Sacerdotes ANTHONY FOWLER, ex oficial de Inteligencia de la Fuerza Aérea. Estadounidense.
VIKTOR KAROSKI, sacerdote y asesino en serie. Estadounidense.
CANICE CONROY, ex director del Instituto Saint Matthew. Fallecido. Estadounidense.
Altos cargos civiles en el Vaticano JOAQUÍN BALCELLS, portavoz del Vaticano. Español.
GIANLUIGI VARONE, juez único de la Ciudad del Vaticano. Italiano
Cardenales EDUARDO GONZÁLEZ SAMALO, Camarlengo. Español.
FRANCIS SHAW, estadounidense.
EMILIO ROBAYRA, argentino.
ENRICO PORTINI, italiano.
GERALDO CARDOSO, brasileño.
OTROS 110 cardenales.
Religiosos Hermano FRANCESCO TOMA, carmelita. Párroco de Santa María in Traspontina.
Hermana HELENA TOBINA, polaca. Directora de la
Domus Sancta Marthae.
Corpo de Vigilanza dello Stato della Città del Vaticano CAMILO CIRIN, Inspector General.
FABIO DANTE, superintendente.
Polizia Italiana (Unità per l'Analisi del Crimine Violento, UACV) PAOLA DICANTI, inspectora y doctora en Psiquiatría. Responsable del Laboratorio de Análisis del Comportamiento (LAC)
CARLO BOI, director general del UACV y jefe de Paola.
MAURIZIO PONTIERO, subinspector.
ANGELO BIFFI, escultor forense y experto en imagen digital.
Civiles ANDREA OTERO, enviada especial del diario EL GLOBO. Española.
GIUSEPPE BASTINA, mensajero de “Tevere Express”. Italiano.
NOTA DEL AUTOR: Casi todos los personajes del libro están inspirados en personas reales. Ésta historia es de ficción, pero muy cercana a la realidad en cuanto al modo de funcionamiento interno del Vaticano y el Instituto Saint Matthew, un lugar real (aunque con otro nombre) cuya propia existencia causa pavor, y del que nada se sabe en España. Tal vez lo más inquietante de ésta novela no son los hechos que narra, sino que
podrían ser ciertos.
Palacio Apostólico
Sábado, 2 de abril de 2005. 21:37
El hombre de la cama dejó de respirar. Su secretario personal, monseñor Stanislao Dwisicz, que llevaba treinta y seis horas aferrado a la mano derecha del moribundo, rompió a llorar. Los médicos de guardia tuvieron que apartarle con violencia, y dedicaron más de una hora a intentar recuperar al anciano. Fueron mucho más allá de lo razonable. Mientras comenzaban una y otra vez el proceso de reanimación, todos ellos sabían que debían hacer todo lo posible, y aún más, para tranquilizar sus propias conciencias.
Los aposentos privados del Sumo Pontífice hubieran sorprendido a más de un observador desinformado. El gobernante ante quien se inclinaban con respeto los líderes de las naciones vivía en un espacio de pobreza total. Su habitación era una estancia austera hasta lo indecible, con las paredes desnudas salvo por un crucifijo y el mobiliario de madera lacada: una mesa, una silla y un humilde lecho. Éste último había sido sustituido en los últimos meses por una cama de hospital. Junto a ella se afanaban los enfermeros en un esfuerzo por reanimarle, mientras gruesas gotas de sudor caían sobre las sábanas de blanco inmaculado. Cuatro monjas polacas las cambiaban tres veces al día.
Finalmente el doctor Silvio Renato, médico personal del Papa, detuvo el inútil esfuerzo. Con un gesto ordenó a los enfermeros que cubrieran el viejo rostro con un velo blanco. Pidió a todos que salieran, quedando sólo junto a Dwisicz. Redactó el certificado de defunción allí mismo. La causa de la muerte estaba más que clara, un colapso cardiocirculatorio, agravado por la inflamación de la laringe. Tuvo dudas a la hora de escribir el nombre del anciano, aunque finalmente escogió su nombre civil, para evitar problemas.
Tras extender y firmar el documento, el doctor se lo tendió al cardenal Samalo, que acababa de entrar en la habitación. El purpurado tenía la penosa tarea de certificar oficialmente la muerte.
—Gracias, doctor. Con su permiso, procedo.
—Es todo suyo, Eminencia.
—No, doctor. Ahora es de Dios.
Samalo se acercó, despacio, al lecho de muerte. A sus 78 años había pedido al Señor muchas veces no ver éste momento. Era un hombre tranquilo y reposado, y sabía de la pesada carga y las múltiples responsabilidades y tareas que ahora recaían sobre sus hombros.
Miró el cadáver. Aquel hombre había llegado a los 84 años superando un balazo en el pecho, un tumor en el colon, y una complicada apendicitis. Pero el parkinson le debilitó día a día, y le dejó tan débil que su corazón, finalmente, no resistió más.
Desde la ventana del tercer piso del Palacio, el Cardenal podía ver como casi doscientas mil personas abarrotaban la Plaza de San Pedro. Las azoteas de los edificios circundantes estaban abarrotadas de antenas y cámaras de televisión. “
Dentro de poco serán aún más —pensó Samalo—.
La que se nos viene encima. La gente le adoraba, admiraba su sacrificio y su voluntad de hierro. Será un golpe duro, aunque todos lo esperaran desde enero... y no pocos lo desearan. Y luego está el otro asunto”.