta zona. Eso es lo que pasará, seguro! Avanzan hacia el este y nos dejan de lado… Vaya, me he confundido y ahora no me queda más remedio que dar marcha atrás.»
   – Y vosotros, hijos, ¿a qué habéis venido? -preguntó maliciosamente, con modales insinuantes, el cabo primero; y temiendo algo desagradable, esperó su contestación estirando el cuello arrugado con gesto de gallo de pelea.
   La. pregunta inesperada hizo que Nekrasov se quedara con la boca abierta. Lopajin, limpiándose con la manga el sudor que le corría por la frente, respondió con aire de indiferencia:
   – Venimos a saber cuándo entraremos en acción.
   El cabo primero lanzó un suspiro de alivio.
   Lopajin prescindió del anterior aplomo y suspiró también. Pero Nekrasov, inspirando aire con un silbido, susurró:
   – ¿Por qué andar con rodeos? ¡Díselo ya! ¡Habla, a nosotros no va a asustarnos!
   – ¡Ya está dicho todo! -cortó Lopajin. Y volviéndose al cabo primero, agregó-: Mándales formar, no sea que se te desmande la tropa.

20

   Alrededor de las seis de la tarde tuvo lugar el transporte a unos quince kilómetros de distancia. Cuando el calor empezaba a disminuir hicieron un descanso. Luego entraron en un pueblo situado en zona de secano y lleno de sauces.
   Aún faltaban unos siete kilómetros desde aquel punto hasta Talovsky, aldea donde se alojaba el estado mayor de la división. Pero antes de entrar en la aldea de los sauces el cabo Popristshenko avisó de que pasarían allí la noche. Descontento, un soldado hizo un comentario:
   – ¡Todavía es pronto para pensar en pernoctar! Cabo primero, yo creo que lo mejor sería hacer un alto y fumar un cigarrillo; luego seguimos y al anochecer podemos estar en Talovsky. ¿No sería mejor?
   Añadió otro:
   – ¡Hemos pasado el día sin comer! Por lo menos allí podríamos acercarnos al caldero del jefe…
   Popristshenko gruñó por entre los bigotes grises y se encaró severamente con los parlanchines:
   – ¡Ya basta de discutir y de cotorrear! No puedo plantarme ante el coronel con un hatajo de muertos de hambre descalzos, ¿lo entendéis? O sea que pasaremos aquí la noche y pondremos orden. Hay que coser y zurcir la ropa, limpiar las botas, dejar el armamento brillante, lavarse y rapar las barbas. Quiero un zafarrancho y mañana ha de estar todo brillante como el cristal. Y pasaré revista. ¿Está claro? Ya me ocuparé de pedir al koljós todo lo que necesitemos. Aquí no hay más fuerza que la nuestra, de modo que no tenemos por qué mendigar de puerta en puerta. ¡No somos pobres pordioseros! ¡Quede claro y entendido que no consentiré que se deshonre al regimiento!
   Encontraron al presidente del koljós en el despacho de dirección. El cabo primero entró en el edificio mientras los soldados se sentaban a la sombra. Algunos se acercaron pesadamente hasta el pozo. Unos quince minutos más tarde oyeron voces en el interior de la casa: la juiciosa y casi suplicante del cabo primero y la otra, de tenor, al parecer del presidente, que repetía una y otra vez en todos los tonos: «No puedo. Nada, que no puedo. ¡No puedo, camarada cabo primero!»
   – Parece que no llegan a un acuerdo. Lopajin, ve a ayudar al viejo -aconsejó Kopytovski, que estaba a la escucha.
   Hacía ya rato que Lopajin prestaba atención a la conversación. Se levantó y se dirigió decidido a la entrada.
   Estaban en una pequeña habitación junto a la ventana. El presidente del koljós estaba sentado junto a los cristales de dicha ventana, pegados con tiras de papel de periódico, y llevaba sobre los hombros una guerrera militar muy ajada. Era un hombre joven de apariencia y llevaba gorra sin estrella. La manga derecha de la guerrera, vacía, la llevaba sujeta a la cintura. El cabo primero se puso frente a él, acercando un taburete de forma que sus rodillas casi rozaban las del presidente. Como si quisiera hacer resaltar la ronquera de su voz, le decía con aplomo:
   – Tú has estado en el frente y sin embargo no quieres comprender nuestra situación. Perdona que te diga que piensas como una mujer estúpida…
   Al presidente le centelleaban maliciosamente los ojos, que mantenía entrecerrados, y torció los labios en silencio. Estaba claro que le molestaba aquella conversación. Lopajin saludó y tomó asiento en el borde de un banco.
   – ¿De qué hablan ustedes? ¿Qué se discute? Sin mirarle siquiera, el presidente le respondió:
   – El cabo primero quiere que le entreguemos diversos artículos del almacén del koljós, y yo no puedo hacerlo.
   – ¿Por qué no?
   – ¡Ja! ¡Por qué! Pues porque el almacén está vacío. ¿Os figuráis que sois los primeros que pasan huyendo a través del pueblo?
   – Nosotros no huimos -corrigió Lopajin esforzándose por contenerse. Notó cómo en su interior se incrementaba un odio hacia aquel hombre, cuya voz le parecía cada vez más-presuntuosa. «Se le ha olvidado cómo se vive en el frente, ha dejado de luchar, ahora no hace más que cebarse. ¿Qué demonios le importa la necesidad ajena? Ahora todo le da igual», pensó dirigiendo una mirada hostil al cuello fuerte y enrojecido y a las mejillas tersas y bien afeitadas del presidente del koljós.
   – No sois los primeros en huir ni seréis los últimos -repitió tercamente el presidente.
   – Insisto en que nosotros no huimos -dijo secamente Lopajin -. Eso, en primer lugar; y en segundo lugar, somos los últimos. No hay nadie detrás de nosotros, nadie.
   – ¡Para nosotros eso no importa! ¡Muchos os han precedido ya y han ido haciendo una limpieza como si barrieran con una escoba!
   El presidente volvió el rostro hacia Lopajin, como si quisiera añadir algo. Pero Lopajin se le adelantó para preguntar:
   – ¿Has estado alguna vez en el frente?
   – ¿Piensas que un cordero se me ha merendado el brazo?
   – ¿Has tenido que retroceder?
   – De todo hubo. Pero jamás he visto lo que estoy presenciando ahora.
   – Comprende, pedazo de alcornoque, que no puedo dejar hambrienta a toda esta gente -insistió el cabo primero -. Soy responsable ante el coronel de todos y cada uno de ellos, ¿entiendes? Extiéndeme un vale, ya encontraremos alguna cosa; no es mucho lo que necesitamos.
   Con gesto persuasivo el cabo primero puso una mano encima de la rodilla del presidente, pero éste retiró la pierna sonriendo tranquilamente.
   – ¡Ay, cabo, cabo! ¿Cómo te lo haré entender, viejo? Te estoy hablando en ruso: no hay nada en el almacén, sólo ratones, aunque no lo creas. Y no me toques la pierna, que no soy una mujerzuela; además, mi pierna no es sensible a las peticiones, es artificial. Mi última oferta: os daré dos kilos de mijo, eso es todo. Encontraréis pan por las casas de aquí.
   – ¿Y qué quieres que haga yo con dos kilos para veintisiete personas en activo, para todo el regimiento? Además, ¿con qué vamos a condimentar las gachas? Por otro lado, no permitiré que los soldados vayan de puerta en puerta pidiendo pan. ¿ Está claro?
   Lopajin notó el gesto avinagrado del cabo primero y separó el banco, haciendo un leve ruido. El cabo primero le advirtió con un gesto:
   – Lopajin, no te sulfures.
   – Vamos al almacén -se limitó a decir el jefe del koljós.
   Pisando con fuerza y haciendo chirriar su pierna artificial al arrastrarla, se dirigió a la salida. Popristshenko le seguía satisfecho. Lopajin iba tras ellos.
   Cuando llegaron al granero, el presidente dejó que el cabo primero entrara primero y cogió a Lopajin por el codo.
   – Mira tú mismo, impulsivo, lo que nos queda. No tengo ningún granero oculto, no voy a esconderos nada de nada. Al parecer sois buenos soldados, valientes, y os daría con gusto una oveja para que os la comierais, pero el ganado, grande y pequeño, fue evacuado ayer por orden de la jefatura del distrito. Sólo queda lo que corresponde al uso particular de cada miembro del koljós. Os regalaría mi oveja si tuviera una, pero en mi hogar sólo quedan mi mujer y un gato.
   Lopajin, en silencio, ayudó a abrir el candado y se introdujo en el almacén de grano, sumido en la penumbra. En un rincón se amontonaba un poco de mijo. El cabo primero notó la indecisión de Lopajin y le ordenó imperativamente:
   – ¡Date prisa!
   Agachándose, rojo de vergüenza y de tensión, Lopajin amontonó en el centro, con ayuda de una pluma de ganso que encontró, todo el mijo que había. Cuando hubo terminado, se levantó.
   – En total habrá unos tres kilos.
   – Bueno, pues cogedlo todo, no lo vamos a guardar para simiente -dijo el presidente con aire benévolo, sin quitar los ojos de Lopajin.
   Mientras Lopajin echaba a puñados el mijo en el macuto, el cabo primero sacó del bolsillo una cartera sucia de sudor y moviendo los bigotes llenos de polvo, empezó a contar unos rublos grasientos.
   – ¿Cuánto vale? -preguntó mirando al presidente por el rabillo del ojo.
   Este, riéndose, movió el brazo que le quedaba.
   – De ninguna manera. No cobramos por una insignificancia.
   – Y nosotros no nos llevamos nada sin pagar, ¿entiendes? – El cabo primero dejó el dinero en el lugar donde se guardaba el mijo y luego añadió respetuosamente-: Agradecemos tu amabilidad.
   Y se dirigió hacia la salida.
   – Los ratones se van a comer tu dinero -comentó sonriendo el presidente.
   El cabo primero no respondió. Una vez traspasado el umbral, se dirigió a Lopajin, diciéndole:
   – Ya tenemos la base, pero ¿y el resto? El cuento dice que un soldado calentó gachas con un hacha, pero sólo era un cuento. ¿Qué haremos nosotros, minero? Unas sopas ligeras, sin condimento y sin pan, son como una boda sin novio. ¡Y los muchachos están que se mueren de hambre! Una situación imposible -concluyó tristemente el cabo primero.
   ¿Una situación imposible? ¡No existen situaciones imposibles! O por lo menos siempre lo había creído así, y es posible que la última frase del cabo primero le llevase a cometer alguna imprudencia… Unas lucecitas alegres brillaron en los ojos claros de Lopajin. ¡Demonio! ¿Cómo no había caído antes en la cuenta ¿Cómo podía rendirse cuando tenía en sus manos una baza tan importante, su atractivo personal y su gran éxito entre las mujeres, él, tan irresistible entre el bello sexo? Lopajin dio unas palmaditas al cabo primero en el hombro; tenía un aspecto de profundo abatimiento, y le dijo:
   – ¡ Popristshenko, lo más importante es que no te desanimes! Déjalo todo de mi cuenta. De mi cuenta. Ahora lo organizaremos. No prometo mucho para hoy. Me dedicaré a estudiar la situación y a explorar el terreno, ¡pero mañana os podré alimentar a todos! ¿De acuerdo? -y mientras decía esto se acercó la palma de la mano a la nariz.
   – Pero, ¿qué se te ha ocurrido? -intentó averiguar el cabo primero -. ¿No habrás pensado en algo ilegal?
   – Todo será perfectamente legal, palabra de tirador antitanque – aseguró Lopajin sonriendo -. En este asunto el único perjudicado seré yo. Tendré que prescindir de mis principios morales, aunque la verdad es que de un tiempo a esta parte se han debilitado un tanto; además, estoy dispuesto a sacrificarme por mis compañeros.
   – Si claro y no me marees más.
   – Bien, ahora lo sabrás. ¡Un minuto más, camarada presidente!
   Lopajin se acercó a él clavando su mirada en la del presidente. Jugueteando con un botón de la guerrera del camarada, dijo con aplomo.
   – Eres una buena persona y te hablaré con claridad: tenemos que comer sea como sea, ¿no es así? Tú no puedes hacer nada para proporcionarnos comida, ¿verdad? Pues ayúdanos de otra manera.
   – ¿Cómo?
   – Tiene que haber en este koljós alguna viuda o mujer de soldado que viva desahogadamente y que tenga gallinas, ovejas o cualquier clase de pequeños animales domésticos.
   – Claro que las hay. Nuestro koljós es bastante rico. -Bien, pues en tal caso debes instalarnos en la casa de una de esas ciudadanas acomodadas para pernoctar. Una vez allí, corre de nuestra cuenta lo demás. Pero, por favor, que no tenga una cara horrible. Que tenga más o menos aspecto de mujer: ¿me entiendes?
   El presidente guiñó un ojo maliciosamente y preguntó:
   – ¿Y que no tenga más de setenta años?
   El asunto era demasiado serio para que Lopajin se permitiera bromear. Quedó pensativo y repuso:
   – Setenta quizá resulte demasiado, es un precio muy elevado; pero en caso de necesidad una de setenta serviría. ¡Hay que aceptar algún riesgo! De todos modos sería preferible que fuera más joven…
   – ¿Qué dices? ¡Claro que es posible! -exclamó el presidente frunciendo los labios -. Decides con la seguridad de un soldado. Dicen que a falta de pan buenas son tortas. Te llevaré, pero con una condición: que luego no te enfades conmigo.
   – ¿Por qué? -preguntó Lopajin.
   – Cerca de aquí vive la mujer de un soldado. Tiene unos treinta años. Su marido es teniente y está en la guerra. En su casa está sola pero tiene gallinas, gansos, patos, dos cerdos y docena y media de ovejas. Vive en la abundancia. Lo más importante es que está ella sola, no tiene hijos ni a nadie. ¿Ves?, es aquella casa del tejado verde, más allá de los álamos. Ahí vive. Su marido antes de la guerra trabajaba en…
   – No me interesa su marido – le interrumpió Lopajin impaciente-. ¿Y qué ocurre? ¿Por qué me puedo enfadar? ¡La edad me va bien!
   – Amigo, sucede que es una mujer dura. ¡Vaya que si es dura!
   – Bueno, eso no es terrible. Otras parecidas se han doblegado – contestó Lopajin muy seguro de sí mismo, y se volvió hacia el cabo primero-: ¿Me das permiso para actuar, cabo primero?
   Popristshenko hizo un gesto lleno de fatiga.
   – Actúa. Pero no estoy muy seguro de que no nos vayas a comprometer.
   – ¿Yo? ¿Comprometeros yo? -exclamó Lopajin irritado. -No sería tan difícil. Cuando serví en el viejo ejército y aún era joven, hacía de todo, no podía vivir sin pecar. Y en ocasiones, cuando uno se separaba de los demás para ir a casa de alguna amiguita, siempre volvía con alguna tortilla y una botellita de vodka. Pero aquí hay veintisiete hombres. No sé cómo habrá que tratar a esa mujer para que nos dé comida, no para uno solo, sino para veintisiete. Aquí, minero, es donde hay que esforzarse. Yo diría que…
   – No me importa tener que esforzarme -le aseguró Lopajin con aires modestos.

21

   En el oeste parecía colgar del cielo una nube blanca aureolada de rojo. Alrededor de la nube soplaba el viento ondulando la aureola que la envolvía. Por encima de la nube se dirigían en dirección norte cuatro Messerschmitt. Tras pasar las aldeas descendieron y poco después el viento trajo el típico tableteo de las ametralladoras y las explosiones apagadas.
   – Por el camino están sacudiendo a alguien. Seguro que están pasando un mal rato -comentó un soldado alto y cuellilargo que pescaba cangrejos en la otra ribera del Don.
   Lopajin alzó un momento la cabeza, escuchó las explosiones, no muy lejanas, y volvió a inclinar la frente. Se escupió las botas y luego, con un trozo de capote alemán, las limpió parsimoniosamente.
   Bajo el tejado del granero se instaló la tropa. Se quedaron en mangas de camisa, sucios y sudorosos, y empezaron a coser los rotos de las guerreras, viejas y deslucidas. Les tocó luego el turno a los capotes y a los pantalones. A continuación intentaron arreglar el calzado. Un soldado encontró unos cuantos instrumentos de zapatero, un par de hormas e hilo. Kopytovski resultó un zapatero aceptable. Puso a sus botas unas medias suelas, lo que le valió que sus camaradas le encomendaran las suyas. Kopytovski murmuraba irritado:
   – ¡Así que habéis topado con un remendón! ¡Habéis encontrado un idiota que ni siquiera cobra! ¡ Me tendré que estar aquí dándole al martillo hasta que amanezca!
   Estaba sentado en un tocón, en calzoncillos (grises y desgastados) y con las piernas abiertas. Insertaba con furia cuñas de madera de abedul en unas medias suelas para las botas de Nekrasov. Éste, a su lado, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, intentaba poner un remiendo en la pernera de los pantalones de Kopytovski con una aguja torcida, tarea en la que se mostraba un tanto torpe. En sus manos iba quedando un costurón lleno de protuberancias; Kopytovski, dejando su trabajo dijo con espíritu crítico:
   – Nekrasov, tú quizá tengas alguna idea de lo que es un sastre, pero careces de maña. Sólo puedes hacer atalajes para caballos, pero nada de remendar pantalones de soldados. ¡Vamos! ¿Qué manera es esa de trabajar? ¡Es una burla para los pantalones, no un trabajo! Cualquier piojo se matará si se cae por esa costura del tamaño de un dedo. ¡Eres un desgarramantas, no un sastre!
   – ¡Menudos pantalones los tuyos! -repuso Nekrasov-. ¡Sólo tenerlos en las manos da asco! Yo intento remendártelos con el segundo repuesto antigás, y por mucho que me atormento, no se ve el final de esto… Habría que hacerte unos pantalones de hojalata, entonces quizá sirvieran para algo. Sashka, ¿por qué no les hacemos tirantes a tus calzoncillos y quemamos los pantalones?
   Kopytovski puso los ojos en blanco mientras pensaba una respuesta cáustica pero en aquel momento alguien gritó:
   – ¡Muchachos, que viene la patrona!
   De repente todos callaron. Veintiséis pares de ojos dirigieron sus miradas hacia la puerta; sólo Streltsof siguió silbando suavemente, engrasando con cuidado el cerrojo desmontado de su fusil ametrallador, sin levantar la cabeza, que mantenía inclinada.
   Una mujer se acercaba majestuosamente al umbral de la puerta. Era bastante alta, corpulenta y hermosa. Bien proporcionada, tenía facciones hermosas y su estatura rebasaba al menos en una cabeza al más alto de ellos. En medio del silencio, alguien suspiró:
   – ¡Vaya, fijaos en eso!
   El cabo primero abriendo los ojos desmesuradamente empujó a Lopajin.
   – Alégrate, muchacho. ¡Esto no lo esperábamos! Lopajin se apretó el correaje, se arregló inmediatamente los pliegues de la guerrera y tras quitarse el casco, se alisó los cabellos con la palma de la mano. Irguiéndose completamente, como un caballo que hubiera oído los clarines que llaman al combate, con ojos embelesados acompañaba a aquella mujer de aspecto imponente.
   El cabo primero movía con desesperación los brazos, diciendo:
   – ¡No hay nada que hacer! ¡Ahora mismo voy a romperle los morros a ese presidente! ¡Para que se burle otra vez de nosotros, el muy hijo de puta!
   Lopajin le dirigió una mirada confusa y, algo descontento, le preguntó:
   – ¿De qué demonios te asustas?
   – ¿Cómo que de qué? -se indignó el cabo primero -. ¿No has visto acaso lo que viene?
   – Lo veo. Una mujer de una pieza. Con faldas y todo lo demás. ¡Una maravilla, no una mujer! -exclamó Lopajin admirado.
   – ¡De una pieza! ¡Maravilla con faldas! -gruñó el cabo primero -. No es una mujer lo que viene, es un monumento. ¡Da miedo mirarla! Vi una parecida en una exposición agrícola de Moscú, antes de la guerra. A la entrada había una mujer de piedra, un monumento, como ésta… ¡Dios ha creado cada cosa! – El cabo primero, escupiendo y blasfemando, arrastró a Lopajin a un rincón del granero y le preguntó en voz baja -: ¿Qué haremos? ¿Nos mudamos de alojamiento?
   Lopajin, seguro de sí mismo, mirándole de arriba abajo le dijo, encogiéndose de hombros:
   – ¿De qué hablas? ¿Por qué mudarnos? Haremos lo que hemos acordado. Todo sigue en pie como antes.
   – ¡Pero Lopajin, deberías limpiarte los ojos! ¡Mira bien! ¿No ves que tu cabeza apenas alcanza a los hombros de esa mujer?
   – Bueno, ¿y qué importa eso?
   – Pues que eres bajito para ella, ¿no lo ves?
   Mirando el rostro demudado y casi asustado del cabo primero, Lopajin sonrió con aire despectivo:
   – Cabo, ya te han salido canas e ignoras lo que sabe cualquier mujer…
   – ¿Qué ignoro? Puedo enterarme ahora…
   – Pues que la pulga pequeña pica más fuerte y mejor ¿comprendes?
   El cabo primero, disipadas algunas de sus dudas, contemplaba en silencio y con profundo respeto a Lopajin, que parecía irradiar aplomo y arrogancia. Lopajin, frunciendo el ceño, dijo con alegre sonrisa:
   – Oye, cabo, ¿has estudiado alguna vez historia antigua? -No he tenido ocasión. Para hacerme albañil no la necesité en absoluto. ¿Por qué lo preguntas?
   – En la antigüedad hubo un jefe supremo de los ejércitos que se llamaba Alejandro de Macedonia, y más tarde, en Roma, vivió otro jefe de los ejércitos llamado Julio César, cuyo lema era «Llegué, vi y vencí.» Yo tengo el mismo lema y no me asusta lo más mínimo la estatura de esta ciudadana. ¿Me das tu permiso para actuar, cabo primero?
   – Claro, actúa, no puedo oponerme, no tenemos otra salida. Pero te diré una cosa, minero: tú no morirás de muerte natural.
   El cabo primero movió la cabeza con desconsuelo, pero Lopajin le guiñó un ojo alegremente poniendo su manaza sobre el hombro del viejo cabo.
   – Todo saldrá bien. ¡ Cabo primero, no te haré ninguna faena ni me la haré tampoco a mí! ¡Puedes estar totalmente seguro!

22

   Lopajin se empeñó en la ardua tarea de ganarse las simpatías de la patrona. Ofreció su ayuda para regar el huerto y en vez de alejarse lentamente del pozo con los cubos colmados, como hacen los hombres de la estepa, se apresuraba tomando la delantera a la mujer y dando saltitos alegres. Al hacer leña mandaba en todas direcciones astillas de abedul. Sin detenerse a meditarlo se quitó las botas brillantes, se remangó los pantalones hasta las rodillas y se lanzó ardientemente a limpiar el corral de verano de las vacas. El estiércol le llegaba a los tobillos.
   Por su parte la patrona aceptaba esta ayuda con placer; contemplaba al ardiente Lopajin con una sonrisa picara y jovial en sus ojos grises. De cuando en cuando volvía la cabeza y se arreglaba torpemente el pañuelo blanco que la cubría. ¡Si hubiera podido ver entonces Lopajin la sonrisa franca del que todo lo sabe!
   El resto de los soldados seguían sentados al amparo del cobertizo del granero. Hablaban a media voz; cada cual se entretenía en sus asuntos pero a nadie se le escapaba el menor gesto de la patrona y de Lopajin, a quienes observaban de continuo. El cabo primero era el más interesado por las evoluciones de Lopajin. Se instaló en el asiento de una segadora averiada y desde allí, junto al granero, observaba el patio como un jefe militar que contemplara un campo de batalla. El ametrallador Vasili Jmys le dijo burlonamente, dirigiendo un guiño a la tropa:
   – Camarada cabo primero, su puesto de vigía es mejor que el de un general. ¡Seguro que disfruta de una buena vista desde allí!
   El cabo primero gruñó:
   – ¡Cállate, perra parturienta! Hay un hombre que hace todo lo posible por vosotros y tú no sabes más que ladrar.
   El cabo primero seguía observando a Lopajin con desconfianza, pero su rostro se iluminó cuando, al volverse, oyó que la mujer llamaba con voz suave y cariñosa a Lopajin, que estaba cortando leña.
   – ¡Menuda pieza! ¡Es terrible con las mujeres! ¡Ya ha conseguido que le llame por su patronímico! ¿Habéis oído? Le ha llamado Piotr Fedotovich. ¡ Qué minero! No es de los que se pierden o se quedan huérfanos.
   – ¡Ya pica! -exclamó satisfecho Nekrasov moviendo la cabeza y señalando a la mujer, mientras daba un golpecito amistoso al cabo primero.
   – ¡Claro que pica! Dime, ¿por qué no iba a picar? Es un buen muchacho y la estatura… a fin de cuentas, ¿qué importa? Para hacer buena pareja con esa mujer haría falta un hombre largo como la viga de un puente o dos muchachos fornidos colocados uno encima del otro, para que el de arriba llegara a la altura de ella… ¡Pero este Lopajin no necesita trucos, el muy hijo de perra! Por algo dicen que la chinche aunque es pequeña huele mal. Actúa como un héroe, como ese jefe del ejército… -Al llegar a este punto el cabo primero, arrugando los labios, miró fijamente a Nekrasov y súbita e inesperadamente preguntó-: ¿Tú has estudiado alguna vez, por casualidad, historia antigua?
   – Tengo muy pocos estudios -contestó Nekrasov con un suspiro -. No pude acabar ni siquiera la enseñanza primaria por culpa del maldito zarismo y de la pobreza de mis padres. No he tenido ocasión de conocer la historia antigua. Y lo que no lo sé, pues no lo sé; no soy pretencioso.
   – ¡Ya es lástima que no hayas estudiado, ya es lástima!
   – exclamó el cabo primero en tono de reproche, y con aires de superioridad se atusó el bigote -. Cuando yo era pequeño tampoco se me daban bien algunas asignaturas. Solía ocurrirme que cuando tenía que estudiar historia antigua, o cualquier otra materia desagradable, como la geografía, me daban hasta dolores de cabeza. Pero bueno, llega el momento en que se supera todo eso y uno va adquiriendo poco a poco educación y más instrucción, ¿comprendes?
   – Claro que comprendo -afirmó resuelto Nekrasov admirando la cultura del cabo primero, que antes no había descubierto debido a los avatares de la guerra.
   – Por ejemplo, en la antigüedad vivió un general famoso, Alejandro… Alejandro… ¡Ay, maldita memoria! De repente no me acuerdo de un apellido… La memoria de un viejo es como un cacharro viejo. Alejandro…
   – ¿Suvorov? -preguntó Nekrasov tímidamente.
   – Nada de Suvorov, Alejandro Makedonskov. ¡Ese era su apellido! ¡Me ha costado acordarme, con este ajetreo del diablo! Vivió bastante antes que Suvorov, en tiempos del zar Goroj, cuando aún había poca gente. Pues bien, el caso es que este Alejandro combatía de la siguiente manera: ¡uno y dos, jaque mate! Su precepto principal ante el enemigo era: «Llegué, vi y hollé.» Y dejaba tales huellas el muy hijo de perra que el enemigo al cabo de cien años aún no se había recuperado. ¡Y a cuántos atizó! Pudo con los alemanes, con los franceses, con los suecos y hasta con algunos italianos. Sólo se estrelló contra Rusia, donde no pudo hacer nada, y por ello tuvo que retroceder. ¡Le venía grande Rusia!
   – ¿De qué nacionalidad era? -preguntó Nekrasov francamente interesado.
   – ¿Quién? ¿Alejandro? – La pregunta inesperada dejó atónito al cabo primero, que durante unos segundos se estuvo atusando el bigote, con la frente fruncida y musitando-: ¡ Ah, maldita memoria! A un hombre de edad le ocurre como a un caballo viejo: le llaman por su nombre y ni siquiera mueve la cola; se le olvidan hasta los nombres… -El cabo primero se quedó un rato pensativo y en silencio, luego dijo, con decisión-: Supongo que tendría su propia nacionalidad.
   – ¿Cómo que su propia nacionalidad? -preguntó Nekrasov, admirado por la respuesta.
   – Pues eso, que tenía la suya, simplemente. Su propia nacionalidad y se acabó. ¿Está claro? Así lo explica la historia antigua. Tuvo su propia nacionalidad, y luego todo se fue al demonio y no quedó ni para simiente. Bueno, pero no tiene importancia. Lopajin y yo hemos recordado a ese Alejandro a causa de la actual circunstancia. Le he dicho: «Muchacho, no te vayas a quemar con esa mujer, no nos hagas una jugarreta con los alimentos.» Y el hijo de perra sonríe y dice: «Tengo la misma costumbre que Alejandro Makedonskov: "Llegué, vi y hollé".» «Bueno -le digo- quiera Dios que nuestro ternero siga vivo. Ve y actúa, gánate a esa mujer de manera que al final se desprenda, al menos, de una oveja. ¡Que no sea menos!» Prometió cumplir su palabra y por lo visto la cosa le va bien. ¿Has oído cómo le habla? Le ha dicho: «Piotr Fedotovich, déme un cubo.» En primer lugar, se ha dirigido a él llamándole por su patronímico, y en segundo lugar le ha tratado de usted. Esto significa algo, ¿no es verdad?
   – Claro, tienes razón -confirmó Nekrasov satisfecho -. Y no estaría mal que pudiéramos comernos unos schi frescos con cordero lechal. La patrona tiene en su granja unos corderitos muy buenos. Especialmente hay uno ya crecido, que debe de tener casi cuatro kilos de grasa. Si la patrona se desprende de un animal, sólo tenemos que hacer la matanza y… ¡a comer! Antes me he quedado sorprendido al ver a ese animal cuando volvía de pastar.
   – El borstch de cordero queda muy sabroso cuando se guisa con coles tiernas -comentó meditabundo el cabo primero.
   – La col debe ser tierna, mientras que la patata ha de ser vieja para poder hacer un buen borstch – dijo animadamente Nekrasov-. La patata nueva no sirve para cocerla.
   – Se le puede echar patata vieja -consideró el cabo primero-. Y tampoco quedaría mal con un poco de cebolla frita…
   Vasili Jmys, que se había acercado sin que ellos lo advirtieran, dijo soñadoramente:
   – Antes de la guerra mi madre siempre que hacía borstch iba al mercado y compraba riñones. ¡Para el borstch son buenísimos los riñones de cordero! ¡Y si se le echa hinojo, toda la casa despide un aroma delicioso!
   – El hinojo es demasiado fino. Lo importante es que la col y los tomates estén maduros. ¡En eso consiste la verdadera gracia! -dijo el cabo primero, convencido.
   – La zanahoria tampoco le va mal -exclamó Nekrasov con aire soñador.
   El cabo primero estaba a punto de añadir algo pero de repente escupió y exclamó con rabia:
   – ¡Bueno! ¡Se acabó la charla! ¡Vamos a limpiar las armas! Luego pasaré revista minuciosamente. Se empiezan charlas estúpidas y cuando uno las escucha, se le revuelven las tripas…

23

   Casi toda la tropa se preparó para el descanso junto al granero, en el patio. La patrona dispuso para sí una cama en la cocina. En otra habitación separada se tendieron en el suelo Streltsof, Lopajin, Jmys, Kopytovski, el cabo primero y otros cuatro soldados. El soldado de cuello alargado a quien apodaban Pescacangrejos y Jmys se quedaron charlando en voz baja largo rato. Kopytovski consiguió cazar una pulga soltando palabrotas entre dientes. Lopajin, silencioso, se fumó dos cigarrillos. Un rato después le dijo en voz baja el cabo primero:
   – ¿Duermes, Lopajin? -No.
   – ¡Intenta no dormirte!
   – ¡Tú no te preocupes!
   – Tienes que animarte y tener fuerza, te conviene un poco de vodka. ¿Dónde demonios podríamos conseguirla? Lopajin dijo riéndose en la penumbra:
   – No me hace falta la vodka.
   Se levantó y se estiró desperezándose; le crujieron los huesos.
   – ¿Ya te vas? -inquirió en voz baja el cabo primero.
   – ¿ Por qué había de perder aquí el tiempo? – repuso Lopajin con tono de voz normal.
   – ¡Que la suerte te acompañe! -dijo con ánimo el camarada Pescacangrejos.
   Lopajin no repuso; en la oscuridad se dirigió de puntillas al zaguán.
   – Dentro de la casa dormimos los más hambrientos; el resto está en el patio -dijo Jmys a media voz, y bostezando como con descuido se tapó la boca con la mano.
   – ¿Cómo dices? -preguntó sorprendido Kopytovski.
   – ¡No pasará! ¡No pasará! -exclamó Jmys con la voz temblorosa por la risa.
   En aquel momento Akimov, tirador del tercer batallón, hombre bilioso y amargado, que antes de la guerra había trabajado como contable en una gran empresa constructora de Siberia, dijo:
   – Le ruego, camarada Jmys, que tenga mucho cuidado con las palabras que emplea y que son sagradas para la humanidad. Por lo que he podido saber, usted recibió la segunda enseñanza, es un intelectual, pero sus maneras de expresarse son descuidadas, emplea las palabras con demasiada ligereza.
   – ¡No pasará! -exclamó otra vez el joven Jmys sin poder contener la risa.
   – ¿Por qué graznas, pajarraco? -preguntó indignado Pesca-cangrejos-. ¡No pasará, no pasará, pero va avanzando lentamente! ¿No oyes cómo cruje el suelo? Sin embargo, tú continuas con el «no pasará». ¡Y tanto que pasará! ¡Y muy fácilmente!
   Kopytovski avisó:
   – ¡Más bajo! Aquí lo importante es roncar y callar.
   – Yo creo que sobran los ronquidos.
   – Lo más importante es el camuflaje y el silencio. Si el hambre no te deja dormir, haz como que duermes.
   – ¿Qué camuflaje si a mime cantan las tripas de tal modo que se oye desde la calle? -gritó enfurecido Pescacangrejos -. ¡Vaya con los explotadores! ¡Malditos campesinos enriquecidos! ¿Cómo es posible que no den de comer a los soldados? ¿ Cómo es eso? En la región de Smolensk yo he visto a una mujer dar a un soldado sus últimas patatas. ¡Pero estas mujeres no te darían ni un puñado de nieve en pleno invierno! Seguro que es un koljós formado por antiguos kulaks… Y a ése, qué le ocurre? ¿Anda o no anda? No se le oye.
   – ¡Ha llegado a la posición de salida, pero seguramente no pasará! -exclamó Jmys entre risotadas.
   – A usted, joven, la atmósfera del frente le ha perturbado gravemente. Por lo que se ve, es un hombre incorregible -dijo Akimov indignado.
   – Bueno, ya está bien, dejad de charlar -ordenó enfadado el cabo primero.
   – Y éste, ¿por qué grazna como un cuervo? Lo que debería hacer es lo que hacen los abuelos, estar echado y sorberse los mocos. La verdad es que nosotros no tenemos un cabo primero, sino una fiera enjaulada.
   – ¡Mañana verás tú la fiera! ¿Crees que no he reconocido tu voz, Nekrasov? ¡Por mucho que cambies la voz te reconozco perfectamente!
   Durante algunos minutos sólo se oyeron en la estancia algunos ronquidos; por último, Pescacangrejos dijo impaciente:
   – ¡No avanza! ¿Qué estará haciendo? ¡Ya podía ir más rápido! Hasta que no salga de la línea de fuego nos tendrá en un puño. ¡Oh, Señor, qué tortura nos has enviado! ¡Mañana por la mañana aún no habrá llegado al zaguán!
   Se quedaron de nuevo en silencio hasta que Pescacangrejos dijo con voz desesperada:
   – ¡No se mueve! ¿Se habrá acostado? ¿O será que ella ha colocado una alambrada en la cocina?
   El cabo primero se incorporó un poco y, agotada ya la paciencia, exclamó:
   – ¡Callaos, hijos del demonio!
   – ¡Vaya, aquí estamos peor que bajo los morteros alemanes! – murmuró entre dientes Pescacangrejos, y se calló; Kopytovski le tapó la boca con su mano ancha y negra.
   Pasaron unos largos minutos de angustiosa espera hasta que les llegó desde la cocina la voz enojada de la patrona, así como un ligero ajetreo que duró unos instantes. Algo se cayó con gran estruendo y se oyó un ruido de vajilla rota estrellándose contra el suelo. En seguida sonó un fuerte portazo; y la puerta chocó tan violentamente que cayeron trozos de estuco y empezó a tintinear un reloj que estaba colgado encima del baúl.
   Abriendo la puerta de espaldas, Lopajin entró en la habitación tambaleándose; dio unos pasos rápidos e indecisos. Apenas podía tenerse en pie, parecía un milagro que se sostuviese en mitad de la estancia.
   El cabo primero se incorporó con viveza, encendió la lámpara de petróleo y la levantó por encima de su cabeza. Lopajin seguía en pie, con las piernas muy separadas. Tenía una inflamación entre negra y azulada en el ojo derecho, que mantenía casi cerrado, mientras el izquierdo despedía chispas. Los soldados, que estaban tumbados en el suelo, se incorporaron inmediatamente como si obedecieran una orden. Sentados sobre los capotes, todos observaban en completo silencio a Lopajin. Evidentemente, no había nada que preguntar: el ojo hinchado y el chichón que Lopajin tenía en la frente, del tamaño de un huevo de gallina, hablaban por sí mismos sin necesidad de más explicaciones.
   – ¡Alejandro Makedonskov! ¡Vaya pulga miserable! ¿Qué tal la sorpresa? -exclamaba el cabo primero entre dientes, irritado.
   Lopajin se tentaba con cuidado el chichón que tenía sobre la ceja derecha y que iba creciendo por momentos, e hizo un gesto de displicencia.
   – ¡Ha sido un error imprevisible! De todos modos, hermanos, ¡qué fuerza la de esta mujer! ¡No es una mujer, es una maravilla! No conozco otra igual. Es un púgil de primera categoría, un verdadero luchador de peso pesado. Menos mal que estoy acostumbrado a los platos fuertes, tengo fuerza en los brazos y levanto sacos de un quintal de peso y los arrastro adonde sea… Me ha cogido en brazos, por encima de las rodillas y por los hombros, y me ha dicho: «¡Vete a dormir, Piotr Fedotovich, o te tiro por la ventana!» «Bueno -le digo -, eso ya lo veremos.» Y lo he visto. Tanto afanarme, y ahí tenéis… – Lopajin, con la cara crispada de dolor, se palpó el chichón color violeta que tenía sobre la ceja y añadió-: Y menos mal que he dado con la espalda contra la puerta porque podía haber dado de canto y hubiera sido peor… Pero si yo sigo vivo después de la guerra, volveré a este pueblo y daré a esta mujer su merecido aunque sea en presencia del teniente. ¡Eso es un tesoro, no una mujer!
   – ¿Y qué pasará con la oveja? -preguntó Nekrasov con entonación triste.
   Por toda respuesta hubo tal estallido de carcajadas que Streltsof, despertándose sobresaltado, se dirigió rápidamente hacia su fusil ametrallador, que se hallaba a poca distancia de donde estaba tumbado.
   – ¿Nos dará de comer mañana tu tesoro? -preguntó el cabo primero sin poder disimular la rabia.
   Lopajin bebió agua tibia de su cantimplora y tras dejarla, respondió tranquilamente:
   – Lo dudo.
   – Entonces, ¿para qué nos has hecho pasar tales sudores y nos has mareado tanto?
   – ¿Qué pretendes de mí, camarada cabo primero? ¿Quieres acaso que vuelva a visitar a la patrona? Preferiría entendérmelas con los tanques alemanes. Y si estás tan impaciente, ve tú mismo. A mí me ha hecho un chichón, pero estoy seguro de que a ti te hará una docena. ¿Quieres que te acompañe hasta la cocina?
   El cabo primero escupió, renegó entre dientes y se vistió la guerrera. Una vez vestido, y sin dirigirse a nadie en particular, como si hablara consigo mismo, murmuró con aire taciturno:
   – Me voy a ver al presidente del koljós. No saldremos de aquí sin desayunar. No puedo presentarme ante el mando diciendo, a modo de novedad: «Alimentad a estos desharrapados.» Vosotros tranquilos, que yo vuelvo pronto.
   Lopajin se acostó en el lugar que le estaba reservado, se puso los brazos debajo de la cabeza y con el sentimiento del deber cumplido, dijo:
   – Bueno, ahora ya puedo dormir. Mi ataque ha sido rechaza-do. He hecho una retirada ordenada aunque con algunas pérdidas, y ante la clara superioridad de las fuerzas enemigas no repetiré el asalto a la posición. Sé que os reiréis de mí, muchachos, durante dos meses -al menos los que sobrevivan dos meses -, pero sólo os pido una cosa: que lo hagáis a partir de mañana, pues ahora quiero dormir.
   Sin esperar respuesta, Lopajin se acomodó y a los pocos segundos estaba sumido en un profundo sueño, como un niño.

24

   Kopytovski despertó a Lopajin temprano:
   – ¡Pulga del demonio, levántate y desayuna! ¡Venga, especie de pulga!
   – ¿Cómo que pulga? Pero si es Alejandro Makedonskov… – intervino Akimov sin dejar de restregar unos cubiertos de aluminio con un trozo de tela.
   – Sí, el terror de las mujeres, el defensor de los pueblos – dijo Jmys -. Y sin embargo, como yo decía, ayer no pasó.
   – ¡Te morirás de hambre si se te ocurre confiar en semejante defensor! -exclamó Nekrasov.
   Lopajin entreabrió los ojos y se recostó. Como siempre, su ojo izquierdo brillaba con vivacidad, pero el derecho seguía ribeteado por una mancha cárdena. Sólo recibía luz por una rendija.
   – ¡Sí que te ha tratado bien la mujer! -dijo Kopytovski con el ceño fruncido; a continuación se volvió de espaldas para que el otro no viera cómo se reía. Lopajin sabía a la perfección que sólo mediante el silencio era posible salir indemne de las burlas de sus compañeros.
   Se puso a silbar con indiferencia, sacó del macuto una toalla y un trozo de jabón y salió al exterior. Los soldados, al pie del pozo, se lavaban codo con codo. Sobre la hierba de un pequeño jardín estaban desperdigados los macutos; sobre cada uno de ellos estaban el plato y el perol correspondiente. Cerca de allí ardía una gran hoguera. La olla grande del regimiento pendía de una viga de hierro. La patrona, muy acicalada, alimentaba el fuego. Con una cuchara de madera removía el contenido del recipiente inclinando su robusto talle.
   A Lopajin todo esto le pareció un sueño. Hizo una mueca dolorosa y se frotó los ojos. «¡Maldita bruja!», pensó, pero en ese preciso instante llegó hasta sus narices un olor a sopa de carne. Lopajin se encogió de hombros y salió al porche. Acercándose al fuego, dijo con galantería:
   – Buenos días, Natalia Stepanovna.
   La patrona se irguió, le dirigió una mirada penetrante y aguda y se inclinó nuevamente sobre el puchero. Sus mejillas se sonrojaron ligeramente y en su recio cuello blanco aparecieron algunas manchas rojas.
   – ¡Hola! -repuso ella en voz baja-. Bueno, perdóname Piotr Fedotovich. Tienes un ojo morado que no presenta buen aspecto… Espero que tus camaradas no estuvieran a la escucha anoche…
   – No tiene importancia -repuso Lopajin con suficiencia-. Los cardenales adornan la cara de un hombre. Cierto que usted debería emplear sus puños con más acierto, pero ahora ya no hay remedio. No se preocupe por mí, ya se me pasará. Cuando el perro sale, encuentra un hueso. Yo fui a verla a usted y encontré un chichón. Lo nuestro, Natalia Stepanovna, es cosa de solteros.
   La patrona se irguió nuevamente, dirigió una mirada a Lopajin y, moviendo las cejas con un gesto severo, le dijo:
   – ¡Eso es lo malo, que esté usted soltero! ¿Cree que porque mi marido se halle en el ejército tengo yo que comportarme como una infame? Por eso, Piotr Fedotovich, me vi obligada a enseñarle la eficacia de mis puños, ya que Dios no me ha privado de fuerza…
   Lopajin miró asustado, con su ojo sano, a la patrona, que tenía los suyos entornados, y preguntó:
   – Claro, claro, le pido perdón por mi atrevimiento. Pero, dígame: ¿cómo es su marido? ¿Cuál es su estatura?
   La patrona midió a Lopajin con la mirada y sonrió:
   – Más o menos como usted, Piotr Fedotovich, sólo que él es algo más grueso.
   – Seguro que se pasarían el día peleando, como el gato y el perro.
   – ¿Qué dice? ¿Cómo se le ocurre, Piotr Fedotovich? Vivíamos el uno para el otro.
   Los pómulos prominentes de la mujer enrojecieron. Se volvió de espaldas y se secó una lágrima con el pico del pañuelo, al tiempo que sonreía maliciosamente. Mirando a Lopajin, le dijo con los ojos ligeramente desorbitados.
   – Como mi marido no hay nadie en el mundo. Es una persona excelente, trabajadora, sosegada. Sólo tiene un defecto, que cuando bebe un poco más de la cuenta se pone nervioso. Sin embargo, nunca he ido a quejarme al miliciano del distrito; cuando empezaba a armar jaleo, ya le apañaba yo. No le pegaba fuerte, sino así, con cariño. Ahora está herido en el hospital de Kibishev. Quizá le dejen venir a casa para que se restablezca.
   – Seguro que le darán permiso -dijo Lopajin -. Pero dígame: ¿por qué usted, Natalia Stepanovna, está preparando comida para toda nuestra gente? Hay algo que no comprendo…
   – No hace falta comprender. Si usted me hubiera explicado ayer el asunto claramente y le hubiera dicho al presidente del koljós que su unidad se había batido valerosamente con los alemanes cerca de la aldea de Podiemsky, yo no estaría preparando ahora su comida, sino que ya lo habría hecho ayer mismo. Nosotras las mujeres pensábamos que los nuestros huían en desbandada y que no querían defenderse del enemigo; habíamos decidido que los que huyeran del Don y se retiraran, ya podían morirse de hambre los muy malditos: no les daríamos un mendrugo de pan ni una gota de leche. Por el contrario, a los que marcharan hacia el Don para defendernos les daríamos de comer aunque no lo pidieran. Y así lo hemos estado haciendo. No sabíamos que ustedes hubieran combatido en Podiemsky. Anteayer las mujeres de nuestro koljós llevaron alimentos al Don. Al volver nos dijeron que corría la voz de que nuestras fuerzas habían sufrido muchas bajas en la otra orilla del río, pero que también los alemanes habían caído a montones y que estaban esparcidos por el campo de batalla como leña caída. Si llegamos a saber que eran ustedes los que habían luchado de esa forma, les habríamos recibido de otra manera. Su jefe, el viejo entre canoso y pelirrojo, fue ayer noche a ver al presidente y le dijo lo mucho que habían sufrido. Y al amanecer el presidente ha venido a mi patio a todo correr. «Natalia, hemos metido la pata -ha dicho -. No son hombres que huyen, son héroes. Mata algunas gallinas y asa una pierna de cordero para que coman lo que quieran.» Me ha contado como se defendieron en Podiemsky y las pérdidas que sufrieron. Ahora estoy asando una pierna de cordero y he matado ocho gallinas que ya se están cociendo. ¿Acaso vamos a escatimar los alimentos a nuestros defensores? ¡Todo lo daríamos con tal de que los alemanes no lleguen hasta aquí! ¿Hasta cuándo va a durar esta retirada? Habría que empezar a afianzarse… No se ofenda por la dureza de mis palabras, pero la verdad es que da pena verles…
   – O sea que no hemos acertado con la llave de su cerradura – comentó Lopajin.
   – Eso es -sonrió la patrona.
   Lopajin refunfuñó con despecho, hizo un gesto con el brazo y se dirigió hacia el pozo. «Algo me va mal con el amor últimamente», meditó tristemente mientras caminaba por el sendero.

25

   Marshenko, coronel jefe de la división, se preparó para descansar. Por la mañana le habían cambiado los vendajes del antebrazo y de la cabeza, donde había resultado herido cerca de Serafimovich. Se sentía muy débil y le invadía una somnolencia profunda, producto de la pérdida de sangre y de las noches insomnes.
   En cuanto cayó postrado en un sueño profundo, alguien llamó a la puerta con suavidad repetidas veces. Golovkov, comandante de estado mayor, entró en la habitación en penumbra sin esperar que le respondieran.
   – ¿Estás dormido, Vasili Semionovich? -inquirió.
   – No, no duermo. ¿Qué quieres?
   Golovkov se aproximó a la ventana a pasos cortos; estaba grueso como una barrica y era de baja estatura. De espaldas a Marshenko se quitó las gafas, las limpió con el pañuelo y dijo con voz temblorosa:
   – El treinta y ocho ya ha llegado…
   – Vaya… -Marshenko se incorporó al momento y rechinó los dientes. Sintió un dolor agudo en la sien que casi le obligó a recostarse.
   Se echó nuevamente y preguntó con voz extraña, reuniendo todas sus fuerzas:
   – ¿Y qué ha pasado…?
   Desde la lejanía le llegó la voz de Golovkov, que tanto conocía:
   – Son veintisiete combatientes; cinco están levemente heridos. Los trae el cabo primero Popristshenko. Son casi todos del segundo batallón; en cuanto al material… Se conserva la bandera del regimiento. Esperan formados. -Se acercó a su oído y añadió-: Vasia, no hace falta que te levantes, ya les recibiré yo. No seas insensato, podrías dañarte, no se te ocurra levantarte. ¡Estás pálido como la cera! ¿Tú crees que puedes ir así?
   Marshenko se quedó unos segundos sentado en el catre; se pasaba la mano oscura por el vendaje que le cubría parte de la cabeza. Unas gotas de sudor le perlaban la sien derecha. Con gran esfuerzo irguió su cuerpo huesudo y replicó secamente:
   – Yo saldré a recibirles. Fiodor, ya sabrás que yo serví bajo esa bandera antes de la guerra; fueron ocho años… Sí, iré a recibirles.
   – ¿No te caerás, como pasó ayer?
   – No -repuso Marshenko.
   – Será conveniente que alguien te sostenga del brazo.
   – No. Diles que no hace falta que den la novedad; y que saquen la bandera.
   Saliendo al exterior, Marshenko bajó lentamente y con cautela los inseguros escalones; se apoyaba en la barandilla. En cuanto su pie tocó la tierra, los veintisiete pares de botas de la formación militar que tenía delante dieron un taconazo sordo y unánime.
   Marshenko tanteaba primero el suelo con la punta del pie para apoyar luego toda la planta; parecía un ciego. Finalmente se irguió, aproximándose lentamente a la formación. En el profundo silencio no se oía más que la respiración de los soldados y el crujido de la tierra bajo los pies del coronel.
   Se paró en seco y con el ojo que no estaba vendado, brillante, oscuro como el carbón e inquisidor, contempló uno a uno los rostros de los soldados. De modo inesperado exclamó con fuerte voz:
   – ¡Soldados! ¡Vuestra patria y Stalin no olvidarán nunca vuestra heroicidad y vuestro sacrificio! Os agradezco que hayáis conservado la bandera, reliquia del regimiento. -Estaba emocionado y no podía ocultarlo. Una convulsión nerviosa le recorría con intermitencia la mejilla derecha.
   Dejó transcurrir unos momentos de silencio y siguió ha blando:
   – En dos ocasiones rindió honores militares a esta bandera nuestro gran Stalin en el año 1919; era cuando estaba en el frente sur y su regimiento combatía contra las tropas de Danikin. Esta bandera la vio en Sivasch el camarada Fruse. También los camaradas Vorochilov y Budeny la han visto desplegada muchas veces…
   El coronel levantó la sucia mano, cerró el puño y lo puso sobre su cabeza. Su voz, llena de fe, de pasión y de energía, creció y resonó como la cuerda tensa de un instrumento.
   – ¡Venceremos nosotros, no importa que el enemigo celebre de momento sus éxitos! ¡Tenéis que llevar nuestra bandera a Alemania! Sobre ese país maldito, cuna de violadores, asesinos y saqueadores, caerá la desgracia. En los últimos enfrentamiento, ya en suelo alemán, nuestra bandera se desplegará… ¡La bandera de nuestro gran ejército liberador! ¡Soldados, gracias!
   La bandera dorada enarbolada en el asta ondeaba a los soplos del viento. Silenciosamente el coronel se acercó a ella y clavó la rodilla en tierra. Por unos momentos su cuerpo se inclinó y su mano derecha se apoyó en la húmeda arena. Venciendo aquel rasgo de debilidad se irguió, inclinó respetuosamente la vendada cabeza y comprimió los labios temblorosos contra el paño aterciopelado de la bandera; olía a pólvora, al polvo de los caminos lejanos, al inevitable ajenjo de las estepas…
   Apretando los dientes, Lopajin se mantenía quieto; oyó un gemido a su derecha y esto le hizo volver la cabeza. El cabo primero Popristshenko, un veterano de guerra, temblaba; pero seguía en posición de firmes. Caían de sus ojos entrecerrados lágrimas que se deslizaban por aquellas mejillas ajadas. Por respeto al reglamento no movió la mano para enjugárselas; se limitaba a inclinar lentamente la cabeza…

Mijail Shólojov

 
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