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FUENTEOVEJUNA

Lope de Vega


Lope de Vega
 
FUENTEOVEJUNA

Personas que hablan en ella:
 
   La reina ISABEL de Castilla
 
   El REY Fernando de Aragón
 
   Rodrigo Téllez Girón, MAESTRE de la Orden de Calatrava
 
   Fernán Gómez de Guzmán,
 
   COMENDADOR Mayor de la Orden de Calatrava
 
   Don Gómez MANRIQUE
 
   Un JUEZ
 
   Dos REGIDORES de Ciudad Real
 
   ORTUÑO, criado del Comendador
 
   FLORES, criado del Comendador
 
   ESTEBAN, Alcaide de Fuenteovejuna
 
   ALONSO, un regidor de Fuenteovejuna
 
   Otro REGIDOR de Fuenteovejuna
 
   LAURENCIA, labradora de Fuenteovejuna, hija de Esteban
 
   JACINTA, labradora de Fuenteovejuna
 
   PASCUALA, labradora de Fuenteovejuna
 
   JUAN ROJO, labrador
 
   FRONDOSO, labrador
 
   MENGO, labrador gracioso
 
   BARRILDO, labrador
 
   LEONELO, Licenciado en derecho
 
   CIMBRANO, soldado
 
   Un MUCHACHO
 
   LABRADORES y LABRADORAS
 
   MÚSICOS

ACTO PRIMERO

Salen el COMENDADOR, FLORES y ORTUÑO,
 
criados
 
   COMENDADOR: ¿Sabe el maestre que estoy
 
   en la villa?
 
   FLORES: Ya lo sabe.
 
   ORTUÑO: Está, con la edad, más grave.
 
   COMENDADOR: Y ¿sabe también que soy
 
   Fernán Gómez de Guzmán?
 
   FLORES: Es muchacho, no te asombre.
 
   COMENDADOR: Cuando no sepa mi nombre,
 
   ¿no le sobra el que me dan
 
   de comendador mayor?
 
   ORTUÑO: No falta quien le aconseje
 
   que de ser cortés se aleje.
 
   COMENDADOR: Conquistará poco amor.
 
   Es llave la cortesía
 
   para abrir la voluntad;
 
   y para la enemistad
 
   la necia descortesía.
 
   ORTUÑO: Si supiese un descortés
 
   cómo le aborrecen todos
 
   – y querrían de mil modos
 
   poner la boca a sus pies-,
 
   antes que serlo ninguno,
 
   se dejaría morir.
 
   FLORES: ¡Qué cansado es de sufrir!
 
   ¡Qué áspero y qué importuno!
 
   Llaman la descortesía
 
   necedad en los iguales,
 
   porque es entre desiguales
 
   linaje de tiranía.
 
   Aquí no te toca nada;
 
   que un muchacho aún no ha llegado
 
   a saber qué es ser amado.
 
   COMENDADOR: La obligación de la espada
 
   que se ciñó, el mismo día
 
   que la cruz de Calatrava
 
   le cubrió el pecho, bastaba
 
   para aprender cortesía.
 
   FLORES: Si te han puesto mal con él,
 
   presto lo conocerás.
 
   ORTUÑO: Vuélvete, si en duda estás.
 
   COMENDADOR: Quiero ver lo que hay en él.
 
Sale el MAESTRE de Calatrava y acompañamiento
 
   MAESTRE: Perdonad, por vida mía,
 
   Fernán Gómez de Guzmán;
 
   que agora nueva me dan
 
   que en la villa estáis.
 
   COMENDADOR: Tenía
 
   muy justa queja de vos;
 
   que el amor y la crïanza
 
   me daban más confïanza,
 
   por ser, cual somos los dos,
 
   vos maestre en Calatrava,
 
   yo vuestro comendador
 
   y muy vuestro servidor.
 
   MAESTRE: Seguro, Fernando, estaba
 
   de vuestra buena venida.
 
   Quiero volveros a dar
 
   los brazos.
 
   COMENDADOR: Debéisme honrar;
 
   que he puesto por vos la vida
 
   entre diferencias tantas,
 
   hasta suplir vuestra edad
 
   el pontífice.
 
   MAESTRE: Es verdad.
 
   Y por las señales santas
 
   que a los dos cruzan el pecho,
 
   que os lo pago en estimaros
 
   y como a mi padre honraros.
 
   COMENDADOR: De vos estoy satisfecho.
 
   MAESTRE: ¿Qué hay de guerra por allá?
 
   COMENDADOR: Estad atento, y sabréis
 
   la obligación que tenéis.
 
   MAESTRE: Decid que ya lo estoy, ya.
 
   COMENDADOR: Gran maestre, don Rodrigo
 
   Téllez Girón, que a tan alto
 
   lugar os trajo el valor
 
   de aquel vuestro padre claro,
 
   que, de ocho años, en vos
 
   renunció su maestrazgo,
 
   que después por más seguro
 
   juraron y confirmaron
 
   reyes y comendadores,
 
   dando el pontífice santo
 
   Pío segunda sus bulas
 
   y después las suyas Paulo
 
   para que don Juan Pacheco,
 
   gran maestre de Santiago,
 
   fuese vuestro coadjutor:
 
   ya que es muerto, y que os han dado
 
   el gobierno sólo a vos,
 
   aunque de tan pocos años,
 
   advertid que es honra vuestra
 
   seguir en aqueste caso
 
   la parte de vuestros deudos;
 
   porque, muerto Enrique cuarto,
 
   quieren que al rey don Alonso
 
   de Portugal, que ha heredado,
 
   por su mujer, a Castilla,
 
   obedezcan sus vasallos;
 
   que aunque pretende lo mismo
 
   por Isabel don Fernando,
 
   gran príncipe de Aragón,
 
   no con derecho tan claro
 
   a vuestros deudos, que, en fin,
 
   no presumen que hay engaño
 
   en la sucesión de Juana,
 
   a quien vuestro primo hermano
 
   tiene agora en su poder.
 
   Y así, vengo a aconsejaros
 
   que juntéis los caballeros
 
   de Calatrava en Almagro,
 
   y a Ciudad Real toméis,
 
   que divide como paso
 
   a Andalucía y Castilla,
 
   para mirarlos a entrambos.
 
   Poca gente es menester,
 
   porque tienen por soldados
 
   solamente sus vecinos
 
   y algunos pocos hidalgos,
 
   que defienden a Isabel
 
   y llaman rey a Fernando.
 
   Será bien que deis asombro,
 
   Rodrigo, aunque niño, a cuantos
 
   dicen que es grande esa cruz
 
   para vuestros hombros flacos.
 
   Mirad los condes de Urueña,
 
   de quien venís, que mostrando
 
   os están desde la fama
 
   los laureles que ganaros;
 
   los marqueses de Villena,
 
   y otros capitanes, tantos,
 
   que las alas de la fama
 
   apenas pueden llevarlos.
 
   Sacad esa blanca espada;
 
   que habéis de hacer, peleando,
 
   tan roja como la cruz;
 
   porque no podré llamaros
 
   maestre de la cruz roja
 
   que tenéis al pecho, en tanto
 
   que tenéis la blanca espada;
 
   que una al pecho y otra al lado,
 
   entrambas han de ser rojas;
 
   y vos, Girón soberano,
 
   capa del templo inmortal
 
   de vuestros claros pasados.
 
   MAESTRE: Fernán Gómez, estad cierto,
 
   que en esta parcialidad,
 
   porque veo que es verdad,
 
   con mis deudos me concierto.
 
   Y si importa, como paso
 
   a Ciudad Real mi intento,
 
   veréis que como violento
 
   rayo sus muros abraso.
 
   No porque es muerto mi tío
 
   piensen de mis pocos años
 
   los propios y los extraños
 
   que murió con él mi brío.
 
   Sacaré la blanca espada
 
   para que quede su luz
 
   de la color de la cruz,
 
   de roja sangre bañada.
 
   Vos, ¿adónde residís
 
   tenéis algunos soldados?
 
   COMENDADOR: Pocos, pero mis criados;
 
   que si de ellos os servís,
 
   pelearán como leones.
 
   Ya veis que en Fuenteovejuna
 
   hay gente humilde, y alguna
 
   no enseñada en escuadrones,
 
   sino en campos y labranzas.
 
   MAESTRE: ¿Allí residís?
 
   COMENDADOR: Allí
 
   de mi encomienda escogí
 
   casa entre aquestas mudanzas.
 
   Vuestra gente se registre;
 
   que no quedará vasallo.
 
   MAESTRE: Hoy me veréis a caballo,
 
   poner la lanza en el ristre.
 
Vanse. Salen PASCUALA y LAURENCIA
 
   LAURENCIA: ¡Mas que nunca acá volviera!
 
   PASCUALA: Pues a la hé que pensé
 
   que cuando te lo conté
 
   más pesadumbre te diera.
 
   LAURENCIA: ¡Plega al cielo que jamás
 
   le vea en Fuenteovejuna!
 
   PASCUALA: Yo, Laurencia, he visto alguna
 
   tan brava,y pienso que más;
 
   y tenía el corazón
 
   brando como una manteca.
 
   LAURENCIA: Pues ¿hay encina tan seca
 
   como ésta mi condición?
 
   PASCUALA: Anda ya; que nadie diga:
 
   "de esta agua no beberé."
 
   LAURENCIA: ¡Voto al sol que lo diré,
 
   aunque el mundo me desdiga!
 
   ¿A qué efecto fuera bueno
 
   querer a Fernando yo?
 
   ¿Casaráme con él?
 
   PASCUALA: No.
 
   LAURENCIA: Luego la infamia condeno.
 
   ¡Cuántas mozas en la villa,
 
   del comendador fïadas,
 
   andan ya descalabradas!
 
   PASCUALA: Tendré yo por maravilla
 
   que te escapes de su mano.
 
   LAURENCIA: Pues en vano es lo que ves,
 
   porque ha que me sigue un mes,
 
   y todo, Pascuala, en vano.
 
   Aquel Flores, su alcahuete,
 
   y Ortuño, aquel socarrón,
 
   me mostraron un jubón,
 
   una sarta y un copete.
 
   Dijéronme tantas cosas
 
   de Fernando, su señor,
 
   que me pusieron temor;
 
   mas no serán poderosas
 
   para contrastar mi pecho.
 
   PASCUALA: ¿Dónde te hablaron?
 
   LAURENCIA: Allá
 
   en el arroyo, y habrá
 
   seis días.
 
   PASCUALA: Y yo sospecho
 
   que te han de engañar, Laurencia.
 
   LAURENCIA: ¿A mí?
 
   PASCUALA: Que no, sino al cura.
 
   LAURENCIA: Soy, aunque polla, muy dura
 
   yo para su reverencia.
 
   Pardiez, más precio poner,
 
   Pascuala, de madrugada,
 
   un pedazo de lunada
 
   al huego para comer,
 
   con tanto zalacotón
 
   de una rosca que yo amaso,
 
   y hurtar a mi madre un vaso
 
   del pegado cangilón,
 
   y más precio al mediodía
 
   ver la vaca entre las coles
 
   haciendo mil caracoles
 
   con espumosa armonía;
 
   y concertar, si el camino
 
   me ha llegado a causar pena,
 
   casar un berenjena
 
   con otro tanto tocino;
 
   y después un pasatarde,
 
   mientras la cena se aliña,
 
   de una cuerda de mi viña,
 
   que Dios de pedrisco guarde;
 
   y cenar un salpicón
 
   con su aceite y su pimienta,
 
   e irme a la cama contenta,
 
   y al "inducas tentación"
 
   rezalle mis devociones,
 
   que cuantas raposerías,
 
   con su amor y sus porfías,
 
   tienen estos bellacones;
 
   porque todo su cuidado,
 
   después de darnos disgusto,
 
   es anochecer con gusto
 
   y amanecer con enfado.
 
   PASCUALA: Tienes, Laurencia, razón;
 
   que en dejando de querer,
 
   más ingratos suelen ser
 
   que al villano el gorrión.
 
   En el invierno, que el frío
 
   tiene los campos helados,
 
   descienden de los tejados,
 
   diciéndole: "tío, tío,"
 
   hasta llegar a comer
 
   las migajas de la mesa;
 
   mas luego que el frío cesa,
 
   y el campo ven florecer,
 
   no bajan diciendo "tío,"
 
   del beneficio olvidados,
 
   mas saltando en los tejados
 
   dicen: "judío, judío."
 
   Pues tales los hombres son:
 
   cuando nos han menester,
 
   somos su vida, su ser,
 
   su alma, su corazón;
 
   pero pasadas las ascuas,
 
   las tías somos judías,
 
   y en vez de llamarnos tías,
 
   anda el nombre de las pascuas.
 
   LAURENCIA: No fïarse de ninguno.
 
   PASCUALA: Lo mismo digo, Laurencia.
 
Salen MENGO, BARRILDO y FRONDOSO
 
   FRONDOSO: En aquesta diferencia
 
   andas, Barrildo, importuno.
 
   BARRILDO: A lo menos aquí está
 
   quien nos dirá lo más cierto.
 
   MENGO: Pues hagamos un concierto
 
   antes que lleguéis allá,
 
   y es, que si juzgan por mí,
 
   me dé cada cual la prenda,
 
   precio de aquesta contienda.
 
   BARRILDO: Desde aquí digo que sí.
 
   Mas si pierdes, ¿qué darás?
 
   MENGO: Daré mi rabel de boj,
 
   que vale más que una troj,
 
   porque yo le estimo en más.
 
   BARRILDO: Soy contento.
 
   FRONDOSO: Pues lleguemos.
 
   Dios os guarde, hermosas damas.
 
   LAURENCIA: ¿Damas, Frondoso, nos llamas?
 
   FRONDOSO: Andar al uso queremos:
 
   al bachiller, licenciado;
 
   al ciego, tuerto; al bisojo,
 
   bizco; resentido, al cojo;
 
   y buen hombre, al descuidado.
 
   Al ignorante, sesudo;
 
   al mal galán, soldadesca;
 
   a la boca grande, fresca;
 
   y al ojo pequeño, agudo.
 
   Al pleitista, diligente;
 
   gracioso al entremetido;
 
   al hablador, entendido;
 
   y al insufrible, valiente.
 
   Al cobarde, para poco;
 
   al atrevido, bizarro;
 
   compañero al que es un jarro;
 
   y desenfadado, al loco.
 
   Gravedad, al descontento;
 
   a la calva, autoridad;
 
   donaire, a la necedad;
 
   y al pie grande, buen cimiento.
 
   Al buboso, resfrïado;
 
   comedido al arrogante;
 
   al ingenioso, constante;
 
   al corcovado, cargado.
 
   Esto al llamaros imito,
 
   damas, sin pasar de aquí;
 
   porque fuera hablar así
 
   proceder en infinito.
 
   LAURENCIA: Allá en la ciudad, Frondoso,
 
   llámase por cortesía
 
   de esta suerte; y a fe mía,
 
   que hay otro más riguroso
 
   y peor vocabulario
 
   en las lenguas descorteses.
 
   FRONDOSO: Querría que lo dijeses.
 
   LAURENCIA: Es todo a esotro contrario:
 
   al hombre grave, enfadoso;
 
   venturoso al descompuesto;
 
   melancólico al compuesto;
 
   y al que reprehende, odioso.
 
   Importuno al que aconseja;
 
   al liberal, moscatel;
 
   al justiciero, crüel;
 
   y al que es piadoso, madeja.
 
   Al que es constante, villano;
 
   al que es cortés, lisonjero;
 
   hipócrita al limosnero;
 
   y pretendiente al cristiano.
 
   Al justo mérito, dicha;
 
   a la verdad, imprudencia;
 
   cobardía a la paciencia;
 
   y culpa a lo que es desdicha.
 
   Necia a la mujer honesta;
 
   mal hecha a la hermosa y casta;
 
   y a la honrada… Pero basta;
 
   que esto basta por respuesta.
 
   MENGO: Digo que eres el dimuño.
 
   LAURENCIA: ¡Soncas que lo dice mal!
 
   MENGO: Apostaré que la sal
 
   la echó el cura con el puño.
 
   LAURENCIA: ¿Qué contienda os ha traído,
 
   si no es que mal lo entendí?
 
   FRONDOSO: Oye, por tu vida.
 
   LAURENCIA: Di.
 
   FRONDOSO: Préstame, Laurencia, oído.
 
   LAURENCIA: Como prestado, y aun dado,
 
   desde agora os doy el mío.
 
   FRONDOSO: En tu discreción confío.
 
   LAURENCIA: ¿Qué es lo que habéis apostado?
 
   FRONDOSO: Yo y Barrildo contra Mengo.
 
   LAURENCIA: ¿Qué dice Mengo?
 
   BARRILDO: Una cosa
 
   que, siendo cierta y forzosa,
 
   la niega.
 
   MENGO: A negarla vengo,
 
   porque yo sé que es verdad.
 
   LAURENCIA: ¿Qué dice?
 
   BARRILDO: Que no hay amor.
 
   LAURENCIA: Generalmente, es rigor.
 
   BARRILDO: Es rigor y es necedad.
 
   Sin amor, no se pudiera
 
   ni aun el mundo conservar.
 
   MENGO: Yo no sé filosofar;
 
   leer, ¡ojalá supiera!
 
   Pero si los elementos
 
   en discordia eterna viven,
 
   y de los mismos reciben
 
   nuestros cuerpos alimentos,
 
   cólera y melancolía,
 
   flema y sangre, claro está.
 
   BARRILDO: El mundo de acá y de allá,
 
   Mengo, todo es armonía.
 
   Armonía es puro amor,
 
   porque el amor es concierto.
 
   MENGO: Del natural os advierto
 
   que yo no niego el valor.
 
   Amor hay, y el que entre sí
 
   gobierna todas las cosas,
 
   correspondencias forzosas
 
   de cuanto se mira aquí;
 
   y yo jamás he negado
 
   que cada cual tiene amor,
 
   correspondiente a su humor,
 
   que le conserva en su estado.
 
   Mi mano al golpe que viene
 
   mi cara defenderá;
 
   mi pie, huyendo, estorbará
 
   el daño que el cuerpo tiene.
 
   Cerraránse mis pestañas
 
   si al ojo le viene mal,
 
   porque es amor natural.
 
   PASCUALA: Pues, ¿de qué nos desengañas?
 
   MENGO: De que nadie tiene amor
 
   más que a su misma persona.
 
   PASCUALA: Tú mientes, Mengo, y perdona;
 
   porque, ¿es materia el rigor
 
   con que un hombre a una mujer
 
   o un animal quiere y ama
 
   su semejante?
 
   MENGO: Eso llama
 
   amor propio, y no querer.
 
   ¿Qué es amor?
 
   LAURENCIA: Es un deseo
 
   de hermosura.
 
   MENGO: Esa hermosura,
 
   ¿por qué el amor la procura?
 
   LAURENCIA: Para gozarla.
 
   MENGO: Eso creo.
 
   Pues ese gusto que intenta,
 
   ¿no es para él mismo?
 
   LAURENCIA: Es así.
 
   MENGO: Luego ¿por quererse a sí
 
   busca el bien que le contenta?
 
   LAURENCIA: Es verdad.
 
   MENGO: Pues de ese modo
 
   no hay amor sino el que digo,
 
   que por mi gusto le sigo
 
   y quiero dármele en todo.
 
   BARRILDO: Dijo el cura del lugar
 
   cierto día en el sermón
 
   que había cierto Platón
 
   que nos enseñaba a amar;
 
   que éste amaba el alma sola
 
   y la virtud de lo amado.
 
   PASCUALA: En materia habéis entrado
 
   que, por ventura, acrisola
 
   los caletres de los sabios
 
   en sus cademias y escuelas.
 
   LAURENCIA: Muy bien dice, y no te muelas
 
   en persuadir sus agravios.
 
   Da gracias, Mengo, a los cielos,
 
   que te hicieron sin amor.
 
   MENGO: ¿Amas tú?
 
   LAURENCIA: Mi propio honor.
 
   FRONDOSO: Dios te castigue con celos.
 
   BARRILDO: ¿Quién gana?
 
   PASCUALA: Con la qüistión
 
   podéis ir al sacristán,
 
   porque él o el cura os darán
 
   bastante satisfacción.
 
   Laurencia no quiere bien,
 
   yo tengo poca experiencia.
 
   ¿Cómo daremos sentencia?
 
   FRONDOSO: ¿Qué mayor que ese desdén?
 
Sale FLORES
 
   FLORES: Dios guarde a la buena gente.
 
   FRONDOSO: Éste es del comendador
 
   crïado.
 
   LAURENCIA: ¡Gentil azor!
 
   ¿De adónde bueno, pariente?
 
   FLORES: ¿No me veis a lo soldado?
 
   LAURENCIA: ¿Viene don Fernando acá?
 
   FLORES: La guerra se acaba ya,
 
   puesto que nos ha costado
 
   alguna sangre y amigos.
 
   FRONDOSO: Contadnos cómo pasó.
 
   FLORES: ¿Quién lo dirá como yo,
 
   siendo mis ojos testigos?
 
   Para emprender la jornada
 
   de esta ciudad, que ya tiene
 
   nombre de Ciudad Real,
 
   juntó el gallardo maestre
 
   dos mil lucidos infantes
 
   de sus vasallos valientes,
 
   y trescientos de a caballo
 
   de seglares y de freiles;
 
   porque la cruz roja obliga
 
   cuantos al pecho la tienen,
 
   aunque sean de orden sacro;
 
   mas contra moros, se entiende.
 
   Salió el muchacho bizarro
 
   con una casaca verde,
 
   bordada de cifras de oro,
 
   que sólo los brazaletes
 
   por las mangas descubrían,
 
   que seis alamares prenden.
 
   Un corpulento bridón,
 
   Rucio rodado, que al Betis
 
   bebió el agua, y en su orilla
 
   despuntó la grama fértil;
 
   el codón labrado en cintas
 
   de ante, y el rizo copete
 
   cogido en blancas lazadas,
 
   que con las moscas de nieve
 
   que bañan la blanca piel
 
   iguales labores teje.
 
   A su lado Fernán Gómez,
 
   vuestro señor, en un fuerte
 
   melado, de negros cabos,
 
   puesto que con blanco bebe.
 
   Sobre turca jacerina,
 
   peto y espaldar luciente,
 
   con naranjada orla saca,
 
   que de oro y perlas guarnece.
 
   El morrión, que coronado
 
   con blancas plumas, parece
 
   que del color naranjado
 
   aquellos azahares vierte;
 
   ceñida al brazo una liga
 
   roja y blanca, con que mueve
 
   un fresno entero por lanza
 
   que hasta en Granada le temen.
 
   La ciudad se puso en arma;
 
   dicen que salir no quieren
 
   de la corona real,
 
   y el patrimonio defienden.
 
   Entróla bien resistida,
 
   y el maestre a los rebeldes
 
   y a los que entonces trataron
 
   su honor injuriosamente
 
   mandó cortar las cabezas,
 
   y a los de la baja plebe,
 
   con mordazas en la boca,
 
   azotar públicamente.
 
   Queda en ella tan temido
 
   y tan amado, que creen
 
   que quien en tan pocos años
 
   pelea, castiga y vence,
 
   ha de ser en otra edad
 
   rayo del África fértil,
 
   que tantas lunas azules
 
   a su roja cruz sujete.
 
   Al comendador y a todos
 
   ha hecho tantas mercedes,
 
   que el saco de la ciudad
 
   el de su hacienda parece.
 
   Mas ya la música suena;
 
   recibidle alegremente,
 
   que al triunfo las voluntades
 
   son los mejores laureles.
 
Salen el COMENDADOR y ORTUÑO, MÚSICOS,
 
JUAN ROJO y ESTEBAN, ALONSO, ALCAIDES. Cantan los MÚSICOS
 
   MUSICOS: "Sea bien venido
 
   el comendadore
 
   de rendir las tierras
 
   y matar los hombres.
 
   ¡Vivan los Guzmanes!
 
   ¡Vivan los Girones!
 
   Si en las paces blando,
 
   dulce en las razones.
 
   Venciendo moriscos,
 
   fuertes como un roble,
 
   de Ciudad Reale
 
   viene vencedore;
 
   que a Fuenteovejuna
 
   trae los pendones.
 
   ¡Viva muchos años,
 
   viva Fernán Gómez!"
 
   COMENDADOR: Villa, yo os agradezco justamente
 
   el amor que me habéis aquí mostrado.
 
   ALONSO: Aun no muestra una parte del que siente.
 
   Pero ¿qué mucho que seáis amado,
 
   mereciéndolo vos?
 
   ESTEBAN: Fuenteovejuna
 
   y el regimiento que hoy habéis honrado,
 
   que recibáis os ruega e importuna
 
   un pequeño presente, que esos carros
 
   traen, señor, no sin vergüenza alguna,
 
   de voluntades y árboles bizarros,
 
   más que de ricos dones. Lo primero
 
   traen dos cestas de polidos barros;
 
   de gansos viene un ganadillo entero,
 
   que sacan por las redes las cabezas,
 
   para cantar vueso valor guerrero.
 
   Diez cebones en sal, valientes piezas,
 
   sin otras menudencias y cecinas,
 
   y más que guantes de ámbar, sus cortezas.
 
   Cien pares de capones y gallinas,
 
   que han dejado viudos a sus gallos
 
   en las aldeas que miráis vecinas.
 
   Acá no tienen armas ni caballos,
 
   no jaeces bordados de oro puro,
 
   si no es oro el amor de los vasallos.
 
   Y porque digo puro, os aseguro
 
   que vienen doce cueros, que aun en cueros
 
   por enero podéis guardar un muro,
 
   si de ellos aforráis vuestros guerreros,
 
   mejor que de las armas aceradas;
 
   que el vino suele dar lindos aceros.
 
   De quesos y otras cosas no excusadas
 
   no quiero daros cuenta. Justo pecho
 
   de voluntades que tenéis ganadas;
 
   y a vos y a vuestra casa, buen provecho.
 
   COMENDADOR: Estoy muy agradecido.
 
   Id, regimiento, en buen hora.
 
   ALONSO: Descansad, señor, agora,
 
   y seáis muy bien venido;
 
   que esta espadaña que veis
 
   y juncia a vuestros umbrales
 
   fueran perlas orientales,
 
   y mucho más merecéis,
 
   a ser posible a la villa.
 
   COMENDADOR: Así lo creo, señores.
 
   Id con Dios.
 
   ESTEBAN: Ea, cantores,
 
   vaya otra vez la letrilla.
 
Cantan
 
   MÚSICOS: "Sea bien venido
 
   el comendadore
 
   de rendir las tierras
 
   y matar los hombres."
 
Vanse los MÚSICOS y los ALCAIDES
 
   COMENDADOR: Esperad vosotras dos.
 
   LAURENCIA: ¿Qué manda su señoría?
 
   COMENDADOR: ¡Desdenes el otro día,
 
   pues, conmigo! ¡Bien, por Dios!
 
   LAURENCIA: ¿Habla contigo, Pascuala?
 
   PASCUALA: Conmigo no, tirte ahuera.
 
   COMENDADOR: Con vos hablo, hermosa fiera,
 
   y con esotra zagala.
 
   ¿Mías no sois?
 
   PASCUALA: Sí, señor;
 
   mas no para casos tales.
 
   COMENDADOR: Entrad, pasado los umbrales;
 
   hombres hay, no hayáis temor.
 
   LAURENCIA: Si los alcaldes entraran,
 
   que de uno soy hija yo,
 
   bien huera entrar; mas si no…
 
   COMENDADOR: ¡Flores!
 
   FLORES: ¿Señor?
 
   COMENDADOR: ¡Que reparan
 
   en no hacer lo que les digo!
 
   FLORES: ¡Entrad, pues!
 
   LAURENCIA: No nos agarre.
 
   FLORES: Entrad; que sois necias.
 
   PASCUALA: Arre;
 
   que echaréis luego el postigo.
 
   FLORES: Entrad; que os quiere enseñar
 
   lo que trae de la guerra.
 
   COMENDADOR: Si entraren, Ortuño, cierra.
 
Éntrase
 
   LAURENCIA: Flores, dejadnos pasar.
 
   ORTUÑO: ¿También venís presentadas
 
   con lo demás?
 
   PASCUALA: ¡Bien a fe!
 
   Desvíese, no le dé…
 
   FLORES: Basta; que son extremadas.
 
   LAURENCIA: ¿No basta a vuestro señor
 
   tanta carne presentada?
 
   ORTUÑO: La vuestra es la que le agrada.
 
   LAURENCIA: ¡Reviente de mal dolor!
 
Vanse LAURENCIA y PASCUALA
 
   FLORES: ¡Muy buen recado llevamos!
 
   No se ha de poder sufrir
 
   lo que nos ha de decir
 
   cuando sin ellas nos vamos.
 
   ORTUÑO: Quien sirve se obliga a esto.
 
   Si en algo desea medrar,
 
   o con paciencia ha de estar,
 
   o ha de despedirse presto.
 
Vanse los dos. Salgan el REY don Fernando, la
 
reina doña ISABEL, MANRIQUE, y acompañamiento
 
   ISABEL: Digo, señor, que conviene
 
   el no haber descuido en esto,
 
   por ver a Alfonso en tal puesto,
 
   y su ejército previene.
 
   Y es bien ganar por la mano
 
   antes que el daño veamos;
 
   que si no lo remediamos,
 
   el ser muy cierto está llano.
 
   REY: De Navarra y de Aragón
 
   está el socorro seguro,
 
   y de Castilla procuro
 
   hacer la reformación
 
   de modo que el buen suceso
 
   con la prevención se vea.
 
   ISABEL: Pues vuestra majestad crea
 
   que el buen fin consiste en eso.
 
   MANRIQUE: Aguardando tu licencia
 
   dos regidores están
 
   de Ciudad Real. ¿Entrarán?
 
   REY: No les nieguen mi presencia.
 
Salen dos REGIDORES de Ciudad Real
 
   REGIDOR 1: Católico rey Fernando,
 
   a quien ha enviado el cielo
 
   desde Aragón a Castilla
 
   para bien y amparo nuestro:
 
   en nombre de Ciudad Real,
 
   a vuestro valor supremo
 
   humildes nos presentamos,
 
   el real amparo pidiendo.
 
   A mucha dicha tuvimos
 
   tener título de vuestros;
 
   pero pudo derribarnos
 
   de este honor el hado adverso.
 
   El famoso don Rodrigo
 
   Téllez Girón, cuyo esfuerzo
 
   es en valor extremado,
 
   aunque es en la edad tan tierno
 
   maestre de Calatrava,
 
   él, ensanchar pretendiendo
 
   el honor de la encomienda,
 
   nos puso apretado cerco.
 
   Con valor nos prevenimos,
 
   a su fuerza resistiendo,
 
   tanto, que arroyos corrían
 
   de la sangre de los muertos.
 
   Tomó posesión, en fin;
 
   pero no llegara a hacerlo,
 
   a no le dar Fernán Gómez
 
   orden, ayuda y consejo.
 
   Él queda en la posesión,
 
   y sus vasallos seremos,
 
   suyos, a nuestro pesar,
 
   a no remediarlo presto.
 
   REY: ¿Dónde queda Fernán Gómez?
 
   REGIDOR 1: En Fuenteovejuna creo,
 
   por ser su villa, y tener
 
   en ella casa y asiento.
 
   Allí, con más libertad
 
   de la que decir podemos,
 
   tiene a los súbditos suyos
 
   de todo contento ajenos.
 
   REY: ¿Tenéis algún capitán?
 
   REGIDOR 2: Señor, el no haberle es cierto,
 
   pues no escapó ningún noble
 
   de preso, herido o de muerto.
 
   ISABEL: Ese caso no requiere
 
   ser de espacio remediado;
 
   que es dar al contrario osado
 
   el mismo valor que adquiere;
 
   y puede el de Portugal,
 
   hallando puerta segura,
 
   entrar por Extremadura
 
   y causarnos mucho mal
 
   REY: Don Manrique, partid luego,
 
   llevando dos compañías;
 
   remediad sus demasías
 
   sin darles ningún sosiego.
 
   El conde de Cabra ir puede
 
   con vos; que es Córdoba osado,
 
   a quien nombre de soldado
 
   todo el mundo le concede;
 
   que éste es el medio mejor
 
   que la ocasión nos ofrece.
 
   MANRIQUE: El acuerdo me parece
 
   como de tan gran valor.
 
   Pondré límite a su exceso,
 
   si el vivir en mí no cesa.
 
   ISABEL: Partiendo vos a la empresa,
 
   seguro está el buen suceso.
 
Vanse todos. Salen LAURENCIA y FRONDOSO
 
   LAURENCIA: A medio torcer los paños,
 
   quise, atrevido Frondoso
 
   para no dar qué decir,
 
   desvïarme del arroyo;
 
   decir a tus demasías
 
   que murmura el pueblo todo,
 
   que me miras y te miro,
 
   y todos nos traen sobre ojo.
 
   Y como tú eres zagal
 
   de los que huellan, brioso,
 
   y excediendo a los demás
 
   vistes bizarro y costoso,
 
   en todo lugar no hay moza,
 
   o mozo en el prado o soto,
 
   que no se afirme diciendo
 
   que ya para en uno somos;
 
   y esperan todos el día
 
   que el sacristán Juan Chamorro
 
   nos eche de la tribuna
 
   en dejando los piporros.
 
   Y mejor sus trojes vean
 
   de rubio trigo en agosto
 
   atestadas y colmadas,
 
   y sus tinajas de mosto,
 
   que tal imaginación
 
   me ha llegado a dar enojo:
 
   ni me desvela ni aflige
 
   ni en ella el cuidado pongo.
 
   FRONDOSO: Tal me tienen tus desdenes,
 
   bella Laurencia, que tomo,
 
   en el peligro de verte,
 
   la vida, cuando te oigo.
 
   Si sabes que es mi intención
 
   el desear ser tu esposo,
 
   mal premio das a mi fe.
 
   LAURENCIA: Es que yo no sé dar otro.
 
   FRONDOSO: ¿Posible es que no te duelas
 
   de verme tan cuidadoso
 
   y que imaginando en ti
 
   ni bebo, duermo ni como?
 
   ¿Posible es tanto rigor
 
   en ese angélico rostro?
 
   ¡Viven los cielos, que rabio!
 
   LAURENCIA: Pues salúdate, Frondoso.
 
   FRONDOSO Ya te pido yo salud,
 
   y que ambos, como palomos,
 
   estemos, juntos los picos,
 
   con arrullos sonorosos,
 
   después de darnos la iglesia…
 
   LAURENCIA: Dilo a mi tío Juan Rojo;
 
   que aunque no te quiero bien,
 
   ya tengo algunos asomos.
 
   FRONDOSO: ¡Ay de mí! El señor es éste.
 
   LAURENCIA: Tirando viene a algún corzo.
 
   Escóndete en esas ramas.
 
   FRONDOSO: Y ¡con qué celos me escondo!
 
Sale el COMENDADOR
 
   COMENDADOR: No es malo venir siguiendo
 
   un corcillo temeroso,
 
   y topar tan bella gama.
 
   LAURENCIA: Aquí descansaba un poco
 
   de haber lavado unos paños;
 
   y así, al arroyo me torno,
 
   si manda su señoría.
 
   COMENDADOR: Aquesos desdenes toscos
 
   afrentan, bella Laurencia,
 
   las gracias que el poderoso
 
   cielo te dio, de tal suerte,
 
   que vienes a ser un monstruo.
 
   Mas si otras veces pudiste
 
   hüír mi ruego amoroso,
 
   agora no quiere el campo,
 
   amigo secreto y solo;
 
   que tú sola no has de ser
 
   tan soberbia, que tu rostro
 
   huyas al señor que tienes,
 
   teniéndome a mí en tan poco.
 
   ¿No se rindió Sebastiana,
 
   mujer de Pedro Redondo,
 
   con ser casadas entrambas,
 
   y la de Martín del Pozo,
 
   habiendo apenas pasado
 
   dos días del desposorio?
 
   LAURENCIA: Ésas, señor, ya tenían
 
   de haber andado con otros
 
   el camino de agradaros;
 
   porque también muchos mozos
 
   merecieron sus favores.
 
   Id con Dios, tras vueso corzo;
 
   que a no veros con la cruz,
 
   os tuviera por demonio,
 
   pues tanto me perseguís.
 
   COMENDADOR: ¡Qué estilo tan enfadoso!
 
   Pongo la ballesta en tierra
 
   [puesto que aquí estamos solos],
 
   y a la práctica de manos
 
   reduzco melindres.
 
   LAURENCIA: ¿Cómo?
 
   ¿Eso hacéis? ¿Estáis en vos?
 
Sale FRONDOSO y toma la ballesta
 
   COMENDADOR: No te defiendas.
 
   FRONDOSO: Si tomo
 
   la ballesta ¡vive el cielo
 
   que no la ponga en el hombro!
 
   COMENDADOR: Acaba, ríndete.
 
   LAURENCIA: ¡Cielos,
 
   ayúdame agora!
 
   COMENDADOR: Solos
 
   estamos; no tengas miedo.
 
   FRONDOSO: Comendador generoso,
 
   dejad la moza, o creed
 
   que de mi agravio y enojo
 
   será blanco vuestro pecho,
 
   aunque la cruz me da asombro.
 
   COMENDADOR: ¡Perro, villano!…
 
   FRONDOSO: No hay perro.
 
   Huye, Laurencia.
 
   LAURENCIA: Frondoso,
 
   mira lo que haces.
 
   FRONDOSO: Vete.
 
Vase LAURENCIA
 
   COMENDADOR: ¡Oh, mal haya el hombre loco,
 
   que se desciñe la espada!
 
   Que, de no espantar medroso
 
   la caza, me la quité.
 
   FRONDOSO: Pues, pardiez, señor, si toco
 
   la nuez, que os he de apiolar.
 
   COMENDADOR: Ya es ida. Infame, alevoso,
 
   suelta la ballesta luego.
 
   Suéltala, villano.
 
   FRONDOSO: ¿Cómo?
 
   Que me quitaréis la vida.
 
   Y advertid que Amor es sordo,
 
   y que no escucha palabras
 
   el día que está en su trono.
 
   COMENDADOR: Pues, ¿la espalda ha de volver
 
   un hombre tan valeroso
 
   a un villano? Tira, infame,
 
   tira, y guárdate; que rompo
 
   las leyes de caballero.
 
   FRONDOSO: Eso, no. Yo me conformo
 
   con mi estado, y, pues me es
 
   guardar la vida forzoso,
 
   con la ballesta me voy.
 
   COMENDADOR: ¡Peligro extraño y notorio!
 
   Mas yo tomaré venganza
 
   del agravio y del estorbo.
 
   ¡Que no cerrara con él!
 
   ¡Vive el cielo, que me corro!
 
FIN DEL PRIMER ACTO

ACTO SEGUNDO

Salen ESTEBAN y otro REGIDOR
 
   ESTEBAN: Así tenga salud, como parece,
 
   que no se saque más agora el pósito.
 
   El año apunta mal, y el tiempo crece,
 
   y es mejor que el sustento esté en depósito,
 
   aunque lo contradicen más de trece.
 
   REGIDOR: Yo siempre he sido, al fin, de este propósito,
 
   en gobernar en paz esta república.
 
   ESTEBAN: Hagamos de ello a Fernán Gómez súplica.
 
   No se puede sufrir que estos astrólogos,
 
   en las cosas futuras ignorantes,
 
   nos quieran persuadir con largos prólogos
 
   los secretos a Dios sólo importantes.
 
   ¡Bueno es que, presumiendo de teólogos,
 
   hagan un tiempo en el que después y ante!
 
   Y pidiendo el presente lo importante,
 
   al más sabio veréis más ignorante.
 
   ¿Tienen ellos las nubes en su casa
 
   y el proceder de las celestes lumbres?
 
   ¿Por dónde ven los que en el cielo pasa,
 
   para darnos con ella pesadumbres?
 
   Ellos en el sembrar nos ponen tasa:
 
   dacá el trigo, cebada y las legumbres,
 
   calabazas, pepinos y mostazas…
 
   Ellos son, a la fe, las calabazas.
 
   Luego cuentan que muere una cabeza,
 
   y después viene a ser en Transilvania;
 
   que el vino será poco, y la cerveza
 
   sobrará por las partes de Alemania;
 
   que se helará en Gascuña la cereza,
 
   y que habrá muchos tigres en Hircania.
 
   Y al cabo, que se siembre o no se siembre,
 
   el año se remata por diciembre.
 
Salen el licenciado LEONELO y BARRILDO
 
   LEONELO: A fe que no ganéis la palmatoria,
 
   porque ya está ocupado el mentidero.
 
   BARRILDO: ¿Cómo os fue en Salamanca?
 
   LEONELO: Es larga historia.
 
   BARRILDO: Un Bártulo seréis.
 
   LEONELO: Ni aun un barbero.
 
   Es, como digo, cosa muy notoria
 
   en esta facultad lo que os refiero.
 
   BARRILDO: Sin duda que venís buen estudiante.
 
   LEONELO: Saber he procurado lo importante.
 
   BARRILDO: Después que vemos tanto libro impreso,
 
   no hay nadie que de sabio no presuma.
 
   LEONELO: Antes que ignoran más siento por eso,
 
   por no se reducir a breve suma;
 
   porque la confusión, con el exceso,
 
   los intentos resuelve en vana espuma;
 
   y aquel que de leer tiene más uso,
 
   de ver letreros sólo está confuso.
 
   No niego yo que de imprimir el arte
 
   mil ingenios sacó de entre la jerga,
 
   y que parece que en sagrada parte
 
   sus obras guarda y contra el tiempo alberga;
 
   éste las distribuye y las reparte.
 
   Débese esta invención a Gutemberga,
 
   un famoso tudesco de Maguncia,
 
   en quien la fama su valor renuncia.
 
   Mas muchos que opinión tuvieron grave
 
   por imprimir sus obras la perdieron;
 
   tras esto, con el nombre del que sabe
 
   muchos sus ignorancias imprimieron.
 
   Otros, en quien la baja envidia cabe,
 
   sus locos desatinos escribieron,
 
   y con nombre de aquél que aborrecían
 
   impresos por el mundo los envían.
 
   BARRILDO: No soy de esa opinión.
 
   LEONELO: El ignorante
 
   es justo que se vengue del letrado.
 
   BARRILDO: Leonelo, la impresión es importante.
 
   LEONELO: Sin ella muchos siglos se han pasado,
 
   y no vemos que en éste se levante
 
   [… -ado]
 
   un Jerónimo santo, un Agustino.
 
   BARRILDO: Dejadlo y asentaos, que estáis mohino.
 
Salen JUAN ROJO y otro LABRADOR
 
   JUAN ROJO: No hay en cuatro haciendas para un dote,
 
   si es que las vistas han de ser al uso;
 
   que el hombre que es curioso es bien que note
 
   que en esto el barrio y vulgo anda confuso.
 
   LABRADOR: ¿Qué hay del comendador? No os alborote.
 
   JUAN ROJO: ¡Cuál a Laurencia en ese campo puso!
 
   LABRADOR: ¿Quién fue cual él tan bárbaro y lascivo?
 
   Colgado le vea yo de aquel olivo.
 
Salen el COMENDADOR, ORTUÑO y FLORES
 
   COMENDADOR: Dios guarde la buena gente.
 
   REGIDOR: ¡Oh, señor!
 
   COMENDADOR: Por vida mía,
 
   que se estén.
 
   ESTEBAN: Vuseñoría
 
   adonde suele se siente,
 
   que en pie estaremos muy bien.
 
   COMENDADOR: Digo que se han de sentar.
 
   ESTEBAN: De los buenos es honrar,
 
   que no es posible que den
 
   honra los que no la tienen.
 
   COMENDADOR: Siéntense; hablaremos algo.
 
   ESTEBAN: ¿Vio vuseñoría el galgo?
 
   COMENDADOR: Alcalde, espantados vienen
 
   esos crïados de ver
 
   tan notable ligereza.
 
   ESTEBAN: Es una extremada pieza.
 
   Pardiez, que puede correr
 
   al lado de un delincuente
 
   o de un cobarde en qüistión.
 
   COMENDADOR: Quisiera en esta ocasión
 
   que le hiciérades pariente
 
   a una liebre que por pies
 
   por momentos se me va.
 
   ESTEBAN: Sí haré, par Dios. ¿Dónde está?
 
   COMENDADOR: Allá vuestra hija es.
 
   ESTEBAN: ¡Mi hija!
 
   COMENDADOR: Sí.
 
   ESTEBAN: Pues, ¿es buena
 
   para alcanzada de vos?
 
   COMENDADOR: Reñidla, alcalde, por Dios.
 
   ESTEBAN: ¿Cómo?
 
   COMENDADOR: Ha dado en darme pena.
 
   mujer hay, y principal,
 
   de alguno que está en la plaza,
 
   que dio, a la primera traza,
 
   traza de verme.
 
   ESTEBAN: Hizo mal;
 
   y vos, señor, no andáis bien
 
   en hablar tan libremente.
 
   COMENDADOR: ¡Oh, qué villano elocuente!
 
   ¡Ah, Flores!, haz que le den
 
   la Política, en que lea
 
   de Aristóteles.
 
   ESTEBAN: Señor,
 
   debajo de vuestro honor
 
   vivir el pueblo desea.
 
   Mirad que en Fuenteovejuna
 
   hay gente muy principal.
 
   LEONELO: ¿Vióse desvergüenza igual?
 
   COMENDADOR: Pues, ¿he dicho cosa alguna
 
   de que os pese, regidor?
 
   REGIDOR: Lo que decís es injusto;
 
   no lo digáis, que no es justo
 
   que nos quitéis el honor.
 
   COMENDADOR: ¿Vosotros honor tenéis?
 
   ¡Qué freiles de Calatrava!
 
   REGIDOR: Alguno acaso se alaba
 
   de la cruz que le ponéis,
 
   que no es de sangre tan limpia.
 
   COMENDADOR: Y, ¿ensúciola yo juntando
 
   la mía a la vuestra?
 
   REGIDOR: Cuando
 
   que el mal más tiñe que alimpia.
 
   COMENDADOR: De cualquier suerte que sea,
 
   vuestras mujeres se honran.
 
   ESTEBAN: Esas palabras deshonran;
 
   las obras no hay quien las crea.
 
   COMENDADOR: ¡Qué cansado villanaje!
 
   ¡Ah! Bien hayan las ciudades,
 
   que a hombres de calidades
 
   no hay quien sus gustos ataje;
 
   allá se precian casados
 
   que visiten sus mujeres.
 
   ESTEBAN: No harán; que con esto quieres
 
   que vivamos descuidados.
 
   En las ciudades hay Dios
 
   y más presto quien castiga.
 
   COMENDADOR: Levantaos de aquí.
 
   ESTEBAN: ¿Qué diga
 
   lo que escucháis por los dos?
 
   COMENDADOR: Salid de la plaza luego;
 
   no quede ninguno aquí.
 
   ESTEBAN: Ya nos vamos.
 
   COMENDADOR: Pues no así.
 
   FLORES: Que te reportes te ruego.
 
   COMENDADOR: Querrían hacer corrillo
 
   los villanos en mi ausencia.
 
   ORTUÑO: Ten un poco de paciencia.
 
   COMENDADOR: De tanta me maravillo.
 
   Cada uno de por sí
 
   se vayan hasta sus casas.
 
   LEONELO: ¡Cielo! ¿Qué por esto pasas?
 
   ESTEBAN: Ya yo me voy por aquí.
 
Vanse los LABRADORES
 
   COMENDADOR: ¿Qué os parece de esta gente?
 
   ORTUÑO: No sabes disimular,
 
   que no quieres escuchar
 
   el disgusto que se siente.
 
   COMENDADOR: Éstos ¿se igualan conmigo?
 
   FLORES: Que no es aqueso igualarse.
 
   COMENDADOR: Y el villano, ¿ha de quedarse
 
   con ballesta y sin castigo?
 
   FLORES: Anoche pensé que estaba
 
   a la puerta de Laurencia,
 
   y a otro, que su presencia
 
   y su capilla imitaba,
 
   de oreja a oreja le di
 
   un beneficio famoso.
 
   COMENDADOR: ¿Dónde estará aquel Frondoso?
 
   FLORES: Dicen que anda por ahí.
 
   COMENDADOR: ¡Por ahí se atreve a andar
 
   hombre que matarme quiso!
 
   FLORES: Como el ave sin aviso,
 
   o como el pez, viene a dar
 
   al reclamo o al anzuelo.
 
   COMENDADOR: ¡Que a un capitán cuya espada
 
   tiemblan Córdoba y Granada,
 
   un labrador, un mozuelo
 
   ponga una ballesta al pecho!
 
   El mundo se acaba, Flores.
 
   FLORES: Como eso pueden amores.
 
   ORTUÑO: Y pues que vive, sospecho
 
   que grande amistad le debes.
 
   COMENDADOR: Yo he disimulado, Ortuño;
 
   que si no, de punta a puño,
 
   antes de dos horas breves,
 
   pasara todo el lugar;
 
   que hasta que llegue ocasión
 
   al freno de la razón
 
   hago la venganza estar.
 
   ¿Qué hay de Pascuala?
 
   FLORES: Responde
 
   que anda agora por casarse.
 
   COMENDADOR: ¿Hasta allí quiere fïarse?
 
   FLORES: En fin, te remite donde
 
   te pagarán de contado.
 
   COMENDADOR: ¿Qué hay de Olalla?
 
   ORTU˜O: Una graciosa
 
   respuesta.
 
   COMENDADOR: Es moza brïosa.
 
   ¿Cómo?
 
   ORTUÑO: Que su desposado
 
   anda tras ella estos días
 
   celoso de mis recados
 
   y de que con tus crïados
 
   a visitarla venías;
 
   pero que si se descuida
 
   entrarás como primero.
 
   COMENDADOR: ¡Bueno, a fe de caballero!
 
   Pero el villanejo cuida…
 
   ORTUÑO: Cuida, y anda por los aires.
 
   COMENDADOR: ¿Qué hay de Inés?
 
   FLORES: ¿Cuál?
 
   COMENDADOR: La de Antón.
 
   FLORES: Para cualquier ocasión
 
   ya ha ofrecido sus donaires.
 
   Habléla por el corral,
 
   por donde has de entrar si quieres.
 
   COMENDADOR: A las fáciles mujeres
 
   quiero bien y pago mal.
 
   Si éstas supiesen, ¡oh, Flores!,
 
   estimarse en lo que valen…
 
   FLORES: No hay disgustos que se igualen
 
   a contrastar sus favores.
 
   Rendirse presto desdice
 
   de la esperanza del bien;
 
   mas hay mujeres también,
 
   porque el filósofo dice,
 
   que apetecen a los hombres
 
   como la forma desea
 
   la materia; y que esto sea
 
   así, no hay de qué te asombres.
 
   COMENDADOR: Un hombre de amores loco
 
   huélgase que a su accidente
 
   se le rindan fácilmente,
 
   mas después las tiene en poco,
 
   y el camino de olvidar,
 
   al hombre más obligado
 
   es haber poco costado
 
   lo que pudo desear.
 
Sale CIMBRANOS, soldado
 
   CIMBRANOS: ¿Está aquí el comendador?
 
   ORTUÑO: ¿No le ves en tu presencia?
 
   CIMBRANO: ¡Oh, gallardo Fernán Gómez!
 
   Trueca la verde montera
 
   en el blanco morrión
 
   y el gabán en armas nuevas;
 
   que el maestre de Santiago
 
   y el conde de Cabra cercan
 
   a don Rodrigo Girón,
 
   por la castellana reina,
 
   en Ciudad Real; de suerte
 
   que no es mucho que se pierda
 
   lo que en Calatrava sabes
 
   que tanta sangre le cuesta.
 
   Ya divisan con las luces,
 
   desde las altas almenas
 
   los castillo y leones
 
   y barras aragonesas.
 
   Y aunque el rey de Portugal
 
   honrar a Girón quisiera,
 
   no hará poco en que el maestre
 
   a Almagro con vida vuelva.
 
   Ponte a caballo, señor;
 
   que sólo con que te vean
 
   se volverán a Castilla.
 
   COMENDADOR: No prosigas; tente, espera.
 
   Haz, Ortuño, que en la plaza
 
   toquen luego una trompeta.
 
   ¿Qué soldados tengo aquí?
 
   ORTUÑO: Pienso que tienes cincuenta.
 
   COMENDADOR: Pónganse a caballo todos.
 
   CIMBRANOS: Si no caminas apriesa,
 
   Ciudad Real es del rey.
 
   COMENDADOR: No hayas miedo que lo sea.
 
Vanse TODOS. Salen MENGO, LAURENCIA y PASCUALA,
 
huyendo
 
   PASCUALA: No te apartes de nosotras.
 
   MENGO: Pues, ¿a qué tenéis temor?
 
   LAURENCIA: Mengo, a la villa es mejor
 
   que vamos unas con otras,
 
   pues que no hay hombre ninguno,
 
   porque no demos con él.
 
   MENGO: ¡Que este demonio crüel
 
   nos sea tan importuno!
 
   LAURENCIA: No nos deja a sol ni a sombra.
 
   MENGO: ¡Oh! Rayo del cielo baje
 
   que sus locuras ataje.
 
   LAURENCIA: Sangrienta fiera le nombra;
 
   arsénico y pestilencia
 
   del lugar.
 
   MENGO: Hanme contado
 
   que Frondoso, aquí en el prado,
 
   para librarte, Laurencia,
 
   le puso al pecho una jara.
 
   LAURENCIA: Los hombres aborrecía,
 
   Mengo; mas desde aquel día
 
   los miro con otra cara.
 
   ¡Gran valor tuvo Frondoso!
 
   Pienso que le ha de costar
 
   la vida.
 
   MENGO: Que del lugar
 
   se vaya, será forzoso.
 
   LAURENCIA: Aunque ya le quiero bien,
 
   eso mismo le aconsejo;
 
   mas recibe mi consejo
 
   con ira, rabia y desdén;
 
   y jura el comendador
 
   que le ha de colgar de un pie.
 
   PASCUALA: ¡Mal garrotillo le dé!
 
   MENGO: Mala pedrada es mejor!
 
   ¡Voto al sol, si le tirara
 
   con la que llevo al apero,
 
   que al sonar el crujidero
 
   al casco se la encajara!
 
   No fue Sábalo, el romano,
 
   tan vicioso por jamás.
 
   LAURENCIA: Heliogábalo dirás,
 
   más que una fiera inhumano.
 
   MENGO: Pero Galván, o quien fue,
 
   que yo no entiendo de historia;
 
   mas su cativa memoria
 
   vencida de éste se ve.
 
   ¿Hay hombre en naturaleza
 
   como Fernán Gómez?
 
   PASCUALA: No;
 
   que parece que le dio
 
   de una tigre la aspereza.
 
Sale JACINTA
 
   JACINTA: Dadme socorro, por Dios,
 
   si la amistad os obliga.
 
   LAURENCIA: ¿Qué es esto, Jacinta amiga?
 
   PASCUALA: Tuyas lo somos las dos.
 
   JACINTA: Del comendador crïados,
 
   que van a Ciudad Real,
 
   más de infamia natural
 
   que de noble acero armados,
 
   me quieren llevar a él.
 
   LAURENCIA: Pues, Jacinta, Dios te libre;
 
   que cuando contigo es libre,
 
   conmigo será crüel.
 
Vase LAURENCIA
 
   PASCUALA: Jacinta, yo no soy hombre
 
   que te pueda defender.
 
Vase PASCUALA
 
   MENGO: Yo sí lo tengo de ser,
 
   porque tengo el ser y el nombre.
 
   Llégate, Jacinta, a mí.
 
   JACINTA: ¿Tienes armas?
 
   MENGO: Las primeras
 
   del mundo.
 
   JACINTA: ¡Oh, si las tuvieras!
 
   MENGO: Piedras hay, Jacinta, aquí.
 
Salen FLORES y ORTUÑO
 
   FLORES: ¿Por los pies pensabas irte?
 
   JACINTA: ¡Mengo, muerta soy!
 
   MENGO: Señores…
 
   ¿A estos pobres labradores?…
 
   ORTUÑO: Pues, ¿tú quieres persuadirte
 
   a defender la mujer?
 
   MENGO: Con los ruegos la defiendo;
 
   que soy su deudo y pretendo
 
   guardarla, si puede ser.
 
   FLORES: Quitadle luego la vida.
 
   MENGO: ¡Voto al sol, si me emberrincho,
 
   y el cáñamo me descincho,
 
   que la llevéis bien vendida!
 
Salen el COMENDADOR y CIMBRANOS
 
   COMENDADOR: ¿Qué es eso? ¿A cosas tan viles
 
   me habéis de hacer apear?
 
   FLORES: Gente de este vil lugar,
 
   que ya es razón que aniquiles,
 
   pues en nada te da gusto,
 
   a nuestras armas se atreve.
 
   MENGO: Señor, si piedad os mueve
 
   de suceso tan injusto,
 
   castigad estos soldados,
 
   que con vuestro nombre agora
 
   roban una labradora
 
   a esposo y padres honrados;
 
   y dadme licencia a mí
 
   que se la pueda llevar.
 
   COMENDADOR: Licencia les quiero dar…
 
   para vengarse de ti.
 
   Suelta la honda.
 
   MENGO: Señor!
 
   COMENDADOR: Flores, Ortuño, Cimbranos,
 
   con ella le atad las manos.
 
   MENGO: ¿Así volvéis por su honor?
 
   COMENDADOR: ¿Qué piensan Fuenteovejuna
 
   y sus villanos de mí?
 
   MENGO: Señor, ¿en qué os ofendí,
 
   ni el pueblo en cosa ninguna?
 
   FLORES: ¿Ha de morir?
 
   COMENDADOR: No ensuciéis
 
   las armas, que habéis de honrar
 
   en otro mejor lugar.
 
   ORTUÑO: ¿Qué mandas?
 
   COMENDADOR: Que lo azotéis.
 
   Llevadle, y en ese roble
 
   le atad y le desnudad,
 
   y con las riendas…
 
   MENGO: ¡Piedad!
 
   ¡Piedad, pues sois hombre noble!
 
   COMENDADOR: Azotadle hasta que salten
 
   los hierros de las correas.
 
   MENGO: ¡Cielos! ¿A hazañas tan feas
 
   queréis que castigos falten?
 
Vanse MENGO, FLORES y ORTUÑO
 
   COMENDADOR: Tú, villana, ¿por qué huyes?
 
   ¿Es mejor un labrador
 
   que un hombre de mi valor?
 
   JACINTA: ¡Harto bien me restituyes
 
   el honor que me han quitado
 
   en llevarme para ti!
 
   COMENDADOR: ¿En quererte llevar?
 
   JACINTA: Sí;
 
   porque tengo un padre honrado,
 
   que si en alto nacimiento
 
   no te iguala, en las costumbres
 
   te vence.
 
   COMENDADOR: Las pesadumbres
 
   y el villano atrevimiento
 
   no tiemplan bien un airado.
 
   Tira por ahí.
 
   JACINTA: ¿Con quién?
 
   COMENDADOR: Conmigo.
 
   JACINTA: Míralo bien.
 
   COMENDADOR: Para tu mal lo he mirado.
 
   Ya no mía, del bagaje
 
   del ejército has de ser.
 
   JACINTA: No tiene el mundo poder
 
   para hacerme, viva, ultraje.
 
   COMENDADOR: ¡Ea, villana, camina!
 
   JACINTA: ¡Piedad, señor!
 
   COMENDADOR: No hay piedad.
 
   JACINTA: Apelo de tu crueldad
 
   a la justicia divina.
 
Llévanla y vanse. Salen LAURENCIA y
 
FRONDOSO
 
   LAURENCIA: ¿Cómo así a venir te atreves,
 
   sin temer tu daño.
 
   FRONDOSO: Ha sido
 
   dar testimonio cumplido
 
   de la afición que me debes.
 
   Desde aquel recuesto vi
 
   salir al comendador,
 
   y fïado en tu valor
 
   todo mi temor perdí.
 
   Vaya donde no le vean
 
   volver.
 
   LAURENCIA: Tente en maldecir,
 
   porque suele más vivir
 
   al que la muerte desean.
 
   FRONDOSO: Si es eso, viva mil años,
 
   y así se hará todo bien
 
   pues deseándole bien,
 
   estarán ciertos sus daños.
 
   Laurencia, deseo saber
 
   si vive en ti mi cuidado,
 
   y si mi lealtad ha hallado
 
   el puerto de merecer.
 
   Mira que toda la villa
 
   ya para en uno nos tiene;
 
   y de cómo a ser no viene
 
   la villa se maravilla.
 
   Los desdeñosos extremos
 
   deja, y responde "no" o "sí."
 
   LAURENCIA: Pues a la villa y a ti
 
   respondo que lo seremos.
 
   FRONDOSO: Deja que tus plantas bese
 
   Por la merced recibida,
 
   pues el cobrar nueva vida
 
   por ella es bien que confiese.
 
   LAURENCIA: De cumplimientos acorta;
 
   y para que mejor cuadre,
 
   habla, Frondoso, a mi padre,
 
   pues es lo que más importa,
 
   que allí viene con mi tío;
 
   y fía que ha de tener
 
   ser, Frondoso, tu mujer
 
   buen suceso.
 
   FRONDOSO: En Dios confío.
 
Escóndese LAURENCIA. Salen ESTEBAN,
 
alcalde, y el REGIDOR
 
   ESTEBAN: Fue su término de modo,
 
   que la plaza alborotó.
 
   En efecto, procedió
 
   muy descomedido en todo.
 
   No hay a quien admiración
 
   sus demasías no den;
 
   la pobre Jacinta es quien
 
   pierde por su sinrazón.
 
   REGIDOR: Ya a los católicos reyes,
 
   que este nombre les dan ya,
 
   presto España les dará
 
   la obediencia de sus leyes.
 
   Ya sobre Ciudad Real,
 
   contra el Girón que la tiene,
 
   Santiago a caballo viene
 
   por capitán general.
 
   Pésame; que era Jacinta
 
   doncella de buena pro.
 
   ESTEBAN: Luego a Mengo le azotó.
 
   REGIDOR: No hay negra bayeta o tinta
 
   como sus carnes están.
 
   ESTEBAN: Callad; que me siento arder
 
   viendo su mal proceder
 
   y el mal nombre que le dan.
 
   Yo, ¿para qué traigo aquí
 
   este palo sin provecho?
 
   REGIDOR: Si sus crïados lo han hecho
 
   ¿de qué os afligís así?
 
   ESTEBAN: ¿Queréis más? Que me contaron
 
   que a la de Pedro Redondo
 
   un día, que en lo más hondo
 
   de este valle la encontraron,
 
   después de sus insolencias,
 
   a sus crïados la dio.
 
   REGIDOR: Aquí hay gente. ¿Quién es?
 
   FRONDOSO: Yo,
 
   que espero vuestras licencias.
 
   ESTEBAN: Para mi casa, Frondoso,
 
   licencia no es menester;
 
   debes a tu padre el ser
 
   y a mí otro ser amoroso.
 
   Hete crïado, y te quiero
 
   como a hijo.
 
   FRONDOSO: Pues señor,
 
   fïado en aquese amor,
 
   de ti una merced espero.
 
   Ya sabes de quién soy hijo.
 
   ESTEBAN: ¿Hate agraviado ese loco
 
   de Fernán Gómez?
 
   FRONDOSO: No poco.
 
   ESTEBAN: El corazón me lo dijo.
 
   FRONDOSO: Pues señor, con el seguro
 
   del amor que habéis mostrado,
 
   de Laurencia enamorado,
 
   el ser su esposo procuro.
 
   Perdona si en el pedir
 
   mi lengua se ha adelantado;
 
   que he sido en decirlo osado,
 
   como otro lo ha de decir.
 
   ESTEBAN: Vienes, Frondoso, a ocasión
 
   que me alargarás la vida,
 
   por la cosa más temida
 
   que siente mi corazón.
 
   Agradezco, hijo, al cielo
 
   que así vuelvas por mi honor
 
   y agradézcole a tu amor
 
   la limpieza de tu celo.
 
   Mas como es justo, es razón
 
   dar cuenta a tu padre de esto,
 
   sólo digo que estoy presto,
 
   en sabiendo su intención;
 
   que yo dichoso me hallo
 
   en que aqueso llegue a ser.
 
   REGIDOR: De la moza el parecer
 
   tomad antes de acetallo.
 
   ESTEBAN: No tengáis de eso cuidado,
 
   que ya el caso está dispuesto.
 
   Antes de venir a esto,
 
   entre ellos se ha concertado.
 
   En el dote, si advertís,
 
   se puede agora tratar;
 
   que por bien os pienso dar
 
   algunos maravedís.
 
   FRONDOSO: Yo dote no he menester;
 
   de eso no hay que entristeceros.
 
   REGIDOR: Pues que no la pide en cueros
 
   lo podéis agradecer.
 
   ESTEBAN: Tomaré el parecer de ella;
 
   si os parece, será bien.
 
   FRONDOSO: Justo es; que no hace bien
 
   quien los gustos atropella.
 
   ESTEBAN: ¡Hija! ¡Laurencia!…
 
   LAURENCIA: ¿Señor?
 
   ESTEBAN: Mirad si digo bien yo.
 
   ¡Ved qué presto respondió!
 
   Hija Laurencia, mi amor
 
   a preguntarte ha venido
 
   – apártate aquí- si es bien
 
   que a Gila, tu amiga, den
 
   a Frondoso por marido,
 
   que es un honrado zagal,
 
   si le hay en Fuenteovejuna…
 
   LAURENCIA: ¿Gila se casa?
 
   ESTEBAN: Y si alguna
 
   le merece y es su igual…
 
   LAURENCIA: Yo digo, señor, que sí.
 
   ESTEBAN: Sí; mas yo digo que es fea
 
   y que harto mejor se emplea
 
   Frondoso, Laurencia en ti.
 
   LAURENCIA: ¿Aún no se te han olvidado
 
   los donaires con la edad?
 
   ESTEBAN: ¿Quiéresle tú?
 
   LAURENCIA: Voluntad
 
   le he tenido y le he cobrado;
 
   pero por lo que tú sabes…
 
   ESTEBAN: ¿Quieres tú que diga sí?
 
   LAURENCIA: Dilo tú, señor, por mí.
 
   ESTEBAN: ¿Yo? Pues tengo yo las llaves.
 
   Hecho está. Ven, buscaremos
 
   a mi compadre en la plaza.
 
   REGIDOR: Vamos.
 
   ESTEBAN: Hijo, y en la traza
 
   del dote, ¿qué le diremos?
 
   Que yo bien te puedo dar
 
   cuatro mil maravedís.
 
   FRONDOSO: Señor, ¿eso me decís?
 
   Mi honor queréis agraviar.
 
   ESTEBAN: Anda, hijo; que eso es
 
   cosa que pasa en un día;
 
   que si no hay dote, a fe mía,
 
   que se echa menos después.
 
Vanse, y quedan FRONDOSO y LAURENCIA
 
   LAURENCIA: Di, Frondoso. ¿Estás contento?
 
   FRONDOSO: ¡Cómo si lo estoy! ¡Es poco,
 
   pues que no me vuelvo loco
 
   de gozo, del bien que siento!
 
   Risa vierte el corazón
 
   por los ojos de alegría
 
   viéndote, Laurencia mía,
 
   en tan dulce posesión.
 
Vanse. Salen el MAESTRE, el COMENDADOR, FLORES y ORTUÑO
 
   COMENDADOR: Huye, señor, que no hay otro remedio.
 
   MAESTRE: La flaqueza del muro lo ha causado,
 
   y el poderoso ejército enemigo.
 
   COMENDADOR: Sangre les cuesta e infinitas vidas.
 
   MAESTRE: Y no se alabarán que en sus despojos
 
   pondrán nuestro pendón de Calatrava,
 
   que a honrar su empresa y los demás bastaba.
 
   COMENDADOR: Tus designios, Girón, quedan perdidos.
 
   MAESTRE: ¿Qué puedo hacer, si la fortuna ciega
 
   a quien hoy levantó, mañana humilla?
 
Dentro
 
   VOCES: ¡Victoria por los reyes de Castilla!
 
   MAESTRE: Ya coronan de luces las almenas,
 
   y las ventanas de las torres altas
 
   entoldan con pendones victoriosos.
 
   COMENDADOR: Bien pudieran, de sangre que les cuesta.
 
   A fe que es más tragedia que no fiesta.
 
   MAESTRE: Yo vuelvo a Calatrava, Fernán Gómez.
 
   COMENDADOR: Y yo a Fuenteovejuna, mientras tratas
 
   o seguir esta parte de tus deudos,
 
   o reducir la tuya al rey católico.
 
   MAESTRE: Yo te diré por cartas lo que intento.
 
   COMENDADOR: El tiempo ha de enseñarte.
 
   MAESTRE: Ah, pocos años,
 
   sujetos al rigor de sus engaños!
 
Vanse. Sale la boda, MÚSICOS, MENGO,
 
FRONDOSO, LAURENCIA, PASCUALA, BARRILDO, ESTEBAN y alcalde JUAN
 
ROJO. Cantan
 
   MUSICOS: "¡Vivan muchos años
 
   los desposados!
 
   ¡Vivan muchos años!"
 
   MENGO: A fe que no os ha costado
 
   mucho trabajo el cantar.
 
   BARRILDO: Supiéraslo tú trovar
 
   mejor que él está trovado.
 
   FRONDOSO: Mejor entiende de azotes
 
   Mengo que de versos ya.
 
   MENGO: Alguno en el valle está,
 
   para que no te alborotes,
 
   a quien el Comendador…
 
   BARRILDO: No lo digas, por tu vida;
 
   que este bárbaro homicida
 
   a todos quita el honor.
 
   MENGO: Que me azotasen a mí
 
   cien soldados aquel día…
 
   sola una honda tenía
 
   [y así una copla escribí;]
 
   pero que le hayan echado
 
   una melecina a un hombre,
 
   que aunque no diré su nombre
 
   todos saben que es honrado,
 
   llena de tinta y de chinas
 
   ¿cómo se puede sufrir?
 
   BARRILDO: Haríalo por reír.
 
   MENGO: No hay risa con melecinas;
 
   que aunque es cosa saludable…
 
   yo me quiero morir luego.
 
   FRONDOSO: Vaya la copla, te ruego,
 
   si es la copla razonable.
 
   MENGO: "Vivan muchos años juntos
 
   los novios, ruego a los cielos,
 
   y por envidia ni celos
 
   ni riñan ni anden en puntos.
 
   Llevan a entrambos difuntos,
 
   de puro vivir cansados.
 
   ¡Vivan muchos años!"
 
   FRONDOSO: ¡Maldiga el cielo el poeta,
 
   que tal coplón arrojó!
 
   BARRILDO: Fue muy presto.
 
   MENGO: Pienso yo
 
   una cosa de esta seta.
 
   ¿No habéis visto un buñolero
 
   en el aceite abrasando
 
   pedazos de masa echando
 
   hasta llenarse el caldero?
 
   ¿Que unos le salen hinchados,
 
   otros tuertos y mal hechos,
 
   ya zurdos y ya derechos,
 
   ya fritos y ya quemados?
 
   Pues así imagino yo
 
   un poeta componiendo,
 
   la materia previniendo,
 
   que es quien la masa le dio.
 
   Va arrojando verso aprisa
 
   al caldero del papel,
 
   confïado en que la miel
 
   cubrirá la burla y risa.
 
   Mas poniéndolo en el pecho,
 
   apenas hay quien los tome;
 
   tanto que sólo los come
 
   el mismo que los ha hecho.
 
   BARRILDO: Déjate ya de locuras;
 
   deja los novios hablar.
 
   LAURENCIA: Las manos nos da a besar.
 
   JUAN ROJO: Hija, ¿mi mano procuras?
 
   Pídela a tu padre luego
 
   para ti y para Frondoso.
 
   ESTEBAN: Rojo, a ella y a su esposo
 
   que se la dé el cielo ruego,
 
   con su larga bendición.
 
   FRONDOSO: Los dos a los dos la echad.
 
   JUAN ROJO: Ea, tañed y cantad,
 
   pues que para en uno son.
 
Cantan
 
   MUSICOS: "Al val de Fuenteovejuna
 
   la niña en cabellos baja;
 
   el caballero la sigue
 
   de la cruz de Calatrava.
 
   Entre las ramas se esconde,
 
   de vergonzosa y turbada;
 
   fingiendo que no le ha visto,
 
   pone delante las ramas.
 
   – ¿Para qué te escondes,
 
   niña gallarda?
 
   Que mis linces deseos
 
   paredes pasan.-
 
   Acercóse el caballero,
 
   y ella, confusa y turbada,
 
   hacer quiso celosías
 
   de las intricadas ramas;
 
   mas como quien tiene amor
 
   los mares y las montañas
 
   atraviesa fácilmente,
 
   la dice tales palabras:
 
   – ¿Para qué te escondes,
 
   niña gallarda?
 
   Que mis linces deseos
 
   paredes pasan-."
 
Sale el COMENDADOR, FLORES, ORTUÑO y
 
CIMBRANOS
 
   COMENDADOR: Estése la boda queda
 
   y no se alborote nadie.
 
   JUAN ROJO: No es juego aqueste, señor,
 
   y basta que tú lo mandes.
 
   ¿Quieres lugar? ¿Cómo vienes
 
   con tu belicoso alarde?
 
   ¿Venciste? Mas, ¿qué pregunto?
 
   FRONDOSO: ¡Muerto soy! ¡Cielos, libradme!
 
   LAURENCIA: Huye por aquí, Frondoso.
 
   COMENDADOR: Eso no; prendedle, atadle.
 
   JUAN ROJO: Date, muchacho, a prisión.
 
   FRONDOSO: Pues ¿quieres tú que me maten?
 
   JUAN ROJO: ¿Por qué?
 
   COMENDADOR: No soy hombre yo
 
   que mato sin culpa a nadie;
 
   que si lo fuera, le hubieran
 
   pasado de parte a parte
 
   esos soldados que traigo.
 
   Llevarlo mando a la cárcel,
 
   donde la culpa que tiene
 
   sentencie su mismo padre.
 
   PASCUALA: Señor, mirad que se casa.
 
   COMENDADOR: ¿Qué me obliga que se case?
 
   ¿No hay otra gente en el pueblo?
 
   PASCUALA: Si os ofendió, perdonadle,
 
   por ser vos quien sois.
 
   COMENDADOR: No es cosa,
 
   Pascuala, en que yo soy parte.
 
   Es esto contra el maestre
 
   Téllez Girón, que Dios guarde;
 
   es contra toda su orden,
 
   es su honor, y es importante
 
   para el ejemplo, el castigo;
 
   que habrá otro día quien trate
 
   de alzar pendón contra él,
 
   pues ya sabéis que una tarde
 
   al comendador mayor,
 
   – ¡qué vasallos tan leales!-
 
   puso una ballesta al pecho.
 
   ESTEBAN: Supuesto que el disculparle
 
   ya puede tocar a un suegro,
 
   no es mucho que en causas tales
 
   se descomponga con vos
 
   un hombre, en efecto, amante;
 
   porque si vos pretendéis
 
   su propia mujer quitarle,
 
   ¿qué mucho que la defienda?
 
   COMENDADOR: Majadero sois, alcalde.
 
   ESTEBAN: Por vuestra virtud, señor,…
 
   COMENDADOR: Nunca yo quise quitarle
 
   su mujer, pues no lo era.
 
   ESTEBAN: Sí quisistes… Y esto baste;
 
   que reyes hay en Castilla,
 
   que nuevas órdenes hacen,
 
   con que desórdenes quitan.
 
   Y harán mal, cuando descansen
 
   de las guerras, en sufrir
 
   en sus villas y lugares
 
   a hombres tan poderosos
 
   por traer cruces tan grandes;
 
   póngasela el rey al pecho,
 
   que para pechos reales
 
   es esa insignia y no más.
 
   COMENDADOR: ¡Hola!, la vara quitadle.
 
   ESTEBAN: Tomad, señor, norabuena.
 
   COMENDADOR: Pues con ella quiero darle
 
   como a caballo brïoso.
 
   ESTEBAN: Por señor os sufro. Dadme.
 
   PASCUALA: ¿A un viejo de palos das?
 
   LAURENCIA: Si le das porque es mi padre,
 
   ¿qué vengas en él de mí?
 
   COMENDADOR: Llevadla, y haced que guarden
 
   su persona diez soldados.
 
Vase el COMENDADOR y los suyos
 
   ESTEBAN: Justicia del cielo baje.
 
Vase
 
   PASCUALA: Volvióse en luto la boda.
 
Vase
 
   BARRILDO: ¿No hay aquí un hombre que hable?
 
   MENGO: Yo tengo ya mis azotes,
 
   que aún se ven los cardenales
 
   sin que un hombre vaya a Roma.
 
   Prueben otros a enojarle.
 
   JUAN ROJO: hablemos todos.
 
   MENGO: Señores,
 
   aquí todo el mundo calle.
 
   Como ruedas de salmón
 
   me puso los atabales.
 
FIN DEL ACTO SEGUNDO

ACTO TERCERO

Salen ESTEBAN, ALONSO y BARRILDO
 
   ESTEBAN: ¿No han venido a la junta?
 
   BARRILDO: No han venido.
 
   ESTEBAN: Pues más a priesa nuestro daño corre.
 
   BARRILDO: Ya está lo más del pueblo prevenido.
 
   ESTEBAN: Frondoso con prisiones en la torre,
 
   y mi hija Laurencia en tanto aprieto,
 
   si la piedad de Dios no los socorre…
 
Salen JUAN ROJO y el REGIDOR
 
   JUAN ROJO: ¿De qué dais voces, cuando importa tanto
 
   a nuestro bien, Esteban, el secreto?
 
   ESTEBAN: Que doy tan pocas es mayor espanto.
 
Sale MENGO
 
   MENGO: También vengo yo a hallarme en esta junta.
 
   ESTEBAN: Un hombre cuyas canas baña el llanto,
 
   labradores honrados, os pregunta,
 
   ¿qué obsequias debe hacer toda esa gente
 
   a su patria sin honra, ya perdida?
 
   Y si se llaman honras justamente,
 
   ¿cómo se harán, si no hay entre nosotros
 
   hombre a quien este bárbaro no afrente?
 
   Respondedme: ¿Hay alguno de vosotros
 
   que no esté lastimado en honra y vida?
 
   ¿No os lamentáis los unos de los otros?
 
   Pues si ya la tenéis todos perdida,
 
   ¿a qué aguardáis? ¿Qué desventura es ésta?
 
   JUAN ROJO: La mayor que en el mundo fue sufrida.
 
   Mas pues ya se publica y manifiesta
 
   que en paz tienen los reyes a Castilla
 
   y su venida a Córdoba se apresta,
 
   vayan dos regidores a la villa
 
   y echándose a sus pies pidan remedio.
 
   BARRILDO: En tanto que Fernando, aquél que humilla
 
   a tantos enemigos, otro medio
 
   será mejor, pues no podrá, ocupado
 
   hacernos bien, con tanta guerra en medio.
 
   REGIDOR: Si mi voto de vos fuera escuchado,
 
   desamparar la villa doy por voto.
 
   JUAN ROJO: ¿Cómo es posible en tiempo limitado?
 
   MENGO: A la fe, que si entiende el alboroto,
 
   que ha de costar la junta alguna vida.
 
   REGIDOR: Ya, todo el árbol de paciencia roto,
 
   corre la nave de temor perdida.
 
   La hija quitan con tan gran fiereza
 
   a un hombre honrado, de quien es regida
 
   la patria en que vivís, y en la cabeza
 
   la vara quiebran tan injustamente.
 
   ¿Qué esclavo se trató con más bajeza?
 
   JUAN ROJO: ¿Qué es lo que quieres tú que el pueblo intente?
 
   REGIDOR: Morir, o dar la muerte a los tiranos,
 
   pues somos muchos, y ellos poca gente.
 
   BARRILDO: ¡Contra el señor las armas en las manos!
 
   ESTEBAN: El rey sólo es señor después del cielo,
 
   y no bárbaros hombres inhumanos.
 
   Si Dios ayuda nuestro justo celo,
 
   ¿qué nos ha de costar?
 
   MENGO: Mirad, señores,
 
   que vais en estas cosas con recelo.
 
   Puesto que por los simples labradores
 
   estoy aquí que más injurias pasan,
 
   más cuerdo represento sus temores.
 
   JUAN ROJO: Si nuestras desventuras se compasan,
 
   para perder las vidas, ¿qué aguardamos?
 
   Las casas y las viñas nos abrasan,
 
   ¡tiranos son! ¡A la venganza vamos!
 
Sale LAURENCIA, desmelenada
 
   LAURENCIA: Dejadme entrar, que bien puedo,
 
   en consejo de los hombres;
 
   que bien puede una mujer,
 
   si no a dar voto, a dar voces.
 
   ¿Conocéisme?
 
   ESTEBAN: ¡Santo cielo!
 
   ¿No es mi hija?
 
   JUAN ROJO: ¿No conoces
 
   a Laurencia?
 
   LAURENCIA: Vengo tal,
 
   que mi diferencia os pone
 
   en contingencia quién soy.
 
   ESTEBAN: ¡Hija mía!
 
   LAURENCIA: No me nombres
 
   tu hija.
 
   ESTEBAN: ¿Por qué, mis ojos?
 
   ¿Por qué?
 
   LAURENCIA: Por muchas razones,
 
   y sean las principales:
 
   porque dejas que me roben
 
   tiranos sin que me vengues,
 
   traidores sin que me cobres.
 
   Aún no era yo de Frondoso,
 
   para que digas que tome,
 
   como marido, venganza;
 
   que aquí por tu cuenta corre;
 
   que en tanto que de las bodas
 
   no haya llegado la noche,
 
   del padre, y no del marido,
 
   la obligación presupone;
 
   que en tanto que no me entregan
 
   una joya, aunque la compren,
 
   no ha de correr por mi cuenta
 
   las guardas ni los ladrones.
 
   Llevóme de vuestros ojos
 
   a su casa Fernán Gómez;
 
   la oveja al lobo dejáis
 
   como cobardes pastores.
 
   ¿Qué dagas no vi en mi pecho?
 
   ¿Qué desatinos enormes,
 
   qué palabras, qué amenazas,
 
   y qué delitos atroces,
 
   por rendir mi castidad
 
   a sus apetitos torpes?
 
   Mis cabellos ¿no lo dicen?
 
   ¿No se ven aquí los golpes
 
   de la sangre y las señales?
 
   ¿Vosotros sois hombres nobles?
 
   ¿Vosotros padres y deudos?
 
   ¿Vosotros, que no se os rompen
 
   las entrañas de dolor,
 
   de verme en tantos dolores?
 
   Ovejas sois, bien lo dice
 
   de Fuenteovejuna el hombre.
 
   Dadme unas armas a mí
 
   pues sois piedras, pues sois tigres…
 
   – Tigres no, porque feroces
 
   siguen quien roba sus hijos,
 
   matando los cazadores
 
   antes que entren por el mar
 
   y pos sus ondas se arrojen.
 
   Liebres cobardes nacistes;
 
   bárbaros sois, no españoles.
 
   Gallinas, ¡vuestras mujeres
 
   sufrís que otros hombres gocen!
 
   Poneos ruecas en la cinta.
 
   ¿Para qué os ceñís estoques?
 
   ¡Vive Dios, que he de trazar
 
   que solas mujeres cobren
 
   la honra de estos tiranos,
 
   la sangre de estos traidores,
 
   y que os han de tirar piedras,
 
   hilanderas, maricones,
 
   amujerados, cobardes,
 
   y que mañana os adornen
 
   nuestras tocas y basquiñas,
 
   solimanes y colores!
 
   A Frondoso quiere ya,
 
   sin sentencia, sin pregones,
 
   colgar el comendador
 
   del almena de una torre;
 
   de todos hará lo mismo;
 
   y yo me huelgo, medio-hombres,
 
   por que quede sin mujeres
 
   esta villa honrada, y torne
 
   aquel siglo de amazonas,
 
   eterno espanto del orbe.
 
   ESTEBAN: Yo, hija, no soy de aquellos
 
   que permiten que los nombres
 
   con esos títulos viles.
 
   Iré solo, si se pone
 
   todo el mundo contra mí.
 
   JUAN ROJO: Y yo, por más que me asombre
 
   la grandeza del contrario.
 
   REGIDOR: ¡Muramos todos!
 
   BARRILDO: Descoge
 
   un lienzo al viento en un palo,
 
   y mueran estos enormes.
 
   JUAN ROJO: ¿Qué orden pensáis tener?
 
   MENGO: Ir a matarle sin orden.
 
   Juntad el pueblo a una voz;
 
   que todos están conformes
 
   en que los tiranos mueran.
 
   ESTEBAN: Tomad espadas, lanzones,
 
   ballestas, chuzos y palos.
 
   MENGO: ¡Los reyes nuestros señores
 
   vivan!
 
   TODOS: ¡Vivan muchos años!
 
   MENGO: ¡Mueran tiranos traidores!
 
   TODOS: ¡Tiranos traidores, mueran!
 
Vanse todos
 
   LAURENCIA: Caminad, que el cielo os oye.
 
   ¡Ah, mujeres de la villa!
 
   ¡Acudid, por que se cobre
 
   vuestro honor, acudid, todas!
 
Salen PASCUALA, JACINTA y otras mujeres
 
   PASCUALA: ¿Qué es esto? ¿De qué das voces?
 
   LAURENCIA: ¿No veis cómo todos van
 
   a matar a Fernán Gómez,
 
   y nombres, mozos y muchachos
 
   furiosos al hecho corren?
 
   ¿Será bien que solos ellos
 
   de esta hazaña el honor gocen?
 
   Pues no son de las mujeres
 
   sus agravios los menores.
 
   JACINTA: Di, pues, ¿qué es lo que pretendes?
 
   LAURENCIA: Que puestas todas en orden,
 
   acometamos a un hecho
 
   que dé espanto a todo el orbe.
 
   Jacinta, tu grande agravio,
 
   que sea cabo; responde
 
   de una escuadra de mujeres.
 
   JACINTA: No son los tuyos menores.
 
   LAURENCIA: Pascuala, alférez serás.
 
   PASCUALA: Pues déjame que enarbole
 
   en un asta la bandera.
 
   Verás si merezco el nombre.
 
   LAURENCIA: No hay espacio para eso,
 
   pues la dicha nos socorre.
 
   Bien nos basta que llevemos
 
   nuestras tocas por pendones.
 
   PASCUALA: Nombremos un capitán.
 
   LAURENCIA: Eso no.
 
   PASCUALA: ¿Por qué?
 
   LAURENCIA: Que adonde
 
   asiste mi gran valor
 
   no hay Cides ni Rodamontes.
 
Vanse todas. Sale FRONDOSO, atadas las manos,
 
FLORES, ORTUÑO, CIMBRANOS y el COMENDADOR
 
   COMENDADOR: De ese cordel que de las manos sobra
 
   quiero que le colguéis, por mayor pena.
 
   FRONDOSO: ¡Qué nombre, gran señor, tu sangre cobra!
 
   COMENDADOR: Colgadle luego en la primera almena.
 
   FRONDOSO: Nunca fue mi intención poner por obra
 
   tu muerte entonces.
 
   FLORES: Grande ruido suena.
 
Ruido suene dentro
 
   COMENDADOR: ¿Ruido?
 
   FLORES: Y de manera que interrompen
 
   tu justicia, señor.
 
   ORTUÑO: Las puertas rompen.
 
Ruido
 
   COMENDADOR: ¡La puerta de mi casa, y siendo casa
 
   de la encomienda!
 
   FLORES: El pueblo junto viene.
 
Dentro
 
   JUAN ROJO: ¡Rompe, derriba, hunde, quema, abrasa!
 
   ORTUNO: Un popular motín mal se detiene.
 
   COMENDADOR: ¿El pueblo contra mí?
 
   FLORES: La furia: pasa
 
   tan adelante, que las puertas tiene
 
   echadas por la tierra.
 
   COMENDADOR: Desatalde.
 
   Templa, Frondoso, ese villano alcalde.
 
   FRONDOSO: Yo voy, señor; que amor les ha movido.
 
Vase FRONDOSO. Dentro
 
   MENGO: ¡Vivan Fernando e Isabel, y mueran
 
   los traidores!
 
   FLORES: Señor, por Dios te pido
 
   que no te hallen aquí.
 
   COMENDADOR: Se perseveran,
 
   este aposento es fuerte y defendido.
 
   Ellos se volverán.
 
   FLORES: Cuando se alteran
 
   los pueblos agraviados, y resuelven,
 
   nunca sin sangre o sin venganza vuelven.
 
   COMENDADOR: En esta puerta, así como rastrillo
 
   su furor con las armas defendamos.
 
Dentro
 
   FRONDOSO: ¡Viva Fuenteovejuna!
 
   COMENDADOR: ¡Qué caudillo!
 
   Estoy por que a su furia acometamos.
 
   FLORES: De la tuya, señor, me maravillo.
 
   ESTEBAN: Ya el tirano y los cómplices miramos.
 
   ¡Fuenteovejuna, y los tiranos mueran!
 
Salen todos
 
   COMENDADOR: Pueblo, esperad.
 
   TODOS: Agravios nunca esperan.
 
   COMENDADOR: Decídmelos a mí, que iré pagando
 
   a fe de caballero esos errores.
 
   TODOS: ¡Fuenteovejuna! ¡Viva el rey Fernando!
 
   ¡Mueran malos cristianos y traidores!
 
   COMENDADOR: ¿No me queréis oír? Yo estoy hablando,
 
   yo soy vuestro señor.
 
   TODOS: Nuestros señores
 
   son los reyes católicos.
 
   COMENDADOR: Espera.
 
   TODOS: ¡Fuenteovejuna, y Fernán Gómez muera!
 
Vanse y salen las mujeres armadas
 
   LAURENCIA: Parad en este puesto de esperanzas,
 
   soldados atrevidos, no mujeres.
 
   PASCUALA: ¿Los que mujeres son en las venganzas,
 
   en él beban su sangre, es bien que esperes?
 
   JACINTA: Su cuerpo recojamos en las lanzas.
 
   PASCUALA: Todas son de esos mismos pareceres.
 
Dentro
 
   ESTEBAN: ¡Muere, traidor comendador!
 
Dentro
 
   COMENDADOR: Ya muero.
 
   ¡Piedad, Señor, que en tu clemencia espero!
 
Dentro
 
   BARRILDO: Aquí está Flores.
 
Dentro
 
   MENGO: Dale a ese bellaco;
 
   que ése fue el que me dio dos mil azotes.
 
Dentro
 
   FRONDOSO: No me vengo si el alma no le saco.
 
   LAURENCIA: No excusamos entrar.
 
   PASCUALA: No te alborotes.
 
   Bien es guardar la puerta.
 
Dentro
 
   BARRILDO: No me aplaco.
 
   ¿Con lágrimas agora, marquesotes?
 
   LAURENCIA: Pascuala, yo entro dentro; que la espada
 
   no ha de estar tan sujeta ni envainada.
 
Vase LAURENCIA. Dentro
 
   BARRILDO: Aquí está Ortuño.
 
Dentro
 
   FRONDOSO: Córtale la cara.
 
Sale FLORES huyendo, y MENGO tras él
 
   FLORES: ¡Mengo, piedad, que no soy yo el culpado!
 
   MENGO: Cuando ser alcahuete no bastara,
 
   bastaba haberme el pícaro azotado.
 
   PASCUALA: Dánoslo a las mujeres, Mengo, para…
 
   Acaba, por tu vida.
 
   MENGO: Ya está dado;
 
   que no le quiero yo mayor castigo.
 
   PASCUALA: Vengaré tus azotes.
 
   MENGO: Eso digo.
 
   JACINTA: ¡Ea, muera el traidor!
 
   FLORES: ¿Entre mujeres?
 
   JACINTA: ¿No le viene muy ancho?
 
   PASCUALA: ¿Aqueso lloras?
 
   JACINTA: Muere, concertador de sus placeres.
 
   LAURENCIA: ¡Ea, muera el traidor!
 
   FLORES: ¡Piedad, señoras!
 
Sale ORTUñO huyendo de LAURENCIA
 
   ORTUÑO: Mira que no soy yo…
 
   LAURENCIA: Ya sé quién eres.
 
   Entrad, teñid las armas vencedoras
 
   en estos viles.
 
   PASCUALA: Moriré matando.
 
   TODAS: ¡Fuenteovejuna, y viva el rey Fernando!
 
Vanse. Salen el REY don Fernando y la reina
 
ISABEL, y don MANRIQUE, maestre
 
   MANRIQUE: De modo la prevención
 
   fue, que el efeto esperado
 
   llegamos a ver logrado
 
   con poca contradicción.
 
   Hubo poca resistencia;
 
   y supuesto que la hubiera
 
   sin duda ninguna fuera
 
   de poca o ninguna esencia.
 
   Queda el de Cabra ocupado
 
   en conservación del puesto,
 
   por si volviere dispuesto
 
   a él el contrario osado.
 
   REY: Discreto el acuerdo fue,
 
   y que asista en conveniente,
 
   y reformando la gente,
 
   el paso tomado esté.
 
   Que con eso se asegura
 
   no poder hacernos mal
 
   Alfonso, que en Portugal
 
   tomar la fuerza procura.
 
   Y si de Cabra es bien que esté
 
   en ese sitio asistente,
 
   y como tan diligente
 
   muestras de su valor dé;
 
   porque con esto asegura
 
   el daño que nos recela,
 
   y como fiel centinela
 
   el bien del reino procura.
 
Sale FLORES, herido
 
   FLORES: Católico rey Fernando,
 
   a quien el cielo concede
 
   la corona de Castilla,
 
   como a varón excelente:
 
   oye la mayor crueldad
 
   que se ha visto entre las gentes
 
   desde donde nace el sol
 
   hasta donde se oscurece.
 
   REY: Repórtate.
 
   FLORES: Rey supremo,
 
   mis heridas no consienten
 
   dilatar el triste caso,
 
   por ser mi vida tan breve.
 
   De Fuenteovejuna vengo,
 
   donde, con pecho inclemente,
 
   los vecinos de la villa
 
   a su señor dieron muerte,
 
   Muerto Fernán Gómez queda
 
   por sus súbditos aleves;
 
   que vasallos indignados
 
   con leve cause se atreven.
 
   En título de tirano
 
   le acumula todo el plebe,
 
   y a la fuerza de esta voz
 
   el hecho fiero acometen;
 
   y quebrantando su casa,
 
   no atendiendo a que se ofrece
 
   por la fe de caballero
 
   a que pagará a quien debe,
 
   no sólo no le escucharon,
 
   pero con furia impaciente
 
   rompen el cruzado pecho
 
   con mil heridas crüeles,
 
   y por las altas ventanas
 
   le hacen que al suelo vuele,
 
   adonde en picas y espadas
 
   le recogen las mujeres.
 
   Llévanle a una casa muerto
 
   y a porfía, quien más puede
 
   mesa su barba u cabello
 
   y apriesa su rostro hieren.
 
   En efecto fue la furia
 
   tan grande que en ellos crece,
 
   que las mayores tajadas
 
   las orejas a ser vienen.
 
   Sus armas borran con picas
 
   y a voces dicen que quieren
 
   tus reales armas fijar,
 
   porque aquéllas le ofenden.
 
   Saqueáronle la casa,
 
   cual si de enemigos fuese,
 
   y gozosos entre todos
 
   han repartido sus bienes.
 
   Lo dicho he visto escondido,
 
   porque mi infelice suerte
 
   en tal trance no permite
 
   que mi vida se perdiese;
 
   y así estuve todo el día
 
   hasta que la noche viene,
 
   y salir pude escondido
 
   para que cuenta te diese.
 
   Haz, señor, pues eres justo
 
   que la justa pena lleven
 
   de tan riguroso caso
 
   los bárbaros delincuentes;
 
   mira que su sangre a voces
 
   pide que tu rigor prueben.
 
   REY: Estar puedes confïado
 
   que sin castigo no queden.
 
   El triste suceso ha sido
 
   tal, que admirado me tiene,
 
   y que vaya luego un juez
 
   que lo averigüe conviene
 
   y castigue los culpados
 
   para ejemplo de las gentes.
 
   Vaya un capitán con él
 
   por que seguridad lleve;
 
   que tan grande atrevimiento
 
   castigo ejemplar requiere;
 
   y curad a ese soldado
 
   de las heridas que tiene.
 
Vanse todos. Salen los labradores y las labradoras
 
con la cabeza de FERNÁN GÓMEZ en una lanza.
 
Cantan
 
   MUSICOS: "¡Muchos años vivan
 
   Isabel y Fernando,
 
   y mueran los tiranos!"
 
   BARRILDO: Diga su copla Frondoso.
 
   FRONDOSO: Ya va mi copla, a la fe;
 
   si le faltare algún pie,
 
   enmiéndelos el más curioso.
 
   "¡Vivan la bella Isabel,
 
   y Fernando de Aragón,
 
   pues que para en uno son,
 
   él con ella, ella con él!
 
   A los cielos San Miguel
 
   lleve a los dos de las manos.
 
   ¡Vivan muchos años,
 
   y mueran los tiranos!"
 
   LAURENCIA: Diga Barrildo.
 
   BARRILDO: Ya va;
 
   que a fe que la he pensado.
 
   PASCUALA: Si la dices con cuidado,
 
   buena y rebuena será.
 
   BARRILDO: "¡Vivan los reyes famosos
 
   muchos años, pues que tienen
 
   la victoria, y a ser vienen
 
   nuestros dueños venturosos!
 
   Salgan siempre victoriosos
 
   de gigantes y de enanos
 
   y ¡mueran los tiranos!"
 
Cantan
 
   MUSICOS: "Muchos años vivan
 
   Isabel y Fernando,
 
   y mueran los tiranos!"
 
   LAURENCIA: Diga Mengo.
 
   FRONDOSO: Mengo diga.
 
   MENGO: Yo soy poeta donado.
 
   PASCUALA: Mejor dirás lastimado
 
   el envés de la barriga.
 
   MENGO: "Una mañana en domingo
 
   me mandó azotar aquél,
 
   de manera que el rabel
 
   daba espantoso respingo;
 
   pero agora que los pringo
 
   ¡vivan los reyes cristiánigos,
 
   y mueran los tiránigos!"
 
   MUSICOS: "¡Vivan muchos años!
 
   Isabel y Fernando,
 
   y mueran los tiranos!"
 
   ESTEBAN: Quita la cabeza allá.
 
   MENGO: Cara tiene de ahorcado.
 
Saca un escudo JUAN ROJO con las armas reales
 
   REGIDOR: Ya las armas han llegado
 
   ESTEBAN: Mostrad las armas acá.
 
   JUAN ROJO: ¿Adónde se han de poner?
 
   REGIDOR: Aquí, en el ayuntamiento.
 
   ESTEBAN: ¡Bravo escudo!
 
   BARRILDO: ¡Qué contento!
 
   FRONDOSO: Ya comienza a amanecer,
 
   con este sol, nuestro día.
 
   ESTEBAN: ¡Vivan Castilla y León,
 
   y las barras de Aragón,
 
   y muera la tiranía!
 
   Advertid, Fuenteovejuna,
 
   a las palabras de un viejo;
 
   que el admitir su consejo
 
   no ha dañado vez ninguna.
 
   Los reyes han de querer
 
   averiguar este caso,
 
   y más tan cerca del paso
 
   y jornada que han de hacer.
 
   Concertaos todos a una
 
   en lo que habéis de decir.
 
   FRONDOSO: ¿Qué es tu consejo?
 
   ESTEBAN: Morir
 
   diciendo "Fuenteovejuna,"
 
   y a nadie saquen de aquí.
 
   FRONDOSO: Es el camino derecho.
 
   Fuenteovejuna lo ha hecho.
 
   ESTEBAN: ¿Queréis responder así?
 
   TODOS: Sí.
 
   ESTEBAN: Agora pues, yo quiero ser
 
   agora el pesquisidor,
 
   para ensayarnos mejor
 
   en lo que habemos de hacer.
 
   Sea Mengo el que esté puesto
 
   en el tormento.
 
   MENGO: ¿No hallaste
 
   otro más flaco?
 
   ESTEBAN: ¿Pensaste
 
   que era de veras?
 
   MENGO: Di presto.
 
   ESTEBAN: ¿Quién mató al comendador?
 
   MENGO: Fuenteovejuna lo hizo.
 
   ESTEBAN: Perro, ¿si te martirizo?
 
   MENGO: Aunque me matéis, señor.
 
   ESTEBAN: Confiesa, ladrón.
 
   MENGO: Confieso.
 
   ESTEBAN: Pues, ¿quién fue?
 
   MENGO: Fuenteovejuna.
 
   ESTEBAN: Dadle otra vuelta.
 
   MENGO: ¡Es ninguna!
 
   ESTEBAN: ¡Cagajón para el proceso!
 
Sale el REGIDOR
 
   REGIDOR: ¿Qué hacéis de esta suerte aquí?
 
   FRONDOSO: ¿Qué ha sucedido, Cuadrado?
 
   REGIDOR Pesquisidor ha llegado.
 
   ESTEBAN: Echad todos por ahí.
 
   REGIDOR: Con él viene un capitán.
 
   ESTEBAN: ¡Venga el diablo! Ya sabéis
 
   lo que responder tenéis.
 
   REGIDOR: El pueblo prendiendo van,
 
   sin dejar alma ninguna.
 
   ESTEBAN: Que no hay que tener temor.
 
   ¿Quién mató al comendador,
 
   Mengo?
 
   MENGO: ¿Quién? Fuenteovejuna.
 
Vanse. Salen el MAESTRE y un SOLDADO
 
   MAESTRE: ¡Que tal caso ha sucedido!
 
   Infelice fue su suerte.
 
   Estoy por darte la muerte
 
   por la nueva que has traído.
 
   SOLDADO: Yo, señor, soy mensajero,
 
   y enojarte no es mi intento.
 
   MAESTRE: ¡Que a tal tuvo atrevimiento
 
   un pueblo enojado y fiero!
 
   Iré con quinientos hombres
 
   y la villa he de asolar;
 
   en ella no ha de quedar
 
   ni aun memoria de los nombres.
 
   SOLDADO: Señor, tu enojo reporta;
 
   porque ellos al rey se han dado,
 
   y no tener enojado
 
   al rey es lo que te importa.
 
   MAESTRE: ¿Cómo al rey se pueden dar,
 
   si de la encomienda son?
 
   SOLDADO: Con él, sobre esa razón,
 
   podrás luego pleitear.
 
   MAESTRE: Por pleito, ¿cuándo salió
 
   lo que él le entregó en sus manos?
 
   Son señores soberanos,
 
   y tal reconozco yo.
 
   Por saber que al rey se han dado
 
   se reportará mi enojo,
 
   y ver su presencia escojo
 
   por lo más bien acertado;
 
   que puesto que tenga culpa
 
   en casos de gravedad,
 
   en todo mi poca edad
 
   viene a ser quien me disculpa.
 
   Con vergüenza voy; mas es
 
   honor quien puede obligarme,
 
   e importa no descuidarme
 
   en tan honrado interés.
 
Vanse. Sale LAURENCIA sola
 
   LAURENCIA: Amando, recelar daño en lo amado
 
   nueva pena de amor se considera;
 
   que quien en lo que ama daño espera
 
   aumenta en el temor nuevo cuidado.
 
   El firme pensamiento desvelado,
 
   si le aflige el temor, fácil se altera;
 
   que no es a firme fe pena ligera
 
   ver llevar el temor el bien robado.
 
   Mi esposo adoro; la ocasión que veo
 
   al temor de su daño me condena,
 
   si no le ayuda la felice suerte.
 
   Al bien suyo se inclina mi deseo:
 
   si está presenta, está cierta mi pena;
 
   si está en ausencia, está cierta mi muerte.
 
Sale FRONDOSO
 
   FRONDOSO: ¡Mi Laurencia!
 
   LAURENCIA: ¡Esposo amado!
 
   ¿Cómo a estar aquí te atreves?
 
   FRONDOSO: Esas resistencias debes
 
   a mi amoroso cuidado.
 
   LAURENCIA: Mi bien, procura guardarte,
 
   porque tu daño recelo.
 
   FRONDOSO: No quiera, Laurencia, el cielo
 
   que tal llegue a disgustarte.
 
   LAURENCIA: ¿No temes ver el rigor
 
   que por los demás sucede,
 
   y el furor con que procede
 
   aqueste pesquisidor?
 
   Procura guardar la vida.
 
   Huye, tu daño no esperes.
 
   FRONDOSO: ¿Cómo que procure quieres
 
   cosa tan mal recibida?
 
   ¿Es bien que los demás deje
 
   en el peligro presente
 
   y de tu vista me ausente?
 
   No me mandes que me aleje;
 
   porque no es puesto en razón
 
   que por evitar mi daño
 
   sea con mi sangre extraño
 
   en tan terrible ocasión.
 
Voces dentro
 
   Voces parece que he oído,
 
   y son, si yo mal no siento,
 
   de alguno que dan tormento.
 
   Oye con atento oído.
 
Dice dentro el JUEZ y responden
 
   JUEZ: Decid la verdad, buen viejo.
 
   FRONDOSO: Un viejo, Laurencia mía,
 
   atormentan.
 
   LAURENCIA: ¡Qué porfía!
 
   ESTEBAN: Déjenme un poco.
 
   JUEZ: Ya os dejo.
 
   Decid: ¿quién mató a Fernando?
 
   ESTEBAN: Fuenteovejuna lo hizo.
 
   LAURENCIA: Tu nombre, padre, eternizo;
 
   [a todos vas animando].
 
   FRONDOSO: ¡Bravo caso!
 
   JUEZ: Ese muchacho
 
   aprieta. Perro, yo sé
 
   que lo sabes. Di quién fue.
 
   ¿Callas? Aprieta, borracho.
 
   NIÑO: Fuenteovejuna, señor.
 
   JUEZ: ¡Por vida del rey, villanos,
 
   que os ahorque con mis manos!
 
   ¿Quién mató al comendador?
 
   FRONDOSO: ¡Que a un niño le den tormento
 
   y niegue de aquesta suerte!
 
   LAURENCIA: ¡Bravo pueblo!
 
   FRONDOSO: Bravo y fuerte.
 
   JUEZ: Esa mujer al momento
 
   en ese potro tened.
 
   Dale esa mancuerda luego.
 
   LAURENCIA: Ya está de cólera ciego.
 
   JUEZ: Que os he de matar, creed,
 
   en este potro, villanos.
 
   ¿Quién mató al comendador?
 
   PASCUALA: Fuenteovejuna, señor.
 
   JUEZ: ¡Dale!
 
   FRONDOSO: Pensamientos vanos.
 
   LAURENCIA: Pascuala niega, Frondoso.
 
   FRONDOSO: Niegan niños. ¿Qué te espanta?
 
   JUEZ: Parece que los encantas.
 
   ¡Aprieta!
 
   PASCUALA: ¡Ay, cielo piadoso!
 
   JUEZ: ¡Aprieta, infame! ¿Estás sordo?
 
   PASCUALA: Fuenteovejuna lo hizo.
 
   JUEZ: Traedme aquel más rollizo,
 
   ese desnudo, ese gordo.
 
   LAURENCIA: ¡Pobre Mengo! Él es, sin duda.
 
   FRONDOSO: Temo que ha de confesar.
 
   MENGO: ¡Ay, ay!
 
   JUEZ: Comenza a apretar.
 
   MENGO: ¡Ay!
 
   JUEZ: ¿Es menester ayuda?
 
   MENGO: ¡Ay, ay!
 
   JUEZ: ¿Quién mató, villano,
 
   al señor comendador?
 
   MENGO: ¡Ay, yo lo diré, señor!
 
   JUEZ: Afloja un poco la mano.
 
   FRONDOSO: Él confiesa.
 
   JUEZ: Al palo aplica
 
   la espalda.
 
   MENGO: Quedo; que yo
 
   lo diré.
 
   JUEZ: ¿Quién lo mató?
 
   MENGO: Señor, ¡Fuenteovejunica!
 
   JUEZ: ¿Hay tan gran bellaquería?
 
   Del dolor se están burlando.
 
   En quien estaba esperando,
 
   niego con mayor porfía.
 
   Dejadlos; que estoy cansado.
 
   FRONDOSO: ¡Oh, Mengo, bien te haga Dios!
 
   Temor que tuve de dos,
 
   el tuyo me le ha quitado.
 
Salen con MENGO, BARRILDO y el REGIDOR
 
   BARRILDO: ¡Víctor, Mengo!
 
   REGIDOR: ¡Y con razón!
 
   BARRILDO: ¡Mengo, víctor!
 
   FRONDOSO: Eso digo.
 
   MENGO: ¡Ay, ay!
 
   BARRILDO: Toma, bebe, amigo.
 
   Come.
 
   MENGO: ¡Ay, ay! ¿Qué es?
 
   BARRILDO: Diacitrón.
 
   MENGO: ¡Ay, ay!
 
   FRONDOSO: Echa de beber.
 
   BARRILDO: [Es lo mejor que hay]. ¡Ya va!
 
   FRONDOSO: Bien lo cuelo. Bueno está.
 
   LAURENCIA: Dale otra vez de comer.
 
   MENGO: ¡Ay, ay!
 
   BARRILDO: Ésta va por mí.
 
   LAURENCIA: Solemnemente lo embebe.
 
   FRONDOSO: El que bien niega, bien bebe.
 
   REGIDOR: ¿Quieres otra?
 
   MENGO: ¡Ay, ay!! ¡Sí, sí!
 
   FRONDOSO: Bebe; que bien lo mereces.
 
   LAURENCIA: ¡A vez por vuelta las cuela!
 
   FRONDOSO: Arrópale, que se hiela.
 
   BARRILDO: ¿Quieres más?
 
   MENGO: Sí, otras tres veces.
 
   ¡Ay, ay!
 
   FRONDOSO: Si hay vino pregunta.
 
   BARRILDO: Sí, hay. Bebe a tu placer;
 
   que quien niega ha de beber.
 
   ¿Qué tiene?
 
   MENGO: Una cierta punta.
 
   Vamos; que me arromadizo.
 
   FRONDOSO: Que beba, que éste es mejor.
 
   ¿Quién mató al comendador?
 
   MENGO: Fuenteovejuna lo hizo.
 
Vanse MENGO, BARRILDO, y el REGIDOR
 
   FRONDOSO: Justo es que honores le den.
 
   Pero decidme, mi amor,
 
   ¿quién mató al comendador?
 
   LAURENCIA: Fuenteovejunica, mi bien.
 
   FRONDOSO: ¿Quién le mató?
 
   LAURENCIA: Dasme espanto.
 
   Pues, Fuenteovejuna fue.
 
   FRONDOSO: Y yo, ¿con qué te maté?
 
   LAURENCIA: ¿Con qué? Con quererte tanto.
 
Vanse. Salen el REY y la reina ISABEL y luego
 
MANRIQUE
 
   ISABEL: No entendí, señor, hallaros
 
   aquí, y es buena mi suerte.
 
   REY: En nueva gloria convierte
 
   mi vista el bien de miraros.
 
   Iba a Portugal de paso
 
   y llegar aquí fue fuerza.
 
   ISABEL: Vuestra majestad le tuerza,
 
   siendo conveniente el caso.
 
   REY: ¿Cómo dejáis a Castilla?
 
   ISABEL: En paz queda, quieta y llana.
 
   REY: Siendo vos la que la allana,
 
   no lo tengo a maravilla.
 
Sale don MANRIQUE
 
   MANRIQUE: Para ver vuestra presencia
 
   el maestre de Calatrava,
 
   que aquí de llegar acaba,
 
   pide que le deis licencia.
 
   ISABEL: Verle tenía deseado.
 
   MANRIQUE: Mi fe, señora, os empeño,
 
   que aunque es en edad pequeño,
 
   es valeroso soldado.
 
Vase, y sale el MAESTRE
 
   MAESTRE: Rodrigo Téllez Girón,
 
   que de loaros no acaba,
 
   maestre de Calatrava,
 
   os pide humilde perdón.
 
   Confieso que fui engañado,
 
   y que excedí de lo justo
 
   en cosas de vuestro gusto,
 
   como mal aconsejado.
 
   El consejo de Fernando
 
   y el interés me engañó,
 
   injusto fiel; y así, yo
 
   perdón humilde os demando.
 
   Y si recibir merezco
 
   esta merced que suplico
 
   desde aquí me certifico
 
   en que a serviros me ofrezco,
 
   y que en aquesta jornada
 
   de Granada, adonde vais,
 
   os prometo que veáis
 
   el valor que hay en mi espada;
 
   donde sacándola apenas,
 
   dándoles fieras congojas,
 
   plantaré mis cruces rojas
 
   sobre sus altas almenas;
 
   Y más, quinientos soldados
 
   en serviros emplearé,
 
   junto con la firme y fe
 
   de en mi vida disgustaros.
 
   REY: Alzad, maestre, del suelo;
 
   que siempre que hayáis venido,
 
   seréis muy bien recibido.
 
   MAESTRE: Sois de afligidos consuelo.
 
   ISABEL: Vos con valor peregrino
 
   sabéis bien decir y hacer.
 
   MAESTRE: Vos sois una bella Ester
 
   y vos un Xerxes divino.
 
Sale MANRIQUE
 
   MANRIQUE: Señor, el pesquisidor
 
   que a Fuenteovejuna ha ido
 
   con el despacho ha venido
 
   a verse ante tu valor.
 
   REY: Sed juez de estos agresores.
 
   MAESTRE: Si a vos, señor, no mirara,
 
   sin duda les enseñara
 
   a matar comendadores.
 
   REY: Eso ya no os toca a vos.
 
   ISABEL: Yo confieso que he de ver
 
   el cargo en vuestro poder,
 
   si me lo concede Dios.
 
Sale el JUEZ
 
   JUEZ: A Fuenteovejuna fui
 
   de la suerte que has mandado
 
   y con especial cuidado
 
   y diligencia asistí.
 
   Haciendo averiguación
 
   del cometido delito,
 
   una hoja no se ha escrito
 
   que sea en comprobación;
 
   porque conformes a una,
 
   con un valeroso pecho,
 
   en pidiendo quién lo ha hecho,
 
   responden: "Fuenteovejuna."
 
   Trescientos he atormentado
 
   con no pequeño rigor,
 
   y te prometo, señor,
 
   que más que esto no he sacado.
 
   Hasta niños de diez años
 
   al potro arrimé, y no ha sido
 
   posible haberlo inquirido
 
   ni por halagos ni engaños.
 
   Y pues tan mal se acomoda
 
   el poderlo averiguar,
 
   o los has de perdonar,
 
   o matar la villa toda.
 
   Todos vienen ante ti
 
   para más certificarte;
 
   de ellos podrás informate.
 
   REY: Que entren pues viene, les di.
 
Salen los dos alcaldes, FRONDOSO, las mujeres y los
 
villanos que quisieren
 
   LAURENCIA: ¿Aquestos los reyes son?
 
   FRONDOSO: Y en Castilla poderosos.
 
   LAURENCIA: Por mi fe, que son hermosos;
 
   ¡bendígalos San Antón!
 
   ISABEL: ¿Los agresores son éstos?
 
   ESTEBAN: Fuenteovejuna, señora,
 
   que humildes llegan agora
 
   para serviros dispuestos.
 
   La sobrada tiranía
 
   y el insufrible rigor
 
   del muerto comendador,
 
   que mil insultos hacía
 
   fue el autor de tanto daño.
 
   Las haciendas nos robaba
 
   y las doncellas forzaba,
 
   siendo de piedad extraño.
 
   FRONDOSO: Tanto, que aquesta Zagala,
 
   que el cielo me ha concedido,
 
   en que tan dichoso he sido
 
   que nadie en dicha me iguala,
 
   cuando conmigo casó,
 
   aquella noche primera,
 
   mejor que si suya fuera,
 
   a su casa la llevó;
 
   y a no saberse guardar
 
   ella, que en virtud florece,
 
   ya manifiesto parece
 
   lo que pudiera pasar.
 
   MENGO: ¿No es ya tiempo que hable yo?
 
   Si me dais licencia, entiendo
 
   que os admiraréis, sabiendo
 
   del modo que me trató.
 
   Porque quise defender
 
   una moza de su gente,
 
   que con término insolente
 
   fuerza la querían hacer,
 
   aquel perverso Nerón
 
   de manera me ha tratado
 
   que el reverso me ha dejado
 
   como rueda de salmón.
 
   Tocaron mis atabales
 
   tres hombres con tan porfía,
 
   que aun pienso que todavía
 
   me duran los cardenales.
 
   Gasté en este mal prolijo,
 
   por que el cuero se me curta,
 
   polvos de arrayán y murta
 
   más que vale mi cortijo.
 
   ESTEBAN: Señor, tuyos ser queremos.
 
   Rey nuestro eres natural,
 
   y con título de tal
 
   ya tus armas puesto habemos.
 
   Esperamos tu clemencia
 
   y que veas esperamos
 
   que en este caso te damos
 
   por abono la inocencia.
 
   REY: Pues no puede averiguarse
 
   el suceso por escrito,
 
   aunque fue grave el delito,
 
   por fuerza ha de perdonarse.
 
   Y la villa es bien se quede
 
   en mí, pues de mí se vale,
 
   hasta ver si acaso sale
 
   comendador que la herede.
 
   FRONDOSO: Su majestad habla, en fin,
 
   como quien tanto ha acertado.
 
   Y aquí, discreto senado,
 
   Fuenteovejuna da fin.
 
FIN DE LA COMEDIA

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